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“Padre ¿cómo puedo sacar más fruto de la Misa?

Esta es una pregunta que los sacerdotes oyen con muchafrecuencia y que les llena de pena. Pues el que la Misa,nuestro mayor vínculo con Dios, no sea plenamente apreciaday utilizada, es una verdadera tragedia.

Cuando esa pregunta se formuló una y otra vez al PadreRaymond, autor de libros como “Tu hora” y “Ahora”, decidióescribir algo acerca del problema, de una vez y para siempre.

Y lo ha hecho en ESTO ES AMOR, extraordinariamentehermosa explicación de la Misa y de su capital importanciapara hacer nuestras vidas gozosas y fructíferas a la vez.

En una forma íntima y sencilla, el Padre Raymonddescribe la Misa como lo que debe ser: un intercambio deamor entre Dios y el hombre, un, intercambio tierno e íntimo.

La Misa es —afirma el Padre Raymond— la ocasiónque tenemos para unirnos a Dios, en efecto, nosotrospodemos llegar en nuestro tiempo a alcanzar una unión que nisiquiera tuvieron los Apóstoles que le siguieron mientrasanduvo sobre la tierra, pues en la Misa, no solo podemos servistos, oídos y tocados por Dios, sino que se nos permite anosotros ver, oír y tocar a Dios. Un magnífico intercambio,en el que debemos participar activamente para nuestro mayorbeneficio.

Como el Padre Raymond enseña la Misa no essolamente vivir con Dios sino vivir la misma vida de Dios. Sinos faltó esta vida en el pasado, o nos falta ahora, ESTO ESAMOR puede fácilmente ser la respuesta a nuestrosproblemas.

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M. RAYMOND, O.C.S.O.

ESTO ES AMOR

TRADUCCION DEFELIPE XIMENEZ DE SANDOVAL

1965

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Es traducción de la edición norteamericana con el título

THIS IS LOVE.

Censor: D. ANTONIO MUÑOZ. — Nihil obstat: ANGEL,Ob. Aux. y Vic. General.—Madrid, julio do 1965.

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AL

INMACULADO CORAZON DE MARIA,

QUE FUE TRASPASADO DEBAJO DE SU ALTAR

Y

OFRECIDO EN SU MISA

Y A

TODOS LOS LEONARDOS

POR LA FORMA

EN QUE ESTAN HACIENDO DE SU MISA SU VIDA

Y DE SUS VIDAS SU MISA

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Í N D I C E

Prólogo..........................................................................................................................6

PRIMERA PARTE............................................................................................................15DIOS ESTÁ EN VUESTRAS MANOS...................................................................15

Capítulo I.....................................................................................................................16El amor y la santidad..................................................................................................16

Capítulo II....................................................................................................................37Tú eres un sacerdote....................................................................................................37

Capítulo III..................................................................................................................48Tus manos están llenas be Dios..................................................................................48

Capítulo IV..................................................................................................................61Esto es la realidad.......................................................................................................61

Capítulo IV..................................................................................................................77« E P H E T A »...........................................................................................................77

SEGUNDA PARTE...........................................................................................................91TÚ ESTÁS EN LAS MANOS DE DIOS.................................................................91

Capítulo VI..................................................................................................................92Así es como apareces a los ojos de Dios.....................................................................92

Capítulo VII...............................................................................................................102Esto es lo que Dios escucha de ti en la Misa............................................................102

Capítulo VIII..............................................................................................................114En la misa, Dios te toma en sus manos.....................................................................114

Epílogo......................................................................................................................131

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PRÓLOGO

—Padre, ¿como puedo sacar mayor fruto de la Misa?

¡Con cuánta frecuencia he escuchado últimamente esta pregunta! Yde muy diferentes procedencias. Unos, considerados; ignorantes; otros, te-nidos por muy cultos. Me la han hecho seglares, religiosos y religiosas declausura o de vida activa, así como los que llamamos de vida mixta». Mela han hecho incluso sacerdotes.

—Señor, ¿también a Ti te complace y te duele como a mí me duele yme complace?

Me estremece ver que tantos miembros de nuestro único Cuerpovengan, como si dijéramos, desde la periferia de la existencia, tratando dezambullirse en él centro y en la fuente de nuestra vida. Me estremeceverles poner el dedo en lo que constituye el palpitante Corazón de nuestroser; tu Corazón... y Tú, que eres todo nuestro. Es emocionante, Señor, verque son tantos los que verdaderamente hacen de la Misa su vida misma, yde sus vidas, auténticas Misas. Pues ¿qué otra cosa es la vida y el vivircristiano sino hacer lo que Tú has hecho y sigues haciendo?

Esto es algo que no todos comprenden, Señor. Sin embargo, laspalabras de San Pablo eran inequívocamente claras: «Semper vivens adinterpellandum pro nobis» (Tú vives para interceder por nosotros) (Heb 7,25). Esta afirmación en medio de la Epístola, que tan expresamente tratade tu Sacerdocio y de tu Sacrificio, debería decirnos a todos cómo Túintercedes. Pero, por si queda alguien que lo dude, San Juan, tu amadodiscípulo, lo hace incuestionable en su Apocalipsis, cuando nos dice: «Vien medio del trono... un Cordero que estaba en pie, como degollado» y oílos cánticos del cielo. Este es un cántico de la Misa: «Santo, Santo, Santo,Señor Dios Todopoderoso» (4, 8). Si esto sucede contigo, que eres elCristo de Dios, ¿no sucederá lo mismo con nosotros, que nos llamamoscristianos? Desde luego, es la Misa «lo que importa», Señor. Y, enrealidad, ninguna otra cosa importa.

Por eso me emociona esa pregunta.

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Sin embargo, lo que tanto emociona también puede causar dolor,porque es mucho lo que esa pregunta lleva implícito. Esto lo he vistorecientemente, Dios mío, cuando, no ya un universitario, sino un profesorde Universidad, vino a mí y me dijo:

—Padre, no sé qué hacer para santificarme a través de la Misa.

Era sincero. Pero su sinceridad dolía. Era ardientemente sincero. Yfue su sinceridad la que me hizo imponerme al dolor y comenzar a planearestas páginas. Porque con una sinceridad que me revelaba su almahambrienta, añadió:

— ¿No puede usted decirme qué debo hacer? Tales peticiones, Señor,me hacen revivir la noche que Tú hiciste posible la Misa. Gracias a SanJuan el Amado, es fácil captar de nuevo aquella escena, pues nos hadejado capítulos que vibran de vida y palpitan de amor. Porque, una vezque Judas hubo salido en la noche, San Juan narra sucesos quedemuestran cómo Tú cambiaste. No sólo hablaste afectuosamente,libremente, cariñosamente con tus Once, sino que lo hiciste como unHombre que está fuera de si de gozo, un Hombre en éxtasis. Hablaste a tuPadre y de tu Padre de tal manera que hiciste a los hombres que estabanen él Cenáculo volverse locuaces. Pedro tuvo sus frases. Lo mismo Tomás.

Pero la petición de Felipe y tu respuesta son las que me atenazansiempre que me enfrento con esas preguntas sobre la Misa, que causan aun tiempo placer y dolor, pues el comentario de Felipe parece haberteafectado a Ti de la misma manera.

Le habías estado diciendo a Tomás que Tú eres el camino, la verdady la vida; que nadie llega al Padre si no es a través de Ti, cuando Felipeinterrumpió con este ruego: «Maestro, muéstranos al Padre, y nos basta»(Juan 14, 6-8). No se daba cuenta del alcance de su petición; de eso estoyseguro. Porque lo que en realidad solicitaba era el cielo y subienaventuranza esencial. Sin embargo, Tú, que nos habías dicho una vezy otra que habías venido para conducirnos al Padre, te doliste de lapetición de Felipe. ¿Por qué, Señor? No 'puede decirse que tu respuestafuera hiriente, pues fue pronunciada con demasiada suavidad, condemasiada bondad, con demasiada dulzura y amor. Pero yo la encuentrocargada de tristeza. Yo escucho en tu voz el cansancio, Señor, cuandodices: «Felipe, ¿tanto tiempo ha que estoy con vosotros y no me 'habéis 1conocido?» Esta es una pregunta intrigante. ¿Cómo podía saber Felipeque Tú y el Padre erais y sois Uno? Si hubieras permanecido entre ellos

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más años aún, ¿lo habrían sabido? Tu unidad con el Padre es el misteriomás misterioso.

A simple vista, yo habría considerado que la petición de Felipe erapara emocionarte, Dios mío. Y, sin embargo..., ese episodio me da laimpresión de cierta semejanza con esta pregunta sobre la Misa. Existenocasiones, amado Señor, en que esta vida nuestra de cristianos parece tancompletamente sencilla que cuando los católicos cultos se dirigen a Misacon preguntas como la presente, me pregunto para mis adentros si nohabrás mandado Tú algún nuevo Isaías para que diga: «Endurece el co-razón de ese pueblo, tapa sus oídos, cierra sus ojos. Que no vea con susojos ni oiga con sus oídos, ni entienda su corazón y no sea curado denuevo» (Is 6, 9, 16).

¿Por qué pienso una cosa semejante? Pues porque en la Misa, Señor,estás presente para nosotros tan realmente—aunque sea místicamente,sacramentalmente—como lo estuviste físicamente para los que teacompañaban en el Cenáculo. Tú nos miras y nos ves con tanta claridadcomo viste a Pedro, a Santiago y a Juan aquella noche. Tú nos hablas tandirectamente como hablaste a Felipe. Tú puedes ser tocado íntimamente,aún más íntimamente de lo que lo fuiste cuando Juan apoyó su cabezasobre tu regazo. Y, sin embargo..., bueno, Señor, yo sé que la Misa es unmysterium Fidei—el misterio de nuestra fe—; pero, con frecuencia, la fede los que me preguntan sobre la Misa me plantea un misterio aún mayor.Ellos no miran, pero ven; no escuchan, pero oyen; ellos no tocan, pero tesaborean. Por eso, ayúdame ahora a ayudarles a ellos.

En primer lugar, permíteme, Señor, que sea en este libro todo loíntimo y poco ceremonioso que se puede y se debe ser en una cartapersonal. Déjame hablar de corazón a corazón. No se me ocurriría hablarde la Misa en ninguna otra forma, Señor, porque Tú eres la Misa... y Túeres el Amor.

San Juan el Evangelista hizo en cierta ocasión lo que yo ansío hacerahora; y hasta con el mismo propósito. Por tanto, tomo prestado de él elprincipio de su primera Epístola como comienzo perfecto para este libro,y digo:

«Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemosvisto con nuestros ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manostocando al Verbo de vida—porque la vida se ha manifestado y nosotroshemos visto y testificamos y os anunciamos la vida eterna, que estaba enel Padre y se nos manifestó—; lo que hemos visto y oído os lo anunciamos

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a vosotros, a fin de que viváis también en comunión con nosotros. Y estacomunión nuestra es con el Padre y con su Hijo Jesucristo. Os escribimosesto vara que sea completo vuestro gozo» (1 Juan, 1,1-4).

Ahí tienes, Señor, el finís operis, así como el finis operantis. Yoquisiera que este libro produjera gozo a cada uno de sus lectores. Y «gozoen su plenitud»; Yo quisiera que se alcanzara esa plenitud de gozo y queconsistiera en esa «unión con el Padre y con su Hijo» de la que habla SanJuan; entendiendo siempre «en la unidad con él Espíritu Santo». Porqueése es el objetivo de la vida, ya consideremos la vida en su fase temporal,transitoria, cambiante siempre o ya en su fijeza de la eternidad infinita.¿No fue ése el objetivo final de toda tu labor y de toda tu obra? Tú queríasque nosotros tuviéramos ese gozo que es lo único que puede satisfacer; yTú querías que lo tuviéramos en su plenitud. Por eso es por lo que Túofreciste tu Misa, y por lo qué hiciste posible que nosotros ofreciésemos lanuestra. Para que pudiéramos tener este gozo no sólo en el «ahora»permanente de la eternidad, sino en todos los pasajeros «ahora» deltiempo, Tú te ofreciste una vez de manera sangrienta e hiciste posiblepara nosotros él ofrecerte de manera incruenta no sólo ayer, hoy ymañana, sino durante él día entero y a través de los siglos, las eras, lasépocas y los eones, hasta que él sol se apague y los cielos huyan.

Te doy las gracias por ello, Señor. Pero ahora te ruego desde micorazón: permite que yo sea la sencillez misma. Te hago este ruego con lamás ardiente sinceridad, Señor; porque encuentro el mundo de nuestrosdías repleto de afectación. Nos -asfixiamos, Señor; tenemos que lucharverdaderamente para respirar a causa de nuestro exceso de pedantería. Ylo llamo así deliberadamente, Señor, porque sé que no es sabiduría. Casien todas partes se dan la viveza, el pulimento superficial, la elegancia yhasta la brillantez. Pero ¿dónde están la sinceridad, la solidez, lasustancia? ¿Dónde están la verdad y la sabiduría? Lo que Juvenal dijo ensu tiempo de la Probitas me atrevo yo a decirlo de la Sapientia en laactualidad: Laudatur et alget (Es alabada, pero se la deja de puertasafuera). La verdad es que la sabiduría se encuentra solitaria y no se laama. Y esto ocurre, Señor, precisamente porque nuestros pedantesdesprecian esa divina cualidad llamada sencillez.

Nuestro tema no tiene nada de sencillo, Señor. Pero esto no nosniega la posibilidad de presentarlo con la claridad que se desprende de lasencillez absoluta. Lo único que necesitamos es ceñirnos a Ti comomodelo, tanto en la literatura como en la vida. Tú hiciste lo abstractolúcidamente claro porque eras magistral en tu sencillez. La Misa es un

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misterio, pero no más misterioso que tu divina Providencia. Sin embargo,aclaraste este misterio despojándolo del menor vestigio de oscuridad,señalando a los pájaros del cielo y a las flores de los campos. ¿Cabía algomás sencillo? Y luego están tus parábolas. Con éstas hiciste que las másprofundas e intangibles de las verdades resultasen tan inteligibles yfamiliares como nuestro propio nombre. Esta es la clase de sencillez queimploro, Señor, pues con ella nosotros podremos conseguir que toda clasede gentes puedan penetrar más profundamente en este sublime misteriollamado Misa. Este «nosotros» no es editorial, Señor; es real, puessiempre tengo presente aquella enseñanza tuya: «Sin Mí no podéis hacernada» (Juan 15, 5). Estate ahora junto a mí. Voy a dar un ejemplo de esaotra verdad que es la antiestrofa de tu estrofa. Podré decir con San Pablo:«Todo lo puedo en Aquel que me conforta» (Flp 4, 13).

A este mismo Pablo le dijiste Tú una vez: «Te basta Mi gracia, queen la flaqueza llega al colmo del poder» (Cor 12, 9). Confiado en esagracia y dándome perfecta cuenta de mi debilidad, ansío hacer tu poder«perfectamente evidente». Por tanto, me atrevo a dedicarme a esta tarea,que, de otra forma, resultaría presuntuosa.

Aquellos que me han pedido que les enseñe a sacar más fruto de laMisa, Señor, no precisan de una disertación sobre la historia de losdiversos ritos, ni un ensayo sobre el desarrollo del ceremonial. Tampocoles resultaría de gran ayuda ningún análisis profundo de las diferentesoraciones y partes de la Misa. Están familiarizados con el misal y, almenos, exterior mente, saben participar en la sagrada liturgia. Por eso,nuestro objetivo está limitado, Señor, y nuestra tarea relativamente alige-rada. Pero yo sería, no digamos remiso, sino más bien tacaño, si no tealabara, si no te bendijera, si no te diera gracias por haber inspirado a.tus universitarios—tus apóstoles y auténticos doctores de hoy—paraescribir sus magnificas obras sobre lo que constituye «el acto principal dela adoración divina», «la fuente y el centro de la piedad cristiana», comoseñaló Pío XII en su encíclica Mediator Dei, del 20 de noviembre de 1947,sobre la sagrada liturgia.

En este momento pienso en obras maestras, como la de Joseph A.Jungmann, S. J., El Sacrificio de la Misa. Tratado histórico-litúrgico (1).Ahí podemos encontrar una historia completa de la Misa desde laprimera, celebrada por Ti en el Cenáculo hasta la última celebrada por Tia través de tus sacerdotes esta mañana. También pienso en la obra de

1 Esta obra ha sido publicada en español por la Editorial Herder, de Barcelona, ypor la Biblioteca de Autores Cristianos, número 68, de Madrid.

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Canon A Croegaert: La Misa. Un comentario litúrgico. ¡Con cuánta razónha sido considerada como una enciclopedia sobre la Misa! Pienso entodos esos rimeros de libros recientes sobre nuestro santo sacrificio quevan desde las Investigaciones de los universitarios sobre los orígenes ydesarrollo de la liturgia hasta los estudios sobre los símbolos y los signosempleados en la Misa, y las obras populares de devoción sobre la SagradaEucaristía. Nadie osa decir que haya escasez de libros valiosos sobre estetema, ya que puede decirse que todas las fases han sido cubiertascuidadosamente por hombres verdaderamente competentes.

Ahora habré de darte las gracias, Señor, por hombres como el PadreMaurice de la Taille, S. J., y el Padre Eugene Masurs. Estos hombres hanhecho una obra magnífica sobre la Eucaristía. Pero un comentario largosobre sus espléndidos estudios estaría completamente fuera de lugar eneste pequeño esfuerzo nuestro, Señor. Siento que nuestros lectores quierenalgo sencillo, sustancial, personal y práctico. Yo creo que podremosproporcionárselo, Señor, empleando la riqueza que todos estos maestrosextranjeros, pero presentándosela de una forma simple y sencilla.

Permite también que te alabe y te dé gracias, Señor, por el grancrecimiento del movimiento litúrgico. Ha sido gradual. Hay quien diceque ha sido incluso lento. Pero crecimiento lento significa siemprecrecimiento firme. Tú has sido un buen Pastor, Señor; no hiciste correr atu rebaño.

En el siglo XIX empezaste a dirigirle haciendo que Dom Gueranger,en Solesmes, redescubriera, como si dijéramos, la riqueza doctrinal ydevocional de la liturgia. Duele hoy día escuchar a algunos modernospedantes criticar a este hombre bueno. Claro que su obra era imperfecta.¿Qué obra humana no lo es? Pero esto no le quita su valor. Hay quienesla tildan de «monástica», «anticuada» y «estética» cuando serían muchomás sabios si la calificaran de «apostólica» y de «pastoral». Aquel buenabad quería convertir la oración de la Iglesia, en la base de la piedadpersonal para todos los cristianos. Yo te doy las gracias por el éxito que leconcediste, Señor, y te ruego perdones a sus críticos.

Luego vino tu gran San Pío X, con su restauración de la Comuniónfrecuente y su esfuerzo pastoral para conseguir que el pueblo participarade su santo sacrificio. Su observación de que «la participación activa enla liturgia es la fuente principal e indispensable del verdadero espíritucristiano», se ha convertido en hito y en lema del Movimiento, y en unatendencia definitiva hacia la verdadera vida y el verdadero vivir cristiano.

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Casi parece que Tú preparaste a Dom Lamberto Readouin paracomplementar este pronunciamiento papal. Por la labor que llevó a caboen Bélgica para conseguir que la gente usase los misales, participara enla Misa dialogada, basara su vida en la roca del Calvario, en el sepulcrovacío y en tu puesto junto al Trono del Padre, creo puede decirse que estehombre fue el padre del movimiento litúrgico que tan gloriosamentecoronaron la encíclica Mediator Dei de Pío XII y las decisiones delVaticano II.

Emplearemos, Señor, algunos pasajes de la obra maestra de Pío XIIpara afianzar a nuestro pueblo sólidamente, no sólo en la liturgia, sino enla vida del Cuerpo Místico. Pero me pregunto si esa obra clásica habríallegado a escribirse si Tú no hubieras inspirado a hombres como el abadIldefons Herwegen y sus monjes en María Laach. Gracias a susconocimientos litúrgicos y a sus profundas reflexiones doctrinales, hansido descubiertos tesoros, que, en cierta manera, transforman la teologíade los Sacramentos, y muy especialmente el de la Eucaristía. Claro que hahabido temores sobre algunas de sus especulaciones. Indudablemente,algunas dé ellas fueron demasiado lejos. Pero ¿no ha sido siempre éste élcamino del desarrollo de la doctrina?

Te alabo por Pius Parsch, por Matthias Joseph Scheeben, por elPadre Danielou, S. J., por el Padre De Lubac, S. J. y por Yves Congar, O.P. Te alabo por todos aquellos que nos han proporcionado una nueva luz,una nueva penetración, unas nuevas ideas sobre las Escrituras, laTradición, la Teología, la Liturgia y la vida cristiana. Pero, sobre todo,Señor, te doy gracias por Pío XII, que restauró la Vigilia pascual, cambiólas leyes sobre el ayuno eucarístico, permitió las Misas vespertinas y nosadoctrinó tan bien y tan sin temor en su Mediator Dei.

Espero haber asimilado algo de estos maestros Señor, y espero queTú me permitirás ahora presentarlo en forma que pueda asimilarsefácilmente cuanto dijeron. Tal vez escandalice a quienes estudian aalgunos de estos maestros la forma en que voy a presentarlos, pero estoyseguro de que nunca sorprendería a los propios maestros. Porque, aunquese ha acentuado fuertemente la verdad incontrovertible de que la Misa esun acto comunitario, un acto que envuelve a todos los miembros del Cuer-po Místico, yo voy a hablar de la Misa sólo en cuanto afecta al individuoen el aquí y en el ahora.

Estableceré un contacto personal en dos sentidos de la palabra: elsubjetivo y el objetivo. Hablo a mis lectores. Pero también hablo de mí ypara mí. Solamente podré decir a mis solicitantes cómo sacarán más fruto

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de la Misa si les explico cómo he llegado yo a conseguir sacar tanto deella. Porque hace ya treinta años, Señor, que me has permitido ser tuslabios al inclinarme sobre el pan, tu voz al inclinarme sobre el vino. Haceya treinta años que me has permitido ser Tú cuando digo: «Este es miCuerpo. Esta es mi Sangre.» Ahora, después de esos treinta añosmaravillosos, Señor, cuando me piden que defina la Misa, me alejo delvocabulario oficial de Trento. Nunca utilizo el texto de ningún catecismo.No defino, hablando con exactitud. Pero yo sé que esa descripción quepresta vida a la Misa para mí, pueda hacerla viva para todos los demás. Acualquier hombre, mujer o niño que quiere saber lo que es la Misa yo ledigo: «O admirabile commercium» (Un maravilloso intercambio), A todohombre, mujer o niño que quiera sacar más fruta de la Misa yo le digoahora: Haz de la Misa lo que Cristo quería que fuera cuando dijo:«Haced esto, en memoria de Mí.» Haz de la Misa ese admirabilecommercium, ese intercambio maravilloso, en el que Dios se entrega a ti ytú te entregas a Dios.

Bien sabes Tú, Señor, cómo vivo ese Introibo ad altare Dei (Meacercaré al altar de Dios), como punto focal de mi jornada. Tú sabes quetu altar es el centro de toda mi vida y de todo mi vivir; que para mí eltrigo y el vino simbolizan el universo entero. Tú sabes lo que supone paramí el privilegio de poder celebrar tres Misas sucesivas el Día de Difuntosy el Día de Navidad. No quisiera abandonar el altar; quisiera repetir unay otra vez este acto de amor, realizando interminablemente este«milagroso intercambio». Y Tú sabes bien cuándo y cómo la Misa seconvirtió en la vida para mí. Fue en el bendito momento en que comprendíque la Misa no es algo, sino Alguien. ¡Que eras Tú! Fue entonces cuandosupe que entre mis manos tenía, desde luego, a la Víctima del Calvario,pero más como Vencedor que como Víctima; al Cordero de Diosdegollado, sí, pero ahora vivo para no morir nunca más. Una vez que caíen la cuenta de que es el Señor glorificado el que viene bajo las aparien-cias del pan y del vino, supe que durante la celebración de la Misaestábamos mucho más en la gloria que en el Gólgota. Esta verdad cambiala vida; hace el mundo diferente y convierte el tiempo en un tesoroinapreciable. Gracias a esta verdad vi lo que es la Misa. Es, fue y serásiempre un acto de amor en que Dios es el Amante que no sólo se entregapor los hombres, sino a los hombres, y espera que el hombre le devuelva elamor con la misma medida. Entonces fue cuando vi que la Antífona Oadmirabile commercium con que nosotros, los trapenses, saludamos cada

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nuevo día, es tu canción de amor, Señor, y la nuestra. Y, además, es unadescripción perfecta de la Misa.

Se ha dicho que el amor se burla de las definiciones. Puede ser así.Pero estoy seguro de que cualquiera que haya amado de verdad, nopondrá nunca en duda la perfección de esta Antífona como descripcióndel amor.

Nosotros, los monjes, la cantamos entera todas las mañanas. Es unacosa hermosa, Señor. Pierde algo con la traducción, pero no su belleza, suamor o su verdad. ¡Oh milagroso intercambio! El Creador de la razahumana, tomando un cuerpo vivo, se dignó encarnar en una virgen, y,convirtiéndose en hombre, sin concurrencia de hombre, nos concede a loshombres su divinidad. Eso, amado Señor, es amor ¡porque eres Tú! Y eso,amado Señor, es lo que todos deberían ver cuando contemplan la Misa.

Tú sabes que solicito tu indulgencia para alejarme un poco de lapresentación usual de la Misa, Señor, y Tú sabes por qué la solicito. Todaslas Misas son}/ desde luego, de, por y para todo el Cuerpo Místico, inclusopara toda la raza humana. Pero, puesto que el todo es la suma de suspartes, y un cuerpo está constituido por sus miembros, todos los sereshumanos pueden decir de sí mismos en relación contigo y con tu Acto deAmor llamado Misa, lo que decía San Pablo de sí: Dilexit me, et tradiditsemetipsum pro me (Vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y seentregó por mí) (Gal 2, 20).

El amor es personal, Señor. También lo es la Misa, porque la Misa esamor. Por ello voy a presentarla como personal.

Tal y como yo la veo, Señor, la pregunta que hacen estas buenasgentes no es sólo vitalmente importante y personal, sino que espersonalmente vital y de importancia eterna. Porque sería igual buscarrayos de sol si no hubiera sol, espumas de mar sin mar o flores de liriossin bulbos de lirios, que buscar la santidad lejos de la fuente de lasantidad. Tú y tu Misa. Por eso, déjame enseñarles cómo «puedan sacarmás fruto de la Misa», así como a poner más en la Misa, demostrándolesque la Misa no es algo, sino Alguien, que eres Tú en el más grande de tusactos de amor, que eres Tú representando este «milagroso intercambio» enque no sólo tomas nuestra humanidad, sino que nos da tu Divinidad.Resumiendo, Señor, enseñémosles que ESTO ES AMOR.

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PRIMERA PARTE

DIOS ESTÁ EN VUESTRAS MANOS

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CAPÍTULO I

EL AMOR Y LA SANTIDAD

LO QUE SIGNIFICA «ESTAR EN CRISTO JESÚS»

1.

— ¿Qué llevas en la imaginación cuando vas a Misa?

Precisamente hice esta pregunta a un alumno de bachillerato superiorde un colegio católico, y recibí esta contestación, tan sincera como descon-certante:

— ¡Oh, Dios mío, lo que me molesta dejar la cama!...

Si tú fueras igualmente sincero, ¿sería tu respuesta tandesconcertante?

Compadezco a cualquier ser humano que tenga semejantespensamientos cuando va a lo que es, literalmente, el mayor acontecimientoposible en la tierra. Pero me da más pena el Dios grande, bueno, santo, quehizo posible semejante acontecimiento, no sólo todos los días de lasemana, sino cada hora del día y cada segundo de cada hora en algún lugarde este mundo. Esta generosidad de corazón rebosante, este pordiosearse aSí mismo en su amor por los demás, debería ir alcanzando del hombre unaapreciación tan revolucionaria de las vidas que recreara nuestro universo.

Si Cristo se vio forzado, por decirlo así, a decirle a la mujer que seencontraba junto al pozo dé Jacob, y con la que había cambiado pocaspalabras: «Si tú conocieras la gracia de Dios y supieras quién es el que tehabla...», ¿qué no podría decirnos a nosotros, que deberíamos comprendery deberíamos saber que en su Misa Él no sólo nos habla, sino que nosentrega al Unico Verbo de Dios, a Sí mismo?

¿Cómo habría sido tu existencia si Cristo, en su Ultima Cena, hubieradecretado que un sacerdote sólo podría hacer una vez en su vida lo qué Élhabía hecho allí, en, el Cenáculo? O, para ser más concretos, supón que en

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aquella noche única, este mismo Jesucristo hubiera decidido que la Misasólo podría ofrecerse una vez cada cincuenta años, y esto solamente enGetsemaní, en Kentucky, ¿cómo, pasarías tú tus años, tus días, tus horas?¿No se convertiría este monasterio en el punto focal de tu universo? ¿Nopasarías tus días, tus semanas, tus meses, todos tus años preparándote paraesa mañana única en que vendrías aquí a encontrarte con tu Dios en unaintimidad indescriptible? ¿Cuál sería tu vida si pudieras penetrar tanprofundamente este misterio que llegaras a esa comprensión tan admi-rablemente descrita en la antífona sobre el «intercambio milagroso»; deque no sólo son transubstanciados el pan y el vino, sino que tú puedes sertransformado al hacerte vivir con la vida misma de Dios, y eres asimilado,como si dijéramos, cada vez más en la Divinidad?

Al enfrentarnos con semejante suposición nos vemos forzados aadmitir que no apreciamos debidamente a Dios y su bondad. No nosdamos cuenta de que no sólo la Misa está viva con Dios, sino que suobjetivo es el de vivificarnos con esa misma vida. ¿Cómo es que no hemosllegado a darnos cuenta de esto y a comprenderlo? La respuesta es biensencilla. No reflexionamos lo suficiente; no penetramos; nos contentamoscon demasiada facilidad con lo que vemos en la superficie. Seamossinceros; no hemos comprendido «el don de Dios».

A ninguno nos agrada reconocerlo, pero los hechos son testarudos yque esto es un hecho se puede demostrar fácilmente si tomamos comoilustración en primer lugar lo que sucede unas dieciocho veces al año en laciudad de Nápoles. En las diversas festividades relacionadas con SanJenaro, Patrono de la ciudad, un sacerdote toma una pequeña redoma decristal medio llena de una sustancia negra y opaca, que se cree ser lasangre del Mártir, y la acerca a la que se considera, ser cabeza del mismo.El pueblo, aglomerado en la iglesia en estas ocasiones, ora, y ora decorazón. Al cabo de cierto tiempo, que oscila entre dos minutos y una hora,la masa negruzca, hasta entonces sólida e inmóvil, se despega de lasparedes del recipiente, se hace liquida, se torna de color rojizo, burbujeacomo si hirviera y aumenta de volumen. Cuando esto sucede, el sacerdoteanuncia: «El milagro se ha producido.» E inmediatamente aquella iglesiase llena de gritos jubilosos. Se entona entonces el Te Deum y la excitadaasamblea participa en él con entusiasmo.

Las crónicas de estos sucesos se remontan a más de cuatrocientosaños. Pocos serán los milagros, si es que los hay, que hayan sidoexaminados más cuidadosamente, más frecuentemente, por gentes deopiniones más dispares que esta licuefacción de la sangre de San Jenaro.

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En consecuencia, nadie, por muy racionalista que sea, puede negar que loque se dice ocurre, ocurre, en efecto. Es un acontecimiento sobrecogedor.Nadie puede ponerlo en duda. Pero ¿qué es la licuefacción de una sangrehumana en comparación con lo que tiene lugar en cada Misa? Cuandocualquier sacerdote se vuelve a los fieles, eleva la hostia transubstanciaday dice: Ecce Agnus Del (Este es el Cordero de Dios), se refiere a un hecho.Te está diciendo que mires y veas a la mismísima Persona que los judíoscontemplaron la mañana del primer Viernes Santo, cuando el des-concertado gobernador de Roma, Poncio Pilato, les dijo: Ecce Homo, yseñaló a Jesús. Es literalmente cierto que es el mismo Jesús, pero ahora seencuentra en condiciones muy diferentes. Entonces estaba ensangrentado,apaleado, hecho un guiñapo humano. Ahora está radiante de gloria, tanresplandeciente como lo estuvo en la Transfiguración. Y, sin embargo,¿cuál es tu reacción o la del resto de los fieles ante la Misa? Compáralacon la que demuestran los fieles de Nápoles cuando el sacerdote anunciaque «el milagro se ha producido». Y luego pregúntate: ¿Hasta dónde puedellegar nuestra superficialidad?

O considera lo que sucede en Roma cuando se proclama un añojubilar. De todos los rincones del mundo llegan peregrinos, muchos de loscuales han pasado toda su vida ahorrando para hacer posible ese viaje.Pero, ¿para qué? Para ganar una indulgencia plenaria. Claro que nadiepone en tela de juicio el valor de esa indulgencia. Es tal y como se dice:plenaria. Hace desaparecer todo el castigo temporal debido por nuestrospecados, por muy espantosos o muy numerosos que hayan sido. Esta esuna misericordia maravillosa por parte de Dios. Pero, ¿qué es encomparación con lo que transpira en cada Misa y se actualiza en cadaSagrada Comunión? En Roma es posible la indulgencia. Si se gana o no nolo sabremos nunca de este lado de la eternidad. En Misa, Cristo es real. Él,Hijo de Dios, Dios mismo, se halla, presente, no sólo para hacerdesaparecer el castigo temporal debido por los pecados de un individuo,sino que como el sacerdote dice: Qui tollis peccata mundi (Que quitas lospecados del mundo). Además, se encuentra allí, lo mismo que está en elcielo—semper vivens— ¡vivo! Es el Dios vivo y el Dios de todos los vivosel que se encuentra en todas las Misas. Y se encuentra allí con el propósitodeterminado que San Pablo nos dice: ad interpellandum pro nobis. Y aúnmás. Se encuentra allí para algo más personal, mucho más personal, másíntimo, mucho más vital. Está allí para amar y ser amado. Está allí paraentregarse a nosotros y tomarnos para Sí. Está allí para ese «milagrosointercambio» que lleva a cabo sólo como Dios es capaz de hacerlo:

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entregándose a nosotros como Alimento y como Bebida, asimilándonos aÉl, más bien que asimilándose Él a nosotros. La Misa en el sacrumconvivium de que nos habla Santo Tomás de Aquino. Ese vivir santamenteunidos en una forma maravillosamente divina. Porque en la Misa, Cristono es solamente el Pan vivo, sino también el Pan de vida. Santo Tomás deAquino era muy exacto: vitam prestans homini (Cristo da vida al hombre).Su propia vida divina en y a través de la Misa.

Y, sin embargo, ¿cuáles son nuestros pensamientos cuando nosdirigimos a Misa?

¿No se ve uno obligado a pensar que habríamos sabido apreciarmucho mejor la generosidad de Dios si Él no hubiera sido tan generoso?Vuelve a suponer, como te dije antes, que la Misa fuera ofrecida tan sólouna vez durante tu vida, y exclusivamente en Getsemaní. ¿No estaría tuvida dotada de un centro, no tendrías tú una meta muy definida y cada unade tus horas un significado muy específico? Estarlas esperando esemomento definitivo en que habrías de encontrarte con tu Dios amante enpersona, no sólo para rendirle homenaje como su criatura, sino para amarley ser amado por Él como hijo, suyo. Es más que probable que entonces laMisa fuera para ti lo que Cristo proyectaba cuando dijo: «Haced esto enmemoria mía» (Luc 22, 19). Sería un ágape, un «banquete de amor».

De haber preguntado a aquel alumno de bachillerato cuáles eran suspensamientos cuando se dirigía a ver a una amiga, ¿crees que habríamencionado el sueño? No sólo se sentiría despierto, sino plenamente vivo.Su corazón desconocería los latidos apagados y sus pies los pasos pesadosy renqueantes. Esto sería cierto, aunque sólo se sintiera atraído por lamuchacha; doblemente cierto si estuviera enamoriscado de ella, y nodigamos ya si estaba verdaderamente enamorado. Porque en este caso sedirigiría al encuentro de una persona: alguien con quien pudiera existir un«intercambio»; alguien a quien él pudiera dar y de quien pudiera recibireso que nosotros llamamos amor. Se dirigiría al encuentro de una personacuya presencia podía afectar todo su ser.

La palabra «persona» ha sido fuertemente acentuada porque un hechopoco reconocido es que el amor sólo puede existir entre personas.Escuchamos a las gentes decir que aman a un perro, a un caballo, a un gatoo a una flor; que aman una canción, un árbol, un libro. Lo que dicen es unaabsoluta tontería. Porque el amor sólo puede existir entre personas. Exigeque una persona dé a otra. Si es verdadero amor, la persona que recibe eseregalo de amor, corresponderá con amor a la persona que lo da. El amor esun «intercambio». Cuando se encuentra en su plenitud se ve que es un

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intercambio de su propio ser entre personas; Esto es cierto en élmatrimonio. Es más cierto aún en la Misa.

En consecuencia, el pensamiento dominante en ti al dirigirte a Misadebería ser: voy al encuentro de una Persona. Esta Persona significa lavida para mí. Es literalmente cierto que Él es mi vida; porque Él es miDios y mi todo. Es mi Amante... Me dirijo al encuentro de quien me haamado antes de que los cielos conocieran un sol o la noche las estrellas;porque me ha amado «con amor eterno» (Jer 31, 3). Sí, y me ha amado«hasta la muerte, y muerte en cruz» (Flp 2, 8). Me ha amado como ningúnhombre ni ninguna mujer podrá amarme; porque Él es divino. Me dirijo auna cita con mi Dios; a un encuentro con quien puede transformarme, queansia hacerme mejor de lo que soy, y que puede convertir su deseo enrealidad. Me dirijo al encuentro con mi Dios, vivo y amante, queverdaderamente palpita por mí con un amor vivo infinitamente mayor aúnque el que una madre pueda albergar en su corazón maravillosamenteamante.

Esto es una realidad. Si fuésemos tan realistas como a veces creemosserlo, ¿no nos parecería que el tiempo se detenía, que el espacio se disolvíay que todas las cosas cesaban de ser el apresurarnos a la cita con Aquel quees el amor por esencia, y que anhela hacernos cada vez más parecidos aÉl?

Recuerdo haber oído cómo un sacerdote que celebraba sus bodas deoro mantuvo a su auditorio boquiabierto al relatarles cómo había idovariando gradualmente con los años su actitud hacia la Misa. Confesaba loque probablemente todo sacerdote recién ordenado ha de confesar: que lanoche de la víspera de su primera Misa no fue para él una noche. No pudodormir. Las horas transcurrían con pasos lentos, como de plomo. Luego,con la aurora, surgió esa oleada de santa expectación: ese hormigueo en lasyemas de los dedos: ese ansia de todo el ser de encontrarse ante el altar deDios y sostener a Cristo en sus manos. La Misa, aquella mañana y muchasotras mañanas después, estuvo rebosante de gozo espiritual. El Cenáculo,el Calvario, el cielo mismo parecían más cercanos; más cercanos que latierra; más próximos, que el altar. También Cristo era real— ¡vivó!—. Casiparecía que la hostia consagrada palpitaba. En cambio, ahora, comocelebrante de sus bodas de oro, lejos de la impaciencia del tiempo y deaquella excitada ansiedad por hallarse ante el altar, sólo sentía una santavacilación, casi un santo temor. Porque ahora—dijo—me doy cuenta deque sostengo en mis manos al Dios vivo.

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Puedes sentirte ganado, a primera vista, por esta confesión y admirara aquel hombre por su aguda comprensión de la majestad de Dios y de lainfinita distancia que hay, y que siempre habrá, entre el Creador y lacriatura. Puede que hasta te sientas tentado de aplaudir su reconocimientode la trascendencia de Aquel que es Dios y la consecuente conciencia de loindigno que es el ser humano de hallarse en presencia de la divinidad. Peroyo te ruego que no te rindas a esa tentación hasta que hayamos pensadoesto concienzudamente y hayamos llegado a darnos cuenta verdadera delcarácter con que encontramos a Dios en la Misa.

La segunda Persona de la Santísima Trinidad es la que te encuentrasen Misa. Es divina. Es «Dios de Dios, verdadero Dios de Dios verdadero»,tal y como cantamos en el Credo de la Misa. Pero no está allí como laOmnipotencia, aunque su Omnipotencia se encuentre allí verdaderamente.Por tanto, nunca debes encogerte ante su poder mientras se ofrece la Misa.Porque el Dios Todopoderoso no se encuentra allí como Todopoderoso.Tampoco debes retroceder ante su majestad infinita, aunque esa, majestadse encuentre allí en toda su infinitud. Tampoco hay motivo para ese temorque se puede sentir en presencia de un juez que va a dictar una sentenciasin apelación. Cristo, que es la Misa, será un día nuestro Juez, pero en laMisa no viene como Juez. Sólo se presenta con un carácter: el de Amante.

En la Misa, tú te encuentras con Dios. No lo olvides nunca. Leencuentras en persona, pero envuelto en la personalidad, si me permitesesta expresión del buen samaritano, del buen pastor o del padre delpródigo. Realmente se encuentra en la personalidad de quien dirigió sumirada de agonizante sobre aquellos que acababan de clavarle los pies ylas manos para sujetarle a aquella espantosa cruz, a aquel patíbulo deignominia y levantando sus ojos en súplica a su Padre le pidió «que losperdonara», diciendo «que no sabían lo que hacían» (Luc 23, 34). Esa es lapersonalidad con que encuentras a Dios en la Misa. Es la de aquel que casiposó su última mirada sobre un ladrón que agonizaba junto a Él y le dijo:«Hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lúe 23, 43). Nunca se hará bastantehincapié sobre la verdad de que en la Misa te encuentras con Dios, pero nohay que dejar de subrayar que con el Dios que no quiso condenar a lamujer hallada en adulterio, perdonó a la Magdalena, afirmó rotundamentehaber venido «para los pecadores» y resumió su misión con estas palabras:«He venido para que tengan vida, y la tengan abundante» (Juan 10, 10).

