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BIBLIOTECA AYACUCHO es una de las

experiencias editoriales más importantes de la

cultura latinoamericana. Creada en 1974 como

homenaje a la batalla que en 1824 significó la

emancipación política de nuestra América, ha

estado desde su nacimiento promoviendo la

necesidad de establecer una relación dinámica

y constante entre lo contemporáneo y el pasado

americano, a fin de revalorarlo críticamente con la

perspectiva de nuestros días.

El resultado es una nueva forma de enciclopedia

que hemos denominado Colección Clásica,

la cual mantiene vivo el legado cultural de

nuestro continente, como conjunto apto para la

transformación social, política y cultural.

Las ediciones de la Colección Clásica, algunas

anotadas, con prólogos confiados a especialistas y

con el apoyo de cronologías y bibliografías, hacen

posible que los autores y textos fundamentales,

comprendidos en un lapso que abarca desde las

manifestaciones de los pobladores originarios hasta el

presente, estén al alcance de las nuevas generaciones

de lectores y especialistas en las diferentes temáticas

latinoamericanas y caribeñas, como medios de

conocimiento y disfrute que proporcionan sólidos

fundamentos para nuestra integración.

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SELECCIÓN Y PRÓLOGO

Marta Aponte Alsina

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© Fundación Biblioteca Ayacucho, 2015Colección Clásica, Nº 253Hecho Depósito de Ley

Depósito Legal lf 501201580269ISBN 978-980-276-519-5Apartado Postal 14413

Caracas 1010 - Venezuelawww.bibliotecayacucho.gob.ve

Corrección: Nora López y Rosa Arévalo

Concepto gráfico de colección: Juan FresánActualización gráfica de colección: Pedro Mancilla

Impreso en Venezuela/Printed in Venezuela

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IXBIBLIOTECA AYACUCHO

NARRACIONES PUERTORRIQUEÑAS 1849-1975

LA NARRATIVA, oral o escrita, denota la humanización del tiempo. Quie-nes cuentan, quienes escuchan, quienes leen, mimetizan el devenir; reducen el acontecer infinito a una escala concebible. La trama de un relato discurre entre la fugacidad de una vida singular y la vida extendida de la especie: “Inventar una trama es ya hacer que lo inteligible brote de lo accidental, lo universal de lo singular, lo necesario de lo probable y lo episódico”1. La in-teligencia narrativa es, pues, uno de los límites definitorios de la experien-cia. En su evocación de lo ausente, las ficciones adquieren una paradójica presencia real. Invaden la vida material, personal y social.

Esta selección de narraciones breves escritas por puertorriqueños se construye con la mirada atenta a las tensiones que animan los lugares don-de los relatos se enuncian, se cruzan y se olvidan. Mi intención no ha sido justificar, al amparo de juicios normativos inflexibles y de manera abstracta, la superioridad de unos textos magistrales. La muestra es de carácter his-tórico, ya que abarca más de un siglo –1849-1975– y ha tomado en cuenta, desde los rasgos particulares y la heterogeneidad de la literatura puertorri-queña, su relación con otras instituciones y otras literaturas. Concebir la lectura como un proceso relacional es de particular sensatez en el caso de un país del Caribe insular. Puerto Rico es excepcional por su condición co-lonial de territorio sin Estado nacional constituido, pero no tan excepcional

1. “To make up a plot is already to make the intelligible spring from the accidental, the uni-versal from the singular, the necessary or the probable from the episodic”, Time and Narrative, Paul Ricoeur, Chicago, The University of Chicago Press, 1983, v. 1, p. 41. Traducción per-sonal.

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XNARRACIONES PUERTORRIQUEÑAS

por el hecho de ser un territorio exportador de personas –más de la mitad de la población de origen puertorriqueño reside fuera de la isla–, ya que la geografía humana del Caribe insular en general, desde los primeros asen-tamientos, se ha caracterizado por sus movimientos migratorios. Es impor-tante, propongo, tomar en cuenta que en el contexto caribeño y latinoame-ricano actual, la noción de campo literario2 debe confrontar la comunidad imaginada y consensuada de la nación con los efectos disolventes de varias líneas de fuga: las dinámicas de la vida en frontera y los antagonismos de clase, raza y género3. Se mantiene así una apertura en la manera de leer para formar “constelaciones” entre la escritura y sus circunstancias materiales, además de llamar la atención a los matices cambiantes y a los vuelcos ra-dicales que se advierten en una sucesión histórica breve, si bien, en buena medida, caótica y marcada por el dominio imperial desde 1898. Desde el punto de vista de los estudios literarios también tomamos en cuenta el efecto de las intervenciones críticas anteriores expresadas en antologías y estudios, así como las inclusiones y exclusiones de las mismas.

Me parece necesario añadir que soy escritora de ficciones. Entre los móviles que impulsaron la presente selección figuró la curiosidad de una autora por dar con los fantasmas literarios de la tradición del país propio, unida al sentido urgente de dejar constancia de figuras y obras descono-cidas para la generación actual de lectores. Una intención que no aspiro a ocultar es la urgencia de “exhumar” ciertos textos casi olvidados mediante una convocatoria interrogante que los “libere” de su reclusión4.

En un presente que muestra cierta vocación antihistórica, o más bien crítica de las visiones providencialistas del devenir histórico, no está de más, incluso, me parece, la ingenuidad de dejar constancia, otra vez, de la escritura de ficciones en Puerto Rico para la época en que se construían las

2. Definido, en síntesis, como el espacio ocupado por la literatura en un campo cultural que a su vez forma parte de un campo más amplio de relaciones sociales. Véase: Pierre Bourdieu, The Field of Cultural Production, New York, Columbia University Press, 1993.3. Susana Regazzoni, Antología de escritoras hispanoamericanas del siglo XIX, Madrid, Cá-tedra, 2012, p. 21.4. Hans Robert Jauss, Toward an Aesthetic of Reception, Minneapolis, Minnesota, University of Minnesota Press, 1982, p. 32.

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XIBIBLIOTECA AYACUCHO

literaturas nacionales en América del Norte y América del Sur. Una mirada comparatista centrada en la noción de campo cultural invita a leer en los textos ciertos motivos recurrentes, a relacionarlos con sus contextos cultu-rales y sociales y a compararlos entre sí. Más que reproducir textos y datos desarraigados, la compilación trata de enriquecer el contexto del proceso literario desde sus propios referentes y a la luz de las cuestiones palpitan-tes en los tiempos y lugares de su enunciación. Un ejemplo es el motivo de la mirada médica, que al repetirse –de manera cruda y directa– en el relato “Trazos” de Francisco del Valle Atiles, publicado en 1891, ilumina y complementa la lectura de La charca (1894), la novela canónica de Manuel Zeno Gandía. Reproducir textos solitarios como si fueran obras superiores aisladas en dimensión de eternidad incuestionable no alienta la formación de nuevos lectores y lecturas renovadas. Sin esas relecturas constantes los textos hibernan,

A diferencia de un evento político, un acontecimiento literario no tiene con-secuencias inevitables y objetivas de las cuales no puedan escapar las próxi-mas generaciones. Un acontecimiento literario sigue dejando huellas solo si quienes le suceden continúan respondiendo a sus propuestas, es decir, si hay lectores (y lectoras) que se apropien nuevamente del trabajo de autores ante-riores para imitarlo, superarlo o refutarlo.5

La potenciación de la riqueza de un texto, o de un conjunto de textos, ha dependido, tradicionalmente, del trabajo no menos inspirado de gene-raciones de lectores. Sin embargo, tomemos en cuenta un solo medio para la formación del canon: la inclusión de textos consagrados en antologías para uso de escolares. Podría decirse que en Puerto Rico, algunas antolo-gías escolares han pecado de cierta inclinación a la literatura inocente, a la repetición de lugares comunes con énfasis en el dato y la interpretación superficial. No siempre ayudan a encender la chispa del amor a la lectura.

5. “In contrast to a political event, a literary event has no unavoidable consequences subsisting on their own that no succeeding generation can ever escape. A literary event can continue to have an effect only if those who come after it still or once again respond to it –if there are readers who again appropriate the past work of authors who want to imitate, outdo or refute it”, ibid., p. 22.

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De manera opuesta a una noción de la literatura como reflejo descripti-vo de la sociedad, esta compilación propone homologías entre narraciones de épocas distintas, mediante la persistencia, si bien desde la diferencia que el particular contexto histórico imprime, de ciertos motivos y perspectivas: viajes y migraciones; nociones de identidad nacional, raza y sexualidad; literatura escrita por mujeres; literatura escrita por obreros.

La hibridez manifiesta en buena parte de las narraciones aquí incluidas excede las poéticas rigurosas del cuento literario. Vienen al caso la dimen-sión narrativa de la crónica y la memoria (“El gorro del archivero”, de Dau-bón), así como las fábulas y las crónicas ensayísticas (Nemesio Canales). La variedad de los textos seleccionados demuestra, asimismo, la riqueza temática y estilística, la capacidad de la narrativa breve para recoger de manera singular tanto las formas oscuras o latentes como las historias do-minantes: la ambigüedad y el efecto; la recreación de hablas y ambientes.

Adentrarse en la diversidad equivale a constatar que no se puede redu-cir un autor o una autora a la ilustración de un puñado de tendencias, y que muchas veces la tipificación homogénea obedece a criterios pedagógicos abstractos. Puede haber textos resistentes que se pierden de vista, ocasio-nando la exclusión de ciertos autores o la exclusión de parcelas enteras en la obra de otros. Se han incluido algunos de esos textos resistentes que se han escurrido por las redes de otras selecciones, acaso por su problemati-zación del dilema de las identidades, por su esoterismo, por su impureza en materia de géneros literarios, por su inquietante rareza.

Partimos de las condiciones que dieron origen a un público lector, destacando las publicaciones periódicas, puesto que, sobre todo en el si-glo XIX puertorriqueño, la narración breve (apólogo, crónica o cuento clásico), se relaciona con la accidentada historia de la prensa y las revistas. Interesan la recepción de los textos y los procesos literarios fomentados por instituciones y revistas.

De este modo se invita a una lectura atenta, no ya tanto a apuntalar un canon de líneas armoniosas, sino a percibir las mencionadas líneas de fuga, esas tensiones que se generan en la producción de toda literatura, como un posible regreso a textos que no tienen por qué pasar d esapercibidos para lectores contemporáneos, siquiera porque la conciencia de su existencia

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XIIIBIBLIOTECA AYACUCHO

enriquece la lectura de la literatura actual. Para citar de nuevo a Jauss: “Una obra literaria no es un objeto que se sostenga por sí solo y que ofrezca la misma cara a todos los lectores en todas las épocas. No es un monumento que revele monológicamente su esencia intemporal. Más bien es compa-rable a una labor de orquestación capaz de evocar resonancias siempre nuevas”6.

ORÍGENES

Imaginemos una chispa que ilumina mientras se va apagando. La figura de la lectora tampoco escapa de sus cárceles históricas, ni los textos pueden desprenderse de las “condiciones técnicas o sociales de su publicación, circulación y apropiación”7. Empecemos, pues, imaginando la posibili-dad no ya de un proceso literario singular, sino de un singular público de lectores.

En su Historia de la literatura puertorriqueña (1956) Francisco Man-rique Cabrera se preguntaba, a propósito de las representaciones teatrales que se realizaban en la isla en el siglo XVIII, y refiriéndose a un estudio de Emilio Pasarell: “¿Quiénes eran, a mediados del siglo XVIII, los hombres y las mujeres que leían y poseían las obras dramáticas del Siglo de Oro; estaban familiarizados con Calderón, Moreto, Bustos, Hoz de la Mota, y organizaban teatros y representaciones?”8. La pregunta queda en el aire, como una incitación. Manrique Cabrera sí destaca el lugar de la palabra en los primeros siglos de la colonización española de la isla: crónicas, cartas, memorias, descripciones y relaciones; la tradición oral en cuento y poesía. De particular interés para el crítico y su propuesta de una genealogía de la literatura puertorriqueña es la existencia de autores que desde el siglo XVII

6. “A literary work is not an object that stands by itself and that offers the same view to each reader in each period. It is not a monument that monologically reveals its timeless essence. It is much more like an orchestration that strikes ever new resonances”, ibid., p. 21.7. Roger Chartier, Inscribir y borrar: cultura escrita y literatura (siglos XI a XVIII), Buenos Aires, Katz Editores, 2006, p. 10.8. Francisco Manrique Cabrera, Historia de la literatura puertorriqueña, Río Piedras, P.R., Fundación Francisco Manrique Cabrera, 2010, pp. 43-44.

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se reconocían como “hijos del país”, en particular el criollo Diego de T o-rres Vargas (1590-?); o, en un sentido más amplio, allí donde una literatura se r elaciona con sus símbolos habituales, el emblema de la biblioteca del obispo y poeta español Bernardo de Balbuena (1561-1627), quemada por m ercenarios holandeses en 1625, durante el saqueo de la capital de Puerto Rico.

Para hablar del origen del cuento literario, sin embargo, habría que re-montarse más allá del oficio administrativo y las cartas familiares al ámbito de la prensa periódica, que se instauró en Puerto Rico en la primera mitad del siglo XIX. En ese nuevo horizonte de posibilidades, abierto y potencia-do por la introducción de la primera imprenta en la isla (entre 1803 y 1806)9 se formaron lectoras y lectores.

No es, pues, sino hasta el siglo XIX que la soltura de las formas na-rrativas orales se vacía en la escritura literaria. Ese molde transforma los estatutos del género, tanto así que mientras le brinda una autonomía sin precedentes, fundando de paso un apartado reservado al cuento como gé-nero, lo somete a modelos perdurables que se imponen en algunas inter-pretaciones como camisas de fuerza. Si la muerte de la novela ha dejado de proclamarse en vista de su inagotable capacidad de reconstruirse, de ser, en suma, el género proteico que ha “escapado del control paralizante de crí-ticos y censores”10, todavía es materia de debate la capacidad transgresora del cuento literario con relación a sus poéticas11.

La estudiosa Concha Meléndez (1895-1983), cuyas aportaciones al estudio del cuento puertorriqueño siguen siendo iluminadoras, recalcó la imprecisión del término en el contexto de Puerto Rico. Tanto Meléndez como René Marqués (1919-1979), narrador y antólogo, afirmaban que solo hacia mediados del siglo XX floreció el cuento literario moderno en

9. Lidio Cruz Monclova, Historia de Puerto Rico (siglo XIX), Río Piedras, P.R., Universidad de Puerto Rico, 1970, t. 1 (1808-1868), p. 18.10. Paul Ricoeur, op. cit., v. 2, p. 8. En inglés se lee como sigue: “Called upon to respond to a new and rapidly changing social situation, it soon escaped the paralyzing control of critics and censors”.11. Ver: Eduardo Becerra; ed., El arquero inmóvil: nuevas poéticas sobre el cuento, Eduardo Piglia; epílogo, Madrid, Páginas de Espuma (Voces. Ensayos, 72), 2006.

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Puerto Rico, un desarrollo anticipado, según Meléndez, por los cuentistas de la generación del treinta12. Sea como fuere, las antologías generales del cuento puertorriqueño han considerado como tales textos muy anteriores a la p romoción de Marqués. No es aventurado insistir en que el estudio del cuento en el siglo XIX puertorriqueño debe dar cabida a la crónica, e incluso a géneros tan antiguos como el apólogo, la leyenda y la fábula. Reconocer la convergencia de diversas formas narrativas enriquece el acer-camiento al estudio histórico del relato breve.

ESTAMPAS DE LECTURA

Suele hablarse del atraso de Puerto Rico como país receptor de mode-los originados en las ciudades europeas acaparadoras del capital literario, cuando no se insiste en el total desamparo de la isla en materia de educa-ción y cultura, tan dañino como la abierta persecución de la disidencia por parte del gobierno español, durante el siglo XIX, en sus colonias remanen-tes. A pesar de la censura que enmendó planas y clausuró periódicos, de la persistencia de un clima adverso a las instituciones culturales hasta la última década del siglo XIX, e incluso de la ausencia de una universidad hasta la primera década del siglo XX, no es menos cierto lo que sugiere Otto Olivera: “el despótico régimen colonial, que había retardado el natural proceso evo-lutivo de las letras isleñas, era capaz de suprimir la prensa periódica, pero no de interrumpir por completo el trasplante de las ideas contemporáneas”13. Conviene hacer hincapié en los medios para el trasplante de ideas y en los

12. Véanse: Concha Meléndez, “El cuento en la edad de Asomante”, Literatura de ficción en Puerto Rico, San Juan, P.R., Editorial Cordillera, 1971, p. 11 y “Prefacio”, El arte del cuento en Puerto Rico, San Juan, P.R., Editorial Cordillera, 1970, p. 7; y, René Marqués, “Prólo-go”, Cuentos puertorriqueños de hoy, Río Piedras, P.R., Editorial Cultural, 1971, pp. 35-36. Según Marqués, los autores de la promoción que inicia su formación literaria en la década del cuarenta buscaron interlocutores, además de en Hispanoamérica, en la literatura nor-teamericana contemporánea. Fijaron en sus textos “el concepto de cuento en sus justas proporciones, descartando la aceptada actitud laxa y cómoda que permitía entre nosotros catalogar como ‘cuento’ todo relato corto en prosa: desde la leyenda histórica o folklórica y la desarticulada hemorragia lírica, hasta el cuadro amable o la estampa costumbrista”.13. Otto Olivera, La literatura en periódicos y revistas de Puerto Rico, siglo XIX, Río Piedras, P.R., Universidad de Puerto Rico, 1987, p. 118.

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agentes que influyeron en la transmisión de principios generadores de prácticas y representaciones culturales14.

El escritor Alejandro Tapia y Rivera (1826-1882)15 describió las refor-mas iniciadas por el intendente liberal Alejandro Ramírez y la apertura que significaron para el desarrollo material y cultural del país, sin dejar de referir cómo se cerraban esas puertas a voluntad del capitán general de turno. A partir de 1843, la publicación de los volúmenes colectivos Agui-naldo puertorriqueño, Álbum puertorriqueño y El cancionero de Borinquen demostró:

que la elegancia en la forma, así como el sentimiento y la fantasía poética no eran plantas exóticas en el país; que los buenos modelos comenzaban a conocerse y a estimarse (…). Desde esa época data la literatura, aunque asaz desmedrada, en Puerto Rico; comenzó por donde debía: por la canción y el romance, en una palabra: por las composiciones furtivas o ligeras.16

Josefina Rivera de Álvarez, autora de un Diccionario de la literatura puertorriqueña, del cual obtenemos los datos siguientes, destaca una serie de “circunstancias favorables” que propiciaron en el siglo XIX el surgi-miento de un “público lector puertorriqueño de creciente sustancia nu-mérica”17. A la introducción de la imprenta se sumó la fundación en 1812 de la librería de Nicolás Martínez. A partir de entonces se encuentran

14. Dichas prácticas y representaciones según Bourdieu, responden a un habitus o “siste-ma de predisposiciones duraderas (…) generadoras de prácticas y representaciones que pueden relacionarse objetivamente con sus consecuencias sin la intención consciente de alcanzar ciertos fines o el dominio explícito de las operaciones necesarias para alcanzarlos”, The Field of Cultural Production, New York, Columbia University Press, 1993, p. 5. La versión en inglés se lee: “the system of durable, transposable dispositions (…) which gene-rate practices and representations that can be objectively adapted to their outcomes without presupposing a conscious aiming at ends or an express mastery of the operations necessary in order to attain them”.15. AlejandroTapia y Rivera se ha reconocido invariablemente como el autor más impor-tante del siglo XIX puertorriqueño. Escribió dramas, poesía épica, poemas líricos, novelas, ensayos y relatos.16. A. Tapia y Rivera, El bardo de Guamaní. Ensayos literarios de Alejandro Tapia y Rivera (de Puerto-Rico), La Habana, Imprenta del Tiempo, 1862, p. 9.17. Josefina Rivera de Álvarez, Diccionario de literatura puertorriqueña, San Juan, P.R., Insti-tuto de Cultura Puertorriqueña, 1974, t. 2, v. 2, p. 829.

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menciones en la prensa de establecimientos que vendían libros religiosos, guías para forasteros, memorias y reglamentos oficiales. Según Rivera de Álvarez, quien a su vez cita estudios realizados por el historiador Lidio Cruz Monclova, tuvo importancia la librería de Francisco Márquez, esta-blecida en 1837, seguida en 1839 por la Librería y Gabinete de Lectura de Santiago Dalmau, que ponía en circulación libros en préstamo. Hacia 1844 Florentino Gimbernat se asoció con Dalmau, y añadió al establecimien-to de la librería una imprenta donde se publicaba el Boletín Instructivo y Mercantil, uno de los periódicos más importantes y longevos del siglo XIX. Dicha librería de Dalmau y Gimbernat pasó a ser la librería del erudito José Julián Acosta y Calbo. Tomando en cuenta diversas fuentes18, la proporción de personas alfabetizadas aparentemente no superó el veinte por ciento de la población general, pero fue de todos modos suficiente para mantener, acaso con precariedad, entre la censura y la pobreza, una cantidad de pe-riódicos que Pedreira sitúa en más de setenta fundados entre 1806 y 191919.

Tapia y Rivera dejó un hermoso registro de la afición a la lectura en una novelita cuyo protagonista, además de amante, joven y aventurero, es lector:

Eduardo está en aquella época feliz. Vive en una ciudad pequeña; pero a su edad todas son bellas y populosas. Más aún: no hay novela de su tiempo, que al devorarla él con ávida mente, no quede localizada por su imaginación en la ciudad nativa. Siendo ésta la de San Juan, Puerto Rico, no hay lugar en ella que, aunque de la manera más absurda, no imagine como teatro de algunas de las escenas que en las referidas novelas se representan.20

18. Véanse las notas de José Julián Acosta a la Historia geográfica, civil y natural de la isla de San Juan Bautista de Puerto Rico, Íñigo Abbad y Lasierra, J.J. Acosta y Calbo; notas, Gervasio L. García; estud. introd., 2ª ed. rev. y corr., [Madrid-San Juan], Academia Puerto-rriqueña de la Historia, 2011, p. 389. Sobre las personas que sabían leer en Ponce hacia el año de 1876 véase Eduardo Neumann, Verdadera y auténtica historia de la ciudad de Ponce, San Juan, P.R., Instituto de Cultura Puertorriqueña, 1987, p. 85; y, para la tasa de alfabetización en Puerto Rico a fines del siglo XIX, Francisco A. Scarano, Puerto Rico, cinco siglos de historia, 3ª ed., San Juan, P.R., McGraw Hill Interamericana, 1993, p. 605.19. Datos que se tienen a partir de un resumen de listas preparadas por Cayetano Coll y Toste y Paul G. Miller. Cfr. Antonio S. Pedreira, El periodismo en Puerto Rico, San Juan, P.R., Instituto de Cultura Puertorriqueña (Obras completas, 2), 1970, p. 18.20. A. Tapia y Rivera, La leyenda de los veinte años y A orillas del Rhin (novelas originales), Barcelona, España, Ediciones Rumbos, 1967, p. 9.

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Se trata de una vivencia de lectura intensiva, propia según Chartier, del lector o de la lectora que se deja seducir “por un texto que lo habita, y, al identificarse con los héroes de la historia, lo que descifra en el espejo de la ficción es precisamente su propia existencia”21.

Veamos otra estampa, esta vez de un grupo de aficionados a la lectura, en una carta de Francisco Vassallo que llegó inédita a manos de Salvador Brau, quien la citó en su prólogo a la edición de 1882 de El gíbaro, de Ma-nuel Alonso. La escena transcurre en San Juan, en diciembre de 1844, y se refiere a la recepción en la isla del Álbum puertorriqueño, un volumen de escritos diversos enviado desde Barcelona, donde residían los estudiantes que fueron sus autores:

No puede expresarse bastante el entusiasmo y el favor con que ha sido aco-gida esta obrita en Puerto Rico. Desde el martes 3 [de diciembre de 1844]22 a las 12 del día que se sacó de la Aduana el cajoncito que contenía los veinti-cuatro ejemplares, y se distribuyeron según la instrucción recibida (llenas ya las formalidades exigidas para la introducción de libros), viejos, muchachos, mozos, mujeres, toda clase de personas, andan quitándoselos de la mano, pidiéndolos por dos horas, preguntando si se venden, si se dan; en fin, es, un verdadero furor, una locura, la que ha causado el Álbum.……………………………………………………………………………… Vamos, repito, que esto es un delirio; se quieren veinte cosas a un tiempo; se quiere reimprimir el Álbum, se quiere pedir más ejemplares a Barcelo-na; se acusa a sus autores de demasiado modestos. —Si hubieran mandado siquiera 200 ejemplares para expender se hubieran vendido en una mañana. —Que se reimprima por mi cuenta; yo pago los gastos y con su producto le mando a los autores del Álbum los costos de su impresión. —Yo quiero 10 ejemplares. —Y yo 30 para mandar a los campos. —Está lindísimo.—Está precioso. —Este es un guante que nos arrojan los muchachos: —Sí, sí, recogerlo y a hacer un Aguinaldo para el primero de febrero.23

21. Roger Chartier, op. cit., p. 198.22. El día preciso se ha calculado a partir de un calendario de 1844. El único martes 3 poste-rior al mes de septiembre de ese año, fecha de publicación del libro en Barcelona, cayó en el mes de diciembre.23. Manuel Alonso, El gíbaro.Cuadro de costumbres de la isla de Puerto Rico, Salvador Brau; pról., Eduardo Forastieri Braschi; ed. crít., San Juan, P.R., Academia Puertorriqueña de la Lengua Española, 2007, pp. 10-12.

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Hipérboles aparte, la cita refleja el gusto por la novedad editorial, en este caso un muestrario de poemas sentimentales y satíricos y de cuadros costumbristas. Eran los mismos géneros que se publicaban en la prensa lo-cal. Despertaban las reacciones entusiastas de un grupo lector que una voz anónima en el diálogo de Vassallo cifra en doscientas personas. Además del ambiente festivo (el Álbum… llegó a la isla dos semanas antes de Navidad), hay también en esta nota el esbozo de una sociedad capaz de congregarse para recibir un libro cuya circulación previsible describe el entorno del país: la institución de la aduana y sus procesos censores; la alusión a la vida en los campos de una clase propietaria; las mujeres jóvenes y maduras que leen con sensibilidad (“una señora derrama una lágrima deliciosa sobre la página 54, y a una jovencita de quince años se le aguan los ojos, recorriendo la composición que empieza en la 102, y les tienen envidia muchas madres y muchas hermanas”); los comerciantes que lo aprecian como mercancía; el entusiasmo de viejos y mozos que admiran la belleza del libro; la respuesta un tanto envidiosa de los autores residentes en la isla; en fin, diversos lecto-res que coinciden en el placer del reconocimiento, como aquellos parisinos que para la misma década eran insaciables aficionados a los tableaux y las fisiologías que complementaban las entregas de la prensa periódica.

Hacia mediados del siglo XIX, Puerto Rico tenía una población de me-dio millón de personas. La ciudad capital era un puerto donde atracaban barcos de España y de otros países de Europa, así como de América24, se re-presentaban óperas, zarzuelas, dramas y comedias en el teatro municipal, y los hombres tertuliaban en los cafés y en las boticas. Si en París los retablos y fisiologías ilustradas cartografiaban los lugares, las modas y los tipos de la ciudad para un público deseoso de encontrar su reflejo en las páginas de un libro, no es menos cierto que la algarabía con que se recibió el Álbum puertorriqueño indica, además del afecto hacia los muchachos que pasaban una Navidad lejos del hogar, el deseo de que la ciudad y sus entornos, sus hablas y rumores, se hicieran visibles y legibles como un texto escrito25. Los

24. Almanaque aguinaldo de la isla de Puerto-Rico: para el año de 1857, San Juan, P.R., Im-prenta de Márquez, 1857, p. 127.25. Sharon Marcus, Apartment Stories: City and Home in Nineteenth-Century Paris andLondon, Berkeley, L.A., University of California Press, 1999, pp. 32-33.

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relatos costumbristas que Manuel Alonso incluirá en su libro El gíbaro. Cuadro de costumbres de la isla de Puerto Rico (1849, 1883), primero de autor puertorriqueño individual, así como la galería de estampas y tipos puertorriqueños que seguirá imaginando Manuel Fernández Juncos hasta fines del siglo XIX (e incluso en las primeras décadas del XX) tienen más de una semejanza con los retablos, galerías y fisiologías europeas.

El Álbum puertorriqueño editado en Barcelona fue una respuesta al primer Aguinaldo puertorriqueño publicado en 1843 por jóvenes residen-tes en la isla. Es evidente que en ninguna de las dos colecciones dominaba una manera o escuela de escritura. Imponer una clasificación con opo-siciones tan bastas como realismo vs. romanticismo o universalismo vs. nativismo, no se sostiene ante un texto como el mismo Gíbaro de 1849, donde la narración de un sueño provocado por la lectura de un tratado sobre enajenaciones mentales se coloca entre un apunte biográfico sobre el poeta Santiago Vidarte y un poema jocoso en “lengua jíbara”, dedicado a las fiestas campesinas del Utuao. Tanto la desnudez del realismo como el reclamo de lo fantástico y lo insólito han confluido desde los inicios del proceso literario puertorriqueño, y no solo en el caso de Alonso.

Para un escritor de talante erudito como Tapia y Rivera, hacer “litera-tura de imaginación” y hacer visible y legible el entorno del país formaban parte de un solo trazo. Para Tapia el término cuento deslindaba una cate-goría ancha; cabían en él tanto la prosa como el verso y admitía un sinnú-mero de formas y tratamientos que lo distanciaban de la novela: “La novela difiere del cuento o de la leyenda, romance, etcétera, en que estos admiten personajes, resortes e incidentes extraños al mundo de la realidad, como son los del invisible y maravilloso. La novela no sale del mundo natural; en el cuento y sus variedades pueden campear lo sobrenatural y lo fantástico, de cualquier linaje que sea esto último”26.

Al descargar en el cuento la levedad que, siguiendo a Hegel, según Tapia, asedia a todo proyecto literario, e incluso al dispensarlo de los aires sublimes del poema dramático y de las ambiciones de la novela, Tapia lo

26. A. Tapia y Rivera, Conferencias sobre estética y literatura, Barcelona, España, Ediciones Rumbos, 1968, p. 266.

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relaciona con la leyenda, el romance y un etcétera liberador. Para situarnos en la intención de sus creadores y no en la lastimera teoría del atraso de los procesos culturales en Puerto Rico, habría que leer con una amplitud semejante las modalidades del cuento que se escribió a lo largo del siglo XIX puertorriqueño, e incluso en las primeras décadas del XX, cuando persistía un tipo de relato distante ya de la tradición oral, sin ser tampoco forma plenamente autónoma desligada de intenciones didácticas y de los registros de la crónica y la leyenda.

Conviene aprender a leer en los lugares donde se cruzan las múltiples corrientes narrativas. Los cuentos de ambiente “exótico” incluidos en es-tas colecciones primerizas fueron despachados con desdén por la crítica institucional de la primera mitad del siglo XX27, pero no así por sus lectores contemporáneos, sin negar, desde luego, los debates que generaron28. El epílogo al Aguinaldo puertorriqueño de 1843, firmado por F.V., iniciales de Francisco Vassallo Forés, colaborador, como los jóvenes autores del Aguinaldo…, de El Boletín Instructivo y Mercantil, apunta a la polifonía que el libro admitió, acaso por razones sociales y políticas: “más me gustará como adición, y no como ‘sustitución con ventajas a la antigua botella de

27. La minusvaloración de textos que no se ciñeran a una “ambientación local” se expresa desde Pedreira a Concha Meléndez (ver “El cuento en la edad de Asomante”, op. cit., p. 12) y se prolonga hasta la Antología general del cuento puertorriqueño, de Cesáreo Rosa-Nieves y Félix Franco Oppenheimer, publicada en 1959. Se hace evidente en el prólogo escrito por Francisco Matos Paoli a la edición conmemorativa del centenario del Aguinaldo…: “Lite-rariamente hablando, el Aguinaldo se mueve en una órbita de excesiva pobreza estética”, Aguinaldo puertorriqueño de 1843, Río Piedras, P.R., Junta Editora de la Universidad de Puerto Rico, 1946, p. XII.28. En el cuento de Mario Kohlman (seudónimo del madrileño Eduardo González Pe-droso) publicado en el Aguinaldo… de 1843, la magia medieval evoca los prodigios de las ciencias del siglo XIX. El país se asoma por los márgenes, desde el velero que se acerca a San Juan “atormentado” por la voz taína huracán y la historia de dos amantes que se traicionan en un pacto con el diablo. Como curándose en salud, un personaje juzga que la historia es “a más de inmoral (…) inverosímil” (p. 79). Otro cuento poco discutido, “La infanticida” (pp. 153-180), firmado por Hernando (seudónimo del autor venezolano Juan Manuel Echeve-rría), es de ambientación realista y orientación sociológica: narra el juicio y antecedentes de una joven acusada de infanticidio. Las figuras modernas del abogado y la acusada anticipan la trama de Inocencia, una novela muy posterior de Francisco del Valle Atiles. El trance del patíbulo y la crueldad practicada en el cuerpo femenino contrastan con el sentimentalismo de otras colaboraciones.

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XXIINARRACIONES PUERTORRIQUEÑAS

Jerez, al mazapán y a las vulgares coplas de Navidad de nuestros abuelos’, como dice el Prospecto”29. La inclusión de la carta de Vassallo establece un contraste desde el libro mismo, si se la toma como el texto literario que es: un ensayo de crítica cultural que polemizaba con los benévolos parricidas. Que el Aguinaldo… contenga tanto una propuesta de renovación de las formas literarias como el llamado de Vassallo a “respetar las costumbres de nuestros padres, sin perjuicio de adaptar las nuevas, marcadas, si se quiere con el sello de más cultura y mejor gusto”30; que sus colaboradores aspirasen a una filiación derivada de los textos circulantes en los mercados editoriales europeos, y que la carta de Vassallo planteara, por otra parte, una apología de las costumbres “locales”, lo sitúa como un volumen de interesante complejidad, armado con una estrategia inclusiva que contras-taba con la censura oficial.

A más de siglo y medio de su publicación, la relectura de esta primera colección de escritos de autores puertorriqueños o residentes en la isla describe otra paradoja: la mirada apegada a las costumbres y tradiciones “del país” –representada por el comentario de Vassallo– tuvo vigencia en su tiempo, al igual que la “bella literatura” vinculada con la intención de los jóvenes. La literatura costumbrista es de tradición tan moderna como la escuela del romanticismo tardío. Ambas coexistieron en la corriente inicial de los campos literarios decimonónicos.

CULTURA Y CENSURA:SITUACIÓN DE LOS AUTORES. AGENTES CULTURALES

Para Bourdieu, las nociones de la autonomía del autor y del arte datan de los siglos XVIII y XIX, y se relacionan con la formación de un mercado de bienes simbólicos: un campo literario situado dentro del campo del poder, pero pretendiente, no obstante, a cierto grado de autonomía. En el siglo XIX francés, el campo cultural comprendió, en sentido amplio, según

29. Francisco Vassallo Forés (fmado.: F.V.), “A los jóvenes colaboradores del aguinaldo puerto-riqueño”, Aguinaldo…, p. 200.30. Ibid., p. 201.

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XXIIIBIBLIOTECA AYACUCHO

Bourdieu, tres corrientes literarias: la literatura social, la literatura “del arte por el arte” y la literatura burguesa. La figura del autor y del intelectual en general podía afiliarse a una corriente u otra, en correspondencia con las tendencias dominantes en el campo político.

No es posible trasladar sin más el concepto de campo literario al Puer-to Rico decimonónico, una autocracia regida a voluntad del capitán ge-neral español mediante leyes especiales interpretables de manera liberal o insidiosa, y en todo caso, siempre arbitrariamente. En consecuencia se problematiza la autonomía relativa de la figura del autor conforme a la tipología de Bourdieu. La prensa ocupaba un espacio obligado a excluir planteamientos políticos y a dar preferencia a inofensivos escritos didácti-cos. No obstante lo anterior, la isla también fue hija de su tiempo, y no estu-vo ausente de la cultura de los intelectuales puertorriqueños la invención romántica del genio creador31.

Después de la invasión del ejército de Estados Unidos en 1898, la in-mediata sustitución del incipiente gobierno autonómico de Puerto Rico, la imposición de políticas asimilistas, las arbitrariedades del gobierno militar primero, la intensa política de transculturación y la falta de libertades ple-nas a lo largo del siglo XX hasta el presente, mueven el campo hacia la resis-tencia crítica y colocan al intelectual en una posición afín al “arte social”, cuando no en la difícil coyuntura de reclamar un grado de autonomía de oficio en pugna con reclamos colectivos. Como señala Bourdieu, cuando se restringe el coin de folie en el campo de poder, peligra la ilusión de la autonomía relativa del arte.

A la luz de estas condiciones particulares, situemos el papel de los agentes culturales, en el sentido de Bourdieu, particularmente de las revis-tas y los periódicos32. Abundan los testimonios a propósito de los efectos

31. Véase el prólogo de Bonocio Tió a Mis cantares, de Lola Rodríguez de Tió, Mayagüez, Imprenta de M. Fernández, 1876.32. Se atribuye a la prensa una función reguladora (que en Puerto Rico, además, tenía que sortear la censura previa), orientada por “la necesidad de comprimir la multiplicidad de la ciudad en una narrativa unificadora, o punto de vista narrativo; cartografiando la ciudad con referencia a sus tipos sociales y topografías; asumiendo la transparencia de los signos urba-nos” y, rurales, añadiríamos con referencia a la isla, cuya población siguió siendo mayoritaria-mente rural o pueblerina hasta mediados del siglo XX. Cfr.: Sharon Marcus, op. cit., p. 51.

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XXIVNARRACIONES PUERTORRIQUEÑAS

en el periodismo de la censura previa, incubadora de textos “útiles e ino-centes”, formadora de habitus y horizontes de lectura. La siguiente cita de Manuel Fernández Juncos a propósito de sus artículos costumbristas, publicados en el semanario El Buscapié, describe un inventario de recursos retóricos para burlar la censura:

Solo hay una circunstancia común que afecta por igual a todos ellos, y es la de haber sido escritos y publicados bajo la presión de una ley contraria a la liber-tad y desarrollo del pensamiento, o de una previa censura restrictiva y meti-culosa por demás. De aquí las alusiones equívocas, los dichos e pigramáticos, las perífrasis, las alegorías y otras torturas del lenguaje y del pensamiento que notará a menudo el curioso lector, sobre todo en los artículos referentes a cualquier asunto oficial.33

A propósito de la prensa en la isla de Cuba, sometida también al ré-gimen alucinante de las leyes especiales y la censura previa, un estudioso sugiere que el periodismo ligero ocupaba los espacios menos vigilados:

Esta escritura abandonada al placer o complaciente, propia de los periódicos ligeros, empezó por manifestarse en publicaciones de La Habana como La Mariposa (1838), en parte porque la censura vedaba en Cuba espacios discur-sivos más serios, y en parte porque la riqueza económica de la isla contribuyó a una abundancia de publicaciones periódicas.34

Un equivalente de ese periodismo ligero en el Puerto Rico de los dos primeros tercios del siglo XIX se encuentra, hasta cierto punto, en los anua-rios conocidos como almanaques y aguinaldos, imitaciones de los almana-ques anuales que se publicaban, con variaciones considerables, en España, Francia, Inglaterra y Alemania35. En la Bibliografía puertorriqueña editada

33. O. Olivera, op. cit., p. 210.34. Víctor Godgel Carvallo, “Caleidoscopios del saber. El deseo de variedad en las letras latinoamericanas del siglo XIX”, Estudios. Revista de investigaciones literarias y culturales (Caracas-USB), v. 18 Nº 36 (2010), (pp. 272-295), p. 281.35. En Inglaterra la publicación de almanaques formaba parte de un monopolio lucrativo y poderoso autorizado por el Estado. Se vendían cientos de miles de ejemplares mediante licencia exclusiva y sus editores recibían una parte de los ingresos generados por las actividades que

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por Antonio Pedreira se listan veintidós anuarios publicados entre 1857 y 1879 con el título de Almanaque aguinaldo puertorriqueño36. Además del santoral y el calendario de las lunas (referencia obligada en los hogares y haciendas agrícolas) se difundían consejos útiles en secciones de economía doméstica, se publicaban guías de restaurantes, farmacias y consulados lo-calizados en San Juan, datos de importaciones y exportaciones e itinerarios de vapores y rutas postales. Como oferta literaria se incluían colecciones de poemas de autores diversos, cuentos y ensayos didácticos. Además, buena parte de los anuarios publicados por Acosta se dedicaba al catálogo de li-bros en venta en la librería del editor. A partir del número correspondiente a 1872, la publicación de los almanaques pasó a la imprenta de Pascasio Sancerrit. El mismo Sancerrit (con el seudónimo de Bachiller Fernando de Rojas) escribía relatos fantásticos que, dando voz a la figura legendaria de El Mago de Aguas Buenas y condimentados con alusiones en clave a los temas circulantes en los salones y tertulias sanjuaneros, hacían las veces de crónicas de los acontecimientos del año que concluía.

