osip mandelstam- el sello egipcio (maldoror)

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OSIP MANDELSHTAM

EL SELLO EGIPCIOTraducción:

Jorge Segovia y Violetta Beck

MALDOROR ediciones

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Maldoror ediciones agradece la inestimable colaboraciónaportada por la eslavista Stanisława MACIEJEWICZ para el buen fin de esta traducción de El sello egipcio,

de Osip Mandelshtam.

La reproducción total o parcial de este libro, no autorizada por los editores, viola derechos de copyright.

Cualquier utilización debe ser previamente solicitada.

Título de la edición original: Eguipetskaia marka

Izdatelstvo Ripol Klassik, Moskva 2002

© Primera edición: 2008© Maldoror ediciones

© Traducción: Jorge Segovia y Violetta Beck

Depósito legal: VG–44–2007ISBN 10: 84–934956–4–6

ISBN 13: 978–84–934956–4–0

MALDOROR ediciones, [email protected]@maldororediciones.eu

www.maldororediciones.eu

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EL SELLO EGIPCIO

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No me gustan los manuscritos enrollados.Algunos son pesados y están cubiertos

por la pátina del tiempo, como la trompeta del arcángel.

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I

a criada polaca había ido a la iglesiaQuarengui para chismorrear y rezara la Virgen.

Aquella noche soñé con un chino que lleva-ba al cuello –como si de un collar de perd i-ces se tratara–, una sarta de pequeños tale-gos, y también con un duelo al modo ameri-cano, donde los adversarios disparaban suspistolas contra montones de vajilla, tintero sy retratos f a m i l i a re s .Familia, te ofrezco un emblema: un vaso deagua hervida. Con el sabor cauchutado delagua hervida petersburguesa bebo la yugula-da inmortalidad doméstica. La fuerza centrí-fuga del tiempo ha dispersado nuestras sillasvienesas y nuestros platos holandeses decora-dos con pequeñas flores azules. Nada ha que-dado. Han transcurrido treinta años como unlento incendio. Durante treinta años, la llamafría y pálida ha lamido el reverso de los espe-jos con las etiquetas de o rd e n a n z a . P e ro¿cómo separarme de ti, amado Egipto de lascosas? De la evidente inmortalidad del come-d o r, del dormitorio, del gabinete. ¿Cómoexpiar mi falta? Quieres unValhalla: ahí estánlos depósitos Kokorevski. ¡A guardarlas allí!

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Imbuidos de miedo, los mozos de cuerdalevantan el piano de cola Mignon, semejantea un negro meteorito barnizado y caído delcielo. Las esteras se extienden como casullassacerdotales. En las escaleras, el espejo bogade través, maniobrando en los rellanos contoda su altura de palmera.Por la tarde, Parnok había colgado su levitaen el respaldo de la silla vienesa; por lanoche, hombros y sisas debían descansar,dormir un dulce sueño de cheviot. Sobre lasilla vienesa, quién sabe, ¿tal vez la levitahace cabriolas, rejuvenece, en una palabra: sedivierte?... Amiga invertebrada de los jóve-nes, echa de menos el tríptico de espejos delsastre del entresuelo... En la prueba es unsimple saco: ni completamente una coraza decaballero, ni siquiera un dudoso chaleco queel sastre-artista esbozará y marcará con tizaantes de insuflarle vida y movimiento:– ¡Ve, hermosa mía, y vive! ¡Lúcete en losconciertos, pronuncia discursos, ama y extra-víate!– Ah Mervis, Mervis, ¡qué has hecho! ¿Porqué privaste a Parnok de su envoltorio terre-nal, por qué lo has separado de su bienama-da hermana?

– ¿Duerme?– Duerme... ¡El canalla! ¡Lástima de malgas-tar luz en él!

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Los últimos granos de café desaparecieron enel cráter del molino–organillo.El rapto se llevó a cabo.Mervis la raptó como a una Sabina.

Nosotros contamos por años, pero en reali-dad, en cualquier casa de Kamenoostrovski,el tiempo se dividía en dinastías y siglos.El ajetreo de una casa es siempre algo fastuo-so. Los límites de la vida son ahí infinitos:desde el aprendizaje del alfabeto gótico ale-mán hasta el dorado tocino de las empanadi-llas universitarias.El vanidoso y susceptible olor de la bencinay el viscoso olor del buen petróleo defiendenla casa, vulnerable por la cocina, dondeirrumpen los sirvientes con catapultas deleña. Los paños del polvo y los cepilloscalientan su blanca sangre. Al principio, había un tablero y el mapa delos hemisferios de Ilin. Parnok buscaba ahí un consuelo. El papel detela irrompible le tranquilizaba. Siguiendo elrastro de los océanos y continentes con elmango de la pluma, componía itinerarios deviajes fabulosos, al mismo tiempo que com-paraba el contorno aéreo de la Europa ariacon la estúpida bota de África y la inexpresi-va Australia. Encontraba también un ciertopicante en América del Sur, a partir de laPatagonia.

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Ese respeto por el mapa de Ilin lo llevabaParnok en la sangre desde los tiempos inme-moriales en que se imaginaba que los hemis-ferios de ocre y aguamarina, semejantes a dosencantadas burbujas aprisionadas en la redde las latitudes, estaban encargados de unamisión concreta por la cancillería ardiente delas mismas entrañas de la tierra, y que –comopíldoras nutritivas–, encerraban en ellos unconcentrado de espacio y distancia.

Q u i z á s e a con el mismo sentimiento c o m ola cantante de la e s c u e l a i t a l i a n a, que sedispone a emprender una gira por la aúnjoven América, re c o r re con su voz la cartag e o g r áfica, mide el o c é a n o con su timbremetálico, comprueba el incierto pulso de lasmáquinas del t r a n s a t l á n t i c o con sus trinosy t r é m o l os . . .En la retina de sus pupilas zozobran esasmismas dos Américas, semejantes a dos car-tapacios verdes, comprendiendo Wa s h i n g -ton y el Amazonas. Con la primera nievemarina y salada, renueva el mapa geográficoi n t e r rogando al futuro hecho de dólares ybilletes de cien rublos con su arru g a m i e n t oi n v e r n a l .Los años cincuenta la han defraudado.Ningún bel canto puede embellecerlos. Entodas partes el mismo cielo bajo, pesadocomo un techo, idénticas salas de lectura

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ahumadas, como idénticos son los astiles del“Times” y “Vedomosti”, a media asta en elcorazón del siglo. Y, finalmente, Rusia... Sus oídos serán cosquilleados por el indolen-te murmullo de las sibilantes rusas. Su bocase arqueará hasta las orejas al oír el increíble,el inexpresable sonido “bl”.Después, los caballeros de la Guardia real sereunirán para el oficio de los muertos en laiglesia Quarengui. Dorados carroñeros pico-tearán inmisericordes a la cantante católicaromana.¡En qué ligias alturas la han colocado! ¿Acasoesto es verdaderamente la muerte? Ni siquie-ra la muerte se atrevería a respirar en presen-cia del cuerpo diplomático. – ¡La hemos colmado de penachos, de gen-darmes, de Mozart!Fue entonces cuando acudieron a su mentelos delirantes personajes de las novelas deBalzac y Stendhal: partidos a la conquista deParís, los jóvenes limpiaban sus zapatos conun pañuelo a la entrada de los hoteles parti-culares ...y Parnok, ay, fue en busca de sulevita. El sastre Mervis vivía en la calle Monetnaia,muy cerca del liceo; pero ¿trabajaba para losliceístas? –esa es la pregunta; más bien esto sesobreentendía, igual que el pescador del Rhinpesca truchas y no cualquier cosa. Sin embar-go, parecía evidente que en la cabeza de

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Mervis no sólo había preocupaciones de sas-tre, sino también algo mucho más importan-te. No en vano sus familiares acudían desdelugares lejanos, y, entonces, el cliente retroce-día, consternado y arrepentido. – ¿Quién le dará a mis hijos un trozo de pancon mantequilla? –dijo Mervis haciendo unmovimiento con la mano como para cortarmantequilla, y, en la limpia atmósfera de lacasa del sastre, Parnok tuvo la sensación dever no sólo la mantequilla moldeada enforma de pequeñas estrellas o húmedos péta-los, sino también como manojos de rábano.Después, Mervis encauzó sutilmente la con-versación hacia el abogado Gruzenberg quele había encargado, en enero, un uniforme desenador, y, acto seguido y sin razón aparente,le dijo que había regañado a su hijo Arón–alumno del Conservatorio–, por una nimie-dad, acabó por embrollarse, se azoró y buscórefugio tras el tabique. – Qué hacer –se preguntó Parnok–: tal vezsea así, quizá esa levita ya no existe y verda-deramente la haya vendido como dice parapagar el cheviot.

Además, cuando uno lo piensa, a Mervis nose le da bien el corte de levita: se inclina porla chaqueta que le resulta evidentemente másfamiliar.

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Lucien de Rubempré vestía ropa interior detela vasta y un traje mal cortado, hecho por elsastre del pueblo; comía castañas por la calley tenía miedo de los porteros. Un día de buenaugurio se afeitó, y de la espuma del jabónnació su futuro.Parnok estaba solo, olvidado por el sastreMervis y su familia. Su mirada cayó sobre eltabique tras el cual se dejaba oír una vozfemenina de contralto, de resonancia judía,lánguida y metálica. Aquel tabique cubiertode imágenes re p resentaba un iconostasiobastante insólito.