Siendo éste el carácter con el cual Dios se encuentra con nosotros enla Misa, comprenderás por qué este anciano sacerdote, tu instructor en estemomento, lejos de experimentar mengua alguna de aquella santa

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impaciencia experimentada antes de su primera Misa, de ese desvelo y esaansiedad por ser investido y por tenerle a Él entre sus manos, conoce ahorauna mayor concentración del tiempo. Mi jornada parece tener sólo unahora: la hora de Misa. Cada momento me conduce al encuentro con miDios, o me lleva desde el encuentro de hoy hacia mi encuentro de mañana.Dios es mi vida. Le poseo en la Misa en la forma más tangible posible deeste lado de la eternidad. ¡No es de extrañar, entonces, que la Misa sea mivida!

En cuanto a ti, percátate de que en la Misa no te encuentras a Dioscomo a tu Hacedor, ni tampoco como tu Juez, ni, en cierto sentido, siquieracomo tu Redentor, sino sólo como tu amante. Porque Él es quien dijo:«Con amor eterno te amé» (Jer 31, 3). ¿Quién puede repetir hoy lo que dijohace tantísimo tiempo: «¿Puede la mujer olvidarse del fruto de su vientre,no compadecerse del fruto de sus entrañas? Pues aunque ella se olvidara,yo no te olvidaría. Mira, te tengo grabada en mis manos» (Is 49, 15). Sí, enesas manos que llevan las huellas de los clavos del Calvario, pero queahora resplandecen como soles. Aquí está Aquel que repite con supresencia que irradia amor, lo que en una ocasión puso en palabras en lasparábolas de Salomón: «Dame, hijo mío, tú corazón» (Prov 23, 26). Leencuentras como Aquel que dijo: «Venid a Mí todos los que estáisfatigados y cargados, que, yo os aliviaré» (Mat 11, 28). Ese es el Dios conquien vas a encontrarte, y ése es el carácter con que le vas a ver. El que «teamó hasta la muerte», está aguardando en cada Misa para darte vida con suamor.

¿Crees en el flechazo? Hay quien lo duda, otros lo discuten aún. Hayincluso quien lo niega. Mi propia opinión sobre esta cuestión no hace aquíal caso. Pero lo que sí hace al caso y de lo que estoy absolutamente ciertoes de esto: el amor no puede existir en absoluto si no intervienepreviamente y de alguna manera la vista. Los escolásticos tienen unaxioma sobre ello que dice: Nihil amatum nisi praecognitium, que quieredecir que no puedes amar a alguien a quien no conoces. Pero tú no puedesconocer a alguien a quien no has visto en alguna forma. Por eso el axiomase sostiene. Como todos los demás axiomas, éste está repleto de sentidocomún porque se deriva de la experiencia común. Pero tú puedes ir aúnmás lejos. Tú puedes decir que esta experiencia no sólo está basada en laexperiencia común de los hombres, sino en la revelación pública de Dios,porque Juan, el amado discípulo, escribía en su primera Epístola: «El queno ama a su hermano, a quien ve, no es posible que ame a Dios, a quien nove» (1 Juan 4, 20). Esas palabras no podrían haber sido inspiradas por Dios

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Espíritu Santo si en alguna forma la vista no fuese una necesidad absolutapara poder amar con alguna realidad. Sencillamente, necesitamos poner losojos sobre «el objeto de nuestro amor». Si no los ojos del cuerpo,ciertamente los del alma. Por tanto, si la Misa ha de ser lo que estádestinada a ser, y si tú has de obtener, de ella todo lo que debes obtener,sencillamente, tienes que ver a Dios en ella. Tienes que permanecer cara, acara con Jesucristo. Verle y ser visto por Él. No existe otra posibilidad,porque como la Misa es un acto de amor, el primer requisito del amor, asícomo su primera intimidad es la vista.

«¡Voy a ver a Dios!» Ese es el único pensamiento dominante quedebería existir en tu mente al dirigirte a la Misa. Vas a verle; vas a tratarcon Él; a encontrarle como amante. Como todo verdadero amante, tellevará a Sí para perfeccionarte, para hacerte más semejante a Él. Tetransformará con su amor; te hará santo con su santidad, haciéndote asípresentable y aceptable a Dios Padre. Así llegará a ser su Misa ese«milagroso intercambio». La verdad literal es que será un sacrum facere,«hacer sacro», del cual se deriva nuestra palabra sacrificio.

Con esas verdades ante ti estás en condiciones de ver por qué la Misadebe ser tu vida y tu vida una Misa. Porque el objetivo final y glorioso detu vida y de todo tu vivir es el de ser santo con la propia santidad de Dios;el que seas, no sólo aceptable y presentable a Dios, no en el tiempo exclu-sivamente, sino en la eternidad. La Misa es el manantial de donde brota elagua viva, porque la Misa es el nacimiento de toda la vida santa, ya queJesucristo es la santidad viva. De Él cantamos en la Misa: Tu solussanctus. «Tú sólo eres santo.» Pero tú eres su miembro en ese Cuerpo delcual Él es la Cabeza.

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Siendo esto así, ya ves la razón que tenía nuestro profesor deUniversidad al buscar la manera de santificarse a través, de la Misa.Hablando estrictamente, no existe otra fuente. Ni la vida tiene otrosignificado. Tú y yo fuimos creados para ser santos con la santidad deDios. Si fracasamos en eso, fracasamos en el vivir. Dios nos dio la santidadpor vocación, como nuestra única carrera, como el único éxito duradero denuestra existencia terrena: Ese es el reto, la aventura, la novela destinada acada uno de nosotros, nacidos de Adán y Eva y renacidos de Jesucristo.

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Consecuentemente, sólo «en Cristo Jesús» podemos vivir, movernos ytener un ser verdaderamente real. Y por eso repetimos: Él es la Misa.

Fue este mismo profesor de Universidad quien me incitó a explicarlequé significaba precisamente estar «en Cristo Jesús». No es de extrañarque obtuviese tan poco de la Misa, porque ¿qué puede significar la Misapara alguno de nosotros si no comprendemos claramente que estamos «enCristo Jesús»?

Dios, Espíritu Santo, hizo este magnífico regalo de Dios inteligibleempleando tres figuras que son tan tangibles como tus dedos. La primeraes la de una piedra. En estos momentos nosotros estamos renovandonuestro monasterio de Getsemaní. El patio ha estado lleno de piedrasdurante varias se-, manas. Ayer se subieron algunas de ellas al tercer piso yse colocaron como alféizares en las ventanas nuevas. Y vamos a emplearuna palabra favorita entre los modernos: esas piedras son «funcionales».Están sirviendo a un propósito al que nunca hubieran podido serviryaciendo en el patio. Antes de poder decir que tenían algún valor práctico,necesitaban convertirse en parte del edificio monástico. Antes de ayer estaspiedras no eran más que unos simples trozos de roca aislados. Ahora estánestrechamente relacionados con todas las demás piedras de la obra y, juntocon ellas, forman un edificio que significa mucho para nosotros los monjesy, por consiguiente, mucho para Dios. San Pedro, el primer Papa,dirigiéndose a los primeros cristianos, les dijo que ellos, «como piedrasvivas», estaban «edificados en casa espiritual y sacerdocio santo, paraofrecer sacrificios espirituales aceptos a Dios por Jesucristo» (1 Pedro, 2,5).

Igual que las piedras hechas alféizares se han convertido en partesintegrantes de nuestro monasterio, así los cristianos se integran en Cristo, aquien San Pedro llama «la piedra viva» y «piedra angular». Nosotros, losque estamos «en Cristo Jesús», somos parte de la «casa espiritual» en laque «se ofrecen a Dios sacrificios aceptables». Es tan cierto que nosotroshemos sido hechos uno con Jesucristo, como que ésas piedras han sidohechas una con nuestro monasterio. La analogía es buena, pero San Pedrotuvo que forzar un poco la figura hablando de «piedras vivas». San Pablofue más afortunado en la elección de su imagen. Nos proporciona dos queilustran la frase «en Cristo Jesús» con mucha más claridad para la mayorparte de nosotros.

Primero, la de un injerto. En su carta a los Romanos, San Pablo,hablando a los Gentiles, compara a Israel, el pueblo elegido de Dios, conun olivo. Admite que «algunas de las ramas han sido tronchadas, y dice

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que los gentiles, «como olivo silvestre», han sido injertados en lugar deellas, haciéndose así partícipes de la pinguosidad del olivo, no han deengreírse contra las ramas» (Rom 11, 17). Naturalmente, Cristo es «la raízy la riqueza» y San Pablo insiste sobre todo en que los gentiles recuerden«que no son ellos quienes alimentan las raíces, sino que la raíz les alimentaa ellos». ¡Qué ejemplo tan vivo resulta éste para quien ha visto un injerto olo ha practicado! La vida del árbol en que se hace el injerto sube desde lasraíces, penetra en el injerto, y no sólo lo aviva, sino que lo transforma demanera que se convierte en una parte viva del árbol. Lo mismo nos ocurrea los cristianos que, a través del Bautismo, hemos sido injertados en CristoJesús. Nosotros vivimos con su vida. Nos convertimos en partes vivas desu Ser vivo.

El Apóstol emplea un lenguaje metafórico para expresar la realidad,pero la realidad que describe no tiene nada de metafórica. Nosotrosestamos en Cristo Jesús. En lugar del ejemplo de la rama, puede resultarmás comprensivo el de la raíz que absorbe del suelo minerales sin vida ylos transforma en sustancia viva, elevándolos así a una existencia quenunca habrían conocido si las raíces no los hubiera absorbido. Jesucristo es«la Raíz de Jesé». Mediante su sacramento del Bautismo, nos alcanza anosotros, tan inanimados como los minerales de la tierra en cuanto a lavida de Dios concierne, y nos transforma y nos eleva al hacernos vivir consu propia vida divina. Eso es lo que significa «estar en Cristo Jesús».

El mayor ejemplo es, desde luego, él que da San Pablo en muchas desus Epístolas: el del cuerpo, «Por que así como siendo el cuerpo uno tienemuchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, con ser muchos, sonun cuerpo único, así es también Cristo… Y todos, ya judíos, ya gentiles, yasiervos, ya libres, hemos bebido del mismo Espíritu... Vosotros sois elCuerpo de Cristo y cada uno en parte» (1 Cor 12, 12-14, 27).

No hay duda de que ese ejemplo lo aclara mucho, puesto que cadauno de nosotros tenemos un cuerpo con muchos miembros, y no sólodecimos que cada miembro es nuestro, sino que, en cierta manera, cadamiembro es nosotros porque vive con nuestra vida y nosotros vivimos enél. «Así también es el Cristo». O como lo expresaba San Pablo cuandoescribía a los Gálatas, «ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí» (Gal 2,20).

Pero aún más que los ejemplos dados por San Pedro y por San Pablo,prefiero el que nos da el propio Cristo. En la misma noche en que instituyóla Misa, Cristo nos da, si no el más claro, sí indudablemente el másinolvidable de los ejemplos. «Yo soy la vid.—dijo—, vosotros los

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sarmientos. El que permanece en Mí y Yo en él, ese da mucho fruto,porque sin Mí no podéis hacer nada... En esto será glorificado mi Padre, enque deis mucho fruto» (Jn 15, 5-8).

Tú sabes bien por qué se seca el sarmiento cortado; no tiene en sí lavida de la vid. ¡Qué lección para la vida y qué lección para el verdaderovivir representa ante nosotros los cristianos! Si queremos vivir, tenemosque agarrarnos a la Vid. Si queremos vivir vidas fructíferas necesitamos lasantidad de Cristo circulando por nuestras venas de un modo tan real comola savia de la vid circula por los sarmientos. Hemos de vivir «en CristoJesús» y «estar vivos para Dios» con la vida misma de Jesucristo.

¿Dónde podremos hacerlo con más seguridad que en la Misa, en laque nos encontramos con Él, que «es el solo Santo», y encontrárnoslocomo ese amante dispuesto a darnos su amor en forma de vida?

Se ha dicho que los caminos de Dios son «inescrutables». Eincuestionablemente, lo son en muchos aspectos. Pero en esta cuestión dela santidad, para el pueblo de Dios existe una unidad de revelación que leproporciona una transparencia cristalina. Porque leemos en el Levíticocómo habló Dios a Moisés, y a través de él, al pueblo que conducía haciala Tierra de Promisión. Le dijo: «Seréis santos porque yo soy santo» (Lev11-44). Esa orden sólo vino después de que Dios eligió a aquél para supueblo y de hacer un pacto con él. «Si oís mi voz y guardáis mi alianza,vosotros seréis mi propiedad entre todos los pueblos—dijo el Señor—,pero vosotros seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación santa.» Elpueblo aceptó el convenio: «Nosotros haremos todo cuanto ha dicho Yavé»(Ex 19, 5-3).

La misma orden y, prácticamente hablando, el mismo convenio, losvolvemos a. encontrar en el Nuevo Testamento, pues en la que bien puedellamarse la primera de todas las encíclicas papales, San Pedro escribía:«Conforme a la santidad del que os llamó, sed santos en todo, porqueescrito está: Sed santos porque santo soy yo» (1 Pedro, 1, 16). Entonces, elprimer Papa dio el ejemplo ya mencionado al exhortar a los primeroscristianos: «A Él habéis de allegaros como a piedra viva... Como piedrasvivas sois edificados en casa espiritual y sacrificio santo... Sois linajeescogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido para pregonar elpoder del que os llamó de las tinieblas a su luz admirable» (1 Pedro, 2, 4-9). Luego señalaba a la Fuente de esta santidad y de ese sacerdocioapuntando a Cristo y a su Misa al decir:

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«Llevó nuestros pecados en su Cuerpo sobre el madero, para que,muertos al pecado, viviéramos para la justicia, y por sus heridas hemossido curados» (1 Pedro, 2, 24).

San Pedro era muy explícito, pero San Pablo fue más rotundo. Casitodas sus Epístolas comienzan con alguna alusión al hecho de que suslectores han sido llamados por Dios a la santidad «en Cristo Jesús», y quesólo «en Cristo Jesús» pueden responder a^ esa llamada. Los romanos,corintios, gálatas, efesios, filipenses, colosenses y tesalonicenses leyerontodos cómo «antes de la fundación del mundo» habían sido elegidos porDios «en Cristo Jesús» para hacerse santos; que en Él, y a través de Él,eran llamados a ser santos.

Lo que Moisés anunció antiguamente a los judíos, lo que Pedro yPablo proclamaron a los primeros cristianos, se nos ha dado a conocer anosotros, hombres del siglo xx, por cada uno de los vicarios de Cristo en latierra en esta centuria. Ellos nos han hecho saber que el único plan de Diosfue concebido «antes de la fundación del mundo», esto es, «en la plenitudde los tiempos, reuniendo todas las cosas, las de los cielos y las de latierra» (Ef 1, 10,): la santidad de Dios. Por tanto, hemos escuchado elmandato de Dios: «Sed santos como Yo soy Santo.»

Esa es la orden que hace la Misa para nosotros, tan importante comoel aire que respiramos, la sangre que corre por nuestras venas, el alma queanima nuestros cuerpos, pues, a través de la Misa, en la Misa y por laMisa, nos convertimos en santos con la santidad de Dios.

Pero es preciso comprender que para ser auténticamente santo hayque ser valiente; muy valiente. Porque no sólo no se ha de temer el fuego,sino que es preciso ansiar ser consumido por él. No existe otro camino,porque nuestro Dios es Fuego.

Fue singular la. penetración del cardenal Newman cuando, orandopor la santidad, se volvió a Cristo diciendo: «Inunda mi alma con tuEspíritu y tu Vida; penetra y posesiónate de todo mi ser tan por completoque mi vida entera no sea más que un destello de la tuya; resplandece através de mí y permanece en mí de manera que todas las almas con las quetenga contacto puedan sentir tu presencia en mi 'alma; que levanten la vistay ya no me vean a mí, sino sólo a Jesús. Quédate conmigo y entoncesempezaré a resplandecer como Tú resplandeces, a brillar hasta convertirmeen una luz para los demás; esta luz, ¡oh Jesús!, será enteramente tuya, nomía; serás Tú, resplandeciendo sobre los demás a través de mí.»

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Esto te proporciona una excelente idea de lo que es la santidad, pues,para ser exactos, nuestra santidad consiste en una unión amante con Dios através de Cristo Jesús. Por tanto, el verdadero vivir cristiano es un contactopermanente con la divinidad, un cultivo constante y consciente de laintimidad con el Infinito. Significa, literalmente, que penetramos en eluniverso de la propia santidad de Dios. De ahí la necesidad de valor.Porque la santidad de Dios es la llama—la llama viva del Amor.

Se dice «que el niño quemado teme, el fuego». Esto nunca podrá sercierto del Hijo de Dios ni de su actitud con respecto al fuego de lasantidad. Mira a Moisés. El se encontró con Dios. Al principio fue elfuego. Una zarza ardiendo atrajo su atención. Se aproximó para comprobarcómo era posible que ardiese sin consumirse. Al acercarse, escuchó que leordenaban descalzarse, porque estaba en tierra sagrada. ¿Qué era lo quehacía qué aquella tierra fuera sagrada? La presencia del Santísimo Dios,«el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob» (Ex 3, 4). Dios estaba en aquelfuego «que ardía sin consumirse». Pero el fuego no era Dios. Sin embargo,en el Deuteronomio, se nos dice que nuestro Dios «es un fuego abrasador»(4, 24). Y en É1 hemos de prendernos antes de poder ser santos con lasantidad a la que Él nos llama y que su Hijo hizo asequible para nosotros através de su Misa y en su Misa.

Moisés volvió a encontrarse con Dios en el Sinaí y de nuevo erafuego. También fue en el fuego donde muchos de los profetas encontrarona Dios. Por ejemplo: Ezequiel, mientras se hallaba sentado junto a lasaguas de Quebar, se vio envuelto en un torbellino, y cuando miró vio aDios flameante en su centro. Incluso en la tan celebrada visión de Isaíashay fuego. Pues cuando este profeta vio al Señor sentado sobre un tronoalto y elevado y su séquito llenando el templo, también vio a los serafinesy escuchó sus cánticos de alabanza que explican la naturaleza misma deDios: «Santo, Santo, Santo.» Entonces él se lamentó por tener los labiosimpuros. Pero uno de los serafines voló hacia él con una brasa encendidatomada del altar, y le purificó los labios. Por tanto, ante Dios, que es un«fuego abrasador», y la santidad subsistente, hay un altar con fuego.

El fuego es sólo una de las formas en que se nos representa lasantidad de Dios, pero probablemente es la más persistente en ambosTestamentos. Todo lo prefigurado en el Antiguo Testamento alcanza suculminación y su plenitud cuando llega Cristo, «el ardiente Verbo de Dios»(Sal 13, 42). Juan el Bautista prometía que el Cristo de Dios bautizaría «enel Espíritu Santo y en fuego» (Luc 3, 16). El mismo Cristo nos dice que havenido a «incendiar» (Luc 12, 49). ¿Qué fuego es éste sino el fuego del

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Amor y de la Santidad? Él envía á su Espíritu Santo, el Espíritu del Amorsobre sus Apóstoles; Y le envía en la forma de «lenguas de fuego»(Hechos 2, 3). Y la última forma en que vemos a Cristo en el Apocalipsises con el Espíritu Santo refulgiéndole en los ojos. -

Por eso, si hemos de ser santos, no sólo hemos de aproximarnos aeste Dios, que es un fuego que consume, a este Cristo que vino a incendiar,a este Espíritu que cayó en forma de llama, sino que en alguna manerahemos de ser transformados en ellos a través de ellos. Eso es la santidad ynada más.

Claro que hablamos en sentido figurado. Pero ¿existe otra manera dehacer más clara esta verdad? La santidad es nuestra vocación «en CristoJesús». Por tanto, hemos de ser transformados en Él... Y tomamos la figurade la llama, porque entre todos los elementos inanimados éste es el queestá más cerca de la vida. Realiza la mayor parte de las cosas que nosotrosasociamos con la vida: se mueve, asimila, transforma. Toma la materiacombustible y la hace «vivir» con su «vida».

Habrás contemplado cómo una llama se apodera de un leño. Es unaexperiencia fascinante, casi cautivadora. La encantadora movilidad de lallama, azul y dorada, lame los costados del leño, que puede ser de un tonoparduzco, un tocón feo y con escamas. No parece existir ninguna clase deafinidad entre los dos: la llama parece toda vida, encanto y actividad; eltronco parece completamente muerto, quieto, casi inmóvil. Conformeobservas, irás viendo la transformación que se va operando. No tardarán enbrotar del tronco, salpicadas, pequeñas lenguas de fuego. Luego, ese brillodorado y azul irá creciendo y creciendo hasta envolver completamente alleño. Por último, el leño y la llama acaban haciéndose una sola cosa. Se haoperado una transformación total. Es como si lo muerto hubiera cobradovida; como si la fealdad se hubiera embellecido; como si lo inerte yaparentemente inmóvil estuviera ahora en continuo movimiento,proporcionando hermosura al mismo tiempo que calor y bienestar.

Esto es algo así como un símbolo de lo que se opera en el hombre porla acción de Dios, que es Fuego y es Llama. Esto proporciona una ideamuy vivida de lo que significa hacerse santo. Significa que hemos de sertomados por Dios—el Santo de los santos—y ser cambiados por Él,transformados por Él, rehechos por Él y, esta vez, mucho más parecidos aÉl.

¿Cómo sucede esto? No. nacimos santos. Nosotros no podemoshacernos santos a nosotros mismos. Y, sin embargo, o nos convertimos en

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santos o fracasamos en la única finalidad de nuestra existencia. La Misa esla respuesta, la única respuesta. Porque la Misa es Cristo y Él solo esSanto. Pero antes de que esa respuesta llegue a producir mella en nosotros,tendremos que pasar revista a unas cuantas verdades fundamentales. Laprimera de todas, que Dios nos hizo. La segunda, que siendo un Diosinfinitamente sabio, tuvo un propósito al hacemos. Siendo un Diosprovidente, tenía un plan según el cual nosotros podríamos llegar aalcanzar ese propósito.

He de disculparme por presentar estos hechos básicos como si nohubiera otros hechos mirando; nos casi desorbitadamente, obligándonosasí a detenernos en lo que a muchos parecerá obvio. He aquí algunos deesos hechos...

La inseguridad es el sello del hombre moderno. ¿Por qué está taninseguro? No señaléis a la desintegración del átomo ni a los casi mágicosIBM. No citéis la última línea amenazadora de los rojos. Estas cosaspodrían contribuir a la inseguridad si los hombres fuesen máquinas o situviéramos aquí «una ciudad duradera». Pero ¿cómo puede existir lainseguridad en la vida de quien sabe que ha sido hecho por Dios y paraDios; «que no tiene aquí una ciudad perdurable, sino que busca la que hade llegar», que la vida es un vendaval y la eternidad el mañana? ¿Cómopuede existir la inseguridad para quien posee un mapa detallado de la vida,un mapa en relieve, que muestra claramente los terrenos que ha deatravesar, señalando siempre en rojo, con toda claridad, los caminosseguros que debe tomar para llegar a su destino sano y salvo?

Sin embargo, la inseguridad nos rodea por todas, partes. Se la ve en lavida, en la literatura, en la escena y en la pantalla. La atmósfera mismaparece estar saturada de ansiedad, de desasosiego, de un miedo paralizante.Pero no hay necesidad de nada de esto. Lo único que ha de hacer elhombre moderno—ya sea joven, maduro o anciano—es contemplar aCristo y a su Misa. Él es el camino. Los que están «en Él» afrontan elfuego devastador de las bombas con el fuego constructivo del amor; ladespersonalización de la Cibernética, asumiendo el papel y la«personalidad» de la segunda Persona de la Santísima Trinidad; oponiendoa lo pasajero de la tierra y de todas las cosas terrenas la eternidad de lagracia y de. Dios. Lo tienen todo «en Cristo Jesús». Pero tienen «quevestírselo». En otras palabras, tienen que convertirse en santos con lasantidad de Dios, y. pueden hacerlo en la Misa, a través de la Misa y por laMisa.

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Lo que todo hombre necesita es un principio fundamental que integrela vida y preste significado a todo el vivir. Ese principio no es difícil de ha-llar. En realidad, podríamos seguir el más profundo dinamismo de nuestrocorazón y estar a salvo. Pero no es preciso; porque Dios, que puso ese di-namismo en nuestro ser, ha aclarado y especificado con todos losparticulares la forma en que este dinamismo debe funcionar, noproporcionándonos un plan detallado que seguir, sino proporcionándonosuna Persona a quien amar y volvernos como ella. Cristo vino a la tierra porun propósito definido: para realizar el acto de amor que llamamos Misa.Nosotros, los cristianos, no nos encontramos en la tierra con ningún otroobjeto final. Nuestras vidas han de ser un acto de amor para Dios. Ese actopodemos realizarlo perfectamente en la Misa, por- que, como tanbellamente expresa el final del canon, es allí donde por Cristo y con Cristoy en Cristo Jesús damos a Dios todo honor y toda gloria.

La gloria de Dios es el motivo de la venida de Cristo. La gloria deDios es el motivo de que tú y yo existamos. Recibimos el ser y ese ser senos conserva con un solo propósito final: glorificar a Dios. Ese es elprimero, el fundamental y el propósito final de nuestras vidas y de todonuestro vivir. Eso es cierto, ya vivamos esas vidas en el tiempo o en laeternidad. Sin embargo, en la eternidad no tendremos ninguna dificultadpara funcionar debidamente. O bien daremos gloria a Dios perfectamentecomo santos suyos, o bien la tomará de nosotros como lo hace de losángeles que cayeron y fueron condenados. Pero mientras estemos en eltiempo, siempre existirán el peligro y la dificultad sobre la entrega quehemos de hacer a Dios de lo que le es debido, siendo lo que fuimoscreados para ser. Por eso es tremendamente importante estar «en Cristo.Jesús».

Al final de cada salmo, de cada himno, de cada oración en el coro, losmonjes nos inclinamos en adoración y entonamos una doxología.Alabamos a Dios Padre, a Dios Hijo y a Dios Espíritu Santo. Damos gloriaa cada una de las Personas de la Santísima Trinidad. Tanto para mí comopara la mayor parte de los monjes, este cántico no es sólo el epítome detodo el oficio canónico, sino que especifica el propósito del monaquismo yde cada monje en particular. No podría contar las veces en que, después dehaber cantado Gloria Patri et Filio et Spiritui Sancto... Y me heincorporado de mi postura de adoración diciendo para mis adentros: «Estosí que es colmar el propósito de la existencia. Esto es vida. Esto esverdaderamente vivir. Para esto me dio Dios el ser: para, ser una doxologíaviva y palpitante.»

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Y hasta cierto punto tenía razón, pero no del todo. Cierto que hemossido creados por Dios para ser doxologías animadas. Pero no es en el coroni a través del coro como realmente nos convertimos en tales, sino sólo enCristo y a través de Cristo. Y aunque es cierto que el Oficio Divino del díaestá dirigido hacia la Misa del día, solamente en la Misa podemosconvertirnos en aquello para lo que hemos sido creados. Porque en la Misaentramos más plenamente en Aquel que es el Splendor Paternae Gloriae(Esplendor de la gloria del Padre). Y podemos decir con un especialsignificado per Ipsum, et cum Ipso et in Ipso (podemos acentuar lo de inIpso), est Tihi Deo Patri Omnipotenti in unitate Spiritus Sancti, omnishonor et gloria.

¡En qué forma aclara la Misa la vida y específica la naturaleza de lasantidad que debemos adquirir mientras vivimos en la tierra! Con dema-siada frecuencia pensamos en la santidad en términos de moral. Unhombre o una mujer son considerados santos si se sabe que guardan losMandamientos de la Ley de Dios. Contemplamos el Decálogo como fuentede santidad. El Decálogo no nos convertiría nunca a ninguno en una deesas «doxologías animadas» que es el fin primordial de nuestras vidas. Lomoral es un efecto, no una causa de santidad. Porque, tal y como hemosllegado a comprender, la santidad es una cualidad ontológica que nos esconcedida por Aquel que es supremamente santo, únicamente santo,absoluta y esencialmente santo, completamente distinto de nosotros aquienes, sin embargo, Él concede una participación en su santidadhaciéndonos, como dice San Pedro, «copartícipes de la divina naturaleza»(2 Pedro, 1, 4). Fue Cristo quien nos alcanzó esta concesión, y la alcanzó através de su Misa. Y en ninguna parte estamos más «en Cristo Jesús» de loque estamos en Misa.

Fuimos colocados «en Cristo Jesús» por el Bautismo. Aquelmaravilloso Sacramento, selló nuestro nacimiento. Pero no basta nacer; espreciso crecer. Igual que un niño humano ha de crecer y crecer para poderser hombre, así nosotros, los cristianos, hemos de crecer para llegar a serCristo. Esa es la exaltada y exultante realidad de nuestra existencia. ¡Quéaterrador y qué decepcionante hubiera sido si Cristo no les hubiera dicho asus apóstoles, el decimocuarto día del mes de Nisan: «Haced esto enmemoria mía!» (Luc 22, 19). Con esas palabras nos entregó los mediospara hacernos cada vez más parecidos a Cristo. ¿Se pronunciaron jamáspalabras más significativas?

Cierto día, en una de nuestras ciudades occidentales, un periodistacallejero puso un micrófono ante un joven que pasaba y le preguntó:

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— ¿Cuáles considera usted que fueron las palabas más importantesque haya pronunciado jamás un hombre?

El periodista llevaba casi una hora haciendo esta misma pregunta alos transeúntes. Desde luego, eran muy variadas las respuestas que habíarecibido. Pero poco esperaba él y los que escuchaban la profunda respuestaque iba a recibir. El joven desconocido echó una 'mirada al reportero, otramirada rápida al «micro», y sin la menor vacilación, contestó:

—Este es mi Cuerpo. Esta es mi Sangre...

Y siguió adelante sin volver la cabeza.

Una respuesta fenomenal, ¿verdad? ¡Qué presencia de ánimo la deaquel joven! Sin embargo, cuando meditas sobre el propósito de la vida yél significado de tu existencia individual puedes llegar lentamente asospechar que, en cuanto a ti, Cristo ha pronunciado otras palabras máspersonales y más significativas que aquellas palabras milagrosas queefectuaron la primera transubstanciación del pan y del vino en su Cuerpo yen su Sangre. Porque ¿cómo podrías llegar a ser santo con la santidad deDios, cómo podrías acaso adorar con un acto digno de tu Dios, cómopodrías llegar a ofrecerte, como «sacrificio aceptable» a Dios si Cristoaquella misma noche y durante la misma Cena no hubiera proseguidodiciendo: «Haced esto en memoria mía?» Si Cristo no hubiera hechoposible la Misa para nosotros nunca podríamos responder al ruego de SanPablo a los Corintios: «Reconciliaos con Dios. A quien no conoció elpecado, le hizo pecado por nosotros, para que en Él fuéramos justicia de.Dios» (2 Cor x 5, 20-21). ¿Dónde estamos más «en Él» que en la Misa?

Teniendo esto presente, puedes apreciar lo que dijo Bossuet en unaocasión: «No existe en el universo nada más grande que Jesucristo, y nadaen Jesucristo más grande que su sacrificio, y nada en su sacrificio másgrande que aquel último suspiro y el precioso instante en que se separó suadorabilísima alma de su adorabilísimo Cuerpo.» Esa fue la descripciónretórica que aquel obispo francés dio de la Misa de Cristo.Indudablemente, tendría presente lo que la Teología enseña como esenciade la Misa, la doble consagración que tan dramáticamente simboliza lamuerte de Cristo. Y su descripción es excelente. Pero si agradecemos aDios que padeciera la muerte por nosotros, tenemos que agradecerlemucho, aunque reuniera aquella adorabilísima alma con aqueladorabilísimo Cuerpo, haciendo aquel «instante precioso», tan bien des-crito por Bossuet, inacabable, aun cuando en una representación diferente.

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Cristo hizo todo esto resucitando de entre los muertos. También lohizo diciendo a sus apóstoles y a sus sucesores a través de ellos: «Hacedesto en memoria mía.» Porque con esas palabras instituyó tanto elsacerdocio cristiano como el sacrificio cristiano, sin el cual estemaravilloso mundo nuestro sería, desde luego, «un valle de lágrimas», tú yyo vagabundos en un desierto sin agua, y todas nuestras cualidades, porestupendas que fuesen, meras cenizas al viento. Pues si Blaise Pascal teníarazón al decir que «fuera de Jesucristo, no sabemos lo que es la vida, ni lamuerte, ni Dios, ni nosotros mismos», hubiera sido más exacto diciendo:«A menos que se esté «en Cristo Jesús», ni se vive ni se muere ni seencuentra a Dios ni se es uno mismo.»

Los hombres de nuestro tiempo están realizando descubrimientosfabulosos, alcanzando metas que en tiempos se tuvieron por sueños yquimeras, conquistando dominios considerados fuera del alcance humano.Pero ¿qué son todas sus consecuencias, todas sus posibilidades,invenciones y descubrimientos comparados con lo que tú puedes hacercumpliendo ese mandato de Cristo en lo que a ti concierne: «Haced esto enmemoria mía?»

En su breve reinado papal, el difunto Juan XXIII consiguió cambiartotalmente la atmósfera de la cristiandad llenándola de un alientoprometedor para el ecumenismo que tan vigorosamente propagaba.Derrumbó barreras alzadas durante siglos y que muchos considerabaninexpugnables. Indudablemente, en este siglo de Pontífices notables, élresultó ser uno de los más notables. Y, no obstante, si hubiera logrado, nosólo reunir la cristiandad, sino convertir el mundo a Cristo; si de prontohubiera sido dotado por Dios con el poder suficiente para cumplimentarcada sección de su encíclica magistral Pacem in Terris y traer la verdaderapaz con justicia a nuestro mundo en pugna, borrando para siempre laamenaza nuclear—comparada por muchos a la espada de Damocles, quesabemos pende de una hebra cada vez más delgada—; si hubiera logradoque las naciones se despojaran de sus arsenales de bombas desarmándoseverdaderamente, todo ello no habría sido nada comparado con lo que hacíatodas las mañanas en la intimidad de la capilla papal mientras se revestía,con las vestiduras como el sacerdote más sencillo y decía lo que todos lossencillos sacerdotes dicen por todo el mundo: Introibo ad altare Del (Meacercaré al altar de Dios), y ofrecía la Misa.

Esto no es retórica. Es realidad. Por ello, bien puedes preguntarte loque tú habrías sido, lo que habría sido de ti sin Cristo y su Misa.

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El decimotercero capítulo de la primera epístola a los Corintios esconocido como un himno de amor. Es uno de los más hermosos pasajes detoda la Escritura. Se ha citado una y otra vez, y seguirá siendo citado enadelante. Pero para que este primer capítulo quede perfectamente enfocadoante tus ojos, para darte la comprensión más clara de lo que la Misa esverdaderamente y de lo que significa para ti, vamos a tomar la palabra«amor» de las líneas de San Pablo y sustituirla por el nombre de Aquel quees el Amor—y que fue la Misa—, y que, entonces, este famoso capítulodiga así:

«Si hablando lenguas de hombres y de ángeles no estoy enCristo Jesús, soy como bronce que suena o címbalo que retiñe. Y siteniendo el don de profecía y conociendo todos los misterios y toda laciencia y tanta fe que trasladase los montes, si no estoy en CristoJesús, no soy nada.

Y si repartiera toda mi herencia y entregara mi cuerpo al fuego,no estando en Cristo Jesús, nada me aprovecha.

El que está en, Cristo Jesús es paciente, es benigno; no esenvidioso, no es jactancioso, no se hincha; no es descortés, no esinteresado, no se irrita, no piensa mal; no se alegra de la injusticia, secomplace en la verdad; todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera,todo lo tolera.»

Volviendo a tomar prestado el texto de San Pablo, utilizamos lo queél empleó como prefacio para ese-magnífico himno de amor y de alabanza,como clímax para esta señalada alabanza de Cristo que tanconcluyentemente prueba que, en verdad, Él es nuestra vida, nuestrocamino y nuestro todo. Decimos «estad ansiosos por poseer ese don másprecioso que todos los demás».

Acabamos de señalar cuál es el don: la vida «en Cristo Jesús». Nuncaviviréis en Él más plenamente ni más fructíferamente que viviendo en Élconscientes de su Misa. Porque en la Misa es donde se encuentra a Cristocomo sacrificio, como sacrificante y sacrificándose. También es en la Misadonde te encontrarás a ti mismo tal y como eres y como lo que siempre hasde ser: el sacerdote que ofrece, la víctima que es ofrecida y el sacrificioque está siendo ofrecido. Porque en la Misa estás «en Cristo Jesús» paraser y hacer lo que Él es y lo que Él hace.

Por tanto, no has sacado de la Misa el provecho que debías, porque,probablemente, no llegaste a comprender que la Misa es un acto de amor,

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de Dios y tuyo; que la Misa es el admirabile commercium—ese milagrosointercambio—que cambia toda la vida; que en la Misa el Dios Hijo secoloca en tus manos para ser ofrecido a Dios Padre en unión con DiosEspíritu Santo como honor perfecto, alabanza, gloria, y tú te colocas en lasmanos de Dios, «en Cristo Jesús», para ser ofrecido a la Cabeza de Diospor el mismo sublime motivo.

Si hasta ahora no te has hecho tan santo a través de la Misa comodeberías haberte hecho, tal vez sea porque no comprendías que la santidades una participación en la naturaleza misma de Dios, que puede obtenersesólo en Él y de Él, que participó en nuestra naturaleza humana y seconvirtió en manantial de santidad para los hombres haciéndose Corderode Dios al ofrecer su Misa, y haciendo posible para ti el ofrecer a Él y a tiesa misma Misa única.

Sacarás más y más fruto de la Misa, y te harás cada vez más santo através de la Misa, si tratas de estar siempre consciente de la verdad de quela Misa no es algo, sino Alguien, y que tú, como sacerdote, sostienes en tusmanos a ese Alguien para ofrecérselo a Dios, al mismo tiempo que tú,como víctima, te colocas en las manos de Él para ser ofrecido «a través deÉl, con Él y en Él», para que «Dios Padre, en unidad del Espíritu Santo,pueda tener todo honor y gloria».

Bien podría, ser que la mayor parte de tus males brotara del hecho deque nunca has estado lo suficientemente consciente de tu propiosacerdocio.

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CAPÍTULO II

TÚ ERES UN SACERDOTE

«... POR SIEMPRE,

SEGÚN EL ORDEN DE MELQUISEDEC».

Supón que yo te hubiera parado cualquier domingo o día de preceptocuando te dirigías a la iglesia y te hubiera preguntado lo que ibas a hacer.¿Qué hubieras contestado? ¿Habrías mencionado algo sobre tu encuentrocon Dios en Persona, y personalmente? ¿Algo de que tenías una cita con tuAmante? ¿Habrías dicho algo sobre la realización de un acto de amordedicándote a ese «milagroso intercambio»?

Es más que probable que tu respuesta hubiera sido negativa. Pero yoespero que desde ahora en adelante la realidad de la Misa estará tan clarapara ti que no tendrás otros pensamientos predominantes en tu mente niningún otro anhelo palpitando en tu corazón que los de que te encaminas aamar y a ser amado; que te apresuras para encontrarte con Aquel que seentregará a ti con esa totalidad que sólo conoce el amor, y a quien túpuedes entregarte con igual amante abandono.

Si yo te hubiera parado y tu respuesta hubiera tomado una cualquierade las formas habituales, tales como: «Voy a Misa», o «Salgo para oírMisa», o «Voy a asistir a Misa», o «Voy corriendo a la iglesia para estarpresente en Misa», ya tendrías una respuesta a tu primitiva pregunta de porqué no obtienes mayor fruto de la Misa, y por qué no te haces cada vezmás santo a través de la Misa. Porque cada una de esas intencionesexpresadas denotan pasividad, y lo único que no puedes ser en Misa espasivo. El Mandamiento de Cristo fue éste: «Haced esto...» Ordenaba laacción.

Claro que tú desearás objetar y discutir que el mandato de Cristo ibadirigido directamente a los once que estaban en el Cenáculo y, a través deellos, a sus sucesores, los sacerdotes ordenados por la Iglesia. En otras

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palabras, insistirás en que los que reciben este mandato son esos hombresque han recibido el sacramento de las Sagradas Ordenes y tienen el poderde «hacer esto...».

Tu objeción es incontestable si limitas el sacerdocio en la Nueva Leyal poder para consagrar el pan y el vino. Pero ¿tienes alguna prueba parauna idea tan limitada del sacerdocio? No sé si recuerdas todo lo que hemospuesto ante tus ojos referente al pueblo escogido de Dios y que se tratabade un «real sacerdocio» y «una nación consagrada». No sé si recuerdas loque San Pedro decía en la carta que hemos denominado primera encíclicapapal. No sé si recuerdas todo lo que San Pablo enseñaba en sus cartas alos romanos y a los hebreos. De estas inspiradas páginas de la SagradaEscritura se desprende que «todo el pueblo de Dios» posee una forma desacerdocio. Tú perteneces al «pueblo de Dios». Por tanto, significarámucho para ti y. para tu actitud hacia la Misa, que estudies profundamentetu oficio en la Nueva Ley y su función. Me he atrevido a titular estecapítulo «Tú eres un sacerdote» y a añadir las líneas que se encuentran enel Salmo 109, «según el orden de Melquisedec». Y para que este nombreno te intrigue te diré que Melquisedec fue el rey de Salem que ofreció elpan y el vino. ¿Es preciso acentuar la analogía?

