pablito de no

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Pablito de No

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Un grupo secreto quiere controlar el mundo, pero Pablito lo impedirá. Historia para niños y niñas a partir de 8-9 años.

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Pablito de No

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A mi sobrino Víctor.

Y a mi amigo Juan.

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Había llegado el otoño y las hojas caían de los árboles, dejando sus

ramas desnudas. Lentamente, una a una, las miles de hojitas secas

volaban desde el árbol al suelo, cubriendo la tierra con una especie de

alfombra marrón que crujía como si fueran galletas, cric, crac, cruc,

cuando los niños y las niñas del pueblo las pisaban en su camino hacia el

colegio.

A Pablo le gustaba detenerse en medio de la acera, sentado sobre

un montón de hojas, viendo cómo las otras caían poco a poco, al tiempo

que el cric, crac, cruc de los otros niños, pisando sus mismas hojas, sonaba

en sus oídos como una orquesta de grillos.

Los demás, pequeños y mayores, atravesaban veloces la alfombra

de hojas secas, sin detenerse un instante en escuchar sus pisadas, ni en

contemplar el contraste entre hojas verdes y marrones: las verdes que aún

colgaban de las ramas, y aquellas otras marchitas que ya habían caído al

suelo o estaban a punto de caer.

-Mirad, ahí está Pablo sentado, perdiendo el tiempo –decían al

pasar sus compañeros.

Y sus padres, cansados de que en el pueblo todos hicieran bromas

de las aficiones de Pablo, decidieron hablar con su hijo.

-Pablo, hijo mío –dijo su madre-, tienes que dejar de sentarte en la

acera, porque en el pueblo dicen que eres muy raro.

-Pero mamá –respondió Pablo-, es que a mí me gusta saludar al

otoño cuando llega.

A lo que su padre añadió, enfadado.

-Pablo, al otoño no se le puede saludar, porque no es una persona.

-Eso es cierto –sentenció el pequeño Pablo-, el otoño no es una

persona. Sin embargo, a mí me parece que con cada hoja que cae del

árbol el otoño nos saluda. Es como si las hojas, al caer, dijeran: Hola, soy el

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otoño, ya estoy aquí. Y cuando veo a las hojas caídas en el suelo, me

parece que están a punto de decirme: Somos las hojas del otoño, y nos

vamos a dormir.

Pepa y Pepe, que así se llamaban los padres de Pablo, cuando

escuchaban a su hijo pensaban que el pobre Pablito era más raro que un

pimiento azul. Y creían que seguiría siendo así de raro mientras viviera en

el pueblo.

-Tenemos que llevarle a vivir a la ciudad –comentó Pepe-. Allí no

hay tantos árboles, abundan los semáforos y las señales de tráfico, y el

otoño no cubre con hojas secas sus calles.

-Me parece bien –apuntó Pepa-. Si vamos a la ciudad

conseguiremos que a Pablito se le olvide esta rareza otoñal. Allí los coches

y los escaparates son iguales en enero y en agosto, y no hay hojas en el

suelo por más que llegue el otoño.

Sin retrasarse un segundo hicieron las maletas y subieron al tren. Y

en un periquete llegaron a la ciudad, donde las estaciones del año todas

parecen la misma, porque no crecen las flores en primavera por las aceras,

ni los semáforos tienen hojas que pueda secar el otoño.

-¡Qué pena! –pensaba Pablo al mirar por la ventana del vagón en

que viajaba.

La ciudad ya se veía a lo lejos. Era grande, y gris. Toda construida de

cemento.

-Es imposible que en ese lugar alguien pueda vivir feliz y contento.

-No digas eso –le corrigieron sus padres-, en la ciudad hay cosas más

bonitas que un árbol: edificios con escaleras de mármol, y grandes

carreteras de hormigón.

Pero Pablo, por más que en esas carreteras pudieran caminar

grandes grupos de elefantes, no era de la misma opinión. A él le gustaban

los árboles, y no cambiaba ni una sola de sus hojas secas por la más

hermosa y brillante escalera, aunque estuviera construida con mármoles

de colores y tuviera un pasamanos de plata, oro o diamante. Pepa y Pepe

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estaban convencidos de que lo más apropiado era mudarse a la ciudad,

pero a Pablo todo eso le parecía un error, y creía que, al alejarse del

pueblo, habría perdido para siempre su felicidad. ¿Sería así? ¿O la vida

estaba a punto de enseñarle otras mil y una sorpresas?

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Se instalaron en un barrio de la periferia, donde aún había casas de

una, dos o tres plantas, y donde los edificios de oficinas, aunque eran

altos, no llegaban a tener altura de rascacielos. Incluso había algún que

otro parque, pequeño, con árboles y zonas verdes, en los que las familias

con niños pasaban sus tardes de recreo.

-Mira, Pablo, también en la ciudad hay árboles –decían sus padres,

intentando animarle.

Pero Pablo no recordaba la sonrisa, por más que Pepa y Pepe le

llevaran, día tras día, a jugar en el recinto de aquel parque que, a los niños

de la ciudad, les parecía el bosque más grande del mundo. A Pablo, en

cambio, no le parecía ninguna de esas dos cosas. Lo que a él le gustaba del

bosque de su pueblo era que podía correr y correr, en una dirección o en

otra, y nunca llegaba al final. Pero el extraño bosque de la ciudad parecía

crecer en una cárcel, porque, si corrías en un sentido, enseguida llegabas

hasta una verja que impedía al bosque seguir creciendo, y si corrías hacia

el otro lado, la misma reja metálica se levantaba entre la ciudad y el

parque.

Había otra cosa que no le gustaba a Pablo. En el pueblo, la hierba

crecía por encima de su cabeza, y podías jugar a ser un tigre agazapado en

la maleza. Pero en el parque había un ejército de jardineros que cuidaban

de las zonas verdes y de los caminos, cortaban la hierba cuando apenas

llegaba a dos dedos de altura, podaban las ramas de los arbustos para

darles forma de círculo, o de conejo, y limpiaban los senderos para que la

tierra tuviera siempre el color de la crema. En cuanto una hoja, llegado el

otoño, caía del árbol, un grupo de jardineros salía, brincando de su

escondite, debajo de un banco, o tras de una papelera, como si fueran

aspiradoras veloces del último, mejor y más potente modelo. Entre los

cuatro o cinco cuidadores del parque recogían al instante la hoja seca y

desaparecían en busca de una oscura bolsa de basura donde arrojarla. No

había ni rastro del otoño en aquel parque, que más parecía el decorado de

una obra de teatro que un bosque. Aunque fuera octubre o noviembre, en

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ninguna parte se escuchaba el cric, crac, cruc de las hojas secas pisadas

por los viandantes.

Así era imposible que Pablo pudiera ser feliz. Lo mismo le parecía

pasear por su nueva calle, rodeados de edificios del color del asfalto de la

carretera, que recorrer los caminos de aquel artificioso jardín, donde

estaba prohibido pisar el césped, y las hojas en otoño viajaban

directamente de las ramas hacia el fondo de una papelera. Le importaba

poco que sus padres le llevaran a jugar al parque, porque allí se

encontraba tan triste como en cualquier otra parte de la ciudad. No

entendía que él fuera tomado por raro, cuando lo verdaderamente

extraño era que quisieran conservar los parques como en una eterna

primavera. De modo que decidió no volver a ese lugar.

-A partir de ahora pasaré las tardes jugando en mi habitación.

Y eso hizo. Día tras día, hasta que llegaba la noche, Pablo jugaba a

solas con sus coches y sus muñecos, o veía películas de dibujos en su

ordenador.

-Por fin se comporta como un niño normal –pensaban Pepa y Pepe.

Porque a los niños de estos tiempos no les gusta sentarse a

escuchar el ruido de las hojas del otoño, ni contemplar los cambios de

colores en cada estación del año, sino que disfrutan con los mandos de

una Play, o con el teclado y el ratón de una computadora. Justo como

ahora veían a su hijo entretenido.

Pablo no era feliz como antes en el pueblo, pero ya había asumido

que su vida en la ciudad tenía que ser así, sin misterios ni sorpresas.

-En la ciudad todo parece igual, las casas se construyen de la misma

manera, los edificios parecen copias unos de otros, y, como no hay árboles

ni flores en las calles, tampoco hay gran diferencia entre el otoño y la

primavera, así que yo también tengo que aprender a ser como una

fotocopia del resto de la gente, porque no veo en la ciudad nada que sea

único, o diferente.

