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2009 Pájaro Carpintero / Prof. Florencio Carlos Díaz. Página 1 Pájaro Carpintero -

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Pájaro Carpintero / Prof. Florencio Carlos Díaz. Página 1

Pájaro Carpintero

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EL PERSONAJE

Primera Parte

-Don Elio, ¿me arregla las patas de esta mesa?

-Sí, señor

-Don Elio, necesito que me haga una gruesa de

flores de sotol para le novenario del señor San Juanito.

-Si señor, haber si no le quedo mal, porque ya

faltan cuarenta y cinco días y mire: tengo que dejar

listos estos arados de Don José; lo malo que ya me pagó

las composturas y no puedo fallarle. Usted sabe, El todo

el año me trae trabajitos. -Ya veremos, ya veremos lo de

sus flores.

-Don Elio, dice mi mamá Pachita que por favor le

traiga hoy mismo cinco docenas de nopalitos chaveños

de allá del cerro verde.

-Si, niña, en la tarde tiene su encargo.

-Don Elio, quiero que le vaya a poner unas trabas a

la puerta que me arregló el año pasado.

-Don Elio, dice mi papá que haga la cruz para

Doña Ramona porque mañana la sepultan al medio día.

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Si, dígale a Don Ignacio que luego vamos a velar un

ratito.

Son las siete y treinta de la noche y Don Elio,

hincado frente a la imagen de San Juan Bautista, que

resalta del cúmulo de cuadros de santos que por toda la

pared de aquel cuarto se apretujan, acompañado por su

fiel esposa y sus siete hijos, reza fervorosamente,

dejando correr entre los dedos de su mano las cuentas

de su rosario de cinco misterios que a diario y de

manera mecánica todos los miembros de aquella

sagrada familia ejecutan con soltura y maestría.

Al concluir el rezo, la letanía y toda una colección

de jaculatorias, se levantan unos; otros solo se

desploman perezosamente en el piso de aquella

habitación que a todos les sirve de morada….

Ya cumplida la santa costumbre nadie sale de la

casa. Don Elio echa el “picaporte” a la puerta que da a

la calle y todos se disponen a realizar los últimos

encargos del trabajo hogareño; algunos allí se quedan

dormidos. A menudo, Don Elio acostumbra contar

historias reales a sus hijos y esposa, que acurrucados

uno en torno o encima del otro forman un mismo bulto

en un rincón del cuarto.

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Esta noche las actividades realizadas y las que no

se pudieron hacer tienen agotado y apesadumbrado a

Don Elio. Sin embargo hay que cumplir la devota

obligación en el pueblo:

Ir a velar a la difunta que ya tiene más de 6 horas

de estar tendida en la casa de Don Ignacio, el último de

sus parientes.

Ándale mujer vamos a acompañar unas horas al

cuerpo; así el día que nos “toque” a ti o a mi, siquiera

que alguien se acuerde de venir. Por eso vamos aunque

sea un ratito.

Si, como no; cuando se muere una Doña o un Don

del pueblo, todo mundo se desvive por ir a velar

“aunque sea un ratito”. Pero se muere un pobre y ni las

moscas se le paran. ¿Recuerda cuando se murió “Don

Bartolito”? Ni siquiera sus familiares más cercanos se

aparecieron en todo el tiempo que estuvo tendido.

Para sacarlo al panteón tuvieron que venir los

policías y cargarlo solos todo el camino.

¡“Qué barbaridad”!.

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¡Cállese mujer! Es malo hablar de los vivos, pero

más malo resulta hacerlo de los muertos.

Era curioso ver a aquel hombre de presencia

bonachona y apacible realizar tantas encomiendas,

hacer cuanto remiendo le solicitaban en su carpintería;

darse tiempo para velar al Santísimo Sacramento cuatro

o cinco días al mes, y por las noches de muchos días,

sentarse, junto a sus vástagos, para contarles raras

historias donde él era protagonista siempre triunfador y

bien librado.

Escuchemos la siguiente narración:

Es miércoles de la Semana Santa. Llega Don

Antagónico Varela, el hombre más rico de la región, a la

humilde vivienda de Don Elio. Sin apearse de su brioso

frontino, con el fuete en la mano derecha toca varias

veces en la destartalada puerta de madera.

Don Elio trabaja con la azuela, desbastando unos

polines de pino para remendar una puerta falsa de la

casa de Arturo Reyes. Suspende aquella labor; se echa

la pechera de cuero crudo al hombro y con desgano y

una molestia mal fingida, abre a medias:

- ¡Don Antagónico! ¿Cómo le va?

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- ¡Buenas le de Dios!

- A sus órdenes.

- Dígame, señor,

-Ya, ya Elio, basta de tanto saludo y, gracias por

tus deseos. Mira, vengo, porque quiero que vayas al

Rancho del Ahuizote. allá con el señor Chéstor Valdez.

Me va a mandar cuarenta y siete cochinos gordos, y

tu los vas a trair por el Camino Real para que no se te

joguién. Mira, Elio, mucho cuidado, quiero aquí los

cuarenta y siete bien enteritos, eh?

-Te voy a pagar un tostón por puerco; así que aquí

tienes veintitrés pesos y cincuenta centavos toma

hombre, ¡Agárralos!

- Oiga Don Antagónico; estaría bien, pero,… mire;

corretear su liebre me va a llevar cuando menos tres

días y... pos, yo tengo muchos quehaceres pendientes,

tengo muchos encargos… ¿Cómo le haremos señor?

-Mira, Elio, ¡Arréglatelas! Tu ve como le haces; yo

quiero mis cochinos aquí el sábado de gloria. Solo te

puedo dar uno cincuenta más y que sean veinticinco

pesos.

Y sin añadir palabra, jala la rienda de su garañón

que sale al trote por la calle de abajo.

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Esa tarde Don Elio la ocupó en ordenar sus pendientes;

dar indicaciones a su esposa de cómo resolver los

asuntos. Fue a la tienda de Bonifacio a comprar

algunos alimentos; regresó a preparar su itacate y

hacerse a la idea de salir esa misma tarde a recorrer los

polvorientos caminos del señor.

Hay luna llena; Ojala que los chacales y los

hombres lobo no se aparezcan en mi camino, se decía

para sus adentros Don Elio, mientras guardaba entre

sus ropas, después de colgárselo en el cuello, aquel

gastado crucifijo de cobre montado en una cruz de

madera. El siempre lo acompañada para lo que se

ofreciera.

Ándale mujer, échame una cobija y mi chipiturco

de cuadros; el itacate ya lo tengo lleno.

-Van a dar las seis de la tarde, Don Elio, véngase a

comer unos frijolitos de la olla con chile bruto que le

acabo de moler en el molcajete, le invita Doña Chuyita,

su fiel y abnegada compañera.

Cuando Don Elio hacía esos viajes, que era con

mucha frecuencia, siempre calzaba unos guarachis con

suela de hule de llanta; llevaban tapaderas de cuero

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curtido y cruzadas con gruesas correas de cuero blanco

que compraba en la tienda de Luz Ávila.

Antes de echarse a la espalda sendos bultos de

ropa y alimentos, se agachó hasta doblar la rodilla en el

suelo para jalar las correas de sus guarachis y

ajustarlas a sus pies; aguantaran el recorrido, se dijo

para él mismo.

Listo mujer, écheme la bendición para que en todo

me vaya bien. Ya vengo eh, híjole!, ya mero suenan las

siete de la tarde…

Con una santiguada llena de fervor católico, Don

Elio sale cargando su equipaje que le hace dibujar una

silueta encorvada y grotesca en las sombras del

anochecer de abril.

Da vuelta al recodo que figura su casa de adobes

viejos y desgastados por la desnudez que han soportado

muchos años. Sus pasos son lentos y cansados; los

guarachis en sus pies se aferran a las piedras negras y

resbalosas del desgastado pavimento. El callejón

conduce a cruzar el río para agarrar el camino a El

Salitral.

A pocos pasos después del río, están dos mezquites

de ramas retorcidas y enormes, que aun desnudas del

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fino follaje, simulan un nido de serpientes hambrientas

que se lanzan al infinito.

Don Elio es supersticioso, y lleva en su conciencia

muchas historias de horror, de aparecidos y de

demonios que acechan a los caminantes en las horas

nocturnas. Esta vez no va a hacer presa fácil de los

espíritus malignos.

Como dicen que en estos mezquites ahorcaron a

dos hombres cuando pasó por aquí la revolución, y que

en luna llena se aparecen los colgados balanceándose

estertorosamente, y con gemidos imploran que les

descuelguen, Don Elio no se arriesga a topárselos.

Dobla por una vereda paralela al lienzo que circula la

huerta de Crucita, para luego brincar el cerco de

piedras y retomar la vereda que cruza “Las Liebres” y va

a salir allá en la vuelta de El Cuero de Indio. Ni modo,

tiene que pasar frente a la cruz donde murió Rafael

Vera y luego mas adelante, llegar al mezquite que

asesinó a Sebastián, aprisionándolo entre sus ramas

cuando el campesino intentaba cortarle algunas para

permitirle a los rayos del sol llegar a la milpa.

Don Elio va temeroso; se asusta con el más

mínimo ruido que hace el viento al chocar entre los

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nopales sin hojas, que parecen cuerpos desnudos en la

penumbra.

Algunos se mueven amenazadores y sueltan

ruidosamente pencas, que al chocar con las piedras del

duelo hacen que Don Elio figure esqueletos que se

desquebrajan frente a él. El viejo camina rígido; no se

atreve a voltear para ningún lado; allí todo es penumbra

y soledad.

En esa época del año el campo está limpio de

basura y escombros; los fuertes vientos de febrero y,

marzo barrieron afanosamente aquellos potreros que

esperan un verano lluvioso y prometedor.

El reloj de la torre principal de la ya lejana iglesia

suena las ocho de la noche. Don Elio va encumbrando

el cerro de las Liebres y alcanza a escuchar con claridad

los tañidos quejumbrosos. Es la hora de las benditas

animas, piensa; y mecánicamente se detiene y suelta

sus equipajes. Busca una piedra alta para sentarse; lo

hace reanimado por sus firmes intenciones; elevar sus

diarias oraciones fúnebres a esos espíritus que vagan

sin descanso en espera de los rezos que los vivos les

puedan ofrecer; “Por las animas venditas todos hemos

de rezar”… y se contesta a si mismo tres veces

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consecutivas para luego recitar el preámbulo del santo

rosario, mientras acomoda en los dedos de sus manos

aquel rosario con cuentas de frutos secos cuya textura

resulta suave y resbalosa por la grasa y mugre de las

manos que lo han manejado diariamente por muchos

años.

Rodeado de oscuridad, bultos negros y siluetas

que resaltan y alteran los ánimos de quien allí se

encuentra, éste mantiene la cabeza baja; sus arrugados

parpados están entrecerrados; no quiere distraer sus

firmes intenciones: trascender espiritualmente, hasta

compartir ese hecho de oraciones con aquellos entes

que según él, se encuentran sufriendo en todos los

espacios.

En ese éxtasis permanece más de veinte minutos

que para su conciencia fueron solo unos instantes,

pues cuando la religiosidad se apodera del hombre el

tiempo se disuelve en la eternidad, que puede estar

compuesta por unos cuantos segundos.

Se sobresalta un poco al percatarse que ha

terminado de rezar los cinco misterios dolorosos. Con

mecánicos movimientos guarda en su bolsillo derecho el

montón de cuentas engarzadas con finos nudos de

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alambre. Escudriña con miradas perdidas en la

oscuridad el lugar y los alrededores donde se

encuentra. Ya orientado, recoge del suelo sus equipajes

y empieza descender las empinadas laderas de guijarros

blancos, cubiertas de ocotillos verdes y siempre frescos.

Ha cambiado el camino por la vereda que cruza el

cerro; allí termina frente a una cerca de piedras. Brinca,

dejando escapar fuertes resoplidos y pujidos para

fortalecer sus movimientos; cincuenta o sesenta metros

de ladera y nuevamente tomará el camino a El Salitral,

justamente a la altura de El Cuero de Indio.

A unos doscientos metros arriba del camino se

aprecia un círculo negro; más negro que el entorno de

aquella ladera; Es la entrada a la Cueva del Cerrito.

Para llegar hasta allá, es necesario subir a gatas

asiéndose de las ramas de arbustos de vara dulce o

grangenes enanos por su precario sustento.

El Cerrito de la Cueva ha generado en los vecinos

de la Chaveña, El Salitral y demás aldeas cercanas, un

montón de leyendas e historias fantásticas que se van

trasmitiendo de padres a hijos; solo así permanecen

vivas, aunque, quien las cuenta les da su toque

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personal, poniéndoles o quitándoles partes para que la

narración sea más interesante.

Para Don Elio esa cueva es la entrada a un túnel

que comunicaba hasta Chicomostoc o las Siete Cuevas

de la Quemada en el municipio de Villanueva.

Por ese pasaje transitaban los Chichimecas en

tiempos de lucha para defender su territorio que

abarcaba los Potreros de las Liebres, Los Gómez y la

Chaveña.

Resulta curioso este lugar viéndolo de día, no se

diga por las noches. Como que Transporta a una

dimensión donde la existencia del hombre prehispánico

dejó la huella que trasciende hasta nosotros.

Quien observa las configuraciones del cerro, las

lomas y las laderas que lo rodean, los pequeños valles

que desembocan en arroyos entre rocas blancas que en

cada estación ofrecen variadas tonalidades por la flor

que peña ahí adherida, y que cada verano resurge a la

vida, hace figurar hombres semidesnudos, que estoicos

vigilan su territorio. También están muchos hombres y

mujeres realizando labores domésticas en aquellas

aldeas que son su entorno y su hábitat. ¿Por cuánto

tiempo?

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Y sin embargo ahí están presentes, cobrando vida

en cada uno de los transeúntes o aventurados

excursionistas que se arriesgan a profanar esos lugares

históricos; para luego escribir su propia historia, su

propia leyenda que continuará fluyendo en otro lugar y

en otra época…

Así, el Cerro de la Cueva y sus alrededores; es

fuente de imaginación creadora para algunos; el punto

idóneo para practicar el excursionismo en otros, y para

la generalidad de los que habitan la región es un pedazo

más de las tierras flacas, cubiertas por el polvo

acumulado en los miles de años de su existir. Don Elio

pertenece al primero de los grupos. Él ha inventado

miles de historias de aquel lugar, ahora, por ejemplo, la

luna llena ya ha caminado hasta el medio cielo, y el

paisaje de las nueve de la noche en el cerro de la cueva

lo lleva a escribir una más en su mente acostumbrada a

hilvanar fantasías de muchas cosas. Sus pasos lentos y

cansados por el peso de los años que lleva a cuestas, no

cambian su ritmo. Va acercándose a aquella cruz de

cantera empotrada en la cerca de piedras; en este lugar

se cayó de su caballo Rafael Vera congestionado por no

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se que cosa y ya no se levantó; no caminó más; allí se

murió.

La luna llena que cobija el campo y sus paisajes le

deja ver a Don Elio el mezquite asesino; está a

cincuenta metros del camino en el centro de la huerta

de los Muro, justamente muy cerca del arroyo de arena

seca que baja desde el garruñal y pasando por la

Chaveña cruza el callejón y la citada huerta para luego

desaparecer en el río de Tepetongo, que ahora es tan

solo una cascada de piedras brutas boleadas. Muchas

gentes las recogen y luego pavimentan calles y patios de

algunas casas.

Don Elio no va a pensar en nada concreto; camina

mecánicamente, tratando de robarle distancia al largo

trecho que aún tiene que caminar; el callejón dobla a la

derecha y a poca distancia se dejan ver las gigantescas

construcciones de adobe rematadas con pretiles de

piedra labradas. Es la Chaveña, una de las pocas

propiedades que datan de la época colonial y que

perteneció a la familia de Los Escobedo; quedan ya

unos cuantos que viven en Zacatecas y acá solo vienen

a paseos con amigos de la ciudad.

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La Chaveña está enclavada al pie del extremo

norte del cerro de La Cueva que se extiende hacia esa

dirección formando un cordón de rocas de más de cinco

metros arriba del suelo; es un frente majestuoso, digno

del más exigente escenario para la filmación de

películas campiranas. Las fincas abarcan un pequeño

vallecito donde están todos los barbechos dedicados al

cultivo de temporal, que da sustento a las tres familias

que viven allí, y son las encargadas de cuidar la

propiedad. El callejón por el que camina Don Elio es el

acceso directo, mide más de quince metros de ancho y

este bien delimitado por los lienzos de piedras

alineadas; parecen muros de un fuerte militar. Ahora

están mudos y desiertos de las miradas de las pocas

personas que por ahí transitan. Don Elio levanta la

vista hacia el frente, ve claramente el portón que

protege la entrada; está un poco entreabierto y eso

despierta en el viejo su natural curiosidad. ¿Por qué

estará abierto a estas horas de la noche?

