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Otros bosques Ensayos sobre literatura venezolana contemporánea Ricardo Ramírez Requena

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Otros bosques Ensayos sobre literatura

venezolana contemporánea

Ricardo Ramírez Requena

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Comité editor:

Néstor Mendoza Geraudí González Cristian Garzón

Ricardo Ramírez Requena Otros bosques.

Ensayos sobre literatura venezolana contemporánea

Esta edición se realiza bajo la Licencia Creative Commons.

Incentivamos la difusión total o parcial del contenido de este

libro por los medios que la astucia, la imaginación y la técnica

permitan, siempre y cuando se mencionen las fuentes y se

realice sin fines de lucro.

Diseño y diagramación: El Taller Blanco Ediciones

Contacto: [email protected] Impreso en Bogotá, Colombia, septiembre de 2019

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Ricardo Ramírez Requena

Otros bosques Ensayos sobre literatura

venezolana contemporánea

COLECCIÓN Escolios

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LA MIRADA INTERIOR SE DESPLIEGA La frase con que se abre “El cántaro roto” de Octavio Paz nos sitúa de lleno en el impulso formal primario del volumen de ensayos que el lector tiene en sus manos. Ricardo Ramírez Requena ha extraído del poema de Paz el epígrafe y, de este, el título de la colección. La razón, una vez concluida la lectura, no debería eludirnos demasiado: ensayar constituye aquí cuestión, ante todo, de perspectiva; el principal mirador se localiza en la intimidad verbal del sujeto opinante, uno e inconfundible con el lenguaje desplegado en la escritura mientras esta interactúa consigo misma y con el mundo. Dirá más adelante “El cántaro roto”, en su clímax: “Hay que dormir con los ojos abiertos, hay que soñar con las manos”. A tal conciliación de ámbitos aparentemente contrarios de la imaginación y la experiencia también aspira nuestro ensayista. Definir géneros como esencias universales, soslayando las coyunturas en que surgen o se practican, a la larga se convierte en un ejercicio intelectual estéril del cual el ensayo ha sido víctima frecuente. Para solo mencionar un par de ejemplos, recuérdese que en la carta a Leo Popper de El alma y las formas (1911) Georg Lukács se abalanzaba sobre este tipo literario dispuesto a fijar su “naturaleza”. Para hacerlo, presentaba una caracterología en la que resalta el predominio del proceso de juzgar en detrimento del juicio en sí; la condición “inacabada” de lo escrito en oposición al “acabamiento” de los textos científicos; la pervivencia del pensamiento del ensayista y la imposibilidad de ser superado con el tiempo, puesto que es arte y no ciencia. Casi medio siglo después, Theodor Adorno, en “El ensayo como forma” (1958), intentando quizá contradecir a Lukács, postula un nuevo conjunto de rasgos. Señala que el género no puede adscribirse ni a la ciencia ni al arte en vista de su índole intermedia; que exagerar la distinción entre lo científico y lo artístico es un craso error; y que, siendo

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imperativo ensayístico el ludismo —la capacidad del ensayista de liquidar las premisas de que parte—, han de excluirse del género las defensas de dogmas u ortodoxias. No es difícil intuir que este último elemento pudo haberlo esgrimido Adorno para invalidar buena parte de la labor de Lukács, imbuida de la atmósfera cultural estalinista. Sin embargo, ambos pensadores, formulando teorías divergentes, comparten un método prescriptivo: prescindiendo de una revisión de lo considerado como ensayismo a través de distintos períodos, dan por sentado que todo ensayo debe encajar en su modelo. No quisiera en este prólogo recaer en el mismo desacierto. Abstraer un género de sus circunstancias contribuye más a la comprensión del horizonte de expectativas de quien lo hace que a un conocimiento del objeto estudiado. Repárese en el caso de Lukács y Adorno: los ensayos de ambos no solo podrían sino que habrían de leerse a partir de las premisas con las cuales conceptúan el género; analizar, en cambio, la producción de otros escritores a partir de esas premisas conduciría a callejones sin salida —el ensayismo concebido por el segundo podría negar muchos ensayos del primero―. ¿Qué opciones nos quedan? Sospecho que la más provechosa es fundamentarse en textos y su relación con tradiciones o entornos específicos. Para nuestros propósitos, habría de subrayarse que las páginas reunidas por Ramírez Requena datan de los albores del siglo XXI y casi todas, directa o indirectamente ―al comentar obras que lo hacen―, se enfrentan a la compleja situación de Venezuela. Sabemos, además, que su autor es un consumado poeta que se ha dado a conocer igualmente por el cultivo del diario literario y el cuento. Empezaré por estos últimos datos y retomaré luego lo que el lugar y la época nos sugieren. Un vistazo inicial a su prosa bastará para que nos percatemos de que, sea lo que sea que el autor de Otros bosques entienda como ensayo, este se halla en comercio franco con otros

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géneros: es evidente el lirismo y el tesón narrativo de muchos pasajes. Y el lector captará que las lecciones de Montaigne no se han olvidado, ya que la construcción de una voz no es de ningún modo inquietud secundaria; tanto se perfila, que no escasean los roces con el dominio de lo autobiográfico. No parece serle ajena a nuestro ensayista, en efecto, la advertencia inicial de los Essais: Este es un libro de buena fe, lector. De entrada te advierto que no me he propuesto otro fin más que doméstico y privado [...]. Si yo hubiese estado entre los pueblos que según se dice viven aún con la dulce libertad de las primeras leyes de la naturaleza, te aseguro que con mucho gusto me habría pintado de cuerpo entero y completamente desnudo. Así que soy yo mismo, lector, la materia de mi libro. La integración montaigniana de pensamiento y persona ha marcado el ensayismo posterior, pero no siempre el modelo clásico se ha mantenido. Aquí es imprescindible ubicar a Ramírez Requena en la historia del género en Hispanoamérica, donde apreciaremos, de inmediato, que el siglo XIX y buena parte del XX, con sus imperativos colectivistas de forja y organización de lo nacional, no fueron del todo propicios para fines “domésticos y privados”. Si bien el yo no se ausentaba de la enunciación, el ensayista adoptaba papeles de corifeo, de maestro del pueblo o semipersonaje incluso profético, absorto en la difícil tarea de guiar o representar a diversos grupos, la totalidad de una sociedad o, incluso, un continente. Títulos como “Nuestra América” de José Martí o “Nuestros indios” de Manuel González Prada lo ilustran a la perfección. En Venezuela el legado decimonónico del género se extiende hasta mediados del siglo XX con conocidos alegatos por lo “nuestro” de ensayistas que en contadas oportunidades se apartaron de lo magisterial o salvacionista: Augusto Mijares, Rómulo Gallegos, Arturo Uslar Pietri, Mario Briceño Iragorry o Mariano Picón

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Salas. Este último, al reflexionar sobre su carrera en “Y va de ensayo”, lo declara sin tapujos: El público que nos lee en los periódicos pide orientaciones, retratos y síntesis de ideas, y por eso fui llamado un ensayista [...]. Seríamos muy malos hijos de esta tierra si nos aislásemos con nuestro botín intelectual a espaldas de las gentes y de sus clamores.

Es cierto que en la segunda mitad del siglo XX se desarrolló con gran vigor un ensayismo menos volcado a la nación, donde se observa una entusiasta vecindad con la ilusión de autonomía entonces prevalente en los círculos letrados venezolanos ―piénsese en obras tan representativas como las de Guillermo Sucre, Eugenio Montejo, María Fernanda Palacios o Francisco Rivera―, pero el proceso se revierte a medida que nos aproximamos al nuevo milenio y, decididamente, cuando avanzamos en él. Los drásticos cambios políticos, el atroz derrumbe de la economía y las normas comunitarias básicas harán mella en la literatura. El ensayo ha tendido a recuperar la inquietud de lo nacional y una orientación heteronómica. Ello se hace, no obstante, con un tono escéptico, desencantado, aun sardónico, reacio a los afanes magisteriales previos a los años sesenta. Pienso en Venezuela en cuatro asaltos (1993) de Rafael Arráiz Lucca; La ciudad velada (2001) o Desagravio del mal (2005) de Miguel Ángel Campos; Venezuela: el país que siempre nace (2007) de Gisela Kozak; La herencia de la tribu (2009) de Ana Teresa Torres; La gran regresión (2017) de Antonio López Ortega; o Venezuela: biografía de un suicidio (2017) de Juan Carlos Chirinos. A esta familia literaria se asimila Ramírez Requena y en tales circunstancias concretas está dedicándose al ensayo. Después de todo lo anterior, ¿qué más resaltar en su poética? Me atrevería a aseverar que el ensayista de Otros bosques

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diseña con fascinación encrucijadas donde lo personal y lo colectivo se aúnan tanto como lo hacen, en el plano expresivo, en los registros de su estilo, el argumento y la efusión, el testimonio y el compromiso estético. La suya es una escritura de umbrales en la que lo diverso, sin obstáculos, encuentra su forma. Ya el íncipit del primer ensayo nos instala en esa multiplicidad que hermana raciocinio, afecto, intuición y percepción a la hora de abordar el hecho social: Caracas es la ciudad de las desapariciones. La gente llega y se marcha; la gente hace casa en ella y entonces olvida. Es una Mnemosine con alzhéimer que bebe ron y baila salsa. Un espacio en donde Novalis hinca el hocico en un hervido de gallina al final de la madrugada, amanecido. Pero Caracas es también una ciudad en donde siempre amanece. Re-memora. Se olvida de sí misma y luego se recuerda. Es una ciudad en fuga.

Contra la impersonalidad de los estudios o los tratados, la prosa reflexiva de este volumen se concentra, en primer lugar, en individuarse, es decir, crear un hablante cuya enunciación se ancle en la experiencia de lo más cotidiano. Por algo, la pieza inaugural retrata un escenario y una historia, la de la vivencia urbana caraqueña, donde el ensayista pacta con una sensibilidad literaria obstinada en descifrar lo que la rodea: Caracas es un hipertexto y yo lo descubrí hace más de veinte años: iba en mi carrito de Santa Paula a Chacaíto leyendo una crónica de Milagros Socorro, “La Venus de El Cafetal”, que nos relata la historia de una muchacha legendaria de la zona: aquella que corría el bulevar y subía Los Naranjos sin chistar, sudando mucho y provocando choques de manera permanente entre los carros, en la cola de cada mañana. Yo iba leyendo esta crónica y mis ojos se iban abriendo más y más. Yo, que cada mañana veía esta muchacha pasar cerca de

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la ventana de mi autobús, la encontraba ahora dentro de estas páginas. ¿Cómo haría Milagros para verme?, ¿cómo haría para darse cuenta de que yo estaba viendo siempre a esta muchacha y así ella verla?, ¿cómo la vería a ella y a mí viéndola, lleno de baba, desde la ventana de mi carrito, allá afuera, aquí en la página? Es así como desaparecemos en Caracas. Es así como somos sombra (la muchacha que corre) y ocultamiento (el muchacho que la va leyendo).

La estructura misma de las disquisiciones o, tal vez más apropiadamente, del discurrir se asemeja al deambular del flâneur ―Ramírez Requena evoca a Charles Baudelaire y Walter Benjamin, por supuesto―: el destino incierto de una mirada hipostasiada y abierta a los estímulos incesantes. La gran diferencia radica en que el interior no está vacío o alienado, sino deseoso de levantar puentes con el exterior, lo que sucede, sin duda, en el pasaje que acabo de citar, con un adentro y un afuera mediados por un yo que se sabe viajero de zonas limítrofes ―una de ellas la identidad propia, fundida con el nosotros sin intenciones pedagógicas ni doctrinarias―. El desplazamiento del ensayista entre las ideas, las impresiones, las suspicacias se explica por otra de las características destacables de este libro: la absoluta sincronía de pensamiento y lenguaje, ambos indeslindables, como acontece en los buenos poemas o en las narraciones que no portan entre líneas un código de barras. Este habitante de la ciudad que piensa y siente con ella, ese personaje reflexivo, recorrerá todo lo que en Caracas apunte a la belleza y lo que apunte a la abyección. Se detendrá, no menos, en la semilla rural, premoderna, que la urbe de hoy todavía alberga con resultados ominosos. Sus comentarios acerca del “Centauro”, póngase por caso, se hacen desde una modernidad

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anímica que inventaría el elemento reaccionario, arcaizante, de las mitologías caudillistas decimonónicas y las más recientes: Como parte de nuestro imaginario fundacional, el Centauro se construye desde lo romántico y desde lo romántico, nacionalista, militar, se recuerda. Su imagen es esa: un pasado glorioso, que curiosamente nos impide avanzar. Somos un caballo detenido en una imagen. Al detener esa imagen, destruimos lo sagrado en ella. ¿O es al revés?, ¿no será que liberándola, al dejar esa imagen, al entender que debemos dejar al caballo libre perderse en el horizonte, sin vuelta atrás, por fin retomaremos la libertad? Estamos ante una crítica a la semilla semifeudal que retoña una y otra vez en el sistema político y lo aprisiona en el culto patriarcal a los orígenes. Luego nos encontramos con sólidas indagaciones en textos literarios, que transitan, sutilmente, del motivo del Centauro a un examen de la aparición del caballo en la poesía de Igor Barreto. Sutil lo considero porque Barreto, no lo olvidemos, nos ha legado una inspirada cartografía del devenir venezolano que posa sus ojos en los Llanos con el instrumental de una pasantía caraqueña y regresa a la capital para descubrir en ella las grietas que los márgenes agrarios o la naturaleza introducen en sus dominios. En ese vaivén por “carreteras nocturnas” ―recuérdese uno de sus títulos― el poeta somete a escrutinio los mitos patrióticos y realza sus tesituras discursivas. A estas alturas del libro se hace imposible ignorar que no estamos ante un depósito de ensayos escritos para ocasiones variadas, sino que en la secuencia hay una sintaxis. No cabe sorprenderse, por ello, de que leamos a continuación renglones acerca de la literatura de la era chavista. Y otros más sobre el

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“pueblo”, sobre un Volksgeist que deriva en “bufonada esgrimida una vez más por el Estado que quiere dominarlo todo”. Y un ensayo donde se invoca la necesidad de introspección, la urgencia montejiana de dar con “dioses profundos” y lo “sagrado”: el hablante ensayístico, afectado por su melancolía de ciudadano testigo de sueños de modernidad disueltos, trata de vislumbrar en lo íntimo lo que no halla a su alrededor. Enseguida se nos ofrece una serie de análisis de obras que se ocupan de la demolida Venezuela de estos tiempos: Paisajeno de Willy McKey; Diario de sombra de Antonio López Ortega; Los desterrados de Eduardo Sánchez Rugeles. En el quehacer de estos autores entrevemos proyectos de creación erigidos contra las perseverantes destrucciones políticas y humanas; más que simples denuncias, intentos de dar con un lenguaje capaz de devolvernos lo perdido. Y Ramírez Requena cierra su trayecto con un guiño de ensayista venezolano: revisitando las errancias de Picón Salas, figura central tanto del género como del canon nacional, quien mucho tiene que decirnos aún sobre la fidelidad a un país y lo que significa tener que salir de él, la sensación de que este por temporadas expulsa a sus habitantes, entre los que se cuentan, no rara vez, los letrados. Literatura que duerme de ojos abiertos y sueña con las manos; que amalgama lo privado y lo público; que se sumerge en la psique para emerger rastreando las huellas de lo real en la palabra y cómo esta coloca sus símbolos en nuestra conciencia. No encuentro manera más exacta de resumir el método casi inasible de estas páginas, este bosque de metáforas, certidumbres y deseos.

MIGUEL GOMES

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Otros bosques Ensayos sobre literatura

venezolana contemporánea

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...bosques de cristal de sonido, bosques de ecos y respuestas y ondas, diálogo de transparencias…

El cántaro roto

OCTAVIO PAZ

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Este libro es para Blanca

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LA CIUDAD SIN LÍMITES: La palabra como ocultamiento/la ciudad como sombra I

El spleen es el sentimiento que corresponde a la catástrofe en permanencia.

