otros títulos publicados un relato extraordinario que ... · un relato extraordinario que narra la...

28

Upload: others

Post on 17-Mar-2020

7 views

Category:

Documents


0 download

TRANSCRIPT

Diagonal, 662, 08034 Barcelonawww.editorial.planeta.eswww.planetadelibros.com

Diseño de la cubierta: © Leo Nichols

Fotografía del autor: © Chris Leslie

Magnus MacFarlane-Barrow (Aberdeen, 1968) comenzó su carrera como piscicultor, criando salmones en una explotación familiar. En 1992, cuando empezó el confl icto de los Balcanes, él y su hermano Fergus decidieron hacer una campaña de recogida de alimentos en su pueblo y viajar en un convoya Medjugorje (Bosnia). Al volver a Escocia, Magnus descubrió que la gentese había volcado de tal modo que había llenado de alimentos el cobertizo de sus padres. En ese momento, decidió renunciar a su puesto de trabajo y fundar la organización Mary’s Meals, que hoy ofrece comida a más de un millón de niños a través de cuatro continentes. En 2010, Magnus fue nombrado por la cadena CNN como uno de los diez héroes del momento.

Otros títulos publicadospor Editorial Planeta

Un relato extraordinario que narra la historia de una pequeña ong creada en un cobertizo de Escocia y que hoy

da alimento a más de un millón de niños

En 1992, Magnus MacFarlane-Barrow compartía con su hermano una pinta en el pub de un pequeño pueblo escocés cuando tuvo una idea que iba a cam-biar su vida. Y la de millones de personas más.

Tras ver en el telediario las noticias que llegaban de la guerra en Bosnia, de-cidieron tomarse una semana libre en el trabajo, cargar un jeep destartala-do con ayuda humanitaria y viajar en un convoy a Medjugorje (Bosnia). Los impulsaba la fe y las ganas de ayudar. Lo que Magnus no imaginaba es que ese corto viaje acabaría convirtiéndose en su forma de vida, llevándole poco tiempo después a dejar su trabajo, vender su casa y dedicarse en cuerpo y alma a llevar alimento a los niños más pobres del mundo.

En este emocionante viaje vital, Magnus da cuenta de las milagrosas circunstan-cias que le condujeron a crear Mary’s Meals, una organización empeñada en erradicar el hambre en el mundo y que hoy da alimento diario a más de un millón de niños. Una historia extraordinaria e inspiradora sobre el poder de una sola persona para cambiar el mundo.

«Escocia puede presumir de una larga tradición de grandes héroes misioneros como David Livingstone o Eric Lidell, el protagonista

de Carros de fuego. Magnus MacFarlane-Barrow forma ya parte de ella», ex primer ministro Gordon Brown, Time Magazine

«Magnus muestra una modestia escrupulosa que no está para nada acorde con los éxitos extraordinarios que ha logrado y la enorme

responsabilidad que acarrea», The Guardian

Testimonio10173662PVP 19,00 €

18mmC_ElCobertizoQueAlimentoAMillonesDeNinos.indd 1C_ElCobertizoQueAlimentoAMillonesDeNinos.indd 1 23/11/16 17:5823/11/16 17:58

EL COBERTIZOQUE ALIMENTÓ

A UN MILLÓNDE NIÑOSLa extraordinaria historia

de Mary’s Meals

MAGNUS MACFARLANE-BARROW

Traducción de Román Fabra Rivière

p

032-125040-EL COBERTIZO.indd 5 5/12/16 14:17

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistemainformático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea esteelectrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permisoprevio y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puedeser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (art. 270 y siguientes delCódigo Penal)

Diríjase a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiaro escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con Cedro a travésde la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47

Título original: The Shed That Fed a Million Children

Colección: Planeta Testimonio

© Mary’s Meals International Organisation, 2015© de la traducción, Román Fabra, 2017© Editorial Planeta, S. A., 2017

Av. Diagonal, 662-664, 08034 Barcelonawww.editorial.planeta.eswww.planetadelibros.com

© de las ilustraciones del interior, Mary’s Meals International Organisation, 2015

Primera edición: enero de 2017Depósito legal: B. 24.352-2016ISBN: 978-84-08-16516-3Preimpresión: Víctor Igual, S. L.Impresión: Black PrintPrinted in Spain – Impreso en España

El papel utilizado para la impresión de este libro es cien por cien libre de cloro y estácalificado como papel ecológico

032-125040-EL COBERTIZO.indd 6 14/12/16 12:29

Índice

Prólogo 111. Clases de conducir en una zona de guerra 192. Una mujer vestida de sol 433. Pequeños actos de amor 594. ¡Sufrid, pequeños niños! 815. Hacia África 1036. Una tierra de hambruna 1237. Un tazón de papilla de cereales 1498. Un accidentado camino hacia la paz 1739. En la ciudad de Tinsel 19710. Llegar a los parias 22111. Amigos en las alturas 24312. Amigos en los bajos fondos 26513. Generación esperanza 291Epílogo 311Agradecimientos 317

032-125040-EL COBERTIZO.indd 9 5/12/16 14:17

19

Capítulo 1Clases de conducir en una zona de guerra

Sed humildes los que estáis hechos de estiércol.Sed nobles los que estáis hechos de estrellas.

Proverbio serbio

Sabíamos que los hombres que escupían muerte desde loalto de las montañas que dominan la ciudad solían dor-mir sus borracheras por la mañana. Por esa razón nospusimos en camino temprano, confiando en que podría-mos entrar y salir de Mostar antes de que las pesadasarmas reiniciaran su despiadada tarea de hacer trizas loshogares, iglesias, mezquitas, vehículos y habitantes de laciudad. Detrás de mí, en esta última parte de nuestro via-je de cuatro días desde Escocia, se apretujaban en losasientos para pasajeros el padre Eddie, un bajito y re-choncho sacerdote de mediana edad, y Julie, una espiga-da y bonita joven enfermera. Los tres nos habíamos he-cho buenos amigos durante los últimos días. Dos nochesantes, estacionados junto a una gasolinera en Eslovenia,habíamos mantenido una larga conversación durante lanoche. El padre Eddie nos sorprendió e inquietó un poco

032-125040-EL COBERTIZO.indd 19 5/12/16 14:17

20

al explicar que antes de dejar Escocia tuvo la premoni-ción de que nunca regresaría a casa, por lo que habíadado la mayoría de sus posesiones a sus feligreses. LuegoJulie nos contó que, unos meses atrás, se había desperta-do en mitad de la noche sintiendo que Dios le estaba pi-diendo que dejara su trabajo para ayudar a la gente deBosnia-Herzegovina. Su historia me conmovió por suprofunda fe y porque se parecía mucho a la mía. Cuandome telefoneó por primera vez para pedirme que la llevarahasta allí, me sentí un poco avergonzado de no habermostrado demasiado entusiasmo con la idea. Para enton-ces ya estaba muy contento de que ella me hubiera con-vencido.