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“PRIMERA HISTORIA”

Capitulo Segundo

¡Ah!, Allí esta la respuesta: una silueta masculina

recargada en el lienzo observa el enorme acantilado

como haciéndose mil preguntas, sin poder contestar

ninguna. Se escuchan los pasos arrastrados entre las

piedras y la tierra suelta del camino. Él hombre

recargado, voltea bruscamente y clava su mirada en el

personaje que lentamente se va acercando. Él tiene

muchos años viendo pasar gentes por aquel camino; les

conoce a todos; de día o de noche, él sabe quien va o

viene de Tepetongo para los ranchos que están por el

rumbo de la sierra. Su rostro, aunque no se puede ver,

dibuja una leve sonrisa y mueve la cabeza para uno y

otro lado como diciéndose: ¡Ah que buen hombre!

-¿Qué negocio le traerá por estos caminos a las

diez de la noche?

-¡Don Elio! Gusto en verlo, señor

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-Quiubo, Don Celso. ¿Qué hace despierto tan a

deshoras?

-Pos me dieron ganas de uno de hoja y salí a

quemármelo Don Elio. Venga hombre, salúdeme, que

hace tanto tiempo sin verlo.

-¿Como está; Don Celso?, buenas le de el señor

Dios.

-Igual, Don Elio, véngase. Deje bajamos una

piedra para que se siente a descansar un ratito hombre,

viene usted apenas. ¿Pa dónde camina?

-Ahh, como pesa el itacate, espéreme, Don Celso…

Ahí está bien… ya estuvo... Pos voy pal Ahuizote, Don

Celso. No se le ocurrió a Don Antagónico mandarme por

una manada de cochinos que le compró a Don Chéstor

Valdez, Y los quiere en Tepetongo el sábado de gloria

muy temprano. ¿Cómo ve las puntadas de los ricos,

Don Celso? Ellos con su dinero hacen que uno de

fregado les cumpla sus antojos y puntadas. Y aquí voy;

a ver si mañana jueves puedo salir aunque ya tardecito,

¿No cree?

-¡Ahh! Que Don Elio, usted siempre tan servicial y

tan comedido. Ya quedan pocos como usted; ya los más

se han ido. Y mire nomás, usted y yo aquí seguimos.

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-Pero, siéntese hombre, mire, aquí tengo tabaco y

hojas; Tuérzase uno bien grueso Don Elio. Tenga, aquí

tiene yesca y el eslabón para que lo prenda.

-Gracias Don Celso, déjeme echarme uno para lo

cansado.

-Oiga Don Elio; ahora que me estaba fijando; mire

las tapias de la huerta de los Sauces. ¿Se acuerda

cuando vinieron sus suegros y Ud. a desenterrar la

copina de toro llena de monedas?...

Al escuchar la pregunta de Don Celso,

instintivamente la cabeza entrecana de Don Elio, da un

giro de 90 grados y su mirada queda fija e las ruinas de

la construcción aquella; los perpendiculares rayos de la

luna permiten hasta dónde ellos se encuentran, tener

una visión casi completa del punto referido: Altas

paredes de adobe carcomido, dejan apreciar enormes

agujeros, que en otros tiempos sirvieron de puertas y

ventanas enmarcadas por grandes piedras de cantera

labrada. Por el lado norte, un cordón de piedras

apeñuscadas de lo que fue el cerco que separaba la

vivienda de las parcelas; siluetas claroscuros de nopales

y mezquites de añosos troncos conforman aquel

conjunto que aun sobresale del entorno. Es un oasis

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destruido por el tiempo, es un desierto de surcos

acabados, desgastados por la acción de las lluvias del

verano, o los fuertes vientos de febrero y marzo de

muchos años de olvido y abandono. Y sin embargo, ese

punto en aquella Loma surcada, resulta muy familiar a

Don Elio, que ahora, en este alto del camino,

conversando con un amigo y fumando un grueso cigarro

de hoja, comienza a revivir aquella historia:

-¡Ah! ¡Qué tiempos! Don Celso ¡Qué historia se

escribió allí merito, Don Celso. En la tapia del lado

Norte; si, aquella que ahora hasta creció un nopal en el

clarito del pretil. ¡Mírelo, allá brilla con la luz de la luna!

-Bueno, pues ahí le va lo que paso aquella noche

de jueves santo: Mire; mi suegra era muy amiga de

Doña Ramona casada con Don Pancho que eran los

padrinos de Abrahansillo que en ese tiempo tendría seis

o siete años; era un chiquillo travieso que nunca se

apartaba de sus papás. Pos fíjese que ese día después

de la colación llegaron a su pobre casa mis suegros y

sus compadres; y sin más explicación, me dijo mi

suegro: vamos, Elio hay quehacer esta noche. Nos

espera algo interesante en “Los Sauces” ¿Vienes?

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-Yo, la mera verdad, no sentía muchas ganas de

aventura; y luego en “Los Sauces”. Estaba bien lejos del

pueblo y con tanta habladuría de esos lugares, pos

como que me entró una corazonada de algo feo, Don

Celso, mire por: esta (cruz en los labios) que yo, presentí

algo sobrenatural.

- Y ¿Qué paso, Don Elio?

-Nada, pos ¿que iba a pasar? No me podía echar

pa´ atrás y, nos vinimos. Así nomás. Agarré mi

chaqueta y una pala recién afilada y vámonos a ver que

nos tenía preparado Dios.

-Caminamos como dijera José A. Jiménez, a la luz

de los cocuyos, y cobijaos por la inmensa luminosidad

de la luna en plenilunio. Íbamos como los coyotes: uno

detrás de otro; caminábamos con la cabeza gacha,

mirando como las pisadas levantaban pequeñas

nubecillas de polvo que se esfumaba a escasos

centímetros del suelo, e iban pintando de color pardo

los zapatos y guarachis.

Don Pancho y mi suegro al frente, Doña

Ramona y mi suegra con Abrahansillo tomado de la

mano les seguían. Caminaban platicando cosas de la

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vida cotidiana en un pueblo, donde solamente el viento

dejaba su huella en los rincones de las calles, en los

quicios de las puertas y en los opacos cristales de las

ventanas cuyos balcones daban vista a la plaza y a las

dos únicas calles que tenía el lugar.

Pasamos el mezquite de los ahorcados, subimos

aquel camino resbaloso frente a la América y al brincar

la cerca de la huerta del hoyo mi suegro dice:

-A ver Elio, adelántate para que nos señales la

vereda vieja, la que va a dar a El Huarachi para seguir

por todo el lienzo de abajo; ese nos lleva a las Tapias.

Aceleré el paso, y con tres o cuatro zancadas los

pasé a todos; ahora yo era el puntero y debía guardar el

ritmo para no cansarles, ni que me pisaran los talones.

Llegamos al río; había un paso de piedras bolas

que no quisimos arriesgarnos a cruzarlo. Nos

remangamos los pantalones y nos metimos a la

corriente, que nuestros pies la recibieron con toda su

tibieza y bondades como las caricias de una madre a

sus pequeños.

Las aguas cristalinas dibujaban espirales en su

superficie, y la luna se quebraba en cada onda que iba

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lentamente desapareciendo en su inevitable camino

hacia la orilla del río. Uno se divertía viendo aquellas

cosas tan cotidianas, pero que nunca las tomábamos en

cuenta para tratar de entender mejor muchos principios

y leyes de la naturaleza.

-Así es, Don Celso; a veces los animales, las

plantas y todas las cosas de nuestra madre naturaleza

pasan desapercibidas para nosotros, que nos sentimos

los seres superiores en la faz de la tierra. -¡Que ironía!

¿no le parece?

-Si, Don Elio, tiene toda la razón; si supiéramos

que con la pura observación hacia las leyes de la

naturaleza entendemos todo el universo. Esa es la

razón, por la que el hombre se siente el ser supremo en

la tierra, por su razón, y esto no es más que una

frustración que le provoca su inferioridad ante la

majestuosidad de la naturaleza.

Somos unos ignorantes; siempre seremos neófitos

en la comprensión del mundo y de la naturaleza.

-Oiga, con su venia, no me tuerza la plática del

tesoro - ¿Qué le parece si me sigue contando?

- Claro, Don Celso, disculpe Ud., pero es que en

estas noches de luna llena, uno aquí platicando, viendo

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toda esa inmensidad de luces y sombras; el suave canto

de los grillo, allá abajo; uno que otra chicharra

desorientada, “pos, dan cosas” ¿verdad? Y… pos uno

filosofa a su modo, Don Celso.

- Ya, Don Elio siga Ud. Con el cuento del Tesoro.

¿Qué paso? Don Celso ¿Yo no se cuentos, señor, -

la pura verdad, que aquí la traigo, Don Celso, aquí

mero! En mi cerebro.

- Ándele, pues -, sígame contando esa historia tan

interesante.

Pos llegamos a las Tapias de los Sauces, a las once

y media de la noche y comenzó Don Pancho a echar “las

varillas” en los rincones.

-¡Acá!, Pancho, no pierdas el tiempo; En el centro

de este cuarto estaba la “Copina” Yo la vi con estos ojos.

Aquí, Pancho ¡Échalas!

Y ¡Zaz! Que se le sueltan las varillas en forma de

“V” y van a clavarse allí merito, a media tapia, donde la

sombra del muro no dejaba ver mas que un montón de

tierra con hierbas secas y piedras esparcidas.

Don Pancho quedó paralizado por el fenómeno que

estaba presenciando. Yo, Don Celso, toda mi vida de

gambusino y busca-tesoros jamás había visto cosa

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parecida: Las varillas le fueron arrancadas tan

bruscamente, por fuerzas extrañas, que sus manos y

brazos quedaron tiesos, apuntando directamente a

aquellos fierros que poco a poco iban desapareciendo de

nuestra vista; ¡se las tragaba la tierra frente a nuestros

ojos, Don Celso! ; y todos quedamos pasmados de

terror. Solo Dona Ramona que le había señalado el

lugar a Don Pancho, estaba emocionada y casi grita: ¡Te

lo dije Francisco! ¡Ya ven!, ¡Yo sabía donde estaba el

tesoro!

-¡Andenles! ¡Muévanse! ¡Taimados! ¡Pos que les

pasa! ¡No que muy hombrecitos! ¡Vamos! ¡A darle! “¡Que

pa eso te truje chencha!”

¡Estaba transformada! Don Celso, emocionada y

feliz viendo como las varillas de habían ido en aquel

montón de tierra y yerbas secas.

Unos minutos duró aquel cuadro de cuerpos tiesos

y miradas perdidas; nuestras mentes taban en blanco,

sin ningún reflejo de razonamiento.

Mi suegro fue el primero en reaccionar, y con voz

trémula nos hablo:

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-Bueno, con un cabrón … ¿así nos vamos a

quedar? ¡órale! ¡Dame el talachi Elio, y agarra la pala.

Háganse a un lado; mujer, llévate al niño y siéntense en

aquella piedra que está junto a la puerta.

-Comencé a raspar el suelo con la pala en un

círculo que nos permitiera trabajar a gusto, y en menos

que canta un gallo, ya estaba el terreno sin basura ni

piedras; la tierra limpiecita dejaba ver dos agujeros

pequeños que señalaban la dirección en que las varillas

desaparecieron.

Mi suegro comenzó a dar los primeros talachazos

en la tierra tan floja como harina en un costal.

En dos por tres, ya teníamos un agujero de un

metro y medio de diámetro y casi el metro de hondo;

nada de varillas, Don Celso, solo aquellos puntos negros

bien marcados nos decían que estaban hacia abajo.

-Sube, compadre, échate un trago pa´ lo cansado y

ora voy yo, dijo Don Pancho a mi suegro.

Le di la mano, y refregando su panza en el bordo

salió pujando y sacudiéndose sus ropas. Mientras Don

Pancho baja al pozo, mi suegro garra una Castellana

medio llena de puro mezcal y se empina un buen trago,

para luego prender un cigarro y sentarse en aquel

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mundo de tierra calientita que aumenta con cada

palada que sale del agujero.

Los minutos y los cuartos de hora avanzaron con

mucha rapidez; la luna ya había caminado más de

medio cielo, y sus rayos iban perdiéndose tras los

muros pardos de las tapias.

El pozo seguía bajando y la tierra que vomitaba ya

casi ocupaba la mitad del cuarto en el que

trabajábamos; el pico y la pala no dejaban de moverse,

pasando de unas manos a otras con frenética emoción.

De pronto, la pala con que trabajaba Don Pancho

dio un chasquido al tiempo que se escuchaba un ruido

ladino y sonoro; unas chispas de lumbre iluminaron por

instantes aquel pozo negro y sudoroso ¡Ya!, gritó Don

Pancho; perese compadre, algo hay aquí. Se hincó y con

las manos empezó a palpar el suelo tibio y húmedo;

¡Eso es. Aquí están las varillas!

- A ver, Elio, dale con el talachi para que se aflojen.

- Empecé a darle suavecito sin tocarlas, pues

pensaba yo que a lo mejor se hundían más y la mera

verdá yo me encontraba bien cansado, Don Celso, bien

agotado.

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Le fui descubriendo poco a poco, y si, allí estaban

aquellas varillas negras de fierro; las toqué con mis

manos y que le cuento, Don Celso; Estaban bien

calientes, como si estuvieran en la misma fragua.

Intente jalar una y nada; lo caliente no me dejaba

hacer fuerza y yo sentí que algo las detenía, como si

estuvieran soldadas.

Seguimos bajando la excavación centímetro a

centímetro hasta que las varillas estaban libres, pero no

se soltaban; estaban pegadas en la tierra; bien fijas, que

no permitían jalarlas pa’ ningún lao.

-De pronto sucedió aquello.

-Mire Don Celso, yo sentí en mi cuerpo y en mis

manos muchas sensaciones extrañas. No podría

explicárselas ahora; lo que si no he podido olvidar es

que, aunque lo caliente de las varillas me dolía en mis

manos, algo, una fuerza oculta me obligaba a sacarlas.

Don Pancho y mi suegro nerviosos también por lo

que vían o sentían, me gritaban los dos juntos:

¿Qué pasa, Elio? ¡Saca esas varillas! Ya deja de

hacerte pendejo…. ¡Órale! O si no puedes, salte para

entrar yo –preciso, Mi Suegro.

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Tan muy calientes, les contesté. Écheme algo pa’

agarrarlas.

Me echaron un costal de yute doblado. Me lo

acomodé en las manos de tal modo que funcionara

como guantes. Me puse abierto de patas para que las

varillas quedaran frente a mí, y abajo de la barriga.

¡Listos! ¡Ahí les voy!

¡No! – Espérate Elio, -No vaya ser el diablo y te lleve

al infierno. Toma, amárrate de la cintura con esta riata.

Si sientes algo, o tienes miedo nos gritas para jalarte.

El tiempo, Don Celso, el tiempo era eterno y los

minutos eran horas. Yo creo que todos teníamos miedo.

Un horror que no le puedo contar.

Solté el costal que ya tenía enredado en las manos

y temblando me amarré la cintura con la soga,

echándole un bozal de puerco para que quedara segura.

¡Ya stoy! Les grité con voz temblorosa.

¡Órale pues! ¡Sácalas!

Comencé a acomodarme de nuevo; mis piernas

temblaban; las manos me sudaban y estaban frías, frías

como las piedras en la madrugada de un crudo

invierno.

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Agarré las puntas separadas de aquellos fierros

calientes, sentí que el costal se chamuscaba, pero no

podía detenerme.

¡Fuerte! ¡Fuerte! ¡Fuerte! Le di el “jalón” y qué creé

que me sucedió?

¡Estaba ciego! ¡Don Celso! ¡Ciego! En un mundo de

luz verdosa o de color azul.

¡Mucha luz! ¡Mucha luz! Y de pronto yo estaba en

otro mundo.

¡No tuve tiempo de jalar la soga!

No supe cuanto tiempo duro el fenómeno. Cuando

abrí los ojos y comencé a tener conciencia, estaba

tumbado en el hoyo, y a un metro de mí, el chorro de

luz que con fuerza salía hasta arriba del agujero como si

fuera una fuente de esas que ve uno en las ciudades.

Pensé que me quemaba en ese momento, pero no;

tenia el costal en mis manos y las varillas también, ya

no estaban calientes ni rojas; yo las veía como al

principio.

¡Eeey! Les grité a los hombres: ¿Que pasó? ¿Dónde

están?

Silencio,…. Puro silencio en aquel mundo de luz

verde y helada que olía como a animal muerto.

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¡Órale! ¡Jálenle! ¡Sáquenme! ¡Ya estuvo!.

Nada Don Celso, ¡Nadie me contestaba, ni se oía

ningún ruido; puro silencio, puro silencio.

Dios Mío ¡Ayúdame! ¡Sálvame! ………

Seguía recobrando mi conciencia para darme

cuenta cabal de lo que pasaba; abrí mis ojos como para

despabilarme y ver que sucedió. Vi las varillas; Y si,

estaban igualitas que como las echo Don Pancho. Volví

a gritarles a los hombres que estaban a juera del hoyo.