El spleen interpone siglos entre el momento presente y el que

apenas acabamos de vivir. Es quien, incansable, produce “antigüedad”.

WALTER BENJAMIN

Caracas es la ciudad de las desapariciones. La gente llega y se marcha; la gente hace casa en ella y entonces olvida. Es una Mnemosine con alzhéimer que bebe ron y baila salsa. Un espacio en donde Novalis hinca el hocico en un hervido de gallina al final de la madrugada, amanecido. Pero Caracas es también una ciudad en donde siempre amanece. Re-memora. Se olvida de sí misma y luego se recuerda. Es una ciudad en fuga. Si partimos por una larga jornada de ella, quizás no consigamos las referencias de nuestra infancia o de cualquiera de nuestros tiempos. Esta es su principal tragedia: desaparece y se le olvida; vuelve entonces y aun así poco recuerda. Su memoria es la del enratonado: imágenes, flashbacks, sueños delirantes, pesadillas. Es amarga y dulce; también serena. Su recuerdo se sostiene más en alguna música de época que en el nombre de una calle; en un olor penetrante de perfume y smog. En Caracas pasamos a ser grandes desconocidos rápidamente. Si te marchas un tiempo, otro tomará tu lugar; si te marchas varias veces tendrás extraños clones esperándote en la entrada de tu

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edificio. En Caracas, si te quedas, desapareces, pero te haces invisible con la ciudad. Eres su misma ruina y majestuosidad. Sus árboles y calles sin nombre. Where the streets have no name, es el nombre de una canción de U2 del año 87, y un lema caraqueño. No solo las calles. Sus habitantes tampoco se nombran. En Dora Bruder, Patrick Modiano escribe lo siguiente: Son seres que dejan pocas huellas tras de sí. Personas casi anónimas. Nunca se alejan de ciertas calles de París, de ciertos paisajes de suburbios donde descubrí, por casualidad, que habían vivido. Lo que se sabe de ellas se resume en una simple dirección. Y esta precisión topográfica contrasta con todo lo que se ignorará para siempre de su vida…ese vacío, ese bloque de desconocimiento y silencio. Luego, en otra cita de la misma obra: Dicen que los logares conservan por lo menos cierta huella de las personas que los han habitado. Huella: marca en hueco o relieve. Para Ernest, Cécile y Dora, yo diría: un hueco. Me embargaba una sensación de ausencia y de vacío cada vez que me encontraba en un lugar donde habían morado. ¿Puede escribirse algo semejante sobre Caracas?, ¿Ser, aunque sea, una simple dirección? ¿No somos también un espacio en donde los seres dejan pocas huellas tras de sí? Recuerdo un cuento de Antonio López Ortega: Casa natal. Así comienza: Papá nos ha hablado hoy de su casa natal: un número 69 de la parroquia San José. Incluso ha prometido llevarnos mañana domingo a visitarla.

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El hijo nos narra cómo la familia se va preparando para la ida a San José: llena de breves ritos cotidianos, el hijo se llena de emoción ante el hecho de la visita. Su padre le cuenta los detalles de la casa. Se preparan entonces para dormir y luego de que descansan, se levantan al día siguiente y toman camino por la Cota Mil. Llegan a San José: Estamos ya casi estacionándonos, al final de la calle, cuando sucede algo que realmente me asusta y es que, intentando bajarnos, no encontramos el número 69, ni la casa ocre, ni lo ventanales, ni las cayenas. Es decir, la descripción de papá no coincide con casa alguna. Y más adelante: Pero no hay casa 69 y papá mueve ligeramente su cabeza de un lado para otro, como ejerciendo una negación de pocos grados, al mismo tiempo que exige que nos quedemos en el carro, que él quiere ir a investigar a lo largo de la calle. Mamá permanece con la boca abierta, nos pide silencio, nos dice que papá descubrirá lo que pasa. Yo lo veo alejarse hasta la esquina y allí comienza a detallar, comienza a acercarse a cada casa, a mirar para todos lados, como atando nudos en la historia. Y cuenta, desde la esquina comienza a contar. La 65…y avanza en la medida en que el número se eleva…la 66…y camina con paso calcado sobre los pasos de antiguas travesuras que ya no reconoce como suyas. La 67…y se acerca cada vez más a nosotros. La 68…y ya está frente al carro, pasándolo de largo para llegar al muro final de….la 70. En efecto, no hay número 69, quizás nunca la ha habido. El padre se monta en el carro y sale rápidamente de ahí. Toma la Libertador y avanza hacia su casa, su casa de ahora, la de su familia.

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No les pienso contar el final. Una historia semejante escribió Cabrujas en su célebre texto, La ciudad escondida. El caraqueño vive por parroquia, barrio o urbanización. Solo se sabe las calles de su parroquia, o barrio o urbanización. El resto, es el campo. Lo mismo sucede con nuestra memoria de la ciudad y con la existencia misma de la ciudad. La ciudad es solo aquello que, ante nuestros ojos, reconocemos y puede ser nombrado. La ciudad es una sombra que nos muestra su rostro. Decimos su nombre y se termina ocultando. Nuestra ciudad es como el dios del Antiguo Testamento: no conocemos su rostro y pocos conocen su nombre, pero sabemos por la fe en ella que existe. Una fe sin esperanza, como la de Camus. El resto, decía, es el campo. Pero también su reverso. El diario inédito de Armando Rojas Guardia (finales de 2015-2016), contiene esta entrada del mes de marzo: Visitar La Candelaria en compañía de Alejandro, quien ha vivido allí toda su vida, es un verdadero privilegio. El conoce cada rincón, cada recodo de ese sector de Caracas que me hace recordar la afirmación de Uslar Pietri según la cual una auténtica ciudad, la que de veras puede llamarse tal, no es una mera aglomeración de casas y edificios sino "una escuela de vida" y "un cartabón de estilo". La Candelaria, recorrida a diestra y siniestra teniendo a Alejandro como guía, constituye efectivamente una vida urbana con estilo. Tal vez porque la inmigración española -sobre todo la canaria- y la italiana, que desde hace mucho tiempo han contribuido, de manera decisiva, a configurarla, provienen de países con bastantes siglos acumulados de estilística citadina, La Candelaria

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patentiza, aun en estos tiempos de penuria, disolución institucional y delincuencia indetenible, una Caracas levantada a escala humana, evocadora del orbe cultural de la "polis" griega y la "civitas" latina: en ella se puede disfrutar, no solo de los estímulos que ofrece una vida comercial abundante y asequible, sino también una convivencia vivaz y como sabiamente modulada. Es un placer estar sentado en la plaza a la espera de que Alejandro vaya a buscarme para subir juntos a su apartamento, y contemplar desde allí ese desenvolvimiento, multitudinario, pero nunca agobiante,. de una existencia urbana que obedece a un "tempo" propio, a un ritmo intransferible, diseñado para la vida doméstica, la compra-venta de productos de todo tipo, el solaz del ocio e incluso -algo insólito en una Caracas gobernada por la preeminencia del automóvil- el paseo del peatón y del "flaneur". Con Alejandro se puede saber de inmediato dónde almorzar o merendar, dónde adquirir un ramo de crisantemos o de gladiolas, dónde agenciarse pastillas de jabón de baño (en este contexto histórico dentro del cual el generalizado desabastecimiento ha alcanzado a los artículos para el aseo personal), dónde tomarse plácidamente una cerveza o un gin-tonic, dónde sentarse a conversar con el entusiasmante telón de fondo de la charla sostenida por los parroquianos y visitantes ocasionales que pueblan las tascas, los cafés y las fuentes de soda. Vivir con estilo: esa es la lección espiritual que La Candelaria, al menos la conocida a través de los ojos de Alejandro, preserva, cultiva y desarrolla para todos nosotros, huérfanos de civilidad, de urbanidad genuina. Esta hermosa entrada nos muestra una parroquia, un lugar de Caracas presente en la memoria de tantos de nosotros. No son muchas. Suelen avanzar hacia el este y seguir la ruta de la línea 1 y la línea 2 del Metro (el Metro, ese gran “desaparecedor” de ciudad, ese mago de la invisibilidad: ¿dónde quedaron Las Delicias o Sans Souci, por ejemplo?, ¿dónde Bello Monte, no las

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Colinas? En Chacaíto y Sabana Grande. El Metro, el nuevo gran editor de la ciudad desde hace más de 30 años: toda zona alrededor de una estación, o es muy grande o desaparece. El Metro, mago de la invisibilidad caraqueña). Estas zonas avanzan según la moda del tiempo: Altagracia, El Paraíso, Prados del Este, Altamira, Las Mercedes, etc. Pero La Candelaria parece que trasciende esa circunstancia. Es zona antigua de la ciudad y ha sabido desaparecer con ella cada tanto tiempo para luego reaparecer. No es solo una nostalgia como puede ser El Paraíso o Altagracia: conoce su sombra y la sobrelleva. Yo vengo de El Cafetal. Nací en el interior del país, de padres del interior del país. Llevo el Táchira, a la costa de Cumaná y al Orinoco conmigo. Pero yo vengo de El Cafetal. Vasta zona de Caracas llena de urbanizaciones con nombres de santos y un largo Bulevar del que casi nunca recordamos su nombre (como con tantas calles, como con tantas avenidas de la ciudad que usan sus nombres como ocultamiento. Llevan una clave hermética que los desaparece. Porque solo lo que se ve termina siendo llevado por el tiempo. Lo que desaparece lo trasciende). Vengo de El Cafetal, que es una de las grandes fronteras en donde lo rural y lo urbano colindan en Caracas. Hablamos, más que del municipio Baruta, de la vieja parroquia Sucre. Esa con frontera con El Hatillo, El Llanito, el CCCT. Lugar entre la estepa y urbano, entre la calle y la sabana. Hablamos de uno de los pulmones de la ciudad sin límites. Esa que se trasciende sus montañas y se despliega por todas sus faldas hacia el mar. La que viaja lenta hacia Higuerote y es casi Barcelona; la que entiende frontera un poco antes de La Victoria. La ciudad sin límites, sus pulmones, resguardan a la ciudad amurallada y vieja: la del Parque Los Caobos hasta La Pastora. La ciudad vieja: la reina del spleen del que nos habla Benjamin a partir de Baudelaire al comienzo de este texto.

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Caracas es un hipertexto y yo lo descubrí hace más de 20 años: iba en mi carrito de Santa Paula a Chacaíto leyendo una crónica de Milagros Socorro, La Venus del Cafetal, que nos relata la historia de una muchacha legendaria de la zona: aquella que corría el bulevar y subía Los Naranjos sin chistar, sudando mucho y provocando choques de manera permanente entre los carros, en la cola de cada mañana. Yo iba leyendo esta crónica y mis ojos se iban abriendo más y más. Yo, que cada mañana veía esta muchacha pasar cerca de la ventana de mi autobús, la encontraba ahora dentro de estas páginas. ¿Cómo haría Milagros para verme?, ¿Cómo haría para darse cuenta que yo estaba viendo siempre a esta muchacha y así ella verla?, ¿Cómo la vería a ella y a mí viéndola, lleno de baba, desde la ventana de mi carrito, allá afuera, aquí en la página? Es así como desaparecemos en Caracas. Es así como somos sombra (la muchacha que corre) y ocultamiento (el muchacho que la va leyendo). Escribir un diario es como estar en un camino anchísimo y poder andar en todas las direcciones posibles, escribe Alejandro Sebastiani, el profesor y poeta amigo de Rojas Guardia mencionado más arriba, el hombre de La Candelaria. Caracas es, sin lugar a dudas, un diario en donde cada habitante escribe. Un diario que es casi un libro de visitas. Caracas es una ciudad que escandalizaría a Voltaire y estimularía a Rousseau. Una ciudad entre la hegemonía del rabipelado y los sueños de Le Corbusier. Como este poema de W.H. Auden, Capital: Barrio de placer donde los ricos están siempre esperando, esperando costosamente que ocurran los milagros, restaurante de luz tenue donde los amantes se comen el uno al otro, café en que los exiliados constituyen un pueblo malicioso:

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Con tu encanto y tu aparato has abolido la severidad del invierno y el impulso de la primavera; lejos de tus luces el agraviado padre punitivo, la mediocridad de la simple obediencia es aquí evidente. Y así con tus orquestas y miradas, en seguida nos entregas a la fe en nuestras fuerzas infinitas; y el inocente pecador que no cumple cae pronto víctima de las invisibles furias de su corazón. En calles sin luz escondes lo espantoso; fábricas en que las vidas son hechas para uso temporal como collares o sillas; cuartos en que los solitarios, lentamente y a golpes, son moldeados hasta formas casuales. Pero el cielo que iluminas, tu resplandor, es visible desde lejos en el oscuro campo, enorme y frío, en donde, insinuando lo prohibido como un tío malévolo, noche tras noche atraes a los hijos del campesino. Ciudad en la que nos cuesta confiar, en donde apenas hemos llegado (¿una, dos generaciones, quizás tres?). Una ciudad llena de nombres y que se hace llamar con uno solo. Santiago: desde su fundación hasta la independencia; León, desde esa fecha hasta el gomecismo; Caracas: since 1935. Una ciudad cruel y dulce, que apenas comienza. Creída y adolescente todavía, hija de algunas buenas épocas (siglo XVIII, el guzmancismo, los años 50s, unos años más), la ciudad de Caracas es una recién llegada de casi 500 años. Una que parece que no termina de entender que ya no tiene 15 años. Una, además, que al recordar su nombre y salir del ocultamiento, se enfrenta con su negra decrepitud de extraña Dorian Grey: como en este pasaje de “Regreso de tres mundos” de Mariano Picón Salas:

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Estaban ya las cartas de recomendación, los zapatos nuevos, los espejos de las sastrerías y sombrerías, el retrato que se remite a la familia, el tarareo de la canción de moda, para sumirse en esa Caracas del año 20 que más que capital de la República parecía del desengaño venezolano. ¿Es ésta la ciudad tan ponderada?, decía al descender de la estación y enfrentarme al paisaje frontero de colinas ocres y casuchas proletarias trepadas sobre el barranco; los depósitos de café del barrio de Caño Amarillo, el zinc de las bodegas, las pulperías de isleños y las lavanderías de chinos. Un Arco de la Federación en argamasa pintarrejeada para que a fines del siglo pasado entraran los generales victoriosos (Caracas siempre esperó como muchacha pobre que un general viniera a hacerla suya “por palabra de matrimonio” o “detrás de la puerta”) y el espléndido varillaje de una ceiba que resistió , mejor que las paredes y los hombres, el embate de una historia de trágica inseguridad. II Vivo desde hace 6 años en Plaza Venezuela. En este lado del río. Entre muros. Cuando salgo de mi casa cada mañana, tengo un privilegio de siglos. Del lado derecho, en la esquina queda la Sinagoga de Maripérez; más allá, la Mezquita. Al frente de ella, la iglesia Meronita. Y si seguimos, el Teatro Amador Bendayán, a pocos pasos además de Parque Los Caobos y la zona mayor de los museos. En la calle por donde bajo a la avenida y más allá, hay tres iglesias evangélicas (dentro de ellas cuento a la sede del PSUV) y al fondo, como paisaje para después del café, la iglesia de San Pedro. Vivo entre la Av. Libertador y Colón en el Golfo Triste (su recuerdo, porque ya no existe). A la derecha hay un edificio en construcción. Antes, estaba ahí la Cigarrera Bigott; las casas que se construyeron alrededor eran para los trabajadores de la empresa. Casas de bonitos frentes, con zaguanes que mantiene la gente en la noche, cuando salen a

