nihil obstat (sema d'acosta)

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Santiago Ydáñez: Nihil Obstat 1 I Es curioso saber que entre los grandes pintores del barroco español, la mayoría andaluces, es poco común el ejercicio del autorretrato. Esta tradición tan extendida en los países flamencos (no hay más que recordar a Rembrandt) no tuvo calado entre los artistas de nuestro territorio, que se entregaban con pasión a las representaciones exegéticas de la Biblia y el santoral convencidos de que la dimensión de su trabajo era de suficiente altura como para testar sobre su inmortalidad. El único que dejó dos autorretratos excepcionales fue Murillo, uno de juventud, con apenas treinta años -obra que hoy se conserva en una colección privada americana- y otro muy conocido 2 , pintado hacia 1670 y que se encuentra en la National Gallery de Londres, realizado en plena madurez a petición de sus hijos. Son dos cuadros muy parecidos que condensan en el semblante del artista los visos de su temperamento: sereno, seguro y amable en el primero; grave y contenido en el segundo. Ambos lienzos recurren al trampantojo para crear un borde ovalado que encierra a la figura, haciendo creer al espectador que se trata de una pintura dentro de una pintura, ilusión que se hace patente al descubrir con sorpresa el observador la mano derecha del pintor apoyada con delicadeza sobre el marco. Si la expresión de Murillo al representarse a sí mismo es mesurada y apacible, las representaciones que hace Santiago 1

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Page 1: Nihil obstat (Sema D'Acosta)

Santiago Ydáñez: Nihil Obstat1

I

Es curioso saber que entre los grandes pintores del barroco español, la mayoría

andaluces, es poco común el ejercicio del autorretrato. Esta tradición tan extendida en

los países flamencos (no hay más que recordar a Rembrandt) no tuvo calado entre los

artistas de nuestro territorio, que se entregaban con pasión a las representaciones

exegéticas de la Biblia y el santoral convencidos de que la dimensión de su trabajo era

de suficiente altura como para testar sobre su inmortalidad. El único que dejó dos

autorretratos excepcionales fue Murillo, uno de juventud, con apenas treinta años -obra

que hoy se conserva en una colección privada americana- y otro muy conocido2, pintado

hacia 1670 y que se encuentra en la National Gallery de Londres, realizado en plena

madurez a petición de sus hijos. Son dos cuadros muy parecidos que condensan en el

semblante del artista los visos de su temperamento: sereno, seguro y amable en el

primero; grave y contenido en el segundo. Ambos lienzos recurren al trampantojo para

crear un borde ovalado que encierra a la figura, haciendo creer al espectador que se trata

de una pintura dentro de una pintura, ilusión que se hace patente al descubrir con

sorpresa el observador la mano derecha del pintor apoyada con delicadeza sobre el

marco.

Si la expresión de Murillo al representarse a sí mismo es mesurada y apacible, las

representaciones que hace Santiago Ydáñez (Puente de Génave, Jaén, 1969) de su

propia cara son contundentes y acaparadoras. Si el pintor sevillano es almibarado y

dulce en el desarrollo de la técnica, el artista jienense es violento y entregado. Murillo

se nos presenta exquisitamente desapasionado, indolente, distante. La factura de sus

pinceladas es maravillosa, impoluta, irreprochable. Ydáñez para dibujarse a sí mismo

recurre a la entrega, a la implicación, al desparpajo. No hay pinceladas, hay brochazos

hirientes, descompasados. Murillo es el menos barroco de los pintores españoles del

siglo XVII y quizás el más actual, en él no encontramos nada morboso, sus

representaciones de las gentes de la calle lo acercan exageradamente a los pintores de

hoy.

Ydáñez es de pensamiento, por su truculencia, un pintor del Siglo de Oro. Cuando viaja

no le interesan los entretenimientos de los centros de arte contemporáneo, prefiere los

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museos de Bellas Artes o los templos religiosos, lugares donde se detiene con especial

provecho en el estudio de la imaginería religiosa. Para muestra, tres ejemplos: la

Dormición de la Virgen de la Capilla del Tránsito en la granadina Iglesia de Santo

Domingo le embelesa, en sus paseos por el Realejo siempre que puede se acerca a verla.