-¡Don Pancho! ¡Don Abraham!... ¡Sáquenme!,

-¡Sáquenme!... Nadie me contestaba era todo un

mundo de luz verdosa y una pestilencia horrible en el

hoyo.

Dirigí la mirada hacia donde salía la luz y que cree?

Se veía claramente la copina del Toro; La luz que salía a

chorros, pos era del montón de monedas de oro puro

que rebosaba aquel bote de cuero crudo de toro; estaba

repleto de monedas amarillas que con la luz se vían

verdes o azules, no sé. Era algo nunca visto.

Mi miedo, se convirtió en horror, y volví a gritarles

con más ansias que antes, pero nadie me hacía caso.

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Solté el costal y las varillas que al chocar con

algunas piedras hicieron un sonido largo y ladino; como

el tañer de una campana cuarteada.

Me pare; con las manos arriba arañaba el bordo del

agujero intentando subirme como los gatos; no pude

porque la tierra se desmoronaba al tocarla con los patas

y las manos. El terror crecía en mi conciencia. Hice dos

o tres intentos más, no sin voltear cada vez a mirar

aquel gigantesco tesoro; una copina repleta de monedas

de oro.

La codicia me invadió y pensé agarrar unas pocas

par aguardarlas en las bolsas de mi chipiturco. Insisto,

la codicia hizo presa de mi, alargué mi mano aún

temblorosa para traspasar los chorros de luz; yo nunca

esperaba aquello que me sucedió.

Mi mano derecha que metí a la luz ardió en un

instante; se me quemaba como si estuviera hirviendo en

un cazo de chicharrones; grité, que digo, aullé de dolor,

e instintivamente la recogí y la llevé a protegerla en mi

vientre; sentía un dolor fatal, Don Celso, un dolor

endiablado que no me dejaba ni siquiera poder verla.

Me imaginaba que tenía un trozo de carne humeante y

chamuscada en el lugar de mi mano. Transcurrieron

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segundos que yo creí fueron años, años de miedo, de

terror y ahora de mucho dolor.

¡Cómo me dolía la mano!

- ¡Elio! … ¡Elio!!Elio! … ¿Estás vivo?

- ¡Contesta! ¡Elio! … ¿Vives?

- ¡Contesta! ¿Dónde andas, Elio?

- Agucé mi atención y mis orejas porque me parecía

que soñaba. Oía mi nombre que alguien gritaba muy

lejos, lejos porque el suave viento de la madrugada

parecía arrastrar aquellas débiles voces.

- Si, me llamaban a mi, pero ¿Quién era? ¿Quién

me llamaba por mi nombre?

- ¡Elio! ¡Elio! ¡Contesta! ¿Dónde andas?

- Si; no me cabía la duda que eran ellos; mi suegro

y Don Pancho me llamaban suavemente; muy quedito,

pero decían mi nombre allá a lo lejos.

- ¡ACA STOY! ¡En el agujero! ¡Sáquenme! ¡Órale!

- ¡Elio! ¡Elio! ¡Contesta! Di ¿Dónde estás? ¡Órale!

¡Contesta!

Las voces se hacían más claras; mi ánimo creció

como los chorros de luz que estaban a mi lado.

Volví a intentar subir para salirme de aquel

infierno; no era posible; mis manos y mis pies

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resbalaban y tumbaba más tierra. En una de las caídas

pisé la soga que había tirado no supe como pero allí

estaba como si fuera una serpiente enroscada cerca de

mis pies; la agarré y por pura chiripa aventé la punta

pa´ juera del hoyo; le estiré y sentí clarito que se

atoraba con algo fuerte, le di un estirón con las dos

manos y no se soltaba. ¡Ya estuvo! Me dije, ¡Ora si me

salvo! Me di unas vueltas en la mano izquierda y con la

derecha me jale Parriba…

Allí mero me percaté del milagro, Don Celso, o

mejor dicho, de los milagros, pos fueron dos:

Primero, me di cuenta que mi mano derecha no me

dolía nada, como si nunca se me hubiera chamuscado.

Jalaba la riata sin siquiera sentir ningún dolor, así que

como pude y campaneando mi cuerpo que chocaba en

las paredes del hoyo logré agarrarme de las piedras que

había afuera; el miedo hace milagros, y como gato

revolcado me arrastraba ya en el montón de tierra de la

tapia.

Ahora va el segundo: se dio cuando ya parado me

sacudía el polvo y las basuras de mis trapos; al voltear

pal hoyo, mire usted, señor: No había nada de luz, ni

pestilencia, todo era oscuridad, penumbras, silencio

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absoluto y a pesar de la hora que ya era de madrugada,

aquello era pura y endiablada negrura que no dejaba

ver nada a un metro de distancia.

Estaba otra vez destantiado de mi razón por lo que

me sucedía; entonces volví a escuchar mi nombre allá

muy lejos, por el rumbo del Arroyo Blanco; fíjese donde

estaba yo, y por donde me llamaban. Eran gritos

despacito, así como llegaba a mi cara el suave

vientecillo del amanecer de abril.

Otra vez aguce mis orejas para escuchar mejor. Si

no cabía duda; eran mis suegros y Don Pancho que

andaban buscándome por aquellos rumbos. Que raro,

no sabía porqué andaban tan lejos del lugar donde

buscábamos el tesoro, y porqué no ganaron por el

rumbo del camino a Tepetongo.

Garré mis cosas y apreté el paso más o menos en la

dirección de donde venían los gritos.

Me faltaba la respiración, se me doblaban mis

patas, y mis pelos iban parados debajo de mi gorra; si

me la quito, parecería un puerco espín. Iba como alma

que lleva el diablo.

-¡Acá voy! Gritaba bien agitado, y mi grito parecía

un soplido que apenas se escucharía a cinco metros de

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mí, pero yo seguí resoplando, que digo, gritando a todo

pulmón.

Corría, saltaba o brincaba las piedras y los arroyos

que por pura chiripa los esquivaba, y así después de

media hora empecé a escuchar las voces más cerquita:

- ¡Acá stoy! Les dije bien emocionado porque ya

estaba seguro que me oían, ¡Elio! ¡Elio! ¡Vente! ¡Córrele!

¡Jálale!

¡Allá voy! Y que llego a la orilla del arroyo, y me

resbalo y rodé; rodé hasta el fondo del mismo infierno

de aquel arroyo que tiene como cincuenta metros de

ladera blanca y resbalosa; llegué al fondo, si; pero bien

mariado y como un santo Cristo de tanto raspón en la

cara, el los brazos y bueno, me dolían hasta los huesos

de mis dedos.

Con todo el estruendo que hice cuando iba

cayendo, mis compañeros me localizaron y llegaron

hasta donde yo estaba acostado en la arena todo suato

y amenzado por los trancazos que me di en la caída.

¿Qué pasó Elio? – Me dijo mi suegro.

¿Puedes levantarte y caminar?

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¿Déjeme ver, compadre? Me siento molido y todo

descuartizado, pero, ¿Por qué se vinieron? Y que andan

haciendo acá tan lejos.

- Cállate, Elio, ya no hables y vámonos; Estos

lugares están malditos.

-Ándale, ya van a dar las cuatro de la mañana;

vámonos antes que alguien nos vea en estas trazas.

Ya no tenía miedo, y traía fijas en mi mente las

monedas de oro que había visto en la Copina.

-Vamos al Tesoro, le dije a mi suegro, ya está todo

a juera. ¡Vamos aunque sea por unas monedas.

- Cállate Elio. No vuelvas ni siquiera a pensar en

esa cosa.

-¿Qué no oíste todas las maldiciones que salían del

agujero?

- ¿Qué no te golpearon con las cadenas que

salieron de la tierra? ¡Mira como nos dejaron!

- ¡Vámonos! ¡Vámonos! ¡Que tesoro ni que ocho

cuartos! Olvídalo.

- Y comenzamos a caminar rumbo a Tepetongo.

Llegamos amaneciendo. Allí en el puente de la América

nos despedimos de Don Pancho y su señora; ellos

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ganaron por el muladar pa´ garrar el callejón Angosto, y

nosotros subimos por la calle de Doña Epimenia.

El chisme del día y los rumores en todas las

esquinas de las calles del pueblo fue que Florentino y

Camerina habían visto una Aurora Boreal muy enorme

allá por el Cerro de la Cueva, o por el rumbo de los

Sauces.

Decían todos que hasta Tepetongo llegaba la

iluminación a eso de las tres de la mañana. Era algo

hermoso que nunca habían visto en su vida.

-Ya me voy, Don Celso, otro día seguimos

platicando.

¿Cómo? Don Elio, ¿Apoco se va a ir a estas horas

de la noche? Mire, ya lo entretuve un ratito, pos ora

dispénseme la gracia de ofrecerle un rinconcito en esta

su casa. Mire, se acuesta un rato y ya de madrugada

sigue su camino, ¿Cómo ve?

No, Don Celso, yo le agradezco de corazón su

buena voluntad y la morada que me ofrece, pero debo

continuar mi encomienda, y de todas maneras le doy

las gracias por que me permitió recordar aquellas cosas

que llevamos aquí adentro, y que hace falta sacarlas de

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vez en cuando. – Gracias, amigo, voy a seguir mi

camino.

Y al son de sus últimas palabras, Don Elio echaba

sobre su espalda y hombros aquel equipaje compuesto

de cobijas chamarra e itacate, se dieron la mano; una

despedida muy efusiva rubricó las dos horas de charla

fantástica llena de remembranzas e imaginación.

Don Elio comenzó a bajar lento hacia el arroyo que

cruzaba el callejón; había pequeños charcos cubiertos

de lama y basuras podridas. Después de la ribera, el

camino se empinaba cuesta arriba haciendo lento y

cansado aquel trecho escoltado por mezquites desnudos

y cenizos de tanto polvo acumulado de la tierra que los

remolinos hacían volar por toda la comarca.

Otra vez la silueta encorvada y grotesca de Don

Elio avanzaba paso a paso por aquel enorme callejón,

cuyo destino parecía ser el punto donde se junta el cielo

con la tierra. Pasaba ya la media noche. La Luna

iniciaba su descenso hacia el poniente, justamente por

el rumbo que llevaba Don Elio. El céfiro madrugador fue

apareciendo, bañando con su abundante presencia

hasta los rincones mas ignorados del panorama

campirano.

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Don Elio recibía en su rostro y en sus manos la

frescura del vientecillo tibio y perezoso. Ya no pensaba

en aquella odisea del tesoro en los sauces. Era él una

cosa que se movía de manera mecánica; un bulto

acompasado que devoraba lentamente, metro a metro,

el ahora interminable trecho de tierra suelta y guijarros

acomodados en los bordes de la vereda.

Llego a El Salitral; las primeras siluetas de las

casonas caminan en sentido contrario al de sus pasos y

se alejan de su vista. Ahora está frente a la capilla de

San José, patrono de la comunidad.

Se acerca hasta la puerta de madera tallada y

pintada en color azul, con altorrelieves dorados; hinca

su rodilla derecha y se santigua con mucho fervor: “En

tu nombre y por tu santa madre, Sr. San José, permite

realizar mi encargo, y que sea por tu intersección que

llegue con bien a mi destino”, en el nombre del padre,

del hijo, y del espíritu santo… Amen.

Vuelve a la vereda lateral del camino que llega

hasta Juanchorrey sintiéndose fortalecido física y

espiritualmente. A poca distancia de allí, otro arroyo

cruza al camino; es el de el gato, que también origina

muchos relatos y leyendas de tesoros escondidos.

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Involuntariamente trae a su memoria otro nombre, otra

persona que ha sido por mucho tiempo tema de díceres

y comentarios por todos los lugareños: Don Blasito.

Quien sabe si el diminutivo se daba al aprecio que le

tiene la gente, o a su baja estatura, pues escasamente

alcanza el metro y medio.

“UN DOMINGO EN TEPETONGO”

Capitulo Tercero

Don Elio traslada su pensamiento a los portales de

Tepetongo, lugar donde domingo a domingo se ponen

muchos vecinos a vender diferentes cosas: cacahuates

tostados en el comal, cañas de castila, dulces de

biznaga, de calabaza, de camote, de chilacayote y

greñudas; también venden papas, chiles rojos y verdes,

tomatillo y jitomates.

Ahí esta Don Aurelio y su puesto de raspados; tiene

una mesa grandota pintada de blanco. Pone como

veinte botellas con jarabes de muchos colores y sabores:

vainilla, fresa, limón, piña, naranja y mas; al lado de la

mesa una barra de hielo empacado con paja de trigo en

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una arpillera. Todos los domingos desde que salen de

misa de ocho, las gentes empiezan a hacer fila con Don

Aurelio para que les venda raspados en enormes vasos

de vidrio.

Justamente a un lado de ese puesto, esta el de Don

Blasito. El vende quiote de maguey tatemado. Llega

desde el El Salitral a misa primera; trae su burro bien

cargado con los trozos de quiote, y mientras el entra a

escuchar la Santa Misa, su burro lo espera amarrado de

un árbol que está en la esquina de la casa de Don José.

Al recibir los feligreses la última bendición del cura,

comienzan a salir de la iglesia; primero los hombres

cargando en su mano derecha los sombreros de ala

ancha; algunos se los llevan a la cabeza en el mismo

atrio, pues no llegan a ala calle con la cabeza

descubierta.

Son las siete de la mañana, mientras los hombres

del pueblo se juntan en corillos, y hablan y se cuentan

los aconteceres, las mujeres enfundadas en sus rebozos

de bolitas y con las miradas clavadas al piso, avanzan

lento, unas van solas, otras se juntan de a dos o tres y

se transmiten los chismes mas recientes; así van

llegando a las puertas de sus casas que cerradas

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todavía, guardan en su interior a los chiquillos que

duermen plácidamente el sueno de la mañana.

Acá en la plaza del pueblo ya comienza el bullicio:

Don Jesús acomoda sus dulces en dos vitrinas;

Juan, pela cañas de castilla y las corta con un machete

en trozos de tres y medio cañutos. Lino prepara sus

canales de la vaca que mato ayer, y ahora las cuelga en

enormes ganchos de fierro; empiezan a llegar chiquillos

y señoras:

-Don Lino, quiero un kilo de caldo; A mi me da

medio de pulpa; Yo quiero un peso de hígado. Y así van

desfilando por su puesto muchas mujeres y hombres;

Es que el domingo se come carne en todas las casas del

pueblo.

Don Abraham ya puso su romana y su báscula

para vender fríjol, papas, chiles rojos y verdes, tomatillo

y demás chácharas.

Regresemos con Don Blasito: Saca de su morral de

cuero un enorme machete de los de Jalpa, bien ladino.

Comienza a pelar el quiote dejando la pulpa

limpiecita y oliendo a maguey; ya que tiene dos o tres

pedazos limpios, ahora con un serrucho, apoyándose en

otro quiote comienza a cortar rueditas y medias ruedas.

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La gente, principalmente hombres se acercan y le

piden una rebanada o media según su apetito; luego

cruzan la calle y se van recargando en la barandilla del

jardín, otros se sientan en las bancas de tablas verdes

empotradas de fierro vaciado; Así van a estar hasta que

se llegue la hora del almuerzo. Es domingo en

Tepetongo, día dedicado al santo descanso. (Ah!, yo

diría al descanso de todos los días).

Ya llega Doña María; su esposo trae en una

caretilla una Mesita, sus cazuelas y el comal de los

tacos. El brasero viene al mero fondo, y es el último que

baja. Allí en la banqueta que da al templo, el esposo de

Doña María comienza a ponerle carbones al brasero y

les echa un chorro de petróleo; prende un cerillo y

Comienza la jumata negra y apestosa; mientras, Doña

María cubre su mesa con un mantel bien blanco y

bordado con hilazas de colores; acomoda sus cazuelas

con frijoles molidos y revueltos con chile rojo. también

trae otra cazuela con papas.

En frascos de vidrio trai manteca de cochino con la

que dorará los taquitos. Trai también dos o tres

repollos, jitomates bien rojos y unas cebollotas blancas

y jugosas; Mientras el brasero arde y comienzan a

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quemarse los carbones, Doña María empieza a rebanar

sus ingredientes y a colocarlos en vasijas de peltre que

cubre con toallitas de manta todo bien limpiecito y

fresco como la mañana misma.

Allí va a estar la señora todo el día dorando

taquitos para las gentes que los domingos vienen de los

ranchos al pueblo. Llegan a misa de doce, la misa

mayor; y es mucha la gente que baja al pueblo. Vienen

en burros y caballos que dejan amarrados allá por los

callejones de la América, de Chihuhua y acá por el lado

del camposanto. Otros los meten a los corrales de sus

conocidos para estar más tranquilos, y sobre todo, los

hombres poder echarse unos tequilas con Don Jesús, o

con Don Marcelo…

Con estas vivencias presentes en la imaginación de

Don Elio, y sirviéndole de báculo en su acompasado

caminar, se detiene bruscamente pues comienza a bajar

el arroyo de el gato. En el fondo del barranco, y por el

lado de El Salitral crece frondoso un sauce en cuya

sombra descansan cotidianamente los caminantes del

rumbo de la sierra.

