nueva york, mito moderno. el mito europeo · 2019. 6. 26. · por las peculiares características...
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NUEVA YORK, MITO MODERNO. EL MITO EUROPEO
Existe una representación de París -de la gran ciudad, en términos generales- lo bastante poderosa sobre las imaginaciones para que jamás, en la práctica, se formule siquiera la cuestión de su exactitud, creada de pies a cabeza por el libro, lo bastante difundida sin embargo como para formar parte hoy de la atmósfera mental colectiva, y poseer por tanto una cierta fuerza de compulsión.
R. CALLOIS, París, mito moderno
Alberto Cardín
U n film poco conocido, y seguramente ya olvidado por su misma autora, News from Home, de Chantal Akerman (1), revela como pocos la materialidad fasci
nadora de Nueva York para los europeos: setenta minutos de panorámicas, travellings y cámara en mano por todas las calles, back lanes, plazas y avenidas de Nueva York Manhattan, seguramente un domingo bien de mañana, cuando la ciudad es aún sólo la desnuda trama de sus calles.
Nada de esos contrapicados boquiabiertos con que algún europeo, naturalizado de urgencia -Schlesinger, por ejemplo- abona nuestroasombro o esa masa humana de cualquier avenida en plena rush hour, donde el ingenuo salvaje-«Cocodrilo Dundee», sin ir más lejos- reencuentra la jungla en el asfalto. La horizontalidadmás pura preside la visión de esta Chantal Akerman aún furiosamente hiper, cuya única concesión al mito es un largo y lento zoom desde lapopa del barco que se aleja: casi veinte minutosde lánguida y estática despedida del tópico sky/ine, en el que aún no destacan las cimbreantestorres del World Trade Center. Tal vez un homenaje formal a Warhol.
El film de la Akerman termina por donde las visiones europeas comienzan. Es una visión de dentro afuera, por más que extrañada y nostálgica, una mirada de despedida, un tanto cómplice, cuando lo que suele subrayar la mirada europea es el asombro de la visión primera, frente a esa mole grandiosa y espantable del perfil de Nueva York surgiendo a lo lejos «como cosas de encantamiento que cuentan el libro de Amadís» (2). Y ello no sólo a los ojos del pobre inmigrante centroeuropeo sometido a cuarentena en Ellis lsland (3), sino también para los bien entrenados ojos del intelectual viajero.
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Manhattan surgiendo de entre la niebla, tal como Paul Morand lo recuerda de su primera llegada en 1925 ( 4), parece erigirse en la imagen canónica de esa «visión primera» de Nueva York, que encuentra su más hiperbólica plasmación en Voyage au bout de la nuit, en boca de ese «Candide» moderno que pretende ser Céline: «Y sorpresa fue aquélla. A través de la bruma, tan asombroso era lo que se descubría de repente, que nos negamos en principio a creerlo ... fi-
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guraos que la ciudad estaba toda en pie, derecha absolutamente. Nueva York es una ciudad puesta en pie. Cierto que habíamos visto ya muchas ciudades, y muy bellas, y también puertos no menos famosos. Pero en nuestra tierra, no es cierto, las ciudades están tumbadas ... mientras ésta, la americana, no se doblegaba lo más mínimo, se tenía en pie, tensa, ni lo más mínimo humillada, tensa y recta hasta dar miedo» (5).
Este Brigadoon al revés (recuérdese que es en
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un bar aéreo de Manhattan, tal vez el famoso 666, donde Gene Kelly, harto de la ciudad de los rascacielos decide volver a la brumosa Escocia), una vez roto el velo de la niebla, asombra al viajero europeo de los años 20 y 30, no sólo por su abrumadora magnitud y su verticalidad desafiante, sino por su velocidad y su trepidancia. Julio Camba, nuestro más viajado escritor de aquellos años, lo describe así: «Llevo 48 horas en Nueva York, como pudiera llevarlas en un
----ª1�----torbellino. ¿No ha visitado nunca el lector esos palacios encantados o esas casas diabólicas de los parques de recreo? Desde la entrada, uno pierde el dominio de sí mismo. Fuerzas invisibles se apoderan de uno, llevándolo y trayéndolo a su antojo» (6).
