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“Prólogo [a la Historia de la conquista de México de W. H. Prescott]” p. 245-304 Juan A. Ortega y Medina Obras de Juan A. Ortega y Medina, 7. Temas y problemas de historia María Cristina González Ortiz y Alicia Mayer (edición) México Universidad Nacional Autónoma de México Instituto de Investigaciones Históricas Facultad de Estudios Superiores Acatlán 2019 712 p. ISBN 978-607-02-4263-2 (obra completa) ISBN 978-607-30-1390-1 (volumen 7) Formato: PDF Publicado en línea: 1 de junio de 2020 Disponible en: http://www.historicas.unam.mx/publicaciones/publicadigital/libros/704/tem as_problemas.html D. R. © 2020, Universidad Nacional Autónoma de México-Instituto de Investigaciones Históricas. Se autoriza la reproducción sin fines lucrativos, siempre y cuando no se mutile o altere; se debe citar la fuente completa y su dirección electrónica. De otra forma, se requiere permiso previo por escrito de la institución. Dirección: Circuito Mtro. Mario de la Cueva s/n, Ciudad Universitaria, Coyoacán, 04510. Ciudad de México

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“Prólogo [a la Historia de la conquista de México de W. H. Prescott]”

p. 245-304

Juan A. Ortega y Medina

Obras de Juan A. Ortega y Medina, 7. Temas y problemas de historia

María Cristina González Ortiz y Alicia Mayer (edición)

México

Universidad Nacional Autónoma de México Instituto de Investigaciones Históricas Facultad de Estudios Superiores Acatlán

2019

712 p.

ISBN 978-607-02-4263-2 (obra completa) ISBN 978-607-30-1390-1 (volumen 7)

Formato: PDF

Publicado en línea: 1 de junio de 2020

Disponible en: http://www.historicas.unam.mx/publicaciones/publicadigital/libros/704/temas_problemas.html

D. R. © 2020, Universidad Nacional Autónoma de México-Instituto de Investigaciones Históricas. Se autoriza la reproducción sin fines lucrativos,siempre y cuando no se mutile o altere; se debe citar la fuente completay su dirección electrónica. De otra forma, se requiere permiso previopor escrito de la institución. Dirección: Circuito Mtro. Mario de la Cueva s/n,Ciudad Universitaria, Coyoacán, 04510. Ciudad de México

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245Prólogo [a la Historia de la conquista de México de W. H. Prescott]

La obra de lectura más grata sobre la Conquista de México es la del historiador norteamericano Guillermo H. Prescott, que he manejado en la traducción española de D. José María González de la Vega.

Ramón Iglesia*

I

Explicación necesaria

Hace cosa de diez años comentábamos, no sin cierta acrimonia, el hecho de que se hubiera conmemorado en los Estados Unidos el centenario de la muer-te de William Hickling Prescott sin que se hubiese invitado a algún historiador mexicano a participar, con derecho más que propio, por las razones que más abajo se asientan, en la edición conmemorativa auspiciada por la Hispanic

* Cronistas e historiadores de la Conquista de México. El ciclo de Hernán Cortés, México. El Colegio de México, 1942, p. 18 (nota 15).

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American Historical Review (v. XXXIX, n. 1, 1959), que después, como libro aparte, apareció bajo este título: William Hickling Prescott. A Memorial.1 La cosa resultaba todavía más mortificante dado que los editores habían procu-rado que el punto de vista crítico peruano estuviera representado dignamen-te por el destacado historiador D. Guillermo Lohmann Villena mediante sus Notas a la interpretación prescottiana de la Historia de la conquista del Perú, en las cuales “presenta un tributo a la memoria de una de las más salientes y ex-traordinarias figuras del espléndido grupo de peruanistas norteamericanos”.2 Faltaron pues dentro de este convivio editorial americanista las reflexiones mexicanas relativas a la Historia de la conquista de México, y aunque se incluyó un brevísimo párrafo de las Notas de don José Fernando Ramírez, no por ello puede uno darse por satisfecho supuesto que la poco más de una página refe-rente al proceso de residencia de Cortés no es lo más interesante de las ano-taciones críticas de Ramírez ni podía sustituir a lo que hubieran sido los juicios historiográficos de un profesional mexicano sobre la personalidad del histo-riador Prescott y sobre la Historia de éste relativa a México. Además se debió haber tenido en cuenta que los méritos de México se fincaban y fincan esen-cialmente en las dos ediciones simultáneas de 1844 y en las diversas reedicio-nes que hicieron y hacen aún de nuestro país el más prescottizado de Ibe-roamérica, así sea por el lado cuantitativo.

Ahora bien, hacia 1959 no estábamos interesados ni poco ni mucho en la obra mexicana de Prescott, y precisamente el libro norteamericano citado arri-ba, que motivó nuestra crítica, fue asimismo el que despertó en nosotros una gran curiosidad por conocer la producción total del historiador bostoniano3 y nos llevó, sobre todo, a la lectura meditada y provechosa de la Historia de la conquista de México. Estábamos bien lejos de sospechar que el éxito halagüeño de nuestra edición de Humboldt (el Ensayo político novohispano) llevaría a los editores de la colección “Sepan cuantos...” de la Editorial Porrúa, a encargarnos la reedición completa (no abreviada) de la Historia de la conquista de México, cosa que no se hacía desde 1877 o 1878.4 Por consiguiente, a diez años de

1 Véase nuestra reseña crítica “En recuerdo de Prescott”, Historia Mexicana, El Colegio de México, México, n. 3, enero-marzo 1961.

2 Ibidem, p. 80. 3 Aunque nacido Prescott en Salem, sus estudios, residencia y vida de relación hicieron

de él un típico representante de la élite económica, social y cultural bostoniana. 4 Véase el anexo quinto, parte ii, sección 2.

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distancia de nuestra recensión nos encontramos investidos con la respon-sabilidad intelectual y mexicanista de presentar a los lectores de lengua espa-ñola el análisis historiográfico por el que clamábamos en 1959: tócale pues ahora al lector juzgar de lo eficaz o ineficaz de nuestra tarea crítica.

El lugar de prescott dentro de la historiografía romántico-erudita

La historiografía estadounidense anterior a Prescott se puede decir que era prácticamente desconocida para los estudiosos e historiadores europeos.5 Washington Irving había no obstante logrado cierta notoriedad con la publi-cación de su Vida de Colón (1828) y la Crónica de la conquista de Granada (1829); pero como estas obras no estaban montadas sobre una vasta y enjun-diosa base documental científica, se le tuvo más por un ameno literato de sesgo histórico que por un auténtico historiador. George Bancroft, quien había estudiado con Heeren en Gotinga y del que tradujo al inglés algunos ensayos, obtuvo palabras de aliento de su maestro y recibió asimismo las “críticas dis-frazadas de elogio” de Ranke,6 amén de los juicios desdeñosos de Carlyle; pero fuera del reducido círculo profesional de Europa siguió siendo ignorado. Cuan-do Prescott publicó en 1837 su obra acerca de los Reyes Católicos, no sólo consiguió forjarse un nombre sino que también alcanzó a ocupar un puesto destacado dentro del casi hermético cónclave de historiadores romántico-eruditos. La fama ya no lo abandonó, y tras la publicación de las historias sobre la conquista española de México y del Perú, su nombre corrió de boca en boca y sus libros (el relativo a México, por ejemplo) compitieron ventajo-samente con los best sellers de aquel tiempo, con La cabaña del tío Tom (1852), pongamos por caso, o con los dos libros de Stephens sobre arqueología maya.7 De golpe y porrazo su nombre (tras la aparición de la historia sobre los reyes

5 Por ejemplo, el crítico británico de The Quarterly Review, Richard Ford, consideró la obra sobre los Reyes Católicos “como el primer trabajo histórico que British-America había producido hasta entonces”. (Cit. C. H. Gardiner, William Hickling Prescott. A Biography, Austin, University of Texas Press, 1969, p. 141, nota 32.)

6 Cit. G. P. Gooch, Historia e historiadores en el siglo xix, México, Fondo de Cultura Eco-nómica, 1942, p. 407.

7 Incidents of Travel in Central America, Chiapas and Yucatan, Nueva York, 1841, e Inci-dents of Travel in Yucatan, Nueva York, 1843.

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don Fernando y doña Isabel) fue conocido en ambas orillas del Atlántico y enseguida comenzó a brillar con luz propia en el firmamento historiográfico de su época. Por supuesto, la metáfora astronómica resulta en ocasiones como ésta muy socorrida y apropiada; su utilidad es evidente dado que con ella se refleja el espíritu competitivo y profesional de los historiadores pertenecientes a la primera mitad del siglo XIX.

Agotado al parecer el gran ciclo historiográfico-ilustrado, se había dejado paso franco a la escuela erudito-romántica en la que destacaban notabilidades como Niehbur, Raumer, Ranke, Droysen, Mommsen, Thierry, Barante, Thiers, Guizot, Michelet, Chateaubriand y otros. Casi todos ellos habían ya publicado su obra capital respectiva para cuando Prescott se dispuso a editar su primer libro: el mejor sobre historia publicado jamás en Norteamérica, escribirá el crítico inglés R. Ford.8 Destacar, como lo hizo Prescott, entre aquellos luceros científicos no fue empresa fácil, según apuntamos, ni tampoco lo fue el man-tenerse siempre a la misma altura de los otros, o incluso a más si medimos con el barómetro del entusiasmo popular.

la forma y fórmulas románticas

Entre las características dogmáticas, de inspiración chateaubriandesca y sco-ttiana, de la historiografía romántica, todos los tratadistas están de acuerdo en destacar el valor acordado al llamado color local y a la descripción (descu-brimiento o recreación) pictórica del paisaje del escenario natural. Junto a estos típicos elementos hay que poner las escenas espectaculares (batallas es-pecíficamente dramáticas, teatrales, entre dos ejércitos, grupos, naciones o caracteres heroicos contrarios) y la confinación en el tiempo y en el espacio de un gran tema. La resurrección del pasado, pintándolo no como fue sino como se imaginaba que fue, es alcanzada mediante reconstrucciones muy ingeniosas del lenguaje y de los trajes de los personajes, de sus enseres, armas, viviendas y, en su mayor parte, por medio de bagatelas sin cuento a fin de trasladar al lector al país y a la época cuya historia cuenta.9 Historiadores

8 Cit. Stanley Thomas Williams, The Spanish Background of American Literature, 2 v., New Haven, Yale University Press, 1955, v. ii, p. 103. (Véase supra, nota 5.)

9 Cfr. The Literary Memoranda of William Hickling Prescott, 2 v., edición e introducción de C. H. Gardiner, Norman, University of Oklahoma Press, 1961, v. ii, n. 29.

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como Chateaubriand, Agustín Thierry y, sobre todo, Amable Barante recurren a estas engañosas y rebuscadas recreaciones y cifran casi todo su interés en darnos una matizada y animada narración en lugar de asegurar la verdad de ésta. Escriben para narrar y no para probar (Scribitur ad narrandum, non ad probandum), como lo aconsejara Quintiliano. La Historia no tenía, por consi-guiente, que analizar con frialdad, sino emocionar como la poesía, puesto que, a fin de cuentas, la verdad poética, como lo había proclamado Aristóteles, era superior a la verdad histórica. Se prefería la emoción, el sentimiento y la ima-ginación por sobre la razón; existía mayor interés por el colorido poético y lo pintoresco que por lo profundo; más inclinación había por gustar los detalles externos que por ahondar en los grandes problemas históricos; en suma, se trataba de señalar el curso de los acontecimientos por el medio más simple, claro y encantador, sin penetrar en la búsqueda de los últimos significados.10 Como el propio Prescott expresaba: había que esforzarse en exhibir de la ma-nera más ampliamente posible el estado del sentimiento público, la civiliza-ción, el bienestar personal del periodo histórico, tomando a préstamo el len-guaje y procurando reflejar las maneras de la época de un modo tal que pareciesen contemporáneas.11

Prescott, hombre de su tiempo pero a la vez buen conocedor de los clási-cos grecolatinos, de acuerdo con la fórmula de Plinio (multum, non multa) así como de los autores antiguos y modernos de Inglaterra, Italia y Francia, no podía hurtarse a la corriente historiográfica romántica ni tampoco a la pro-ducción paralela histórico-novelística y asimismo romántica de un Walter Scott, cuya influencia en el historiador es palpable y a la que Prescott alude en diversos lugares de la Memoranda. En la Miscelánea crítico-biográfica el bostoniano se dedica a la defensa de su admirado escritor, en un ensayo de 69 páginas escrito fundamentalmente para poner de relieve el carácter moral y los valores históricos (más lo primero que los segundos, de acuerdo con el crítico norteamericano) de las novelas del escocés, y sobre todo para defenderlo de

10 Guillermo Lohmann Villena, “Notes on Prescott’s Interpretation of the Conquest of Peru”, The Hispanic American Historical Review, v. 39, n. 1, febrero 1959. Apud William Hickling Prescott. A Memorial, ed. de Howard F. Cline, C. Harvey Gardiner y Charles Gibson, Durham, Duke University Press, 1959, p. 72, y Eduard Fueter, Historia de la historiografía moderna, Buenos Aires, Nova, 1953, v. ii, p. 120.

11 Vid. The Literary Memoranda…, v. i, p. 136.

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los ataques de Chateaubriand.12 Contra lo que sostenía el temible crítico fran-cés, Walter Scott, opina el comentarista, había mejorado el carácter de lo novelesco e histórico, pues había dotado a la novelística con un nuevo valor al cimentarla sobre la historia, y al mismo tiempo había dado un nuevo mé-todo y encanto a la Historia al embellecerla con las gracias de la novela. El novelista, añadía Prescott, tiene que ser fiel a los caracteres que dibuja y man-tener el interés de la trama; el historiador tiene que proceder lentamente en el examen y descifre de sus fuentes para obtener, mediante la técnica judicial y siguiendo el trillado rastro de los eventos, un juicio imparcial. Cuando el historiador pide prestada la técnica de Scott, mejora la Historia con los ador-nos de la ficción. El novelista tiene frente a sí las ilimitadas regiones de la ficción y sólo ha de procurar que su retrato histórico sea fiel a los originales. La ficción puede además auxiliar a la Historia y puede de hecho contener verdad real y verdad de carácter, aunque no de situación. La estricta verdad que persigue el historiador no permite que se incorporen a su obra todos los rasgos típicos que otorgan valor histórico a las novelas históricas.13 La admi-ración por Scott llevó a Prescott a enfatizar la incorporación del contenido social dentro de sus obras,14 y lo llevó asimismo a subrayar (imitar) lo que el crítico Georg Lukács denomina la verdad del colorido en la novela histórica del escocés. Dicha verdad “es la prueba poética de la realidad histórica: de-mostrar con medios poéticos la existencia, el ser así de las circunstancias históricas y sus personajes”.15 Es decir, la verdad coloreante revela poética-mente la conexión entre la vital espontaneidad del pueblo y la posible con-ciencia máxima de los personajes dirigentes, representativos. Por supuesto Prescott sabía muy bien que había sido Chateaubriand el creador desde 1802 de la nueva teoría estética romántica, cuya técnica consistía (además de las características ya señaladas arriba) en destacar fundamentalmente los aspec-tos contrastantes; las luces y sombras; las oposiciones irreductibles de las

12 William H. Prescott, “Chateaubriand’s English Literature”, en Biographical and Critical Miscellanies, Nueva York, Harper & Brothers, 1845, p. 281. (Ensayo precedente de la North American Review, 1839.)

13 Idem. 14 C. Harvey Gardiner, William Hickling Prescott. A Biography, p. 78. (La “advertencia” al

anexo primero no reza para nuestro prólogo, dado que a mediados de enero tuvimos en nuestro poder la obra de Gardiner.)

15 Georg Lukács, La novela histórica, México, Era, 1966, p. 46.

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pasiones, los sentimientos y las situaciones; las extremas polarizaciones in-ternas y externas y la búsqueda, por consiguiente, de un nuevo ideal estético opuesto al de los clásicos e ilustrados.

Walter Scott, inspirado por El genio del cristianismo (1802) y Los mártires (1807), había desarrollado sistemáticamente en sus novelas las características contrastantes por medio de abundantes detalles, de particularismos regiona-les y nacionales y de recreaciones brillantes y opulentas de multitud de per-sonajes y figuras del pasado; empero también, influido por el drama histórico goethiano (Götz von Berlichingen) y por el resto de la corriente romántica alemana (Sturm und Drang) se había librado de caer en los enconados extre-mos reaccionarios de los que hacía gala y santo y seña Chateaubriand cuando revivía y exaltaba el pasado a costa del presente; o cuando subrayaba senti-mental y malignamente, como lo haría asimismo más tarde Alfredo de Vigny, los errores revolucionarios de la juventud francesa jacobina frente al idílico (falseado) absolutismo monárquico.