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Pensaba esas cosas Pablito, cuando, de repente, mirando desde la

ventana de su habitación, vio, caminando por la calle, a un hombre

semejante al personaje de un cuento: llevaba unos pantalones anchos,

como los del genio de una lámpara maravillosa, se apoyaba en un bastón,

que tenía la forma de un cisne, y tenía unos bigotes blancos y largos que

crecían en círculos, terminando en dos puntas que buscaban el cielo,

como si estuvieran peinadas con pegamento.

En ese momento, Pablo se olvidó de los coches y los muñecos con

los que jugaba a solas, ni pensó en entretenerse con los juegos de su

computadora. Estaba allí, en pie junto a la ventana, y una sola pregunta le

rondaba la cabeza.

-¿Quién será ese hombre que parece el antiguo conductor de una

vieja locomotora?

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Salió corriendo de su habitación, recorrió a toda prisa el

interminable pasillo, y descendió como el rayo por las escaleras de

mármol que el edificio de cinco plantas tenía. Llamó al ascensor, pero

debía estar en el sótano y ni siquiera esperó a que llegara al segundo piso.

Tan veloz como pudo, como una catarata de agua, bajó Pablito saltando

de dos en dos y de tres en tres los peldaños, con cuidado, eso sí, de no

hacerse daño. Pero antes de que el ascensor llegara al quinto, Pablo ya

estaba en la puerta de entrada. La atravesó, buscando con la mirada el

camino por donde suponía que se había perdido aquel hombre tan

extraño, y, nada, giró a derecha y a izquierda, pero no halló rastro del

desconocido.

Por un momento pensó que no lo volvería a ver, o que incluso su

visión hubiera sido un sueño, cuando, de pronto, se dio cuenta de que una

extraña nube con forma de bigote doblaba una esquina, y hacia allí se

dirigió corriendo. Llegó, giró en la misma esquina, y comprobó, tal y como

imaginaba, que delante de la nube de bigote caminaba, pausada y

relajadamente, apoyándose en el cisne con forma de bastón, el hombre

de pantalones bombachos que había visto desde la ventana.

-¿Y ahora qué hago? –pensó Pablito.

Lo correcto, tal vez, queriendo conocer a una persona, hubiera sido

saludarla, presentarse y confesarle la enorme curiosidad que le había

despertado aquel encuentro. Pero a Pablo le daba vergüenza acercarse

con la verdad en los labios. Tampoco quería mentir. Así que, aunque no

está nada bien espiar la intimidad de otras personas, decidió seguirle a

escondidas.

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Como ese personaje tan extraño caminaba muy despacio, no le

costó trabajo la persecución. Es más, Pablo tenía que esforzarse por

avanzar tan lento como el singular caballero al que seguía, por lo que,

para no darle alcance, se detenía junto a una farola, o simulaba atarse los

cordones.

La gente se cruzaba con aquel hombre, unos en dirección contraria

y otros adelantándole en su misma dirección, pero nadie le prestaba una

atención especial, nadie le miraba ni detenía el paso al pasar junto a sus

enormes bigotes, y esto aún le resultaba más extraño a Pablo que el

propio señor.

-¿Seré yo el único que piensa que este es un hombre especial?

No tenía claro qué era aquello que hacía tan especial a Bigotes,

como decidió llamarle hasta que conociera su verdadero nombre. Era

evidente que, tan solo por la indumentaria, Bigotes ya era un tipo singular.

Pero Pablo sospechaba que lo mejor y más auténtico de ese hombre no se

hallaba en su apariencia, sino que, algo en su forma de pensar o de actuar

en la vida, le hacía diferente a todos los demás.

Llegaron a un paso de peatones, donde dos personas discutían por

un pequeño accidente de coche que habían tenido. Pablo observaba

desde la distancia, pero escuchaba perfectamente las palabras de la

disputa.

-Has entrado al cruce sin mirar y por tu despiste nos hemos

chocado.

-De eso nada. Usted venía a toda prisa y a causa de su velocidad

hemos sufrido el accidente.

En ese preciso instante llegaba Bigotes a la altura de los dos coches.

-Buenos días –dijo-, ¡qué bonito es ser feliz y qué feo es vivir

disgustado!

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-¿Y a usted qué le importan nuestros asuntos? –le gritaron al

unísono esas dos personas.

-No se ofendan –añadió-, que no era esa mi intención. Lo único que,

al verles discutir, caí en la cuenta de que la vida está llena de accidentes, y

pensé que, como los accidentes son inesperados, y uno no puede hacer

nada por evitarlos cuando ya se han producido, ¡cuánto más feliz sería una

persona que afrontara los problemas con calma, que aquella otra que

siempre reacciona con enfado! -y diciendo esto siguió adelante en su

camino.

Las otras dos personas quedaron pensando, en silencio hasta que

llegué al paso de peatones. Ya les dejaba atrás, afanado como estaba en

perseguir a Bigotes, cuando escuché:

-Le debo una disculpa. Soy todo despiste y no me di cuenta de que

usted se acercaba conduciendo correctamente.

-Huy qué va, qué va. Soy yo quien tiene que disculparse. Ha sido una

imprudencia por mi parte venir a toda velocidad.

Y ya desde lejos, a punto de doblar otra esquina y perderles de vista,

contemplé, con alegría y asombro, que aquellas dos personas se

abrazaban antes de despedirse, deseándose mutuamente buena suerte.

-Ahí tienes algo que hace especial a Bigotes –se dijo Pablo-, ha

encontrado a dos personas discutiendo por un problema y les ha

enseñado a afrontarlo con calma, para no hacer que el problema se

convierta en un drama.

No había duda, Bigotes era un tipo inteligente. Pero algo mucho

más sorprendente estaba a punto de descubrir Pablo en su persecución.

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Seguía Pablo a Bigotes, guardando cierta distancia de por medio

para no ser descubierto en caso de que Bigotes se girara

inesperadamente, por eso estuvo a punto de perder su rastro cuando, de

pronto, sucedió algo que Pablito nunca antes había visto.

Bigotes caminaba tranquila y pausadamente, mirando al cielo, a los

edificios, a la gente o al suelo, y nada le borraba la sonrisa del rostro. Llegó

hasta otra segunda esquina, y, a punto de doblarla para seguir en una

nueva dirección, se detuvo. El gesto le había cambiado. Ahora estaba

serio, pero no serio como quien se enfada, sino como alguien muy

concentrado que está dedicando toda su atención a una actividad muy

importante. Parecía un perro de caza olfateando una presa cercana. De

hecho tenía Bigotes levantada la nariz y giraba la cabeza de un lado hacia

otro, como si hubiera detectado un aroma y no tuviera seguro en qué

dirección se encontraba ni de qué lugar procedía. Pablo pensó:

-Caray, debo haberme perfumado demasiado esta mañana y ahora

Bigotes está identificando mi olor. No tardará en descubrirme, ¡estoy

perdido!

Pero no era el perfume de Pablo lo que buscaba Bigotes, porque, en

el instante en que Pablito andaba pensando estas cosas, la cabeza de

Bigotes se detuvo, como si fuera un perro sabueso que acabara de

descubrir a una liebre, o como una brújula que sólo señala el norte

aunque se agite hacia un lado y hacia otro. Pablo se detuvo también,

buscó una farola, y se escondió tras ella. Y en el preciso momento en que

Pablo se escondía, Bigotes lanzó al aire un grito. Algo así como:

-Hiu ju ju ju juiiiiiiiiiii…

Parecía un oso rodeado de rica miel. En su rostro tenía de nuevo

aquella enorme sonrisa, pero ya no caminaba despacio, apoyado en su

bastón con forma de cisne, ¡ahora había comenzado a correr!, y lo hacía

tan ágil y veloz que los bigotes se le quedaban atrás. Los pantalones

bombachos se agitaban con el viento, hinchados de aire como las velas de

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un barco pirata en medio del mar. El bastón, agarrado fuertemente con

una de sus manos, parecía que volara, como si fuera verdaderamente un

cisne, al tiempo que Bigotes lo movía hacia delante y hacia atrás, con el

rápido ir y venir de sus dos brazos. Tan veloz desapareció Bigotes en esa

esquina, que Pablo apenas tuvo tiempo de abandonar su escondite y

perseguirlo. Creyó por un segundo que lo había perdido, y se dejó llevar

por el instinto. Giró aquí a la derecha, después a la izquierda, corriendo a

toda velocidad, y sin fortuna, pues, la misteriosa figura de Bigotes, había

desaparecido.