Durante el tiempo que estuvo en Oporto trabajando para su última exposición con

Fernando Santos, descubrió un Cristo yacente con pelo natural en la Iglesia de San

Antonio que le conmovió profundamente. Y en su visita a Sevilla se emocionó más con

los pliegues de Zurbarán y con la Maternidad de Torrigiano que con cualquier otra obra

actual. Es más, prefirió ir a ver con calma y tranquilidad los Jeroglíficos de las

Postrimerías que pintara Valdés Leal en el Hospital de la Caridad, antes que acercarse

al Centro Andaluz de Arte Contemporáneo.

Los poderosos autorretratos de Santiago Ydáñez fueron lo primero que despertó la

atención de galeristas, críticos y público en general hace ya más de una década. Eran

cuadros de grandes dimensiones que encandilaban por su mímica, acrílicos inmensos

que apoyados en miradas perdidas cohibían por la indiferencia con la que trataban al

espectador. Obras intensas en blanco y negro que se derretían sobre el cuadro,

brochadas derramadas que potenciaban la expresividad del gesto -histriónico y

sobreactuado a partes iguales-, trazos violentos que no dejaban margen ni escapatoria.

Como remarca el crítico Bernardo Palomo en el prólogo de una de sus exposiciones “la

pintura de Santiago Ydáñez es distinta, extrema, apasionada y plantea escenografías de

una humanidad que expresa, de forma vehemente, sus infinitas desvirtuaciones. Sus

excesos representativos no son sino novedosos asuntos de una plástica que deja a un

lado sus posiciones menos atrevidas para desarrollar nuevas ofertas de absoluta

contundencia.3”

La plástica personal de este artista andaluz desborda los parámetros del expresionismo

para caminar por los senderos del ímpetu de ánimo. Ya no es simplemente la

representación de un rostro, es la exaltación de un ego henchido que necesita explorarse

-descubrirse y redescubrirse, plantearse y replantearse-, para en cada nuevo cuadro

abordarse él mismo de diferentes maneras. Esta intervención actoral por la que

representa su yo como si fuera el de otro, le ayuda a conocerse mejor como ayudaba a

los espectadores de las tragedias griegas la catarsis ante las representaciones teatrales,

público que entendía que esa liberación del espíritu les servía de purificación ante

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muchas emociones indescriptibles, especialmente si se trataba de compasiones, temores

u horrores. En el fondo el contenido del arte actual puede ser interpretado como una

dicotomía que oscila sin punto medio entre dos versiones irreconciliables. De un

extremo tendríamos estas obras expurgatorias al modo de las pinturas de Santiago

Ydáñez -auténticas, sólidas- y del otro lado las creaciones tautológicas -vacuas,

perecederas- que pervierten los significados hasta desvirtuarlos al no subyacer nada

interesante tras ellas, piezas sin fondo que viven del desbarajuste o la permisividad que

hemos alcanzado con la libertad absoluta de expresión. El gran inconveniente al que nos

enfrentamos en nuestro tiempo es que en el modo de presentación no somos capaces de

distinguir unas de otras, su esencia se desentiende de los formatos establecidos o de las

destrezas técnicas –anclajes férreos que otrora impedían zozobras y descarrilamientos-,

para centrarse ahora exclusivamente en el planteamiento o en la idea, etéreo

conceptualismo de imposible delimitación.

“Su técnica varía, pero también la materia prima de su iconografía, la sustancia de sus

sueños. En su exposición portuguesa de octubre de 2006, en la Galería Fernando Santos,

los rostros usuales compartían espacio con animales, santos, calaveras y bebés. El tema

que los englobaba era el Barroco, y esta denominación no es, en su caso, baladí. Ydáñez

está poseído por el Barroco, por sus santos y sus imágenes religiosas, por las vanitas y,

sobre todo, por su naturaleza teatral4” afirma Juan José Santos en un artículo publicado

en la revista Lápiz al referirse a los nuevos derroteros que está tomando su trabajo. Y es

cierto, está evolucionando de manera inmejorable, está expandiendo la viveza de su

expresión desde la auto-referencia, punto de salida necesariamente agotable, hasta las

infinitas posibilidades del mundo animal, incontenible universo de expresiones y gestos

parangonables con los del ser humano. Sus maneras perduran sin desmerecerse -no hay

más que ver la impulsividad de sus trazos y la persistencia en el uso de grandes

tamaños-, arramblando con esa intensidad inherente pasividades y neutralidades. El arte

de Santiago Ydáñez puede gustar o no, pero no deja indiferente, no pasa desapercibido.