En la década de 1870 los agentes del campo cultural se multiplicaron con la fundación de instituciones dedicadas al cultivo de las artes, las letras y las ciencias. Sobresalieron el Ateneo Puertorriqueño, fundado en San Juan en 1876, y los gabinetes de lectura. Entre estos gabinetes se distinguió el de Ponce, fundado en 1877.

se anunciaban, tales como ferias agrícolas (ver: William St. Clair, The Reading Nation in the Romantic Period, Cambridge, Cambridge University Press, 2004, p. 58). En España regía la li-mitación del privilegio exclusivo otorgado por la Corona para este tipo de publicaciones, en su modalidad de almanaques religiosos. En el Aguinaldo para el año 1848, o sea, almanaque históri-co, profético, literario y popular escrito a imitación de los mejores que de su clase se publican en el extranjero, se reclama que el género es de origen árabe y que los primeros almanaques europeos se publicaron en España, con la inclusión no solo de observaciones astronómicas y versículos del Corán, sino de apólogos orientales del género de las Mil y una noches. A partir de la inven-ción de la imprenta en Alemania, “los almanaques se derramaron rápidamente en España, Alemania, Inglaterra y Francia, y dieron al pueblo conocimiento y doctrinas ignorados hasta entonces. (…). Durante el reinado de don Felipe II los almanaques empezaron a publicarse cada año (…)” (Almanaque histórico, profético, literario y popular para el año 18 escrito á imita-ción de los mejores de su clase que se publican en el estrangero, Santiago Ángel Saura i Mascaró, Barcelona, Impr. y libr. de Sra. Viuda é hijos de Mayol, 1848, pp. 13, 14).36. Antonio S. Pedreira, Bibliografía puertorriqueña (1493-1930), San Juan, P.R., Universi-dad de Puerto Rico (Estudios Hispánicos, 1), 1932, 707 p.

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XXVINARRACIONES PUERTORRIQUEÑAS

Manuel Elzaburu, uno de los presidentes del Ateneo en sus inicios, concebía la función institucional como estimulante de una infraestructura necesaria para la generación y difusión de saberes: la producción de bi-bliografías y antologías, la fundación de archivos y bibliotecas, la edición de libros, la compilación de colecciones museográficas, la producción de investigaciones en torno a problemas del país y la celebración de certáme-nes en las artes y las letras. Según Elzaburu, el Ateneo, a diez años de su fundación, ya comenzaba a destacarse en dichas gestiones. Refiriéndose a una de las obras premiadas en certamen, la bibliografía pionera de Manuel María Sama (1887), Elzaburu observa que entre 1831 y 1876 se habían pu-blicado en Puerto Rico alrededor de cien libros. En contraste, solo durante la primera década del Ateneo (1877 a 1886), aparecen publicados 155, lo que Elzaburu atribuye, en parte, a las conferencias, sesiones literarias y certámenes auspiciados por la institución37.

Las revistas culturales también ganan en extensión y calidad literaria en el último tercio del siglo38. Vale destacar las más relevantes: La Azucena, El Buscapié (semanario) y la Revista Puertorriqueña.

La Azucena (1870-1871; 1874-1877) se anunciaba como “revista dece-nal de literatura, ciencias, artes, viajes y costumbres dedicada al bello sexo pto-rriqueño”. En un prospecto de la revista se lamenta la poca afición a la lectura en el país y se añade: “Quitemos de una vez al lamentable dilema las negociaciones y hagamos que se lea porque se escriba y se escriba porque se lea. De lo segundo trataremos nosotros; toca a vosotras, dignas y amables lectoras, realizar lo primero… si vosotras leéis, leerán los hombres”39.

37. Manuel Elzaburu Vizcarrondo, “El Ateneo”, Prosas, poemas y conferencias, San Juan, P.R., Instituto de Cultura Puertorriqueña, 1971, p. 230. Ver también, Marta Aponte Alsina, “Dos instituciones culturales puertorriqueñas del siglo XIX”, Revista del Ateneo Puertorri-queño (San Juan), Nos 13-15 (1995). Existe un catálogo de libros y revistas de la biblioteca del Ateneo publicado en 1897 que incluye los autores y títulos de alrededor de 1.200 obras. La co-lección se inclina hacia las obras representativas de las figuras venerables de la Ilustración, los pensadores metafísicos de la primera mitad del siglo, y los positivistas que en Europa alcanzaron su apoteosis y el principio de su decadencia justamente para la década en que fue establecida la institución colonial.38. Para una excelente discusión sobre otras publicaciones importantes, véase: O. Olivera, op. cit.39. El Progreso, 28 de octubre de 1870. Agradezco esta referencia al profesor Roberto Ramos Perea.

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XXVIIBIBLIOTECA AYACUCHO

No solo se caracteriza la lectura como espacio primordialmente feme-nino, sino que se pone en circulación el ideario de Alejandro Tapia y Ri-vera, el editor de la revista. Desoyendo las admoniciones de Alejandrina Benítez sobre las lecturas “malsanas” publicadas en La Guirnalda, otra revista para mujeres (“Que me sea permitido decirlo sin rodeos: la litera-tura moderna es un cáncer que corroe a nuestra sociedad (…). ¡Cuántas veces me he compadecido al ver en manos de una joven esas obras llenas de sangre, de esqueletos y de cadalsos!”40), en las páginas de La Azucena la mujer se erige en crítica de las estrecheces intelectuales de los hombres que fungen de guías intelectuales y árbitros de la moralidad y el gusto. La serie de cartas en forma de crónicas entre las ficticias Julia, Isaura y G raciela, escritas por el mismo Tapia, da voz a un sujeto femenino ilustrado que lo mismo opinaba sobre los vuelos filosóficos del Fausto de Goethe, que reseñaba una obra representada por alguna compañía de cómicos de paso por la isla o comentaba la moda del momento. Similar deleite ecléctico se refleja en la selección de los textos que se publican en la revista. Prima la poesía, pero el editor se da el gusto criollo de mezclar con total libertad cuentos góticos de Poe y alguna leyenda nativista escrita por José Pablo Morales o el mismo Tapia, con novelas por entregas de Dumas y las cha-radas ideadas por la esposa de Tapia, Rosario Díaz Espiau. Como plato fuerte se incluyen conferencias recién pronunciadas en el Ateneo Puer-torriqueño o el Gabinete de Lectura de Ponce, además de ensayos sobre ciencia, filosofía, música, educación, higiene y salud, mujer y feminismo, pintura y crítica teatral.

El último número de La Azucena se publicó en 1877. Casi de inmediato entró en escena Manuel Fernández Juncos (1846-1928), fundador de El Buscapié y la Revista Puertorriqueña, una figura que por su cosmopolitismo y conciencia de modernidad cabe destacar como el editor más sobresalien-te del siglo XIX puertorriqueño. La primera época del semanario El Bus-capié se prolongó desde 1877 hasta 1899; el semanario volvió a publicarse entre 1917 y 1919.

40. O. Olivera, op. cit., p. 147.

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XXVIIINARRACIONES PUERTORRIQUEÑAS

Situemos estas publicaciones tomando como referencia la propues-ta de Julio Ramos41 sobre la profesionalización y mercantilización de la prensa periódica y los efectos de ese proceso que, por una parte, favorece la “literatura industrial” y por otra, paradójicamente, consagra la auto-nomía relativa de la literatura como expresión artística que se distancia de la figura del escritor civil dominante en las etapas iniciales de la pren-sa latinoamericana. No obstante su apertura a ciertas corrientes artísticas contemporáneas, las condiciones mismas de la isla resaltan el compromi-so cívico, hermanado con una visión casi pedagógica del oficio editorial. Fernández Juncos, tanto en el semanario como en la revista, se hizo cargo de secciones de crítica y reseñas bibliográficas: “Crítica Literaria”, “Mo-vimiento Bibliográfico Español”, “Literatura y Bibliografía en España” y “Bibliografía y Notas Literarias”. Seguía así los criterios de catalogación, erudición e institucionalización formulados por Elzaburu. El estado de la vida en colonia –y, añadiríamos, el peso de una figura conservadora en el campo literario, la figura del intelectual cívico orientador– se refleja en la producción de una revista académica en ausencia de academias. Según el prospecto de la Revista Puertorriqueña, fechado en 1887:

Se advierte en la vida intelectual de este país un fenómeno que llama pode-rosamente la atención de los hombres inteligentes. Por más que la expresión parezca un tanto paradójica podría decirse que en Puerto Rico hay literatos y no hay literatura (…). No faltan elementos aislados, producciones dispersas y esfuerzos individuales que a veces logran merecido triunfo; pero todo esto vegeta y languidece por falta de ambiente apropiado, de atmósfera literaria que favorezca el desarrollo de tan apreciables componentes. Se necesita ante todo núcleo, roce, contradicción razonada, exposición y cambio recíproco de ideas, palenque neutral adonde no lleguen los exclusivismos de escuela ni los enconos de la lucha política, y medio de publicidad periódica, fácil y segura no solo para la propaganda en la isla, sino para llevar la más alta expresión de nuestra cultura intelectual a todos los pueblos de Europa y América en donde se hable el magnífico idioma castellano.42

41. Julio Ramos, Desencuentros de la modernidad en América Latina. Literatura y política en el siglo XIX, Santiago de Chile, Cuarto Propio, 2003.42. O. Olivera, op. cit., p. 262.

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XXIXBIBLIOTECA AYACUCHO

En uno de los primeros números de la Revista Puertorriqueña, el edi-tor opina que la literatura puertorriqueña “en general se encuentra (…) todavía en la etapa del follaje y de las flores”. De ahí que se conciba el oficio de la crítica como estimulante de una literatura social, desalentadora de la mala poesía, favorecedora de la prosa y exponente de modelos contempo-ráneos, aunque en modo alguno proponga relatos con moraleja, y mucho menos conciba la literatura como profesión alimentaria43.

Las reseñas no solo incluían comentarios sobre autores del país; divul-gaban opiniones sobre libros y autores contemporáneos hispanoamerica-nos, españoles y franceses. Es impresionante la red de corresponsales que estableció Fernández Juncos. Habría que indagar en las fuentes documen-tales que sobrevivan para precisar cómo se comunicaba con colaboradores asiduos de la isla y el extranjero. Él mismo dejó alguna pista:

Tal vez la Biblioteca de El Buscapié y de la Revista Puertorriqueña sea la más abundante en obras chilenas, y no pasan de veinticinco de esta sección ame-ricana, debidos, principalmente a los buenos oficios de don Eduardo de la Barra y don Pedro Pablo Figueroa. No creo que haya en Chile quien tenga muchos más libros de Puerto Rico. Verdaderamente es lamentable el aisla-miento literario en que vivimos respecto de nuestros hermanos del Sud de América. De ello tiene bastante culpa el servicio postal, que sufre entre no-sotros atrasos e intermitencias inverosímiles. Ricardo Palma se asombraba de que sus cartas y libros tardaran cuatro meses en llegar desde Lima aquí, cuando no se extravían. Los libros y revistas de Buenos Aires suelo recibirlos por vía de Portugal, por Barcelona o por Estados Unidos, que es por donde más pronto llegan, y este mismo libro del señor Vázquez Guarda, de Santiago de Chile, trae en el sello postal de origen cerca de cuatro meses de atraso. Voy creyendo que, efectivamente, la literatura del Nuevo Mundo está llamada a desaparecer (…) en el correo.44

43. Ibid.44. “Más tarde, y a medida que los estímulos del buen ejemplo vayan desarrollando entre la juventud literaria puertorriqueña el hábito de escribir en prosa con sobriedad y soltura, será conveniente despertar y mantener el entusiasmo por la novela, género literario que ha llegado a adquirir en nuestra época una importancia insuperable, y para el que no faltan preciosos elementos en la vida social, política y religiosa de este país… A estos fines se diri-girán principalmente mis trabajos de crítica literaria en la Revista Puertorriqueña”, Revista Puertorriqueña (San Juan), (1893), p. 800.

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XXXNARRACIONES PUERTORRIQUEÑAS

No es posible exagerar la importancia de las publicaciones mencio-nadas como acumuladoras de capital cultural. Sobresalen en la gestión de designar, apreciar y difundir relaciones y productos culturales. Impresio-na la calidad de las mismas en el Puerto Rico del último tercio del siglo XIX, plaza fuerte agobiada por las persecuciones políticas. La Revista P uertorriqueña se fundó en el mismo año de los “Compontes” –la notoria persecución y tortura de militantes autonomistas desatada por el capitán general Romualdo Palacios– como si fuera cierto que a mayor represión, mayor voluntad de letras. La persistente presencia de estos medios orientó el devenir de las próximas décadas, más allá de la invasión militar esta-dounidense, y dejó establecido el contacto con las corrientes dominantes de las letras europeas e hispanoamericanas de su tiempo e incluso con la literatura de Estados Unidos –si bien con una presencia reducida, Poe, Longfellow, Hawthorne, Irving– que influirá en la formación de los auto-res de entre siglos45. Varios narradores puertorriqueños que seguirán acti-vos hasta el primer tercio del siglo XX divulgaron sus primeros trabajos en El Buscapié y la Revista Puertorriqueña. Son los casos de Matías González García (1866-1938), Manuel Zeno Gandía (1855-1930), Pablo Morales Cabrera (1866-1933), Cayetano Coll y Toste (1850-1930) y Carmela Eulate Sanjurjo (1871-1961).

ALGUNAS PUBLICACIONES PERIÓDICAS DEL SIGLO XX

En 1904 Eugenio Astol (1868-1948) publicó Cuentos y fantasías, un libro de relatos cuya filiación de entraña simbolista y limpia factura de estilo y arquitectura narrativa daba la espalda a la preceptiva naturalista de fines de siglo. Los cuentos de Astol se relacionan con cierta tendencia místi-coerótica del modernismo, sin dejar de ilustrar la práctica del periodismo en los narradores de la primera década de la ocupación estadounidense.

45. No solo se publicaba a los realistas y naturalistas españoles –Pardo Bazán, Clarín, algo de Galdós– sino a autores hispanoamericanos y antillanos: Julián del Casal, Martí, Gutié-rrez Nájera, Díaz Mirón, Juan de Dios Peza, Gertrudis Gómez de Avellaneda, Rubén Darío, y muchos otros, además de franceses contemporáneos como Maupassant, Zola, Loti, Daudet, Anatole France y Heredia.

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XXXIBIBLIOTECA AYACUCHO

Astol era periodista de oficio. Fue uno de los editores de La Revista Blan-ca, p ublicación de entre siglos, que se anunciaba como “un semanario de literatura, ciencias y artes dedicado especialmente al bello sexo”46. La salida del libro de cuentos de Astol reanimó la polémica entre nativistas y exóticos originada en las páginas del Aguinaldo puertorriqueño de 1843. Vale la pena citar del prólogo del libro, escrito por el poeta y periodista J.A. Negrón Sanjurjo, porque señala la dualidad entre lo local y “lo que traspasa nuestros límites geográficos”, si bien reconoce que Astol era caso aparte: “Astol empezó su carrera literaria en el periodismo. Del perio-dismo sacó la enjuta concisión de su estilo, tan diáfano, tan vivo y tan nervioso”47. Más adelante describe la fiebre de escritura modernista que recorre la isla:

La literatura puertorriqueña está contaminada con la lectura, o reflejo de lectura, de los Rubén Darío y los Vargas Vila, de quienes solo imita los alam-bicamientos y los extravíos (…) advierto que ese público (de lectores puerto-rriqueños) se va cansando de ver cómo, bajo capa de innovaciones, infantiles y perniciosas, hay quienes estropean, adulteran, profanan y desnaturalizan el habla más hermosa de la tierra.48

Ya en materia de publicaciones periódicas, una iniciativa editorial con pretensiones empresariales fue El Cuento Quincenal. Según el prospecto, se trataba de una serie de folletos ilustrados con cuentos y novelas cortas de narradores reconocidos: Manuel Fernández Juncos, Cayetano Coll y Toste, Manuel Zeno Gandía y José Pérez Losada. El modelo técnico de estas entregas publicadas por M. Burillo y Co. se remonta a las ediciones en serie, que han sido uno de los puntales de la industria editorial (en los países donde esta existe), desde el siglo XIX hasta el presente49. Según los editores:

46. O. Olivera, op. cit., p. 311.47. José A. Negrón Sanjurjo, “[Frontis]”, Cuentos y fantasías, Eugenio Astol, Ponce, Tipo-grafía de Quintín Negrón Sanjurjo, 1904, p. X.48. Ibid., pp. XI-XII, XIV.49. Véase: The Culture of the Publisher’s Series, John Spiers; ed. and introd., New York, Palgrave Macmillan, 2011 (2 v.), v. 1, Authors, Publishers and the Shaping of Taste.

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XXXIINARRACIONES PUERTORRIQUEÑAS

El Cuento Quincenal sustituye al magazzine (sic) extranjero. Y siguiendo no-sotros la evolución y progreso literarios nos decidimos a servir, preparados por y con elementos propios, una publicación amena a costo reducidísimo (…). Ante todo es obra puertorriqueña, y no dudamos en merecer y obtener el favor del público, apoyado en la justificación de reclamar la protección que se debe a las letras patrias.50

A principios del siglo XX surgieron importantes revistas literarias (v.g. La Revista de las Antillas) así como de interés general y larga duración, tales como Puerto Rico Ilustrado, fundada en 1910 por los hermanos Manuel y Romualdo Real, empresarios editores oriundos de las islas Canarias. El semanario, cuyas fotografías y reportajes documentaban la vida social del país, se publicó hasta 1952. Según Josefina Rivera de Álvarez, a lo largo de su larga existencia, “se hace eco esta revista de una parte importantísima de la producción literaria puertorriqueña en prosa y verso que ve la luz en la prensa periódica”51.

Los años de la primera posguerra, de la crisis mundial del capitalismo y la Gran Depresión fueron de hondas transformaciones en la vida política e intelectual de Puerto Rico. En 1917 se impuso a los puertorriqueños, por decreto del Congreso estadounidense, la nacionalidad de Estados Unidos. En 1922 se fundó el Partido Nacionalista Puertorriqueño y comenzó a arraigarse en la imaginación popular la figura de su dirigente más impor-tante, Pedro Albizu Campos. Resurgió el panamericanismo como ideolo-gía de integración entre las Américas, si bien de manera paradójica, pues los ideales panamericanos contrastaban con las ocupaciones militares de países latinoamericanos por tropas estadounidenses. Hacia el final de la década la economía de Puerto Rico se conmovió con el crack de Wall Street y la frágil situación de la agricultura tras el huracán San Felipe.

En 1929, cerrando una década que quedará asociada con conmocio-nes económicas y movimientos culturales de gran riqueza (vanguardias

50. El Cuento Quincenal, [San Juan, P.R.], M. Burillo y Co., [1911]. Consultado en la Colec-ción Puertorriqueña, Libros raros de la Biblioteca Lázaro, Universidad de Puerto Rico, Río Piedras.51. J. Rivera de Álvarez, op. cit., t. 2, v. 2, p. 1214.

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XXXIIIBIBLIOTECA AYACUCHO

i n ternacionales, literarias y artísticas, “jazz age”), se fundó la revista Índice. La revista fue un proyecto de críticos y autores de la generación en que Concha Meléndez ubicó a los nacidos alrededor de 1898, y que a fines de los años veinte se propusieron “llenar (…) el fecundo propósito de difu-sión cultural”52. Se publicaron veintiocho números entre abril de 1929 y julio de 1931, con tiradas relativamente altas: “2000 ejemplares en papel de periódico que circulan entre los escritores del país, la Universidad y las clases de español de las escuelas superiores, públicas y privadas, y 500 ejemplares en papel cáscara de huevo, que circulan en el extranjero entre escritores, revistas, bibliotecas, universidades y otros centros de cultura”53. Los editores asumieron una posición moderada, al distanciarse de las van-guardias y concebir la revista como ente regulador y ordenador, a la par que educativo y de formación de criterios en materias de arte e identidad; un agente de “señalización y rotulación”, muy de acuerdo con el perfil aca-démico de uno de sus redactores, Antonio S. Pedreira, quien fuera docen-te e i nvestigador en el entonces recién creado Departamento de Estudios Hispánicos de la Universidad de Puerto Rico. En el editorial del primer número, acicalado con metáforas de viaje, se dice: “Bien estará si Índice logra realizar, como se propone, la triple significación de su nombre: seña-lamiento de orientaciones, medida de valores, registro de los capítulos de la actividad cultural de ayer y de hoy”54. Se trataba, en suma, por voluntad explícita, de una publicación normativa que difundía criterios para la for-mación de un conjunto de libros y autores que pudieran integrar lo que hoy llamaríamos un canon de la literatura puertorriqueña. Como sus anteceso-ras más importantes, Índice estableció vínculos con autores e instituciones culturales de otros países.

En Índice se publicaron cuentos de Antonio Oliver Frau (1902-1945), Alfredo Collado Martell (1900-1930), Emilio S. Belaval (1903-1973), Matías González García, Eugenio Astol, José Isaac de Diego Padró (1896-1974),

52. “Aterrizajes: Cartel”, Índice. Mensuario de historia, literatura y ciencia. 23 de abril de 1929 a 28 de julio de 1931, Vicente Géigel Polanco; pról., San Juan, P.R., Editorial Universitaria, 1979, p. [1] sin numerar. Edición facsimilar.53. Ibid.54. Ibid., p. [2].

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XXXIVNARRACIONES PUERTORRIQUEÑAS

Miguel Meléndez Muñoz (1884-1966) y Gustavo Agrait (1908-1998). La revista muestra un cruce de generaciones con la inclusión de tres narrado-res mayores (Astol, González García y Meléndez Muñoz) en el proyecto de los escritores jóvenes.

Iluminadora del clima intelectual de su tiempo es la conclusión –es-crita quizás por el mismo Pedreira, y ciertamente afín al tono de su ensayo posterior, Insularismo– a unas preguntas que los redactores habían lanza-do a los intelectuales del país: “¿Qué somos, cómo somos?”:

Y esta soledad –mordaza del derecho– que nos amputa de los fraternos nú-cleos intelectuales y nos desvía de las nuevas corrientes del pensamiento que agita la conciencia del mundo, constituye una de las señales más represivas de nuestra cultura, y un factor explicativo de nuestra personalidad carbonizada. (…). Nacimos y crecimos en colonia, y en colonia pensamos y actuamos, es-perando una patria por prescripción.55

La lamentación entre feroz y fatídica se respira en el motivo recurrente de la abulia, tan palpable en los escritos de Collado Martell, en los primeros libros de Enrique Laguerre (1906-2005), uno de los novelistas puertorri-queños más difundidos del siglo XX, en algún texto de Luis Palés Matos (1898-1959), cuyo poema “Pueblo” encuentra eco en el relato “En tierras de Maricorba”, de Oliver Frau. En el habitus de la época, esa desidia de-bilitadora de voluntades coincide con los elementos grotescos y la demo-ledora iconoclastia de ciertas corrientes de vanguardia56, matizada por los vitalismos en boga a partir de la publicación en 1918 de La decadencia de Occidente, de Spengler, objeto de un análisis del historiador José López Baralt en Índice57.

Tras la desaparición de Índice, el cuento encontró espacios en revistas como Alma Latina, Puerto Rico Ilustrado y la literaria Asomante, editada por Nilita Vientós Gastón. Según Concha Meléndez, esta última amparó a toda una promoción de escritores que la crítica bautizó como la generación

55. A.S. Pedreira, “Aterrizajes: nuestro aislamiento”, ibid., pp. 181-182.56. Ver: Diego Padró, “Ideas, juicios, mixtificaciones”, ibid., pp. 137-138.57. Ver: José López Baralt, “Nuevas orientaciones historiográficas”, ibid., pp. 174-175.

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XXXVBIBLIOTECA AYACUCHO

de Asomante. En los años setenta del siglo XX, Asomante se transformó en la revista Sin Nombre y se multiplicaron las efímeras revistas generaciona-les que abrieron sus páginas a la publicación de cuentos.

La prensa periódica siguió siendo una incubadora de ficciones hasta los años ochenta del siglo XX. Para quien ojee las revistas suplementarias de los diarios de gran circulación y las compare con la oferta de la prensa actual, no deja de ser asombroso que hace menos de medio siglo se reser-vara más espacio a la palabra impresa que a la publicidad. En El Imparcial, dirigido a un público lector popular, se publicaban relatos del género true crime en traducción, además de novelas clásicas por entregas. El Mundo contaba con una enjundiosa página literaria. En la actualidad ningún dia-rio del país publica textos de creación con una frecuencia comparable a la de los diarios mencionados. En el ejercicio del reportaje “objetivo”, en las páginas mercantilizadas de los diarios, se ha tronchado, de manera eviden-te, la centenaria relación entre periodismo y literatura.

MOTIVOS

DE VIAJES Y MIGRACIONES

Una de las primeras narraciones novelescas del continente americano, Los infortunios de Alonso Ramírez (1690), firmada por Carlos Sigüenza y Gón-gora, narra las vicisitudes del aventurero Alonso Ramírez. Ramírez, que reconoce a Puerto Rico como su patria, le da la vuelta al mundo en oficios de marinero, es víctima de piratas filipinos y narra sus peripecias en relatos que divirtieron a la corte virreinal mexicana. Los infortunios… abren en la literatura relacionada con Puerto Rico un contrapunto opuesto al tema de la tierra: el motivo del viaje como práctica de conocimiento. “Viajes de Escaldado”, el relato aquí incluido, de Ramón Emeterio Betances (1827-1898), e incluso el viaje satírico que narra Alejandro Tapia en “Un viaje a Monte-Eden”, forman parte de esa literatura de peripecias transeúntes. El primero es alegoría volteriana; el segundo una parodia hiperbólica. La pa-rodia enlaza dos polos en tensión: el afán de movimiento y la inmovilidad en clave de densidad telúrica, como si el peso mismo de la tierra produjera

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XXXVINARRACIONES PUERTORRIQUEÑAS

imantaciones paralizantes. Quizás viene al caso el enigmático gesto de ensi-mismamiento que percibió Pedreira: “La historia de Puerto Rico ha tenido que desarrollarse en actitud defensiva, replegándose sobre sí, guardándose hacia adentro para evitar sorpresas estratégicas”58.

El destierro, el exilio, la migración presentan carices muy diversas cuando la mirada que se desplaza retiene unos lazos emotivos que con-forman una subjetividad vinculada con el país de origen. La óptica de un “hijo del país” que ve de cerca la situación de España queda registrada en la estampa cuenteada de Antonio Cortón (1854-1913): “Galdós, diputado por Puerto Rico”. Asimismo, los bajos fondos de la ciudad peninsular, la pobreza y la prostitución que azoran al estudiante de ultramar se trasladan al hermoso relato de matices eróticos “Las ligas de Carmen”, de Abelardo Morales Ferrer (1864-1894).

Tampoco faltan en la narrativa puertorriqueña del siglo XIX las vistas del imperio naciente59. La imagen figura como preámbulo a lo que parece ser la traducción de un relato de aventuras ambientado en el Caribe. El tra-ductor, Francisco Amy, remontándose a una experiencia de su estancia en Nueva York durante los años cincuenta del siglo XIX, explora una librería de viejo en Manhattan: “Durante mi permanencia en Nueva York, una de las distracciones que más me fascinaban era detenerme, como a menudo lo hacía, frente a una de las estanterías de libros viejos, situadas sobre la acera, en muchas de las calles del Down Town, o parte baja de la ciudad”60.

Los Estados Unidos de las luchas feministas forman parte de los es-cenarios cosmopolitas del Póstumo envirginiado de Tapia: Nueva York y el Cooper Union, el Ateneo de Boston, el estado de Illinois: “En todas partes vieron igual agitación latente, cuando no manifiesta, respecto de la emancipación de las mujeres”61. Manuel Zeno Gandía localizó en Nueva

58. A.S. Pedreira, “Aterrizajes: nuestro aislamiento”, ibid., p. 182.59. En Nueva York se fraguaron conspiraciones independentistas, vivieron exiliados Hos-tos, Betances y otros patriotas, se fundaron periódicos y clubes políticos y cívicos. Véase: Bernardo Vega, Memorias, Río Piedras, P.R., Ediciones Huracán, 1977.60. Francisco Amy, Letras de molde. Prosa y verso, Nueva York, Imprenta de El Porvenir, 1890, p. 7.61. Alejandro Tapia y Rivera, Póstumo envirginiado. Segunda parte de Póstumo el transmigra-do, Río Piedras, P.R., Editorial Edil, p. 259.

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XXXVIIBIBLIOTECA AYACUCHO

York buena parte de la acción de su novela Redentores (1925) y dejó in-édita otra novela que lleva el nombre de la ciudad. De mensaje libertario es el cuento “El cajero”, de Luisa Capetillo (1883-1922), una venganza letrada contra los capitalistas rapaces de la ciudad donde la autora resi-dió en una etapa de su vida trashumante. Otra visión crítica de Nueva York en la primera década del siglo XX, desde el punto de vista de un obrero radical, se encuentra en las corrosivas crónicas de Tomás Carrión Maduro (1870-1920) publicadas con el título de Ten con ten: impresiones de un viaje a la América del Norte (1906). En un registro afín a la crónica cosmopolita modernista habría que ubicar un relato de Pablo Morales Cabrera (1866-1933), contemporáneo de Carrión Maduro y más reco-nocido por sus cuentos criollos que por otras tendencias presentes en su narrativa: el interés en las ciencias naturales y la literatura fantástica. Saliéndose de las casillas donde lo ubica la historia literaria y con total naturalidad, Morales Cabrera incluyó en sus Cuentos criollos (1925) el re-lato “La cuerda rota”, de matices sicológicos y fantásticos, ubicado entre Boston y la Lima conventual y ambientado en esos espacios de nuestra imaginación de pueblo migrante: los boardings o pensiones, en este caso encantadas de literatura.

Otro relato excéntrico de la experiencia migratoria puertorriqueña en Nueva York y de la experiencia del viaje, tanto en sentido de alucinación estupefaciente como de desplazamiento, es Sebastián Guenard, de José I. de Diego Padró, publicado en 1924. Se trata de una evocación de los ester-tores de la literatura decadente con sus escenarios extravagantes: las zonas ocultas de la ciudad, el barrio chino, las jazz bands y flappers de sexualidad ambigua. El tipo bohemio ocupa el nuevo París vulgarizado de un China Town donde se preparan manjares abominables y el ensueño se despacha en siniestros fumaderos de opio. Una presencia semejante de los fondos eróticos de la ciudad transformados por los claroscuros del cine noir habita la narrativa de Manuel Ramos Otero (1948-1990), de manera ejemplar en la oscura caverna de espejos donde se encuentran el detective chino Sam Fat y el narrador de “Página en blanco y staccato”. Dionisio Cañas compara las estaciones neoyorquinas de Ramos Otero con las de otros escritores de len-gua española que residieron en la ciudad (Martí, Lorca). Otra crítica señala

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XXXVIIINARRACIONES PUERTORRIQUEÑAS

que en Ramos Otero es central el motivo del viaje, urdiendo una escritura nomádica en continuo desplazamiento62.

A partir de 1927, la colonia puertorriqueña de Nueva York contó con una revista de variedades que difundía textos literarios y “campañas por mejoras económicas, políticas y sociales”: el semanario Gráfico, propie-dad del tabaquero, empresario y militante socialista Bernardo Vega63. En Gráfico, publicó sus memorias Cayetano Coll y Toste. Poco después, en 1935, salió a la luz, en Nueva York, una novela tan fascinante como olvi-dada, Paca antillana, de Pedro Caballero. La novela cuenta la historia de una vedette boricua nacida en Caguas y triunfante en París, a la manera de Josephine Baker. Caballero fue colaborador de Artes y Letras, revista cultural fundada por Josefina Silva de Cintrón, quien gracias a sus vínculos con la Unión de Mujeres Americanas logró acercarse a colaboradoras del calibre de Gabriela Mistral. Otra revista de la comunidad puertorriqueña en Nueva York fue Pueblos Hispanos, dirigida por el poeta Juan Antonio Corretjer (1908-1985), quien publicó en ella los cuentos breves que aquí se incluyen. De Yauco a Nueva York viajó, como un objeto inseparable de su aura, la mesa del relato “Estremecimientos de amor y poesía”, de Amelia Agostini de Del Río (1896-1996), publicado por primera vez en el libro Puertorriqueños en Nueva York (1970), e incluido en esta selección.

Entre 1945 y 1965, cientos de miles de puertorriqueños emigraron a Estados Unidos. El ambiente hostil del gueto y el prejuicio contra los recién llegados se transforman en ejes de libros como Spiks, de Pedro Juan Soto (1928-2002) y En Nueva York y otras desgracias, de José Luis G onzález (1926-1996), además de figurar en relatos de Wilfredo Braschi (1918-1994) y José Luis Vivas Maldonado (1926). El desarraigo masivo provocó, en su momento, malestares agravados por el prejuicio racial. El Gobierno de

62. Véanse los estudios de Dionisio Cañas, “La mirada marginal de Manuel Ramos Otero” (El poeta y la ciudad: Nueva York y los escritores hispánicos, Madrid, Cátedra, 1994, pp. 114-142) y Lilliana Ramos Collado, “Verso y prosa de Manuel Ramos Otero” (Tálamos y tum-bas: prosa y verso de M. Ramos Otero, Guadalajara, Universidad de Guadalajara, 1998). Ver también la entrevista de Marithelma Costa a Ramos Otero: “‘Mi escritura es mi biografía’. Entrevista a Manuel Ramos Otero”, Hispamérica (Maryland) Nº 59 (1991), pp. 59-67.63. B. Vega, op. cit., p. 195.

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XXXIXBIBLIOTECA AYACUCHO

Puerto Rico lanzó una campaña de relaciones públicas dirigida a conjurar los efectos de la “mala prensa” en el “clima industrial” de la isla64.

Otros cuentistas que abordaron en los años cuarenta y cincuenta el tema del “gran éxodo” fueron René Marqués, Mariano Vidal Armstrong, Carlos Orama Padilla y Antonio Cruz Nieves65.

IDENTIDAD NACIONAL: RAZA Y SEXUALIDAD

Si es cierto que para entender un texto conviene imaginar la pregunta que este pretende contestar, podría sugerirse que durante buena parte del siglo XX la pregunta crucial en los debates culturales del país fue la interrogante planteada por los editores de la revista Índice: “¿Qué somos, cómo so-mos?”. En Puerto Rico, sobre todo a partir de la segunda década del siglo XX, la literatura ha servido de escenario a tensiones agónicas en torno a un sentido histórico de colectividad que se ha visto amenazado constante-mente de disolución. Los actores y las representaciones de la identidad na-cional han variado a lo largo de más de un siglo de interpretaciones, cons-trucciones, agresiones y demoliciones. El concepto mismo de identidad exhibe facetas múltiples y mutantes en la única colonia clásica de América Latina, que, con más puertorriqueños residentes en Estados Unidos que en la isla, se adelantó por décadas, como tierra de éxodos, a la experiencia migratoria de otros países del hemisferio.

La irresolución del problema colonial coincide, en las postrimerías del siglo XX, con la crítica poscolonial y posmoderna de las identidades, que puso en entredicho los imaginarios conservadores del nacionalismo fun -dacional decimonónico. En Puerto Rico, donde el independentismo se ha combatido y perseguido desde las estructuras mismas del gobierno inter me-

64. José Bolívar Fresneda, Guerra, banca y desarrollo. El Banco de Fomento y la industriali-zación de Puerto Rico, San Juan, P.R., Fundación Luis Muñoz Marín, Instituto de Cultura Puertorriqueña, 2011, pp. 123-126.65. Vivian Auffant Vázquez, “El tema de la emigración en el cuento puertorriqueño de 1934 a 1960”, Río Piedras, P.R., Universidad de Puerto Rico, Departamento de Estudios Hispánicos, 1979, tesis. Yolanda Martínez San Miguel aborda el tema de las migraciones caribeñas y la reconfiguración de los discursos tradicionales sobre lengua, cultura, nación y territorio en Caribe two ways: cultura de la migración en el Caribe insular hispánico, San Juan, P.R., Ediciones Callejón, 2003.

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diario colonial y del imperialismo metropolitano –mientras se proponían, a manera de aglutinadores, los rasgos más inocuos de una “p ersonalidad puertorriqueña” como ingredientes del nacionalismo cultural despoliti-zado del autonomismo asimilista– las propuestas deconstruccionistas de una nacionalidad o comunidad imaginada pueden parecer, al día de hoy, laberínticas; máxime cuando la crítica del nacionalismo ya había sido ade-lantada por la histórica tradición de las luchas obreras y feministas y por intelectuales que denunciaron desde la década de los setenta el prejuicio racial oculto en la imagen consensual de la “gran familia puertorriqueña”66.

En todo caso, tal fragilidad del “imaginario nacional” ha sido campo fértil para una literatura de calidades ricas y huidizas, en un país que se diluye, reconstruye y persiste en sobrevivir sin transformar sus estructuras políticas; un país de identidades en disputa, tan obsesionado con sus espe-jos; un país donde, según algunos de sus intérpretes “la ansiedad de ser” tendría que desaparecer de una vez, en vista de que nunca se tradujo en la posibilidad de una independencia política. Llama la atención que en 1952, cuando se fundó el Estado Libre Asociado de Puerto Rico, el gobernador Luis Muñoz Marín describiera dicha fórmula de gobierno, y al pueblo que a su juicio la había engendrado, como una “mutación política”. Sesenta años más tarde, el profesor Juan Duchesne Winter se vale de otra metáfora bio-lógica con matices de ciencia ficción para referirse a la condición de la isla y al “biopoder identitario local”: “Aparte de su carácter ectópico, la burbuja insular puertorriqueña es una burbuja más dentro de la esfera etnodemo-crática estadounidense”67.

El lenguaje clínico hermanado con aterradoras imágenes de lacras y enfermedades sociales tiene una larga genealogía en los intentos de inter-pretación del país, como ha señalado Juan Gelpí68. “Generación del tránsito

66. Para una crítica del racismo, véase: Isabelo Zenón Cruz, Narciso descubre su trasero: el ne-gro en la cultura puertorriqueña, Humacao, P.R., Editorial Furidi, 1975. Para una crítica del nacionalismo desde una perspectiva marxista, ver Arcadio Díaz Quiñones, Conversación con José Luis González, Río Piedras, P.R., Ediciones Huracán, 1977.67. Juan Duchesne Winter, Ciudadano insano: fugas incomunistas, San Juan, P.R., Ediciones Vértigo, 2005, p. 23.68. Juan Gelpí, Literatura y paternalismo en Puerto Rico: estudio del canon, Río Piedras, P.R., Universidad de Puerto Rico, 1993.

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XLIBIBLIOTECA AYACUCHO

y el trauma” fue el término que usó Francisco Manrique Cabrera para re-ferirse a los escritores de entre siglos, asociando la noción de cambio con la patología de la violencia. Y es cierto que tras la invasión del 98 se implantó un intenso proyecto de transculturación desde las bases institucionales del Estado69, cuyos propósitos se repiten aún en algunas propuestas educativas asimilistas. Ya en los años veinte, como hemos visto al reseñar Índice, se había vuelto obsesivo el dilema del “ser puertorriqueño”. Si en el siglo XIX independentistas y autonomistas ponían el énfasis en la conquista de li-bertades políticas, a dos décadas de la invasión estadounidense la cuestión cultural adquirió tanta o mayor importancia que los reclamos de igualdad política.

¿Cómo se manifiesta la “obsesión identitaria” en los cuentistas inclui-dos en esta selección? La diversidad es iluminadora. En un narrador como Miguel Meléndez Muñoz, cercano al realismo documental, el conflicto político y cultural se expresa en relatos de fondo sociológico. En un texto más cercano en el tiempo, “Cultura: tres pasos y un encuentro”, de Tomás Blanco, autor que se ha relacionado con el nacionalismo cultural autono-mista, las tensiones son de otra índole. Ante la disyuntiva entre tradición y progreso en la agitada década de los cincuenta del siglo XX, cuando “la ‘cultura’ era un instrumento de la acción política, y, por consiguiente, un campo de enfrentamientos”70, impera en Blanco “la voluntad de restaurar un orden (…) ‘inventariar’, nombrar aquello que permitiera comenzar de nuevo a la vez que se aseguraba un modo de permanencia”71. En contraste con el humanismo conciliador de Blanco, y ante las polarizaciones ideoló-gicas de la década, una angustia existencial rayana en pulsión suicida aflora en los muy difundidos “El josco”, de Abelardo Díaz Alfaro (1919-1999) y “Purificación en la calle del Cristo”, de René Marqués.

La noción de identidad se complica con las relaciones de poder instru-mentadas en torno a la sexualidad y la raza. Ya en las notas a la H istoria…

69. Aída Negrón de Montilla, La americanización de Puerto Rico y el sistema de instrucción pública 1900-1930, Río Piedras, P.R., Universidad de Puerto Rico, 1990.70. Arcadio Díaz Quiñones, Sobre los principios: los intelectuales caribeños y la tradición, Buenos Aires, Universidad Nacional de Quilmes, 2006, p. 403.71. Ibid., pp. 430-431.

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de Íñigo Abbad, José Julián Acosta mencionaba con preocupación la den-sidad poblacional de la isla y atribuía beneficios extraordinarios a “las in-migraciones de la raza blanca”72. Estas nociones dejarán en autores como Zeno Gandía y Francisco del Valle Atiles (1852-1928) e incluso más recien-tes, como de Diego Padró y Emilio Belaval, rastros de una visión lastrada por el determinismo racial y la mirada clínica73.

Sexualidad y raza han sido, y siguen siendo, puntos contenciosos en las discusiones en torno a las identidades nacionales de los países americanos. En el trasfondo de la invención de las naciones americanas existen estrechas correspondencias entre la mirada clínica, el higienismo, la situación social de la mujer –que raramente es sujeto de su propio discurso74– y la ansiedad del origen racial. En Estados Unidos la proximidad de Haití y de Cuba des-per taba temores a la insurrección de los esclavos75. El discurso de la pureza de sangre se daba la mano con las tecnologías de la eugenesia, un arrastre de las guerras de identidades europeas que llegó a validarse como ciencia.