La imagen del parque de atracciones, concretamente Caney Island, infinitamente más rutilante que sus equivalentes europeos, el Luna Park de Copenhague, o el Prater Vienés, aparece también empleado por Murnau, como sinécdoque y cifra de la gran ciudad americana, en su primera película americana, Amanecer. Y esta elección no deja de ser significativa en quien en Der letzte Mann había pretendido pintar la envolvencia, el estrépito y la alienación de la gran urbe universal, empleando para ello incluso anuncios. de neón en esperanto.
Tal vez este asombro de los urbanitas europeos, procedentes de ciudades babélicas como Berlín o París, ante Nueva York, deba explicarse por las peculiares características -digamos que ya «anticuadas» en su propia época- del cosmopolitismo europeo. El Berlín de Weimar, calificado por Zweig de «la Babel del Mundo» (7), inspiró ese ejemplar preludio de la moderna sociología urbana que es «Las grandes urbes y la vida del Espíritu», de Simmel, y alimentó las imágenes del cine urbanícola de la Kammerspiel, desde la experimental Berlín, Symphonie einer Grosstadt, de Ruttmann, hasta la combativa Kühle Wampe, de Dudow Brecht, pero su concepción de la vida urbana vivía aún del mito decimonónico de la subciudad, que Los misterios de París, de Sue, o la Histoire des treize, de Balzac, habían exitosamente propalado desde París (8), como se demuestra tanto en el Mabuse, como en M. el vampiro de Düsseldo,f, de Lang.
Con todo su inmenso crecimiento maquinístico y suburbial, a lo largo del s. XIX, que había dado lugar al «acrecentamiento de la vida nerviosa, originado en el rápido e ininterrumpido intercambio de impresiones internas y externas», con que Simmel definía la vida urbana moderna (9), las urbes europeas seguían siendo demasiado poco complejas en lo étnico, excesivamente estratificadas en lo social, y se hallaban todavía sometidas a un concepto clásico de la monumentalidad en su concepción urbanística, pese a las grandes avenidas de Haussmann, o las nuevas grandes vías berlinesas, como Kurfürstendamm, que no hacían más que prolongar las concepciones de la ciudad de las Luces, cuyo modelo, artificiosamente concebido desde el poder absoluto, seguía siendo S. Petersburgo.
De ahí que la concepción rigurosamente hipodámica y numérica de las calles de Nueva York asombre tanto al viajero visitante europeo de las primeras décadas del siglo, hasta el punto de decir Camba que «Nueva York no es una ciudad. Es un sistema, una teoría» (10). De ahí esa instantaneidad de la vida neoyorquina, que hace proferir a los suprematistas, como Cendrars, in-
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terjectivas alabanzas del maquinismo y el principio de utilidad (11), y que en cambio lleva a expresar a Martí con pesimismo agorero aquel «todo lo olvida Nueva York en un instante», de uno de sus más bellos artículos estadounidenses (12).
Sólo la visión ácida de los hispanoamericanos, europeos a medias, pero vecinos próximos y pobres del gran coloso americano, llega a diluir el entusiasmo europeo en una interpretación crítica y revulsiva del esplendor neoyorquino, siguiendo en esto una tradición que remonta a Sarmiento (12 bis) y que encuentra su mejor expresión en el Martí que habla desde «el vientre de la bestia». Ahí están los versos de Daría a «La gran cosmópolis», con ese estribillo dolorido que hace de contrapunto a los logros deslumbrantes: «Casas de cincuenta pisos, / servidumbre de color, / millones de circuncisos, / máquinas, diarios, avisos, / iy dolor, dolor, dolor!/ ... Y tras la Quinta A venida / la miseria está vestida / con dolor, dolor, dolor. .. !» (13).
Los versos de «Nueva York. Poema y denuncia», de García Larca, incluidos en Poeta en Nueva York, continúan sin lugar a dudas este mismo estilo de poema-denuncia inaugurado por Daría, y continuado luego en tono panfletario por Neruda (14).