Mientras atravesábamos el duro paisaje de rocas den-tadas y espinosos arbustos de Bosnia, rezamos un rosa-rio juntos y, luego, charlamos un poco nerviosos mien-tras me concentraba en la estrecha y retorcida carretera.Pronto empezamos a pasar por lo que quedaba de loshogares de la gente. Algunos habían sido reducidos a es-combros, mientras que aquellos que todavía estaban enpie se habían convertido en armazones quemados y acri-billados a disparos. Condujimos en silencio. La carreteraempezó a serpentear montaña abajo y Mostar apareció anuestros pies, extendiéndose a lo largo del Neretva, el fa-moso río que se ha descrito con frecuencia como la líneadivisoria entre las culturas de Oriente y Occidente, y queentonces constituía el frente entre las fuerzas serbias ycroatas y el territorio musulmán que estábamos atrave-sando. Los minaretes de las mezquitas eran visibles en elcasco antiguo otomano y, por un momento, pensé en miprimera visita a esta ciudad, muchos años atrás, durantela cual habíamos curioseado por los pequeños puestoscallejeros junto al río y contemplado el valor de los jóve-nes que saltaban desde el famoso puente Stari Most a lasimpetuosas y verdes aguas del torrente. Bajando hacia la

032-125040-EL COBERTIZO.indd 20 5/12/16 14:17

21

ciudad nos detuvieron en un puesto de control los solda-dos del HVO (Ejército Bosnio Croata). Un hombre delga-do, con su ametralladora al hombro y un cigarrillo en lacomisura de los labios, se acercó a mi ventana abierta,mirándonos con el gesto serio e impregnando nuestra ca-bina con su aliento a coñac. Sin sonreír, tendió la manoy le entregamos nuestros pasaportes y los documentosoficiales para el equipo médico que llevábamos en la par-te trasera del camión. La entrega de ese equipo era larazón de nuestro viaje y, ahora, a un kilómetro de distan-cia, en las laderas de la ciudad a nuestros pies, se veía elhospital general de Mostar, nuestro destino final. Era fá-cilmente reconocible. Nos quedamos mirando al edificiomoderno, limpio y alto que se elevaba por encima de lascasas de los alrededores. Incluso a esa distancia podía-mos ver que un obús había provocado un enorme aguje-ro en un lado. El soldado nos hizo la señal de avanzar,por lo que nos movimos con cuidado a través de calles demetales retorcidos, fragmentos de vidrio, montones deescombros, coches quemados, asfalto destrozado y grafi-tis llenos de odio. Entramos en los terrenos del hospital.Varios camiones refrigerados estaban aparcados con susmotores en marcha: provisionales depósitos de cadáve-res para una ciudad que hacía mucho que ya no teníasitio para sus muertos. Bajo el dosel de la puerta frontal,tres empleados del hospital, con sus batas blancas, ob-servaron nuestra llegada y nos saludaron. Mi ansiedad sealivió y un sentimiento de entusiasmo se apoderó de mí.Empezaba a felicitarme para mis adentros por un traba-jo bien hecho, preguntándome si Julie estaría impresio-nada, cuando de repente me di cuenta, un poco tarde, deque la fiesta de bienvenida se estaba convirtiendo en se-ñales urgentes de stop y las sonrisas en muecas. Mi cora-zón martilleaba con fuerza cuando pisé el freno y oí uncrujido sobre mi cabeza. Frente a nosotros, nuestro co-

032-125040-EL COBERTIZO.indd 21 5/12/16 14:17

22

mité de bienvenida se estaba partiendo de risa; entoncesme di cuenta de lo que había pasado. El hospital acababade recibir otro golpe directo; esta vez por un pequeño ydeteriorado camión de Escocia cuyo conductor amateurhabía juzgado mal la altura del dosel que sobresalía en laentrada, por lo que en lugar de aparcar debajo se habíaempotrado directamente contra él. Una rápida inspec-ción reveló que se había desgarrado la esquina superiorde la caja del camión, mientras que el daño producido aldosel del hospital apenas era insignificante comparadocon el castigo que el resto del edificio había estado su-friendo. El mayor y más duradero daño lo había recibidomi propio ego.

Rápidamente descargamos el equipo y tomamos unaapresurada taza de café con dos jóvenes médicos. Sugi-rieron que nos fuéramos de la ciudad antes de que empe-zaran los bombardeos y que los siguiéramos a un lugarmás seguro para charlar. Cerca de Medjugorje, dondeíbamos a pasar la noche, paramos junto a un hotel de ca-rretera que había sido acribillado por armas de fuego ydañado por obuses.

Los médicos nos explicaron, mientras tomábamoscafé, que, debido a los grandes daños causados por losbombardeos en su hospital, solo la planta baja estabaoperativa. El hacinamiento en el edificio se estaba vol-viendo insoportable y faltaban los más básicos suminis-tros médicos. Estaban particularmente encantados conlos dispositivos de fijación externa que les habíamos lle-vado, pues trataban a tantos pacientes con extremidadesrotas que nos instaron a llevarles más suministros. Lesexplicamos que Julie me había acompañado porque eraenfermera y estaba dispuesta a renunciar a su trabajo enEscocia para ayudar como voluntaria allí. Nos contesta-ron que tenían suficientes enfermeras, pero no bastantesequipos médicos. Sugirieron que quizá Julie podría unir-