La impronta de la eugenesia, el determinismo biológico y el neomaltu-sianismo caracteriza toda una visión de la causalidad y el destino. Un ejem-plo es el relato “Trazos”, de Del Valle Atiles. En dicho cuento las tentacio-nes que en la propedéutica vulgar del cristianismo se atribuían a Satanás mutan en la fuerza irresistible del instinto. La imagen de una sexualidad agónica persiste en “Amor impuro”, de Eugenio Astol, sobre un sacerdote poseído por el demonio del erotismo. También se percibe en varios c uentos de Collado Martell imbuidos por la misoginia y la batalla entre los sexos y las razas (“Un hombre malo que fue un hombre bueno”). Figuraciones del

72. Véanse las notas de José Julián Acosta a la Historia… de Í. Abbad, pp. 389-390, 511.73. “La medicina de las perversiones y los programas de eugenesia fueron en la tecnología del sexo las dos grandes innovaciones de la segunda mitad del siglo XIX. Innovaciones que se articularon fácilmente, pues la teoría de la ‘degeneración’ les permitía referirse per-petuamente la una a la otra; explicaba cómo una herencia cargada de diversas enfermeda-des –orgánicas, funcionales o psíquicas, poco importa– producía en definitiva un enfermo sexual (…) pero también explicaba cómo una perversión sexual inducía un agotamiento de la descendencia”, Michel Foucault, Historia de la sexualidad, México, Siglo XXI Editores, 1977, pp. 143-144.74. Ver S. Regazzoni, op. cit.75. Anna Brickhouse, Transamerican Literary Relations and the Nineteenth-Century Public Sphere, Cambridge, Cambridge University Press, 2004, pp. 5-6.

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XLIIIBIBLIOTECA AYACUCHO

mal, la moral, la sexualidad y lo insólito se mezclan en una corriente que no es tan marginal en la literatura puertorriqueña como podría suponerse.

La mirada clínica se hace panorámica en el ámbito de la antropología. Our Islands and Their People, más que el título de un libro, denota la curio-sidad de los periodistas, propagandistas y cronistas que viajaron a Cuba, las Filipinas y Puerto Rico antes y después de 1898. Estos viajeros de oficio se desempeñaban como intermediarios de un público lector estadounidense interesado en los pueblos de tez oscura recién conquistados en la “splen-did little war”. Con el ejército estadounidense viajaron corresponsales de prensa tan notables como Stephen Crane y Richard Harding Davis; a la zaga de los militares arribaron fotógrafos, periodistas, maestras, maestros, folcloristas, antropólogos y otros peritos en ciencias humanas y naturales. La isla fue objeto de una obra monumental, el Scientific Survey of Puerto Rico and the Virgin Islands, numerosos volúmenes en serie auspiciados por la New York Academy of Sciences que se publicaron durante décadas, al extremo de que no se dejó un centímetro del territorio sin medir y analizar.

La mirada científico-antropológica del “americano” provocó, desde luego, una respuesta: la irónica mirada del “nativo” observado. Un registro importante de la narrativa puertorriqueña es el humor, y la mirada antro-pológica se satiriza en cuentos como “La dita de Guaybana” de Matías González García. Por otra parte, cabría relacionar el énfasis en el folclore y el lenguaje popular que caracteriza “El deshoje”, de Morales Cabrera, con la penetración en la isla de los estudios folclóricos cuyo exponente más conocido fue el antropólogo, arqueólogo y lingüista J. Alden Mason. Tam-poco parece un despropósito atribuir a una religión de los recuerdos en clave científica la escritura de Cayetano Coll y Toste, médico e historiador, que cristalizó en su obra más conocida, los relatos de tradiciones y leyendas puertorriqueñas publicados entre 1924 y 1925.

El malestar de la cultura como actitud vital, tan relevante en autores de la llamada generación del treinta, remite en buena medida a las torturadas ideologías sobre la decadencia de Occidente y la asimilación de postulados nietzcheanos en clave local. Tampoco hay que olvidar el peso de los acon-tecimientos históricos internacionales en un siglo que comienza con la más devastadora de las guerras y da pie tanto al surgimiento de revoluciones

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XLIVNARRACIONES PUERTORRIQUEÑAS

socialistas como al ascenso del nazismo. Algunos cuentos de Collado Mar-tell, donde el racismo y la misoginia van de la mano con un despliegue de violencia, son afines al imaginario de escritores vanguardistas contemporá-neos suyos. Vale mencionar al ecuatoriano Pablo Palacio y al puertorrique-ño J.I. de Diego Padró. La truculencia agresiva se extiende a los esperpentos de Cuentos para fomentar el turismo, de Emilio Belaval. La figura de la iden-tidad escrita en piedra encuentra su vuelta de llave hermética en Leyenda, obra tardía del mismo autor, cuento de factura admirable ambientado en un San Juan que parece reconstruido con fragmentos de un edificio barroco de palabras, la revelación fabulosa de una ciudad que no llegó a ser y que quedó en el trasfondo de lo abortado, en las neblinas de lo inubicable.

A propósito de otras caras de la violencia implícita en la “vida en co-lonia”, así como de las contrafiguras transformadoras de un insularismo asfixiante, basta leer Cuentos y leyendas del cafetal, de Antonio Oliver Frau, para reconocer la calidad del narrador que fue el modesto juez que al parecer no viajó jamás fuera de la isla. Este libro de título errado, pues la ambientación de los cuentos no se limita a los “cafetales olvidados”, mues-tra el dominio de un narrador familiarizado con la economía de recursos propia del cuento de su época, “la riqueza de temas, el alejamiento del pre-ciosismo modernista y el vigor realista” en palabras de Concha Meléndez76. “Chemán El Correcostas” imparte ribetes naturalistas al abigarrado espa-cio caribeño evocado en el Tun Tún de pasa y grifería, de Palés. “En tierras de Maricorba”, esperpento exorcizado por un final vitalista de clarinadas heroicas, recrea la vida en un pueblo chico tropical, uno de esos lugares sedentarios y monótonos donde Palés ubicaba como única “notoriedad” una tenia conservada en alcohol.

Si se piensa en el esperpento como emblema de patologías, la escritura deformadora de lugares comunes puede ir desde la caricatura benevolente hasta lo grotesco. Algún poema de Palés o algún cuento de Belaval o de Luis Rafael Sánchez (1935) conjura con el humor los aires irracionales de un país que no es posible describir de manera directa. Llaman la atención las apariciones del tono disparatado en textos de épocas y autores d istantes.

76. C. Meléndez, El arte del cuento…, op. cit., p. 33.

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XLVBIBLIOTECA AYACUCHO

En “El Bando de San Pedro”, de Manuel Alonso, la proclama de don Tin-tinábulo Caralampio de los Lepidópteros nocturnos pudo haberse escrito en la palesiana corte del Duque de la Mermelada.

La disección de máscaras sonrientes, encubridoras de conflictos ra-ciales y sexuales, es el motivo central de buena parte de la narrativa de Carmelo Rodríguez Torres (1941). La obra de Rodríguez Torres –cuya pri-mera novela Diez siglos después del homicidio, se publicó en 1971– tiene la ambigüedad poética y a ratos la evanescencia onírica de una puesta en escena donde afloran los cadáveres insepultos de la violencia como grietas en la identidad consensuada por el paternalismo señorial del criollismo blanqueado. Dicha narrativa, que busca sus raíces en una denuncia del co-lonialismo y la esclavitud, tiende sus redes referenciales hacia las culturas del Caribe insular. El crítico Eleuterio Santiago Díaz afirma que

Se trata de una obra cuyas primeras expresiones inician las tendencias del post-boom en la isla y cuyas formulaciones sobre la problemática racial y la africanía inauguran, en la década de los setenta, una vertiente impugnadora que, de otros modos, han de explorar escritores como Isabelo Zenón Cruz, Rosario Ferré, Edgardo Rodríguez Juliá y Ana Lydia Vega.77

Santiago Díaz establece el contraste entre dos cuentos antológicos de Rodríguez Torres: “Paraíso” y “El sapo dorado”. Mientras el primero (en tintas caricaturescas y sobre el fondo de la sociedad consumista de clase media engendrada por el crecimiento económico de mediados de siglo) ex-hibe tanto las debilidades del colonizado como un sentido de culpa por el ocultamiento vergonzoso del origen racial y la no menos angustiosa tensión del machismo cuestionado, el segundo encuentra una voz en las raíces del mito hecho literatura, en diálogo intertextual con El reino de este mundo, de Carpentier : “el valor regenerador del mito radica en la ganancia de la voz”78.

77. Eleuterio Santiago Díaz, Escritura afropuertorriqueña y modernidad, Pittsburgh, Insti-tuto Internacional de Literatura Iberoamericana, 2007, p. 32.78. “Mientras en ‘Paraíso’ la caída de la gracia corresponde con la pérdida de esa facultad (…) (en ‘El sapo de oro’) la instauración del yo y la apropiación de la palabra tienen que ver con agenciarse una identidad (…) y con atreverse a hablar de temas tabú, aunque confiden-cialmente y en claves, en respuesta a las narrativas oficiales”, ibid., pp. 227, 229.

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XLVINARRACIONES PUERTORRIQUEÑAS

El ámbito del Caribe insular negro forma parte de los mundos trama-dos por Tomás López Ramírez (1946). Olmstead Jenkins, el protagonista de “Banda de acero” lo mismo pudo haber nacido en St. Thomas que en Trinidad, si bien en López Ramírez, como en Manuel Ramos Otero, más que una reinvención de raíces míticas importa la creación de una historia alternativa que llene el vacío dejado por la desmemoria. El recorrido del relato trasciende incluso las fronteras regionales para seguir la ruta de la travesía atlántica en una especie de viaje de retorno al continente natal afri-cano. La amplitud histórica del campo trazado por el narrador contrasta con la exploración de mundos interiores. De otra parte, la escritura en cla-ve fantástica del relato “Vivir en la chimenea”, sugiere acaso una metáfora del miedo, de identidades perdidas y memorias rotas.

LITERATURA FEMINISTA Y OBRERA

En el siglo XIX sobresale Alejandro Tapia y Rivera como creador de perso-najes femeninos y propagandista de un ideario feminista matizado, desde luego, por los prejuicios de su época. Posteriormente, los más difundidos ejemplos tempranos de narrativa escrita por mujeres, cercanos a la litera-tura de propaganda y denuncia, se relacionan a la par con las luchas femi-nistas y obreras.

Ana Roqué de Duprey (1853-1933), maestra de feministas, sufragista y estudiosa, publicó un volumen de narraciones titulado Sara la obrera, varias novelas y libros didácticos en campos diversos: geografía, gramática y pedagogía. Según Manuel Fernández Juncos, su novela Luz y sombra (1903) fue la primera obra publicada en Puerto Rico con “drama interno, bien visto y estudiado, en un delicioso tipo de mujer”79.

El título de mujer de letras le cabe igualmente a Carmela Eulate Sanjur-jo que se dedicaría con ahínco y persistente vocación a la escritura a partir de la publicación de sus escritos de juventud en la Revista Puertorriqueña y en La Ilustración Puertorriqueña. Además de novelista, Eulate fue arabista, traductora, autora de ensayos sobre la educación de la mujer, m usicóloga,

79. J. Rivera de Álvarez, op. cit., t. 2, v. 2, p. 1406.

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XLVIIBIBLIOTECA AYACUCHO

escritora de textos de divulgación de temas históricos y biógrafa. En los textos incluidos en esta selección, ambas autoras se acercan desde posi-ciones distintas a la figura de la mujer y al tema de las clases sociales. El melodrama truculento de Roqué en “Sara la obrera” –la trágica historia de una joven mancillada– se aleja en su marco de valores de la “sensatez” burguesa, ordenadora de castas, que organiza el relato de Eulate.

Otra autora de entre siglos, poseedora como Eulate y Roqué, de una amplia cultura letrada que adquirió de manera “más bien informal”80, fue Luisa Capetillo (1879-1922), feminista y propagandista comprometida con la educación de los campesinos y las luchas obreras y libertarias81. Pro-pone Julio Ramos: “la inestabilidad generada por el simulacro que apropia el lenguaje dominante, como disfraz, sin someterse a la lógica del mismo, es el impulso que activa la escritura en Capetillo y otros escritores mar-ginales, subalternos, de su época”82. “El cajero”, escrito al parecer de un tirón, sin respeto a las normas ortopédicas de la gramática, no solo invierte el mensaje trágico de “Sara la obrera” y se burla de la obediencia a las dife-rencias entre clases sociales que proyecta “Bocetos de novela”, el relato de Eulate, sino que expone sin titubeos valores opuestos a la moral y las leyes burguesas.

Fue en las páginas de la literatura feminista y obrera donde se cuestio-naron por primera vez los presupuestos ideológicos y las nociones clasistas que reproducen los autores tenidos por canónicos. Un ejemplo de ello es la feroz crítica de Tomás Carrión Maduro al determinismo higienista que subyace en la trama de la novela La charca, de Manuel Zeno Gandía83. El

80. J. Ramos, “Luisa Capetillo o los pliegues de la letra”, Paradojas de la letra, Mérida, Vene-zuela, Universidad de Los Andes, 2006, pp. 159-199.81. La estudiosa y biógrafa principal de Luisa Capetillo es Norma Valle Ferrer. Véanse: Lui-sa Capetillo: historia de una mujer proscrita, Río Piedras, P.R., Editorial Cultural, 1990 y Mi patria es la libertad. Obra completa, Luisa Capetillo, San Juan, P.R., Universidad de Puerto Rico-Cayey, Proyecto de Estudios de las Mujeres, 2008.82. J. Ramos, “Luisa Capetillo…”, Paradojas…, p. 160.83. “Nuestros campesinos (…) la gente de nuestros principales núcleos de población, y quien dice esto dice la humanidad entera, beben, fuman, bailan, se enamoran, matan, ro-ban, etc. (…) por falta de glóbulos rojos, por falta de fuerza física y de vigor intelectual. Es cuanto quiere enseñarnos a nosotros ‘pecadores’ el autor de La charca. Yo no conozco una teoría más desacreditada que esa teoría. Esas teorías gratuitas son invenciones y en

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XLVIIINARRACIONES PUERTORRIQUEÑAS

mismo Carrión Maduro ilustra en su crónica de un viaje a Haití –aquí in-cluida– un tipo de crítica ideológica, al contrastar los elementos del mito racista con sus observaciones directas en un relato que tiene antecedentes en sendos ensayos dedicados a Toussaint L’Ouverture por Betances y por Antonio Cortón.

En contraste, en “El Carnaval en las Antillas”, la ácida crónica de Luis Bonafoux (1855-1918), prevalece el esperpento con tonos claramen-te racistas, sin dejar de ser revelador el hecho de que la sátira despertara reacciones airadas porque proyectaba la imagen de un país de “mulatos incultos”.

No todos los críticos sociales de las primeras décadas del siglo XX, época de revoluciones, fueron proletarios. Federico Degetáu y González (1862-1914), un autor que residió buena parte de su vida fuera de Puerto Rico, hizo crítica social en vena filantrópica y propuso reformas educativas. Utilizó los recursos del modernismo en una escritura ligada a un ideario afín al socialismo cristiano. En el cuento “El almohadón de la marque-sa”, incluido en esta colección, los decorados suntuarios del modernismo representan el telón de fondo en que se apoya una denuncia del fetiche de la mercancía bajo un régimen capitalista de explotación del trabajo. Se expone de esta manera un contraste entre la frivolidad del consumo y la ex-plotación de las obreras fabricantes de mercancías de lujo.

Otro intelectual lúcido, de horizontes cosmopolitas, propagandista del feminismo y los derechos obreros, fue Nemesio Canales (1878-1923). Dirigió periódicos, fundó revistas, publicó crónicas, reportajes, teatro, no-velas, y animó toda una etapa en la vida cultural del país. Asimismo, los relatos de Manuel Zeno Gandía incluidos en esta colección denuncian la doble moralidad del matrimonio burgués y el maltrato de la mujer.

gatusamientos de una legión ambulante de ‘clínicos’ mandados a recoger por rutinarios y ramplones (…). El ‘clínico’ tiene su lección bien aprendida, la que es invariablemente igual en todas las ocasiones (…). ‘Este caso patológico necesita un tratamiento terapéutico espasmódico; porque seguir la profilaxis moderna (…), etc. (…) etc. (…)’”, Tomás Carrión Maduro, “La charca (crónicas de un mundo enfermo) por el Dr. Manuel Zeno Gandía”, Ten con ten, impresiones de un viaje a la América del Norte, [San Juan], P.R., Tip. La República Española, 1906, pp. 139-200.

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XLIXBIBLIOTECA AYACUCHO

En 1925 María Cadilla de Martínez (1886-1951) publicó Cuentos a Lilian, narraciones melancólicas que comunican la subjetividad de una mujer de clase acomodada en un pueblo de la isla, condenada a la ence-rrona de esperar el regreso del hombre que se aventura. De ese libro, que comprende una miscelánea de textos, incluimos un cuento centrado en la pérdida desgarradora del único tesoro de una mujer pobre.

A partir de los años cuarenta se dan a conocer como narradoras Ester Feliciano Mendoza (1917-1980), Marigloria Palma (1921-1994) y Violeta López Suria (1926-1994), pero la notable presencia de la mujer en las aulas, en la investigación y en la animación cultural –Concha Meléndez, Margot Arce de Vázquez, Nilita Vientós Gastón– no se compagina con la escasa difusión de textos narrativos escritos por mujeres84. No obstante, la in-cursión en el género del cuento de autoras que también fueron poetas, como Violeta López Suria y Marigloria Palma produjo varios de los textos narrativos sobresalientes de la literatura caribeña. Los cuentos incluidos en esta selección se distinguen por la mirada excéntrica que se detiene en figuraciones de la identidad: objetos domésticos, delirios callejeros, sueños y caprichos lúdicos, sin que falten la denuncia de los males de la pobreza y la violencia, ni el registro del rápido exterminio de vivencias entrañables asociadas con un pasado que se derrumba bajo el ímpetu del desarrollis-mo. Ambas, López Suria y Palma, pueden vincularse con la escritura de lo insólito característica de narradoras afiliadas al surrealismo y al registro de lo fantástico, como Leonora Carrington, Amparo Dávila y María Luisa Bombal. Las dos aportan visiones excéntricas ilustrativas de la inclina-ción hacia la representación sensorial de mundos interiores con dosis de humor negro. Por su parte, Feliciano Mendoza no solo escribió cuentos

84. Meléndez y Arce fueron profesoras distinguidas en el Departamento de Estudios His-pánicos de la Universidad de Puerto Rico en Río Piedras y destacadas ensayistas. Con su labor crítica contribuyeron a la configuración de un canon literario puertorriqueño y al estudio de las literaturas hispanoamericanas y española. Nilita Vientós Gastón, acaso la más importante animadora cultural del siglo XX puertorriqueño, dirigió una de las revistas sobresalientes de su tiempo, Asomante, que pasaría a llamarse Sin Nombre. En su columna periodística “Índice Cultural” escribió sobre libros, arte, acontecimientos, polémicas y po-líticas culturales del país y del mundo con valentía de intelectual comprometida y amplia cultura exenta de provincianismo.

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de protesta social; en alguno de sus relatos infantiles –pienso en “Había una vez un reino diminuto”– manifiesta la afirmación de singularidad tan cercana, según Kristeva, al genio propio de las escritoras85.

CONFLUENCIAS

En los años cincuenta del siglo XX, en la primera década del Estado Libre Asociado, caracterizada por impresionantes indicadores económicos y el discurso triunfalista de quienes proclamaban el nacimiento de una nove-dosa forma de asociación no colonial, René Marqués describió una actitud pesimista en los autores de su promoción; una visión “escéptica y crítica”, que, vale añadir, abarcaba un espectro de emociones, desde la narración escuetamente social hasta el sentido de la fragilidad absurda de la vida, afín al existencialismo europeo de la posguerra.

Mientras el discurso oficial difundía las consignas ferozmente antico-munistas de la Guerra Fría y elogiaba la valentía de los soldados puerto-rriqueños que combatían en Corea, los estragos de la guerra se denuncian en los cuentos testimoniales de Emilio Díaz Valcárcel (1929); mientras el gobierno fomentaba la emigración y el uso de contraceptivos como estra-tegias neomaltusianas para adelantar el crecimiento económico, se drama-tizan en cuentos de José Luis González, Pedro Juan Soto, José Luis Vivas Maldonado (1926-¿?), Edwin Figueroa (1925-2002), Salvador M. de Jesús (1927-1969) y Abelardo Díaz Alfaro los conflictos de las migraciones inter-nas del campo abandonado al arrabal y la externa a Estados Unidos; mien-tras se divulgaban los ideales de “la vida buena” como política de Estado para contrarrestar los disloques relacionados con los cambios económicos que el mismo Estado promovía, un tema central de la escritura de René Marqués fue la desorientación de las clases sociales –tanto la incipiente clase media como la pequeña burguesía marginada y los campesinos mi-grantes– en el remolino de los nuevos rumbos desarrollistas86.

85. Julia Kristeva, Colette, Jane Marie Todd; transl., New York, Columbia University Press (Génie feminine, 3), 2004.86. Ver el ensayo de René Marqués, premiado en 1958 por el Ateneo Puertorriqueño, “Pesi-mismo literario y optimismo político: su coexistencia en el Puerto Rico actual”, El puertorri-queño dócil y otros ensayos: 1953-1971, Río Piedras, P.R., Editorial Antillana, 1993.

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LIBIBLIOTECA AYACUCHO

Al mismo tiempo, como hemos visto, la inestabilidad del registro fan-tástico, de la fábula, del juguete de seria intención, están presentes en el campo literario e incluso alternan con la adhesión al más crudo realismo social. Vemos así la refinada factura de lo uncanny en narraciones de Mari-gloria Palma, Violeta López Suria, Emilio Belaval, Tomás Blanco y Gusta-vo Agrait, de un lado, y del otro el rigor formal que caracteriza los cuentos magistrales de un realista como José Luis González. En los cuentos de René Marqués el ardor erótico subyacen como una segunda piel los cues-tionados emblemas del poder de una clase social de antiguos propietarios, pero el registro de la farsa no le es del todo ajeno a este autor.

El sujeto agónico del realismo social o del expresionismo naturalista se transforma en máscara doliente y sonriente por la potencia de la oralidad en los cuentos de Luis Rafael Sánchez, un autor más joven que los incluidos por Marqués en su antología del cuento. Sánchez apalabra el carnaval, la teatralidad, la musicalidad de una escritura tupida que seduce por el exce-so y se deleita en el decir indirecto, con el regusto hedonista de un banquete sonoro que se resuelve en el placer sin dejar de acariciar la violencia. Ade-más de narrador, Sánchez es dramaturgo. La presencia del performance en clave lúdica caracteriza sus relatos. Se ha dicho que su libro En cuerpo de camisa, representó una escritura desde adentro de la vivencia del margi-nado por vía del lenguaje, pero se trata no tanto de un lenguaje marcador de tipos de clase y raza, aunque abunden los personajes marginales de piel oscura, sino una exploración de máscaras grotescas, una metaforización continua que en un cuento como “Que sabe a paraíso” según ha señalado Carmen Vázquez, responde a la elaboración de un antilenguaje cuya nor-ma es la metáfora y cuyo tabú es la mención directa87.

En Manuel Ramos Otero, el más joven de los autores incluidos en la presente selección, no hay hedonismo ni erotismo que pueda d esvincularse de una escritura de la crueldad. En su narrativa la homosexualidad es el lu-gar de la pasión urgente por el otro y del riesgo que supone ese encuentro d ominado por la ferocidad y el sino trágico de una extranjería incurable, de

87. Carmen Vázquez Arce, Por la vereda tropical: notas sobre la cuentística de Luis Rafael Sánchez, Buenos Aires, Ediciones de La Flor, 1994, p. 105.

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la cual el exilio es apenas un registro. La isla se repite en cuentos ambien-tados en otras islas: el archipiélago de Hawái (otro destino de la emigra-ción puertorriqueña), en Nueva York, la casa desordenada de una poetisa decrépita, la atmósfera alucinante de una taberna, el resplandor platea-do de una sala de cine. Esas islas puestas en abismo remiten a un sentido de identidad perdida, a una tensa recordación de ruinas: homoerotismo, amor-muerte y performance autobiográfico, él mismo habló sobre ello88. “La última plena que bailó Luberza” es un despliegue de perversidad mor-daz en clave musical. En todo instante tatuado por Ramos Otero hay una escritura en carne viva, en los límites del acto de crear como pasión que levanta diques contra la pulsión de muerte. Su obsesivo hurgar en paisajes desolados, en libros marinos, nos lleva a la arqueología y transformación de sus orígenes, a la reinvención de una genealogía literaria que cumple como el escritor radicalmente ético que fue. Esa genealogía es matrilineal, la mujer, la poeta, la poeta lesbiana de uno de sus cuentos, “El cuento de la mujer del mar”, es la poeta fuerte de quien desciende la voz, el derecho a hablar del cuentero y del poeta. Ese personaje imaginario tampoco es vapo-roso. En su nombre, en su poética es la madre literaria que se quiso tener y que se construyó a falta de un modelo histórico, o para quebrantar la lectura patriarcal del mismo: mezcla de Julia de Burgos, de Palés Matos hembra, de Clara Lair. En la última escritura de Ramos Otero se pasa juicio a la litera-tura misma, se juzga todo un proceso literario, se corta el cordón umbilical con una tradición para llevarlo a otro origen cercano, más entrañable, a la vez que, por corrientes submarinas, se bifurcan los senderos hacia una lite-ratura nómada, que desplaza sus escenarios.

EL CUENTO DE NO TERMINAR

Las fechas que comprende esta antología –1849 a 1975– abarcan el perío-do de publicación del primer libro, en cualquier género narrativo, de los autores y autoras incluidos. Por ejemplo, si bien los cuentos de Carme-lo Rodríguez fueron publicados en libro en 1976, su novela Veinte siglos

88. En la entrevista con Marithelma Costa, loc. cit.

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después del homicidio se publicó en 1971. Es comparable la inclusión de textos posteriores de Emilio Díaz Valcárcel, cuyo primer libro El asedio y otros cuentos, se publicó en 1958. La selección de textos de épocas distintas corresponde a uno de los fines de la compilación, que a partir del corte cro-nológico indicado se ha movido libremente cuando se trata de representar la diversidad en la obra de un narrador o narradora.

Cada escritor o escritora de la muestra publicó al menos un volumen que incluyó textos narrativos (hay excepciones que se explican por el inte-rés histórico o la calidad de los textos: Betances, Hostos, Del Valle Atiles, que no llegó a incluir en libro sus frecuentes colaboraciones periodísticas, Abelardo Morales Ferrer y Salvador M. de Jesús).

La delimitación del período responde, sobre todo, a una determina-ción de orden práctico y a un criterio de justicia relacionado con la escasa disponibilidad de los textos del siglo XIX y primeras décadas del XX. Hace décadas que no se reeditan autores dignos de una mirada desde el presente y el futuro previsible. Ampliar el campo para recuperarlos ha requerido limitar el espacio de los contemporáneos más recientes. Por otra parte, el año final de corte es casi un parte aguas, pues en adelante se produjeron transformaciones profundas en el campo literario. Con un vistazo a la cro-nología de este volumen se comprobará la notable coincidencia de la publi-cación en 1976 de varios títulos fundamentales con vocación de ruptura. Por último –y en lo que toca a la actividad literaria actual–, al peligro de una cantidad inmanejable (del 2000 hasta la fecha se han publicado decenas de libros de cuentos) debo añadir la imposibilidad de la distancia crítica necesaria, por la misma razón –entiendo que no se puede ser juez y parte– expresada al inicio de este prólogo.

Esta selección apuesta a que los relatos incluidos son aún legibles a la luz de una apropiación de la tradición como constelación relacional de textos en sus claves unificadoras tanto como en sus diferencias, analogías, fisuras, rupturas y resistencias. La tradición así definida es siempre más liberadora que su desconocimiento, porque, para evocar a Benjamin –y a Hostos– si bien en todo documento cultural se descubren rastros de barba-rie, las clases nuevas encontrarán en esos documentos algunas de las pistas necesarias para construir sus propias voces. Pensada así, una tradición se

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LIVNARRACIONES PUERTORRIQUEÑAS

presta a homenajes y demoliciones, pero es, en todo caso, un haber. Nin-gún autor, ninguna autora, tiene porqué prescindir a conciencia de la his-toria del proceso de su propia escritura; no es necesario leer ni escribir sin ubicarse en las coordenadas históricas propias, que siempre son múltiples.

Parto de una visión de la tradición como horizonte del presente, hija de las exclusiones que sucesivas épocas le impusieron y dispositivo oculto del deseo de recuperar lo excluido: “Un aspecto de la idea misma de lo tradi-cional, es decir, del aspecto epistemológico de ‘hacer una tradición’, es que la identidad y la diferencia se mezclan inseparablemente en ella”89. Ricouer se refiere a la integridad del concepto género literario, pero no me parece desacertado relacionar su juicio con la construcción de otros conjuntos. O repetir que lo tradicional no tiene vida propia, que no puede caracterizarse ni definirse sin la agencia de una mentalidad receptora90.

He reiterado que entre los motivos o arcos sostenedores de la selección figuran las líneas de fuga, pero en modo alguno me ha movido el deseo de hacer borrón y cuenta nueva. Por el contrario, la propuesta es vincular las cuentas nuevas con los borrones e inclusiones de una historia centenaria de lecturas y escrituras. A fin de cuentas lo que busca una coleccionista de historias es que la muestra sea incitante e iluminadora, y que en lugar de acu-mular el polvo en bibliotecas solitarias reciba la atención de lectores y lec-toras que se acerquen para asumirla, rechazarla, e incluso interpretarla mal.

Marta Aponte Alsina

89. “One aspect of the very idea of traditionality –that is, of the epistemological aspect of ‘making a tradition’– is that identity and difference are inextricably mixed together in it”, P. Ricoeur, op. cit., v. 2, p. 20.90. H.R. Jauss, op. cit., pp. 645-665.

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CRITERIO DE ESTA EDICIÓN

Este tomo I de Narraciones puertorriqueñas recoge crónicas, cuentos y re-latos escritos entre 1849 y 1975 por las escritoras y escritores puertorri-queños más representativos de estas formas discursivas, nacidos en el siglo XIX.

El lector encontrará que el corpus ha sido organizado cronológica-mente, partiendo de la fecha de nacimiento de los narradores. A pie de página de cada relato se han suministrado los datos referenciales de las ediciones que sirvieron de base, y cuando ha sido posible se hace mención de la primera edición. En cuanto al aspecto ortotipográfico, asumimos y reconocemos como parte de la lengua española los usos y variaciones dia-lectales empleados en Puerto Rico, por este motivo no los hemos destacado en cursivas aun cuando las ediciones base las hayan contemplado. Hemos actualizado la ortografía de acuerdo a las normas establecidas por la edi-torial. Asimismo, hemos respetado las formas particulares de la sintaxis manejadas por los autores, como en el caso de Luisa Capetillo.

La cronología y la bibliografía que suelen acompañar nuestras publi-caciones en la Colección Clásica, se entregarán a los lectores en el tomo II de esta obra.

B.A.

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MANUEL A. ALONSO (1822-1889)

EL BANDO DE SAN PEDRO (1844)*

EL BANDO de San Pedro debe ocupar un lugar, y no secundario, en un cuadro de costumbres puertorriqueñas, porque además de su originali-dad, viene a hacer precisa su aparición en un libro el olvido en que co-mienza a caer este regocijo popular, que yo, a fuer de hombre amante de su país, quisiera se perpetuase en él para siempre. Para cumplir pues con mi propósito, y dar una idea de lo que comprende el título de esta escena, es necesario retroceder algunos años, pues de otra suerte no podría pintar el Bando de San Pedro, sino en el período de su civilizada decadencia; y así supongo que nos quitamos doce o catorce años de encima, lo cual harían de veras y con mucho gusto algunos de mis lectores.

Eran las diez de la mañana; el sol, cubierto con un lienzo de nubes que debilitaba su ardor tropical, templado además por la brisa diaria en aquel clima durante las abrasadas horas del día, alumbraba el recinto de una ciudad, que ya no existe, tal es la transformación verificada en ella en tan corto espacio de tiempo.

Las calles no eran aseadas y agradablemente vistosas como en el día; una recua de caballerías mayores y menores, que recogían sus inmundicias, iba dejando por todas ellas señales no muy limpias de su paso; y gracias al

* Manuel A. Alonso, “El Bando de San Pedro”, El gíbaro, cuadro de costumbres de la isla de Puerto Rico, Eduardo Forastieri Braschi; ed., San Juan, P.R., Academia Puertorriqueña de la Lengua Española, 2007, pp. 46-54. Fue publicado por primera vez en El gíbaro. Cua-dro de costumbres de la isla de Puerto Rico, Barcelona, España, Don Juan Oliveres impresor de S.M., 1849.

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empedrado, cuyas aceras de ladrillos puestos de canto, gastados unos, ele-vados otros, arrancados muchos y desiguales todos, el transeúnte no podía dar un paso sin llevar, como suele decirse, los ojos en los pies; las plazas, hoy hermosas, estaban cubiertas de yerba que daba pasto al caballo del carbo-nero, al macho del borriquero y a unas cuantas vacas y cabras que iban de puerta en puerta, y sin que nadie las molestase, buscando los desperdicios que expresamente y para ellas estaban guardados.

Circulaba por toda la ciudad mayor número de personas que en los días ordinarios, causando aquella especie de rumor que en las poblaciones de poco movimiento, como era entonces la capital de Puerto Rico, es anun-cio seguro de un día de fiesta popular. Infinidad de personas, que por su traje y maneras mostraban ser de los campos de la isla, discurrían acá y allá admirando la maravilla de una tienda de quincalla, de una confitería, o de una de aquellas barracas de madera llamadas casillas, que, llenas de jugue-tes y otras chucherías, estaban en la plaza de Armas arrimadas a la negra y muy sucia pared del presidio, hoy bonita fachada del cuartel de Artillería. Los balcones, ventanas y puertas bajas se veían cuajados de gente de todas clases, la plaza de Armas llena de caballos para alquilar, y los muchachos corrían por todas partes; produciendo con sus gritos las notas más agudas de aquel bullicioso conjunto de sonidos, que, a fuerza de ser desacorde, tiene su armonía particular. Poco después veíanse pasar algunas máscaras a caballo que se encaminaban a la plaza Principal, para formar un escuadrón, que a estar en moda la mitología, pudiera llamarse el escuadrón de Momo. Reunidas allí todas, se dio la señal de marcha seguida en el orden siguiente:

1º Caseros, cotisueltos, lecheros y guaraperos: estos sin disfraz, aunque disfrazados con sus mismos trajes; los primeros eran gíbaros montados en los caballos que por sus buenas mañas no habían podido alquilar, pero que con su garroneo y su fuete de a cuatro reales hacían ir más ligeros que el viento; los segundos eran amigos de estos de la capital, o jornaleros que gastaban en aquella broma el salario de una semana; distinguíanse por los movimientos descompasados de todos sus miembros que hacían flotar su camisa como una bandera, y de aquí su denominación; las otras dos clases eran los que habiendo despachado su mercadería se solazaban en pasear por las calles al galope de sus encanijados e inseparables compañeros. Esta

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era la vanguardia, formada, como se ve, de gente de rompe y rasga, puesto que rota y rasgada llevaban no pocos la vestimenta.

2º Caballería ligera: compuesta de los muchachos que por su buen comportamiento en la escuela, o por otra causa, habían logrado el permiso de los papás; de jóvenes de todos oficios, artes y carreras, incluso los que en todo el año no tenían otra ocupación que correr aquel día, y de las cumarra-chas que muchos de ellos llevaban a la grupa; los caballos que montaban, si bien no del todo buenos, podían sin embargo seguir la vanguardia, y los trajes eran si no de gran invención, caprichosos y variados desde el cuoti-diano hasta el de arlequín, o de negro, con la cara y brazos bien tiznados cubiertos de seda.

3º Caballería pesada: componíanla hombres de más edad, y entre ellos, muchas personas de posición y respetables en todos conceptos; sobresa-lían por la exagerada ridiculez de sus trajes, y por la inutilidad de sus roci-nes, cojos, tuertos o ciegos, desorejados, y con más faltas que sobras. Entre estos (no entre los rocines) iban el que hacía de notario, el pregonero, y los tocadores de cornetas y timbales.

De esta suerte llegaron delante de la fortaleza o palacio del capitán general; el notario, acompañado del pregonero, se colocó debajo de las ventanas del edificio; los trompetas y timbales tocaron furiosamente y con el mayor desconcierto por algunos momentos: luego callaron todos, y po-niéndose el primero unos anteojos de jigüera, comenzó a dictar, y el prego-nero a repetir en alta voz, el siguiente

BANDO:Don Tintinábulo Caralampio de los Lepidópteros nocturnos, señor de las carambímbolas del Peñón de Río Grande, Pachá de las Islas Baleares ma-yores y menores, que se hallan en tierra firme entre el Peloponeso y la isla de Madagascar, presidente del Senado de la China, y primer cónsul de la Repú-blica cochinchiniana, conde del Manglar de Martín Peña, de las tembladeras de Loíza, y de la cuesta del Cercadillo, emperador de los godos, visigodos, alanos, puritanos, y samaritanos, duque del Golfo de las Damas, y cabo 2º de la compañía de Morenos de Cangrejos, etc. Hallándose el día de San Pedro encima de nosotros, como nosotros, encima de las bestias que nos rodean, y deseando que dicho día se celebre con toda clase de celebraciones, y con

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la pompa, algazara y estrategia que son de costumbre, según consta de los archivos del Aguabuena. Deseando además, que ningún bicho viviente ni por vivir, altere en lo más mínimo el buen orden y compostura, que debe reinar en estos días en que corren por esas calles toda clase de animales, y con el fin de evitar contumelias y otros accidentes desagradables que pudieran ocurrir. Ordeno y mando:Artículo 1º Queda prohibido bajo pena de la vida el morirse, hasta pasados ocho días de la publicación de este bando.2º Todo individuo que coma, beba, duerma y haga otros menesteres que se dirán en caso preciso, está obligado a montar, como montan los hombres si fuere del género masculino, y a que le monten a las ancas, o como mejor le pareciere, si es del femenino.3º Se previene a los tenderos de toda clase de comestibles, inclusos los de ropa, que enciendan hogueras (vulgo candeladas) en todos los días de carre-ras; teniendo cuidado de apagarlas al toque de la oración, para no iluminar lo que debe pasar a oscuras.4º Siendo las carreras de San Pedro una prueba de lo mucho que adelanta-mos, aunque siempre corremos por el mismo lugar, deben ser así mismo un modelo de cortesía; queda pues privada toda acción sospechosa, como toser, estornudar, etc.5º Queda igualmente prohibido el llevar las manos a las narices, orejas ni a ninguna otra parte de las que están vedadas por la buena educación; debien-do al contrario tenerlas siempre de manifiesto para evitar malas interpreta-ciones.6º El gobierno de las bestias queda a cargo del bello sexo, por haber demos-trado la experiencia, que el otro que no es bello, no contiene muchas veces la fogosidad de los potros que quieren salir de las calles en dirección al campo del Morro.7º Para impedir en dicho lugar caídas que pudieran causar rasguños, cardena-les y chichones más o menos pronunciados, se pondrá, alrededor de la cantera que hay en el mismo, un guardián que avisará con un tiro de fusil, la aparición de todo ser animado.8º En caso de ser estas apariciones tan frecuentes que no tuviese tiempo de cargar el arma, se duplicará, triplicará y centuplicará el número de guardia-nes, hasta que entre todos hagan un continuo fuego graneado.9º No pudiendo usarse el agua, sino licores más ligeros y menos dañosos, como el cañete, anisao, etc., quedan cerrados todos los aljibes, pozos y las cataratas del cielo, hasta pasados ocho días contados desde la fecha.10º Será declarado reo de lesa carátula todo el que contraviniere en lo más

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mínimo las disposiciones adoptadas en este bando; siendo además juzgado con arreglo al código de Tío Luna.11º Encargo a los magnates y sacatecas de mis dominios que guarden y hagan guardar el presente bando, a todo siniquitate que se halle bajo su férula, y que agarrochen a los que no quieran entrar en el surco. ¡Vivan las fiestas de San Pedro! ¡Vivan las gentes de buen humor! ¡Viva todo el mundo!Dado en las Cuevas del Sumidero a 4 del mes de los gatos, y del año de las cornucopias.–Firmado–Tintinábulo Emperador de los Alanos, Puritanos y Samaritanos; Cabo 2º de la Compañía de Morenos de Cangrejos.

Una endiablada gritería y los más furibundos toques de clarines, trom-petas y timbales, anunciaron a larga distancia que había terminado la lec-tura del bando que antecede; emprendieron la marcha en el mismo orden que habían venido, y fueron repitiendo la población en los parajes más públicos, después de lo cual se desbandaron, durando las carreras hasta las dos o las tres de la tarde.

Tal era el Bando de San Pedro en la época a que me he referido; desde unos días antes ya servía de tema de conversaciones muy animadas, y que tenían por objeto la redacción del célebre documento, que todos deseaban leer; la invención de un disfraz, el hallazgo de un jamelgo indefinible por sus viciosas anomalías, y otras muchas cosas que ocupaban a personas de todas las clases de la sociedad: los más entonados iban a caza de alimañas que despreciaría el gitano más hábil, y las más lindas manos se ocupaban en hilvanar, prender, y atar ropajes, flores y cintas, que adornaban a sus allegados, amigos y aun a ellas mismas.

Ahora que he procurado hacer que conozca o recuerde el lector el Ban-do de San Pedro, reflexionemos algo sobre el mismo; porque, como he di-cho al principio, temo que los progresos de la civilización, arrebatándonos nuestras sencillas costumbres, arrastren consigo todas aquellas diversiones que al par que deleitan, tienen el gusto de la originalidad; diversiones que recuerdan nuestra infancia, y que influyen no poco en el carácter de los habitantes de nuestras Antillas.

