¿nueva desamortización?
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Análisis histórico de las diferentes desamortizaciones, con sorprea finalTRANSCRIPT
¿NUEVA DESAMORTIZACIÓN?
Jose Antonio Caride de Liñán
Durante decenas de siglos, ejerciendo el derecho que les asistía,
miles de personas han legado bienes a la Iglesia. Eran dinero, joyas, fincas
urbanas o rústicas, obras de arte o cualquier bien que al cedente le apetecía
poner en manos sagradas. Por otra parte, la Iglesia, también, con todo el
derecho del mundo, aceptaba la dación sujeta a ciertas condiciones que
siempre tenían un denominador común: no podían ser vendidas ni cedidas
para otros fines a los que convenidos. Por ello, por la rigidez de las
condiciones de su posesión, se decía que estaban en “manos muertas”.
Esta situación legal hacía que, con el transcurso de los siglos, una
cada vez mayor parte del patrimonio nacional salía del natural flujo del
comercio, incrementando en un pozo sin fondo, el patrimonio eclesial. Esto
llevaba a la disminución del potencial de creación de riqueza y,
consecuentemente, al empobrecimiento del país. En realidad al iniciarse el
s. XIX, nada menos que el 80% de la riqueza nacional estaba en manos de
realengos (incluida la Corona), Señoríos de la Nobleza, o bienes de la
Iglesia.
Esta situación no pasaba desapercibida para los gobernantes, hasta el
punto de que, por primera vez, los Reyes Católicos intentaron legislar en el
sentido de limitar la sangría patrimonial de la Corona.
Carlos III, con la expulsión de los jesuitas tuvo una ocasión
pintiparada, pero fue su sucesor Carlos IV el que llegó a un acuerdo con la
Santa Sede para expropiar los bienes (nada desdeñables) de la Compañía de
Jesús.
No hicieron una confiscación de bienes totales de la Iglesia y hay
que esperar hasta Godoy para que iniciase tímidas desamortizaciones que
ayudaran a la arruinada hacienda España a salir de su angustiosa situación.
La caída en desgracia del valido aplazó las medidas que se reanudaron con
cierto brío en tiempos de José I, que de no ser por su breve y accidentado
reinado hubiese logrado mejores cifras.
Hay pues que esperar a Isabel II, la reina de la mala fama, pero en
cuyo reinado se intentaron tantas cosas novedosas y en el que puede decirse
que se inició la democracia en España, para que se programen y efectúen
en gran parte las desamortizaciones de los bienes de la Iglesia. Mendizábal
(en realidad se llamaba Juan Álvarez Méndez, que de antiguo ha parecido
conveniente disimular apellidos excesivamente extendidos: Rodríguez,
Pérez, Álvarez…) no encontró otra manera de salvar el erario público que
quedarse con los bienes de la Iglesia que poco los aprovechaba, no pagaban
impuestos y en manos del Estado podían ser un emporio de riqueza y el
germen de la transformación social, económica y política de España.
La verdad es que eran unos bienes inmensos. Sólo en Madrid había
más de 150 edificios (conventos, iglesias, parroquias, ermitas, colegios…
que dependían de la Iglesia) en una ciudad de poco más de 200.000
habitantes. Claro que en 1800 había en España ese mismo número de
frailes, monjas y clero seglar, para los diez millones de españoles
(incluidos esos 200.000 religiosos) Esto es uno para cada 50 habitantes.
Los fines que pretendía la desamortización eran varios. Por un lado,
poner en valor un buen número de solares en los que estaban ubicadas las
iglesias1 y de los que surgieron nuevas calles y plazas, edificios oficiales
que hoy podemos contemplar como las Cortes, el Senado, la vieja
Universidad de la calle San Bernardo o palacios de particulares, como el
del marqués de Casa Riera o el casino de la calle Alcalá.
Las fincas rústicas, la mayor parte de ellas de gran tamaño, estaban
dedicadas a bosque o pastoreo en monte, se dividieron en otras de menos
cabida para dar acceso a su adquisición en las subastas a gentes de menos
poder adquisitivo. En realidad el resultado fue muy distinto: Las fincas
volvieron a concentrarse en las escasas manos que disponían de dinero, se
expulsaron a los medieros y jornaleros poco rentables, se talaron los
montes para rotular los campos.
Por otra parte de las Comisiones Municipales que se constituyeron
en los Ayuntamientos en los que radicaban los bienes y en los que se
celebraban las subastas, se hicieron todo tipo de tropelías impidiendo el
acceso a los mismos de la clase media (tan escasa) y pequeños labradores.