Como el historiador bostoniano, con su progresivo moderantismo políti-co (federalista, whig, republicano), nunca se manifestó como un reaccio-nario, como un antiliberal, no obstante su posición conservadora y aris-tocratizante, es comprensible que emprendiera, como hemos escrito, la defensa de su gustado novelista. Se daba además el caso de que Prescott, en tanto que historiador crítico, había adoptado el sistema del democrá-tico Thierry, quien en su Historia de la conquista de Inglaterra por los nor-mandos (1825) había introducido las fórmulas románticas en la historio-grafía erudita, no ya tanto por influencia directa de Chateaubriand sino indirecta de Walter Scott; una actitud que coincide con la de Ranke (His-torias de los pueblos románicos y germánicos, 1827) y que prueba la triple influencia del novelista escocés sobre los tres noveles historiadores. Sin embargo, lo que podríamos llamar el romanticismo de Prescott es más formalista que esencial, lo que también sucede con su modelo e inspira-dor Scott. El escocés y el novoinglés son románticos en la forma y las fórmulas pero no en el fondo. La temática del novelista así como la del historiador tienen estrecho contacto con el romanticismo; pero no pueden considerarse estrictamente románticas supuesto que no se oponen sino que antes bien alientan la antañona e ilustrada idea del progreso. Como bueno y leal republicano norteamericano, el historiador rechazaba las

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tesis antiliberales, legitimistas y contrarrevolucionarias de principios del movimiento romántico; como Michelet, Scott, Thierry e incluso Barante, no tuvo inconveniente Prescott en ligarse estrechamente al romanticismo; pero sí se mantuvo siempre en guardia frente a la doctrina política reac-cionaria de éste.

la deuda ilustrada de prescott

Hay que aclarar también que Prescott, de acuerdo con su educación y con-formación ilustradas, no podía ni estaba dispuesto a arrojar por la borda las enseñanzas de la historiografía inglesa y francesa de la época de la Ilustración (Hume, Gibbon, Robertson, Voltaire y Marmontel, entre otros); mas tam-poco se aventuraría nunca, como lo había exigido el “rey de los escarnece-dores”, como lo llamó Emerson, a regañar al pasado cristiano occidental ni a exhibirse empedernido pirronista. De Gibbon le molesta también el escep-ticismo de que hace gala y que lo muestra, como también ocurre con Voltai-re, citado un par de renglones arriba, como un historiador carente de un generoso sentimiento moral.16 Sobre todo le parece repugnante lo que S. T. Williams ha denominado “su desalmada racionalización de la historia”.17 ¿Qué es lo que le falta a la Historia romana de Gibbon? “La buena fe”, res-ponde Prescott.18

William H. Prescott, por lo que se refiere a su talante romántico, se parece a Alejandro de Humboldt, quien nos confiesa que durante su larga y peligrosa travesía por el Orinoco, leía el Pablo y Virginia en unión de su acompañante y amigo Bonpland.19 El historiador, por su lado, nos cuenta que se emocionaba e inclusive lloraba en unión de su familia cuando en las veladas bostonianas de su casa se leían en voz alta las desventuradas Memo-rias de la señorita Margaret Davidson, heroína romántica de Washington

16 William H. Prescott, “Irving’s Conquest of Granada”, en Biographical and Critical Mis-cellanies, p. 104.

17 S. T. Williams, The Spanish Background…, v. ii, p. 91. 18 William H. Prescott, “Irving’s Conquest of Granada”, en Biographical and Critical Mis-

cellanies…, p. 103. 19 Cfr. Alejandro de Humboldt, Cosmos. Ensayo de una descripción física del mundo, 2 v.,

Madrid, Gaspar y Roig Editores, 1874, v. ii, p. 61.

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Irving.20 Por supuesto, Humboldt y Prescott se tuvieron mutuamente en gran estima, y coincidieron entre sí no tanto por el placer que ambos experimen-taban con los relatos románticos, sino por la admiración que como hombres de ciencia y como hombres de libre criterio (liberal el primero, moderado el segundo) experimentaron el uno por el otro.

De su herencia ilustrada debe Prescott al volteriano Robertson el sentido evolutivo histórico-universal, es decir, la sucesión orgánica que muestran las cuatro obras fundamentales del bostoniano. Este esquema organicista le per-mitiría anclar sus temas históricos en el siglo XVI. Del ya citado filósofo francés de la aluciedad, conservó Prescott, además de su confesada admiración por el novelesco Carlos XII,21 el ordenamiento de los sucesos históricos más que por la rigurosa sucesión cronológica por su ordenación interna, que o bien es independiente del momento en que los acontecimientos transcurrieron, o bien los refuerza simplemente. En lugar de seguir el orden consecutivo de los even-tos, nos advierte el propio historiador de la Nueva lnglaterra, distribuye Vol-taire su trabajo sobre el principio del Catalogue raisonné, en reacciones arre-gladas de acuerdo con los temas, e introduciendo copiosas disertaciones sobre múltiples tópicos (literatura, religión, costumbres, política, tácticas y carácter del gobierno) dentro del cuerpo de la narración, como puede verse en el En-sayo sobre las costumbres, o en El siglo de Luis xIV. De esta manera, prosigue Prescott, el lector aprehende más fácilmente los valores de la Historia, y al mismo tiempo el historiador ve facilitada su tarea al poder transmitir con mayor certeza y facilidad sus propias impresiones.22

En Voltaire se inspiró asimismo Prescott para considerar que en el enjui-ciamiento de cualquier época se debe tener en cuenta que todo depende del tiempo y del lugar en que se ha nacido y de las circunstancias bajo las cuales se vive;23 lo cual viene a ser lo mismo que dijera Montesquieu con calculada reflexión crítica: transportar a los siglos lejanos las ideas del siglo en que se vive es, entre todas, la más fecunda fuente de errores. Pues bien, el lector encontrará ejemplificado este juicio en un comentario del propio Prescott a una recensión que no tomaba en cuenta las circunstancias señaladas y que

20 Cit. George Ticknor, Life of William Hickling Prescott, Boston, Ticknor and Fields, 1868, p. 176. (Carta de W. H. Prescott a Anika Ticknor: 25 de julio de 1841.)

21 Cfr. The Literary Memoranda..., v. i, p. 118, y v. ii, p. 67. 22 Prescott, Biographical and Critical Miscellanies…, p. 99. 23 The Dictionary of Philosophy, Nueva York, Philosophical Library, 1942, art. Gregorio VII.

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traía a colación, críticamente, el tan debatido tema de la crueldad española durante la Conquista.24

De la vieja tradición historiográfica clásica, renovada por los filósofos e historiadores ilustrados, recibe Prescott el principio relativo a los elementos contradictorios u opuestos, que se resuelve siempre entre los historiadores del siglo XVIII en una optimista teoría del progreso. Al iniciarse en la centuria si-guiente la tesis romántica, se acepta el esquema de la contradicción; pero no bajo la forma progresista sintético-dialéctica sino bajo la fórmula maniquea que exalta exclusivamente el pasado y afirma el antiprogreso. Es, dicho sea una vez más, la tesis reaccionaria y absolutista que recurre a la lógica tradi-cional y a la teoría anticartesiana de las pasiones para retrasar o cuando menos congelar todo avance, todo progreso y desarrollo futuro del hombre. Prescott, pese a su pesimismo de raíz estoica y puritana, no cae en la trampa historiográfica del romanticismo puro empeñado inútilmente en dar marcha atrás al reloj de la historia. Parece pensar a veces como un reaccionario; pero sólo lo parece, puesto que únicamente a un hombre de espíritu libre se le pue-de escurrir por la punta de marfil de su estilo lo que sigue: “¿Cuándo se ha visto que el miedo, armado de poder, sea escrupuloso en el ejercicio de éste?” (p. 238). O bien esta otra sentencia: “Rebelión, he aquí una palabra con la que se ha hecho, más que con ninguna otra, salvo la de religión, la apología de las mayores atrocidades”. Indudablemente en Prescott contaba mucho el amor que sentía por su pueblo y la confianza que él tenía sobre la capacidad de progreso y mejora del mismo.25

El “héroe” de la Conquista

Del historiador Carlyle, contemporáneo de Prescott, admiró éste, si acaso, el extraordinario talento narrativo de las descripciones;26 mas rechazó el ma-nifiesto odio del escocés contra la Ilustración, y sobre todo desconoció la

24 Véase la reseña correspondiente en el anexo tercero, en William H. Prescott, Historia de la conquista de México, prólogo, notas y apéndices de Juan A. Ortega y Medina, México, Porrúa, 1970, p. cxiv.

25 Cit. S. T. Williams, The Spanish Background…, p. 102. 26 Vio también Prescott cosas despreciables, en cuanto a la forma y al fondo, en las obras

de Carlyle, por ejemplo la revolución francesa. (Véase la carta de Prescott a G. Bancroft [1 de noviembre de 1838], en H. T. Peck, William Hickling Prescott, Londres, 1926, p. 114.)

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concepción arbitraria del héroe indeterminado como un ente ya dado, ab ovo y situado cien codos por arriba del término medio del grupo de incapaces que le sigue: el gran hombre hacedor o demiurgo exclusivo de la historia. El personaje fundamental de Prescott, es decir, Cortés, es un héroe en el que se acusan más las capacidades intelectuales que las propiamente heroicas. Des-taca sobre todo por su talento polémico (“polemic talents”) y la elocuencia; por la habilidad persuasiva con la que influye en sus capitanes y soldados y los convence a proseguir por el nuevo camino sólo por él, héroe grande en la reflexión, vislumbrado. Más que la lanza o la espada, es la palabra el arma decisiva de Cortés; sus razonamientos son elementos armonizadores que suman las voluntades ariscas y dispersas, que las encauzan hacia el objetivo fijado por él, en efecto, pero ya predeterminado por la providencia histórica. El capitán extremeño es un héroe moderno, hasta progresista, nos atrevemos a decir; porque según su intérprete Prescott, no viene a ser sino un instru-mento de las fuerzas históricas nuevas (socioculturales); es decir, un intér-prete y fiel ejecutor de la necesidad de toda historia. El Cortés de Prescott es un gran hombre dado que es un héroe máximo de la acción. Su siempre re-novada e incesante energía, que se crece ante los obstáculos, se desata sal-vándolos o destruyéndolos hasta incidir, por último, como animada flecha en el blanco de la corriente histórica. Porque lo más importante del héroe, insistamos en esto, no son sus rasgos heroicos típicos, sino verlo en tanto que representante e impulsor del flujo histórico nuevo. Es el Cortés de Prescott, ni más ni menos, un tardío trasunto del héroe hegeliano que sabe que la razón de las cosas se expresa a través de sus palabras y actos. El famoso capitán encaja perfectamente, de acuerdo con el punto de vista hegeliano del autor (y para el caso no importa si la influencia del filósofo alemán sobre el histo-riador norteamericano haya sido filtrada o indirecta) dentro del desarrollo social de la España y de la Europa de comienzos del siglo XVI, y solamente podrá llevar a cabo aquello que se encuentra al alcance de la razón cultural cristiana en la que vive inmerso. No se trata, por consiguiente, de interpretar románticamente a un héroe, como lo hizo Carlyle con Cromwell, en función exclusiva de su acción individual heroica al frente de un tropel de mediocres, sino de un hombre excepcional que imaginando realizar sus propios fines egoístas, sólo prosigue tendencias históricas engendradas en el pasado, in-crementadas en el presente y apuntadas hacia el futuro. El héroe forjado por la historia y cuyas acciones van indicando la dirección o movimiento progre-

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sivo de ésta, no es un ente a priori, porque antes de que cuente el ser hay que contar con el hacerse.

Esta interpretación de Prescott, de origen ilustrado y funcionamiento dialéctico presupone, por tanto, la existencia de una sociedad y de una cul-tura (la estudiada previamente por el historiador en su Historia del reinado de los Reyes Católicos, don Fernando y doña Isabel) sobre las cuales fluyen en secuencias majestuosas las grandes fuerzas históricas. El héroe surge pues de las circunstancias esenciales de la época, y ésta no se explica a partir del gran personaje sino por sí misma.27 Al igual que Ranke, el historiador bosto-niano piensa que al realizar el héroe su propia causa realizaba la causa ge-neral; de aquí que su existencia personal se convierta en un momento de la historia universal.

La técnica romántica que utiliza Prescott para revestir y adornar estéti-camente a su héroe favorito, puede desconcertar al lector no advertido; mas el “genio” de Cortés, como afirma Levin, el autor que con más penetración ha estudiado y analizado la estructura formal de las obras históricas de Prescott, “es definido con éxito no tanto por medio de esos pasajes retóricos con los cuales el historiador lo examina, sino por la sucesión de incidentes; por el despliegue de caracteres de entre los cuales el héroe se destaca”.28 Los carac-teres que se oponen a Cortés (Velázquez, Moctezuma, Xicoténcatl el Joven, Cuauhtémoc, Narváez, capitanes y soldados españoles), los tropiezos que va encontrando el personaje a su paso por el Anáhuac y la manera en que cada obstáculo es vencido y le sirve de escalón para enfrentarse y superar la difi-cultad siguiente son los que van perfilando su carácter heroico en cuanto hombre de acción. Con medios mínimos obtiene, como asienta Prescott, máxi-mos resultados; hace frente a la adversidad y se crece ante la derrota.29 La razón histórica y la histórica necesidad del cambio conforman la personalidad del héroe. Éste no surge, insistamos, perfecto como Minerva, y armado de punta en blanco, adecuado al culto decorativo y romántico, sino que se va forjando conforme las peripecias de la empresa conquistadora lo van ponien-do a prueba. Los incidentes de la conquista van moldeando el carácter del

27 Véase Sidney Hook, El héroe en la historia: un estudio sobre la limitación y la posibildad, Buenos Aires, Galatea, 1958, p. 53.

28 David Levin, History as Romantic Art: Bancroft, Prescott, Motley, and Parkman, Stanford, Stanford University Press, 1959. Apud William Hickling Prescott. A Memorial, p. 32.

29 Prescott, Historia de la conquista…, p. 389, 393, 397, 573, passim.

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conquistador y van haciendo de él el héroe de la empresa;30 por consiguiente, no es Cortés el héroe que hace la conquista sino que es ésta la que va haciendo al héroe; o dicho de otra suerte: no es el hombre excepcional el que condicio-na a la historia, sino que es la necesidad histórica la que condiciona al hombre de excepción y lo hace posible. Ahora bien, conviene aclarar que no son las tendencias generales las únicas que deciden en el proceso de la historia, por-que siempre serán necesarias, como escribe Meinecke citando a Ranke, gran-des personalidades para hacerlas valer,31 y creemos que Prescott no se habría opuesto a esta interpretación, sobre todo viniendo de Ranke.

repercusiones heroicas

Se cuenta que un típico hombre de presa y empresa, un yanqui pionero, un bronco y formidable fronterizo, enderezó para su provecho el norte de su peligroso vivir tras una triple lectura, a sus floridos y aventureros veinte años, de la Historia de la conquista de México de Prescott. La revelación que experi-mentó el novel lector Edward Ayer fue fulminante: al cumplir los treinta años era riquísimo. La historia de Cortés, de un extraordinario y ambicioso hombre de acción, habíale servido de acicate para superar todas las dificultades y para convertirse si no en marqués como su admirado dechado, cuando menos en millonario: la mejor y más práctica carta de nobleza para la republicana y activa Norteamérica de aquellos y de estos días. En la Biblioteca Newberry de Chicago fundada por Edward Ayer, se conservan lujosísimamente encuader-nados los tres volúmenes de la Historia leídos en su juventud y que Ayer había comprado a plazos el mismo día en que llegó a Chicago y cuando sólo tenía en el bolsillo un dólar ochenta centavos.32

La Historia de la conquista de México se convierte en una fuente de cono-cimiento popular sobre México;33 empero más importante, sin duda alguna, que el caso aislado de Ayer, es el de la influencia ejercida por la Historia de la

30 Levin, History as Romantic Art…, p. 33. 31 Friedrich Meinecke, El historicismo y su génesis, México, Fondo de Cultura Económica,

1943, p. 502. 32 Cfr. la anécdota en Germán Arciniegas, “Una Biblioteca de América. Volúmenes en

caja fuerte”, Excélsior, México, 16 de marzo de 1966. 33 Henry Bamford Parkes, “Introduction” a William H. Prescott, The Conquest of Mexico,

Nueva York, Bantam Books, 1964, p. 7.

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conquista de México de Prescott entre los jefes y oficiales e incluso soldados rasos de los dos ejércitos invasores norteamericanos (1846-1847). Todos o casi todos ellos junto con el personal del servicio militar de información y los estados mayores respectivos venían inspirados y alentados con este popula-rísimo vademécum estimulante. El libro famoso de Prescott sobre la conquis-ta de México desempeñó, entre otras fuentes informativas valiosas, además de la literatura viajera anglosajona interesada en nuestro país, un papel im-portante en el curso de la campaña del ejército norteamericano.34 A esta obra de Prescott más que a ninguna otra debieron los invasores soldados estadou-nidenses la satisfacción de encontrarse al fin jaraneando “in the Hall of Mon-tezuma”; es a saber: en la ansiada, riquísima y promisoria tierra, en el palacio presidencial, hoy nacional, antigua residencia de los virreyes. No tiene, por consiguiente, nada de fortuito el hecho de que el general yanqui Winfield Scott aspirase (julio de 1848) a que Prescott escribiera la historia de la Segunda conquista de México, para cuyo efecto estaba dispuesto a poner en manos del historiador todos los documentos y papeles necesarios. Prescott declinó cor-tésmente la invitación del general y le expuso por escrito que, si bien el tema era atrayente, él no lo escribiría porque no le agradaba “entremeterse con héroes que no llevasen sepultados cuando menos dos siglos”. Tampoco tiene nada de casual que con motivo de una visita de Prescott a la Casa Blanca (abril de 1850) el presidente Zachary Taylor, el antiguo general invasor y conquis-tador de Monterrey (24 de septiembre de 1846), lo sentase a su mesa y le hiciese una proposición más o menos semejante a la de Winfield Scott; pero asimismo Prescott, aunque halagado, rechazó la sugerencia.35

El que los militares norteamericanos se hubiesen inspirado, según diji-mos, en las hazañas de Cortés y el que un joven como el citado Ayer, estimu-lado asimismo por las aventuras del capitán extremeño pudiese cambiar el

34 Entre las fuentes y libros fundamentales se encuentran las obras de A. de Humboldt (Ensayo político sobre Nueva España y el Atlas), Madame Calderón de la Barca (Vida en México), Brantz Mayer (México, lo que fue y lo que es), Henry G. Ward (México en 1827), J. Latrobe (The Rambler in Mexico), W. Bullock (Seis meses de residencia y viajes en México), G. F. Lyons (Diario de viaje, estancia y recorrido por México), etcétera (vid. The Literary Memoranda…, v. ii, p. 15). Véase Juan A. Ortega y Medina, México en la con-ciencia anglosajona, 2 v., México, Antigua Librería Robredo, 1955.