Últimamente ha venido a reducirse esta costumbre, a carreras sin ob-jeto ni fin alguno, y la clase privilegiada de la sociedad puertorriqueña se aparta cada día más de ella, considerándola quizás como indigna del buen

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tono y de la cultura, de que con sobrada razón blasona; pero en mi humilde sentir, debieran interesarse en sostenerla, por ser un medio económico e infalible de divertir al pueblo, y de procurar salida a muchas cosas que no la tienen sino en tiempo de tales fiestas.

Aquel regocijo, a que eran llamadas todas las clases, y del que disfru-taban todos, ya como actores, ya como espectadores, se acomoda mucho a los gustos y hábitos del país. La afluencia de gentes de los campos, aumen-tando las relaciones de estos con la capital, satisfacía ese deseo innato de hospitalidad y franqueza tan conocido en los habitantes de Puerto Rico. Cada casa de la ciudad era una pasada gratuita; y esto que de pronto parece una carga muy penosa, tiene allí indemnización segura; si una familia aloja y obsequia a otra que viene a divertirse con las máscaras de San Pedro, puede ir a su vez y por el tiempo que guste, a disfrutar de los encantos de la campiña, sin más trabajo que un aviso dado algunos días antes.

Excusado es decir, que el comercio gana, y no poco, con el sosteni-miento de esta y otras fiestas que empiezan a decaer; ¿quién es el que viene a una capital a divertirse sin que arregle su equipaje, que en los campos no suele estar siempre a punto de revista? ¿Quién es el que vuelve sin llevar un regalito para el pariente, amigo o esclavo a quien dejó el cuidado de su casa?

¿Los mismos que reciben a estos forasteros no tienen precisión de ata-viarse como ellos, para acompañarles a todas partes? ¿El consumo de la despensa es igual entonces al de los días ordinarios? Respondan a esto el bolsillo de algunos, y las balanzas y la vara de medir otros.

Finalmente, los hacendados que se dedican a la cría caballar, ganan también, porque si en la mañana de la víspera de San Pedro no se miran las buenas cualidades de las bestias, no sucede lo mismo por la tarde y al día siguiente; cuando la concurrencia y la rivalidad las ponen todas de ma-nifiesto; y Dios sabe los tratos, ventas, y cambalaches a que esto da lugar; de manera que no sé cómo empieza a olvidarse una costumbre tan última-mente graciosa, y tan graciosamente útil; mil veces he pensado remitir a mis paisanos una cartita que tengo borroneada, pero no lo he hecho por cortedad. Esta carta la transmito en reserva a los suscritores del Gíbaro, y dice lo siguiente:

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Queridos paisanos, los que vivís felices, entre Vieques y Santo Domingo: go-zoso estoy a más no poder, con las noticias que recibo de esa nuestra tierra, porque según ellas cada día va siendo el país mejor de los posibles; por allá puede un hombre acostarse seguro de que, si no viene la pelona por sus pasos contados, despertará al día siguiente sin susto ni cosa que lo valga, lo cual no sucede en todas partes por acá, en el mundo civilizado, y si no, que lo digan los parisienses que hace poco han tenido el inocente desahogo de mandar a la eternidad a más de diez mil de sus hermanos, con su añadidura de robos, mutilaciones, y otras lindezas que no hay más que pedir.Según he sabido, los caminos, puentes, calzadas, y otros medios de comunica-ción que no hace mucho tiempo estaban buenos para los pájaros, ahora se van mejorando que es un gusto; la capital se ha convertido en una tacita de plata, y todos los demás pueblos la van siguiendo, de suerte que cuando yo vuelva, que no está muy lejos, tendré que tomar un cicerone, que me explique cada una de las muchas novedades que se me ofrezcan a la vista.No puedo menos de daros el parabién por tanta dicha, y lo haría, si es posible, de mejor gana, si no hubiera llegado a entender que comenzáis a olvidar, junto con ciertas preocupaciones ridículas, algunas de nuestras sencillas y buenas costumbres: me han dicho, entre varias otras cosas, que apenas os acordáis del Bando de San Pedro, que tanto nos divertía, y juro por la cuesta del Gua-raguao, que no hemos de tener la fiesta en paz, hasta que se sepa que os habéis corregido. ¿Cómo se entiende, señores reformistas? ¿Queréis que no quede rastro bueno ni malo de los usos de nuestros padres? ¿Tenéis acaso la vanidad de pensar que nada es bueno más que lo que hagamos nosotros? Si os molesta el sol porque os habéis vuelto más delicados, mudad la hora, pero no toquéis a la costumbre; si algunas palabras que antes pasaban no pueden tolerarse en el día, porque el buen gusto se ha desarrollado, ingenios hay en la isla que os darán cada año un bando mejor que el Código Romano, y que las tablas de Solón.Cuidado, señores, señores míos, no nos suceda lo que al loco que dio en te-ner asco a sus propias uñas, y para impedir que crecieran quería cortarse los dedos; vayamos con tiento, no afinar tanto la guitarra que se le rompan las cuerdas, y tengamos presente que hay un adagio que dice, que no por mucho madrugar, amanece más temprano.Fuera de esto, aplaudo ese espíritu de regeneración bien entendida que se de-sarrolla entre vosotros, y quisiera poder contribuir a vuestro adelanto; pero ya que no otra cosa, admiro vuestra cordura y sensatez, y quedo vuestro paisano y afectísimo s.s.–El Gíbaro de Caguas.

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ALEJANDRO TAPIA Y RIVERA (1826-1882)

UN VIAJE A MONTE-EDEN (1871)*

I

¿QUÉ ES Monte-Eden? me preguntaréis, queridas lectoras. Pues Monte-Eden es una estancia situada allá al fin del mundo, es decir, cerca de Guai-nabo.

Yo no sé qué especie de cariño le tengo a aquel lugar. Allí me crié, y allí con canes y becerrillos trisqué durante los primeros años de mi vida. Aquel era el lugar en donde pasaba las vacaciones del colegio y junto a la que-brada que cerca la finca y junto al río en que aquella desagua murmuran-do –rumor que es para mí un misterioso recuerdo– pasaron las primeras inspiraciones de mi Musa cándida y silenciosa. Digo silenciosa, porque no adivinaba entonces, que, más tarde podrían aquellas inspiraciones, vaga-mente concebidas, exhalarse en mejores o peores versos.

Sé que cuando después, pasada la adolescencia, he vuelto a visitar aquellos lugares, he sentido lo que no puede explicarse pero que se parece un tanto a ese no sé qué de los primeros años que nadie puede olvidar.

Vosotras sois sensibles y podréis comprenderme. El corazón de las mujeres tiene siempre alguna fibra poética que responde a las cuerdas del arpa en que el poeta canta sus tristezas, sus recuerdos y sus amores. Estáis

* Alejandro Tapia y Rivera, “Un viaje a Monte-Eden”, Tapia ayer y hoy, Marta Aponte Al-sina, Helena Lázaro y Edgar Quiles Ferrer; eds., Santurce, P.R., Universidad del Sagrado Corazón, 1982, pp. 21-28. Publicado en: “Un viaje a Monte-Eden”, La Azucena (Ponce), v. 1 Nº 9 (1871), pp. 65-68.

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organizadas para madres, y cuando se os habla de la infancia, veis al instan-te la figura de un niño retozando en el césped, con los rizos de su cabellera agitada por la brisa, y hollando con planta indiferente zarzas y flores. Las primeras no tienen púas para la infancia; las segundas son solo juguetes entre las manos de un niño: ¿qué pueden ellas valer para las que lleva en sí aquella mente risueña? Ah: pero más tarde vienen el otoño y el invierno para aquel niño, y no hay otras flores que las de los jardines, porque las del alma ya no existen. Nacían en el paraíso de la corta edad sin que nadie las sembrara, y su jardinero era el corazón, dispuesto a regarlas con su manan-tial de ilusiones.

Pero volvamos a Monte-Eden. Vosotras recordaréis siempre el primer trinar del ave que regocijó nuestros oídos, la primera campiña que alegró vuestros ojos, sobre todo, si nacisteis en la ciudad, despojada de todas esas maravillas que con el nombre de árboles, ríos, flores y ganado esparció la mano de Dios en las praderas. ¡Cuánto no valdrá después, en vuestros días amargos o afanosos, el recuerdo de aquella primera campiña! Bien podréis visitar otras más bellas y mejor ornadas por la naturaleza o por el arte; aque-lla será siempre para vuestra alma el paraíso terrenal.

¿Y qué otro campo os viene a la memoria cuando veis un árbol, cuando oís el mugir matutino de la vaca que llama a su cría, o el canto del ave me-lodiosa? Recordaréis entonces aquel Monte-Eden vuestro, fotografiado en vuestra mente y en vuestros corazones, como una indeleble y hermosa fatalidad.

No extrañéis pues que yo no pueda lanzar de mi alma aquel campo de mi edad de flores.

Os dije que aquella estancia estaba situada poco menos que al fin del mundo, porque gracias a la Desidia, diosa a que hemos levantado altares en Borinquen, nada hay más distante, no digo de Ponce, desde donde os escribo hoy, sino desde la capital, de donde partí a la excursión de que voy a hablaros.

Gracias a nuestros ferrocarriles (que vemos cuando soñamos) de Puer-to Rico a Guainabo hay tanta distancia como desde Madrid hasta Galicia o desde París a Portugal. Podemos envanecernos: nuestra isla es uno de los países más extensos de la Tierra.

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Las leguas son aquí muy largas; de suerte que de Cataño a Guainabo, que hay sobre dos, resulta una distancia muy respetable.

Mi objeto principal era el de que un amigo, apreciable pintor puerto-rriqueño, tomase una vista de la casa de aquella finca, transformando en obra de pintura lo que no podré ver de otro modo, pues la dicha casa pasó al dominio de lo pretérito.

Pero al hablar de mi proyecto brindáronse a acompañarnos otros dos amigos, que lo son de mi alma, y que si se prometieron un buen día de cam-po, no sé hasta qué punto pudieron pasarle divertido.

Eran las 6 de la mañana del 31 de diciembre de 1870, día sin duda escogido para fenecer con el año, si habíamos de quedarnos para siempre atollados en aquellos pintorescos lodazales.

Tomamos café en el perdurable de Turull, establecimiento que llamo de este modo, porque de niño le conocí y de viejos le verán seguramente mis nietos, y una vez en el muelle los cuatro amigos, nos embarcamos en el velero bote que a la opuesta orilla de Cataño habría de conducirnos.

La brisa de la mañana que henchía nuestra lona y nos hacía dejar ancha estela de perlas y blondas, debía llevarnos a nuestro destino en breve tiem-po; pero la fatalidad se opuso y zozobramos. ¡Horrible instante! Nuestro Van-Dyck, enredado en la espaciosa vela, estaba a punto de hallar en ella amplio sudario; nuestro joven Litle flotaba sobre sus espejuelos, que en esta ocasión hubieron de servirle de salvavida; Bepo se hacía boya sobre su espalda harto propia para el caso, en tanto que yo, asido a un clavo de la quilla, daba ya las últimas boqueadas…

De pronto gritó el patrón, que no había abandonado ni la escota ni la caña: ¡Un tiburón! ¡Un tiburón!

El monstruo aleteaba junto a nosotros, y nadaba pavoneándose como héroe del momento, cual conquistador en triunfo. ¡Nos comía, no había remedio!

Envolviese Van-Dyck entre la vela, cual César en su manto al ver a Bruto amenazador. Litle trataba de volverse todo espejuelos, y Bepo se su-mergió para cubrirse con el volcado bote, mientras yo no sabía qué hacer… ¡presa segura!

Pero el monstruo en vez de dirigirse a mí o a cualquiera de los otros,

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entre quienes hubiera encontrado seguramente un buen almuerzo, de un aletazo ¡extraño lance!… ¿qué pensaréis, lectoras, qué hizo? Puso boca arriba la zozobrada embarcación, y merced a su indiferencia, a su bondad, o a no sé qué, pues se alejó con cierta sorna, nos hallamos de nuevo a bordo y muy cerca de Cataño; solo sentíamos un gran susto en el estómago, que hubo de calmarse con nuevo desayuno de café, pan y manteca.

¡Oh contraste de la vida! ¡Tras tanto amago de poesía, tanta realidad de prosa! ¡Comer tan pronto, los que esperaban ser comidos! ¡Oh! ¡Tibu-rón magnánimo! ¡Oh! ¡Monstruo tan sin hiel y desganado!

Pero aún faltaba lo peor, si puede haberlo tras amenaza tiburonesca.Si el café del desayuno no nos envenenaba, y los pencos no acababan

con nosotros, podíamos poner una pica en Flandes, podíamos llegar medio vivos a Monte-Eden.

Y digo medio vivos, porque casi todos estábamos estropeados. Yo sa-qué de mis botas media docena de erizos, Bepo tuvo que arrancarse de la nariz una langosta. Litle tenía media docena de caracoles entre los ojos y el pobre Van-Dyck tosía y arrojaba sardinas por la boca. ¡Si siquiera estuvie-sen fritas!, murmuraba Bepo, que echaba algo de menos en el desayuno.

Pasadas estas y otras mil exclamaciones, cabalgamos en nuestros cua-tro rocinantes, y empleando espuela, látigo, pies y manos, emprendimos aquella caminata que amenazaba durar lo que un viaje de circunvalación, atendida la velocidad de nuestros corceles y lo breve de un camino de 100.000 leguas.

¡Y qué cabalgaduras! Desde el día anterior y a guisa de preparación, había escrito Litle a todos los dioses del Olimpo para que nos enviasen dos Pegasos y dos Hipogrifos con sillas o con la cómoda banasta; pero sea por-que aquellos jamelgos estén ya un tanto maltrechos con tanto ir y venir de abajo arriba y viceversa, sea por la edad, pues ya cuentan más que sobradas, sea porque el señor Mercurio, mensajero alípede, se complazca en jugar malas partidas a los pobres mortales, es lo cierto que los tales corceles más parecían chongos indignos de su fama que otra cosa, y medio alicaídos o alirrotos, se hallaban embanastados de muy mal talante.

Y sobre todo, el que tocóme en suerte era tan del género malo, que al no invocar al gran Júpiter en medio de las selvas quedárame atrás de la

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amistosa comitiva, que mal que peor, pero al fin trotando y chapaleteando, ganaba alguna aunque brevísima distancia.

Oyóme el gran Júpiter, siempre benigno con los mortales que le in-vocan y envióme en ayuda su corcel Telégrafo. Rival este en velocidad del Bucéfalo afamado, que a su portentosa rapidez debió aquel nombre, era, aunque viejo, digno de su fama, y gracias a él pude burlarme de mis compa-ñeros de viaje, cuyos bridones, ora atascados, ora de bruces, ora deslizán-dose como quien patina, quedábanse tras de mí implorando la misericordia que antes en vano les pedía.

Montó en mi anterior Hipógrifo el perito guía, llamado a ser nuestro hilo de Ariadna en aquel laberinto de charcos, barrizales y lagunas. Y por cierto que atendidas sus exclamaciones y abultamiento de peligros y difi-cultades, no le era dado negar su origen bético.

Al tomar al pie de la letra sus comentarios, cada charca era un vórtice insondable y cada pantano terrífica tembladera.

Y hubo un momento en que del pobre Litle no se vieron más que los anteojos, y absorbido por la tembladera cual por la vorágine Maelstrom, despedíase de nosotros con voz ahogada; y más adelante Van-Dyck dejaba las botas en otro abismo, al paso que volcado en las cenagosas aguas de la quebrada Margarita, gemía desconsolado nuestro querido Bepo.

Y yo, triste de mí, sin poder parar, hube de abandonarles mal mi grado, pues mi corcel, picado por la tarántula o por el demonio, volaba y trepaba cerros, y saltaba breñas y aquí cuelgo de un lado, allá del otro, ora en la crin, ora en el anca, iba en pos, al parecer ¡de lo infinito!… Flecha, bala, exhala-ción, audaz volaba… Arando está una yunta, y ¡zas! De un bote, saltámosla ¡ay de mí!… Una casa o cortijo, y ¡zas! de otro, saltámosla también… y vese una montaña… y ya se acerca… cierro el ojo, afirmóme, me agacho, no sea que alguna estrella… y salta la montaña aquel demonio… El vértigo es atroz… ¡ah! ya no veo…

He aquí a mis compañeros que recíbenme a gritos. Telégrafo se para… ¿qué diablos pudo armar tal barahúnda?

¡Una avispa tal vez!El pobre animal traía en la cola en intrincado enredo, el yugo de los

bueyes, el techo del cortijo y un par de árboles de la montaña; tanto peso le detuvo, y fue mi suerte.

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¡Y cuántas maravillas nos contamos!Litle había visto lo que vio don Quijote en la famosa cueva de Montesi-

no, Bepo había sido agasajado por las bellas ondinas de la quebrada, y Van-Dyck había visto en el fondo del pantano en que se dejó las botas escenas y paisajes tan espléndidos, que anhelaba volver a su estudio para copiarlos de su memoria; yo les conté cómo había estado en el Olimpo.

¡Cuán galanos estaban nuestros trajes! Racimos y guirnaldas del barro más hermoso nos daban un aspecto encantador. ¿Quién podría negar que habíamos sido agasajados por las bellas Náyades, vulgo ranas, de aquellos charcos?

Pero oímos al fin, con el gozo del navegante que tras la tempestad di-visa tierra, las campanas del anhelado pueblo. Este era nuestro Canaán. El desierto, sin otro maná que el lodo y otros azares no menos cenagosos, iba a terminar. Llegamos y nada contamos de nuestra peregrinación. ¿Quién nos habría creído?

Nuestro guía, sin embargo, habló tanto y dijo tantas cosas de abismos y endriagos y vestiglos que a no haberle conocido ya en el pueblo por con-versador y exagerado, tomáranle por loco.

Almorzamos allí, aunque no tan bien como en el Olimpo, ya se ve con dioses; sin embargo de que no sé si en aquella mansión celeste habrían asa-do Euterpe o Venus tan sabrosamente los plátanos, pan y acaso retranca de aquesta tierra.

Allí estaba un jíbaro de esos que el domingo lo pasan en la gallera y el resto de la semana hablando de la misma, que si algo ganan en la idem, van a perderlo en la peridem, quien, por haberle censurado su vicio, nos regaló esta respuesta: —¿Pa qué silve la plata? Cuando juere viejo, Dioj dará.

¡Uno no se lo va a lleval pal otro mundo! –un beduino fatalista no hu-biera contestado de otro modo–.

Filosofía del plátano, que ¡Dios da siempre a esta tierra en abundancia!

II

¿Qué queda en la morada de mis primeros años? Estos Fabio, oh dolor, que ves ahora

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campos de soledad, verde collado, fueron un tiempo Monte-Eden dichosa.

Los mismos mameyes, palmas y mangos formaban aún la risueña calle de otros tiempos. Las colinas y llanuras me presentaban sus planos gra-ciosos e inalterables. Ellos no habían pasado por las peripecias que lleva consigo la vida del hombre; y maravillábame al verme yo el mismo, tras tantos cambios de suerte y de sentimientos como ocasionan los años. De la infancia a la edad madura, media sobrado tiempo para gastarse la leve capa dorada con que oculta el corazón, durante la primavera de la vida, el tosco barro de que fue formado.

Aquella alameda inolvidable, hoy tan solitaria, fue antes, a mis ojos, animada por la presencia maternal de la familia.

Testigo placentero de mis juegos infantiles, de los vagos anhelos de mi adolescencia, de las primeras meditaciones de mi juventud, ¡cuántas veces me senté a su sombra durante la siesta! ¡Cuántas veces vi salir o ponerse el astro del día, a través de su ramaje rumoroso! ¡Qué hermosos estábais, árboles míos, sombreando a trechos la luz argentada de la luna!

Algunos naranjos silvestres invaden el lugar que ocuparon los rosales y jazmines abandonados ya de la afectuosa diestra que les cuidaba. Forman-do con vuestras flores ramilletes primorosos, ornaba en un tiempo fámula adicta las habitaciones de la casa, para recibir con aromática impresión a sus dueños, tras las breves ausencias.

¿Do están las rosadas astromeras que allá para el dorado junio som-breaban los balcones alegrando la vista? ¡Ah! Ni los algodonales ostentan ya junto a las ventanas su rosa de oro y su vellón de nieve ni ya la piña

panal rico, pebete de la campiña

perfuma con su exquisito aroma la alcoba donde tuve mis primeros sueños.Algunas vacas pacen en la llanura; pero no son aquellas que conocía

por sus nombres, y cuya blanca y espumosa leche hacía ordeñar sobre la taza de café en la mañana.

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Algunos cafetos quedan, pero ofrecerán solo a vista extraña los jazmi-nes y cerezas que me complacía en recoger.

Y parece que todo me dice con rumor triste, ya no eres el mismo. Los huracanes nos respetaron, pero los de la vida devastaron tu corazón. En vano buscas una paz que no es natural sino en aquellos días en que sin bus-carla venía a ti, o mejor dicho, moraba naturalmente en tu corazón.

Y estos lugares me preguntan por qué les abandoné. Ellos ignoran que existe el oro, que compra y vende hasta los afectos, y que no alcanzando a pagarlos pasaron a otro dueño.

Y yo exclamaba: “Prestadme siquiera alguna de aquellas alegrías, algu-nos de aquellos encantos que entonces no sabía apreciar, como ahora que no os poseo”.

Y ellos replicaban gimiendo: ¿por qué nos abandonaste?¡Ah! Preguntadme por los míos, y os mostraré por respuesta algunas

tumbas. Preguntadme por qué fueron a morir lejos de vosotros…Y tú también, parecían decirme, tú también ingrato, no querrás, ya que

mecimos tu cuna, que demos sombra a tu sepulcro. ¡Ah!…¡Cuánto os he recordado, lugares míos, que no pudisteis resguardar

del feroz tiempo la grata morada que os dejé cuidando!Tan solo queda el espacio en que se alzó, aún columbro los restos de su

escalera que subía tan alegre y bajaba con pesar. ¡Aún podría restablecer sus paredes y cariñosos aposentos, tan presente todo en mi memoria, hasta las piedras, que el tiempo no ha podido llevarse, y donde, suponiéndolas pequeñuelas colinas, ponía a pacer mis vaquillas y caballejos de madera! Y de ello queda la piedra estéril. ¡Ah!, ¡si el corazón pudiera tornarse a su vez insensible piedra!

¡Oh, arboleda umbría! ¡Cuánto no hubiera pensado a tu sombra, si el destino no me hubiese alejado de ti! Pero te he llevado en mi memoria, y aunque tu frescura hacía falta a mi frente devorada por la fiebre del pen-samiento, te he debido, aun en la ausencia, sobradas inspiraciones. ¡Te he pintado, te he copiado de memoria tantas veces!

Todos verían en vosotros árboles y campo y nada más; pero como estáis dentro de mi alma, mi alma os presta un lenguaje con que nos entendemos; y sois para mí más que seres animados, porque, en verdad, no me engañas-teis nunca.

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¡Oh!, yo presumo que me reconocéis, porque ¿quién sino yo os habría guardado en su alma y vendría a recordaros lo que tan dulcemente os re-cuerdo? Vosotros, para quienes pasa también el tiempo, y que si veis volver las estaciones y tantas idas y venidas porque también he pasado, no han borrado la tierna memoria que guardé de vosotros.

¡Oh, praderas y colinas y bosques! Nada encuentro en vuestro linaje que se os parezca, y si la naturaleza me habla en otros lugares, es que trata de recordaros a mi mente con vuestra semejanza.

¿Por qué habrá querido el cielo que parezca tan bello lo pasado?¡Oh, pasado! ¿Llegaré a encontrar un porvenir que se te parezca? Bus-

que el ambicioso los oropeles de la vanidad. Yo la detesto porqueaumenta el vacío de mi corazón; y ya que no me sea dado tenerte, ¡oh,

Monte-Eden risueño de la infancia, que halle para el invierno de la vida, otro Monte-Eden parecido a ti!

Y si ya no hay madre que lo embellezca para mí, que la haya para mis hijos.

¡Yo gozaré entonces viendo con mis ojos de anciano, lo que aquellos no apreciarán sino algún día, cuando lo pierdan!

¿Será este un sueño irrealizable?

III

Volvimos al pueblo de Guainabo, que animado antes con los veraniegos de la capital, decae hoy abandonado por aquellos.

Río Piedras y Bayamón han prevalecido, y Guainabo, dejando de ha-cer o descuidando su carretera, muere en su aislamiento. Desgraciados los vecinos de un pueblo que no juzgan más necesaria que el pan de cada día, su comunicación con las arterias principales llamadas a darles ese mismo pan.

Tenéis, por ejemplo, veinte años, y amáis a una mujer joven y hermosa. Volved a los cuarenta, y un momento antes de verla la creeréis hermosa aún. Pero llegáis, la veis y os quedáis estupefactos. ¿Cómo ha podido cambiar tanto aquella rosa, deidad de los jardines?

—La ilusión murió…

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19BIBLIOTECA AYACUCHO

Así me aconteció con aquel pueblo que en otro tiempo me pareció tan alegre y atractivo, y mi ilusión volaba dejando en mi seno la tristeza. Los unos habían muerto, las jóvenes habían desaparecido, las casas, ni eran las mismas ni eran tantas. La madera es tan frágil ante el tiempo como las personas.

Pero llegó la hora de volver a la capital. ¡Haber de pasar de nuevo aquel trayecto!

¡Mas, oh, felicidad!Oímos a lo lejos un rumor extraño, y algo que semejaba el silbido de la

locomotora a larga distancia.¿Qué es esto?, pregunté.En tanto que Van-Dyck había estado diseñando o reconstruyendo en

su álbum la casa que conoció en un tiempo, y yo platicaba con árboles y prados, Bepo se había retirado a una sombría gruta en pos de algún des-canso que de asaz necesitaba. La fuerza del sol y el baño involuntario en la quebrada Margarita habían congestionado su cerebro.

Una vez allí según después supimos, el famoso Mago de Aguas Buenas, su amigo de siempre, dejó su cueva para venir a verle.

¿Un Mago no lo sabe y lo puede todo?Enterado por Bepo de nuestro azaroso viaje, le dijo: He aquí mi vara

mágica, ella te pondrá en el porvenir.Tocó Bepo la tierra, y brotaron carriles de hierro y sobre ellos deslizose

un tren.Este era el rumor y el silbo de locomotora que habíamos percibido.

Paró el tren, que girando sobre aquellos prados nivelados en el instante como por magia, parecía una serpiente deslizándose por entre flores, y su cabellera humosa iba a perderse en el azul de un cielo encantador.

Entramos en el convoy, y en dos por tres nos vimos en Cataño. Tocó allí Bepo el mar con la vara del Mago, y brotó de las ondas un magnífico vapor que nos condujo en breve a la ciudad.

Ya cerca del muelle de la misma, pasó por junto al vapor el tiburón de marras, y al vernos, exclamó rechinando los cruzados dientes: ¡Os dejé ir libres esta mañana cuando estabais en ayunas, y ahora, gracias a ese mons-truo del siglo, que me roba mis presas, os escapáis más apetitosos por haber comido! ¡Oh, necia imprevisión!

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Y yo que volvía melancólico, trayendo en cambio de la ilusión que llevé una piedrecilla del lugar de mis juegos infantiles, exclamé mostrándosela: He aquí cuanto llevo ahora.

Y el tiburón, quedándose atrás por no poder seguirnos, dijo algo en son de réplica que no alcanzamos a oír; pero según colegimos de un frunci-miento desdeñoso de sus labios, pareció que decía: ¿Y a mí qué me cuenta usted?

Pusimos el pie en el muelle, y Bepo quiso tocar con la varilla del Mági-co la ciudad para adelantarla de un golpe algunos años; pero el talismán se había quedado por olvido a bordo, y al buscar el vapor, como tal, se había desvanecido.

Y lo peor es que nadie en el muelle le había visto llegar: aquella gente, al parecer, no tenía ojos para el progreso.

De este viaje saqué en limpio, que lo que se va, se va, y no vale la pena de estropearse para encontrar un desengaño.

Mis amigos dedujeron a par mía, que la magia de este siglo es superior, si la varilla no se deja olvidada, a los Pegasos e Hipogrifos de otra edad. Aquellos están ya alirrotos de puro viejos.

Ya pasaron.

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PUERTO RICO VISTO SIN ESPEJUELOS POR UN CEGATO (1876)*

Tropecé no ha mucho con un Diccionario Geográfico y como era natural, dime al punto a buscar el artículo “Puerto Rico”.

Encumbré sobre mis narices los espejuelos, adminículo que me es indis-pensable, y hallando el artículo que anhelaba, comencé a leer lo siguien te:

“Puerto Rico, la menor de las grandes Antillas, está situada en el Mar Atlántico, entre los paralelos 17º 54’ y 18º 30’ 40” Norte y entre los meridia-nos 59º 20’ 26” y 60º 58’ 52” al Oeste de Cádiz. Su capital es la gran ciudad de Puerto Rico o de San Juan, depósito comercial de primer orden donde van a surtirse desde los principales puntos de las Antillas y del Continente Sudamericano, merced a la franquicia o absoluta libertad de su puerto. Este, que hasta principios de nuestro siglo pudo ver fondeados en su seno navíos de línea, había llegado a obstruirse de tal modo, que era casi inac-cesible a buques de mayor porte; pero gracias a intereses mejor compren-didos, se ve en la actualidad del todo limpio, desecados los pantanos de la parte del Sur y despojado de los manglares que lo infectaban y ocupaban inútilmente. Convertidos ahora estos lugares en diques, astilleros y vastos almacenes, hase trocado aquel en uno de los mejores del mundo, merecien-do por lo tanto el nombre que, sin duda por su natural excelencia le puso su primer visitante Juan Ponce de León. Vénse hoy dentro de su herradura millares de buques ostentando las enseñas de todos los países, y atracados a los muelles y espaciosos almacenes de la Puntilla los buques menores que pueden contarse por miles.

“Cataño se ha convertido en una bella población comercial, mante-niendo el tráfico con la capital situada enfrente, por más de una docena de vaporcillos; y con Ponce al Sur de la isla, por medio de tres ferrocarriles, el Oriental, el del Centro y el de Occidente.

* Alejandro Tapia Rivera, “Puerto Rico visto sin espejuelos por un cegato”, Cuentos y ar-tículos varios, A. Tapia Rivera, Barcelona, España, Ediciones Rumbos, 1967, pp. 59-64. Publicado originalmente en La Azucena (San Juan), v. 2 Nº 36 (1876), pp. 1-3.

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“La ciudad alumbrada a giorno por las noches y con aguas abundantes que han facilitado el aseo y la industria, sin temer a las sequías anteriores, con arbolado por donde quiera alegra la vista y mejora la salud, con casa de artes y oficios para bien de los niños pobres que hoy no vagan por las calles, con hospicios inmejorables, su célebre manicomio y su cárcel, como las demás de la isla, arreglada al sistema moralizador de las más famosas; contiene magníficos edificios, entre los cuales se ve la universidad en que se ha transformado uno de sus antiguos conventos; el banco, la biblioteca pú-blica con más de un millón de volúmenes, establecida junto al seminario, y el ateneo, templo de todas las ciencias, situado en la calle San Francisco en medio de preciosísimas tiendas que si antes llegaban apenas a la calle de San Justo hoy se extienden hasta la plaza de Santiago. Esto sin contar otros bancos particulares de descuento, de garantías, cajas de ahorros y el famoso Territorial e Industrial, con un movimiento anual de millones de millones. El campo del Morro, la Puerta de Tierra, libre de murallas, son paseos preciosos, con glorietas alegres, estatuas primorosas, fuentes y vis-tosos jardines. Las afueras de la puerta de Santiago se dilatan en medio de una población que llega hasta Martín Peña, ya incluso en la ciudad, unida a Caguas por camino de hierro.

“Cuenta además, numerosas escuelas de todas clases de enseñanza. Conservatorio Industrial, Museo de Ciencias y de Bellas Artes; periódicos que han contribuido a este progreso, que sosteniendo con vigor y perseve-rancia los derechos y deberes, y deslindando a fuerza de luz, las atribucio-nes del Estado de las sociales, municipales e individuales, han destruido toda clase de desconfianza respecto de un pueblo que solo quiere el justo y natural progreso, garantizado por la ilustrada nacionalidad en que ha naci-do, y dentro de la cual, con buena voluntad, pueden caber todos los adelan-tos, como acontece hoy en aquella isla. Y si aún existe allí quien, resabiado por lo antiguo, use del progreso para condenarlo, esto es inevitable, como lo es que haya tinieblas donde termina la luz.

“Una docena de vapores costaneros liga los pueblos del litoral en todo el contorno de una isla pequeña en su terruño, pero notable hoy por su riqueza y por la laboriosidad, virtudes y saber de sus habitantes que gozan en su totalidad, puede decirse, de todos los bienes de la civilización.

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“Imposible es allí encontrar quien no sepa leer ni escribir, y rarísimo hallar hombre vago o sin oficio. La propiedad, bastante repartida, une sus fuerzas por la asociación, contándose sociedades mercantiles e industriales de todo género, así como en el orden intelectual y moral para los asuntos religiosos, científicos, de enseñanza y de moralidad. Hasta los animales re-ciben protección de este benéfico influjo, existiendo asociaciones para su mejora, y para impedir el mal tratamiento de que son víctimas en los países que desconocen los deberes de la cultura y civilización. Las galleras han sido abolidas.

“Apenas podrá encontrarse población que no esté ligada a las demás por el ferrocarril y el telégrafo, y que no cuente suficiente número de ban-cos, escuelas, periódicos y bibliotecas municipales o particulares. Canali-zados los ríos, utilizan la antes perdida riqueza de sus aguas en la agricultu-ra y en los numerosos talleres hidráulicos, habiendo jurados periciales para la equitativa distribución de aquel precioso líquido.

“El bienestar se halla por dondequiera, y gusto de ver las poblaciones hechas al parecer para el encanto del viajero, que encuentra en ellas a su paso, el ornato, el aseo y la abundancia con albergues cómodos y fondas confortables.

“En la casa del jíbaro se halla el libro de instrucción y el de recreo, y el ajuar de las habitaciones urbanas más decentes. Ya aquel anda calzado y viste levita los días de fiesta o ayuntamiento en que concurre a opinar lo conveniente a la mejor distribución de los recursos locales.

“Con la canalización de los ríos han desaparecido las asoladoras crecien-tes y los viaductos que lo cruzan se alzan y mantienen exentos de todo temor. Es decir que ya los puentes no se van con los ríos como antes acontecía.

“Mayagüez, ya grande emporio; Ponce, unido a la playa en caserío con soberbios puentes que no le aíslan, abroquelado contra las inundacio-nes; Guayama, que gracias al riego de sus campos, ha resucitado; Arecibo, Aguadilla, Humacao, Caguas y otros pueblos que hoy son centros nota-bles, viven la vida de la civilización y rivalizan noblemente en adelanta-mientos materiales y en cultura intelectual. Academias, grandes colegios, asociaciones, teatros, paseos, conciertos al aire libre, bellos cafés y cuanto hermosea la vida de otros pueblos, se encuentra en las poblaciones que

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hemos citado; y Ponce, que antes era puramente azucarero, parece en la actualidad hermoso barrio de algún gran centro de Europa.

“Los ferrocarriles han abierto a los correos fácil camino, y a las pro-ducciones de todos los campos del interior, con la cultura consiguiente a un pueblo que, con un censo crecidísimo, se pone en continua y variada comunicación. Este contacto acrecienta la cultura y la esfera de los nego-cios, con aumento del bienestar y la riqueza pública. Extraño es que antes no se haya pensado en la gran producción de las vías férreas, en un país tan fecundo y tan poblado.

“Por dondequiera han llevado estas arterias la vida y la abundancia, y hanse aumentado veinte veces más las fincas rurales y plantaciones. El vapor aplicado a grandes ingenios centrales, ha logrado separar el culti-vo de la caña de la fabricación del azúcar, entregando aquel a pequeños propietarios, y por consiguiente, utilizando en su producción infinidad de terrenos antes incultos. La misma fuerza de Watt aplicada al arado, a la se-gadora, y a otros mil usos agrícolas, como gran divisor del trabajo, facilita, abarata y acrecienta la producción.

“Las alturas se ven hoy coronadas por el arbusto del Yemen, conver-tido en especialidad para Puerto Rico, y cuyos jazmines prometen una co-secha que antes no era posible utilizar por falta de transportes. Las vegas tratan de llevar con abundancia por el mundo la hoja de Comercio, mejo-rada su cultura por la ciencia, y su elaboración en las ciudades por la mejor inteligencia de los obreros ya ilustrados.

“El ganado de todas clases se acrecienta en los verdes prados de Ya-bucoa y demás llanuras de la isla, ofreciendo, con hábiles cruzamientos, variadas castas y especies apropiadas a su distinto objeto.

“Mil industrias, antes desconocidas, utilizan en tejidos, pastas y con-servas, las diversas, ricas y hasta ahora no conocidas ni beneficiadas mate-rias naturales del país.

“Cada centro se ha convertido allí en una Atenas por la ciencia, en una Londres por lo industrial y mercantil; cada pueblo en un vergel; cada casa en un jardín, y toda la isla en un paraíso de abundancia y bienestar”.

“Hasta aquí la lectura. ¡Cuántas veces, asombrado ante cuadro tan li sonjero, traté de ver si mis lentes, empañados quizá, me fingían lo que

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pare cía un sueño! Pero el mismo asombro, el ansia de llegar al fin de este bello ideal, me impedía suspender la lectura. Por último arrojé el libro ex-clamando: ¡Así se escribe la geografía! Pero mis lentes cayeron con tal mo-vimiento y pude notar… ¡que no tenían cristales! Me armé de otros espe-juelos y volví a buscar; pero entonces no di con el famoso artículo: ¡ni aun siquiera mencionaba a Puerto Rico el tal diccionario! Sin duda había leído la descripción de otro pueblo y alucinado por el deseo, había tomado por Puerto Rico, Ponce, etc., los nombres y descripción de otros países.

¡Lo que es tratar de leer sin espejuelos!

Un cegato

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RAMÓN EMETERIO BETANCES “EL ANTILLANO” (1827-1898)

VIAJES DE ESCALDADO*(s.f.)

NACÍ en una pequeña república de América del Sur llamada Venezuela, tres veces más grande que Francia y que puede contener cien millones de habitantes. Me llamo Escaldado.

Desciendo en línea directa, por las mujeres, del señor Escarmentado, ese hijo del gobernador de Candie quien aun después de cien años, ha per-manecido célebre por sus viajes y quien, en el siglo pasado, termina su relato con estas palabras: “Decidí solo ver mis penates. Me casé (1756) en mi lugar de origen, fui cornudo y comprobé que era el estado más dulce de la vida”1.

Esta declaración pública siempre ha atormentado a los descendientes de la señora Escarmentada, a quienes pertenezco. A esta causa se debe in-cluso el cambio de nombre en mi familia y su partida para América, adonde llevó una enorme fortuna.

No había aún alcanzado mis veinte años y ya mi padre había visto, en el país donde nací, tantas guerras civiles, tantas batallas, masacres, minas, aventureros convertidos en generales bajo la apariencia de leopardos, de leones, de tigres, de panteras; generales erigidos en presidentes, presidentes

* Ramón Emeterio Betances, “Viajes de Escaldado”, Revista Caribe (San Juan), Nº 4 (1982), pp. 121-129. Primera edición en francés: Voyages de Scaldado, Paris, Imp. G. Balitout et Cie., 1888. Se publica por primera vez en español, en versión de Luis Caballero, en Glorias y esperanzas puertorriqueñas, Ponce, Tipografía Revista de Puerto Rico, 1894, t.1, pp. 111-120, y cuya traducción fue realizada por Carmen Lugo Filippi, quien dice “Hemos tratado de traducir fielmente el texto original para conservar, en lo posible, las particularidades es-tilísticas del relato”.1. Cuento de Voltaire.

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transformados en tiranos enriquecidos sin escrúpulos, que d ecidió enviar-me a dar mi vuelta por Europa, para adquirir allí la cortesía, la moderación y la cultura que solo otorga el espectáculo de una civilización depurada.

Me dirigí, como es de suponer, directamente a París. Llegué allí, me hice vestir por los sastres de moda, cada uno de acuerdo con su especia-lidad, y me instalé cómodamente en el Gran Hotel del Zorro de la Pata Dorada, muy dispuesto a admirar las bellezas de esa noble capital, llamada por un francés el cerebro del mundo.

Había apenas regresado a mi departamento cuando comencé a recibir una cantidad de visitas de gentes muy amables, aunque desconocidas para mí, quienes, todas, venían a ofrecerme algún objeto de su comercio o a proponerme un negocio magnífico. Entre esos honestos industriales se en-contraban personas encantadoras, siempre sonrientes y, en medio de ellas, figuraba uno de los más elocuentes periodistas del diario El Átomo, cuya tarjeta de identificación llevaba el nombre de Alfonso Tournedos.

Era él quien, por su ardor, había arrastrado en otro tiempo tras sus ta-lones a la muchedumbre que gritaba: ¡A Berlín! ¡Viva el emperador! Pero como hombre independiente y político hábil de nacimiento, había acepta-do, después de la caída del imperio, el hecho consumado; y arrastrado a su héroe en el oprobio y en el fango. Había fundado entonces su periódico y me probó, con un razonamiento muy sutil, que tenía que ocuparse de todo lo que pasa y pasará en el mundo, puesto que el mundo solo es un átomo en el universo. Extremó su bondad hasta el punto de traerme un número de su periódico, el cual encontré lleno de ingenio, aunque sin sentido. Me ha-bló con entusiasmo de la prensa demagógica, epíteto que aceptaba incluso orgulloso. Era para él la única digna. Tan pronto la llamaba un sacerdocio ejercido por un pequeño cenáculo de élite, el cual formaba una especie de clero laico, como tan pronto la llamaba el guía del pueblo, el cuarto poder en el estado. Me permití preguntarle si esa prensa tenía en Francia las mismas responsabilidades que los otros tres poderes, y si no debíamos más bien considerarla, al menos para un cierto número de escritores, como una máquina de sustento. Esta reflexión no le gustó y le produjo un poco de malhumor. Desvió bruscamente la conversación y me leyó un artículo que acababa de publicar acerca de mi país. Lo escuché con asombro. Todo ese

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escrito probaba tan gran ignorancia de los asuntos de los cuales hablaba y era totalmente contrario a la verdad, que no pude retener esta exclama-ción: “¡Es falso! ¡Requete falso!”.