Sólo a finales de los 30, cuando tras el hundimiento de la República de Weimar y con la amenazadora sombra del Nazismo cerniéndose sobre Europa, los intelectuales más críticos europeos empiezan a mudarse a Nueva York, una imagen menos asombrada, pero igualmente admirativa, por parte del visitante europeo empieza a cobrar forma. Y ello sin duda porque el europeo que en esta época visita la gran ciudad americana no lo hace ya como ave de paso, sino buscando refugio e instalando sus reales en ella. Es así como, precedidos por la Escuela de Frankfurt en pleno ( con la excepción de Benjamín, que se ha trasladado a París, y es sin embargo, de ellos, quien más admirativamente habla del sistema americano (15), y Malinowski, que son los primeros europeos de renombre que llegan a afincarse allí en el 38, toda una pléyade de intelectuales franceses, alemanes y centroeuropeos hallan acogida en una ciudad que es ya un mosaico de razas, costumbres y modos.
La visión que ante ellos se abre de Nueva York ha sido recientemente expresada por LéviStrauss con la precisión sintética que da el paso del tiempo, y la desencantada agudeza de un etnólogo archivista: «Decididamente, Nueva York no era la metrópoli ultramoderna que yo esperaba, sino un inmenso desorden horizontal y vertical, atribuible a un levantamiento espontáneo de la corteza urbana, más que a los proyectos reflexivos de los constructores; donde estos minerales, antiguos o recientes, permanecían intactos en ciertos lugares, mientras que en otros determinadas cúspides asomaban de entre el magma en torno, como testigos de otras eras» (16).
Esta visión geologista del espacio urbano, tan
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---��,�----en la línea de lo atribuido a la mirada etnológica en el cap. 6 de Tristes trópicos (17) se completa con una ejemplar percepción de lo heterogéneo sincrónico propio de la cultura urbana, que no deja de exhalar un leve aroma narcisista, bien legítimo por otro lado. «Hace dos o tres años, me enteré de que Claude Shannon vivía también allí, pero sobre el lado de la calle y un piso más arriba. A pocos metros uno de otro, él creaba la cibernética y yo escribía Las estructuras elementales del parentesco» (18).
Este Nueva York de los años cuarenta, vivido desde dentro, asombra no ya tanto por su imponente extrañeza, cuanto por su carácter de inesperada frontera multicultural, de lugar cuasi-mágico por donde se accede simultáneamente a otros mundos, tanto del pasado como del previsible futuro: «Nueva York ofrecía simultáneamente la imagen de un mundo ya trastornado en Europa y la de otro mundo que aún entonces no podíamos imaginar cuán próximo estaba a invadirnos» (19).
Mundos que cohabitan en el mismo lugar, el Big Apple y sus aledaños, sin que hasta entonces nadie pusiera interés en conectarlos, pudiendo cada visitante vivir aislado en uno solo de ellos, como al parecer le pasara a Trotsky en su estancia de meses poco antes de la revolución de abril (20), o dejarse cegar por la gran fachada del conjunto. La nueva inmigración que huía de la Europa fascista, en cambio, parecía disponer de un avezado instinto para captar lo extraño en lo cotidiano, lo diferente en el seno de lo homogéneo. No en vano la New School for Social Research, el Círculo lingüístico de Nueva York, la Columbia y el Princenton Radio Research Proyect reunían a algunas de las mejores cabezas pensantes de la vieja europa, y el Village y el cuadrado comprendido entre la calle ocho y la 4. ª y 6. ª A venidas -centro de la pintura neoyorquina a finales de los 30, según Greenberg (21)empezaba a llenarse de artistas europeos, quehacían posible en aquel nuevo territorio lo queen Europa había quedado en nuevo estado depromesa (22).
Esta síntesis, y el renacimiento intelectual americano de los años 50 a que dio lugar, junto con la vuelta por aquellos mismos años de los intelectuales refugiados, no parecen haber servido para privar de esa su fascinación mítica primigenia a Nueva York.
A pesar de los cada vez mayores contactos que los nuevos medios de trasporte y de comunicación vienen propiciando desde entonces entre la vieja Europa y la metamórfica ciudad del Hudson, ésta no ha hecho más que incrementar su prestigio, no ya como lugar de creación de nuevos modos, usos y objetos culturales, sino como lugar de encuentro mágico, fuente de inspiración, y venero de descubrimientos, cuyas virtudes casi se plasman en el aire y en la geografía que envuelve a la ciudad.