Ahí estaba programado para dormir aquella noche,

aunque ahora ya asoma el lucero y con él nace la

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madrugada en aquellos confines, Don Elio se deshace

de sus aperos; tiende la cobija frente al tronco y

doblando su chamarra la coloca, justamente pegada al

árbol; le sirve de asiento para comenzar a cenar; luego

será su almohada.

Va desenvolviendo la servilleta que guardaba, bien

calientitos los tacos y gorditas que le preparo ayer por la

tarde su esposa. El aroma de los taquitos sudados

aguza su hambre; comienza a pasar saliva antes que el

alimento llegue a su boca. Trae una botella con café y

leche todavía calientito; se lo sirve en un vasito de peltre

y sin poder aguantarse le da un sorbo largo y profundo.

La bebida inicia su camino dentro del aparato digestivo

dejándole una grata sensación de tranquilidad y deseos

mesurados para comer. Lo hace así; tranquilo, sin

prisa, degustando cada mordida que ahora esta dándole

a un taquito de frijoles con chile rojo; es un rico manjar

a esas horas de la noche, teniendo como mesa la

inmensidad del campo que es su mundo, su casa y la

de sus antepasados, y bajo el techo grisáceo y lleno de

puntitos que tiemblan en la distancia. Don Elio

consume socarronamente sus sagrados alimentos; ya

saciado, vuelve a enrollar las servilletas que cubren los

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taquitos; mañana habrá que poner lumbre y calentarlos

para su almuerzo. Acomoda el itacate también

recargándolo al tronco del árbol y se levanta con

movimientos cansados. Comienza a dar unos pasos sin

rumbo. Don Elio siempre acostumbra pasear la cena

antes de acostarse a dormir. Hoy no va a ser la

excepción; solamente cinco minutos y regresará a tirar

su esqueleto, para recobrar fuerzas y seguir más

adelante, y aún de madrugada continuar su recorrido.

Ya regresa; extiende su cobija que le servirá de

colchón. Acomoda su almohada pegada al tronco y

antes de tirarse a dormir, se arrodilla allí en medio de la

noche, y santiguándose comienza a balbucear sus

oraciones nocturnas. Un minuto ha transcurrido, y

ahora tendido en el suelo, cual largo es su cuerpo,

comienza a soñar… soñar…

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“PRIMER VIAJE”

Capitulo Cuarto

Entre nubes y borrascas de bruma, Don Elio va

trepando por enormes peñascos y acantilados que

habitan allá por el pilarillo. Cada año le encomiendan a

este señor cortar las hojas maduras del sotol, para tejer

las flores y adornos que lucirán en el altar y la iglesia;

también largos pasacalles para el Atrio, las torres del

templo y las calles que lo circundan.

Va como gato montés aferrándose a las piedras y a

los matorrales. Allí abundan las plantas del sotol, pues

solamente cada año por estas fechas Don Elio las

cosecha para su artístico trabajo de ornamentación. En

esos años, nada más Él conoce ese oficio; sus hijos le

ayudan a desespinar las orillas verdes y correosas de

las hojas, cuyo nacimiento es una penca blanca y

redonda. Entretejiendo estas penquitas y tejiendo las

hojas, Don Elio hace verdaderas obras de arte, que

luego lucirán por más de 15 días en ese pueblo de San

Juan y sus fiestas patronales…

Cortaba Don Elio las ultimas piñas de sotol,

cuando sintió en su pie izquierdo un dolor agudo y tan

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doloroso como si un verduguillo le hubiera atravesado

su talón; voltea bruscamente hacia abajo y justamente

en la peña que pisaba, iba arrastrándose, ya casi para

perderse, una pequeña salamanquesa. No tuvo limite el

horror que experimento al percatarse de lo que sucedía.

La mordedura de aquel reptil es mortal; tan mortal

que en menos de una hora, el veneno invadirá todo su

cuerpo y al llegar al corazón este deja de latir como si

recibiera una puñalada, y ese será el fin: Fuertes

dolores en todo el cuerpo; luego la perdida de la

conciencia, y el recorrido final por ese túnel que

conduce hacia la inexistencia, hacia la nada; la pura

muerte pues.

Don Elio acerca su pie hacia la cara y se percata de

que efectivamente aquel animalillo insignificante y

burlador le ha dado tremenda mordida en la parte

exterior de su talón, que ya presenta un lunar rojizo-

violeta con ramificaciones sanguinolentas; el dolor le

resulta insoportable; sabe que va a morir en medio de

aquellas laderas donde ningún cristiano acostumbra

transitar. El es un ferviente católico y percibe la muerte

como el paso que transborda de un tiempo de

inexistencia a uno definitivo de existencia real.

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Instintivamente saca de la funda un pequeño

cuchillo que el siempre trae prendido a su cinturón.

Deteniendo su pierna con su mano izquierda va a

intentar hacerse una sangría para chupar aquella

herida hasta que la corriente sanguínea arroje el

mortífero veneno, que siente, ya le camina hacia la

parte superior de su pierna.

Don Elio, trasuda grandes gotas en su frente que al

caer van empapando su mano y la parte ya negra de su

pie.

Las fuerzas le fallan; el puñal, casi se le escapa de

sus dedos, pero Él no se va a dejar morir:

Jadea, llora en silencio, e implora al Sagrado

corazón de Jesús y a San Juanito, el milagro de su vida.

Trascurren los segundos; avanzan como rayos de

luz; la conciencia empieza a convertirse en nubarrones

negros y grises que en torbellinos y ráfagas forman mil

figuras indescifrables. El terror de llegar a dejar de

existir le atrofia y le confunde; está idiotizado. Sus

movimientos le parecen de un bebé que ejercita su

cuerpecito para fortalecerlo.

No es el caso; el no es un bebé ni esta

fortaleciéndose; es un viejo cincuentón y sabe ahora

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que si no se mueve y corta una cruz en su talón para

chupar el veneno; se va a morir, se va a terminar todo

para él en este mundo; por lo tanto tiene que lograr su

propósito.

Cual si fuese un sádico maniaco, ríe a carcajadas

al sentir que el filo de su cuchillo ha rasgado su piel, y

el músculo de su talón; ha logrado cortar

horizontalmente una herida de dos centímetros; Ahora

hace mayor esfuerzo y logra un corte vertical. La sangre

va chorreando por todo el pie dejando huellas negras en

sus ropas y en las peñas donde está sentado.

Toma aire… llena sus pulmones y eleva su pie

escurriéndole la sangre.

No logra llegarlo a su boca; a pesar de todas las

fuerzas que le echa, su columna y su cuello están

rígidos; no puede agacharse a chupar aquella herida.

No puede; no puede. Su esfuerzo es insuficiente; su

boca no alcanza la herida que sigue escurriendo sangre

a escasos diez centímetros de su rostro.

Algo le sucede… algo siente en su conciencia que lo

lleva vertiginosamente hacia un espacio indescifrable;

es inmenso, avasallador e incitante para quien está a

punto de internarse en el. Tenues luminosidades verdes

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y violetas; ahora rosas y amarillas inundan cada

centímetro, cada metro de la totalidad inmensa; luego la

quietud toma forma de suaves sonidos melodiosos,

inundándolo todo de sensaciones placenteras al oído.

Don Elio aguza sus sentidos, abre sus ojos y los

restriega con sus dedos ensangrentados; necesita

asegurarse donde se encuentra ahora, y que hace en

este espacio infinito; voltea hacia los lados, sigue

escuchando aquellas sensaciones melodiosas que le dan

tranquilidad, seguridad y sobre todo una felicidad

nunca experimentada; no sabe en que lugar está.

Ningún indicio lo ubica sabe que está, pero ¿Dónde?

¿Qué hace? … ¿A qué vino aquí?

No hay respuesta para Él. La inmensidad continúa

sumergiéndolo. Su conciencia lo hace vivir allí, en la

felicidad de la nada, en la musicalidad del todo.

Cuanto le inunda sus oídos. Se deja llevar, es feliz.

La tranquilidad lo arrastra; ésta soñando, se dice para

su conciencia.

Y sin embargo la noción de lo desconocido lo

invade. Hace esfuerzos por escapar de ese insoportable

marasmo. No logra nada. Otra vez su conciencia es un

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torbellino de luces y de sombras, de suaves y tenues

sonidos melodiosos.

Ahora escucha voces lejanas; voltea hacia la

distancia de donde provienen; figuras y siluetas danzan

en sus pupilas empequeñecidas por la distancia. Desea

acercarse a ellas. No puede. Se da cuenta que se

encuentra tirado allí, sin nada que lo sostenga; sin nada

en que apoyar sus manos y sus pies. El espacio infinito

lo cubre todo, sin acatar los elementales principios de la

gravedad y del peso.

Abre desmesuradamente sus ojos; desea que

penetren en las niñas aquellas sensaciones del lugar,

de sonido y ahora esas figuras gaseosas que percibe en

las distancias. Lo va a lograr; el color y el sonido llegan

a el con mas claridad; percibe ahora melodías suaves y

cadenciosas; ve amarillos, verdes, azules y violetas por

todas partes. Su mirada y sus oídos se recrean a

plenitud y su felicidad crece tan inmensamente cual si

fuera el mismo lugar en que está.

Cuerpos y caras avanzan lentos, pero firmes hacia

Él, incitándolo a compartir, a confundirse; a ser parte

de ellos. No hay miedo. Surge la ternura y toda la buena

voluntad y el amor que van con Él. Lo ofrece todo;

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amalgama en sus momentos de entrega, la esencia y la

materia de ser para llegar.

Su mamá está allí, por eso llegó feliz; le extiende los

brazos, que ya no son, y siente a la vez fundirse en ese

abrazo maternal que le da todo. Ahora lo vive y disfruta

en toda su dimensión. Es feliz así en el regazo de quien

le dio el ser y ahora se lo recibe. Es feliz.

Está naciendo en el milagro de la inexistencia

eterna.

Es curioso. El tiempo está allí, camina con él de la

mano. Su padre le enseña a dar los primeros pasos y le

conduce por veredas surcadas de florecillas silvestres.

Corta una, y luego otra y otra, hasta formar un fresco

ramo que le ofrece a mamá.

Continúan llegando todos; María está jugando con

la muñeca de trapo que le regaló la tía Chole el día de

su santo.

Juan viene jalando la troquita de tablas que le hizo

su papá el día de San Juan, para que fuera a la fiesta.

Allí, el caballo de Don Mauro se asustó y le dió la

patada en su cabecita. Ya no jugó con su troquita.

Ahora esta jugando todo el tiempo.

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¡Mira! allá esta mi Panchita, trae su libro de

cuentos en sus manos rugosas. Ella todas las tardes

nos leía “Las mil y una noches” o a veces nos cantaba el

de “Ali Babá y los Cuarenta Ladrones”.

Creo que sigue leyendo libros sin usar anteojos.

¿Verdad? Bueno, seria interesante darme cuenta ¿Qué

me está sucediendo?

Solo recuerdo que mi mama se fue una tarde para

el otro lado del río; allá por la ladera. Me decía que

estaba en la casa grande. Que allá estaba, me decía mi

abuelo.

Por eso me da mucho gusto volver a verla ahora.

¿Esta será la casa grande?

Pues si que es grande, yo pienso infinita, porque no

sabes por donde entras y a lo mejor nunca encontrarás

la puerta para salir.

Pero no te preocupes por ello; vive el presente

instante porque puede ser el último de tu existencia.

¿Existencia? ¿Dónde? ¿De veras existe aquí? ¿Vives?

¿Has muerto? …

¡Oh! No vale la pena. ¡Cuantos hombres viven en

este mundo muriendo cada segundo, cada minuto, cada

hora! Y todo por que no les enseñaron a estar vivos, a

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ser y hacer cosas para si y para los demás. Tú no fuiste

de esos. Tú vives a plenitud la existencia hoy. Sabes

que el mañana nunca será igual al ayer. Por eso nunca

dices No a nada ni a nadie. Siempre aceptas hacer todo.

No importa sacrificarte a cualquier costo.

-!A caray! ¿Por qué estas pensando de esta

manera? Pareciera que examinas las obras hechas en tu

paso por la vida. Nunca lo has hecho ¿Por qué ahora?

Son las cinco de la mañana y unos leves piquetes

sobre las cobijas que cubren el cuerpo de Don Elio

hacen que despierte sobresaltado y pelando tamaños

ojos para encontrar respuestas a todo lo que le sucedió

en aquellos momentos.

Don Marcelo está montado en su caballo moro y

con un palo largo y puntiagudo le ha despertado. El

dueño de la única cantina en el pueblo pasaba rumbo al

Marecito y al llegar junto al Sauce del Arroyo del Gato,

se incomodó cuando su corcel quiso encabritarse y

renegaba pasar. Escuchó unos ronquidos raros y

estertóreos al otro lado del lienzo. Se inclinó hacia la

Huerta para ver que sucedía, notando aquel bulto

envuelto en la cobija que hacia espasmos y

convulsiones como si se estuviera muriendo. Este ha de

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estar borracho y la cruda que traí le está quemando por

dentro, pensó, y para saber de quien se trataba, por eso

lo despertó picándole la panza.

-¡Órale, amigo, despierta y échate un traguito pa’

que te calmes la cruda que te esta achicharrando.

-¿Qué? ¿Quién es Usted? ¿Qué quiere?

-Nada, nada hombre, cálmate; toma, bebe un trago

y estate tranquilo. Ándale toma la botella. Y

acompañando sus palabras con la acción, de las

alforjas de su montura saca una castellana de tequila

blanco y desenroscando la tapa extiende su brazo, de

tal manera que la botella en su mano quede al otro lado

de la cerca.

Don Elio, amodorrado, medio ciego y trastornado

por las pesadillas, trataba de reconocer al hombre del

caballo moro que le ofrecía bebida.

Unos instantes bastaron y la claridad matutina le

permitieron saber de quien se trataba: Don Marcelo el

de la cantina.

-Buenos días, Don Marcelo, ¿Cómo está su merce’?

-Bien, bien ¡Quiubo Elio! Pos qué andas haciendo

fuera de tu casa. ¿Para dónde caminas?

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-Voy pal Ahuizote, Don Marcelo, nomás que quise

descansar un rato. Me vine ayer en la tarde de

Tepetongo, y anoche me encontré a Don Celso allá en la

Chaveña y pos, platicamos un ratito; por eso me quedé

a dormir unas horas aquí, pero que bueno que usté me

despertó. ¡Ya voy a seguir mi camino!

¡Ah que Elio!, yo pensé que eras un borracho que le

llegaba la cruda y estaba temblando.

-No, Don Marcelo, lo que pasó es que tuve

pesadillas en el rato que me dormí. Pero, bueno eso ya

paso, con su permiso voy a recoger la cama.

- Ta bien Elio, yo voy pal Marecito, así que ahí nos

vemos.

- Que Dios le acompañe, señor.

Don Elio, ahora otra vez solo y recogiendo sus

cosas del viaje, comenzó a pensar en todo lo que le

sucedió en el sueño que tuvo. No le dio importancia.

Brinco sus cosas; hizo lo propio y ya en el callejón

comenzó a cargar su cobija y el itacate….

“LA HERENCIA”

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Capitulo Quinto

Alza su mirada de frente como para medir

distancias; a menos de ochocientos metros se dejan ver,

saliendo de la penumbra madrugadora, las enormes

fincas de La Cuadrilla, patrimonio histórico de alguna

de las Ex haciendas que florecieron en el siglo XIX aquí

en Tepetongo. Ahora, esas fantásticas casonas

pertenecen a Don Juan Muro, a Pancho Gutiérrez y Don

Carlos Gutiérrez son las únicas familias que habitan la

comunidad.

El camino que va a tomar Don Elio no es el que

todo mundo usa; El dará vuelta a la derecha,

justamente en la esquina de la casa de Don Juan Muro

y agarrará el Camino Real o Callejón Ancho que va a

dar al Marecito, La Lechuguilla y ahí se va hasta llegar

a Jerez.

En el campo y en los Ranchos de toda la comarca

todavía se conservan las costumbres de los

antepasados: madrugar todos los días y hacer las

labores diarias a buena hora porque “Al que madruga,

Dios le ayuda”, decían ellos.

Por esa razón, a estas horas, cinco de la mañana,

ya se escuchan voces y retozar de animales en algunos

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corrales, muestra inequívoca de que los hombres echan

de almorzar a sus semovientes.