032-125040-EL COBERTIZO.indd 22 5/12/16 14:17

23

se a mí en mis esfuerzos por recoger excedentes de equi-pos médicos en Escocia, porque ya se habían dado cuentade que, además de no saber conducir bien un camión,tampoco tenía las nociones más elementales sobre losequipos médicos, por lo que alguien que los conocieradebería involucrarse si yo quería ser de ayuda para ellos.Me sorprendió lo encantado que estaba ante la perspec-tiva de que Julie trabajara conmigo, pero solo balbuceéque lo pensaríamos. Julie dijo algo similar, por lo quedecidí no crearme muchas expectativas. La conversaciónderivó inevitablemente de las cuestiones médicas a la si-tuación de la guerra. Los médicos describieron cómo loschetniks de las montañas tomaban como blanco no soloel hospital, sino también las ambulancias. Varias habíansido destruidas cuando intentaban llevar pacientes alhospital. Para entonces ya habían sustituido sus cafésturcos por slivovitz (aguardiente de ciruelas local), por loque empezaron a poner de manifiesto sus sentimientossobre la guerra. Estaban tan llenos de odio hacia sus ene-migos, los chetniks, que la conversación se enardeció.Ambos médicos, que nos habían estado hablando duran-te horas de sus necesidades para curar a las personasgravemente heridas, empezaron a describir las horriblescosas que harían a cualquier soldado chetnik que cayeraen sus manos. Nos despedimos agarrando las listas de losartículos médicos más urgentes y prometiendo que vol-veríamos con más suministros lo antes posible.

Ese fue el quinto viaje que hice a Bosnia-Herzegovinaen poco tiempo, y en cada uno de ellos me acompañó unfamiliar o un amigo diferente. Cada uno supuso un apre-surado aprendizaje para un piscicultor de veinticincoaños que nunca aspiró a ser un conductor de camión delarga distancia. Descubrí un mundo entero con su propiacultura, habitado por conductores de largas distancias, enel que no siempre eres bien recibido ni lo entiendes fácil-

032-125040-EL COBERTIZO.indd 23 5/12/16 14:17

24

mente. El idioma, por sí mismo, era un problema. Habíanuevos términos técnicos que aprender, como tacógrafo(el aparato que registra las horas al volante o la velocidad)o transitario (los agentes que preparan los documentosaduaneros necesarios al cruzar la frontera). Y todo esto sehacía más difícil por nuestro desconocimiento de lenguaseuropeas y nuestro acento escocés. Robert Cassidy, unbuen amigo de Glasgow, cuyo acento era incluso más ce-rrado que el mío de Argyll, vino de copiloto en uno de misanteriores viajes. Conducíamos hacia Zagreb un camiónde siete toneladas y media repleto de patatas escocesas re-cogidas a través de donaciones. Era a mediados de invier-no y hacía un frío glacial. Por la noche dormíamos en latrasera del camión entre palés de patatas. Un día, cerca dela frontera austriaco-eslovena, al levantarnos descubrimosque nuestras garrafas de agua potable se habían congela-do. El termómetro de la gasolinera marcaba seis gradosbajo cero. Uno de los tecnicismos que íbamos a aprenderen ese viaje era plomo. Se refiere al pequeño sello de plo-mo que los aduaneros colocan en la trasera del camión alentrar en su país para comprobar a la salida que no hasabierto la caja y metido otros productos mientras transitaspor su territorio. Pero nosotros desconocíamos el signifi-cado de este término cuando un inspector de aduanas nossoltó con creciente irritación su pregunta de una sola pala-bra: «¿Plomo?» Quería saber si nuestro camión estabaprecintado. Tras contestar varias veces a su reiterada pre-gunta con una mirada interrogante, Robert finalmente re-plicó con su más fino acento de Glasgow: «Nada de cirue-las, solo patatas. Carga de patatas». Entonces fue el turnodel inspector de aduanas, que nos respondió con una mi-rada perpleja. Ni siquiera sabía en qué idioma contestar.1

1. En inglés, plomb (‘plomo’) y plum (‘ciruela’) se pronuncian deforma muy parecida. [Nota del traductor.]

032-125040-EL COBERTIZO.indd 24 5/12/16 14:17

25

Para entonces algunos de los puentes de la principalruta costera del Adriático habían sido volados por obuses,por lo que viajar por esa ruta requería coger un pequeñoferri a Pag (una extensa y estrecha isla paralela a la cos-ta), recorrerla de punta a punta y tomar otro ferri de vuel-ta al sur del continente. En una ocasión Ken, mi cuñadoy copiloto de otro viaje, y yo nos unimos a una cola decientos de camiones a la espera de un pequeño e impro-visado ferri, en una carretera que desde luego no habíasido diseñada para vehículos pesados, cuando se desen-cadenó una violenta tormenta. Los ferris dejaron de na-vegar y, al igual que los otros conductores, nos encontra-mos atrapados en las cabinas mientras un gélido vientoazotaba nuestro camión, sacudiéndolo con tal violenciaque sentí como si fuera a derribarnos. No había forma dedar la vuelta en esa carretera tan estrecha, por lo que nonos quedaba más remedio que esperar a que pasara latormenta. La única comida que teníamos era una cajagrande de barritas de chocolate Twix, con las que nos ali-mentamos durante las siguientes cuarenta y ocho horas.Para hacer nuestras necesidades fisiológicas, en un parde ocasiones, tuvimos que luchar con la puerta, treparfuera y encontrarnos resbalando en un arroyo congeladode orina de camioneros que venía desde lo alto de la coli-na hasta el pequeño embarcadero de la sinuosa carretera.Tomé nota mental de que en lo sucesivo había que llevarun stock de comida de emergencia más diverso y nutritivoo, por lo menos, más variedad de barritas de chocolate.

También aprendí en estos primeros viajes que las do-naciones recibidas para ayudar y que transportábamosen la trasera del camión no siempre eran lo más impor-tante que llevábamos a quienes precisaban desesperada-mente de ayuda. Mi padre y yo ofrecimos en una ocasiónnuestra ayuda a una pequeña institución de niños connecesidades especiales cerca del puerto de Zadar. Por

