niccolo machiavelli belfagor

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Niccoló Machiavelli. Belfagor Archidiablo. Léase en las antiguas memorias de los hechos florentinos el relato de un hombre santísimo cuya vida era celebrada por sus contemporáneos quien, absorto en sus oraciones, tuvo la visión de infinitas almas de míseros mortales que morían en desgracia de Dios e iban a parar al infierno, y todos o la mayor parte de ellos, se dolían de haber llegado a tanta infelicidad sólo por el hecho de haber tomado mujer. De lo cual Minos y Radamantis junto con los demás jueces infernales se maravillaron grandemente. Y, no pudiendo dar por ciertas estas calumnias que aquellos vertían sobre el sexo femenino, y siendo así que día tras día crecían las quejas, y habiendo de todo ello transmitido a Plutón el informe conveniente, se decidió realizar un maduro examen del caso con todos los príncipes infernales y tomar luego el partido que se juzgase mejor para descubrir esta falacia o conocer por entero la verdad. Convocados en consejo, habló Plutón de esta guisa: «A pesar de que, mis dilectos amigos, por celestial disposición y fatal suerte del todo irrevocable posea este reino, sin que por ende pueda estar obligado a ningún juicio ni celestial ni mundano, no obstante, pues es prudencia suprema en quienes más pueden someterse más a las leyes y más estimar el ajeno juicio, he decidido solicitar vuestro consejo sobre cómo gobernarme en un caso que podría causar el descrédito de nuestro imperio. Pues diciendo todas las almas de los hombres que a nuestro reino vienen que la causa han sido sus esposas y pareciéndonos esto imposible, tememos que emitiendo juicio sobre este cuento podamos ser calumniados por demasiado crédulos y, no emitiéndolo, como menos severos y poco amantes de la justicia. Y puesto que lo uno es pecado de hombres ligeros y lo otro de injustos, y queriendo huir de esos cargos, que de lo uno y lo otro podrían desprenderse, y no encontrando el modo, os hemos llamado para que, aconsejándonos, nos ayudéis y seáis motivo de que este reino, que en el pasado vivió sin descrédito, pueda en el futuro seguir viviendo del mismo modo». A cada uno de aquellos príncipes el caso le pareció importantísimo y de mucha consideración mas, aun concluyendo todos como él que era menester descubrir la verdad, discrepaban en el modo. Pues el uno juzgaba que era preciso mandar al mundo a alguien que, bajo forma de hombre, conociera personalmente esta verdad, y el otro que a varios; a otros más ocurríaseles que cabía hacerlo sin tanta incomodidad, obligando a diversas almas a confesarlo con variados tormentos. Y como la mayor parte aconsejó que se mandara, se inclinaron por esta opinión. Y, no encontrando a ninguno que voluntariamente quisiera acometer tal empresa, decidieron echarlo a suerte. La cual recayó en Belfagor, archidiablo, pero anteriormente, antes de su caída del cielo, arcángel. El cual, aunque de mala gana, aceptó a pesar de todo el encargo constreñido por el imperio de Plutón, se dispuso a seguir cuanto decidiera el consejo y se obligó a obedecer las condiciones que habían solemnemente acordado. Las cuales eran: que de inmediato a aquel a quien se le encargase la misión

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Breve reseña del autor Niccolo Machiavelli.

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Niccoló Machiavelli. Belfagor Archidiablo.