Don Elio pasa de largo ese trecho de población y

en poco tiempo se encuentra de nuevo solo y el

chasquido de sus pasos en el camino. La mañana

empieza a asomarse de los cerros y la tibieza del mes

de abril acaricia su rostro y sus miradas; ya va

encumbrando las primeras lomas del Garruñal. Se

detiene un poco, y su mirada comienza a disfrutar de

aquellas campiñas: Parcelas desnudas circuladas por

largas cercas de piedra que figuran gigantescas

serpientes negras, dormidas en todo lo largo y ancho del

paisaje; ondulantes lomas vestidas de mezquites y

huizaches; largos trechos de arroyuelos y ríos que

caminan flojerosos hacia un destino, y muchas veredas

que se entrelazan con las cercas, completando la

maraña de serpientes negras y ahora también pardas o

cafés o rojas.

Pocas veces se tiene la oportunidad de apreciar con

los cinco sentidos esas bellezas de la región, y toda la

riqueza natural e histórica de la Comarca que en el siglo

XVII viniera a mestizar el Capitán Español Juan de la

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Torre, quien fue el fundador de la Villa de San Juan

Bautista.

Han transcurrido cinco siglos desde entonces.

Viven en estas tierras otra historia, otra cultura y otras

gentes.

Por donde ahora camino, el Callejón Ancho, todo es

olvido y abandono. Ya no transitan Carretones cargando

las cosechas obtenidas en las fértiles parcelas de quince

o veinte hectáreas cultivadas; tampoco escucho ni veo

los carromatos ni se oye el trotar de los tiros de seis

mulas arrastrando carretas con toldos de lonas sucias

que vinieron de la frontera de Estados Unidos con

México. Esa fue la otra historia, la que se escribió con

los anhelos y grandes ideales del conquistador.

Ahora, la herencia social, de cultura y de riqueza

son una población de rasgos mestizos, muy pocos.

Otros, la mayoría, aún conservan las

características del francés o del español. Elegantes y

distinguidos en su porte los primeros; desgarbados,

descuidados y mañosos los segundos. Yo me cuento de

estos; mis padres descendían de peninsulares y ni modo

de negarlo: soy el vivo retrato de mi madre, María

Cecilia q.e.d. Hace quince años que ella murió.

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Antes de irse me dijo que la llevara a la Ladera que

está debajo de la Santa Cruz, y que la envolviera en su

petate. No quería un cajón de muerto. Le hice caso;

cuando ya estaba en su mortaja, agarré el Petate y la

envolví, amarrándolo con unos lazos de mezquilpa. Me

dio tristeza; ¿Cómo iba a echar a mi madre al hoyo así

nomás?, ¿Qué iba a decir la gente del pueblo? No, no

era posible. Anduve a piense y piense todo el día

cuando estábamos velándola, y ya por la tarde me

decidí a desobedecerla a medias:

Le cumplo su deseo, Madre, le dije; pero déjeme

hacer algo de lo mío, y pensando y haciendo, se acercó

a su compadre Poncho para encargarle cualquier cosa

que se ofreciera en el velorio: -Compadre, voy al cuarto

de la Carpintería; allá voy a estar toda la noche

haciendo algunas cosas.

-Vaya compadre, aquí me quedo por si se ofrece

algo.

-Don Elio con un semblante de hombre desgraciado

y compungido hace una reverencia ante el cadáver

envuelto en el petate; se santigua dando la vuelta, y

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cuando sale del cuarto lleva su mano izquierda sobre

sus ojos, intentando ocultar dos gruesas lágrimas que

ya asoman. Cruza el patio en penumbras y doblando

por la derecha se pierde en un pasadizo que conduce al

enorme tejaban donde esta montada su carpintería.

Enciende el aparato de petróleo que cuelga de un

clavo en la pared del fondo y cuya luz amarillenta y

moribunda apenas alcanza a proporcionar cierta

claridad de un atardecer de otoño en aquel espacio

retacado de pedazos de madera, aserrín de ocho días

tirado en el piso y diversas herramientas desordenadas

por todas partes.

Don Elio mueve con las manos los carrujos del piso

y pronto toca las tablas nuevas que guarda allí; saca la

primera y la recarga en la pared de piedras pegadas con

barro; luego saca otra y otra y una más. Ya las cuatro

tablas recargadas, empieza a limpiar su banco de

trabajo. Retira herramientas, virutas y cualquier cosa

que le estorbe. Hunde algunos tarugos que sobresalen

de la madera que enmarcan su banco; solamente ajusta

el de un extremo; allí va a atorar las tablas para

escuadrarlas y darles un limpiadita con la garlopa.

Comienza su trabajo que seguro le va a llevar toda la

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noche; no importa. Va a hacer un cajón con todos los

detalles que debe llevar el ataúd. Lo tendrá terminado al

otro día por la mañana. El sepelio va a ser al mediodía,

después de las doce cuando el Sr. Cura López le oficie la

Santa Misa y le dé sus exequias.

El silencio y la soledad envuelven su recinto,

perturbado tan solo por el chasquido del cepillo que al

deslizarse por las caras y costados de la tabla va

arrojando carrujos que parecieran espirales de papel

que vuelan hacia el piso del cuarto y que poco a poco

van formando montones de aromático aserrín.

El tiempo avanza cadencioso, aparejado con el

trabajo lento pero productivo; suenan las campanas del

reloj de la iglesia cinco campanadas. Sobre dos

desvalijadas sillas de madera colocadas una frente a la

otra está un hermoso cajón de muerto color madera.

Don Elio no se encuentra en la carpintería. Está en la

cocina de su casa subido en un banco rascando el

hollín que se ha formado en las vigas del techo. Ya tiene

en la lumbre un bote chorriado de pinturas; allí están

hirviendo algunas cascarillas de cola, y de vez en

cuando vacía el humo sólido que junta en una charola.

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Con aquella revoltura formará la pintura que va a usar

en su obra.

A las siete de la mañana llega Don Elio al cuarto

del velorio. Lleva una enigmática sonrisa en sus labios,

y su mirada recorre otra vez el escenario: Su compadre

Poncho está sentado a un lado de la cama donde esta

aquel bulto de petate cubierto con una sábana blanca.

Su comadre, sus hermanas y dos o tres vecinos están

tumbados en el piso, y roncan a todo pulmón. Las

cuatro velas y el santo cirio se han consumido y solo

quedan pequeños cabitos parpadeando sus pabilos que

de vez en cuando generan chasquidos soltando chispas

que se apagan a escasos centímetros de las velas.

-Compadre, compadre, venga; vamos a ver lo que

hice anoche. Don Pancho salta de su silla y abre los

ojos irritados y fatigados por la vigilia de toda la noche.

_ ¿Qué hizo compadre? Vamos, vamos a ver…

A las siete de la mañana en esta época del año ya

está amanecido; por lo tanto los compadres salen de la

piesa del velorio, tibia y aluzada por las velas,

encontrando en el patio de la casa la claridad de un sol

que ya se asoma sobre las copas de los álamos y sauces

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que crecen en las orillas del río, y la frescura de las

siete de la mañana del mes de abril.

Cruzan con grandes zancadas aquel trecho que los

separa del tejaban; llegan a la carpintería y Elio con

una sonrisa franca y socarrona extiende sus brazos

hacia el frente y señalando su obra le presume: ¡allí lo

tiene Compadre! ¿Qué tal? ¡Véalo, dígame que le hace

falta.

¡A caray! Compadre de veras que se voló la barda.

¡Mire nomás; Pos si hasta parece de la merita fabrica.

Oiga ¿cómo le pintó estas grecas y estos cristos? Mire

nomás; Está de verdá bien lujoso.

Pos es para mi mamá, compadre, yo no podía

echarla al hoyo así nomás como ella me lo pidió. Yo creo

que le va a gustar, ¿Verdad? -¡Claro que si, compadre…

Bueno, vamos a preparar un cafecito acá en la

cocina. Ni modo de decirles a las mujeres que nos lo

hagan ellas. Están bien tumbadas por la desvelada;

pobrecitas. Al tiempo que hablaba, Elio removía las

brasas que amanecieron en la hornilla y poniéndole

unos palos de mezquite y de pino, pronto se cubrió de

humo el jacal de paredes de piedras encimadas.

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Había tres canteras sirviendo como tenamastes y

sobre las cuales ponían las vasijas en las que

cocinaban.

Colocó la olla de barro toda tiznada y al ver que

aun tenía café con canela, solamente le agregó más

agua.

En menos de cinco minutos, y ya recibiendo en sus

caras los primeros rayos de sol, saboreaban la rica

infusión que al recorrer su cuerpo les proporcionaba

cierta energización anímica.

-Vamos al Campo-santo, compadre, quiero ver si ya

está la sepultura. Allá deben estar Juan y Ángel de la

Torre; ellos siempre cumplen su trabajo. Véngase, aquí

nos vamos por la huerta de Don José.

-…¡Que tiempos Elio; ¡Como avanza el Camino por

la Vida. De todo esto ya hace mas de cincuenta años y

yo todavía aquí, navegando y recorriendo estos caminos

del señor.

Es curioso, fue por estas fechas cuando la sepulté

allá en la ladera blanca y resbalosa. Después le puse su

piedrita; también yo se la hice; me acuerdo que fui con

Don Mauro para que me escribiera el Epitafio, y allí

está; bien cuidadita porque es de mi mamá. A lo mejor

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ya pronto me toca ir a acompañarla; ya le pedí a mi

mujer que cuando eso suceda, cuando yo me muera,

que me echen al mismo agujero… Pos si yo vine de las

entrañas de mi madre, y ella ya regresó a la entraña de

la tierra, pos allí nos juntamos.

“EL POETA”

Capitulo Sexto

-Y como si sus pasos fueran al compás de sus

pensamientos, ya cuando cobró conciencia de su

recorrido, estaba encumbrando la Cuesta de Jesús

Durán. Se veían humear los primeros chimales de las

Casas que estaban en la Loma del Rancho del Marecito.

Echó un suspiro largo y profundo; disipó sus añoranzas

y quiso buscar un mezquite para hacer campamento y

calentar su almuerzo. Hizo otro alto en su camino;

descargó sus aperos y comenzó a buscar leña para

poner una lumbrita. Sus pasos, al buscarla, lo llevan

hasta unas peñas desde donde se divisa todo el

panorama del Marecito; y sin más, Elio se trepa a la

más alta y empieza a recorrer cada una de las

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viviendas; se detiene sobre aquella de bardas altas que

sobresalen de las demás. Está abandonada ya hace

mucho tiempo.

Allí en esa casa más grande que las otras nació

Ramón López Velarde.

Elio escuchó de su mamá las historias del azaroso

nacimiento de este personaje. Platicaban sentados en la

puerta de su casa mi mamá, Don Mauro, Don José

Román y a veces llegaba también Don Eliseo; decía mi

mamá que eran hombres de letras allí en Tepetongo;

que todos los del pueblo iban con ellos pa que les

resolvieran cualquier asunto importante.

Pos dizque de esas pláticas, alguna noche Don

Mauro toco el tema de los hombres grandes de

Tepetongo; habló de Dámaso, su pariente; de “Vidalitos”

el Profe de Arroyo Seco y desde luego del personaje de

la época: Ramón Modesto López Velarde Berumen; sí el

mismo Ramón López Velarde.

Les platicó Don Mauro, me decía mi mamá, que el

poeta, nació en una de las mejores casas del Marecito,

porque el dueño de sitios de ganado de esa región y

padre de unas guapas muchachas; ocupaba muchas

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gentes de la región en el trabajo del campo y era bien

visto en toda la comarca, por ser justo y bondadoso.

Pos dizque en una de sus vueltas a Guadalajara

acompañado de dos de sus hija mayores, en una

reunión de esas de alcurnia, conoció al que luego seria

el papá de Ramón.

Se empezó una relación de familias y con cierta

frecuencia, aquella visitaba a las Berumen diseminadas

en el Marecito, La Estancia y el Ahuizote. Pos, este

señor López Velarde vio la forma de hacer fortuna

emparentando, y se casó con la hija del hombre más

poderoso de la región; de este matrimonio nació Ramón

en esa casa que el suegro le regaló a su nuevo hijo.

El papá de Ramón decían que no era hombre de

fiar, criado en la ciudad, acostumbrado a vagancias y a

gastar dinero, vió en su matrimonio el negocio de su

vida; podía disfrutar del dinero de la familia de su

esposa y con frecuencia organizaba grandes fiestas

derrochando dineros que no le pertenecían.

Don Sinecio Berumen, hombre ya mayor y de poca

salud, encomendó en aquellos tiempos, la

administración de sus bienes a su yerno, pidiéndole que

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se dedicara a trabajar y que ya dejara las francachelas

y parrandas para tiempos posteriores.

El yerno no le atendió y siguió derrochando y

parrandeando allá por Jerez y Zacatecas, gastando

dinero que no le pertencía. Pero platicaba mi mamá,

sobre todo, que la familia López Velarde Berumen

estaba abandonada y al cuidado de los trabajadores del

Marecito y la Estancia. Pos, dizque así nació Ramón, al

cuidado de comadronas y de los peones; contaban los

chismes que el día que dió a luz la señora, su esposo

andaba arreglando “negocios” en Zacatecas y regresó

después de cinco días; encontró la novedad del nuevo

hijo y la salud de su esposa muy delicada a causa de

una fiebre puerperal. Se los llevó a Jerez y en una casa

que le prestaron, instaló a la mama enferma y al recién

nacido; aprovechando esos días para registrarlo con el

nombre de Ramón Modesto López Velarde Berumen que

nació allí en Jerez, Zacatecas.

Pasaron los años; el tiempo avanzó y la riqueza

campirana del Abuelo de Ramón se fue al traste, todo

por la buena administración de sus bienes en manos de

su yerno.

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El Señor Berumen harto de tanta triquiñuela y

malos manejos, decidió ponerle un alto: Asesorado por

un tenedor de libros, se trasladó al Marecito y

comenzaron a hacer una revisión a sus manejos. El

resultado fue una catástrofe que encolerizo a su dueño

y lo menos que pudo hacer, fue correr a su yerno de las

propiedades, y evitarle con todas sus consecuencias,

tuviera tratos con su familia.

El yerno, dolido y ofendido en toda su dignidad de

hombre culto preparado y de gran presencia en los

círculos sociales, se traslada a Guadalajara, desde

donde estuvo maquinando una venganza.

Al cabo de ciertos meses, y platicando con sus

amigos de los percances que tuvo con su suegro y la

familia, le aconsejaron que se olvidara de todo y

desconociera legalmente a la que fue su familia. Lo

pensó algún tiempo; lo pensó muy bien y no era tonto

“López”, así que jamás disolvió su matrimonio, pero si

tramito un juicio civil para quitarle el apellido de

Berumen a Ramón Modesto, y adjudicarle el suyo

propio: López Velarde, nada más.

Y así nació el nombre que ahora todos conocemos:

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Ramos López Velarde. La historia sigue; es larga y

tenebrosa por la presencia de personajes y hechos de

toda clase; Ora, yo solo quise recordar estos pasajes

porque me vinieron a la mente, al llegar al Marecito.

-Voy a continuar mi camino; yo voy pal “Ahuizote”;

allá me espera un difícil quehacer: acarrear los cerdos

que compró Don Antagónico a Don Chema. Ya mero

llego; así que por hoy, le paramos a esta historia.

A lo mejor me acuerdo de otra; por lo pronto me

alejo de esa casona que presenció el alumbramiento de

Ramón…

Son muy pocas las personas que perezosamente

deambulan por los callejones del Marecito, y que se

pierden al llegar a los barbechos confundiéndose con

los surcos desgastados por las pisadas de sus dueños,

que recién han acabado sus labores de cosecha. En

Noviembre recomenzarán rompiendo otra vez las

entrañas de sus tierras para esperar el nuevo ciclo. Don

Elio avanza encorvado, y con la mirada perdida va

devorando lentamente el callejón principal que cruza el

rancho de sur a norte y que desembocará también en el

camino real; si es el mismo que conduce a Jerez.

Solamente que para ir al Ahuizote tendrá que recorrer

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unas cuatro o cinco leguas y luego de pasar la

Lechugilla doblará al poniente para agarrar un callejón

angosto que lo llevará a su destino.

“SEGUNDO VIAJE”

Capitulo Septimo

El sol ha alcanzado un cuarto de su diario

recorrido; las tierras se van calentando y grises

remolinos se forman en los desiertos barbechos,

simulando demonios que danzan y se burlan de quienes

les toca convivir con ellos. A Don Elio le toca uno que

terco le acompaña por segundos arrebatándole su

ancho sombrero, llevándoselo como si fuera una rueda

de carretilla hasta que lo aplasta contra las piedras de

la cerca. Molesto por la jugarreta del remolino Don Elio

trota con los pelos de su cabeza enredados como nido

de zopilotes y maldiciendo se agacha para recoger su

gorra:

-¡Infeliz Demonio!

-¿Por qué te quieres llevar mi gorra?

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-¡Mira nomás! ¡Ya me la rajaste!

-¡Hijo de tu mala vida! ¡Vete al Infierno! ¡Ya déjame

en paz!