Al fin llegó Pablito al parque donde había estado otros días, y al que

no quería regresar. Había entrado, sin embargo, porque algo le decía que

Bigotes estaba cerca. Y no tardó en comprobar que era cierta esa

intuición. A lo lejos, por un camino de aquellos perfectamente limpio y sin

hojas, corría cantando Bigotes.

-Hiu ju ju juiiiiiiiiii…

Delante de él, por el mismo camino, también corría, haciendo

deporte, una joven con malla y camiseta ajustada, y zapatillas apropiadas

para el ejercicio. Tenía dos coletas que saltaban, pim, pam, pum, como las

orejas de un conejo. Y escuchaba, al tiempo que corría, música con los

auriculares de un aparato pequeño que llevaba en un brazalete ajustado al

bíceps. Debía ser una música muy graciosa, o que le gustara mucho correr

a esa muchacha, porque le brillaban los ojos y reía como si estuviera en

medio de un espectáculo de circo.

Bigotes corría aún más veloz, de hecho estuvo a punto de

alcanzarla, y, cuando se encontró a tan solo un metro de distancia, metió

la mano en uno de los bolsillos de sus enormes pantalones, sacó un tarro

de cristal, y, sin dejar de correr, lo abrió, gritando de nuevo:

-Hiu ju ju juiiiiiiii…

Corría detrás de aquella chica, con el brazo extendido hacia el cielo,

y en su extremo, bien aferrado a la mano, el tarro de cristal abierto que

había sacado del bolsillo de su pantalón.

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Pablo lo observaba todo desde lejos, sin dar crédito, porque aquello

le parecía muy extraño. Era como si Bigotes estuviera llenando el tarro con

el aire que la chica de coletas dejaba tras de sí en la carrera.

-Tal vez está recogiendo sudor –pensó Pablo.

Pero, fuera lo que fuese aquello que Bigotes buscaba, al cabo de un

rato lo encontró, o eso le pareció a Pablo cuando vio detenerse a Bigotes

contento como un niño con un helado, cerrando y devolviendo al bolsillo

su tarro de cristal, a la vez que volvía a gritar:

-Hiu ju ju juiiiiiiii…

¿Pero qué era lo que realmente había hecho Bigotes? Pablo no se

iba a quedar con la duda. Tenía que preguntarle, o seguirle hasta

averiguar la verdad.

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6

Al detenerse Bigotes para cerrar el frasco, la muchacha se perdió en

el horizonte. No parecía importarle a Bigotes que se alejara aquella

deportista, ni tampoco mostró una alegría especial cuando guardó el tarro

en el bolsillo de su pantalón, simplemente estaba sereno y contento,

como lo había visto Pablito en su primera vez. Y con esa aparente serena

alegría, Bigotes se encaminó hacia la salida del parque. Le seguía Pablo,

eso sí, aunque a mucha distancia, pensando en si acercarse o no, y si debía

preguntarle o si era mejor seguir escondido, como un espía secreto.

-¿No se enfadará si le digo que le he estado espiando…? Pero, si no

le pregunto, ¿podré descubrir la verdad?

Y así, Pablo pensando y pensando, y Bigotes caminando, salieron

los dos de aquel parque.

Estaba Pablito tan preocupado en sus dudas que no se dio cuenta

de que ambos se dirigían camino de su propia casa. Por aquí, por allí, por

esta calle y por aquella otra, al final llegaron justo frente al portal del piso

al que se habían mudado Pepa, Pepe, y el intrépido pequeño Pablo.

-¡Pero si estamos en la calle de mi casa! –se dijo Pablo en voz alta,

lleno de sorpresa-. Me acerco ahora a preguntarle o nunca.

Y echó una última carrera para llegar hasta Bigotes y tocarle,

ligeramente, con un dedo en la espalda.

-Tch, tch… Señor, señor.

-¿Sí? –dijo Bigotes al girar repentinamente.

Tan cerca estaba ahora Pablo del misterioso Bigotes que, las

rodillas, le temblaban, a causa de la emoción. ¿Debía preguntar? ¿Guardar

silencio? Y entretanto se debatía Pablito sobre lo que tenía que hacer,

antes de que le diera tiempo a decidirse, sacó Bigotes de su bolsillo otro

tarro de cristal y lo abrió, veloz como el relámpago.

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-Hiu ju juuuuuuuuu... –gritó en esta ocasión-. Tendré que etiquetar

estos tarros antes de que los confunda.

Y, sin más ni más, colocó una pegatina blanca sobre el frasco, sacó

un bolígrafo con forma de girasol, y escribió algo sobre la etiqueta que

acababa de pegar. Después lo introdujo en el bolsillo, y sacando el que

había guardado anteriormente, repitió la operación: pegó un nuevo

adhesivo blanco y escribió otro nombre sobre el segundo envase de

cristal, a la vez que decía:

-Hiu ju juuuuu… Hoy tengo recompensa doble.

¿Qué había escrito sobre los tarros? ¿Y a qué se refería con lo de

recompensa doble? Estas eran las preguntas que tenía que haber

formulado Pablito, pero el pobre estaba nervioso y no sabía qué hacer. Así

que, ahí estaban, en silencio, Bigotes y Pablo mirándose frente a frente,

hasta que Bigotes rompió ese silencio para decir:

-¿Sabes que mañana termina el otoño y empieza el invierno?

-¿Ya? –exclamó Pablito, que no lo podía creer-. ¡Pero si ni siquiera

he disfrutado del otoño! Es que aquí todas las estaciones del año parecen

la misma.

-Tienes razón –añadió Bigotes-, por eso en la ciudad hay que

agudizar el olfato.

-¿Eso es lo que antes estabas olfateando?

-Pero, ¡cómo! ¿Me estabas espiando? ¡Qué desvergüenza! ¡Qué

descaro!

-No se enfade, por favor. No era mi intención ofenderle, ni espiarle,

solo tenía curiosidad.

Y, como si estuviera loco de alegría, Bigotes añadió:

-Si no me enfado, ¡es maravilloso! Curiosidad, ¡hace tanto tiempo

que no veo a nadie que se deje arrastrar por la curiosidad…!

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Sacó de su bolsillo el tarro recién guardado y le mostró la etiqueta:

“Duda y Curiosidad”, estaba escrito sobre el cristal.

-Esto es tuyo –dijo Bigotes, sosteniendo el tarro en una mano-.

Bueno, ahora es mío, y de cualquiera que sepa olfatearlo cuando pase a su

lado. Pero no sigamos hablando, es tarde y seguro tienes que regresar

pronto a casa, mejor continuaremos mañana, así podré corresponder a tu

curiosidad como se merece.

Nada más decir eso, dio media vuelta y se perdió tras la puerta de

su edificio, que estaba enfrente del portal en el que vivían Pepa, Pablo y

Pepe. A punto estaba de cerrarse esa puerta cuando Bigotes la volvió a

abrir, de par en par, para decirle:

-Pasa mañana por mi casa y te contaré lo que quieres saber.

Esas fueron sus últimas palabras antes de que la puerta se cerrara

definitivamente, tras de lo cual, Pablo, deseoso de que llegase mañana

para escuchar a Bigotes, cruzó la carretera, subió al quinto piso en el que

vivía, y se fue a dormir.

Page 18: Pablito de No

7

Pasó la noche pensando en el encuentro que había tenido con

Bigotes, y, como estaba en la cama, dudaba Pablito de que aquel

encuentro hubiera sido real.

-¿No habrá sido todo un sueño? –se preguntaba Pablito.

Porque todo lo que le había pasado era muy raro: se había acercado

a Bigotes lleno de dudas, con mucha curiosidad, y, según parece, el propio

Bigotes había atrapado esas dudas y aquella curiosidad en un tarro. ¿Pero

cómo se pueden atrapar las dudas? ¿Y la curiosidad? Además, en aquel

frasco que Bigotes le había mostrado no vio nada, tan solo una pegatina

blanca en la que estaba escrito: “Dudas y Curiosidad”. Pero, de haber

atrapado de verdad su curiosidad y sus dudas, tendría que haber algo

dentro, ¿no? Pablito imaginaba que la curiosidad debía ser un duende

pequeño y preguntón, algo así como un enano del tamaño de un botón

que estuviera constantemente preguntando.