Léase en las antiguas memorias de los hechos florentinos el relato de un hombre santísimo cuya vida era celebrada por sus contemporáneos quien, absorto en sus oraciones, tuvo la visión de infinitas almas de míseros mortales que morían en desgracia de Dios e iban a parar al infierno, y todos o la mayor parte de ellos, se dolían de haber llegado a tanta infelicidad sólo por el hecho de haber tomado mujer. De lo cual Minos y Radamantis junto con los demás jueces infernales se maravillaron grandemente. Y, no pudiendo dar por ciertas estas calumnias que aquellos vertían sobre el sexo femenino, y siendo así que día tras día crecían las quejas, y habiendo de todo ello transmitido a Plutón el informe conveniente, se decidió realizar un maduro examen del caso con todos los príncipes infernales y tomar luego el partido que se juzgase mejor para descubrir esta falacia o conocer por entero la verdad. Convocados en consejo, habló Plutón de esta guisa: «A pesar de que, mis dilectos amigos, por celestial disposición y fatal suerte del todo irrevocable posea este reino, sin que por ende pueda estar obligado a ningún juicio ni celestial ni mundano, no obstante, pues es prudencia suprema en quienes más pueden someterse más a las leyes y más estimar el ajeno juicio, he decidido solicitar vuestro consejo sobre cómo gobernarme en un caso que podría causar el descrédito de nuestro imperio. Pues diciendo todas las almas de los hombres que a nuestro reino vienen que la causa han sido sus esposas y pareciéndonos esto imposible, tememos que emitiendo juicio sobre este cuento podamos ser calumniados por demasiado crédulos y, no emitiéndolo, como menos severos y poco amantes de la justicia. Y puesto que lo uno es pecado de hombres ligeros y lo otro de injustos, y queriendo huir de esos cargos, que de lo uno y lo otro podrían desprenderse, y no encontrando el modo, os hemos llamado para que, aconsejándonos, nos ayudéis y seáis motivo de que este reino, que en el pasado vivió sin descrédito, pueda en el futuro seguir viviendo del mismo modo». A cada uno de aquellos príncipes el caso le pareció importantísimo y de mucha consideración mas, aun concluyendo todos como él que era menester descubrir la verdad, discrepaban en el modo. Pues el uno juzgaba que era preciso mandar al mundo a alguien que, bajo forma de hombre, conociera personalmente esta verdad, y el otro que a varios; a otros más ocurríaseles que cabía hacerlo sin tanta incomodidad, obligando a diversas almas a confesarlo con variados tormentos. Y como la mayor parte aconsejó que se mandara, se inclinaron por esta opinión. Y, no encontrando a ninguno que voluntariamente quisiera acometer tal empresa, decidieron echarlo a suerte. La cual recayó en Belfagor, archidiablo, pero anteriormente, antes de su caída del cielo, arcángel. El cual, aunque de mala gana, aceptó a pesar de todo el encargo constreñido por el imperio de Plutón, se dispuso a seguir cuanto decidiera el consejo y se obligó a obedecer las condiciones que habían solemnemente acordado. Las cuales eran: que de inmediato a aquel a quien se le encargase la misión le fueran entregados cien mil ducados con los que debía ir al mundo y bajo la forma de hombre tomar esposa y con ella vivir diez años, y después, fingiendo morir, regresar, y por experiencia dar fe ante sus superiores de cuáles eran las cargas y las incomodidades del matrimonio. Declaróse, además, que durante dicho tiempo se viera sometido a todas las molestias y males a que están sujetos los mortales y que son la pobreza, la cárcel, la enfermedad y cualquier otro infortunio en que incurren los hombres, excepto que con engaño o astucia pudiera liberarse. Tomó así Belfagor la condición y el dinero y con ellos vino al mundo, y acompañado de su mesnada, con gente a caballo y criados, entró con muchos honores en Florencia, ciudad que eligió entre todas las provincias como la más adecuada para sostener a quien quisiera fructificar su dinero con las artes usureras. Y tras hacerse llamar Rodrigo de Castilla, tomó casa en alquiler en el Burgo de Todosantos; y para que no pudiera conocerse su condición, dijo haber partido de pequeño de España para marchar a Siria y haber ganado en Alepo todas sus riquezas, de donde había luego partido para ir a Italia a tomar esposa en lugares más humanos y más conformes a la vida civil y a sus