Tú eres sacerdote... Por tanto, sales todos los domingos y fiestas deguardar hacia la iglesia para cumplir con tus funciones sacerdotales, paraejercer tu obligación sacerdotal, para ejercer tu sacerdotal privilegio. Túvas a ofrecer la Misa. Esa es la única respuesta adecuada a la pregunta queyo te he hecho supuestamente, porque el ofrecer la Misa es propio delsacerdocio. Pero si hay algo que un sacerdote no puede hacer mientrasofrece la Misa es estar pasivo. Comprender tu papel como sacerdote puedecambiar para siempre tu actitud, no sólo hacia, la Misa, sino hacia la vidaentera. En verdad, cambiará para ti el universo al proporcionarte, comocentro de tu mundo, tu «estar en Cristo Jesús».

¿Cómo es posible que algunos párrocos de buena voluntad puedanconsiderar a sus congregaciones dominicales «aburridas»? Esa palabratiene una estridencia que me pone los nervios de punta. ¿«Aburridas»estando casi cara a cara con Dios?

¿«Aburridas» mientras están sentados en el Cenáculo con Jesucristo?«¿Aburridas» mientras se encuentran con María y con Juan al pie de laCruz de la que pende la redención del mundo? ¿«Aburridas» mientrascontemplan al Cordero del Apocalipsis, «en pie», como degollado?¿«Aburridas» mientras oyen a los «ancianos» ante el trono y escuchan lacelestial liturgia? ¿«Aburridas» mientras están siendo amadas hasta la

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muerte, y hasta la vida por Dios mismo? Sin embargo, una de las últimasdescripciones de cierta congregación dice así: «... los niños se impacientan,los jóvenes charlan, los hombres esperan que termine y las mujeres miranlos vestidos de sus vecinas. Todos se aburren.»

Pío XI apunta la causa de este «aburrimiento» al decir que los fielesadoptan la actitud «de espectadores silenciosos y despegados». La curapara ese «aburrimiento» nos la da su sucesor, Pío XII, que escribe: «Portanto, es deseable que todos los fieles se percaten de que participar en elsacrificio eucarístico es su principal obligación y su dignidad suprema».Tampoco te deja a oscuras este Pontífice en cuanto a la manera en que hasde «participar», pues prosigue diciendo: «... no de una manera negligente einerte, siendo ocasión de distracciones y divagaciones, sino con unasinceridad y una concentración tales que puedan estar unidos todo lo másposible al Sumo Sacerdote... y juntos con Él... y a través de Él..., y enunión con Él, hacer ellos su propio ofrecimiento de sí» (Mediator Dei,núm. 80).

¿Que de dónde saca este sabio Pontífice su idea sobre tu «principalobligación y suprema dignidad»? Pues del hecho, tan poco conocido, deque Dios te ordenó sacerdote en el Bautismo. Sí; lo mismo si eres hombreo mujer, convertido o católico desde la cuna, casado o soltero, seglar oreligioso, joven o viejo, culto o ignorante, eres un sacerdote de Dios,porque en tu alma inmortal fue estampado «el signo sacramental», queseñala y señalará siempre los rasgos sacerdotales del Unico Sacerdote delNuevo Testamento: Jesucristo.

Con demasiada frecuencia pensamos en el Bautismo sólo como unsacramento que nos libra del pecado original y de cualquier pecadopersonal que hayamos podido cometer antes de recibirlo. Claro que e}Bautismo hace esto. Pero hace mucho más aún. Tampoco es suficientequedarse satisfechos con-las explicaciones que dan usualmente los ca-tecismos sobre los efectos de este maravilloso sacramento. Porque aunquesea mucho lo que dicen, podrían decir mucho más. Muchos te hablarán de«haber renacido del agua y del Espíritu Santo y, por consiguiente, fie habersido hechos hijos de Dios, herederos del cielo, coherederos con Jesucristo.Seguirán hablando de la infusión de la gracia santificante y sacramental,hablarán de las virtudes morales y teologales que nos han sido concedidas.Incluso se detendrán en el hecho de que estamos habitados por las tresdivinas Personas. Pero ¡qué pocas veces se dirá que hemos sido hechossacerdotes! Sin embargo, este efecto del Bautismo ha sido reconocido yenseñado como verdad desde el principio.

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Ya has visto qué la Escritura está llena de esta enseñanza, pues tantoel Antiguo como el Nuevo Testamento dicen cómo Dios eligió a su pueblopara que «fuese una nación de sacerdotes». Ahora echa una rápida ojeada ala tradición. Los vicarios de Cristo, desde Pedro hasta Pío XII, lo han repe-tido una y otra vez. El Papa León I lo explica muy sucintamente al decir:«El Bautismo es la gran ordenación de los seglares» (Sermón IV). Hoy,casi nunca oímos llamarle «ordenación», pero cada vez con más frecuenciaoímos hablar del «sacerdocio de los seglares». La frase no es nueva. Lejosde ello, San Jerónimo, allá en el siglo iv, la empleaba, y en relación con suorigen: el Bautismo. Porque en su Diálogo contra los luciferianos habla«del sacerdocio de los seglares, es decir, del Bautismo» (P1 23, 158, c. 4).Los Padres y los doctores de la Iglesia, tanto en la oriental como en laoccidental, han enseñado esta verdad explícitamente. Ireneo decía qué«todos los justos tienen el orden sacerdotal» (Adversus Haereses 4, 8, 3).Crisóstomo era aún más directo y más concreto. La frase «Tú fuiste hechosacerdote en el Bautismo» es su presentación del hecho en su comentariosobre la Epístola de San Pablo a los Corintios (Homilía 3-PG 61, 417).Agustín, como bien puedes esperar de él, te coloca «en Cristo Jesús», puesera un realista para quien el Cuerpo Místico de Cristo constituía la mayorrealidad del mundo, En su Ciudad de Dios escribía: «Decimos que todoslos cristianos son sacerdotes en vista de que son miembros del UnicoSacerdote» (PL 41, 272).

Tu posesión de este maravilloso don de Dios—tu sacerdocio—puedeintrigar al principio, por ello, deja que Santo Tomás de Aquino te diga«que todo el rito de la religión cristiana se deriva del sacerdocio deCristo». En consecuencia, es claro que el -carácter sacramental esespecialmente el carácter de Cristo, con cuyo carácter son comparados losfieles por motivo de los caracteres sacramentales, que no son otra cosa que«ciertas participaciones del sacerdocio de Cristo que manan del mismoCristo» (III, q. 63, a. 3).

El carácter impreso en tu alma por el Bautismo fue un caráctersacramental. Más indeleblemente aún, si esto fuera posible, fue estampadoen ella -mediante la Confirmación. Es más que probable que siempre hayassabido que tenías estos «caracteres» en tu alma. Pero es igualmenteprobable que no supieras exactamente lo que eran y por qué estaban allí.Por eso, escucha a Mathias Joseph Scheeben, que ha sido considerado «elmayor genio entre los teólogos del siglo xix». «Todos los caracteres—dicerefiriéndose a los que confieren el “Bautismo, la Confirmación y lasOrdenes Sagradas— nos confieren el poder y la obligación de participar en

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mayor o menor grado en los actos de adoración de Cristo. Sobre todo, elcarácter conferido por las Ordenes Sagradas, permite al sacerdote re-presentar el sacrificio de Cristo. Pero el carácter bautismal permite a todoslos demás si no re-presentar, al menos ofrecer el sacrificio de Dios comosuyo propio, como un sacrificio que muy ciertamente les pertenece a él o aellos por la fuerza de su participación como miembros en el Cuerpo deCristo... Cada carácter nos unge y nos consagra para la participaciónactiva en el sacerdocio de Cristo, ese divino sacerdocio para el cual fueordenada su humanidad mediante la unión hipostática» (2).

«La participación activa en el sacerdocio de Cristo...» Esta es laverdad que tienes que grabar a fuego en tu ser; porque ella te dice conexactitud científica lo que eres y lo que has de hacer en la Misa. Te permitecomprender precisamente aquello a lo que te exhortaba Pío XI en suMisserentissimus Redemptor al escribir: «En el augustísimo sacrificioeucarístico, los sacerdotes y el resto de los fieles han de unir su inmolaciónde tal manera que se ofrezcan a sí mismos como hostias vivas, santas yagradables a Dios... Tienen que concurrir en esta oblación casi de la mismamanera que el sacerdote.» La frase de Scheeben también te permitirácomprender lo que Pío XII quería decir cuando en su Mediador Deiescribía: «Que los fieles aprendan a qué alta dignidad han sido elevados enel sacramento del Bautismo», así como lo que San León el Grande tenía enel pensamiento al exclamar: «Reconoce tu dignidad, oh cristiano... Llevaen tu pensamiento de qué Cabeza y de qué Cuerpo eres miembro».

Puedes preguntarte por qué se te ha hablado tan poco hasta ahora deesta maravillosa prerrogativa tuya. La explicación es historia y puede sermuy luminosa. El hecho es que hace unos cuatrocientos años unos cuantoshombres influyentes tomaron la frase «el sacerdocio de los seglares» y lautilizaron de tal manera que la convirtieron en grito de combate paraaquellos que finalmente se separaron de la Iglesia. Martín Lutero dijo enuna ocasión: «Todos los cristianos son sacerdotes y todos los sacerdotesson cristianos.» Lo cual, en sí, es enteramente cierto, y puede ser explicadoen un sentido perfectamente ortodoxo. Pero Lutero no se detuvo ahí.Prosiguió diciendo: «Anatema a aquel que distinga al sacerdote del simplecristiano.» Ahí verás la astucia y la sutileza de Satán. El pobre MartínLutero había sido conducido a la exageración; y la exageración siemprecontiene error. Nunca demostró ser más cierto el viejo adagio de que «elque prueba demasiado no prueba nada», pues al exagerar el sacerdocio de

2 M. J. Scheeben: Los misterios del cristianismo. Traducción española por el doctorAntonio Sancho. Cuarta edición. Editorial Herder. Barcelona, 1964, págs. 619-621.

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los laicos lo que hacía Lutero era negar todo sacerdocio, ya que negaba elsacerdocio de las Ordenes Sagradas, el sacerdocio que consagra. Por tanto,estaba eliminando la Misa, puesto que ofrecer la Misa es la primera fun-ción del sacerdocio. Pero como no puede ofrecerse ninguna Misa a menosque exista una consagración, negar el sacerdocio que consagra es negartodo sacerdocio. Quita la Misa y ¿qué queda de la auténtica adoracióncristiana? El corazón dé la Iglesia quedaría silenciado. El Cuerpo Místicose pondría muy parecido al cadáver de Cristo en aquel primer ViernesSanto.

Fue contra esta enseñanza contra la que el Concilio de Trento lanzóalgunos de sus anatemas, uno de los cuales fue muy explícitamentedirigido contra aquellos que «osen decir que todos los cristianos participandel sacerdocio, de Cristo en la misma manera». Los teólogos, durante loscuatro siglos siguientes, se contentaron, en su mayor parte, con repetir loque estaba explícito en ese anatema, sin advertir todo lo que de implícitocontiene. El decir que «todos los cristianos no participan del sacerdocio deCristo en la misma manera», es decir que todos los cristianos participan enel sacerdocio en distintas maneras.

Esta fue la verdad que Pío XII enseñó fogosamente durante susúltimos años sobre la tierra. Porque en su Mystici Corporis, encíclica quemarca muy señaladamente el final de una época e indica el comienzo deotra, escribía: «En este acto de sacrificio a través de las manos delsacerdote, cuyas solas palabras han traído al Cordero Inmaculado para queesté presente en el altar, los fieles, con un solo deseo y una sola oración, selo ofrecen al Eterno Padre» (núm. 97).

En esa única frase tienes tres verdades que pueden aclarar tu deber enla Misa, integrar tu vida y despertarte a la posesión de una dignidad tras-cendental que nunca puedes perder. Pío XII enseña, en primer lugar, que túeres un sacerdote, pues sólo un sacerdote puede hacer lo que él dice: ofre-cer la Misa. En segundo lugar, que esto lo haces a través de las manos delsacerdote ordenado, que es el único que ha traído a la Víctima al altar. Entercer lugar, que tu sacerdocio, aunque real, difiere en su función de aquéldel hombre que ha recibido Ordenes Sagradas. Al consagrar, tú ofreces...con él y a través de él.

Esto parece bastante claro, pero hubo entusiastas que exageraron laverdadera enseñanza del Pontífice. Por eso es por lo que en su MediatorDel existen ciertos pasajes que, a primera vista, parecen contradicciones dela explícita verdad enseñada en su Mystici Corporis. Pero Pío XII no secontradecía. Se limitaba a aclarar su anterior enseñanza de tal manera que

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en adelante nadie pudiera exagerarla con la mayor posibilidad de sercreído.

Expuesto en forma abreviada, el Pontífice insistía en cuanto hemosvenido señalando en este capítulo: que el hombre que tiene Ordenes consa-gra; que los bautizados y confirmados sólo pueden ofrecer. Después dedeclarar rotundamente que «el pueblo... no puede poseer el podersacerdotal de ningún modo, esto es, el poder de consagrar», el Papaprocede casi a dar a luz la otra verdad, pues tras de citar a varios Pontíficesanteriores y a algunos doctores de la Iglesia en relación con tu podersacerdotal, se vuelve al propio canon de la Misa y demuestra que tú nuncadeberías permanecer pasivo durante el Sacrificio si quieres ser 10 que eresen realidad, y hacer lo que Dios te mandó que hicieras. Luego concluyesus argumentos diciendo: «... está indicado más de una vez (en lasoraciones del canon) que el pueblo participa también en este augustoSacrificio en cuanto a que ellos ofrecen lo mismo. Y tampoco es paramaravillarse el que los fieles fuesen elevados a esta dignidad. Mediante lasaguas del Bautismo, así como por derecho común, los cristianos sonhechos miembros del Cuerpo Místico de Cristo sacerdote, y por el carácter,que se graba en sus almas, son destinados a adorar a Dios. De este modoparticipan, según su condición, en el sacerdocio de Cristo» (Mediator Dei,núm. 57).

¡Cómo debería estremecernos esta verdad! ¡Cómo debería cambiar laactitud de todos hacia la Misa! Porque una vez te convenzas de que eressacerdote, sabrás con certeza que, aunque te encuentres físicamente fueradel santuario, nunca lo estarás ele la acción que en realidad tiene lugardentro del santuario; que mientras sigues con ojos fijos cada movimientodel celebrante y escuchas con oído atento cada una de sus palabras, no eresmás que un curioso o un oyente. Tú eres siempre, por siempre, unparticipante en los actos, y dices Amén a cada palabra, porque esaspalabras y esos actos son tuyos. San Pío X encarecían todos «no deciroraciones durante la Misa, sino rezar la Misa». Puedes hacer más directaaún la sugerencia de este santo Pontífice y decidirte al mismo tiempo acumplir tu «deber primordial» y expresar tu «suprema dignidad»,«diciendo Misa» siempre.

Esto no significa que hayas de utilizar el misal y decir cada una de laspalabras que dice el sacerdote en el altar. Quiere decir, sencillamente, quehas de desarrollar una aguda conciencia espiritual de quien eres, y ser másfirme cada vez en la comprensión de lo que has de hacer en la Misa. Tú

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ofreces a Dios el Cristo de Dios a través de las manos del sacerdotecelebrante, desde luego, pero el ofrecimiento es verdaderamente tuyo.

Este hecho puede ayudarte a contestar una pregunta que tal vez se haplanteado en tu mente y que seguramente es probable escucharás a los de-más. Si solamente tuvieras que oír Misa, estar presente en la Misa, oasistir a Misa, ¿no satisfaría esta obligación tuya la Misa que vieras yescucharas en la Televisión? Es evidente que ves al sacerdote y susacciones mucho mejor de lo que los ves en la iglesia. No hay duda de queoyes sus palabras con mucha mayor claridad. Entonces, ¿por qué el ver yel escuchar, aunque sea tan claramente, no satisface tu obligación? Porquetú no participas en esa Misa televisada; tú no la ofreces; no puedes estaractivo en ella, porque no eres un miembro de aquella reunión sacerdotalque se encuentra allí con el celebrante, ofreciendo la sagrada Víctima através de sus manos y en unión con él. Naturalmente que podrías ofreceresta Misa televisada espiritualmente; pero no podrías ofrecerla prácti-camente, pues no te encontrarías en condiciones de ejercer con plenitudese sacerdocio que es tuyo. Para conseguirlo, tienes que ser uno de la«congregación» real y físicamente presente allí con el sacerdotecelebrante.

Cuando miramos a una congregación y la vemos como lo que enrealidad es, comprendemos con agradecimiento lo sagrada que es cadapersona bautizada, la maravilla casi increíble del Cuerpo Místico, yadquirimos una conciencia de la proximidad de Dios que casi nos corta larespiración. Toma la descripción del párroco, que ya hemos empleado,mira profundamente a la realidad, y observa cómo cambia el cuadro.

Vio a los niños impacientes. Lo que vio era exacto. Pero miraba sóloa la superficie, a lo externo. Esos niños impacientes son sacerdotes deDios. A pesar de su impaciencia, están verdaderamente ofreciendo a Dios.A pesar de su juventud, están realizando el más grande de los hechos quepuede realizar el hombre. ¿Qué es un vuelo en órbita, una penetración conéxito en Venus, Marte, Saturno o la Luna, comparada con lo que estánhaciendo esos niños impacientes? Ellos van mucho más allá de todas laslunas, las estrellas y los soles, hasta el trono mismo de Dios adonde llegancon la Infinidad en sus manos. Y esto lo pueden hacer porque sonsacerdotes.

Contempla a los jóvenes que el párroco describía como «charlando».Estos jóvenes hacen mal, desde luego, porque deberían estar hablando conDios en lugar de hacerlo uno con otro. Sin embargo, su presencia allí, enaquella asamblea sacerdotal, le dice más a Dios de lo que ellos se dicen en-

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tre sí. Y Dios, que todo lo ve, los ve muy diferentes de como lo hace supárroco, que sólo ve en ellos a «jóvenes que charlan». Dios los ve—y éstaes la verdad de todas, las verdades, no sólo para estos jóvenes, sino paratodos nosotros—, Dios los ve «en Cristo Jesús» y, por tanto, los reconocecomo su Unigénito. Los reconoce como Cristo en su acto sacerdotal, y losama.

Lo mismo puede decirse de los hombres «que están esperando quéacabe» y de las mujeres que «miran los vestidos de sus vecinas». Todasestas personas a quienes el párroco considera «aburridas», son sacerdotesde Dios congregados para cumplir sus funciones sacerdotales. Uno puedesuponer con justeza que este «aburrimiento» no habría llegado aproducirse si los miembros de esta asamblea en particular hubieran estadoconscientes de su sacerdocio. Si hubieran sabido, como Pío XII afirmabaexpresamente que deberían estar conscientes, que «participar en elsacrificio eucarístico es su deber principal y dignidad suprema».

Participar. ¡Cómo necesitamos, meditar sobre esta palabra, y destilarde ella hasta la última gota de su significado! Cuando lo hayamosconseguido, «paladearemos y veremos cuán dulce es el Señor», porque laparticipación activa como sacerdote en el sacrificio de Cristo nos lleva aun contacto tan íntimo, a una unión tan completa con Dios como puede serposible en este lado de la eternidad. ¿Qué otra cosa es el hambre y la sedde nuestras almas? ¿Qué otra cosa ese fuego que arde en nuestro ser yllamamos deseo? ¿Qué es ese dinamismo, reconocido o sin reconocer, queproduce en nosotros un desasosiego perpetuo, sino nuestro anhelo deDios? San Agustín consiguió analizarlo al fin en su propio caso, y nosahorra a ti y a mí esa penetración del alma que encontramos en susConfesiones. Tu corazón y mi corazón, así como el corazón de San Agustíny el Corazón Inmaculado de María, fueron hechos para Dios, «y noconocerán el descanso hasta que descansen en Él». Gracias a Dios, puedenconocer una especie de semblanza de ese descanso final durante la Misa.

Participar. Esto significa tomar parte. La parte supone un total. Túeres parte del único Cuerpo Místico de Cristo. Es el Cuerpo Místico lo queves cuando diriges tu mirada sobre una asamblea reunida para lacelebración de una Misa. El Cuerpo Místico es el Cuerpo de Cristo, elsacerdote. Por tanto, tu deber primordial y tu dignidad suprema consistenen ofrecer el santo Sacrificio.

Para saber exactamente lo que significa ser un sacerdote, y aprendercon exactitud con cuánta precisión eres tú uno con Cristo y unido a Dios,toma la definición de sacerdote y mira cómo se aplica primero al mismo

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Cristo, luego al sacerdote que consagra, y, finalmente, a los fieles. «Elsacerdote es el hombre llamado y ungido por Dios para ofrecer elSacrificio Eucarístico.» En, esa definición existen tres elementos: lallamada, la unción y el propósito exacto de ambos: el ofrecimiento delSacrificio Eucarístico. Cada uno es absolutamente necesario. Ahora aplicaesa definición...

Cristo fue llamado. En los Salmos y en la Epístola a los Hebreosescuchas cómo responde a ésa llamada: «Heme aquí... En hacer tuvoluntad tengo mi complacencia» (Sal 39, 7; Heb 10, 5). Fue ungidosacerdote en su concepción por la que los teólogos llaman «gracia deunión». Tú sabes bien cuándo, por qué y cómo ejerció su sacerdocio. En elCenáculo tuvo lugar la ofrenda sacerdotal u oblación; bajo los símbolosdel pan y del vino, ofreció su Cuerpo y su Sangre; en el Calvario tuvo lu-gar la muerte o inmolación. Cuando padeció todo lo que había prometidoen la oblación del Cenáculo, su Cuerpo fue entregado su Sangrederramada, padeció la muerte. Finalmente, hubo la aceptación por parte deDios Padre, manifiesta en la Resurrección, Ascensión y entronización deCristo a su diestra (3).

Allí está Cristo hoy como eterno Theotyte, es decir, como quien se haentregado y ha sido aceptado por Dios como sacrificio. Allí, Él es elCordero degollado desde el comienzo del mundo, como «el Primero y elUltimo y el Vivo» que dice: «Fui muerto y ahora vivo por los siglos de lossiglos» (Apoc 1; 17, 18). Precisamente porque es un Theotyte vivo es porlo que puede existir la Misa sobre la tierra. Por tanto, es necesario que yo,que he sido llamado por Dios y ungido por Dios, ofrezca este eternoTheotyte. Hay necesidad de sacerdotes.

El sacerdote que en el altar consagra para ti y hace bajar así al Diosvivo, al siempre amante Theotyte, bajo las apariencias del pan y del vino,fue llamado por Dios. Tenía una vocación y la siguió. Que era auténtica loreconoció el obispo al hacerle subir al altar para ser ungido con el crisma.Con esa unción, vino la orden de «ofrecer sacrificio». No puede haberdudas sobre, el sacerdocio; todos los elementos de la definición se en-cuentran en él.

¿Y tú? Tú recibiste una llamada de Dios para unirte a su pueblo. Y lacontestaste recibiendo el Bautismo. Ese sacramento fue tu «ordenación» ytu «unción». De allí recibiste el poder de ofrecer el sacrificio eucarístico.

3 Esta es la teoría de Maurice de la Taille, S. J. Existen otras sobre la relación entreel Cenáculo y el Calvario, pero ésta es la que más atrae a su autor.

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Como Cristo lleva en su Cuerpo los cinco signos de su sacrificiosacerdotal, llevas tú en tu alma el permiso para ofrecer el mismo sacrificio;porque allí tienes sellado el carácter del sacerdocio de Cristo, que ni eltiempo ni la eternidad pueden borrar. Dice que has sido llamado por Dios,ungido por Dios, y destinado por Dios para ofrecer, a través del ministeriodel sacerdote ordenado, y, en unión con él, la «Víctima pura, la Víctimasanta, la Víctima inmaculada», llamada Jesucristo y «por Él y con Él y enÉU, a ti mismo.

Esto te convierte en una especie de Theotyte temporal—alguien queha sido ofrecido a Dios en sacrificio y ha sido aceptado por Él como suyo—. Por tanto, no sólo eres santo, sino que eres literalmente sagrado. Pero,noblesse oblige. ¿Cómo puedes vivir a la altura de esta dignidad? Larespuesta, la única respuesta, es la Misa, porque en ella ejerces tusacerdocio y pruebas que has sido «tomado de entre los hombres para lascosas que unirán a Dios» (Heb 5, 11).

Homo res sacra: «El hombre es un ser sagrado.» Esto rara vez se dicedel hombre hoy día. Sin embargo, es cierto con la veracidad de Dios, y es-pecialmente cierto de ti, como sacerdote de Dios. Fíjate en esta analogíapara que veas hasta qué punto eres sagrado...

La humanidad adoptada por la segunda Persona se convirtió eninstrumento conjunto con el cual, por el cual y en el cual Dios llevó a cabola redención de la humanidad ofreciendo Misa. Nosotros adoramos esahumanidad porque es la Humanidad de Dios. Es sagrada con la calidadsagrada de Dios.

Ahora bien: el sacerdote ordenado tiene cierto parecido con estaHumanidad que Cristo tomó de la carne y de la sangre, de los huesos y delos tendones de María Inmaculada, para que fueran su «instrumentoconjunto» en la obra de la Redención. Porque, en cierto modo, Cristo«asume» la humanidad del sacerdote para ser su «instrumento conjunto»en la aplicación de los frutos de la Redención, aplicación que se realizaprincipalmente mediante el sacrificio de la Misa. Tú sabes que en la MisaCristo es el principal oferente. Él es el sacerdote principal que ofrece através de la instrumentalidad de sus ministros ordenados. ¡Cómo aproximaesto al hombre ordenado al Hijo de Dios! Igual de cerca estuvieron elCuerpo y la Sangre, utilizada por Él para llevar a cabo la Redención.

¡Qué sagrado es el sacerdote!

¡Qué sagrado eres tú! Pues que tú has sido «asumido» de entre lamasa de la humanidad en una unión vital con Cristo el Sacerdote para ser

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su «instrumento conjunto» y ofrecer con Él, a través del ministerio delsacerdote ordenado, el único sacrificio de la Nueva Ley: su Misa y la tuya.

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CAPÍTULO III

TUS MANOS ESTÁN LLENAS BE DIOS

«El que a Mí viene no tendrá más hambre

y el que cree en Mí jamás tendrá sed.»

(Juan 6, 36.)

Cuando el sacerdote, ante el altar, presidiendo prácticamente unaasamblea de sacerdotes, dice después del Ofertorio Orate frates... «Orad,hermanos», para que mi sacrificio y el vuestro sean aceptables...», ¿te dascuenta de la gran verdad que dice? Este sacrificio es tuyo.

El seglar que recapacita, si no está muy bien instruido, puedepreguntarte cómo es posible eso si te limitas a sentarte fuera del presbiterioy a mirar cómo el sacerdote, dentro de éste, va realizando todos los actosen la celebración de lo que tú llamas Misa. ¿Cómo puede ser tuyo elsacrificio si todas las palabras son dichas por otro, todas las oracionespronunciadas por otro? ¿Con qué validez puede llamarse tuyo este acto, sial parecer tú no actúas en absoluto? Te arrodillas, te sientas o estás de pie,cierto; pero, en conjunto, parece haber en ti mucha más pasividad queactividad. Pareces limitarte a observar y esperar mientras el acto sedesarrolla.

Si eso fuera en realidad todo lo que hicieras en la Misa, existiría unaauténtica razón para preguntar cómo puede ser tuyo el sacrificio. Pero nohabría razón para preguntar cómo sacas tan poco fruto de la Misa o porqué no te santificas más a través de la Misa. Porque aunque podría decirsecon exactitud que habías «oído» Misa; que habías «estado presente» enMisa y que «habías ido» a Misa, nunca podría decirse que habías ofrecidola Misa, o dicho la Misa. Habrías observado, sí, el precepto de la Iglesiareferente a uno de los elementos de la observancia del. «Domingo» o de lafestividad de precepto, pero sin conocer esa intimidad a que Dios tedestinó cuando te hizo sacerdote y te dio poder para ofrecer la Misa.

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Has de estar poseído, de la manera más vivida y vital, de laconciencia de tu dignidad como sacerdote y de una aguda concepción delpoder personal que esta prerrogativa té otorga si la Misa ha de constituiresa íntima experiencia del encuentro del hombre con el Dios-Hombre, casicara a cara, de sostenerle en tus manos, y poderle elevar al Padre comoadoración perfecta, gratitud infinita, reparación completa e intercesión queno puede ser rehusada. Mientras no desarrolles esta conciencia, habrás deseguir preguntándote toda la vida cómo este sacrificio puede ser tuyo.

Mirando sólo al exterior, esta pregunta parece infundada, por ser elsacerdote del altar quien descubre el cáliz, quien aparta la palia, eleva lapatena que contiene la hostia y hace el ofrecimiento diciendo: Suscite,Sancte Pater... «Recibe, Padre santo, esta hostia inmaculada, que yo,indigno siervo tuyo, te ofrezco a Ti, mi Dios vivo y verdadero, por misinnumerables pecados...»

Esta oración magnífica parece ser exclusivamente del sacerdote delaltar. Esto es cierto hacia el final de la misma, cuando incluye «a todos losfieles cristianos vivos y difuntos», pero el verbo, la palabra de la frase queopera, está en singular: «Yo—el sacerdote del altar—te ofrezco...»

Es un hecho que el mismo sacerdote pasa al plural mientras mezclaunas cuantas gotas de agua con el vino que está a punto de ofrecer ypronuncia una oración que dice verazmente, tensamente, triunfalmente,precisamente, lo que es la Misa, mientras describe ese «milagrosointercambio». Dice así: «¡Oh Dios!, que de modo admirable creaste ladignidad de la humana naturaleza y de modo más admirable la restauraste,danos por el misterio de esta agua y de este vino participar de la divinidadde Jesucristo, Hijo tuyo y Señor nuestro, que se dignó participar de nuestrahumanidad.» El plural se encuentra desde el principio al fin; el «in-tercambio» es especificado. Pero es sólo el sacerdote oficiante el que diceesta oración oficial, y será sólo el sacerdote oficiante quien eleve el cálizque contiene el agua y el vino. Por último, sólo el sacerdote oficiante esquien dirá a Dios que se lo ofrece a Él «por nuestra salvación y la de todoel mundo». Y así, la pregunta sigue en pie: «¿Cómo puede ser tusacrificio? ¿Dónde está tu participación en él? ¿Cuándo, cómo y dóndeapareces como sacerdote?

Claro que puedes responder que la Misa es un acto repleto de todoslos signos y de todos los símbolos, que realmente tienen significado y quetú estás simbolizado en el agua que el oficiante acaba de mezclar con elvino para ofrecérsela a Dios. Esto es perfectamente correcto. Pero ¿quéparticipación has tenido en el ofrecimiento? ¿Cuándo has realizado alguna

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función sacerdotal? ¿Es ésa la única forma en que te conviertes en uno conel sacerdote oficiante?

Estas preguntas son agudas y personales. Todos necesitamos afrontarestas investigaciones para acelerar nuestra conciencia de que la Misa esnuestra, de todos y de cada uno de los que nos encontramos reunidos en laiglesia para la celebración del santo Sacrificio. Pues tal asamblea es unareunión del «pueblo santo de Dios», de la «nación de sacerdotes» de Dios,y la Misa es el acto sagrado de la comunidad de Dios, Cuerpo Místico deCristo, que existe para vivir y actuar como una comunidad viva y activa,como un Cuerpo, bajo la presidencia y la dirección del oficiante, delsacerdote ordenado. Por eso merece la pena que todos examinemos conrigor esta pregunta: ¿cómo es tuya la Misa?

Naturalmente, nadie pondrá en duda el hecho de que cuando elsacerdote oficiante eleva la patena con el pan y el cáliz con el vino, y haceuna oración de ofrecimiento, está realizando una acción sacerdotal. Pero¿cómo puede ser tuya esta acción?

Sólo el celebrante ofrece la hostia y sólo el celebrante ofrece el vino.Y designa lo que ofrece con palabras precisas: hanc immaculatam hostiam—«esta hostia inmaculada»—et calicem salutaris —«y el cáliz desalvación»—. No dice que él esté en aquella hostia ni en aquel cáliz-.Tampoco dice que tú te encuentras en el agua recién mezclada con el vino.Y tiene razón para no decirlo, porque esa hostia y ese cáliz, con su agua ycon su vino, sólo tendrán el significado de la Misa después de que la,sustancia del pan y la sustancia del vino se hayan rendido, y Jesucristo, elDios-Hombre, el eterno Hijo del eterno Padre, con su Cuerpo y su Sangregloriosos, su adorabilísima alma humana y su divinidad siempre adorable,haya tomado su puesto bajo las apariencias de esa hostia y bajo las apa-riencias de ese vino mezclado con agua. Porque la Misa es el ofrecimientoa la Cabeza de Dios del Hijo de Dios hecho Hombre, con todos losinfinitos merecimientos que ganó en el Calvario. No hay que olvidar jamásque en este santo Sacrificio sólo existe una Víctima, pues fue solamente elInmaculado Cordero de Dios el que derramó su Sangre por la remisión denuestros pecados. Por ello, el sacerdote oferente es perfectamente exacto almencionar nada más el pan y el vino en su ofrecimiento, y no hacermención alguna de sí ni de ti. Bossuet lo expresó con precisión cuandodijo: «Nosotros presentamos Jesucristo a Dios como nuestra única Víctimay nuestro único Expiador mediante su Sangre, protestando que no tenemosnada que ofrecer a Dios como no sea Jesucristo y el mérito infinito de sumuerte.».

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Así, pues, hemos de comprender que en la Misa no hay más que ungran ofrecimiento, así como sólo hay uno que se ofrece: Jesucristo. Perohay dos lugares en que las oraciones de la Misa hablan explícitamente deeste ofrecimiento: uno, el que se conoce oficialmente como Ofertorio,cuando el sacerdote que oficia ofrece el pan y el vino, como acabamos dever. Otro, después de la Congregación, cuando el sacerdote oficianteofrece el pan y el vino transubstanciados. Por tanto, es evidente que ambasoraciones de ofrecimiento se refieran al único ofrecimiento: Jesucristo. Poreso, hay que evitar la confusión mientras persistimos en la investigación dela cuestión. ¿Cómo es tuyo el sacrificio? ¿En qué acto tomas parte comosacerdote? Tu sacerdocio tiene que centrarse sobre el ofrecimiento, pueseres tan sólo un «sacerdote oferente». ¿Dónde funcionas como tal?

Los Padres del Concilio de Trento, guiados por el Espíritu Santo,enseñaron y subrayaron que la Misa no es un nuevo sacrificio realizadopor Cristo, sino el sacrificio hecho por Él en la Cruz. Es muy probable quetú hayas recordado esta verdad y hablado de ella repetidamente, al decirque la. Misa es el mismo sacrificio de Cristo, por ser ofrecido por elmismo Sacerdote (Cristo), que ofrece la misma Víctima (Cristo), y que loque varía es la manera de ofrecerla. En el Calvario fue de forma cruenta;en la Misa es de forma incruenta. Tú lo has oído. Tú lo has recordado. Túle has dado un indudable asentimiento. Pero ¿has llegado a captar todocuanto lleva implícito esta llana explicación dada por Trento? ¿Hasescuchado alguna vez todo lo que los Padres conciliares dejaron sin decir?

Cristo vivió sobre la tierra en el tiempo. Cristo murió en el tiempo yfue enterrado en la tierra.

Cristo resucitó en el tiempo de entre los muertos y se mostró vivo enla tierra durante cuarenta días. Luego, en el tiempo, Cristo ascendió desdela tierra y fue entronizado en la eternidad; entronizado como Theotyte, estoes, como Víctima del sacrificio aceptada por Dios, convertido así en laeterna Victima-Vencedora. Pero mi Misa de esta mañana ha tenido lugar enel tiempo, y en la tierra, de los cuales Cristo—el Oferente, el Ofrecido y elOfrecimiento—se ha ido. ¿Cómo es que ha vuelto a la tierra y al tiempo?Sólo a través de mi sacerdocio como instrumento.

Si yo no le hubiera prestado esta mañana a Jesucristo mi respiración,si no le hubiera prestado mis manos, mis labios, mi mente, todo mi ser,para que Él pudiera ofrecerse a Sí mismo a través de mí, pronunciando laspalabras de la Consagración a través de mis órganos vocales, a pesar de serDios Todopoderoso, no podría haber venido bajo las apariencias de lahostia que yo puse en mi patena, ni bajo las apariencias del vino que

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derramé en el cáliz. Dios Todopoderoso me necesitaba para la Misa que Élha ofrecido esta mañana a través de mí. Claro que sin mí Él habríapermanecido ante Dios como Víctima vencedora y habría seguido in-tercediendo por nosotros en el cielo; pero sin mí no habría podido ofrecerla Misa desde el altar ante el que yo me encontraba, ni en el momento enque yo actuaba como su «instrumento conjunto». Ya ves, pues, todo lo queel sacerdote ordenado significa para Jesucristo. Prácticamente, Cristo nopuede vivir sacramental ni sacrificialmente en la tierra sin él. Esta mañana,mis manos estaban llenas de Dios. En sentido muy, real, depende de mí elque mañana vuelvan a estar llenas de Él.

Pero, ¿en qué forma te ayuda esto a contestar la pregunta que vaponiéndose candente de cómo es tuya la Misa? ¿En qué actúas comosacerdote? No hay más que una respuesta, puesto que en mi Misa de estamañana Cristo era el principal Oferente; yo, su «instrumento conjunto» yoferente secundario; lo mismo habría sido tú de estar presente en mi Misa;porque tú habrías hecho el ofrecimiento a través de mí. Podríamos decirque por tu mera presencia yo habría aceptado de ti un poder para actuar entu nombre, para presidir como apoderado tuyo esta celebración, que seríauna cuestión de cooperación. El pan ofrecido no lo habríamos producido nitú ni yo, ni nadie de nuestra asamblea. Y lo mismo el vino, que no sería denuestra cosecha. Pero no habrían sido ofrecidos por nosotros comosímbolos de nosotros mismos, en primer lugar, sino para serdefinitivamente ofrecidos como Cristo ofreció el pan y el vino en el Ce-náculo: como su Cuerpo y como su Sangre en el Sacrificio. Y, sinembargo, también serían ofrecimientos nuestros, porque ambos habríamostenido la intención de hacer «en Cristo Jesús» lo que Él hace ahora ante eltrono de Dios. Como yo era la extensión de Cristo en cuanto Él actuaba através de mi persona, también habría sido una extensión de tus manos, yaque yo habría levantado la hostia en tu nombre; y ambos habríamosofrecido a Dios aquello que no tardaría en ser el Dios-Hombre, «en quién,a través de quién y con quién» seríamos nosotros también ofrecidos alDios Padre en unidad con el Espíritu Santo, para darles «todo honor ygloria».

Estamos profundamente adentrados ya en el misterio de Cristo y en elmisterio de la Misa. También nos encontramos en la profundidad mismadel carácter sagrado que nosotros tenemos «en Cristo Jesús». Él es elsacerdote por excelencia, el único Sacerdote del Nuevo Testamento. Yosoy sacerdote por su sacramento de la Sagrada Ordenación. Tú eressacerdote por la ordenación recibida en el Bautismo. Y los tres ofrecemos a

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Dios «este agradable sacrificio de alabanza». Cristo no se separa nunca desus miembros. En consecuencia, nosotros, no sólo ofrecemos, sino quesomos ofrecidos, porque la

Misa es este ofrecimiento del Cristo completo. Cabeza y miembros.Es el único ofrecimiento sacerdotal del Nuevo Testamento y es ofrecidopor cada uno de nosotros de manera específica, ya que todos hemosrecibido alguna participación en el único sacerdocio de Jesucristo.

Contempla atentamente las similitudes y las diferencias que hay entreel Cenáculo, la Cruz y la Misa. En el Cenáculo, Cristo hizo lo que nosotroshacemos en la Misa: tomó el pan, lo bendijo, lo partió y lo entregódiciendo: «Este es mi Cuerpo.» Nosotros hacemos lo mismo en todas lasMisas. Pero en el Cenáculo Él añadió lo que nosotros no podremos añadirnunca, «... que será entregado por vosotros». En la Misa ofrecemos eseCuerpo como ya entregado y aceptado. Ese Cuerpo, tal y como está ahora:glorioso e inmortal. En la Cruz, Cristo se entregó tal y como se encontrabaentonces: en su Cuerpo físico. Se ofreció a Sí mismo solo. En la Misa, elmismo. Cristo se entrega tal y como está ahora: en su Cuerpo físicoglorificado, que es la Cabeza del Cuerpo Místico. Por eso, cuando seofrece ahora a Sí mismo, no lo hace sólo, sino como está en la actualidad:unido a todos sus miembros místicos. Por eso, en cada Misa, tú y yo somosofrecidos «en Cristo Jesús».

Hemos de señalar, sin embargo, que esta clase de «ofrecimiento» noes tuya ni mía. Nosotros somos ofrecidos en cada Misa en todo el mundo;pero no en todas las misas oficiamos como sacerdotes. Desde luego, yo no«consagro» todas las hostias ofrecidas. Tampoco «ofrezco»inmediatamente cada hostia que ha de consagrarse, ni tú tampoco. Sólo enlas Misas particulares, en las que te unes deliberadamente con Cristo y consu sacerdote, que consagra ante ti, es en donde funcionas como «sacerdoteoferente». Por eso es por lo que el Papa Pío XII te previene en su granencíclica sobre la Liturgia: «Los fieles no han de contentarse con tomarparte en el Sacrificio Eucarístico por la intención general que todos losmiembros de Cristo e hijos de la Iglesia deberían tener. También deberían,según el espíritu de la Liturgia, unirse estrecha y decididamente con elSumo Sacerdote (Cristo) y su ministro en la tierra (el sacerdote queconsagra)» (Mediator Dei, núm. 65).