Y curiosamente al agacharse y tener el sombrero en

sus manos, sintió otra vez la llegada del remolino; ahora

con más fuerza y con una densa nube de polvo que lo

hace cerrar los ojos; el polvo entra por su boca y sus

orejas dejándole la lengua atascada y los oídos sordos,

pero además siente una fuerte oleada en espirales que

lo arroja con tremenda fuerza y con todo y su equipaje

contra las piedras de la cerca; Se estrella igual que su

gorra contra una filosa y puntiaguda piedra que se le

clava de repente en la sien izquierda.

-¿Qué me pasa? ¡Quítate demonio infernal!, ¿Qué

quieres de mi?

Quiere abrir sus ojos aterrados y tratar de

sacudirse. No puede; el peso de toneladas de tierra

envuelven su cuerpo que ahora es un montón de cosas

y de tierra; siente que algo calientito le va escurriendo

por la mejilla, sacude con desesperación su mano

encalambrada y llena de tierra. Instintivamente la lleva

hasta su cara y sus dedos buscan afanosamente de

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donde brota aquello pegajoso como el barro con que

hacen las cazuelas.

Una pesadez asombrosa va envolviendo su cabeza.

Siente que camina hacía un abismo gris y solitario; Se

va perdiendo poco a poco, poco a poquito…

Es un viaje ya muy familiar para Elio, pues en

muchas ocasiones ha llegado al umbral del más allá, y

aunque sea en sueños ha logrado tener contacto con

otras dimensiones.

Ahora, no se da cuenta si es un sueño o realidad

esta huída del punto a donde llegó.

Comienza dando tremendas zancadas por la calle

que está átras de su casa; va en busca del Dr. Miguel

que recién llegó a Tepetongo; vive en la casa de Avelina

hermana de José el de la cooperativa.

Son las doce y media de la noche y las calles del

pueblo están desiertas de luz y de gente; unos cuantos

burros dormitan echados en las banquetas del jardín, o

de pie con las orejas caídas como si fueran elefantes.

Los pasos acelerados de Elio les interrumpen sus dulces

sueños, y dando perezosos resoplidos intentan voltiar a

ver quién osa despertarles; no vale la pena quien sea.

Ellos merecen ese descanso porque el día anterior

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cargaron muchos costales de tierra de azotea; otros

bajaron leña del Pilarillo y los menos trajeron pastura

de el potrero de en medio; todos están extenuados.

Elio pasa de largo por el Jardín, y al cruzar frente

al templo de San Juan, voltea a su derecha, se descubre

la cabeza y se santigua exclamando ¡Ayuda a mi mujer!

¡Dios Mío! ¡Permíteme encontrar a Don Miguel!

Tiene que transitar dos manzanas y luego doblar

por la calle del camposanto hasta llegar a la cancha de

rebote; allí a un costado del campo de juego está la casa

de Avelina. Llega jadeante y alterado; con la mano

abierta comienza a llamar golpeando la puerta de

madera: ¡Doctor! ¡Doctor! Soy Elio, ¡Contésteme! ¡Mi

mujer va a dar a luz! Necesito sus servicios, golpea tres

o cuatro veces aquella puerta del zaguán pensando y

sintiendo que los minutos son horas inmensas de la

noche.

-¡Quién vive?

Sonó una voz aguardientosa de mujer.

-¿Quién vive?

Volvió a preguntar la dueña de la casa.

-Soy Elio, Avelina; busco a Don Miguel, porque a

mi mujer ya se le abrio la fuente

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-Dígale que venga, ¡Por favor! ¡Háblele!

-¿Eres Elio, el carpintero?

-¡Si! Avelina, pero ¡Pronto! Llámele usted, al doctor.

-Esta bien, no te apures, ahorita le hablo y ya sale

en seguida.

Otra vez el silencio cobijó a Elio y sus alrededores.

Oscuridad y silencio por todos lados de ese arrumbado

pueblo, donde sus habitantes duermen de las ocho de

la noche a las nueve de la mañana. El tiempo también

se duerme y nunca sucede nada que no sea un parto

por la noche; si, a todas las mujeres se les ocurre parir

a deshoras. Será que los niños también nacen dormidos

en la misma noche de los tiempos.

Con un rechinido sepulcral se abrió la puerta en la

oscuridad y apareció la diminuta y delgada figura del

doctor trayendo su maletín en la mano izquierda.

Vamos, hombre, dice Avelina que es urgente;

vamos, vamos a tu casa.

Y los dos hombres trotaban de regreso, ahora por

la calle del muladar donde mataron a Encarnación.

Cuando llegaron a casa de Elio, ya iba para la una

de la mañana. Había luz en la pieza grande y la puerta

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estaba abierta. Las dos hijas mayores de Elio se

asomaron con los ojos azorados y ansiosas.

-Ándele papá! Parece que ya nació.

¿Cómo que ya nació?

-¡Háganse a un lado muchachas!, Elio no quiero

metiches aquí, ¡Sácalas para otro lado!

-A ver señora, ¿Cómo se siente?

Levanto las cobijas que cubrían a la parturienta y

…¡Válgame Dios!

Un pedacito de carne con pies y manos se retorcía

en el colchón ensangrentado. La señora exhausta

dormitaba.

-¡Dame trapos limpios y agua tibia Elio!

El doctor comienza a revisar aquel desorden,

acercándose el aparatito de petróleo que estaba sobre

una mesita.

Al tocar el vientre de la mujer se percata que hay

otra criatura dentro y no quiere salir.

-¡Señora! ¡Señora! ¡Van a ser dos! ¡Señora!

¡Despierte! … y le golpea con la palma de su mano

ambas mejillas calientes y sudorosas.

Llega Elio con una brazada de trapos limpios y una

olla con agua caliente.

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-Aquí está esto, Doctor, ¿Dónde lo pongo?

-¡Allí Elio! ¡Válgame Dios!

-¡Mira Elio! … y le entrega al recién nacido ya

envuelto en unas mantas.

-Elio… ven, mira, ¿ves la panza?

-¡Ay caray! ¿Qué es eso Doctor?

-Pues es otro muchacho, ¡Mira tiéntale! ¡Aquí esta

la cabeza¡ ¡Es otro Elio!

-Despierta a tu mujer para que puje y pueda salir,

¡Ándale! ¡Date prisa!

-Órale mujer, ¡Despierta! ¡Son cuates! ¡Órale! ¡Son

cuatitos!

-¡Ay! ¡Ay! Extenuada y maltrecha exhalaba la

parturienta con los ojos entrecerrados y débiles

espasmos de su vientre.

-¡Ay! Me duele mucho… ¿Qué fue Elio?.. y al hacer

la pregunta a su esposo, brota un llanto del recién

nacido que ya estaba depositado en un colchón sobre el

suelo con piso de cantera remolida y apisoneada.

-Mujer de Dios, ¡Viene otro! ¡Ándale! ¡Ayúdale al

doctor para que nazca pronto, mujer!

Don Miguel presionaba la parte superior del vientre

de aquella débil y flacucha mujer. No había esperanzas

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y la situación podría complicarse, pensaba el nobel

médico que hacía poco tiempo abandonó su profesión

de maestro rural para dedicarse a curar.

Abrió su maletín y sacó una bolsita de papel de

envoltura; vació algo del contenido en la palma de su

mano y le indicó a Elio:

-Ve a la cocina y pon a hervir esta yerba en un litro

de agua; lo más pronto que puedan, ándale…

Elio salió del cuarto y llamó a una de las

muchachas que amodorradas, pero con los ojos bien

abiertos, se arrinconaron sobre unas bancas de piedra

allí en la cocina.

-Órale, pongan agua en un litro para hervir esta

yerbita que necesita el doctor. Creo que es un té para tu

mamá que no está bien.

-Pero, ¿ya nació el niño, papá?

-Si, mija, ya nació uno, pero viene otro… ¡Dios nos

va a ayudar! Ándenle, pónganle más leños a la lumbre,

tiene que estar pronto el té.

Mientras tanto allá en el cuarto, la mujer, el doctor

y el recién nacido tenían sus propios problemas: La

parturienta no hacia ningún esfuerzo, para expulsar al

otro. No es que no quisiera hacerlo; su salud menguada

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por una anemia extrema le restaba toda intención de

esfuerzos naturales.

-Se nos puede morir, pensaba el doctor, esta mujer

no tiene fuerza ni para mover un dedo y el muchacho ni

se asoma para poder jalarlo yo. La única esperanza es

la infusión de Milagrosa que va a tomarse. Ojalá que

Dios nos ayude.

Y el pequeño recién nacido, ya no lloraba; allí

permanecía escuálido y yerto como si no le interesara

vivir fuera del vientre de su mamá.

Llega Elio con un jarro humeante y del que se

desprende un aroma fuerte y picante.

-Aquí está, Doctor ¿Qué vamos a hacer?

-A provocar el parto, Elio. Esta yerba al llegar a la

panza como que la infla y provoca movimientos en los

músculos del abdomen. Entonces, cuando empieza a

hacer su efecto, yo presiono la panza de tu mujer y

espero que así podamos sacarle al muchacho, Elio.

Encomendémonos a Dios.

El tiempo había transcurrido sin tomar en cuenta

los acontecimientos de la casa de Elio. El reloj de la

torre sonó las cuatro de la mañana.

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Algunos gallos madrugadores dejaban escuchar

sus qui, qui, ri, quis perezosos a esas horas de la

madrugada. O estaban despistados, o querían anunciar

a los que vivían en aquel pueblo el nacimiento doble en

la familia de Elio. Quien sabe cual sería la intención de

aquellas aves tan comunes en todas las casas del

pueblo de Tepetongo.

Después de haberle hecho tomar la infusión de

hierbas a la parturienta, y transcurridos unos minutos,

las reacciones comenzaron a darse.

-¡Ay! ¡Ay! Me duele la panza, Elio, como que quiero

vomitar.

-¡Eso está bien! … dijo Don Miguel, creo que ya nos

salvamos.

-A ver, mujer, cierra su boca, levante las piernas y

júntelas hacia atrás. Ándele, ya va a nacer su otro hijo.

-¡Venga chiquito! ¡venga! ¡Ándele! Y presionaba el

abultado vientre que s había puesto como pelota.

-Pújele, Mujer.

-Pújele, ande, vamos, ya mero viene;

-¡Ande, ande …

Y el milagro de la vida se dió: vino al mundo otro

pedacito de carne con sus huesitos. Cuando Don Miguel

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lo levantó boca abajo para que sacara el aire de sus

pulmones y echara el primer llanto en esta su nueva

existencia, apenas se percibieron leves gemidos; el niño

traía alguna deficiencia respiratoria, o el tiempo que

paso de más dentro del vientre materno, a lo mejor le

afectó algún de sus aparatitos respiratorio o

circulatorio; habría que estarlo observando con mucho

cuidado, pensaba al mismo tiempo Elio y el Doctor.

Al término de todo lo ordinario en un caso como es

el alumbramiento, y después de hacer las

recomendaciones sobre el niño y la mamá. El Doctor le

aplicó algo a la señora, tal vez suero o vitaminas, algo

que le ayudara a iniciar la crianza de los cuatitos.

-Necesita comer bien, señora.

-Un caldito de techalote o de rata es el mejor

alimento para Ud., así que ya lo sabe.

-Gracias señor, Dios se lo pague. Gracias.

El Doctor acomodó sus enseres y algunas cajitas

con medicinas en su maletín negro y desgastado, y

palmeando a Elio en el hombro le señaló para que lo

siguiera.

Al llegar al patio, la mañana era clara y con la

tibieza de los amaneceres de primavera.

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-Elio, le dijo: las cosas no están muy bien; primero,

tu mujer casi se muere de la anemia que presenta; no la

friegues hombre esa mujer está como las vacas flacas,

cuando van a parir, se les queda la cría adentro y se

mueren; si no fuera por la Milagrosa que le dimos, se

nos va Elio. Pero bueno, ahora lo que sigue es cuidarlos

muy bien. Mira te voy a mandar unos sueros y

vitaminas por que necesita mucha atención.

Los niños, a ver como siguen; este último está

medio menso; no se que trae pero para mi que vas a

batallar mucho para criarlos. Si tu mujer no tiene leche,

hay que darles atolitos de maíz cocido con salvilla. Tú

ya sabrás como te las arreglas; yo me voy porque tengo

más enfermos que visitar hoy.

-Del parto, son diez pesos y las medicinas luego te

hago la cuenta. Vamos. Y abriendo la puerta que daba a

la calle, recibieron los rayos del sol en sus caras y por

momentos sus ojos enrojecidos por el desvelo renegaron

de la claridad que no cabía en sus pupilas.

-Espéreme Don Miguel, deje les digo a las

muchachas.

-¡Fina! ¡Petra! ¡Cuidan a su mamá y a los niños!

Voy a llevar al Doctor a su casa. En seguida vuelvo.

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Vénganse al cuarto y muy listas con ellas. ¡Ándenle, ya

vénganse!

Por el camino a casa de Avelina, Elio saca su

anudadito y le dice al Doctor.

-Me da mucha pena, Don Miguel. Ahorita solo me

alcanza cinco pesos y setenta y seis centavos. Téngalos,

aguárdeme unos dillitas con lo que me falta.

-¿Me hace el favor?

-Claro, Elio no te apures ahorita por eso; mira

dame cinco pesos y deja lo demás para que les compres

algo de comida a tus nuevos hijos. A propósito, Elio, ya

párale. Tu mujer ya no puede tener más hijos sin

arriesgar su vida, eh? Ya tienes ocho y como está la vida

en este pueblo. Ni modo que con tunas y mezquites los

pienses criar a todos. Y estos dos últimos te van a

costar, Elio, te van a costar caros. En fin allá tu y tu

mujer, Uds. Sabrán lo que hacen. Pero no creas que

como dicen que: “Cada hijo que nace trai su torta del

cielo” Nada Elio, la torta la tienes que hacer tú para tu

mujer y para todos tus hijos.

-Bueno, Ay te dejo, cualquier cosa que se te

ofrezca, me buscas eh? Adiós...

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“EL REGRESO”

Capitulo Octavo

-Nuevamente la azarosa vida de Elio el carpintero

cobraba conciencia al comenzar a sentir una fuerte

punzada en su cabeza. Lleva su mano a la sien de

donde provenía el dolor; siente en sus dedos una costra

dura y rasposa que cubre su frente y su mejilla.

¿Qué me pasó, Dios mío? ¿Qué es esto? Y su ágil

pensamiento retrocedió hasta encontrar respuestas en

un torbellino de confusiones y ansiedades por recordar.

¡Ah! Ya sé. El demonio me atacó en forma de

remolino. Si, recuerdo que me arrebató mi sombrero

luego me dio con su lanza candente aquí en la sien.

¿Cuánto tiempo perdí la conciencia? ¿Qué horas serán?

Ya mero llego con Don Chéstor para que me entregue

los puercos que le debo llevar a Don Antagónico pero,

Dios mío ¡Como me pones pruebas a diario! Mi fe, todos

los días es más grande a tu gran Omnipotencia;

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Gracias, Señor, sé que me vas a permitir cumplir

cabalmente mi encargo. En tu nombre y en el de tu

santa madre encomiendo otra vez mi existencia y mi

trabajo diario. ¡Dame fuerzas para terminar feliz esta

encomienda!

-Quiso levantarse apoyándose en sus manos aún

cubiertas de lodo con sangre que le había salido de su

herida en la cabeza; no tenía fuerzas suficientes; estaba

débil y cansado. A lo mejor los trastazos que le dio el

remolino contra la tierra del callejón y luego contra el

cerco de piedras dobles hacían que le doliera todo el

cuerpo. Volteó hacia donde se ponía el sol y se percató

de que éste ya se iba a ocultar atrás del cerro de los

Encinos, el más alto de esa sierra que cobija al Rancho

de El Ahuizote. Hizo un recorrido con sus cansados ojos

por todo el contorno de la sierra que formaba lomas y

picachos; pequeñas hondonadas y vallecitos cubiertos

de breñas, pinos, cedros, madroños y manzanillas. Los

rayos amarillentos del sol hacían que la sierra se

vistiera en mil tonalidades vespertinas; resaltando los

claroscuros en los bosques, Allá, donde termina o

comienza los límites de la cordillera, se miran las casas

de piedra unas, otras de adobes grises y un poco más

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abajo casi a las orillas del río que nace en esa sierra,

está la capilla del lugar; es diferente a todas las

construcciones del Rancho. La capilla está pintada de

blanco y está orientada de poniente a oriente; al frente

le hicieron un par de gárgolas con ladrillos y luego unos

palos de cedro rojo sostienen dos campanas de cobre.

Hay viviendas a los costados y al frente de la capilla,

pero la mayor parte de las casas están diseminadas en

todas las laderas que circundan al río. Angostas veredas

y callejones marcan las entradas a las casas que están

rodeadas por altos cercos de piedras bolas que los

hombres fueron recogiendo del río y pegándolas con

barro negro. Así es el rancho de El Ahuizote, allá donde

las mujeres hacen los quesos frescos más sabrosos de

toda la región, y las panelas más vendidas. Don Chéstor

es uno de los que más quesos fabrican con su mujer y

sus hijas.