Los beneficios inmediatos fueron escasos pero las necesidades eran
tan acuciantes que Pascual Madoz Ibáñez, siendo Ministro de Hacienda
tras la “Vicalvarada”, presentó una nueva propuesta de desamortización,
mucho más estudiada y extensa pues no sólo comprendía los bienes de la
Iglesia sino propiedades del Estado y los Ayuntamientos, de las Órdenes
Militares, Santuarios, Obras Pías, Cofradías…En total se expropiaron
198.523 fincas rústicas y 27.442 urbanas, además de infinidad de obras de
arte2. Supuso un ingreso de 7.856.000.000 reales de vellón, que de no
haber caído en unos administradores cuya incompetencia ha habido que
esperar siglos para poder superar, hubiesen resuelto todos los problemas.
1 Cómo es natural con laconsiguiente desaparición de los edificios, algunos de
indudable valor por su arquitectura, su antigüedad o su historia. Así se perdieron Santa
María, la iglesia más antigua de Madrid, el Hospital de La Latina que fundara Beatriz
Galindo, las iglesias que se hicieron en tiempos de Felipe II (San Felipe el Real, de la
Santísima Trinidad, de Santo Tomás) la de San Martín, Santo Domingo Real… hasta
cientos de ellos. 2 La inmensa mayoría de las esculturas y pinturas pasaron al extranjero.
El propósito era muy correcto, y hasta justo, ya que al expropiado se
le proveía de un pagaré por un porcentaje del importe de la cantidad
obtenida en la subasta de su finca. Cantidad, la mayoría de las veces
superior a lo que la fina re rentaba en sus manos. Parecía que todos
contentos porque además la Iglesia recibió la promesa de que el Estado se
comprometía a sufragar los gastos del mantenimiento del clero. Pero el
dinero se acabó, los pagarés quedaron anulados y la ayuda a la Iglesia
(prometida para siempre) las veces que se ha cumplido, lo ha sido a
regañadientes y con carácter de magnanimidad gubernamental.
Teniendo en cuenta que la clase media no creció, que no se obtuvo ni
el 40% del verdadero valor lo expropiado, que los muchos que vivían de
los bienes comunales perdieron su medio de vida, que se arrasaron los
bosques, que se perdió gran parte de la ganadería, que las promesas a los
desamortizados no se cumplieron, que se perdieron edificios de un
indudable valor y hasta los cadáveres de hombres ilustres como Velázquez,
que supuso la enemistad de la Iglesia y el Estado, podría parecer que fue un
desastre. Y lo fue desde luego a corto plazo y que hubo que esperar un
buen tiempo hasta que se advirtiera la reestructuración social lograda y
comenzaran a aflorar los nuevos cultivos, como el olivo en Andalucía y la
vid en diversas zonas de España.
Ha pasado mucho tiempo y de nuevo nuestra patria se encuentra en
condiciones parejas (si no peores) a las que tenía cuando, tras la guerra de
la Independencia y demasiados años de mal gobierno, España, perdidas las
colonias (menos Cuba y Filipinas) se encontraba metida de la guerra
Carlista.
Por eso, tras este somero repaso a la historia de nuestras
desamortizaciones, que a trancas y barrancas, algo solucionaron, veo que
tiene razón D. Alfredo Pérez cuando defiende una nueva desamortización.
Desamortización que presenta con una muy ingeniosa variable, pues se
salta el engorroso paso de las subastas para la consecución de capital. ¿Para
qué perderse en ese berenjenal? Váyase directamente por el dinero, que
cómo todo el mundo sabe está en los Bancos y las empresas. ¿Para qué
permitir que cientos de miles de accionistas se queden con los beneficios y
los inviertan en bagatelas? Lo mejor es que el Estado, que es el que sabe, lo
administre. Todos los teorizantes o ejecutores de las anteriores
desamortizaciones (Jovellanos, Miguel Cayetano Soler, Álvarez de
Mendízabal o Pascual Madoz) morirán de nuevo en sus tumbas,
carcomidos por la envidia, al ver la nueva lumbrera de la economía, que
eclipsa todas las teorías. Desde el clásico Adam Smith al actual Abraham
Maslow pasando por el mítico John F. Nash, todos los más importantes
economistas conocidos se rinden, desde su memoria, a la sabiduría y la
imaginación del que quiere ser nuestro Presidente del Gobierno.