¿Cómo haces esto? No sólo con palabras, sino con actos de tuvoluntad, de tu corazón, de tu alma, de todo tu ser. Dándole significado alOfertorio, ofreciéndote tú mismo con todo lo que tienes, con todo lo queeres, a Dios «en Cristo Jesús». Y no puedes hacerlo dé mejor manera que

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empleando las mismas palabras que yo empleo ante el altar, yempleándolas al mismo tiempo. No es absolutamente esencial que lohagas; pero sí es esencial, si vas a ofrecer la Misa como sacerdote, que túactúes «en Cristo Jesús» a través de Él y con Él.

¿Qué es lo que hace sublime todo esto? Los actos de tu inteligencia yde tu voluntad; los actos más elevados de los que eres capaz como hombre.Pero este ofrecimiento como sacerdote no será un acto meramentehumano; será elevado por la gracia a un dominio mucho más allá de lohumano. Estarás actuando como hijo de Dios en el Unigénito de Dios, através de su Espíritu Santo. Actuarás como lo hacen todos los sacerdotescuando realizan su función sacerdotal; actuarás en la Trinidad. Estarás enel universo de la Divinidad. Porque la Misa, definitivamente analizada, esun acto de Dios. Estrictamente hablando, ningún hombre puede ofrecer laMisa. Sólo puede hacerlo el Dios-Hombre. Pero Él lo hace a través dehombres elegidos que se entregan libremente para ser sus instrumentos. Túeres uno de éstos...

Por eso deberías estar despierto, ¡muy despierto!, en el Ofertorio ydespertarte a ti mismo como sacerdote de Dios, para, mediante estos actosespecíficos de la voluntad y de la inteligencia, poder colocarte en la patenacon el pan de trigo y en el cáliz con el agua mezclada con vino, dándotecuenta exacta al mismo tiempo de lo que este pan y este vino representanahora y a quien no tardarán en rendir su sustancia. Luego puedes ofrecer aCristo Jesús al Dios Padre y a ti mismo «en Cristo Jesús»». Eso seráejercer tu sacerdocio «según tu propia condición» y haciendoverdaderamente que este sacrificio sea tuyo propio.

Es poco o ninguno el valor intrínseco del pan y del vino, pero inclusoen el Ofertorio están cargados de significado. Significan Cristo. Significantu persona. Me significan a mí. Significan todo el Cuerpo Místico, laIglesia entera, desde el Pontífice reinante hasta el último niño bautizado.Recibirán el valor en la Consagración y es para la Consagración para loque en realidad los ofrecemos. ¡Es para la Consagración para lo querealmente nos ofrecemos nosotros! Por tanto, la ingrávida oblea de trigo yla cantidad de vino que casi no se puede medir, tienen un significadopersonal y están pictóricas de significado, incluso para nosotros, en elOfertorio. ¡Cuánto más no lo será en la Consagración! Entonces nosofrecemos nosotros verdaderamente «en Cristo Jesús»,

Te ruego de nuevo que no te dejes desconcertar por el hecho de quehablo de ofrecer pan y vino propiamente en el Ofertorio, y a continuaciónte digo que ofrezcas al Jesucristo vivo, presente bajo las apariencias del

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pan y del vino tras la Consagración. Estos no son dos ofrecimientosdiferentes. La Misa no es más que un ofrecimiento único: Jesucristo. Peroello no está realmente en nuestras manos hasta después de laConsagración. En el Ofertorio estaba en nuestras manos, pero sólo sim-bólicamente. Por tanto, después de la Consagración, le ofreceremos tal ycomo es ahora: Cabeza viva, amante y gloriosa del Cuerpo Místico; con-secuentemente «por Él y con Él y en Él», nos ofrecemos nosotros mismosy todos sus miembros. Y tú desearás decir con el sacerdote que ha consa-grado.

«Por esto, recordando, Señor, nosotros, tus siervos, y también tupueblo santo, la bienaventurada pasión del mismo Jesucristo, tu Hijo,Señor nuestro, y su resurrección de entre los muertos, como también sugloriosa ascensión a los cielos, ofrecemos a tu excelsa Majestad de entrelos mismos dones y dádivas que nos has dado, la Víctima pura, la Víctimasanta, la Víctima inmaculada, el Pan santo de la vida eterna y el cáliz deeterna salvación...

Te suplicamos humildemente, Dios todopoderoso, mandes que llevenestos dones las manos de tu Santo Angel a lo alto de tu altar, ante lapresencia de tu divina Majestad, para que cuantos, participando de estealtar, recibamos los sacrosantos Cuerpo y Sangre de tu Hijo, seamoscolmados de toda bendición y gracia celestial. Por el mismo Cristo nuestroSeñor...

Por el cual sigues creando, Señor, todos estos bienes, y los santificas,y les das vida, los bendices y nos los repartes. Por Él mismo y con Élmismo y en Él mismo, a Ti, Dios Padre todopoderoso, en unidad delEspíritu Santo, todo honor y gloria. Por todos los siglos de los siglos».

Ahí tienes la expresión perfecta y precisa, no sólo de quien eres y delo que eres, sino también de lo que estás haciendo. Gracias a estasoraciones puedes ofrecer la Misa debidamente, haciendo un uso pleno einteligente de tu participación en el sacerdocio de Cristo Jesús.

Esas oraciones sirven también para aclarar lo que a primera vistahabría podido parecerte confuso, porque te dicen con lenguaje inequívocoque los dones que te han sido concedidos por Dios, el pan y el vinoelevados a Dios en el Ofertorio, han sido elevados por un único motivo:para convertirse en el don único que es la Misa: Jesucristo, su único Hijo,y en Él todos sus miembros místicos.

Si tienes motivos para estar bien despierto en el Ofertorio, muchosmás tienes para estarlo en el Ofertorio que se hace después de la

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Consagración, pues aquí está. Aquel que es la Misa, en su acto total deAmor. Como Amante generoso que es, se coloca en tus manos tal y comoestá ahora, en una rendición completa y total de amor. Él se entrega a ti:glorificado, adorabilísimo, Hombre perfecto, Dios verdadero. Se entrega ati para ser ofrecido al Padre. Se rinde en tus manos para que tú puedasactuar como sacerdote, hacer tuyo su Sacrificio. Ciertamente, en la Misatus manos están llenas de Dios.

Como ves, el ejercicio de tu sacerdocio descansa en la fe. Cuanto másviva sea tu fe, más viva será la conciencia de tu sacerdocio, más se elevarála llama de tu amor por Jesucristo y por su Misa. Como la llama, crecerá ydisminuirá, de acuerdo con los diversos grados de tu conciencia de sacer-dote, yo te digo lo que San Pablo dijo en otro tiempo a su amado Timoteo:«Haga el Señor misericordia a tu oficio» (2 Tim 1, 16). En otraspalabras/aviva tu fe.

Aquí es donde se prueba la fe como en ninguna otra parte. El pan y elvino pesan al ser humano en la balanza que significa la vida eterna. LaMisa es el Mysterium Fidei, «la roca movediza» sobre la cual cayeron losjudíos, «el absurdo» del que se burlaban los gentiles, «pero poder ysabiduría de Dios para los llamados» (1 Cor 1, 23-24). Para nosotros, losque hemos sido hechos sacerdotes, la Misa es la venida de Cristo enpersona, el Jesús vivo y glorificado que viene para ser el don que podamosofrecer a Dios. Viene para amarnos, para darnos vida con su amor—supropia Vida—, realizando ese «milagroso intercambio». Pero aún no lohemos dicho todo. Cristo viene para ser nuestra comida y nuestra bebida.

Nunca llegarás a una compresión auténtica de lo que es la Misa hastaque escuches resonar las palabras comida y bebida con todas las resonan-cias que tuvieron el día en que Cristo las pronunció en Cafarnaúm por vezprimera. Jesucristo, a quien con tanta frecuencia designamos como «eldulce Jesús», comenzó su conversación con los judíos empleando palabrasque nada tenían de dulces. Leyendo el sexto capítulo de San Juan, nosenteramos de que el día antes Jesucristo había multiplicado cinco panes decebada y dos pescados para alimentar a una muchedumbre de cinco milpersonas. Aquella noche había caminado sobre las aguas del lagoTiberiades, se había reunido con los discípulos que luchaban con el marembravecido a tres o cuatro millas de la costa, y con ellos había navegadohasta Cafarnaúm. Por la mañana, los judíos que se habían alimentado conlos panes y los peces multiplicados cruzaron el, mar en busca de Jesús.Cuando le hallaron y le dijeron que le habían andado buscando, Él les dijobruscamente: «En verdad, en verdad os digo, vosotros me buscáis no

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porque habéis visto los milagros, sino porque habéis comido los panes y oshabéis saciado.» No podemos decir que sea un exordio amable. Y, sinembargo, estaba a punto de enseñarles la verdad de todas las verdades,como se desprende de su frase siguiente: «Procuraros no el alimento pere-cedero, sino el alimento que permanece hasta la vida eterna, el que el Hijodel Hombre os da, porque Dios Padre le ha sellado con su sello» (Juan 6,26-27).

Los judíos demostraron ser judíos piadosos. Reaccionaron al oírnombrar a Dios Padre, y preguntaron, con la mayor sinceridad—suponemos—qué era lo que Dios deseaba de ellos. «Lo que Dios quiere—dijo Jesús—es que creáis en su enviado.» Ellos se mostraron dispuestos ahacerlo con tal de que Jesús les mostrase algún signo como prueba de queera el enviado de Dios, y le recordaron que Moisés en el desierto habíadado a sus padres el maná.

Entonces vino la respuesta que les escandalizó y había de conducirlesaún a mayor escándalo: «En verdad, en verdad os digo, Moisés no os diopan del cielo; es mi Padre el que os da el verdadero pan del cielo; porqueel pan de Dios es el que bajó del cielo y da la vida al mundo.» A esto losjudíos hicieron el único comentario sensato posible: «Danos siempre esepan.» Pero poco esperaban la respuesta que recibieron: «Yo soy el pan devida—repuso Jesús—. El que viene a Mí ya no tendrá más hambre, y elque cree en Mí jamás tendrá sed. Pero yo os digo que vosotros me habéisvisto y no me creéis» (Juan 6, 28-36).

Fíjate bien: lo que Jesús pedía, era fe. Estaba poniendo a prueba su fey ellos fallaban en la prueba. Pero ahora, a la luz de cuanto venimosmeditando sobre nuestra vocación, nuestra dignidad y nuestra obligacióncomo sacerdotes, leamos las líneas que siguen y veremos el destino quenos pertenece si seguimos respondiendo a esa llamada, viviendo esa fe,siendo esos sacerdotes: «Todo lo que el Padre me da viene a Mí, y al queviene a Mí yo no le echaré fuera, porque he bajado del cielo, no para hacermi voluntad, sino la voluntad del que me envió. Y ésta es la voluntad delque me envió, que yo no pierda nada de lo que me ha dado, sino que loresucite en el último día. Porque ésta es la voluntad de mi Padre, que todoel que ve al Hijo y cree en Él tenga la vida eterna, y yo lo resucitaré en elúltimo día» (Juan 6, 37-40).

Se podía esperar que esas palabras atizaran en los judíos un auténticodeseo de creer. Pero no. Siguieron murmurando de Él por decir: «Yo soy elpan de vida que ha bajado del cielo.» Conocían a Su padre y a su madre.

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Para ellos, Jesús era el hijo de José, y María era su madre. ¿Cómo podíaentonces decir que «había bajado del cielo»? Era algo increíble.

Lo que negaban no era el misterio de la Sagrada Eucaristía, pues ésteno había sido revelado aún. Se negaban a creer que Jesús fuese el enviadode Dios; se negaban a aceptarle como el Pan de fe, la Verdad eterna.Siguieron murmurando: ¿Cómo puede decir «yo he bajado del cielo»?

Jesús les contestó diciendo: «No murmuréis entre vosotros... Enverdad os digo: El que cree tiene la vida eterna. Yo soy el Pan de vida;vuestros padres comieron el maná en el desierto y murieron. Este es el Panque baja del cielo, para que el que come no muera. Yo soy el Pan vivobajado del cielo; si alguno come de este Pan vivirá para siempre, y el Panque yo le daré es mi carne, vida del mundo» (Juan 6, 41-51).

Veinte siglos de tiempo no han atenuado todavía el escándalo deaquellas palabras. No es de extrañar que Juan nos informe de que entonceslos judíos discutieron violentamente entre ellos, preguntándose cómo aquelhombre podía darles a comer su carne.

Jesús sabía lo que pasaba. ¿Acaso suavizó el golpe?... ¡Ni muchomenos! Descargó otro más fuerte, y les dijo: «En verdad os digo que si nocoméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tendréisvida en nosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eter-na y yo le resucitaré el último día. Porque mi carne es verdadera comida ymi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangreestá en Mí y Yo en él. Así como me envió mi Padre vivo, y vivo Yo por miPadre, así también el que me come vivirá por mí» (Juan 6, 53-58).

¡Qué palabras para ser pronunciadas por un hombre vivo! No es deextrañar que luego de haberlas oído muchos de sus discípulos dijeron:«¡Duras son estas palabras!...» Y conociendo Jesús que sus discípulosmurmuraban, les dijo: «¿Esto os escandaliza? ¿Pues qué sería si vierais alHijo del Hombre subir allí donde estaba antes? El espíritu es el que davida, la carne no aprovecha para nada. Las palabras que Yo os he habladoson espíritu y son vida; pero hay algunos de vosotros que no creen» (Juan6, 60-64).

Fueron los judíos los primeros que «murmuraron». Luego, ya,murmuraban algunos entre los discípulos, que se retiraron a su vidaordinaria y no volvieron á seguirle. Aún quedaban los doce. Jesús sevuelve a ellos, no suplicante, sino retador, y les dice: «¿Queréis irosvosotros también?» Es un desafío a su fe, les exige una decisión. Pedroacepta el reto y decide por todos: «Señor, ¿a quién iríamos? Tú tienes

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palabras de vida eterna y nosotros hemos creído y sabemos que Tú eres elSanto de Dios.»

Los Doce no comprendían las palabras de Jesús mejor que los judíoso los discípulos. Pedro estaba tan asombrado y desconcertado por las cosasque decía Jesús como los demás. Pero confiaba en el Maestro. El creía queera, en efecto, «el Santo de Dios», y con la fuerza de esta creencia,aceptaba las afirmaciones que no podía comprender. Su fe había sidopuesta a prueba vigorosamente, y triunfó.

En la Misa se nos da a ti y a mí la prueba de Cafarnaúm. El mismoJesús, que se encontraba entre la muchedumbre, a la que el día antes habíaalimentado por un milagro, se aparece ante nosotros en la Misa y nos lanzaa las mentes, a los corazones, a las voluntades, ese mismo reto jamás oído.Se ofrece a ser nuestra comida, nuestra bebida, nuestra vida. No empleaninguna metáfora. Cierto que en Cafarnaúm había dicho. «El espíritu es loque da vida; la carne como tal no vale nada.» Pero no quería decir con elloque habíamos de alimentarnos de su Espíritu, saciar nuestra sed con suEspíritu. Su insistencia en Cafarnaúm era sobre la sangre verdadera, lacarne verdadera, la comida verdadera y la verdadera bebida. Su referenciaal espíritu sólo puede haber sido una referencia a su Espíritu Santo, que, enefecto, «da vida». Pero hay que tomar literalmente todas sus palabras sobresu Carne y sobre su Sangre. Esto requiere una fe viva, potente, ruda.Cafarnaúm y la Misa son las pruebas supremas de la fe. Pero, como Cristonos dijo más de una vez en esta revelación de Cafarnaúm, «la fe es un dondel Padre». Más bien sabemos que un don así sólo se convierte en talcuando es aceptado. Así, pues, tú tienes que aceptar el ofrecimiento de lafe que Dios te hace libremente, de buen grado, amorosamente, conagradecimiento. Sólo entonces, como el mismo Cristo dijo: «tendrás vidaeterna».

¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?... No habría podidohacerlo si sólo hubiera sido un hombre. Pero este Hombre es el Dios-Hombre. Este Hombre que sostienes en tus manos en la Misa es el Amor...,y el Amor hace estas cosas. Sólo el Amor divino era capaz de hacerlas,pues únicamente Él puede dar, no sólo lo que tiene, sino lo que Él mismoes.

Alguien ha comentado: «Ningún amor humanó se cumpleperfectamente. Porque en el sentido terreno amar significa luchar por loimposible.» El discípulo que venimos siguiendo nos proporciona la clavede esta realidad al demostrarnos la diferencia total del amor de Cristo,cuando en su primera Epístola nos dice que Cristo, no sólo nos ama, sino

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que es el Amor. «El que no ama no conoce a Dios, porque Dios es caridad»(1 Juan 4, 8). Siendo éste el caso, ya ves cómo Él es el único que puedeamar verdaderamente a los suyos que están en el mundo, y amarlos «hastael fin»—esto es, completamente, con la totalidad de su Ser y la rendiciónincondicional, que constituye el verdadero amor—. Ese es el Dios queverdaderamente tienes en tus: manos en la Misa, y a quien presentar unofrecimiento sacerdotal: el Dios con quien realmente te encuentras.

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CAPÍTULO IV

ESTO ES LA REALIDAD

«TU VERÁS A DIOS... BAJO LAS APARIENCIAS DE...»

«Encontrar a Dios»... Estas palabras suscitan pánico en algunos,entusiasmo en otros y escepticismo en los demás. Es natural queprovoquen reacciones porque, nos demos cuenta o no, encontrar a Dios esel anhelo más profundo e insaciable, de nuestro ser. Fuimos creados paraencontrar a Dios. Y hemos de afrontarlo. La realidad final de nuestra vidaserá encontrarle un día como Juez. Si hemos sido lo suficientementeagradecidos para haber hecho de la Misa nuestra vida y de nuestra vidauna Misa, le miraremos cara a cara y por toda la eternidad como Amante.Eso será el cielo. Esa será la felicidad eterna. Pero lo que pedimos en estaspáginas es encontrarnos a Dios en el tiempo presente—como Amante—-entodas las Misas. Y pedimos aún más: que este encuentro llegue a ser larealidad de todas las realidades de este lado de la tumba.

He dicho que en la Misa te encuentras a Dios; que le encuentraspersonalmente y que le encuentras como persona. Habrá quien quieraobjetar y decir:

—Usted, Padre, emplea las palabras en sentido figurado, ¿verdad?

Y mi respuesta es:

— ¡En absoluto! Quiero decir exactamente lo que be dicho, y loquiero decir con exactitud: en Misa te encuentras con Dios. Vas a Dios.Escuchas a Dios. Tocas y paladeas a Dios. Trato de convencerte de esto,con la persuasión más viva con que nuestro generoso Señor quiera dotarte;y te aseguro que si demuestras fu amor con una santa avidez por alcanzaresta persuasión Dios te la concederá con esa medida suya que es práctica-mente inconmensurable. Ansío esto para ti porque mi convicción básica esque ni tú ni los demás sacáis el fruto debido de la Misa ni os santificáis

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más a través de ella, sencillamente porque no vivís en el universo real de laMisa. No estáis en contacto vital con la realidad real.

Es posible que levantéis las cejas y frunzáis el ceño cuando insisto enque encontráis a Dios en la Misa, que le veis, que le oís, que le tocáis ypaladeáis. Tal vez, consiga bajar esas cejas y suavizar esos ceños, diciendoque no hablo, en absoluto, en sentido figurado, sino que hablo, si queréisaceptar la palabra y captar todo lo que contiene, «sacramentalmente».

El alumno de bachillerato que nos condujo a la realidad del primercapítulo con su respuesta acerca de la cama cuando le pregunté cuáles eransus pensamientos al dirigirse a Misa es el mismo individuo que nosconducirá ahora a una realidad más profunda. Porque le dije que iba a vera Dios en la Misa frunció el ceño. Pero cuando proseguí, y le pregunté:

— ¿Dónde vas a verle primero?

Su rostro se iluminó, pues tenía una respuesta rápida:

—En la hostia—repuso.

Tuve que decirle que estaba equivocado. Claro que tenía razón encuanto a su propia mentalidad subjetiva. Vería a Dios en la hostia enprimer lugar. Pero según la realidad objetiva estaba, muy equivocado, puesél, y tú, y yo, y todos, deberíamos ver a Dios primero en nosotros mismos,luego en la congregación reunida para la Misa, luego en el sacerdote quecelebra y, sólo finalmente, en la hostia.

Si tú, puedes ver a Dios en la hostia consagrada —y claro que puedessi tienes algo de fe—podrás verle con la misma realidad en los sacerdotesbautizados que forman la congregación y en el celebrante ordenado ante elaltar. Porque Jesucristo está tan auténticamente presente en éstos como loestá en la hostia. En la hostia está sacramental y sacrificialmente presente.En los bautizados y en los ordenados está presente sacrificial y mística-mente. Es distinto el modo de estar presente; pero esa diferencia de modono altera la realidad de la presencia.

Cuando te refieres a la «presencia real» crees, con toda la fuerza de tufe católica, que hablas de la realidad. No vacilas en decir que «bajo lasapariencias del Pan y del Vino» ves a Jesucristo. Esa misma fe católicaenseña, y tú deberías asimilar esta enseñanza, que existe otra «presenciareal» en los miembros del Cuerpo Místico.

«Las apariencias engañan». Nadie pondrá en duda la verdad queencierra ese conocido axioma. Pero nunca contuvo una verdad tanpersonal, una verdad tan vital, una verdad tan santa como cuando lo

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aplicamos místicamente y sacramentalmente. En la Misa, el pan y el vinotienen el mismo aspecto después de la Consagración que tenían antes. Pero¿fueron las apariencias más engañosas alguna vez? Antes de pronunciar yoesas palabras «que tienen el poder del trueno» y que el Hijo de Dios meordenó decir en su Nombre y en su Persona, el pan es ingrávido y el vinocasi inapreciable—una onza aproximadamente—de una botella muybarata. Pero después de estas palabras, ¡qué peso en ese pan! ¡Qué valorinfinito en ese vino! Dios está allí. O, más exactamente, el Dios-Hombreestá allí.

Esta exactitud será necesaria para esos literalistas, que me dirán que«ningún hombre puede ver a Dios». Desde luego, tienen razón si serefieren a Dios tal como es, a Dios en su esencia; porque Dios es el máspuro de los espíritus, el más sencillo de todos los seres sencillos, y nopuede ser visto por los ojos corporales, i Pero la presencia de Dios sí puedeser vista!

Tú nunca has puesto los ojos en tu alma. Nunca lo harás. Pero ¿seráscapaz de decirme que nunca has visto la presencia de tu alma? Mírate alespejo y fíjate en la luz de tus ojos, el color de tu rostro, el -movimiento detus labios cuando sonríes ante la locura y la falacia de esos literalistas queaseguran es imposible ver a Dios porque es un Espíritu. Pero si seempeñan en ser literales, dejémosles en libertad, pero pidámosles queadmitan la luz de tus ojos llenos de fe y la capacidad para ver con ellos«bajo las apariencias...» a tu Dios.

Repito la frase técnica porque habrá de conducirnos a la realidadmejor de lo que ninguna otra cosa pueda hacerlo tal vez, con referencia ala Misa y a la visión de Dios.

«¡Veréis a Dios!», es lo que el Cura de Ars, San Juan Vianney, solíadecir en uno de sus más efectivos sermones. Señalando con el dedohuesudo a su auditorio, repetía una y otra vez la frase casi hastaatemorizarle. Se refería al Juicio Final. Pero yo te digo lo mismo cuando tediriges a Misa: ¡Verás a Dios! Pero no será en su aspecto de juez.

Verás a Dios «bajo las apariencias» de la carne humana cuandocontemples a los fieles cristianos allí reunidos para ofrecer Dios a Dios.Allí estará. No «sustancialmente», como estará en la hostia después de laConsagración. Pero allí estará igualmente real. Abre tus ojos a la realidad yen esos niños impacientes de los que el párroco parecía quejarse verás aAquel que dijo: «Dejad a los niños y no les estorbéis de acercarse a Mí,porque de los tales es el reino de los cielos» (Mat 19, 14). En los jóvenes

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que el párroco vio charlando tú verás, a Aquel a quien los leprosos vieron«entrando en una aldea» (Luc 17, 9), y se acercaron para que los limpiara,y los limpió. Verás a Aquel a quien Jairo rogó que acudiera junto al lechode su hija, recién muerta, y a quien Cristo volvió a la vida diciendo:Talitha cumi (Mar 5, 41). Verás a Aquel ante quien Tomás se inclinó en élCenáculo una semana después de la Resurrección y. a quien llamó: «Señormío y Dios mío» (Juan 20, 29). En las elegantes señoras que, según elpárroco, miraban a sus vecinas, verás a Aquel a quien vio MaríaMagdalena en el banquete de Simón, y cuyos pies lavó con lágrimas. Verása Aquel a quien la mujer adúltera vio escribiendo en la arena y de quienrecibió el perdón. Verás a Aquel a quien vio la Samaritana, cansado ysediento, junto al pozo de Jacob y del que recibió la revelación de que erael Mesías. En los hombres que se limitan a esperar el final de la Misa,como dijo el párroco, verás a Aquel que amó a los suyos que estaban en elmundo y los amó hasta el fin.

Verás a Cristo, al mismo Cristo que aquellas gentes contemplaronantiguamente; pero le verás como ninguno de ellos le vio antes de haberdicho, su primera Misa. Aunque San Pablo nos dice que «Jesucristo es elmismo ayer, hoy y siempre» (Heb 13, 8), tú no le verás hoy como le vioNatanael cuando le llamó «Rabí», ni como le vio el joven cuando le llamó«Maestro Bueno». Sólo le verás como le vio la Magdalena cuando le llamó«Raboni». Porque es el Cristo resucitado que es Cabeza del CuerpoMístico, que vive en sus miembros, y en quien sus miembros «viven, semueven y tienen vida» (Hechos 17, 28). Es el Cristo resucitado el que estápresente «bajo las apariencias» de su carne y de su sangre, y es «por Él ycon Él y en Él» el Cristo resucitado para que estos cristianos puedan dar a,Dios «todo honor y gloria» cuando ofrecen la Misa. Por eso yo té apremioa que abras bien tus ojos de la fe y veas la realidad de las realidades:«Cristo, amándose a Sí mismo».

Hoy día, el principal asesino de la alegría del alma es la falta derealismo que produce la miopía espiritual y no nos deja ver a Cristo endonde está realmente: en cada uno de los bautizados que nos rodean.Bossuet puede liberamos de esta debilidad. Porque lo vio con la claridadmás absoluta, puede decirlo con absoluta convicción: «La Iglesia es Je-sucristo prolongado en el espacio y en el tiempo y comunicado a loshombres», John Gruden, uno de los teólogos americanos, tenía la mismaclaridad de visión. Por ello pudo decir: «Separar a Cristo de su Iglesia o ala Iglesia de la persona de Cristo es destruir la esencia misma delcristianismo.» Estos hombres miraron a la Iglesia, constituida por los fieles

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vivos, y vieron a Jesucristo vivo. «Bajo las apariencias» de los católicosbautizados, reconocieron a Cristo como contemporáneo nuestro.

Tal vez el polvo levantado por los seudo-intelectuales sea lo que seles ha metido en los ojos a tantos católicos modernos. Estos hombres taninteligentes han escrito tanto sobre «el Cristo histórico» que algunos deellos han llegado a considerar al Hijo de Dios sólo como una figurahistórica. Grande, desde luego, la más de la Historia, tal vez. Pero estaadmisión, aunque cierta, está muy lejos de la verdad de Cristo y delcristianismo. Donde fallan estos seudo-intelectuales es en el punto clave dela fe, y esté es el punto en que tú no debes fallar jamás; esto es, «que elCristo histórico» es un hombre de nuestro tiempo. Porque el Cristo físico,que fue visto hace mucho tiempo en Belén, en Nazaret, en Jerusalén y enCafarnaúm y el Cristo místico que vemos hoy día en los católicos deBoston, Beirut, Bombay y Berlín no son dos personas distintas. Esto no esposible, pues, como hemos oído decir a Pablo, «Jesucristo es el mismoayer, hoy y por los siglos» (Heb 13, 8).

Mírate a ti mismo y s tus prójimos católicos reunidos para la Misa, yve en ellos lo que son: una miniatura del Cuerpo Místico cuya Cabeza es lasegunda Persona Encamada de la Santísima Trinidad. Comprende que asícomo Dios utilizó la carne y la sangre de María Inmaculada para encar-narse en su Cuerpo físico, igualmente utiliza tu carne y tu sangre y la detodos tus prójimos católicos para prolongar esa encarnación en el CuerpoMístico. Comprende, con la comprensión más aguda posible, que así comonecesitó del Cuerpo físico tomado de María para poder ofrecer su primeray única Misa, os necesita ahora a ti y a tus prójimos católicos, que formáissu Cuerpo Místico, para que aquella su única Misa sea presente para ti enéste tiempo y en este lugar.

¡Qué cerca está Dios! ¡Qué amados sois por Él tú y tus prójimoscatólicos! ¡Qué próximos y amados deberían resultar para ti cada uno delos miembros de la congregación reunida en la Misa! Como son miembrosde Cristo, son Cristo. Mírale a Él en ellos, y a ellos en Él. Sólo entoncescontemplarás una auténtica realidad.

Ya sé que me dirás que en esa congregación hay algunos que llevanuna vida lo menos semejante posible a la de Cristo, y cuyas acciones nadatienen de sacerdotales. Incluso puedes estar en condiciones de añadir conbastante certeza que éste o aquél están viviendo prácticamente lo que sedice «en pecado». Eso no altera la realidad. Si no han sido excomulgadosni han perdido su fe siguen siendo miembros de Cristo. Miembrosmuertos, es verdad; pero miembros que pueden ser traídos de nuevo a la

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vida. Dostoyevsky, el gran novelista ruso, establece una sólida directrizdoctrinal respecto a estos miembros cuando dice: «No miremos nunca alos pecadores más que con amor; porque así, y sólo así, es como podremosparecemos a Dios.»

Dios contempla con amor a cada pecador. Tal vez nunca lo hace conmás amor que cuando nos ve en la Misa. Porque ¿no afirmó Cristo mismoclaramente: «No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores»?(Mar 2, 17). ¿Y no dijo a los sumos sacerdotes y a los jefes del pueblo ellunes de la primera Semana Santa: «En verdad os digo que los publícanosy las meretrices os preceden en el reino de los cielos?» (Mat 21, 31).¡Cómo podría nadie dudar del amor de Cristo por los pecadores cuando apunto de ofrecer ese «recuerdo de su Pasión» que llamamos Misa, serecuerda que Cristo murió por los pecadores, y que es cierto que «nadietiene un amor mayor que este de dar uno la vida por sus amigos!» (Juan15, 13).

Cristo resucitó para que no pecáramos más, es cierto, pero siconocieras a algunos cristianos que, desgraciadamente, estén aún en supecado, acércate a ellos reverentemente, pues mientras estén en la tierra,siempre existe una posibilidad para Cristo de obrar en ellos una especie deresurrección. Tal vez tú, al ser lo suficientemente realista para ofrecer laMisa esta misma mañana tal y como deberías ofrecerla, puedas hacer unaPascua para Él dentro de ellos, y para ellos dentro de Él. Haz tuya la sabiaobservación de San Agustín: «No hay motivo para desesperar de la saludde la que aún es una parte del cuerpo». Los pecadores que no hayan sidoexcomulgados, separados de la Santa Madre Iglesia, o no hayan perdido lafe, siguen siendo miembros de su Cuerpo.

«He visto a Dios en un hombre», dijo un campesino francés a suregreso de Ars, después de haber visto a Juan Vianney, el Cura del pueblo.Sabiendo ahora lo santo que era aquel curita huesudo, podríamos sentirnostentados de dejar pasar esta observación para no acentuar lo evidente. Peroespera un momento. No todos los que vivían en Ars en aquella época, nitodos los que iban a Ars, habrían hecho la misma observación. Eranmuchos los del pueblo que consideraban al cura un metomentodo, un viejocura chiflado. Muchos de los que visitaron Ars no vieron en él más que uncura excepcionalmente piadoso y sumamente celoso. Pero el campesinoque aseguró haber visto a Dios en un hombre vio la realidad. Vio lo que túy yo deberíamos ver, cada vez que miramos a un hombre que ha recibidolas Ordenes Sagradas, y mucho más si le contemplamos investido para elsanto Sacrificio.

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No me arguyas que te sería fácil ver a Dios en un hombre como elCura de Ars, pero que necesitarías bastante más que una visión espiritualde 20/20 para ver a Dios en algunos de los sacerdotes que conoces. Esto noes ser realista. Recuerda que ahora estamos viendo «bajo las apariencias»,mirando a lo hondo y descubriendo a Aquel que está allí. En la Misa nosencontramos cara a cara con Dios. Despertemos a la realidad y veámosleen donde está: en el pueblo, en el sacerdote y—gracias a ellos—,finalmente, en la hostia.

Y digo «gracias a ellos» porque Cristo no podría estar en su CuerpoMístico si tu sacerdote y tus compañeros católicos no hubieran dado eseasentimiento de amor que llamamos fe. Hubieron de asentir tan librementecomo lo hizo María antes de ser cubierta por la sombra del Espíritu Santoy antes de que el Cuerpo físico de Jesús empezara a tomar forma en ella. Ynunca olvides el hecho de que es gracias a ese mismo Espíritu Santo cómoel Cuerpo Místico del mismo Jesucristo se forma a través de ti y de tusprójimos católicos. Y, finalmente, que «gracias a ellos» es sumamente realcuando nos volvemos hacia la Misa, pues sólo porque el sacerdote ofreciósus manos para que fueran crismadas, puede venir Jesucristo en forma sa-cramental y estar presente en la hostia.

Estoy seguro de que alguna vez habrás pensado en Juan el Bautistamientras contemplabas al sacerdote celebrante elevar la hostia y decir:«¡He aquí al Cordero de Dios, que quita los pecados del mundo!» EiBautista fue el primero en pronunciar estas palabras al ver un día a Jesúsacercándose a él. Es muy probable que hayas llegado a considerar alPrecursor como el más grande nacido de mujer. Es casi inevitable, pero esun error. Y digo que es casi inevitable porque el mismo Cristo alabó a Juancomo ningún hombre ha sido jamás alabado por Dios, puesto que Jesúsdijo: «En verdad os digo que entre los nacidos de mujer no ha parecidouno más grande que Juan el Bautista» (Mat 11, 11).

¿Quién no estaría de acuerdo después de escuchar la milagrosaconcepción de Juan y sabiendo todas las maravillas que precedieron yacompañaron a su nacimiento? ¿Quién contemplaría al Bautista de otraforma después de verle pasar su juventud y parte de su madurez en eldesierto, abandonándolo sólo para electrizar a todo Israel con suspredicaciones? Encendía de tal manera al pueblo que el Sanedrín se sintióconmovido y enviaron mensajeros a preguntar si era el Cristo. Ya conocesla respuesta de Juan: «Yo no soy el Cristo».

Tal respuesta no la podría dar ningún sacerdote ordenado. Sipreguntaras al celebrante de cualquier Misa si es Cristo, ¿qué respondería?

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Acaba de inclinarse sobre un pan sin levadura y acaba de decir: «Este esmi Cuerpo», y el Cuerpo de Jesucristo estuvo allí, en sus manos. Hizo lomismo sobre un cáliz con vino, diciendo: «Esta es mi sangre», einmediatamente, en aquel cáliz, estuvo la Sangre de Jesucristo.

¿Insinúo acaso que el sacerdote ordenado es más grande que Juan elBautista? ¡Nada de eso! No lo insinúo. Lo afirmo rotundamente,audazmente. Y no me detengo ahí: añado que, no sólo el sacerdote ungidopor el sacramento de las Ordenes Sagradas, sino que tú y todas las demáspersonas, hombres y mujeres «ordenados» por el sacramento del Bau-tismo, sois más grandes que Juan el Bautista. Ese es el efecto que seprodujo en el orden ontológico cuando el carácter sacramental—esecarácter que es el carácter de Cristo Sacerdote—se grabó en tu alma y en lamía. ¿Que cómo me atrevo a decir estas cosas? ¿Que cómo me atrevo acontradecir en apariencia la afirmación de Jesucristo cuando dijo que entretodos los nacidos de mujer nadie se había elevado a mayor altura que Juanel Bautista? Fíjate bien, y verás cómo al decirlo no contradigo a Jesucristo,que hizo la declaración arriba, mencionada. Me limito a ser un eco suyocuando completó aquella declaración con estas palabras: «Pero el máspequeño en el reino de los cielos es mayor que él» (Juan el Bautista) (Mat11, 11).

Responderás que nunca has tenido conciencia de esta grandeza, y sinduda dirás la verdad. Pero la conciencia psicológica es una cosa y larealidad ontológica otra muy distinta. Ningún niño recién nacido estápsicológicamente consciente del hecho de poseer un alma inmortal. Peroesa falta de conciencia no cambia el hecho ontológico; tiene un almainmortal. Precisamente esta conciencia psicológica de la realidadontológica es la que tratamos de producir en ti al esforzarnos en enseñartela manera de que saques más provecho de la Misa y la manera de hacertemás santo mediante la Misa. Porque estamos profundamente convencidosde que esta falta de conciencia psicológica de sus prerrogativas personales,esta ausencia de dignidad trascendente, esta ignorancia del sagrado poderque poseen, es lo que ha producido tantos católicos anémicos y apáticos.

¿Por qué crees que San Pablo insistía tanto sobre el «estar en CristoJesús»? ¿Por qué dijo a los Romanos que «si hemos muerto con Cristo,también viviremos con Él»? (Rom 6, 8). ¿Por qué les dijo a los Corintiosque «el que es de Cristo se ha hecho criatura nueva»? (Cor 2, 5, 17). ¿Porqué dijo a los Gálatas que «lo que importa es la nueva criatura»? (Gal 6,15). ¿Por qué ordenó a los Colosenses «vestirse del hombre nuevo»? (Col3,10). ¿Por qué a «vestirse del hombre nuevo, creado según Dios, en justi-

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cia y santidad verdaderas»? (Ef 4, 24). ¿No resume esto aquelimportantísimo mandamiento dado a los Romanos, pero destinado a ti y amí y a todos los nacidos de mujer: Induimini Dominum Jesum Chistum(Vestíos del Señor Jesucristo)? (Rom 13, 14). Pero, en el orden ontológico,en el orden del ser, de la realidad, no podemos «vestirnos del SeñorJesucristo», porque, verdaderamente, nos hemos vestido ya en elBautismo. Por eso, a lo que San Pablo nos exhortaba era a una concienciapsicológica más aguda de la realidad ontológica mediante la reflexiónfrecuente y la meditación sincera; pensando y queriendo. Resumiendo:convenciéndonos verdaderamente de que nosotros somos Cristo.

Lo que San Pablo quería que todos nosotros tuviésemos y lo quenecesita cada uno de los cristianos es la conciencia de ese «milagrosointercambio» ya efectuado por los sacramentos, y prometido y pedido porCristo mismo precisamente antes de ofrecer su primera Misa. «Quelleguemos a comprender que Él está en el Padre, y nosotros estamos en Él,y Él está en nosotros» (Juan 14, 20). Haz de la Misa el acto de amor que esen realidad y la promesa siguiente hecha por el mismo Cristo en la mismaocasión tendrá cumplimiento: «El que recibe mis preceptos y los guarda,ése es el que me ama; el que me ama a Mí será amado de mí Padre, y Yo leamaré y me manifestaré a él» (Juan 14, 20).

Contempla la realidad y mírala prácticamente en el terrenopsicológico. Hace tiempo oí contar de un hombre que había tomado unmarco viejo de su buhardilla, colocándolo en un espejo muy bueno queacababa de adquirir. Acoplaba perfectamente, e incluso hacía juego conotras tallas que había cerca del lugar en que pensaba colgarlo. El hombreestaba entusiasmado con lo que había hecho «él mismo»; pero al colgar elespejo vio en la parte inferior del marco que alguien había tallado en ellasólo este nombre: Cristo. Indudablemente, el marco habría contenidoalguna imagen del Dios-Hombre antes de haber sido arrumbado en labuhardilla. El hombre vaciló un momento. Se preguntó si estaría bien dejarallí este nombre san to mientras usaba el marco para un espejo. Entoncesse le ocurrió la idea de que cuando mirara aquel espejó estaría viendo,«bajo la apariencia» de sus «facciones propias», nada menos que a Aquelcuyo nombre había sido grabado en el marco. Esa es la realidad. Eso esteología. Eso es verdad. Cada vez que miraba aquel espejo, el nombregrabado en él llamaba al dueño a la realidad y le proporcionaba laconciencia psicológica de la práctica.

Cuando utilizamos un espejo, ¿por qué no recordamos que todos losseres humanos son un espejo indestructible que lleva en lo más profundo

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de su corazón el reflejo del Dios Creador, y que toda persona válidamentebautizada es un espejo irrefragable que desde lo más hondo de su pro-fundidad refleja el rostro sacerdotal de Jesucristo?