Se veía allí a Pushkin con una pelliza de piely un rostro grotesco, a quien unos individuosque parecían enterradores sacaban de une s t recho carruaje como una garita y, sinhacer el menor caso del sorprendido cocherocon gorro de metropolitano, se disponían aarrojarlo bajo un porche. A su lado, el pilotoSantos Dumont, vestido a la moda del sigloXIX –con chaqueta de doble botonadura yadornos–, proyectado al límite de las fuerzasnaturales de la barquilla terrestre, pendía deuna cuerda y recordaba a un cóndor en plenovuelo. Más lejos, había unos holandesessobre zancos, que recorrían su pequeño paíscomo grullas.

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II

os lugares donde los petersburguesesse dan cita no son muchos. Están san-tificados por el tiempo, el verd o r

marino del cielo y el Neva. Podrían señalarsecon pequeñas cruces sobre el plano de la ciu-dad, entre frondosos jardines y calles acarto-nadas. Quizá cambien en el transcurso de lahistoria, pero antes del fin, cuando la tempe-ratura de la época alcanzaba los treinta ysiete con tres, y la vida se dejaba llevar porun engañoso espejismo –como un coche debomberos atronando en medio de la noche alo largo de la blanca perspectiva Nevski–,podían contarse con los dedos de la mano:En primer lugar, el pabellón estilo Imperiodel Jardín de los ingenieros, donde a unextraño incluso le daba vergüenza asomar lacabeza, para no tener que verse mezclado enasuntos ajenos y no sentirse obligado a cantarde punta en blanco una aria italiana. Ensegundo, las esfinges tebanas frente al edifi-cio de la Universidad. Tercero, la deplorablearcada de un extremo de la calle Galernaia,que ni siquiera era capaz de ofrecer un refu-gio contra la lluvia. En cuarto lugar, un brevesendero lateral del Jardín de verano, del que

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he olvidado el emplazamiento pero que cual-quier persona un poco al corriente podríaindicar sin dificultad. Y eso es todo. Sólo loschiflados se citaban al pie del Jinete deBronce o la Columna de Alejandro.

En Petersburgo vivía un hombrecillo que lle-vaba zapatos de charol y que era desprecia-do, a la vez, por los porteros y las mujeres. Sellamaba Parnok. Al comienzo de la primave-ra, salía corriendo a las calles y pataleabasobre las aceras, aún húmedas, con sus pezu-ñas de cordero.Quería ser dragomán en el Ministerio deasuntos exteriores, persuadir a Grecia de lle-var a cabo una acción arriesgada y escribir unmemorándum. Recordaba el siguiente acontecimiento ocu-rrido en febrero:Llevaban a la almazara inmensos bloques dehielo arrancado de las profundidades. Elhielo estaba geométricamente entero y enbuen estado, y no le había afectado ni lamuerte ni la primavera. Pero en el último tri-neo bogaba una esbelta rama de pino, de unintenso verdegay, engastada en su lecho azu-loso, como una joven griega en un ataúdabierto. El negro azúcar de la nieve cedía bajolos pasos, pero los árboles se alzaban aún enlas tibias lúnulas de tierra deshelada.

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Una parábola salvaje unía a Parnok con losfastuosos espacios de la historia y la música.– Te echarán algún día, Parnok: será un terri-ble escándalo, te pondrán vergonzosamenteen la puerta, te cogerán por el brazo y ¡largo!,del concierto sinfónico, de la sociedad de afi-cionados y defensores de la última palabra,del escogido círculo musical de las chicha-rras, del salón de madame Perepletnik, impo-sible saber de dónde más, pero te echarán, tedifamarán, te cubrirán de vergüenza...Parnok tenía recuerdos engañosos: creía, porejemplo, que antaño, cuando aún no era másque un chiquillo, había entrado en una sun-tuosa sala de conferencias y había encendidola luz. Los racimos de las lámparas y lasinnumerables bujías con colgantes de cristalse despertaron tan súbitamente como unacolmena dormida. La electricidad desplegóun torrente tan pavoroso que sus ojos seresintieron, y, entonces, comenzó a llorar.Ciega y egoísta luz querida.Le gustaban los depósitos de madera y loshaces de leña. En invierno, el leño seco debíaser ligero, hueco y sonoro. Y el abedul teneruna corteza de un amarillo limón y no pesarmás que un pez helado. Sentía el leño en susmanos como algo vivo.Desde su infancia, se aferraba con toda sualma a todo aquello que era inútil, metamor-foseando en acontecimientos el balbuceo del

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tranvía de la vida, y, cuando comenzó a ena-morarse trató de contarle todo eso a las muje-res; pero no le comprendieron, y, así, paravengarse, empleaba con ellas un lenguaje depájaro, salvaje y ampuloso, con el fin de nohablar más que de cosas elevadas.

A S h a p i ro le llamaban “Nikolai Davidich” .No se sabe de dónde le venía ese Nikolai,p e ro aquella alianza con David nos maravi-llaba. Yo imaginaba que Davidovich, es decir,el mismo Shapiro, con la c a b e z a h u n d i d aentre los hombros, se i n c l i n a b a una y otrav e z ante un tal Nikolai y le pedía dinerop restado. Shapiro dependía de mi padre. Permanecíalargas horas en el absurdo despacho con lacopiadora y el sillón “style russe”. Se decíade Shapiro que era honrado y “un pobre dia-blo”. No sé por qué, yo estaba persuadido deque las “pobres gentes” nunca gastaban másde tres rublos y no tenían más remedio quevivir en el barrio de Pieski. Nikolai Davidichtenía una cabeza grande y era, a la vez, unhuésped amable y hosco; se frotaba lasmanos sin cesar y sonreía culpablementecomo un lacayo a quien se le ha permitidoentrar en el salón. Olía a taller de costura y aplancha. Yo sabía –sin duda alguna– que Shapiro erahonrado, y, contento de ello, deseaba en

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secreto que nadie se atreviese a serlo exceptoél. En la escala social, por debajo de Shapirosólo estaban los recaderos, esos mozos queeran enviados al banco y a la casa de Kaplan.Shapiro se comunicaba –a través de ellos–con el banco y con Kaplan.Sentía cariño por Shapiro porque él necesita-ba de mi padre. El barrio de Pieski dondevivía era un Sáhara que rodeaba el taller decostura de su mujer. Sentía vértigo cuandopensaba que había gente que dependía de él.Temía que se levantase de pronto un huracánsobre Pieski y arrastrara como una pluma,como tres rublos, a su mujer –la costurera–, asu única empleada y a los hijos con abcesosen la garganta... Por la noche, al quedarme dormido en micama de suaves resortes, a la luz azulosa deuna lámpara, no sabía qué hacer con Shapiro:si regalarle un camello y una caja de dátiles afin de que no pereciese en Pieski, o conducir-le con la mártir –madame Shapiro– a la cate-dral de Kazán donde el aire en jirones esnegro y dulce.Hay una oscura heráldica de conceptosmorales que provienen de la infancia: el des-garro de una tela puede significar la honra-dez, y la frialdad del madapolán, la santidad.

El peluquero, manteniendo sobre la cabezade Parnok un frasco piramidal de “piksapho-

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ne” vertía directamente sobre la cabeza –yacalva desde los conciertos de Scriabin– ellíquido frío de color oscuro y rociaba su occi-pucio con mirra helada; entonces, Parnok, alsentir sobre su cabeza el helado chorro, reso-plaba. Un breve temblor concertante corría sobre supiel seca y –¡Virgen santa, ten piedad de tuhijo!– desaparecía bajo su cuello.– ¿Quema? –interrogaba el peluquero ver-tiéndole a continuación sobre la cabeza uncántaro de agua hervida, pero él se limitaba aguiñar los ojos y hundir más la cabeza en elcepo de mármol del lavabo. Y, al punto, su sangre de conejo se calentababajo la afelpada toalla.

Parnok era víctima de opiniones preconcebi-das respecto al desarrollo de una novela.En papel verjurado, señores míos, en papelverjurado inglés con marca de agua y bord e sdesgarrados, le comunicaba a una dama, quenada sospechaba, que el espacio compre n d i d oe n t re la calle Millionaia, el Almirantazgo y elJ a rdín de Verano, lo habían pulido de nuevo,que resplandecía como un brillante y estabaplenamente dispuesto para el combate. En semejante papel, lector, podían haberseescrito las cariátides del Ermitage y presen-tarse mutuamente sus condolencias o susrespetos.

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Así, hay personas en el mundo que nuncahan sufrido una enfermedad más grave queel catarro y que permanecen aferradas a suépoca con más o menos felicidad, como ador-nos de cotillón. Tales seres jamás se sientenadultos, y, a los treinta años, siguen resenti-dos con los demás y no dejan de pedir cuen-tas. Nadie les ha mimado especialmente,pero son desvergonzados como si a lo largode su vida hubiesen sido alimentados conraciones extraordinarias de sardinas y choco-late. Son unos entrometidos que sólo conocenunas cuantas jugadas de ajedrez, pero seempeñan, pese a ello, en jugar para ver lo queocurre. Les gustaría pasar toda su existenciaen la villa de algún amigo, escuchando el tin-tineo de las tazas en el balcón en torno alsamovar, charlando con los vendedores decangrejos y el cartero. Me gustaría juntarlos atodos y enviarlos a Sestroresk, pues ahora, nisiquiera hay otro lugar para ellos. Parnok era un individuo de la perspectivaKamenoostrovski, una de las calles más frí-volas y de mala nota de Petersburgo. En1917, tras las jornadas de febrero, esa calle sehizo aún más fútil con sus lavanderías avapor, sus tiendas georgianas donde todavíase encontraba cacao cuando por entonces yahabía desaparecido, y los velocísimos cochesdel Gobierno provisional.

