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5 1 3 Nació en 1925 en Juiz de Fora, en el Estado de Minas Gerais, luego se radicó, desde los siete años, en Río de Janeiro. Licenciado en derecho, ex-policía, este escritor y guionista tuvo su primera aparición en el mundo de las letras en 1963 a los 38 años. Viudo y padre de tres hijos, en el 2003, ganó el Premio Camões, el más prestigiado galardón literario en lengua portuguesa, obtuvo además el Premio Pen Club de Brasil, de la Asociación de Críticos de San Pablo, y el premio de literatura Juan Rulfo. Suponer una conexión entre la literatura de Rubem Fonseca y la proliferación de violencias que signan nuestras ciudades es un gesto que apenas si insinúa obviedad. No deseo abogar por esta ruta evidente sino señalar un paisaje de lo siniestro que sorprende por lo directo. Su proceder es crudo y desalmado, aunque al mismo tiempo conmueve, afecta y evoca. Confieso que su prosa me mueve con rapidez de la risa a la consternación, mi propio silencio me advierte que acabo de presenciar un horror que esta magistralmente expuesto y sin moraleja aparente. De los muchos comentaristas de su obra me quedo con aquellas palabras de Guadalupe Ángeles que abordaba su estética como un asunto de desparpajo (facilidad y desenvoltura en el hablar o en las acciones; desvergüenza, desembarazo): Si dejamos de lado por un momento el estilo en el que ha sido escrita, creo percibir en toda su obra la divisa: “ver las cosas tal como son”, solo eso, y tal vez reírse un poco de lo absurdos que a veces somos los seres humanos, con esas ansias desaforadas de ser como los demás quieren que seamos, y perjudicando así el tener una visión clara de cuanto ocurre a nuestro alrededor, de acuerdo a esto, Fonseca puede ser considerado, una vez leída más allá de la superficie su prosa, un autor que reflexiona sobre el alma humana”. En una de sus escasas conferencias efectuada en Guadalajara a propósito de una feria del libro, Fonseca insinuó algunas máximas vitales para aquellos que desean convertirse en escritores. Procedo aquí por enumeración: primero, no se precisa ser inteligente para ser escritor, es más necesario saber leer, que les guste leer; segundo, no basta hacer las cosas con sentimiento, hace falta también lucidez, una noción del sentimiento de aquel que está leyendo; tercero, hay que tener paciencia porque escribir es una cosa muy aburrida, basta mirar los cinco años que tardó Gustav Flaubert en finalizar “Madame Bovary” o la década que tardó Juan Rulfo en completar “Pedro Páramo”; cuarto, la literatura exige coraje, valor y valentía de quienes se dedican a ella para decir aquello que no puede ser dicho o aquello que nadie quiere oír porque es incómodo e/o insolente; quinto, otro requisito es tratar de estar motivados, es tan legítimo escribir porque se quiere ser alto, guapo y rico, como hacerlo como dice Salman Rushdie: “porque le agrada mentir” o como lo piensa Wole Soyinka, por masoquismo; por último, una de las cosas que el escritor nunca debe hacer es limitarse a describir la realidad, como hacen el periodista o el ensayista, sino más bien trabajar como si fuera un carpintero o un arquitecto, sin hacer de la literatura una cosa sacrosanta. En síntesis para nuestra juventud, hay que retar las reglas del mundo en el que nacimos y subvertir los valores de nuevo valor.

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Page 1: P (E-107) Rubem Fonseca

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Nació en 1925 en Juiz de Fora, en

el Estado de Minas Gerais, luego

se radicó, desde los siete años, en

Río de Janeiro. Licenciado en

derecho, ex-policía, este escritor y

guionista tuvo su primera aparición

en el mundo de las letras en 1963

a los 38 años. Viudo y padre de

tres hijos, en el 2003, ganó el

Premio Camões, el más

prestigiado galardón literario en

lengua portuguesa, obtuvo además

el Premio Pen Club de Brasil, de la

Asociación de Críticos de San

Pablo, y el premio de literatura

Juan Rulfo.

Suponer una conexión entre la literatura de Rubem Fonseca y la proliferación de

violencias que signan nuestras ciudades es un gesto que apenas si insinúa obviedad.