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costumbres. Era Rodrigo un hombre hermosísimo que aparentaba unos treinta años, y tras demostrar en pocos días cuántas riquezas poseía y dar ejemplo de ser humano y liberal, muchos nobles ciudadanos que tenían muchas hijas y poco dinero se las ofrecieron. Entre todas escogió Rodrigo a una bellísima muchacha llamada Honesta, hija de Amerigo Donati, el cual tenía otras tres hijas en edad de casarse y tres varones y aunque perteneciera a una noble y prestigiada familia, era pobre en relación con su numerosa familia y su nobleza. Organizó Rodrigo unas bodas magníficas y espléndidas y no dejó de hacer ninguna de las cosas que en tales fiestas se desean. Y como por la ley que le había sido concedida al salir del infierno, estaba sometido a todas las pasiones humanas, no tardó en tomarle gusto a los honores y las pompas del mundo y en resultarle grato el ser elogiado entre los hombres, lo cual le suponía unos gastos considerables. Al cabo de no mucho tiempo de vivir con su señora Honesta enamoróse de ella sin mesura y no podía soportar cuando la veía triste y disgustada. Había la señora Honesta llevado a casa de Rodrigo, junto con la nobleza y la belleza, tanta soberbia que ni Lucifer tuvo nunca tanta; y Rodrigo, que había probado la una y la otra, juzgaba la de su esposa superior; mas no tardó en aumentar en cuanto ella se dio cuenta del amor que el marido le profesaba y creyendo poder dominarlo a su antojo, sin piedad ni respeto alguno lo mandaba, y no dudaba, cuando él le negaba algo, en atormentarlo con palabras viles e injuriosas: todo lo cual causaba a Rodrigo un tedio incalculable. A pesar del suegro, de los hermanos, de los parientes, las obligaciones del matrimonio, sobre todo, el gran amor que le profesaba hacía que tuviese paciencia. No voy a referirme a los muchos gastos en que incurría para conformarla, vistiéndola según las nuevas usanzas y complaciéndola con las nuevas modas que de continuo nuestra ciudad, con su natural costumbre, varía; y como quería estar en paz con ella se vio obligado a ayudar al suegro a casar a sus otras hijas, para lo cual tuvo que emplear grandes sumas de dinero. Tras esto, y queriendo estar bien con su mujer, le convino mandar a uno de los hermanos a Levante con paños y a otro a Poniente con vestimentas, y a otro abrirle una tienda de orfebre en Florencia: en estas cosas dilapidó la mayor parte de su fortuna. Además de esto, en la época de carnaval y San Juan, cuando toda la ciudad por antigua costumbre festeja y muchos ciudadanos nobles y ricos con espléndidos convites se honran, quiso la señora Honesta, por no ser inferior a las otras mujeres, quiso que su Rodrigo superase a todos con similares fiestas. Estas cosas todas soportaba él por los motivos antes citados, y aunque gravosísimas no le habría parecido gravoso hacerlas si de ellas hubiera nacido la paz en su casa y él hubiera podido esperar tranquilamente los tiempos de su ruina. Mas le ocurría lo opuesto, porque además de los insoportables gastos, la naturaleza insolente de ella le acarreaba infinitas incomodidades y en su casa no había servidores ni sirvientes que, al cabo de no mucho tiempo, tras brevísimos días, lograsen soportarla, todo lo cual le producía a Rodrigo graves molestias por no poder tener un siervo de confianza que cuidara con amor de sus cosas, y antes que nadie, aquellos mismos diablos que bajo forma de criados se había llevado consigo, más bien eligieron volverse al infierno y estar entre las brasas que vivir en el mundo bajo el imperio de aquélla. Estando, pues, Rodrigo en esta tumultuosa e inquieta vida, y habiendo por los gastos desordenados consumido todo el patrimonio que le habían asignado, comenzó a vivir con la esperanza de las rentas que de Poniente y de Levante esperaba, y como todavía gozaba de buen crédito, para no faltar a su posición, firmó pagarés. Y circulando ya muchos pagarés a su nombre, pronto repararon en él aquellos que trabajan en el mercado en esa actividad. Y estando ya su caso maduro, le llegaron de Levante y de Poniente nuevas según las cuales uno de los hermanos de la señora Honesta se había jugado todo el patrimonio de Rodrigo y el otro, al regresar en un navío cargado con sus mercancías sin haberse de otro modo asegurado, se había junto con ellas ahogado. En cuanto se enteraron los acreedores de Rodrigo, se reunieron y, juzgando que estaba acabado y no pudiendo descubrirse porque todavía no habían vencido sus deudas, concluyeron que sería conveniente observarlo muy atentamente para que dicho y