Han crecido sus aptitudes, ha ampliado su registro con nuevas contingencias que le

sirven para atreverse a experimentar en desconocidos campos antes intransitados.

Las nuevas efigies que está realizando, con un tratamiento bien alejado de los

convencionalismos, se centran en personajes afectados por desgracias físicas o morales

(de algún modo a Santiago le ocurre como a Diane Arbus, le atrae la degradación

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humana, los detritus sociales, los grupos de desfavorecidos) y en santos cargados de

misticismo cuya sacralidad impulsa a una rara deferencia. Estas figuras ausentes, piezas

extemporáneas y descontextualizadas que han mantenido incólume su poder religioso,

su respeto reverencial, son esculturas desposeídas de vida que infunden veneración y

que preservan muchos valores de nuestra tierra (en los ojos de las vírgenes más

dolorosas se esconden muchos de los misterios de Castilla y Andalucía), tallas

totémicas, con una familiaridad extraña, que se asemejan de un modo macabro a los

animales de taxidermia, maderas sagradas capaces de iluminar pasiones y de censurar

pecados5. Precisamente algunas de sus últimas piezas que han podido verse en

diferentes exposiciones han sido ciervos disecados colocados en posturas imposibles

sobre los que ha intervenido con pintura, un giro inesperado que tiene que ver con la

vuelta a la Naturaleza que ha dado su arte, con esa mirada a los orígenes más instintivos

del hombre que, de algún modo, también lo acerca a sus propios orígenes (tengamos en

cuenta que Santiago Ydáñez nació y se crió en un pueblecito de la Sierra de Segura, en

pleno campo, circunstancia que le afecta y le sirve a la hora de enfrentarse al paisaje o a

la fauna.)

Si su primera etapa está copada por retratos, en estos momentos está encarando con

insolencia la representación de Naturalezas Muertas. Imágenes agresivas de seres

descuartizados, violentos destripamientos que meten el dedo en la llaga y encienden las

conciencias sobre la insensibilidad ciudadana ante la crueldad del mundo que vemos en

los Medios de Comunicación. Aparecen también en este último periodo de su obra

momias y calaveras que no son más que vanitas contemporáneas, admoniciones que

avisan de la invalidez de acumular posesiones terrenales, advertencias sobre la

fugacidad de la vida. Vanidad de vanidades y todo es vanidad, palabras bíblicas que el

profesor D. Enrique Valdivieso utiliza para explicar el origen de las vanitas como un

tipo de pintura muy requerida durante el Siglo de Oro en el Viejo Continente: “Vanitas

vanitatum et omnia vanitas. Así comienzan los versículos del Eclesiastés (1,2) en el

Antiguo Testamento, configurando una de las frases más definitivas a la hora de señalar

el origen de la mentalidad que propició una modalidad pictórica en el ámbito de la

pintura barroca europea6.” Subgénero derivado del bodegón de gran profundidad

filosófica y existencial cuya moraleja nos enseña que el acaudalar bienes no sirve de

nada ante el poder omnímodo de la Muerte.

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II

En mayo de 1816, la pareja formada por Percy y Mary Shelley viaja hasta el lago

Léman en Ginebra para veranear junto al conocido y polémico poeta Lord Byron.