No deseo abogar por esta ruta evidente sino señalar un paisaje de lo siniestro que

sorprende por lo directo. Su proceder es crudo y desalmado, aunque al mismo tiempo

conmueve, afecta y evoca. Confieso que su prosa me mueve con rapidez de la risa a la

consternación, mi propio silencio me advierte que acabo de presenciar un horror que

esta magistralmente expuesto y sin moraleja aparente. De los muchos comentaristas

de su obra me quedo con aquellas palabras de Guadalupe Ángeles que abordaba su

estética como un asunto de desparpajo (facilidad y desenvoltura en el hablar o en las

acciones; desvergüenza, desembarazo): “Si dejamos de lado por un momento el estilo

en el que ha sido escrita, creo percibir en toda su obra la divisa: “ver las cosas tal

como son”, solo eso, y tal vez reírse un poco de lo absurdos que a veces somos los seres

humanos, con esas ansias desaforadas de ser como los demás quieren que seamos, y

perjudicando así el tener una visión clara de cuanto ocurre a nuestro alrededor, de

acuerdo a esto, Fonseca puede ser considerado, una vez leída más allá de la superficie

su prosa, un autor que reflexiona sobre el alma humana”.

En una de sus escasas conferencias efectuada en Guadalajara a propósito de una

feria del libro, Fonseca insinuó algunas máximas vitales para aquellos que desean

convertirse en escritores. Procedo aquí por enumeración: primero, no se precisa ser

inteligente para ser escritor, es más necesario saber leer, que les guste leer; segundo, no

basta hacer las cosas con sentimiento, hace falta también lucidez, una noción del

sentimiento de aquel que está leyendo; tercero, hay que tener paciencia porque escribir

es una cosa muy aburrida, basta mirar los cinco años que tardó Gustav Flaubert en

finalizar “Madame Bovary” o la década que tardó Juan Rulfo en completar “Pedro

Páramo”; cuarto, la literatura exige coraje, valor y valentía de quienes se dedican a

ella para decir aquello que no puede ser dicho o aquello que nadie quiere oír porque

es incómodo e/o insolente; quinto, otro requisito es tratar de estar motivados, es tan

legítimo escribir porque se quiere ser alto, guapo y rico, como hacerlo como dice

Salman Rushdie: “porque le agrada mentir” o como lo piensa Wole Soyinka, por

masoquismo; por último, una de las cosas que el escritor nunca debe hacer es

limitarse a describir la realidad, como hacen el periodista o el ensayista, sino más

bien trabajar como si fuera un carpintero o un arquitecto, sin hacer de la literatura

una cosa sacrosanta. En síntesis para nuestra juventud, hay que retar las reglas del

mundo en el que nacimos y subvertir los valores de nuevo valor.

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Llegué a la casa cargando la carpeta llena de papeles, relatorios, estudios,

investigaciones, propuestas, contratos. Mi mujer, jugando solitario en la

cama, un vaso de whisky en el velador, dijo, sin sacar lo ojos de las cartas,

estás con un aire de cansado. Los sonidos de la casa: mi hija en el

dormitorio de ella practicando impostación de la voz, la música cuadrafónica

del dormitorio de mi hijo. ¿No vas a soltar ese maletín? Preguntó mi mujer,

sácate esa ropa, bebe un whisky, necesitas relajarte.

Fui a la biblioteca, el lugar de la casa donde me gustaba estar aislado y

como siempre no hice nada. Abrí el volumen de pesquisas sobre la mesa,

no veía las letras ni los números, yo apenas esperaba. Tú no paras de

trabajar, apuesto que tus socios no trabajan ni la mitad y ganan la misma

cosa, entró mi mujer en la sala con un vaso en la mano, ¿ya puedo mandar

a servir la comida?

La empleada servía a la francesa, mis hijos habían crecido, mi mujer y yo

estábamos gordos. Es aquel vino que te gusta, ella hace un chasquido con

placer. Mi hijo me pidió dinero cuando estábamos en el cafecito, mi hija me

pidió dinero en la hora del licor. Mi mujer no pidió nada, nosotros teníamos

una cuenta bancaria conjunta.

¿Vamos a dar una vuelta en el auto? Invité. Yo sabía que ella no iba, era la

hora de la teleserie. No sé qué gracia tiene pasear de auto todas las

noches, también ese auto costó una fortuna, tiene que ser usado, yo soy la

que se apega menos a los bienes materiales, respondió mi mujer.

Examiné el auto en el garaje. Pasé

orgullosamente la mano

suavemente por el guardabarros, los

parachoques sin marca. Pocas

personas, en el mundo entero,

igualaban mi habilidad en el uso de

esas máquinas.

La familia estaba viendo la

televisión. ¿Ya dio su paseíto, ahora

estás más tranquilo?, preguntó mi

mujer, acostada en el sofá, mirando

fijamente el video. Voy a dormir,

buenas noches para todos,

respondí, mañana voy a tener un

día horrible en

la compañía.