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hecho no huyera a escondidas. Rodrigo, por otra parte, al no ver remedio a su caso y sabiendo cuánto lo obligaba la ley infernal, pensó en huir como fuera. Una mañana, como vivía cerca de la Porta al Prato, montó en su caballo y por ella salió. En cuanto se conoció su partida, comenzaron a circular los rumores entre los acreedores, los cuales recurrieron a los magistrados, y se pusieron a seguirlo no sólo los corchetes sino todo el pueblo. No se encontraba Rodrigo a más de una milla de la ciudad, cuando lo alcanzó aquel ruido, de manera que viéndose en aprietos, decidió que para huir con más sigilo debía abandonar el camino e ir campo través a buscar su fortuna. Pero como se vio impedido en ello por las muchas zanjas que atraviesan la comarca y no pudiendo por ese motivo ir a caballo, se puso a huir a pie y, abandonada la cabalgadura en el camino, cruzó de campo en campo, oculto entre viñedos y cañaverales que abundan en esa comarca, y llegó así a Peretola, a casa de Gianmatteo del Brico, labrador de Giovanni del Bene, y quiso la suerte que encontrara a Gianmatteo que volvía a casa de apacentar a los bueyes; encomendóse a él prometiéndole que si lo salvaba de las manos de sus enemigos, los cuales lo perseguían para hacerlo morir en prisión, lo haría rico y antes de su partida le daría una prueba para que lo creyese; y si así no lo hacía, aceptaría que lo pusiera en manos de sus adversarios. Aunque campesino, Gianmatteo era hombre valiente y, juzgando que no podía perder nada tomando partido para salvarlo, así se lo prometió; lo metió entonces en una pila de estiércol que tenía delante de su casa, lo tapó con cañas y otras inmundicias que había juntado para quemar. No acababa Rodrigo de esconderse cuando llegaron sus perseguidores quienes, por más que amedrentaron a Gianmatteo, no consiguieron que les dijera que lo había visto con lo cual se marcharon y tras buscarlo en vano todo ese día y el siguiente, cansados ya, se volvieron para Florencia. Así, Gianmatteo, una vez cesado el alboroto y tras sacarlo del lugar donde estaba, le pidió que cumpliera su promesa. A lo cual Rodrigo le dijo: «Hermano mío, tengo contigo una gran deuda que quiero pagar como sea; y para que creas que puedo hacerlo, te diré quién soy». Le contó entonces su historia y le habló de las leyes que le impusieron al salir del infierno y de la esposa que había tomado, y le dijo, además, la forma en que quería enriquecerlo, que sería la siguiente: en cuanto se enterara de que había alguna mujer endemoniada, sería obra suya y no saldría a menos que fuera Gianmatteo a sacarlo, con lo cual tendría ocasión de hacerse pagar por los parientes de aquella. Tras quedar así de acuerdo, desapareció. Al cabo de pocos días se hablaba por toda Florencia de que una hija de micer Ambrogio Amidei, a la que había casado con Bonaiuto Tebalducci, estaba endemoniada; los parientes no tardaron en aplicarle todos aquellos remedios que en semejantes casos se aplican, le pusieron en la frente la cabeza de san Sanobi y el manto de san Juan Gualberto. Pero Rodrigo se burlaba de todas estas cosas. Y para dejar claro a todos que el mal de la muchacha era obra de un espíritu y no de la imaginación, hablaba en latín y polemizaba sobre cosas de filosofía y descubría los pecados de muchos; entre ellos descubrió los de un fraile que había tenido en su celda durante más de cuatro años a una mujer vestida de frailecillo; todas estas cosas maravillaban a la gente. Por este motivo, micer Ambrogio vivía insatisfecho y, habiendo probado en vano todos los remedios, había perdido toda esperanza de curarla, cuando Gianmatteo fue a visitarlo y le prometió devolverle la salud a su hija a cambio de quinientos florines para comprar una finca en Peretola. Aceptó micer Ambrogio el ofrecimiento y Gianmatteo, tras mandar decir algunas misas y hacer algunas ceremonias para embellecer la cosa, se acercó al oído de la muchacha y dijo: «Rodrigo, he venido a verte para que cumplas la promesa que me hiciste». A lo que Rodrigo contestó: «Me place. Pero no es suficiente para hacerte rico. Cuando me haya ido de aquí, entraré en la hija de Carlos, rey de Nápoles, y no saldré nunca sin ti. Harás entonces que te den una recompensa a tu gusto. Y después no me causarás más molestias». Dicho lo cual salió de la muchacha para placer y admiración de toda Florencia. No tardó mucho en difundirse por toda Italia el incidente ocurrido a la hija del rey Carlos. Y al no encontrarle remedio, tras tener el rey noticias de Gianmatteo, mandó a

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buscarlo a Florencia. El cual, llegado a Nápoles, tras alguna fingida ceremonia, la curó. Pero antes de que partiera, Rodrigo le dijo: «Como ves, Gianmatteo, he cumplido la promesa de enriquecerte. Pero como ya he cumplido, no te debo nada más. Te darás, pues, por satisfecho, pero no te me presentes más porque si hasta ahora te he hecho bien, en lo sucesivo te haré daño». Gianmatteo regresó a Florencia riquísimo, porque el rey le había dado más de cincuenta mil ducados y pensaba disfrutar tranquilamente de esas riquezas, no creyendo que Rodrigo pensara ofenderlo. Mas este pensamiento suyo se vio turbado en seguida por una noticia que llegó, según la cual una hija de Luis VII, rey de Francia, estaba endemoniada. La