032-125040-EL COBERTIZO.indd 25 5/12/16 14:17

26

aquel entonces las tropas serbias estaban atacando esaparte de la costa croata, por lo que podíamos oír en ladistancia el estruendo de los obuses al acercarnos al pe-queño y desvencijado edificio. Nos encontramos con fi-las de niños confinados en sus cunas, vestidos con pija-mas andrajosos, y con un personal aterrorizado tratandode atenderlos. No solo estaban agobiados porque ya nisiquiera disponían de artículos de primera necesidadpara los niños, sino porque la guerra se estaba acercan-do y eran conscientes de que huir rápida y precipitada-mente con ellos no sería posible. Mientras descargába-mos nuestras cajas, el regocijo del personal pronto seevaporó cuando un obús explotó muy cerca del pueblo.Y después otro. Nos urgieron a descargar lo más rápidoposible y a tomar la carretera del norte inmediatamente.Tan pronto saqué la última caja de la trasera del camión,me despedí, salté al asiento del conductor y puse el mo-tor en marcha para partir. Pasaron unos segundos tras losque empecé a sentirme molesto porque papá todavía nohabía subido al camión. Cuando miré por el espejo retro-visor, le vi abrazando a la enfermera más afligida, a quienestaba dando palabras de ánimo y prometiendo sus ora-ciones. Solo entonces subió y salimos a toda velocidad.Cuando treinta años después escuché al papa Franciscousar por primera vez la expresión «pecado de eficiencia»,me acordé inmediatamente de este incidente. El papanos recordaba a quienes trabajamos con personas en si-tuación de pobreza que la caridad real no solo consisteen bienes materiales o «proyectos» y su «eficiencia».También debería considerar el mirar a las personas a losojos, pasar tiempo con ellas y reconocerlas como herma-nos o hermanas. ¡Pero todavía hoy no estoy seguro deque el abrazo de papá tuviera que durar tanto!

En cada uno de esos viajes a través de Europa, y a me-dida que nos acercábamos a nuestro destino habitual,

032-125040-EL COBERTIZO.indd 26 5/12/16 14:17

27

Medjugorje, veríamos de forma constante todo tipo devehículos dirigiéndose al mismo lugar de peregrinaciónde fama mundial. Reducidas caravanas de pequeños ca-miones como el nuestro, furgonetas solitarias o cochesfamiliares tirando de sus remolques repletos de ropa, co-mida y medicinas, todos encaminándose hacia ese pe-queño pueblo en las montañas de Bosnia-Herzegovina.Banderas, pegatinas o carteles caseros proclamaban sumisión y su patria, y daban pistas de su destino. Mientrasacariciábamos la oportunidad de volver a Medjugorje,dado que nuestras vidas habían cambiado allí hacía mu-chos años, empezamos a considerar si también debería-mos llevar nuestra ayuda a otros lugares que se nos hu-bieran pasado por alto, a los que estaba llegando menosayuda, pero en los que estaban sufriendo un número in-cluso mayor de refugiados.

Uno de esos lugares era Zagreb, la capital de Croacia, ala que estaban llegando miles de personas desesperadasdesde lugares en los que los serbios estaban haciendo«limpieza étnica». Llegados a este punto, casi un tercio dela Croacia recientemente independiente estaba bajo con-trol serbio; la guerra hacía estragos a lo largo de la líneadel frente de un país que luchaba desesperadamente porsu existencia. Refugiados y gente desplazada, croatas ymusulmanes tanto de Croacia como de Bosnia-Herzegovi-na estaban llegando a la ciudad tras haber perdido sus ho-gares, sus posesiones y, frecuentemente, sus familias. EnZagreb vivía un hombre notable, el doctor Marijo Živko­vic. Un amigo común de Glasgow había sugerido que nosencontráramos. Nos había explicado que Marijo estabahaciendo un magnífico trabajo por los refugiados y por lagente pobre, y que era un reconocido portavoz católicoque había sido perseguido por el régimen comunista poresta razón. Organizamos el encuentro en la oficina de unaorganización musulmana, llamada Merhamet, con la que

032-125040-EL COBERTIZO.indd 27 5/12/16 14:17

28

estábamos trabajando para distribuir ayuda médica. Esamisma mañana habíamos llegado con una máquina paraanestesiar que nos habían pedido con urgencia, por lo quehabíamos pasado la mañana con un joven y apasionadodoctor y sus colegas de Merhamet, aprendiendo más so-bre su trabajo y sobre cómo podríamos ayudarlos más.Estábamos un poco nerviosos por la reunión con el doctorMarijo porque los croatas (principalmente católicos) y losmusulmanes, quienes habían sido aliados hasta hacíamuy poco en Bosnia-Herzegovina luchando contra su co-mún enemigo, los serbios, estaban ahora en guerra entresí. Un odio ardiente estaba enfureciendo a estos dos pue-blos. ¡Qué estúpidos e irreflexivos habíamos sido por ha-ber invitado a un famoso católico croata a reunirse connosotros mientras estábamos con nuestros amigos musul-manes! Nos dimos cuenta de que nuestros anfitrionestambién estaban un poco nerviosos. Un incómodo silen-cio se había apoderado del caldeado ambiente cuando fi-nalmente llegó Marijo. Alto y ancho de hombros, irrumpióen la reunión acunando una enorme pila de helados dechocolate.

—¡Tomad algunos, por favor! —nos dijo riendo mien-tras se acercaba a cada uno de nosotros y nos ofrecía lasdelicias como si fuera un viejo amigo de todos los queestábamos allí.

Finalmente, pudimos darnos la mano y presentarnos,y en medio de muchas risas Marijo nos explicó, en muybuen inglés, la historia de los helados.

—Veréis, una gran compañía italiana quería donartodo este helado. ¡Medio millón de helados! Contactaroncon muchas grandes organizaciones de ayuda. Todas di-jeron que era imposible aceptarlos, que se trataba de unaidea ridícula y sin sentido enviar helados en mitad delverano a gente que no tenía manera de almacenarlos encongeladores. Finalmente, alguien les dijo que me llama-

032-125040-EL COBERTIZO.indd 28 5/12/16 14:17

29

ran y, cuando lo hicieron, ¡dije que sí, claro! ¿Quién po-dría decir que no a todo ese helado que daría una alegríaa tanta gente? Por tanto, antes de que llegara, llamé porteléfono a muchos amigos para pedirles que estuvieranpreparados para recibir grandes cantidades, dárselas atodos sus conocidos y a cualquiera con quien se encontra-ran, o para llevárselas a los niños a los colegios. Además,estoy seguro de que también son nutritivos… —Soltó unacarcajada mientras se zampaba otro helado—. ¡Así quehoy, a lo largo y ancho de Zagreb, todo el mundo está co-miendo helados gratis!

Rompió a reír de nuevo dando una palmada en la es-palda de sus nuevos amigos musulmanes, quienes tam-bién estallaron en carcajadas. Esta fue la primera de lasmuchas lecciones que aprendí del doctor Marijo a lo lar-go de los siguientes años.