Ella sólo se dio cuenta que yo iba

encima de ella cuando escuchó el

sonido del caucho de los

neumáticos pegando en la cuneta.

Di en la mujer arriba de las rodillas,

bien al medio de las dos piernas, un

poco más sobre la izquierda, un

golpe perfecto, escuché el ruido del

impacto partiendo los dos huesazos,

desvié rápido a la izquierda, un

golpe perfecto, pasé como un

cohete cerca de un árbol y me

deslicé con los neumáticos

cantando, de vuelta al asfalto. Motor

bueno, el mío, iba de cero a cien

kilómetros en once segundos.

Incluso pude ver el cuerpo todo

descoyuntado de la mujer que había

ido a parar, rojizo, encima de un

muro, de esos bajitos de casa de

suburbio.

aparecía nadie en condiciones, comencé a

quedar un poco tenso, eso siempre sucedía,

hasta me gustaba, el alivio era mayor.

Entonces vi a la mujer, podía ser ella, aunque

una mujer fuese menos emocionante, por ser

más fácil. Ella caminaba apresuradamente,

llevando un bulto de papel ordinario, cosas de

la panadería o de la verdulería, estaba de

falda y blusa, andaba rápido, había árboles en

la acera, de veinte en veinte metros, un

interesante problema que exigía una dosis de

pericia. Apagué las luces del auto y aceleré.

Los autos de los niños bloqueaban la puerta del garaje, impidiendo que yo

sacase mi auto. Saqué el auto de los dos, los dejé en la calle, saqué el mío

y lo dejé en la calle, puse los dos carros nuevamente en el garaje, cerré la

puerta, todas esas maniobras me dejaron levemente irritado, pero al ver los

parachoques salientes de mi auto, el refuerzo especial doble de acero

cromado, sentí que el corazón batía rápido de euforia. Metí la llave en la

ignición, era un motor poderoso que generaba su fuerza en silencio,

escondido en el capó aerodinámico. Salí, como siempre sin saber para

dónde ir, tenía que ser una calle desierta, en esta ciudad que tiene más

gente que moscas. En la Avenida Brasil, allí no podía ser, mucho

movimiento. Llegué a una calle mal iluminada, llena de árboles oscuros, el

lugar ideal. ¿Hombre o mujer?, realmente no había gran diferencia, pero no

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- “¿Quieres vengarte porque te quitó a tu novio? Todavía

te gusta ese puto, ¿verdad?”

- “Sólo me gustas tú, Zinho, eres todo para mí, ese mierda

del Rodrigo no vale nada, sólo siento desprecio por él.

Quiero hacer sufrir a la mujer porque me humilló, me

llamó burra delante de todos”.

- “Puedo matar a ese puto”.

- “A ella ni siquiera le gusta él. Quiero hacer que sufra

mucho. La muerte del hijo deja a las madres

desesperadas”.

- “Está bien. ¿Sabes dónde vive el niño?”

- “Sí”.

- “Voy a mandar que cojan al niño y lo lleven a Ciudad de

Dios”.

- “Pero no hagas que el niño sufra mucho”.

- “Si la puta ésa se entera que el hijo murió sufriendo es

mejor, ¿o no? Dame la dirección. Mañana mando que

hagan el trabajo, Taquara está cerca de mi base”.

Por la mañana bien temprano Zinho salió en el carro y fue

a Ciudad de Dios. Permaneció dos días fuera. Cuando

volvió, llevó a Soraia a la cama y ella obedeció dócilmente

a todas sus órdenes. Antes de que él se durmiera, ella

preguntó, “¿hiciste lo que te pedí?”

- “Cumplo lo que prometo, amorcito. Mandé a mi personal

a que cogieran al niño cuando iba al colegio y que lo

llevaran a Ciudad de Dios. En la madrugada le rompieron

los brazos y las piernas al negrito, lo estrangularon, lo

cortaron todo y luego lo tiraron en la puerta de la casa de

la madre. Olvida a ese mierda, no quiero oír hablar más

de ese asunto”, dijo Zinho.

- “Sí, ya lo olvidé.”

Zinho le dio la espalda a Soraia y se durmió. Zinho tenía

un sueño pesado. Soraia se quedó despierta oyendo

roncar a Zinho. Después se levantó y tomó un retrato de

Rodrigo que mantenía escondido en un lugar que Zinho

nunca descubriría. Siempre que Soraia miraba el retrato

del antiguo novio, durante todos aquellos años, sus ojos

se llenaban de lágrimas. Pero ese día las lágrimas fueron

más abundantes.

- “Amor de mi vida”, dijo, apretando el retrato de Rodrigo

contra su corazón sobresaltado.