noticia inquietó a Gianmatteo pues pensaba en la autoridad de ese rey y en las palabras que Rodrigo le había dicho. Como aquel rey no encontraba remedio para su hija, enterado de la virtud de Gianmatteo, lo mandó llamar con un correo. Al alegar aquél cierta indisposición, viose el rey obligado a recurrir a la Señoría, la cual obligó a Gianmatteo a obedecer. Desconsolado se fue para París, y le demostró al rey que era cierto que en el pasado había curado a alguna endemoniada, pero que no por eso sabía o podía curar a todas, porque se encontraban diablos de naturaleza tan pérfida que no temían ni amenazas ni encantamientos ni religión alguna; mas pese a todo estaba dispuesto a cumplir con su deber y, si no lo conseguía, le pedía disculpas y perdón. A lo cual el rey, turbado, dijo que si no la curaba lo haría ahorcar. Sintió por esto Gianmatteo un gran dolor, mas se armó de coraje, hizo traer ante él a la endemoniada y acercándosele al oído, se encomendó humildemente a Rodrigo recordándole el beneficio que le había hecho y cuánta ingratitud demostraría si lo abandonaba en momento de tanta necesidad. A lo cual Rodrigo respondió: «¡Ah! villano traidor, ¿te atreves a presentarte así? ¿Crees acaso que puedes vanagloriarte de haberte enriquecido a mi costa? Voy a demostrarte a ti y a cualquiera que sé darlo y quitarlo todo a mi albedrío, y antes de que te marches de aquí, conseguiré que te ahorquen». Tras oír esto, y no encontrando ningún remedio, Gianmatteo pensó en probar suerte por otro camino. Mandó salir a la endemoniada y le dijo al rey: «Vuestra majestad, ya os lo he dicho, hay muchos espíritus tan malvados que con ellos no se gana nada, y éste es uno de ésos. Por lo tanto, quiero hacer una última experiencia, la cual, si sale bien, vuestra Majestad y yo conseguiremos lo que nos proponemos; si sale mal, me pongo en vuestras manos y tendréis de mí la compasión que merece mi inocencia. Mandaréis hacer en la plaza de Nôtre Dame un estrado grande donde quepan todos vuestros barones y todo el clero de esta ciudad; haréis adornar el estrado con colgaduras de seda y oro, fabricaréis en medio de él un altar, y quiero que el próximo domingo por la mañana, vos con el clero, junto con todos vuestros príncipes y barones, con la real pompa, y con espléndidos y ricos ropajes, os reunáis encima de él, donde tras celebrarse antes una misa solemne haréis venir a la endemoniada. Además de esto, quiero que en un extremo de la plaza se reúnan al menos veinte personas con trompas, cuernos, tambores, cornamusas, atabales, tímpanos, címbalos y cualquier otro tipo de ruidos, las cuales, cuando yo levante un sombrero, tocarán esos instrumentos y, tocando, irán hacia el estrado; todas estas cosas, junto con otros remedios secretos, creo que pondrán en fuga a este espíritu». El rey mandó de inmediato que se hiciera todo y, llegado el domingo por la mañana y lleno el estrado de personajes y la plaza de gente, una vez celebrada la misa, la endemoniada fue conducida al estrado de la mano de dos obispos y muchos señores. Cuando Rodrigo vio tanta gente junta y tanto aparato, quedóse casi atontado y dijo para sí: «¿Qué ha pensado hacer el muy villano? ¿Cree que me dejará pasmado con esta pompa? ¿No sabe acaso que estoy acostumbrado a ver las pompas del cielo y las furias del infierno? Lo castigaré de todos modos». Y al acercársele Gianmatteo y rogarle que saliera, le dijo: «¡Vaya idea has tenido! ¿Qué crees que vas a conseguir con tanto aparato? ¿Crees acaso que huirás por ello a mi poder y a la ira del rey? Bellaco, te haré ahorcar de todos modos». Y así, mientras el uno rogaba y el otro lo tachaba de insolente, Gianmatteo no quiso perder más tiempo. Hecha la señal con el sombrero, todos aquellos que habían sido reunidos para armar bulla, comenzaron a tocar y con un ruido que llegaba hasta el cielo se dirigieron hacia el estrado. Ante tamaño estruendo

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aguzó Rodrigo el oído y, no sabiendo de qué se trataba y estando muy maravillado, le preguntó muy asombrado a Gianmatteo qué era aquello. A lo cual Gianmatteo contestó todo turbado: «¡Ay de mí, Rodrigo mío! Es tu mujer que viene a verte». Fue maravilloso pensar en la alteración mental que produjo en Rodrigo que le recordaran el nombre de su mujer. Tanta fue que, sin pensar si era posible o razonable que se tratara de ella, sin replicar nada más, asustado, huyó dejando libre a la muchacha y prefirió regresar al infierno y dar razón de sus actos que volver a someterse a los sinsabores, disgustos y peligros del yugo matrimonial. Y así, de vuelta en el infierno, Belfagor dio fe de los males que en una casa producía la mujer. Y Gianmatteo, que supo más que el diablo, volvió muy contento a su casa.