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Cuidado con torcer a la derecha o a la iz-quierda: ahí no hay nada, lugares desiertos,ni siquiera un tranvía. Por la perspectivaKamenoostrovski, los tranvías van a una ve-locidad endiablada. La Kamenoostrovski esun joven bello y frívolo que ha almidonadosus dos únicas camisas de piedra, y el vientodel mar silba en su cabeza de tranvía. Es unpetimetre joven y desocupado que lleva suscasas bajo el brazo, igual que un pedanteporta su liviano paquete de la lavandería.

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III

ikolai Aleksandrovich, reverendoPadre Bruni –se dejó oír la voz deParnok que llamaba al imberbe

cura de Kostroma, aún visiblemente pocoacostumbrado a la sotana y que llevaba en lamano un pequeño paquete que olía a cafémolido–: ¡padre Nikolai A l e k s a n d ro v i c h ,acompáñeme!Tironeó del cura por la ancha manga de lus-trina y lo arrastró como una barquilla depapel. Resultaba difícil hablar con el padreBruni, pues, en cierto modo, Parnok lo consi-deraba un poco como una dama.Era el verano Kerenski y el gobierno provi-sional celebraba una sesión plenaria. Todo estaba dispuesto para el gran cotillón.Durante un cierto tiempo, pareció que losciudadanos se quedarían así para siempre:como gatos adornados con lazos de seda. Pero ya los limpiabotas se agitaban comocuervos antes de un eclipse, y, entre los den-tistas, comenzaron a faltar los dientes de oro.

Me gustan los dentistas por su amor al arte,por su amplio horizonte, por su toleranciaideológica. Me gusta –¡ay de mí, pobre peca-

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dor!–, el zumbido de la fresa, esa desvalida ypequeña hermana terrenal del avión quehorada el inmenso azur.Las muchachas se sonrojaron ante el padreB runi; el joven padre Bruni, a su vez, se azoróal ver los adornos de batista, y P a r n o k–amparado por la autoridad de la Iglesiaseparada del Estado–, discutía con la patro n a .Era un tiempo terrible: las lavanderas se bur-laban de los jóvenes que habían perdido elresguardo y, de esa forma, los sastres recupe-raban sus levitas. El olor del café tostado que desprendía elpaquete que llevaba el padre Bruni, cosqui-lleaba las narices de la irascible matrona. Penetraron en el vaho caliente de la lavande-ría donde seis animadas jovencitas encaño-naban, calandraban y planchaban la ropa.Esos espigados serafines se llenaban la bocade agua y, después, rociaban con ella las frus-lerías de gasa y batista. Manejaban aquellasplanchas terriblemente pesadas sin dejar decharlar un solo instante. Los vodevilescosperifollos derramados como espuma sobrelargas mesas, esperaban su turno. Las plan-chas –en su recorrido– bordoneaban entre lashermosas manos de las muchachas. Los aco-razados se paseaban sobre la cremosa espu-ma, y las jovencitas continuaban asperjando.Parnok reconoció su camisa: estaba sobre unestante, planchada y reluciente con su peche-

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ra de piqué –traspasada de alfileres–, de finaslistas del color de la cereza madura. – Señoritas, ¿de quién es esa?– Del capitán de caballería Krzyrzanowski–respondieron a coro las muchachas, menti-rosas y desvergonzadas. – Padre –la patrona se dirigió al cura, que semantenía de pie como una fuerza indestruc-tible en medio del denso vaho de la lavande-ría, que se adhería a su sotana como si fueseuna percha doméstica–: padre, si usted cono-ce a ese joven, ¡hágale entrar en razón! Nisiquiera en Varsovia he visto nada semejante.Siempre me trae trabajo urgente, maldito seacon sus prisas... Entra de noche por la puertade atrás, como si yo fuese cura o comadro-na... No estoy loca para darle la ropa del capi-tán Krzyrzanowski. Él no es un gendarme,sino un verdadero capitán. ¡Ese señor tansólo se escondió tres días, y, después, los mis-mos soldados lo eligieron para el comité delregimiento y ahora lo pasean en triunfo! Era imposible replicar a aquello, y el padreBruni deslizó una mirada implorante sobreParnok.Y yo, en vez de planchas, hubiera puesto enlas manos de las jovencitas Stradivarius tanligeros como estorninos, y les daría a cadauna un largo rollo de notas manuscritas.Todo eso exigiría un mural. Entre las densasnubes de vaho, la sotana del cura parecía la

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sotana de un abate director de orquesta. Seisbocas redondas –boquiabiertas– no como losagujeros de las rosquillas petersburguesas,sino como las asombradas redolas del “Con-cierto del Palazzo Pitti”.

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IV

l dentista colgó la punta de la fresa yse acercó a la ventana:– ¡Oh, oh!...¡Venga a ver!

Una ingente muchedumbre se desplazaba alo largo de la calle Gorojovaia entre un rumorprocesional. En medio, se mantenía un espa-cio libre en forma de cuadrado. Pero en aqueltragaluz a través del cual podía verse eltablero del empedrado existía un orden, unsistema: se podían ver allí –en el centro delmismo–, cinco o seis personas, que venían aser los o rg a n i z a d o re s de todo el cortejo.Marchaban con un paso de ayudas de campo.Entre ellos, se veían hombros guateados y uncuello invadido de caspa. La reina de aquellaextraña cohorte era una persona a quien losayudas de campo hacían avanzar con cuida-do, a quien dirigían con cautela y protegíancomo a una joya.¿Cabe decir que no tenía rostro? No, tenía unrostro, aunque en medio de la muchedumbrelos rostros carezcan de importancia, puessólo tienen vida independiente las nucas ylas orejas.

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Rellenos de guata, pasaban los hombros-per-chas, las chaquetas del rastro, invadidas decaspa, las nucas irritantes y las orejas deperro. “Todos estos hombres son vendedores decepillos” –tuvo tiempo de pensar Parnok.Ese extraño pandemónium que provocabanáusea y contagio, se había originado enalgún lugar entre la calle Siennaia y el pasajeMuchnoi, en la penumbra de droguerías ycurtidurías, en el vivero salvaje de la caspa,las chinches y las orejas de soplillo.“Huelen a entrañas podridas” –pensóParnok, y recordó de pronto una infaustapalabra: “tripas”. Sintió una ligera náusea alpensar en la anciana que, días atrás, habíapedido “pulmones” en la carnicería, delantede él; pero en realidad ese sentimiento dezozobra era causado por el orden aterradorque se imponía a aquella multitud.Allí, la solidaridad mutua era ley: todos sesentían responsables de la integridad y entre-ga –en buen estado– de la percha cubierta decaspa al vivero, a orillas del Fontanka. Si conla exclamación más tímida alguien intentaseacudir en ayuda del poseedor del desdichadocuello, aún más estimado que la cibelina o lamarta, lo hubieran inmediatamente conside-rado sospechoso, lo hubieran declarado fuerade la ley y lo hubiesen arrastrado al centrodel inhóspito cuadrado. El Miedo –tonelero

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pavoroso– era el artífice de aquella proce-sión.Salvaguardando el orden ceremonial, comolos chiitas durante la conmemoración delSahih Vahsé, las nucas–ciudadanas avanza-ban ineluctablemente hacia el Fontanka. Y Parnok, dando tumbos como una peonza,bajó la mellada y herrumbrosa escalera sinzaguán, dejando al dentista plantado y estu-pefacto ante la fresa colgada como una cobradormida, repitiendo más allá de cualquierreflexión:– ¡Los botones están hechos con la sangre delos animales!

Tiempo, tímida crisálida, mariposa revestidade harina, joven judía asomada a la ventanadel relojero: ¡más te valiera no mirar!No es a Anatole France a quien vamos a ente-rrar en un catafalco de oropeles –alto comoun álamo, como la pirámide portátil que porla noche repara los postes de los tranvías–,sino que vamos al Fontanka, al vivero, paraahogar a un pobre hombre por culpa de unreloj americano, un reloj de falsa plata, unreloj de tómbola.Te has paseado, buen hombre, por el pasajeScherbakov, lanzaste toda clase de imprope-rios contra las malas carnicerías tártaras, tecolumpiaste en los barandales de los tranví-as, fuiste a Gatchina a ver a tu amigo

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Seriozha, y también a los baños y al circoCiniselli; tú has vivido, buen hombre: ¡y esobasta!Parnok corrió en principio al taller del reloje-ro. Éste, sentado como un corcovado Spi-noza, examinaba con su pequeña lupa judíaunos resortes liliputienses.– ¿Tiene teléfono? ¡Hay que avisar a lap o l i c í a !¿Pero cómo un pobre relojero judío de lacalle Gorojovaia iba a tener teléfono? En cam-bio, tenía hijas: tristes como muñecas demazapán, y también tenía hemorroides, y técon limón, y asimismo deudas, pero no telé-fono.Parnok, tras haberse preparado a toda prisaun cocktail de Rembrandt, de montaraz pin-tura española y balbuceo de chicharras, y sintocar siquiera ese brebaje, reemprendió sumarcha.Desplazándose por un lado de la acera, ade-lantó a la imponente procesión de la justiciasumaria y entró en una de las tiendas deespejos que, como se sabe, están todas con-centradas en la calle Gorojovaia. Los espejosintercambiaban entre sí los reflejos de lascasas, que parecían ambigús; y allí, sobreaquellas lisas superficies, en las embocadurasde las calles ahora congeladas hormigueabauna siniestra multitud, que parecía aún máshorrible y acusadora.