Es como si la Europa intelectual, contemplán-
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dose a sí misma, se viera tan vieja e impotente como en los años que preludiaron el auge del fascismo, y ante la ciudad que ha sabido recoger su mejor herencia para relanzarla con medios ilimitados, no pudieran adoptar sino una actitud de veneración, que se plasma en la mitificación de sus hitos y monumentos, convertidos en lugar de peregrinación y sacra cargados de poder epifánico.
Ahí están las mismas imágenes de Bourget, Morand o Camba, dichas casi con sus mismas palabras por uno de los intelectuales más críticos de los setenta, neoconverso del mito de la gran urbe trasatlántica, después de varios viajes devotos: «La noche de Nueva York, vertical, apilada, pos gótica, incisiva, cúbica... El World Trade Center como una computadora luminosa, con sus dos torres, que son como largos micrófonos visuales ... » (23). Las metáforas, con no ser nuevas y bordear sin rebozo la horterez, resultan totalmente reveladoras de una capacidad mitificadora que no parecía posible, en otro tiempo, sino como fruto de la más crasa ignorancia.
Aún va más lejos un aprovechado discípulo del antedicho, joven valor no tan exitoso como los Levy y los Finkielraut, que dirigió en su tiempo una aplicada revista filomaoísta, subsidiaria de Te/-Quel, e irónicamente titulada Promesse. Guy Scarpetta, que es como se llama este animoso diácono del culto neoyorquino, no tiene ningún inconveniente en avalarse con opiniones de grandes pintores (diligentemente glosados por él en múltiples artículos de la muy afanosamente cosmopolita Art-Press): «Nunca he dejado de llegar a Nueva York sin sentir de inmediato, y como 'intuitivamente' una intensa sensación de embriaguez ... La luz cegadora de Nueva York (de la que Matisse se maravillara de que fuera tan 'mediterránea'). La trasferencia inmediata a otra temporalidad: rápida, rítmica, múltiple, nocturna en vigilia (nunca he logrado dormir en Nueva York más de cuatro o cinco horas) ... » (24).
La reiteración de los tópicos sobre la rapidez, la instanteidad, la desrealización, la vorágine de Nueva York, es tan asombrosa que hay que pensar que muy poco deben haber cambiado las cosas en Europa en las últimas décadas, para que las características más obvias del centro de Manhattan, aquellas que los viajeros de una Europa recién nacida al tráfago de la cosmópolis trasmitían a sus asombrados conciudadanos sigan siendo las que causan maravilla a los nuevos intelectuales nómadas, acostumbrados a hablar con un pie puesto en el estribo del avión y con un desparpajo cosmopolita no visto en Europa desde los cínicos antiguos a esta parte.
Expertos en comunicación de prestigio mundial, que deberían mirar al mundo desde el escepticismo de la institución cosmopolita que dirigen, como es el caso de Baudrillard, van a pasar su iniciación cosmopolita, a una edad ya no tan tierna, el Eleusis vertiginoso de Nueva York,
----�,�----y nos relatan, entre el pasmo y la ingenuidad maravillada, lo que es la fauna humana de Downtown Manhattan, o el multitudinario maratón de Nueva York, o lo que es el rap y el Break-dance, como si el cine y la televisión no existieran. Y repiten con mística convicción la revelación de la vida nueva surgida en el seno de una urbe maravillosa, situada al parecer siempre Más Allá: «En Nueva York, el torbellino de la ciudad es tan grande, y tanta la fuerza centrífuga, que resulta sobrehumano pensar en vivir en pareja, compartir la vida de alguien» (25).
Una vez más parece que las constricciones del espíritu humano superan a las posibilidades abiertas por la técnica, porque el mito Nueva York como ciudad lejana donde todo es posible y todo se revela tiene las mismas características que el mito de Constantinopla, Cesarópolis para los eslavos, cuando aún era cristiana, o lstambul, para los musulmanes sometidos a la Sublime Puerta (26), en una época en que las noticias se distorsionaban por el rumor en función de la distancia, y el mito, según la famosa hipótesis de Lévi-Strauss, llegaba a invertir las cuali- edades del lugar maravilloso cuando la distancia era máxima (27).
NOTAS
(1) El film es de 1976, y pueden encontrarse sus diálogos en el dossier publicado por Filmoteca Nacional de Barcelona en 1978, aunque lo fundamental son las imágenes.