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tomar el fresco, pasear a los perros y a jugar Bagamon. Por donde vivo se escuchan gallos cantar de madrugada anunciando el alba: el pasado no deja de estar vivo; hay abastos de pueblo, una licorería pequeña en la esquina y hay casi un olor a campo, con el Ávila tan cerca de donde estamos. Luego de bajar la calle, el mundo cambia radicalmente. Nos encontramos de golpe y porrazo con el Abra Solar, de Alejandro Otero. Lo acompaña Fisicromías de Cruz Diez, y la Fuente de Plaza Venezuela, y el edificio de la Polar. Damos de golpe con la modernidad y recordamos que el teleférico está cerca, con el Humboldt, magna obra de Sanabria coronándolo. Recordamos que el edificio del Seniat, ese por el que quitaron la bomba de la esquina, era la Torre Capriles. Que el reloj de la Previsora se dañó no hace mucho, aunque lo arreglaron, y que la entrada de la UCV, símbolo sinequanon de una Caracas soñada, no es transitable a pie a partir de las 6 y media de la tarde, pues roban más que en el Bosque de Sherwood. Los 10 minutos desde la sala de profesores de la Escuela de Letras hasta a mi casa a pie, se convierten en 35 que incluyen una transferencia en el Metro. Vengo desde lo antiguo y lleno de pasado, plenamente vivo, hasta lo moderno que se diluye cada año en una postal que nos llena de nostalgia. Algo se quebró en la modernidad caraqueña, algo más allá de la tradición de la demolición de la que hablaba Cabrujas. Caracas se despide cada 20 años. Desde Arístides Rojas, hay alguien que se despide de la ciudad. Lo hacen Lucas Manzano, Aquiles Nazoa, Carlos Eduardo Misle (el célebre Caremis), Enrique Bernardo Núñez, Alfredo Cortina, Marissa Vannini, entre tantos. Como Troya, nuestra ciudad es varias ciudades superpuestas, a las que les cuenta reconocerse entre sí. Figuras de generaciones diferentes como Mariano Picón Salas y Salvador Garmendia se lamentaban, en sendos artículos de 1965, de cómo la ciudad ya había fracasado. Garmendia ponía su fe en el proyecto del Boulevard de Sabana Grande, para

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salvar el alma de la ciudad. El Boulevard vino, se fue, y ahora intentan revivirlo, para todo menos la bohemia, lamentablemente. Y después de este último proyecto de hacer amable a la ciudad, ¿qué nos queda? La zona de la los Museos, hoy también perdida. Siento que para entender el hecho urbano en nuestra ciudad, hay que pensar en la ciudad como un espacio privilegiado para la melancolía. Para ese spleen del que nos habla Benjamin: El spleen es el sentimiento que corresponde a la catástrofe en permanencia. Desde los lamentos adolescentes de María Eugenia Alonso, el hastío de José Antonio Ramos Sucre, el ánimo fantasmal de Julio Garmendia en sus hoteles en el centro, hasta la generación de los sesenta la ciudad es un lugar que se lamenta, que se celebra poco: es el lugar en donde realmente no quieres estar (mejor París, Ginebra, Génova); es el espacio para el cambio por medio de la Revolución, en donde los signos que identifican a la ciudad no concuerdan con los sueños de quienes la escriben. Tenemos que esperar la llegada de los ochentas para ver un nuevo reconocimiento en ese entramado urbano de la ciudad más allá de lo crítico o del espacio del lamento. Los tiempos posteriores son más enfáticos en lo urbano, por razones generacionales pienso yo: el grueso de los habitantes que cuentan y cantan a la ciudad, son nacidos en ella y su cultura abraza confiadamente lo pop, la televisión, los implementos tecnológicos. Las generaciones anteriores, no. No reniego de los enamoramientos de los caraqueños de la provincia en la capital (yo soy uno de ellos), pero su visión nace del entramando latinoamericano de superpoblar la capital del país; significa una llegada y un reconocimiento mestizo, en donde colindan el espacio dejado atrás y el por encontrar. Después de los ochentas, la ciudad se puede enunciar de la siguiente manera: somos también la ciudad, somos también su enfermedad, su mugre, su sangre, su piel.

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Más allá de esto, Caracas es una ciudad en donde la urbe, lo hecho por el hombre se complica. No habitamos una ciudad, habitamos un Valle. El reconocimiento en cuanto a belleza, nostalgia, valor de la ciudad se encuentra en la naturaleza: los árboles, los parques, el Ávila. La ciudad, lo urbano, no parece formar parte de nuestro paisaje. No lo reconocemos. En el gran Teatro del Mundo caraqueño, el día nos supedita a regiones conocidas de Caracas; no solemos aventurarnos más allá de un cuadro delimitado: del Prados del Este a Plaza Venezuela; de Caricuao a La Hoyada; de San Antonio al centro; de la Guaira a Chacao. Le tememos al río además, ese dios marrón que nos divide y nos marca los tiempos. Caracas de día es una representación, y de noche una representación dentro de la representación. No vemos la ciudad porque no tiene calles, ni aceras: tiene autopistas. No contemplamos porque manejamos un carro. No hay espacio para el deleite del ojo, más allá de lo momentáneo de una larga cola, cualquiera de las burocráticas o las que el aguacero nos avale y permita. Siento que lo urbano en nuestra literatura se plasma cómodamente en la noche, en el tedio, y en la visión del otro (del que se fue y extraña; del que llega y es aceptado) como ente extraño que paradójicamente, es nuestro doble, y que el mayor temor del ciudadano literario (espacio en donde de alguna manera se puede ejercer la justicia poética por medio de la ciudadanía, elemento casi inexistente en el plano de la realidad) es la de ser visto como no eres. Buscamos en los espacios de la noche, de lo extranjero y de lo bucólico moderno (la playa, el litoral que va desde Adícora hasta Carúpano, Margarita, los Roques, el mar en sí) un lugar donde respirar. En un contexto cultural en donde adolecemos de la presencia simbólica, o real, o incluso arquetipal de lo masculino, nuestro imaginario se traslada a los espacios en donde compensarlo: la noche de Hades y Dionisos, el Mar de Poseidón, el extranjero de las leyes de Zeus.

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El confrontar a la modernidad perdida hace años y retomarla en imágenes, analogías y símbolos acordes con el siglo XXI, es el camino que veo en la ciudadanía caraqueña. Somos urbanos, sí, pero urbanos con cantos de gallo, con una percepción de la soledad que solo el entramado urbano consigna, con una identidad creada en la página que busca representarnos fidedignamente, con cierta preeminencia de la nostalgia de un país que se perdió quizás para siempre y de un cambio significativo en la sensibilidad. ¿Cambia nuestra identidad o cambia nuestra máscara? Si es la identidad, apenas se sigue conformando; si es la máscara, siento que detrás de esa máscara no hay nada, apenas otra máscara. Pero en esa máscara ya hacemos casa y plenamente, como habitantes de esta ciudad, que cambia cada 20 años, que está llena de campo, pasado y velocidad a la vez; en donde nos reconocemos. Somos melancólicamente la ciudad y su fracaso moderno, ciudad hamletiana que ante la incapacidad de actuar, de dejar libre el Eros que construye ciudades, se resigna en su herencia de demolición, y la cuenta. III Contemplamos la espalda del Ávila, pues su rostro da hacia el mar. Es un dios que no nos mira. Se ha hecho cada vez más recurrente, a razón de la diáspora venezolana, un Ávila de la nostalgia, melancólico, fragmentario. Construido en el imaginario como alma principal de la ciudad, tiñe y perfila la memoria del caraqueño. Es el Ávila como presencia invisible, espiritual de la ciudad, y anterior a la historia. Es recordatorio de una cercanía todavía cierta de lo rural entre nosotros. ¿Hay un alma rural en el caraqueño, o es

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un alma urbana pero llena de guacamayas, cujíes, mangos, y un largo río? Es difícil responder, por ahora, a esta pregunta. Debemos indagar más. Hablamos de un Ávila sin cercanías, un Ávila de la distancia, que muta en desvanecimiento, sombra, nocturnidad. Algo compartimos quienes vivimos en el país con quienes emigraron: que el Ávila de noche desaparece. La noche es entonces el gran tiempo de la ciudad: el de la luz artificial, el de lo creado por el hombre: nuestro espacio final, inconsciente, lleno de sueños y de claroscuros. Pero la noche también nos ha sido truncada. Caracas es una ciudad rota, una donde, sea de día o de noche, la montaña desaparece. En esa búsqueda nueva de la montaña, compartimos igual desasosiego los que nos hemos quedado, y los que han partido: la búsqueda de la montaña, dentro de su nocturnidad, es la búsqueda de nosotros mismos como colectivo. El camino hacia la montaña, como imagen, es desde la memoria, anterior a la ciudad, y no desde la historia. Es el Ávila entonces algo desdibujado y lejano, pero que todavía nos pertenece, y al que pertenecemos. Desde el sueño, lo fragmentado y roto de su presencia en nosotros, subimos hacia él. Más allá del Ávila, y su compleja simbología, ¿qué tenemos de la ciudad que nos produzca identificación, empatía?, ¿La torre quemada de Parque Central?, ¿La torres Confinanzas y sus dientes careados?, ¿Las almas que aparecen en los negativos de las fotos tomadas en donde estaba el Retén de Catia?, ¿un avión que cae en La Carlota y estalla en la pantalla de nuestra televisión?

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Cuesta dilucidar la sombra, no saturar a la misma ciudad con sus palabras. Voy a mi Diario, le pido ayuda. Sábado 13 de julio de 2013: Mi vida en Caracas es bastante subterránea. Uno la cruza anónimamente, con sus angustias. Caracas ha tenido varias hegemonías: colonial, republicana, guzmancista, gomecista. La última Caracas de los caraqueños ocurrió entre Guzmán Blanco y Gómez. Con la llegada de la avanzada andina (es la única región del país que tiene un club en la ciudad), se abrieron todas las puertas. El último regalo del caraqueño de origen fue la Caracas moderna. Luego, vino la utopía de lo rural, hecho urbanización. Después de Gallegos, Caracas formalmente se modernizó, pero, espiritualmente, la ruralización se consolidó con los suburbios. Caracas nunca fue más de los caraqueños. Luego, más adelante: Mi ciudad ha desaparecido en mucho. Somos una sumatoria de parcelas unidas por centros comerciales y autopistas. Mi ciudad es la de la avanzada constructora de los setenta (la última), de algunos grandes suburbios al sudeste, del viejo gran municipio Sucre. La del Metro, la de las obras artísticas en edificios de empresas, la de los grandes días de la televisión en los ochenta y la radio en los noventa. Mi ciudad es una ciudad imaginada. La real es memoria que se pierde entre los dedos. Vivimos en ceremonias de despedida, haciendo “antigüedad”, como dice más arriba Walter Benjamin: El spleen interpone siglos entre el momento presente y el que apenas acabamos de vivir. Es quien, incansable, produce “antigüedad”. A Caracas la vivimos despidiendo, diciéndole adiós en Maiquetía. Adiós a su siglo XX, parafraseando a Montejo, adiós a su ser analógico,

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de vinil, de vieja retreta, de llegada a la luna en este siglo, de carros voladores. Caracas, dijo algúna vez Federico Vegas, tiene el futuro en su pasado. Caracas es la ciudad de las desapariciones, sí. La gente llega y se marcha; la gente hace casa en ella y entonces olvida. Pero a veces no. En esta ciudad también somos, cada uno, parte de sus aparecidos. La ciudad se ha multiplicado por skype. Es rizomática y más esquizofrénica. Sus nombres secretos corren de boca en boca. Sus actos de desaparición mágica se multiplican. En algún momento es posible que se traslade a otro lugar, con la montaña encima. Con sus muertos y también con sus asesinos. Como escribió William Niño, uno de sus grandes enamorados: Caracas entera equivale a toda una obra literaria, mucho más inacabada que la mayoría de las ciudades del continente (México pre-hispánica, Bogotá colonial, Buenos Aires decimonónica, Lima Virreinal). Una ciudad a la que se pueden añadir, ya no únicamente párrafos, sino capítulos enteros, una fascinante novela en la que cada entrega constituye un capítulo en la construcción del gran texto abierto. Un gran texto abierto: la ciudad sin límites y sus palabras que la ocultan, la ciudad como sombra que se abre híbrida y en donde su futuro es como un extraño silencio, tragicómico y rancio. No desesperemos. Hay peores ciudades. Y esta es nuestra ciudad.

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Nos lo recuerda Adriano González León, en Exorcismo contra la destrucción. Un texto de 1981, que creo sigue vigente 35 años después: Las catástrofes y los cataclismos no afligen el corazón y la voluntad de los hombres que eligen la vida. Este mes, la ciudad está cubierta de mariposas y de sueños. Estos días, el sol ha sido más espectacular y amigo. Miren el cielo y verán un canto de los astros y unas manchas violetas y un airoso esplendor. Esta es nuestra ciudad. Loca, arbitraria, llena de ruidos, injusta a veces, agresiva, injuriosa, desabrida y horrenda. Pero es nuestra ciudad. Sea cual fuere la dimensión de la catástrofe, no podemos abandonarla. Si nos vamos, el cataclismo será mayor. ¿Quién tendrá el desabrido corazón que puede enfrentar un regreso hacia las ruinas?, ¿Quién podrá soportar esos árboles rotos donde solíamos hablar?, Si volvemos y no está el café de los amigos, las tertulias, el rincón de las pelotas y los guantes, el cuarto de los muñecos que amamos, la tienda de las compras habituales, ¿qué vamos a hacer? ¿Dónde está tu rostro y tu linaje, amiga, dónde escuchas tu voz, por qué lado perseguir tu sonrisa, en qué pared se instalaron tus ojos, cómo jugar otra vez con las cintas que festejaron tus cabellos? Eso es más grave, mucho más grave, terriblemente más triste que una egoísta salvación. Esperaremos juntos la hecatombe. Moriremos en este valle de gracia, si es necesario. Pero moriremos muy cerca de tu amor…Y sin embargo, no es verdad que ello ocurra, amiga, no es verdad, porque toda la tierra tiene nombre de pájaro y viviremos entonces muy cerca de tu amor.

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LA MUERTE DEL CENTAURO

Aquel caballo que mi padre era Y que después no fue, ¿por dónde se halla?

EUGENIO MONTEJO

El caballo, como símbolo, no ha dejado de acompañarnos desde nuestros días fundacionales. Nos acompaña en el Escudo Nacional, recorre los días de la independencia (pocas imágenes más explotadas que las de aquellos hombres que cruzaron los Andes), hace un peso significativo, enfático en las batallas sangrientas de esos años (Carabobo, “Vuelvan Caras”), y establece su señorío en los años de la Guerra Federal. El caballo es una referencia nacional hasta la última batalla ganada por Gómez, y continúa en nuestro imaginario dentro del hipismo y en la música popular hasta nuestros días. Hablar del caballo es hablar de guerra, y fuga durante todo el siglo XIX y como imagen simbólica durante el siglo XX. ¿Pero qué lugar podemos darle en el siglo XXI? En nuestro país el caballo viene aparejado con su jinete, como símbolo de la libertad criolla: aquella que no conoce límites. Nuestra idea de libertad hace migas con la anarquía y no conoce límites. Su referente central es el llano: espacio lleno de hybris, poco olímpico, tierra de desmesura. Nuestra idea fundacional se cifra en esa desmesura, concentrada en una imagen más elaborada del caballo: la del Centauro. Fusión entre hombre y caballo, fusión entre razón y animalidad, nuestra idea del Centauro es aquella que cuesta más definir: una sin líneas que la contengan, difusa, hecha de la velocidad del corcel perdiéndose hacia el infinito.