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El dueño de la tienda, protegiendo su inma-culada firma desde 1881, receloso, le dio conla puerta en las narices.

En una esquina de la calle Voznesenski vio alcapitán de caballería Krzyrzanowski –bigoteteñido– en persona. Vestía un capote militar yllevaba sable, y, con desenvoltura, le susurra-ba a su dama atrevidas palabras.Parnok se dirigió hacia él como hacia sumejor amigo, suplicándole que desenvainasesu arma. – Considero el momento –articuló fríamenteel cojo capitán–: pero discúlpeme, estoy conuna dama –y asiendo hábilmente a su com-pañera, hizo sonar las espuelas y desaparecióen el interior de un café. Parnok corrió, dejando oír sobre el pavimen-to el tintineo de las pezuñas de oveja de suscharolados zapatos. Lo que más temía en elmundo era atraer sobre sí las iras de lamuchedumbre. Hay personas que no le gustan a la multitud;ésta las reconoce en el acto, se vuelve mordazcon ellas y les da papirotazos en la nariz. Alos niños tampoco les gustan, ni a las muje-res. Parnok era de ésos.En el colegio, sus compañeros le poníanmotes como “chivato”, “pezuña barnizada”,“sello egipcio” y muchos otros, también

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ultrajantes. Sin venir a cuento, los niñoshicieron correr el rumor de que él era un“quitamanchas”, es decir que conocía unamezcla especial contra las manchas de grasa,de tinta y otras; y, así, a escondidas de susmadres, se hacían con toda suerte de traposviejos que llevaban al colegio, proponiéndoledespués a Parnok con un aire inocente quequitase, por favor, “esa mancha”.

He aquí finalmente el Fontanka –la Ondinade los estudiantes alborotadores y hambrien-tos de largas y grasientas guedejas, la Loreleide los cangrejos cocidos tocando con unpeine desdentado, el río protector delherrumbroso Maly Teatr y de su escuálidaMelpómene, calva, parecida a una bruja yapestando a pachulí. ¿Y qué? El puente egipcio en nada recordabaa Egipto y ninguna persona decente viojamás con sus propios ojos al señor Kalinkin.Venida de no se sabe dónde, la innumerablelangosta humana oscureció las orillas delFontanka, cubrió el vivero, las barcazas demadera, los espigones, las escaleras de grani-to y hasta las chalanas de los alfareros delLadoga. Millares de ojos contemplaban elagua irisada, que brillaba con todos los mati-ces del petróleo, de los fangos nacarados y lacola de pavo real.

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Petersburgo se declaró Nerón y se convirtióen algo tan abyecto como si engullese un bre-baje de moscas aplastadas. Sin embargo, Parnok telefoneó desde la far-macia, llamó a la policía, llamó al gobierno: alEstado desaparecido, dormido como ungobio.Con el mismo resultado podía haber llamadoa Proserpina o a Perséfone, donde el teléfonoaún no ha sido instalado.

Los teléfonos de las farmacias están hechosdel mejor árbol de la escarlatina. El árbol dela escarlatina crece en los bosques de clister yhuele a tinta.No telefoneeis desde las farmacias petersbur-guesas: el auricular se descama y la voz seagota. Recordad que tanto Proserpina comoPerséfone aún no tienen instalado el teléfono.

La pluma dibuja una belleza griega con bi-gotes y un mentón de zorro.Así, en los márgenes de los borradores, sur-gen arabescos que viven su vida indepen-diente, pérfida y maravillosa.Los pobres hombres de los violines beben laleche del papel.He aquí Bábel: un mentón de zorro y la mon-tura de sus gafas. Parnok es un sello egipcio.Artur Yakovlevich Hofman es un funcionario

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del Ministerio de asuntos exteriores, Seccióngriega.Coros armónicos del teatro Mariinski.Una vez más la griega con bigotes. Y un desierto para los otros.

Los gorriones del Ermitage hablan en susgorjeos del sol barbizoniano, de la pintura alaire libre, del colorido semejante a las espina-cas con picatostes, en una palabra: de todo loque le falta al sombrío Ermitage flamenco. En cuanto a mí, yo tampoco seré invitado adesayunar en Barbizon, aunque en mi infan-cia haya roto lamparillas –hexaedrales y den-tadas– de coronación, y, asimismo, haya apli-cado a superficies de pino y enebro impreg-nadas de arena, ya el tracoma de un rojo subi-do, ya el degustado azul del mediodía dealgún ignoto planeta, o bien el malva carde-nalicio de la noche.La madre sazonaba la ensalada con yemas dehuevo y azúcar.Arrancadas y estrujadas, las hojas de la ensa-lada –impregnadas de una gravilla menuda–morían en el vinagre y el azúcar.El aire, el vinagre y el sol se mezclaban conlos verdes acentos en el día ardiente de sal –eluniforme día barbizoniano –, entre un rumorde platos, golondrinas, libélulas, emparra-dos, abalorios y hojas mojadas.

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El domingo barbizoniano discurría hacia elcénit de la comida, abanicándose con perió-dicos y servilletas, extendiendo sobre la hier-ba crónicas y artículos que hablaban de actri-ces minúsculas como alfileres.Los invitados –luciendo amplios pantalonesy leonados chalecos de terciopelo– convergí-an hacia las sombrillas barbizonianas. Y lasmujeres se sacudían las hormigas de sus rolli-zos hombros.Los abiertos vagones del tren se sometían demala manera al vapor y –separadas las corti-nas–, jugaban a la lotería con el campo demargaritas.La locomotora, con cilindro y sus bielas depolluelo, se sublevaba contra el peso de losclacs y la muselina.El camión de riego asperjaba la calle con unared de cuerdas delgadas y frágiles. Ya todo el aire parecía una inmensa estaciónpara rosas voluptuosas e impacientes. Las negras hormigas, irisadas –como carní-voros actores del teatro chino interpretandouna antigua pieza con verdugo–, se pavonea-ban con sus patas de trementina y arrastra-ban su botín de guerra –un cuerpo aún intac-to–, balanceándose con su poderoso traserode ágata, como corceles saltando en la colinaentre nubes de polvo.Parnok volvió en sí.

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Una rodaja de limón es como un billete paraSicilia, hacia las rosas voluptuosas, dondeaquellos que enceran los suelos se muevencomo en una danza egipcia.El ascensor no funciona.Los mencheviques encargados de la defensaentran en todas las casas para organizar laguardia nocturna en los soportales.¡Vivir es terrible y venturoso!También él era como una pepita de limónarrojada al azar en el granito petersburgués,donde el vertiginoso vuelo crepuscular de lanoche se lo tragaría con un negro café turco.

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V

urante el mes de mayo, Peters-b u rgo evoca de alguna manerauna oficina de información que no

da informaciones; sobre todo en el barrio dela Dvortzovaia Ploschad. Aquí todo está pre-parado hasta lo increíble para el comienzo dela reunión histórica: blancos pliegos depapel, lápices afilados y una jarra de aguahervida.Lo repito una vez más: la grandeza de estelugar se debe a que jamás se da ahí ningunainformación a nadie. En aquel momento, unos sordomudos atra-vesaban la plaza: con sus manos tejían unavertiginosa urdimbre. Hablaban. El de másedad llevaba la lanzadera. Los demás lesecundaban. En ocasiones, un chiquillo sedesplazaba raudo por un lado, separandomucho los dedos, como si pidiese que le qui-tasen las diagonales de los hilos enredados afin de no dañar la trama. Como mucho, erancuatro los personajes, y –con toda evidencia–tenían cinco madejas. Una sobraba. Hablabanel lenguaje de las golondrinas y los mendigose hilvanando continuamente el aire con lar-gas puntadas hacían de él una camisa.

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El cabecilla, irritado, enmarañó toda laurdimbre. Los sordomudos desaparecieron bajo el arcodel Estado mayor general, sin dejar de tejer,p e ro ya más sosegadamente, como si hubie-ran enviado palomas mensajeras a todasp a r t e s .

Las notas del pentagrama acarician el ojocomo la música seduce el oído. Las negras dela escala suben y bajan como pequeños faro-leros. Cada compás es como un esquife car-gado de pasas y uvas de negro moscatel.Una página musical es, en principio, el ordende combate de una flotilla de veleros, y, des-pués, se convierte en un plan de ahogamien-to de la noche, organizada en huesos deciruela.

Los grandiosos decrescendos de concierto delas mazurcas de Chopin, las amplias escale-ras con campanillas de los estudios de Liszt,los jardines colgantes de Mozart temblandosobre cinco cuerdas nada tienen en comúncon los arbustos enanos de las sonatas deBeethoven.En el espejismo de las ciudades, las notasmusicales brotan como alcándaras de estor-ninos en medio del ardiente alquitrán.

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La vid musical de Schubert está siemprepicoteada hasta las pepitas y azotada por elvendaval. Cuando cientos de faroleros con sus varas seafanan por las calles, suspendiendo bemolesen las herrumbrosas corcheas, consolidandola veleta de los sostenidos y suprimiendoparéntesis enteros de descarnados compases,se trata, evidentemente, de Beethoven; perocuando –con sus estandartes a la cabeza–, lacaballería de las octavas y dieciseisavas ensotanas de papel con emblemas ecuestres selanza al ataque, también es Beethoven.Una página musical es una revolución en unaantigua ciudad alemana.Niños de grandes cabezas. Estorninos.Desenganchan la carroza del príncipe. Losjugadores de ajedrez salen corriendo de loscafés, blandiendo reinas y peones.Alargando sus cabezas delicadas, he aquí tor-tugas a la carrera: es Haendel.P e ro qué marciales son las páginas de Bach:son brillantes guirnaldas de secos champi-ñ o n e s .Ahora bien, en la calle Sadovaia, cerca de lacatedral –Pokrov–, hay una torre. Durante lasheladas de enero, enarbolan en ese lugar lasseñales para la formación de la tropa. Nolejos de ahí yo estudié música. Mi manodebía plegarse al método Leszetycki.

