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Para María, mi mujer, quien siempre creyó en este libro

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Para María, mi mujer,

quien siempre creyó en este libro

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Nunca debe subestimarse el poder de los libros.

Brooklyn Follies, Paul Auster

Océano mar, óleo sobre tela, 15 × 21,6 cm.

Col. Bartleboom

Descripción.

Completamente blanco.

Océano mar, Alessandro Baricco

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Cada mes de junio, en Maguncia (Alemania)

se celebra la fiesta de San Juan.

El momento culminante de los festejos tiene lugar

el 21 de junio con el bautizo de los nuevos impresores.

En plena Ludwigstrasse, juran lealtad a su profesión,

y son bautizados, sumergiéndose por completo

en una gran cuba de agua del Rin.

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Ella

Mayo de 1900

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Alice Thiel entró en la habitación número once del

hotel Schwarzkopf cuando su amante ya la esperaba, des-

nudo, en la cama. La luz del sol pasaba entre los rojizos

edificios de la Marktplatz de Maguncia, se filtraba a tra-

vés de las cortinas, recorría la alfombra y ascendía por

las sábanas, un haz preciso, una perfecta secante. La ca-

lidez de la luz no alteró la indiferencia de Alice.

—Llegas tarde —dijo él.

Alice no respondió. Se desvistió como una autómata,

como una profesional del sexo. La blusa cayó al suelo;

después, la falda. Se desembarazó de la ropa interior y

miró, conteniendo el rencor, al hombre cuya atracción

seguía sin comprender. Luego paseó la mirada por la es-

tancia. Reconoció la mancha azul junto al armario, la

alargada grieta de la pared, la quemadura de la lámpara

de gas. Y pensó que la rutina no era una sensación ni un

sentimiento, sino algo físico.

Alice sabía que él no sentía más que un afán de pose-

sión, de poder o de sumisión ajena. No estaba segura.

Pero Alice no podía hacer nada por eludir su cita semanal

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en el hotel Schwarzkopf. Muchas otras veces lo había in-

tentado. Recordó aquella ocasión en que ordenó a su ca-

sera que la encerrase con llave en su propio dormitorio.

—No abras. Ni aunque te lo suplique.

—¿Por qué, Frau Thiel? ¿Por qué debo encerrarla?

Aquel día Alice ató su cuerpo con sus propias sábanas

al cabezal de la cama. Se juró permanecer atada hasta que

las campanas de la catedral de Maguncia diesen las doce.

Esta vez no se reuniría con él. Pero, pasadas unas horas,

poco antes del mediodía, cual loba subyugada por la luna

llena, desató los nudos blancos, se vistió de nuevo y, con

voz impostada, mintió a su casera desde la ventana:

—Abre la puerta, todo ha pasado.

Acto seguido, Alice salió de su casa, recorrió las calles

de Maguncia como llevada por el diablo, entró por la

puerta trasera del hotel, subió la escalera de servicio y se

dirigió a la habitación donde su amante la esperaba, ham-

briento de sumisión.

Lo conoció ese mismo año: 1900. Maguncia había dado

la bienvenida al nuevo siglo con festejos. Algunos adivinos

y charlatanes vaticinaron el fin del mundo, decían que esta-

ba escrito en las profecías de Nostradamus, la Biblia, el Co-

rán, que todos los textos apuntaban a la misma fecha. Pero

el 1 de enero el Sol, la Luna y los astros siguieron su curso.

Su primer encuentro tuvo lugar el domingo 13 de

mayo, eso, Alice, no podía olvidarlo. Ocurrió como em-

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piezan las relaciones más complicadas: de una forma

simple. Alice tomaba té en una de las cafeterías de Ma-

guncia cercana a la Kaiser strasse, la avenida a partir de la

cual se extendía la Nuestadt, la moderna ampliación de

Maguncia, que crecía con formidable velocidad. A su

lado, un hombre sorbía café.

Alice sintió una extraña llamada. Lo miró. Primero,

con disimulo. Después, a intervalos. Nunca recordó con

exactitud quién habló primero. La conversación fue tor-

pe, entrecortada. Él no tenía ningún atractivo, su gesto

era más bien torcido.

El desconocido se percató de que había ejercido una

extraña atracción sobre Alice. Tal era la evidencia que se

planteó si se trataba de una broma de mal gusto o de una

trampa sin sentido. Últimamente, sus únicas relaciones

habían sido de pago. Su misoginia se estaba acentuando

de forma alarmante. En cambio, aquella descono cida…

Lo que le movió a lanzar su propuesta no emanaba del

deseo, sino de su propio miedo. Sintió frío antes de ha-

blar, un frío intenso como el hielo. Pero el encantamien-

to ejercía sobre él la misma irresistible fuerza. No habla-

ron su voluntad ni su deseo, sino su historia y su destino:

—¿Conoce el hotel Schwarzkopf? El martes próximo, a

las doce y media, la espero en la habitación número once.

Y se marchó con un leve y huidizo gesto.

Alice lo vio desaparecer entre la gente. Anotó el día,

hora y lugar en un pedazo de papel. Luego lo rompió y

sintió asco de sí misma, seguido de un extraño deseo de

posesión. Pasó los días siguientes inquieta, desviando los

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ojos cuando su marido le decía esto o aquello, confundi-da cuando se quedaba a solas. Procuró olvidar la cita, era una absurda petición, debía borrarla de su memoria. Pero llegó el martes y Alice, la mente en blanco y el corazón acelerado, cual sonámbula que obedece órdenes no im-porta de quién, se dirigió al lugar conve nido.

Hicieron el amor. Fue una consumación triste y vacía.El misterioso amante no le preguntó nada. No desea-

ba saber si era casada o soltera; si vivía en la misma Ma-guncia o pasaba unos días de reposo en el balneario de Wiesbaden; si provenía de una familia acaudalada; si ha-bía sentido algo por él o padecía el vicio de las ninfas.

—El martes próximo, a la misma hora, en esta misma habitación —sentenció, dominado por una intensa cul-pabilidad, con Alice todavía entre las sábanas, repudiada en lugar de amada.

Alice se juró no regresar.Pero sí lo hizo.Y así, de modo sistemático, fue poseída una vez por

semana.Al inicio era un misterio. Poco a poco, una rutina.

Finalmente, una simbiosis. Una simbiosis cuya naturale-za ambos amantes ignoraban y, a solas, se preguntaban.

La respuesta residía en la piel del desconocido aman-te que poseía a Alice. Sus poros contenían minúsculos e invisibles restos del líquido negro que tantas pasiones despierta. Esa mezcla oscura y densa de ilimitado poder.

Era tinta.