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Como parte de nuestro imaginario fundacional, el Centauro se construye desde lo romántico y desde lo romántico, nacionalista, militar, se recuerda. Su imagen es esa: un pasado glorioso, que curiosamente nos impide avanzar. Somos un caballo detenido en una imagen. Al detener esa imagen, destruimos lo sagrado en ella. ¿O es al revés? ¿no será que liberándola, al dejar esa imagen, al entender que debemos dejar al caballo libre perderse en el horizonte, sin vuelta atrás, por fin retomaremos la libertad? ¿No vivimos ya los tiempos en que debemos dejar ir al Centauro? No lo hemos hecho nunca, y quizás en ello se cifre nuestra tragedia. II El caballo ha estado siempre presente en nuestra poesía. Es célebre la recopilación El caballo en la poesía venezolana, hecha ya hace algunos años. La poesía de Luis Alberto Crespo y Yolanda Pantin ha celebrado su figura. Pero quisiera centrarme en la de Igor Barreto y uno de sus mejores libros, El duelo, publicado por la Sociedad de amigos del Santo Sepulcro, en 2010. En este libro, Barreto explora la muerte del caballo, ese quiebre de lo sagrado en su animalidad, esa pérdida irreparable para el hombre de esa animalidad. Porque el caballo, para nosotros, es siempre lo otro. Ese otro lado que nos define y nos llama, que nos marca trágicamente. Es nuestra nobleza, nuestra muerte y nuestra fuga. Nos dice Barreto:

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Los caballos Solo poseen Emociones elementales. La invariable Conducta Del animal presa. Como el gallo De los bosques Que vuela en una rama Para protegerse, Así el caballo También se arroja En una carrera Desmedida A campo abierto Esa fuga, para protegerse, nos acompaña como país. Esa vuelta al pasado, como fuga, y ese querer siempre avanzar hacia el futuro sin pensarlo mucho, también como fuga. Somos un pueblo siempre incómodo con su presente. Un presente que nunca lo satisface, que nunca lo complace, que nunca lo llena. Vivimos atrapados entre una imagen falsa del pasado, que nos negamos a dejar ir (y que hemos convertido además, desde hace más de un siglo, en política de Estado) y una idea del futuro como horizonte sin fin, que solo nos pone como límite el viento en nuestro rostro mientras avanzamos desbocados. No mirar nuestro presente viene aparejado con nuestra incapacidad de lidiar con la muerte, con la idea de fin a partir de la muerte, y que nos invita a una exaltación última de la vida,

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en donde todo debe consumirse, beberse, comerse de inmediato, pues no entendemos los órdenes del día. Veamos otro poema: Un caballo Teme A su propio silencio Que yo juzgo Trascendente Pero que otro Desconoce Y con violencia Lo hace suyo. El que viene A matar Ve en el caballo Solo su peso Y aquella mudez Sin nombre Entre La maleza Bajo la sombra De unos árboles También sin nombre.

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¿No somos acaso este poema?, ¿No tememos a nuestro propio silencio, silencio que el otro trata de apropiarse siempre con violencia? ¿No nos define como sociedad? ¿No somos acaso una comunidad que desconfía del silencio, para quien el silencio siempre es una sospecha? ¿no es nuestro ruido permanente la imagen del disimulo? Estas imágenes me interesa conectarlas con otras: la del caballo domado a partir del miedo. Silencio, violencia, miedo. Tres poderosas fuerzas que nos marcan: la ausencia de la primera; la exaltación de la segunda; la marca a hierro candente de la tercera. Vivimos en una sociedad en donde el miedo siempre nos ha dominado a partir de la violencia, y que nos ha llevado a un silencio al que tememos. Una serpiente que se muerde la cola. Todo esto nos lleva a otra historia, que nos podría ayudar a entender nuestro presente en el siglo XXI. III Creo que el caballo, en este siglo que comienza, ha muerto. Pero a pesar de su muerte, nos negamos a aceptar el fin del Centauro. Vuelvo a un poema de Barreto: DESTINO: Los caballos No cruzan un río Cuando mueren. Su memoria desaparece En el instante Del destello Del golpe En su cráneo.

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Más adelante, nos sigue diciendo: Aun así, el caballo No condenará a nadie. La belleza muere Simplemente Y en otro cuerpo Será encontrada. Silenciosos caballos Privados de la queja Y la plegaria. Pero su miedo Tendrá fin, Y desaparecerá para siempre. ¿Somos un pueblo que no acepta la muerte del caballo entre nosotros? ¿Que no acepta que la belleza puede estar en otra parte y que su muerte es el fin del miedo? Negar la muerte del caballo, y continuar la exaltación del Centauro significa la petrificación del miedo, y la incapacidad real de lidiar con la muerte. Hablamos de una lidia que acepte la muerte como parte natural de la vida, en su sentido más sagrado, para que de esta manera la violencia no continúe mancillándola. La aceptación de la muerte como parte de la vida podría ser el cese de una violencia. Y quizás, del miedo. Pero nos negamos: seguimos construyendo un discurso del Centauro, sin saber que montamos un caballo muerto, que no avanza y que solo es una imagen que no se mueve.

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IV Aceptar la muerte del caballo, es aceptar el duelo. La llegada del fin. El duelo, nada soluciona, es darle espacio y tiempo al dolor de la muerte. Es entender la despedida. Dejar de ser Centauros, y comenzar a ser hombres nuevamente, quizás sea la clave para aceptar nuestra tragedia, y una manera, más sensata, de comenzar a ser un país nuevamente. No había otra cosa Que una música resonando Entre caballos. Nos dice Barreto. Ser esa música, podría ayudarnos a dejar de ser patria y a comenzar a ser comunidad. Ser esa música. Y entonces resonar sin miedo.

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NOMBRAR AMBOS LADOS DEL CAMINO: Sobre El Duelo, un libro alazano de Igor Barreto

No había otra cosa Que una música resonando

Entre caballos. I.B.

La obra de Igor Barreto hace tiempo que nos acecha. Miembro de los poetas que participaron en Calicanto y Tráfico, su obra va haciendo surcos en el idioma dándonos claves en el ritmo, la belleza de las palabras escogidas, el silencio. La sorpresa ante sus libros es más estimulante con cada edición. Los dos últimos, ambos publicados en septiembre de 2010 por la Editorial de la Sociedad de Amigos del Santo Sepulcro, impresos por la mano de Javier Aizpúrua en Exlibris, y acompañados por la fotografía blanco y negro de Ricardo Jiménez, nos presentan una propuesta estética de logros envidiables. El Duelo, de cubierta color rojo, recorre la figura del Caballo en nuestro imaginario. Lo que significa para nosotros la muerte de uno de ellos. Su figura ha sido ampliamente tratada en nuestra tradición poética, por parte de autores como Sánchez Peláez, Montejo o Crespo, pero en ningún momento se ha ahondado tanto como lo ha hecho Barreto. El Caballo está en el Escudo Nacional, y discutir, por ejemplo, si debe mirar hacia la izquierda o la derecha, es motivo de frecuentes tertulias en nuestro entorno. Su importancia en la historia del hombre no tiene parangón: es una de las formas de la tragedia. Decir Caballo es decir nostalgia: de tiempo, de ritmos, de nobleza. En su andar resuenan batallas así como recogimientos. Barreto agradece a The John Simon Guggenheim Memorial Foundation por el apoyo brindado para la escritura de este libro

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y otro, Carreteras Nocturnas. En este último, se recorre el país, simbólicamente, en sueños. Pero también evadiéndolo en el sueño: el país es un paisaje de oscuridad. En El Duelo, priva el día hacia su despedida: es una obra de entrehoras: de albas marchitas y crepúsculos callados. Se percibe la decantación de las palabras en cada texto, su estructura armónica, así como una tensión de muerte en el aire. Escribir un libro, es extender las manos con los ojos abiertos. Podemos recibir un fuetazo, la descuartización sin miramientos o la oportunidad de hacer memoria por medio del idioma. En El Duelo, el idioma sigue la huella de los caballos y se funde en ellas para llevarnos hacia el dolor del animal y, por ende, el nuestro. Para hacer del caballo y su rapto, una forma de la memoria. Vemos en la obra al día como duelo, y a la noche como la hora de velar. Pero ese velar no nos garantiza nada: en la caverna de la boca ya no veo palabras, sino hambre. Metáfora perfecta de un país, el hambre nos lleva a devorar lo sagrado, y así, en Hybris, avanzar desconsolados hacia el matadero. El rapto de unos caballos pura sangre en Apure, su descuartizamiento y la venta de la carne en el mercado, son el motivo central de los poemas de este libro. Pero su lectura, es bifronte: la pérdida de lo sagrado por el rapto, es la pérdida del centro de la civilización. Barreto no nos presenta el rapto en términos de Hades, lo presenta en términos de Tanathos: él es quien quiebra las rodillas de Eros (el caballo), lo sacrifica para él, y lo devora. La muerte de Eros en el alma del hombre, es una de las formas de acabar con la libertad a través del tiempo. Su contrario, es el horizonte o, como nos dice Rilke, el descampado: el espacio en donde sólo podemos mirarnos a nosotros mismos en nuestra fuga hacia la muerte: Como el gallo De los bosques

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Que vuela a una rama Para protegerse, Así el caballo También se arroja En una carrera Desmedida A campo abierto. El poemario se va armando entre testimonios, elegías, poemas en prosa y el diálogo entre las referencias culturales y artísticas (Releyendo una fábula de Esopo, Simulación de Ovidio, Apropiación de los más hermosos caballos de Cormac McCarthy, Destino, Deseo de Muerte, La batalla de San Romano, Ejercicios de olvido), la importancia del Testimonio (Mary Ramsei. Finca San Gregorio, Mary, Dos testimonios, Antonio Mosquera. Finca Las Peñas, Antonio Mosquera) y las meditaciones alrededor del caballo, como una poética del mismo (Los caballos, El potro no nacerá, Un caballo teme, Veo los caballos, El caballo ha quedado). Varios tiempos poéticos se entrelazan de esta manera para mostrarnos el lamento en silencio por la muerte de lo amado fuera de nosotros, lo querido siendo naturaleza, lo no humano en nosotros, pero que se convierte, plenamente, en aquello que nos humaniza. El caballo en El Duelo, es una figura frágil en su simbolización, pero esencial para los hombres. Su pérdida, quiere decir que extraviamos lo más sagrado y, en el camino hacia su búsqueda, solo sangre nos espera. ¿A qué amistad nos llaman si somos carnívoros? Se pregunta el poeta. Y, en Simples palabras, nos dice:

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I Yo soy herbívoro Y no te haré daño. II Estoy reprimido En el hambre. Una doble figuración del hombre se plantea aquí: El Duelo, es un poemario que se contiene en la línea del horizonte y en las estrellas por un lado, y en Roma en sus finales, como una forma del desastre de los hombres. Y ese desastre sucede, todavía hoy. Piedad para nosotros los devorados por dentro, nos dice Barreto. El hombre es el verdugo de aquello que más ama fuera de sí mismo, y lo quiebra en la espesura, adentro. Aún así, el caballo no condenará a nadie, nos dice en Destino. ¿Qué es un caballo entonces en el libro de Barreto? Cada lector deberá montarlo en los poemas del libro.

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EL REGISTRO SILENCIOSO

Hay que imaginarse el momento en que la Divina comedia existe como manuscrito inacabado, cuando aún no se ha convertido en

el poema que despierta la admiración del mundo entero. Dante está escribiendo digamos el canto cuarto, y todo es posible; puede

coger una pulmonía y morir antes, incluso, de haber acabado el Infierno. La visión de la totalidad, por supuesto, ya está latente

en su cabeza, pero de ahí a su segura plasmación en el papel hay todavía un largo y peligroso camino; bacterias y virus-y también

los enemigos políticos-no andan ociosos.

Me gusta imaginarme ese momento, y no sólo por razones de naturaleza filológica. En cierto sentido, el mundo siempre se

halla en esa misma condición- en la condición de un manuscrito inacabado-, incluso aunque nos parezca que ninguna obra

maestra está fraguándose en este preciso instante.

ADAM ZAGAJEWSKI Por lo menos desde los años setenta, sin olvidar los avatares de la lucha armada, se ha llevado un registro de la violencia en Venezuela. Hablo de un registro desde la literatura, contenido en poemas, cuentos, novelas, piezas dramáticas y, más recientemente, desde la crónica. Si nos remontamos hacia un pasado más remoto, hacia el siglo XIX por ejemplo, los ejemplos pueden ser incontables, en especial desde los testimonios en la prensa nacional, clandestina o no. Con la llegada de la paz gomecista, las cosas cambiaron: el auge y conciencia de lo social, vinculado en muchos casos con las teorías políticas de izquierda, orientaron su atención hacia los avatares del ciudadano común, y sus vínculos con elementos esenciales: el hambre, la explotación del Capital, las enfermedades; todo esto como reflejo del abandono (esa forma de violencia) de las masas por parte de los responsables de las

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políticas de Estado. Su temática es variada y hace énfasis desde los setenta en el crecimiento desbordado de los barrios, en la vida en las abarrotadas cárceles, en la violencia desatada por la guerra de las drogas, y el protagonismo del delincuente, quien luego mutará hacia nuevas denominaciones: capo, pran, etc. En nuestro país hay un registro de la violencia, destacándose desde la década ya mencionada y subiendo con cada década posterior: los ochenta, los noventa. Israel Centeno y José Roberto Duque son dos nombres esenciales, en especial en las primeras etapas de sus obras (La de Centeno se crece con los años). Hay entonces, sí, un registro de la violencia pero, ¿Lo hay del autoritarismo? ¿De la dictadura o lo dictatorial? Desde Pérez Jiménez no recogimos nada, a razón de los años de la democracia (llena de violencia, y de su registro, claro está). Pero es quizás con la llegada de Hugo Chávez al poder que podemos empezar a contar un testimonio de lo autoritario y con el gobierno de Nicolás Maduro, de lo dictatorial. Tardamos años en comenzar un registro de lo autoritario. Las bravuconadas de Jaime Lusinchi son un juego de niños frente a los desplantes del fallecido Teniente Coronel. Nos permitió recopilar sus palabras gracias a todos sus programas de los domingos, hoy poco citados y olvidados (solo recordados con énfasis por los especialistas). Pero no hablamos del afán verborreico del nativo de Sabaneta: hablamos de sus acciones autoritarias y despóticas, que aplastaron a millones de venezolanos. Hablamos de esas acciones que acarrearon consecuencias para un país entero y que inauguraron diferentes categorías de ciudadanos, dependiendo de la orientación política que signara a cada uno. Dentro de estas acciones autoritarias, podemos recordar la movida de alfombra en la dirección de los Museos en el país, la Biblioteca Nacional y otras instancias culturales. La transformación (negativa, pobre, comprobamos en estos últimos años) de un aparato cultural

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sostenido desde el apoyo del Estado desde finales de los sesenta y que, a pesar de sus taras y vilezas, arrojó resultados positivos y dignos de emularse en otras naciones latinoamericanas (el sistema de Bibliotecas Públicas, por ejemplo; no hablemos de Biblioteca Ayacucho o Monte Ávila editores). Como un rey Midas en verde oliva, Hugo Chávez desbarató una gerencia eficiente e instaló un aparato más burocrático e inútil que cualquiera que ha tenido presencia en nuestra historia cultural. Vayamos más hondo. El paso del registro de la violencia a lo autoritario tardó mucho en Venezuela. Demasiado, dirían algunos. El de la violencia sigue firme, pues la misma señorea en nuestra pobre república como un antiguo dios; el del autoritarismo ha sido más lento. Y nada reclama más un ciudadano de acción a las letras que eso: la lentitud del proceso, la lentitud, la lentitud. Lo poco inmediato del registro de las cosas, del testimonio, del modelo lector. No lo olvidemos: los escritores dan las palabras necesarias para expresar lo que sentimos y que no sabemos cómo expresar del todo. Sigamos bajando. Recordemos que hablamos de autoritarismo, algo que habíamos dejado atrás desde hace décadas y que volvió, parece, para instalarse nuevamente como forma de gobierno. Y todo autoritarismo es un gargajo consecuente en la cara. Mancha, además, el idioma, la palabra, pervirtiéndola. Es él quien le hace el camino a lo dictatorial y a lo tiránico. ¿Cómo registramos lo autoritario, desde el campo literario? ¿La respuesta de los escritores ha sido contundente y marcada a través de los años por una visión profunda de los acontecimientos que vivimos? ¿Hay un registro de lo autoritario por la palabra desde el comienzo del chavismo? Recordemos que el orden de escritura no es siempre el de la publicación: estos registros se han desarrollado a la largo del tiempo y muestran carne dolida por esos tiempos nefastos. La poesía, más que la narrativa ficcional, ha vinculado el proceso político que significó el chavismo con aquello presente en

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nuestro imaginario más profundo y en nuestro inconsciente. ¿Ha hecho su labor? La narrativa lo ha hecho con nuestra historia (Suniaga, Vegas, etc). Debemos esperar a esta década que ya avanza hacia su final para encontrar textos en donde la crítica del autoritarismo esté presente de manera enfática: autores como Gisela Kozak, por ejemplo, o Alberto Barrera Tyzska. ¿No es demasiado tarde? ¿Tenía que morir Chávez para poder hacerlo? ¿No leímos con claridad que el chavismo fue siempre un autoritarismo? ¿O simplemente olvidamos que la literatura y su proceso creativo llevan sus tiempos, su orden, su proceso particular, muy diferente del que puede observarse en otros registros de la memoria? ¿Qué es real? ¿Qué es falso de todo esto? ¿Hubo autocensura de editoriales o escritores? De los primeros, lo dudo. Ahí está la larga labor de editorial Alfa, entre otras. ¿Y de los escritores? ¿Dudaron de la simiente siniestra del chavismo? ¿Cuántos vivieron el espejismo democrático del Comandante o, peor aún, del socialismo del siglo XXI? Lleguemos al fondo. El registro de lo autoritario nos preparó para el registro de la dictadura. Las dudas, los aciertos de las obras escritas y publicadas durante los últimos años nos dan un muestrario bastante claro de lo que somos: nostalgia de tiempos mejores (¿¡los años noventa ¡?), de un país desaparecido ya, de ese crepúsculo sensual y triste que antecedió la llegada de la noche; crítica despiadada del ser nacional; la vuelta perenne al campo para reconocernos nuevamente; el fracaso de la modernidad en nosotros; el Centauro permanente avanzando siempre entre haciendas calcinadas; el barrio y su exaltación o desprecio; la derrota de la clase media. La lista es larga y sin final y de cada parte de esta lista hay un poema, un cuento, una novela, una obra de teatro.