Obligados a permanecer durante mucho tiempo en la casa campestre por las adversas

condiciones climáticas, el grupo de jóvenes intelectuales, reunidos en torno al fuego,

van ideando entretenimientos para pasar las largas horas de enclaustramiento. “Cada

uno de nosotros escribirá una historia de fantasmas”, dijo de modo efusivo Byron y

todos asintieron entusiasmados. A Mary Shelley se le compungió el corazón y se le

bloqueó la mente, no supo qué decir y mientras los demás se entregaban con celeridad a

trazar las notas para empezar a desarrollar sus tenebrosos cuentos, ella permanecía

callada y desazonada. “¿Has pensado ya una historia?”, le preguntaban cada mañana; y

cada mañana se veía forzada a replicar con la misma mortificante negativa.

La invención debe admitirse humildemente, no consiste en crear desde el vacío, sino

desde el caos. La invención es la capacidad que se tenga para atrapar las posibilidades

de un tema y poder moldear con acierto las ideas que van sugiriendo… Pensaba

mientras reposaba al tiempo que iba de un lado al otro de la cama dándole vueltas al

asunto. Cansada, casi sin darse cuenta, se quedó dormida. Profundamente. Y en sueños

surgen en su mente imágenes de gran intensidad. Contempla, con los ojos cerrados pero

a través de una aguda visión mental, un pálido estudiante de artes diabólicas arrodillado

al lado de un engendro, ve un horrendo fantasma, un ente grande, casi gigante, que da

señales de vida y que se agita con torpes movimientos. Es un ser espantoso, inexpresivo,

turbador. De repente se despierta de la pesadilla, sudando, fría, la idea había tomado

posesión de su mente de tal manera que el miedo recorría todo su cuerpo como un

escalofrío. Al día siguiente, temprano, anuncia a los presentes que ya ha pensado su

historia7.

En la primavera de 1817, con apenas veinte años, Mary Shelley termina de escribir

‘Frankenstein’. Se publica en 1818 con un éxito asombroso. De todas las historias que

se fraguaron en la cabaña suiza, la suya fue la única que trascendió de manera universal,

convirtiendo su cuento en una obra maestra conocida en los cinco continentes. La pena

es que la profundidad moral y filosófica de la historia se ve mermada por el estereotipo

simplón que crea Boris Karloff en la película que dirige James Whale en 1931, icono

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hollywoodiense que ha hecho mucho daño a la fábula ideada por Shelley, difundiendo

una imagen anecdótica, plana y superficial que nada tiene que ver con el verdadero

significado de la narración original, una penetrante reflexión sobre el poder de la

creación y la existencia humana.

Las acciones de ‘Frankenstein’ se desarrollan en hermosos paisajes donde la

Naturaleza se convierte en un protagonista más para evidenciar la pequeñez del ser

humano. Los grandes parajes boscosos centroeuropeos serán los lugares en los

transcurran los episodios de la historia. Riscos nevados, montañas y riachuelos, lagos,

escenarios que parecen pintados por la mano de Caspar David Friedrich.

En los paisajes de Caspar David Friedrich el hombre se ve reducido a la insignificancia,

la Naturaleza se asocia con los estados de ánimo para desarrollarse con plenitud y

poder. Es la metafísica de la soledad, de los terrenos extensos e infinitos, de la tundra

espiritual y física que construye Mary Shelley con su ‘Frankenstein’, un conflicto moral

entre el creador y el ser creado (entre Dios mismo y el hombre, entre el Olimpo y

Prometeo) que se puede entrever a través del silencio blanco e inmaculado de los

paisajes de Santiago Ydáñez. Sus extensiones nevadas, hermosísimas, son las planicies

sobre las que el engendro busca a Víctor Frankenstein, infinitos espacios deshabitados

que no acaban nunca, superficies apenas trazadas donde es imposible entrar o salir,

laberintos borgianos sin paredes ni pasillos que no son más que nuestras conciencias

persiguiéndonos a lo largo y ancho del Polo Norte. Vacíos y errores de los que no

podemos librarnos por muy lejos que huyamos o por muy rápido que vayamos.