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¡Cómo el perezoso Schumann cuelga susnotas como ropa a secar mientras que abajopasan los italianos, presuntuosos; cómo lospasajes más difíciles de Liszt, gesticulandocon sus muletas, arrastran y hacen tambalearla escalera de incendios! El piano es un animal doméstico apto paralos salones, dócil e inteligente, con una nudo-sa carne enmaderada, de venas doradas yhuesos siempre inflamados. Lo cuidábamosde los enfriamientos y lo alimentábamos consonatinas ligeras como espárragos...

¡Dios mío! ¡No me hagas semejante a Parnok!¡Dame fuerzas para sentirme distinto de él!Pues también yo formaba parte de aquellacola penosa que se arrastraba hacia la ocreventanilla de la caja del teatro: primero alfrío, en la calle, después bajo los techos –símilde balneario– del vestíbulo del teatroAleksandr. El teatro también me asustaba:como una isba ahumada, como aquella casade baños campesina donde tuvo lugar un sal-vaje asesinato por una pelliza y unas botas defieltro. Pues sólo Petersburgo me sostiene: elde los conciertos, el crudo, el lúgubre, elhosco, el invernal.Mi pluma ya no me obedece; se ha roto y susangre negra se ha extendido, como atraídapor la ventanilla de telégrafos: pluma públi-ca, mancillada por granujas con abrigo de

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piel, que ha cambiado su escritura de golon-drina –su naturaleza primera–, por los “vuel-ve por Dios”, o “te echo de menos” y “tebeso” de canallas mal afeitados, que deletre-an los textos de los telegramas en el cuello depiel de su abrigo impregnado con su aliento.

El hornillo de petróleo existió antes que elprimus. Una mirilla de mica y un fanal osci-lante. La Torre de Pisa del hornillo de petró-leo saludaba a Parnok, dejando al descubier-to sus patriarcales mechas al mismo tiempoque –amistosamente– le narraba “los adoles-centes en la caverna de fuego”.

Yo no temo ni la falta de unidad, ni los espa-cios en blanco.Corto el papel con largas tijeras.Pego cintas con flecos.Un manuscrito es siempre una tormenta aso-ladora y desgarrada.Es el borrador de una sonata.Emborronar es mejor que escribir.No tengo miedo de las costuras, ni del ama-rillo de la cola.Hago costurones, y me lo paso bien. Dibujo a Marat en calzas.Y vencejos.

En nuestra casa, se temía sobre todo al hollínque producían las lámparas de petróleo. El

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grito de “hollín”, “hollín”, sonaba como“fuego”, “ardemos”; entonces, todos acudía-mos presurosos a la estancia donde la lámpa-ra estaba olvidada. Después, nos quedábamos inmóviles, hacía-mos aspavientos con las manos y husmeába-mos el aire que bullía de filamentos oscurosy vivos.Castigábamos a la lámpara culpable bajándo-le la mecha.Luego abríamos raudos los postigos que elfrío fusilaba –como el champán– y, actoseguido, la habitación era invadida por bigo-tudas mariposas de hollín, que caían sobrelas mantas y almohadas, presagiando el cata-rro y la fluxión de pecho.– Ahí no se puede entrar porque está abiertoel postigo– decían mi madre y la abuela.Pero él –el frío prohibido– huesped maravi-lloso de los espacios diftéricos, conseguíapenetrar por el agujero de la cerradura.

La Judith de Giorgione escapó a los eunucosdel Ermitage.El trotón tira las tabas.La Millionaia está repleta de pequeños vasosde plata.¡Maldito sueño! ¡Malditos lugares de esta ciu-dad desvergonzada!

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Hizo un débil y suplicante movimiento conla mano, dejó caer un trozo de papel secanteespolvoreado y se sentó en un guardacantón. Recordó sus poco gloriosos triunfos, sus ver-gonzosas citas, sus largas esperas en lascalles, los auriculares de teléfono de las cer-vecerías, tan aterradores como pinzas de can-grejo... Los números de teléfono fuera de uso,inservibles...El fastuoso tintineo de la calesa se disolvió enla calma, sospechoso como una plegaria decoracero.¿Qué hacer? ¿A quién lamentarse? ¿A quéserafines confiar su tímida y pequeña almade concierto, que pertenecía al paraíso colorframbuesa de los contrabajos y bordones?

Denominan escándalo al demonio descubier-to por la prosa rusa, o quizá por la mismavida rusa, en los años cuarenta. Eso no es unacatástrofe, sino más bien su caricatura; perole debemos la infausta metamorfosis de versurgir una cabeza de perro sobre los hombrosdel hombre. El escándalo vive gracias alcaducado y manoseado pasaporte expedidopor la literatura. Es su criatura, su obra pre-ferida. Un pequeño gránulo ha desaparecido:una gragea homeopática, una minúsculadosis de una sustancia blanca y fría... Enaquellos lejanos tiempos en que los adversa-rios de un duelo disparaban sus pistolas con-

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tra montones de vajilla, tinteros y retratosf a m i l i a res en una habitación oscura, esepequeño gránulo se llamaba honor.Un día, barbudos literatos vistiendo anchospantalones subieron al palomar de un fotó-grafo y se hicieron fotografiar con un exce-lente daguerrotipo. Cinco de ellos estabansentados, y cuatro de pie, tras los respaldosde las sillas de nogal. Delante de ellos, habíaun muchacho que vestía dolmán y una niñacon bucles; un gatito iba de acá para allá a lospies del grupo. Lo arrojaron fuera. Todos losrostros reflejaban una profunda inquietud:¿cuánto vale actualmente una libra de carnede elefante?Por la noche, en la dacha de Pavlovsk, aque-llos señores literatos maltrataron a un desdi-chado mozalbete llamado Hyppolito. Y nisiquiera pudo leerles su pequeño cuadernocuadriculado. ¡Otro que se creía Rousseau!No veían ni comprendían la ciudad maravi-llosa de puras líneas de velero.Ahora bien, el demonio del escándalo se ins-taló en una casa de la calle Raziezhaia, colo-cando en la puerta una placa de cobre con elnombre de un abogado –la casa aún hoy per-manece inviolable, como un museo, como lacasa de Pushkin–; dormitaba en los sillones,deambulaba por los vestíbulos –la gente quevive bajo el signo del escándalo nunca saberetirarse a tiempo–: importunaba a los demás

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con súplicas, prolongaba las despedidas ymetía el pie en chanclos ajenos.¡Señores literatos! Las zapatillas les pertene-cen a las bailarinas y los chanclos os pertene-cen a vosotros. Aceptadlos, cambiadlos: esvuestro baile. El que se baila en oscuras ante-salas, con una expresa condición: la falta derespeto por el dueño de la casa. Veinte añosde semejante baile representan una época;cuarenta, la historia... Es vuestro derecho.

Ácidas sonrisas de grosella de las bailarinas,

leve zureo de las zapatillas espolvoreadas detalco,

complejidad marcial y arrogante presenciade la orquesta de violines, oculta en el ilumi-nado foso donde los músicos, como las dría-des, se traban en las ramas, las raíces y losarcos,

obediencia vegetal del corps de ballet,

inconmensurable desprecio por la materni-dad femenina:

– Con ese rey y esa reina que no bailan yahemos jugado al sesenta y seis.

Esa abuela de Gisele que no aparenta su

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edad, derrama la leche –debe ser leche dealmendras.

– En cierto sentido, cualquier ballet es ser-vidumbre. ¡Sí, sí: no podeis contradecirme!

Calendario de enero con sus cabritillas dan-zantes, reino lácteo de las miríadas de mun-dos y crujido de la nueva y recién estrenadabaraja...

Y cuando se llega por la parte de atrás alestanco e indecente edificio de la óperaMariinski:– Chalanes, descuideros.¿Qué esperáis, queridos, con el frío que hace? Uno: una entrada de palco,Otro: un puñetazo en la jeta.

– No, a pesar de lo que digais, en la base dela danza clásica hay miedo: un miedo salidodirectamente de la nevera gubernamental.

– ¿Dónde cree usted que se sentaba AnnaKarenina?

– Dése cuenta: en la antigüedad existían losanfiteatros, y nosotros –la Europa moderna–tenemos balcones. Tanto en los frescos delJuicio final como en la Ópera. Idéntica visióndel mundo.

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Las calles brumosas con sus luces dabanvueltas como un carrusel.

– ¡Cochero, a “Gisele” –es decir al TeatroMariinski!

El cochero petersburgués es un mito, uncapricornio. Hay que dejarlo ir por el zodía-co. Ahí no se perderá con su anticuado mone-d e ro , sus patines de trineo tan estrechoscomo la verdad y su voz aguardentosa.

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VI

a calesa era clásica, de un chic másmoscovita que petersburgés: la altacarcasa, los brillantes alerones laque-

ados y los neumáticos inflados al máximonada tenían que envidiar a un carro griego.El capitán de caballería Krzyrzanowski susu-rraba en la oreja criminalmente rosa:– No se preocupe por él: palabra de honor, seestá empastando un diente. Le diré más: hoy,en el Fontanka, no sé si fue él quien robó unreloj o se lo robaron a él. ¡Qué muchacho!¡Una fea historia!