Tenía una fantástica comprensión del arte de dar yrecibir regalos. A él nunca le gustó que se usara la pala-bra ayuda. Le gustaba hablar de regalos. Y en lugar dedecir no a los regalos que se le ofrecían, siempre encon-tró formas ingeniosas para aceptarlos. Incluso consiguiómejorar el incidente de la distribución de los famososhelados antes de que terminara la guerra, cuando le pre-guntamos si podría aceptar cientos de toneladas de pata-tas de los granjeros escoceses. En esta ocasión resolviótodo el tema logístico, que parecía imposible para otros,simplemente descargándolas en una plaza pública y ha-ciendo una inmensa montaña en el centro de la ciudad.¡Se dirigió entonces a la radio pública e invitó a los habi-tantes de Zagreb a que vinieran a servirse! Los hambrien-tos habitantes de la capital respondieron rápidamente,por lo que hasta la última patata encontró un hogar encuestión de horas.

El doctor Marijo, economista de formación, estuvo in-volucrado durante muchos años en la promoción de la en-

032-125040-EL COBERTIZO.indd 29 7/12/16 14:53

30

señanza católica sobre cuestiones familiares en el antiguoestado comunista de Yugoslavia. Empezó a ser invitado adar sus charlas en diferentes partes del mundo y, con eltiempo, él y su mujer, Darka, fueron requeridos por el papapara ser miembros del Consejo Pontificio de la Familia.Las autoridades comunistas finalmente perdieron la pa-ciencia y le retiraron el pasaporte para impedir que viajara.

Sin inmutarse, empezó a organizar conferencias inter-nacionales en Zagreb, a las que invitaba a gente de todaspartes, hasta que finalmente le devolvieron su pasaporte.Mientras tanto, él y su familia fundaron una organizaciónllamada el Centro Familiar, para proveer con diferentesartículos —ropa para bebé, comida, pañales, cochecitos,etcétera— a mujeres embarazadas que vivían en la pobre-za. La necesidad de productos básicos —y no solo parabebés— entre los refugiados que iban llegando y la pobla-ción en general era enorme, por lo que el Centro Familiardedicó su atención a recibir y distribuir bienes a los másnecesitados. Tras haber establecido que el Centro Fami-liar asistiría a todas las personas, independientemente desu etnia o religión (de hecho, la mayoría de la ayuda seestaba dando a los musulmanes), empezamos a suminis-trar camiones enteros de regalos escoceses al viejo alma-cén ferroviario de Marijo. Fuimos conociendo mejor aMarijo, a su esposa Darka y a sus hijos en cada nueva visi-ta, ya que frecuentemente dormíamos una noche en suhogar antes de empezar nuestro viaje de regreso a casa.Era un hombre formidable, con una gran pasión cuandohablaba en público. Nos regalaba constantemente pala-bras de sabiduría y filosofía. No era nada tímido para ha-blar de sus variados e impresionantes logros, aunque confrecuencia le escuchábamos decir:

—Mi mayor logro en la vida ha sido conocer a Darkay casarme con ella…, mi segundo gran logro son mis cin-co hijos, y mi único pesar es no haber tenido más…

032-125040-EL COBERTIZO.indd 30 5/12/16 14:17

31

Hablaba acerca de su familia —su belleza e importan-cia— de manera profunda y sincera.

Mucha de la ayuda que distribuíamos con Marijo se en-tregaba en varios campos de refugiados improvisados, don-de había sobre todo mujeres y niños. En las superpobladasfilas de cabañas de madera, construidas originalmentecomo alojamiento para trabajadores emigrantes, vivía ungrupo de mujeres y niños del pueblo de Kozarac, situa-do al norte de Bosnia-Herzegovina. A pesar de su trauma,o quizá precisamente por eso, algunas de ellas queríanhablar de los horrores que habían soportado. Antes de laguerra, la abrumadora mayoría de su pueblo era musul-mana. Durante algún tiempo esa zona había sido contro-lada por los serbios, razón por la cual los habitantes deKozarac estaban entre los primeros que habían experi-mentado el horror de la limpieza étnica. Las mujeres nosexplicaron cómo habían huido al bosque mientras losserbios bombardeaban su pueblo y, cuando los últimoscombatientes musulmanes finalmente se rindieron, oye-ron a los serbios anunciar con altavoces que aquellos queestaban ocultos entre los árboles debían rendirse y volvera la carretera, y que ninguno sufriría daño alguno. Salie-ron multitudes, ondeando improvisadas banderas blancas.En ese momento, cayó sobre ellos una lluvia de bombasque mataron y mutilaron a cientos de ellos. Cuando elbombardeo terminó, los soldados serbios alinearon a lossupervivientes separando a los hombres en edad de com-batir. A muchos de ellos, identificados como líderes o im-portantes miembros de su comunidad, les pegaron untiro o los degollaron en la cuneta. Algunas de las mujeresque vivieron para contárnoslo habían visto con sus pro-pios ojos cómo mataban a sus maridos, padres e hijos.Llevaron al resto de los hombres a campos de concentra-ción recientemente construidos. Acurrucadas en sus ates-tadas cabañas, las mujeres nos contaban sus historias

032-125040-EL COBERTIZO.indd 31 5/12/16 14:17

32

convencidas de que nadie en el mundo exterior sabía oentendía lo que estaba pasando. Ellas insistían en com-partir la comida que habíamos traído con nosotros y tam-bién nos preguntaban si sería posible reservar una cuartaparte de los regalos que habíamos llevado para pasarlosde contrabando a los refugiados que conocían, que to-davía estaban en la clandestinidad en el norte de Bos-nia-Herzegovina y que tenían más hambre incluso queellas. Salía de esos encuentros con una mezcla de senti-mientos. Cada una de esas historias de horror me hacíasentir más indignado y enojado con esos «bárbaros chet-niks». Me resultó difícil permanecer imparcial en esaguerra de la que yo no formaba parte, o mentalizarme deque solo estaba escuchando a una de las partes de estatrágica historia. Muy a menudo también, me sentía pro-fundamente conmovido por la bondad y fortaleza de es-píritu que mostraban aquellos que me contaban sus his-torias, y me quedé preocupado por la cuestión del perdóncomo nunca antes lo había hecho. Si la ira y los prejui-cios contra los serbios que estaban cometiendo estos crí-menes empezaban a crecer en mí, ¿cómo podría yo, comocristiano, esperar que perdonaran aquellos que habíansufrido tanto? ¿Cómo era posible? ¿Cómo podría nacerde nuevo la paz allí?