Ninguno de estos espejos puede dejar de mancharse—los humanospodemos pecar—, pero todos son indestructibles, pues ningún humanopuede dejar de ser una imagen de Dios. La conciencia psicológica podrá,pues, aumentarse, si cada vez que contemples un espejo reflexionas sobrela realidad práctica y lo miras con hondura suficiente para ver «bajo lasapariencias» de tus propias facciones humanas a quien realmente está allí:Jesucristo. No es necesario prevenir a nadie para que no spa como el varónde quien dice Santiago: «Contempla en un espejo su rostro, y apenas secontempla, se va y al instante se olvida de cómo era» (Sant 1, 24). Tienesque ver algo más que el rostro que te dio la Naturaleza. Y no olvides nuncaque tú tienes la semejanza de Cristo.

Hoy está de moda el «personalismo», tanto en la teología y filosofíacomo en el arte y en la literatura. Es básicamente una exigencia desinceridad. Este movimiento es bueno siempre que no se extralimite. Poreso me atrevo a decirte que, cuando estés en Misa, seas lo bastantemoderno para ser sinceramente personalista. En Misa debes expresarte a timismo lo más completamente posible. Esto no lo conseguirás mientras note des cuenta de quién eres y comprendas lo que debes hacer. El impulsode tu alma a lo que apunta más directamente es a eso. Tú quieres gestossinceros, palabras auténticas, sencillas, verdaderas, actitudes con unsignificado claro e inteligible. En resumen: quieres un encuentro con Dios.Ontológicamente lo tienes, pues eso es la Misa. Pero tal vez, hasta ahora,no lo hayas tenido psicológicamente, ya que nunca habrás analizado estafrase que se viene haciendo tan común que a veces suena demasiadosuperficial: «encontrarse con Dios».

Encontrarse quiere decir «reunirse». Pero reunirse con una personarequiere una unión de lo distinto, incluso de lo opuesto. Cuando tú y yonos encontramos existe una unión, una comunión entre dos personas queson, y siempre seguirán siendo, distintas. Esta unión puede tener lugar enlo que se llama orden intencional; es decir, en un nivel de reconocimientoy de amor. No puedo amarte mientras no te conozca. No puedo conocertehasta que no me encuentre contigo, te vea, te oiga, y tal vez te toque. Ynunca llegaré a conocerte realmente si no te amo. Por ello se dice que dospersonas sólo se reúnen cuando existen el reconocimiento y el amormutuo.

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Tú no te reúnes con todos los que se encuentran físicamente cerca deti. Tú no te reúnes con todos los que viajan contigo en el Metro cuando vasal trabajo, ni con todos los que por casualidad asisten a la mismaconferencia, al mismo concierto, función o espectáculo al que tú asistes.La proximidad física puede permitir cierta apariencia de unión, pero noexiste ninguna unión real, personal, ni comunión alguna a menos queexista el intercambio mutuo, el conocimiento mutuo, el amor mutuo.

Por ello, si tanto hablar de «encontrar a Dios», «de reunirse conCristo» en la Misa ha de conducir a algo, tiene que existir algúnconocimiento directo del hecho práctico y del amor consiguiente. Yo debosaber que Cristo y yo estamos reunidos, pues una reunión de personas esun acontecimiento psicológico. De ahí que deba existir conciencia delcontacto, sin la cual no existe verdadera reunión. Por eso es por lo que meatreví a utilizar las palabras de San Juan: «Proclamamos... lo que hemosoído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos mirado y lo quehemos tocado con nuestras manos», y sugerí que tú las tomaras y te lasaplicaras en la Misa. San Juan se reunió con Cristo en su Cuerpo Místico.Tú no puedes hacerlo directamente. Tú sólo puedes hacerlo sacramental ymísticamente. Tú puedes reunirte con Él «bajo las apariencias de...» Peroes a Jesucristo a quien ves, oyes, paladeas y tocas. Tú puedes conocer aAquel con quien te reúnes. Si te reúnes con Él le amarás; y debes reunirtecon Él en la Misa, porque la Misa es un «encuentro con Dios».

Fíjate bien que no sugiero que vayas a tener una experiencia místicaen el sentido técnico, estricto; y limitado de ese término; una experienciacomo las experimentadas y descritas por Santa Teresa de Jesús, San Juande la Cruz y otros místicos bona fide, pues esa experiencia se debe a unagracia especial de Dios. Eso es contemplación infusa en el sentido estrictodel término. Pero tú tienes que darte cuenta de que esa realidadexperimentada por ellos será una realidad, una realidad ontológica en tupropia alma en este momento, si te encuentras en estado de gracia. Portanto, hasta cierto punto debería existir una conciencia psicológica de estarealidad. Y la habrá si piensas teológicamente.

Detente aquí el tiempo suficiente para preguntarte si hay alguna otramanera de pensar sobre la realidad que no sea teológica. Nosotros somosporque Dios es. Encontramos la verdad cuando encontramos a Dios, yencontramos a Dios cada vez que encontramos la verdad. La Misa es larealidad de todas las realidades, porque la Misa es Jesucristo y Jesucristoes la Misa. La Misa es Agape —Amor—, y Agape es el corazón de todoser.

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Esto va como entre paréntesis porque hoy día hay gentes quecondenan cosas que no pueden ser condenadas con una frase que nuncahubiera debido utilizarse para condenar. «Teologizante» es uno de esostérminos condenatorios. Vuélvelo sobre esos presuntos pensadores ydemuéstrales cómo se debe pensar.

Para enfrentarnos de lleno con la realidad, reconocemos en el actoque estamos tratando de lo sobrenatural; y lo sobrenatural no es, en sí, elobjeto inmediato de la conciencia. Sólo podemos conocerlo a través de lafe. Pero una fe viva, una fe animada y amante que proporcione acualquiera una especie de intuición de la misteriosa realidad que tienelugar en la Misa. No sólo allí, sino en las mismas profundidades de tualma, y esto a través de la gracia. Sí, y también en todos los actos de feordinarios. En cada una de estas tres realidades existe un encuentro conDios y con cada una de las Personas de la Santísima Trinidad. Las asocia-mos aquí porque están asociadas en la Misa, y porque cada una esnecesaria para la conciencia psicológica que estamos tratando de suscitar.

La Misa es el Mysterium Fidei. Requiere fe. Pero ¿has pensadoalguna vez que un acto de fe es en realidad un acto de-amor y que cadaacto de amor es, básicamente, un acto de fe? Porque si lo analizasestrechamente, verás que, en resumidas cuentas, tú no crees un dogma defe, una verdad revelada o un artículo del Credo. No. Tú crees a unaPersona. Esto puede ser que suene algo al moderno concepto«personalista». Si lo es, lo será sólo por ser tradicional. Y aquí voy adecirte algo que te tranquilizará o, al menos, borrará el temor a muchas delas cosas llamadas «modernas» en filosofía y teología, que, en realidad, nonos proporcionan ninguna verdad nueva, pues son tan sólo términosnuevos para una comprensión más viva de la que tuvieron nuestrosantepasados.

Fíjate en esta cuestión de la fe. La tradición ha definido siempre elacto de fe como «un asentimiento de la mente a la verdad revelada por laautoridad de quien la revela». Unas veces, los maestros acentuaron «elasentimiento de la mente», otras «la verdad revelada»; y otras «la auto-ridad de quien, la revela». Pero ¿no te das cuenta de que en el fondo cadaasentimiento de la mente no es sino un acto de confianza en la persona querevela? ¿Por qué creemos que Jesucristo está en la Misa? En el fondo,porque Él mismo lo dijo, y confiamos en Él. Y en esa confianza amamos ala segunda Persona de la Santísima Trinidad. De ahí que la fe sea «unencuentro con Dios». Es como mirar a Jesucristo a los ojos y exclamar: ¡Tecreo!

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Pero antes de que alguno de nosotros pudiera llegar a hacer esotendría que existir, siempre en el orden ontológico, otro «encuentro conDios»: el de la gracia, actual y santificante. Tanto los teólogos de ayercomo los de hoy han enseñado y enseñan qué la gracia produce unatransformación ontológica del alma. Mediante la gracia santificante,fuimos tú y yo elevados sobre lo natural y se nos concedió unaparticipación en la misma vida de Dios. Así se estableció una nuevarelación entre nosotros y cada una de las tres Personas de la SantísimaTrinidad que vinieron a habitar en nosotros. Esto significa «encuentro conDios». El encuentro fue práctico desde el primer momento de la infusiónde la gracia, pues desde aquel momento el Dios trino habitó en nosotros enel orden ontológico. Fue una reunión de Personas, y una unión de los queson opuestos. Pero sólo lo fue en el orden ontológico. Porque, como SantoTomás de Aquino enseñó con tanta lucidez, las tres Personas habitan ennosotros como objetos de conocimiento y de amor, por virtud de la graciasantificante, sin actos particulares de conocimiento y de amor. Esto quieredecir que no es precisa la conciencia psicológica de que habiten ennosotros las tres Personas. Pero existirá si piensas teológicamente cuandoofreces la Misa.

La Misa es un Sacrificio. ¿Cómo sabemos esto? Por el conocimientoque proporciona la fe. Creemos en Jesucristo. Pero ¿por qué le creemos?La verdadera respuesta a esto es: «Porque Dios nos amó antes» (1 Juan 4,10). Dios nos dio la gracia para creer. Fue un don y, como tal don, teníaque ser recibido por nosotros. Así ves el «encuentro» que tuvo lugar antesde la Misa y el «encuentro» que tiene lugar en la Misa. Ontológicamente,no puede ponerse en duda su realidad. Psicológicamente, depende denosotros, porque la vida sobrenatural es cuestión de cooperación. Es queCristo viene a nosotros llamando a la puerta de nuestro corazón yesperando que le invitemos a entrar.

Nunca es más cierto esto que en la Misa. En la Misa tenemosconocimiento de la presencia de Cristo. Pero no somos lo bastante sutilespara comprender que, prácticamente, presencia significa Persona.Necesitamos avivar nuestro acto de fe en su presencia, convirtiéndolo enuna respuesta existencial—para emplear la terminología moderna, aunqueno para decir algo nuevo—al diálogo de la gracia que Él inició y continúa.Si comprendes, aunque sea de manera confusa, que Él está allí, te daráscuenta tanto de la presencia como de la Persona. Tendrá lugar la reunión,una nueva reunión intencional, gracias al amoroso conocimiento de Él.Así, cada Misa será un nuevo contacto con tu Amado; y análogamente a lo

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que acontece con cada nuevo contacto con un ser humano al que conoces yamas, habrá un aumento del amor y del conocimiento de tu Dios.

Observa atentamente esa analogía. Cuanto más se ama a una personamás se llega a conocerla, ya sea él o ella. No por lo que él o ella son, sinopor quienes son. Tú puedes saber mucho sobre una persona a la que nuncahas encontrado. Pero sólo cuando la encuentres podrás llegar a conocerlacomo persona, pues sólo así se establece una relación, una relación viva yun vivir consciente de la relación popular de «Yo-Tú». Ahí están claramen-te ese conocimiento mutuo y ese amor que ya hemos visto unen y oponen ados personas.

Por favor, no vayas a creer que toda esta terminología moderna «seme ha subido de pronto a la cabeza». La empleo sólo para demostrarte queno hay nada «pasado de moda» en la manera con que trato de enseñarte asacar más provecho de la Misa y a hacerte cada vez más santo a través dela Misa.

La reunión continua con un ser humano hace más profundo nuestroconocimiento de él como persona. Penetremos más profundamente y conmayor claridad en ese centro que sustenta toda su personalidad, y asívamos sabiendo cada vez mejor quién es; no simplemente lo que es. Lomismo nos pasa con Cristo. Cuanto más nos reunimos con Él en la Misa, ynos reunimos con Él como Persona, vamos sabiendo con mayor precisiónquién es. No tardamos en ver que es «nuestro refugio y fortaleza», comotantas veces cantó David antiguamente, y que sobre Él podemos descansarnuestra debilidad de mortales y nuestras penetrantes aspiraciones deinmortalidad. Llegamos a conocerle como el Amor, y. aumenta nuestroamor por Él, como Verdad, Camino y Vida. Pero nunca olvides que Jesúses una Persona divina. Por ello, no esperes un conocimiento completo yexhaustivo dé Él como Persona, Si incluso con los humanos el fondo desus personalidades es y seguirá siendo siempre un misterio, tanto másocurrirá con una Persona divina. Si el amor del esposo y de la esposa va enaumento, y cada vez significan más el uno para el otro a causa de laasociación constante, del mismo modo Cristo significará más para nosotrosa medida que nos reunamos más con Él. El amor nos proporcionará unapenetración cada vez más profunda; aunque nunca nos proporcione elconocimiento completo, ni siquiera en el cielo. Pero la Misa puede ser lomás cercano al cielo mientras sigamos en la tierra, sólo con que hagamosde ella la realidad que es; pues es Amor.

Hablar del cielo me recuerda Otra palabra muy popular en lastendencias del día: esta palabra es «escatológico». Tal vez te parezca una

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palabra extraña, pero lo que significa no tiene en realidad nada de extraño.Habla de esas cosas de las cuales eres continuamente consciente por esacombinación peculiar de realidades paradójicas que llevas dentro y que yahe mencionado: las incertidumbres de tu existencia mortal y la certidumbrecompleta, indiscutible, de tu inmortalidad. «Escatológico» quiere decir ladoctrina de «las postrimerías»: la muerte, el juicio, la gloria y el infierno.Estas cuatro cosas se centran en torno a Cristo Jesús, pues la muerte no esmás que la venida de Cristo para cada uno de nosotros. Luego viene eljuicio de Cristo, seguido de una unión interminable con Él en amanteconocimiento y amor, o bien, la separación de Él para toda la eternidad.Todas las Misas son «escatológicas» en cuanto cada Misa es «una venidade Cristo». Ya en el relato de San Pablo sobre la institución de la SantaEucaristía como sacrificio y como sacramento, encontramos estaspalabras: «Cuantas veces comáis este pan y bebáis este cáliz, anunciaréisla suerte del Señor hasta que Él venga» (1 Cor 11, 26).

Como ves, eso es relacionar la Misa con la última venida de Cristo.Pues en la noche en que instituyó este «memorial» que había de ser unrecuerdo vivo, Cristo tenía plena conciencia de que al día siguientemoriría. También sabía que un día volvería. Así nos lo dijo anunciando quesería de repente: «Porque como el relámpago que sale del Oriente y brillahasta el Occidente, así será la venida del Hijo del Hombre... De aquel día yde aquella hora nadie sabe, ni los ángeles del cielo ni el Hijo, sino sólo elPadre» (Mat 24, 27, 36). Para el período comprendido entre su ausenciadel día siguiente y su venida final, Cristo nos dejó la Misa como un«memorial», como su venida sacramental cotidiana, para recordarnos esavenida final cuando aparezca «el estandarte del Hijo de Dios en el cielo» yse le vea «venir sobre las nubes del cielo con poder y majestad grande»(Mat 24, 30).

Por eso, la Misa, en su relación escatológica, debiera consolarnos, ydarnos la seguridad de que este mundo nuestro no ha de perecer porcualquier «accidente» producido por el desvarío de los hombres. Cristo haprofetizado que Él le pondrá fin en el día y la hora que «el Padre ha fijadoen virtud de su poder soberano» (Hechos 1, 7). Entonces será cuandoCristo se presente como Juez. Pero en la Misa viene como Comida y comoBebida; como Amante para la entrega total de Sí mismo; casi podríamosdecir como recompensa.

Por tanto, la Misa no sólo es un recordatorio del fin humano deCristo, sino de nuestro propio fin y del final del tiempo. Nos demuestra larealidad. Nos demuestra que vivimos continuamente en un «suspense»

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porque la venida repentina, sorprendente, como un relámpago, de Cristo essiempre una posibilidad para el instante siguiente. En cualquier momento,Cristo puede venir a juzgar al mundo. Esa es una de las realidades que laMisa debería poner ante nosotros al reunimos con Cristo en su santoSacrificio. Y esa realidad nos proporciona gozo. Porque aunque sepamoslo que nos reserva el día de hoy, y no digamos el de mañana, aunque nosepamos si la eternidad va a empezar mañana u hoy mismo, estamosseguros de que en ese momento estamos reunidos con Cristo—en Persona—, y todo irá bien. Ese hecho nos dice que, suceda lo que suceda despuésde la Misa, en este día o en cualquier otro, «todo irá bien» porque seráhechura suya. Con estas verdades por delante seríamos unos estúpidos sino hiciésemos «escatológica» cada Misa.

Para dos amadísimos amigos míos, la Misa fue un día el finescatológico, en el sentido de que fue su reunión definitiva con Cristocomo Juez y—según las razones que tengo para esperarlo—comorecompensa. Uno de ellos, médico, se reunió con Cristo precisamente en elmomento en que se levantaba para ir al comulgatorio. El otro, 'sacerdote,se reunió con Él, precisamente al tomar el cáliz, después de revestirse paradirigirse al altar a celebrar la Misa. La Misa de hoy podría ser«escatológica» en ese sentido para ti y para mi...

Algún día celebraré mi última Misa. Ese día pudiera ser hoy. Un díatú ofrecerás tu última Misa. Ese día podría ser mañana y también hoy.Fíjate lo inseguros que estamos. No podemos prometernos ni a nosotrosmismos nuestro próximo latido o nuestra próxima respiración. Fíjate, encambio, en lo seguros que estamos de que Cristo nos ama: todos los días seofrece a nosotros como Comida y Bebida, y, según dije antes, comoAmante que se ofrece por completo, como un don total. Verdaderamente,viene en cada Misa como recompensa. ¿Por qué río considerar de la mismamanera su venida en la muerte? Vendrá «como un ladrón», según nos haanunciado. Pero sólo para arrebatarnos hacia el abrazo eterno del amor,que llamamos cielo, si hacemos de la Misa nuestra vida y de nuestra vidauna Misa. En cada Misa viene para entregarse a nosotros por entero, paraencontrarse con nosotros cara a cara, para ofrecernos a nosotros «en Él» alPadre. Eso es la Misa. Eso es el Amor. Ese es el «milagroso intercambio».Esa es la realidad. Ese es el «encuentro con Dios».

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CAPÍTULO IV

« E P H E T A »

PROBAD Y VERÉIS...

Esta mañana contemplé la aurora sobre los cerros distantes. Suhermosura no era sólo visual, sino melódica también. Más aún: era unarevelación teatral. La majestuosa línea del horizonte oriental se encontrabaen movimiento. A medida que el rojo profundo ascendía desde el seno azulde la aurora, iba palideciendo y adquiría un tono rosado más encantadoraún, delicadamente bordeado de azafrán, de amarillo y de oro pálido.Luego, con, soberana lentitud y serenidad, salió el sol. Las nieblas demayo que se levantaban de los campos verdes y frescos y subían hacia elsol parecían nubes infinitas y delgadas de incienso. Era como si laNaturaleza estuviera en adoración. No tardé en encontrarme declamandoen voz baja los versos de Thompson en su «Oda a Oriente»:

Mirad cómo en el sagrado día de Pascuaun sacerdote consagrado, luciendo todas sus túnicas pontificales,eleva lentamente, eleva dulcementedesde su tabernáculo oriental,aquel extraordinario sacramentoque esparce bendiciones a través de la aurora.

¿Cómo no sentir pena por un hombre que tuviera ojos paracontemplar este mundo empapado de belleza y, sin embargo, no laadvirtiese?

Después, al brotar el canto de los gorriones, calandrias y cardenales,junto con la charla de incontables petirrojos en los altos árboles, de la ave-nida y sobre el fondo de los graznidos de los grajos azules, recordé contristeza a los habitantes de la ciudad que no podían ver ni oír todo aquelloque me hechizaba, y también a los que, viviendo en el campo, dormían aún

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y se perdían aquella resplandeciente gloria de Dios y su suave melodíasobre el mundo de los hombres.

Pero en seguida, al pensar en la tarea que tenía por delante aquel díay con este libro, comprendí que existe una desgracia mayor que la deperderse la magnificencia de la aurora. La desgracia de quienes pierden larealidad de la Misa. Tienen ojos y no ven, oídos y no oyen, lengua y nosaborean. Están mucho más ciegos que Bartimeo en aquella mañanamemorable en que se sentó a mendigar, junto al camino de Jericó. PorqueJesús está más cerca de ellos en la Misa de lo que lo estuvo de Bartimeo.Además, Jesús va de paso. Y, sin embargo, ellos no le gritan como hizo elciego: «Hijo de David, Jesús, ten piedad de mí.» Con que lo hicieran unasola vez, con sinceridad y con fe, les sucedería lo que al mendigo hijo deTimeo. Jesús les diría: «Tu fe té ha curado» (Mar 10, 52).

La fe no sólo proporciona la visión, sino que aguza el oído y lacapacidad para saborear delicadamente y con deleite. Pero la fe no operaautomáticamente. Tenemos que «removerla», ponerla en movimiento.

Habrá quienes consideren que esta directriz de ver, oír, gustar y tocara Dios en la Misa, resulta un poco demasiado materialista, pues se refieredemasiado a los sentidos, y supone un nivel muy bajo respecto a la elevadaespiritualidad que deberíamos poseer cuando nos encontramos con Dios enel acto supremo de adoración. Quienes piensen así habrán oído o leídoalgo sobre esa clase de contemplación que proporciona el contacto con laverdad «desnuda», un «roce» directo con la esencia de Dios en lo que sellama la «noche oscura» de los sentidos e incluso del espíritu, unaconciencia no conceptual de la presencia: de Dios dentro de sí. Y te diránque, lejos de emplear nuestros sentidos exteriores como la vista, él oído, elgusto y el tacto, deberíamos desistir de emplearlos. Y también los sentidosinteriores: la imaginación y hasta las ideas concretas que están ligadas aéste mundo. Es posible que lleguen a citar a San Juan de la Cruz, el doctorpor excelencia del misticismo.

No necesitas discutir con ellos. Déjales, seguir su camino. ¡Pero tú noabandones el tuyo! Si te exigieran citar autoridades para esta clase de con-templación, te encontrarás muy lejos de la bancarrota. Puedes citar a SanBernardo de Clairvaux; puedes hablar de San Francisco de Asís, y sobretodo, tienes a San Ignacio de Loyola para que te sostenga. Estos maestrosdel misticismo te enseñan el tipo concreto de contemplación, te aconsejanemplear tu imaginación al máximo e incluso tus cinco sentidos externoscon toda la sensibilidad que puedas acopiar. Estos santos quieren queutilices todas las imágenes vividas y los claros conceptos que nos

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proporcionan los Evangelios y te quieren muy consciente de todo elempuje del curso histórico de la salvación. Estos íntimos de Dios quierenque tengas presente no sólo que el Hijo de Dios tomó carne, se hizohombre en el sentido más cierto del humanismo, sino que aún sigueviviendo en esa carne glorificada, naturalmente, por la Resurrección. Noquieren que mires al «Cristo histórico», pero te llevarán al más estrechocontacto personal posible con el Verbo de Dios Encarnado, contemporáneotuyo, en quien tú «vives y te mueves y tienes tu ser».

San Ignacio, en sus Ejercicios, dice una y otra vez que hay que oler ygustar el perfume infinito y la dulzura de la divinidad. Esto no es una meracuestión de imaginación, sino una incitación. Lo que te encarece removery utilizar es la fe. La fe te proporciona una visión, y más que una visión.Espiritualiza todos tus sentidos. Recordemos que somos miembros de eseCuerpo Místico cuya cabeza es Jesucristo glorificado. De ahí que quieneshan muerto con Él, como enseña San Pablo, también hayan resucitado conÉl, y ya, aun en esta vida, tienen algo de la glorificación de sus sentidos enlos nuestros. Nuestros sentidos han sido espiritualizados por la gracia, porestar habitados por la Santísima Trinidad, por la participación en la vidamisma de la cabeza de Dios. Porque estamos «en Cristo Jesús» podemosmirar y ver a Jesucristo donde se encuentre. Podemos escucharle y oírprácticamente lo que dice; podemos hacer precisamente lo que San Ignaciosugiere: podemos oler y saborear por el olor, incluso paladear el perfumeinfinito y dulcísimo de nuestro Dios.

Esto no es una novedad. David, aquel «hombre según el mismocorazón de Dios», apremiaba a todos para gustar y ver «cuán dulce esYavé» (Sal 33, 9). San Pedro lo repetía en su famosa carta primera que yahemos citado: «Y como niños recién nacidos apeteced la leche espiritual,para con ella crecer en orden a la salvación, si es que habéis gustado cuánbueno es el Señor» (1 Ped 2, 3). San Pablo también habla de los que«gustaron de la dulzura de la palabra de Dios» (Heb 6, 4).

Si yo, en el coro de la basílica de Getsemaní, no viera en los monjes,mis compañeros, más que una asamblea de hombres; si escuchara alsubdiácono leer la Epístola y al diácono leer el Evangelio, y no oyera sinoa unos hombres cantando más o menos melodiosamente; si yo contemplaraal celebrante realizar todos los ritos de la Misa y observara a los noviciosrecibir la Sagrada Comunión en esa Misa, y no viera más que a hombres,estaría más ciego que Bartimeo, más sordo y más mudo que todos lossordomudos llevados ante Cristo cuando estaba en Palestina; mucho másmuerto que el hijo de la viuda de Naín, que la hija de Jairo, y aun que Lá-

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zaro, que llevaba cuatro días en la tumba, y ya empezaba adescomponerse, cuando Jesús llegó a Betania, y a Marta y María, susdolientes hermanas. Lo mismo podría decirse de ti si estás en la Iglesiapara el santísimo Sacrificio de Cristo y no ves, ni oyes, ni gustas, ni tocasal Cristo de Dios y al Jesús de los hombres.

En tu Bautismo, Cristo, que era verdaderamente el ministro, como tanclaramente nos enseña San Agustín, hizo para nosotros precisamente lomismo que aquel, día «en la Decápolis», cuando «le llevaron a un sordo ytartamudo». Jesús, «tomándole aparte de la muchedumbre, le metió losdedos en los oídos y le tocó la lengua, y mirando al cielo, suspiró y dijo:«Epheta», que quiere decir «ábrete» (Mar 7, 32-37). Cristo abrió nuestrosojos, destaponó nuestros oídos, soltó nuestras lenguas, agudizó nuestrosentido del olfato e hizo sumamente sensitiva nuestra amplia facultadtáctil. Su Epheta fue eficaz. Pero quedó a nuestro libre albedrío eldesarrollar esta agudeza espiritual o dejarla anquilosarse por el desuso.Dios tiene un respeto tremendo por nuestra libertad. Puede que en un últi-mo análisis esto no sea más que un respeto divino de Sí. Porque puede serque aquí, en nuestro libre albedrío, se encuentre la imagen y la semejanzacon Dios. De todos modos, bien podemos decir de Cristo lo que «en lostérminos de la Decápolis» dijeron de Él aquel día en que por primera vezdijo Epheta: «Todo lo ha hecho bien. A los sordos hace oír y a los mudoshablar» (Mar 7, 37).

Esta mañana ofrecí la Misa cotidiana por los difuntos. Si me hubieralimitado a escuchar mi propia voz al leer la Epístola, tomada del Apocalip-sis de San Juan, y no hubiera encontrado nada personal en los renglonesque dicen: «Bienaventurados los que mueren en el Señor..., pues sus obraslos siguen» (Ap 14, 13); si hubiera proseguido con el Evangelio sinescuchar más voz que la mía al leer: «El que come mi Carne y bebe miSangre tiene vida eterna,, y Yo le resucitaré el último día» (Juan, 6, 54), elEpheta pronunciado por Cristo en mi Bautismo habría sido una palabraperdida. Pero la realidad es que apenas escuché mi propia voz. En laEpístola escuché a Dios Espíritu Santo, que me hablaba personal y muydirectamente. En el Evangelio escuché la voz de Jesucristo. No se en-contraba en Cafarnaúm hablando a las muchedumbres. Estaba enGetsemaní, hablándome a mí. Me estaba prometiendo la vida eterna, y laresurrección de mi cuerpo. Hizo que, mi alma se pusiera a cantar OSacrum Convivium, el himno de Santo Tomás de Aquino, que dice cómoen la Sagrada Comunión yo me alimento con la santidad de Dios, recibo aJesucristo, renuevo la memoria de su Pasión, se llena mi alma de gracia

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rebosante, y se me da una prenda solemne de mi futura gloria. Escuchabala voz de Cristo, que estaba en mis manos; La escuché con la claridad deuna campana. Dios me ha hablado hoy en la Misa igual que habla en ellatodos los días. Por eso yo te digo Epheta—«abre tus oídos»—a la voz deCristo en la Misa.

Hace años existía en la Alemania meridional una costumbrehermosísima que despertaba a todos a la realidad. Cuando el sacerdote, enla Misa rezaba, o el diácono, en la cantada, se disponía a leer o cantar elEvangelio, el pueblo exclamaba: «Mirad, el Señor viene.» Hoy día, endonde te halles, se te proporciona la misma realidad si estás alerta. Porquecuando el sacerdote dice, o canta Dominus vobiscum, antes de comenzar elEvangelio, tú deberías estar tan prevenido que exclamaras con todo tu ser:«En efecto, el Señor está con nosotros, en Persona. Y está a punto dehablarnos personal y directamente.» Cuando el Evangelio es leído ocantado no se trata de una mera narración histórica pará nosotros; es elCristo contemporáneo quien te habla de resultados contemporáneos. Sedirige a ti, tan personal y tan directamente como lo hizo en la antigüedad alos judíos. Epheta —«abre tus oídos»—y escucha a Jesucristo. El Verbo deDios te está dando las palabras mismas de Dios.

¡La palabra de Dios! El poder que esta frase evoca es el de laomnipotencia creadora, pues la primera palabra de Dios de la que tenemosnoticia es Fiat, con la cual dio vida al universo. David estaba bienconvencido de esto y cantaba en uno de sus salmos: «Es recta la palabra deYavé, y toda su obra es obra de verdad... Por la palabra de Yavé fueronhechos los cielos, y todo su ejército por el aliento de su boca... Tema aYavé toda la tierra, témanle todos los habitantes del universo, porque dijoÉl, y fue hecho; mandó, y así fue» (Sal 32, 4-9). La palabra de Dios nosdio el ser a ti y a mí. La palabra de Dios nos conduce por el camino de lavida: «Tu palabra es para mis pies una lámpara, la luz de mis pasos» (Sal118, 105).

¡La palabra de Dios! La oímos en cada Misa. El Verbo Encarnado nose limita a hablarnos, sino que pronuncia palabras que dan vida. «No sólode pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios»(Mat 4, 4). Esa boca se mueve todas las mañanas; se mueve en cada Misa.Y, como nos dice San Pablo, «la palabra de Dios es viva, eficaz ytajante...» (Heb 4, 12). Pero esas palabras vivas pueden resultar muertas,completamente inefectivas si no hacemos lo que Cristo nos mandó hacercon su Epheta en el Bautismo. Tenemos que abrir bien nuestros oídos, y nosólo oír, sino escuchar. Entonces, las palabras de Cristo en la Misa serán lo

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que San Pablo dijo que deberían ser, y lo que Dios quiere que sean:portadoras de vida.

Tú has oído al Dios-Hombre explicar una de sus parábolas: la delSembrador y su semilla. En la Misa, Cristo es el Sembrador y siguesembrando su semilla, pues, como explicó hace muchísimo tiempo, «lasemilla es la palabra de Dios» (Luc 8,11). Tú oyes esa palabra en laEpístola y en el Evangelio. Tu alma es la tierra sobre la que cae la«semilla» de Cristo. ¿De qué clase es tu alma? ¿Es dura como la «que estájunto al camino»? ¿Es «terreno rocoso»? ¿Has dejado crecer en ella «losespinos»? ¿O es «terreno propicio» en donde la «semilla» brota y fructificaal ciento por uno? Podría ser de ésta clase si escucharas y oyeses.

Pruébate a ti mismo. ¿Podrías decirme lo que Cristo te dijo estamañana en la Misa durante la Epístola y el Evangelio? EL domingo pasado(quinto después de Pascua) habló de la «práctica religiosa pura einmaculada». ¿Le escuchaste? Dijo que «era cuidar de los huérfanos y delas viudas en su aflicción y para evitar dejarse tentar por el mundo». Sihubieras sido tan prudente como María Inmaculada hubieras dejado llegaresas palabras a tu corazón, y en él las habrías meditado. Habrías oído aCristo decir: «Aprended humildemente las enseñanzas que se os dan;tienen el poder de salvar vuestras almas. No os limitéis a escucharlas, yseguirlas. De otro modo, os engañaréis a vosotros mismos.»

Sólo con que abras tus oídos—que ya fueron abiertos por Dios—novolverás a lamentar tu reducido provecho de la Misa ni te preguntarás si tevas santificando cada vez más a través del santo Sacrificio, pues teconvertirás en cumplidor de la palabra de Dios, no en mero oyente. Yentonces llegarás a saborear con anticipación el gusto del cielo; porque elque te habla es fiel, y un día dijo: «Dichosos los que oyen la palabra deDios y la guardan» (Luc 11, 28). Sí, tú puedes saborear la beatitud muchoantes de que la beatitud eterna comience.

Escucha la palabra de Dios y óyela, porque «el que es de Dios oye laspalabras de Dios» (Juan 8, 47), «Toda la Escritura es divinamenteinspirada y útil para enseñar, para argüir, para corregir, para educar en lajusticia» (2 Tim 3, 16). Puesto que la santidad es el fin de tu vida,aprenderás cómo alcanzar ese fin si escuchas a tu Dios en la Misa. Él te lodice.

Cuando Cristo termina su discurso en la Epístola, la gratitud vivatoma voz y exclama: «Te alabamos, Señor». Cuando termina las directricessobre la vida y el modo de vivirla que nos da a través de su Evangelio, la

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gratitud vuelve a expresarse con esta misma exclamación: «Te alabamos,Señor», y a continuación, el beso reverente del texto.

Utilizarás los ojos que Dios te dio a través de su Epheta cuando encada uno de los besos santos que se dan durante la Misa veas a Cristobesando a Cristo. Un beso es un signo. En la Misa, representa siempre unsigno sagrado, un signo de amor. Al empezar la Misa, el celebrante besa elaltar. Es un beso de saludo. Al imprimirlo sobre el altar, que es símbolo deCristo, el sacerdote ruega al Señor que le perdone todos sus pecados.Cuando besa el misal al final del Evangelio con un beso de gratitud vuelvea rogar, «que sean borrados sus pecados». Por eso este signo sagrado essantificante; es sacramental. Cuando se imparte con sinceridad reverenteproduce el mismo efecto que cualquier otro sacramental: quitar el pecadovenial.

Estoy seguro de que besarías gustoso la sábana santa de Turín. Amenudo besas la Cruz. Con mayor reverencia besarías una reliquia de laVera Cruz. Entonces, ¿por qué no besar los Evangelios con la mismareverencia? Son palabras de Dios. El beso que tú les imprimas puede irdestinado al Verbo divino, y puedes estar exclamando en tu alma lo que laesposa del Cantar de los Cantares expresa tan delicadamente al decir: «Lavoz de mi amado... Oíd que me dice... Dame a ver tu rostro, dame a oír tuvoz, que tu voz es suave y es amado tu rostro...» (Cant. 2, 8-14). Y aunpuedes ir más lejos sólo con que tu corazón pida lo que la esposa pedía ensus primeros versos: «¡Un beso de sus labios!»... Porque en la Misa nosólo ves a Cristo y le oyes, sino que también puedes tocarle.

Generalmente, se considera a Bernardo de Clairvaux como el autordel himno Jesu, dulcis memoria, en el que se dice: «Jesús, sólo el pensaren ti regocija mi corazón, pero mucho más dulce que la miel y que ladulzura de la miel es tu presencia. No es posible cantar nada más dulce;nada más agradable puede escucharse; no cabe nada más hermoso que tuNombre. ¡Qué bueno eres para los que te buscan! Pero, para los que tehablan no. hay lengua que pueda decirlo ni palabra escrita capaz deexpresarlo; sólo quien haya hecho esa experiencia puede decir lo queamarte significa.»

Si San Bernardo era capaz de utilizar sus sentidos espiritualizadossólo con pensar en el nombre de Jesús y en su presente, ¿qué no podrás ha-cer tú con los sentidos igualmente espiritualizados cuando, no sólo puedespensar en Cristo, sino tocarle; tenerle sobre tu lengua; recibirle entero—Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad—dentro de tu propio cuerpo y de tusangre...?

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Un día en que Cristo se encontraba en. Cafarnaúm, rodeado de unagran muchedumbre, se abrió paso entre el gentío un servidor de lasinagoga, y, echándose a los pies de Jesús, le rogó que fuese a devolver lavida a su hijita, que acababa de morir. Cristo echó a andar junto a Jairo—así se llamaba aquel hombre—«y le seguía una gran multitud que leestrujaba» (Mar 5, 24).

Entre el gentío iba una mujer que había gasta-, do en médicos toda sufortuna, pero, en vez de encontrar salud y alivio, no había hecho sinoempeorar. A pesar de la muchedumbre, consiguió acercarse a Jesús losuficiente para tocar su túnica. Instantáneamente quedó curada. En aquelmismo momento Jesús se volvió y preguntó: «¿Quién me ha tocado?» SanMarcos nos dice que los discípulos quedaron tan sorprendidos por estapregunta que, le respondieron casi irrespetuosos. «Ves que lamuchedumbre se aprieta por todas partes y dices ¿quién me ha tocado?»Pero también nos dice San Marcos que Jesús había comprendido que supoder para curar había sido activo. ¡Qué visión tan profunda nosproporciona este pasaje del poder curativo de Jesucristo! Sus propiasvestiduras estaban animadas de este poder. También nos proporciona elincidente una visión profunda de la fe de aquella pobre mujer, pues sehabía ido repitiendo para sus adentros: «¡Si tocare siquiera su vestido, serésana!»

Este fue uno de los milagros más extraños obrados por Cristo. Todoslos demás—tanto el de calmar la tempestad, curar a los paralíticos, a losleprosos, a los enfermos, dar vista a los ciegos, oído a los sordos, e inclusoel de traer a los muertos de nuevo a la vida—fueron realizadosdeliberadamente. En cada una de aquellas ocasiones, Jesús fue dueño de lasituación e hizo lo que deseaba. Sin embargo, en Cafarnaúm, parece que elmilagro se realizara indeliberadamente. Algo fluía de Él. Parecía quehubiesen tomado algo de Él, aun a pesar suyo. Cuando la mujer avanzó ycontó su historia, Cristo no tuvo para ella más que amor y elogios a causade la viveza de su fe (Mar 5, 34).

«¡Si tocare siquiera su vestido!»... ¿Con qué contaba para basar enello su fe? No hacia aún dos años que el Maestro obraba maravillas.Nosotros tenemos dos mil. Le había visto y le había escuchado. Nopodemos dudar que estaba singularmente bendecida por Dios. De otromodo, nunca podría haber creído como lo hizo. En cambio, nunca habíatenido lo que tú y yo tenemos: la elevación de todo nuestro ser por elBautismo, la espiritualización de nuestros sentidos por el mismo

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sacramento y el don de la participación en la vida misma de Dios. Ella noera un miembro del Cuerpo Místico.

Y, sin embargo, creía de tal forma, que hizo al Hijo de Dios dedicarleelogios. «Si tocare siquiera su vestido, seré sana.» Tú puedes tocar algomás que su vestido. Tú puedes tocar su Cuerpo entero. Tú puedes recibirlepor entero. Tú puedes recobrar la salud total. Porque tú puedes estar tancerca de Dios como Él lo está de Sí mismo. Y Él desea esta proximidad.

Es posible que alguna vez hayas envidiado a Adán la oportunidad quetuvo de pasear con Dios por el jardín del paraíso, según leemos que hizo,bajo la brisa del atardecer. Puede que te hayas irritado contra Eva porhaberte despojado de una oportunidad semejante, al escuchar a la serpientey dejarse engañar por ella. Pero no tienes por qué hacerlo. Ni por quésuspirar con amargura por no haber sido traído a la vida en los días en queel propio Jesús andaba por la tierra. Porque nuestro mundo de la horaactual, a pesar de la barbarie y salvajismo que prevalecen en él, te brinda,no sólo mayores posibilidades de intimidad con Dios, sino de unaintimidad mucho mayor. Tú puedes poseer personalmente una vida muchomás divina que la que conocieron en el paraíso. Reconociendo que sonincontables las cosas que en la actualidad hemos de lamentar amargamentey a las que debemos oponernos con todas nuestras fuerzas, deberíamos re-gocijarnos por vivir en la era de después de Cristo; ya que la realidad queregocija el corazón del hombre es que la re-creación traída por el Verbo deDios Encarnado sobrepasa con mucho a la creación original que alcanzó supunto culminante con el nacimiento de Adán y Eva. ¿Vivimos en la re-creación? ¿Qué es mejor? ¿Adán como padre o Cristo como hermano?¿Pasear con Dios bajo las brisas del atardecer o recibir a Cristo dentro denosotros cada mañana?

Esto no quiere decir que ceguemos los ojos a ninguna de lasconsecuencias de la caída humana. Esto no es cerrarlos al hecho de quedentro de cada uno de nosotros existen tres concupiscencias, siete pecadoscapitales, un intelecto oscurecido, una voluntad fortalecida y unas virtudesmorales y teologales infusas. Dones que se nos han concedido y, sobretodo ello, la oportunidad de poder llenarnos de Dios, a quien podemos ver,oír, gustar, tocar y tomar completamente dentro de nosotros.

«¡Si tocara siquiera su vestido!»... ¡Oh, mujer, grande fue tu fe ygrande tu recompensa! ¡Pero cuánto, mayor debía ser la nuestra! Tútocaste su vestido y quedaste santificada. Nosotros podemos comer suCarne, beber su Sangre. Y no sólo una vez en la vida, sino todos los díasdel año. Ruega por nosotros, hemorroísa; ruega, porque agudicemos

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nuestro sentido de lo maravilloso y la comprensión de nuestra unidad conCristo Jesús en su Cuerpo Místico; ruega, porque avivemos nuestragratitud por la generosidad de Dios, que nos permite recibir a diario suCuerpo físico. Pídele al Cristo que te dio la salud, que nos despierte a lagloria que poseemos al poder tocarle todos los días.