-¿Eso qué es? ¿Y eso otro? ¿Y por qué? ¿Y por qué? ¿Y por qué? ¿Y

por qué? ¿Y por qué?

Y las dudas, pensaba Pablito, debían ser como ranas diminutas junto

a un estanque, que en lugar de decir:

-Croac, croac…

Pronunciaran una y otra vez, tras largos intervalos de silencio:

-Mmmmm…No lo tengo claro… Mmmmmmm…No estoy segura…

Pero en el frasco de cristal del señor Bigotes no había nada, ni ranas,

ni estanque, ni duendes… Estaba vacío. Y si algo contenía tan solo era aire,

ni dudas, ni curiosidad, ni pitos ni flautas.

-Sin duda todo fue un sueño –pensó Pablito.

Pensamiento tras el cual se quedó dormido.

Page 19: Pablito de No

8

Cuando los rayos de la luz del día entraron por la ventana de su

habitación, Pablo se despertó aún más seguro de que todo hubiera sido un

sueño. Tanto imaginaba haber dormido, que creía también era sueño su

traslado a la ciudad. Pero al poco de abrir los ojos se dio cuenta de que esa

cama no era la que tenía en su casa del pueblo. Por lo que, si era cierto

que se hubieran mudado, ¿habría sido también verdad el encuentro con

Bigotes?

-No –se dijo Pablo-, lo de Bigotes seguro que ha sido un sueño,

porque los personajes tan raros no existen en la realidad.

Se levantó de la cama y marchó a desayunar, galletas de dulce miel

con chocolate. Estuvo hablando con sus padres mientras desayunaba.

Después fue al baño, se lavó la cara, luego escogió la ropa y se dispuso a

ordenar la habitación. Parecía bien despierto pensando en las cosas que

haría hoy. Y ni se acordaba de Bigotes.

Pero, cuando se asomó a la ventana, descubrió que no había sido un

sueño lo ocurrido el otro día, porque, en su misma calle, en el edificio de

enfrente, justo donde recordaba haberse separado de aquel hombre tan

extraño, asomado a otra ventana estaba el mismísimo Bigotes en persona,

acababa de levantar una persiana y estaba dejando, con suma delicadeza,

otro bote de cristal abierto sobre la repisa. Asomó el rostro a la calle y

sonrió. Luego, al cabo de un rato, husmeó en el tarro, para cerciorarse de

que ya contenía lo que estaba buscando, volvió a sonreír, cerró el bote, y

fijó en su exterior otra etiqueta.

Pablo observaba todo desde el otro extremo de la calle, asomado a

su propia ventana. Veía a lo lejos mover los labios de Bigotes, y aunque no

podía escuchar lo que decía, estaba seguro de que andaba entonando

aquella misma canción.

-Hiu ju ju juiiiiiiiii...

Page 20: Pablito de No

Repetía Pablito en silencio ese grito de alegría, y, al mismo tiempo

que repetía, sintió de nuevo una intensa emoción que recorría su cuerpo,

empezando por la punta del dedo gordo del pie y llegando hasta el más

delgado de los pelos de la cabeza. Era una descarga de ilusión tan grande

que, al llegar a su garganta, de sus propios labios escapó un:

-Hiu ju ju juiiiiiii…

Tan fuerte salió de su boca, que el barrio entero se asomó a los

balcones, vecinos y paseantes, todos miraban hacia la ventana de donde

procedía ese grito. Pero en esa ventana ya no había nadie, porque Pablito

corría escaleras abajo en dirección a la calle.

Llegó a la carretera, buscó el paso de peatones, miró a izquierda y a

derecha, y, tras comprobar que no venía ningún coche, cruzó a toda

velocidad. Atravesó la puerta del edificio en el que vivía Bigotes, y, sin

saber en qué piso ni a qué altura estaba su casa, comenzó a subir a toda

prisa las escaleras. Una planta, dos, tres. Estaba a punto de llegar a la

cuarta y no se cansaba de correr y correr, cuando se topó de frente con

una puerta pintada toda ella de colores. Tenía un cisne dibujado en la

madera, en la parte superior, y la mitad inferior de la puerta estaba

decorada con enormes bigotes blancos, semejantes a las olas espumosas

del océano. Más que la entrada de una casa parecía la puerta del mar.

-No hay duda, es esta, la he encontrado –se dijo Pablito.

Y, acercándose al umbral, hizo sonar el timbre.

-Ding… Dong…

Page 21: Pablito de No

9

Se encontraba en pie, esperando. Y mientras esperaba oía los pasos

del otro lado, acercándose a la puerta. Escuchaba lo que parecía un

caminar lento, como si alguien atravesara un salón lleno de copas, botellas

y vasos, intentando no romper ni uno solo de esos cristales, porque, entre

cada paso y paso se oía un ligero clinc-clinc, tal y como suenan los brindis

en los que ocho o diez personas hacen chocar sus copas con alegría, pero

también con cuidado.

Tan lentos se acercaban los pasos, que Pablo tuvo tiempo de

observar más detenidamente la puerta, y, aunque se sabía despierto y

bien despierto, contempló algo que más parecía producto de un sueño. En

la parte más elevada, justo sobre las alas del cisne, estaba escrito, con

letras maravillosas: Señor Cantarín. De pronto las letras empezaron a

bailar, y a convertirse en una especie de niebla, que, poco a poco,

desapareció. Entonces, tras una breve pausa, una nueva pequeña niebla

volvió a surgir donde antes estaba escrito “Cantarín”. Al principio tan solo

era una mancha borrosa, pero, en un instante, la mancha cambió, dejando

ver lo que parecía el principio de otras nuevas letras que se movían y

danzaban de un lado a otro sobre la puerta, hasta que de nuevo algo con

significado quedó escrito. Donde antes decía “Señor Cantarín”, ahora se

podía leer: “Señor Bigotes”.

Mientras Pablo observaba esa escena, el clinc-clinc de los pasos ya

había llegado junto a la puerta. Alguien se detuvo tras ella, sonó el ruido

de las llaves girando en la cerradura, clic-clac, y la puerta se abrió.

Nuevamente, frente a frente, se encontraban Bigotes y Pablo.

-¡Hombre! ¡Mi pequeño y curioso amigo! –pronunció Bigotes, lleno

de alegría.

-¿Cantarín? –preguntó Pablo, sorprendido.

-Ese fue el nombre que me puso mi anterior visita, una niña curiosa

como tú que pasó por aquí hace muchos años. Supongo que me llamaba

así por lo del hiu ju ju ju ju juiiii… Aunque, quién sabe.

Page 22: Pablito de No

Y diciendo esto quedó un instante mirando la puerta, leyendo el

nombre nuevo que había aparecido en ella.

-Vaya, vaya –volvió a decir Bigotes-, por lo visto ya no me llamo

Cantarín, sino Bigotes. Supongo que será por esto –dijo entre risas,

acariciándose los pelos del bigote-. Aunque, quién sabe. Pero, pasa, pasa,

no te quedes ahí.

Y los dos entraron, cerrando la puerta tras de sí.

Page 23: Pablito de No

10

En el interior, tal y como Pablo suponía, había cientos y miles y

millones de botes de cristal. Por el suelo, encima de cada mesita, desde el

techo hasta el último rincón de la casa contenía tarros y más tarros

amontonados unos encima de otros, todos perfectamente cerrados y

etiquetados.

-Camina con cuidado, por favor –dijo Bigotes-, no quisiera que se

rompiera ninguno de estos. Aquí tengo los que están llenos. Los que están

vacíos los guardo en la cocina.

Pero a Pablo no le parecía que esos frascos encerraran alguna cosa.

Todos se transparentaban como el cristal, aunque en cada tarro figurase

una etiqueta, y lo único que diferenciaba a unos de otros era el nombre

que se leía en cada una de esas etiquetas. En una Pablo leyó: “Hierba

mojada”. En otra estaba escrito: “El primer beso”. Y en otra: “El abrazo de

mamá”. Entre todas esas etiquetas descubrió las dos que había visto en el

día de ayer. En una decía: “Dudas y Curiosidad”. Y en otra: “La alegría del

deporte”. Pero en esos tarros, como en el resto, parecía haber encerrado

la misma cosa: tan solo aire. Ni dudas, ni abrazos, ni besos, ni hierba

mojada o gente corriendo, solo aire corriente y moliente.