El escritor se detuvo en seco, tomó su sombrero y me miró con des-precio.

—¡Señor –exclamó– usted me insulta!—Como guste –respondí–.—¿No entiende usted ni jota de política? –prosiguió–. Ya oirá hablar

de mí.Y partió como un cohete.Media hora después, recibía dos señores encargados por el redactor

de El Átomo para solicitarme una satisfacción mediante las armas. Jamás he sido hombre de espada y hubiera preferido zanjar este asunto de otra manera; pero dos de mis amigos me probaron que debía honrar mi na-cionalidad, adoptar las costumbres del país en donde tenía la ventaja de hallarme y hacerme degollar, si era necesario, por haber tratado de corregir las opiniones de un ignorante. Me hicieron, además, comprender que todo arreglo pacífico era imposible, dado que en París cuando un escritor no consigue darse a conocer por la pluma, debe lograrlo por la espada.

A la mañana siguiente, debido a mi torpeza, recibía en el lado izquier-do del pecho una estocada que estuvo muy cerca de traspasarme el pul-món. Me valió una herida seguida de una pleuresía, que me mantuvo tres semanas guardando cama y que, entre médicos especialistas, cirujanos, farmacéuticos, enfermeros especializados y gastos extras del Zorro de la Pata Dorada, me costó bien caro.

Es cierto que tuve la gloria de ver la denuncia de mi duelo publicado en todos los periódicos, y durante una mañana en dos cafés del bulevar solo se habló del venezolano Escaldado y del señor Alfonso Tournedos, redactor de El Átomo. Esto me proporcionó cierta popularidad y una vez que estuve en el período de convalecencia, recibí una invitación para asistir a un mitin de Belleville, adonde acudí por cortesía.

Un espectáculo al cual había asistido pocos días antes, habría debido hacerme más prudente.

En un barrio habitado por los sabios y por los jóvenes más alegres,

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más amables y más instruidos de París, y en donde se supone que se hable el mejor francés, por lo cual se le llama “El Barrio Latino”, había visto doscientos o trescientos estudiantes gritar como locos: “¡Al Sena!”, “¡Al agua!”; lanzarse sobre un carruaje que pasaba, detener los caballos, hacer descender al cochero y tratar de sacar del vehículo, bamboleado en todas direcciones, a las personas que estaban allí muertas de miedo.

Pregunté contra quién se estaba resentido. Se me respondió que el objeto de indignación pública era una tunante que había vendido conde-coraciones. Me abstuve cuidadosamente de responder que en mi país y en muchos otros se vendían mucho las “futilidades de la vanidad”, sin que el sector más encantador y más ilustrado de la población se creyera obligado a ahogar mujeres.

Fui entonces a Belleville.Se estableció la mesa de la asamblea más o menos bien. En muy bue-

nos términos el presidente recomendó a la asamblea la moderación, de la cual siempre sabe dar muestra un pueblo libre, y reclamó el más profundo silencio. Se trataba de la elección de un diputado. Vi enseguida aparecer en la tarima una especie de titán que avanzó majestuosamente hacia la ba-randilla. Ningún hombre parecía más adecuado para dominar a la muche-dumbre que aquel cíclope. Imponía respeto. Sin embargo, algunos silbi-dos comenzaron a escucharse. Bancos y sillas, animados por un balanceo en cierta medida espontáneo y como poseídos por espíritus inquietos, me parecieron prestos a emprender una danza macabra.

—¿Por qué se agitan? –pregunté a mi vecino–.—Es un burgués –me respondió–.—¿Y bien?—Pues bien, nosotros somos anarquistas. Lo colgaremos y con él a

todos los burgueses.—¿Y luego?—Luego, derrocharemos sus bienes.—¿Y luego?—No habrá nada más y recomenzaremos el mundo.—¡Hermoso programa! Será sin duda una era muy dichosa para la

humanidad –respondí–, pero será necesario, quizás, para disfrutar de ello,

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esperar que la Tierra haya completado también una gran revolución, que se torne boca arriba y que el Ecuador se sitúe en los polos.

Mientras tanto, el ruido se había transformado en un estrépito infernal. Mi interlocutor farfullando, luego señalándome de pronto a mis vecinos, exclamó: “¡Ah! ¡Chusma burguesa!”. E inmediatamente una avalancha de sillas y de banquetas se abatió sobre mi cabeza, sin darme tiempo de huir. Caí atolondrado. Se me arrastró por un pie hasta la puerta, en donde el aire me devolvió a la vida y no escuché nada más que vociferaciones furibundas y por encima del tumulto, una voz ciclópea, dominadora, que tronaba: “¡Ebrios esclavos!”.

No volví siquiera la cabeza. Desgarrado y completamente herido, corrí al hotel, cerré mis baúles y decidí partir hacia Inglaterra, seguro de encon-trar en los flemáticos hijos de Albión, la moderación que conviene a un pueblo cristiano, episcopal, metodista y civilizador.

Debo decir que tuve primero la idea de visitar a la virtuosa Alemania; pero veía el imperio germánico tan erizado de sables y de bayonetas y tan rodeado de cañones, de fosas y de fortalezas, que temía esa visita donde solo contaba ver por doquier cascos y escudos. Decidí, pues, ir primero a explorar las fronteras; pero tan pronto como me adelanté del territorio francés hacia una línea alemana, fui recibido con tiros de fusil. Tuve apenas tiempo de acurrucarme detrás de un tronco para salvarme, pero de los dos amigos que me acompañaban, uno fue gravemente herido y el otro asesi-nado en el acto, lo que se consideró una bagatela, después de haber dado lugar a graves complicaciones diplomáticas.

Partí hacia la libre Albión.Sucedió, por casualidad, que a mi llegada a Londres, el carruaje que

había tomado en la estación tuvo que pasar por la plaza de Trafalgar, en donde el populacho estaba reunido. Varios caballeros peroraban sobre diferentes asuntos. Hombres de una talla atlética detuvieron los caballos de mi carruaje y se acercaron a la portezuela, amenazándome con el puño. Se me dijo que se discutía el asunto de Irlanda y casi estoy seguro de que me tomaban por un terrateniente. Me acordé de Belleville. Me disponía entonces a ser del parecer de los rebeldes, pero cuando grité: “¡Viva Ir-landa!”, ya se habían robado mi reloj. No salí, sin embargo, sano y salvo.

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Desgraciadamente un policía me había escuchado y apenas me hube ale-jado de la muchedumbre, ya este me echaba el guante y me conducía a prisión. Se me envió a Dublín para disfrutar del verdor legendario de Erín. El carcelero me recibió con suma gravedad y se aprestó a despojarme de mi dinero y de mi vestimenta. Resistí, no insistió.

Al anochecer, aún no había comprendido esta aventura; pero moría de cansancio.

Me desvestí, me acosté y me dormí profundamente. ¡Cuál no fue mi sorpresa, en la mañana, al no encontrar mi ropa! En su lugar se me había puesto un traje repelente. El carcelero me informó que era el uniforme de los prisioneros el que debía llevar; pero lo encontré tan degradante y tan in-noble, que no pude decidirme a ponérmelo. No se me hostigó y se me dejó en la cama a mi gusto. Pasé un mes haciendo estopa con viejos cordones, tarea ruda y agobiante de los prisioneros, que terminó por despellejarme todas las manos. En esa época, mi cónsul, a cuyos oídos no sé cómo llegó este asunto, me reclamó y me liberó. Me imaginé que en un país de libertad donde no se podía ni complacer a los revolucionarios sin ser robado, ni sa-tisfacer a las autoridades sin ser desollado, sería difícil residir y en el mismo Dublín compré pasaje en un vapor para Nueva Orleans. Iba a buscar refu-gio en la República Coloso, república modelo, al abandonar la monarquía parlamentaria por excelencia.

Pasé las primeras veinticuatro horas en la calma más dichosa. El segun-do día iba a visitar la ciudad, cuando vi en la calle hombres, mujeres, niños que corrían atraídos por el más riquísimo de los espectáculos.

Corrí como ellos y pronto me encontré en presencia de varios hombres enmascarados. Algunos sostenían cuerdas y otros golpeaban con palos un desgraciado negro que habían arrancado del banco de los acusados y que arrastraban, seguidos por la muchedumbre con gritos de:

—“¡Muerte!, ¡línchenlo!”.Se me dijo que ese criminal había tenido la audacia de hacerse amar por

una joven blanca, y el pueblo en masa hacía un acto de justicia e jecutando la ley de Lynch. Con un gesto tan tonto como instintivo, me lancé a defender a la víctima; pero en un instante fui prendido y amarrado como un negro. Me parece que me embadurnaron el rostro con hollín. Me pasaron un nudo

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corredizo por el cuello, e iba a ser colgado del otro extremo de la cuerda del infortunado Yoyo, cuando por suerte fui librado por otro cónsul que había asistido a esta escena y quien me había reconocido. Dos años antes le había salvado yo mismo la vida, escondiéndolo en mi casa, cuando sus enemigos triunfantes lo perseguían para fusilarlo porque no pensaba como ellos. Esta vez me libré de una buena en la mejor de las repúblicas; pero no pude eximirme de hacer esta reflexión: que los cónsules son buena cosa cuando se dignan ocuparse de sus conciudadanos.

Había escuchado en Venezuela acerca de una pequeña isla afortuna-da, especie de paraíso terrenal, en donde las armas de la provincia están representadas por un cordero en la bandera, en donde, desde tiempo in-memorial no se ha visto un toro embestir hombre ni mujer, aun vestidos de rojo, en donde las mismas serpientes no pican y en donde los hombres, que nunca han peleado por la libertad, se ocupan, sobre todo, de procrear. “En donde hay muchos niños, me dije, hay mucho amor, por consiguiente, grandes alegrías”. Heme allá, pues, rumbo a la colonia española de Puerto Rico, pequeña isla que es una de las Grandes Antillas.

No se me había hablado mucho de la belleza del país y del carácter humilde y dulce de esos isleños. Encontré, sin embargo, que hacía calor y me dirigí a un café para refrescarme y comer algunos dulces o bizcochos muy buenos que allí se hacen. Me preguntaron que si era partidario de los “secos” o de los “mojados”. Respondí que me daba lo mismo, con tal de que fuesen frescos. Mi interlocutor, quien tenía cerca de él una especie de gen-darme llamado “guardia civil”, ripostó encolerizado que me burlaba. El guardia llamó a dos de sus compañeros; me agarraron, me ataron los brazos a la espalda, apretándome hasta hacer brotar la sangre, y me ordenaron caminar. Comprendí que no había otra cosa que hacer. Caminé. Uno de aquellos caballeros me empujó tan fuerte que me caí. Los otros me levanta-ron a sablazo limpio y, pinchándome la espalda e incluso más abajo con la punta de sus armas, me gritaban: “¡Componte!”2 (Alinéate). El término ha perdurado y se denomina así hoy, tanto en Cuba como en Puerto Rico, a la serie de suplicios que comenzaba para mí.

2. Este relato del “componte” es rigurosamente histórico. Se les llama “componteados” (corregidos) a aquellos que han sufrido torturas.

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Esos agentes del orden público me condujeron ante un tribunal com-puesto por un coronel del ejército español y de otros tres guardias civiles. Me ataron a un poste, en donde quedé inmovilizado durante dieciocho horas, sin beber ni comer. El coronel me increpaba con las más viles inju-rias, me abofeteaba, me escupía el rostro, me llenaba las piernas de llagas a fuerza de puntapiés, y me provocaba, atado como estaba, a batirme con él.

¡Era muy caballeroso! Terminé por desmayarme.Mientras me martirizaban, se me ordenaba confesar que formaba par-

te de la conspiración de los “secos” y de los “mojados”, cuyo fin era hacer volar la isla con melinita que había traído de París, para luego convertirla en acciones que se repartirían entre los conspiradores. Por más que protes-taba de mi inocencia, mi voz se perdía entre el ruido de las imprecaciones de los agentes del orden.

Se me colgó entonces por un pie, no lejos de otro desventurado que colgaba de un brazo. Se nos empujaba uno contra el otro, meciéndonos fuertemente. Cada choque de nuestros dos cuerpos nos hacía dar gritos desgarradores. Imploré piedad.

Para aliviarme se me cortó la cuerda y, de cabeza, fui a golpear el piso con todo el peso de mi cuerpo. Mi compañero de torturas expiró en el acto. Yo que me creí muerto, solo estuve atolondrado un instante.

Una vez restablecido, me tendieron sobre un tablón y me amarraron sobre el mismo, dándome vueltas con una cuerda por todas partes; y lo hicieron tan fuertemente, desde los pies hasta la cabeza, que estuve a punto de asfixiarme a causa de la sangre y morir de dolor. Me decían entonces que señalara a los jefes de la conspiración. Repetía que solo conocía en la isla al cordero de la bandera, pero me daban nombres de personas de quienes jamás había oído hablar y los repetía sin darme cuenta, en una especie de delirio. Desamarraron entonces la cuerda, me levantaron completamente magullado y me pusieron, entre los dedos de las manos, pequeñas sortijas equipadas con puntas de hierro. Me oprimieron así los dedos sobre ellas, con una fuerte cinta, hasta que hube declarado todo lo que se quiso hacer-me decir.

Únicamente entonces se me liberó, para hacerme firmar mis decla-raciones, pero cuando quise tomar la pluma me encontré paralizado de

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manos y de brazos. Me enviaron a prisión. Y yo, que no había tenido idea de los procedimientos contundentes de la Inquisición, nada más que apli-cados a los asuntos de la fe católica y que los creía abolidos, comprendí que la causa por la cual se les empleaba había solo cambiado, y que si habían servido hasta finales del siglo XVIII para hacernos agradable la religión, aún servían al final del siglo XIX –siglo del teléfono y de los globos no diri-gibles– para hacernos amar la política conservadora.

Estaba presto para sufrir nuevos tormentos, incluso la muerte, cuando se propagó la noticia de una orden llegada súbitamente de Madrid.

El gobernador, quien caprichosamente se dedicaba a esos manejos, a fin de adjudicarse el mérito de reprimir una conspiración que no existía y, en realidad, para destruir el partido liberal, hostil a sus ideas, fue retirado por el ministro. Me reanimé con la esperanza de que me devolverían a la libertad con cientos de prisioneros que habían experimentado las mismas torturas que yo y muchas otras aun más horribles. Tuvimos que deplorar la muerte de un gran número de nuestros compañeros de infortunio. Mi ro-busta constitución me permitió sanar, y una vez libre, me entró un irresisti-ble sentimiento de indignación. Me dirigí a Madrid para reclamar justicia. Se me respondió que el ministro se preocupaba, sobre todo, de mantenerle todo su prestigio a la autoridad, que justas o injustas, legales o ilegales, las órdenes de la autoridad y aun sus caprichos, debían ser obedecidos; que la autoridad tenía siempre el derecho de actuar de acuerdo con su concien-cia, y, que si no había exterminado de un solo golpe a esa dulce raza insular que proporciona a la metrópolis veinte millones de pesetas todos los años, tal cosa ocurriría tarde o temprano. Añadió que aquellos que se habían salvado, debían ensalzar a su exgobernador, a su sucesor y a los valientes guardias civiles. Finalmente, sabiendo que era extranjero, me colocaron entre dos gendarmes y me recondujeron a la frontera, rogándome que pre-sentara mis querellas en otra parte.

Retomé el camino de mi país; pero incapaz de resignarme a la felicidad que había sido tan grata a mi abuelo putativo, el señor Escarmentado, decidí ir a establecer mis penates en un bosque que me pertenecía. Allí decidí criar un gran número de animales que sirvieron, por otra parte, para aumentar considerablemente una fortuna, que compartía con cada uno de aquellos

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que me rodeaban. Me metí entonces en la cabeza la idea de reanudar los experimentos de Franklin para alcanzar la perfección moral. Escogí doce grupos de animales, de los cuales cada uno representaba una de las virtu-des buscadas por el filósofo, y los instalé cómodamente alrededor de mi morada, unos en jardines repletos de flores, otros en jaulas, otros más en establos o en praderas. Viviendo en su presencia tenía constantemente ante mi espíritu estas doce cualidades y escogí…

Para la temperancia ............................ el camello Para el silencio.................................... la carpa Para el orden ...................................... el castor Para la resolución ............................... el colibrí Para la economía ................................ la hormiga Para el trabajo .................................... el buey Para la sinceridad ............................... el perro Para la moderación ............................ el cordero Para la limpieza .................................. el cisne Para la tranquilidad............................ el elefante Para la castidad .................................. la cotorra Para la humildad ................................ el asnoEn cuanto a la décimo tercera virtud –la justicia–, la encontraba dema-

siado noble para investir a ninguno de los seres que me rodeaban.Me juzgué a mí mismo indigno de representarla y me contenté con ins-

cribir en letras de oro a la entrada de un pequeño pabellón central adonde venían a resolverse ante mí los asuntos en litigio de los miembros de la fa-milia, la palabra tolerancia, sin esperar, no obstante, que en los países más civilizados, esa gran virtud fuera empleada en todos los quehaceres de la inteligencia humana, no antes de seis mil u ocho mil años.

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EUGENIO MARÍA DE HOSTOS (1839-1903)

EL BARCO DE PAPEL (1897)*

A Ángela Rosa Silva en pago de un artículo suyo

que inadvertidamente rompí

I

AL ENTRAR en mi casa a descansar de la brega cotidiana, oí con negligente oído que me recomendaban la lectura de un artículo literario, “muy bien escrito”, que expresamente me habían dejado sobre mi mesa de lectura.

A ella acababa de sentarme, cuando la víctima menor de mis extremos paternales abrió la puerta de mi toma-café, se sentó en la falda, me sobornó con un beso, y me pidió un barco de papel.

Tendí el brazo, tomé el primer papel impreso que hube a mano, le arranqué un pedazo, saqué las tijeras que, para ese y otros oficios de p adrazo llevo siempre en un bolsillo, y recorté lo mejor que pude un cuadradito. Lo doblé primero en un doblez rectilíneo; después, en dobleces angulares; en seguida, en rebordes muy simétricos; luego, en dirección de fondo a borde; acto continuo, en repliegues de adentro para afuera, y tomándolo gloriosa-mente, y mostrándolo con aire victorioso a la atentísima sobornadora: “¡Es –le dije–, un beso, o no hay barco!”. Me dio el beso, le di el barco.

* Eugenio María de Hostos, “El barco de papel”, Antología puertorriqueña, Rosita Silva de Muñoz; comp., Federico de Onís; introd., 2ª ed., Madrid, Talleres Tipográficos Ferreira, 1963, pp. 141-145. Cuento escrito en Chile, en 1897.

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II

Y ¡qué barco…! Cuando lo echamos al mar en la jofaina llena de agua, y promovíamos con los dedos un oleaje, era de ver cómo la leve embarcación cabeceaba; orzaba, se iba de bolina; y ya con el viento en popa que salía de nuestro aliento, ya con furioso mar de proa, que producíamos agitando la jofaina, se balanceaba gallardamente, o se estremecía de proa a popa, o amenazaba írsenos a pique.

III

No bastándonos nosotros mismos para ser a la vez tantas cosas, vientos de todos los cuadrantes, trepidaciones, oscilaciones, remos, velas, capitán y timonel y tripulación, fuimos al airecillo del balcón, que a ella se le ocurrió abrir de par en par; pusímonos a distancia para ver desde lejos nuestra embarcación, realizando así el concierto de la realidad y la idealidad (que ¡las pobres…!, viven desconcertadas en el mundo…), siendo realidad el barco visto, siendo idealidad las tiernas despedidas que dirigíamos a los imaginarios tripulantes.

IV

Ya, sin saberlo, para el momento de las despedidas éramos muchos: prime-ro que todos, el inseparable compañero de diabluras; enlazadas, detrás en su continuo abrazo la madre dilecta y la hija predilecta; más atrás, empu-jando para ponerse por delante, los dos más endiablados botafuegos que el sol de las Antillas ha ingerido en corazones y cabezas de muchacho. Faltaba solo uno: es uno que ya está camino del porvenir, que es un camino muy áspero, muy cuesta arriba, muy sin horizonte, muy sin luz, sobre todo en la América del Sud. Y suspiramos.

V

Y allá iba la nave por el mar de la jofaina al embate de los vientos del bal-cón, desapareciendo ya, sin duda, en alta mar, porque apenas veíamos un

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punto. Un punto fijo que se mira es un imán que se pone a la atención, al sentimiento y al deseo. De tal modo pendíamos del punto, que estábamos efectivamente presenciando el alejamiento de la nave.

—Y ¿para dónde irá…? –hubo una voz–.—¿Y cómo se llamará? –hubo otra voz–.—Yo quiero que se llame lo que parece.—¿Qué parece?—Una gaviota.—Pues yo quiero que se llame CUBA LIBRE.¡Silencio!… El nombre de la víctima no se pronuncia en casa de los

cómplices.—¡Verdad! “Cuba Libre”, en la América del Sud, suena como “Creta”

en la Europa del Norte.Ya estaba convenido: se llamaba La Gaviota, y navegaba con rumbo a

Cuba libre.Entonces hubo una algarada de alegría que acabó en una algazara de

entusiasmo. Todos querían embarcarse para Cuba.La verdad es que, así a la lejanía, y desde la oscura penumbra, cielo

cerrado, atmósfera de hielo, soledad de desierto, desde donde la contem-plábamos, la radiante nave, bañada a fondo por el sol, sostenida en un mar libre, caminando hacia la luz, era una tentación.

* * *

Ya estábamos en dirección a bordo, cuando un portazo dio al traste con el mar, con el barco y con el propósito de embarque.

Una vez, caminando por una de esas costas, desde lejos habíamos visto como un esqueleto negro abandonado a la orilla de la playa. Al acercarnos, ¡qué triste!, todos nos compungimos, era el esqueleto de un barco, era el testimonio de un naufragio.

La aflicción al imaginar la agonía de los náufragos no fue más íntima que la sentida ahora al ver el naufragio del barco de papel.

El que primero llegó al lugar de la catástrofe, leyó en voz alta La Ga-viota.

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—¿Cómo es eso? ¿Tenía el nombre en la borda, como las goletas de verdad?

—Creo que no, porque esto parece, por los dobleces, que era quilla…—¡Deja ver…!Y poniendo con precaución sobre la mesa el húmedo papel, la interpe-

ladora leyó, como leyendo para sí: “La Gaviota, de Fer…”.Y levantando inquieta la cabeza, interpeló a la chiquitina:—¡De dónde tomaste ese papel?A lo cual, rehuyendo bulto y responsabilidad, contestó la amenazada:—¡Fue papá!Y yo, confuso y asustado con el susto de la pequeñuela, balbucí una

excusa:—Lo encontré ahí.—¡Pues buena la hemos hecho!…Y riéndose a risotada al ver mi facha de delincuente honrado:—Pero papá, si este era el artículo literario que yo le recomendaba…—“Et voilá comme une femme abime un homme” –murmuré yo, aca-

riciando la cabellera de mi sobornadora, acordándome de una canción de boulevard, en los tiempos aquellos en que París me sonreía–.

—¿Y qué vamos ahora a hacer?—¡Qué hemos de hacer! Continuar el viaje –dije yo con honrada con-

vicción, y defendiendo el derecho que mi cómplice tenía a proseguir el juego–.

—Pero si ya no hay goleta…—Pero aquí hay papel…¡Vaya si fue grito! No tuve más remedio que soltar el papel que había

cogido, al oír:—¡No, no! Que ese es el pedazo que queda del artículo de R…! Pues

entonces…Y me encontré cara a cara con el íntimo tonto que todos encontramos

en el primer repliegue de nuestra segunda circunvolución frontal, cada vez que no sabemos lo que hemos de hacer.

Contra ese desorientado… (¿Qué es el hombre más que un íntimo tonto que va desorientado por el mundo?).

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Decía que contra el sublime desorientado no hay como el único orien-tado de este mundo, el niño, que siempre sabe lo que quiere hacer, y que, entonces, queriendo nuevo barco, me miraba con chispas en los ojos… (porque eran ella y él los dos chiquitines). A cien chispas por ojo, eran cua-trocientas chispas eléctricas, que no digo a un desorientado, a todo Oriente hubieran sido capaces de poner en movimiento.

Y cuando, roto el papel, y hecho otro barco, y vaciado otro mar, volvi-mos a navegar en la jofaina con la imaginación, y la amiga de la autora del artículo descuartizado, me preguntaba:

—Y ¿qué le vamos a decir?—Dile –le dije– que así como no hay vuelta a la patria como la que se

hace en un buque imaginario, en barco de papel, en sueño de despiertos, con las velas del deseo, con el vapor de la imaginación, con las valvulacio-nes del corazón, por el mar de la esperanza, bajo el cielo de la caridad, bajo el ala de la inocencia, así no hay artículo literario ni composición poética ni obra de arte que no valga más en la región de lo impalpable que en la mísera región de lo palpado.

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JOSÉ ANTONIO DAUBÓN (1840-1922)

EL GORRO DEL ARCHIVERO (1892)*

NO SON POCOS los años que han transcurrido; pero ¡con qué gusto re-cuerdo la época en que comenzamos a garrapatear por las oficinas, copian-do minutas y tomando razón de Reales órdenes! ¡Y qué buena tropa había por aquel período de la colonia en la plana menor de lo que se llamaba entonces carrera de Hacienda, y la cual tenía sendos puntos de contacto con la de baquetas, cuando no con la del perro chino. Aún me parece estar mirando a Blas Mesa, que en una de su nombre hacía vis-à-vis con Isaías Castro, que parecía hacerle burla con las narices; a Rodulfo Santiago, dis-cutiendo sobre derechos pasivos con el licenciado in partibus Casimiro Vizcarrondo; a Narciso Cestero y Federico Frasqueri, que a pesar de ser escribientes desempeñaban los dos negociados más importantes de la de-pendencia; y a la turba de meritorios, entre ellos el que narra, que con ocho pesos de sueldo al mes nos dábamos pisto de funcionarios públicos, por-que en la credencial se decía que habíamos sido nombrados con sujeción al artículo 245 de la Ordenanza de Intendentes de Nueva España.

Muchos requilorios se exigían por aquel tiempo para el ingreso en el cuerpo de chupotíferos, y entre otros no era poco morrocotudo el estúpido de la justificación de tener la sangre limpia, en un país donde no se conocía más agua que la de los aljibes cuando llovía, donde no había llegado aún la zarzaparrilla de Bristol ni el rol de Lafecteur, y donde jamás se conocieron

* José Antonio Daubón, “El gorro del archivero”, Revista Puertorriqueña (San Juan), (1892), pp. 346-352.

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más moros ni judíos que los que de todos colores solían venir de la metró-poli, vendiendo alpargatas, dátiles o rosarios. Pero así era la práctica; y ve-lis, nolis, no había más remedio que justificar, como se podía, que el neófito no tenía raja de hereje ni de luterano. Con esto, y el informe favorable de lo que se llamaba Contaduría General de Ejército y Hacienda, se abrían las puertas del santuario, y se entraba de rondón en el género de pulga o chinche, para tener derecho a chupar la sangre del presupuesto, no solo en vida sino hasta después de muerto; cosa al parecer incomprensible, pero que tenía y aún tiene su explicación en la sección llamada de clases pasivas, especie de abrevadero, donde bebían y beben agua los inútiles cuando se jubilan, y las viudas y los huérfanos mientras tienen fuerza en las mandíbu-las para hacer la succión de nutritivo líquido.

A un extremo del departamento donde se asentaba la Secretaría de la Intendencia, se hallaba el Archivo, y allí, como una ostra en su concha, conocí al personaje que me da pie para este articulejo. Era veterano en el servicio, y a fuerza de andar en el trasiego del polvo y la polilla había per-dido el pelo, ostentando una calva tan descarada y reluciente, que Antonio Padial solía decir que si un piojo llegaba a perder el equilibrio en la cabeza del archivero, de seguro que se despeñaba por no encontrar una sola rama de qué asirse. Aquella cabeza, como el peñasco de Moisés, manaba agua abundante, de tal modo, que muchas veces tenía que poner el gorro al sol para que se evaporase el sudor que lo humedecía. El gorro había sido de terciopelo, pero el tiempo se había encargado de dejarlo tan calvo como a su dueño, impregnándolo de un olor a requesón agrio, parecido al que suelen tomar las sotanas de ciertos curas, para justificar que es un hombre el que llevan debajo, y hacer estornudar de gusto a las beatas.

Cuando cierro los ojos y evoco la venerable figura de aquel antiguo funcionario, me parece estar mirándole sentado en su vieja poltrona de baqueta, sin chaleco, la corbata desanudada, y abierto el cuello de la ca-misa, por el calor; la pretina del pantalón al garete con todos los botones en libertad, cubriendo el torso robusto y bien desarrollado una guácara de calancán amarilloso, cuyas mangas habían servido de limpiaplumas por más de tres lustros. A un lado de la mesa, la enorme caja de rapé de rosa que fabricaba el viejo Aldrey, recostada sobre el colchón mullido de un

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pañuelo de madrás, tan amplio que parecía una colcha, con sendos mapas n egruzcos dibujados por el tabaco en contubernio con su resonante nariz. Frente a esta se destacaba el viejo tintero de guayacán que parecía un aljibe hondo y oscuro, y de cuyas profundidades no se supo nunca si brotó la luz de alguna idea. Sobre la mesa, que era espaciosa, estaba el mugriento y manoseado librote que llamaban Índice del Archivo, y a un lado y otro, sendos legajos atados con curricán áspero por el polvo; diversos expedien-tes con las cinco puntadas reglamentarias, e infinidad de oficios en cuyas márgenes se leía esta palabra: Antecedentes, escrita de puño y letra del jefe por entonces de Hacienda Colonial. Esa palabra era el terror del archivero, pues ella sola tenía la virtud de poner en movimiento la pachorra clásica que le dominaba; obligándole muchas veces a hacer maromas en una esca-lera que parecía un triángulo masónico y que se movía a voluntad, gracias al cuadrado de madera con rodajas de hierro sobre la que estaba montada.

Pero basta de antecedentes, y vamos al grano.En uno de los días, bastante frecuentes por cierto, en que el archivero

solía hacer rabona, con pretexto de cierta afección que la traía medio des-fondado, estaba el Archivo solitario.

Era la hora de la tarde de un día de julio, bochornoso e inspirador del sueño. En el antiguo reloj del Ayuntamiento acababan de sonar las dos, y el secretario abandonaba su despacho para dirigirse al del intendente con una balumba de papeles que constituían lo que se titulaba el acuerdo y la firma.

Desde esa hora, hasta las cuatro que el secretario regresaba, se que-daba la nave sin capitán. Cada quisque abandonaba su asiento, y aquello era tinta de calamar. Se formaban tertulias en las mesas, se encendían los cigarros, por lo regular de tabaco muy malo, se comían dulces de los que pregonaba por la calle algún mandulete con voz de chicharra, y se narraba cada cuento color de rosa, capaz de poner rojo a un pimiento morrón. Allí aprendí algunos que tenían tres pares de bemoles, y eran de los más jugosos que en su género he conocido.

Los meritorios y escribientes nos habíamos dado cita para aquella hora en el Archivo. Bajo la dirección de Antonio Padial penetramos en el ex-tenso salón, y nos dispusimos a realizar una de las muchas travesuras que abundaban en nuestro repertorio. Se trataba de un entierro.

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Con ocho pliegos de papel del sello de oficios, [y el] taladrado, que servía en la portería para fabricar sobres, pues en aquel tiempo no se cono-cían los que mucho más tarde se importaron de Europa ya preparados, se construyó un sudario mayúsculo donde fueron cuidadosamente envueltos el gorro y la guácara de que he hecho mención. Listo el pastel y atado con la solidez de lo que no había de desatarse nunca, se rotuló de esta manera:

†R. I. P.

Aquí yacen los arreos de un funcionario colonial.¡Que el polvo puertorriqueño le sea ligero!

Después colocamos el difunto sobre el libro Índice, y le hicimos los fu-nerales de cuerpo presente con toda la serenidad y buena intención de que éramos capaces, rezándole su correspondiente responso en un latín maca-rrónico, parecido al que usaba en sus catilinarias el alegre Julián Baldorioty.

Terminada la ceremonia, nos dispusimos a enterrar el muerto; y en ese instante el escribiente Ruffin, que era algo tímido, y no le gustaba tirarse donde no alcanzaba pie, al ver que la cosa iba de veras, se escurrió hacia la puerta con rapidez de ardilla, y desde allí comenzó a mirarnos con ojo extraviado y malicioso.

Afortunadamente no había temor de que diera el soplo, porque a su vera se encontraba guardándonos la espalda el famoso portero Urbano, que era el malagueño más desenfadado y bullanguero que ha comido plá-tano en Puerto Rico. Este observaba con delicia la operación, que se llevó a cabo sin tropiezo alguno, depositándose el fardo en la profunda fosa que se abría, pegada al techo, entre la cornisa de la estantería y la pared. Hecho esto, despidió el duelo Casimiro Vizcarrondo, con un discurso en que cita-ba el Código Penal y las leyes de Alfonso el Sabio, y que aunque tenía poco de retórico, se parecía en la forma y el fondo a los que acostumbraban pro-nunciar por aquella época los obligados oradores pedestres en entierros y capítulos de cofradía.

Un cuarto de hora después, volvió a reinar el silencio en el Archivo. La tropa se había diseminado, y cada cual ocupaba su puesto con el disimulo

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imperturbable de la educación colonial y la aparente tranquilidad del que no es capaz de romper un plato.

Cuando algunos días después, ya dado de alta, apareció el archivero por la oficina, le observamos registrando todos los rincones de su establo, con la misma asiduidad y el mismo resultado que el obtenido por esos fi-lósofos que desde hace diecinueve siglos buscan la verdad sin encontrarla. Convencido al fin de que no era posible hallar la correjuela, se decidió a cubrirse la bola de billar con el pañuelo de madrás y quedarse en mangas de camisa por aquel día.

Esto era allá, por el año de… no recuerdo; y como quien se rasca y no lo siente transcurrieron veintitrés años de un tirón. ¡Me parece un sueño!

Algo habíamos avanzado en la cucaña administrativa, y llegó el tiempo en que vino a ocupar la Intendencia uno de los jefes de Hacienda más ilus-trados que hemos tenido en la colonia. Se llamaba Joaquín de Adriaensens (y entre paréntesis debemos decir, que no hemos conocido funcionario ni más discreto, ni más laborioso, ni más amante del país que él).

Cierto día encomendó la busca de unos antecedentes antiguos sobre el islote de Mata-Redonda a Antonio Padial y al infrascrito.

Y vea usted por donde, revolviendo papeles viejos y llenándonos de polvo hasta los ojos, nos tropezamos con el entierro consabido, que estaba intacto y sin que humanas uñas le hubieran desflorado. Era de ver la figura de Antonio Padial, en lo alto de la escalera, con el cuerpo del delito entre las manos. Desde allí, mostrándome el rótulo del polvoriento envoltorio, me preguntaba:

—“¿Te acuerdas…?”.Practicada la exhumación, apareció el gorro flamante; todavía blando,

y oliente aún a pellejo de macho cabrío.El compañero lo tomó con la punta de los dedos, y contemplándolo

con semblante triste, murmuró:—“Lo que es ahora, no hay empleado a quien le dejen tiempo para

curtir un gorro con esta perfección”.Y lo arrojó desde la altura.

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46NARRACIONES PUERTORRIQUEÑAS

MANUEL FERNÁNDEZ JUNCOS (1846-1928)

LAS GOLONDRINAS DE LA INTENDENCIA (1928)*

(Episodio alado)

LOS HABITANTES de la capital de Puerto Rico anteriores a la Guerra His-panoamericana recordarán seguramente aquellas golondrinas que daban animación y singular atractivo a la fachada principal de la Intendencia, el edificio más bello de la ciudad, construido durante el reinado de doña Isa-bel II. Es un precioso edificio de orden corintio, de gran pureza de líneas y proporciones admirables, con esbeltas columnas estriadas, con puertas y ventanas de cornisas y capiteles.

En gran número golondrinas pequeñas, de un tipo especial de color castaño, llegaban en legión compacta todos los años al empezar la tem-porada del invierno y se situaban precisamente en el vistoso edificio de la Intendencia, distribuyéndose en artística disposición decorativa a lo largo del pretil de la azotea, en los adornos monumentales del frontis, en las rosetas, hojas y volutas de los capiteles, en las cornisas generales y en los salientes de puertas y ventanas, en los ángulos de los balcones y antepe-chos, en dondequiera que hallasen un sitio donde colocarse airosamente, formando grupos y combinaciones simétricas, grecas y arabescos ideales y caprichosos, de lindos efectos decorativos.

* Manuel Fernández Juncos (antología de sus obras), José Antonio Torres Morales; selec., pról. y notas, México, Editorial Orión, 1960, pp. 43-46. Primera edición: La última hornada (trabajos literarios en prosa), San Juan, P.R., 1928.

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No parecían preocuparse por ninguna otra cosa más que por el em-bellecimiento de su fachada. No formaban nidos como las golondrinas de otra especie, durante el período de su emigración, no daban señales ostensibles del amoroso y natural cuidado de formar parejas. Por la maña-na se dispersaban un poco para alimentarse con insectos y granos y para refrescarse en algún arroyuelo cristalino, alineándose de vez en cuando en los alambres del telégrafo y dando algunas vueltas alrededor de su sitio predilecto y, antes de las cinco de la tarde, estaban ya organizándose en sus posiciones decorativas de la gran fachada que ocupaba todo el frente de la plaza principal. En esta obra de instalación artística revoloteaban aletean-do con gran viveza y formaban una charla vivísima y musical, semejante a los rumores de un arpa eólica.

Este afán decorativo de las golondrinas de la Intendencia era todavía mayor que el de aquellas famosas palomitas azules, que suelen a veces ador-nar la fachada del Palacio Real de Madrid.

Las damas de la ciudad de San Juan, cuando lucían sombreros ele-gantes, sabían que no era conveniente transitar desde las cinco de la tarde por la acera principal de la Intendencia, y se iban por la de enfrente, cele-brando el charloteo de las simpáticas golondrinas y su admirable afán de ornamentación. Eran muchas en número, y por más que se acomodaban compactamente unidas en la fachada principal tenían que acordarse de las excedentes, a regañapicos, en las fachadas laterales, de mejorar oportuna-mente su situación…

Se aproximaba ya para las golondrinas el momento de regresar al país de su procedencia, cuando una madrugada, el 12 de mayo de 1898, las sorprendió el bombardeo de la ciudad por la formidable escuadra del Almirante Sampson. No se alarmaron mucho con los primeros dis-paros, suponiéndose quizás que serían salvas de las que hacían aquí con frecuencia los buques de guerra que visitaban el puerto; pero al notar que aquellos se prolongaban mucho y que los estallidos se hacían más intensos y frecuentes, circuló entre las pequeñas aves como un oleaje nervioso de inquietud y algunas de ellas se desprendieron de sus sitios en la fachada, como para orientarse bien de lo que ocurría. No se las vio volver al punto de partida; pero las gentes que miraban con más atención

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48NARRACIONES PUERTORRIQUEÑAS

hacia el espacio, vieron descender, entre otros residuos de la trágica com-bustión, algunas plumas oscuras y hasta fragmentos de pequeñas alas y de cuerpos diminutos.

Un proyectil enorme que penetró en el edificio de la Intendencia in-cendió algunas de sus oficinas y uno de sus fragmentos que al estallar hirió al jefe de la guardia, fue como la señal de dispersión de las atribuladas golondrinas que se lanzaron todas a la región del aire, formando una nube oscura y entristecedora.

¡Era para ellas la peor ocasión! La parte del espacio que coronaba la ciudad parecía en ese momento una sección horrorosa del infierno, olvi-dada por el Dante. Bajo este admirable cielo de un azul anacarado y lumi-noso pasaban súbitamente los proyectiles, trazando rayas incandescentes rodeadas de humo y de chispas de fuego, silbando como fieras enfurecidas, como en busca de algo que aniquilar y destruir. Unos iban rasantes y hacían estragos lastimosos en la parte inferior del grupo de golondrinas y los que describían parábolas de mayor altura en su trayectoria, arrasaban la parte más elevada de la legión volante. A veces chocaban dos proyectiles en lo alto con fragoroso estampido, bajando los fragmentos sobre la ciudad, y aunque se acercaban llenos de muertes, producían un efecto luminoso de fuegos artificiales. Un atronador y continuo cañoneo que atormentaba los oídos servía de acompañamiento a este conmovedor espectáculo, que pa-recía no tener otro objeto que el de quemar y destruir a las más inteligentes, bondadosas e inofensivas de las aves del cielo.

Como ellas eran tantas, es posible que se hayan salvado muchas o por lo menos un grupo considerable, que allá en su país habrán propagado a su modo la noticia de la catástrofe. ¿De qué medio se valieron para este infor-me? La respuesta de esta pregunta hace pensar en que acaso no sea utópica la leyenda del lenguaje de los pájaros.

Lo que verdaderamente cierto es que a Puerto Rico no ha vuelto des-de entonces, hace veinticinco años, una sola golondrina de aquella clase. Venían antes y vienen todavía al país en las temporadas de invierno, aun-que en número escaso, otras golondrinas de mayor tamaño, de cola y alas negras y más largas, de blanco pecho y prolongado pico, que forman sus nidos de gluten en los campanarios y en los aleros de casas antiguas, crían y

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se ausentan con sus pichones al sentir el calor de la primavera, para volver en la estación del frío.