No es necesario decirte que a Dios no se le toca inmediata nidirectamente. Ya sabes que lo que tocas son únicamente las especies delpan y del vino. Pero sobre lo que aquí insistimos es que bajo estas especiesestá el Dios vivo a quien tocas al tomarlo en tu cuerpo y en tu ser. Elmismo Jesucristo fue quien dijo a la Magdalena en aquella primeramañana de Pascua: «Deja de tocarme...» (Juan 20, 17), y una semanadespués a Tomás: «Alarga acá tu dedo, y mira mis manos, y tiende tu manoy métela en mi costado, y no seas incrédulo, sino fiel» (Juan 20, 27). LaMagdalena y Tomás tocaron realmente al Cristo resucitado. Y tú tambiénpuedes hacerlo con la misma realidad, aunque no tan directamente. Así,aunque no necesites exclamar con Santo Tomás; «¡Señor mío y Dios mío!»porque en la Sagrada Comunión haces más de lo que hizo Tomás en elCenáculo aquel domingo por Ja noche, ¡tomas aquellas manos traspasadaspor los clavos y aquel costado herido por la lanza y los introduces en tupropio cuerpo! Estás «bendito», deberlas saborear la beatitud. Porquecuando Cristo resucitado en aquella ocasión dijo a Tomás: «Dichosos losque sin ver creyeron» (Juan 20, 29), se refería a ti.

La Sagrada Comunión remata y completa este acto de amor llamadoMisa, porque hace la entrega final en ese «milagroso intercambio».

Nosotros intercambiamos palabras con Dios, porque después denuestras palabras en el Introito, Kyrie, Gloria y Oración, Dios nos da lassuyas en la Epístola y en el Evangelio.

Tenemos un intercambio de vista y de presencia con Dios, porque trasde verle en el pueblo, en el sacerdote y en nosotros mismos, Él noscontempla a los presentes, y nos ve bajo las apariencias del pan y del vino.

Luego, hacemos un intercambio con nosotros mismos; porque el pan,el vino y el agua que entregamos son símbolos de la totalidad de nuestroser, que deseamos entregar a Dios, y Él, a cambio, nos ofrece suHumanidad y su Divinidad.

¡Qué incompleto sería nuestro acto de amor llamado Misa si nolográsemos tocar a Dios en la Sagrada Comunión! El amor desea la unión;unión viva y unión de por vida. ¿Cabría mayor unión en unos amantes, una

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unión más viva, más para toda la vida que la que nos ofrece Dios en elsanto Sacrificio de la Misa?

Si dejas de tomar a Dios con frecuencia en el abrazo total de amorofrecido en la Santa Comunión, ya tienes, hasta cierto punto al menos, unarespuesta muy directa a la cuestión del poco provecho que sacas de la Misay de no santificarte a través de la Misa, pues la oración del celebrante en elcanon señala para nosotros esta verdad. Se inclina y le pide a Dioshumildemente: «para que cuantos participando de este altar recibamos lossacrosantos Cuerpo y Sangre de tu Hijo seamos colmados de todabendición y gracia celestial. Por el mismo Cristo Nuestro Señor...»

¡Qué íntimo es el contacto que Dios permite! La antífona de laComunión, dicha con frecuencia en las Misas en honor de Nuestra Señora,dice así: «Bendito es el vientre de la Virgen María que llevó al Hijo delPadre Eterno». Cuando te retiras del comulgatorio llevas en tu ser almismo Hijo del mismo Padre. Eterno. ¿No estás bendito en ese momentocon la misma bendición que María conoció en su maternidad? Cierto quele llevas de manera distinta y por un motivo diferente, pero le llevas.

Y ¿sabes con exactitud por qué motivo le llevas? Lo sabrás, siimaginas por qué razón Dios se ofrece, «bajo las apariencias» del pan y delvino. Lo hace por saciar el hambre y la sed fundamentales de tu ser; Davidte describía la vida al exclamar: «Dios, tú eres mi Dios; a Ti te buscosolícito, sedienta de Ti está mi alma, mi carne te desea como tierra árida,sedienta, sin aguas» (Sal 62, 2). Ese eres tú. Esa es la sed de tu ser. Tútienes una sed desértica de Dios. Tú eres un famélico hambriento de Él.Por eso te dice Cristo: «Mi Carne es verdadera comida y mi Sangreverdadera bebida... El que come mi Carne y bebe mí Sangre esta en Mí...»(Juan 6, 55-56). También dice: «En verdad os digo que si no coméis laCarne del Hijo del Hombre y no bebéis su Sangre, no tendréis vida ennosotros» (Juan 6, 53).

¡Cómo te ama Dios! ¡Se convierte en tu comida y en tu bebida paraque puedas vivir!

Detente a pensar un poco más. El pan es comida. A los hombresnunca deja de gustarle. Da la vida; es sustento. Cristo es nuestro Pan vivo—el Alimento de nuestras almas—. Al entregarse como Pan, nos entreganuestra vida real y la sustenta; porque, en vez de asimilar este Pan ennosotros, somos nosotros asimilados por Él y cada vez nos convertimosmás en lo que somos: Cristo.

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El vino es bebida, pero es más que bebida; más que agua clara quecalma la sed. El vino alegra. El mismo Dios nos. lo dice a través delEclesiástico: «Alegría del corazón y bienestar del alma es el vino bebido atiempo y con sobriedad» (Eclo 31, 36). Cuando Cristo se nos entrega bajoel aspecto del vino pretende algo más que calmar nuestra sed. Quierellenamos de alegría. Querría que fuésemos felices con su propia felicidad,que procede de su propia santidad. San Ignacio de Loyola lo comprendeasí, y rogaba, como nosotros deberíamos rogar: Sanguis Christi, inebriame (Sangre de Cristo, embriágame). Ha habido quien ha definido a loshombres verdaderamente religiosos como «embriagados de Dios».

Ya comprenderás ahora por qué Dios eligió esos signos esenciales.Quería señalar claramente su propósito de entregarse a ti. Viene para dar lavida y hacerte feliz. Este pan da la única vida verdadera. Este vino da laúnica alegría sincera.

Los sacramentos efectúan lo que simbolizan. Este sacramentosimboliza y efectúa tu santificación. Por eso es por lo que vives, enrealidad; para ser colmado por Dios, que es la única santidad. Contemplalos signos del sacramento eucarístico y ve cómo representan la causa, laesencia, la última meta de tu santificación. La causa de tu santificación esla Pasión, la Muerte, la Resurrección y la Ascensión de Jesucristo. Lascuatro cosas están en la Misa. La esencia de tu santificación consiste en tuparticipación en la vida misma de Dios. En la Misa tienes al Dios vivo, quese te ofrece, precisamente, para que puedas participar en su vida. La metafinal de tu santificación es la vida eterna, con el Dios eterno y la gloria sinfin. Santo Tomás de Aquino te lo dice en su Sacrum Convivium: en éstaparticipación de la vida y del vivir con Dios recibes un pignus futuraegloriae; «una promesa, una semilla de tu futura gloria».

Luego estos signos no son conmemorativos de una cosa pasada: laPasión, la Muerte, la Resurrección y la Ascensión de Cristo. Son tambiéndemostrativos de algo presente: de la vida ganada a través de esa Pasión,de esa Muerte, de esa Resurrección y de esa Ascensión: la gracia. Y,finalmente, son también signos proféticos de tu futuro: tu gloria con elDios de la gloria.

¡Toca a Dios y vive! ¡Prueba a Dios y verás cuán dulce es! Hazloabriendo tu ser de par en par a Dios para recibirle en él.

Hay aún que aprender otra lección de éstos signos. Por su naturalezapropia y por todo cuanto significan, estos signos te dicen por qué la SantaEucaristía no es como el Bautismo: para recibirse una sola vez en la vida.

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Tu asidero a la vida humana es tan frágil que podríamos decir que tienesque reconquistarla varias veces al día. Para eso es para lo que tomasalimento y bebida. El mundo, con sus distracciones y atraccionestentadoras; la carne, con sus exigencias, a veces tan imperiosas; el de-monio, con su consumada astucia, y, tal vez, sobre todo tu propio egoísmo,tienden cada hora a debilitar el asidero de tu vida y de tu amor a Dios. Túte asirás fuertemente a esa vida e inflamarás ese amor haciéndole cada vezmás ardiente si abrazas a Dios de la manera en que Él desea ser abrazadoen la Santa Comunión, y lo haces a diario, pues a diario necesitas esaComida y esa Bebida.

Vida—vida más vigorosa aún—es el propósito de la condescendenciade Dios al ofrecerse a ti para este abrazo de amor llamado SagradaComunión. En ella recibes, no sólo a Dios vivo, sino a la vida misma deDios. Dios se te entrega precisamente para que puedas tener «vida másabundante». Por eso decía San Agustín: «El que quiera vida ya sabe enquién debe vivir y. de quién ha de tener vida. Que se aproxime y crea.Tiene que dejarse incorporar para poder ser vivificado... Entonces vivirá enDios y para Dios.»

Pero todavía tú puedes decir más. Puedes añadir que vivirás al mismotiempo para los hombres.

Porque la vida que recibes en la Sagrada Comunión es la vida deCristo. Y el Cristo vivo es la Cabeza del Cuerpo Místico. Tú eres sumiembro. Por tanto, cuando le recibes, no sólo alimentas la vida de Diosen tu propia persona sino la vida de Dios en todas las personas que sonmiembros del Cuerpo Místico. Cuanto más fuerte seas espiritualmente,más santo te vuelves con la santidad misma de Dios, y cuanta más vida deDios tengas en ti, el Cuerpo Místico de Cristo será más fuerte, más santo,más colmado de la vida de Dios. Porque así como en la vida humana todoslos miembros están afectados unos por otros, porque constituyen una uni-dad, igual ocurre en el Cuerpo Místico de Cristo, que constituye asimismouna unidad y disfruta de una total armonía sagrada y sublime.

Así, en la Misa, Cristo es el verdadero Cristo amante, y tú le ayudas aserlo. Es como si estuviera luchando para responder a su propia oracióncuando ofreció su primera Misa: «Para que puedan ser uno». El amor ansiala unidad tan ávidamente como la unión. La unión de Cristo contigo en laSanta Comunión adelanta en cierto modo la unidad de todos sus miembrosmísticos, tanto entre ellos como con Él. Regocíjate, pues, de la opor-tunidad que tienes de amar a Dios y a los hombres si te amas a ti mismosabia y sinceramente en la Misa y en la Santa Comunión.

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El amor da. El amor total se da totalmente. Pero, puesto que el amorsólo puede existir entre personas, es evidente que para entregar todo elamor, es el ser, el ser por entero, lo que ha de ser entregado. Eso esexactamente lo que Cristo hace en la Misa. Y podemos decir con verdadque, a pesar de ser todopoderoso, Dios no puede hacer en la Misa más delo que hace; que, a pesar de ser infinitamente sabio, no puede ocurrírselenada más sabio que la Misa; a pesar de ser infinitamente bueno, no puededesear nada mejor que la Misa; a pesar de ser infinitamente santo, nopuede regalar más santidad de la que regala en la Misa, y que; a pesar deser infinitamente amante, no puede amar más plenamente de lo que lo haceen el santo Sacrificio, que culmina en el sagrado banquete llamado laSagrada Comunión.

Pero el amor es un «intercambio». Por eso, tras de ver lo que Dios, teofrece en la Misa, tienes que mirar a ver qué puedes ofrecer tú a Dios eneste mismo acto de amor.

En el santo Sacrificio, Dios te concede lo que se llaman las tresgrandes intimidades del amor: las de la vista, del oído y del tacto. Tú ves aDios. Tú oyes a Dios. Se te concede el abrazo más íntimo del amor. Pero sila Misa ha de ser ese «milagroso intercambio», tienes que ser tan generosocon Dios como Él lo ha sido contigo.

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SEGUNDA PARTE

TÚ ESTÁS EN LAS MANOS DE DIOS

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CAPÍTULO VI

ASÍ ES COMO APARECES A LOS OJOS DE DIOS

LA PRIMERA INTIMIDAD DEL AMOR.

¡Oh, si alguna Potencia nos otorgara el don

de vernos a nosotros mismos como los demás

nos ven!

¿Quién no ha dicho esto alguna vez, o al menos ha tenido ganas dedecirlo? Pero ¿qué cuenta realmente la imagen reflejada dentro de los ojoso en el pensamiento de los demás cuando el fin se halla en la balanza?Prácticamente, lo único que debería preocuparnos es cómo aparecemos alos ojos de Dios. Para vernos como Él nos ve, no precisamos que des-cienda desde arriba alguna gracia sobre nosotros. Lo que nos exige es unagran sinceridad desde abajo, absolutamente nuestra. Si hacemos acopio detoda la humildad posible—sinónimo de sinceridad—, averiguaremos cómoaparecemos a los ojos de Dios. Sobre todo en la Misa.

Dios nos ve como somos, por ser Él el Dios que todo lo ve. Nos miray nos encuentra muy dignos de amor.

Espero que esto te escandalice. Espero que te produzca una reaccióntan violenta que te haga prorrumpir en un torrente de preguntas centradastodas en ésta: ¿Por qué ha de amarme Dios?

Te lo voy a decir. Te lo voy a decir con exactitud. Te lo voy a decircon rigor de verdad. En el fondo, porque Dios se ama a Sí mismo. Másaproximado resultaría decir que porque Dios ama a su Unigénito. Y mástodavía que porque Dios está agradecido a ti.

Haz el favor de reservar tu juicio hasta que hayamos meditado estojuntos. Cuando estás en Misa sólo te puedes encontrar en uno de dos esta-dos, pues no existe una tercera posibilidad. O te encuentras en estado degracia o estás en pecado. Dios te ve tal y como eres. Sabe infaliblemente

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en el estado que te encuentras, Y sea cual sea ese estado, Él te mira conamor. No sólo porque eres digno de amor, sino porque prácticamente hassido y seguirás siendo mientras estés en la tierra el especial objeto de suamor y de su amar.

Tú eres la corona de la creación visible de Dios; el resultado final desu amor difusivo. Y Él, que es Amor, te hizo a su propia imagen ysemejanza. Contemplándote con ojos que todo lo ven, ¿cómo puedeencontrarte sino digno de amor? Shakespeare tenía razón y era realista alhacer exclamar a Hamlet: «¡Qué obra tan magnífica representa el hombre!¡Qué noble en su razón! ¡Qué infinito en sus facultades! ¡Qué expresivo yadmirable en sus formas y movimientos! ¡Qué semejante al ángel enacción! ¡En la aprehensión, como un dios!» Tal vez quieras recordarmeque Hamlet terminó este soliloquio con el grito: «Y, sin embargo... ¿cuál esla quintaesencia del polvo?» Si lo hicieras, yo te recordaría uno de losversos más verídicos que se hayan escrito en este desquiciado siglonuestro: «¡Recuerda, polvo, que tú eres el esplendor!» Esto se dice sinreferencia alguna a la gloria futura. Esto se dice del hombre, tal y comoestá en el tiempo presente, pues es un esplendor suficiente para ser laimagen y semejanza de Dios, Pero después del Bautismo, y cuando estásen Misa, Dios te ve con un esplendor todavía mayor, pues entonces te ve«en aquel» que es llamado Splendor Paternae Gloriae (Esplendor de lagloria del Padre). Si fuiste digno de ser amado por la creación, aún másdigno eres de serlo por la re-creación.

Claro es que puedes aducir que todo esto podría ser cierto sobre tupersona si hubieras conservado la inocencia bautismal y hubieras idoadelantando en virtudes, pero que tal y corno están las cosas, tú has sentidoa veces—y con razón—que «de todos los puñados de barro amasados porel hombre» el más sucio eres tú. Bueno, aceptemos que Dios, al mirarte enMisa, te encontrará, en efecto, así. ¿Qué harías entonces? Tendrías razonesmás firmes aún para ofrecer la Misa con todas las fuerzas de tu ser, y, alhacer ese ofrecimiento, Dios te encontraría más digno de amor, puesestarías realizando plenamente el propósito fundamental del Cenáculo, dela Cruz y del Sepulcro vacío, ya que Cristo, como sabemos, murió por lospecadores. La Misa es el recuerdo vivo de aquella muerte; un recuerdoconvertido en presente para dar vida, la vida gloriosa ganada para lospecadores por el Hijo de Dios.

Con frecuencia decimos que el Dios-Hombre murió para glorificar aDios. Estamos en lo cierto. Pero también lo estamos cuando decimos queel Dios-Hombre murió para glorificar al hombre. De hecho, no hay otro

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camino de glorificación para nosotros salvo el del Dios-Hombre que seofreció y es ofrecido en la Misa. San Pablo lo expresa de manera muyconcisa cuando dice: «A quien no conoció el pecado, le hizo pecado pornosotros para que en Él fuéramos justicia de Dios» (2 Cor 5, 21). Fíjatebien en esas dos palabras «por nosotros». ¿Qué pueden significar sino queDios nos encontró a ti y a mí dignos de amor aun antes de tener su graciaen nosotros; lo bastante amables, a pesar de nuestros pecados, como paraenviarnos a su Hijo único para que viniésemos a ser «justicia de Dios»?Por todo ello, en la Misa, aunque estés en pecado, Dios te encuentra dignode su amor. Y tú deberías encontrarles tan dignos de amor a Él y a su Hijoque el mismo estado de pecado en que te encuentras te espoleará a ofrecersu sacrificio y el tuyo—la Misa— de manera mucho más íntima, másagradecida.

Con toda sinceridad, son demasiadas las personas buenas que seconsideran «indignas» de ofrecer la Misa. Pero ¿qué ser humano, quéángel o qué arcángel, qué querubín o serafín podría ser lo bastante dignopara ofrecer Dios a Dios? Ningún hombre lo es. Ningún hombre lo será yningún hombre necesita serlo. Porque el Unico que es y será siempredigno, es el principal oferente de cada Misa. Cristo ofrece a Cristo; leofrece en expiación. Esa es la verdad que nos reconforta a todos.Ofrecemos la Misa «a través de Cristo, con Cristo y en Cristo», no porqueseamos dignos, sino precisamente porque no lo somos. Ofrecemos al«Cordero de Dios, que quita los pecados del mundo», y, como nos enseñóel Concilio de Trento, «el Señor, aplacado por esta oblación, yconcediendo el don y la gracia de la penitencia, perdona incluso los delitosy los pecados más odiosos» (Ses. XXII, cap. 2). Esto no quiere decir queen la Misa se perdonen directamente nuestros pecados mortales. Quieredecir sólo que en la Misa, Dios nos encuentra lo bastante amables paraconcedernos, a causa del ofrecimiento de la Misa, la gracia necesaria queconduzca a nuestros sentidos sobrenaturales y nos empuje al sacramentode la Penitencia en la disposición adecuada.

La Misa no sólo es la Pasión; es asimismo la Resurrección. Dios, alponer sus ojos en un pecador, lo hace con amor, pues ve en su alma aCristo dispuesto para la gloria de la Resurrección. Puede muy bien ocurrirque Dios esté esperando este acto de amor—esta Misa—para convertir tualma en una Pascua.

Cuando Jesucristo se dirigió a la orilla del río Jordán e insistió en queJuan el Bautista le bautizara, los cielos se abrieron, el Espíritu Santo des-cendió en forma de paloma, y se escuchó la voz de Dios Padre, que

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exclamaba: «Este es mi Hijo muy amado, en quien tengo todas miscomplacencias» (Mat 3, 17). A ese Hijo, que es el amado de Dios, teincorporaste en tu Bautismo. Pero la Cabeza y los miembros de esteCuerpo Místico forman, solamente una Persona mística, el Cristocompleto. Por tanto, es «en Cristo Jesús»—a quien el Padre ama:— comoel Padre te ve en Misa. ¿Cómo podría verte, si no, digno de amor?

Pero Dios no te ve sólo como miembro; te ve también comosacerdote. Por eso, te ve como alguien de quien su Hijo necesita. Porextraño que esto pueda parecer, es una verdad indiscutible. Dios tenecesita. Si ha de elevarse desde esta tierra nuestra el único Sacrificio queha de glorificar a Dios, Dios te necesita. Entonces, puesto que sirves a unanecesidad de su Unigénito, Dios te mira con un amor agradecido. '

Esta verdad puede cambiar toda tu vida, demostrarte cómo has desacar más fruto de la Misa y cómo santificarte cada vez más a través delsanto Sacrificio, pues te precisa, en términos exactos, cuán importante erespara Dios. El Calvario ha terminado. Cristo sufrió la Pasión y murió conesta exclamación en los labios: «Todo está acabado» (Juan 19, 30). «Padre,en tus manos entrego el espíritu» (Luc 23, 46). Pero el Calvario es parasiempre. Pues aquel Cristo que exclamó: «Todo está acabado», es elmismo que había ordenado a los que estaban en el Cenáculo: «Haced estoen memoria mía» (Luc 22, 20). En otras palabras, aquel único Sacerdotedel Nuevo Testamento deseaba que este único sacrificio del NuevoTestamento fuera ofrecido «desde el orto del sol hasta el ocaso» (Mal 1,11). Pero ¿cómo Sería posible esto si no fuera por ti, por mí, por losmiembros de su Cuerpo Místico? ¡Con qué nitidez nos hace ver esto a cadauno de nosotros la verdad sobre la Misa! Cristo no padece de nuevo. PeroCristo hace que su Sufrimiento, su Muerte y Resurrección—su Sacrificio—estén presentes de nuevo en la Misa. Aquí es Sacerdote, como lo fue allí.Aquí es Víctima, como lo fue allí. Pero aquí, la manera de hacer suofrecimiento es distinta de cómo fue allí. Allí se ofreció con sus propiasmanos. Aquí se ofrece a través de tus manos, a través de las manos detodos los sacerdotes.

Esto es un misterio, profundo desde luego, pero en manera algunaoscuro. Lo envuelve el reflejo de la gloria de Dios, que hace más clara lagloria resplandeciente del hombre. Quizá falten palabras para describir estamaravilla, pero podemos decir con exactitud que Cristo nos dio suSacrificio para ser presentado en forma sacramental; El Calvario delpasado se convierte en realidad bajo los signos que efectúan lo quesignifican. El Cuerpo y la Sangre del vencedor del Calvario—el Cristo

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glorificado—se hacen presente en nuestros altares bajo los signossacramentales del Pan y el. Vino. Pero, para que aquel glorificadovencedor pueda estar presente, es preciso que un hombre como yo, or-denado por un obispo, se ponga a disposición de Cristo, le entregue surespiración, sus manos, su pensamiento, su corazón, su voluntad y todo suser, a fin de que el propio Cristo pueda utilizarle como instrumento, y, através de él, vuelva a decir y a hacer lo que dijo y lo que hizo en elCenáculo: tomar el pan, bendecirlo, partirlo y darlo diciendo: «Tomad ycomed. Este es mi Cuerpo.» Luego, después de bendecir el vino, dijo:«Bebed. Esta es mi Sangre.» Con ello convierte Cristo el Calvario, y todocuanto el Calvario supone y abarca, en una realidad presente. Con ello sehace presente a nosotros como sacrificio y como sacramento. Pero in-sistamos de nuevo en que, para realizar esta maravilla y este misterio,necesita sacerdotes.

El Concilio de Trento aclaró el misterio en cuanto pudo ser aclaradocon tres importantísimas palabras: La Misa es una conmemoración, una re-presentación y una aplicación: Es conmemoración puesto que el Calvarioterminó en el año 33 «del Señor». Es re-presentación por cuantoJesucristo, víctima y vencedor del Calvario, vuelve a hacerse presentemediante la transubstanciación en cada uno de los lugares en que Unsacerdote ordenado consagra el pan y el vino. Es aplicación, puesto que losméritos ganados por Jesucristo en el Calvario se derraman a través de laMisa.

. Estudiando esas tres importantísimas palabras, se comprende cómopodemos atrevernos a decir que, mientras el Cristo físico redimió, el Cristomístico es el que salva. La Redención se llevó a cabo cuando Cristoexclamó: «Todo está acabado.» Pero la salvación, en cuanto a nosotrosconcierne Como individuos, no ha hecho más que comenzar. El manantialde toda santificación y de toda salvación es Jesucristo, que es el mismo enla Misa que en el Calvario. Santo Tomás de Aquino dice que «a través desu triunfo en la Cruz alcanzó Jesús el poder y el dominio sobre losgentiles». Y Pío XII añade: «Con esa misma victoria aumentó ese inmensotesoro de gracias, que, al reinar glorioso en el cielo, derramagenerosamente de continuo sobre sus miembros mortales»; principalmentea través de la Misa (cf. Mystici Corporis, núm. 37).

Aquí tienes, pues, por qué el Dios Padre, el Dios Hijo y el DiosEspíritu Santo te contemplan con especial amor; a través de ti, contigo y enti, Cristo, el único Sacerdote de la nueva Ley, puede ofrecer hoy suSacrificio por el mismo motivo que se ofreciera a Sí mismo en el Calvario

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hace tanto, tanto tiempo, por la gloria del Padre y la salvación del mundo.Te necesita como coadjutor; y en el Bautismo te ofreciste como tal. Esto esun misterio profundo. Pero no creas que es una doctrina personal. Estaverdad maravillosa y alentadora fue enseñada pública, oficial yuniversalmente por Pío XII en su magnífica encíclica sobre el CuerpoMístico. Dijo: «Porque Cristo, la Cabeza, ocupe un puesto tan eminente,no debemos pensar que no lo requiera, ayuda del Cuerpo.» Lo que SanPablo dijo sobre el organismo humano puede aplicarse igualmente a eseCuerpo Místico: «la cabeza no puede decir a los pies: no os necesito». Pormuy maravilloso que parezca, Cristo precisa de sus miembros. El sabio ysanto Pontífice añadía: «Esto no ocurre porque Cristo sea indigente odébil, sino más bien porque así lo ha querido para mayor gloria de suIglesia inmaculada. Muriendo en la Cruz legó a su Iglesia el tesoroinmenso de su Redención; a lo cual ella en nada contribuyó. Pero cuandollega a la distribución de gracias no se limita a compartir con su Iglesiaesta obra de la santificación, sino que quiere que, en cierto modo, seadebida a la actuación de ésta» (Mystici Corporis, núms. 54 y 55).

Tú sabes bien cuál es esa actuación en su más alto grado: el acto deamor llamado Misa. La vida misma tendrá mayor significado cuandodespiertes a la verdad de que de ti y de tu manera de ejercer tu podersacerdotal depende tu propia salvación y la de otros muchos. Los hombresson salvados por los hombres, especialmente por el ofrecimiento de laMisa. Y, más aún, la eficacia misma de este todopoderoso sacrificiodepende, hasta cierto punto, de tu santidad personal. ¡Cómo desafía esto ala vida y cómo incita a vivir santamente!

La Misa, en cuanto ofrecimiento de Cristo, no sólo es siempreperfectamente aceptable para Dios, sino que, al mismo tiempo, tiene unvalor infinito. Pero en cuanto ofrecimiento tuyo, mío y de todos los demásmiembros del Cuerpo Místico, no siempre resulta completamenteaceptable, ni en consonancia tan valiosa y efectiva como debiera. Estehecho puede y debe humillarnos. También debería servirnos de acicate.Podemos limitar esta efectividad al gran acto de amor de Dios; nosotros,seres finitos, podemos poner límites al verdadero torrente de vida de Diosque el Hijo infinito del Padre infinito hizo posible. Pues la efectividad detodas y de cada una de las Misas depende, no sólo de la santidad de toda laIglesia, que se la ofrece a Cristo, sino de la santidad individual delsacerdote que consagra, así cómo de la santidad de los fieles presentes queparticipan en el sacerdocio de Cristo y se encuentran allí para ofrecer Diosa Dios.

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El sabio y santo Mauricio de la Taille, S. J., profesor de Teología enla Universidad Pontificia Gregoriana, autoridad reconocida mundialmentesobre el santo Sacrificio, autor del brillante y profundo libro MysteriumFidei, escribía: «Es, pues, de la mayor importancia que en la Iglesia hayamuchas, muchas personas muy santas. Las gentes devotas, hombres ymujeres, deberían ser apremiadas por todos los medios a una mayorsantidad para que a través de ellos aumente el valor de nuestras Misas, yla voz incansable de la Sangre de Cristo, clamando desde la tierra, puedaresonar con mayor claridad e insistencia en los oídos de Dios. Su Sangreclama en los altares de la fierra, pero, como clama a través de nosotros, sedesprende que, mientras más ardiente sea el corazón y más puros loslabios, con más claridad será escuchado este clamor desde el Trono deDios. ¿Quieres saber por qué durante tantos años después de Pentecostésse propagó tan maravillosamente el Evangelio? Por la gran santidad delpueblo cristiano; porque existía la pureza de corazón y de mente y lacaridad, que resume todas las perfecciones. Encontrarás la respuesta sirecuerdas que en aquellos tiempos la Madre de Dios vivía aún en la tierraprestando su preciosa ayuda en todas las Misas celebradas por la Iglesia, ydejará de asombrarte el que después nunca haya tenido la cristiandad unaexpansión tal ni un progreso espiritual semejante. Porque, aparte de laprimera gracia, que con respecto a la Iglesia correspondió a la venida delEspíritu Santo, todas las demás gracias, por decirlo así, tienen queobtenerse de Dios mediante su ayuda. Esas gracias las conseguía entoncesla Iglesia, y las consigue actualmente, en menor medida, desde luego, perosiempre en una medida digna de Dios y suficiente para los elegidos.Nuestro empeñó más sincero debería ser su aumento diario de eficiencia yde valor. Que el ofrecimiento de la Iglesia aumente de día en día en valor yen eficiencia mediante el aumento de la santidad en sus miembros» (4).

Dios te mira con amor. Esto no tiene vuelta de hoja. Pero ahora yacomprendes por qué la amorosa mirada de Dios puede estar llena deansiedad. Su único Hijo te necesita como miembro místico y sacerdoteoferente. Y lo que es más: la eficacia de este acto de amor—la. Misa—depende de tu grado de santidad. Dios te mira con amor y con ojos casisuplicantes... Su orden es ésta: «Sed santos...» Y más que una orden, estoes un ruego.

Francisco Suárez, el virtuoso y tal vez el más sabio de todos losteólogos jesuitas, enseñaba que «cuanto más santos son los sacerdotes, más

4 M. de la Taille: Mysterium Fidei; lito. 2, De sacrificio ecclesiástico, París, 1921,pág. 299.

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beneficiosos para los fieles resultan sus sacrificios». Cierto que se refería alos sacerdotes que consagran; pero lo que de ellos decía puede decirse de ticon igual verdad. Cuanto más santo seas más beneficiosa será la Misa paraDios, para su único Hijo, para ti mismo, para el Cuerpo Místico y para lahumanidad entera. Pongo en ese orden a los beneficiarios, pues quisierahacerte comprender que de cada Misa resulta un verdadero torrente de gra-cia que cae, en primer lugar, sobre el sacerdote celebrante, einmediatamente, sobre los acólitos, seglares o no. Luego se extiende parainundar de amor a todos cuantos estáis presentes y habéis ofrecido la Misa,para dividirse después y bañar en su corriente benéfica a todos losmiembros del Cuerpo Místico, y, por último, a toda la humanidad. ¿Quién,teniendo este hecho presente, no se afanaría día tras día, hora tras hora,para que Dios y la humanidad fuesen más ricos? ¿Quién no se esforzaríaen vivir de tal forma que pudiera levantar la vista y decir: «Dios mío, teamo más hoy que ayer; pero no tanto como te amaré mañana... y todogracias a la Misa»?

¿Santificarse a través de la Misa? Ya lo creo, si tienes conciencia detu sacerdocio. Si comprendes que cada mañana en la Misa te has puesto«en Cristo Jesús», tomarás todos los acontecimientos del día como Él tomótodos los acontecimientos después de su oración en Getsemaní: «No sehaga mi voluntad, sino la tuya.» Te has puesto «en Cristo Jesús» para hacerla voluntad de Dios, no sólo en las cosas agradables, sino especialmente enlas, cosas que te disgustan. Siempre puedes rogar, como Cristo, que, si esposible, aparte de ti ese cáliz... Pero nunca dejarás de añadir: «pero no.sehaga mi voluntad, sino la tuya.» Si vives consciente de tu sacerdocio,considerarás todos los deberes de tu estado en la vida, ya sea el de padre,madre, esposo, esposa, hermana, hermano, seglar o religioso, como el pany el vino, para ser ofrecidos en tu Misa. Y al fin llegarás a verte como te veDios: como «el trigo de Cristo».

He tomado esta expresiva frase de San Ignacio de Antioquía. Eraobispo de aquella primitiva e. importante sede siendo Trajano emperadorde Roma. La leyenda dice que San Ignacio fue el niño a quien Jesús tomóy, poniéndole ante sus discípulos, que disputaban, les dijo que «mientrasno se hiciesen como aquel niño pequeño» no entrarían en el reino de loscielos y, mucho menos, ocuparían puestos elevados en dicho reino. Perosea cierto o no, el hecho histórico evidente es que San Ignacio se enfrentócon Trajano y dio un temerario testimonio de Cristo cuando aquel tiranodesencadenó su amarga persecución de los cristianos. Trajano ordenó queel anciano obispo fuera conducido a Roma para servir de espectáculo.

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Cuando el barco le llevaba hacia la Ciudad Eterna Ignacio se enteró de queun cristiano, primo del emperador, se disponía a utilizar su influencia en lacorte para conseguir la liberación del obispo. Ignacio escribió una cartaque constituye un verdadero monumento de la literatura cristiana. En ellaexpresó la frase que nos dice a ti y a mí y a todos los cristianos cuál esnuestra vocación. «Yo soy grano de Dios—escribía Ignacio—y debo sertriturado por los dientes de las fieras para poder ser considerado como elpan puro de Cristo.»

No es preciso que ni tú ni yo «seamos triturados por los dientes de lasfieras», pero sí que lleguemos a ser «el pan puro de Cristo», pues, desdeluego, es cierto que somos «el grano de Dios». Esta verdad se engarzacomo una joya en el centro mismo de la Misa. Porque la oración del canon,que sigue inmediatamente a la Consagración, pone de relieve todo elpropósito de nuestra vida al decir: «Ofrecemos a tu excelsa Majestad, deentre los mismos dones y dádivas que nos has dado, la Víctima pura, laVíctima santa, la Víctima inmaculada». Esto se refiere a Cristo, que acabade venir en persona bajo las apariencias del pan y del vino. Pero tú y yoestamos en Cristo; somos sus miembros y miembros y cabeza forman unapersona mística, una persona que se ofrece en cada Misa. Esto convierte endefinitiva el hecho de que la Misa no es sólo su Sacrificio, sino también elnuestro. Somos «el grano de Dios», «el trigo de Cristo». Somos también suagua...

Como sabes, en cada cáliz de vino que ha de ofrecerse, el sacerdotecelebrante vierte unas cuantas gotas de agua. En signo y en símbolo, túeres esa agua. Lee ese símbolo y ve todo lo que representa. Nosotros, losbautizados, estamos unidos a Jesucristo en una comunidad de vida; en laMisa expresamos este sublime misterio en un acto de amor, rico ensímbolos y en signos, siendo uno de los más significativos esta mezcla delagua y el vino. A mediados del siglo ni, San Cipriano, a la sazón obispo deCartago, explicaba en términos elocuentes: «Porque Cristo nos llevódentro de Sí/porque llevó incluso nuestros pecados, vemos representadapor el agua a toda la humanidad y por el vino a la Sangre de Cristo. Estamezcla del agua y el vino es tan íntima, tan estrecha su unión en el cálizdel Señor, que ya no pueden separarse uno de otro. Cuando el agua semezcla en el cáliz con el vino, el pueblo queda asociado a Cristo. Así ocu-rre con la Iglesia... Nada puede separarla de Cristo o evitar quepermanezca unida a él en un amor indisoluble. Si se ofreciera vinosolamente, se haría presente la Sangre de Cristo, pero sin nosotros; si sehiciera sólo con agua, el pueblo estaría presente sin Cristo...; pero el

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pueblo nunca está sin Cristo. Nuestras almas tienen que permanecer con-vencidas de esta certidumbre alentadora. Nunca estamos solos en nuestroofrecimiento; nuestro ofrecimiento está bajo su sombra, perdida en elocéano de su oblación. Esta es la base de nuestra vida, a pesar de nuestraindignidad. Pero, asimismo, Cristo no está nunca sin su pueblo. Nuncahizo el ofrecimiento por Sí solo y nunca lo hará sin nosotros. Aquíentramos en contacto con lo más sagrado del misterio cristiano.»

Aquí está el misterio inimaginable. Aquí está la humildad de Dios.Aquí está el amor. Fíjate bien: tú puedes expiar a pesar de que Cristo hayaexpiado completamente; tú puedes santificar aunque Cristo hayasantificado ya superabundantemente; tú puedes merecer hoy aunque Cristoya haya merecido plenamente y, todo ello, hace muchísimo tiempo; túpuedes ofrecer a Dios, a pesar de que Cristo no sólo se ofreció ya a Símismo, sino que aceptó constituirse en eterno Theotyte. ¡Piénsalo! Puedesayudar a Dios, que es la omnipotencia y ayudarle en la obra que completóhace tanto tiempo. Eso es lo que debe hacer para ti tan deseable cadaaurora y tan valioso cada día: que puedas ayudar a Dios. ¡No ha deextrañarte que te mire con amor!

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CAPÍTULO VII

ESTO ES LO QUE DIOS ESCUCHA DE TI EN LA MISA

SEGUNDA, INTIMIDAD DEL AMOR.

Entre las frases más consoladoras de la Escritura está el versículodécimo del salmo séptimo, que dice: «Dios justo, escudriñador del corazóny de las entrañas.»

Muchas veces, los humanos tratan de leer nuestro pensamiento y venen él cosas que jamás existieron. También con frecuencia tratamos de ex-presarnos a nosotros mismos, y sólo conseguimos que quienes nosescuchan digan cosas que no hemos dicho. A veces, las palabras sedisfrazan al pasar de los labios del que habla a la mente del que escucha, yse oyen cosas que no se dijeron, entendiéndolas en un significado quenunca tuvieron, captando intenciones que nunca llevaron y que lasdesfiguran y enturbian. Pero esto no puede ocurrir con nuestro Dios, conese «Dios justo..., escudriñador del corazón y de las entrañas».

Esto es muy consolador, puesto que la oración ha sido definida como«la elevación del corazón y de la mente a Dios». El salmista asegura queDios es un interlocutor que escucha, como es debido, mirando al corazón ya la mente del que ora. Dios escucha como un amante; escucha todas laspalabras que salen de los labios y todo lo que se queda en el corazón sinencontrar el camino hasta los labios.

En la Misa se pronuncian muchas palabras. Cada una puede estarrebosante de significado. Pero, siendo unas frágiles criaturas, sabemos quemuchas veces se habla sólo «de labios afuera» y tememos que se haga, nosólo entre nosotros los humanos, sino entre nosotros y Dios. Recordemosque fue Él quien nos habló de quienes hablan y de labios «afuera» conpalabras que aterran a cualquier hombre que medite. Cristo aplicó a losEscribas y los Fariseos la tremenda palabra «¡Hipócritas!» Y prosiguiódiciéndoles lo que es el hipócrita: «Bien profetizó de vosotros Isaíascuando dijo: ‘Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está

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lejos de Mí’» (Mat 15, 8). Nosotros no queremos que Dios nos diga esojamás, y, sin embargo, a veces, nos preguntamos al rezar si no lo hacemos«de labios afuera». ¡Cuántas veces, en la oración, o recién terminada ésta,podríamos decir con Hamlet: «Mis palabras se elevan, mis pensamientospermanecen bajos; palabras sin pensamientos no llegan nunca al cielo»!Pero esto podemos evitarlo en la Misa, pues allí, por muy expresivas quesean cada una de las palabras, cada una es casi muda si se compara con lossusurros de un corazón enfrentado con el gran corazón de Dios, yrebosante de la recta intención de ofrecer Dios a Dios por el mundo.

La primera obligación del hombre, y también su función final, es laadoración. La adoración es el primer motivo oficial de la Misa. Por eso, loprimero que ese Dios, «escudriñador del corazón y de las entrañas» hallaen tu corazón es la Misa, es tu anhelo de adorarle como debe ser adorado.Para eso viniste a la iglesia esta mañana. Para eso doblas la rodilla, cruzaslas manos e inclinas la frente. El corazón te dice que eres una criatura ydebes adorar a tu Creador. Esta orientación interna de tu ser encuentra laexpresión externa en tus gestos de reverencia. Regocíjate ante la realidadde que adoras a Dios «en Cristo Jesús», que es el más perfecto adoradordel mundo. San Pablo nos proporciona el plan de Dios cuando escribe a losEfesios acerca de la voluntad divina que se propuso, realizar en Cristo «enla plenitud de los tiempos, reuniendo todas las cosas, las de los cielos y lasde la tierra» (Ef 1, 10). Uno de los motivos fundamentales de esa«recapitulación» es la adoración. El hombre y el universo, cada uno a sumanera, son instinto con adoración. Por eso Dios escucha en la Misa cómotu corazón canta Adoro Te, devote (Devotamente te adoro). Al serle fiel aDios eres fiel a ti mismo.

Pero la adoración no es cosa simple. El hombre no es tan sólo unacriatura, sino un hijo de Dios. Por ello, tu adoración será una agradecidaadoración y tu gratitud será una-adoración llena de agradecimiento, nosólo por lo que Dios te ha dado, sino por lo que Dios es. En tu corazónresonará un Te Deum, aunque esté en tus labios el Gloria in excelsis, puesestarás rebosante de alabanzas para el Santo de los Santos, que te ha dadouna participación en su santísima Naturaleza.