Después de atravesar Kolpino y SredniaiaRogatka, la noche blanca cayó sobre TsarkoieSelo. Los palacios estaban blancos de miedo,como capullos de seda. Por instantes, sublancura re c o rdaba un velino chal deOrenburgo lavado con jabón y cepillo. Entreel sombrío verdegay zumbaban las bicicletas:metálicos avispones del parque. Más blancura ya no era concebible: un minu-to más, y la alucinación estallaría como suerofresco. Una terrible dama de piedra, calzada con lasbotas de Pedro el Grande deambula por lascalles y dice:

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– Basura en el suelo... El simún... los árabes...“Simón, pian piano llegó lejos” ...Petersburgo, ¡tú respondes por tu pobre hijo!De todo este caos, de este lamentable amorpor la música, de cada migaja residual delenvoltorio de caramelo de la corista dePalacio, tú eres responsable, tú: ¡Petersburgo!

La memoria es una joven judía enferma que,de noche, se escapa subrepticiamente de casade sus padres para ir a la estación Niko-laievsk: ¿la recogerá alguien? Gueshka Rabinovich, el “viejo de los segu-ros”, nada más nacer ya exigió formulariosde las pólizas de seguros y jabón de tocador.Vivía en la perspectiva Nevski, en un pisominúsculo, p ropio más bien de una jovencita.Su ilegal relación con una tal Lizochka c o n-movía a todo el mundo. –Guenrij Yakov-levich duerme –decía Lizochka muy ru b o r i-zada y llevándose un dedo a los labios. Contoda evidencia, esperaba –loca esperanza–que a Guenrij Yakovlevich aún le quedasenmuchos años por delante y viviera con ellalargo tiempo, que su rosa matrimonio s i nhijos, b e n d e c i d o por los o b i s p o s del c a f éFilipov, sólo era el comienzo...Mientras tanto, Guenrij Yakovlevich descen-día las escaleras con la ligereza de un perritofaldero y contrataba seguros de vejez.

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En las casas judías reina un melancólico y eri-zado silencio. Un silencio tejido por las conversacionesentre el péndulo, las migas de pan en el man-tel de hule y los portavasos de plata.La tía Vera venía a comer y traía con ella a supadre, el anciano Pergament. A espaldas dela tía Vera se levantaba el mito de la ruina dePergament. Él había sido dueño de una casade cuarenta habitaciones en la calle Kresh-chatik, en Kiev. “Una casa que era el cuernode la abundancia”. En esa calle y al pie de lacasa de las cuarenta habitaciones piafaban loscaballos de Pergament. Y el mismo Perga-ment vivía de aquella renta.La tía Vera era luterana y cantaba con susc o r re l i g i o n a r i a s en el rojo templo de laMoika. Emanaba de ella esa frialdad distinti-va de una dama de compañía, de una lectoray una hermana de la caridad: esa extrañaespecie de seres hostilmente ligados a lasvidas ajenas. Sus finos labios luteranos juz-gaban nuestra manera de vivir y sus buclesde vieja solterona se movían sobre el plato decaldo de pollo con una ligera desaprobación. Tan pronto como la tía Vera aparecía pornuestra casa, empezaba maquinalmente acompartir nuestra zozobra y a ofrecer sus ser-vicios de cruz-roja, como si desenrrollara unavenda de gasa y deplegase la serpentina deun invisible vendaje.

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Los carruajes avanzaban por la ruta asfaltaday las chaquetas que los hombres sólo se poní-an en domingo se inflaban como la chapa.Los carruajes pasaban de lago en lago, olien-do el alcohol y el queso blanco, y los kilóme-tros saltaban como guisantes. Los carruajesavanzaban raudos, veintiuno y todavía cua-t ro: repletos de ancianas con pañoletasnegras y faldas de paño, rígidas como la hoja-lata. Había que cantar salmos en el templocon veletas, beber café negro mezclado conalcohol puro y regresar a la casa por el mismocamino. Un joven cuervo ahuecó sus alas: – Les rogamos que asistan a nuestro entierro.– No es así como se invita –balbució ungorrión del parque Mon Repos.Intervinieron entonces unos cuervos enfla-quecidos, de azulosas plumas ya endurecidaspor la vejez:– Karl y Amalia Blomkvist comunican a susfamiliares y amigos la muerte de su bienama-da hija Elsa.– Eso es otra cosa –balbució el gorrión delparque Mon Repos.

Para salir de casa, arropaban a los mucha-chos como caballeros para un torneo: polai-nas, pantalones guateados, capuchas, gorroscon orejeras.

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Las orejeras provocaban un bordoneo en lacabeza y un poco de sordera. Para respon-derle a alguien, había que desatar primero lasmolestas cintas anudadas bajo la barbilla. Daba vueltas en su pesada armadura inver-nal como un pequeño caballero, sordo a supropia voz. Su primera sensación de aislamiento, tantode los hombres como de sí mismo, y, quiénsabe, tal vez el primer y dulce murmullo pre-esclerótico –aún débil, de la sangre de sussiete años–, amortiguado por las prendasesponjosas, se debía a las orejeras; y, enton-ces, el pequeño Beethoven de seis años, consus polainas guateadas, asediado por la sor-dez, era empujado a la escalera. En aquellos momentos tenía ganas de vol-verse y gritar: “También la cocinera essorda.”

Caminaban con un aire importante por lacalle Ofitserskaia y, finalmente, elegían en lafrutería una pera bergamota. Una vez entraron en la tienda de lámparasde Abolingue, en la calle Voznesenski, dondelos farolillos de fiesta se amontonaban comoestúpidas girafas, con sus rojos gorros de fes-tones y franjas. Allí, por primera vez, se sin-tieron invadidos por la sensación de lo gran-dioso y de estar en un “bosque de objetos”.

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Nunca entraron en la tienda de flores deEilers.No lejos de allí ejercía la doctora Strashuner.

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VII

uando un sastre va a entregar laobra acabada, es difícil decir si llevaun traje nuevo. Algo en él recuerda

a un miembro de la Cofradía de los enterra-dores, dirigiéndose presuroso con los instru-mentos de ritual a la casa señalada porAzrael. Así ocurría con el sastre Mervis. Lalevita de Parnok apenas tuvo tiempo decalentarse en su casa sobre una percha –apro-ximadamente dos horas– y de respirar el airepaternal impregnado de comino. La mujer deMervis le felicitó por su éxito.– No es gran cosa –replicó halagado el maes-tro–: mi abuelo decía que un sastre verdade-ro es aquel que despoja al acreedor de su cha-queta en pleno día, y montando un escánda-lo en la perspectiva Nevski.Después retiró la levita de la percha, soplóencima de ella como sobre un té caliente, laenvolvió en un paño limpio, y, con su calicónegro en el blanco sudario se dirigió a casadel capitán Krzyrzanowski.

A decir verdad, me gusta Mervis, me gustasu ciego rostro surcado de profundas arru-gas. Los teóricos del ballet clásico le dan una

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gran importancia a la sonrisa de la bailarina:la consideran complementaria del movi-miento, explicando el salto y el vuelo. Pero enocasiones, un párpado entornado ve más queel ojo, y el mapa de arrugas de un rostrohumano mira como un tropel de ciegos. Entonces, el sastre de elegante porcelana seagita como un azogado, como un presidiariohuido y golpeado por sus compañeros, comoun balnearista escaldado, como un ladrón demercado dispuesto a lanzar su último grito,irrefutable y convincente. En mi comprensión de Mervis, se sucedíandistintos tipos: el de un sátiro griego, o tam-bién de un desdichado citarista, y, en ocasio-nes, bajo la máscara de un actor de Eurí-pides; en otras: de un presidiario torturadocon el torso desnudo y cuerpo sudoroso, devagabundo ruso o epiléptico.

Me apresuro a decir la única verdad. Me doyprisa. La palabra –como la aspirina– deja unregusto de cobre en la boca. El aceite de hígado de bacalao es una mezclade incendios, de invernosas mañanas amari-llecidas y aceite de ballena, sabor a ojosarrancados y reventados, el sabor de lo nau-seabundo llevado al éxtasis.

El ojo del pájaro inyectado en sangre tambiénve el mundo a su manera.

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Los libros se funden como carámbanos lleva-dos a la habitación. Todo disminuye. Cual-quier cosa me parece un libro. ¿Cuál es ladiferencia entre un libro y un objeto? Noconozco la vida: me la sustituyeron en esalejana época en que desvelé el rumor delarsénico en los dientes de la amante francesade negros cabellos, aquella pequeña hermanade nuestra orgullosa Anna. Todo disminuye. Todo se funde. Goethe tam-bién se funde. Se nos ha concedido un brevelapso de tiempo. Congelada como el hielo delos aleros, la empuñadura de la frágil y exan-güe espada enfría la palma de la mano. Sin embargo, como el acero asesino de lospatines “Nurmis” que antaño se deslizabansobre el hielo azuloso y lleno de pústulas, elpensamiento no se ha embotado. Atados así a las informes botas de los niños,los patines se confunden con las abarcas ame-ricanas de cordones –navajas de frescor yjuventud– y los viejos zapatos portadores deun peso feliz se metamorfosean en soberbiasescamas de dragón sin nombre ni precio. Resulta cada vez más difícil hojear las pági-nas del gélido libro –toscamente encuaderna-do– a la luz de las lámparas de petróleo.A vosotros os lo digo, depósitos de madera–negras bibliotecas de la ciudad–: todavíaleeremos, todavía seguiremos mirando.