Pero aquellas golondrinas del bombardeo, que por lo visto solo venían a San Juan para adornar la fachada de la Intendencia y para enseñarnos perseverancia, dignidad social y amor al arte decorativo; esas, como las golondrinas del amoroso poeta Bécquer, “no volverán”.

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50NARRACIONES PUERTORRIQUEÑAS

CAYETANO COLL Y TOSTE (1850-1930)

LOS BAILES DE LA CATEDRAL (1691) (1924)*

I

TOMÓ POSESIÓN del Obispado fray Francisco de Padilla, de la Orden de la Merced, en 1691. Venía de Lima, con fama de prelado vigoroso en las disciplinas eclesiásticas. Le acompañaba otro fraile de su misma orden, de mayor edad que él, predicador evangélico de Cristo y docto teólogo. Pasa-dos los primeros meses de estar en San Juan, entablaron los dos regulares de la Merced el siguiente diálogo:

—¿Se ha podido usted dar cuenta, padre Robustiano, del estado moral del vecindario de esta ciudad?

—Voy empapándome, señor obispo, de sus costumbres. Es gente bue-na y religiosa, muy adicta al rey: y cumplidora de los mandamientos de la Santa Madre Iglesia. Los padres dominicos me han dado la queja, que los bailes de Noche Buena en la catedral degeneran en escandalosos hacia la madrugada y que sería bueno suprimirlos.

—Usted sabe, padre Robustiano, que en el Perú los tenemos; que la costumbre viene de España; y que es preciso proceder con mucha cautela antes que herir el sentimiento religioso.

* Cayetano Coll y Toste, “Los bailes de la Catedral (1691)”, Leyendas y tradiciones puerto-rriqueñas, Isabel Cuchí Coll; ed., Bilbao, Editorial Vasco Americana, 1969, pp. 164-168. La primera edición en libro fue Leyendas puertorriqueñas, San Juan, P.R., Santurce Printing Works, 1924, t. II.

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51BIBLIOTECA AYACUCHO

—Todo lo que su ilustrísima dice está bien dicho, pero la moral está por encima de la propaganda sectarista. Recuerde su ilustrísima, que el venerable Jiménez de Cisneros suprimió en la Catedral de Toledo la danza mozárabe.

—Hizo bien el señor arzobispo, porque aquella danza era moruna y la música muzárabe: solo las canciones eran españolas. Y, ¿qué sucedió? Que instituyeron los devotos en seguida la danza de seises, y esta es la que hay en Lima, y aquí, según me han informado el deán y el provisor.

—Sí, señor obispo, pero después de esta danza va la de las mulatas, y con la aglomeración de gente en lo avanzado de la noche, viene el desbor-damiento y el pecado. Hay que cortar por lo sano y suprimir todo esto…

—Bueno, bueno; no trate usted este asunto con nadie. Es preciso ver y enterarse uno bien para juzgar con acierto y en conciencia. La Noche Buena iremos nosotros dos bien disfrazados a oír la Misa del Gallo… y después fallaremos.

II

Las campanas de la Catedral habían dado ya el último repique anunciando que pronto se iba a celebrar la Misa del Gallo, el recuerdo del acto más tras-cendental de la humanidad, que es el nacimiento del Niño Dios.

Bullía la muchedumbre por las calles de la capital contiguas al Santo Templo. En el palacio episcopal el señor obispo había dispuesto que se ce-nara a las once, y que todo el personal se fuera a paseo, pues había una luna espléndida y a las doce concurriera a oír la Misa del Gallo. Él no pensaba salir, pues sentía dolores reumáticos y el padre Robustiano se quedaría a acompañarle.

Desierto el obispado, dijo el prelado a su amigo:—Padre Robustiano, ¿ha pensado usted ya cómo hemos de ir disfra-

zados a la catedral?—Sí, señor obispo. Yo soy hijo de Salamanca, donde aprendí cuando

era mozo a tocar la guitarra; conservo como un recuerdo de mi patria mi traje de baturro; y poniéndome una peluca que tengo con dos hermosas patillas de chulo, nadie podría conocerme.

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52NARRACIONES PUERTORRIQUEÑAS

—Bien; y yo, ¿cómo me transformaré?—Su ilustrísima tiene cara de mujer; se pondrá en la cabeza un pañuelo

de seda blanco, a la catalana, para ocultar la tonsura, y yo le traeré de mi aposento un traje de mujer de pueblo, de muselina de color. Y entrará en la catedral de mi brazo.

—¡Vaya una facha que tendremos! Pero, en fin, es preciso ver para juzgar en conciencia…

III

Trabajillo les costó a los dos hermanos regulares de la Merced poder pene-trar en el Santo Templo. Estaba de bote en bote. El órgano terminaba de lanzar al espacio su rítmica salmodia y la misa iba a empezarse. En un lado del presbiterio se había levantado un Nacimiento: el pesebre con la estrella fulgurante en el portal; el buey y la mula de un regular tamaño; la montaña en el fondo, marcándose sinuosamente el camino de la herradura por don-de descendían los tres reyes magos Melchor, Gaspar y Baltasar; y detrás de ellos, señores caballeros cargados de ofrendas; abajo, a la puerta del pese-bre la Virgen Madre con el Niño Dios en la falda; a su lado san José; y a los pies de la sagrada familia, arrodillados, dos judíos y dos judías con flores y frutas en las manos. El cuadro plástico era conmovedor.

El penetrante olor de la mirra y el incienso se espaciaba en el ambiente. Llegado el sacerdote al Ofertorio, suspendió la misa.

Y dirigiéndose al inmenso auditorio, que estaba allí congregado, ex-clamó en alta voz:

—Laententur coeli et exultet terra ante faciem Domini, quoniam venit (Alégrense los cielos, y salte de gozo la tierra, a la vista del Señor, porque viene).

Empezó entonces la adoración y ofrendas al Redentor del Mundo; so-bre una gran alfombra que ocupaba la mitad del presbiterio salieron seis infanticos (los seis muchachos del coro) a bailar una danza religiosa; iban vestidos de blanco, coronados de flores, con zapatos blancos. Al pie del a ltar se situó un profesor vestido de negro que tocaba diestramente un arpa.

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—Padre Robustiano, esto mismo lo he visto yo en la Catedral de Tole-do. Esto me encanta…

—Y yo en la de Salamanca.—Esto es de origen hebreo. Recuerda a David bailando y cantando al

pie del Arca de la Alianza. Esos villancicos que entonan son genuinamente castellanos. Qué recuerdos…

Terminó el baile de los seises. El sacerdote continuó hasta lanzar el Ite missa est. Concluido el divino oficio volvieron a oírse las plegarias del órga-no. Entonces ocuparon el pie del altar dos hombres vestidos de negro con dos guitarras, sustituyendo al arpista. La alfombra la ocuparon seis donce-llas broncíneas, como de quince años de edad, vestidas de gasas blancas, con coronas de flores, zapatitos blancos y panderetas en las diestras.

—Esto es nuevo para mí, padre Robustiano.—Esto lo hubo en Andalucía y lo suprimió el cardenal Jiménez de Cis-

neros. Yo no lo alcancé. Lo sé de referencia. Esto es muzárabe.Las mulatitas empezaron a danzar al compás gemidor de las guitarras:

sus movimientos eran correctos: no había lugar a crítica; pero un soplo vo-luptuoso y sensual se filtraba en los sentidos del gentío. Concluida la danza y los villancicos, el público aplaudió.

Entonces empezó la gente, de dos en dos y en correcta formación, a subir las gradas del presbiterio y a echar sus monedas y sus flores y frutas a los pies de la sagrada familia. Era un acto conmovedor de profunda fe religiosa.

—Este es un pueblo católico, padre Robustiano.—Ya lo veo, ilustrísima.—¡Por eso es bueno ver, para juzgar…!Terminadas las ofrendas, el sacristán apagó las luces del altar, y los mo-

nagos se llevaron los azafates con las monedas. Quedó brillando el farolillo del portal del pesebre. La gente se agrupó en diversos lugares del templo y empezó un rasgueo de guitarra por diversas partes; y un fandanguillo con zapateado y olé, olé… en cada grupo.

Cayeron las penumbras de la falta de luz sobre las naves colaterales, al desaparecer las luces del altar.

—Esto es moruno, padre Robustiano.

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54NARRACIONES PUERTORRIQUEÑAS

—Y algo africano, por el tamboril que acompaña a la guitarra y la fl auta.

—¡Vámonos…! No quiero el desenlace final: son las tres y media, y la madrugada se viene encima.

Al salir de la Catedral el obispo se enganchó del brazo de su acompa-ñante. Una andaluza maja que estaba en la puerta les gritó:—¡Se van ustedes a lo mejor, arrastraos! Que el Niño Dios los haga

felices y les dé sucesión…—Gracias –respondió el padre Robustiano, por seguir representando

su comedia–.

IV

Al día siguiente salió del Obispado un edicto de su ilustrísima prohibiendo definitivamente en la Catedral, en la Misa del Gallo de Noche Buena, los bailes de los seises y las mulatas. Estos bailes los tomaron los cristianos y mahometanos del paganismo. En Grecia tenían la danza de la Inocencia, en la que bailaban las doncellas desnudas. La danza religiosa se pierde en la noche de los tiempos.

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FRANCISCO DEL VALLE ATILES (1852-1928)

TRAZOS (1891)*

A Luis Muñoz Rivera

LA NOCHE estaba lluviosa; los habituales contertulios del señor cura ha-bían bostezado más de una vez, y seguían maquinalmente y sin interés la vigésima partida de dominó.

Era el cura un hombre simpático; fiel cumplidor de sus deberes parro-quiales, nadie murmuraba de su conducta en el pueblo, y no se le conocían otras aficiones, aparte de su ministerio, que el tabaco y el inocente juego del dominó; eso sí, fumaba como una chimenea, y andaba desazonado cuando no tenía con quien echar una partida.

Su reputación era justa.Desde muy niño había entrado en el seminario. Allí, entre ejercicios

piadosos y estudios, fue creciendo, entregado con tal ardor al cumplimien-to de sus deberes, que no le distraía nada de cuanto pasaba en torno suyo, que fuese ajeno a su bien espiritual. Su inocencia misma se conservó largo tiempo inmaculada. Más tarde, cuando su naturaleza sana comenzó a des-pertar a nuevas sensaciones, y el estudio de ciertas materias fue descorrien-do el velo que envolvía su virgen espíritu, pasó algunos ratos de angustia y de vacilación; pero la victoria fue suya.

Después, ya ordenado, ¡oh! entonces fue cuando el joven sacerdote tuvo que librar rudas batallas contra aquella naturaleza que –a pesar de

* Francisco del Valle Atiles, “Trazos”, Revista Puertorriqueña (San Juan), (1891), pp. 529-538.

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56NARRACIONES PUERTORRIQUEÑAS

todos los pesares– se le rebelaba. En el seminario, alguna conversación picante de sus compañeros, tal cual murmuración acerca de la vida íntima de algunos seminaristas, y el estudio mismo de las abominaciones humanas que –como padre espiritual– estaría llamado a corregir, apenas le inspira-ron otros sentimientos que el del horror por el vicio y la compasión por el vicioso: pero más duras pruebas le estaban reservadas.

Las obligaciones de su curato le absorbieron por completo durante los primeros años. Su actividad toda se empleó en mejorar el servicio de su iglesia, bastante descuidado; además, ¡había tanto que hacer en bien de aquellos infelices campesinos! Y el nuevo pastor se había propuesto traer al redil las descarriadas ovejas de su rebaño. ¡Cómo luchó al principio!

¡Con qué fe y perseverancia recorrió los barrios más lejanos y cómo gozaba cada vez que reducía a la razón a un concubinario! Pero al fin toda aquella actividad fue cediendo poco a poco; primero las chanzas de los descreídos del pueblo, y después el convencimiento de lo inútil de su lucha contra la impasible socarronería de aquellos labriegos que le recibían con respetuoso cariño, se mostraban convencidos y luego concluían por enga-ñarle como a un niño, acabaron por moderar los impulsos del catequista.

En el pueblo tampoco halló muchas satisfacciones el párroco. Sus feli-greses apenas se acordaban de la Iglesia. Y gracias a que el espíritu religioso se mantenía vivo entre las mujeres. Estas eran las que sostenían el culto: pero a pesar de tantas decepciones, el cura se sentía tranquilo. Concluyó por habituarse y por convencerse de que en medio de la aparente indife-rencia de los hombres, había un fondo religioso que tarde o temprano les acercaría de nuevo. ¡Y cómo dudarlo!, si estaba viendo a cada paso que los más rebeldes, llegado el momento crítico, volvían al seno de aquella religión que afectaban menospreciar.

De todas sus obligaciones parroquiales, una había que le causaba dis-gusto, no porque le pareciese mala, sino porque al cumplirla había expe-rimentado los más rudos ataques del demonio. Cuando sentado allá en el oscuro rincón de la iglesia, en su confesionario, tenía que oír al través de las discretas celosías la confesión de alguna penitente joven, sin que él supiese cómo, sentía dentro de su ser revoluciones insólitas que le conturbaban. Concluyó por creer que eran los perfumes que solían usar las mujeres los

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que le alteraban de aquel modo, y prohibió a todos sus penitentes el uso de aromas cuando se acercaran al tribunal de la penitencia; pero –aunque esta orden había sido obedecida por la mayoría– no consiguió su objeto. Al propio tiempo que el sigiloso murmullo en que la pecadora vaciaba su alma, cierto vaho sutil, exquisitamente voluptuoso, atravesaba los cuadra-dos agujeros de la celosía inquietando sin piedad al pobre sacerdote.

Por entonces empezó él a sufrir desvelos, ansiedades y miedos pueri-les. Suspiraba, sin darse cuenta de ello, y sentía el corazón como encogido. Una dispepsia molesta, de la cual nunca se había curado por completo, era para él la causa de todo aquello.

Su alma seguía impertérrita amparándose en sólidas creencias. Sobre todo desde una vez que su virtud había corrido un riesgo inminente. Pro-curaba olvidarlo. Tratábase de una joven hermosa y de un candor angeli-cal; había llegado al pueblo con su padre y trabado íntima amistad con la hermana del cura. Una rara atracción hacia la forastera le invadió sin saber cómo. Tuvo que confesarla, pero bien podía decir que sus oídos habían permanecido sordos mientras aquel espíritu se descargaba de sus preten-didas culpas; alguna vez, habiendo concluido la confesión, tuvo la misma penitente que sacar al confesor de su éxtasis pidiéndole la imposición de la penitencia; él, tan seguro siempre de sí mismo, no sabía qué le pasaba de extraño en presencia de aquella criatura.

Cuando se convenció de que su espíritu flaqueaba, se horrorizó de sí mismo. ¿A qué pruebas iba Dios a someterle? Tuvo miedo, y pidió humil-demente al cielo el auxilio de la divina gracia; pero a pesar suyo sus medita-ciones religiosas carecían de aquella dulce apacibilidad de otros tiempos; aquella mujer, cuya hermosura le había fascinado, y a cuyo solo recuerdo experimentaba estremecimientos y vacilaciones angustiosas, le torturaba el alma. ¿Vencería? –se preguntaba él mismo–.

Aunque creyó que sí, no tuvo ocasión de saberlo, porque aquella mu-jer, que inocentemente le había obcecado, se marchó muy pronto del pue-blo con su padre; suceso que si bien a la postre alegró de veras al joven cura, en los primeros momentos no podía negar que le había entristecido. Dios había querido probarle, decía, y él había resistido.

Vivía el buen cura con una hermana viuda, muy discreta, que le c uidaba

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cariñosamente, y de la cual todo el pueblo se deshacía en alabanzas por su carácter y trato agradables, así como por su extremada caridad.

Componían la partida aquella noche el médico del pueblo, volteriano inofensivo; el profesor, de hablar apacible y dogmático; un comandante retirado, don Evaristo Malo, enamorado de la disciplina militar, honrado como un cuákero y francote hasta la inconveniencia; no carecía de instruc-ción y pretendía que el mundo andaba torcido, falto de sentido moral, y que solo podría enderezarse por virtud de un código clarito de moral, que restableciese la fuerza de las antiguas costumbres. Cada quisque debía ser compelido a observar esa ley estrictamente, sin réplicas mentecatas. ¿Era bueno esto? Pues ¡cáspita! Había que hacerlo, quieras que no, y al avío.

El profesor acababa de hacer una mala jugada, y el cura estaba rojo de coraje porque sus contrarios se habían aprovechado de ella para ganar la partida, antes llevada con ventaja.

Había pasado ya la hora en que de ordinario se retiraban estos amigos; el pueblo todo estaba en silencio, pero el agua seguía cayendo a chorros, como debió caer durante el famoso diluvio, y los amigos del cura, con visi-ble disgusto de él, bostezaban perezosamente.

Por fin don Evaristo, dejando las fichas dijo:—Pater, vamos a dejar esto, que ya cansa; y saque la botellita de ese

anís con que se cura usted los flatos, para que nos calentemos un poco el estómago.

—Con gusto… pero han de convenir conmigo en que si don Cosme (don Cosme era el profesor) no coloca el 6-5 en vez del 6-1, que era el indi-cado, no ganan ustedes la partida.

—Convenido, pater, con tal de que venga pronto ese anís, que hace falta para sacar esta humedad del cuerpo… ¡Y cómo llueve… cáspita! –añadió el retirado–.

Vino el anís, y llenáronse las copas; el chaparrón seguía, y la lengua del profesor comenzó a animarse.

—¿Saben ustedes –dijo–, el suceso del día en X?—No –respondieron los demás–.—Pues es nada; la hija de don Milciades… tan guapa… tan formal…—¡Acabe usted, posma! –interrumpió don Evaristo–.

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—Se ha fugado anoche con su novio.—¡Bah! –dijo el médico–. Cosas de todos los días; necesidades impe-

riosas de ciertos organismos…—¡Ya, ya! –respondió el cura–. Diga usted mejor falta de religión. Co-

nozco a esa niña, y me consta que su padre presume de filósofo y ha dejado crecer la muchacha sin preocuparse de que cumpliera con sus deberes re-ligiosos, como todo católico está en el deber…

—Dejémonos de boberas, pater –exclamó el comandante–. En todo caso será una víctima de esa falta de principios morales que hoy priva, no religiosos. ¡Cáspita! Yo, al menos, no sé que las prácticas religiosas hayan preservado a ninguna mujer de estos enredos; algunos habría evitado mi código.

—Pues yo –repuso don Cosme– creo que en tales casos entra por mu-cho la falta de educación intelectual.

¿Qué se enseña a la mujer?, a mal escribir y a peor leer.¿Qué sucede luego? Que no satisfecho el intelecto, busca donde quie-

ra su alimento y aquí entran los novelotes con su don Juan y su doña Inés, en los que todo don Juan, por trápala que sea, es una figura simpática que hace morir de envidia por doña Inés a esas ignorantes lectoras, preparadas de este modo para la seducción.

—Eso –objetó el doctor– podrá pasar con las solteras… románticas… pero… ¿y los siniestros conyugales?

—Lo mismo: ignorancia, falta de predominio de las nobles facultades cerebrales –contestó don Cosme–.

—Falta de religión –insistió el cura–.—Desequilibrio físico –repuso el doctor–.La disputa seguía, sin que lograran entenderse, hasta que don Evaristo

se impuso diciendo:—Vaya, señores; creo que nuestras opiniones deben fundarse en he-

chos, no en filosofías. Que cada cual presente los suyos en vez de disputar, pero hechos prácticos… Voy a dar el ejemplo refiriendo el mío.

El cura encendió su tercer cigarro, disponiéndose a oír con preven-ción, no bien disimulada, la pecaminosa relación del comandante. Este dijo:

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60NARRACIONES PUERTORRIQUEÑAS

“Casta se llamaba; constitución robusta, como diría el doctor, no fal-taba a misa ni a las novenas, que son las panaceas de los curas; y, en cuanto a ilustración, aparte de la que aquí recibiera, sus padres la enviaron a Pa-rís, a París –fíjense ustedes–. Allí recibió educación parisiense, esmerada, culta, cuanto podría desearse… Llega a su pueblo, y su fin fue el suicidio, después de no sé qué locuras de amor”.

—Claro se ve –dijo el cura– la causa del mal; los franceses han secula-rizado la enseñanza.

—Apuesto –exclamó el doctor– a que alguna neurosis hereditaria ha-bría de por medio.

—Pues nada de eso, ¡cáspita! –replicó el comandante–; todos sabéis la libertad que en cuanto a moral tienen los franceses; sus estadísticas de-muestran que los hijos ilegítimos son en Francia cada día más numerosos.

El profesor, que no quería dar su brazo a torcer, se atrevió a aducir como prueba la siguiente:

—¿Qué pasa con nuestras clases no educadas? La mayor parte de esas infelices mujeres del pueblo prescinden de toda fórmula en sus uniones.

¿De qué puede venir este mal, si no es de la falta de escuelas?… Les sobran creencias religiosas…

—Pero sus principios morales son deficientes –dijo don Evaristo–.—Todos son organismos enfermos… clorosis, anemia… –repuso el

médico–.El cura, algo escamado, protestó diciendo que no conocía una sola

mujer verdaderamente religiosa que hubiera jamás faltado a sus deberes.—¿Y la mujer de H, que no faltaba a la iglesia, que comulgaba casi a

diario, y cuando menos lo esperábamos dio aquel escándalo con Z? –pre-guntó el profesor–.

—¿Y aquella hermanita de la caridad, cuya historia he referido otras veces a ustedes, que en pleno viernes santo salió de brazo con un estudiante de medicina, con asombro de sus compañeras? –interrogó el médico–; por cierto –añadió– que luego fue una madre de familia ejemplar. Sostengo mi tesis. Nada preserva tanto de las pasiones como una constitución sana. Mens sana in corpore sano.

Aquí llegaba la discusión cuando mejoró el tiempo, y los interlocutores se disponían a partir sin haber logrado convencerse unos a otros.

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La hermana del cura había permanecido en silencio, indiferente, al parecer, a lo que se debatía, pero denotando en cierto característico frunci-miento de labios, que allá para sí, se reía de la estéril disputa, y no creía en la culpabilidad de los acusados que aquellos señores habían sentado en el banquillo de los reos para hacer el proceso del amor.

—Veamos lo que opina de esto la señora –dijo don Evaristo al despe-dirse de la viuda–. ¡Cáspita! Nadie como una mujer para informar en cosas de amor.

Después de alguna vacilación, respondió la simpática viuda:—No entiendo mucho lo que ustedes discuten; tengo para mí, sin em-

bargo, que cuando se ama de veras es tal la fuerza de ese sentimiento que, estando fuerte o débil, en el templo o fuera de él, ante la sociedad o lejos de su seno, recordando las lecciones de la escuela u olvidadas de ellas, en cual-quiera circunstancia, puede poseernos un algo indefinido, contra lo que es impotente toda reflexión, que no tiene cabida entonces. Llámenlo ustedes como quieran, atribúyanlo a lo que gusten. Puede que todos ustedes ten-gan razón; yo solo sé que el amor es un tirano contra el que la educación, la moral, la religión y la salud maldito de Dios lo que valen, cuando él se propone seriamente jugarnos un partida…

Todos, menos el cura, rieron a grandes carcajadas; la excelente viuda se ruborizó un poco, y los contertulios se despidieron, dejando al párroco azorado, mordiendo el cigarro con muestras visibles de mal humor y mur-murando contra la estultez de su hermana:

“Decididamente, pensaba el párroco, las mujeres son siempre unas ignorantes que hablan como las cotorras, sin saber lo que se dicen. ¡Vaya usted a prever que la viudita profesase teorías semejantes! Con tales ideas y principios, ¿dónde se puede ir a parar? ¡Ah! Eva, siempre serás Eva, y junto a ti tendrás la serpiente maléfica”.

Para distraerse cogió al azar un libro del armario y le abrió con indife-rencia poniéndose a leer… “El amor es el olvido de la razón muy cercano a la locura…”. No quiso seguir… —¿Estaré poseído? ¿Qué libro es este, quién dice esto? “San Jerónimo”, decía la cita. El cura abrió tamaños ojos, cerró el libro, lo volvió a abrir, y por último cayó en una larga me-ditación.

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62NARRACIONES PUERTORRIQUEÑAS

Quiso luego dormir, pero el sueño había huido. ¿Por qué? Él mismo no lo sabía; ello es que hacía mucho tiempo no se sentía tan mal de los ner-vios. Las palabras de su hermana y las de san Jerónimo le zumbaban en el oído, y cuando cerraba los ojos las veía tomar cuerpo entremezclándose las letras y formando raras figuras.

Así le sorprendió la aurora; por fortuna era domingo, y tenía que ofi-ciar temprano para luego decir la misa mayor.

Durante esta su malestar aumentó; hizo esfuerzos inútiles por vencer aquella intranquilidad; cada vez que un dominus vobiscum le obligaba a volver la espalda al altar, cerraba los ojos con temor. El templo estaba lleno de mujeres; un perfume extraño dominaba el olor del incienso, y hacia latir con violencia las sienes del sacerdote. Hasta entonces solo en el confesio-nario le había molestado el aroma letal que le irritaba; pero aquel día hasta el propio altar llegaban los diabólicos efluvios que le recordaban hermosos ojos, mejillas tersas, bocas sonrosadas y rientes que le repetían a coro las palabras del santo. “El amor es un olvido de la razón… turba el entendi-miento… quebranta los propósitos más altos y firmes…”. Sin saber cómo, el recuerdo de su antigua penitente vino a aumentar sus inquietudes: mien-tras él pedía a Dios con toda la fe de su alma que le devolviera la serenidad necesaria para celebrar el santo sacrificio, la imagen de aquella mujer, ya olvidada, se le ofrecía con todos los encantos tentadores de su virginidad y con tal perseverancia que no lograba alejar aquella visión, cuyo recuerdo le hacía estremecer de nuevo con estremecimientos de fiebre.

Acabó la misa… Pero aún en la sacristía estaba inquieto el párroco. El sacristán, que había advertido las incoherencias del cura aquella mañana, se atrevió a preguntarle si se sentía malo.

—No sé lo que tengo –respondió–.Y luego, como obedeciendo a una idea que le torturara el cerebro,

encarándose con el sacristán, le dijo:—¿Cree usted que podré volverme loco algún día…?

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ANA ROQUÉ (1853-1933)

SARA LA OBRERA (1895)*

ERA UNA HERMOSA mañana de abril, una mañana puertorriqueña, con el espléndido azul de un cielo sin nubes, y la claridad brillante de este sol de fuego a cuyo poderoso influjo brota a prisa la semilla regada en el surco, y crecen los tallos, y florecen pronto las plantas tornándose exuberantes en demasía.

Aquella mañana había en el ambiente suspiros de amor y estremeci-mientos de placer; y era que la naturaleza reía al recibir enamorada los be-sos del naciente sol que hacía evaporar las lágrimas de la noche depositadas en las corolas de las flores, en tanto que las tórtolas en el ramaje entonaban su dulce canto impregnado de amor y melancolía. La población rural dise-minada en la campiña levantose diligente al alborear, ansiosa de gozar de los placeres del domingo, día de expansiones, y peripecias que rompía la uniformidad monótona de la ruda labor de la semana.

Vestidos los campesinos con sus trapitos de cristianar se dirigían a Hu-macao, cabeza de partido y población importante del Este.

Allá iba la familia de siño Andrés compuesta de dos hijas y un mucha-cho de doce años. El padre iba delante con su saco lleno de viandas para realizar en el mercado, y un lechoncito atado por las patas que gruñía hasta ensordecer.

* Ana Roqué, “Sara la obrera”, Sara la obrera y otros cuentos, Ponce, Imprenta de Manuel López, 1895, pp. 7-26.

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64NARRACIONES PUERTORRIQUEÑAS

Detrás y de uno en uno, que es como andan los jíbaros, iban las dos mu-chachas y el chicuelo, llevando también este su saquito de gandules y una botella atada con una cabuya para comprar la miel de la semana; mientras que las chicas con sus vestidos de grandes ramasones rojas, y sus pitilianas prendidas en los cabellos sin gusto ni arte, conducían también sus carguitas de cativía para hacer casabe y sus gallinas y frutas para la venta, llevando los zapatos en la mano a fin de ponérselos a la entrada del pueblo después de pasar el río.

Con esta iban también otras familias de campesinos, todos cargados con sus comestibles para el mercado, y llenos de júbilo, cambiando impre-siones con sus compadres y conocidos que encontraban al paso.

—¡Hola! compae Andrés –díjole una mujer cuarentona, que, cargada como una acémila, marchaba también al pueblo seguida de dos nietecitos, pálidos y enclenques, que iban pisándole los talones–, parece que la cose-cha del batatal ha sio e primera esta semana, pues lleva usted una buena cantiá.

—Ya lo creo, comae Gerena, nuestro conuco nos prouce; aquí lleva-mos gandules, recao, y de too, es güena la tierra nuestra.

—¿Y es cielto, compae, que se casa una de sus hijas? Así me lo han desplicao sus primos propincuos Tomás y Chanito, que estuvieron en día nantes por allá.

—Antoavía no se jace la boa comae; polque aún no he podio reunil los chavitos necesarios pa aviarla; pero allá pal Colpus creo que queará too corriente.

—Se casa con Merejo, ¿no es cielto?—El mesmito, es güen muchacho, honrao y trabajaor; manque tiene

que ayuar a su familia y con to y con eso gana sus tres pesos semanales, y ya tiene su conuco y su rancho, asina es que Juanita va bien acomoá.

—¿Quién es la mairina?—Mi comae Sara, la hija de siña Mercé la inglesa.—¡Ah!, ¿esa morenita del pueblo, la hija del maestro Rubert Q. E. P. D.?—La mesma, ¡qué doña más prensipal! ¿La conoce usted? Ella es una

perla de bonita, güena y honrá; no es olgullosa. ¡Qué va!, naita de eso que tiene, si es lo más desplicá con los pobres.

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65BIBLIOTECA AYACUCHO

—Pues estaría fresco que gastara ergullo; si ella también es pobre, y su madre bien morena que era, y su padre, manque de la isla tórtola era también escuro de la color.

—Convengo en que así sea, mas ella es muy considerá en el pueblo por la gente fina, polque dicen que es muy habilidosa y destruía. Asina es que se dina tratarnos a nojotros con tanto aquel, nojotros no poemos menos que agraecerlo, conti con más cuando ella nos da el trago e café cuando llegamos a su casa, y en ocasiones jasta el bocao de almuelzo cuando se nos jace talde: hoy le llevo este lechoncito pa que lo vaya cebando pa la boa de Juanita.

—Adiós, siño Cico, ¿y la comae? –dijo otro moreno que pasaba, a un viejo que apenas podía con su alma e iba arrastrando una muleta–.

—Ella está más bardá que yo, José, y ya no pué gaspalear; en el rancho se queó cuidando las gallinas que están poniendo.

—¿Va usted a la iglesia siña Gerena? –díjole una jibarita fea y anémica que iba muy satisfecha mascando tabaco en compañía de un negrazo de grandes bembes–.

La vieja la miró de reojo y le contestó con acritud:—No tengo tiempo de dirme a comer los santos hoy, Ruperta; eso se

quea pa las que como tú tienen quien les mantenga el pico.—¿Y usted con invidia, verdá? polque no pué más.—Cállate siniquitate, tú siempre has sío refalsá con las personas ma-

yores.—¡Miren la vieja! –dijo la otra echando a su lado una escupitina en

señal de desprecio–.—No jaga caso de esa agentá comae Gerena –dijo Andrés–. Vaya con

Dios, yo me despío polque en pasando la Mariana me voy pol aquella verea pa llegal de jilo a casa e mi comae Sara.

—Dios le lleve con bien, compae, y que jaga negocio.Se separó el jíbaro del grupo de campesinos, y al llegar al río se subió

un poco los pantalones, y sus hijas las faldas para vadear la quebrada que en aquel punto unía sus aguas con el río Humacao.

Las hijas de Andrés eran dos jibaritas no mal parecidas, sobre todo Juanita que tenía unos ojos que le bailaban en la cara, y un boquita que

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66NARRACIONES PUERTORRIQUEÑAS

siempre sonreía con la satisfacción de la que se cree bella; aunque su color quebrado por el paludismo y la anemia que la minaba, su cutis tostado por el sol, le arrebatase parte de su belleza.

Mamerta la mayor, aunque algo más metidita en carnes y más allá, era más trigueña y pálida, y de facciones ordinarias, mostrando siempre un gesto huraño como si la envidia le royese el corazón.

Pero ambas eran endebles, flacuchas y anémicas, como la mayor parte de las campesinas puertorriqueñas.

Al pasar el río habíanse levantado el traje hasta las rodillas, dejando ver dos pares de piernas que más parecían canillas de enfermo, que miembros de mujer joven.

Muy pronto llegaron a casa de Sara la que los agasajó mucho, y con-vinieron en que la boda se haría, la víspera del Corpus que era domingo.

Después de la ceremonia comerían lechón y pasteles en casa de la ma-drina, y por la tarde volverían al barrio a bailar con el tiple y el cuatro hasta el amanecer.

El padrino sería el novio de Sara, un joven artesano culto y bien pare-cido que la amaba con locura, y que pensaba hacerla su esposa en cuanto reuniese lo necesario para fabricar una casita y en ella instalar su taller.

Sara era la joven más bella en su clase que había en la población, y tam-bién la más trabajadora y entendida.

Huérfana desde muy niña, vivía con su madre, a la que sostenía con su costura y sus bordados. Siña Mercé, aún fuerte y sana, planchaba desde la mañana hasta la noche para proporcionarse lo necesario a fin de pagar el alquiler de la pequeña casita que habitaban; pero como muchas veces el trabajo escaseaba, las dos tenían que imponerse muchos sacrificios para sostenerse con la decencia que habían acostumbrado siempre, desde antes de morir su padre, míster Rubert, herrero tortoleño que murió dejando a su familia enredada en pleitos, que dieron al traste con la pequeña fortuna que había podido reunir después de algunos años de constante labor.

Así es que desde su más tierna edad viose Sara rodeada de privaciones, y a pesar de eso la inglesa, como llamaban a siña Mercé, hizo todos los es-fuerzos posibles para darle la educación de una señorita; obligándola a asis-tir algún tiempo a la escuela municipal, donde ella, gracias a su a plicación y

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buen natural, se aprovechó mucho. Así es que a los trece años se dedicó a la costura, y al bordado, logrando con sus habilidades ser útil a su madre, que gracias a esta ayuda, pudo vivir un poco más holgada y tranquila.

Todo le sonreía a Sara en la vida, pues, aunque pobre, el trabajo a que continuamente se entregaba, era manantial de purísimos goces; su madre la amaba como aman las madres puertorriqueñas; y las principales señoras de la población para quienes trabajaba, la estimaban y distinguían por su mérito y virtud.

Hacía dos años que el corazón de la angelical obrera se había sentido fuertemente impresionado al conocer a Mauricio, oficial carpintero, pardi-to como ella, pero digno por todos los conceptos de su cariño.

Mauricio era hijo del maestro Joaquín, ebanista excelente, que a pe-sar de su laboriosidad no había podido hacer fortuna, debido a sus ocho hijos, a quienes había educado y enseñado del mejor modo posible, a fin de que pudieran bastarse a sí propios y ser honrados y trabajadores como él.

Mauricio se educó en la escuela con todos los señoritos del pueblo, los que le apreciaban y se honraban con llamarle su amigo; mas luego de aprendida, no con perfección, la instrucción primaria, se quedó en el taller de su padre perfeccionando el oficio en el que sobresalía por su aplicación.

Después de una juventud laboriosa, consagrada al trabajo, y ajeno casi a los placeres de la vida, ya al cumplir su mayor edad, conoció a Sara la hija de siña Mercé.

El porte de la joven, su aire modesto, su distinción y su belleza le ro-baron el albedrío, y despertaron en su alma ardiente las pasiones dormidas por tantos años pasados en la ruda labor de cepillar y serruchar madera, por lo que no había dejado vagar su imaginación ni exasperar su naturaleza con los ímpetus apasionados propios de la edad.

El quid divinum de aquella linda mujer de color de café con leche como él, dio al traste con aquella frialdad aparente para el amor, que era la admi-ración de sus compañeros. Pero no por sentir más tarde sentía menos, sino que como sucede tantas veces, por esa misma causa, el amor de Mauricio tenía todos los arrebatos de una pasión capaz hasta del crimen; bien es verdad que la joven enamoraba a cuantos la conocían.

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Era esbelta y airosa, y parecía india más que parda; esto quizás era de-bido a que su madre no podía negar el tipo especial de nuestros aborígenes, ya un poco desvanecidos con el cruzamiento.

Quizás si aquella honrada siña Mercé que planchaba todas las camisas de los lechuguinos de Humacao, era descendiente del cacique Loquillo que por tantos años resistió al empuje de los españoles en las cumbres del Yunque, en la sierra de su nombre.

Sara tenía la tez ligeramente bronceada, aunque fina, y sus ojos ex-tremadamente hermosos y bellos, tenían un tinte supremo de melancolía, como si su alma presintiera una vida de tribulaciones y de penas crueles. Su cabello lacio y largo con ligeras ondulaciones recordaba el de la célebre Loisa, cacica que viviera junto a las márgenes del Río Grande y que se des-posó luego con un hijo de Castilla: era pues, la hija de siña Mercé una joven espiritual que no hablaba a los sentidos; pero que dejaba onda impresión de simpatía y aprecio en el alma del que la trataba.

Mauricio era un artesano digno de ella, de raza parda bien acentuada, aunque de color claro por las influencias del cruce, era muy bien parecido y hasta hermoso en su género.

La felicidad sonreía a aquellos jóvenes que solo encontraban obstáculo a su unión en su extremada pobreza, pues ambos solo tenían para vivir lo que podían proporcionarse con su trabajo, que escasamente les alcanzaba para sus necesidades más perentorias, y que en poblaciones como Huma-cao no les permitía hacer ahorros.

Bondadosa y amable la sencilla joven aceptó gustosa el apadrinar en su boda a la hija de siño Andrés, antiguo conocido de su madre, y más cuando Mauricio iba a ser el padrino.

Convidarían a los vecinos y comerían el lechón debajo del frondoso árbol de mango que había en el huerto de Nicolás Marrero su vecino, y marido de Luisa la amiga íntima de Sara.

Desde niñas habían sido inseparables Sara y Luisa, aunque esta le lle-vaba algunos años; así es que Sara era casi una niña cuando Luisa casó con Marrero, comerciante detallista hijo de un estanciero de Yabucoa.

Pero las ventajas del buen matrimonio que había hecho Luisa se cam-biaron bien pronto en desventajas, pues Nicolás era déspota; malhumorado,

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amigo de faldas; y entre días solía tomar sus turquitas, maltratando entonces sin compasión a la infeliz Luisa que sufría todo aquello con la resignación de una mártir y no hacía más que llorar.

Siña Antonia una vieja averiguada que también vivía vecina, y que en todo metía su cuchareta dando su opinión en tono sentencioso, le decía cuando oía las sambras que armaba Marrero:

—Tú te tienes la culpa, Luisa, de lo que te pasa; tú lo quisiste. ¿No querías casarte con blanco? Pues toma blanco: más vale un mulato honrao y trabajaor que esos carilimpios, desvanecíos y jaraganes.

Hacía tiempo que Sara solo iba a casa de Luisa cuando su marido esta-ba fuera, pues había notado que el cínico Nicolás la miraba con atrevimien-to, y hasta se había lanzado a decirle que la amaba, aun delante de su mujer, a la que no le guardaba consideración alguna.

Esto había disgustado a la joven y se privaba de ver a su amiga por no encontrarse con su zafio marido.

Llegó por fin la víspera del Corpus y Sara y siña Mercé ayudadas de Luisa, prepararon el rico lechón, las almojábanas y el arroz con perico a fin de obsequiar dignamente a los desposados. Después de la misa recibieron estos la bendición nupcial y acompañados de los padrinos se trasladaron al jardincillo de Marrero donde debía tener lugar la comida.

Juanita estaba alegre como unas pascuas, y el novio más que ella aún; todo se volvía hacerle guiños a su mujercita que le parecía bella cual nin-guna.

Mamerta por el contrario, aquel día estaba más huraña que nunca, quizás pensaba que no le quedaba más remedio que marchar a la Pandura, puesto que ningún mozo se acercaba a pedir su mano.

Mauricio atendiendo a los convidados, apenas podía hablar con Sara que se veía obligada a sufrir las impertinencias de Nicolás, que conociendo la educación de la joven y creyéndola incapaz de dar un escándalo allí en público, la molestaba con sus locas pretensiones.

Al terminar la comida de boda, Nicolás y Luisa se acercaron a siña Mercé para decirle que aquel tenía que hacer un viaje de cuatro días y le suplicaban les dejase a Sara para acompañar a su amiga que quedaba sola.

Después de enterada Sara de lo que se trataba, consintió en acompañar

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a Luisa los días que su esposo estuviese ausente; sin sospechar ni por un instante la horrible trama que aquellos preparaban a su inocencia.

Marcharon por fin los desposados a su barrio, y Nicolás partió con ellos para pasar a Maunabo según decía.

Todo quedó en silencio a las pocas horas en casa de Marrero, y solo se oía el canto monótono de Luisa que mecía a su hijo en el coy.

No notó Sara la alteración del semblante de su amiga que parecía azo-rada y como fuera de sí.

¿Qué pasaba en el alma de Luisa para revelar un trastorno tan grande en su ser que solo la sencilla Sara no echaba de ver?

Y es que aquella mujer que amaba a su marido; pero que le temía aún más que le amaba, se veía precisada a obedecerle, a cometer una acción in-fame y criminal contra su amiga, contra Sara, su compañera de la infancia, contra aquella joven inocente y cándida que había tenido la desgracia de inspirar una pasión infame al marido de su amiga más querida.

Y ante la amenaza de abandonarla para siempre, maltratándola, que le había hecho él, aquel carácter pusilánime, aunque con el corazón des-pedazado, no retrocedió en entregar a la joven pura a aquel monstruo de liviandad y desenfreno.