Llegaron a la cocina, donde también se apilaban millones de frascos

grandes y pequeños, formando montañas interminables de cristal. Al igual

que los otros, parecían vacíos. Pero estos, a diferencia de los primeros, no

tenían ninguna etiqueta adosada en el exterior.

-Todos están vacíos –comentó Bigotes-. Son tarros de mermelada y

de otras muchas cosas, que limpio y conservo para después reutilizarlos.

-¿Reutilizarlos? –preguntó Pablito.

-Sí, mi pequeño amigo. En ellos, una vez que están perfectamente

lavados y secos, atrapo, como has visto, ¡los aromas esenciales de la vida!

-¿Los aromas esenciales de la vida? –insistió Pablo.

Page 24: Pablito de No

-¡Sí! Todas aquellas emociones, sentimientos e ideas, por las que

merece la pena vivir –respondió Bigotes-. ¿Te imaginas lo triste que sería

vivir sin amor? ¿Sin el amor de un padre o de una madre, de un amigo o

de una amiga, de los hermanos y hermanas, o de los familiares próximos o

lejanos? La vida tiene más importancia cuando hay amor, y sin amor no

tiene sentido. Por eso las personas más sabias aman a todos, incluso a los

desconocidos. Pero ven, que nos sentaremos y te lo explicaré mejor.

Y se dirigieron juntos al salón de la casa. Allí tomaron asiento en dos

enormes butacas que había, tan grandes por lo menos como los antiguos

tronos que los reyes de los cuentos tienen en sus castillos. Bigotes preparó

una taza de chocolate caliente para Pablito, porque estaban en diciembre

y hacía frío; para él mismo preparó también una infusión de hierbas

aromáticas, y los dos juntos se sentaron a conversar.

Page 25: Pablito de No

11

Aún no se había sentado Bigotes, que traía en una bandeja la

infusión y el chocolate, cuando Pablo, que ya estaba sentado, le confesaba

una primera duda.

-¿Bigotes?

-¿Sí? –respondió Bigotes, mientras acercaba la taza humeante de

chocolate a su invitado, y tomaba asiento en su propio butacón, con la

infusión de hierbas en la mano.

-Dices que en esos tarros conservas los aromas esenciales de la vida,

pero esta mañana vi que colocabas un bote de cristal en tu ventana, y, sin

embargo, no me pareció que a esa hora en la calle hubiera algo

importante que atrapar.

-Hiu ju juuuuu –gritó Bigotes-. Te equivocas, mi querido amigo. A

veces lo auténticamente importante, lo verdaderamente esencial de la

vida, es tan pequeño que pasa desapercibido para la mayoría de las

personas.

-No te entiendo –interrumpió Pablito.

-Verás, una tarde de lluvia es algo grande, pero a veces no

prestamos atención a lo hermosa que es la lluvia, porque estamos

acostumbrados a ver llover. Sin embargo, si una sola gota de agua nos cae

en el rostro, y se desliza por la mejilla, cuando caminamos por la calle,

justo antes de que se despierte una tormenta, entonces esa sola y

diminuta gota de agua dibuja en nuestros labios una sonrisa inesperada. E

incluso puede que, durante ese instante, nos sintamos llenos de felicidad,

aunque esa misma gota de agua pase inadvertida para todo el resto de la

humanidad.

-¡Ah, sí! ¡Ahora ya sé a qué te refieres! A mí me pasa lo mismo con

las hojas secas del otoño. A casi nadie le parecen importantes, pero a mí

me encanta verlas caer, una a una, de forma lenta y delicada, desde la

rama del árbol hasta que besan el suelo.

Page 26: Pablito de No

-¿Lo ves? –añadió Bigotes-. La vida está llena de pequeños detalles,

que son lo verdaderamente importante, cuando uno los mira desde el

corazón.

-Sí, sí, siiiiiiiiiiii…

Pablito estaba contento, muy contento. Dejó la taza de chocolate

sobre la mesa y corrió hasta la cocina, cogió un tarro de cristal vacío, lo

abrió, y al instante quedó lleno. Puso la tapa en su lugar, dejando el bote

bien cerrado, y regresó junto a Bigotes, mientras escribía, sobre una

pegatina que colocó en el exterior del frasco: “Descubrimiento”.

Pablo había descubierto una cosa nueva. Y lo que es más

importante, había aprendido que el conocimiento también puede

provocar alegría y felicidad. Pensar se había convertido en algo esencial

para la vida, para su vida, y aunque nadie pensara nunca sobre las cosas, o

aunque todo el mundo le dijera que no es bueno pensar demasiado, él

quería pensar y observarlo todo desde el corazón. Quería descubrir por

qué las cosas caen del cielo al suelo, qué era exactamente eso que los

científicos llaman: “Gravedad”. Quería saber por qué había hambre y

sufrimiento en el mundo, y comprender las causas para evitar así que

nadie muriera por falta de alimento. Sentía que, gracias a la reflexión, los

seres humanos podían construir un mundo más justo y bonito, y no estaba

dispuesto a renunciar al pensamiento. Por eso, para no olvidarse de esa

sensación, guardó su “Descubrimiento” en un tarro. Y así fue, palabra por

palabra, como le contó a Bigotes lo que había sentido. Estaba convencido

de que todos los descubrimientos eran hermosos, y eso le hacía sentirse

lleno de emoción. No sabía que también hay descubrimientos que

resultan tristes y dolorosos. Pero eso, precisamente eso, era lo que iba a

descubrir esa misma mañana.

Page 27: Pablito de No

12

Conversaban Pablo y Bigotes en sus butacas, con los rostros

iluminados por la alegría.

-¿Y qué es lo que atrapaste esta mañana? –preguntó Pablo.

-¡Oh sí! Lo que guardé esta mañana es algo muy importante, que

sólo sucede una vez al año: “La primera ráfaga de invierno”.

-¡Qué bien! ¿Y era fresca?

-¡Ya lo creo! ¡Recién llegada del polo norte! Cada año la conservo en

un tarro de cristal para el verano. Agosto es caluroso en la ciudad, querido

amigo. Entonces, cuando llega el calor, abro este bote que hasta ese

momento he mantenido herméticamente cerrado, y la casa se contagia

del fresquito. En ocasiones, si dejas el frasco demasiado tiempo abierto,

¡hace tanto frío que necesitas abrigo!

Este último comentario les pareció de lo más gracioso, y, ambos, los

dos compañeros, rompieron a reír.

-Ja ja ja…

-Je je je…

-Ji ji ji…

-Jul… jul jul.

Estaban tan a gusto que resultaba imposible imaginar otra situación

en la que fueran más felices, pero Bigotes recordó entonces que había

algo que aún podría hacer más feliz al joven Pablo, así que se levantó

repentinamente y abandonó la sala, ante la sorpresa del propio Pablo, que

no sabía qué estaba haciendo su amigo.

Desde el salón, Pablo escuchaba a Bigotes hablar a solas en una sala

contigua. También llegaba de esa habitación un leve choque de cristales,

clinc, clinc, clinc, como si estuviera Bigotes buscando entre los tarros

alguno en especial.

Page 28: Pablito de No

-Dónde estará, dónde lo habré guardado –repetía Bigotes-…

¡Eureka! ¡Lo encontré! ¡Éste sí que te va a gustar! –gritó Bigotes, aún

desde la otra habitación.

Pablo esperaba emocionado, intrigado y expectante ante las

palabras que había escuchado. ¿Qué podía contener el tarro que traía

Bigotes? ¿Qué frasco especial podía ser ese para que Bigotes estuviera tan

seguro de agradar a su buen amigo Pablo? ¡Qué nervios! ¡Qué emoción!

Pablito se agitaba sentado en su butaca gigante, hecho un manojito de

nervios, cuando vio aparecer de nuevo a Bigotes. Y quedó quieto, inmóvil,

perplejo, mudo de alegría, cuando Bigotes mostró la etiqueta de aquel

bote: “La primera ráfaga de otoño”.

-Ten, considéralo un regalo –dijo Bigotes, a la vez que extendía su

brazo para acercarle el tarro a Pablo.