35 Vid. G. Ticknor, Life of William Hickling Prescott, p. 273, y C. H. Gardiner, William Hickling Prescott. A Biography, p. 279, 298.

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rumbo de su azarosa existencia, habla muy alto a favor de Prescott; mas el historiador no sólo será capaz mediante su obra de organizar las desbocadas y caóticas fuerzas de un joven de acción como Ayer, o las ambiciosas y emu-latorias de los militares, sino también de reorientar y enderezar toda una torcida y pues adversa opinión media nacional estadounidense frente a las cosas de España, de Hispanoamérica y de sus hombres más representativos.

II

la novedad temática y las reacciones de lectores y críticos

En efecto, la Historia de la conquista de México representó una reacción nove-dosa, o un punto de vista nuevo frente al criterio ilustrado en general y par-ticularmente frente a la Historia de América de William Robertson; obra muy popular en toda la Unión Americana y que contribuyó como ninguna otra a vulgarizar la idea “de un Colón súper heroico, de un salvaje súper noble y de una leyenda súper negra”.36 La tradición histórica,37 los rezagados y estereo-tipados juicios históricos negativos surgidos con motivo de la vieja pugna anglosajona del siglo XVI (misoneísmo contra modernidad), que se patentiza inclusive en poetas y dramaturgos de la época tudoriana y postisabelina (Shakespeare, Kyd, Oldham, Dryden),38 y sobre todo la coexistencia histórica de anglosajones e iberoamericanos sobre un compartido y las más de las veces disputado continente, condicionaron, como es sabido, la existencia de una corriente media de opinión popular norteamericana desfavorable e inclusive agresiva frente a la historia y a las creaciones originales de los hombres y las naciones indohispánicos.

36 Cit. F. S. Stimson, Orígenes del hispanismo norteamericano, México, Ediciones Andrea, 1961 (Studium, 29), p. 73.

37 En carta a Prescott de su amigo Charles Sumner (27 de octubre de 1843), le expresa éste que comenzó la lectura de la Historia de la conquista de México “odiando a Cortés y deseando verlo destruido”, pero que la terminó viendo en el personaje un héroe mayor que Alejandro. (Vid. The Correspondence of William Hickling Prescott, transcrip-ción y edición de Roger Wolcott, Boston, Houghton Mifflin Company, 1925, p. 402.)

38 Vid. Juan A. Ortega y Medina, “La historia en el teatro, o del descrédito hispánico en la Historia”, Anuario de Historia, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad Nacional Autónoma de México, México, año 1, 1961, p. 229-241.

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Uno de los temas más debatidos y sentenciados ya para la época de Pres-cott fue el relativo al carácter de la conquista hispana en América y la conco-mitante consideración sobre la crueldad de los conquistadores españoles en general y muy especialmente de Hernán Cortés y Francisco Pizarro. Los soco-rridos temas de la leyenda negra, verbigracia, los que se refieren de cien o mil diversas maneras a la opresión y la destrucción de los aborígenes y las cultu-ras americanos a manos de los españoles, habían sido adobados convenien-temente a lo largo del tiempo, recurriendo a todos los procedimientos y re-presentaciones, hasta convertirse en lugares comunes incontrovertibles. Así tenemos que en 1775 el poeta novoinglés Freneau, máximo fustigador por aquel entonces de todo lo hispánico, en su The Midnight Consultations, aviva el rescoldo temático de la famosa sombría leyenda y arremete violentamente contra Hernán Cortés. En otra de sus obras, Rising Glory condena las conquis-tas españolas y acusa severamente a la “cruel España” y a sus conquistadores ávidos de oro. Cortés encabeza, naturalmente, la lista de malvados pergeñada por Freneau, y Francisco Pizarro, en el poema Discovery (1772), recibe asimis-mo un tratamiento repulsivo. Berlow, otro escritor, en el libro segundo de la Visión y de Columbia, relata morbosamente la destrucción implacable de las espléndidas civilizaciones de México y del Perú. El imperio azteca es descrito como un “reino feliz” y el peruano Manco Cápac, “el Inmortal”, representa el summum de la benefactora capacidad de un gran legislador. Sigourney des-cribe a su vez en un poema el esplendor de la América precolombina antes de la subyugación española, y Percival, en sus Fragmentos de un poema sobre los incas (1823), glorifica a los indios peruanos y reflexiona manriquianamente sobre el deterioro de todas las cosas bajo la mano tenaz y ruinosa del tiempo.39

En 1808, en Nueva York, el llamado “padre de la escena americana”, es decir, William Dunlap, traduce y refunde un drama de August von Kotzebue y lo publica bajo este título: Pizarro in Peru; or the Death of Rolla. El drama, que también fue traducido y puesto en escena por el librero neoyorquino Charles Smith, bajo ropaje moderno ilustra al socaire de la nueva estética sentimental y romántica las crueldades españolas denunciadas tres siglos atrás por el padre Las Casas en su Brevísima. Asimismo por los traductores ya indi-cados y procedente también del citado Kotzebue apareció en Nueva York (1800) la Virgin of the Sun, pieza en la que se idealiza a los “nobles salvajes”

39 Para estos datos hemos abrevado en F. S. Stimson, Orígenes del hispanismo…, c. iv y v.

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y a la sociedad indígena, rousseauniana y chateaubriana, anterior a la con-quista española. En 1829, William Gilmore Simms, en su interesante novela The Vision of Cortez, subraya la perversión del conquistador por mandar tor-turar a Cuauhtémoc, y mediante una taumatúrgica licencia poético-románti-ca transforma al héroe azteca en una especie de caballero medieval y a Cortés, por contra, en un salvaje feroz y primitivo. En el poema en cinco cantos de Lydia Huntley Sigourney, Traits of the Aborigines of America (1822), con sádi-co y femenino refinamiento verbal apalea la autora a sus enemigos Cortés y Pizarro. Por último, el erudito hispanista Robert Charles Sand, para no que-darse tal vez atrás en la corriente revalorativa del ennoblecido –en tanto que civilizado– salvaje, se sirve del recurso literario del sueño (Dream of Papantzin, 1828) para que una princesa azteca oculta en una cueva anuncie a Moctezu-ma, mediante el envío de una niña mensajera, la futura llegada de los férreos conquistadores. Cuauhtémoc, el personaje central de la resistencia de Teno-chtitlan, queda caracterizado como un héroe de corte semejante al trazado anteriormente por Simms.40

Éste era pues el clima general de opinión por lo que se refiere a la capa social superior y media, frecuentadora de teatros, lectora de novelas y poemas, y conocedora, sin duda, del soneto de J. Keats a Cortés, tan bello, como escri-be Williams, pero tan inexacto;41 pero si descendemos en la escala y hurgamos en lo que se escribía en la prensa estadounidense de aquellos tiempos respec-to a la conquista y los conquistadores, los tintes calificativos no reconocen ningún freno. Mas los juicios de los articulistas, críticos, novelistas y drama-turgos eran en el fondo farisaicos, pues a la par que en nombre de las civili-zaciones indígenas se condenaba la acción conquistadora española, se justi-ficaba la propia extinción de los pieles rojas con el falso argumento de la incivilización.42 Esta actitud crítica demoledora, antihispánica tenía su origen, por una parte, en el cargamento emocional de signo negativo recibido como herencia competitiva a través de la tradición isabelina, iluminista y en especial ilustrada; por otra, en los intereses políticos, económicos y culturales inme-diatos de la Norteamérica del destino manifiesto. Resulta, por tanto, clarísimo que esta enraizada y enconada opinión formaba parte consustancial, médula,

40 Idem. 41 Véase al respecto en Williams, The Spanish Background…, v. ii, p. 112. 42 Idem.

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hueso y carne del espíritu norteamericano. Compacto muro de prejuicios, falsedades e incomprensiones contra el cual tendrá que batirse históricamen-te Prescott con su mexicana poliorcética. Ilustrativo resulta del caso el que Francis Berrian, el héroe literario del escritor Timothy Flint en la novela de aventuras románticas intitulada The Mexican Patriot (Boston, 1826), sostenga que en su país los yanquis de la clase baja despreciaban a España, y que, por contra, el pequeño grupo de gente educada admiraba el carácter español. Y como raíz y razón de muchos futuros desatinos hollywoodescos, el triángulo amoroso inventado por Flint y después copiado por autores como Anne Royall (The Tennessean, 1827), Simms (The Fall of Bexar, 1852) y otros cuentistas, se va a constituir, como escribe Stimson, a base de “un yanqui fuerte y de im-placable moralidad, un rival hispanoamericano corrompido, cobarde y sen-sual, y una simpática heroína criada indefectiblemente en un convento español”.43 Como puede justipreciarse, son estereotipos literarios que respon-den y conforman íntimas vivencias. Infundios deformativos que calan hondo y cuyas huellas pueden rastrearse incluso en nuestros días en el ciudadano común y corriente, e inclusive en alguno que otro trasnochado historiador de Estados Unidos.

la justificación de la empresa española

Prescott pertenece a esa pequeña pero decisiva élite norteamericana intere-sada en las cosas hispánicas (1831-1864); es a saber, al grupo de los Irving, Ticknor, Longfellow, Cooper, Melville, Ingrahan, Bird, Bryant, Everett, Mid-dleton, etcétera. Son en su mayor parte hombres románticos, o cuando menos seducidos por la nueva moda estilística, quienes descubren a España e Hispa-noamérica y examinan sus valores románticos antes incluso de que españoles e hispanoamericanos cayesen en la cuenta de que estaban viviendo y actuan-do, a la vista de los extraños, románticamente.44 El historiador bostoniano

43 Ibidem, p. 32. 44 Ticknor se expresaba así de España: “Hay aquí más carácter nacional, más originalidad

y poesía en las maneras y sentimientos populares [...] que los que he encontrado en otros sitios. ¿No lo cree usted? No me refiero a las clases altas –lo que en otros países parece ficción y novelería, aquí es motivo de observación, y por lo que toca a las cos-tumbres, Cervantes y Le Sage son historiadores. Porque una vez que cruza usted los Pirineos, no sólo habrá pasado de un país y de un clima a otros diferentes, sino que

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tuvo primeramente que observar la situación de la sociedad española a fines del siglo XV (reinado de los Reyes Católicos) para hacer derivar de dicha sin-gularidad histórica, que se prolongó durante los primeros años de la centuria siguiente, la excepcionalidad de la actuación de Hernán Cortés, de sus capi-tanes y soldados. Prescott va pues a aceptar la realidad política, social, cultu-ral y económica de aquella generación conquistadora como efecto de los acon-tecimientos en cuya cadena los caracteres o hechos expuestos representan un eslabón esencial. Se trata de comprender la manera como se forjó la realidad histórica con los elementos heterogéneos, complejos y opuestos entre sí. Lo que Prescott quiere demostrar, y para su tiempo fue una explicación nueva y por ende controvertible, es que la civilización cristiano-católica del siglo XVI español pudo llevar a cabo cosas que estaban más allá del alcance de la socie-dad gentil azteca. Dicha sociedad había ciertamente evolucionado mucho y presentaba en vísperas de la irrupción hispana un avanzado grado de civili-zación, que el autor no se cansa de repetir que era semejante al de las refina-das civilizaciones orientales del mundo antiguo, a veces a la de la Roma pri-mitiva, o a la de Egipto. La civilización egipcia se convierte en la piedra de toque con la cual el historiador compara y prueba la del Anáhuac. Una y otra vez se esfuerza Prescott por destruir la popular versión robertsoniana que rebajaba la cultura azteca a niveles tribales un poco más complejos y organi-zados que los de los iroqueses. El historiador estadounidense se empeña en demostrar, y lo logra con singular éxito, que la organización de los aztecas no había sido como la de los indios bravos con los que los norteamericanos toda-vía estaban en no muy amigables relaciones y contactos. Partiendo Prescott de la idea general conocida de todos en cuanto a caracterizar la vida indígena americana como inmersa en el salvajismo, va paulatinamente presentando

habrá retrocedido un par de siglos en su cronología, y hallará a la gente todavía en ese género de existencia poética que no sólo se ha perdido hace mucho, sino que también nosotros hemos dejado de acreditar ha largo tiempo en los informes de nuestros an-tepasados”. (Cit. C. L. Penney, George Ticknor, Nueva York, 1927, p. xxix.) Por su parte Prescott le escribía a su hijo William Gardiner Prescott (Boston, 28 de octubre de 1849) lo que sigue: “Espero que podrás ir a Granada. Pero tú verás lo que en Madrid puedes hacer. Sin duda has leído el libro del Sr. Ford [Handbook of Spain, alabado por P. Ga-yangos], y bien podrías, si tienes tiempo, ojear de nuevo el Gil Blas y Don Quijote. Es-paña en el siglo xix no es muy diferente de la España del diecisiete”. (Cit. The Papers of William Hickling Prescott, selección y edición de C. Harvey Gardiner, Urbana, Uni-versity of Illinois Press, 1964, p. 277.)

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los rasgos progresivamente complicados de la cultura azteca hasta alcanzar el grado de la más refinada barbarie e incluso en ciertos aspectos la escala de la civilización, como en el caso de los conocimientos astronómicos de los az-tecas; lo que convierte a éstos, a los ojos de Prescott, en los clásicos de Améri-ca. Esta operación intelectual será semejante y simultánea a la realizada por el viajero y arqueólogo en agraz John Lloyd Stephens, con la antigua cultura de los mayas,45 o por Brantz Mayer con la llamada azteca, o náhuatl.46 Ante Alva Ixtlilxóchitl el historiador bostoniano se siente orgullosamente america-nista, puesto que la lectura meditada de la obra histórica del teotihuacano eleva sus ideas de la “civilización americana”. El historiador mestizo es decla-rado orgullosamente el “Livio del Anáhuac”,47 y el tetzcutzingo es calificado como el “Monte Palatino” de México.48 La comparación y los paralelismos clásicos de Prescott no son cosa de halago o lisonja, pues ellos surgen de un hondo sentimiento de americanidad en flor.

De acuerdo con Prescott la cultura azteca presenta también notas pa-radójicas de extrema barbarie junto a manifestaciones de elevada espiritua-lidad y refinamiento; de una cultura en la que conviven la edad de la piedra pulida y la edad de la civilización. Con machacona insistencia alude una y otra vez el historiador al carácter bárbaro del idioma náhuatl, cuyo sonido, sin haberlo jamás oído, parece molestarle mucho (lo que le atraerá las justas censuras de Alamán y Ramírez); empero ello no le impedirá reproducir al-gunas muestras bastardeadas de poesía náhuatl. Las piezas, por entonces conocidas, de la estatuaria indígena le parecen también absurdas: “arte barbárico” adecuado a la representación de “colosales monstruos”, de “dei-dades monstruosas”: la Coatlicue, por ejemplo, que pudo ver representada en León y Gama, en la edición de Bustamante,49 o en el México de B. Mayer.

45 Vid. Juan A. Ortega y Medina, “Monroísmo arqueológico. Un intento de compensación de americanidad insuficiente”, en Ensayos, tareas y estudios históricos, Xalapa, Univer-sidad Veracruzana, 1962 (Cuadernos de la Facultad de Filosofía y Letras, 12), p. 37-86. También en Cuadernos Americanos, México, n. 5 y 6, 1953.

46 Véase también en los Ensayos… citados en la nota anterior (p. 211-248), “México en 1841”, y asimismo como prólogo de Brantz Mayer, México, lo que fue y lo que es, Méxi-co, Fondo de Cultura Económica, 1953.

47 W. H. Prescott, Historia de la conquista…, p. 97 del texto. 48 Ibidem, p. 87, nota 47. 49 Antonio de León y Gama, Descripción histórica y cronológica de las dos piedras que con

ocacion del nuevo empedrado que se esta formando en la plaza principal de Mexico, se

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La estética de Prescott nos parece pues relativista por cuanto que, según él, no hay que calificar por las reglas, sino por el modo de adoptarlas al fin peculiar que se propusieron;50 con lo cual la contradicción sólo es aparente supuesto que a una religión monstruosa se corresponde perfectamente con unas representaciones disformes.

No obstante sus perfecciones en ciertos puntos, la civilización azteca estaba condenada a desaparecer por causa de su inmoral y cruel religión que permitía los rituales sacrificios humanos y elevaba el canibalismo a la catego-ría de precepto religioso. De acuerdo con el plan providencial histórico el país debía ser entregado a otra raza, a otra religión más pura y verdadera, la cató-lica, pese a que no fuese ésta todo lo perfecta y acendrada que el protestante unitario hubiera deseado.51 “Las viciosas instituciones de los aztecas ofre[cían] la mejor apología para su conquista.”52 La religión indígena, torpe y sangui-naria, causará la perdición de Moctezuma y la de su pueblo: triunfo del cris-tianismo sobre el canibalismo.

Los orgullosos monumentos erigidos por los indios mexicanos podían compararse con los edificados por los egipcios; pero había que tener en cuen-ta, nos recuerda Prescott, que tales construcciones gigantescas no fueron le-vantadas por manos libres en ambos casos, sino por esclavos o siervos que trabajaban a disgusto bajo la presión de sus despóticos gobernantes y seño-res.53 Por ésta y por otras primordiales razones la conquista es justipreciada por Prescott como una necesidad histórica; como un progreso moral y mate-rial no obstante sus reconocidas violencias y crueldades, que Prescott no palia, porque la acción conquistadora española se justifica por sí misma de acuerdo con su ética propia, la de su tiempo histórico, que por supuesto es muy distin-to al nuestro. Defendiéndose Prescott de un crítico que lo atacaba por la blan-dura con que había enjuiciado a Cortés y por la manera mórbida como justi-ficaba la conquista, alegó juiciosamente que había que distinguir entre la inmoralidad del acto y la inmoralidad del actor; y que si bien la primera podía ser juzgada mediante la escala universal de valores, la segunda dependería

hallaron en ella el año de 1790, por […]; dala a luz Carlos María de Bustamante, 2a. edición, México, Alejandro Valdés, 1832.