-Al añorar los quesos de Don Chéstor, Elio sintió

un vacío en la boca de su estómago. Hacía casi

veinticuatro horas que no probaba alimento fresco,

calientito, acabado de cocinar, pues. Ese fue el acicate

que lo llevó a imprimirle más fuerza a su caminar. Tenía

hambre; pero no podía sentarse otra vez a prender

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lumbre y calentar algo de gordas o taquitos que

quedaban en su itacate.

Trastumbó la última loma que circundaba el

rancho y comenzó a descender por el lado de la Capilla.

A esas horas, las callejuelas y veredas del poblado

lucían desiertas; todos sus moradores estarán

comiendo.

-“Vale mas llegar a la hora” se dijo Don Elio, y con

pasos ansiosos cruzó el conjunto de casas hasta llegar

al extremo sur. Allí estaba la finca de Don Chéstor; un

caserón cuadrado con muchos cuartos y el enorme

zaguán que servía de descanso; después de cruzar el

corral bardeado con piedras coloradas en hilera doble,

Elio jaló la traba de la puerta de mano que daba al

callejón. Al chocar la madera con el marco de la puerta,

apenas si se percibió el chasquido, no así el par de

perros negros que eran los fieles guardianes de la

propiedad. Nunca supo Elio de donde salieron; los vio

tan grandes y feroces que tuvo que desandar los cinco

pasos avanzados y atropelladamente sale y vuelve a

cerrar aquella pesada puerta pasando otra vez la traba.

Los perros ladraban fuerte y el eco trastumbó los

rincones y los arroyos del rancho.

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Con el escándalo y alboroto, se abrió la puerta del

zaguán, y apareció la figura pequeña y delgada de Don

Chéstor. Iba sin sombrero; cosa muy rara en el

ranchero, pues el hombre del campo solamente se quita

el sombrero cuando entra a misa o en la cocina para

tomar sus alimentos.

-¿Quién vive? Y ¿Qué quieren? Que me

interrumpen cuando estoy comiendo?

-Ud. Disculpe, Don Chéstor, soy Elio el Carpintero

de Tepetongo. Me manda Don Antagónico por el negocio

que Ud. Ya sabe.

- ¡Ah! Bien, pasa, Elio, ¡Chuchos cabrones!

¡Quítense! ¡Órale! ¡Fuera! ¡Háganse a un lado!

Al escuchar los significativos mensajes de su amo,

los perros bajaron sus colas y las orejas. Sus ojos

lanzaban miradas de su-misión y temor hacia Don

Chéstor y de igual manera para Don Elio.

-Pasa Elio, llegas a la hora; vente, vamos al

comedor, porque de seguro traís hambre, viejo.

-A ver, mujer sirve otro plato pa’ este amigo que

viene desde Tepetongo; lo manda Don Antagónico por

los puercos que le vendí hace quince días ¿te acuerdas?

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-Si, Chéstor, si me acuerdo bien porque me vas a

dar el dinero pa’ comprar los ajuares de los tres niños

que van a hacer su primera comunión y lo de la comida

y la música porque tu no tienes tiempo de nada.

-Siéntese señor, mire aquí esta su plato. Acá hay

queso fresco, panela y carne seca tatemada en las

brasas; -Mire, hay salsas de chile bruto y verde con

tomatillo.

-Ándele porque a estas horas, y después de

caminar todo el día, pos me imagino que viene que se

troza o ¿no?

-Gracias, señora, gracias Don Chéstor. La mera

verdá, me muero de hambre después de tanta

inconveniencia que tuve que pasar por el camino.

-Mire, ésta fue la última y señaló la herida con una

costra de sangre en su cabeza. Luego les platico.

Ahorita con su venia, voy a comenzar a comer.

Y Don Elio comenzó a saborear los alimentos recién

preparados, calientitos y deliciosos que como toda

familia campirana, tenían sus recetas exclusivas. A

medida que los platos y las canastas de las tortillas se

iban vaciando, el organismo de Elio renovaba sus

menguadas energías. Trascurrieron los minutos y los

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cuartos de hora. El sol, allá tras los cerros se había

ocultado totalmente y los cocuyos adornaban el

firmamento que cobijado con la palidez de la luna,

tomaba una azulosa tonalidad de muerte diáfana y vida

nocturna en el campo y las siluetas de los cerros.

Don Elio y Don Chéstor han salido de la casa

rumbo a los corrales donde están las porquerizas.

-A ver como te va con estos tesoritos, Elio. Si tu

quieres los contamos unos a uno; Ora que, que si no

desconfías, pos nomás les abrimos y que Dios te ayude.

-¿Cómo ves? Tú me dices.

-Mire Don Chéstor, Ud. Sabe lo que tiene en sus

corrales. Yo confió siempre en su porte de hombre de

campo, así que, abra la puerta. Que Dios me ayude en

mi camino, ¿Verdá?

-Órale pues, Elio Ay te van. Y abriendo la puerta,

los cerdos comenzaron a resoplar y a remolinearse en

los rincones de aquellos tejabanes con piso de peñas

rosas cubiertas de manchas verdosas y oscuras de las

zurradas que a granel llenaban todo, todo el recinto.

-Hucha, ucha, ucha... por acá gorditos, por acá

gordos... vengan… vengan.

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-Era la voz cadenciosa y amable de Don Elio que

trataba de influir en aquellos animales para que vieran

en él al amigo, al compañero de viaje, y al mismo tiempo

al amo que les va a conducir y a guiar por el camino.

-La negrura en los rincones de los callejones hace

que a intervalos, los cochinos se asusten y gruñan

sonoramente. Don Elio, con una vara de más de dos

metros de larga, les toca el lomo cuello o cabeza según

el quiere que reaccionen.

Pasa media hora para que Don Chéstor saque los

cuarenta y siete cerdos que harán el viaje a Tepetongo.

Al salir el último del corral, Don Chéstor le grita a Elio.

-¡Buena suerte! Amigo, que todo salga bien.

-¡Hasta Pronto! ¡Que Dios le pague al ciento por

uno, los alimentos que me ofreció Don Chéstor! Me voy

con su venia y la de nuestro Señor.

-¡Órale cochino, por acá camina, tarugo! Formando

una especie pantanosa como arenas movedizas, los

cerdos, algunos de más de dos metros de largo y cerca

de doscientos kilos de masa se mueven lentos y

zigzagueando en todo lo ancho del camino real, cercado

por piedras encimadas.

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Los cerdos caminan siempre en conjunto y unidos

de tal manera que sus cuerpos se pegan y sus trompas

tocan los traseros de los que van delante así que el

conjunto es un banco de arenas movedizas que no

permiten dejar suelo a la vista. Eso si, no hay que

hostigarlos, asustarlos ni presionarlos para nada

porque la mole de seis mil kilos de carne y grasa, en un

instante se desintegra y el resultado es que se tarda

días en volverlos a juntar y quizás no a todos con vida,

algunos se ahogan por la fatiga de su escapada.

Don Elio conoce por experiencia todos los riesgos y

no piensa exponerse ni exponer a sus compañeros de

viaje. El inicio del recorrido es lento, demasiado como

para llegar mañana a su destino. Los cerdos, son como

tortugas gigantescas cruzando el páramo.

Ya decíamos que el viaje de regreso a Tepetongo lo

haría por el camino vecinal; callejones angostos,

veredas en los barbechos y tramos descubiertos hasta

entroncar en El Salitrillo con el camino que corta a

Juanchorrey.

La salida del Ahuizote es una ladera de piedras de

cantera blanca desgastadas por el paso de los años y

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las pisadas que a diario soportan de todos los humanos

y animales que las transitan.

Es de noche; el camino está desierto, y solamente

el chirriar de algunos insectos nocturnos y el ronco

gruñir de los cochinos interrumpen el inmenso silencio

que todo lo envuelve. La palidez de la luna se filtra entre

las ramas de los grangenes y huizaches que crecen

perezosos en los lados del camino; al terminar la loma

de canteras, el callejón se vuelve angosto y polvoriento.

Elio va atrás de la piara y respira todas las toneladas de

tierra parda que se levanta y vuela en el ambiente; los

fétidos olores que despiden los cerdos bien cebados,

pasan de la nariz a la garganta de Don Elio dejándole

sus sentidos bien repletos, hasta llevarlo a ignorar lo

que soporta.

Una pequeña vuelta del camino pasa frente al

Campo-santo que está enclavado al pie de la loma. Es

un rectángulo circulado con piedras de cantera labrada;

tiene muros de más de un metro de altura en la parte

baja; la puerta dá al camino, y Don Elio, por instinto y

temor voltea y se santigua.

Los cerdos resoplan y gruñen con más intensidad

en ese trecho ¿percibirán algún mensaje de los muertos

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allí enterrados?, piensa Don Elio con el cuero chinito de

terror. Se sobrepone y con nuevos intentos de ternura y

bondad hacia sus compañeros, les orienta y empuja con

el palo largo y puntiagudo que le sirve para arriarlos.

Ha perdido la noción del tiempo; no le interesa; va a

caminar la parte de la noche que sus amigos cochinos

le permitan, pues donde se cansen no los va poder

hacer avanzar. Se echan y ni quien los mueva; así que

hay que aventajarle al recorrido. Curiosamente tres o

cuatro cerdos, los más grandes y gordos de todos se

han convertido en punteros y los demás les siguen con

las trompas gachas; cubren todo lo ancho del camino y

unos veinte metros de distancia desde donde camina

Don Elio moviendo a los últimos y más perezosos.

Todo marcha, se dice Don Elio, ojala que avance

buen trecho antes de que empiecen a cansarse estos

gordos y tenga que cuidarlos a todos en algún lugar que

se preste, un rincón del camino, o un arroyito, pues.

La mole parda y pestilente sigue lenta, cadenciosa,

ruidosa y sumisa en su intento por avanzar terreno. Los

puercos no saben a donde van; solo piensan que los

sacaran de su casa y los llevan por rumbos

desconocidos y de noche; en la obscuridad que no les

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permite ver más que a sus compañeros moviéndose en

una sola dirección.

Muy a menudo sueltan orines y excremento que se

revuelve en las patas de todos y solo quedan partículas

en el camino. Elio todo lo soporta, lo huele y lo saborea

con desgano y rechazo natural.

Sabe que es el precio del beneficio económico

recibido con anticipación; por eso se resigna a todo.

Don Elio es hombre leal a sus principios y a

quiénes le encomiendan algún quehacer. Ahora, le toca

hacer unos que implica el esfuerzo físico, la astucia y la

paciencia para llevarlo al cabo. Su regreso a Tepetongo

espera lograrlo sin mayores contratiempos de los ya

soportados en su venida al Ahuizote.

Camina zigzagueando por los barbechos y veredas,

conduciendo aquellas moles de carne y grasa con sigilo

y precaución, ningún cerdo debe apartarse del montón;

si eso sucediera, sería el principio de un final convertido

en fracaso y deslealtad, no lo va a permitir.

Llega a la Estancia de los Valdeces, por un

callejoncito de apenas tres metros de ancho. La enorme

manada de cerdos se alarga; no caben más de tres en

aquel embudo de paso; no es mucho el trecho angosto,

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quizás llegue apenas a tres leguas, pero los cerdos

reniegan, y se rosan en las piedras de las cercas,

derribando de vez en cuando una de las de arriba, y se

espantan y gruñen, cuando les golpean en los lomos o

las patas.

En un resoplar y gruñir que parece no terminar,

logran salir ya de madrugada de aquel paso angosto.

Los esfuerzos y el gruñir constante han debilitado a

estos animales gordos poco acostumbrados a esas

faenas. El callejoncito desemboca al lecho del arroyo

que viene de Juanchorrey, en esta época seco y cubierto

de grandes bancos de arena fina y pulida. Los cerdos

que van de caponeras les gusta el lecho de arena;

comienzan a trompearla, aflojándola y dejándola

suavecita; un último y largo resoplido y dejan caer sus

doscientos kilos que al chocar con las arenas se vuelven

gelatinas de chocolate; todos llegan y hacen lo mismo y,

después de media hora, un trecho de más de cincuenta

metros de arroyo, es un dormitorio general de los

cuarenta y siete puercos que sueñan con el cuerpo y las

patas sueltas y desmadejados.

Elio está en el barranco del arroyo y voltea hacia el

poniente; alcanza todavía a ver una lucecita allá en el

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Cerro de la Cruz; es la Ermita que los vecinos de

Juanchorrey le hicieron a la virgen de la Inmaculada

cuando dos muchachas se perdieron en el Cerro y

duraron buscándolas tres noches y dos días. Por el

milagro recibido, le hicieron aquella muestra de fe. De

eso ya hace más de quince años y allá sigue una

lámpara de luz que da seguridad y confianza a los que

suben y se internan en las grandes barrancas de esa

Sierra oscura llena de fieras salvajes y alimañas

rastreras.

La fatiga y el desvelo hacen que Don Elio imite a

sus acompañantes: descuelga sus aperos de camino,

extiende su cobija búlica sobre la tierra del barranco y

se sienta a descansar; observa a los cochinos resollando

acompasadamente, sin alteraciones, sueñan, quizá

profundamente y el quiere hacer lo mismo.

No lo va a lograr; no puede tirarse a dormir, porque

sabe que si despierta un cochino y le da por caminar

sonámbulo, se puede perder en la madrugada fresca y

transparente.

Transcurren los minutos, los cuartos y las medias

horas hasta agotarse la oscuridad y aparecer los

primeros resplandores de un nuevo día.

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Don Elio ha soportado la vigilia del sueño y con los

ojos enrojecidos se levanta y se despereza estirando los

brazos en lo alto de su cuerpo y mirado hacia la

próxima salida del sol.

Los cerdos siguen durmiendo y resollando

acompasadamente y su guía no los va a despertar;

prefiere esperar hasta que solos lo hagan y tengan buen

humor. Mientras eso sucede, El va a prender una fogata

y calentará su cafecito que todavía conserva; también

trae algunos taquitos ya duros.

Almorzará tranquilamente para tener energía y

continuar por todo el día conduciendo a Tepetongo

aquellos cerdos gordos de Don Antagónico Varela.

Busca con desgano algunas ramas de arboles secas

y va formando un montón como si fuera un cono

invertido; cuando ya lo ha terminado hace un manojo

de pasto y yerbas también secas para usarlas como

candil; saca de su morral la yesca y los fierros para

sacar chispa; acomoda en sus dedos una astilla de

yesca y frota con fuerza los metales; dos o tres roces

que sacan la lumbre y comienza la yesca a humear; la

acerca a su boca y le sopla suavecito para que la

lumbre crezca; cuando ya es una braza la coloca bajo el

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candil y espera unos segundos; la braza comienza a

quemar el pasto seco y tenues espirales de humo

comienzan a envolver el montón de leña seca; cuando

ve que el fuego va creciendo se dobla de rodillas frente a

la lumbre, acerca su cara y comienza a soplar con

fuerza hasta lograr hacer llamas en la braza y el candil.

Comienza la fogata; la leña arde con estrepito, tronando

y soltando chispas que al volar en el ambiente, se

convierten en puntitos negros que vagan, y en unos

segundos se esfuman y caen al suelo convirtiéndose en

nada.

Unos minutos más y aquellas llamas se convertirán

en brillantes brazas que recibirán ávidas cualquier cosa

para ofrecerles su calor.

El sol va cobijando con sus rayos brillantes y

calientitos todo el campo y los rincones de cerros y

lomas. Don Elio da sorbos a su café con leche calientito

y humeante, come tranquilamente sus tortillas

chamuscadas en las brasas.

Son ya las ocho de la mañana y algunos cochinos

empiezan a levantarse con los ojos cerrados, las

trompas gachas y sus cuerpos perezosos. Quieren

ubicarse en el lugar en que están; trompean el suelo y

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remueven la arena calientita del arroyo. El sol lastima

sus vidriosos ojos y los desvían hacia las sombras que

hacen los barrancos. Don Elio va a terminar su

almuerzo y a esperar que todos aquellos gordos se

paren del suelo, para comenzar a caminar con el nuevo

día.

El sol va subiendo en el horizonte, y la tibieza de la

mañana de abril despabila por completo a nuestros

personajes; las caponeras empiezan a enfilarse para

caminar; Elio con su vara larga les indica el camino y

poco a poco, uno a uno o por parejas comienzan la fila

por la vereda; van saliendo del lecho del arroyo y

agarran el callejón ancho que los llevará al Salitrillo.

Caminan lentos, algunos amodorrados todavía

resollando y moviendo sus cabezas para todos lados.

A esas horas en los ranchos y el campo todo es

movimiento y trabajo mañanero: hombres montando

burros o caballos arrean vacas y becerros. Las mujeres

en los corrales amamantan a los becerritos y ordeñan

las vacas ayudadas por los y las chicas de la casa.