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El registro de la dictadura, de lo dictatorial se está haciendo ahora y podemos leerlo en twitter, Instagram, Facebook. Podemos, también, testimoniar el trabajo en silencio de otros autores; y también podemos registrar el triunfo mudo del terror: son muchos escritores quienes se quedaron sin palabras para testimoniar este tiempo infeliz. Un silencio llena su boca y sus manos. Pero en algún momento, escribirá. En dos, cinco, diez años. Y vendrán sus palabras para recordarnos lo acontecido. El registro de lo dictatorial nos recuerda la subversión que significa también toda palabra. Nada más conservador que el idioma, y nada más rebelde. Las palabras son peligrosas. Peligrosísimas. Y dan el golpe de campana de una época. Para honrar la memoria de tantos muertos, heridos, encarcelados. Y nunca olvidar.

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RAZÓN DEL EXTRAVIADO Palabras como colectivo o masa, recorren el siglo XX. En términos políticos, puede tener derivaciones complicadas. O terribles. Desde principios del siglo XX intelectuales como Julian Benda se dedicaron a denunciar el desprecio por los valores universales y la exaltación de elementos locales o particulares de las naciones. Es decir: hablamos de un debate importante sobre el legado y los valores de la Ilustración en contraste con las exaltaciones nacionalistas que el siglo XIX, luego de beber someramente desde el Romanticismo, abrazó. El surgimiento del nacionalismo vinculado con el Volksgeist, el genio nacional (planteado por Herder), dio un vuelto a los conflictos políticos en Europa. El surgimiento de naciones como Italia, pero en particular Alemania (una nación que no conoce fronteras, como dijo alguna Thomas Mann), aceleró el proceso que condujo a la I Guerra Mundial. La confrontación entre los estados atlánticos y aquellos vinculados con Europa Central, generó una de las carnicerías más desastrosas de la historia. Pero es difícil confrontar, aun hoy en día, en tiempos de globalización (o precisamente a razón de ello), al genio nacional o espíritu del pueblo. En Hispanoamérica, ese genio nacional está también presente y por tanto, en nuestro país. ¿Por qué es difícil? Porque los vínculos con las tradiciones de la tierra, hábitos, costumbres que permanecen en el tiempo de manera constante se perciben como más vitales para la mayoría de los hombres. Son espacios cotidianos de la existencia, un lugar que quisiéramos permaneciera igual a través del tiempo. Aquello que podemos llamar los valores de la Ilustración, los derechos del hombre y del ciudadano, todavía son percibidos como demasiado recientes para millones de personas. Primero lo que vivo día a día, desde hace decenas o cientos de años, luego podemos pensar en esos valores universales que pueden entenderse como un vestuario nuevo, que aprieta, incomoda, contiene demasiado.

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Nuestro mundo sigue moviéndose en esos trazos. Más allá del mundo bipolar entre los Estados Unidos y la Unión Soviética en el siglo pasado, el debate entre nacionalismo y cosmopolitismo sigue vigente. Ha logrado además extensiones y variaciones: el regreso de tendencias abiertamente xenofóbicas en Europa y Estados Unidos lo evidencia. En La derrota del pensamiento, de Alain Finkielkraut (Anagrama, 1987), podemos encontrarnos con una exploración profunda y sentida del desprecio por los valores universales en Europa. Valores como el Bien, la Verdad, la Belleza. Finkielkraut lamenta el predominio de relativismos posmodernos. Desprecia profundamente el concepto de Herder, que pone zancadillas al pensamiento ilustrado. Cito: Desde siempre, o para ser más exacto desde Platón hasta Voltaire, la diversidad humana había comparecido ante el tribunal de los valores; apareció Herder en hizo condenar por el tribunal de la diversidad todos los valores universales. Filkielkraut lamenta que un concepto como el Volksgeist, aunado al auge del romanticismo y su derivación nacionalista, condenó a Europa. No es el único que lo piensa. Auden, Eliot, Valéry, entre otros, también lo hacen. Cito nuevamente a Finkielkraut para mostrar porqué pensaban así: Con el romanticismo alemán, todo se invierte: como depositarios privilegiados del Volksgeist, juristas y escritores combaten en primer lugar las ideas de razón universal o de ley ideal. Para ellos, el término cultura ya no se remite al intento de hacer retroceder el prejuicio y la ignorancia, sino a la expresión, en su singularidad irreductible, del alma única del pueblo del que son guardianes.

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Hablamos entonces de una mutación del término cultura, de su significado último. Hablamos de un cambio, ese que significó el siglo XVIII, un siglo al que debemos leer más detenidamente en estos tiempos: salimos de ahí. Reaccionarios, revolucionarios, ilustrados: todos. Y todos enarbolando la bandera de los antiguos valores universales o, por el otro lado, de los antiguos valores de la tierra. ¿A quién creer? ¿por cuáles caminos andar? La Segunda Guerra Mundial sigue siendo un antes y un después del mundo moderno, mucho más que la Primera. Hablamos de la fusión de lo ideológico con lo nacionalista, en cualquiera de sus vertientes. Los enemigos o amigos, eran naciones, identificados a partir de una lengua en específico, en la mayoría de los casos. Eso sucede con Alemania, Japón, Italia, pero también con Inglaterra, Estados Unidos, Francia o Rusia. Hablamos del mediodía de este planteamiento que señalamos desde el principio de este artículo: ilustrados o nacionalistas. Para ello, me atrevo a recurrir al poeta, escritor, periodista e intelectual alemán, Hans Magnus Enzensberger. En un ensayo escrito ya hace unos veinte años, a finales de los noventa, Enzensberger nos dice en su estilo directo y sin contemplaciones cómo el siglo XX, en pocas décadas, ha cambiado tanto y cómo lo que hoy nos parece normal hace menos de cincuenta años no lo fue. Por ejemplo, cita reportajes de conflictos en Colombia o Luanda, por poner dos ejemplos, donde lo que se indica puede sorprender enormemente, por las escenas descritas y las situaciones terribles que se detallan. Pero entonces Enzensberger recuerda que los testimonios de Europa al finalizar la Segunda Guerra, eran bastantes similares. Pocos recuerdan que hace sesenta años, nadie daba un céntimo por el futuro de un continente destruido de cabo a rabo. Europa estaba en el piso. Nadie pensaría que podrá levantarse en menos de veinte años y recobrar su poderío veinte años después. Enzensberger entonces busca dar en la llaga: en el afán de superioridad europeo frente a los conflictos del mundo

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allende a las fronteras de la Unión Europea. Sus mezquindades. Sus desgracias. Hay, en Enzensberger, la intención de mostrar lo bárbaro también contenido en lo europeo, solo que ahora se encuentra barnizado. Cito: Durante los primeros años de la posguerra por doquier salieron a relucir las consecuencias tardías de la dictadura fascista. Y aunque esto es básicamente aplicable a Alemania, también se daba en otras partes. (En todos los países ocupados hubo colaboracionistas). He aquí por qué los afectados resultan ser los peores testigos. Se refugian tras una amnesia colectiva y no solo ignoran la realidad, sino que incluso la niegan. Lo terrible de la guerra, son los detalles que nadie quiere recordar. Lo más miserables de nosotros mismos. Enzensberger cita a la periodista norteamericana Martha Gellhorn, quien llega a Renania en abril de 1945 y se muestra irritada y consternada por las declaraciones de los entrevistados: Nadie es nazi. Nadie lo ha sido jamás. Quizás hubo alguno en el pueblo vecino, y sí, en efecto, aquello ciudad a veinte kilómetros había sido un auténtico semillero del nacionalsocialismo. De hecho, y en confianza, aquí hubo muchísimos comunistas. Siempre nos habían tenido por rojos. ¿Los judíos, dice? Pues, a decir verdad, por aquí nunca hubo muchos. Quizás dos, ¿o fueron seis? Se los llevaron. Durante ocho semanas incluso tuvo escondido a un judío en mi casa. Este testimonio recogido por Gellhorn nos muestra que el espíritu del pueblo, el genio de los pueblos, es también muy cínico y mentiroso. No es puro, ni exacto, y es culpable de grandes catástrofes a lo largo de toda la modernidad. Pero también nos debe hacer recordar que aquello que la Ilustración

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recogió como herencia de los Antiguos, esa valoración casi científica de la verdad y de la belleza, también está contaminada siempre por lo ideológico. Nos movemos entre ambas tendencias, sin saber realmente si nos definen. Lo cierto, es que recorren la historia y nosotros somos sus protagonistas. En estos tiempos en que conceptos como “el lado correcto de la historia” recorren las calles, en que el Volksgeist puede ser una bufonada esgrimida una vez más por un Estado que quiere dominarlo todo a partir de la manipulación nacionalista, de la tierra, de la tradición (nunca hay una sola tradición; hay, sí, una tradición que, desde lo político, muchas veces pretendemos imponer a otras. La militar, por ejemplo) y en que la sociedad venezolana parece todavía extraviada y huérfana precisamente de esos altos valores universales de los Antiguos, es bueno recordar la experiencia de otras naciones y en otros tiempos.

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VOLVER A NUESTROS DIOSES MÁS PROFUNDOS Vivimos en un tiempo sin respeto por la muerte y su carácter sagrado. Simplemente, no tiene lugar central que ocupar. Nuestro duelo son algunos días de permiso laboral para llorar a los nuestros, y luego un regreso a la oficina sin lágrimas. Es una de las evidencias más concretas de nuestro desprecio por lo sagrado: nunca dejaremos de llorar a los que amamos. No puede calcularse en términos de tiempo ningún duelo, pero ciertamente se necesita mucho más que el corto tiempo que nos otorgan. No me interesa exaltar a la muerte: nos desborda desde siempre. Pero sí considero fundamental devolverle su lugar en el plano de nuestras existencias. No reconocer a la muerte es no respetarla. Ese irrespeto nos lleva a los asesinatos masivos, al disparo en la cien por divertimento, a no sentir temor ante ella. Hablo de temor sagrado. De esa sacralidad exiliada entre nosotros. Conozco pocos libros que trabajen más acertadamente al duelo por la muerte, a su tragedia, que Esquilo, un pequeño ensayo del escritor albanés, Ismaíl Kadaré (Siruela, 2006). En este texto Kadaré explora la tradición mediterránea del duelo, en especial aquella cercana a Grecia, Macedonia y por supuesto, Albania. Su recorrido por la huella de lo trágico entre estos pueblos es memorable, así como su lúcida aproximación a Esquilo. Kadaré comienza su ensayo con una crítica a Nietzsche y su teoría dionisíaca de lo trágico en los antiguos griegos. Nos dice Kadaré: Un viaje a la península Balcánica y, sin duda, su asistencia a un rito funerario y después a una boda, hubieran procurado probablemente a Nietzsche un relumbre de entendimiento a

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propósito del origen de la tragedia mucho más intenso que la indagación en los textos antiguos. Ambos ritos, el funerario y el nupcial, tan diferentes y simultáneamente tan similares el uno al otro (como ya se ha dicho con anterioridad, un ritual mortuorio entre los albaneses no es más que una boda cabeza abajo), fueron durante milenios enteros la principal institución cultural de los pueblos balcánicos. Su semejanza no es casual: dimana de la concepción de la vida y de la muerte como un fenómeno único, con dos dimensiones presentes la una en la otra. Por tratarse de las ceremonias más conmovedoras y a la vez más difundidas entre las gentes, los rituales nupciales y funerarios se constituyeron simultáneamente en la primera escuela de educación estética. En ninguna otra clase de rito puede producirse una turbación espiritual interior de todos los participantes como en una boda o en un entierro. La alegría, el arrepentimiento, el pesar, el rapto de la novia, el enardecimiento, la venganza por el muerto, el furor, estaban todos allí, reunidos en una reducida superficie, casi, casi en un escenario. Es sencillo lo que Kadaré nos propone: la cultura propia de los pueblos como la base de construcciones culturales complejas. Define a las naciones y les otorga alma y cuerpo. Pero hay algo más profundo dentro de lo que expone Kadaré. Primero, la correspondencia entre vida y muerte, su balance: la boda como muerte y comienzo; el deceso como muerte y comienzo. Segundo, la multiplicidad de expresiones emocionales que se despliegan infinitamente alrededor de estos dos ritos. Sabemos que los dos grandes temas de la literatura son el amor y la muerte: bien, aquí están en sus momentos más elevados: el rito nupcial y el rito funerario. Y tercero, la importancia central del rito en sí. Algo desaparecido entre nosotros los hijos de los

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modernos, algo despreciado y solo conservado, pero sin trascendencia mayor entre la formación cultural de los hombres de nuestro tiempo, en la religión (el catolicismo ha querido reivindicar en sus pastorales a la Confirmación como rito de paso en la juventud; el judaísmo conserva su fuerza en el Bar Mitzvá). Kadaré se dedica a desarrollar con énfasis estos tres elementos a lo largo de su ensayo y con todo lo que puede ocurrir dentro y fuera de ellos. Lo que disparan o generan. Quisiera resaltar dos: el rapto y la venganza. En Venezuela, el rapto ha caído en desuso: simplemente ocurre la boda o el amancebamiento como proceso social natural. Hay una fuerza poderosa en el rapto: una forma de violencia que desata fuegos superiores, en la pareja y en lo que pueda rodearla. Hay un algo primitivo que queda fuera de nosotros, que sale y ocupa la escena. En nuestro país, reemplazamos el rapto por la fuga del novio, quien desaparece antes o después de la boda, pero en especial, antes o después del primer embarazo. Todo rapto es valentía y define un antes y un después: es una decisión viril, una acción poderosa. La fuga es cobardía y también define un antes y un después: una emoción despreciada, un algo trágico que nunca ocurrió. La venganza es nuestra bandera. En un país donde la justicia se ha corrompido ampliamente, la venganza es nuestro contacto primitivo, primario, bíblico más elemental. Abarca la boda y el sepelio, sin ser celebración ni exaltación de la vida. La venganza cercena. Es una valentía estéril en nuestros tiempos. Los ritos, en términos culturales, nos llevan de ser partícipes a espectadores. Vivimos en un tiempo en que ese ser partícipes pasa exclusivamente por el ser espectador: solo siendo testigos,

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solo desde la vicaría, vivimos la existencia. Extirpado el rito entre nosotros, no es mucho lo que nos queda para participar. Sin rito, no hay experiencia de la tragedia. Desde el ser solo espectador, solo vivimos el drama. Triunfa Sábado Sensacional, el Talk Show, etc. La experiencia del rito puede devolvernos a la vida desde la experiencia de la muerte. Nos da perspectiva y balance desde lo sagrado. Nos permitiría participar y ser espectadores, es decir, ser comunidad, país, sociedad armonizada. Hablo de algo que trasciende los hábitos y costumbres. Kadaré nos recuerda algo en este ensayo extraordinario: que el rapto forma parte de nosotros. Que las cosas que más queremos alcanzar, poseer, pensemos, de elevada manera, deben pelearse y defenderse. Que uno debe dar el todo por lo que más ama y desea. También nos recuerda que la venganza está ahí, siempre, acompañada de la alegría, la dicha, el llanto, la desesperación. Debemos volver a nuestras emociones más profundas, a esos dioses profundos de los que hablaba Montejo. Para volver al camino, debemos asumir nuestros duelos. Un rito podría ayudarnos. Quizás ahí tengamos una clave para despertar a lo trágico, y que sintamos entre nosotros la piedad más antigua. Y devuelva a la muerte a su lugar correspondiente, a sus límites, y no a la inundación de cadáveres que hacen fila, firmemente entre nosotros, desde hace tantos años. Sin rito funerario. Ni nupcial.