50 W. H. Prescott, Historia de la conquista…, p. 47. 51 Levin, History as Romantic Art..., p. 22. 52 Prescott, Historia de la conquista…, p. 44. 53 Ibidem, p. 85.

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del fluctuante patrón del tiempo.54 Es decir, la inmoralidad o moralidad del acto dependerán de las complejas circunstancias históricas de una época. La moral de hogaño, así parece pensar nuestro historiador, no puede medir la de antaño. Sin alcanzar Prescott el cínico moralismo totalitario de los his-toriadores latinos y sobre todo del latinizado Polibio, cuando justifican las empresas hegemónicas romanas, piensa, siguiendo la férrea lógica de los españoles, que “si la conquista era un deber, todo lo que era necesario para ejecutarla era justo también” (p. 302).

la idea de progreso como génesis del cambio

Pasar de la moral azteca a la moral cristiana significó un extraordinario pro-greso, y con esta última palabra quiere Prescott dar a entender un incontenible movimiento espiritual, hegeliano (según razón y no pasión), hacia la libertad del hombre. Este tránsito significa el repudio de lo artificioso y la adopción de lo sencillo; es liberarse del torpor del letargo, de la enfermedad y de la irra-cionalidad pasional para alcanzar la luz de la razón, la salud y el vigor. En función de esto la historia cobra un profundo significado que trasciende la realidad y la justifica, dado que las más de las veces lo que realizan los hom-bres responde a sus instintos, pasiones y contingencias. En suma, la necesidad histórica de progresar moral, material, religiosamente imponía el cambio; es decir, la Conquista, que por este arbitrio ético aparece como algo forzosa-mente necesario e inevitable. Y tanto es así, que Prescott subraya la incapa-cidad de los indios del Anáhuac para unirse en defensa de sus intereses co-munes, y en cambio destaca la pasmosa capacidad de los españoles conquistadores para atraerse a grandes núcleos indígenas (antes dispersos y opuestos entre sí) para realizar con ellos la conquista. En diversos lugares insiste Prescott en que fueron los indios los que llevaron a cabo la empresa conquistadora, idea que encontró bien pronto una plena acogida paradójica en la conciencia histórica mexicana independiente.

La necesidad histórica impone el dominio español; es decir, incorpora a los indios americanos semicivilizados a la marcha incontenible de la humani-dad cristiana y pues progresista, aunque paradójica, y dolorosamente tenga que hacerlo en un principio a escopetazos, lanzadas y estocadas. Agotada en

54 Ibidem, véase anexo iii del prólogo, reseña del U. S. Magazine, p. cxiv-cxxvi.

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sí misma la necesidad del cambio violento, se pasará a la segunda fase pacífi-ca y religiosa de la conquista espiritual. A Prescott no le duelen prendas el reconocimiento del éxito misionero católico-español frente a la falla del sis-tema evangélico de maestros, ministros y divinos protestantes: puritanos y santos fundamentalmente.55 La Providencia, o digámoslo mejor a la ilustra-da manera implícita en Prescott, la Naturaleza, le impone a la historia un esquema o plan progresista en el que la violencia y la crueldad españolas quedan comprendidas de la misma manera que se justifican en la segunda fase los procedimientos pacíficos. La matanza de Cholula ordenada por Cor-tés es disculpada por Prescott como inexcusable necesidad militar; por lo contrario la perpetrada por Alvarado en el Templo Mayor es condenada por-que, según el historiador bostoniano, no revela su ineluctable necesidad his-tórica; verbigracia, no había funcionado de acuerdo con la reglamentada necesidad del plan.

El encuentro irremediable: Cortés-Cuauhtémoc

Los españoles son, ni más ni menos, los catalizadores del proceso o progreso. La caída y desaparición de la sociedad gentil era irremediable puesto que se hallaba en un callejón sin salida; estancada, atenida a sus ya agotados recur-sos propios. Se trata de una caída dramática, épica, en la que Prescott, sin-tiéndose sentimental y pues romántico, no ocultará su admiración y simpatía por el pueblo vencido, por los héroes derrotados. Porque el ocaso de la civi-lización azteca es presentado ante el lector como una tragedia y no como una miserable degeneración, y Cuauhtémoc, el extraordinario caudillo, repre-senta en ella un papel tan relevante como el del Rob Roy scottiano. El en-cuentro Cortés-Cuauhtémoc es choque de dos titanes; símbolos de la lucha entre dos principios, dos razas, dos culturas, dos religiones, dos contrastes (médula de todo sistema romántico que se respete). Cuauhtémoc es además el héroe que lucha por un estilo peculiar de vida, que combate por la libertad de su pueblo, lo que le agranda románticamente a los ojos de Prescott. Com-bate históricamente necesario para posibilitar el florecimiento de lo nuevo. Para Prescott, como para el poeta español José Bergamín, “lo Cortés no quita... lo Cuauhtémoc”.

55 Ibidem, p. 136 y 166.

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Cortés, el instrumento históricamente providencial del cambio monopo-liza, por así decirlo, todos los calificativos de la lengua: es cruel y vengativo y a la vez generoso; avaro a la par que liberal; inmoral y beato; cruzado y gue-rrero supersticioso y fanático; hombre soberbio y también modesto. Como escribe Prescott en la Literary Memoranda, “su carácter está marcado con los rasgos más opuestos, abarcando cualidades evidentemente de las más incom-patibles en su composición”.56 Esparcidos entre las páginas de la Historia en-cuentra el lector los variados y contrapuestos epítetos con los que el autor va delineando el perfil del héroe renacentista y maquiavélico; comparable a Ale-jandro, semejante a César y par del Cid. Empero de todas las cualidades de Cortés, el historiador norteamericano subraya aquellas que están más en con-sonancia con su propio espíritu de hombre práctico anglosajón, de puritano amable. Más aún, Cortés es un genial emprendedor; héroe constante, infati-gable, paciente y dominador de sus pasiones. Sobre todo se muestra grande cuando reflexiona y cuando mediante su elocuencia persuasiva, según ya se dijo, lleva a sus mesnaderos por donde él quiere. Estas características del héroe son las que más admira Prescott porque, en definitiva, son virtudes modernas, cartesianas y exentas de irracionalidad.

III

Crítica arqueológica e histórica

No se ha de creer, por lo expresado hasta ahora, que las novedades postuladas por Prescott no encontraran reticencias y resistencias muy serias. Por muy brillante y convincente que fuese Prescott no era fácil curar al lector nortea-mericano de su despego por todo lo hispánico, y menos aún hacerle poner en crisis los estereotipos consagrados sobre la leyenda negra, es decir, sobre la crueldad de la conquista y sobre las felonías infinitas de los españoles. Pero los ataques también se produjeron por el lado erudito y pseudoerudito, el cual no quiso aceptar de ningún modo que lo que estimaban como una exagerada y rosada versión de la cultura prehispánica.

Poco antes de morir Prescott, un abogado inglés residente en Rochester (Nueva York), R. A. Wilson, quien había vivido en México durante un corto

56 The Literary Memoranda…, v. ii, p. 30.

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tiempo, se puso en contacto con el historiador bostoniano, le pidió libros en préstamo y desfachatadamente le comunicó que iba a escribir una historia de “la conquista de México”, desprovista de fábula. Según el desconsiderado rábula, el mercado intelectual estaba ya saturado con la versión romántica de Prescott, y la biblioteca de éste bien podía ser utilizada para alimentar la chimenea en las noches de invierno. Todavía viviendo Prescott apareció la arrogante A New History of the Conquest of Mexico (1859) que, como es-cribe Gardiner, “es una violenta diatriba anticatólica y antihispánica despro-vista de verdad y de conocimientos científicos”.57 En la introducción de su obra arguye leguyescamente Wilson que su visita a México había sacudido su creen-cia “en esos históricos romances españoles sobre los cuales el Sr. Prescott ha[bía] fundado su magnífica fábula de la conquista de México”. Wilson es-cribe que así como en la ficción mitológica oriental el mundo se sostiene sobre un gran elefante y éste sobre una enorme tortuga, el quelonio sobre una mons-truosa serpiente y el ofidio sobre la nada, así también la tesis de Prescott sobre la cultura azteca es un monumento literario levantado por el norteamericano sobre el vacío.58 Una vez destruida, según cree Wilson, la tesis prescottiana, para sentar plaza de erudito afirma que los aztecas, gente bárbara, fueron un ramal de los primitivos indios americanos y que descendían, al igual que todos los aborígenes del continente, de los fenicios. Es decir, una vez más la vieja tesis difusionista europea que intentaba subordinar lo original americano al Viejo Mundo; tesis que Prescott, al igual que Stephens, fue entre los primeros americanos en rechazar.

Prescott no se tomó el trabajo de replicar a Wilson a pesar de que éste había impugnado su obra, había capitalizado su nombre, explotado una car-ta suya y atentado a su honor intelectual; pero los íntimos del historiador, John Foster Kirk y George Ticknor, una vez fallecido el bostoniano, replicaron vigorosamente al mendaz Wilson. Como escribe Gardiner con exactitud y justicia, la Historia de Prescott sobre México no necesitaba defensa alguna; pruébalo el hecho de que la posteridad sigue editando, leyendo y gustando de Prescott, en tanto que ha relegado la malhadada obra de Wilson a un jus-tísimo olvido histórico.59

57 Cfr. Gardiner, William Hickling Prescott. A Biography, p. 341. 58 Cit. Peck, William Hickling Prescott…, p. 147-148. 59 Ibidem, p. 342.

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Al ataque pseudoerudito siguió otro de más científicas campanillas. A. F. Bandelier, antropólogo y serio estudioso del pasado indígena americano, en carta a su sabio maestro el etnógrafo Lewis H. Morgan (2 de enero de 1874), es decir, quince años después de la muerte de Prescott, le hace el cargo a este último de que idealizó excesivamente las culturas indígenas y que dotó falsa-mente a los indios americanos de sentimientos y organizaciones semejantes a las de los europeos.60 Los juicios erróneos de Prescott se fundaban, por una parte, en el apego a las fuentes españolas y, por otra, a sus escasos conoci-mientos sobre la civilización europea. Bandelier en su ensayo intitulado La Escuela Romántica de la Arqueología Americana (Nueva York, 3 de marzo de 1885) ve en la organización imperial azteca descrita por Prescott, de acuerdo con sus fuentes españolas, una exageración emotiva del mismo género de la que experimentaron los cronistas ingleses cuando vieron al cacique Powhatan como un emperador y describieron a Pocahontas como una princesa.61 Si-guiendo este criterio, Morgan, revisando la obra de H. H. Bancroft, Native Races of the Pacific States rebaja el esplendoroso imperio de Moctezuma a proporciones infinitamente más modestas, a un cacicazgo bárbaro. En el en-sayo crítico de Morgan titulado La comida de Moctezuma (1876), el banquete descrito por los cronistas, a los que Prescott sigue, se convierte en una me-rienda bárbara, en la que el pretendido emperador se encuclilla sobre el sue-lo, rodeado de parientes y guerreros semidesnudos, y come a dos carrillos las viandas preparadas en la cocina colectiva, repartida con la olla comunal y servida en un tosco plato de barro cocido.62

Es comprensible que estas críticas, aparentemente fundadas, debilitaron mucho el entusiasmo y la confianza que se había depositado en la “Intro-ducción” de Prescott a la Historia de la conquista de México. Lo malo del caso fue que la censura sobre una parte de la obra se extendió indiscriminada-mente sobre toda ella;63 empero hoy sabemos que Prescott, por ajustarse fielmente a sus fuentes hispánicas, no erró tanto como se supuso en las décadas últimas de la centuria pasada; que si falló no fue por exceso sino por defecto del reducido contenido de sus limitadas fuentes. La versión de

60 Gardiner, William Hickling Prescott. A Biography, p. 268. 61 Cfr. Peck, William Hickling Prescott, p. 150-155, y Williams, The Spanish Background…,

v. ii, p. 114. 62 Cfr. Peck, William Hickling Prescott. 63 Cfr. Williams, The Spanish Background…, v. ii, p. 114.

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Prescott sobre la brillante cultura azteca llegó a representar para su tiempo el nivel máximo cierto sobre el conocimiento general de la misma. Las crí-ticas de Alamán, de Ramírez y de Gondra a la obra de Prescott, fundamen-talmente las de estos dos últimos sobre la llamada cultura azteca, debieran haber hecho más cautos los pretendidos juicios científicos de dos impugna-dores norteamericanos (tan desdeñosos de la ciencia mexicana), los cuales, como escribe Peck, transformaban al desgraciado de “Montezuma” en un “Toro Sentado” (Sitting Bull) cualquiera.64

Insuficiencia filosófica

La conciencia histórica estadounidense había quedado turbada, intranquila, según apuntamos, ante la novedad histórica reivindicativa realizada por el historiador bostoniano. Washington Irving y Alejandro de Humboldt felicita-ron al autor que de manera tan genial y equilibrada había sabido despertar la simpatía tanto por los vencedores como por los vencidos. Sin embargo, tal equilibrio y serenidad entre ambos extremos no podía ni quería ser admitida por los más, si no es que por todos, de los norteamericanos de entonces. En efecto, para Emerson, así como para el grupo de trascendentalistas que le seguía, la obra histórica de Prescott valía poco porque no estaba al servicio de los ideales democráticos de la nación norteamericana. Por otra parte, el idea-lismo carlyleiano de Emerson se avenía muy mal con la idea del héroe Cortés fraguada por Prescott. Otro crítico trascendentalista, el clérigo liberal unitario Teodoro Parker, imbuido de celo misionero cifraba sus esperanzas nacionales regeneradoras en una renovación espiritual de su país mediante la educación intelectual, moral, religiosa y política.65 Se comprende que un hombre así no pudiese tolerar el mensaje histórico comprensivo de Prescott, ni menos acep-tar que una gavilla de desalmados hubiese destruido “una tan noble civiliza-ción” como la azteca, así estuviese ésta manchada por ritos bárbaros. Parker acusa a Prescott con el cargo de “moral lenidad” y lo combate enérgicamente por considerarlo favorecedor de los españoles.66

64 Cfr. Peck, William Hickling Prescott, p. 156. 65 Gardiner, William Hickling Prescott. A Biography, p. 266. 66 Cit. Williams, The Spanish Background…, v. ii, p. 112.

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Parker va a subrayar con evidente malicia lo que él denomina “el carácter de Prescott como historiador”, y acabará sosteniendo que, en última instancia, la falla más grave de éste consistía en que no era filósofo:

El autor –escribe el punzante crítico– no parece conocer nada de Filoso-fía de la Historia e incluso de Economía Política. Con extraordinario ta-lento narra los acontecimientos en su ordenamiento temporal; pero las causas de los eventos, su lugar en la historia general de la raza, o su in-fluencia especialmente sobre la riqueza de la nación, no las aprecia. Sería difícil encontrar en el idioma inglés un historiador tan destituido de Fi-losofía. De acuerdo con esto, el trabajo es opaco e inanimado; la lectura del mismo resultó cansada y de poco provecho. Careciendo, por tanto, de Filosofía y poseyendo la obra más del espíritu caballeresco que del huma-nitario, es imposible que el autor escribiese a favor del género humano, o juzgase a los hombres y sus acciones con justicia, mediante la Inmutable Ley del Universo.67

Desde luego, y por lo que toca a la opacidad e inanimado que el irrita-do crítico subraya, éste hubo de leer la Historia de la conquista de México cabalgándole sobre la nariz unas gafas ahumadas, pues sólo así es como no pudo apreciar el vivo colorido de la obra y el azogado espíritu de la misma. Los lectores contemporáneos de Prescott prueban lo contrario, y los testi-monios de Ford, las cartas de Madame Calderón, de Fanny, la esposa de Longfellow, de Lady Lyell y de muchos otros atestiguan el placer y el pro-vecho que les causara la lectura del libro, por cuyas páginas animadas trans-curre la epopeya de la conquista española y de la épica resistencia indígena.

Exigirle además a Prescott una historia filosófica, es decir, que profundi-zase y sacase a flote las causas de orden social, político y económico era de-mandar de él más de lo que por entonces exhumaban y esclarecían los más connotados historiadores de Europa y América. Aun tendría que transcurrir cosa de medio siglo después de muerto Prescott, para que tal tipo de historia filosófica floreciese.68 Acaso la filosofía que echaba de menos el crítico era la

67 Ibidem, v. ii, p. 103. 68 C. H. Gardiner, “Introduction” a la edición abreviada de William H. Prescott, History

of the Conquest of Mexico, Chicago/Londres, Phoenis Book, 1966, p. xxi.

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postilustrada y postvolteriana que sacrificaba todo a la idea del progreso y que condenaba, por consiguiente, todos aquellos sucesos o acontecimientos que, a su juicio, habían obstaculizado o retardado la marcha ascendente de la humanidad hacia fines más elevados. Prescott ponía en tela de juicio el exagerado optimismo del pensamiento jusnaturalista, heredado del siglo XVIII, acerca de la inmutabilidad de los inmarcesibles ideales humanos, y afirmaba la relatividad de no importa qué concepción o actitud del hombre. Por eso, ante su generoso tribunal histórico desfilan con sus propios méritos y defectos los conquistadores y los conquistados: tantomontismo histórico nivelador que no apela a la justicia ni a la ley universal invocadas por Parker.