Algunas veces conducíamos por el este de Zagreb, porpistas sin señalizar (la antigua autopista había sido des-trozada) hasta la ciudad de Slavonski Brod. Se encontrabaa la orilla del río Sava, que separa Croacia de Bosnia-Her-zegovina, y la estaban bombardeando desde lugares ocul-tos, más allá de las lentas aguas del río. Los puentes delas carreteras sobre el Sava yacían quebrados por la mi-tad y todos los edificios cercanos a su orilla tenían laspuertas y ventanas selladas con tablones de madera. Trasdescargar cuidadosamente nuestra comida para una lar-ga fila de personas que hacían cola en la parte trasera del

032-125040-EL COBERTIZO.indd 32 14/12/16 8:19

33

camión con una bolsa de plástico en la mano (a modo deautoimpuesta y práctica manera de racionar su parte),nos ofrecieron alojamiento en una pequeña casa situadaen una colina sobre la ciudad, y que en ese momento es-taba ocupada por una pareja de ancianos refugiados delnorte de Bosnia-Herzegovina. Tomamos nuestra cena enun incómodo silencio, ya que todos los intentos para co-municarnos habían terminado en fracaso (su inglésera incluso peor que nuestro serbocroata). Pero des-pués nuestro anfitrión, Mladen, y yo nos sentamos afue-ra a beber slivovitz y, tras unos cuantos vasos, de algunamanera, empezamos a entendernos un poco. Me explicóque su casa estaba situada en la llanura que podíamosver en la distancia al otro lado del río. Ahora estaría ocu-pada por los serbios. Él había tenido un poco de tierra yalgunos ciruelos; de hecho, el slivovitz que estábamos be-biendo era de sus frutos. Antes de que huyeran, cuandoya habían empaquetado todas las pertenencias que po-dían cargar (incluyendo el slivovitz), tomó su hacha ytaló sus preciosos ciruelos. Algunos serbios podrían estarahora viviendo en su casa, pero no estarían disfrutandode sus ciruelas. En ese punto soltó una amarga carcajadatratando de convencerme a mí, y tal vez a él mismo tam-bién, de que resultaba una historia divertida y no unahistoria cargada de odio.

Empecé a rechazar las expresiones refugiados o perso-nas desplazadas. Por supuesto que son necesarias, sonformas útiles y precisas para describir a personas quehan huido de sus hogares. Pero me di cuenta de que esosconceptos, hasta que conocí a las personas reales a quie-nes se categoriza de esa manera —y llegué a conocerlasen profundidad—, habían comenzado a representar in-exactos estereotipos en mi mente. En otro campo de Za-greb, durante una conversación con un simpático y ex-presivo hombre de mediana edad y ojos brillantes, me

032-125040-EL COBERTIZO.indd 33 14/12/16 8:19

34

enteré de que este había sido anteriormente el directorejecutivo de una empresa de transporte con una gran flo-ta de camiones. El hecho de que en ese momento concre-to yo fuera el único que estaba conduciendo un camióny llevándole ayuda, aunque mi educación fuera muchomás pobre, mi experiencia de la vida mucho menor ytuviera mucha menos idea de cómo organizar el trans-porte de mercancías en camión, no me daba, sin duda,razón alguna para sentirme superior a él. Aunque meparecía difícil admitirlo, me sorprendí a mí mismo em-pezando a sentirme de esa manera: yo, el dador; este ex-traño, el receptor. Yo, con el poder; él, sin ninguno. Em-pecé a darme cuenta de que este tipo de trabajo era muypeligroso.

Entretanto, Marijo había encontrado una nueva ma-nera de distribuir nuestra ropa entre los que más la nece-sitaban. Se había dado cuenta de que, para muchos, de-pender de la beneficencia era el mayor de los sufrimientos.Con el fin de respetar su dignidad, se hizo cargo de unasala o espacio grande en el que distribuía la ropa en lar-gas filas de mesas. Entonces invitó a la gente a que vinieraa elegir lo que quisiera «para llevárselo a alguien que lonecesitara». De este modo encontró una forma de quela gente viniera a seleccionar la ropa que quería y necesi-taba sin sufrir humillación pública.

Y así continuó, camión tras camión, llenos con cre-cientes donaciones de Escocia. Julie, para mi deleite, ha-bía decidido continuar colaborando y era mi copiloto enla mayoría de los viajes. Como el volumen de la ayuda nohacía más que crecer, nos quedó muy claro que un pe-queño camión no era la forma más rentable para trans-portar enormes cantidades de mercancías a largas dis-tancias. Necesitábamos algo mayor. Para ser capaces deconducir esos grandes camiones tendríamos que sacar-nos el carné de conducir de vehículos pesados, y así, du-

032-125040-EL COBERTIZO.indd 34 14/12/16 8:19

35

rante noviembre de 1993, nos alojamos con la familia deJulie en Inverness (quienes habían estado entre los ma-yores partidarios de nuestro trabajo antes incluso de queyo conociera a Julie) y empezamos a recibir las clasesnecesarias. Para mi sorpresa, después de un par de sesio-nes juntos, se hizo bastante evidente que Julie era muchomejor que yo conduciendo un camión articulado. De he-cho, después de la primera práctica con Julie al volante,el instructor le preguntó en tono incrédulo:

—¡Me estás tomando el pelo! ¿No es así? ¡No eres unaprincipiante! Has conducido estos trastos antes, ¿no escierto?

Mi corazón se encogió un poco cuando me subí alasiento del conductor para mi turno.

—Es posible que tú necesites un poco más de esfuerzo—afirmó con mucho tacto al final de mi clase—. Espe-cialmente en las rotondas.

Fue muy amable por su parte, dadas las enérgicas ma-niobras que al menos un conductor había tenido que ha-cer para evitar ser aplastado por mi remolque. Yo no ha-bía entendido bien todo lo que requiere conducir unvehículo de dieciséis metros que se dobla cuando hacesun giro. Tras sus amables palabras, se me hizo un peque-ño nudo de miedo en el estómago que durante las si-guientes dos semanas se convirtió en algo más cercano alpánico. No era tanto la idea de aplastar a algún conduc-tor en una rotonda, ni de destrozar una gasolinera conun solo giro torpe de mi enorme cola lo que me producíaansiedad. Era, más bien, la perspectiva de tener que de-cirles a mis amigos en Dalmally que Julie había aproba-do el examen y yo no. Esto les daría munición para mu-chas bromas a mi costa durante años.