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LEER DESDE EL DELIRIO: Apuntes sobre Paisajeno, de Willy McKey I La salida a la calle de Paisajeno ha tenido el impacto que todos conocemos: sorpresas, suspicacias, expectativas, extrañezas. Entender esta forma de promocionar y vender un libro parte de la condición de promotor cultural por parte del autor, entre otros elementos. El principal de ellos es que el autor es Willy McKey. Para los que lo conocemos, sabemos que nada que el pueda hacer puede ser sencillo. O simple. O llano. Más que pirotécnico, Willy es operático: su accionar, recuerda el de Porthos, el más divertido de los Mosqueteros; una obra de Puccini o Stravinski; al Falstaff de Shakespeare y el pequeño Juan de Robin Hood, entre otras inmortales figuras de la cultura. Con su aire de Rey Momo, el promotor cultural McKey, suele marcar la pauta: la salida de la revista El Salmón estuvo determinada por varios editoriales en el Papel Literario, en donde no se amilanaban los editores (nuestro promotor cultural y Santiago Acosta, hoy en Berkeley), en señalar fallas, carencias, errores en la industria editorial venezolana, además de la ceguera a la hora de considerar y valorar nuestra tradición poética, en los fondos e inventarios de nuestras editoriales. Willy ha participado además como corrector, editor y lector de varias editoriales, inauguró la Sala Eugenio Montejo (a pesar de no ser un poeta que le ronque los motores) en la Plaza de los Palos Grandes y lanzó junto con otros jóvenes escritores y editores la editorial Lugar Común. II Willy no es fácil. Nunca lo ha sido. Su acercamiento a la actividad cultural venezolana pasa por la honestidad, el riesgo, y la capacidad permanente de asombrarnos. La piedra que

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terminó de arrasarlo todo, ha sido la campaña de Paisajeno: pequeños videos montados en youtube, donde figuras como Elías Pino Iturrieta, Alberto Barrera Tyzska, pero también Michelle Roche, y amigos cercanos a él, hablan de ese algo extraño que supuestamente ya existe, llamado Paisajeno. Es bueno aclarar algo: este es un libro que tiene tiempo siendo anunciado, y entre muchos existía el temor de que la actividad pública del autor le impidiera finalizar su obra. Pero lo logró. Existe. Willy ha hecho algo inaudito: se ha dedicado a vender su libro personalmente, en bares de la ciudad. El precio, depende del valor del barril de petróleo de ese día. Y solo recibe efectivo. Ahora que lo pienso, creo que los cestatickets también se han considerado. III Paisajeno no es un poemario. Entra dentro de la categoría de los libros raros. Es bueno tener en cuenta que hoy en día, el riesgo en el diseño de un libro, su concepción artística, no abunda entre nosotros ni en ninguna parte donde se mire. Es bueno también recordar que todo encasillamiento es bienvenido: usted es un género, o una multiplicidad de géneros, pero nunca un híbrido de géneros. Puede ser novelista y ensayista. Puede ser poeta y cronista. Puede ser todo esto sumado, pero no mezclado. Mezclar, hoy en día, es la mayor herejía de la literatura. No cumple su destino de producto dentro del ámbito de la cultura. No es vendible. No sirve pues. Si usted se inventa alguna cosa rara, suspicaz, extraña, en donde la poesía y la prosa dialoguen, donde el lenguaje no sea del todo claro, en donde la estructura no sea copiable, mejor imprímalo usted mismo. Libros como Prosa del Transiberiano, El Mono gramático, varios textos de Max Aub y un largo etcétera, no son bienvenidos. A veces se editan, si los autores fueron chéveres y ganaron abundantes premios. O si se murieron trágicamente. O si algún editor ingenuo cree todavía

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en el riesgo. Mientras tanto, no se ponga a inventar vainas: eso no es bienvenido. Podemos entender entonces que Willy escribiera, editara, imprimiera, promocionara y vendiera su propio libro. No consideró ni siquiera venderlo con libreros amigos (cosa que jamás le perdonaremos). Willy está loco. Hace cosas que no entendemos, vale. Es un pasao. IV Desde la salida de Paisajeno, ha reinado el silencio. A muchos les escandaliza este libro, a otros les parece exagerado en sus pretensiones, a otros les parece simplemente que Willy está muy gordo para escribir este tipo de textos. Cómo se le ocurre. Gordo no escribe libros. Fin de mundo. Más allá de eso, lo inclasificable del mismo, la rareza que contiene, impide acercársele. Esto acompañado de una tendencia marcada de nuestro gremio de poetas desde los años setenta: no hacer ruido. Luego de la algarabía de los sesenta, mejor silencio. Hubo una bulla en los ochenta, festivales en los noventa, pero siempre silencio. Esto forma parte de lo que el autor critica, y apunta en Paisajeno. Esto, entre tantas cosas. A partir de lo visual, lo sonoro, el signo, el calidoscopio, los espejos, el doble, el collage, McKey aborda el hecho poético. No es posible leer a Paisajeno sin considerar las propuestas de Deleuze & Guattari en Mil mesetas. No es posible sin entender el concepto de rizoma: aquí Wikipedia http://es.wikipedia.org/wiki/Rizoma_%28filosof%C3%ADa%29) o los planteamientos del after-pop español. Me atrevo a ir más allá: la propuesta de Willy necesita de un lector formado, que conozca las vanguardias literarias del siglo XX, que le guste el cine y el comic, además de la novela gráfica. Si este lector sabe algo del barroco español, no vendría mal tampoco. Es decir, el

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libro de McKey es un libro que habla sobre la experiencia personal del autor con el espacio y desde diversos tiempos, pero que también lo implica a usted, a una tradición poética, y a una historia de la cultura. Libro inclasificable, difícil, conmovedor, Paisajeno se aborda desde el humor y la dureza. Es una risa petrificada. Es una bufonada: aquella que acompaña a través del campo a la figura del Rey Lear. La que dice verdad, detrás de la máscara que otorgan múltiples formas. V Hubiera preferido que Paisajeno fuera una propuesta mucho más gráfica y que la banda sonora sonara de verdad al yo darle play. No había presupuesto para ello. Espero que ediciones futuras, esto pueda realizarse. Paisajeno es una obra hecha por un latinoamericano en Nueva York, quizá en la segunda mitad de los años veinte del pasado siglo. Fue escrito por un poeta que le robó la máquina del tiempo al protagonista de Wells, y se fue a esa época. Está escrito desde el espíritu de las vanguardias. Es un libro moderno, considerando como moderno lo acontecido entre la primera y la segunda guerra mundial. Luego, como ese espíritu, viaja a través del siglo que finalizó hace poco, haciendo zapping. Haciendo marcados close-ups. No me atrevo a categorizar a este libro como postmoderno porque no lo es. Es una propuesta más arriesgada: lo que viene después de los estertores de lo postmoderno. Simplemente, lo que viene después. Lo que aun no sabemos. Yo lo llamo moderno, pues no sé si exista un después que parta fuera del espíritu de esa modernidad, la de entreguerras. O la de los sesenta, en nuestro país. Es un libro que le hubiera encantado leer en Abisinia a Rimbaud. La máquina del tiempo de la voz de Paisajeno es una enorme ballena, que hizo focus en nuestra época y decidió hablar. Es

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una voz profética que usa Converse. Es un profeta que desconoció la orden del ayuno. Es legión. VI Autores citados o mencionados en la máquina del tiempo robada a Wells: Charlie García, Willy Colón, Bob Dylan, Fela Kuti, los Beatles, The Doors, David Bowie, Jimi Hendrix, Antonio Gamoneda, Alfredo Silva Estrada, Delueze & Guattari, Santa Teresa de Jesús, Oswald de Andrade, Alejandra Pizarnik, Salustio González Rincones, Janis Joplin, César Vallejo, T.S.Eliot, Karl Kraus, Roberto Calasso, Franz Kafka…..ya me cansé. Tiene dedicatorias y menciones a Santiago Acosta, a Virginia Riquelme, a Javier Aizpúrua, a Eduardo Moga, a Caracas la fea, a Beto Gutiérrez, a un gentío más. Está dividido en Mal de abismo, Interjecciones, el hiper-poema infrarrealista, No hay otro río. Adentro de ellos, numeraciones, títulos diversos para los textos, citas a pie de página, apuntes a temas musicales, mapas. Paisajeno es una cartografía cultural del delirio. Se necesitan cinturón de seguridad, salvavidas, chaleco antibala, una caja de chiclettes Adam´s, ceniceros y esa extraña combinación a la que el autor es adicto: café (negrito) y luego poco a poco una Coca-Cola. Usted verá. VII Paisajeno explora la crisis espiritual de la voz poética, el espejo histórico entre los acontecimientos de 1989 y 1999 en Venezuela, y su vivencia desde el 23 de enero en Caracas;

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recorre de manera crítica la tradición poética venezolana, en especial desde los años sesenta. Empieza desde lo individual, abarca lo colectivo nacional, luego lo colectivo latinoamericano, luego el planeta entero. Paisajeno es un libro que habla de tradición, desde una tradición: la del delirio. Recorre el siglo veinte en manifestaciones centrales de la cultura, la historia y la política: Berlín 1919, Puebla 1923, Colliure 1939, La Habana 1943, Caracas 1958, Tlatelolco 1968, Río de la plata 1977, Tiananmen 1989, Moscú 1990. Cada una de estas relecturas y reescrituras es una invitación a intervenir la historia de manera crítica, a retomar aquello que hemos olvidado, a hacer memoria desde la palabra. Lleno de ambición, McKey retoma las aspiraciones de los grandes poetas latinoamericanos: Huidobro, Vallejo, Neruda y sus intenciones totalizadoras. Retoma los quiebres y requiebres de la generación de los sesenta en nuestro país, y la huella desacralizadora dejada por Roberto Bolaño en México, España y en toda tierra que hable español. Leer a Paisajeno es entrar en el desmadre. Como los círculos que se hacen en los ríos, y que nos llevan hacia abajo, así pasa con este libro. Posiblemente, el resultado es la muerte por agua. La asfixia, como en Góngora o Sor Juana, entre tanta palabra. VIII Desde la noche oscura de Santa Teresa y los afanes místicos hasta la ironía; desde lo hermético hasta la letanía de lo evidente; desde lo cotidiano y urbano hasta lo misteriosamente rural: Paisajeno explora nuestra angustia, nuestros vacíos y desconsuelos, nuestra mentira. Desde un espíritu cercano a Cioran, McKey no deja títere con cabeza. No se salva su juventud ni su generación, no se salvan poetas que no reconocen el delirio. Marca distancia. Habla desde la tradición

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de la izquierda iberoamericana, desde la tradición de la izquierda que parte de la Francia de 1848. Es un libro barricada. Es un libro No pasarán. Su propuesta es ética además de estética. IV Paisajeno es quizá el libro más arriesgado escrito en nuestro país en mucho tiempo. Eso no lo hace el mejor. Pero ha abierto nuevamente las puertas al delirio. Algo que, quizá con la excepción de Luis Moreno Villamediana, no veíamos desde hace varias lunas. No es un libro fácil: usted tiene que correr el riesgo de invertir horas leyéndolo y releyéndolo. Y aun así, quedará mucho sin entender. Es un libro para leer a través de los años. X Sin dudarlo, Paisajeno es un libro que Adriano González León, Salvador Garmendia, José Ignacio Cabrujas, Carlos Contramaestre, Julio Miranda, no despreciarían. Si esto es así, creo que vale la pena intentarlo. Intentar esta dificultad. Esta enorme arquitectura. ¿Intentar de nuevo el delirio? Comencemos leyendo Paisajeno. ¿Usted recuerda Jumanji? Bueno, es así. Más o menos.

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SOBRE DIARIO DE SOMBRA (EXTRACTOS 2004-2005), DE ANTONIO LÓPEZ ORTEGA El ejercicio del diario puede leerse, en este comienzo de siglo, como un legado luminoso de la modernidad. El registro íntimo, constante, de lecturas, experiencias de vida, viajes, dinámicas emocionales e intelectuales, no ha dejado de estar presente desde hace más de dos siglos, pero en especial, durante todo el siglo XX. El diario del escritor nos presenta textos de un valor incalculable, sean estos publicados de manera póstuma o en vida. Podemos pensar en el diario como un género crecido durante las últimas décadas y, más aún, como un testimonio vital de la labor intelectual y creativa de numerosos autores, indispensables para entender los vaivenes del pensamiento occidental. La tradición del diario ha encontrado piso firme en la literatura inglesa, francesa y alemana, en donde el diario es una herencia que hoy rescatamos como lo más logrado de muchos escritores. Musil, Canetti, Jünger, Gide, y también Marai, Sontag, Cheever, entre tantos autores que han cultivado esta forma escritural, nos han presentado textos de una elevada factura, que nada tienen que envidiar a otras obras de los mismos autores. En América Latina, el diario de Ricardo Piglia ha significado un extraordinario descubrimiento, todavía en proceso de edición y publicación. En Venezuela, además de Miranda y Blanco Fombona, el diario ha tenido presencia entre nosotros de manera casi secreta, boca a boca. También podemos pensar en los diarios escritores en el país por autores extranjeros, como el polémico diario de Ángel Rama, publicado ya hace algunos años. Entre nosotros, Alejandro Oliveros es quien más lo ha cultivado en los últimos treinta años (sus varios diarios, en diferentes editoriales: Universidad de Carabobo, UCV, Monte Ávila, Fundación para la Cultura Urbana, entre otras), pero los diarios de Rafael Castillo Zapata, Victoria de

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Stefano y Armando Rojas Guardia brillan ahora desde el secreto que nos presentan en sus páginas. Son obras valiosas que nos muestran la historia mínima del país, su registro íntimo, personal, gozoso y doloroso. Hablamos de textos de un extraordinario valor, en donde la profundidad de la lectura intelectual y su valoración crítica (Castillo Zapata), las dinámicas de la vida en familia y la labor escritural (De Stefano) y los balances existenciales a partir de experiencias vitales (Rojas Guardia) nos deslumbran y muestran los lados secretos, oblicuos y de una condición marcada por la honestidad, de cada uno de estos autores. Pero lo cierto, es que apenas estamos reconociendo el valor del diario entre nosotros dentro de la industria editorial. Hay más diarios, de estos autores y de otros más (el diario del librero Andrés Boersner es un secreto a voces, por ejemplo). En el diario, todo cabe: anotaciones, citas, poemas, extractos narrativos, confesiones, demandas, la intimidad más descarnada, la mayor fragilidad. Hay un camino largo entre su escritura y su publicación, en especial cuando ocurre en vida del autor: el pudor siempre está presente. No hay diario que sea publicado en estas condiciones que no presente una edición cuidadosa por parte del autor. Por este motivo, un diario es siempre un secreto revelado apenas. Como los mejores cuentos, lo extraordinario de los buenos diarios es el iceberg que sabemos hay debajo de lo que leemos (Hemingway dixit). En este contexto, la publicación de Diario de sombra (extractos 2004-2005), es un acierto editorial. Desde un principio el autor nos advierte de la condición de extractos por parte del diario en el tiempo seleccionado para la publicación. Además, destaca la ausencia de lo más íntimo y cotidiano del autor (la familia, por ejemplo, tan presente en los diarios de Alejandro Oliveros, en especial su hija Constanza), su día a día, detalles más precisos de su actividad laboral, sus recorridos diarios hacia la oficina y