Commanger juzga con toda razón que las críticas del clérigo unitaria-nista fueron manchas gratuitas que éste arrojó sobre la reputación de Prescott y que estuvieron inclusive a punto de provocar la sospecha de que el bosto-niano no era realmente un historiador.69 Estamos de acuerdo con Comman-ger; empero, que sepamos, ni él ni Gardiner, y mucho menos William, Peck, Ogden y Humphrey, se han detenido a recapacitar sobre el cargo definitivo del crítico: un Prescott antifilosófico. Consideramos por nuestra parte que la ausencia de la Filosofía de la Historia (así con mayúscula como lo escribió Parker) no implica de ninguna manera la privación de una determinada ma-nera de concebir lo histórico en función de un peculiar modo de ser cultural. Después de todo lo que llevamos dicho no creemos que sea difícil ver en la obra de Prescott una feliz conjunción de las ideas postilustradas y hasta pre-historicistas con el método erudito (científico), con la política republicana-moderada y con la estilística romántica. Todos esos elementos amalgamados presuponen unas vivencias y, ante todo, una conciencia filosófica. Más todavía, si consideramos, como lo hace Prescott, la marcha de la historia como un providencial desarrollo progresivo (espiritual y material) hacia una meta, su diferencia con el crítico sería la de considerar, que la conquista y la colo-nización españolas en América no fueron, como se había pensado, tropie-zos o detenciones sensibles en el proceso liberador del hombre, sino etapas forzosas y meritorias, en muchos aspectos, en la escalada progresiva de la humanidad. Ateniéndose rígidamente Parker a los filosotemas diecio-chescos extrañaba y más aún se escandalizaba por el uso indebido que de

69 Cit. Gardiner, William Hickling Prescott. A Biography, p. 266. (Vid. Henry Steele Com-manger, Theodore Parker, Yankee Crusader, Boston, Beacon Press, 1936, p. 142.)

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ellos había hecho Prescott, para si no absolver cuando menos sí comprender y por consiguiente apreciar la obra de España en América; es a saber, el triunfo del poder moral sobre el amoral; de la civilización cristiana sobre la pseudocivilización indígena. Y todo esto lo había considerado Prescott a pesar de su tradición protestante calvinista, removiendo obstáculos y prejui-cios; negándose a la condena fácil, cerrándose a la beateria inveterada; ha-ciendo de la toleración universal, como le escribe a Brantz Mayer, su credo;70 esforzándose mentalmente en convertirse en un ciudadano de la nación sobre la cual estaba escribiendo. Como declarara Quincy Adams, leyendo a Prescott no se sabía en efecto si el autor era católico o protestante, monár-quico o republicano. En carta a su estimado y respetado Alamán, el histo-riador norteamericano, con donosura y serenidad, alude a las notas críticas del ilustre guanajuatense, en las que éste le hace ver que conservaba cierto sabor de añejo y ácido puritanismo en sus anticatólicas reflexiones.71 A Prescott le satisface ser tenido por un cristiano liberal y le agrada también dejar sin respuesta a un periódico católico de Dublín, cuyo editor dudaba, como Adams, sobre la filiación cristiana del historiador. En un diario católi-co de Baltimore se le condenaba por deísta; en otro de Cuba se le alababa por papista; la Dublin Review elogiaba al historiador con tono gentil y hacía votos por la conversión del mismo tras la previa abjuración de sus errores espirituales.72

W. H. prescott, historiador americanista

Se le ha censurado también al historiador el hecho de que su interés y curio-sidad históricos no se enfocaran en un tema estadounidense sino en la histo-ria de España e Hispanoamérica, para fortuna de ésta, digamos con el comen-tarista revisor, y con ventura asimismo para el historiógrafo.73 El crítico V. L. Parrington ha aludido a lo que él llama el “espíritu bracmánico” del grupo de historiadores bostonianos (Prescott, Motley, Parkman) perteneciente a la “es-cuela romántica”, e insiste en que los tres se mostraron muy indiferentes para

70 Apud Gardiner, The Papers of William Hickling Prescott, p. 218-219. 71 Apud The Correspondence of William Hickling Prescott, p. 533, 583. 72 Carta cit. a Mayer, Gardiner, The Papers of William Hickling Prescott, p. 219. 73 Cit. Gardiner, William Hickling Prescott. A Biography, p. 264 (nota 39).

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con las “sórdidas realidades norteamericanas”.74 Entre las sordideces hay que suponer que Parrington estaba sin duda dándole vueltas al dramático y sucio hecho político de la separación de N. Hawthorne de su modesto empleo adua-nal en Salem. El extraordinario escritor, el sí descubridor de lo que Williams ha calificado como el “romance oculto de la vida norteamericana”, encontró oportunamente, si bien con escaso éxito, la mano amiga del bracmán Prescott, quien escribió al senador Daniel Webster para evitar el despido.75 Ciertamen-te los tres historiadores citados, a los que podríamos añadir los nombres de G. Ticknor y H. W. Longfellow, fueron jóvenes acomodados que vivieron el elegante conservadurismo de ricos bracmanes en los “días dorados” de la li-teratura norteamericana;76 mas por lo que toca a Prescott, sin que neguemos su displicencia bracmánica, ésta no alcanzó un grado tan absoluto como ase-gura Parrington, como lo demuestran las continuadas e interesantes alusiones políticas en la correspondencia particular del bostoniano; su preocupación ante la agonía del partido whig, como también la había experimentado ante-riormente por la del federalista; su disgusto casi público frente al hecho con-sumado de la anexión de Texas;77 su condena de la deshonrosa e inmoral

74 V. L. Parrington, El desarrollo de las ideas en los Estados Unidos, 2 v., Lancaster (Pensil-vania), Lancaster Press, 1942, v. ii, p. 651, passim.

75 Apud The Papers of William Hickling Prescott, p. 272-273. 76 Williams, The Spanish Background…, v. ii, p. 80. 77 Sobre su actitud frente a la cuestión texana y la guerra con México, véase en Wolcott

(transcrip. y ed.), The Correspondence of William Hickling Prescott, p. 428, 444, 519, 568, 606; 634, 637, 642, 643, 648, 655-656. En 1841, en nota a su reseña sobre “Bancroft’s United States”, escribe lo siguiente: “Las aplaudidas observaciones prece-dentes acerca del auspicioso destino de nuestro país se escribieron hace ya más de cuatro años; y he aquí que no han transcurrido muchos días sin que hayamos recibido las melancólicas nuevas de que el proyecto de anexión de Texas ha sido sancionado por el Congreso. Las observaciones en el texto sobre “la expansión del imperio” se refieren únicamente a esa legítima extensión que podría incrementarse a base de pa-cífica colonización y civilización de un territorio, suficientemente amplio por cierto, que ya nos pertenece. El insaciable deseo de adquirir territorio extranjero ha sido siempre un fatalísimo síntoma en la historia de las repúblicas; pero cuando esas ad-quisiciones se hacen, como en el caso presente, con desprecio de la ley constitucional y en menosprecio de los grandes principios de la justicia internacional, el mal asume una magnitud diez veces mayor; porque emana no tanto del simple acto como del principio sobre el que descansa. Ojeando sobre el texto en ese triste momento y con-siderando su tendencia general, no estaba dispuesto a que el mundo lo conociese sin que se manifestara mi protesta, en común con la de otros ciudadanos del país más sabios y mejores que yo, contra una medida que cada amigo de la libertad, tanto del

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guerra contra México; el repudio expreso por las adquisiciones territoriales, que tanto lo enrabiaron y que consideró vergonzosas, y su oposición a los grupos políticos empeñados en erigir nuevos estados esclavistas. Eran, sin duda, en Prescott tendencias y actitudes heredadas de su padre, antiesclavista, antijacksonista y antianexionista declarado.78

El crítico hubiera preferido que Prescott hubiese empleado mejor su ocio, su dinero y sus oportunidades en estudiar, por ejemplo, la época en que le tocó vivir y en la que tan historiográficamente inmerso y al parecer a gusto se encontraba el historiador liberal George Bancroft; empero Prescott, desen-tendiéndose de las sirenas políticas de su época y de los temas históricos (so-ciopolíticos y económicos) estrictamente norteamericanos, dirigió primaria-mente su atención a España y posteriormente, siguiendo la secuela organicista ancorada en el siglo XVI, a Iberoamérica. Esta evasión romántica y temática provoca la repulsa indisimulada de Parrington y asimismo la de otro crítico como Williams. Para este último, los tres historiadores ya citados “apartaron sus ojos de la fealdad del escenario norteamericano”;79 mas si se juzga con ecuanimidad la inclinación historiográfica de Prescott, antes bien tendremos que agradecerle el haber escogido la supuesta evasión romántica y no el compromiso ruin en defensa de los sórdidos intereses de la burguesía norteamericana de su tiempo. El comentarista J. M. Johnson estima que el interés de Prescott, así como el de muchos otros jóvenes federalistas-unitarios de Boston en literatura, fue una críptica expresión de su alienación nortea-mericana.80 Mediante tal declinación frente a la tensión comercial y financiera de los Estados Unidos pudo Prescott (no tan ajeno como se imagina Johnson a los intereses económicos yanquis, como lo muestran sus variadas especula-ciones e inversiones) dedicarse a la historia del continente americano y esta-blecer con ello lo que bien podemos llamar la primera, o cuando menos una de las primeras, piedra en el proceso de edificación comprensiva entre las dos Américas.

interior como del exterior, puede con justicia considerar como la más lamentable y seria embestida dada contra la estabilidad de nuestras gloriosas instituciones” (Pres-cott, Biographical and Critical Miscellanies…, p. 304).

78 Vid. en Gardiner, William Hickling Prescott. A Biography, p. 138. (Carta cit. de W. Pres-cott [padre] al Dr. Channing, 3 de septiembre de 1837.)

79 Williams, The Spanish Background…, v. ii, p. 80. 80 Cit. Gardiner, William Hickling Prescott. A Biography, p. 51, nota 5.

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Pero con todo y ser muy interesante, según nos parece, lo argüido hasta este momento, todavía lo es mucho más el que Prescott, al apartar su mirada del escenario histórico-nacionalista norteamericano, contribuía, aunque de ello no fuese quizá muy consciente, a la integración intelectual e histórica de todo nuestro continente y coadyuvaba, desde luego, a lo que paradójica-mente podemos apellidar la americanización de los Estados Unidos; es, a saber, a la preocupación americanista de signo semejante a la que el diplomático y arqueólogo en cierne John Lloyd Stephens experimentara frente a los restos arquitectónicos de los mayas antiguos. Lo que nosotros hemos llamado el “monroísmo arqueológico” de éste corre parejas con el monroísmo histórico de Prescott. En ambos casos apropiación por vía intelectual de esencias indohis-panas con las que nutrirse y nutrir clásicamente a un pasado norteamericano que se siente históricamente des-arraigado. Ciertas formas de la cultura maya y de la azteca son declaradas clásicas y, en cuanto tales, se aspira orgullosa-mente a que sirvan de inspiración. Este legado americano tradicional se va a convertir en motivo de orgullo: la arqueología y la historia continentales se ponen así al servicio de la idea nacional. Cortés, por ejemplo, así como la con-quista realizada bajo su inspiración y mando se convierten en dechados, según vimos; pruébalo además el hecho de que el secretario de Marina de los Estados Unidos, a raíz de la aparición de la Historia de la conquista de México, ordenó que en la biblioteca de cada navío de guerra no faltase la obra de Prescott.81

Prescott es, por consiguiente, el primer gran puente intelectual entre Angloamérica e Iberoamérica. Sus obras históricas, fundamentalmente las referentes a entrambas conquistas, acercaron y siguen acercando a los dos orbes culturales hasta ayer antagónicos y hoy cooperativos. Por desgracia no puede decirse lo mismo de otro gran historiador bostoniano, John Lothrop Motley, que estuvo más empeñado en ahondar el foso con discrepancias que en rellenarlo de comprensiones. ¿Empero, quién lee hoy a Motley? Y por el contrario, ¿quién no lee hogaño a William H. Prescott?

Crítica por la tangente

James D. Cockcroft, uno de los más recientes críticos de Prescott, sostiene que la distorsionada manera con que se cita a Las Casas en la Historia de la

81 Ibidem, p. 249.

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conquista de México se debió a que el historiador norteamericano no deseaba contradecir la romántica versión de la conquista fraguada por él.82 Este juicio es correcto hasta cierto punto; mas convendría indicar las probables razones que tuvo el historiador para rechazar o recortar los testimonios del famoso dominico, cuando la verdad apasionada (verbigracia irracional, de acuerdo con Prescott), de éste se oponía o contradecía infructuosamente, como muy a posteriori podía comprobar Prescott, la inexorabilidad de un proceso histó-rico ya realizado. Es indudable que el Cortés imaginado por el historiador, el héroe en tanto que instrumento de la marcha progresiva (libertaria) de la historia, se opone al antihéroe forjado por Las Casas, al agente de Satanás facultado por lo mismo para destruir indios y arrastrar consigo a todos los españoles a las penas eternas del infierno.

Prescott se refiere un par de veces cuando menos al bilioso alegato del padre Las Casas cuando éste, aludiendo a Cortés, insiste en que lo conoció en Cuba cuando era bien poca cosa y solicitaba humildemente los favores de Velázquez, y que procedía de una familia de hidalgos honrados pero pobres. La concepción jerárquico-social del fraile se resistía a aceptar la insultante novedad de que los de abajo pudiesen subir en la escala social saltando estamentos consagrados por la costumbre y la tradición medieva-les. Las Casas no entendía ni quería entender que un hidalgüelo como Cor-tés, o un porquero como Pizarro pudieran abrirse paso por sí solos salvando obstáculos y confiando únicamente en su astucia y en el temerario esfuerzo bélico-heroico personal. Se comprende, por contra, que él historiador bos-toniano, entusiasmado con su héroe, o enamorado si se quiere (descartando empero lo que con muy mal gusto Bailey ha escrito sobre la “académica homosexualidad de Prescott de enamorarse” de Cortés),83 rechazara los cinco argumentos anticortesianos del dominico famoso porque ellos des-truían la imagen que él quería recrear. Cockcroft considera imprudente el rechazo por parte del historiador de la fuente de información de la Brevísi-ma relación; empero no podemos, apelando a la objetividad histórica del método, declarar deshonesto a Prescott, porque de hecho él, como todos los

82 “Prescott and his Sources: A Critical Appraisal”, The Hispanic American Historical Re-view, i, febrero 1968, p. 73.

83 Thomas A. Bailey, “The Mythmakers of American History”, The Journal of American History, Universidad de Indiana, junio 1968, p. 11.

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historiadores, no hacía sino acomodar o rechazar referencias que empaña-ban la idea que él se había forjado del capitán medellinense y de su empre-sa. Cuando preparaba la historia peruana se encontró con un personaje como Francisco Pizarro, tan semejante y tan diferente al mismo tiempo a Cortés; dueño también de una alma parecida a la de su paisano; pero habitans in sicco,84 es decir, vitalmente seca, fría, descarnada y sedienta. Aquí la idea de la conquista, en tanto que progreso, no es suficiente para salvar al trujillen-se, porque el embarazo mayor para elevar a Pizarro a la categoría de héroe es que se trataba de un iletrado totalmente desprovisto de aliento épico: “Un héroe –escribe Prescott– que no sabe leer. Tendré que inspirarme en una historia popular de bandidos”.85 Era imposible para Prescott heroizar a un ente para él irracional, a un analfabeto, y adornarlo con las típicas cualida-des y virtudes heroicas de Cortés: el héroe suasorio de la palabra hablada y escrita. El mismo Prescott reconoce que Pizarro como Cortés era en extremo valiente, elocuente y persuasivo; pero estas prendas no compensaban en lo absoluto la dificultad mayor. Prescott, al igual que los grandes idealistas alemanes, no pudo nunca explicarse históricamente lo irracional. Ante ta-maña dificultad, las simpatías de Prescott se vierten mejor sobre Almagro y especialmente sobre La Gasca, el astuto representante del poder real, es decir, del orden institucional, a quien compara exageradamente, nada me-nos, que con George Washington.

Aceptar, por lo tanto, los puntos de vista negativos de Las Casas era tanto como irracionalizar todo el proceso de la conquista de México y con-denar por supuesto a Cortés. Por consiguiente, entre la infidelidad del futu-ro héroe para con el gobernador Velázquez y la fidelidad orgullosa del con-quistador para consigo mismo y para con la historia, tal como ella ocurrió, el historiador norteamericano se queda con la segunda, la de mayor rendimien-to, puesto que para él, como ya se ha dicho, el capitán extremeño personifica el espíritu determinante de la historia, no en tanto, según lo exigía Hegel, que factor activo del proceso histórico, sino como una realidad que aunque asen-tada sobre lo natural se trasciende a sí misma por causa de la dirección pro-gresista que le imprimen los impulsos naturales y las influencias externas.

84 Cit. Peck, William Hickling Prescott, p. 161. 85 Cit. Gardiner, William Hickling Prescott. A Biography, p. 230.

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IV

Otras deudas intelectuales de prescott

En su Literary Memoranda asentó oportunamente Prescott que había leído ya por décima vez (1841) el libro de Gabriel de Mably, De la manière d’écrire l’histoire (1738).86 Esta obrita, que según Meinecke está saturada de “insulsa palabrería”,87 había no obstante alumbrado los primeros inciertos pasos del novel historiador norteamericano. Él mismo reconoce en su Miscelánea (reseña sobre La conquista de Granada de W. Irving) que Mably exigía para historiar los mismos requisitos que Cicerón demandaba para el perfecto orador; verbi-gracia, ser estrictamente imparcial, amar la verdad en todas las circunstancias y estar dispuesto a sustentarla sin mirar los riesgos.88 Ticknor, el amigo y biógrafo del historiador bostoniano, señala también que éste tuvo muy en cuenta las reglas clásicas en la redacción de sus dos primeras obras.89

El historiador –escribe Prescott– debía ser profundamente versado en todo aquello que pudiera servirle para poner de relieve el carácter [, el espíritu general, había dicho Montesquieu,] que está describiendo. No es suficiente manifestar las leyes, la constitución, los recursos generales y las partes más visibles de la maquinaria gubernamental, sino también mostrar, con el informante espíritu que da vida a todo, las más delicadas relaciones morales, sociales y culturales que escapan al ojo del observa-dor vulgar. Cuando el historiador tiene que analizar otras épocas, otras naciones y otros principios, debe transportarse al interior de los mismos, expatriándose de sí mismo [justamente lo que más aborrecía Descartes en la tarea del historiador], con objeto de percibir la forma verdadera y los latidos e impulsos de los tiempos que él intenta conocer y delinear. Más aún, debe mostrarse meticuloso en la atención que preste a los datos geográficos y cronológicos, pues, como se sabe, una inexactitud sobre tales datos ha llegado a ser infamosa para más de un buen historiador

86 The Literary Memoranda…, v. ii, p. 68. 87 Meinecke, El historicismo y su génesis, p. 169. 88 Prescott, Biographical and Critical Miscellanies…, p. 88. 89 Ticknor, Life of William Hickling Prescott, p. 90.