(2) Berna! Díaz del Castillo, Verdadera historia de laconquista de la Nueva España, cap. LXXXVI. La ciudad admirada en este caso es la lacustre y deslumbrante Tenochtitlán.
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(3) El final de América, América, de Kazan es sin dudael conjunto de imágenes más reveladoras de esta masiva arribada de inmigrantes.
(4) Nueva York, Bs. As., Austral, 1937, p. 22.(5) Gallimard, Poche, 1952, p. 187.(6) Un año en otro mundo, Bs. As., 1947, p. 16.(7) El mundo de ayer, Barcelona, Hispanoamericana de
Ediciones, 1947, p. 289. (8) Este mito aparece claramente trasferido a Londres
casi sin variación en el Teleny de Wilde. y, lo que es más curioso, se conserva en la iconología del propio París en fecha tan tardía como hasta películas como París nous appartient (1957) y Out 1: Spectre (1974), ambas de Rivette, y aún en La Diva, reciente película «de culto» que debe no poco a Rivette, aunque no se haya dicho.
(9) «Las grandes urbes y la vida del espíritu», en El individuo y la libertad, Barcelona, Península, 1986, p. 247.
(10) Camba, op. cit., p. 21.(11) Moravagine, París, Gallimard-Poche, 1956, pp. 130
y SS.
(12) «Cómo se crea un pueblo nuevo en los EE. UU.»,en En los EE. UU., Madrid, Alianza, 1968, p. 75.
(13) Rubén Darío, Poesía, Barcelona, Planeta, 1987, p.340.
(14) Paul Binding, en su recién traducido García Lorca,o la imaginación gay, en su afán por buscar las conexionesde Lorca con Whitman, ha olvidado señalar esta clarísimainfluencia Rubendariana de Poeta en N. Y.
(15) La correspo'ndencia cruzada en torno a la obra dearte en la época de su reproductivilidad técnica, ha sido publicada por New Left Review, n.0 81, sept.-oct. 73. Las diferencias quedan resumidas por Adorno de la siguiente manera, en un artículo que trata de sus primeras investigaciones sociológicas con Lazarsfeld en los USA: «Yo subrayaba la problemática de la industria de la cultura y las actitudes correspondientes, mientras que Benjamín a mi juicio trata de 'salvar' con demasiada insistencia tan problemática esfera», Consignas, Bs. As., Amorrortu, 1973, p. 111.
(16) «New York post-et préfiguratif», en Le régard éloig-né, París, Pion, 1983, p. 345.
(17) Tristos Trópics, Barcelona, Anagrama, 1969, p. 53.(18) Le régard ... , cit., p. 347.(19) /bid., p. 349.(20) Irotsky, al parecer no salió en todos esos meses del
círculo de emigrados rusos de izquierdas, que vivían a su vez en el seno de la comunidad étnica rusa de Nueva York, de modo que la huella de la ciudad en sus escritos de esta época es apenas perceptible. Cfr. I. Deutscher, Trotsky, el profeta armat, Barcelona, Ed. de Materials, 1968, pp. 271 y SS.
(21) «The late thirties in New York», en Art and Culture,Boston, Beacon Press, 1965, p. 230.
(22) Greenberg, ibid., pp. 233-34.(23) Ph. Sollers, Mujeres, Barcelona, Lumen, 1985, p.
138. (24) Eloge du cosmopolitisme, París, Grasset, 247.(25) América, Barcelona, Anagrama, 1987, p. 32.(26) Sobre Constantinopla como ciudad de peregrina
ción a mitad de camino de Jerusalém, para los eslavos, véase A. Nikitin, Más Viaje más allá de los tres mares, Barcelona, 1984, Laertes. Sobre el prestigio de Constantinopla como ciudad iniciática para los jóvenes árabes, cfr. R. Burton, Mi peregrinación a Medina y la Meca, l. Egipto, Barcelona, Laertes, 1982. la etimología de Istambul revela, por otro lado, el carácter de ciudad mítica que tenía para los turcos que aún no la habían conquistado, ya que el nombre parece proceder de la corrupción de eis ten polin («hacia la ciudad»), lo que claramente designaba a Constantinopla como la Ciudad-meta por antonomasia.
(27) L.-S. «La gesta de Asdiwal», en Estructualismo, mito y totemismo, Bs. As., Nueva Visión, 1970, pp. 74-75.
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