Su nombre es João Romeiro, pero es conocido como

Zinho en la Ciudad de Dios, una favela en Jacarepaguá,

donde controla el tráfico de drogas. Ella es Soraia

Gonçalves, una mujer dócil y callada. Soraia supo que

Zinho era traficante de drogas dos meses después de que

empezaron a vivir juntos en un condominio de clase

media alta en la Barra de Tijuca. ¿Te molesta?, preguntó

Zinho y ella contestó que ya había tenido en su vida un

hombre dedicado al derecho que no pasaba de ser un

canalla. En el condominio Zinho es conocido como

vendedor de una firma de importaciones. Cuando llega

una partida grande de droga a la favela, Zinho

desaparece por unos días. Para justificar su ausencia

Soraia dice a las vecinas que encuentra en el playground

o en la piscina que la firma tiene viajando al marido. La

policía anda tras él, pero sólo sabe su apellido, y que es

blanco. Zinho nunca ha estado preso.

Hoy por la noche Zinho llegó a la casa luego de pasarse

tres días distribuyendo, en sus puntos, cocaína que envió

su proveedor de Puerto Suárez, y marihuana que llegó de

Pernambuco. Fueron a la cama. Zinho era rápido y rudo y

luego de joder a la mujer le daba la espalda y se dormía.

Soraia era callada y sin iniciativa, pero Zinho la quería así,

le gustaba ser obedecido en la cama como era obedecido

en la Ciudad de Dios. “¿Antes de que te duermas te

puedo preguntar una cosa?” “Dime rápido, estoy cansado

y quiero dormir, amorcito.” “¿Serías capaz de matar a una

persona por mí?” “Amorcito, maté a un tipo porque me

robó cinco gramos, ¿crees que no voy a matar a un sujeto

si me lo pides? Dime quién es. ¿Es de aquí, del

condominio?”

- “No”.

- “¿De dónde es?”

- “Vive en Taquara”.

- “¿Y qué te hizo?”

- “Nada. Es un niño de siete años. ¿Has matado algún

niño de siete años?”

- “He mandado que agujeren las palmas de las manos a

dos mierditas que desaparecieron con unos paquetes,

para que sirva de ejemplo, pero creo que éstos tenían

diez años. ¿Por qué quieres matar a un negrito de siete

años?”

- “Para hacer sufrir a su madre. Ella me humilló. Me quitó

a mi novio. Me hizo menos, a todo el mundo le decía que

yo era una burra. Luego se casó con él. Ella es rubia,

tiene ojos azules y se cree lo máximo”.

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El hombre permaneció con Betsy en la cama durante toda su agonía,

acariciando su cuerpo, palpando con tristeza la flacura de sus ancas. El

último día, Betsy, muy quieta, los ojos azules abierto, miró al hombre con el

mismo mirar de siempre, que confesaba la comodidad y el placer que su

presencia y sus cariños le proporcionaban. Comenzó a temblar y él la

abrazó con más fuerza. Sintiendo que sus miembros estaban fríos, el

hombre trató de acomodarla mejor en el lecho. Ella entonces estiró el

cuerpo, como si se desperezara, y echó la cabeza hacia atrás, en un gesto

lleno de languidez. Después estiró aún más el cuerpo, y suspiró con fuerza.

El hombre pensó que Betsy había muerto. Pero al cabo de algunos

segundos ella lanzó otro suspiro. Horrorizándose de su meticulosa atención,

el hombre contó, uno a uno, todos los suspiros de Betsy. En un breve

intervalo ella exhaló nueve suspiros iguales, la lengua afuera, pendiendo a

un lado de la boca. Luego empezó a golpear su vientre con los dos pies

juntos, como hacía a veces, sólo que con mayor violencia. Después, se

quedó inmóvil. El hombre pasó su mano levemente por el cuerpo de Betsy.

Ella se desperezó y alargó los miembros por última vez. Estaba muerta.

Ahora, el hombre sabía que estaba muerta.

La noche entera la pasó despierto a su lado, acariciándola suavemente, en

silencio, sin saber qué decir. Habían vivido juntos dieciocho años. Por la

mañana, la dejó en el lecho y fue hasta la cocina y preparó un café puro.

Fue a tomarlo en la sala. La casa nunca había estado tan vacía y tan triste.

Por fortuna, el hombre no había votado la caja de cartón de la licuadora.

Regresó al cuarto. Cuidadosamente, puso el cuerpo de Betsy dentro de la

caja. Con la caja debajo del brazo se dirigió a la puerta. Antes de abrirla y

salir, se enjugó los ojos. No quería que lo vieran así.