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filosófico. Unido a todos estos detalles áridos –prosigue Prescott– el his-toriador debe desplegar los variados poderes de un novelista o drama-turgo, contrastando los caracteres y exponiéndolos a las luces y sombras apropiadas, disponiendo las escenas de tal suerte que lo mismo despier-te que mantenga un interés constante, y defendiendo sobre todo ese aca-bado estilo sin el cual su obra sería solamente un almacén de materiales para los edificios literarios más elegantes de los escritores posteriores. En suma, el historiador debe aspirar a todo, puesto que no existe una meta fija o final que delimite lo que el historiador pueda hacer y llegue a ser. No hay necesidad de añadir –y termina Prescott su glosa de Mably– que un monstruo semejante nunca ha existido ni existirá.90

Sin embargo, nuestro historiador aspiró durante toda su vida profesional a alcanzar la imposible perfección teratológica planeada por Mably. Especial-mente tuvo como suprema aspiración, al igual que su inspirador, hacer de la Historia algo no sólo interesante sino también utilitario, buscando que los eventos tendiesen hacia un obvio punto de moral, tal y como en la novela o en el drama lo realizaban los literatos.91 En la viva exposición prescottiana todo queda subordinado al interés dramático de la narración, y al hacer esto cumplía una vez más con un riguroso precepto mablyano.92

Otro historiador de segunda fila, pero que en su tiempo se le consideró de primera, fue Próspero Brugière, barón de Barante, que había hecho de la expresión ya citada de Quintiliano sobre la Historia, el santo y seña de su inspiración. En el prólogo que puso a su Historia de los duques de Borgoña, obra bien conocida por Prescott, sostiene el historiador francés que había procurado devolver a la historia el interés que la novela histórica [la de Walter Scott fundamentalmente] había tomado de ella.93 Barante, escribe Prescott en su Memoranda,

hace que la narración refleje las opiniones y el espíritu de la época que va describiendo. Lo logra haciendo hablar frecuentemente a sus actores por

90 Prescott, Biographical and Critical Miscellanies…, p. 88. 91 The Literary Memoranda…, v. ii, p. 139. 92 Ibidem, v. ii, p. 69. 93 Cit. Gooch, Historia e historiadores..., p. 181.

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sí mismos, mediante extractos de su correspondencia y también de los documentos y actas públicas. Incidentalmente inserta anécdotas que nos ilustran sobre las maneras de la época, en el curso de la narración, sin mostrar la menor sorpresa y sin incluir un comentario suyo. Se hace eco de los rumores populares, de las supersticiones y de la opinión del vulgo sobre los sucesos pasados y sobre los actores principales de éstos. Median-te este modo de narración, recurriendo a una constante exhibición crono-lógica del relato en todos sus detalles y agrupando sus tópicos todo lo más que puede en torno a uno o dos caracteres prominentes, él dota a su obra con el interés grande de una novela sólidamente instruida de historia.94

Esto, y asimismo una crítica del mismo tenor sobre el libro de Thierry (La conquête de l’Angleterre par les normands) y sobre el de Roscoe (Vida de Lo-renzo de Medici) lo asienta Prescott en su Literary Memoranda durante el mes de junio de 1829; es decir, cuando está trabajando intensamente sobre la Historia del reinado de los Reyes Católicos.

Años más tarde, cuando en 1847 está redactando el “Prefacio” a la Histo-ria de la conquista del Perú, el historiador salemiano reconoce una vez más su deuda con Barante:

El señor Amadeo Pichot –escribe Prescott– en el prefacio a la traducción francesa de la Conquista de México infiere del plan de la composición que yo he debido estudiar cuidadosamente las obras de su paisano, el señor de Barante.95 El agudo crítico no me hace sino justicia al suponerme familiarizado con los principios de la teoría histórica de ese autor, tan hábilmente desarrollada en el prefacio a su Duques de Borgoña.

Yo he tenido ocasión de admirar la hábil manera con que ilustra la teoría por sí mismo, mediante la construcción de un monumento genial, levantado con los materiales extraídos de una época distante, que nos

94 The Literary Memoranda…, v. i, p. 120. 95 “M. Prescott, qui par ses notes prouve qu’il connait si intimement notre littérature, a

su, comme nos écrivains de la bonne école, ne prêter au sujet qu’il a choisi aucun or-nament parasite. C’est la tradition de l’ancien goût français qui a tracé toutes les lignes de son plan; tradition dont il a demandé surtout le secret à M. de Barante.” (A. Pichot, “Avant-propos”, en William Hickling Prescott, Histoire de la conquête du Mexique et vie de Fernand Cortés, 4 v., París, 1863, v. i, p. vii.)

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transporta en medio de la Edad Feudal –y esto sin la incongruencia que usualmente se concede a una moderna antigualla–. De igual modo, yo he intentado recoger la expresión característica de una época lejana y exhibirla con la lozanía y frescura de la vida. Pero en un punto particu-lar, que resulta esencial, me he desviado del plan del historiador francés. He soportado que los materiales de la construcción queden al descu-bierto después de que el edificio ha sido completado. Con otras palabras, he mostrado al lector los pasos del proceso mediante los cuales he arri-bado a mis conclusiones. En lugar de requerir de él que tome como fiel mi versión histórica, me he esforzado en darle una razón de mi fe. Mediante abundantes citas de las autoridades originales y por medio de notas críticas sobre ellas, que explican al lector las influencias a que éstas se vieron sometidas, he procurado ponerle en condiciones de juzgar por sí mismo, y de este modo le he facilitado así el revisar y, si él lo considera necesario, el trastrocar los juicios del historiador. Sea como fuere, el lector podrá de esta suerte estimar la dificultad de alcan-zar la verdad en medio del conflicto de testimonios, y aprenderá a tener poca confianza en aquellos historiadores que se pronuncian sobre el pasado misterioso enarbolando lo que Fontenelle llama “un horrible grado de certidumbre” –un espíritu que es lo más opuesto al del verda-dero filósofo de la historia.96

¡Quae surgere regna conjugio tali! 97

“¡Qué reino surge con tal himeneo!”, estampa Prescott al dar comienzo a su Historia del reinado de los Reyes Católicos, para mostrar con semejante epígra-fe virgiliano, ya desde un principio, su admiración por la historia del pequeño reino castellano, que en menos de medio siglo, como cuenta Polibio de Roma, se constituyó en un imperio formidable, temido y envidiado. Sin embargo, la admiración de Prescott es, podemos decir, de signo contrario a la del griego, pues no es el temor admirativo el que guía e impulsa la mano del bostoniano sino la admiración libertaria, por cuanto Castilla, sumando voluntades y ven-ciendo o sorteando obstáculos se encamina con la unificación llevada a cabo

96 “Prefacio” a la Historia de la Conquista del Perú. 97 Eneida, iv, p. 47.

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por la feliz pareja de católicos reyes hacia el orden político e intelectual.98 Éste es el punto central de interés, o gran principio de acción que sirve de eje y que, como dice el propio Prescott en la Biographical and Critical Miscellanies,99 otorga unidad e importancia al tema. Se trata también, como sostiene Levin, de dar a la Historia un significado moral y un orden artístico;100 empero asi-mismo tiene la Historia por objeto presentar la tenaz y esperanzada marcha de un sector de la humanidad por el camino de la perfección y del progreso, mensaje que en el confortable y febril ambiente comercial y puritano de Bos-ton tenía que ser muy bien recibido.101

Para su segunda obra, la Historia de la conquista de México, copió Prescott el epígrafe lucaniano relativo a César, el cual estaba dispuesto a llevar las águilas victoriosas a otro mundo, y concédasenos traducir así la palabra orbem inclusa en la frase: “Victrices aquilas alium laturus in orbem” (Fars., V, 238). Cortés, el héroe no ya español ni mexicano, sino americano, continental, al igual que el héroe romano va de menos a más y progresa, pese a las caídas, hacia una meta única y vislumbrable; de aquí, de esta fuente primaria de unidad saca Prescott la ordenación, el lineamiento y el control temáticos.102 El dramaturgo o narrador desarrolla el drama en cinco actos o libros (del 2o. al 6o.), cada uno de los cuales termina siempre (en especial el 2o., 4o. y 6o.) como en las viejas películas de episódicas y suspensivas aventuras, en un an-gustioso acmé que se resuelve victoriosa y saludablemente en el episodio si-guiente, y que culmina, por supuesto, en el asedio y la conquista de la ciudad por el héroe Cortés; es decir, por el nuevo paladín de la errante caballería.

El propio Prescott era plenamente consciente de que el tratamiento lite-rario tenía que ser épico-novelesco, tal y como convenía a una novela de caba-llería o a una historia digna de ser incluida en el romancero español. El séptimo y último libro es un epílogo con el que se clausuran las postreras andanzas de Cortés: éxitos y fracasos. La moraleja del triste final del héroe en Castilleja de la Cuesta (Sevilla) no tanto reside en la domesticada emasculación del marqués

98 Historia del reinado de los Reyes Católicos, D. Fernando y Da. Isabel, 2 v., traducción de D. Pedro Sabau y Larroya, México, Tipografía de R. Rafael, 1854, p. 21.

99 Prescott, Biographical and Critical Miscellanies..., p. 306. 100 Levin, History as Romantic Art..., p. 21. 101 Historia del reinado de los Reyes Católicos…, v. ii, p. 102. 102 Charvat Williams, Prescott and the Art of History. Cit. S. T. Williams, The Spanish Back-

ground…, v. ii, p. 107.

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mediante las dilaciones y sutiles obstáculos que le va levantando la eficaz bu-rocracia imperial, sino en el inútil y plañidero sin reposo del héroe ya anciano, al que se le hace objeto de un olvido intencional y sistemático.

Levin considera justamente que la falla de este libro final consiste en la desproporción de dedicar poco más de un centenar de páginas a los veinte postreros años de la vida de Cortés y nada menos que cinco libros a lo que constituyen los dos años de su actividad conquistadora.103 No obstante, cree-mos que es de justicia incluir aquí las propias razones que tuvo el historiador para establecer tan desequilibrada proporción.

En su Literary Memoranda y refiriéndose a la obra de W. Irving sobre Colón, asienta Prescott (21 de marzo de 1841) las razones que explican por qué siendo la obra de su amigo tan hermosa resulta sin embargo de fatigante lectura:

La falta –escribe– se debe en parte al asunto y en parte a la manera de tratarlo [...]. El tema [Descubrimiento de un Nuevo Mundo] es magnífi-co en sí mismo; pleno de sublimidad e interés. Pero termina con el des-cubrimiento, e infortunadamente esto se lleva a cabo hacia la mitad del libro primero. Todo lo que sigue después de ese acontecimiento es una mera acumulación de pequeños detalles [...]. Nada puede ser pues más monótono y por supuesto adecuado para envolver al autor en estériles repeticiones. El interés principal que posee el resto de la historia se deri-va de los propios infortunios del navegante; y éstos no son lo suficiente-mente excitantes para producir una larga o profunda sensación. Irving debería haber abreviado esta parte de su historia y en lugar de cuatro volúmenes habría podido reducirse a dos. La posteridad debería hacer esto por él. Empero es mejor para un autor realizar su propio trabajo por sí mismo. La conquista de México aunque muy inferior en la idea domi-nante que constituye su base, a la historia de Colón, es, en general, un asunto mucho mejor; puesto que como el acontecimiento es suficiente-mente grande y como la catástrofe es diferida, el interés se mantiene a todo lo largo del tema. Ciertamente, las peligrosas aventuras y desgra-cias con que la empresa se ve asediada, los desesperados reveses, per-cances e inesperadas vicisitudes, sirven para mantener vivo el interés.

103 Levin, History as Romantic Art..., p. 31.

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De acuerdo con mi plan, voy con Cortés hasta su muerte. Mas deberé tener cuidado en no hacer esta parte demasiado larga, como ocurre con la de Irving. Unas cien páginas serán suficientes.104

En efecto, como Prescott planeaba cuidadosamente el volumen y balan-ceo de sus producciones escritas, el epílogo en el que se resumen apretada-mente los veinte años últimos del héroe no llega en las ediciones originales en inglés (norteamericana e inglesa) a las cien páginas.

repercusiones y reacciones

Lo que admiró en su día y sigue aún admirando hoy a los lectores es la fideli-dad con que Prescott describe el paisaje mexicano aprisionado en sus cuadros naturales. Hay incluso quien exagerando las cosan ha editado la Historia de la conquista de México y la ha ilustrado con fototipos para probar “la vitalidad del trabajo de Prescott, demostrando así la similitud entre el México de 1890 y el de los días de la Conquista”.105 Dejando a un lado tales hipérboles, lo que sí maravilla es la precisión descriptiva del historiador quien utiliza-ba los ojos de otros para matizar sus relatos: Humboldt y los viajeros que siguieron la huella mexicana de éste (Ward, Latrobe, Bullock, etcétera) y sobre todo la imponderable Fanny Inglis, más tarde Marquesa de Calderón de la Barca, fueron la guía más fiel para el historiador salemiano. Se sabe incluso que no reparó en gastos con tal de enviar a su estimada amiga esco-cesa un daguerrotipo106 con el que ésta impresionó sin duda muchísimas placas con vistas mexicanas; de aquí acaso la precisión de los paisajes hablados de Prescott.

El rigor descriptivo de éste constituyó una de las causas internas explica-tivas del éxito de la obra en Norteamérica y Europa. Los lectores pudieron leer la historia de la conquista, como quien dice, desde dentro y no desde fuera.

104 The Literary Memoranda…, v. ii, p. 68. 105 Edición de J. F. Kirk de la History of the Conquest of Mexico, 2 v., Filadelfia, Illustrated

Library Edition de J. B. Lippincott Company, 1829. (Cit. C. H. Gardiner, William Hic-kling Prescott. A Biography, p. 97.)

106 Carta de Prescott a Fanny C. de la B. (5 de diciembre de 1840) y carta de ésta a Prescott (5 de junio de 1840). Véase en Wolcott (transcrip. y ed.), The Correspondence of William Hickling Prescott, p. 117, 122, 128 y 187.

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287prólogo [a la historia de la conquista de prescott]

Se trataba sin duda de un requisito romántico-literario; pero llevado a cabo con tal exactitud y hermosura que no se puede menos de aplaudir en Prescott la feliz conjunción de la precisión científica con la exaltación sentimental; de la erudición con la emotividad. No tiene pues nada de raro el que partan del propio Prescott la ruta histórico-erudita y la ruta poético-histórica. Ya hemos visto las corrientes favorables o adversas que en Norteamérica hicieron acto de presencia para aceptar o rechazar las tesis de Prescott; y por lo que toca a México, el historiador estadounidense refuerza la corriente arqueológica e histórica, que aunque iniciada por los cronistas españoles en el siglo XVI y continuada en los siguientes (Sahagún-Sigüenza y Góngora-Clavijero, por no citar sino a los más importantes), culmina a principios del siglo XIX con Humboldt. La obra del notable historiador bostoniano fue un reto intelec-tual que encontró en México una adecuada, honrosa y emotiva respuesta. Las críticas de J. F. Ramírez, las notas y los comentarios favorables de Alamán y los juicios certeros de Larrainzar sobre Prescott preparan el camino a la Historia antigua y de la conquista de México de Orozco y Berra. Si la Historia de Prescott no tuviese otros méritos tendría al menos el de haber hecho posible la obra orozco-berriana, cuyo último volumen a pesar de su gran masa de información y despliegue de fuentes desconocidas para el historia-dor bostoniano, no mejora la exposición, el ritmo ni la belleza de la obra mexicanista de éste.107

Alfredo Chavero es también tributario de Prescott, basta recorrer su con-tribución al México a través de los siglos (1880) para darse cuenta del respeto con que nuestro historiador trata al bostoniano. Otra obra que surge gracias al estimulador prescottiano es la de Genaro García, Carácter de la conquista española (1901) y asimismo algunas obras históricas de Carlos Pereyra, es-pecialmente el Cortés, muestran la impronta de Prescott en más de un capí-tulo. D. Antonio Peñafiel (Colección de documentos para la historia mexicana, 6 v., México, 1901-1904) y el propio Justo Sierra (México, su evolución social, Barcelona, 1900-1904) se muestran respetuosos con Prescott y reconocen el aporte de éste a la historia mexicana. En términos generales y por lo que se refiere a México, podemos decir que nuestros historiadores modernos y

107 Nosotros la hemos consultado en la edición de Porrúa: Manuel Orozco y Berra, Histo-ria antigua y de la conquista de México, 4 v., México, Porrúa, 1960 (Biblioteca Porrúa, 17-20), v. iv.

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contemporáneos en su mayoría están a favor del salemiano y en su minoría están en contra; pero lo que no hay es ningún historiador mexicano interesa-do en el tema de la conquista que esté sin Prescott. Más aún, creemos que el retrato moral de Moctezuma, el carácter afeminado e irresuelto del mismo, según Prescott, es hasta el día de hoy una típica herencia historiográfica que le debemos fundamentalmente. Por supuesto, existen antecedentes españoles y novohispanos prejuiciosos contra tan desgraciada figura; pero nos parece que fue Prescott el que delineó profundamente el perfil que priva hasta hoy del emperador. Asimismo fue el historiador norteamericano quien subrayó, aunque no el primero, el papel fundamental representado por el héroe Cuau-htémoc; empero éste tendría que aguardar la victoria liberal de la Reforma para ser elevado al pedestal de la fama y el patriotismo mexicanos. Por último, la escuela pictórico-histórica mexicana del siglo XIX debe a Prescott si no pre-cisamente el descubrimiento temático, cuando menos sí la confirmación de éste. Recuérdese para tal propósito que fueron dos las ediciones simultáneas de Prescott en los años cuarenta del siglo XIX.