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En alguna parte de la calle Podiacheskaia sehallaba esa inolvidable biblioteca de la quesalían paquetes –hacia las dachas–, de peque-ños tomos marrones de autores rusos yextranjeros, de contagiosas páginas que seseñalaban con un marcador de seda.Jovencitas poco agraciadas elegían los librosde los estantes. Unas se llevaban en primerlugar a Bourget, otras a Georges Ohnet, y lasterceras una pizca de ese cóctel literario. Enfrente, había un puesto de bomberos conlas puertas herméticamente cerradas y unacampanilla bajo una especie de sombrero dechampiñón. Algunas páginas se rajaban como una binzade cebolla. En ellas vivían la rubeola, la escarlatina y lavaricela.En la encuadernación de esos libros de vera-neo –en ocasiones olvidados en la mismaplaya–, se impregnaban las doradas escamasde la arena marina que, incluso aún sacu-diéndolas, siempre aparecían.A veces caía del libro la pequeña estrella góti-ca de un helecho, aplastada y marchita, y,otras, una flor nórdica momificada y sinnombre.Los incendios y los libros tienen su por qué.Todavía veremos, todavía leeremos.

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“Unos minutos antes de que comenzara l aagonía, la alarma de los bomberos re t u m b óen la perspectiva Nevski. Todos corriero nhacia las ventanas ya empañadas, y, duranteunos instantes Angelina Bosio –oriunda delPiamonte, hija de un pobre cómico ambu-lante, basso comico– fue abandonada a susuerte. “Las florituras marciales de las trompetas delos bomberos –como insólito prólogo de unadesgracia ineluctablemente vencedora–,penetraron en el dormitorio mal ventilado dela casa Demidov. Los percherones arrastra-ban con estruendo los toneles, carros y esca-leras desaparecieron entre el pandemóniumy la llama de las antorchas lamió los cristales.Pero en la oscura conciencia de la agónicacantante, aquella barahúnda de ruidos oficia-les y delirantes, aquel frenético galope decascos y pellizas de cordero, aquel zurriburride sonidos se transformó en un preludio auna obertura orquestal. En sus oídos caren-tes de belleza, sonaron nítidamente los últi-mos compases de la obertura de “DuoFoscari”, su debut en la ópera de Londres...“Ella se irguió y cantó lo que debía cantar:pero ya no tenía aquella voz suavementemetálica, flexible, que le había dado días degloria y que tanto elogiaban los periódicos,sino una voz de pecho mal afinada: el timbrede sus quince años, cuando el pro f e s o r

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Cattaneo la amonestaba por su incorrectacadencia que era incapaz de dominar.“Adiós, Traviata, Rosina, Zerlina...”

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VIII

quella tarde, Parnok no regresó asu casa para comer, ni para tomar-se su té con bizcochos, algo que le

gustaba tanto como a un canario. Escuchabael bordoneo de las lámparas de soldar acer-cando a los raíles del tranvía una aterciopela-da rosa de cegadora blancura. Todas lascalles y plazas de Petersburgo le habían sidodevueltas: en forma de galeradas aún húme-das, compaginaba las perspectivas y encua-dernaba los jardines. Se acercó a los puentes levadizos que recor-daban que todo debía volar en pedazos, queel desierto y el abismo eran maravillosasmercancías, que habría –sí, habría– separa-ción, y que palancas engañosas regían multi-tudes y años. Él esperaba, mientras a uno y otro lado seagolpaban los cocheros de fiacre y los transe-úntes, como dos tribus o generaciones hosti-les que se peleasen por un libro encuaderna-do en piedra, cuyo interior hubiera sidoarrancado.Pensaba que Petersburgo era su enfermedadinfantil y que le bastaba con volver en sí,recobrarse, para que la alucinación se disipa-

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se: se tranquilizaría, y sería como todo elmundo; quizá incluso llegara a casarse...Entonces ya nadie se atrevería a llamarle“joven”. Y dejaría de besar las manos de lasdamas: ¡ya estaba bien! Aquellas malditas secreían un Trianón... No importa qué pelan-dusca, adefesio o gata perdida metiese supata bajo sus labios, pues él, por costumbreinmemorial, la besaba. ¡Basta! Hay que aca-bar con esa juventud de perro. A r t u rYakovlevich Hofman ha prometido nombrar-le dragomán, aunque fuera en Gre c i a .Después, ya veremos. Se mandará hacer unanueva levita, le pedirá explicaciones al capi-tán de caballería Krzyrzanowski y le haríaver de qué madera él estaba hecho. Sin embargo, algo fallaba: no tenía genealo-gía. Ni dónde conseguirla; no tenía y eso eratodo. Por toda familia, sólo tenía a la tíaJohanna. Una enana. La emperatriz AnnaLeopoldovna. Hablaba el ruso de cualquiermanera, como si Biron fuese su compadre yhermano. Tenía las manos tan cortas que eraincapaz de abrocharse nada sola. Comparán-dola con ella, su sirvienta Anushka era unaPsique.Con un parentesco así, no se puede ir muylejos. Además, ¿qué quiere decir eso, sinp a rentesco? –permitidme, ¿cómo puedeser?–: esos parientes existen. ¿Y el capitánGoliadkin? ¿Y los asesores colegiados a quie-

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nes “Dios podía haber concedido un pocomás de inteligencia y dinero”? Todos esosseres que eran arrojados escaleras abajo enlos años cuarenta y cincuenta, ofendidos yhumillados por todos esos farfulleros arropa-dos en sus pellizas con sus guantes bien lim-pios, todos aquellos que no viven, pero sepavonean por las calles Sadovaia yPodiacheskaia, con casas construidas comorugosas tabletas de pétreo chocolate, y quemascullan entre dientes: “¿Cómo es posible?¿Sin un kopek y ha hecho estudios?”Basta con arrancar la película que cubre elaire de Petersburgo para que sus entrañasqueden al desnudo. Bajo el velino edredón decisne del malecón Gagarín, bajo las nubes delmalecón Tuchkov y los restoranes francesesde esos agonizantes muelles, bajo los rever-berantes espejos de las casas señoriales y ple-beyas, descubriremos entonces algo total-mente inesperado. Pero la pluma que levantará ese velo –comola cucharilla del doctor– está contaminadapor un virus de difteria. Será mejor dejarloasí.

El pequeño mosquito susurraba:– Ved lo que me ha ocurrido: yo soy el últimoegipcio, y soy llorón, y preceptor, e histrión;soy un principito desarticulado, y Ramsés, yvampiro y pícaro –¡ay!– pero en el norte, ya

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no soy nadie, no queda nada de mí.¡Disculpad!– Soy el príncipe de la mala suerte, asesorcolegial de la ciudad de Tebas... Todo es pare-cido, nada ha cambiado –¡ay!– pero aquítengo miedo. Disculpadme...– No soy nada. Una bagatela. Le pediré a lasmalditas piedras un kopek de cuscús egipcio,un kopek de cuello de muchacha.– No se preocupen, yo pagaré –disculpadme.

Para tranquilizarse, recurrió a un breve dic-cionario mental, o, más bien, a un repertoriode palabras domésticas fuera de uso. Lo teníamemorizado desde hacía mucho tiempo parausar en casos de desdicha o calamidades:– “Herradura”: era un panecillo con semillasde adormidera.– “Fromuga”: era así como mi madre se refe-ría al tragaluz que se cerraba como la tapa deun piano.– “No la malgastes”: es lo que decían de lavida.– “No des órdenes”: era uno de los manda-mientos.Para una infusión, estas palabras bastan. Olíasu temblor. El pasado se había hecho terrible-mente real y le cosquilleaba las narices comoun paquete de té fresco de Kiahta.

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Los cabriolés atravesaban los campos neva-dos. Un cielo policíaco, bajo y plomizo, pen-día sobre la tierra filtrando mezquinamentela luz ambarina y –¿por qué? –ignominiosa. Me metieron en el cabriolé de una familiaextraña. Un joven judío contaba novísimosbilletes de cien rublos que desprendían uncrujido invernal. – ¿A dónde vamos? –le pregunté a una viejaarropada en un chal de gitana. – A Villa Frambuesa –respondió, con unatristeza tan lacerante que mi corazón se opri-mió con un mal presentimiento. Hurgando en un hatillo de rayas, la ancianasacó cubiertos de plata, telas y zapatos deraso. Las tétricas carrozas de la boda seguían pro-longando su incursión, balanceándose comocontrabajos. Allí viajaban el comerciante en maderasAbrasha Kopelianski –que padecía una angi-na de pecho–, su tía Johanna, rabinos y fotó-grafos. El viejo profesor de música llevabasobre sus rodillas un teclado mudo. Un gallo,destinado al sacrificio, se agitaba bajo la pelli-za de castor de un anciano.– ¡Mirad! –exclamó alguien asomándose a laventanilla–: ¡esto es Villa Frambuesa!Sin embargo, no se veía allí el menor rastrode villa alguna. Pero en medio de la nievecrecía un frambueso sarmentoso y tupido.

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– ¡Es un frambueso! –exclamé loco de alegría,y corrí con los demás, llenando mi calzado denieve. En algún momento se me desató unabota y, entonces, un sentimiento de inmensaculpabilidad y desorden se apoderó de mí.Después me llevaron a una odiosa habitaciónvarsoviana donde me obligaron a beber aguay comer cebolla. Me había inclinado para hacer un doble nudoen mi bota y ponerlo todo en orden, pero fueen vano. Me resultó imposible reparar omodificar algo: todo ocurría al revés, como amenudo sucede en los sueños.Tiré por los suelos unos edredones que noeran nuestros y salí corriendo al jard í nTavricheski llevándome mi juguete preferidode niño: un candelabro vacío, profusamentecubierto de cera y al que entonces le fui qui-tando su blanca corteza, tan suave como unvelo de novia.