Huele a campo seco, y a casa de campo, con chimales

humeantes. Por todos lados braman los becerros y los

burros rebuznan en todos los rincones. Los gallos en los

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pretiles de las fincas, y en las ramas de los mezquites

dejan escapar con el golpeteo de sus alas los alegres

qui,qui,ri,quis; las gallinas escarban el estiércol y sacan

nixticuiles que devoran con avidez… y Don Elio observa

todas esas manifestaciones de la vida en el Rancho, la

vida del campo y piensa, piensa en su casa y su familia.

También allá tiene gallinas y un perro que se llama

Labrador y el gato Misifú. No tiene burros ni caballos;

tampoco vacas ni becerros el es un artesano dedicado a

la carpintería; ese es su oficio y le va bien. Vive feliz

con su esposa y sus ya sus ocho hijos que comen como

músicos después de una tocada.

Elio después de calentar sus alimentos en las

brasas, los saborea lentamente; siempre atento al

comportamiento de los cuarenta y siete cochinos gordos

que ahora se empezaban a remolinear en aquel banco

de arena fina y resbalosa; trompean y resoplan por

todos lados; algunos se intentan morder acompañando

su propósito con agudos chillidos que molestan los

tímpanos de Don Elio; otros se empujaban, y más de

uno ya intentaba comenzar a caminar. Elio sabe que es

el momento; debe otra vez indicarles el camino,

arriando un trecho corto a los caponeras.

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Guarda rápidamente sus cosas y se las echa a la

espalda; ahora busca afanosamente su vara larga y

puntiaguda y se encamina al frente de la manada para

señalarles la vereda que los conduzca otra vez al

camino. Don Elio también sabe que los cochinos

tendrán que almorzar algo y beber agua; de lo contrario

se irán renegando y se pudieran desbandar en busca

cuando menos de agua. Los cerdos gordos no pueden

caminar más de doce horas continuas; el peso de su

grasa y el esfuerzo físico los deshidrata muy pronto, a

tal grado que si se les obliga a caminar mucho trecho

sin agua y alimento se pueden morir por deshidratación

y asfixia. En todo eso piensa Elio, y ya tiene visto el

punto donde al medio día acampará con sus amigos: En

el potrero de la cuesta hay un estanque muy grande y

hay hiervas frescas en todo el borde; allí los cerdos

comerán y beberán hasta saciarse; luego se echarán a

descansar otras dos horas y por allá a las seis de la

tarde continuara su recorrido en una etapa que el

piensa, será la final pues estará llegando a Tepetongo a

las doce de la noche, si Dios no le depara ningún

contratiempo, como así lo espera.

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Cruza la vereda que da a las últimas casas del

Salitrillo cuidando que ningún cochino se meta a los

callejoncitos o a las huertas y corrales que dan al

camino y que en esta época del año están todos

abiertos.

“AL FINAL”

Capitulo Nono

Allá van otra vez Elio y sus cochinos; el primero,

con su vara larga, caminando de un lado para otro; al

frente, o en medio, siempre cuidando que ninguno de

los segundos se aparte del montón. A lo mejor dos

horas de caminar y llegará a la Cuesta para descansar.

Todo es monotonía en esos rumbos; el sol comienza

a calentar fuerte y con ello el canto de las chicharras se

va multiplicando a lo largo del camino. Llaneras y

lagartijos de asoman entre las piedras calientes y

permanecen atentos al paso de los cochinos que dejan

tras de si una gigantesca nube de polvo gris que vuela

por encima de los mezquites y los sauces que al mover

sus ramas hacen que se aleje de ellos y no les cubra sus

tiernos retoños.

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Son arbustos en su mayoría; fueron naciendo en

los lados del camino y con el tiempo se formó un cerco

espeso de maleza que no deja ver ni siquiera las piedras

de los lienzos, menos que los caminantes puedan a

sombrearse bajo los incipientes follajes de los que

lograron salir de aquella maraña de hierbas y que ahora

lucen esbeltos y estirados hacia el cielo.

Cuando los caminantes desean descansar, o

cuando una peregrinación que va a visitar al Señor de

la Luz quiere hacer un alto en su camino, siempre

buscan o el “mezquite del colgado” que está en medio

del primer barbecho saliendo del Salitrillo o bien, el

“sauz prieto” Es un árbol que sostiene en su tronco

más de trescientos años de existencia; le dicen “prieto”

por sus cáscaras centenarias que están fosilizadas

después de haber soportado miles de tormentas de

lluvia, viento y granizo cada verano.

Su tronco bien mide más de dos metros de

diámetro, y tiene una altura de ocho metros; de él se

desprenden cuatro frondosos brazos que

caprichosamente crecieron en dirección de los puntos

cardinales. Esa particularidad le ha hecho famoso en

toda la región; además de lo frondoso que resulta el

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juntarse su follaje allá arriba, da una fresca sombra

todo el tiempo.

Junto a su tronco y bien marcados, están cuatro

espacios limpios de toda maleza; con piedras

acomodadas para asientos, rastros de fogatas y hasta

algunas estacas donde los que hacen allí algún

campamento amarran sus burros o caballos.

Dicen los lugareños que ese árbol prieto ha recibido

y soportado muchos rayos y centellas cuando es la

temporada de las aguas; también dicen que él recibe en

sus cuatro ramas grandes descargas eléctricas; las lleva

por su tronco y las sepulta en las entrañas de la tierra;

así protege a los que se guarecen bajo su follaje, y así

sus cáscaras se han ido, con el paso de muchos

veranos, pintando de negro.

Otros dicen que es el “Árbol de las Cuatro Suertes”:

la Salud, El Dinero, El Amor, y una Larga Vida.

Si alguien se sienta bajo la rama que da al norte,

de seguro vivirá muchos años y verá crecer varias

generaciones de su familia; esta suerte la disfrutaron

Don Tomás y Don Julián Barraza, según dicen los de

aquella región.

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Si padece alguna enfermedad, se recomienda que el

enfermo visite al árbol durante nueve días y se coloque

a las doce del día bajo la sombra que le da la rama

Oriente; está lleva en ese momento toda la energía solar

y al transportarla a través de las delgadas hojas del

Sauz, cura cualquier mal que se padezca.

Cuando una persona quiera obtener dinero y

fortuna en su vida, no tiene más que acudir al Sauz

todas las mañanas al despuntar los primeros rayos del

sol naciente, encomendar sus trabajos que allí

comienzan, para obtener los mejores resultados de su

esfuerzo de todos los días.

Esta promesa se hará en la rama que da al Sur,

porque hacia ese punto cardinal se dirigen las grandes

empresas de la vida.

Cuando el Ser humano, hombre o mujer sienta que

le hace falta amor, comprensión, solidaridad y

tranquilidad con su pareja, o bien está solo y desea

compartir todo esto, vaya al Sauz Prieto colóquese bajo

la rama que da al Poniente; allí están en comunión las

dos fuerzas astrales más vigorosas: la del Sol en su

cotidiano ocaso, y la tranquilidad y no por ello, menos

efectiva, energía lunar, que es capaz de levantar el nivel

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de las aguas en los océanos y/o destruir los frutos con

los que se alimenta el hombre.

Al conjugarse en el hombre o la mujer estas dos

fuerzas, surgirá en ellos todo lo bueno, todo lo

grandioso y todo lo bello, que puedan ofrecerse y

disfrutar ese gran ideal que todos buscamos la felicidad.

¡FELICIDAD! ¡Que irónica su búsqueda constante,

y que falacia más gigantesca en los humanos; se sonríe

Elio hacia su interior y acelera su andar zigzagueante

por el ancho camino que lo llevará a Tepetongo.

Los cerdos comienzan a renegar manifestando su

descontento resoplando, topeteando con sus

compañeros y algunos intentando separarse del

montón.

-Espérense cochinitos, espérense y sean

obedientes; una legua más y estaremos en un oasis

para ustedes donde descansaran y comerán hierbas

frescas hasta saciarse y tengan un descanso pleno de

su ¡felicidad!.

Pasa del medio día; el sol ha avanzado después de

su cenit. Los rayos caen casi perpendiculares a la tierra

y queman; queman con fuerza los lomos de aquellos

animales gordos no acostumbrados a esas inclemencias

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pues toda su existencia ha transcurrido de las

porquerizas a los tejabanes; se consideran cerdos finos,

de dueño ranchero y rico; ellos ni siquiera conocieron

los charcos y los callejones donde viven los cochinos del

rancho, los que nacen bajo la sombra de un mezquite y

se desarrollan por los muladares o buscan alimento a la

orilla de los arroyos; esos, son los plebeyos y,

corrientes; y terminan en una chicharronada de algún

cumpleaños de los que se dicen ser sus dueños; y se

dicen sus dueños porque alguna vez compraron la

madre, o se las regaló el papá o el padrino para que la

criaran y se la comieran; sin embargo el dueño la soltó

porque no era justo darle maíz para que comiera en el

corral, habiendo quelites y verdolagas donde podía

alimentarse ella sola, a la hora que quisieran. Y como

en el rancho todos los vecinos hacen lo mismo, así

surgieron montones de cochinos de la calle, plebeyos

pues, deambulando por todos los callejones, viviendo en

la sombra de las cercas o de algún mezquite que creció

a las afueras de la casa de sus “dueños”. Se hacían

adultos y se aparejan como animales que eran, con el

primero que se encontraban; ya cubiertas las hembras;

soportaban su embarazo con todas las carencias y

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miserias de su clase social al llegar al parto, tenían diez

o quince crías que durante los primeros meses de vida

adornaban el paisaje campirano siguiendo a la madre

por donde quiera que iba en busca de agua y alimento.

Era común pues, todas las mañanas ver a diez o veinte

marranas con sus crías trompeando los muladares o en

las orillas de los arroyos enseñando a sus hijos la

búsqueda del sagrado alimento, y también el encuentro

con la felicidad; su propia felicidad.

Los cerdos que ahora acompañan a Don Elio no

eran aquellos; estos habían surgido cuando el ranchero

rico y acaudalado había traído de una granja de calidad

a dos o tres puercas finas y un semental de registro

para comenzar su criadero. Algunos eran blancos y de

pelambre finos; de trompa pequeña y bien delineada;

orejas de acuerdo a su cabeza y hasta con ojos de color

claro. Les instalaban en porquerizas bien construidas;

con sus comederos y pilas con agua limpia; todo

cubierto con laminas o tejados; y protegidos con

puertas de fierro bien reforzadas.

Allí, el ranchero ponía todo su atención en la

crianza y engorda de su capital, pues alcabo de cinco o

seis meses de haber nacido unas crías; las destetaba y

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en porquerizas aparte comenzaba su atención: castrar a

los machos, no sin antes escoger a otro semental y el

resto, desparasitarlos, iniciarlos en los alimentos de

engorda y cuando ya estaban listos a buscar el

comprador. Estos cochinos era lo que ahora lleva Don

Elio por el camino que va a Tepetongo y que ya mero

llega a la Cuesta donde pasaran la tarde de hoy…

Elio no es ningún místico esotérico que le guste

incursionar en la filosofía secreta, mucho menos

interpretar cartas, horóscopos o tarots que para él son

cosas del infierno y del diablo.

El es un fanático de la religión, que todo la ve, lo

siente y lo considera como obra de Dios; eso: Dios es

omniciencia, omnipresencia; todo bondad y todo

justicia.

Con estos principios Don Elio lleva una vida

apacible espiritualmente, y agitada en sus quehaceres y

los que le encomiendan sus vecinos, que le remuneran

raquíticamente; con una miseria, pues.

Elio ha conocido las leyendas que se cuentan del

Sauz Prieto, y algunas las rechaza; otras se las atribuye

a su Padre Dios, y así se la lleva, tranquilo, sin

complicaciones, dando siempre gracias al Señor por

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todos los beneficios que este le envía y pidiendo su

perdón por aquellas ofensas y faltas que comete a diario

en su camino por este trozo de vida prestada que ahora

lleva a cuestas.

Continúa su recorrido ya pasadas la Cuesta y la

Cuadrilla. El sol ha terminado su milenaria jornada; se

ha perdido atrás de los cerros de Juanchorrey, dejando

una estela de fuego en el horizonte de allá de la sierra

del Poniente, por la Tinaja y un poco más lejos; allá por

Los Muertos.

Ese horizonte de fuego es la antesala de una noche

negra; negra porque a esta hora no hay cocuyos; la luna

tardará unas tres horas en asomarse allá por las

montañas y laderas de Tepetongo; de tal manera que le

toca caminar un buen rato a oscuras, en tinieblas, se

dice para él, como cuando “mis hijos están en la pansa

de su mamá y tiran pataditas a tientas, a oscuras

porque ellos nunca han visto la luz. Viven en el vientre

de su madre”.

Yo, se dice Don Elio, ahorita estoy en el vientre de

mi madre tierra; pero no puedo parar mi camino, debo

llegar a la medianoche a mi destino: Los Corrales de

Don Antagónico Varela, y entregarle sus cuarenta y

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siete cochinos gordos. Esa es la misión que Dios y este

señor me encomendaron cumplir. Así será.

Convencido pues de que llegará feliz en el

cumplimiento de ese deber, conduce a los cerdos con

cuidados desmedidos; atento a cualquier muestra de

desacato y desobediencia.

Son las doce de la noche.

La luna apenas deja ver su tenue luminosidad

atrás del cerro de la cueva. Elio y sus compañeros

avanzan lentos; ya cansados van por el camino del rio,

el que pasa a un lado de la Huerta del Hoyo; allá, a

mitad de la Huerta esta El Mesquite del Volantín, es un

viejo árbol cuyo follaje entretejido de finas hojas, semeja

una carpa de ese juego tan querido y añorado por todos

los niños en las fiestas de San Juan.

Justamente allí cerca de ese mezquite y en toda la

inmensidad de la noche, curiosamente, sin explicárselo,

Don Elio recibe sensaciones extrañas en sus oídos y

siente que sus miradas se van perdiendo.

Acordes de melodías placenteras y llamativas lo

llevan hacia el árbol. Una luminosidad intensa y

apacible le señala el sendero seguro y lleno de

satisfacciones que no puede descifrar.

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Va seguro. Avanza rápido a integrarse a aquel

paraje de una verdadera y auténtica fiesta campirana :

UN BAILE DE TAMBORA.

¿Un Baile de Tambora? No, que va, es un

fenomenal concierto musical donde diferentes conjuntos

y orquestas ejecutan con fantástica maestría mil

melodías de extraña belleza que acompasa los vaivenes

de las parejas que elegantemente ataviadas disfrutan a

plenitud sus danzas y bailes nunca presenciadas por

ser humano.

Don Elio se va transportando en ese arrobamiento

sensorial, carente de cualquier noción de tiempo,

espacio y razón.

Se desliza cadenciosamente e incursiona en el

disfrute pleno de la belleza musical. Los misteriosos

compaces de melodías exóticas lo confunden y lo llenan

de tranquilidad espiritual: El, Elio el carpintero de

Tepetongo integrado a ese misterio de bellezas y goces

sobrenaturales? El, convertido en propósito y fin únicos

de disfrutar hasta el clímax ese concierto de extrañas

melodías y compaces que lo llevan y traen en un

escenario ajeno a toda lógica; pero hermoso, pleno de

dichas indescifrables y de instantes que flota y se

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sumerge en una atmosfera irreal; fuera de un mundo

que ya no le pertenece, y fuera de él, porque ya no es

Elio.

Ahora es lo que todo hombre es cuando deja de

serlo…

EPILOGO

Es la madrugada del Jueves Santo; las campanas

de la Iglesia doblan con melancólicos tañidos. Llaman a

duelo; alguien en Tepetongo ha muerto.

Los vecinos del pueblo se apretujan en la puerta de

la casa de Don Elio, dejando escapar a medias voces y

con miradas de azoro compungido, diversos

comentarios del suceso.

Allá adentro, gritos desgarradores y llantos de

dolor.

Niños que asustados corren y gritan desesperados

-¡Papá¡ ¡apá! ¡amá!

-Cállese, mijo, su papá está en el cielo. Su apá no

lo oye.

-Pos dicen que Don Antagónico le encomendó ayer

traerle unos cochinos gordos del Ahuizote.

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-No Compadre ¡Le dio un infarto y se quedó muerto

allí sentado!

-Estaba tan fatigado en estos días de cuaresma.

Todo mundo nomás le pedía cosas; todos le

encomendaban resolverles algún problema; sólo le falto

hacerla de Santo Cristo en esta semana mayor ¿No

cree?

-Si, compadre; dicen que hasta Don Antagónico

quería que le trajera unos cochinos de por allá del

Ahuizote.

-Hombres como Elio ya no se conseguirán en

muchos años: tan buen creyente; muy católico, y

siempre tan solidario y trabajador; y sobre todo tan

servicial. Por eso se murió.

¡Que Dios lo tenga en su eterna gloria! Se escuchó

la voz de trueno de Don Mónico Carrillo.

¡Así Sea! Contestaron en coro todos los que ahí se

encontraban.

FIN

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