notas sobre eric rohmer...rossellini, hitchcock y howard hawks son para fernando méndez-leite...

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Los Cuadernos de Cine Eric Rohmer NOTAS SOBRE ERIC ROER Manuel González Cuervo L o único que pa Eric Rohmer ha perma- necido de la nouvelle vague es la iden- tidad de rerencias literarias y ci- nematogricas, cuestión que al autor de La mujer del aviador le parece confusa y se- creta, perteneciente sentido del olfato, muy dcil de definir. Rerencias inconscientes a la hora de escribir el guión, rodlo y montarlo, que hacen absurda, según Rohmer, la tea de juzgar la obra de un autor en virtud de la cha en que ha sido escrita, rodada y montada. Cuando en el último stiv de San Sebastián se le pidió a Truffaut su opinión sobre el actual cine ancés respondió que, aunque no había visto sufi- cientes películas de reciente producción, seguía prefiriendo a cineastas de su generación como Resnais o Rohmer. eguntado también por las posibles rerencias de La femme d' a coté a re- cientes películas ancesas, no comprendió la cuestión: «Yo cuento una historia -contestó- y no 40 me ocupo de ninguna referencia: No son cosas que merezc comentio». Rohmer, por su parte, ꜷnque confiesa que nunca ha estado a gusto con los integrantes de su generación y que hace ya tiempo que dó de ver películas incluso por la televisión (un p de Scola que no er mas, pero tampoco imprescindibles), asegura que el cine ancés es el mejor del mundo y que sigue amenazado por el virus de la calidad. Así todo, el asunto de la identidad de referencias cinematográ- ficas sigue implicando a un enemigo del antiguo grupo, nuevo esta vez: Lo que ayer e aquel cine actonado de Cné, Clair o Duvivier hoy lo es el actu cine americano, adversario que comparten incluso con Bertolucci. Con una diferencia para Rohmer: que antes se trataba de una cuestión de supervivencia, de elegir entre seguir siendo jóe- nes críticos borde de la miseria o acabar con aquellos viejos farsantes que les impedían rod su primer lgometraje y que ahora no era esa la cuestión. Es imposible no pensar en na, reza el subtítulo de La mer del aviador, que es además lo que dice hacer Rohmer con el confuso tema de las influencias a la hora de rod: No pensar en nada, no tener ninguna otra imagen en la cabeza. Tras el éxito de Ma nuit chez Maud (1969), se le reprochaba a Rohmer desde Cahiers du Cinéma que no definiera su distancia en relación con los personajes de sus Cuentos Morales. Por aquel en- tonces, la postura de Rohmer respecto al especta- dor era muy próxima a la de Bergman en los años siguientes a El silencio (1963): El único camino de acercamiento al espectador, a través del cual sus películas podían tocarlo hasta sicamente, como pretendía Bergman, ·era el de la reflexión. Era preciso borr cualquier distinción entre un arte pa la reflexión y otro para el entretenimiento. Los críticos de Cahiers casi echaban chispas por- que en una conversación de diez apretadas pági- nas no conseguían sacar de Rohmer ni una palabra que no remitiese a André Bazin, cuando los res- tantes tículos de aquel número (219, abril 1970) eran recios tratados sobre Eisenstein, Mikhail Romm y Miklos Jcso: Que él mismo opinase sobre qué personaje de Ma nuit chez Maud tiene razón o quién no la tiene, sobre si se trata de una historia alegre o triste, le parecía a Rohmer muy poco pertinente. Bazin era el único que había su- brayado la específica objetividad de una cámara de cine: Para Rohmer el objeto de su trabajo era la reidad que trataba de aproximar al espectador y pa los entrevistadores tenía que ser la película considerada no como reflejo o ventana abierta a la realidad sino como interpretación de esa realidad tan nombrada. Si pa Bazin el cine era de entre todas las artes aquella en la que la realidad del modelo cobra más importancia, en la que la inter- pretación del artista puede desaparecer comple- tamente; para los entrevistadores, las apariencias mostradas en las películas de Rohmer eran sólo la manifestación visible de lo que sólo existía en la cabeza del autor. Y precisamente, la admiración

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  • Los Cuadernos de Cine

    Eric Rohmer

    NOTAS SOBRE ERIC

    ROHMER

    Manuel González Cuervo

    Lo único que para Eric Rohmer ha permanecido de la nouvelle vague es la identidad de referencias literarias y cinematográficas, cuestión que al autor

    de La mujer del aviador le parece confusa y secreta, perteneciente al sentido del olfato, muy difícil de definir. Referencias inconscientes a la hora de escribir el guión, rodarlo y montarlo, que hacen absurda, según Rohmer, la tarea de juzgar la obra de un autor en virtud de la fecha en que ha sido escrita, rodada y montada.