Es aterrador pensar que nuestra vida es unrelato sin tema ni héroe, hecho de vacío ycristal, del apasionado balbuceo de todas lasderrotas, del febril delirio de Petersburgo.La aurora de pálidos dedos rompió sus lápi-ces de color.Ahora, yacen como pajarillos con los picosabiertos y vacíos.Y, sin embargo, me parece entrever las seña-les de mi delirio bienamado y prosaico.

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¿Conocéis ese estado? Es como si todas lascosas tuviesen fiebre, cuando están a la vezfelizmente despiertas y enfermas: los obstá-culos en las calles, los carteles desgarrados,los pianos amontonados en el depósito comoun inteligente rebaño sin pastor, nacido paraéxtasis de sonatas y agua hervida...Confieso que, entonces, no soporto más lacuarentena, y avanzo orgullosamente, rom-piendo los termómetros, por el contagiosolaberinto, tapizado de oraciones subordina-das como si se tratase de alegres comprasdebidas al azar... y vuelan al morral entrea-bierto las codornices asadas, inocentes, comola plástica de los primeros siglos del cristia-nismo, y el kalach , el sencillo kalach del queya no se me oculta que fue imaginado por unpanadero como una lira rusa de áfona masa.

En 1917, toda la perspectiva Nevski no eramás que una sotnia de cosacos, con las gorrasazules ladeadas, de ro s t ros parecidos am e d i o s - rublos orientados oblícuamentehacia el sol. Incluso con los ojos cerrados, podemos decirque son los jinetes quienes cantan.La canción se mece sobre las sillas de montar,como grandes y vanos costales de doradashojas de lúpulo.Es la ración cotidiana de libertad para el débilgolpeteo de los cascos, el ruido y el sudor.

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La canción boga a nivel de las relucientesventanas de los entresuelos, sobre la pelam-bre y las cegadas testas de los caballos, comosi la misma sotnia bogase sobre un diafrag-ma, confiando más en él que en las botas y lasespuelas.

Destruid el manuscrito, pero conservad loque habeis esbozado al margen por aburri-miento o incapacidad y como en un sueño.Esas criaturas secundarias y pasajeras devuestra fantasía no se perderán en el mundo;se instalarán inmediatamente tras los sombrí-os pupitres, como terceros violines de óperadel Mariinski, y, en agradecimiento a suautor, entonarán la obertura de “Leonora” odel “Egmont” de Beethoven.

¡Qué dicha para el narrador pasar de la terce-ra a la primera persona del relato! Es lomismo que después de haber bebido en incó-modos vasos tan pequeños como dedales decoser, de pronto, renunciásemos a ellos, ynos pusiésemos a beber directamente delgrifo el agua fresca y natural.El miedo me coge de la mano y me conduce.Un blanco guante tejido. Una manopla. Elmiedo me seduce, pero lo respeto. Casi iba adecir: “Con él no temo a nada”. Los matemá-ticos deberían levantarle una tienda de cam-paña, ya que el miedo es la coordenada del

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tiempo y el espacio: pues ellos participan delmismo como un fieltro enrollado en unajaima de kirguises nómadas. El miedo desen-gancha los caballos cuando hay que partir ynos envía sueños de techos irracionalmentebajos. En lo más lejano de mi conciencia se albergandos o tres solitarias palabras: “he aquí”, “ya”,“súbitamente”; las mismas van y vienen deun vagón a otro en el tren de Sebastopol,débilmente iluminado, se detienen en las pla-taformas de los topes, tropiezan unas conotras y después se separan como dos ruido-sas sartenes.El ferrocarril ha modificado todas las orienta-ciones, todas las construcciones, todo elritmo de nuestra prosa. Acabó sometiéndolapor completo al loco mascullar del pequeñomujik francés de Anna Karenina. La prosaferroviaria, como la andorga de ese hombre-cillo anunciador de muerte, está llena de ins-trumentos ad hoc, de piezas delirantes, depreposiciones de oropel que estarían mejorsobre la mesa de las pruebas judiciales, puesestá despojada de cualquier preocupación debelleza y rotundidad.

Sí, ahí donde las carnosas bielas de la loco-motora se impregnan de aceite hirviendo, ahíes donde respira mi paloma –la prosa en todasu longitud–, confundiendo al mundo –la

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desvergonzada– y enrollando en su devoran-te rasero las seiscientas nueve verstas de lalínea Nikolai con las pequeñas garrafas devodka empañada.

A las nueve horas y treinta minutos de lanoche, el ex capitán de caballería Krzyrza-nowski subió al rápido de Moscú. Metió ensu maleta la levita de Parnok y sus mejorescamisas. La levita, replegando sus alas, seacomodó perfectamente en la maleta, sin nisiquiera arrugarse: como un revoltoso delfínde cheviot a quien se parecía por su corte yjuventud de espíritu. El capitán de caballería Krzyrzanowski des-cendió a beber vodka en Liuban y Bologoie,mascullando: soirée, moiré, poiré o cualquierotro galimatías de oficial. También intentóafeitarse en el vagón, pero sin conseguirlo.En Klin, probó el café que sirven en losferrocarriles, que se prepara según una re c e-ta inmutable desde los tiempos de A n n aK a re n i n a : con achicoria y una pizca de tierratumbal o cualquier otra porquería por elestilo. En Moscú, descendió para ir a alojarse en elHotel Selekt: un buen hotel de la MalaiaLubianka, donde ocupó una habitación queantaño había sido local comercial, con –amodo de ventana– un soberbio cristal que elsol calentaba inmisericorde.

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Nota a El sello egipcio

Esta novela fue escrita entre 1927 y principios de1928, y publicada en una revista en mayo de 1928.La novela carece de fábula. Los acontecimientosahí escritos transcurren en un solo día. En el capí-tulo 1. el sastre le retira a Parnok su levita porimpago de la misma; 2. Parnok en la peluquería-barbería; 3. Parnok se acerca a la lavandería pararecoger su camisa; 4. Parnok visita el gabinete deldentista, se atormenta por el hecho del lincha-miento; 5. se siente cansado e impotente; 6. suquerida se marcha con su rival; 7. su levita tam-bién se la lleva su rival; 8. se siente como unanulidad y su rival triunfante se marcha a Moscú.Ese hilo principal está “adornado” con las refle-xiones y recuerdos personales del autor. Es el pre-texto para presentar la historia de un ser insigni-ficante del siglo XIX a quien despojan de suscosas más valiosas (como en El Capote de Gógol)y empujan a enfrentarse con un rival que, sin nin-gún derecho, se apodera de todo lo más valiosoen la vida de uno (como en La Nariz de Gógol y ElDoble de Dostoievski). El título de la novela parece simbólico; da asobreentender la emisión de una serie de sellosegipcios que iría de los años 1902 hasta 1906, enlos cuales se desvanecían las imágenes cuando setrataba de despegarlos al vapor: la misma suerte

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va a correr el protagonista de esta novela. Ni elprotagonista de la novela ni el mismo autor con-forman el núcleo de la obra, sino el mundo que sehace pedazos, el mundo ilusorio visto con ojos depájaro, según la expresión del mismo Mandelsh-tam.La misma suerte que el protagonista de la novelacorre la cantantante italiana A. Bosio (1824-1859),que muere en Petersburgo de un constipadodurante su gira artística.La obra transcurre durante el verano de 1917, enla ciudad de Petersburgo, pero no en los mismoslugares que en El rumor del tiempo. Los aconteci-mientos principales se desarrollan cerca delFontanka (allí donde antaño vivió Dostoievski),que divide al resto de la ciudad de su centro. Sinembargo, el mismo Parnok vive alejado del cen-tro, en la Kamenoostrovskaia, de edificios nue-vos, que aún carecen de cualquier historia; en1917 vivió ahí el mismo Mandelshtam. La familia de Parnok parece ser un calco de lafamilia V. Ya. Parnaj (1891-1951), poeta de van-guardia de la escuela parisina, músico, bailarín yteórico de la danza, vecino de Mandelshtam (suhermana, también poeta, utilizaba el seudónimode S. Parnok). En la novela aparecen personajes reales, conoci-dos y familiares de los Mandelshtam; por ejem-plo, Gueshka Rabinovich –el agente de seguros–,un conocido de la juventud de Mandelshtam, latía Vera Pergament, pianista y pariente de lamadre del poeta, el padre Bruni, hermano delpintor A. L. Bruni, también poeta y músico.

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En la novela se mencionan también objetos ycosas típicas de la época: el jabón Rallié, el pachu -lí, las rosquillas de mazapán, el piksaphone, etc...

duelo al modo americano (amerikanskaia duel-kukushka): donde los adversarios, encerrados enuna habitación oscura, disparan al oír la voz delcontrario.corps de ballet: cuerpo coreográfico o de baile.66: juego de cartas, parecido al tute.kalach: panecillos en forma de cadenas.sotnia: grupo de un centenar de cosacos.Biron, Ernst Johann: duque de Curlandia (1690-1772) político ruso, n. en Kalzeen, favorito de laemperatriz Anna Ivanovna. Sanguinario y despó-tico, asumió la regencia en la minoría de Ivan VI,al morir la emperatriz (1740).

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