Pablito tomó el frasco y guardó silencio. No sabía qué decir. Era

imposible poner en palabras tanta alegría y tanta gratitud como él sentía

en ese instante, y, como Bigotes se dio cuenta, dijo:

-Calla, no digas nada, voy a la cocina a buscar otro bote, para

guardar ese agradecimiento tan grande que tienes en la punta de la

lengua, y en el fondo de tu corazón.

Desapareció Bigotes camino de la cocina. Nuevamente hasta el

salón llegaba el ruido de los cristales, clinc, clinc, clinc. Pero aquel sonido

se vio interrumpido por los golpes, secos y repetidos, que alguien daba en

la puerta de entrada: toc, toc, toc.

-¡Bigotes! –gritó Pablito-. ¡Alguien llama a la puerta!

Pero Bigotes seguía afanado en encontrar el tarro. No podía ser un

frasco cualquiera, porque era evidente que Pablito estaba feliz, ¡y muy

agradecido! Así que tenía que encontrar un bote de gran tamaño,

probablemente el más grande que tuviera en la cocina. Eso le iba a llevar

un tiempo, y Bigotes no estaba dispuesto a desviar su atención, de modo

que no escuchó a Pablito, ni tampoco el ruido de los golpes que llamaban

a la puerta por segunda vez: toc, toc, toc.

Page 29: Pablito de No

Como Pablo sospechaba que Bigotes estaba ocupado y no

escuchaba, decidió ir él mismo a abrir la puerta. Se levantó y avanzó con

sumo cuidado, para no derribar las montañas de tarros que había en el

suelo. Recorrió lentamente el pasillo, y, cuando ya estaba frente a la

puerta, escuchó a Bigotes en la cocina.

-Muy bien, creo que éste es el idóneo.

Bigotes marchó al salón, arrastrando a duras penas un bote que era

tan alto como él mismo, pero mucho más grande, tan ancho que era

imposible abrazarlo. Cuando llegó al salón, y vio que su amigo no estaba,

soltó inmediatamente aquel frasco, y corrió, tan rápido como pudo, hacia

la entrada, mientras gritaba:

-¡No abras la puerta, Pablito! ¡No abras la puerta!

Demasiado tarde. Cuando Bigotes llegó al pasillo, al final del

corredor descubrió a Pablito, en pie, junto a la puerta, ya abierta. Y en pie

también junto a la entrada estaban, tal y como temía Bigotes, sus más

fieros enemigos.

Page 30: Pablito de No

13

Al abrir la puerta, Pablo se encontró con dos hombres, que eran en

apariencia inofensivos. Uno vestía un traje oscuro, camisa y corbata aún

más oscura. Parecía un señor digno de respeto. No entendía Pablito por

qué su amigo Bigotes mostraba preocupación y desprecio ante un

personaje tan serio. El compañero de este hombre oscuro vestía también

traje y corbata, pero, desde la punta del zapato hasta el cuello de la

camisa, estaba lleno todo de colores. No es que el otro fuera menos

cordial, porque ambos gozaban de una educación exquisita, y los dos se

guiaban por una conducta intachable en los modales, pero este segundo

hombre era un poco más alegre, hasta reía de cuando en cuando, porque

el primero apenas sí llegaba a esbozar una sonrisa. El caso es que ambos

dieron un paso al frente, se colaron dentro del piso, y cerraron tras de sí la

puerta.

-Así que tú eres Pablo, el pequeño Pablito –comentó el hombre

oscuro.

-¡Hombre! ¡Pablito! –dijo el hombre de colores, pellizcándole el

moflete-. ¡Mira que tenía ganas de ver a un niño tan listo como tú!

-¡Ten cuidado! –gritó Bigotes desde el otro lado del pasillo-. Cuida lo

que les digas, y piensa todo lo que te propongan antes de aceptar nada.

-¿Pero quienes son? –preguntó Pablito, que estaba en medio de los

tres.

-¡Son los que DESEAN! –respondió Bigotes.

-¿Los que DESEAN? –volvió a preguntar Pablito, que no entendía la

respuesta de Bigotes.

-¡Sí, los que DESEAN! ¡El DEpartamento SEcreto ANtirreflexión! –

gritó Bigotes, dejando las cosas más claras.

-¿El Departamento Secreto Antirreflexión? –pensó Pablito en voz

alta.

Page 31: Pablito de No

-No le hagas caso –dijo el hombre oscuro-, es un pobre loco y no

sabe lo que dice.

Y entre los dos agentes empezaron a hablar, uno tras otro, rápida e

ininterrumpidamente.

-Mira, jovencito, la última persona que vino a visitar a este hombre

fue una niña.

-¡Hace mucho tiempo!

-Y la pobre terminó como pintora.

-Pero no como pintora de brocha gorda.

-¡Pintora de cuadros!

-¡Para qué es útil una artista!

-Si por lo menos fuera pintora de brocha gorda, podría pintar

edificios.

-¡Pero, pintar cuadros!

-Necesitamos gente que haga cosas productivas.

-No gente que se dedique a pensar y a sentir.

-Pero, el pensamiento –interrumpió Pablito-, ¿no es necesario?

-¡Qué va! –le respondió uno de ellos.

-Tú deja que otros piensen por ti.

-Y haz sin chistar todo lo que se te manda.

-¿Que se te dice ¡a estudiar!?

-Pues a estudiar.

-¿Que se te ordena trabajar?

-Pues a trabajar.

-Pero no te preguntes el cómo.

Page 32: Pablito de No

-Ni por qué, ni para qué.

-Tan solo obedece y todo irá bien.

-¡Ya hay otros que piensan por ti!

-Así que no te preocupes por pensar.

-¡Y un problema menos!

-No te preocupe si algo es justo, bello o bueno.

-Pero es que yo quiero pensar por mí mismo –interrumpió de nuevo

Pablito.

-Ni pero es que ni nada.

-Ahora mismo te vienes con nosotros a casa.

-¡Que tus padres están muy preocupados!

-Ellos tienen que pensar por ti hasta que seas mayor.

-¡Y cuando seas mayor ya pensaremos nosotros por ti!

-Punto y final.

Y cogiéndole de la mano intentaron sacarle de la casa de Bigotes,

para llevarle a su casa, a la casa de Pablito, de Pepa, y de Pepe.

Page 33: Pablito de No

14

Aquellos dos hombres del Departamento Secreto Antirreflexión

eran muy grandes, tremendamente corpulentos, tanto que podrían estar

comiendo pipas con una mano y con la otra levantar a pulso a un

hipopótamo. Pero, por alguna extraña razón, tiraban de los brazos de

Pablito y no lograban desplazarle ni un milímetro. No es que Pablito se

estuviera resistiendo, ni que empujara hacia el otro lado, sino que había

en su cuerpo, desde los pies hasta las manos, una fuerza desconocida que

resultaba invencible para cualquiera que se enfrentara a él. Bigotes sabía

que esa fuerza era la fuerza del pensamiento: Pablito había empezado a

pensar por sí mismo, y nada le iba a mover de su sitio a menos que él

decidiera marcharse. Pero, para tomar esa decisión, tenía que estar

seguro de que Bigotes estaba loco, como decían los del Departamento

Secreto Antirreflexión, o por lo menos descubrir ciertas dudas respecto de

lo que había aprendido del propio Bigotes. Los que DESEAN sabían que

Pablo no tomaría esa decisión en tanto en cuanto no pasara una de esas

dos cosas, y se propusieron dejar en ridículo a Bigotes, para que Pablo

pensara que efectivamente era un loco.

-¿Pero de verdad crees que los sentimientos, los pensamientos y

otras realidades parecidas, se pueden guardar en un bote? –preguntó el

de colores a Pablo.

-¡Uno no puede ser dueño de los pensamientos! –dijo el oscuro-. ¡Ni

de los sentimientos! Lo que tenemos que hacer es dejarnos llevar por

nuestros deseos.

A lo que Bigotes, indignado, respondió desde el otro lado del pasillo:

-A veces deseamos cosas que no son nada convenientes, incluso

podemos desear que le pase algo malo a alguien, si nos dejamos llevar por

el odio o el enfado. ¡Pero ellos saben que el pensamiento puede

convertirte en un hombre libre! Al Departamento Secreto Antirreflexión

no le interesa que las personas sean libres, porque ellos quieren controlar

el mundo, y necesitan para ello que las personas no piensen.

Page 34: Pablito de No

-Eso no es verdad –dijeron los dos a la vez-, lo único que nosotros

deseamos es que la gente sea feliz.