Te des cuenta o no, Dios adivina otro cántico que brota en tu alma,pues te oye cantar lo que cantó María en Ain Karim. Tu alma está entonan-do el Magníficat: «Mi alma magnifica al Señor.» ¿Cómo podría ser de otromodo si comprendes que Dios te ha hecho grande por la creación, ydespués ha aumentado esa grandeza con la recreación al colocarte «enCristo Jesús»? Somos muchos los que tratamos de encontrar palabras

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cuando intentamos agradecer a Dios todo cuanto ha hecho por nosotros, anosotros y en nosotros. Por eso hemos de agradecer que «escudriñecorazones y entrañas».

La adoración, la alabanza y las acciones de gracias se elevan alSeñor, que es nuestro Hacedor; pero como también somos hijos de Adán yEva, nuestros corazones no deben conformarse con entonar el Adoro Te, elTe Deum, el Gloria y el Magníficat. Es necesario también el Miserere. Yde nuevo podemos regocijarnos de estar «en Cristo Jesús», de que sea «através de Jesucristo» como hacemos reparación por nuestros propiospecados y por los de todo el mundo. Y una vez más podremos agradecerque Dios «escudriñe corazones y entrañas», porque es en lo profundo denuestro corazón en donde entonamos el Miserere. Todos tenemosconciencia de haber nacido en el pecado y de que desde nuestrosnacimientos no nos hemos visto libres de pecado. Por eso en la Misasomos Magdalenas a los pies de Cristo derramando lágrimas dearrepentimiento; somos publícanos en el templo, dándonos golpes depecho sin atrevernos a elevar los ojos al cielo; somos el buen ladrón,confesando que Dios es Dios y pidiéndole que nos recuerde ahora que estáen su reino. Y Dios escucha a nuestros corazones, porque el Amor siempreescucha.

Aunque es cierto que nuestros corazones y todo nuestro serpronuncian el Miserere desde las oraciones que se dicen al pie del altar através de la marcha firme y serena del santo Sacrificio, es posible que enningún otro momento logremos pronunciar esa palpitante súplica deperdón con mayor elocuencia que en el Nobis quoque peccatoribus...,donde golpeamos nuestro pecho en abierta confesión de nuestros pecadosy suplicamos a Dios una participación en su reino, con sus justos...

«A nosotros, pecadores—decimos—, siervos tuyos que esperamos enla abundancia de tus misericordias, dígnate darnos un puesto en la comuni-dad de tus santos apóstoles y mártires...» Esta magnífica oración requiereun examen minucioso. Es un grito de piedad solicitando piedad. Nosotros,pobres indigentes, que tanta misericordia hemos recibido, pedimos másaún; la necesitamos. Esperamos recibirla. Y rogamos, confiados, en laabundancia de tus misericordias. Esa esperanza nos presta el valornecesario para solicitar algún puestecillo en esa reunión resplandeciente deamor, de lealtad, de temeridad y de fortaleza.

Pedimos la compañía de Juan el Bautista, que señaló al Cordero quequita los pecados del mundo, el hombre que descubrió a un reyezuelo susodiosos pecados, y pagó con su cabeza su osada sinceridad. Pedimos estar

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cerca de Esteban, quien de tal modo irritó a los judíos de su tiempodenunciando sus pecados, que murió bajo una tempestad de piedras,,rogando, sin embargo, «que Dios no les castigara por este último pecado».Pedimos estar cerca de Matías— ¡qué nota hace vibrar en el alma el sonidode su nombre!—, el hombre que ocupó el puesto de Judas en el grupo deapóstoles, haciendo reparación, en cierto modo, por el delito que culminó,no en el beso de su traición, sino en esa traición más profundamenteseñalada, cometida por un desertor: una traición de la confianza en lamisericordia de Dios. Todos nosotros fuimos como Judas en nuestrastraiciones a Dios. Ahora solicitamos ser como Matías para podercompensarle.

Deberíamos conocer más que los meros nombres de estos hombres yde estas mujeres cuya compañía rogamos. Deberíamos conocer algo de laclase de testimonio que dieron de Cristo. Porque nuestros corazones haríanque también nosotros diéramos un testimonio parecido. Pedimos a Diosque nos conceda la compañía de Bernabé, el compañero de Pablo, que siluego se separó de él, disgustado, nunca se separó de Cristo. Querríamosestar cerca de Ignacio de Antioquía, el vigoroso y anciano obispo que nosproporcionó la magnífica definición de que somos «granos de Dios» y«trigo de Cristo». Rogamos a Dios nos conceda la compañía de Alejandro,el Papa que ordenó mezclar el agua con el vino en todas las Misas. Es enesta oración en donde reconocemos ser más débiles, como el agua, y, sinembargo, confiamos en la misericordia de Dios para que nos haga tanfuertes como el vino.

«El escudriñador del corazón y de las entrañas» escucha la agudaconciencia que tenemos de nuestra calidad de pecadores, acompañados porel ardiente deseo de ser fuertes con la fortaleza de Cristo. Escucha el doblelatido de nuestros corazones, uno como acto de contrición por nuestrospecados, el otro como acto de esperanza por vernos libres de él. Es lasístole y diástole de estas plegarias que comienzan con el Nobis quoquepeccatoribus... Dios escucha nuestro dolor profundo y nuestra esperanzaardiente al rogar encontrarnos junto a Marcelino y Pedro, el primerosacerdote, el segundo sólo exorcista, pero ambos lo suficientemente fuertesen su amor para señalarse como «los dos vencedores» en la más feroz detodas las feroces 'persecuciones—la de Diocleciano—. Pedimos mucho,pero pedimos «en Aquél y a través de Aquél», que dijo: «Pedid yrecibiréis.»

Esta magnifica oración nos incita a seguir pidiendo la compañía desiete mujeres mártires aún. Su sexo, su juventud, sus diferentes estados en

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la vida, nos hablan a todos de nosotros y para nosotros. Decimos a Diosque nos escuche atento, que quisiéramos estar al lado de Perpetua y deFelicidad: la primera, patricia de veintidós años, madre de un niñito, quesolía tentar a Perpetua a cometer faltas; Felicidad, una esclava, madre desiete hijos, que se hallaba embarazada otra vez al ser detenida. Tuvo unhijo en la prisión y, como escribió el viejo cronista, «fue de la sangre a lasangre, de la comadrona al gladiador, para purificarse después de su partocomo en un segundo Bautismo». Perpetua, la patricia, pidió del tribunopermiso para ponerse un vestido adecuado antes de ir al anfiteatro; luegose peinó elegantemente y, tomando a Felicidad de la mano, se dirigió conorgullo hacia el martirio. Lo gozoso de ese grupo es atractivo para quienesvivimos en estos oscuros tiempos.

Después de Perpetua y Felicidad nombramos a cinco jóvenesvírgenes, con quienes desearíamos reunimos. Algunas de ellas fueronarrancadas de sus salones y arrastradas a los burdeles para padecer lo queSan Ambrosio llamaba «doble, martirio: el de la honestidad y el de lareligión». Según parece, Agueda dijo a su juez, el gobernador de Roma,que «sus palabras no eran más que viento, sus promesas lluvia y susamenazas torrentes pasajeros», asegurándole que por muy duramente queestas cosas la sacudieran sería inconmovible «porque tenía sus cimientosen la roca de Cristo».

Inés, el tierno cordero de Dios, con apenas trece años de edad, eramucho más sabia que ninguna de las antiguas paganas de Roma. Se diceque «no se encontraron esposas lo suficientemente pequeñas para susmuñecas». Podríamos añadir que tampoco se encontraría medida lobastante grande para su corazón.

Cecilia es la siguiente de nuestra lista. Es quien trae la música anuestra letanía, pues esta protectora de Roma está considerada comopatrona de la Música. Murió bajo Marco Aurelio. La mención de sunombre debería borrar cualquier idea que del estoicismo pagano conservenuestro corazón. Los pensamiento de Marco Aurelio han, sobrevividodemasiado. Ha sido y es considerado como un hombre bueno y grande,pero el recuerdo de Cecilia nos hace desconfiar de ese juicio.

En Lucía y Anastasia, colocadas a continuación en la Liturgia,encontramos unidos a Oriente y Occidente. Lucía, denunciada por suprometido, nos muestra al Occidente en toda su bravura; mientrasAnastasia, que se dice fue alumna de Crisógono, nombrado en el canon dela Misa, no sólo une al mundo griego y al romano, sino también los fines

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de la vida de Cristo, pues nació el día del cumpleaños de Jesús—Navidad—y. su nombre quiere decir resurrección.

Podríamos conocer la compañía de estos mártires en nuestros tiemposde martirio tanto en Oriente como en Occidente, en los que la nueva barba-rie, llamada comunismo, trata a los cristianos como los trataron Nerón,Trajano, Diocleciano y los demás brutales emperadores romanos.Nosotros, débiles cristianos, hemos de rezar este Nobis quoquepeccatoribus y solicitar aliquam partem (una pequeña parte), y pedirtambién la societatem (la compañía) con aquellos mártires antiguos. Perosiempre lo pedimos non aestimator meriti (no cotizando nuestros propiosméritos), sino veniae largitor, confiando en la misericordia de nuestroAmante, nuestro Padre y nuestro Dios.

Me dirás que nunca has ofrecido la Misa con conocimiento semejantede estos mártires, ni comprendiendo las referencias personales que encie-rran estas oraciones. Pero recuerda, por favor, que el sacerdote del altar estu representante; es el mediador entre vosotros y Dios. Y luego tampocoolvides nunca que el principal oferente en ésta y en todas las misas esJesucristo. Por ello puede decirse con certeza que «el escudriñador delcorazón y de las entrañas» escucha y oye al Sagrado Corazón cada vez quela Misa es ofrecida.

Pero aunque Dios se complazca escuchando cada Misa, secomplacerá más especialmente cuando te oiga decir a través de turepresentante y «en Cristo Jesús»: «Amonestados con preceptos saludablese informados por la enseñanza divina, nos atrevemos a decir: Padrenuestro...» Podemos sentirnos osados, con la osadía de los hijos muyamados, pues hemos recibido «el espíritu de adopción por el queclamamos: ¡Abba, Padre! El Espíritu mismo da testimonio a nuestroespíritu de que somos hijos de Dios» (Rom 8, 15-16).

Como sabes, esta oración viene cuando termina el canon. Essumamente adecuada, pues ninguna otra compuesta por el hombre podríacontener la sublime majestad que se encuentra en el canon ni sercompatible con el ambiente sagrado que sigue a la Consagración. Ningunaoración, excepto la que nos enseñó el propio Jesucristo—el Padre nuestro—podría formar la transición debida entre, la Consagración y laComunión. Ni podría encontrarse o componerse otra que sugiriera launidad de la Iglesia antigua con la Iglesia de hoy y la Iglesia de mañana.Durante dos mil años, los hijos del mismo Padre han levantado supensamiento y su corazón como nosotros hacemos, en un clamor de

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«¡Abba, Padre!» Mientras dure la tierra y existan sobre ella hijos de Dios,ese mismo clamor seguirá escuchándose.

Esta magnifica oración expresa el corazón de cada uno de nosotros, ya la vez el corazón y el misterio mismo de la humanidad. Es también unresumen de toda la Misa, ya que nos lleva desde la adoración y la acciónde gracias a la expiación y a la petición; los cuatro propósitos del Calvarioy de todas las Misas. En ella se contienen las frases más majestuosas quesaldrán jamás de los labios del hombre, así como los más profundosanhelos de todos y de cada uno de los corazones humanos. No es deextrañar que la Liturgia griega de Santiago introduzca la oración con estasúplica: «¡Oh Señor!, Tu que amas a la humanidad, haznos dignos de quecon libertad y sin condena, con corazón puro y alma iluminada, con rostrossin rubor y labios santos, te llamemos a Ti, Dios santo y Padre celestial,diciendo: Padre nuestro...»

Tertuliano aseguraba que esta oración era un completo resumen detodo el Evangelio. Verás que esta afirmación es fundada si estudias Tasdiferentes peticiones. ¡Cuán sorprendente es el tono de estas primerasfrases: «Santificado sea el tu Nombre-venga a nos el tu reino.—Hágase tuvoluntad.»! Más semejan órdenes que súplicas humildes. Pero recordemosque una vez Cristo dijo a Santa Catalina de Génova «que no es suficientepedir; hay que ordenar».

Debes ver en esta oración el epítome del canon de la Misa, así comode la Misa misma, pues ¿qué es la Misa sino un cumplimiento de suvoluntad, la venida de su reino y una santificación de su nombre? Estambién la perfecta adhesión de nuestros corazones y pensamientos porqueconocemos y amamos a Dios tal cual es: le demostramos nuestro amorcumpliendo su voluntad y santificando su nombre y propagando su reinomediante nuestras oraciones y nuestras obras.

Claro que aunque nuestro primer objetivo sea la gloria de Dios y lapropagación de su reino, es su voluntad la que nunca olvidamos. Lahermosura de la vida consiste en que, aun aquí en la tierra, estamoshaciendo la voluntad de Dios igual que se hace en el cielo cuando pedimos—y de nuevo suena más como una orden qué como un ruego—«el pannuestro de cada día dánosle hoy». Cierto que Cristo dijo en una ocasiónque «no sólo de pan vive el hombre»... Y, sin embargo, también vive depan. Dios responde a esta petición, aunque en la tierra haya hombres quepretenden no creer que existe una divina Providencia, preocupada de quela semilla no muera y produzca el ciento por uno, de que las ruedas delmolino giren para que el trigo pueda convertirse en harina, de que los

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hornos estén calientes para que la masa pueda convertirse en pan. Tusincero Pater noster puede poner de relieve ante Dios esta manera depensar por parte de otros, porque puedes expiar mediante tus peticiones, yaque cada pequeño ruego que hagas es adoración auténtica por ser 'unaconfesión de la soberanía de Dios.

Pedimos pan, el pan cotidiano, cierto; pero también pedimos el Panque bajó del cielo, el Pan vivo que significa para nosotros la vida eterna. Ycuando recibamos este Pan, Dios escuchará en nuestros corazones elperdón por todos aquellos que «son nuestros deudores» y nos perdonaránuestras «deudas».

Pero no podemos olvidar nunca que «Dios escudriña el corazón». Poreso liemos de perdonar a nuestros Hermanos «de todo corazón» (Mat 18-36), porque el verdadero perdón tiene que salir del corazón. Cuandorezamos el «Padre nuestro», tengamos en cuenta la advertencia de Cristode que antes de dejar la ofrenda ante el altar, recordemos si alguien tienealgo contra nosotros, y vayamos y nos reconciliemos con nuestro hermanoantes de hacer la ofrenda de nosotros mismos. Esta petición de«perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestrosdeudores», no es más que una aplicación de la parábola que Cristo expusouna vez sobre el acreedor sin misericordia. Nuestro Padre, que está en elcielo, nos perdonará a nosotros como nosotros perdonamos a los demás.En esta oración del Pater noster Dios nos tomará la palabra. Pero ¿cómoes posible no estar repleto de un perdón total y definitivo de todas lasdeudas humanas cuando se está a punto de recibir en el alma al divinoHuésped,, que alcanzó el perdón por todas nuestras deudas, que eraninfinitamente más graves, puesto que eran contra nuestro Dios infinito?

«No nos dejes caer en la tentación...» La «tentación» tuvo en otrotiempo el significado de «tortura», y es bueno rezar esta oración enseñadapor la divinidad para los que afrontan la tortura en una parte tan extensadel mundo de hoy. Son nuestros hermanos. Y muchos de ellos miembrosdel Cuerpo Místico de Cristo.

Cuando llegues a comprender que la Misa es ofrecida por el CuerpoMístico, entenderás con claridad que ese Dios que «escudriña loscorazones», oye realmente la Sangre de Jesucristo mientras escucha a tucorazón y al mío en cada Misa. Esa sangre palpita ahora en su Cuerpoglorificado; pero es la Sangre que fue derramada por nuestros pecados paraque pudiéramos nacer de nuevo, y esta vez «nacidos de Dios». Diosescucha a esa Sangre implorando como ninguna otra sangre lo hicieradesde la creación del mundo. La sangre de Abel fue la primera sangre

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humana que clamó al cielo. San Pablo nos lo recuerda, y compara eseclamor con el que Dios escucha cuando los sacerdotes se inclinan sobre loscálices y dicen: «Tomad y bebed todos de él; porque éste es el cáliz de miSangre, que será derramada por vosotros y por muchos para remisión delos pecados.» No es de extrañar, pues, que San Pablo diga que esta Sangre«habla mejor que la de Abel» (Heb 12, 24). La de Abel clamaba venganza.La de Cristo clama misericordia.

Porque Dios escucha a esta Sangre en la Misa, tú puedes tomar estaspalabras de San Pablo como si fueran dirigidas a ti: «Teniendo, pues,hermanos, en virtud de la Sangre de Cristo, firme confianza de entrar en elsantuario que Él nos abrió, como camino nuevo y vivo a través del velo,esto es, de su Carne, y teniendo un gran sacerdote sobre la casa de Dios,acerquémonos con sincero corazón, con fe perfecta, purificados loscorazones de toda conciencia mala y lavado el cuerpo con el agua pura.Retengamos firmes la confesión de la esperanza, porque es fiel el que la haprometido» (Heb 10, 19-23),

Entonces acércate a tu Dios con confianza y como preparacióninmediata para estrecharle amante en la Sagrada Comunión; déjale queescuche cómo recitas las mismas oraciones que dice el celebrante. Noencontrarás nunca otras mejores. Pues éstas piden por todas lasnecesidades de la humanidad y por las cosas que tu propia alma ansía.Hazlas tuyas.

La primera de estas oraciones te hará retroceder al Cenáculo, puesempieza con estas palabras: «Señor mío Jesucristo, que dijiste a tusapóstoles: «La paz os dejo, mi paz os doy»; no mires a mis pecados sino ala paz de tu Iglesia...» ¡Qué sabiduría encierra ese ruego! Pide a Dios queaparte sus ojos de tus deudas, que no mire esas realidades que con justiciapodrían irritarle, todas esas mezquindades que han brotado del orgullo, dela codicia, de la lujuria, de la cólera, de la envidia, de la glotonería y de lapereza. No mires esas cosas; ruega, fíjate sólo en lo mejor de mí mismo;mírame en la Iglesia, mírame como miembro del Cuerpo Místico deCristo, anegado en la fe de ese Cuerpo; saturado con la santidad de eseCuerpo, sagrado con el carácter sagrado de ese Cuerpo, y escúchamesuplicándote paz. Paz para la Iglesia, paz para los que parecen odiar la paz;paz para toda la humanidad. Si todos disfrutan de paz, podremos esperaresa unidad por la que Cristo oraba en ese mismo Cenáculo: «para que seanuno como nosotros somos uno, yo en ellos y tú en Mí» (Juan 17, 22-23).¿Qué otro significado tienen la Misa y la Comunión sino la paz de Dios, launidad de Dios, el amor de Dios?

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La segunda oración es todavía más conmovedora. Es súplica deperdón y expresión de tu ansia de unión indisoluble con Cristo, con elPadre, para quien Él es el camino, y con el Espíritu, que es el Espíritu delAmor. «No permitas que me aparte de Ti...» ¿Puede pedir más el amor?Esta es la clase de unión que suplicas en estas oraciones preparatorias.Dios, a quien le gusta que se le pidan las cosas que más significan para Ély lo significan todo para sus criaturas, escucha estos ruegos con un amorque debe estar muy próximo al amor con que se ama a Sí mismo.

La oración final contiene la súplica de que esta Santa Comunión «nome sea motivo de juicio y de condenación». Esta es la expresión másperfecta de tu completa confianza de ti mismo. Ha de ser muy grato a Diosoírnos profesar o pronunciar un abandono total en su bondad y en su amor.Luego sigues pidiendo que este encuentro personal con tu Dios, queculmina en el «milagroso intercambio» donde se produce la mezcla de laCarne con la carne, de la Sangre con la sangre, donde hay unaparticipación de su Divinidad y una recepción de su Humanidad, seasalvaguardia para el alma y para el cuerpo en el tiempo y una prenda de re-surrección y de gloria con Él en la eternidad.

Estas son oraciones muy personales, y hay que darse cuenta de queaunque la Misa es un acto comunitario, también lo es personal en el másprofundo sentido de la palabra. Elevamos el cáliz y lo ofrecemos pronostra et totius mundi salute (por nuestra salvación y la de todo el mundo).Hay una cosa que se llama egoísmo saludable. Dios nos ordenó amarnos anosotros mismos. La respuesta se la damos al sacerdote cuando se vuelvedespués del Ofertorio y dice Orate fratres (Orad, hermanos), dándonos laorden que Dios quiere que observe siempre, incluso en éste, que es elmayor acto de amor. Nosotros respondemos: «Reciba el Señor de tusmanos este sacrificio para alabanza y gloria de su nombre, también parabien nuestro y de toda su santa Iglesia». En primer lugar, hemos de amar a.Dios. A nadie antes que a Él. A nadie excepto en Él y para Él. Luegohemos de amarnos a nosotros mismos con un egoísmo adecuado ysaludable. Y, por último, hemos de amar a todos los demás.

Puesto que ésta es la forma en que Dios quiere que recemos la Misa,le agradaría escucharnos muchos ruegos personales. Esto es el propósitode los Mementos, uno por los vivos y otro por los difuntos, que puedesprolongar cuanto desees. Puedes pedir por todos los que te son queridos ypor todos los dones necesarios: salud, prosperidad, éxito en los negocios,en el colegio, en la vocación, en el mundo social, por el pan y lamantequilla, por un aumento de sueldo, por conseguir más ventas en el día,

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para que tengan más y mejor sentido nuestros jóvenes, para que seanamistosas nuestras relaciones con los parientes políticos... En Misa puedespedir cualquier cosa, y puedes pedirlo todo, y estar seguro de que Dios teescuchará con amor. Claro que Dios conoce nuestras necesidades mejorque nosotros mismos. Y, sin embargo, le gusta que, le pidamos. Por esodetalla bien cada uno de tus deseos. Dios te concederá todos los que seanpara tu bien.

Cuando se encuentran los amantes, el corazón habla al corazón. LaMisa es un encuentro de amantes. Por eso deja que tu corazón hable a Diosde tus parientes, de tus amigos, de tus enemigos. Habíale de tus trabajos,de tu presente, de tu pasado; de tus éxitos y de tus fracasos; de tus espe-ranzas y de tus ilusiones; de cada una de tus necesidades. ¡Su corazón teescuchará! No vaciles, en decírselo todo. Dios desea escucharte, porqueescuchándote escucha, no sólo el amor de tu corazón, sino la adoración detodo tu ser. Porque cada súplica de ayuda es una confesión de tuimpotencia y de su omnipotencia. Es un acto de humildad por ser unaadmisión de tu dependencia y una confesión de su providencia paternal. Esalabanza, porque al hablarle de tu indigencia, proclamas su riqueza. Tupetición misma es un tributo de honor y gloria para Aquel a quien se debetodo el honor y toda la gloria.

¡Y lo más hermoso de todo es que Él comprenderá! Los sereshumanos que más nos quieren no siempre comprenden nuestros deseos onuestras palabras. Pero con Dios, nuestro mayor Amante, no puede caberduda de la claridad con que comprende cada deseo, ni de la interpretacióndebida que dará a cada palabra. Dios escucha. Oye. Ama. Por eso deja a tucorazón hablar al suyo a través del santo Sacrificio, pero especialmente enesos Mementos: uno por los vivos, otro por los difuntos.

Puede ser un gran consuelo para ti saber que Dios oye realmente a tucorazón decir lo que David, el «hombre tras su corazón», cantaba:

¡Oh, cuán bueno es Dios para los buenos, para los limpios de corazón!...Si se exacerbaba mi corazóny me atormentaban mis pensamientos,es porque era un necio y no sabia nada;Era para Ti como un bruto animal.Pero no, yo estaré siempre a tu lado,pues Tú me has tomado de la diestra,me gobiernas con tu consejo

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y al fin me acogerás en la gloria.¿A quién tengo yo en los cielos?Fuera de Ti nada deseo sobre la tierra.Desfallece mi carne y mi corazón;la Roca de mi corazón y mi porción es Dios porsiempre...Pero mi bien es estar apegado a Dios,tener en Yavé, Dios, mi esperanza...

(Sal 72, 1-2, 21-22-23-26-28).

Eso es lo que dice tu corazón cuando ofreces la Misa como Pío XII teexhortaba a ofrecerla: «no por la intención general..., sino uniéndote estre-chamente y con propósito decidido al Sumo Sacerdote y a su ministro en latierra».

Uno de los medios mejores de hacerlo es, desde luego, decir y hacerlo que «el ministro en la tierra» va diciendo y haciendo: porque eso esexactamente lo que el Sumo Sacerdote (Cristo) hace y dice. En otraspalabras, sigue tu misal tan ceremoniosamente como hace el sacerdote. Silo haces así te sorprenderás repitiendo en la culminación de este acto deamor: «el Cuerpo de mi Señor Jesucristo guarde mi alma para la vidaeterna. La Sangre de Nuestro Señor Jesucristo guarde mi alma para la vidaeterna».

Pero si prefieres alguna otra forma de ofrecer la Misa, en lugar deemplear el misal, deja a tu corazón entonar lo mismo que dice el sacerdotecuando recibe el Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor, porque para eso esprecisamente para lo que Dios viene como Comida y como Bebida: paraguardar tu alma para la vida, eterna. Dios es un Amante que desea amartepara siempre. Y eso es lo que dirá tu corazón si «te unes estrechamente conpropósito decidido», como aconsejaba Pío XII.

El que te concede la segunda intimidad del amor al escuchar a tucorazón, está impaciente por concederte la tercera intimidad del amor: ladel tacto. Pues lo que escucha en tu corazón cuando está «unido con elSum Sacerdote» es: «En tus manos encomiendo mi espíritu.» Y no porquete estés muriendo, sino porque vas a ¡vivir!

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CAPÍTULO VIII

EN LA MISA, DIOS TE TOMA EN SUS MANOS

TERCERA INTIMIDAD DEL AMOR.

Al final de cada Misa hablas de que Cristo es la luz del mundo.Insistes en «que es la luz de todo hombre que viene a este mundo». Túsabes que esta Luz es el Verbo que «estaba en Dios y era Dios», y teinclinas en adoración y apreciación en señal de ser amor y gratitud cuandoproclama el hecho de que «el Verbo se hizo carne» (Juan 1, 1-6).

Esta declaración final subraya que la Luz del mundo no brilló sobrelos hombres desde, fuera. Ardió en medio de nosotros mismos. Y lo siguehaciendo. El Dios eterno, que entró en el tiempo en Nazaret, y semanifestó en Belén, está aún con nosotros. Como era entonces, siguesiendo ahora: la Luz del mundo ardiendo entre los hombres parailuminarlos a todos. El vino y el pan transubstanciados son el Cuerpo y laSangre de esa Luz ardiente; son la Humanidad al mismo tiempo que laDivinidad de Jesucristo. Y en ellos se encuentra por el mismo motivo quetuvo al venir entre nosotros en forma humana: «para que podamosconvertirnos en la santidad de Dios». Pero ese propósito no será alcanzadoa menos que exista un abrazo de amor; un abrazo que una y quetransforme; una unión que nos introduzca en el cuerpo y en el alma la vidade Dios. Este propósito sólo será alcanzado si Dios nos toma «en CristoJesús» y «a través de Jesucristo» en la Misa y en la Comunión.

Siendo la Omnipotencia, la Omnisciencia, la Santidad infinita, Diosestaba tan distante que el contacto personal con Él constituía nuestradesesperación. San Pablo nos lo repite una y otra vez. Pero aquel Diosomnipotente, omnisciente, santísimo, se introdujo en la vida humana. Sehizo niño, creció hasta hacerse hombre y, finalmente, se convirtió encadáver. ¿Por qué? Para que así como aquel cadáver llegó a conocer laResurrección y la Glorificación, los hombres lleguemos a conocer y amaren tal grado que podamos transformarnos en su propia santidad.

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. Todo esto es un lugar común entre los católicos instruidos. Pero elque esté vulgarizado no le hace perder nada de su verdad, de sutrascendencia, de su intimidad casi aterradora. (Aterradora intimidad,porque esa vulgarización lleva implícita la exigencia personal de Dios deuna correspondencia personal de nosotros los hombres.)

Tú vives en un mundo que está en fermento. El suelo mismo seestremece bajo tus pies, miras asustado alrededor y alargas la mano enbusca de algo estable. Tú constituyes un ruego palpitante por la seguridad.Y todo tu ser, vibra con el ansia de una verdad tangible e invariable. Todolo tienes en Aquel que es la Misa. Cristo Jesús dijo de Sí: «Yo soy elCamino, la Verdad y la Vida.» Es las tres cosas por las que San Juan ledefinió fundamental y esencialmente: es Amor.

Muchos de los pedantes escritores actuales se complacen en insistiren que tu mundo es extremadamente complejo, y tus semejantes están lle-nos de confusión. Pero todo esto ¿es algo más que ruido y necedades? ¿Noes olvidar que Dios, el más sencillo de todos los seres sencillos, vino anosotros para desenredar complejidades y resolver confusiones?

Claro que la inteligencia no quiere saber nada de cuanto se le ofrezcacomo simplificación. Sus talentos ladinos lo condenan de antemano como,«exceso de simplificación», dando a entender que quien se lo ofrece, nosólo es simple, sino más bien simplón. Sienten un «complejo» parecido(¡oh, sí, las personas tan brillantes tienen «complejos»; muchos más ymucho más complejos que las personas de inteligencia corriente!) contracualquiera de las soluciones tradicionales o respuestas familiares. Con loque parece un auténtico «impulso» buscan siempre la novedad, lodesconocido, lo inexperimentado. Insisten en que estamos en un «mundonuevo», que caminamos por una «tierra nueva» entre «gentes nuevas». Aveces nos preguntamos si tardarán mucho en pedir un nuevo salvador paraeste mundo nuevo, una nueva luz para esta nueva oscuridad. Y entoncesnos preguntamos con más intensidad si se dan cuenta de qué están aoscuras.

Jesús dijo: «Yo soy la Luz del mundo» (Juan 8, 12). El Evangelistadice que pronunció estas palabras «en el gazofilacio, en el templo». Cristorepetiría esta afirmación el primer domingo de Ramos del mundo, pero conun tono más insistente en sus palabras. A continuación de predicar la formaen que sería Víctima en su primera Misa, dijo: «Por poco tiempo aún estála Luz en medio de vosotros. Caminad mientras tenéis luz, para que no ossorprendan las tinieblas, pues el que camina en tinieblas no sabe por dónde

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va. Mientras tenéis luz, creed en la luz, para ser hijos de la Luz» (Juan 12,35-36).

Esto es muy sencillo, completamente exento de complicación y librede toda confusión. Y sublimiza al «Seguidme». Aquella fue, es y será laúnica respuesta del Unigénito de Dios a todas las preguntas de loshombres. Es tan aplicable hoy como lo fuera hace dos mil años. Y seguirásiendo aplicable dentro de dos mil años. La quintaesencia de ello es seguira Cristo, en la Misa. Por eso es por lo que hemos tratado de resolver todaslas complejidades, y barrer todas las posibles confusiones, entregándote atu Dios en el mayor acto de amor que nos ordenó «hacer». Lo hemospresentado como la forma más simple y más santificadora de relacionar lareligión con la vida, o, mejor aún, como la única forma de vivir.

Hoy está de moda—al menos en letras de molde—señalar con eldedo a casi todas las personas vivas y calificarlas de «almas vacías»,«inertes», «desesperadas» o «sin esperanza». También está de modarevolverse contra quienes dan las auténticas respuestas de Dios a laspreguntas del hombre moderno y desautorizarlos por «hablar de sufrimien-tos y de sumisión», por «decir unas cuantas frases piadosas sobre la Cruz yla salvación», pero sin molestarse en buscar al hombre moderno «en sulibertad espiritual con todos sus desconcertantes problemas». No es posibleperdonar a estos hombres por ignorantes y dejar pasar sus retahílas comofaltas de información. Hablan de la Cruz, luego tienen que saber algo deJesucristo. ¿Cómo puede ser entonces que dejen escapar el corazón mismode su mensaje, el propósito de su misión, la sencillez y la claridad de susafirmaciones: «Haced esto?...» ¿Han escuchado la orden? ¿Han compren-dido sencillamente lo que significan las palabras: Haz de la Misa tu vida yde tu vida una Misa?

Cuando escuches a esos intelectuales clamar pidiendo algunanovedad, contéstales tranquilamente con el comienzo de la Epístola de SanPablo a los Hebreos: «Muchas veces y en muchas maneras habló Dios anuestros padres por ministerio de los profetas; últimamente, en estos días,nos habló por su Hijo, a quien constituyó heredero de todo, por quientambién hizo el mundo» (Heb 1, 1-2).

Dios nos sigue hablando «a través de su Hijo», ya que el plan de Diosrespecto a nosotros, los hombres, es la sencillez misma. Quería salvarnos.Por eso envió a su Hijo, para que fuera «el Camino, la Verdad y la Vida».Ese Hijo nos mostró el camino, nos dio la verdad, nos proporcionó la vida,en la Misa y a través de la Misa. Pero eso no es todo ni termina ahí. Noquiso dejarnos huérfanos. Quiso permanecer entre nosotros para

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enseñarnos el camino, darnos Ja verdad y compartir su vida con nosotros.Quiso hacerlo a través de la Iglesia, su Cuerpo Místico. En ese Cuerpo, y através de ese Cuerpo, salvará a los que ya ha redimido. Lo hará a través desus sacramentos y de su Sacrificio, mediante los cuales se unirá a nosotrosde tal manera que nos transforme haciéndonos, no sólo presentables alPadre, sino aceptables por ese Padre.

¿Qué tiene esto de complicado o confuso? La voluntad del Padre y lavoluntad del Hijo son una sola, porque se aman. Esa es nuestra salvación:Para operar esa salvación el Padre envió al Hijo; el Hijo estableció suCuerpo Místico, y en ese Cuerpo Místico nosotros somos sus miembros.Por tanto, tenemos que hacer lo que hizo Cristo. ¡Tenemos que hacerlocomo Cristo lo hace ahora! Tenemos que cumplir la voluntad del Padre.Tenemos que salvar a los hombres. Pero no hay más que un camino paraconseguirlo: ¡su camino! Él ofreció la Misa. Nos dijo que hiciéramos lomismo.

Ver la manera de convertir la Misa de Cristo en nuestra vida esrelativamente fácil. El más ligero pensamiento teológico nos convenceráde que, puesto que la Misa es el mismo Cristo resucitado de entre losmuertos, entregado a nosotros bajo los signos sacramentales para ser elsacrificio que ofrezcamos a Dios, se desprende, implícita, ya que noexplícitamente, que es todo lo que creemos. Ahí está la fuerza que nossostiene, la comida que nos alimenta, el acto que responde a lasnecesidades más profundas y al clamor de nuestro ser por unirse a Dios.Pero ¿cómo puede convertirse la Misa en la vida misma que vivimos, o, enotras palabras, cómo se va a convertir nuestra vida en una Misa?

Esta pregunta se la han planteado algunos de los católicos másinstruidos. Fruncen el ceño y preguntan: «¿Qué es lo que se requiere:únicamente, mi intención de ofrecerlo todo «en Jesucristo»? Eso desdeluego. Pero hay algo más. Todo—y esta palabra hay que tomarlaliteralmente-—, todo ha de ser ofrecido como Jesucristo.

El Unigénito de Dios nos redimió principalmente mediante su Pasión,su Muerte, su Resurrección y su Ascensión. La palabra subrayada,principalmente, está tomada de las enseñanzas del Concilio dé Trento. Esapalabra nos dice implícitamente a ti y a mí que Cristo nos redimiómediante otras acciones que las de Semana Santa y las de Pascua. Loimportante es que Cristo no se hizo Sacerdote sólo en el Cenáculo, niVíctima en la Cruz. Cristo fue Sacerdote desde su concepción. Por eso,toda su obra fue la obra de un sacerdote, aunque no necesariamente unofrecimiento «litúrgico». En otras palabras, mientras Jesús huía a Egipto y

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mientras vivía en Nazaret nos estaba redimiendo exactamente igual quecuando caía en la calle de la Amargura o cuando pronunció las Siete Pala-bras en la Cruz. Cada uno de sus actos fue el de una persona divina, queutilizaba su naturaleza humana como instrumento conjunto en la obra quesu Padre le había encomendado. El más leve de sus suspiros de su cuerpohumano hubiera sido suficiente para redimir diez mil mundos diez milveces más pecadores que el nuestro. Pero su Padre quiso un holocausto.Cristo cumplió ese deseo: porque Cristo amaba al Padre.

El objeto de la comparación es éste: tú eres su miembro, no sólocuando ofreces el santo Sacrificio de la Misa, sino mientras vivas en esecuerpo de carne y de sangre que es tuyo. Por tanto, eres un sacerdote delAltísimo, no sólo cuando estás en la iglesia para la adoración litúrgica,sino durante todas las horas del día y de la noche dondequiera quetranscurran esas horas. De ahí que sea posible para ti convertir cada actoen un acto sacerdotal por la intención naturalmente, pero también por laatención a tu papel en este mundo: la voluntad de Dios respecto a ti comoindividuo.

El médico debería estar siempre consciente de que es la«prolongación» del Médico divino, el único Sacerdote de la Nueva Ley.Por eso, mientras actúa como médico o como cirujano está actuandotambién como sacerdote, pues los caracteres del sacerdocio están grabadosen su alma mucho más profunda e indeleblemente que los aires profesio-nales que haya podido adquirir. Luego puedes comprender que Carlyletenía razón al decir respecto a esto «que quienquiera que toca el cuerpohumano pone su mano sobre Dios». Esto aumentaría el aura sagrada quedebería haber siempre en torno a su labor. Pero más profundamente aúnque de ninguno de estos deseos ha de estar consciente de que tiene unaobra definida que realizar mientras actúa como médico, y es la de ofrecerla Misa. Así podrá convertir en el agua, en el pan y en el vino que necesitapara su oblación, cada uno de los padecimientos somáticos o psíquicos. Laintención para ser y para desear todo esto puede hacerla durante suofrecimiento matutino; pero esa intención debe estar siempre presente almenos al borde de la conciencia y renovarse de cuando en cuando duranteel día. Lo que se requiere es «conciencia de Cristo»; la conciencia de que«vive, se mueve y tiene su ser» en Cristo Jesús y que ha sido hechosacerdote para poder ayudar al único Sacerdote en la aplicación de losméritos ganados mediante su acto de redención en el Calvario.

El jurista y el maestro tienen que pensar que Cristo, el Sacerdote, fueel Maestro de la Nueva Ley, y el verdadero Legislador de la Nueva Ley,

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por lo que cada uno de sus actos como Legislador y como Maestro fuerontambién actos sacerdotales.

Ellos, por tanto, habrán de hacer todos sus actos lo mismo, porqueson sus miembros y tienen una obra que continuar.

Lo mismo ocurre con todas las demás profesiones y ocupaciones. Laconciencia de quiénes somos y de lo que se nos ha concedido para poderrealizar nos harán tomar y considerar cada detalle insignificante de nuestravida cotidiana como objeto de nuestro ofertorio. Sea cual sea nuestroestado en la vida, está rebosante de «pan, de agua y de vino», que puedenser ofrecidos «en Cristo Jesús», y como Cristo Jesús a Dios, a fin de que Élpueda «bendecirlos, aprobarlos, confirmarlos, hacerlos razonables yagradables» para «la transubstanciación».

El amor del esposo y la esposa; los cuidados que los padres derramansobre los hijos; el cumplimiento de la obligación en la oficina, en la tienda,en el almacén o en la calle, han de ser ofrecidos a Dios. Y Dios losaceptará si Cristo dice por encima de ellos: «Este es mi Cuerpo.» ¡Y ten laseguridad de que lo dirá si hacemos el ofrecimiento como sacerdotes!

¿No es cierto que la frase «en Cristo Jesús» toma un significado cadavez más profundo a medida que nos vamos introduciendo en la vida y en laverdadera manera de vivir? No sólo empapa a nuestro ser personal entero,sino también a todas las cosas que hacemos con la santidad de Dios,cuando vivimos y actuamos conscientes de quienes somos y de lo quehemos venido a hacer a la tierra.

La cuestión de convertir en misas nuestras: vidas puede sersimplificada con una sola palabra: obediencia.

Jesús no redimió a la humanidad con sus padecimientos. Jesucristono reparó el edificio ruinoso de la Creación con su muerte. Jesucristo noreconcilió al hombre pecador con el santísimo Dios mediante las espinas,los azotes, los clavos o la lanza. Jesucristo re-creó el universo mediante laobediencia, o, mejor aún, mediante el amor, pues ¿qué es la obediencia ensu raíz, tallo o flor, sino amor del que ordena? «Por esto el Padre me ama—dijo Cristo—, porque yo doy mi vida para tomarla de nuevo. Nadie mela quita, soy Yo quien la doy de mi mano. Tengo poder para darla y poderpara volverla a tomar. Tal es el mandato que del Padre he recibido» (Juan10, 17-18).

Así el amor, expresado en la obediencia, es la más plena explicaciónde la Misa de Cristo, y de la tuya. Obedeces mejor a Dios cuando cumplescada obligación de tu estado en la vida sencillamente porque tal es la

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voluntad de Dios respecto a ti. Por eso la madre, ante la lavadora o ante laplancha; la esposa, ante el fregadero o ante los platos, o preparando lacomida en el fogón; el esposo y padre, en su despacho, en su tajo odondequiera que trabaje; el soltero o la soltera, arreglando su cuarto, todosestán obedeciendo a Dios. Cada uno de ellos está realizando una tarea desu estado en la vida. Por tanto, cada uno de ellos posee todo lo necesariopara hacer de sus vidas una Misa y alcanzar así la santidad. Pues, comodecía Lacordaire: «La obligación cumplida denota santidad.»