Serían ya las diez de aquella noche oscura y tormentosa, cuando Luisa que acaba de dormir al niño le dijo a su amiga:

—¿Quieres acostarte Sara?—Yo, cuando tú quieras; estaba bien entretenida leyendo esta novela,

pero si tienes sueño nos recogeremos.—Sí, pronto, pronto, vamos a acostarnos –dijo Luisa con visible so-

bresalto–.Sara notó entonces la alteración de su voz, y fijó en ella su mirada inte-

rrogadora.—Parece que te pasa algo, Luisa.—Es que tengo miedo de estar solas; como hoy no tenemos hombre en

casa, y no estoy acostumbrada a que Marrero esté fuera, me pone en cuida-do tener la puerta abierta tan tarde; vamos, vamos a recogernos.

Sara se tranquilizó, pues la razón que adujo su amiga para explicar su miedo, le pareció muy natural.

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—¿No acostumbras tomar refresco a la hora de acostarte, Sara?—¡Ah sí!, siempre tomo agua azucarada.—Pues aguarda un instante, voy a traértela.Sara sin desconfianza alguna penetró en la habitación que se le tenía

preparada para dormir, y comenzaba a despojarse de sus ropas, cuando entró Luisa con el agua de azúcar.

Si Sara hubiera reparado el semblante trastornado de su amiga, no toma aquella agua fatal, pero nada sospechaba y la apuró de un sorbo.

—¡Qué gusto extraño tiene esta agua! –dijo después de haberla to-mado–.

—Es que no es filtrada, pues la que teníamos se consumió esta ma-ñana.

—Buenas noches, Luisa.—Buenas noches, que duermas bien.Cuando la esposa de Nicolás salió del aposento de la joven obrera,

reclinó su cabeza ardiente en el borde de su lecho solitario, y desahogó su pecho oprimido por fuertes y encontradas emociones.

Lloró mucho, muchísimo: se levantó dos o tres veces agitadísima, besó a su hijo; y luego rezó postrada de rodillas ante la imagen de una virgen colgada a la cabecera de su cama.

—¡Oh Dios mío!, ¡qué he hecho Dios mío! ¿Habrá mujer más infeliz que yo?

Las horas pasaban rápidas y ella abismada en su dolor no se daba cuen-ta ni de que existía. Por fin cerca de la una de la mañana, sintió en la ventana que daba al callejón, unos golpecitos tenues como dados con cautela.

—Ah… Nicolás ya está ahí.Y temblorosa y llena de terror se acercó a la ventana preguntando.—¿Eres tú, Nicolás?—Sí, yo soy, tonta abre.Con mano febril quitó las aldabas y penetró el marido por la ventana

como hubiera podido hacerlo el amante que clandestinamente se introdu-jera en hogar ajeno.

—¿Y Sara está dormida?—Debe estarlo.

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—¡Cómo que debe estarlo! ¿No la has visto? ¿Le diste el narcótico?—Sí, y lo tomó todo.—Bien, pues ya tiene para rato, vamos a ver si duerme.—Por Dios Nicolás; mira lo que haces, no me rompas el corazón.—¡Cállate! –dijo él dándole brutalmente un golpe en la boca–. Si ha-

blas una palabra te estasajo.En eso los dos criminales llegaron a la puerta de la alcoba de la infeliz

joven.La luz encendida aún y las ropas esparcidas por el pavimento, denota-

ban que el narcótico había hecho su efecto muy pronto, sin darle tiempo a terminar su tocado de la noche. Su hermosa cabellera destrenzada le cubría púdicamente el seno casi desnudo; y sus pies estaban aún calzados con las zapatillas bordadas que llevaba aquella tarde.

Caída más bien que acostada en el lecho, la hermosa joven estaba insi-tante y provocativa en tan encantador abandono.

Los ojos de Nicolás brillaron de lujuria, y dando un brusco empellón a su mujer, la tendió en el pasadizo, penetrando atrevidamente en la estancia de la doncella, y cerrándose por dentro.

Lo que allí pasó entre una mujer aletargada y un desalmado ebrio de concupiscencia pedía justicia al cielo… La infeliz y criminal Luisa, que sea por terror, sea por cobardía vendió a su amiga, no sufrió menos en aquella noche fatal en que sucumbió la inocencia de Sara, la joven modelo de vir-tudes, gracias a la más infame de las infamias.

Algunas horas después alboreaba.Los pajarillos cantaban alegres en las ramas del frondoso mango, de-

bajo del cual se celebraba el banquete el día anterior; y Sara volviendo de su ficticio sueño, miraba con extrañeza y atontamiento los objetos que la rodeaban, iluminados vagamente con la débil luz del amanecer que pene-traba ya por las rendijas de las mal juntas maderas de su habitación.

Poco a poco volvió a su ser la conciencia y el recuerdo, y distinguió con sorpresa a su lado al barbudo Nicolás que roncaba satisfecho después de la embriaguez de los sentidos, hartos ya con el placer gozado.

Un grito de horror se escapó de los labios de la joven, y de un salto se puso de pie en medio de la estancia.

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Despertose Marrero sobresaltado; pero al ver a Sara casi desnuda, son-rió con satisfacción y le dijo con cínico descaro:

—No hay que asustarse, niña, la cosa no merece la pena. No querías ser mía de grado, lo fuiste por fuerza.

Tú callarás porque te conviene, y yo me siento sobremanera feliz con haberte poseído.

En tanto, la desgraciada Sara miraba a aquel infame con ojos de loca; y como él intentara abrazarla, con una fuerza de que no se le hubiera creído capaz, le dio tan rudo golpe en la sien que le dejó atontado.

—Pega ahora todo lo que quieras; lo hecho, hecho está y nadie lo pue-de deshacer. Eres templa, pero ya no hay pa qué. Te dejo pa que te consue-les, tonta.

Salió el infame aún atontado con el golpe, y vistiose ella apresurada-mente, bebiéndose las lágrimas, y ahogando los sollozos, dejando a los p ocos minutos aquella casa maldita donde tan rudamente la habían ofen-dido.

Su madre acababa de levantarse y estaba dando de comer a las palomas en el corral, cuando ella toda trastornada penetró en su cuartito de virgen perfumado con su candor, donde tanto había soñado con Mauricio, y tan-tos planes venturosos había hecho para el porvenir: ¡todos aquellos sueños de felicidad habían desaparecido en una noche de infortunio! Ella, la hasta entonces honrada y virtuosa Sara era imposible para Mauricio, que jamás podría casarse con una mujer infamada, manchada por el deshonor.

La infeliz joven estaba anonadada, loca, delirante. En todo aquel día no salió del aposento, y su madre alarmada no cesaba de preguntarle el motivo de su aflicción.

—Déjame mamá, estoy enferma –le decía–.Por la tarde llegó Mauricio; a su vista se aumentó más si cabe el dolor

de la joven, su rostro ardía, sus ojos estaban inyectados de tanto llorar, y Mauricio alarmado salió en busca del médico.

Este opinó que lo que tenía la muchacha era excitación nerviosa con principio de histerismo.

Le recetó un calmante, le mandó dar un baño de pies, y encargó la dejasen descansar tranquilamente.

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Tres días estuvo Sara en aquel estado anormal, hasta que debilitada un tanto su naturaleza por el sufrimiento, cesó de llorar; pero se quedó en un estado de idiotez y ensimismamiento que hacía temer por su razón.

A los pocos meses de este lamentable suceso la joven estaba desco-nocida. Delgada, pálida, ojerosa y desmejorada, parecía una sombra que arrastrara la vida como un pesado fardo que la agobiase.

Sin embargo, sus facultades mentales no estaban atrofiadas como creía su familia y el mismo Mauricio; muy al contrario, la rectitud de su juicio la hacía considerar fríamente su situación, y la representaba su porvenir roto, perdido, destrozado para siempre.

Su amor purísimo por Mauricio tan digno y honrado, imposible para ella; pues su pundonor y su rectitud de conciencia le ordenaban renunciar a aquella felicidad que ya no era digna de poseer.

Todo aquel cruento martirio, aquel cáliz doloroso que apuraba desde la fatal noche que perdiera su honra, iba minando su vida, marchitando su juventud y deshojando su belleza; imprimiendo en su rostro las huellas indelebles de una vejez prematura, de un dolor que no podía encontrar lenitivo ya en la tierra.

Mauricio cada día la amaba con más ternura, y su corazón sufría horri-blemente al ver que no poseía la absoluta confianza de su amada, pues que no podía arrancarle el secreto de su dolor desesperado.

Por fin un día lleno de alborozo le comunicó que dentro de pocos me-ses estaría en disposición de efectuar su enlace; así pues, si eso era lo que la hacía sufrir, ya debía llenar su alma de dulce esperanza, pues iban a ver realizados sus deseos.

Sara al escuchar los proyectos de Mauricio le miró con visible sorpresa mezclada de terror, y su dolor fue más vivo, hasta el extremo de prorrumpir en sollozos desesperados.

—Pues ahora lo comprendo menos, Sara mía, díjole el joven artesa-no con abatimiento. Creí darte una noticia halagadora y la recibes de ese modo, luego tú no me amas, ni me has amado nunca.

—¡Que no te amo! ¡Que no te he amado nunca, Mauricio!, ¿sabes lo que dices?

—Tu actitud no demuestra otra cosa.

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—Esto es demasiado; no, no consiento que dudes de mí, prefiero de-círtelo todo!…

—Luego es cierto que hay secretos que tú no me comunicas, luego…—No prosigas, no me vuelvas a decir que no te amo; sé que te pierdo

para siempre, sé que renegarás de mí, que me despreciarás; pero todo te lo diré.

¡Oh! sí, todo tú lo sabrás y después… ¡compadéceme y abandó-name!

—¡Abandonarte! Nunca. Ni que fueras una infame que no lo eres; vamos, habla.

La joven temblaba, y llena de vergüenza se cubría el rostro con ambas manos.

—No, Mauricio, no me atrevo a hablar. Me muero de vergüenza, es-cribiré.

Y tomando una pizarrita que aún conservaba de aquellos días dichosos en que inocente y pura iba a la escuela, depositó en la piedra en gruesos ca-racteres, trazados febrilmente, el secreto de su alma, aquel horrible secreto que la ahogaba y la hacía estremecer de indignación.

Luego de concluido el sucinto relato de su deshonra, dio lo escrito a Mauricio y ocultó en su pecho su rostro rojo de vergüenza.

El artesano leyó con avidez aquel relato que destrozaba su alma, y du-rante algunos instantes su corazón dejó de palpitar, la vida se suspendió en su ser.

Al notar su mutismo, Sara levantó sus bellos ojos con la angustia del reo que aguarda su sentencia de muerte; y le vio intensamente pálido a través de su color oscuro, y con la mirada inmóvil y los labios temblorosos como si un huracán de pasiones indomables rugiese en el fuero interno de aquel ser, que se sentía profundamente perturbado por un dolor insólito por lo inesperado, que desgarraba las fibras más sensibles de su corazón.

Después de un largo espacio, en que mirando sin ver, apenas si se da-ban cuenta los jóvenes de lo que les ocurría, él con frase entrecortada y sin poder casi expresar su pensamiento, le dijo estrechando su mano con pasión.

—Ahora… Sara de mi alma, comprendo tu… de… sesperación…

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¡¡ Serás vengada!!! Adiós.Y el joven fuera de sí, salió a la calle dejando a su prometida presa de

mortal congoja.

* * *

No había pasado una hora desde que Mauricio saliera de casa de su novia en aquel estado de sobre-excitación, cuando la gente corría alarmada por la villa, y los guardias de orden público pedían auxilio con sus pitos.

Veamos lo que había pasado.En una casa cita en la plaza principal, se divertían algunos artesanos en

casa de un compañero suyo; ensayando los lanceros, al compás de un violín y una guitarra mal tocados; pero lo esencial era divertirse, pasar el rato en honesto entretenimiento.

Allí estaban Marrero y Luisa; bailando aquel los lanceros cuando lle-gó Mauricio, agitadísimo y pidió permiso al amo de la casa para hablar a Marrero.

—¿Tanto te urge lo que tienes que decirle? Yo no le llamo ahora, espe-ra que se termine esta figura.

—No puedo esperar. Tengo que hablarle. Le llamaré yo mismo ya que usted no quiere hacerlo.

Y como el joven penetrase en el salón de baile sin atender a nadie, le decía el dueño, siguiendo detrás de él:

—Pero ven acá, muchacho, sé prudente. ¿No ves que están ahora en la segunda figura? Mauricio, Mauricio. ¿Qué haces?

Pero este no le escuchaba; habíase introducido en medio de los que bailaban, y con mano segura asestó a Marrero una tremenda puñalada que le partió el corazón.

Cayó al suelo el interfecto sin exhalar un ay, y Mauricio con la mayor impavidez sacó el cuchillo de la herida, envolviéndolo en su pañuelo, y atravesando otra vez por medio de los bailadores, que se habían quedado petrificados, marchó al cuerpo de guardia a constituirse prisionero.

Todo era consternación en el pueblo. A los pocos instantes la horrible verdad fue conocida por Sara y su madre.

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La joven no pudo resistir este último golpe; y perdida ya la razón por completo, se lanzó a la calle gritando como una energúmena.

La pizarra reveladora que en su aturdimiento había olvidado de borrar la joven, impuso al juez del móvil de aquel horrible crimen.

A los pocos meses era conducida Sara a la capital y encerrada en Bene-ficencia, donde murió algunos años después sin haber recobrado la razón, cuando aún Mauricio permanecía en presidio; ya que por las circunstan-cias atenuantes que concurrían en él, no fue condenado a la pena capital.

Siña Mercé murió de sentimiento, y Luisa de miseria, abandonada y despreciada por todos.

De Mauricio no se volvió a saber en la población; pues después de ex-tinguida su condena, no quiso volver a ver aquellos lugares donde había so-ñado un cielo y solo encontró el horrible infierno de una desventura eterna.

Aún las jóvenes humacaeñas recuerdan con dolor, la triste historia de la infeliz Sara, la obrera digna y virtuosa, víctima inocente sacrificada sin piedad a la pasión y al desenfreno de un infame sin conciencia.

Ángel de luz que pasó por el mundo sin manchar sus blancas vestidu-ras, consagrémosle un recuerdo y una lágrima. En la otra vida habrá alcan-zado su alma inmaculada el premio de sus virtudes y sufrimientos.

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ANTONIO CORTÓN (1854-1913)

LÓPEZ BAGO NOVELISTA Y PÉREZ GALDÓS DIPUTADO (1889)*

SIGO DE BUEN HUMOR, a guisa de canónigo que ha comido bien. La vida tiene, en verdad, contrastes ridículos. Decir algo del señor López Bago, después de haber hablado de Emilia Pardo; pasar en un momento de aque-lla diosa a este hombre, es como detenerse ante la estatua de Cervantes, en la Plaza del Congreso, a poco de haber admirado, en el piso bajo del Louvre, la Venus de Milo. Por lo demás, que diría Cánovas, ya quisiera el buen Bago parecerse a la estatua de Cervantes, descubridor de América, según dijo un orador. (Creo que fue Martínez Campos, aunque no estoy seguro). López Bago no ha descubierto nada hasta ahora: digo mal, ha descubierto el sistema de escribirse cartas a sí propio, dándose bombos y poniendo abajo la firma de Daudet o del autor que encuentra más cerca.

¿Lo diré? Sí, voy a decirlo. Como a cualquier ciudadano le ocurre una necesidad, cuando menos lo imagina, me detuve la otra tarde en una co-lumna de la Puerta del Sol. Miré al fondo y… ¡horror…! Leí en la pared el siguiente letrero: “Males secretos, curación radical” (¿Y a mí qué…? Todos mis males son públicos) y este otro, con letras muy grandes. “El con-fesionario”. Retrocedí asustado, creyendo haberme equivocado de puerta y estar acaso dentro de alguna iglesia, si bien allí no había ciertamente olor de santidad. Sacóme de mi error el ver, detrás de mí, a otro ciudadano que aguardaba su turno para ejercer un derecho inalienable, uno de los pocos

* Antonio Cortón, Pandemonium (crítica y sátira), Madrid, Victoriano Suárez, 1889, pp. 111-121.

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de que disfrutamos los mansos españoles. Volví a fijarme en el letrero y exclamé entonces, como dicen siempre al final de todas las comedias de Blasco: “¡Ahora lo comprendo todo!”.

—¿Qué es lo que usted comprende, caballero? –preguntóme el indi-viduo de atrás–.

—¿Y a usted qué le importa…? Estoy hablando solo, como Alcalá delOlmo cuando habla en el Congreso.—Hable usted solo o acompañado o como le parezca –dijo el de atrás–;

pero mire usted que me hallo aquí hace un rato aguardando, y que estoy reventando y…

—Pase usted adelante –díjele cortésmente, cediéndole la delantera–. Vamos, con confianza… yo no me ruborizo por eso…

—Muchas gracias, compañero.—¿Qué es eso de compañero? ¿Qué confianzas son esas?—¡Ea! Ya he concluido –dijo el de delante–. ¡Qué descansado se que-

da uno! Pero ¿qué leo allí?… “El confesonario, novela médico social (segun-da parte de El cura) por Eduardo López Bago”.

Le conozco, por desgracia mía. Desde que leí una novela suya, ando esparrancado… ¡Cómo ha de ser! Pero es mi amigo y le quiero, a pesar de todo.

—¿Amigo de usted? ¡Hombre, cuánto me alegro! Hágame usted el favor de decirle de mi parte lo que sigue:

A cualquier cosa puede dedicarse con más éxito el señor López Bago que a la literatura. Como novelista, ya que ha querido sentar plaza de tal, le faltan imaginación, estudio psicológico, sentidos, facultades d escriptivas, in-tención, facilidad en el diálogo, arte para fotografiar, análisis, en fin, y, sobre todo, gramática. No he leído El confesonario ni quiero, que no he menes-ter yo que me exciten, hallándome enclenque, a quebrantar, sin un motivo fi losófico, el sexto mandamiento. Pero sí como dijo Cervantes, “nunca se-gundas partes fueron buenas” considere usted, compañero de la columna, lo que será esa segunda parte de El cura, habiendo sido tan detestable la pri-mera. Aquello era malo, compadre. Todo se reducía, al parecer, a probar esta tesis: que a los curas les gustan las muchachas bonitas –¡vaya una n oticia!– y que, por ende deben casarse, para huir de las malas t entaciones. Pues por mí,

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80NARRACIONES PUERTORRIQUEÑAS

¡que se casen! ¿No hacemos todos tarde o temprano el antiestético papel de maridos? ¿Qué privilegio posee el clérigo, por su afeitada cara, para mero-dear siempre en el cercado ajeno, sin tener, como cada quisque, su corres-pondiente suegra, sus disgustos conyugales y todo lo demás? Que vengan, sí señor, a compartir la carga, y aquel que realice las predicciones de Balzac, que se fastidie como Menelao. Usted sabe, compañero, que a mí me cargan, hace tiempo, desde que estudié con los jesuitas, todos los curas en general y muy especialmente y por cuentas de familia, el cura de Aibonito…

—¡Hombre, yo no sabía nada! Olvida usted que acabo de tener el gus-to de conocerle ahora mismo; ahí junto a ese obelisco acuático…

—Bueno. Es lo mismo. Pues, como iba diciendo, desde que López Bago ha dado en la flor de combatir a los curas, me voy reconciliando con ellos. Para esas campañas se necesita mucho talento y, sobre todo, muy buenas formas. Deje usted que el cura tenga mujer propia, y ya verá cómo le faltan tiempo y humor para meterse en vidas ajenas. ¡Que se casen! Pero entre tanto, compañero de la columna, júreme usted solemnemente que convencerá a su amigo de que no vuelva a escribir. ¡Que se presente para diputado! ¡Eso sí!

—Ante ese nicho misterioso, donde nos hemos conocido, se lo juro a usted.

—Si así lo hiciere, Dios se lo premie, y si no, Dios le dé a usted mal de piedra.

—Justo.—Esto es.—Salud y…—¡Lopezvaguedades!, como diría Clarín.Estaba yo diez minutos después, gulusmeando en una librería de la

Puerta del Sol, y entreteniéndome en hojear los dos únicos libros dignos de mención que se han publicado en este mes: El suspiro del moro de Castelar, y el segundo tomo de Horacio en España de Menéndez Pelayo, cuando se acercó a mí, dándome una palmada en el abdomen, un poeta repolludo, desgreñado y federal, de los malos, de esos que piden la cabeza de los con-servadores y le paran a uno en mitad de la calle y bajo un aguacero, para recitar un poemita en veinte cantos y una posdata, pidiendo dinero.

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81BIBLIOTECA AYACUCHO

—Estoy indignado –me dijo–; acabo de leer en La Correspondencia una noticia más fea que usted y yo.

—Hombre, hombre, no hable usted en plural. Y, ¿qué es ello? ¿Han hecho ya a Grilo poeta de la real cámara…?

—No es eso, ciudadano. Es otra cosa peor. Asómbrese usted anticipa-damente.

—Ya estoy asombrado. ¿Qué diablos es eso?—Diablo es sin duda quien ha inspirado a Pérez Galdós la idea de ser

diputado. ¡Galdós, un hombre serio, una persona decente!—Pero hombre, hombre, eso no será verdad…—Como usted lo oye. ¡Benito Pérez Galdós, él, un hombre de talento,

pretende ser diputado, diputado a Cortes, nada menos que a Cortes, como cualquier Fernández…!

—Vamos, le digo a usted que no lo creo. Esas son voces que hará rodarAlarcón para desacreditarle.—Mírelo usted aquí escrito en letras de molde. (Leyendo). “Muchos

electores de la Palma (Canarias) se proponen dar sus votos en las próximas elecciones para diputados a Cortes al insigne novelista e hijo de aquel país D. Benito Pérez Galdós”.

—¡Será posible! Es tanto más incomprensible esa debilidad del gran maestro cuanto que él mismo ha dicho, no hace mucho, que no se había atrevido nunca a hablar, sin inmutarse, ante un auditorio de ocho per-sonas.

—Además, ya sabe usted que nunca ha querido, no ya hablar, ni si-quiera leer un capítulo de sus novelas en el ateneo. Un hombre tan mo-desto y de tan profunda inteligencia, y que, además, tiene el buen gusto y la gloria de no ser orador en esta tierra de charlatanes hueros, ¿qué va a hacer en el Congreso de los Diputados, presidido por Capdepón y mirado con aire de protección por don Práxedes? ¡El autor de La desheredada y de Gloria ocupando un puesto inferior al de Venancio González! ¡Qué debilidad, hombre!

—Los grandes hombres suelen tenerlas. Ya sabe usted que Dumas se empeñaba en ser cocinero, Chateaubriand en hacer exploraciones geo-gráficas, Lamartine en aparecer guapote, y Cánovas en cantar a Elisa. No

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me extraña, por lo tanto, la chifladura de Galdós. Y aquí para inter nos, cuánto vale ese hombrecito, a pesar de su cara y de su tipo de zapatero remendón.

—Calle usted, hombre. ¡Ya lo creo! Es la figura más culminante de nuestra literatura.

—Y puede competir con los franchutes e ingleses. Llegará, cuando quiera, a la altura de Zola y de Daudet. Sí, amigo mío. No importa que los alemanes nos roben un pedazo de las Carolinas. ¡Mientras Galdós escriba, y Núñez de Arce cante, y Castelar hable, y Casado pinte, habrá patria!

—Se me ocurre una idea. ¡Quién sabe si Galdós desea ir al Congreso para estudiar allí alguna novela política y sacar a la picota a todos los ma-marrachos que especulan con la cosa pública! Si así fuera, harían bien en votarle los canarios. Tendríamos una novela como Los reyes en el destierro o Numa Roumestan.

—Pero, no saldrá, hombre. El gobierno le pondrá en frente a cualquier Fernández, y saldrá Fernández.

—Hay un medio de fastidiar a ese eterno Fernández, enemigo irre-conciliable del genio. La unión de nosotros. Los admiradores de Galdós le votaremos por acumulación en todas las provincias de España, desde Finisterre hasta Puerto Rico, y Galdós será diputado.

—¡Cómo se conoce que es usted poeta! Olvida usted en dónde vive y en qué tiempos. ¡Galdós diputado por acumulación! ¡Si se tratase de Lagartijo o de Cara Ancha!…

* * *

Era un hecho indudable:… el ilustre Pérez estaba hipando por un acta de diputado a Cortes. ¡Graciosa chifladura! Y para darnos una prueba de su optimismo, de su inocencia de poeta romántico, tuvo la ocurrencia de elegir el camino más largo, fiando a sus propios méritos la esperanza del triunfo; y se dirigió a este propósito, a sus compatriotas de las islas Canarias, donde se le admira y se le adora, presentándose como candidato independiente… Estaba loco sin duda.

Pero su gran amigo don José Ferreras, director propietario de El

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Correo, le dio un buen consejo y le sacó del apuro, mediante la siguiente conversación con Sagasta.

—¿Sabe usted, don Práxedes, quién se quiere presentar por Canarias?—Usted dirá, amigo Ferreras.—Galdós, el pobre Galdós.—¿Galdós? No me suena ese nombre. ¿Quién es Galdós?—Sí, hombre: ¿no se acuerda usted? Aquel muchacho que hacía las

revistas de teatro en El Contemporáneo… aquel del bigotito…¿Y qué títulos tiene ese mequetrefe para pretender un acta? ¿Es hom-

bre de dinero? ¿Es yerno de algún personaje? ¿Es marido de alguna mujer que nos guste a nosotros? ¿Posee acaso un título de Duque? A falta de todo eso, ¿tendrá, por lo menos, apreciables condiciones de pillo?

—Desde aquella época ha adelantado mucho. Dicen los que entienden de eso, que es un gran escritor, una verdadera gloria nacional.

—Entonces no me sirve. Esos literatos son muy díscolos. Tendrá pre-tensiones… Querrá echárselas de independiente… y hablar a todas ho-ras…. y quizá ser ministro… ¿No es eso…?

—No señor; es un infeliz, un verdadero infeliz… Con los bombos que le dan mis chicos de El Correo, ya está tan contento… Si va al Congreso, no se atreverá a decir esta boca es mía.

—Ya eso varía de aspecto. Si realmente vale, si tiene un nombre ilustre, no es mal adorno para la mayoría. Déjeme usted pensar… ¿Y dice usted que quiere presentarse por Canarias?

—El pobre, como no tiene mundo, se figura que por haber nacido allá y por tener en su tierra una multitud de admiradores y de amigos…

—No puede ser; las Canarias están ya comprometidas; por Tenerife saldrán Domínguez y García; por Guía, don Protasio Gómez; por las Pal-mas, Ramírez; por Santa Cruz, López. Ya ve usted que estas son personas de verdadera importancia. No puede ser, no puede ser. ¿Cómo me indis-pongo yo con un banquero para complacer a un literato?

—Lo comprendo, lo comprendo. Lo malo es que de no ser por Cana-rias, no hay medio de sacarle.

Pero, ¡qué idea! Si pudiera ser por Filipinas o por La Habana o por la isla de Cuba…

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—Filipinas no tiene representación en Cortes. En La Habana no admi-ten candidatos cuneros. En Puerto Rico ya es otra cosa. Pero, en fin, ¿usted tiene interés en el asunto? ¿Usted me asegura que ese muchacho no me ha de dar guerra?

—Ya le digo a usted que es muy manso.—Pues esos poseerán la tierra. Y, ¿cómo dice usted que se llama…?—Pérez Galdós. ¿No se acuerda usted? Sí, hombre; aquel muchacho

que hacía las revistas del teatro en El Contemporáneo: aquel del bigo-tito…

* * *

Cuando a principios del año 86 publicaron los periódicos de Madrid la candidatura de Pérez Galdós para diputado a Cortes por Puerto Rico, apa-reció en El Liberal una carta, con mi pseudónimo de guerra firmada y a Galdós dirigida, en la que lamentaba que hombre tan insigne se h umillase hasta el punto de pordiosear tristemente el cargo de representante del país, que si es muy glorioso cuando al espontáneo cariño de los electores se debe, es padrón de ignominia cuando por las complacencias del poder público y contra la voluntad de los pueblos se alcanza. Aquella epístola, en la cual, a vuelta de las indicadas censuras, yo le trataba con cariño y r espeto, no me la ha perdonado todavía el ilustre Galdós. Se pasaba entonces los días y las noches gritando: “¿Por qué dice ese hombre (yo) que yo soy cunero…? ¿Qué se entiende por candidato cunero? ¿Quién puede trazar la línea di-visoria entre el candidato cunero y el candidato natural? Ese hombre (yo) no procede de buena fe. ¿No sabe ese hombre (yo) que a mí me ha escrito, me ha escrito, me ha escrito el jefe del Partido Español de aquella colonia? Pues sí señor; ¡me ha escrito!, ¡me ha escrito!”. Y dando un puñetazo so-bre la mesa, echando chispas por los ojos, con entonación colérica, repetía sin cesar: “¡me ha escrito!, ¡me ha escrito!”.

Solté la carcajada cuando un amigo me vino con el cuento. El cual, reconviniéndome, me decía:

—Pero, hombre, ¿por qué eres así? ¿No sabes que el jefe del Partido Español le ha escrito…?

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Yo recobré al punto mi gravedad, y respondí solemnemente:—Mensajero, di a Galdós, en mi nombre, que don Pablo Ubarri y Ca-

petillo, jefe del Partido Español, no sabe escribir.

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LUIS BONAFOUX (1855-1918)

EL CARNAVAL EN LAS ANTILLAS (1879)*1

SI AQUÍ en la vieja Europa, que alardea de saber de estética, no nos sor-prende que la mayoría del público se abandone al goce sin igual de hacer piruetas, y con chocarrero antifaz y abigarradas telas discurra por las calles para conceder luego al ánimo el grato esparcimiento de mortificar al pró-jimo con chistes de dudoso gusto, no debe extrañarnos que allá en el suelo americano, tardío en percibir los reflejos del progreso europeo, se conser-ven aún costumbres guardadas cuidadosamente de tiempo inmemorial, y mal avenidas con los principios más rudimentarios de la urbanidad, de la civilización y de la estética. Cuando contemplamos en España la extinción lenta, pero segura, de estas bacanales de Carnaval, abrigamos la esperanza de que en las Antillas españolas concluyan por consunción hábitos que no calificamos de salvajes, por parecernos un tanto indulgente la calificación.

En tales pueblos, dotados de una naturaleza pródiga por extremo, los hábitos de sus habitantes han respondido a esa exuberancia que en todo les es ingénita. Pero así como sus tupidos bosques e inaccesibles malezas se han ido abriendo al paso del hombre, merced a su labor constante, de

* Luis (Aramis) Bonafoux, “El Carnaval en las Antillas”, Ultramarinos, 2ª ed., Socorro Gi-rón; pról. y notas, Ponce, Socorro Girón, ed., 1988, pp. 39-45. La presente edición recoge la versión revisada, anotada, prologada, mecanografiada y fotocopiada por la Dra. Girón y las notas numeradas en arábigos corresponden a esta última. La primera vez que se publicó en libro fue en: Ultramarinos, Madrid, Imprenta y Fundición de M. Tello, 1882.1. La primera parte de “El Carnaval en las Antillas” apareció en el número 153 del perió-dico La Unión (Madrid), (6 de marzo de 1879). La segunda parte se publicó en el número siguiente del mismo.

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idéntica manera sus tradicionales costumbres se desvanecerán por el tra-bajo del progreso. Aquí, en España, contemplamos con desdén los restos de fiestas que fueron, palpitantes aún, pero próximos a extinguirse: allá, en América, presenciamos con admiración y dolor profundos los regocijos de una turba indómita y salvaje.

No invaden allí las calles comparsas de estudiantes, al fin cultas, que impiden graciosamente el paso al transeúnte, y quieras que no, le obligan con toda finura a vaciar el bolsillo; no discurren por las calles hombres y mujeres, trocados los sexos, luciendo ellos airosas faldas, senos postizos y polvos de Atkinson, y ataviadas ellas con ceñidos pantalones y holgadas americanas. No se divisa ese conjunto de harapos que, con mengua de la belleza y del decoro, ha sustituido al vistoso traje carnavalesco importado de las fiestas venecianas; pero en cambio, ¡qué espectáculo tan desconsola-dor ofrece el público de las Antillas en los fastos días de Carnaval!

Reina durante esta fiesta el aturdimiento y el escándalo. Apenas hecho el día, recorren las calles trullas de hombres, mujeres y niños que despiertan sobresaltado al que incurre en la locura de dormir en días tan felices: ora llega a sus oídos el áspero y desapacible chirrido del inarmónico guícharo, instrumento predominante en la música del país; ora hiere los cristales de su casa una piedra lanzada diestramente por alguno de los que forman la comitiva, hazaña que promueve la hilaridad del cigarrero de la esquina, que sale en calzoncillos y a pie descalzo, saboreando la undécima taza de café, a saludar la festiva comparsa, y del sereno del barrio que, en mangas de camisa y con chistera, todo alborozado, exclama a voz en grito: ¡las dos y cuarto y trullas por las calles!

Surgen de los portales, a guisa de fieras de sus jaulas, negros y negras de ancha nariz y espaciosa pezuña, hablando un guirigay incomprensible para ellos mismos, y a poco se ve engrosar la trulla con cabezas de encrespado pelo que gesticulan, ríen y gritan, convirtiendo la calle en eximio centro de placer.

El que acierta a pasar entonces por tal sitio, se ve muy luego rodeado de una turba armada de agudos, largos y blancos dientes, resaltando sobre negra tez, y precisa armarse de un valor heroico para no retroceder con espanto al ver aquellos quasimodos reales, haciendo horribles muecas.

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En el primer día de carnestolendas, comienza en toda la ciudad un tiroteo horroroso. Ya no son solo los negros los protagonistas de la fiesta: también los blancos, no queriendo ser menos, emulan sus insólitas haza-ñas. ¡Desdichado de aquel que se atreva siquiera sea a atravesar el trecho que media de su casa al fin de la acera, que suele tener medio dedo de an-cho!: no bien ha salido del portal, siéntese herido por una mano invisible, y ya puede regocijarse si, tuerto como Aníbal, pierde en la refriega el único ojo que le queda.

Las azoteas de las casas se convierten en verdaderos baluartes; se ha-llan allí en confuso y repugnante consorcio la cáscara del mamey y el huevo horadado y repleto de ácido úrico; el coco, que una mano experta colmó de materia fecal, y la mantequilla rancia bien dispuesta en un papel que ha de ser arrojado al rostro del incauto que, rompiendo el sitio, sale de su casa, sin faltar la lavativa de gigantescas proporciones, rebosando agua de jabón, mientras las gentes de la casa, en acecho, espían la presencia de un prójimo a quien disparar tan inofensivos y bien olientes proyectiles. Y si nadie discurre por las calles, se ensañan en las personas de la vecina casa, y presto gigantesca tromba acuática penetra por las persianas, deteriorando los muebles, no sin que los vecinos contesten a su vez dignamente, siendo ambos albergues dos castillos en combate. De cada una de las casas de la villa o del pueblo, cae en el Carnaval un diluvio de agua y otros excesos, y así a nadie asombra que los que se ven obligados a salir a la calle vayan con grandes paraguas abiertos, aunque el sol brille en el espacio y ni una sola nube empañe la pureza de aquel cielo sin igual. Otros se exhiben con recios capotes de hule, y no falta algún niño (así se llama allí al señorito) que eche mano del traje de su criado, evitando de esta suerte que le manchen la levita, expresamente hecha para las procesiones.

Tal cual negro cruza rápidamente las calles, llevando en las callosas manos el fruto denominado tuna, de encarnado color, con el cual tiñe sin piedad las ropas y hasta la cara del mísero mortal que encuentra a su paso.

Y entonces es el reír y el palmear de los espectadores, ebrios de gozo, prorrumpiendo en estridentes carcajadas y picantes dichos, y el más enco-petado blanco, orgulloso de la color de su piel, trocaríase de buen grado en

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aquel momento, envidiando la singular proeza, por el más legítimo negro. ¡Oh ventura! ¡Oh fiesta portentosa!

El adamado doncel que lanzó el mantequillazo o el coco, se calza des-pués el guante blanco, y vestido con pantalón lila, color predominante en la estética del país, levita de larguísimos faldones que arrastra por la calle, corbata amarilla, camisa con chorreras bien rizadas y tintas de añil, altivo bombo (chistera que decimos los que no hablamos aquel guirigay), con más alas que alero de edificio chino, y airoso zarcillo en la oreja izquierda, aprisiona en lúbrica danza el talle gentil de una ninfa americana, sílfide aérea y voluptuosa en su muelle abandono.

La apuesta y agraciada doncella, de color de aceituna sevillana, que arrojó certera el huevo al ojo del infeliz transeúnte, se engalana con mito-nes coetáneos de Eva, se atavía con lujosísimo traje de seda de color verde, sale arrastrando una cola de tres metros de largo, y contoneándose ligera-mente llega al espléndido sarao donde se abandona con delirio a la danza, hasta que rendida por copiosos arroyos de sudor, que mancha a veces el piso, pide lánguidamente un refresco a su adorado galán, y este, solícito y r umboso, bríndale agua de azúcar mezclada con vino, majarete, arroz con coco y pastel de plátano, cuando no queso de bola, relleno con pollos, aceitunas y alcaparras; con lo que deja bien puesta la reputación de gentil y discreto.

Tienen lugar a seguida los sustanciosos coloquios de damas y caballe-ros, los cuales se esfuerzan en extremar las hazañas del día. Quién refiere que dio con un huevo en la nariz de su vecino, periodista afamado, que sabe escribir de la enfermedad de la caña de azúcar2; quién se alaba de ha-ber aprovechado la oportunidad de vengar dignamente un antiguo ultraje, impulsando a su negro a dar por lo fino un mantequillazo a don Fulano, persona de reconocida ilustración, que ha disertado en el Ateneo sobre

2. Antonio Ruiz Quiñones, español (1837-1902). En Puerto Rico, se estableció en Ma-yagüez. Profesor de química, física y dibujo, fundó un liceo en Mayagüez. Después del magisterio se dedicó al periodismo. Fundó el periódico La Razón y más tarde La Prensa. Junto a José María Monge y Manuel María Sama publicó la primera antología de poesía puertorriqueña (Poetas Puerto-Riqueños, Mayagüez, 1879, 388 p.). Autor de Memoria sobre la enfermedad de la caña de azúcar, Mayagüez, Tipografía La Prensa, 1877, 43 p.

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los estragos de la filosofía krausista, que él escribe con dos eses, y en un notabilísimo alarde de erudición, con gran copia de razonamientos, probó que la ciencia apenas se conocía en aquel país; quién narra que lanzó un coco a la cabeza de una señorita que había tenido amores durante veinte años con el autor de la proeza. Una nena (allí toda mujer, siquiera pase de los noventa años, es nena) se envanece de haber disparado certeramente un lavativazo a un tiernísimo vate. Un padre habla de perlas del atrevimiento de su hijo, el cual tiñó con tuna la levita del capitán general, cuya autoridad es violable en tales casos; y todos charlan, vociferan, celebran sus propios chistes, se ríen de los del vecino hasta que llega uno de los mozos crúos y de arresto del lugar, y presentándose de improviso, con aire un si es o no es guapetón y entrecejo formidable, asesta a la mesa una soberbia puñada, rompe una silla, arroja al patio el arroz con coco, se bebe el agua de azúcar, dice con voz de trueno: “aquí no se baila más”, y acompañando la acción al dicho apaga la única luz de un soplo, mientras cariacontecidos y resigna-dos se ausentan del local los concurrentes, concluyendo de esta manera la fiesta, si es que ya no terminó por una disputa entre dos niños, merced a una punta solicitada y no concedida en una danza, que finaliza para principiar otra, y luego otra… por no variar.

La gente que allí se dice “de color” celebra asimismo el Carnaval, te-niendo el baile un lugar preferente en las diversiones de aquellos danzantes que nacen con la pierna derecha en actitud de bailar y mueren con la pierna izquierda en idéntica actitud.

Alegres y lúbricas parejas se entregan con una voluptuosidad de sátiros a un baile orgiástico, denominado merengue por el exquisito sabor que tiene. Y es de ver allí la descocada y sensual mulata, destrenzado el cabello, contraídos los labios por el paroxismo del placer, húmedos y tiernísimos los ojos, palpitante el seno que amenaza traspasar la tenue y poco discreta valla, imprimiendo a las caderas ondulaciones lascivas, jadeante, sudorosa, ardiente, pensando solo en el placer, y por el placer viviendo, emprender aquel baile monótono cual ninguno y cual ninguno voluptuoso, extasiada en brazos de su amante, a quien suele cantar coplas con acompañamiento de guícharo, que él corresponde con una fineza, templando su erotismo al presentarle una enorme cazuela de funche con bacalao.

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Entretanto, en algún despoblado inculto e inmundo, negros y negras se abandonan al placer de un baile delicioso. Ellos casi desnudos, cubiertas ellas con hojas de plátanos, lanzan imprecaciones, bailan en derredor de tres o cuatro negros, afamados músicos en sus bombas, con las que pro-ducen un suave ruido parecido al disparo de un cañón. En breve el polvo nubla la atmósfera, un purísimo perfume a macho cabrío se esparce por el ambiente; las imprecaciones son cada vez más briosas, los gritos selváticos más agudos, mientras suena la bomba, y todo es jayuya, como ellos dicen, una cabal delicia y maravilla.

El furor por los disfraces es de todo punto indescriptible: ¡hasta los negros y las negras se ponen máscaras!… Organízanse comparsas de veji-gantes, cuyo chiste estriba en azotar con grandes vejigas al primer bípedo que encuentran, y cantar coplas como esta:

Vejigante la boya (¡!) Pan y cebolla

Forma parte en ellas la high life del país, que asalta las casas, saquea a las familias, se apodera del mofongo aderezado para celebrar el día, de la ensalada de aguacate y del dulce de calambreña, y penetra en las habitacio-nes interiores para que el ánimo se esparza, y todos de consuno exclamen: ¡qué fiesta tan deliciosa!