A lo que añadió el oscuro:

-A ti te gusta el otoño, ¿no? ¿Pues no será natural entonces que

tengas deseos de que llegue el otoño? Si no deseas que te pase algo

bonito, ¿cómo vas a ser feliz?

Y el de colores sentenció:

-Para ser felices tan solo tenemos que dejarnos llevar por nuestros

deseos, ¡no necesitamos el pensamiento!

Pablito miraba a Bigotes, y esperaba que les diera una respuesta

contundente, porque los del Departamento Secreto Antirreflexión

parecían estar en lo cierto. Si Bigotes no lograba convencerle, Pablito se

marcharía con los que DESEAN, pensando que estar con Bigotes habría

sido un error. Entonces comenzó a hablar Bigotes.

-Piensa bien –le dijo a Pablito-. Ellos dicen que hay que desear para

que te pasen cosas buenas, pero no es cierto, porque a veces te alegra ver

a un amigo por la calle, aunque no deseabas ni esperabas verlo en ese

momento. Así que, en ese caso, no has necesitado desear nada para ser

feliz.

Ahora era Bigotes quien parecía tener razón. Pablito estaba

concentrado, pensando en lo que decían unos y otros. Y los que DESEAN,

al ver que Pablito pensaba, argumentaron en contra de lo que había dicho

Bigotes.

-Bueno, lo que ha dicho Bigotes parece cierto. Pero eso solo sucede

en contadas ocasiones. Normalmente uno no se encuentra de forma

inesperada con un amigo, así que la mayor parte del tiempo conviene ir

deseando cosas, si es que uno pretende ser feliz.

Y ahora parecían aquellos decir lo correcto. Pero enseguida Bigotes

tomó la palabra de nuevo.

Page 35: Pablito de No

-Paparruchas –dijo el sabio bigotudo-. Dicen que hay que desear

constantemente y dejarse arrastrar por los deseos, porque afirman que

normalmente no nos pasan cosas bonitas e inesperadas. Pero eso no es

cierto. Además, es justo lo contrario.

Pablito escuchaba con atención a Bigotes.

-Fíjate bien, Pablito. Las escaleras de tu casa son muy bonitas. Y

cuando sales a la calle puedes encontrarte con la luz del Sol, que es

distinta cada día. Incluso hay reflejos en las ventanas, en los cristales de

los coches y en los semáforos, que cambian cada mañana. También puede

ocurrir que, al salir a la calle, esté lloviendo, y el suelo se llene de gotas

que forman círculos en los charcos, o que esté nublado y el cielo aparezca

con nubes de mil formas distintas. A cada instante nos rodean millones de

cosas, y entre esas millones de cosas que nos rodean, siempre hay cosas

bonitas de las que disfrutar, que están ahí aunque nosotros no las

hayamos deseado. Así que, como siempre nos rodean cosas de las que

podemos disfrutar, no necesitamos dejarnos arrastrar por nuestros deseos

para ser felices, sino tan solo disfrutar de lo que nos rodea.

Los del Departamento Secreto Antirreflexión estaban francamente

irritados. Ya llevaban mucho tiempo pensando, y a ellos no les gusta

pensar. Es más, pensar es una actividad que les cansa más que levantar

pesas o correr un maratón, por lo que, como estaban agotados, y un poco

enfadados, gritaron, en tono desafiante.

-¡Bueno, ya está bien! Escucha Bigotes, Cantarín, o como te llames,

aunque tengas razón en todo lo que dices, desear es algo natural que nos

pasa a todos, y no hay nada malo en desear que se cumplan los deseos.

Ese parecía un argumento definitivo para Pablo. Porque, aunque es

cierto que estamos rodeados de muchas cosas con las que podemos

disfrutar y ser felices, ¿qué mal puede haber en desear otras cosas que no

tenemos? Y, además, ¿acaso no es verdad que también sentimos felicidad

cuando se nos cumple un deseo? Pero en ese instante Bigotes dijo su

última palabra.

Page 36: Pablito de No

-Es cierto que cuando cumplimos un deseo sentimos cierta felicidad.

Pero no es bueno hacer que tu felicidad dependa de que se cumplan o no

esos deseos. Imagina que estás con tus padres sentado en algún parque,

donde podrías ser feliz jugando, o charlando, o simplemente mirando el

cielo. Pero, de pronto, se te antoja un helado. Si puedes conseguir ese

helado te alegrará disfrutarlo. Pero si no puedes conseguirlo en ese

momento, y, sin embargo, te empeñas en querer cumplir con tu deseo de

tomar un helado, entonces no disfrutarás de los juegos, ni de la compañía

de tus padres, ni del color del cielo. Y no serás feliz, porque no podrás

disfrutar de nada, a causa de no poder cumplir un deseo estúpido que no

te hacía falta para serlo: tu deseo de un helado. Así que, aunque es natural

que todos sintamos deseos, hay que pensar muy bien qué deseos

debemos dejar pasar, y qué deseos podemos intentar conseguir. Porque,

si prestamos atención y nos dejamos llevar por el pensamiento, en

cualquier lugar y en cualquier momento, podemos encontrar motivos para

ser felices. Pero si nos dejamos arrastrar por cualquier deseo, podemos

poner en riesgo esa felicidad que todos queremos.

En ese momento los hombres del Departamento Secreto

Antirreflexión se irritaron tanto que no pudieron soportar por más tiempo

seguir hablando, y, como sabían que nada podían hacer contra la fuerza

del pensamiento, salieron de la casa de Bigotes silbando y rapidito, como

el viento. Pim, pam, pum, se les escuchaba rodar por las escaleras hacia

abajo, después de haber cerrado la puerta con un fuerte golpe.

-¿Y tú, qué piensas de todo esto? –le preguntó Bigotes a Pablo.

-Pues no lo sé, habéis dicho muchas cosas, y no lo tengo claro. Pero

me inquieta que mis padres estén preocupados. Así que volveré con ellos,

para que se queden tranquilos, y, mientras tanto, pensaré en esta

conversación.

-Muy bien –añadió Bigotes-. Eres libre de marcharte y de volver

cuando desees, así que, si alguna vez pensaras regresar, aquí te esperaré.

Tras estas palabras, se despidieron con un fuerte abrazo.

-Hasta la próxima.

Page 37: Pablito de No

-Hasta la próxima.

-No tengas prisa por volver, ni tengas urgencia por seguir leyendo.

Antes piensa bien en todo lo que has escuchado.

-Descuida, eso haré –dijo Pablito antes de marchar.

Page 38: Pablito de No

15

Todo el día lo pasó Pablito en su casa pensando si debía volver a

encontrarse con Bigotes o no, recordando las palabras de los hombres del

Departamento Secreto Antirreflexión, y las del propio Bigotes, intentando

tener claro quién de ellos estaba en lo cierto, y tratando sobre todo de

aclarar cuál debía ser su relación con Bigotes. ¿Era Bigotes un sabio dueño

de un conocimiento que la mayoría desconocía? O por el contrario,

¿estaba Bigotes loco de atar, chalado como una cabra, tarado como una

regadera?

Llegó la noche, y en todo el día no hubo manera de encontrar una

solución.

-Si despierto no aparece una respuesta clara –pensó Pablito-, me iré

a dormir. Tal vez en sueños resuelva este problema, o quizá soñando

descubra alguna pista que me ponga en el buen camino hacia la solución.

Se puso el pijama y marchó a su habitación. ¿Hallaría Pablito la

solución en un sueño? ¿Y cuál sería el sueño que vendría esa noche a su

cama?

Page 39: Pablito de No

16

Cuando despertó Pablito, no recordaba lo que había soñado, si es

que había soñado algo. Pero descubrió que la puerta de su habitación

estaba cerrada, cosa extraña pues no había pestillo de seguridad, ni

cerradura en la puerta con la que impedir que se abriera. Tal vez, sus

padres, preocupados por el incidente de ayer, habían decidido bloquear su

habitación, colocando tras la puerta algún mueble de grandes

dimensiones. Fuera lo que fuese, de nada servía enfadarse o perder los

nervios. Lo mejor era esperar y mantener la calma. Así que decidió pasar

el tiempo, tranquilamente, asomado a la ventana.

En la calle todo parecía igualmente tranquilo: los coches pasaban, la

gente paseaba, no ocurría nada que no fuera una repetición de cualquier

otra mañana. Pero, de repente, sucedió algo extraño.