    Cuando en el último festival de San Sebastián se le pidió a Truffaut su opinión sobre el actual cine francés respondió que, aunque no había visto suficientes películas de reciente producción, seguía prefiriendo a cineastas de su generación como Resnais o Rohmer. Preguntado también por las posibles referencias de La femme d' a coté a recientes películas francesas, no comprendió la cuestión: «Yo cuento una historia -contestó- y no

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    me ocupo de ninguna referencia: No son cosas que merezcan comentario». Rohmer, por su parte, aunque confiesa que nunca ha estado a gusto con los integrantes de su generación y que hace ya tiempo que dejó de ver películas incluso por la televisión (un par de Scola que no eran malas, pero tampoco imprescindibles), asegura que el cine francés es el mejor del mundo y que sigue amenazado por el virus de la calidad. Así todo, el asunto de la identidad de referencias cinematográficas sigue implicando a un enemigo del antiguo grupo, nuevo esta vez: Lo que ayer fue aquel cine acartonado de Carné, Clair o Duvivier hoy lo es el actual cine americano, adversario que comparten incluso con Bertolucci. Con una diferencia para Rohmer: que antes se trataba de una cuestión de supervivencia, de elegir entre seguir siendo jó\-'enes críticos al borde de la miseria o acabar con aquellos viejos farsantes que les impedían rodar su primer largometraje y que ahora no era esa la cuestión. Es imposible no pensar en nada, reza el subtítulo de La mujer del aviador, que es además lo que dice hacer Rohmer con el confuso tema de las influencias a la hora de rodar: No pensar en nada, no tener ninguna otra imagen en la cabeza.

    Tras el éxito de Ma nuit chez Maud ( 1969), se le reprochaba a Rohmer desde Cahiers du Cinéma que no definiera su distancia en relación con los personajes de sus Cuentos Morales. Por aquel entonces, la postura de Rohmer respecto al espectador era muy próxima a la de Bergman en los años siguientes a El silencio (1963): El único camino de acercamiento al espectador, a través del cual sus películas podían tocarlo hasta físicamente, como pretendía Bergman, ·era el de la reflexión. Era preciso borrar cualquier distinción entre un arte para la reflexión y otro para el entretenimiento. Los críticos de Cahiers casi echaban chispas porque en una conversación de diez apretadas páginas no conseguían sacar de Rohmer ni una palabra que no remitiese a André Bazin, cuando los restantes artículos de aquel número (219, abril 1970) eran recios tratados sobre Eisenstein, Mikhail Romm y Miklos Jancso: Que él mismo opinase sobre qué personaje de Ma nuit chez Maud tiene razón o quién no la tiene, sobre si se trata de una historia alegre o triste, le parecía a Rohmer muy poco pertinente. Bazin era el único que había subrayado la específica objetividad de una cámara de cine: Para Rohmer el objeto de su trabajo era la realidad que trataba de aproximar al espectador y para los entrevistadores tenía que ser la película considerada no como reflejo o ventana abierta a la realidad sino como interpretación de esa realidad tan nombrada. Si para Bazin el cine era de entre todas las artes aquella en la que la realidad del modelo cobra más importancia, en la que la interpretación del artista puede desaparecer completamente; para los entrevistadores, las apariencias mostradas en las películas de Rohmer eran sólo la manifestación visible de lo que sólo existía en la cabeza del autor. Y precisamente, la admiración

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    de la nouvelle vague por el cine clásico americano partía de su rechazo del estilo, del deseo consciente de los directores de borrar sus pistas, de su necesidad de mostrar sin interferencias personales, aún cuando esta férrea voluntad realista no les había cerrado el camino a la ficción. Directores tan poco aficionados a la realidad como Ophuls y Minnelli son citados ahora por Rohmer como ejemplos de lo que en un principio, por espíritu de generación, había declarado admirar cuando nada tenían que ver con sus particulares intereses.