De hecho así ha sido, porque finalmente Julie aprobósin problemas todos sus exámenes mientras que yo sus-pendí (sí, mi remolque cambió de carril en la rotonda). La

032-125040-EL COBERTIZO.indd 35 5/12/16 14:18

36

excusa de que yo había empezado en desventaja, pues ha-bía aprobado mi examen de conducir en un viejo LandRover en el pueblo vecino de Inveraray —un lugar total-mente desprovisto de rotondas— no coló con ninguno deellos. Para mi alivio, aprobé a la segunda y, en poco tiem-po, compramos un enorme camión articulado de cuaren-ta y cuatro toneladas. Julie tenía la costumbre de bautizartodos nuestros camiones y, por alguna razón que nuncahe entendido, a este lo llamó María, el nombre más inve-rosímil que podía haber imaginado para esa bestia gigan-tesca. Estábamos encantados de ver toda la ayuda quepodíamos transportar en el interior de ese camión, másaún cuando de forma imprevista nos llegó una gran olade donaciones como nunca antes había sucedido.

Durante varios meses estuvimos siguiendo de cercalos perturbadores acontecimientos de Srebrenica, otraciudad musulmana de Bosnia-Herzegovina situada enuna zona controlada por los serbios, que ahora estabarodeada por las fuerzas enemigas y fuertemente custo-diada. Al igual que muchos otros pueblos en situacionessimilares, había sido declarada «refugio seguro» por laONU, que había garantizado la seguridad de todos losque buscaran refugio allí. En julio de 1995 más de 30.000musulmanes fueron hacinados en lo que anteriormentehabía sido un diminuto pueblo de un pequeño y escarpa-do valle. Todos los edificios estaban llenos de gente y mi-les de personas dormían a la intemperie. A medida quelos meses pasaban, muchos comenzaron a morir de ham-bre, mientras que muchos más murieron por los obusesdisparados desde las montañas que rodean la ciudad. Fi-nalmente, mientras que nosotros y miles de personas enel mundo observábamos la situación con incredulidad yhorror, los soldados serbios invadieron la ciudad. Loscuatrocientos soldados holandeses de la ONU se rindie-ron sin disparar un solo tiro. Los serbios procedieron a

032-125040-EL COBERTIZO.indd 36 5/12/16 14:18

37

seleccionar a todos los hombres musulmanes en edad decombatir, los llevaron a una fábrica abandonada y asesi-naron a más de 8.000 en dos días. Dejaron que la mayo-ría de las mujeres (después de que muchas de ellas fue-ran violadas) y los niños huyeran a través de los bosques.La mayoría de ellos se dirigieron a Tuzla, la ciudad cer-cana más grande, en la que a toda prisa se levantó unimprovisado campamento de tiendas de campaña en unavieja pista aérea. Todo esto ocurría ante los ojos del mun-do. Nos manteníamos al día de lo que sucedía gracias aboletines regulares. Además de la rabia que sentí hacialos serbios, experimenté un gran resentimiento hacia laONU y nuestro propio gobierno, quienes simplementehabían dejado que sucediera esta atrocidad planificadaen un lugar al que tuvieron la osadía de llamar «un refu-gio seguro». Me sentí avergonzado.

Inmediatamente después de esta tragedia, las donacio-nes empezaron a llegar más rápido que nunca, tanto des-de indignadas empresas públicas como desde compañíasalimenticias que nos ofrecieron cargamentos de harina,azúcar, alimentos enlatados y mucho más. Así, con unaenorme y preciada carga, nos pusimos en marcha connuestro nuevo camión articulado, decididos a llevar estaayuda a las mujeres y los niños recién llegados a Tuzla.Era una tarea complicada porque la única manera de lle-gar a esa ciudad era cruzando el centro de Bosnia-Herze-govina, donde la guerra todavía continuaba. Sabíamosque nuestro enorme camión no estaba diseñado para laspistas de montaña que teníamos que cruzar, así que acor-damos colaborar con otra organización caritativa del Rei-no Unido que utilizaba pequeños camiones para llevarayuda a Bosnia-Herzegovina.

Nos reunimos con ellos en la ciudad croata de Split y,en un complejo industrial, trasladamos nuestra carga asus cinco camiones, bajo un sol abrasador. Tras darnos

032-125040-EL COBERTIZO.indd 37 5/12/16 14:18

38

un obligado chapuzón en el Adriático, nos dirigimos alnorte; ahora Julie y yo éramos conductores de camionesmás pequeños junto a nuestros nuevos colegas. El segun-do día de camino dejamos atrás el asfalto para entrar encaminos de tierra, mucho más seguros, a través de losbosques. Aquí me sentía como en casa porque estas pis-tas eran muy similares a las carreteras de Escocia en lasque había aprendido a conducir de adolescente. El paisa-je circundante también resultaba familiar, aunque lasmontañas eran un poco más altas y espectaculares quelas de Argyll. Pero pronto me di cuenta de que estos ca-miones, a diferencia de los Land Rover y las camionetasa los que estaba acostumbrado, no tenían tracción a lascuatro ruedas y por lo tanto no habían sido diseñadospara ese terreno. La carretera se tornó más rugosa y pro-nunciada. Las ruedas empezaron a patinar y yo empecéa preocuparme, no solo porque los vehículos que noso-tros mismos habíamos encontrado resultaban inapropia-dos, sino por darme cuenta de que entre el nuevo equipodel que ahora formábamos parte algunos parecían másinteresados en la búsqueda de emociones que en la entre-ga segura de las donaciones. Al norte de la ciudad deMostar habíamos visto y oído en la distancia cómo ex-plotaban los proyectiles. Me quedé horrorizado cuandoescuché a uno de nuestros copilotos sugerir que tomára-mos una ruta más cercana al humo que seguía subiendo«para ver qué estaba pasando». Me pareció como si al-guno de ellos quisiera jugar a ser soldado. Cuando para-mos en una base de la ONU para obtener asesoramientosobre la ruta más segura que debíamos tomar, algunode nuestros copilotos convenció a los soldados para queles dejaran sus ametralladoras para posar y sacarse unafoto.