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su regreso, qué comió. El diario tiene un extraño dictum: el autor del mismo pasa a ser una forma de personaje para el lector, y su vida, sus pensamientos, son registrados e interpretados en los siguientes términos: él es el protagonista de una historia que el lector va recorriendo y de esa manera, se apodera de ella. Un diario publicado en vida siempre demandará más por parte del lector, pero eso es parte de su seducción: siempre hay algo que el diarista decide no publicar. Por eso, quizás, es que el lector de diarios siempre quiere leer más: otros años, otras experiencias. Tanto Alejandro Oliveros como Rafael Castillo Zapata, hasta ahora, han respondido acertadamente a las demandas de los lectores. Sus vidas son también sus experiencias como lectores y como intelectuales, y el lector se conecta con esas dinámicas como un alumno en un aula de clase. Antonio López Ortega es un hombre múltiple: su condición de gerente cultural, destacando desde hace más de treinta años en estas labores, además de su condición de editor, promotor cultural e intelectual público de alto calibre parece que ha puesto su obra como narrador (son varios libros de cuentos en su haber) en un lugar aparte. ¿Lo hemos leído apropiadamente en los últimos años? ¿Leímos la recopilación de su narrativa en la década pasada, publicada por Mondadori? ¿Ha podido más su destacada actividad como promotor de otros escritores, ensayistas y poetas? Lo cierto es que la obra narrativa y ensayística (la primera más que la segunda) ha sido constante a lo largo de los años, aunque pareciera que a la sombra de la actividad pública, abierta al acontecer cultural del país. Podemos pensar que la primera publicación de sus Diarios nos puede llevar a su obra ficcional, artística, entre nosotros.

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Impacta la vuelta a esos años cruciales de la vida de los venezolanos (¿Cuántos no lo han sido desde el comienzo de este siglo?): 2004-2005. Año de referéndum revocatorio, de la pérdida de la Asamblea Nacional, de la consolidación final del chavismo entre nosotros. Diario de sombra es un diario político, en términos del registro de un país que se partió en dos a partir de estos dos años registrados en cada entrada del diario. Es un diario político, y además profundamente pesimista, uno que va recorriendo la caída en cámara lenta en el abismo. Comienza en Grenoble, Francia, en donde el autor se encuentra por actividades culturales, y sigue en París. Noviembre 23, es el comienzo del diario. Aunque es poco lo que recorremos de 2004, es también amplio y angustioso el dar cuenta del autor. La presencia de la cultura francesa, el encuentro con otros escritores, la discusión sobre lo pasa en Venezuela, llena las primeras fechas. La feliz noticia del premio Octavio Paz de Ensayo y Poesía para Eugenio Montejo, continúa las entradas (la alegría y el reconocimiento del trabajo intelectual y creativo de los otros es recurrente en este diario, algo extraño entre nosotros: el agradecimiento). Luego, leemos lo que marca la pauta del diario en adelante: el cuestionamiento intelectual del chavismo, la confrontación a poetas e intelectuales que lo apoyan (el caso de Ramón Palomares, por ejemplo). Esto ocurre, en la mayoría de los casos, a partir de la transcripción completa o parcial de artículos periodísticos en medios venezolanos, intercambio de correos (con Elisa Lerner, por ejemplo), conversaciones telefónicas (con Tulio Hernández) o encuentro de amigos escritores en el extranjero o dentro del país (Gustavo Guerrero, Elizabeth Burgos, entre otros). López Ortega valora mucho la valentía, la honestidad intelectual a toda prueba. Lo hace con la transcripción de artículos periodísticos, entrevistas y ensayos de Fernando Yurman, Luis Pedro España, Guillermo Sucre, Susan Sontag, Miguel Ángel Campos, Colette Capriles, Armando Romero, Nelson Rivera, Huber Matos, Ramón Díaz Sánchez, Omar Noria, Marcos

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Aguinis, Milagros Socorro, Fernando Rodríguez. Citaremos el calibre de algunos de estos textos citados por López Ortega con dos ejemplos. El primero, los textos “Incrédulos, fugitivos”, publicado por Miguel Ángel Campos en la antigua revista Veintiuno, en diciembre de 2004: Es fácil darse cuenta cómo en Venezuela ha faltado como antídoto una buena dosis de desprecio del poder. Nadie parece haber escapado a su tentación, a su prestigio de halagos de media calle: desde los intelectuales que esperan en la antesala de los jefes de rebenque, hasta ese abrirse paso imprudente de quien no sabe ponerse en su lugar y que en su imposibilidad termina haciendo el elogio de fuerzas bastardas. El segundo, una entrevista de Nelson Rivera a Colette Capriles. Nos dice esta última: …nuestra cultura está construida en la medida en que tuvimos una democracia que yo llamo distribuidora o de bienestar, o utilitaria, que es el nombre que le da Juan Carlos Rey. Aquí la democracia se ha considerado sólo en la medida en que da resultados. El Pacto de Punto Fijo lo establece así, porque permitía conjurar los peligros que se abalanzaban sobre la democracia, tanto de derecha como de izquierda. Nunca se valoró a la democracia por sí misma. No tenemos valores democráticos; somos completamente utilitarios. Esto explica la adhesión que podemos tener hacia quien más nos ofrezca. Nos subastamos como cultura y eso es grave, porque muestra con el dedo, acusadoramente, el vacío discursivo. Son dos textos fuertes, sin contemplaciones, que buscan evidenciar una lectura poderosa de la condición del intelectual en Venezuela y del mismo, en el marco de la democracia. Sus fallas, errores. Pero también, hay que decirlo, su capacidad y

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lucidez para articular y leer las realidades incómodas del ser nacional. López Ortega también reserva entradas y páginas a intelectuales del chavismo que lo atacan o simplemente atacan a la oposición. Muestra su corrupción, su decadencia, su envilecimiento: Néstor Francia, José Vicente Rangel, Miguel Márquez, Juan Calzadilla Arreaza. Leer Diario de sombra es la posibilidad de ver la tragedia comenzar a gestarse; tener conciencia de la labor cierta y constante de muchos pensadores en Venezuela al advertir nuestro extravío desde hace muchos años, pero también, la ausencia del eco por parte de muchos dirigentes políticos, en cualquiera de sus orientaciones políticas. Entre la comodidad de la intelectualidad en Venezuela, fruto no solo del rentismo, sino desde años anteriores y la valentía de algunos de estos intelectuales es decir lo que nadie quiere escuchar, se mueve el diario de López Ortega. Un diario que es el registro de lo más bajo y lo más honesto de nosotros mismos. En el medio, los viajes a Margarita del autor buscando sosiego, la posibilidad de la escritura en el desmadre del país, la posibilidad del pensar y registrar todo derrumbe. El registro cotidiano de lo trágico entre nosotros, contenido en los diarios, va de la mano con la impotencia por el silencio ante tantas advertencias. Queda la constancia, el testimonio, la escritura.

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Venezuela es un país esencialmente triste: Para una lectura de Los desterrados, de Eduardo Sánchez Rugeles ¿Fue Andrés Bello el primero de nuestros desterrados, o lo fue Simón Rodríguez?, ¿quién asumió ese destierro primero, como condición final de su existencia? Bello sale para Londres en senda Embajada con Bolívar y López Méndez y decide quedarse en la ciudad de la niebla. Veinte años después, parte hacia Chile, a realizar su gran labor pedagógica. Rodríguez viviría menos fortuna. Ambos, dejaron atrás al territorio nuevo, con no más de medio siglo de existencia desde 1777, denominado Venezuela. La condición de destierro en Bello y en Rodríguez es sin igual: son próceres, héroes civiles, de la gesta independentista. Figuras intelectuales nuestras como Baralt, ya lo serían de los tiempos republicanos. Y entrado el siglo XX, con Pocaterra, Gallegos, Picón Salas, nos encontraremos con otro tipo de desterrados: aquellos que la historia no quiso para sí, en esa tierra decimonónica, aun entrados ya los pasos en el siglo de los modernos. Nuestra condición de desterrados, exiliados, hijos de la diáspora, es remoto. Miguel de Cervantes añoró toda su vida poder ir a las Indias, específicamente hacia el Alto Perú, hoy Bolivia, a hacer fortuna. El veterano de Lepanto pasaría mucho de sus días como recogedor de Impuestos para la Corona Española, repudiado por el común en esta amarga labor, solo para ver esos dineros hundirse muy cerca de las costas inglesas en ese ridículo histórico denominado “La Derrota de la Armada Invencible”. Antes que él, Garcilaso hizo sus mejores días en Italia. Los fundadores de la lengua española, se sentían hijos de ese aire de libertad que era la Bota italiana, y lamentaban constantemente sus penas en tierras de España.

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Somos hijos de los nómadas. Pero en especial, lo es todo aquel que se atreva a las ideas en tierras americanas. La lista de aquellos llenos de ansias de otros lugares es enorme: desde Guzmán Blanco hasta Ramos Sucre, desde nuestros grandes artistas plásticos hasta nuestros más destacados poetas. La utopía de las ideas, de la Ilustración, del pensamiento, ha encontrado múltiples obstáculos en el Nuevo Mundo, e incluso aquellos que han triunfado, se han llenado la boca con la sangre del destierro. Existen quienes no se han querido ir y han terminado marchándose por causas de fuerza mayor (en Hispanoamérica, siempre es política esta fuerza mayor), y quienes lo han decidido libremente. Han roto lazos; quemado naves. Han odiado incluso la tierra en donde nacieron. Después de la Guerra Civil española, la lista es larga: Guillén, Salinas, Cernuda. Muertos: Lorca, Hernández. Desterrados de la generación del 98: Machado, Jiménez. El caso que más me ha llamado la atención siempre ha sido el de Cernuda. En su Díptico Español, bien nos dice, ya desde el primer poema, Es lástima que fuera mi tierra, lo siguiente: Soy español sin ganas Que vive como puede bien lejos de su tierra Sin pesar ni nostalgia. He aprendido El oficio de hombre duramente, Por eso en él puse mi fe. Tanto que prefiero No volver a una tierra cuya fe, si una tiene, dejó de ser La mía, Cuyas maneras rara vez me fueron propias, Cuyo recuerdo tan hostil se me ha vuelto Y de la cual ausencia y tiempo me extrañaron. Cernuda asume con lucidez algo que acompaña a muchos hombres, en especial desde los tiempos de la Ilustración: rabiar

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la tierra, destetarse de ella. Otra figura quizá similar pueda ser José Antonio Ramos Sucre. No suelen ser bien vistos; incomodan; rompen los moldes de una modernidad idiota, que se afana en los infiernos del Nacionalismo, de la idea de Raza, o en el fundamentalismo religioso, económico e ideológico. Vivimos, aun, un tiempo que no acepta disidentes, y en donde aquel que rompe con lazos asumidos en el colectivo como definitivos, debe hacer fila en la larga cola de los pronto a ser ahorcados. Nos hemos acostumbrado a ver, hoy en día, estas figuras asomarse en sociedades no Occidentales: en China, en Irán, en otros lares. Pero en Occidente esta lista es larga. Son pocos quienes han defendidos a los heterodoxos, a los raros, a quienes creen más en el individuo que en los colectivos. Figuras tan disímiles como Beckett, Celan, Canetti, Brodsky, Naipaul, Goytisolo, por solo mencionar algunos, se asoman como soles en estos tiempos excluyentes. Autores como George Steiner, en su Extraterritorial, o el doctor José Solanes, entre nosotros, han trabajado con fuerza el exilio, el destierro, la diáspora entre los intelectuales. Quisiera hablar del libro de Solanes. Editado por Monte Ávila en 1993 y desaparecido de cualquier estante, Solanes hace una de las exploraciones más lúcidas sobre el tema, en lengua española. Los nombres del exilio, no tiene nada que sobre; todo dice, todo explora, todo recorre. Español exiliado en tierras venezolanas, psiquiatra destacado, José Solanes escribió un libro que merece ser reeditado con premura. En él, podemos encontrar las preguntas bien formuladas con respecto a todo aquello que comprenda la condición humana más allá de las fronteras nacionales. Es de la mano de Solanes que pude explorar con claridad un libro como Los desterrados, de Eduardo Sánchez Rugeles. No quisiera hablar sobre su éxito editorial, sus logros como autor joven, sus triunfos en concursos literarios. Tampoco de sus títulos universitarios, o su labor docente en Venezuela. El Sánchez Rugeles que me

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interesa es aquel que decidió irse a vivir a España y no volver más. Aquel que edita en Venezuela, que hiere con fuerza en la carne de la comodidad criolla, que se hace antipático ante el cheverismo desatado entre nosotros. El libro Los desterrados, no habla de cualquier partida de tierras nacionales. Habla del exilio del lector. Del venezolano como lector de sí mismo, es decir, de la ausencia de una conciencia crítica profunda, no inmediatista, no venal. Durante todo el libro de crónicas de este autor, diversos matices son explorados: la muerte en muchas variantes, la sátira más ruda, la ironía más afilada, el humor más corrosivo. Sánchez Rugeles explora no el fracaso de una utopía nacional, no sus restos: explora la distopía colectiva como condición sine qua non criolla. Abordando casi siempre dos historias en paralelo, que se van hilando una a otra para la construcción de la historia final, el texto va haciéndose crónica a través de la música popular venezolana, de Sabina, y de diversos parajes que acogen a sus protagonistas: Chipre, Portugal, Italia, España. Todo recorre, por medio de veloces y muy acertados flash-backs, recuerdos dolorosos de los tiempos en que estos desterrados vivían en Venezuela. El fracaso de sus ilusiones, el quiebre de sus promesas, el resultado final de sus caminos, allende el mar. El exiliado es el paradigma del hombre, diría Solanes. Las críticas son feroces hacia todo lo que consideramos bueno, nuestro, instituido: El Miss Venezuela, Sábado Sensacional, nuestros ilustrados, nuestros deportistas, el militarismo, la mitología de la izquierda entre nosotros y muchos de sus falsos logros, figuras como Rómulo Gallegos, entre tantas cosas. Las crónicas de este libro están escritas con la saliva de múltiples gargajos.