    Rohmer reivindica para el cine francés la herencia de los clásicos y esos odios africanos, como el que recíprocamente se profesan Godard y Truffaut, no son más que problemas de herederos que se reparten el botín custodiado en la filmoteca de Langlois. El cine francés al que Rohmer considera el mejor del mundo parece un conjunto más restringido que el del cine que actualmente se produce en su país, considerando además las pocas películas que dice ver últimamente. Scorsese, Cimino, Coppola, Bogdanovich, David Lynch, Woody Allen, no digamos Spielberg o Lucas, están desde luego excluidos del testamento: no son franceses. Rohmer se refiere a la nouvelle vague, cuya modernidad procede en su opinión de la

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    constante referencia a los clásicos, mientras que la de los demás consiste en estar a la última moda y desconocer los fundamentales secretos que albergarán las tumbas de los directores que trabajaron' en el cine mudo. Y no a toda la nouvelle vague: De Wenders le disgusta la misma postura ante la cultura americana que Louis Malle, por ejemplo, adopta en Atlantic City. En un artículo sobre Fritz Lang fechado en 1958 Truffaut alegaría otra prueba de sus derechos sobre la fortuna americana: «Las mejores películas de Hollywood -escribe- están a veces firmadas por el inglés Alfred Hitchcock, el griego Kazan, el danés Sirk, el húngaro Benedek, el italiano Capra, el ruso Milestone y los vieneses Preminger, Ulmer, Zinnemann, Wilder, Sternberg y Fritz Lang».

    Rohmer está convencido de que el cine francés es el mejor del mundo porque únicamente Francia cuenta ahora mismo con un cine de autor y con un público para ese tipo de cine. Para añadir que el actual cine americano es un cine de guionistas, productores y directores, pero no de autores. Y el italiano, sólo de guionistas. Reconoce que sus opiniones pretenden hoy como ayer reaccionar contra el snobismo de la crítica y el público y centra el máximo interés de este cine de autor

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    francés en el hecho de que, siendo su nómina muy numerosa, cada cual tiene una personalidad diferente que se manifiesta, además de en la variedad de temas y tonos, en la diversa y profunda originalidad de cada una de las etapas de creación. Dos ejemplos: la dirección de actores y los diferentes métodos de producción adoptados por un Truffaut, Godard, él mismo o Marguerite Duras. Como que uno de los dos puntos en los que aquel discordante entrevistador de 1970, Pascal Bonitzer, se basa en su crítica en Cahiers de La mujer del aviador para sostener que la película es una magistral lección de cine (N. 0 322, abril 1981) es el de su producción a partir de un presupuesto mínimo y recuerda al lector que la grandeza del cine francés descansa en el hecho de haber permitido películas de audiencia tal vez limitada, aunque pobres, importantes y revolucionarias. Si Rohmer defiende un cine de reducidos gastos de producción y lanzamiento, con destino a determinadas salas de público y programación definidos, Truffaut, en cambio, tras los Césares y los records de recaudaciones de El último Metro, opina que las quejas de sus compañeros con respecto a la industria que se interpone entre su obra y los espectadores tienden a silenciar la necesidad de toda película de ser atractiva para el consumidor. Truffaut recurre a Jean Renoir: «Para ciertos espíritus solamente lo marginal tiene interés. Yo, en cambio, sueño con éxitos normales, en escenarios normales, delante de un público normal».

    Rossellini, Hitchcock y Howard Hawks son para Fernando Méndez-Leite (Dirigido por. .. », N. 0 43) los tres clásicos más próximos a EricRohmer, volviendo al oloroso tema de las influencias. Hitchcock, porque importan las peripecias que conducen a un resultado conocido y Rossellini, porque sus películas son documentales de personajes. A propósito del sueño del protagonista de La mujer del aviador, Rohmer habla también de Buñuel y cita sólo a Howard Hawks como modelo secreto: su desprecio de los trucos, el dar siempre la impresión de anunciar lo que va a suceder, el suspenso de Hawks, le parece ahora a Rohmer preferible al suspense de Hitchcock o a la clásica y teatral dramaturgia de Ford.

    Para su director, la originalidad de La mujer del aviador estriba en haber convertido las calles de París, con todas sus contingencias, en el escenario de una comedia en el que la cámara se mueve con la misma libertad que proporciona un estudio. Los personajes de los Cuentos Morales contaban su historia al tiempo que la vivían, remitiendo así a la novela. Los de La mujer del aviador se identifican en cambio con caracteres de comedia, remiten al teatro, y sólo en el tema de la observación de los personajes entre sí cabría hablar de las novelas de Dashiell Hammett. En los Cuentos Morales Rohmer trataba de ir en contra de la literatura de moda de la época, replicando al nouveau roman con descripciones de sentimientos y vuelta a la narración clásica. Eran los años en que no tenía

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    en cuenta a un director como Marcef Pagnol, del que ahora admira esa especie de comicidad que supone la búsqueda obsesiva de la precisión y que Pagnol comparte con Kleist quien a su vez comparte con el cine clásico americano el haberse expresado siempre a través de una historia y de unos personajes, el no haber hablado jamás directamente de sí mismos.