Estaba Pablito asomado cuando una gaviota detuvo el vuelo frente

a su ventana, y, así, permaneciendo inmóvil en el vuelo, a tan solo un

metro de distancia de Pablo, dejó la gaviota caer de su emplumado

trasero una caca del tamaño de una enorme aceituna. No es extraño que

las aves hagan caca en pleno vuelo, aunque esa caca un poco extraña sí

que era, lo que resultaba verdaderamente sorprendente es que apareciera

una gaviota en una ciudad de montaña. El mar estaba, por lo menos, a

más de mil jornadas de vuelo de distancia. ¿Qué hacía una gaviota tan

lejos del mar?

Pero la cosa no quedó ahí. Al instante en que la gaviota desapareció

de nuevo, otra distinta llegó volando y ocupó su lugar, se situó a un metro

de distancia de la ventana de Pablo, relajó el culete, y cayó, de su

pandero, otra caquita verde oscura.

-¡Dos gaviotas! ¿Qué hacen dos gaviotas tan lejos del mar?

Antes de que Pablo terminara de hacerse esta pregunta, de la nada

aparecieron tres mil quinientas cincuenta y ocho gaviotas, que ocuparon

todo el cielo del barrio, se colocaron delante y detrás, a derecha y a

izquierda cada una respecto de otra gaviota, y, así, permaneciendo todas

Page 40: Pablito de No

en un mismo plano, a una misma altura, ahuecaron las plumas del culo,

provocando que en toda la ciudad se escuchara un enorme y calculado:

-CHOF…

La calle entera quedó pringosa y sucia. Y las gaviotas se alejaron

riendo.

-Jua jua jua jua…

Pablo no podía creer lo que estaba viendo. Se frotó los ojos, y,

cuando volvió a mirar por la ventana, misteriosamente, las cacas y las

gaviotas habían desaparecido.

-¿Me estaré volviendo loco, como Bigotes? –se preguntaba Pablo,

en silencio.

La calle estaba de nuevo limpia, el barrio volvía a ser el de siempre,

los coches pasaban, la gente caminaba, no había en ninguna parte señales

de gaviotas ni de excrementos de gaviotas. Pero, de pronto, algo alteró

por segunda vez la aparente normalidad: un chimpancé bajó desde el

tejado, deslizándose por el canalón del agua, hasta la ventana de Pablo.

Llegado a su misma altura, sonrió, saludó con una mano, y dijo:

-No le cuentes al orangután que tú me has visto.

Justo después dio un salto, separándose del canalón. Mientras se

precipitaba hacia el vacío, Pablo pudo ver que el mono tiraba de la anilla

que abría un paracaídas que el propio chimpancé llevaba adosado a la

espalda.

-¿Un chimpancé paracaidista? –se preguntó Pablo, asombrado.

No tuvo tiempo de responderse, antes de que lo hiciera apareció,

colgado del mismo canalón, un enorme orangután, ¡vestido de payaso!

Sonrió, saludó con la mano, y murmuró:

-No le digas al gorila que me has visto.

Acto seguido desapareció el orangután, con un paracaídas similar al

del chimpancé, si bien algo más grande. Entonces, Pablito, que ya

Page 41: Pablito de No

imaginaba lo que estaba a punto de ver, asomó la cabeza y miró hacia el

tejado de su edificio.

Efectivamente, tal y como esperaba, encontró que, por el canalón,

llegaba el gorila más grande y extraño que jamás había visto en vivo ni en

fotografía. Era grande como un camión, pero lejos de parecer violento y

salvaje, daba la impresión de ser el simio jovial, simpático y amable que

cualquiera quisiera tener como amigo. El gorila llevaba unas chanclas

playeras en los pies, tenía las piernas cubiertas con unos enormes

leotardos rosas, vestía un gigantesco tutú de bailarina de ballet en la

cintura, y una gasa igualmente ajustada en el torso. Todo el vestido de un

llamativo color rosa. Descendía canalón abajo, aferrándose con una sola

mano a los hierros, porque en la otra sostenía una pequeña sombrilla que

utilizaba bien abierta para protegerse del Sol. Aunque el parasol era

ridículo y apenas daba sombra en una de sus orejas.

El caso es que, cuando aquel enorme gorila, vestido de bailarina,

con chancletas de playa y parasol llegó hasta la ventana de Pablo, sonrió,

y, sin saludar con una mano, porque ambas estaban ocupadas, dijo:

-¿Has visto cuántas cosas caen del cielo?

Dicho eso se precipitó al vacío, como habían hecho antes el

orangután y el mono. Al gorila, en cambio, no le hizo falta paracaídas,

porque el pequeño parasol que llevaba en una mano ya proporcionaba un

descenso lento y un vuelo tranquilo.

Apenas llegó el gorila al suelo, se marchó corriendo por uno de los

callejones estrechos, perpendiculares a la calle principal, y antes de que

Pablo pudiera reaccionar, una manzana cayó del cielo, rozándole la

cabeza.

-¿Qué ha sido eso? –preguntó Pablito, sin tiempo de distinguir que

se trataba de una manzana.

Miró hacia el cielo nuevamente, y vio cómo empezaban a caer,

desde lo más alto, las cosas más inesperadas. Al principio, gota a gota,

como en el inicio de una tormenta. Y después intensamente. La lluvia que

se precipitó en ese momento nadie antes la había visto.

Page 42: Pablito de No

Empezaron a caer manzanas, peras, plátanos… Al principio poco a

poco, y luego en grandes cantidades. ¡Y en el aire se pelaban y cortaban

solas, formando ensaladas de fruta voladoras!

También llovían libretas, y bolígrafos, y lápices de colores. Y en el

vuelo escribían sobre el papel los bolígrafos, y los lapiceros de colores

dibujaban y pintaban ilustraciones, formando en el cielo poemas, cuentos,

y canciones multicolor.

Aparecieron después, entre las nubes, cientos de juguetes con

diversas formas y tamaños. Coches, muñecas, camiones, balones de fútbol

y de baloncesto, pelotas de tenis y de ping pong. Incluso alguna que otra

Play y varias Nintendo DS cayeron del cielo.

Al ver Pablito ese espectáculo de cosas cayendo, poco a poco, hasta

tocar el suelo, sonreía recordando las hojas secas que también caían, poco

a poco, de las ramas de los árboles en otoño. Fue entonces cuando

sucedió lo más sorprendente de todo. De repente, como todas esas cosas

que venían del cielo, también del cielo llegó una respuesta al enigma que

tan preocupado tenía a Pablo.

-Descubrirás si Bigotes es un sabio o un loco –se escuchó a una voz,

entre las nubes, que parecía pronunciar cada palabra desde el infinito-,

cuando abras el tarro con la primera ráfaga de otoño que Bigotes te

regaló.

-¡Eso es! –gritó Pablito-. ¡Cómo no lo habré pensado antes!

No importaba de dónde procedía esa voz, ni si había alguien detrás

de esas palabras, o si, por el contrario, los consejos del cielo son cosas que

se forman de un modo natural y espontáneo, como las nubes, para

después volver a desaparecer. Lo importante es que esa voz estaba en lo

cierto al recordarle que aún conservaba aquel frasco de Bigotes en su

bolsillo, tan solo tenía que sacarlo de ese bolsillo, abrirlo, y comprobar que

realmente contenía “La primera ráfaga de otoño”. De ser así, Bigotes era

un genio. Pero si el tarro estaba vacío, entonces era un loco.

Rápidamente, Pablito metió la mano en el bolsillo de su pantalón,

buscando encontrar el bote que contenía la solución a su problema. Pero,

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cuando lo intentó, a punto de introducir la mano, descubrió que no tenía

bolsillo. Resulta que llevaba puesto el pijama, estaba tumbado y dormido,

sobre la cama, y todo había sido un sueño. En ese instante se despertó,

emocionado, lleno de alegría, porque había descubierto que era muy

acertado el último pensamiento que tuvo la noche anterior, cuando dijo

que tal vez el problema se resolvería soñando.

-¡Efectivamente! –se dijo al despertar-. ¡En sueños he hallado una

pista para encontrar la solución a este misterio!

No hay duda. A veces los problemas más graves solo se resuelven

soñando alto, muy alto. ¿Pero qué ocurriría cuando Pablo abriera ese

bote? Eso es lo que aún estaba por desvelar.

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