¿Quién podrá dudarlo si tiene en cuenta que la obediencia es amor; elamor, unión de voluntades; y la santidad, una participación en la vida deDios, ganada para nosotros por Cristo amando tanto al Padre y cumpliendosu voluntad? Por ello, la mejor manera de demostrar nuestro amor es«hacer siempre las cosas que le agraden», cumplir todos los deberes denuestro propio estado en la vida.

Esta simplificación no sólo te aclara la Misa de Cristo, sino que teenseña con exactitud cuál es tu posición en la vida. Tú eres el MediatorDei et hominibum (1 Tim 2, 5) —el sacerdote, el mediador entre Dios y loshombres—a cada hora del día y de la noche, mientras vivas en la tierra.«Todo Pontífice tomado de entre los hombres en favor de los hombres esinstituido para las cosas que miran a Dios, para ofrecer ofrendas ysacrificios por los pecadores» (Heb 5, 1). Esa es la descripción que haceSan Pablo del elevado oficio de sacerdote. Puede ser y debe ser aplicadopor ti a tu trabajo como participante en el sacerdocio de Cristo. «Lasofrendas y sacrificios» que has de ofrecer son los deberes de tu estado enla vida. Una vez llegues a comprender exactamente lo que la palabra«sacrificio» significa, llegarás a ver cómo todas y cada una de las cosasque comprenden tu vida y tus obligaciones son materia para el Sacrificio.

Muy pocos contemporáneos nuestros comprenden esta palabra en elsignificado de su raíz, por lo que retroceden ante lo que deberían abrazar, yhuyen de lo que debiera ser la verdadera sustancia de sus vidas y el mássincero gozo de su vivir. Esto es cierto, incluso entre católicos cultos.Asocian la necesidad, el sufrimiento, el dolor, con estas palabras. Pero estaasociación de ideas es como oír las notas y no captar la melodía; oír laspalabras y no percibir el sentido de las frases; mirar los fragmentos y nover nunca la totalidad. Existe cierta verdad parcial en esta asociación deideas; pero es esa asociación parcial la que hace que la verdad esté al bordede ser una mentira.

Sacrificio es el acto del amante que no encuentra palabras para suamor. Sabiamente recurre a los signos y a los símbolos. Toma una cosa, se

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la ofrece al ser amado y hace que ella diga con elocuencia lo que sus labiosno pueden expresar, aunque su corazón ansia que escuche el amante. Losregalos son el lenguaje del amor, y el único mensaje que llevan es «teamo». Cuando un hombre corteje a una mujer «se lo dirá con flores», conmúsica, con bombones, con libros. Se lo «dirá» con muchos regalos, y, porúltimo, acabará por exclamar: «Te amo tanto que me entregaré a ti.»

Pero existe una profundidad mayor a la que se debe llegar antes dealcanzar la raíz de esta palabra llena de significado. Sacrificio procede dedos palabras latinas: sacrum, que quiere decir «sagrado», y facete, quesignifica «hacer». Por eso, cuando hacemos un sacrificio, hacemos unacosa sagrada. Pero ¿cómo podremos los pecadores hacer una cosasagrada? Sólo de una manera: entregándosela a Dios, que es el únicosagrado. En consecuencia, en su significado radical, sacrificio essencillamente hacer presentes a Dios. Como los presentes son signos deamor, el sacrificio es una prueba de amor a Dios.

Este es el aspecto más personal, y en cierto modo más hondo de tufunción como sacerdote. Eres un amante que quisieras hablar a Dios conacentos rebosantes de amor y estar unido a Él y a todo cuanto Él ama. Poreso querrías ofrecer regalos a Dios a cada hora del día o de la noche; y quecada uno le dijera el mensaje implícito siempre en un regalo de amor: «Teamo tanto, tanto, que quisiera entregarme enteramente a Ti.»

Ahora vengo de actuar litúrgicamente como sacerdote. Acabo deofrecer la Misa. Pero mientras estoy aquí, sentado, escribiendo a máquina,sigo siendo sacerdote, y este acto de teclear es el, acto de un sacerdote,aunque, en sentido litúrgico, no sea un acto sacerdotal. No será ofrecer laMisa de Cristo, pero es ofrecer mi Misa, pues, sigo estando, consciente deque soy un miembro suyo, lo cual quiere decir que siempre y para siempresoy sacerdote. Como sé muy bien que la función particular del sacerdote esofrecer la Misa, que significa amar, trato de convertir cada uno de misactos en un acto de amor y en una parte de mi Misa.

No tardaré en salir vestido, no con la casulla para su Misa, sino en loque yo considero como «casulla» para mi Misa. Saldré con mi ropa de tra-bajo, Escardaré una tabla de cebollas, recogeré frambuesas, cultivarérepollos, ataré tomates. Claro que éstos son actos de hortelano. Pero estehortelano es un sacerdote de Dios; por eso sus tareas en la huerta serán lastareas de un sacerdote. Como todas las cosas las hago «en Cristo Jesús» ycomo Jesucristo, cada uno de estos actos será el acto de un amante queofrece estas humildes hazañas como signos de amor por Dios y por supueblo.

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Si ello no fuera cierto, ¡de qué pérdida de tiempo seria culpable y quéprostitución de mis deberes sacerdotales! Pero es cierto—cierto con laverdad misma de Dios—porque San Pablo se hallaba bajo la inspiración deDios cuando escribió: «Ya comáis, ya bebáis o ya hagáis cualquier cosa,hacedlo todo para gloria de Dios..., no buscando la propia conveniencia,sino la de todos para que se salven» (1 Cor 10, 31). Y repetía: «Glorificad,pues, a Dios en vuestro cuerpo» (1 Cor 6, 20).

Ya ves, pues, lo sencilla y lo sagrada que esto hace la vida y el vivir.Yo estoy obedeciendo a Dios, mas la obediencia es el amor en acción. Portanto, mientras trabajo estoy amando. Mis manos pueden estar realizandolas tareas de un obrero, pero mi corazón es de sacerdote, y el trabajo demis manos no es más que símbolo y signo del canto incesante de micorazón sacerdotal. Mi trabajo no es la liturgia de su Misa, pero es«litúrgico», puesto que es mi misa. Más aún: cada una de mis aspiracionesy de mis latidos se refieren a aquel que está en la hostia y en el vinoconsagrado. Todo cuanto hago lo uno al santo Sacrificio de la Misa que seofrece en cada lugar del mundo y en cada fracción de segundo. Por eso laMisa es mi vida y mi vida una Misa. ‘

Lo que es cierto de mí y de mi jornada, lo es también de ti y de tujornada. Tú ofreces su Misa para hacerte más digno de ofrecer tu Misa.Porque cada persona que sale de la iglesia después de su encuentro conDios en su acto de amor, llamado Misa, se dirige hacia su casa o hacia sutrabajo como una persona purificada. Es el mismo Cristo quien, dijo:«Vosotros estáis ya limpios por la palabra que os he hablado» (Juan 15, 3).Tú le has escuchado hablarte directa y personalmente en su Misa. Le ñasvisto. Le has tocado. Le has tomado dentro de tu cuerpo. Por eso salesirradiando a. Cristo. Cualquiera que te viese, te oyese o te tocase, deberíaquedar santificado por motivo del único Santo que llevas dentro, y todocuanto miraras, tocaras o emprendieras debiera ser objeto para tu ofertorioen tu Misa, que ofreces «en Cristo Jesús» y como Jesucristo.

Claro que esto no es automático. La presencia física en la Misa no teproporcionará estas cosas. Tienes que haber estado presente como personay haber participado como sacerdote. Tienes que haberte abierto a la Luzdel mundo, permitiéndole inundar tu negrura para poderte transformar en«hijo de la Luz» y ser «iluminado», lleno de esa Luz que es Amor.

Amor. Esa es la palabra activa. Porque no se empieza a vivir hastaque se empieza a amar. Entonces es cuando nos sentimos como sibrotásemos desde ese mundo entumecido, limitado y limitador que somosnosotros mismos; Somos descubridores que se encuentran ante un universo

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completamente nuevo; y proseguimos explorando una tierra desconocida,pero sumamente alentadora. Cuando uno llega a amar a Dios habrádescubierto ese universo que nunca llegará a conocer plenamente, pero queserá perpetuamente alentador. A este ser se le podría decir: «Sé valeroso.Sé osado. Despójate valerosamente de todo egoísmo. Da sin pensar nuncaen el precio. Busca siempre nuevas maneras de hacer regalos nuevos. Perosé lo suficientemente sincero para que cada regalo sea un símbolo de eseregalo total de ti mismo que deseas hacer.»

Como el verdadero amor desea siempre la presencia del amado,escuchar su voz, alimentarse con verle, tratando cada día de saber más deél, y ansia de tal modo hacerse como él que incluso empieza a imitar losgestos del amado, ya comprendes lo inevitable que resulta para unenamorado de Dios hacer su vida sacerdotal convirtiéndola en una

Misa. Porque el amor, cuando es verdadero, es más bien un estadoque un acto; es constante y continuo. Así, los católicos amantes y avisadosvan de la Misa de Cristo, que es su propia vida, al mundo de su vidacotidiana para hacer ese mundo más lleno de Cristo, y convertir ese viviren un verdadero sacrificio santo.

Y volvemos a esa palabra que significa «hacer sagrado», que quieredecir «dar a Dios». Fíjate en el primer sacrificio que conocemos: Abelofreció a Dios un cordero. Primero lo mató; luego lo colocó sobre un altarpara que se consumiese en el fuego. Estaba adoptando el lenguaje delamor. Estaba empleando signos y símbolos para la expresión de sucorazón. Lo esencial en éste, como en todos los demás sacrificios, es queel signo exterior se emplee para expresar el amor interno. Se hace unregalo visible, como ejemplo del sí mismo indivisible, tan enamorado, queansia la unión con el amado.

Traduce la actitud de Abel a nuestro propio idioma. Tomó un cordero,pues era pastor, e hizo que sirviera como símbolo de sí mismo. Para de-mostrar a Dios que le estaba ofreciendo iodo su ser, Abel mató el cordero ypuso al fuego su cuerpo sin vida para que se consumiera totalmente. Hizodecir a aquel cordero: «Dios mío, te adoro porque eres el autor de mi vida.Y te estoy agradecido por todo cuanto me has dado. Te manifiesto mi amory mi agradecimiento ofreciéndote todo mi ser y la vida que hay en mí.Pero, puesto que no puedo quitarme la vida, deja que este cordero hablepor mí y te diga que yo quisiera darte la sangre de mis venas y hacermeuno solo contigo por lo mucho que te amo. Si aceptas, Señor, este corderocomo símbolo de mi persona y de mi vida, verás que mi corazón está juntoal tuyo, que estamos unidos.»

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«Unificados». «U-ni-fi-ca-dos». Esta es la palabra que se deriva deestar unidos. Y este «estar unidos» te hace ver claramente dentro de uno delos principales propósitos del sacrificio de Cristo —y de todos los tuyos«en Cristo Jesús»—, esa unificación con Dios.

Lo que hizo Abel lo han repetido muchas generaciones desde sus díashasta los nuestros. Individuos, familias, tribus, pueblos enteros, han puestosobre los altares las cosas que les son más queridas. Mataron antes o en elmomento el objeto de su ofrecimiento y luego lo quemaron como signo deque ya no les pertenecía, sino que lo habían apartado como perteneciente aDios. Había sido «hecho sagrado»; había sido «sacrificado». Con fre-cuencia, al final de la ceremonia, se celebraba una comida en la que, por logeneral, se consumía la víctima ofrecida. Esto probaba, en cierto modo,que el ofrecimiento había sido aceptado por Dios y que el pueblo estaba«unificado» con su Dios. Y no esto sólo, sino que aquella comidasignificaba que estaban compartiendo la vida de su divinidad.

¿Comprendes la similitud del sacrificio de Cristo con todo esto? En elCenáculo hubo ofrecimiento de la Víctima. En la Resurrección, en la As-censión y en la Entronización, la aceptación de la Víctima.

Tampoco se puede dejar de ver en la Misa la re-presentación de todoesto. Cierto que allí no se mata a la Víctima. Cristo no padece en la Misa.Cristo no muere en la Misa. Y, sin embargo, la Misa es un Sacrificioperfecto, puesto que en nuestros altares está el mismo Sacerdote delCenáculo; en nuestros altares, la misma Víctima que en la Cruz; pero en elmismo estado en que abandonó el sepulcro y ascendió a la diestra delPadre. Por virtud de aquel ofrecimiento que realizó hace dos mil años, sesigue ofreciendo en cada Misa que yo ofrezco y en cada Misa que ofrececualquier otro sacerdote ordenado. Y es aceptado por el Padre. En cuanto ala comida, la «unificación» con Dios y la participación en la vida de Dios,¿qué es sino la Sagrada Comunión?

El Concilio de Trento lo resumió todo en una frase diciendo: «LaVíctima es una y la misma; la misma Persona que lo ofrece a través delministerio de sus sacerdotes es la que se ofreció entonces en la Cruz; sóloes diferente la manera de hacer el ofrecimiento.»

Fíjate bien en esto: «sólo es diferente la manera de hacer elofrecimiento.» En el Calvario actuó sólo y directamente su propia Persona.En la Misa actúa a través de las otras personas que ofrecen y a través de laque consagra. Actúa en Persona, desde luego, pero sólo invisible eindirectamente. Actúa a través de mí. Actúa a través de ti. Por eso tú no

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puedes contentarte sólo con mirar mientras la Misa está siendo ofrecida.Tienes que actuar. Tienes que ofrecerle Dios a Dios, y ser ofrecido porDios a Dios «en Cristo Jesús».

Este punto es el punto crucial: eres ofrecido a Dios incluso cuandoestás ofreciéndole tu Dios a Dios. Porque la Misa es un «milagrosointercambio», Dios se coloca en tus manos para que puedas tener unofrecimiento digno de Dios. Pero también te pones tú en manos de Diospara ser ofrecido a Dios por Dios. Eso es la Misa. Eso es lo que significaestar «en Cristo Jesús».

¿Qué prueba tenemos para hacer esta afirmación? Escucha a SanAgustín cuando te señala el pan de la patena y el vino del cáliz. «Eres túquien se encuentra allí sobre la mesa del altar; eres tú quien está en esecáliz; y nosotros estamos allí contigo.» ¿Por qué estás allí? Por el mismomotivo que está Cristo: para ser ofrecido a Dios como presente de amor;para ser convertido en algo sagrado, en Theotyte.

Hemos empleado más de una vez esta palabra refiriéndonos aJesucristo tal y como ahora vive, a la diestra del Padre. Tal vez deberíamoshaber explicado que se trata de una «transliteración» de la palabra griega,que no sólo significa colocar una cosa ante Dios, sino que Él la hayaaceptado como presente al mismo tiempo. Él la toma como suya, Eso es elSacrificio. Eso es la Misa. Ese es Cristo hoy, y eso debías ser tú. En laMisa eres ofrecido a Dios, y aceptado por Dios: ya has sido hecho unTheotyte.

San Agustín, que te ha dicho que estabas en el pan y en el vino, hadicho también: «Mediante el sacrificio de su Cabeza, la Iglesia aprende deCristo cómo «hacerse sagrada», cómo convertirse en Theotyte, pues laIglesia que ofrece a Cristo, también se ofrece a sí misma «a través de Él,con Él y en Él.» El Cuerpo Místico de Cristo, en su estado presenté deexistencia, es decir, como Hombre-Dios glorificado, constituye, sobre todolo demás, el objeto del ofrecimiento en la Misa. Pero, como insistía contanta frecuencia el mismo San Agustín, todos los signos externos no sonmás que signos y símbolos del sacrificio interno. Por eso, al ofrecerexternamente el Cuerpo de Cristo glorificado, la Iglesia, que es su CuerpoMístico, le ofrece a Él como prenda y testimonio de su propio ofrecimientointerior.

De manera que todo cuanto se ha dicho está suficientemente probado.Probado, con una prueba tan poderosa y tan señalada, que sería prudenteno olvidar nunca lo que el mismo San Agustín dijo a su pueblo de Cartago:

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«Dios os desea más a vosotros que a vuestros presentes» (Sermón 82).Además, sería prudente por nuestra parte tener presente siempre lo que SanGregorio Magno escribió en cierta ocasión: «Tenemos que ofrecernos anosotros mismos; porque la Misa será para nosotros sacrificio cuandohayamos hecho un ofrecimiento de nosotros mismos.» Pío XI lo expresócon más vigor aún en su encíclica Miserentissimus Redemptor del 8 demayo de 1928, cuando dijo por primera vez: «En el mismo augustoSacrificio, el sacerdote y el resto de los fieles tienen que unir suinmolación, de tal manera que se ofrezcan a sí mismos como hostiasvivas.» Y concluía afirmando que: «El sacrificio de nuestro Salvador no secelebra con la santidad debida si el ofrecimiento de nosotros mismos y elsacrificio de nosotros mismos no corresponden a su Pasión» (núm. 31).

Evidentemente, entonces, es imperativo que comprendamos de unavez que nos hemos colocado en la patena y en el cáliz y pertenecemos aDios, no sólo en los momentos fugaces que requiere la celebración de laMisa por la mañana, sino durante cada uno de los momentos del díasubsiguiente. Nosotros nos colocamos por entero en el Sacrificio de Cristo.En consecuencia, cada cosa que hagamos, cada cosa que seamos, cadacosa que lleguemos a ser, deberá ser ofrecida «en Cristo Jesús» y comoJesucristo.

Esto es una consecuencia necesaria del Bautismo. Mediante estesacramento fuimos hechos sacerdotes de la Nueva Ley. Pero como en laNueva Ley el único Sacerdote es también la única Víctima, los queparticipemos en el sacerdocio de Cristo hemos de participar también en sucalidad de víctimas.

Existe otra palabra que, según algunos pedantes aseguran, no gusta alhombre moderno. Dichos intelectuales afirman que los hombres demediados del siglo xx se encogen ante palabras como «sacrificio» y«víctima». De nuevo pongo en tela de juicio el poder de observación deestos sabihondos. Y de nuevo me atrevo a decir que tanto ellos comomuchos católicos instruidos no enfocan las cosas como es debido; no estánen contacto con la realidad; no son capaces de contemplar el cuadro en-tero.

Lo que América ha demostrado al mundo desde Pearl Harbour aNagasaki me dice que, lejos de encogerse ante el sacrificio y el peligro deconvertirse en víctimas, los hombres y las mujeres de mediados del sigloxx abrazaron ambas cosas. Hicieron sacrificios y, en cierto sentido, cadauno se convirtió en víctima—víctima voluntaria—, pues todos estabanenamorados de su patria y de cuanto ésta representa.,

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Lo que se ha visto dentro de los claustros de América después de lasegunda guerra mundial también da un rotundo mentís a quienes miran yno consiguen ver lo noble que es nuestra naturaleza humana bautizada.Recién terminada la guerra, nuestra abadía de Getsemaní se llenó de talforma que los trapenses vivíamos prácticamente en tiendas de campaña.Lo que ocurría aquí en Kentucky, no tardó en ocurrir en Massachussets, yahora sucede en Iowa, Utah, Georgia, California y Nueva York. En lugarde tres monasterios para hombres, escasamente habitados—y ninguno paramujeres—, ahora tenemos doce para hombres y dos para mujeres, y notardará en funcionar un tercero. Estos jóvenes americanos deseaban vivir.Por la gracia de Dios, comprendieron que vivir quiere decir amar; amarsignifica dar, y amar totalmente significa entregarse por entero. Estabandispuestos a entregarse a Dios por su gloria y por la salvación del mundo.Deseaban ser, no sólo víctimas, sino holocaustos.

Puesto que son tantos los modernos inteligentes que presumen deexistencialistas, salgárnosles al paso en su propio terreno para refutarlescon hechos existenciales. La naturaleza humana ama el amor; por tanto, lanaturaleza humana ama el sacrificio, pues el sacrificio es el más elocuentelenguaje del amor. La naturaleza humana, con mucha clarividencia, ve queel mejor camino, el más seguro, el menos peligroso, el más rápido, es el deconvertirse en víctima. Para nosotros, los católicos, eso significa la Misa.

Pero ¿comprendemos bien en qué consiste ese convertirse envíctima?

Quien haya contemplado a Jesucristo con ojos penetrantes,, puedellegar a impacientarse con esas gentes de buena intención, pero de malacomprensión que parecen creer que la vida de Cristo—la de su CuerpoMístico, así como la nuestra en su Cuerpo Místico—fue, y ha de seguirsiendo, nada más, que tristeza, sufrimiento y dolor que crucifica.

No hay más que contemplar los ojos de un recién nacido, escuchar larisa de un bebé o sentir cómo las manos del niño rodean nuestros dedospara entrar en contacto con una parte de la gloria de Dios. Cristo fuetambién en otro tiempo un recién nacido. Ya entonces era, Sacerdote yVíctima; ya entonces estaba ofreciendo un sacrificio infinitamenteaceptable a Dios; ya entonces estaba adorando, dando gracias, expiando ypidiendo por la humanidad.

En la cueva de Belén había gozo: el fruto, del amor. También habíagozo en el cielo. Tanto, que los ángeles rasgaron el silencio de la nochecon su Gloria in excelsis, el mismo cántico que entonamos en la Misa. Es

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sumamente adecuado, pues, el Sacerdote perfecto y la Víctima perfecta seencontraban en aquella cueva, y parte de su Misa estaba siendo ofrecida.¡Y, sin embargo, qué gozo!

Lo que fue cierto en Belén fue cierto también en Nazaret. Cristo fueSacerdote y Víctima a lo largo de toda su infancia, con la misma realidadcuando estaba en el Cenáculo con el pan en sus manos como cuando en laCruz eran clavadas esas mismas manos. Pero puedes estar seguro de queNazaret irradiaba gozo y felicidad. ¿Cómo podría ser de otro modo cuandoel Rey del cielo iba creciendo allí y haciéndose hombre? Y en ese gozo yen esa felicidad, los cuatro objetivos ya mencionados de la Misa—adoración, gratitud, reparación y petición—se iban cumpliendo. ElSacrificio—el presente para Dios puede ser ofrecido entre los gozoshumanos y consistir, prácticamente, en las alegrías que Dios nosproporciona a los humanos. Por eso ser víctima como Cristo no esforzosamente sinónimo de espinas, clavos y costado abierto con una lanza.Quiere decir que hemos de ser lo suficientemente humildes para aceptartodo el gozo que Dios nos concede y volvérselo a ofrecer con toda lasinceridad posible «en Cristo Jesús», con la suficiente humildad paraaceptar nuestro «estado en la vida» con alegría, y ser lo suficientementehumildes en ese «estado de la vida» para ofrecer al Padre toda nuestraobediencia, puesto que Él es quien nos ha colocado en nuestro particular«estado en la vida», «en Cristo» y «como Jesucristo».

Chesterton dijo una vez que «la alegría es el secreto de loscristianos». ¿Por qué nos guardamos ese secreto? Mejor deberíamospreguntarnos: Pero ¿es que los cristianos modernos tienen ese secreto?Parecen tan inclinados a no medir más que los chaparrones en su vida... Enla vida corriente de los cristianos existen muchas más calmas y alegríasque tormentas, y eso, sencillamente, porque sus vidas son corrientementecristianas. Fíjate en que Cristo no pasó más que tres horas en la Cruz. Encambio, vivió, en la tierra treinta y tres años. Y volvemos a insistir en quefue Sacerdote y Víctima cada hora de esos treinta y tres años.

Mas fíjate bien en esto. No es que Jesús no sufriera. Ni que elsacerdocio y la calidad de víctimas, que son nuestras y nos exigen ofrecersacrificios, no puedan causar dolor. Pueden causarlo y lo causan. Pero lacuestión es que estamos demasiado inclinados a considerar de manerasuperficial nuestro vivir cristiano, por lo que a nuestras cruces rara vezsumamos nuestras bendiciones. Además, a veces parecemos olvidar quecada bendición se nos concede en forma de cruz, y de que cada auténtica«cruz» es una verdadera bendición.

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Todos los cristianos han de padecer. Pero ningún cristiano padecerátanto como Cristo. En medio de sus sufrimientos, cada cristiano deberíaestar tan rebosante de gozo como lo estuvo Cristo todos los días de suexistencia terrena, y nunca en mayor grado que cuando estaba en medio desu Misa y de la nuestra. Si hubiéramos de buscar el momento de mássublime gozo en la vida terrena de Cristo, seguramente comprobaríamosque lo fue aquel en que exclamó: «¡(Todo está acabado!» El final denuestra Misa debería ser lo mismo para ti y para mí.

¿Gozo en el sacrificio? ¿Gozo en entregarse como víctima? ¿QueCristo gozó en el Calvario? ¿Que puede haber gozo para nosotros loscristianos al convertir nuestras vidas en verdaderas misas? ¡Ya lo creo! Enninguna parte con mayor seguridad. No te fíes de mi palabra para saberlo.Fíate de la palabra de Dios. Dios dice a través de San Pablo en esa Epístolaque ya hemos visto y es por excelencia la Epístola sobre el sacerdocio, lasvíctimas y la Misa: «Corramos al combate que se nos ofrece, puestos losojos en el autor y consumador de la fe, Jesús; el cual, en vez del gozo quese le ofrecía, soportó la Cruz, sin hacer caso de la ignominia, y estásentado a la diestra del trono de Dios. Traed, pues, a vuestra consideraciónal que soportó tal contradicción de los pecadores contra sí mismos, paraque no decaigáis de ánimo rendidos por la fatiga» (Heb 12, 2-3).

Dios nos dice a través de San Pablo que no retrocedamos ante elsufrimiento, de cualquier clase que sea. Nos aconseja arrojarnos ansiosossobre él, Pero fíjate bien en que insinúa que hagamos esto únicamente sitenemos los ojos fijos en Cristo, y somos capaces de comprender el gozoexperimentado por Él a medida que avanzaba su Misa, Gozo mientras caíay se levantaba en el camino del Calvario. Gozó cuando los soldados leclavaron pies y manos. Gozo mientras escuchaba las burlas de lospríncipes de los sacerdotes, los escribas y los fariseos. Incluso sintió ciertogozo en el momento del abandono cuando exclamó: «¡Dios mío, Diosmío!, ¿por qué me has desamparado?» (Mat 27, 46), y otro mayor aún alexhalar su último aliento. Estaba enamorado de Dios Padre, y el gozo es elfruto del amor. El Calvario, con toda su agonía, era la voluntad de suPadre. El amor es una unión de voluntades. Por eso Cristo conoció siempreel gozo.

Así, pues, si queremos ser verdaderos cristianos, sólo tendremosalegría en el corazón mientras avanzamos por el «canon» de nuestrasMisas, con los ojos fijos en Él, que es nuestro gozo. La vida es sencilla. Lavida es sublime. Significa que somos criaturas y ser criaturas equivale paranosotros a ser cristianos. Ser cristianos quiere decir ser sacerdotes y

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entregarse como víctimas. Pero también sacerdocio y entregarse comovíctimas significan amor, y el fruto del amor, tanto en el tiempo como en laeternidad, es el gozo.

Ahora ya sabes lo que debes estar haciendo en Misa, y lo que debesalcanzar de la Misa. En cada Misa le ofreces Cristo, a Dios y «en CristoJesús» te ofreces a ti mismo. Vienes a decir lo que Cristo dijo en elCalvario: «En tus manos...» Dios te toma la palabra. Te toma en susmanos. En el fondo, lo hace por el mismo motivo que recibió a su Unigé-nito: ¡para glorificarte! Toda Misa es para la gloria de Dios y la nuestrapropia. Cada Misa es ese «milagroso intercambio» y de cada Misa debessalir más semejante a Dios, «en Cristo Jesús».

Eso es lo que se ha de sacar de la Misa; más vida de Cristo para vivirmás cristianamente. No es necesario un sentimiento de ser más santo, ni unestremecimiento emocional, sino vida.

Y eso lo conseguirás si haces de la Misa lo que en realidad es: un actode amor, un «intercambio» ^entre amantes. Entonces podrás decir con SanPablo: «Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí. Y aunque al presentevivo en carne, vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó pormí» (Gal 2, 20).

«Por Él ofrezcamos de continuo a Dio$ sacrificios de alabanza»(Heb 13, 15).

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EPÍLOGO

«Por Él ofrezcamos de continuo a Dios

sacrificios de alabanza». (Heb 13, 15)

SEÑOR, ¡QUE PUEDAN VER Y OIR Y TOCAR!

¡Dios mío, ya está hecho! Te doy las gracias por haberme permitidocontestar a las preguntas formuladas con demasiada frecuencia: «¿Por quéno obtengo más fruto de la Misa?» y «¿Cómo hacernos cada vez mássantos a través de la Misa?», demostrando a quienes me las hicieron que laMisa es un acto de amor en el que nosotros, los diminutos seres humanos,de vida efímera en la tierra, estamos facultados para ver, oír, tocar eincluso gustar a tu Unigénito y a conocer su dulzura.

Todas ésas son las íntimas delicias del amor que sabemos existen. Enla Misa se nos conceden estas tres intimidades. Y, maravilla de todas lasmaravillas, Tú actúas recíprocamente. Tú, Señor, nos ves a nosotros. Nosescuchas y nos oyes. Nos tocas e incluso nos tomas en tus manos paratransformarnos más y más en Ti mismo.

¡Oh, Dios, cuántas gracias te doy por esta experiencia! De ahora enadelante, cada Misa, no sólo las que me permites celebrar como sacerdoteconsagrado, sino también aquellas en que no actúe más que comosacerdote oferente, tendrán significado mucho mayor para mí aconsecuencia de esta obra de amor. Mi vida será aún más consciente de laMisa después de esto, pues al meditar sobre las verdades que debería decira mis lectores he llegado a una comprensión más viva de lo que significaestar «en Cristo Jesús». Cada vez me glorío más de mi calidad desacerdote y de víctima «en Cristo Jesús» y de mis actuaciones en amboscomo Jesucristo. Desde ahora, mi vida estará todavía más llena de gozo;porque a lo largo de los días que me he dedicado a componer la presenteobra me has enseñado que esto es amor.

Tú sabes, Dios mío, que esta obra ha sido parte de mi Misa. La heofrecido toda «a través de Aquél, con Aquél y en Aquél», que es tu

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Unigénito, a fin de que por ella seas más amado. Acéptala, Dios mío, porlos cuatro motivos que son las razones de cada Misa. Primero laAdoración. Sí, Dios mío, adorar es el primer propósito, la principalobligación, la función más importante de mi vida y de la de todo serhumano. Vine a la trapa de Getsemaní—hace ya muchos años—a adorar.Pero no sólo a adorar, sino también a reparar. Por eso ahora te ruego queme perdones cada uno de mis defectos en este, esfuerzo. Perdona quealguna vez me haya manifestado en exceso impulsivo, perdona mi impa-ciencia, especialmente, Dios mío, con nuestros contemporáneos, tanengreídos y tan negativos. Podrían ser comparados con algún médicoexcepcionalmente preparado, que diagnosticase perfectamente y luego nofuera capaz de recetar, aunque el «específico» para la enfermedaddiagnosticada estuviera en su propia mano. Me doy cuenta, igual que esoshombres, de que nuestra época es difícil. Reconozco que son muchos losmodernos que llevan profundamente grabado en su interior—aunque nosiempre lo reconozcan—cierto sentido de culpabilidad. Pero lo que mehace impaciente con esos hombres es que ellos mismos, sin darse cuenta, odándosela, suprimen el hecho de que este sentido de culpabilidad procedede vivir en el error; de no ser fieles a su propio ser; de haber entronizado ala falsedad como si fuera un dios verdadero. Existen millones de personascarentes de un orden en que vivir, de una medida para juzgar, de un Ab-soluto en que creer. No es extraño que se sientan culpables.

Contemplo, Dios mío, una Europa que ha llegado a odiar la imagenmisma del hombre, y a quien la existencia produce náuseas a causa de losincontables horrores padecidos por la megalomanía de unos cuantoshombres en los tiempos modernos.

Contemplo una América angustiada. La vieja república agraria hadesaparecido. En su lugar, tenemos una poderosa fábrica tecnológica.Muchos hombres en nuestra sociedad, especialmente los jóvenes, están losuficientemente irritados, no para desafiar nuestra cultura, sino inclusopara rebelarse contra ella. Se sienten asqueados por el materialismo, elhedonismo y el paganismo de una gran parte de la sociedad americana dehoy. Están irritados a causa dé la extravagante superficialidad que imperaen todo.

En realidad, nada de cuanto contemplo aquí o al otro lado del océanosupone alguna novedad. -Ya lo sé, Dios mío. Es sencillamente el hombredeslumbrado por su propia existencia. Por un impulso que Tú, Señor,pusiste en su ser, exige que la vida tenga un significado; quiere tener algúndestino que alcanzar; anhela que todos sus esfuerzos tengan un propósito.

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Son muchos los modernos que aquí, en América y en el extranjero, sesienten faltos dé dignidad sencillamente por no ser capaces de descifrar sudestino. Su mundo es un mundo vacío. ¿Quién desea vivir en un mundovacío una vida carente de significado? ¡Esa es la pregunta con la quesiempre se han enfrentado quienes no te conocen!

Por eso es por lo que me impacientan esos intelectuales que deberíanver cómo el mundo, llamado «nuevo» por ellos, no necesita de un nuevoSalvador, sino que necesita desesperadamente acudir a Aquel a quien Túenviaste, Dios mío, para ser su Luz, su Vida y su Amor. Si mi impacienciano fue santa, perdóname, Dios mío, y considera en tú bondad, que puedeser beneficiosa.

Desde luego, Dios mío, te ofrezco por entero este esfuerzo comogratitud, ya que esta es la cualidad principal que deseo tenga siempre elamor. Hoy mismo, cuando estaba terminando esta: obra, me he dado cuentade que este tema y su verdad están hermosamente resumidos en lo que sellama «Himno de la Compañía de Jesús». Este «himno» es, en realidad, laoración que San Ignacio de Loyola, fundador de los jesuitas, sugiere en susEjercicios espirituales, como conclusión adecuada para un coloquioardiente. Está re-modelada, y dice así:

Tomad, Señor y recibid toda mi libertad, mi memoria, mientendimiento y mi voluntad, todo mi haber y mi poseer. Vos me lodisteis, a Vos, Señor, lo torno...

Esto constituye el Ofertorio de nuestra Misa. Nos colocamos, contodo lo que tenemos y con todo lo que somos, en la patena y en el cáliz, yte rogamos que lo tomes. Porque estamos dispuestos a convertimos enTheotytes. Luego, en el Himno de la Compañía, viene un verso que hablaclaramente de ese admirabile commercium con que comencé este libro; esemilagroso intercambio que tan plenamente describe la realidad de la Misa.Porque los hijos de San Ignacio ruegan así:

Dadme vuestro amor y gracia, que esto me basta y no quieroninguna otra cosa.

Esto es la Misa, Dios mío. Tanto la de tu Unigénito como la de tushijos adoptivos. Esto es lo que la vida debe ser. ¡Porque eso es amor!

Te ruego, Dios mío, que permitas a cuantos lean este libro llegar acomprender que la Misa no es algo, sino Alguien; que es en tu único Hijo

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en quien viven, se mueven y tienen su ser «a través de quién, con quién yen quién» fueron nacidos, y se conserva su respiración para proporcionartea Ti «todo honor y gloria». Que comprendan que la Misa, comocelebración litúrgica, es una acción que tiene principio y fin, pero que laMisa, como acción de la vida, prosigue cuando la celebración litúrgica seha acabado. Y que en esta acción vital es donde deben mostrarprecisamente lo que alcanzaron de la celebración litúrgica.

Dios mío, yo quiero que todos ellos sean felices, que estén llenos degozo, tanto en le tiempo como en la eternidad. Por eso ¿no vas Tú a desearque se enteren de que son miembros del Cuerpo Místico de tu Unigénito?Así podrán ofrecer la Misa «eh Él», diariamente, a cada hora, a cadamomento. Si llegan a comprender esto, ¡oh Dios mío!, la vida nunca podráconstituir para ellos un verdadero problema; ninguna hora del día o de lanoche estará vacía y ninguna fracción de segundo será estéril. Porquecualquier cosa que Tú permitas que les ocurra, será considerada por elloscomo algo que pueda ofrecerse como pan, como agua y como vino; copioalgo que puede ser «transubstanciado».

¡Qué sencillo hará esto el vivir para, ellos, Dios mío! ¡Qué prontoaprenderán a hacerse más y más santos! Pues una vez hayan tomado todoslos acontecimientos de su vida como «materia» para sus misas habránadquirido realmente «la mente de Cristo», a la cual San Pablo exhortaba atodos los cristianos a aspirar. Es decir, considerarán todo como voluntadtuya.

Entonces vivirán en obediencia o, mejor aún, en amor, pues laobediencia es el amor en acción. Una vez que adquieran esta orientación,Dios mío, tendrán la valentía de Cristo para hacer tu voluntad y participaren su propia fortaleza para cumplirlo, pues vivirán verdaderamente «enCristo Jesús». Y la vida se habrá convertido para ellos en lo que yo sé queTú proyectaste que fuera para todos los humanos: un divino idilio entre Túy nosotros.

¿Qué quejas puede albergar, Dios mío, un corazón o un pensamiento,cualesquiera que sean las desilusiones, las contradicciones, los fracasos,las frustraciones e incluso las derrotas que le sobrevenga una vez adquiridoel hábito de ofrecerse como víctimas «en Cristo Jesús» cada mañana de suvida? Sentirán el sufrimiento. Pero no les entristecerá, ni mucho menospodrá amargarles, pues sabrán que se han ofrecido como víctimas esamañana en la Misa, y que para la Misa de mañana han de necesitar pan yvino.

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La hermosura de todo esto consiste, Dios mío, en que ellos llegarán areconocer el hecho de que cualquier eventualidad de su vida procede de tusmanos y de que Tú nunca has de proporcionarles nada que no sea para tugloria y su propio bien. Comprender esto les impulsará a hacer lo que SanPablo deseaba que hiciesen todos sus contemporáneos: reconocer en cadadesvarío, en cada contradicción aparente, en cada tropiezo en cada choque,«el poder de Dios y la sabiduría de Dios». Vivirán por la fe y nunca sesorprenderán de tus caminos, tan frecuentemente sorprendentes. Tú losutilizarás como utilizas a tus amigos más íntimos; de una forma en quenunca soñaron, ser utilizados; y se regocijarán de corazón, no sólo de estarsiendo utilizados por Dios, sino de estar siendo útiles a Dios. Cuando lascosas, como vulgarmente, se dice, «les vayan fatal», esas gentes repetiránen sus corazones lo mismo que dijeron con sus mentes y sus labios en laMisa matutina: «recordando... la bienaventurada Pasión... y suResurrección..., su gloriosa Ascensión...» Entonces, como Cristo, llevaráncon gozo sus cruces. '

¡Dios mío, simplifícales la vida y el vivir, permitiéndoles apreciar laMisa! Permíteles ver que la hostia empleada en la Misa de hoy ha entre-gado su sustancia para que tu Hijo pueda estar presente entre nosotros enforma sacramental y sacrificial. Pero que para la Misa de mañana yonecesitaré otra hostia. Sólo así verán que las alegrías de hoy, las penas, loséxitos y los fracasos, pueden servirnos «como pan, como agua y comovino» para que vivan sus misas de hoy; pero que para vivir mañana lomismo necesitarán otros fracasos, otros éxitos, otras penas y otras alegrías.Así irán haciendo de la Misa su vida un día y otro, y haciendo de sus vidasla Misa; elevándose en una espiral cada vez más alta, más cercana a Ti y atu Cristo. La simplificación se sublimará en esto: Cristo, para su Sacrificio,necesita su propia Carne y Sangre; ellos, para su «sacrificio», no necesitanmás. Sólo necesitan tenderse hacia Ti y decir: «Este es tu Cuerpo». «Estaes tu Sangre». Tu los tomarás y los «transubstanciarás». Permite que vivande esa manera, ¡oh Dios mío!, y cada uno de sus latidos seguirá diciendo lomismo una y otra vez, sin repetirse nunca. Dirá: «Dios mío, yo te amo. Yosoy todo tuyo. Tómame y hazme cada vez más parecido a Ti». Nunca serepetirá, Dios mío, porque cada nuevo latido representará un amor nuevo,mayor y más generoso. Ese, Dios mío, es el mensaje de la Misa, tal ycomo yo lo escucho. Y en eso es en lo que yo quisiera que se convirtiese elcántico de sus vidas.

Les dije al empezar, Dios mío, que yo escribía por la misma razónque lo hacía San Juan: «para que su gozo pudiera ser pleno». La Misa lo

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conseguirá, pues por ese «intercambio» se convertirán en lo que son: sacrahumanidad; ya que sus vidas no serán otra cosa que la palpitante vida deDios. Ese carácter sagrado convertirá sus vidas totalmente en amor; porqueTú eres Amor y el amor produce gozo.

Ahí está, la respuesta, Dios mío. Deberían alcanzar mayor gozoviviendo «en Cristo Jesús»; deberían conocer la bienaventuranza de tocarsu Santidad y ser transformados por ese contacto en «la santidad de Dios»,pues la Misa no es sólo sostener a Dios en nuestras manos, sino tambiéncolocarnos nosotros en las suyas y ser llevados, por Ti al Santo de lossantos, cuyo nombre es el Sagrado Corazón de Jesús.

Esto es la vida, Dios mío. Esto es vivir. Esto es la Misa. Porque ESTO

ES EL AMOR.

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