El mito de Frankenstein extracta el sentido del movimiento Romántico y es uno de los

surcos por los que ha transitado el último trabajo de Ydáñez. No en vano la editorial

Ahora, especialista en impresiones de bibliofilia, acaba de publicar una edición singular

del libro de Mary Shelley que ha presentado en ARCO 2007. Este ejemplar incluye

veinticuatro serigrafías firmadas por el artista jienense y prologadas con un texto del

filósofo Félix Duque. “Esbozo, proyecto apiadado, de un miembro que no llega siquiera

a ser de animal. Menos de hombre. Y sin embargo, transido de nostalgia por ser, por fin,

algo preciso. Y más, alguien con nombre8”, reseña el pensador al referirse al monstruo

en sus palabras preliminares.

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Page 7: Nihil obstat (Sema D'Acosta)

Las emociones del pintor romántico son turbulentas y apasionadas en contraposición al

racionalismo del siglo XVIII. Artistas como Goya, Constable, Turner, Blake o Géricault

cabalgan entre dos siglos, entre dos modos de enfrentarse a la realidad. Aprenden a ser

comedidos y tradicionalistas amparados por las luces de la Ilustración y terminan

derrotando fantasmas interiores, convirtiendo sus cuadros en luchas contra ellos

mismos, en batallas contra sentimientos incontrolados que salen desbocados. Con el

Romanticismo el artista comienza a sentir, a vivir lo que hace, a entregarse hasta la

extenuación, a sufrir los desmayos de sus pulsiones más viscerales, a implicarse hasta

terminar victorioso o derrotado. En la primera mitad del siglo XIX empieza a

considerarse la originalidad como un valor diferencial frente a la previsibilidad de la

tradición grecolatina, la creatividad le gana la partida a la imitación neoclásica y las

obras imperfectas, inacabadas y sugerentes, se anteponen a las obras perfectas,

concluidas y cerradas.

Al trabajo artístico de Santiago Ydáñez se le pueden aplicar muchos de estos adjetivos

sin que resulten descabellados, sus pinceladas son entregadas, padecidas, vividas. Da

igual si hace un rostro, un animal o un paisaje, entra en estado extático para pintar

compulsivamente. Su espíritu es barroco (enrevesado, truculento, complejo, rebuscado,

agitado, teatral), pero su sentir es romántico (rebelde, subjetivo, individual, sórdido.)

Ydáñez mezcla con inconsciente vehemencia las esencias del Barroco y del

Romanticismo para desarrollar con plenitud una obra extremadamente personal. Tanto,

que es capaz de desestabilizar al espectador más pusilánime por su elevada capacidad de

seducción y su innegable poder de convicción.

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1: Locución latina que significa literalmente Nada se opone. Aprobación de la censura eclesiástica

católica del contenido doctrinal y moral de un escrito o de una obra de arte.

2: Este autorretrato es el que extendió la imagen de Murillo por toda Europa. Su amigo Nicolás Omazur

lo envió a Amberes en 1682, año de su muerte, para que lo grabara Richard Collin y así pudiera conocerse

el rostro y la expresión del admirado artista español.

3: Palomo, Bernardo. “Los gestos marginales de la expresión”. Catálogo exposición SANTIAGO

YDÁÑEZ en la Sala RIVADAVIA de la Diputación de Cádiz. CÁDIZ, octubre/diciembre 2003.

4: Santos, Juan José. “Magia negra”. Revista Lápiz número 229, página 48. Enero 2007.

5: Estos pensamientos y comentarios comparativos han sido realizados por el propio Santiago Ydáñez y

son recogidos por Juan José Santos en su artículo “Magia negra” que publica en la revista Lápiz número

229, página 48. Enero 2007.

6: Valdivieso, Enrique. “Vanidades y desengaños en la pintura española del Siglo de Oro”, página 19.

Edición: Fundación de apoyo a la Historia del Arte Hispánico. MADRID 2002.

7: Esta recreación está sacada del propio diario de Mary Shelley, frases que comentó la propia autora en

la introducción de una edición de Frankenstein del año 1831, extractos que se recogen en una de sus

mejores biografías (Spark, Muriel. Mary Shelley. Editorial Lumen. Barcelona. 1997.)

8: Duque, Félix. “Falkenstein”, del prólogo a Frankenstein de Mary Shelley editado por Ahora y que

incluye 24 serigrafías firmadas por Santiago Ydáñez. MADRID 2007.

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