Betsy esperó el regreso del hombre para morir.

Antes del viaje él había notado que Betsy mostraba un apetito fuera de lo

común. Después surgieron otros síntomas, ingestión excesiva de agua,

incontinencia urinaria. Hasta entonces, Betsy sólo había padecido de

cataratas en uno de los ojos. No le gustaba salir, pero antes del viaje entró

inesperadamente con él en el ascensor, y los dos pasearon por la acera de la

playa, algo que nunca habían hecho.

El día en que el hombre llegó, Betsy sufrió el derrame y dejó de comer. Veinte

días sin comer, acostada en el lecho con el hombre. Los especialistas dijeron

que no había nada que pudiera hacerse. Betsy sólo se levantaba de la cama

para tomar agua.

“Vivir con una mujer es la manera

más rápida de matar el deseo, el

amor, incluso la amistad. No

obstante, la mayoría de las

mujeres quieren casarse, tener un

hogar y, dentro del hogar, un

hombre gentil que les dé uno o

más hijos, y que salga a trabajar

por la mañana y regrese por la

noche. No quieren a ese hombre

para amar y fornicar –por

supuesto, quedan más tranquilas

cuando el macho se las come,

inclusive si no están muy

dispuestas–, quieren compañía,

bienestar, seguridad. Una amiga

mía, escritora, bonita, viuda de

mediana edad, vive sola, me dijo

que quería volver a casarse, para

tener un hombre “que saque

afuera la basura”.

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"La vejez es así, uno se enferma sin tener

ninguna enfermedad y se muere"

“Los prisioneros” (1963)

“El collar del perro” (1965)

“Lucía McCarney” (1967)

“El hombre de febrero o marzo” (1973)

“El caso Morel” (1973)

“Feliz año nuevo” (1975)

“El cobrador” (1979)

“El gran arte” (1983)

“Bufo & Spallanzani” (1986)

“Vastas emociones y pensamientos imperfectos” (1988)

“Agosto” (1990)

“Romance negro y otras historias” (1992)

“El salvaje de la ópera” (1994)

“El agujero en la pared” (1995)

“Historias de amor” (1997)

“Y de este mundo prostituto y vano, solo quise un

cigarro en mi mano” (1997)

“La cofradía de los espadas” (1998)

“El enfermo Molière” (2000)

“Secreciones, excreciones y desatinos” (2001)

“Pequeñas criaturas” (2002)

“Diario de un libertino” (2003)

“Mandrake, la Biblia y el bastón” (2005)

“Ella y otras mujeres” (2006)

“La novela murió” (2008)

“El seminarista” (2010)

“En el octavo piso. La muerte se

consumó en una descarga de gozo y

alivio, expeliendo residuos

excrementicios y glandulares -

esperma, saliva, orina, heces-.

Asqueado se apartó del cuerpo sin

vida sobre la cama, al sentir su

propio cuerpo contaminado por las

inmundicias expulsadas de la carne

agónica del otro”.

“¿Por qué Dios, el creador de todo lo

que existe en el Universo, al dar

existencia al ser humano, al sacarlo

de la Nada, lo destinó a defecar?

¿Habría revelado Dios, al atribuirnos

esa irrevocable función de

transformar en heces todo lo que

comemos, su incapacidad para crear

un ser perfecto? ¿O sería esa su

voluntad, hacernos así toscos?

¿Ergo, la mierda?”

“Nacimiento, cópula, muerte,es todo lo que

hay”

"¿Por qué rompe una mujer sus compromisos? La mayoría de las veces la

causa es el amor, el fuego que arde sin verse, eso es de Camoes, que

carboniza el convenio, el trato pactado con otro. El amor existe, repito, y las

mujeres creen en él más que los hombres. Mas, para no ser tildado de

romántico ingenuo, admito que en algunos casos el amor puede ser tan sólo

una válvula de escape, ciertas personas casadas, incluso cuando gozan de

una gran libertad, se sienten en una prisión, y los grilletes tienen un nombre,

rutina…”

“Un sujeto pobre

también debe tener

una amante, si puede,

evidentemente, es

bueno para la salud y

hace más amena la

miseria”.

Los relatos “Betsy” y “Ciudad de Dios” hacen parte de la

siguiente libro: FONSECA, Rubem (2007) Historias de Amor.

Bogotá: Norma, pp 11-16. El relato “Paseo nocturno” esta

disponible en el link: http://www.letras.s5.com/fonseca1.htm,

las pinturas de Laura González fueron bajadas del blogs:

http://lauragonzalezart.blogspot.com/.