    Ese aprovechamiento de las contingencias del rodaje del que habla Rohmer refiriéndose a La mujer del aviador es otro de los puntos comunes a lo que en su origen constituyó la nouvelle vague y que aún sigue importando en películas como Sauve qui peut (la vie) de Godard. Rohmer no olvida que la nouvelle vague nació también del deseo compartido por todos de mostrar París, de salir a la calle en unos años en los que el cine francés agonizaba entre los decorados del estudio. Rohmer defendía entonces la teoría de que la nieve que cercaba a los personajes de Ma nuit chez Maud era una circunstancia más universal, proporcionaba más fuerza a la historia que si ésta se desarrollase en un re�ugio durante la Ocupación, como sucedía en la primera versión escrita en 1945. Pero con el tiempo, los esquemas de la nouvelle vague sólo fueron asimilados por algunos telefilmes franceses, hace notar Rohmer, y lo que debería ser un movimiento dialéctico que tuviese en cuenta lo que la nouvelle vague ha supuesto para superarlo, no es más que un retroceso hacia aquella encorsetada calidad con la que el grupo de críticos pretendió terminar desde Cahiers.

    Las tres últimas películas de Rohmer superan anteriores planteamientos, pero más que de una colectiva nouvelle vague, de sus precedentes Cuentos Morales, a los que La mujer del aviador se opone en la ya aludida identificación de sus personajes con caracteres no de novela sino de comedia, en su referencia no a motivos morales sino a reglas prácticas y en la menor distancia de los personajes en relación a sí mismos y al espectador. Ya no se trata de personajes empeñados en fabricarse su propia historia y que juzgan su propia conducta, como Rohmer se encarga de aclarar. En La mujer del aviador, además, los actores no han colaborado en los diálogos como lo hacían en

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    los Cuentos Morales hasta llegar a una vers1on definitiva escrupulosamente respetada después en el rodaje.

    Perceval le gallois ( 1978) no llegó a estrenarse comercialmente en España aunque se proyectó en la XXI Semana de cine de Barcelona. Rohmer prescinde aquí de los recursos utilizados en sus Cuentos Morales al acercarse al texto clásico a partir de la estilización de las miniaturas de los Siglos XII y XIII, lo que supuso la alteración de la escala del decorado con respecto a los actores, nubes pintadas, castillo de cartón y purpurina, suelo pintado de verde como hierba, en un gran plató circular que Néstor Almendros tuvo que iluminar y fotografiar de acuerdo con la pintura de la época: únicamente colores y formas, evitando fondos difuminados y sombras a base de profundidad de campo y luz difusa. Puesto que Rohmer opina que los octosílabos originales son más comprensibles que cualquier adaptación, se tradujo el texto al francés actual con absoluta fidelidad. Tanto las escenas dialogadas como las narrativas y descriptivas del poema son recitadas por los mismos actores que las interpretan, prescindiendo de la voz en off de un narrador y sirviéndose en ocasiones de un coro. A pesar de las dos horas y media que dura la película, Rohmer tuvo que suprimir parte del poema centrándose en el comportamiento del caballero en su aventura iniciática y dejando a un lado los elementos mágicos de la historia.

    En La Marquesa de O ( 1976) también se pretende la fidelidad a las imágenes que de una época nos legaron sus pintores: David, Greuze, Boilly y Füssli. A Rohmer le maravilla la ambigüedad de tono, a caballo entre lo irónico y lo patético, de la novela de Kleist y más aún la perfección del relato del que no fue preciso alterar nada para filmarlo, casi como pretendía Truffaut en aquella adaptación ideal que consistiría en filmar las páginas de una novela, una detrás de otra. Lo que Rohmer trata de demostrar con esta película es que esa novela constituye un guión tan perfecto como el mejor de los escritos expresamente para el cine. No que su película sea literaria, sino la novela cinematográfica. La misma puntillosa precisión en el lenguaje que Rohmer admira en Kleist es la que persigue en la película con respecto al relato. prefiriendo incluso unos decorados menos recargados y opulentos que los descritos en la novela, más acordes con la austeridad y concisión del estilo narrativo de Kleist y recurriendo a intertítulos que reproducen fragmentos completos de la novela y que proporcionan una precisión temporal de la que carece el cine sonoro. Si Griffith, apunta Rohmer, consiguió alejarse de los esquemas teatrales fue gracias a la libertad que le permitieron los intertítulos: el cine no es solamente un dominio visual, también sonoro y textual. «Filmo a gente que cuenta historias -