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Textos mayores son El odio, casi un manifiesto para todo aquel que desee dejar atrás esa condición particular: ser venezolano; Redención, quizás el texto más hermosamente escrito, saudoso, donde nos encontramos con citas como esta: Todo está en la memoria. Uno, finalmente, no pertenece a una cosa tan abstracta e insignificante como un país, ni siquiera a una ciudad. La vida, supongo, se construye en tu calle, en la ventana de tu casa o tropezando en el mercado con las personas de siempre; quizás la idiosincrasia no sea más que una cuestión de esquinas y paradas de autobús. Yo, por ejemplo, no sabría decir si soy venezolano o portugués, mucho menos español, ni siquiera soy caraqueño. Lo que sí puedo decirte y lo que realmente siento es que soy de Los Chaguaramos. En el fondo, no soy más que un ciudadano de la Avenida Las Ciencias. También textos como La Culpa, o E-mail desde Jamaica, son memorables, en donde la crítica política, en especial en el último de los textos mencionados, es clara y concisa: La verdad es muy simple, Henry: el llamado chavismo es un proyecto totalitario. Cualquier justificación de este despropósito no es más que mala literatura. Impera en estas tierras un totalitarismo bailable, un bingo incompleto, un absolutismo circense, una raza híbrida de tiranuelos y sicarios. Esta feria del mal gusto no aparece descrita en los ensayos de Arendt o Raymond Aron. La teoría, en este contexto, es inútil. No puedo satisfacer tu curiosidad de científico social ya que la realidad venezolana no se adapta a ninguno de los modelos que interpreta la lógica del mundo. Autores como Bobbio o Sartori preferirían alquilar pornos o ver un partido de fútbol de la segunda división italiana antes que perder su tiempo en teorizar sobre lo «inteorizable». Existe una expresión popular que, en gran medida, permite comprender la dialéctica criolla: en Venezuela impera la cultura del cogeculo. Este modismo

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vulgar, de explícitas alusiones, se aplica a totalidad de la rutina y ha sido institucionalizado por el mal gobierno. En este país es legítimo afirmar –parodiando el título de la novela de Sael Ibáñez– que vivir atemoriza. En otros textos, Sánchez Rugeles, explora la nostalgia, la melancolía devoradora de cualquier sueño y, en términos formales, diversas expresiones comunicacionales del siglo XXI: en todo momento, los correos electrónicos, el chat, los viajes constantes, la búsqueda de algo indefinido, define el rumbo de los textos. Los desterrados es casi una bitácora personal de Sánchez Rugeles, a través de varios personajes, en especial Lautaro Sanz, a quien podemos reconocer como a un hijo posmoderno de Maqroll el Gaviero. Trece crónicas, más el Discurso de recepción del Premio Iberoamericano de Literatura Arturo Uslar Pietri, componen el libro. Lo invitamos a leerlo en su condición de lector, siempre fuera de toda frontera en estos tiempos y otros más atrás, con toda la rabia interior que usted pueda tener reprimida, y sin olvidar que usted también, en algún momento de su historia, también podría llegar a ser un desterrado.

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MARIANO PICÓN SALAS EN CHILE: 1923-1936

Partí, es cierto, sin ninguna vocación de héroe, quizá defendiendo egoístamente lo más personal e intransferible.

MARIANO PICÓN SALAS

En 1923, Mariano Picón Salas parte para Chile, a un largo exilio de 13 años. Tiene apenas 24 años y cuando regrese al país, en 1936, luego de la muerte de Juan Vicente Gómez, tendrá 37, un título universitario, experiencia laboral y profesoral, y un matrimonio. Es en Chile en donde ocurren sus años de formación intelectual y de vida, en un país muy alejado de las realidades del suyo en esos tiempos. El país del que se aleja Picón Salas es un país sembrado de gomecismo hasta los tuétanos, en donde la cárcel parece ser el camino de la mayor parte de los estudiantes que quisieran ver realizadas las ideas progresistas que viven con ardor en sus cabezas. En Regreso de tres mundos (Otero ediciones, 2015), podemos recorrer el periplo vital de Picón Salas en sus años de formación: sus primeros estudios, la llegada a Caracas y su estadía breve en años allá, y su partida hacia Chile, en un exilio voluntario pero también, según sus reflexiones, inevitable. En verdad, el panorama no puede ser más desolador. Picón Salas parte hacia el sur cinco años antes del año 28, con el resonar que significó la participación altiva de los estudiantes contra el régimen de Gómez, y la esperanza de un cambio de gobierno que se diluyó como sal en el agua. El ambiente intelectual en Venezuela no es, para nuestro autor, el más elevado e idóneo. Su estadía en Caracas, a donde llega desde su Mérida natal en 1919, llena de momentos dorados de juventud, se va oscureciendo ante la aparente posibilidad de un futuro. Nos dice Picón Salas:

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Pero todo ser puro en aquella Venezuela en que triunfaban los más audaces y cínicos (ya lo observé cuando hice entrega de las cartas de recomendación) tenía que preguntarte si valía la pena cumplir la vigilia de Parsifal en busca del vaso sagrado. ¡Cuántas generaciones se frustraron persiguiendo esa copa divina que debía contener sólo unas gotas de libetad; las necesarias para producir la alegría del pueblo en servidumbre! Al final de toda ascesis, de este pulimento del alma para su tarea superior, nos esperaban-como a las mejores y dignas gentes del país-las cárceles de Juan Vicente Gómez. La visión de la vida intelectual, y de la posibilidad de desarrollarla, es oscura. Picón Salas ve la mediocridad reinante en la capital, llena de poetas borrachines, de gente vendida al gomecismo, o de algunos otros que han preferido el silencio creador, sin esperanzas mayores de publicar, mientras se van consumiendo como un cáncer. No ve Picón Salas con buen ánimo ni talante a los “viejos escritores” y sus tertulias, mucho menos la pobreza reinante entre todo individuo dedicado a la cultura. Frustración histórica, es una frase frecuente en la pluma de Picón Salas al recordar estos años. Apenas el solaz del gozo sexual con las muchachas y las clases con Razetti levantan alabanzas mayores. Impotencia, imposibilidad, escepticismo, descreimiento son palabras que aparecen en la mente del lector al leer algunas páginas de sus memorias. Poco tiempo después, se regresa a Mérida, a ayudar a su familia en sus tierras, pero esta aventura terminaría en fracaso: el quiebre de su padre, y la ruina de su familia. Ante un escenario como este, se ve resuelto a abandonar el país: También nosotros nos marchamos buscando un poco de sombra en la desazón de nuestro destino. No somos precisamente héroes, pero quisiéramos hacer algo o partir muy lejos.

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Chile El ideal para partir de Picón Salas es romántico. Sueña con la realización intelectual y artística, y con la posibilidad de un futuro de triunfo (más que de fama). Piensa que su permanencia en Venezuela significaría una vida de “señorito que no sufre por la comida ni por la ropa limpia” y, como rechazo a ese futuro, se imbuye del ideal del inmigrante de todos los tiempos: “vencer la adversidad con el trabajo de mis manos, con la energía y la constancia que extrajera del alma”. Su llegada ocurre en Valparaíso, luego de viajar en un barco lleno de gallegos y asturianos, entre otros gentilicios. Estos están llenos de optimismo, el optimismo y la esperanza q ue sostienen los que sueñan y creen en un futuro promisorio y cierto en tierras diferentes a las suyas. Consigue trabajo en una casa “de minutas”, dedicado a la compra y venta de muebles y objetos. No es un lugar agradable. Duerme en el mismo establecimiento, para resguardarlo de posibles ladrones. En Valparaíso comienza, casi inmediatamente, a relacionarse como grupos políticos anarquistas. Comienza, también, a escribir.varios artículos salen publicados en la revista Claridad, de Santiago. El hecho de que le aceptaran los artículos lo estimula y lo hace cuestionarse esos días de trabajar en la tienda de venta. En otro periódico, La estrella, le publicaban una nota sobre Eduardo Barrios. El autor le escribió agradeciéndole el texto y estimulándolo a seguir escribiendo. Y lo invita a su casa. Muy pronto, Mariano Picón Salas se ve tomando el tren a Santiago, olvidando nuevamente esa vida mediocre y procurando seguir el camino de sus sueños de escritor. Picón Salas vive la exaltación agradecida de quien vive la experiencia de la oportunidad en tierras foráneas. Su exaltación y agradecimiento, su idealización incluso, es enorme. Chile significa para Picón Salas algo que no consiguió en Venezuela:

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un sentido de la medida, del orden inglés, de paz constitucional y jurídica. También, el ejemplo de Andrés Bello termina siendo proverbial. Nuestro autor procura algo que suele ser despreciado: un espacio en donde prive el sentido común. Chile lo fue para Bello. También lo será para Picón Salas (Otras experiencias venezolanas en Chile, como la de Juan Sánchez Peláez, Guillermo Sucre o Francisco Massiani, fueron diferentes. Ya eran otros tiempos y había otras exaltaciones). Nos dice don Mariano: Contra la reticencia venezolana-legado de las dictaduras-, que nos acostumbró apenas a insinuar las cosas o a velar con un rictus las palabras que no queríamos decir, aquí se habla a pulmón libre, y se enfrentan en la discusión los más diversos juicios. Picón vive en Chile, además, un momento grandioso para la educación en América Latina: la huella de Vasconcelos, el énfasis en la proliferación de colegios, en especial en el Sur del continente, que lo auparon más adelante a creer en la posibilidad de un futuro para la región, en especial para Chile. Con esta vivencia, está la de la fiesta y las muchachas, la camaradería, la noche. Nuestro autor, eso sí, no se engaña: vive en la pobreza y la soledad, y sabe que su camino apenas se está gestando. Muy pronto, consigue un trabajo esperado: inspector de estudiantes en el Instituto Nacional de Santiago. En paralelo, se inscribe en los cursos de Historia de la Facultad de Filosofía y Educación. Aprende el oficio de investigar, de documentarse, de estudiar. Decide emprender la carrera de Pedagogía en Historia, y luego será profesor universitario durante algunos años.

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Hay dos elementos que conforman la experiencia vital de Picón Salas en Chile: La educación sentimental y la educación política. Pocas cosas, quizás, definan más a un hombre en la edad de Picón. Sus entradas en el libro sobre el amor y la revolución son exploraciones ensayísticas en donde priva la celebración y la exaltación de la pasión y en amor (hijo de Stendhal, hijo de Francia en este sentido; hablamos de un hombre de un epicureísmo permanente) y la crítica y el cuestionamiento de lo dogmático y agresivo en las ideas revolucionarias. Devoto de Spinoza y de Kant desde joven, Picón Salas observa al marxismo siempre con sospecha. Desde sus lecturas y conocimientos, cuestiona el ideario marxista leninista. No puede concebir un sistema que provilegie tanto los elementos materiales de la existencia. Cito: No se trataba de defender el capitalismo, sino de buscar para el hombre una liberación más radical que la de la ley de bronce del salario. Y ninguna dictadura, aunque se llame la bendita y transitoria de los proletarios, puede establecer la libertad por la contradicción intrínseca de los términos. Hay una crítica, desde la denuncia y también desde el escepticismo, del “endemoniado” dostoievkiano: La característica del “endemoniado”- es su sequedad de corazón, su nomadismo o destierro afectivo que petrifica en una sola idea o pasión simplificada lo que en el hombre normal y ecuánime se reparte en afectos o solicitaciones vitales. Siente que el mundo lo castigó o no supo adaptarse a él, y verterá su insatisfacción en la venganza. Picón Salas comienza a ser, en Chile, el hombre templado que será el resto de su vida. Su visión de la política, en la soledad del exilio, le permite la reflexión y distancia necesaria para poder pensar los avatares políticos de su tiempo. Lo que reflexiona

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Picón sobre el “endemoniado”, parece un retrato del ideal revolucionario que cruzará todo el siglo XX, no solo en Venezuela o América Latina, sino en el mundo entero. Con ese temple, regresará nuestro autor a costas venezolanas, para pensar en la construcción de un país. Un hombre ya curado de impaciencias. El regreso Picón Salas vuelve a Venezuela en 1936, luego de la muerte de Juan Vicente Gómez. Durante años se mantuvo en comunicación, a través de numerosas cartas, con diferentes intelectuales y políticos venezolanos, en especial Rómulo Betancourt. ¿Por qué vuelve un hombre ya instalado en otro país que lo acogió, en donde realiza su trabajo intelectual lleno de tranquilidad? ¿Para qué vuelve un expatriado? Son preguntas que consideramos válidas hacer. El regreso de Picón Salas, claro está fue providencial. Es encargado de negocios en Checoslovaquia, entre otros cargos diplomáticos y director de Cultura y Bellas Artes del Ministerio de Educación. Funda la Revista Nacional de Cultura en 1940 y trabaja como conferencista y profesor en diferentes universidades estadounidenses. Sumado a esto, publica varios títulos importantes, destacando entre ellos Formación y proceso de la literatura venezolana, De la conquista a la independencia, y Viaje al amanecer. Pero también vivió los avatares de la transición gomecista y de un país al que le costaba tomar un ritmo de cambio ideal. O iba muy rápido (el afán de los partidos políticos por generar cambios de manera vertiginosa) o muy lento (el proceso de democratización real que demanda el país, y que los gobiernos de López Contreras o Medina Angarita parecen no leer de manera idónea). En este vaivén, se mueve Picón Salas, quien percibe un país que no termina de despertar y está lleno de resentimientos y dolores acumulados. Además, un país que ve con desconfianza a los que regresan:

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a todos los que regresan-desde el glorioso ejemplo de Miranda hasta el mínimo de los viajeros de 1936- se les cobra un obligado peazgo sentimental. La visión crítica de Picón Salas no deja de estar presente. Recorre sus artículos y discursos. Lo mueve, paralelo a su preocupación permanente por lograr que el país pueda entrar definitivamente al siglo XX. Dentro de esas preocupaciones, está la paralización que el gomecismo logró en la población venezolana. Y cómo esta población percibe, incluso, los cambios que se presentan en los años subsiguientes a la muerte del dictador. Cito: Hubo los que se acostumbraron a la dictadura que les ahorraba toda preocupación de pensar y que cuando se portaban mansos los aseguraba el empleo, y hubo después-al morir el tirano-los ofuscados vengadores y los que propiciaban el cambio y la agitación permanente para que las cosas se moldearan de acuerdos con sus ideologías. El panorama del regreso, para Picón Salas y de muchos más, es difícil. Algunos, prefirieron tomar, de tanto en tanto, una delegación diplomática para paliar la imposibilidad de acostumbrarse a los asuntos del país. O, nuevamente, el exilio, con la llegada de Pérez Jiménez, en el año 48. Hablar de regresos, muchas veces, es más difícil que hablar de las partidas. Picón Salas dejó atrás una vida hecha, soñada desde joven, por el regreso a un país que apenas comenzaba a despuntar. No fue una decisión sencilla, ese regreso. El legado de Picón Salas, en obras y acciones, nos dice que sí valió la pena. Si ese regreso no hubiera ocurrido, quizás la historia intelectual de Picón Salas hubiera sido distinta.

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ÍNDICE 5 PRÓLOGO: La mirada interior se despliega, por Miguel Gomes 15 La ciudad sin límites: La palabra como ocultamiento/la ciudad como sombra 39 La muerte del Centauro 47 Nombrar ambos lados del camino: Sobre El Duelo, un libro alazano de Igor Barreto 51 El registro silencioso 57 Razón del extraviado 63 Volver a nuestros dioses más profundos 67 Leer desde el delirio: Apuntes sobre Paisajeno, de Willy McKey 75 Sobre Diario de sombra (extractos 2004-2005), de Antonio López Ortega 81 Venezuela es un país esencialmente triste: Para una lectura de Los desterrados, de Eduardo Sánchez Rugeles 87 Mariano Picón Salas en Chile: 1923-1936

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Ricardo Ramírez Requena Ciudad Bolívar, Venezuela, 1976

Licenciado en Letras por la Universidad Central de Venezuela, es

profesor actualmente en la misma universidad. Escritor, gerente

cultural. Director de la Fundación La Poeteca. Es autor del

poemario Maneras de irse (Ígneo, 2014) y del diario Constancia

de la lluvia (Ganador del XIV Concurso Anual Transgenérico de la

Fundación para la Cultura Urbana en 2014. Caracas, 2015).

Narraciones y textos suyos se encuentran recopilados en diferentes

publicaciones, como Fervor de Caracas (Ana Teresa Torres,

Compiladora. Fundavag). Con Diajanida Hernández, preparó la

antología Poesía contra la opresión, 1920-2018 (Provea/Fundación La Poeteca, Caracas, 2019).

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Un vistazo inicial a su prosa bastará para que nos percatemos de que, sea lo que sea que el autor de Otros bosques entienda como ensayo, este se halla en comercio franco con otros géneros: es evidente el lirismo y el tesón narrativo de muchos pasajes. Y el lector captará que las lecciones de Montaigne no se han olvidado, ya que la construcción de una voz no es de ningún modo inquietud secundaria; tanto se perfila, que no escasean los roces con el dominio de lo autobiográfico.

MIGUEL GOMES

COLECCIÓN Voz Aislada