Por lo que toca a Norteamérica bástenos citar a Merriman, continuador y heredero de los temas históricos de Prescott, a H. H. Bancroft (Popular His-tory of the Mexican People, 1888), a C. Reginald Enock (Mexico, 1900) y a D. G. Brinton (Myths of the New World).

Muchos poetas y novelistas norteamericanos se inspiraron asimismo en la Historia de la conquista de México de Prescott para dar rienda suelta a su imaginación. En 1857, en Washington, apareció Cortez, the Conqueror. A Trag-edy in Five Acts, de Lewis F. Thomas, y el poeta Archibald Mcleish gana un premio con su poema épico sobre los Conquistadores. Prescott había enviado en 1844 una copia de la Conquista de México a William Henry Leatham, miem-bro del Parlamento británico y autor de poemas, baladas y dramas, y éste, encantado con la lectura, imprimió al año siguiente su largo poema intitula-do. Montezuma y un ensayo sobre Cortés.108 Las simpatías del poeta, no hay que decirlo, estaban por el mexica y no por el español. De modo parecido en los dos volúmenes de Maturin dedicados a Prescott, Montezuma: the Last of the Aztecs. A Romance (Nueva York, 1845) el autor se inclina por el perplejo emperador.

108 Vid. The Correspondence of William Hickling Prescott, p. 401, 505.

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289prólogo [a la historia de la conquista de prescott]

Congestae cumulantur opes, orbisque rapinas Accipit109

El crítico Thomas Seccombe opina sensatamente que la Historia peruana fue un escrito de madurez, cuando Prescott contaba ya cincuenta años. Fue sin duda el trabajo más rápidamente redactado y en el que se evidencia el com-pleto dominio de su método histórico. Asegura también el crítico que es toda-vía el libro más popular de Prescott.110 Si tuviéramos que juzgar cuantitativa-mente la cosa, el libro sobre México se lleva la palma en cuanto al número de ediciones y traducciones;111 empero, lo que más nos interesa es conocer, ad-mitiendo la opinión de Seccombe, el porqué de la mayor popularidad del que se refiere a la conquista del Perú. Creemos que esta popularidad extranjera, no española ni hispanoamericana, por supuesto, se debe a la no disimulada antipatía de Prescott ante las acciones españolas en el Perú. Ya insinuamos las razones de su desdén por Pizarro, y su alabanza de La Gasca supuesto que éste representa el principio del orden y del gobierno frente a la feroz y anárquica rebeldía de los crueles conquistadores. El lector anglosajón encontró en el libro del Perú la condena absoluta y apriorística que no halló en el relativo a México. La historia peruana concedía el supuesto y restablecía (leyenda negra) el equilibrio conceptual roto, o puesto en crisis por Prescott, primeramente con su libro españolista sobre los Reyes Católicos y después con su obra cor-tesiana sobre la conquista de México.

Prescott mismo señala, y Lohmann Villena lo ha confirmado moderna-mente que la Historia de la Conquista del Perú no resiste la comparación con el libro sobre la de México por causa de su inferior ritmo épico que no es atribuible al autor sino al tema mismo.112 El historiador norteamericano sabía también cuál era el gran defecto de su tema: la carencia de unidad.

La acción de la pieza –escribe Prescott– termina propiamente con la re-ducción de Cusco y la subversión del imperio de los incas, y esto ocurre

109 Claudiano, In Ruf., lib. i, v. 194. 110 William Hickling Prescott, “Introducción”, Historia de la conquista de Perú, traducción

del inglés de Nemesio Fernández Cuesta, prólogo de Luis Aznar, Buenos Aires, Imán, [1955].

111 Véase en C. H. Gardiner, William Hickling Prescott. A Biography, passim. 112 Lohmann Villena, “Notes on Prescott’s Interpretation of the Conquest of Peru”, The

Hispanic American Historical Review, v. 39, n. 1, febrero 1959, p. 46-80, p. 47.

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antes de que la historia esté medio acabada. El resto son las disensiones entre los conquistadores. Hermosos paisajes de belleza aislada, toques de carácter, intrépidas hazañas, aventuras maravillosas, océanos de oro, crueldades espantosas, sufrimientos heroicos; pero todo ello mezclado con ferocidad y codicia, mala fe y bajos designios; pasiones vulgares y licencias de toda laya, de las cuales la mente se aparta con disgusto.113

Esto lo escribía Prescott el 23 de abril de 1845, cuando todavía se pre-paraba para la redacción definitiva, y ello prueba la incapacidad del histo-riador, según apuntamos en páginas atrás, para enfrentarse a la irracionali-dad que permea a la historia; y esto explica la elección premeditada del epígrafe claudiano con que adorna y orienta al lector acucioso: “Se acumulan riquezas a montones y recibe los despojos del mundo”. Y por si fuera todavía poco, rotula esta contraportada con tres oficiosas y antiamericanas estrofas de Lope de Vega:

So color de religiónvan a buscar plata y orodel encubierto tesoro.114

Por ello, la sola figura que escapa a la censura de Prescott es La Gasca, “el gran y buen virrey”, porque para él es el único personaje racional supuesto que representa “el triunfo del poder moral sobre el físico”.115 La pseudobatalla de Xaquixaguana ganada por La Gasca y sus leales contra los pizarristas fue asimismo “el triunfo del orden; el mejor homenaje a la ley y a la justicia”. La obcecación legalista de Prescott no supo ver en él al funcionario astuto, des-piadado e hipócrita; al burócrata realista de maquiavélico y frío corazón, aun a sabiendas por parte del historiador, de que cuando joven fue La Gasca uno de los que contribuyó a la destrucción de las viejas libertades municipales de Castilla durante la guerra de las Comunidades.

113 The Literary Memoranda…, v. ii, p. 142. 114 Lope de Vega, “El Nuevo Mundo”, en Tesoro del teatro español. Desde sus orígenes (año

de 1356) hasta nuestros días, 4 v., París, Crapelet, 1838, acto 1, escena vii. 115 Cfr. Gardiner, William Hickling Prescott. A Biography, p. 256. (El retrato de La Gasca,

“el Washington español”, está esbozado de antemano en The Literary Memoranda…, v. ii, p. 65.)

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prescott como historiador clásico

Señalar las limitaciones de Prescott es preferible a considerar desdeñosamen-te la Historia de la conquista del Perú un sucedáneo (“by product”) de la obra sobre la conquista de México.116 Claro está que ambas son estilísticamente similares y están estructuradas de modo muy semejante; empero, cada una posee por separado su propio interés, su propia belleza, su propia dimensión clásica. Empero, de hecho el clasicismo de Prescott no se limita a las dos obras citadas sino también a las dos restantes: La Historia del reinado de los Reyes Católicos, Fernando e Isabel, y la historia sobre Felipe segundo.

Un historiador inglés contemporáneo de Prescott, Henry Hallam, refi-riéndose a la primera obra publicada por el bostoniano le escribió a éste diciéndole que esperaba que el libro iría adquiriendo gradualmente una “reputación clásica”.117 Y no se equivocó, por cierto, el excelente crítico. Un historiador y crítico de nuestro tiempo sostiene lo mismo, y también acierta; pero nos hubiera gustado ver extendido este juicio al resto de la producción propiamente histórica, profesional, de Prescott. Es muy difícil definir qué es una obra y un historiador clásico, cuando se trata de algo que está aún relati-vamente cerca de nuestro tiempo; pero así ocurre con el historiador Prescott y sus cuatro historias, clásico él y clásicas ellas como lo pone de relieve el hecho de que nuestra generación y la que sigue y las que acaso le seguirán se acercan y se acercarán, respectivamente, a la obra prescottiana buscando en ella respuesta a las siempre tenazmente reiteradas preguntas sobre el ser del pasado que vive en nosotros. En tal sentido la lectura de Prescott es la más provechosa y propedéutica para los que se inician, anglosajones e hispánicos, en el estudio del pasado histórico de nuestra América.

El caballero del negro atuendo

Hallándose convaleciendo lentamente Prescott del primer ataque de apo-plejía (4 de febrero de 1858), nos cuenta Ticknor que el enfermo sufría vi-siones diversas, entre las cuales la de un caballero vestido de negro era la más

116 Cit. S. T. Williams, The Spanish Background…, v. ii, p. 116 (nota 177, p. 322). 117 Cit. Gardiner, William Hickling Prescott. A Biography, p. 151.

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habitual e inquietante.118 La figura se paseaba por la habitación o se detenía junto al lecho y miraba al enfermo, el cual era perfectamente consciente de que se trataba simplemente de una alucinación, o desvarío. Conviene tener presente que dentro de la cultura germánico-anglosajona la palabra muerte es masculina y se asocia tradicionalmente a la imagen de un caballero sombrío y aniquilador. Lo que no nos dice Ticknor es si este inquietante aparecido era la imagen de la Muerte, o bien la de un personaje histórico con el que Prescott estuvo muy comprometido. Cierta vez, escribiendo Prescott a su estimada amiga Lady Lyell, le comunicaba que si él fuese al cielo después de abandonar “esta sucia bola” del mundo, probablemente encontraría allí muchos conoci-dos; algunos de ellos, pertenecientes a los viejos tiempos, muy respetables y queridos por él: Isabel de Castilla, por ejemplo, e incluso la sangrienta María lo acogería con una sonrisa; porque él amaba el viejo tronco de la casa de Trastamara. Pero Prescott estaba seguro de que, cuando menos un personaje le mostraría rencor: un hombre sobre el cual estaba él escribiendo dos volú-menes. “Con toda mi buena benevolencia –escribe Prescott– no puedo lavar-lo y dejarlo en el gris francés más oscuro. Él es negro, completamente negro. Mi amiga Madame Calderón no me lo perdonará. ¿Pero no es caritativo dar a Felipe un lugar en el cielo?”119 Sí, por cierto; mas, a lo que parece, don Feli- pe II todavía andaba aún purgándose por esos inframundos de Dios hacia la época de Prescott; o el Omnipotente permitía al ánima del fallecido monarca abandonar su catársico purgatorio para rondar en torno a la cama del enfe-brecido salemiano. De cualquier manera que haya sido, el escéptico histo-riador tuvo el privilegio, al igual que los santos misioneros españoles del siglo XVI, a los que él admiró y respetó, de tener ilusiones ópticas, como él las llama. A un paso de la muerte, Prescott ve a un hombre vestido de negro, que no podía ser otro, según creemos, sino la oscura imagen urdida por el historiador no en los dos sino en los tres volúmenes,120 remordimiento inte-lectual que encuentra su libertador camino fantasmal por la vía romántica a la par que científica de la óptica ilusión.

La historia del reinado de Felipe II, pensada desde 1838, quedó incompleta por la muerte repentina del autor. Sólo aparecieron tres volúmenes de los seis,

118 Ticknor, Life of William Hickling Prescott, p. 397. 119 Cfr. Ticknor, Life of William Hickling Prescott, p. 386. 120 En The Literary Memoranda…, Prescott proyecta 4 volúmenes (v. ii, 186).

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de acuerdo con lo que escribe Peck,121 que hubiese tenido probablemente la obra completa. Es también el trabajo más técnicamente historiográfico de Prescott, sin que por ello su inconfundible y bello estilo sufra mengua alguna ni tampoco lo experimente su típico aliento romántico. Thoreau maldijo el estilo de Prescott, porque el furibundo crítico creyó siempre que la composi-ción histórica debería mostrarse exenta, emasculada de todo refinamiento literario;122 lo cual no deja de ser un error tremendo del que hasta el presente se resiente, en general, la producción histórica técnica, y lo que explica asi-mismo el pequeño círculo de lectores interesados, o especialistas.

Cuando se lee la descripción de la batalla de Lepanto, lo mejor de toda la obra según Washington Irving,123 el lector puede “oler el océano”;124 pue-de asistir como testigo presencial al desarrollo de la sangrienta acción y puede al mismo tiempo asegurarse de la exactitud técnica de la transcripción de Prescott, de acuerdo con las fuentes cristianas que tuvo a mano y que estudió cuidadosamente. El problema que ofrecía la historia de Felipe II se le planteó desde un principio a Prescott al titubear durante mucho tiempo entre escribir unas Memorias o una Historia.125 Al fin se decidió por esto último, pues encontró que el increíble carácter del rey Felipe le proporcionaría un punto central de interés, o principio dominante. En torno a la política del rey, es decir, el establecimiento de la Iglesia católica y del poder absoluto real urbi et orbi, girarían todos los demás elementos y caracteres de la historia. No le han de faltar a ésta, como escribe el propio Prescott, grandes acontecimientos del más alto interés y del carácter más opuesto; importantes retratos también porque, como escribe el autor, los grandes acontecimientos demandan gran-des personalidades.126

prescott, Motley y el americanismo

Hay que reconocer en Prescott la honestidad moral e intelectual que lo llevó a no recargar con exceso los tintes de su Felipe II, muy poco amado por él

121 Ibidem, p. 171. 122 Cit. Peck, William Hickling Prescott, p. 169. 123 Cfr. Ticknor, Life of William Hickling Prescott, p. 409. 124 The Literary Memoranda…, v. ii, p. 227. 125 Ibidem, v. ii, p. 186. 126 Ibidem, v. ii, p. 185.

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ciertamente; pero digno de ocupar, pese a todo, un puesto de honor en la magna galería prescottiana de retratos históricos. La prudencia de Prescott, inspirada acaso en la de su “prudente” Felipe (“indeciso” lo llamó más justa-mente don Pascual Gayangos, “el ayudante más necesario” del bostoniano, digamos con C. Harvey Gardiner) contrasta notablemente con la desbocada violencia de Motley, feliz de “caer con toda [su] alma sobre Alba y Felipe”.127 En efecto, el rey que nos presenta Motley es un malvado y el duque su sangui-nario agente. Frente a estos antihéroes tétricos y diabólicos se yergue la figu-ra limpia y heroica de Guillermo de Orange, “el Taciturno”, paladín de la li-bertad y amante de su pueblo.128 El catolicismo es la fe propia de los esclavos y fanáticos, en tanto que el protestantismo representa la fe de los hombres libres. La rebelión de los holandeses es considerada una guerra sagrada, lucha por la libertad; el conflicto entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas.129

El éxito de Motley fue inmenso, el mundo germánico y el anglosajón aplaudieron estrepitosamente porque leían en la elaborada y partidista obra del nuevo historiador norteamericano los antañones estereotipos antiespa-ñoles y anticatólicos. Guizot escribió en seguida el prólogo para la traducción francesa de El nacimiento de la república holandesa (1856), y a las primeras de cambio se le otorgó al norteamericano un sillón honorario en la Academia Francesa de Ciencias Morales. La tarea demoledora de Motley en la obra citada arriba así como en la Historia de los Países Bajos Unidos destruyó el puente de comprensión interamericano levantado pacientemente por Prescott a lo largo de muchos años de esfuerzo. Las obras de John L. Motley avivaron el viejo rescoldo antihispánico y contribuyeron a ahondar intelectualmente el abismo de incomprensibilidad entre las dos Américas.

Prescott mismo no se dio cuenta del mal producido cuando se felicitaba por el éxito alcanzado por este nuevo historiador de Massachusetts, y su in-comprensión lo llevó incluso a proponer al bondadoso Gayangos algo tan indelicado como que se prestara en los archivos españoles a ayudar a Motley en los mismos términos contractuales en que lo había ayudado a él. Es el único borrón en la vida generosa del historiador bostoniano; el no haber comprendido que la ayuda incansable y entusiasta del pobre Gayangos no

127 En carta de Motley a su padre. Cit. Gooch, Historia e historiadores en el siglo xix, p. 418. 128 Idem. 129 Idem.

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se estimulaba tanto por el incentivo de la más que merecida paga sino por la satisfacción del patriota liberal que ve a la historia patria ennoblecida por manos extranjeras:130 ¡Que no era precisamente el caso de Motley, enemigo jurado de todo lo hispánico!

Obras menores

Como podrá comprobarlo el lector estudioso, Prescott escribió muchas críticas y ensayos histórico-literarios que en su mayor parte encontraron cálida aco-gida en las páginas de las que por entonces era una de las más importantes revistas de Norteamérica, la North American Review. En 1845 extrajo Prescott de dicha cantera propia una serie de artículos que reunió y publicó bajo el título de Biographical and Critical Miscellanies. Con todo y ser muy importan-tes algunos de los ensayos por él incluidos en el volumen, la obra es más in-teresante por sus valores crítico-literarios que por los históricos, si bien es una buena mina de información y orientación sobre los gustos, influencias, incli-naciones y modelos literarios de Prescott.

En 1856, con motivo de una nueva edición de la Historia de Carlos V de Robertson, historiador admirado y respetado por Prescott, según apuntamos a su debido tiempo, se le encargó un apéndice a dicha obra, lo cual llevó a cabo utilizando algunos nuevos documentos que le envió Gayangos sobre la abdicación del César habsburgués y sobre los últimos días de éste en el monasterio de Yuste. La edición en 8o. de esta historia con su adición ya cita-da le pareció a Prescott que era “una especulación en la cual la auri fames [hambre de oro], me temo –escribe–, tiene más que hacer que la fama –la flaqueza última de los nobles espíritus”.131

Cuenta la historia o mejor leyenda sobre los postreros días del emperador Carlos V, que éste quiso asistir a sus propios funerales aun en vida, y se metió en un ataúd para que los frailes dijesen la misa de cuerpo presente y cantasen los consabidos responsos y réquiems. Esta necrofilia de Carlos continuada

130 Vid. la carta de Prescott y respuesta de Gayangos en la edición de Clara Louise Penney, Prescott Unpublished Letters to Gayangos in the Library of the Hispanic Society of Ameri-ca, Nueva York, The Hispanic Society of America, 1927, p. 126-137. Véase también la carta de Prescott a Motley, sobre el mismo asunto, en The Papers of William Hickling Prescott, p. 383.