Empecé a entender, por primera vez, por qué las gran-des agencias de ayuda solían calificar los pequeños es-

032-125040-EL COBERTIZO.indd 38 5/12/16 14:18

39

fuerzos de caridad como amateurs y peligrosos. Cuandonos instalamos para dormir a la intemperie, al lado de lafila de camiones aparcados, Julie y yo expusimos nues-tras dudas acerca de seguir trabajando con esta gente,pero nos dimos cuenta de que en ese momento, despuésde haber alcanzado una parte del centro de Bosnia-Her-zegovina, desconocida para ambos, no teníamos más re-medio que seguir con ellos hacia Tuzla. Además, tenía-mos que confirmarles a todos los donantes en casa quesus aportaciones habían llegado de forma segura. Memetí en el saco de dormir de mal humor. Nuestros com-pañeros ni siquiera habían traído provisiones decentespara nosotros; irme a dormir con el estómago vacío siem-pre hace que me compadezca de mí mismo. Durante lanoche nos despertamos rodeados de perros salvajes co-rriendo sobre nosotros. Es una sensación de lo más ex-traña. Se escabullían sobre nuestros sacos de dormir,aparentemente desinteresados en nosotros, hasta desa-parecer en la oscuridad de la noche. Me pregunté qué leshabía pasado a sus dueños, de dónde venían y hacia dón-de iban. Al día siguiente las carreteras estaban peor. Loscamiones más fuertes remolcaban a los otros por las em-pinadas cuestas, por lo que el avance se hizo penosa-mente lento. Por nuestra propia seguridad teníamos quellegar a Tuzla antes del anochecer, pero cada vez se ha-cía más improbable. A medida que transcurría la tarde,el número de paradas para reparar los pinchazos fueaumentando. Me empezó a preocupar que alguno delos camiones se rompiera sin posibilidad de reparación.Cuando la luz se desvaneció, la negrura infinita del bos-que a cada lado del camino empezó a parecer un pocosiniestra. En el momento en que la situación se habíatornado más sombría apareció un convoy de enormes ca-miones todoterreno noruegos detrás de nosotros. Susconductores —civiles trabajando junto a las tropas de

032-125040-EL COBERTIZO.indd 39 14/12/16 8:19

40

Naciones Unidas—, al ver nuestra situación, se detuvie-ron para preguntarnos si necesitábamos ayuda. Eran tanamables que no se rieron de nosotros y nos dijeron quenos acompañarían a su base en Tuzla, remolcándonoscuando fuera necesario. Con nuestros inesperados ánge-les de la guarda tirando de nosotros empezamos a pro-gresar de forma constante. Finalmente llegamos a la basede la ONU a las tres de la mañana, y caímos extenuadosen un profundo sueño, pero no antes de que Julie tuvierala oportunidad de decirme que había conducido uno delos enormes todoterrenos en la última etapa de nuestrajornada nocturna. Me lo contó como si se hubiera hechorealidad una de las mayores ambiciones de su vida. Em-pecé a pensar que quizá Julie fuera un poco rarita.

Al día siguiente llegamos a Tuzla. Nos recibió su alcal-de, agradecido, que mostraba un aspecto muy cansado.Descargamos nuestra preciada carga —miles de cajas dealimentos, jabón, pañales— en un improvisado y peque-ño almacén desde el que distribuirla a los refugiados dela pista aérea cercana. Más tarde fuimos al enorme cam-pamento, ahora el hogar de 30.000 personas. Anduvimospor un camino entre las tiendas. Una chica estaba tratan-do de lavarse el pelo en un cubo, mientras que allí cercauna anciana con un pañuelo en la cabeza luchaba porhacer fuego con una pequeña pila de cartones. En otratienda los médicos examinaban a niños severamente des-nutridos con los rostros inexpresivos y demacrados. Caíen la cuenta de que solo habían pasado diez días desde lacaída de Srebrenica. Diez días desde que las mujeres ylos niños, sentados fuera de sus tiendas de campaña, des-mejorados y quemados por el sol, habían sido testigosdel asesinato a sangre fría de sus maridos, padres e hijos,así como de muchos otros horrores. Diez días en los quehabían caminado aterrorizados a través del bosque. Enuna de esas travesías, una chica de veinte años llamada

032-125040-EL COBERTIZO.indd 40 5/12/16 14:18

41

Ferida Osmanovic se había colgado de un árbol con subufanda. Y mientras ellos habían padecido estas cosas,yo había estado quejándome de la falta de sueño y de lamala comida.

Nuestros recientes compañeros de viaje hicieron elviaje de regreso a Split por los mismos caminos por losque habíamos venido, pero Julie y yo decidimos probarsuerte con un helicóptero militar del que nos habían in-formado los noruegos. Nos dijeron que nos reuniésemoscon ellos en la cercana pista de aterrizaje para esperar sullegada. El primer día no apareció. Los soldados que es-peraban con nosotros nos explicaron que se debía a queno habían sido capaces de encontrar pilotos sobrios.Pensé que estaban bromeando, pero al día siguiente,cuando el enorme helicóptero tomó tierra, pude ver quelos tripulantes ucranianos que bajaron de él para descar-gar estaban borrachos. Nuestros amigos noruegos noshabían advertido de que nadie podría entrar en esos he-licópteros a no ser que llevara un chaleco antibalas. No-sotros no teníamos, y cuando le contamos la situación aun observador de la ONU, también a la espera de regre-sar a Split, este nos prestó unas sacas de correo azules,que eran del mismo color y forma que los chalecos anti-balas estándar.

—Simplemente agárrenlos al embarcar y la tripula-ción nunca se dará cuenta —nos aconsejó.

Estaba en lo cierto. Mientras subíamos al vacío caver-noso del helicóptero, la tripulación nos miraba fijamentecon ojos acuosos y estúpidas muecas de borrachos, y medi cuenta de que podríamos haber llevado cualquier cosa,o ninguna: les habría dado igual. La bestia nos tragócomo la ballena de Jonás y despegó. Empezamos a rebo-tar dentro del enorme barril de metal, ya que los pilotosutilizaban «tácticas de vuelo», lo cual significa volar te-rriblemente bajo, abrazando las laderas y oscilando de

032-125040-EL COBERTIZO.indd 41 5/12/16 14:18

42

un lado al otro del valle. Es de suponer que era necesariopara reducir el riesgo de ser derribados, pero yo me pre-guntaba si no era simplemente la forma de pilotar de unborracho. Deseé, para mis adentros, haber regresado porlas pistas forestales. Pero finalmente aterrizamos sanos ysalvos en Split y nuestro enorme camión, María, nos es-peraba fielmente para llevarnos a casa. Le habríamosdado un abrazo si nuestras extremidades hubieran sidosuficientemente largas.

032-125040-EL COBERTIZO.indd 42 5/12/16 14:18