131 The Literary Memoranda…, v. ii, p. 224.

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después por su hijo Felipe, impresionó mucho, según parece, a nuestro Pres-cott. Siempre tuvo el temor de que lo enterraran vivo (en estado cataléptico) y previno a su médico de cabecera de que antes de que lo sepultaran le corta-se éste una vena importante por donde se desangraría en el desdichado caso de volver a la vida cuando estuviese a dos metros bajo tierra. En páginas atrás aludimos a las alucinaciones sufridas por el historiador y nos referiremos ahora a su deseo de que cuando muriese se le llevase en seguida a su biblio-teca para que sus restos pudiesen estar por última vez rodeados por todos aquellos tesoros que habían hecho la felicidad de su vida.

Este deseo fue asimismo realizado –escribe Ticknor– silenciosa, callada-mente fue llevado allí. Pocos fueron testigos de la solemnidad; pero los que lo fueron quedaron impresionados para siempre. Allí quedó él, en ese rico, hermoso salón; su varonil forma no estaba contraída ni devastada por la enfermedad; sus facciones, que habían expresado e inspirado tanto amor, todavía no habían sido tocadas por los dedos destructores de la muerte. Allí quedó él, en inamovible e inaccesible paz; y la letrada muer-te de todas las épocas y climas y países allí reunidos parecía mirarle en su terrenal y desapasionada inmortalidad, y parecía asimismo demandar que su nombre quedará imperecederamente asociado con el suyo.132

Como epitafio simbólico nada nos parece mejor que estampar aquí un soneto inédito de Quevedo, que el mismo Prescott había copiado y escrito, de su puño y letra, en su reservada Literary Memoranda (2 de enero de 1842):

Retirado en la paz destos desiertos,con pocos pero doctos libros juntosvivo con el comercio de difuntosy con mis ojos oygo hablar a los muertos.Si siempre entirididos siempre abiertoso enmiendan o secundan mis asumptoslos libros que en callados contrapuntosal músico silencio están despiertos.

132 Ticknor, Life of William Hickling Prescott, p. 414.

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Las grandes almas que la muerte ausentade injurias de los años vengadorarestituye, don Juan, docta la imprentaen fuga irrevocable huye la horamas con el mejor cálculo se cuentala que en lección y estudio nos mejora.133

V

El ignorado traductor y su hermosa versión

Nuestra edición de la Historia de la conquista de México de William Hickling Prescott la hemos llevado a cabo utilizando la excelente versión castellana de don José María González de la Vega, publicada por el benemérito editor Vi-cente G. Torres, quien junto con Ignacio Cumplido merece nuestro más emo-tivo agradecimiento por lo que toca a la publicación de obras nacionales y extranjeras por la década de los cuarenta del siglo XIX. Nada hemos podido averiguar sobre la vida del instruido y eficaz traductor, del que sólo sabemos, hasta ahora, lo que él expresa de sí mismo tras la impresión de su nombre en la edición citada de Vicente García Torres, que era “segundo fiscal del Tribunal Superior del Departamento de Méjico”. Quién fue y qué hizo además de asu-mir la responsabilidad y deberes de su profesión así como las de traductor, no lo sabemos todavía; mas esperamos confiados en que algún día podremos rescatar a este ilustre y culto mexicano del limbo intelectual en el que hasta hoy permanece inmerso.

Su trabajo como traductor es de primer orden, pues en él se revela un extraordinario conocimiento del idioma inglés y una gran seguridad y soltu-ra en el manejo del castellano. La versión es correcta, clara, atractiva; y lo es hasta el punto de que, sin pecar de exageración, nos atrevemos a asegurar que su belleza se aproxima en cierto modo a la que posee el original. El propio Prescott, admirado, prefirió esta versión a la de Navarro, que también es sin duda meritoria; pero no hasta el grado en que lo es la de González de la Vega,

133 Cfr. The Literary Memoranda…, v. ii, p. 82.

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lo que nos inclinó a seleccionar esta última.134 Incluso si nos ponemos a hilar crítica y maliciosamente por lo más delgado, podríamos hablar de una versión conservadora (la de González de la Vega) y de otra moderada y aun tirando a liberal (la de Navarro), y las diferencias no son muy difíciles de comprobar si se contrastan las versiones de los párrafos en que Prescott se refiere o co-menta algo en relación con la religión católica.

los problemas del editor

Una vez resuelta la disyuntiva selectiva, nuestro paso siguiente fue el de in-corporar en una misma edición las notas de don Lucas Alamán (en la edición de Torres) y las de don José F. Ramírez (en la de Cumplido). Las notas de este último, referidas a la traducción de Navarro, teníamos que remitirlas al texto vertido por González de la Vega, semejante en muchos aspectos al otro, pero, por supuesto, diferente a éste. Resolvimos este primer problema añadiendo las notas de Ramírez en un apéndice final de nuestra edición, indicando en cada nota la doble paginación: la que se refiere a nuestra edición y la que remite a la de Navarro, de donde originalmente proceden.

C. Harvey Gardiner, el historiador norteamericano que con más cariño, dedicación y conocimiento ha estudiado la obra y la vida de Prescott, indica en más de un lugar que la edición del secretario-lector del bostoniano, John Foster Kirk, de 1874 incorpora gran número de nuevas notas que habían sido preparadas por el autor a raíz de la lectura de las dos ediciones mexicanas de la Historia de la conquista de México. Aunque desgraciadamente no hemos manejado esta edición de 1874, por referencias segundas nos aventuramos a afirmar que la actividad apostilladora de Kirk no es tan completa como se cree y peca además en algunos puntos clave. Por consiguiente nos hemos decidido a incorporar in extenso las interesantes notas del durangueño. Podemos, pues, sostener este paso honroso que, sin duda, merecería las felicitaciones del propio Prescott: el lector tiene ante sí la mejor y más ex-tensa y anotada versión que hasta el presente se haya hecho en castellano de

134 La traducida por González de la Vega “ganó la admiración de Prescott” y la de Navarro le agradó, acaso por ser la más profusamente ilustrada (C. H. Gardiner, William Hic-kling Prescott. A Biography, p. 62).

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la Historia de la conquista de México.135 Más todavía, nos atrevemos incluso a sostener que esta edición es la más completa que hasta hoy se haya editado así en su inglés original como en cualquier otra lengua extranjera. No sólo se trata de las notas ya indicadas de Alamán y Ramírez que enriquecen el texto, sino también de los anexos, ilustraciones y, modestamente sea dicho, de las notas nuestras, en las cuales no hemos querido inclusive abrumar al lector no especialista, sino simplemente indicarle en ciertos casos las diferencias entre el conocimiento histórico-arqueológico de ayer, representado por Prescott, y el de hoy. Hemos procurado también traducir los trozos de textos griegos y latinos que Prescott incluyó (y no tradujo) en sus notas. En la versión de González de la Vega, ya éste o bien Alamán (nueva faceta del inquieto político y gran historiador) tradujeron los textos incluidos; pero no lo hicieron así siempre, por lo que tuvimos nosotros que hacerlo, como en el extenso párrafo de Tito Livio referente a las cualidades de Aníbal, que Prescott incluyó para establecer un paralelismo entre las virtudes militares del general cartaginés y las de Hernán Cortés. Por lo que se refiere a los textos de Anglería, hemos preferido la traducción castellana de Millares Carlo a la que nosotros hubiéramos podido realizar. Las versio-nes de éste se identifican por la (MC) entre paréntesis, así como las del traductor por la (T) y las nuestras o del editor por la (E). Otrosí, hemos restituido en las notas de Prescott muchos trozos de citas en inglés y francés que nuestro González de la Vega decidió suprimir para aligerar sin duda el texto. En este como en otros casos más o menos semejantes hemos traducido el trozo al castellano, o hemos añadido la versión en los dos idiomas cuando se trataba de alguna poesía.

Por lo que se refiere al griego el propio Alamán se sintió tristemente obli-gado a confesar que no habiendo en México, por entonces, los signos tipográ-ficos de esta lengua, tenían forzosamente los editores que suprimir las citas clásicas. Como por fortuna la situación de hoy, a este respecto, no es la misma, hemos restituido en las notas de Prescott todos los trozos griegos que éste

135 Desde luego hemos suprimido la extensa interpolación que introdujo el editor V. Gar-cía Torres, del padre Mier, referente a la identificación Quetzalcóatl-santo Tomás. En la página 226 (nota 7) de nuestro texto alude a esto Prescott, y acaso ello fue el señuelo para que el editor incluyera casi completa la disertación.

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incluyó; y los hemos asimismo traducido para que el lector no especialista no se prive del contenido de los mismos.136

retoques, rectificaciones y puntuación

En nuestra edición hemos procurado también retocar muy ligeramente el texto de González de la Vega en aquello que era retocable; es decir, en poner al día algunas (muy pocas) expresiones que hoy ya no utilizamos, y en modi-ficar asimismo muy levemente la puntuación para que ésta quede rítmicamen-te ordenada y no pierda el característico encanto diacrítico de la época en que se realizó la versión. Como el texto traducido pertenece a la primera mitad del siglo XIX, no hubo mayores dificultades de transcripción salvo trocar la jota de Méjico en equis, y adoptar la sílaba ex en casi todas las palabras donde el traductor transcribe esc. Los gentilicios, toponimias y nombres propios in-dígenas los hemos escrito como es habitual hacerlo hoy, y en ciertos casos especiales (Tetzcoco, etcétera) hemos seguido las transcripciones de Garibay y Jiménez Moreno. Hemos pluralizado también muchos nombres de acuerdo con las reglas castellanas y no con las del náhuatl (teocallis, pochtecas) y lo hemos hecho por la misma razón que al pluralizar algún neutro latino resulta en español una discordancia entre el artículo y el sustantivo.137 En cuanto al estilo, del de Prescott no nos toca hablar supuesto que se trata de su versión al castellano; pero tocante a ésta asimismo no hemos querido señalar sino algunas generalidades románticas del mismo como convenía a la época en que fue escrita. Creemos que ahondar en el estilo literario de González de la Vega hubiera resultado además de arduo un lujo superfluo; suponemos, por tanto, que nadie nos impugnará el no haberlo estudiado a fondo.

Como Prescott se doliera un tanto irónicamente de que en México uno de sus traductores (González de la Vega) había aderezado de modo conve-niente las ideas religiosas protestantes para hacerlas más satisfactoriamente paladeables al gusto del pueblo mexicano,138 hemos procurado restituir al

136 No lo hemos hecho con las muy profusas y extensas acotaciones latinas que J. F. Ra-mírez incluye en las apostillas a sus Notas, porque nuestro compromiso era con el texto principal, es decir, con el de Prescott y no con el del crítico.

137 Por ejemplo nos referimos a The Literary Memoranda… de Prescott, cuando correcta-mente en lugar de la debiéramos haber empleado los.

138 Cfr. Ticknor, Life of William Hickling Prescott, p. 227.

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texto de Prescott su leve impronta no católica; así, por ejemplo, donde el nor-teamericano escribe simplemente doctrina cristiana el traductor, interpolan-do, tradujo “doctrina santa cristiana”. Donde Marina es sólo para Prescott el buen ángel, González de la Vega la transformó en “el ángel de la guarda” de todos los españoles.

Cuando el traductor encuentra también una expresión que le molesta, como cuando Prescott, refiriéndose al infeliz Moctezuma, lo llama “royal puppet”, traduce la expresión, atenuándola, por “regio prisionero”, con lo que González de la Vega, de acuerdo con la opinión histórica de su bustamantista tiempo, pone de manifiesto su condolencia y callada admiración por el que era consi-derado, en aquel entonces, el último emperador azteca. El traductor Navarro, más cercano al espíritu del texto inglés y menos entusiasmado con el Señor Sañudo, lo llama simplemente “real maniquí”. Cuando ambos traductores se encuentran con esta frase de Prescott calificadora de la actitud de Cortés (“for the most barefaced action seeks to veil itself under some show of decency”, subrayado nuestro), el uno, González de la Vega, traduce así: “pues las accio-nes más desvergonzadas procuran siempre cubrirse con un velo de decencia”.139 En cambio Navarro, hombre políticamente más liberal y por consiguiente más adverso a la figura histórica de Cortés, traduce de esta suerte: “porque es pre-ciso ocultar aun la acción más procaz con cierto velo de decencia”.140 Para un autor español moderno, Salvador de Madariaga, la desvergüenza o la proca-cidad se tornan, en consonancia con su admiración cortesiana, en osadía y desde luego rechaza por inútil y pues antihistórico el criterio moralizante del puritano Prescott.141 Por último, el “polemic talents” de Cortés, según Prescott, se convierte en la versión de González de la Vega en “talento político”, lo que sin duda es un error producido por una lectura rápida; mas que no lo es tanto si se consideran las enfebrecidas circunstancias políticas que al traductor le tocó vivir en México; lo que acaso explique que prefiriera traducir la expresión de Prescott por talento político en lugar de polémico talento, que era indudable-mente más correcto, pero también menos interesante.

Estas y otras menudencias y achaques de la tarea traductora de González de la Vega no disminuyen los muchos méritos, ya indicados, de la versión. El

139 Página 296 de nuestro texto, o 393 de la edición de V. García Torres (v. i). 140 Página 467 del v. i de la edición de I. Cumplido. 141 Cfr. Salvador Madariaga, Hernán Cortés, Buenos Aires, Suramericana, 1964, p. 146-151.

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traductor mexicano no traiciona el espíritu y la letra de Prescott, sino que, antes bien, los acomoda al espíritu de nuestra cultura hispánica. Aun si no tuvieran las virtudes que tienen, ya la versión de González de la Vega a la de Navarro, tendrían al menos la de poner de relieve que no todo era en el tiem-po que les tocó vivir a los traductores, agitaciones, pronunciamientos y anar-quías sin cuento, sino que también al margen de las convulsiones políticas de la hora, trabajaban hombres fervorosamente empeñados en alimentar las lámparas sagradas de Minerva, y algunos incluso, como Alamán, sin olvido de las actividades políticas.

de apéndices, ilustraciones y reconocimientos

Además de nuestras notas y del apéndice de Ramírez, al final del texto, que contiene las de éste (las del propio Prescott y las aclaraciones de Alamán van a pie de página), hemos añadido a nuestro prólogo cinco anexos: Cronología prescottiana (1o.); Modelos de correspondencia de (y a) Prescott (2o.); Re-censiones críticas a la Historia de la conquista de México (3o.); Honores y pal-mas académicas otorgados a Prescott (4o.) y Bibliografía (5o.). Además hemos ilustrado convenientemente el texto con grabados, croquis y mapas que ame-nizan y facilitan en más de un punto la percepción y prosecución correctas de la lectura. Por supuesto hemos utilizado algunas ilustraciones del propio tex-to de Prescott, aunque las más de las veces las hemos mejorado con alguno que otro espécimen nuestro.

Un inconveniente que tendrá que perdonarnos el lector es el no haber resuelto más fácilmente el problema de la numeración arábiga de las notas de Prescott y las nuestras. La única distinción es que las primeras van voladas, sin paréntesis, y las segundas asimismo voladas pero con ellos; y en tanto que las del autor remiten al pie de página, las nuestras lo hacen al final de cada libro y con serie numérica propia en cada capítulo. En ocasiones hemos recu-rrido también al asterisco para anotar a pie de página. La distinción en el caso de las notas en arábigos (con o sin paréntesis) no es muy clara; pero no estu-vo en nuestras manos la solución del problema tipográfico.

No queremos terminar este estudio sin agradecer profundamente a don Feli-pe Teixidor la ayuda bibliográfica, gráfica y alentadora en muchos sentidos que nos ha brindado durante el tiempo que hemos dedicado a la edición de la

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Historia de la conquista de México de William Hickling Prescott, así como la que anteriormente nos brindó con motivo de la edición del Ensayo político sobre la Nueva España de Alejandro de Humboldt, y de la que no dejamos entonces constancia por un imperdonable error de omisión. A nuestro amigo y colega el licenciado Jorge Gurría Lacroix tenemos también que agradecerle el que nos haya permitido utilizar su bien confeccionado mapa de la ruta de Cortés. Al profesor José Antonio Murillo Reveles, secretario general de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística, le hacemos desde aquí paten-te nuestro agradecimiento por habernos permitido reproducir y utilizar los acuerdos sobre Prescott asentados en el libro de actas de la citada sociedad. A la Massachusetts Historical Society tenemos que agradecerle el envío del librito Picture Book. William Hickling Prescott, 1796-1859. Hubiésemos tam-bién querido agradecer aquí a las autoridades de la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos su colaboración con nosotros; pero, pese a nuestros esfuerzos a través de la Biblioteca Franklin de esta ciudad, no pudimos obte-ner cuatro libros sobre nuestro historiador, que consideramos muy importan-tes. Se nos contestó que el préstamo de libros no era posible (antes sí lo era), al menos el de esos cuatro libros, y que para obtener micropelículas de los mismos era preciso la autorización de no sé qué despacho u oficina de la Unión Americana, y que el trámite, además de engorroso, dilataría bastante tiempo. En suma, que decidimos no insistir y dejar las cosas sin pretender apurar los extremos. Los perjudicados somos nosotros y, por supuesto, el lector. Al pro-fesor C. Harvey Gardiner, especialista en Prescott, le agradecemos una estimu-lante carta con notas bibliográficas que nos envió desde Tokio (Japón).

Por último, como justo estímulo a la juventud estudiosa, tenemos que señalar que la traducción de todas las cartas (salvo la de Alamán a Prescott) y recensiones ha sido satisfactoriamente realizada por el estudiante de Antro-pología e Historia Jesús Monjarás Ruiz, cuyas versiones apenas si tuvieron que ser retocadas por nosotros. La señorita Eva Taboada, pasante en Historia, ayudante de nuestro seminario en la Facultad de Filosofía y Letras, cargó consigo la responsabilidad de dirigir la confección del índice alfabético; para ello contó con la colaboración de un animoso grupo de seminaristas.

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