Así como resalta en este esbozo, se festeja el Carnaval en las Antillas. Tengo para mí, que huyendo de los cocos y los lavativazos de agua y jabón, ha venido el general Martínez Campos a pasar estos días de carnestolendas en Madrid.

¡Pequeñas causas originan a veces grandes efectos: un coco, una lava-tiva, una cáscara de aguacate, tornaron de tranquila y mansa en revuelta y díscola a la grey constitucional3.

3. “El Carnaval en las Antillas” disgustó a muchos puertorriqueños. Fue el comienzo del odio contra Bonafoux. En junio de 1879, el periodista vino a Puerto Rico recién graduado de abogado en Salamanca. Su visita ocasionó motines. Fue perseguido por la turba, a pedra-das, hasta el barco Moselle en el que embarcó de regreso a Europa. Durante mucho tiempo, Bonafoux fue repudiado por sus paisanos. Se decía que era francés porque había nacido en

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B urdeos. En 1889, Salvador Brau ganó un premio de flor natural en certamen convocado por el Ateneo Puertorriqueño por su poema “¡Patria!”. El último verso del largo poema dice… “Patria es el lugar en que se nace”. Cuenta Carlos N. Carreras que en los años trein-ta de este siglo, en una reunión del Ateneo Puertorriqueño, se discutía la puertorriqueñidad de Bonafoux con el fin de colocar un retrato del periodista en los salones de la institución. Hubo gran discusión y nunca se llegó a un acuerdo. No hay retrato de Bonafoux en el Ate-neo. Se olvidó que el nacimiento de Bonafoux en Burdeos fue “por accidente”. El abuelo de Bonafoux era francés, su padre era de Guayama, su madre, doña Clemencia Quintero era caraqueña. Bonafoux nunca olvidó su querida “aldea” de Guayama donde pasó su niñez y primera juventud.

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MANUEL ZENO GANDÍA (1855-1930)

ROSA DE MÁRMOL (1889)*

TENGO un recuerdo de Toscana que en estas líneas quisiera revivir. Es-tábamos en Pisa y Mauro Julín, mi inseparable compañero de viaje, y yo, habíamos tenido un día activísimo.

En movimiento desde el alba, habíamos recorrido aquella gentil hijuela de los Apeninos, sus monumentos, sus paseos solitarios, sus encrucijadas, sus puentes de mármol, sus murallas, sus ruinas, sus risueñas cercanías, su “Dome”, su “baptisterio”, “su campo santo” cementerio de cementerios, su torre inclinada atrevimiento de Bonnano y San Frediano, San Nícolo, San Paolo, la Academia de Bellas Artes, el Palacio Ducal, la Universidad del Siglo XII, el Museo Zoológico, las “thermas romanas…”. Nada escapó a nuestra curiosidad infatigable.

Llegó la noche; un plenilunio de julio. El cielo estaba espléndido. Flo-taban hacecillos de luces pálidas que aquí se abrillantan, allá mueren, más allá se reflejan, acullá transan con la sombra y en todas partes acariciaban con dulce tibieza. La brisa pasaba ligera, como si hurtando al paso perfumes huyera fugitiva. Besos luminosos parecían descender hasta el granito de las calles, muy duro para romperse, pero generoso para dejar vivir hierbecilla menuda que crece entre las piedras. A lo lejos, los edificios interrumpen el panorama del cielo. Mármoles y bronces destácanse en palacios, catedrales y conventos. Restos de ruinas se apoyan en los muros de aquellos. Y entre

* Manuel Zeno Gandía, “Rosa de mármol”, Cuentos, Nueva York, Las Américas Publishing Company, 1958, pp. 9-19.

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unos y otros, rompen el poético cuadro vulgares construcciones de la épo-ca a través de cuyas puertas y ventanas se denuncia alguna vida.

Allí, espaciosa acera; un muelle de losas de Carrara y apretada hilera de árboles, los troncos en la sombra las ramas entrelazadas como seres que se aman, y por los intersticios huecos que la luna invade para bordar rieles sobre el mármol de la acera. Luego el río, el Arno, galante fertilizador de huertos en la campiña, aquí esclavo de cauce artificial que lo cautiva. Discurre rumoroso lamiendo rocas de la orilla, pilares de los puentes, em-barcaciones atadas a las márgenes. Parecía un espejo colocado bajo el cénit de un astro. En el fondo de la corriente veíase ondulante la luna, y hacia las riberas reflejábanse los edificios de la avenida, semejando una ciudad de palacios invertidos, de tembladores muros.

Por momentos, otros rumores sumábanse al conjunto. Un grupo de paseantes comentando los trabajos exhibidos en el escaparate de un es-tatuario; un carromato con aperos calabreses rodando por la vía públi-ca; vendedores de flores prendiendo nardos y francesillas en el ojal de los transeúntes; el vocerío de los vendedores de cerveza con nieve; las últimas noticias de Roma pregonadas por muchachos vendedores del Capitán Fra-cassa; alguna música lejana, y a la distancia el sordo rodar de algún arrastre de la strada ferrata. Nos acercamos a un café y ocupamos una mesita de las colocadas en la acera, bajo un toldo de colores. En ese momento una or-questa callejera detúvose ante nosotros, armó los atriles y empezó a tocar. Hacía de director una mujer; una joven como de veinte y cinco años que llevaba los ojos cubiertos por grandes gafas azules. Tocaba ella el arpa con delicadeza, con dulzura exquisita.

Tocó la orquesta diversos trozos de música italiana, después de lo cual, tomó la arpista una pequeña bandeja de metal y recorrió los grupos alcan-zando algunas monedas. Era la limosna del arte. Al extenderse la mano de la arpista, parecía que temblaba. Si una moneda caía en la bandeja, los la-bios de la joven se agitaban imperceptiblemente como formulando una pa-labra de gratitud. Si algún indiferente volvía la cara al alargar ella la mano, después de un instante de duda, ligero rubor le coloreaba el semblante.

Llegó junto a nosotros. Pudimos observar entonces que aquella mujer era bellísima. Echamos en la bandeja algunas monedas.

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—Tome usted, señorita –dijo Mauro–, le damos las gracias.—¿Por qué, caballero? –repuso con sorpresa–.—Porque con sus melodías ha revivido usted en nosotros agradables

recuerdos.—¿Quiere usted convencerme de que he tocado tan bien?—Por lo menos lo bastante para conmovernos.—¡Pobre de mí! Una artista callejera… casi mendiga…—¡Oh, no!… una verdadera artista. Para convencerla, permítame que

le haga súplica.—¿Cuál?—Una modesta invitación… Siéntese y tome algún refresco. Es usted

muy atractiva…—Uno mi ruego al de mi amigo –dije yo viendo que vacilaba–. Nos

inspira usted simpatías. Pronto hemos de partir y acaso a su lado aprendié-ramos algunas costumbres toscanas.

Debimos inspirarle confianza, porque dando a sus compañeros la con-signa de seguir tocando en otro corro, tomó asiento junto a la mesita.

Le ofrecí una copa de licor, pero a pesar de haber alargado mi brazo hasta cerca de ella, permaneció inmóvil. Me sentí desconcertado ante aque-lla descortesía, pero dominé mi contrariedad, en tanto que Julín le ofrecía un dulce. A este nuevo obsequio correspondió con igual inmovilidad.

—¡Cómo! –dijo Julín–. ¿La obsequiamos y nos desaira?—¿Qué dice usted, señor…?—Que le ofrecimos dulces y usted…—¡Ah, deben perdonarme! Veo que no se han fijado ustedes en una

de mis desgracias.—¿Desgracia?—Sí… soy ciega…—¿Ciega?—Miren ustedes.Y alzándose las gafas, nos dejó ver dos cuencas vacías; una mutilación

horrible que para siempre privó de luz a la infortunada.—Tiene usted razón –dije–, esa es una gran desgracia. Ahora com-

prendo porqué no aceptaba usted nuestros obsequios. No los veía… Hay,

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sin embargo, mucho aplomo en sus movimientos y disimula perfectamente su carencia de vista.

—La costumbre. Toco el arpa, canto, y el instinto, los rumores orien-tan. Recojo lo que me dan y vuelvo al grupo de mis compañeros.

Mauro había sacado su libro de memorias y anotado aquellos de-talles.

—¿Y cómo se llama usted, señorita? –insistí yo–.—Rosa.—Pues bien, señorita Rosa: toca usted el arpa con una maestría admi-

rable.—Me juzga usted con bondad. Desde niña aprendía, pero eso entre

nosotros es muy vulgar.—¿Y ha dicho usted que ser ciega es “una de sus desgracias”? ¿No es

usted feliz en medio de su infortunio?—¡Feliz! Cuando veía soñé algunas veces en serlo. Ahora creo que el

cielo me cegó para que no vieran mis ojos mi desgracia.—Se expresa usted con un sentimentalismo discretísimo, señorita

Rosa. Permítame que le diga, si no lo toma a impertinencia, que siento cu riosidad por conocer ese pasado que la atormenta. ¿He ido demasiado lejos?

—No, caballero; ¿por qué? He hallado en usted una piedad a que no estoy acostumbrada y fuera ingrata si no me dispusiera a complacerles. Ahora bien quisiera ver, sí, para envolverles en una mirada de gratitud. La ingratitud ha sido mi martirio y la temo…

—Todo eso es muy interesante. ¿Cómo en tan pocos años pudo ser usted tan desdichada?

—Hay seres que nacen para llorar. Casi niña quedé huérfana al amparo de un tío. Mi padre me dejó dos herencias que en este país valen mucho. Me enseñó música y escultura. Luego al morir me dejó un taller de estatuaria. Tuve pronto conciencia de mi situación y realicé grandes progresos en la escultura, hasta el punto de que era mi taller uno de los más reputados de la ciudad. Este crédito me imponía un trabajo muy grande, pero en cambio ganaba lo bastante para vivir con holgura. Me consideraba feliz. De ese modo, cumplí veinte años…

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“Trabajaba todo el día; a veces, parte de la noche. Mi taller tenía dos puertas a la calle; una para la entrada, y otra ocupada por un aparador que yo tenía siempre lleno de pequeños trabajos en mármol. Esos aparadores son aquí muy conocidos. ¿No han visto ustedes ninguno?”.

—Sí –dijo Julín–. Aquí la torre inclinada de una vara de alto; allá el baptisterio de cuatro pulgadas, más allá una borla de portiere que si cae se hace trizas; y en encantadora confusión, águilas de dos onzas de peso, mos-cas que pesan cuatro libras, bustos en miniatura de los más importantes personajes de Europa, perros blanquísimos que sirven de tinteros. Venus que caben en un bolsillo, culebras que sirven de porta plumas, abanicos de plumas que el aire puede quebrar, grupos de aldeanos, copias de cor-tas dimensiones de obras inmortales de Miguel Ángel, reproducciones de escenas históricas, frailes que juegan naipes, gamos finísimos que saltan oteros, objetos de heráldica, de tocador, de mesa…

—Ciertamente. Tienen ustedes idea exacta de lo que son esos apara-dores. Tenía yo, pues, uno en que cifraba mi orgullo, y estaba limitado al exterior por una vidriera. Desde la calle veíase mi taller y en él yo siempre afanosa.

“Por entonces, varios hombres fijaron en mí las miradas. Me requerían de amores, me perseguían. Pasaban por delante del taller y se detenían como a contemplar los mármoles, pero en realidad para verme a través de los cristales. Ninguno de aquellos rondadores llegó a despertar mi afecto, hasta que un día un hombre se apoderó de mi albedrío. Era pobre, muy p obre, y se llamaba Andrea, y era, lo que yo soy ahora: completamente ciego.

“Desde niño implacable enfermedad le arrebató la visión. Pronto em-prendimos relaciones y en ambos pareció despertar una vehemente pasión que nos unió en el más puro de los amores.

“Supe que su mal era curable. Aquella noticia fue una gran dicha para mí. Pero era preciso que sufriera una operación que manos muy hábiles debían practicar. Oí decir que había en París cirujanos capaces de dar a Andrea la vista, y desde aquel momento cifré todo mi esfuerzo en que mi amante se operase. Para ello se necesitaba mucho dinero, recursos de que no disponíamos ni él ni yo. No me acobardé ante la contrariedad y formé

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mi plan. Trabajaría ardorosamente un año; vendería mi taller quedándome reducida a vivir con lo que me produjera el empleo de oficial en otro taller, y con todas aquellas economías Andrea podría ir a París acompañado de mi tío. Después de curado sería mi esposo, y después… ¡cuántos ensueños!… ¡cuántas esperanzas!

“No quiero referir cómo se pasó ese año. Nuestras economías aumen-taban a costa de infinitos sacrificios. Mil veces vi llorar a Andrea besándo-me las manos con gratitud. Todo se hizo conforme lo pensamos. Algunos millares de francos fueron resultado de tanta constancia. Después, vendi-do el taller, llegó el momento de partir.

“Quedéme en Pisa habitando una modesta buharda, en tanto Andrea y mi tío partieron. Después de esa partida, aún aprovechaba yo mi soledad para hacer trabajos de escultura que vendía con suerte.

“Me ocurrió un día la idea de tallar en mármol una rosa. Esta ‘rosa de mármol’, pensé, será ‘mi regalo de boda…’. Será ‘para él’, para mi dueño, para el hombre a quien amaba tan intensamente. Con tal propósito, puse todo mi ahínco en dar a un pedazo de piedra transportado de Massa, la vida y la belleza de la flor símbolo de mi nombre. Cuando estaba casi ter-minada la rosa; cuando me ocupaba un día en perfeccionar algunos deta-lles, sentí de pronto un dolor horrible. Una arista, un pedacito cortante de mármol había saltado dentro de uno de mis ojos y allí estaba implantado, produciéndome intenso dolor. Apelé de momento a los recursos que hallé a mano, pero todo fue inútil. Acudí a un médico y este extrajo el cuerpo extraño, dejándome sujeta a un severo régimen…

“Aquella noche recibí carta de mi tío: Andrea había sido operado y en el último tiempo de la operación penetró el primer rayo de luz en los ojos de mi prometido. ¡Qué feliz fui, Dios mío! En tanto, la herida recibida me hacía sufrir cruelmente. Pasaron muchos días y no curaba. Después de la herida vino la úlcera, y una violenta inflamación se propagó al ojo sano.

¿Creen ustedes que haya en el mundo ser más desgraciado que yo?“Tuve que guardar cama. Me acometió la fiebre y al fin el médico pro-

nunció su fallo. Mis ojos eran úlceras y ya no veía nada. La última esperanza desapareció y un día reportándome de algunas horas de delirio, pude dar-me cuenta de la enormidad de mi desgracia. Era ciega.

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“Aún tuve que resignarme, para sufrir menos a que me enuclearan los ojos. Sí, me los sacaron. Órganos inútiles. ¿Para qué los quería? Sombras infinitas me rodearon. Estaba ciega, ciega incurable, pero en aquella noche veía reflejos de una luz que inundaba mi alma de esperanza: Andrea.

“Yo le besaré las manos –pensaba– como antes me las besaba él a mí. Lloraré de gratitud al saber que trabaja por mí: e iré a tientas por la casa, guiándome por las paredes, orientándome con mi instinto hasta encontrar en algún rincón mi regalo de boda, la ‘rosa de mármol’, la cruel que me cegó y abarcándola con mis manos, recorreré sus contornos, acariciaré sus líneas, contaré una por una sus hojas y llevaré a los labios aquel objeto ama-do y lo llenaré de besos y de lágrimas.

“Supe rodearme de piadosa resignación; tuve fortaleza bastante para no morir de pena. Un mes después, otra carta de mi tío me avisaba que estando Andrea completamente curado, regresarían pronto.

“El día de llegada, me hice conducir a la estación y cuando saltó An-drea al andén, al verme quedó indeciso. Mi tío le dijo ‘esa es Rosa’ y él se abalanzó a mí, levantó de mis ojos las gafas y lanzó un grito. Yo me había arrojado en sus brazos y tocaba su cabeza y sus ojos para cerciorarme de que era verdad su curación. Andrea y mi tío supieron por mi relato, cómo había yo cegado. Mi prometido me tomó de la mano y regresamos a mi buharda en silencio.

“Durante aquellos primeros momentos ni una sola vez oí que Andrea me llamara su prometida. No puedo expresar la intensidad de mi sufri-miento cuando sentí una dolorosa duda apoderarse de mí. Cuando Andrea me conoció, cuando empezó a sentirse atraído por mi influencia, era ciego. Mi voz, mis palabras, el contacto de mis manos ya que no mi imagen, de-bieron hacerle formar de mí una idea elevada, lo bastante para amarme por admiración, por gratitud. Pero ahora… ahora había ya contemplado mi imagen y no con sus atractivos naturales, sino desfigurada por la mutilación de mis ojos. ¿Había hallado, al contemplarme con sus propios ojos, tan alta como el ideal, la realidad? ¿Había resultado yo a sus ojos tal como me había soñado? ¿Me amaría siempre?

“Andrea me refirió con entusiasmo los detalles de la operación; las sensaciones de su alma al recibir el primer rayo de luz. De sus palabras

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deduje el profundo efecto que le había hecho la contemplación de París. Me hablaba de sus calles, de sus sitios de recreo, de sus edificios; y ahora se daba cuenta de que Pisa era muy distinta. París le había seducido, le había llenado de asombro; pensó que él era el mundo, la felicidad, todo. Pero ¿y nuestros proyectos y nuestro amor?

“Un día, después de perplejidades y reticencias, me manifestó Andrea sus planes. Pisa era pobre de recursos, no ofrecía porvenir a quien le an-siara. París colmaba las ambiciones y allí quería partir. Durante su con-valecencia, había conocido a mucha gente. Los alumnos de la escuela de medicina fueron sus mentores, y esperaba, con fe en el trabajo, prosperar allí lo bastante para abrirse camino.

“Sus palabras fueron estas: ‘Déjame partir Rosa; mil industrias me abren en París los brazos, en tanto que Pisa me ahoga con su atmósfera de nostalgia; creo que allá me sonríe el porvenir; cuando pueda contar con los necesarios recursos, te avisaré. Te avisaré para…’

“—¿Para qué?… –le interrumpí yo–.“—Para que nos reunamos; para que yo pague la deuda que tengo

contraída contigo. Espera, Rosa espera…“Mi orgullo me ordenó callar. Mil veces tuve tentación de saltar al

oído de aquel hombre y decirle; ‘todo lo sacrifiqué por ti… responde si esta separación no es un pretexto para el olvido’. Me contuve. Ahogué mis sentimientos y aunque destrozada el alma por la pena, tuve fuerza para dominarme.

“Andrea marchó al fin. Prometió avisarme el momento oportuno para reunirnos, pero ese momento no llegó nunca…”.

—¡Miserable! –exclamó Mauro Julín, dando sobre la mesa tan fuerte golpe que atrajo todas las miradas–.

Rosa sonrió. Yo estaba conmovido. Mauro miró fijamente y me pre-guntó sañudo: “¿qué opina usted del rey de la creación?”.

—Aplastaría de buen grado –añadió– a ese hombre.—¿Y nunca supo usted de él?—Sí… Vive en la disipación. Lo que gana como intérprete en los ho-

teles, lo consume en orgías. Una vez, ignorándolo yo, mi buen tío, que ha muerto, le escribió haciéndole cargos por su conducta. Contestó: “París

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es muy bello, demasiado bello para no olvidar ese claustro de Italia en que ustedes viven… recuerdo esa cieguecita de que me habla, ¡pero qué quiere usted!, ella no ha sido como yo lo bastante feliz para curar…

“Desde aquel momento, arranqué de mi alma el recuerdo de aquel hombre y le desprecié…”.

Después de esas palabras, Rosa se despidió de nosotros. Tenía el sem-blante lleno de lágrimas, pero dominándose, inquirió cuál era nuestra residencia en Pisa. Luego alejose mientras Julín y yo la contemplábamos tristemente.

Temprano, al día siguiente, nos entregaron un paquete que persona desconocida había dejado para nosotros en la oficina del hotel. Dentro del paquete hallamos una primorosa obra estatuaria y unas líneas que decían “Como recuerdo de Toscana, les envío la ‘rosa de mármol…’”.

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EL SOFISMA (s.f.)*

Cuando Felipe Villasola, para despedirse de la vida de soltero, dio un banquete a sus amigos, tuvo que resignarse a oír bromas muy pesadas. Hiciéronle blanco del buen humor, no respetando ni las más reservadas intimidades de su vida.

Felipe encogíase de hombros… Bien, ¡no importaba que de él hicieran tiras! Había invitado a sus amigos a pasar un buen rato, el último de su soltería, y era preciso dejarles en libertad. Que siguieran las burlas: ya le tocaría a él su turno algún día. Y preparose al aguacero, mientras por las persianas del comedor penetraba el cariñoso ambiente de la noche impreg-nado de la frescura de los montes.

Entre los comensales el que más abusó fue Tristán Mendoza. Estuvo cruel, impío. Sus franquezas no tuvieron límite.

Hizo de Felipe una completa disección.—No bromeo, sépanlo ustedes. Lo que digo es solo doctrina, doctrina

filosófica, conclusiones lógicas.—Pero, hombre… ¡Pobre Felipe! Le has hecho ruborizar; ahí le has

dejado hecho polvo sobre el mantel.—No lo trituro, lo analizo. ¿Me invitó a su despedida de la vida de

soltero? Pues que no espere la vulgaridad de un brindis por su felicidad futura. Si deserta, que escuche el proceso de su soltería.

Asintieron todos. Empezaron los postres y después de consumir varias clases de vinos, estaban los ánimos ávidos de risa.

—Insisto en lo dicho –continuó Tristán–, te casas creyéndote soltero;pero eso no es verdad porque tú eres casado…—¿Casado…?—Sí, casado y bien casado.

* Manuel Zeno Gandía, “El sofisma”, Cuentos, Nueva York, Las Américas Publishing Company, 1958, pp. 51-61.

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—No entiendo.—¿Qué me dices de Eufemia?—¡Ah, vamos!—Sí, de Eufemia. Esa es tu mujer, tú…—¡No desatines, hombre! Eufemia fue mi muchacha, mi…—Fue y es tu mujer. Anoche todavía tuviste la frescura de visitarla,

oyendo impasible sus sollozos al considerarse abandonada por ti, sacrifica-da a otra mujer, a tu futura.

—Confundes las cosas, mezclas lo distinto.—Hablo claro y doy a las cosas su verdadero nombre. Esa pobre chica

te amó ciegamente, aún te ama. Te sacrificó su nombre social… eso que lla-máis honor. Fue tuya sin condiciones. Te fue fiel. No te dio el más pequeño motivo de queja, y si Dios lo hubiera querido, hasta te hubiera obsequiado con una docena de hijos… ¿No es cierto cuánto digo? Mira… Si casar-se es tomar esposa por medio de ritos, convencionalismos o costumbres determinadas, podrías considerarte soltero; pero si unirse libremente un hombre y una mujer no fuera o pudiera ser también una costumbre, y si casarse es simplemente la conjunción de dos seres por el amor, entonces tú eres casado. Ningún rito te unió a Eufemia: solo amor. El suyo, por supues-to, porque tú hoy eres bastante baladrón para no amarla. De modo que al invitarnos para despedirte de la vida de soltero, nos engañaste porque tú hace tiempo que no lo eres. De todos modos, tu mujer, la que hoy tienes, vi-viendo tú, será tu viuda. Dentro del rito de la poligamia, que es el que seguís vosotros los explotadores del amor, no haces ahora más que divorciarte a tu modo de una mujer para llevar al tálamo a otra. Haces ni más ni menos lo que Nerón, lo que Enrique VIII, lo que Napoleón; repudias una esposa para tomar otra por conveniencia.

—Pero lo que dices es anárquico, desordenado. La mujer que cae, la amante, no es lo mismo que la esposa, la pura esposa, la difícil…

—¡Cosa singular! Quiere el hombre que las mujeres le lluevan a ma-nera de aguacero y se empeña, en contradicción con lo que ansía, en que la mujer sea difícil. ¿Qué llamas mujer difícil, veamos? ¿En qué ley, en cuál libro de la naturaleza, en cuál sagrado códice está escrito que la mujer ha de ser difícil? Los hombres, unos perfectos bribones, fueron los inventores

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de todas esas leyes hechas a su beneficio. Ahora hablas tú de la mujer fácil, pero cuando enamorabas a Eufemia, la empujaste ¡pillo!, a las mayores facilidades. Lo dicho: eres casado. Te cansaste de una buena esposa, de tu excelente Eufemia, y ahora la echas bonitamente por la ventana y vas en busca de otra mujer…

—¿De modo que según tus teorías, la amante tiene los mismos dere-chos que la esposa?

—¿Quieres con esa pregunta empujarme a un terreno peligroso, a conclusiones que te permitan decir que soy un hombre inmoral?, ¿no es eso? Pues bien: no me duelen prendas. La mujer honrada que ama sin con-diciones, es tan buena como la que no se entrega sin previos los requisitos, más o menos exigentes, de los más solemnes cultos y convencionalismos, eso que soléis llamar las costumbres.

—¡Vas por lo visto, al amor libre!—Anda tunante, voy al amor; a lo único que afortunadamente no hizo

el hombre; a lo que encontró hecho y le fue impuesto por ley de natura-leza. A eso voy. Nuevo Nerón premias la generosidad, el ciego amor, de Eufemia, echándola de tu lado, sacrificándola a propósitos que Dios sabe si tienen del amor lo que el vinagre del vino. Te mueve el egoísmo. La bellí-sima Elvira, la soberbia criolla con quien te vas a casar, no ha tenido para ti ni la milésima parte de afecto que Eufemia. Y, sin embargo, esta ya lograda te parece inferior a aquella que esperas lograr. Y trabajillo que te cuesta, ¿verdad? Con ella no pasaron las cosas como con Eufemia. Mira… si se fuera a comparar…

Un gran rumor pobló el aire. Los comensales estaban alarmados. ¿A dónde iría a parar aquel loco? Las palabras íbanse enredando como guin-das, y hacíase escabrosa la discusión. Pero como a Tristán importábale poco lo que otros dijeran, continuó impertérrito desarrollando sus doc-trinas: doctrinas frías, heladas, terribles, con las cuales parecía querer ape-drear la resistencia de siglos de convencionalismos, de ideas bases en el edificio del mundo.

—Ustedes son unos parvulitos, unos chicos prístinos –continuó–. Se alarman del trueno aunque ruja lejano. Digo, que si fuéramos a comparar el amor de dos mujeres, una conquistada como lo fue Eufemia, y otra como

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lo fue Elvira, tendrías que temblar por vuestro mundo civilizado y por vuestras costumbres.

—¡Pero, eso es un sofisma, un terrible sofisma, una falsedad que como cosa cierta pretendes darnos!

—¿Y tengo yo, acaso, la culpa del sofisma? ¿No es la propia sociedad, la misma civilización quienes lo justifican? ¿Queréis saber cuál es la condi-ción que santifica, que diviniza, el amor? Pues bien: es la sinceridad. Tor-ced ese carácter y habréis convertido el amor en tráfico. Mas para probar cuánto digo, necesito ir a fondo. Dispensa Felipe… ¡qué diablos! Déjame ser franco. Oigan ustedes. Este y yo somos íntimos. No tuvimos nunca secretos. Así, pues, estoy bien enterado de la historia. Felipe conoció a Eu-femia y desde el punto en que se vieron empezó el idilio. Muchas veces me lo dijo encantado. En cambio, desde que conoció a Elvira empezaron los sufrimientos. También él me lo dijo. Eufemia, desde la primera mirada fue suya. Se entregó en el arrebato de intenso cariño. Elvira, hasta llegar el día de la boda le ha costado montañas de dificultades. ¡Qué de peripecias! Le amó Eufemia sin preguntarle de donde venía, sin dudar de su buena fe, sin imponerle condiciones, sin previos hipócritas desdenes, sin hacerle desear su cariño como premio.

“Le amó: eso fue todo. Nunca le perturbó con este espantajo: el ma-trimonio; nunca le dio escenas melodramáticas pidiéndole reparación de su dádiva de sí misma. Hizo ella cuanto él quiso. Ordenó el secreto, y le mantuvo; la recluyó en una callejuela, y se confinó sin protesta. De vez en cuando, óiganlo bien, de vez en cuando, acudió con su bolsillo a las necesidades de Eufemia. Normal y habitualmente subsistía ella gracias al habilidoso trabajo de sus manos y a la rentecita de que su anciana madre dispone. Jamás un reproche, jamás una queja. De ese modo pasaron cuatro años hasta que este niño bonito fijó los ojos en Elvira, en la preciosa hija del dueño de la central ‘Buena Suerte…’”.

Ahora todos callaban. Lo que Tristán refería era cierto. Sabían todos la titánica lucha que había librado Felipe para conquistar a Elvira. Fue una calle de amargura. Tristán continuó dándose cuenta de que no tenía contradictor.

—Bueno, pues ahora oigan las tribulaciones de este novio. Más de seis

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meses estuvo pensando en si se declararía o no, a Elvira. ¿Te acuerdas, Fe-lipe? Todas las noches me hacías la misma pregunta. ¿Me le declaro?¿No me le declaro? Tenías miedo al objeto de tu amor. Tu dignidad poníate en el caso de ser cauto. Elvira, bonísima muchacha, era capaz de darse cuenta de su situación y de darte un disgusto despachándote a cajas des-templadas. Pero dijiste de ello lo que Homero del vencedor de Troya: “un día verá también caer a Troya, la ciudad invicta”. Al fin me dijiste un día que Elvira te había sonreído, ¡vean ustedes eso! Una cosa tan barata como una sonrisa te pareció don del cielo. Sonrió Elvira un día y los asuntos lle-varon entonces velocidad de estalactita: gota a gota y un centímetro cada setentisiete años. Le paseabas la calle; en noches de concierto llegabas el primero al parque. Pasabas, repasabas, mirabas, suspirabas, haciendo, a veces, el papel de enamorado adivino o de palomino atontado. En un baile sufriste una noche la primera humillación. Elvira, bailando contigo, hizo señas a uno de sus cuñados, indicándole que pidiera a Felipe una punta.

“Comprendiste que la susodicha sonrisa no valía tres pepinos. El asun-to estaba tan crudo como el primer día. ¡Durilla, muy durilla de pelar fue Elvira! Seis meses más y una noche tuvo una preferencia para ti. El padre de Elvira, que como sabéis, es un hombre excelente, invitó a este a una fies-ta de familia. Se pensó, claro, que aquello significaba favorable inclinación de parte del buen papá. Se confirmó la sospecha. La dura roca empezó a suavizarse. Bien… pero espero que no se cansen ustedes de la minuciosi-dad de mi cuento. Necesito hilar delgado para que no me tomen ustedes por demoledor del edificio del mundo. Después de un año de dar Felipe serenatas a la pared, se mostró Elvira simpática. ¿Qué os parece esa pasión, eh? Felipe, en predicamento de buen partido, agradaba a Elvira, a su fami-lia, a sus parientes, a todo el mundo. Al fin hubo grupo aparte, cuchicheos en la retreta, visitas dos veces a la semana. Empezaron las relaciones: un eterno departir diciéndose siempre lo mismo, bajo la vigilancia de la fami-lia, de los amigos, de los vecinos, de la humanidad. Y empezó también el clásico período de riñas por el más trivial motivo. De pronto una catástrofe amenazó tus amores. Un cariñoso amigo, no fui yo, te lo juro, envió a Elvira un anónimo denunciando lo de tu primer matrimonio, esto es, tus amores

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con Eufemia. Trabajo te costó enderezar el entuerto. Lo conseguistes gra-cias a tu habilidad para mentir y al candor de Elvira para creer”.

Habían servido el champagne. Los comensales oían con vivo interés al dicente; algunos muy serios, sonrientes otros; mientras el anfitrión afecta-ba una alegría que estaba muy lejos de sentir. Del exterior entraban soplos de frescura, alientos de noche tibia que brisa terral refrigeraba. Tristán continuó.

—Ya sabéis lo cómoda que fue la conquista de Eufemia y lo ardua que resultó la de Elvira. Luego, toda la familia de esta se marchó a Europa. Cerca de un año de ausencia. Decían que era Elvira todavía muy niña…

¡Y podía ya deshollinar la luna! Al regreso hubo recriminaciones. Que si escribió, que si no escribió, el novio. Toda una historia de mutuos cargos que podrían, quizás, probar mucho amor, pero mucha confianza no. Al fin se habló de boda. Como tenéis tu prometida y tú, cierto parentesco, hubo que pedir al Padre Santo su venia. Hasta el Pontífice anduvo en tu asunto. De otro lado, te preocupó la parte financiera de tus planes. Vendiste una casa para hacer frente a los gastos rituales; arreglaste tus rentas. Contabas con que una casa cuesta mucho y con que el matrimonio suele ser caro. No lo fue el de Eufemia, ¿verdad? Te dieron que hacer los preparativos porque no querías que Elvira, hija de casa rica, notara el cambio al cambiar de si-tuación. Al fin llegó el día… aquí nos reuniste para decir adiós a tu virginal vida de soltero. De modo, señores, que para llegar Felipe a este caso tuvo que remontar grandes repechos, vencer dificultades sin cuento. Y, cuida-do, si antes del gran día no te asaltan nuevas dificultades y ella te planta.

¡Se dan casos! Te digo ingenuamente que mientras no estés pasado por la epístola, estás en peligro… ¡hombre! A propósito de ingenuidad, ¿habéis leído El ingenuo de Voltaire?

Quedaron algunos sorprendidos porque era la primera vez que oían hablar de aquel señor, pero otros le habían leído y algunos hubo para quie-nes la cita significaba el recuerdo de cosa conocida.

—Pues bien… Pienso en la cara que hubiera puesto aquel ingenuo si le hubieran soltado en nuestros lances matrimoniales. El ingenuo era un indio hurón. Le llevaron a Francia y fue viviente protesta de los conven-cionalismos en que ya en el siglo diez y ocho, vivían los franceses. Sabed

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que el indio se enamoró locamente de mademoiselle Saint Ives, y como habíala dado palabra de hacerla su esposa, pensó que todo podría hacerse como él lo entendía. Corrió detrás de la bella señorita; la persiguió hasta que ella, encerrada en su cuarto, le detuvo en la puerta. Afearon al ingenuo sus salvajes formas nupciales, él dijo: “mi palabra es sagrada… si prometí desposarla, debo ser honrado y cumplir mi juramento, sin que nadie tenga derecho a interponerse entre nosotros”. Este bravo indio, tuvo como es con-siguiente, muchos percances que lamentar; y de él me acuerdo pensando en la paciencia que hubiera necesitado para llegar al tálamo por el lento, difícil, azoroso y condicional, procedimiento que ha seguido Felipe.

—No es mío solo –arguyó este–. Todos estamos en el mismo caso. Si túdecidieras casarte, cosa probable…—¡No, difícil, dificilísima!—Te engañas. Depende de unos bonitos ojos. Los recalcitrantes como

tú caen de más alto. Si te casaras, repito, tendrías que avenirte a sucumbir a las mismas prácticas, a las mismas leyes sociales.

—Creedlo: no me caso. Le temo al sofisma, a eso que habéis llamado sofisma. Además, no quiero que me sometan a prueba como hizo cierta castellana: una que tenía un castillo y quiso casarse. Les contaré, les conta-ré… La castellana era prodigio de belleza y lo hubiera sido de discreción si no le hubiera faltado un tornillo. Figuráos que anunció solemnemente que no se casaría sino con el galán que, para merecerla, matara un león, le despellejara y le tendiera a sus pies la piel. No pedía poco la nena, ¿verdad? Pues apareció uno… Llega, promete llenar los exigidos requisitos y, en efecto, apenas vio de lejos al león, desapareció con una velocidad que el automóvil, invención moderna, no ha podido todavía desarrollar. Llega un segundo aspirante. Saluda ceremoniosamente a la castellana, promete luchar con la fiera y ¡pobrecito!, a la primera dentellada quedó descuar-tizado en el campo. Ella, tiernamente, lo mandó a enterrar. Y llegó otro. Permitidme decir que llegué yo… porque el tercero procedió exactamente como yo hubiera procedido. “Señorita –dijo– voy a mataros el león”. Llega a la selva, busca en sus marañas, encuentra al león, y en menos tiempo del que empleó en referirlo, había despanzurrado a la bestia. La desuella, seca al sol la piel, y a los pies de la castellana la arroja. Tiéndele ella encantada las

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manos; va a caer en sus brazos; pero él la detiene: no, señorita –dice–… pro-bé mi fortaleza luchando con el león cuya piel estáis hollando, pero rechazo vuestro amor. Guardadlo norabuena, porque muy poco debe amarme la her-mosa que para ser mía me puso primero en peligro de perecer… Ahí tenéis por lo que no me he casado. No quiero dar con alguna castellana del siglo XX.

Cayó el cuento en marejada de risa. Todo aplicábanlo a la situación de Felipe, quien no era entonces el que menos reía.

La opinión se mostró dividida. Para unos Tristán tenía razón. La hipo-cresía, la falta de sinceridad en los afectos, hacían a veces del matrimonio un convenio más que una fusión de almas. Hombres había que se casaban después de sufrir humillaciones sin cuento, como si por ser hombre no va-liera algo al lado de la mujer que creyera valer y por ser alma, no mereciera ser tenido en algo. Hacían algunos para casarse, más la conquista de un cuerpo que la de un alma, y había mujeres que temerosas del celibato se ca-saban por casarse, sin afecto, o fijándose en la cara bonita, en la resonancia de hombres incapaces de darse cuenta de lo que es la mutualidad de hecho y de derecho en que debe basarse el matrimonio.

Surgieron comentarios en conflicto. Hubo ocurrencias, sarcasmos, chistes. Para otros comensales, las teorías de Tristán eran demoledoras, anárquicas. Bien estaban las cosas como estaban. Era necesario rigor, vigi-lancia, entre hombres y mujeres… El matrimonio era cosa santa…

—¿Santa qué? –preguntó Tristán–. El matrimonio es humano, eminen-temente humano. Todos los seres se casan. ¿Por qué empeñarse en que sea ley y rito dogmático, lo que Dios hizo ley de su sabiduría? Lo que os digo es que yo nada invento. Cuanto dije es cierto, real. No puedes negar que Eufe-mia fue tuya sin condiciones, ni tampoco que por Elvira tuviste que luchar con el león. Has sufrido mucho. Humillaciones, obstáculos, dificultades. Tu precio como hombre pareció anulado por el precio como mujer, de Elvira. Y no es tuya todavía. Ni lo será seguramente mientras no sucumbas al rito que ella quiere, porque a ella también se lo imponen. Eso no lo hizo Eufemia. De modo que como generoso y sincero amor, no puedes compa-rar a la una con la otra…

Hubo protestas. No debían aquellas jóvenes compararse. La una, te-soro de inocencia y de virtud; la otra, una liviana. Tristán hacía del favor

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f emenino la esencia del matrimonio, y este, en lo social, tenía fines supe-riores. Se llegó hasta la polémica. Espumaba el champagne en las cabezas y de cada comensal hacía un filósofo. Para unos era el matrimonio todo condición y, en multitud de casos, se anudaba sin sinceridad, sin amor. Para otros el fin de los seres era el matrimonio; lo mismo en los seres que en las aves y los peces. Y, sobre todas, la voz de Tristán dominaba el conjunto defendiendo su escuela.

—La esposa social es condicional. Se entrega con tal que el hombre cumpla determinados requisitos. Los convencionalismos no deben ser hi-pócritas ni arrebatar a la mujer el libre derecho de elección; porque enton-ces, hacen aparecer mejor los estados sociales en que el amor se colma sin convencionalismos. Todo parece justificar el sofisma…

Cuando terminó el banquete observaron todos que sin brindis habían pasado agradable noche. Al separarse, estrecharon la mano de Felipe, per-mitiéndose cada cual clavarle un epigrama, gracias al ejemplo dado por Tristán.

Y fue curioso observar que al día siguiente, era en la ciudad motivo de hablillas la discusión del banquete; advirtiendo muchos que Felipe tuvo un serio disgusto con su nueva familia, porque se aseguraba que en el ban-quete habían sido tratados algunos asuntos demasiado inmorales para ser consentidos por un novio en vísperas de casarse.

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ABELARDO MORALES FERRER (1864-1894)

LAS LIGAS DE CARMEN (1891)*

A Paco del Valle

¿QUE DÓNDE he conocido a Carmen?Al hacer la matrícula de mi primer curso de Anatomía en la Facultad

de Medicina de Barcelona, encontré en el patio del hospital de Santa Cruz a un antiguo compañero mío con el que sostuve en Puerta de Tierra desco-munal batalla de la que fueron testigos oculares Power y los dos Elzaburu. Echamos pelillos a la sala de disección y dándonos las manos nos juramos, ante un maniquí de cartón piedra, perennes amistades. Estábamos como niño con pantalones largos; encontrando en aquel inesperado reverdecer de nuestros lánguidos amores, el desquite de los solemnes trompetazos que nos dimos cuando la tremebunda riña.

Estudiábamos juntos, y juntos íbamos al café del Siglo XIX y al teatro del Buen Retiro. ¡Lo que gozamos en aquella luna de miel…!

Él vivía en Barcelona con toda su familia, a la sazón compuesta de sus padres y dos hermanucas bastante agraciadas. Empéñase en presentarme a ellas, y yo, que me veía trasplantado de golpe y porrazo desde mi cariñosa tierra puertorriqueña a aquella indiferente de Cataluña, caí en la tentación, accediendo a sus deseos. Una tarde después de comer, allá me encaramé en un primer piso de la Ronda de San Antonio, y conocí con gran a lborozo de mi parte a aquella magnífica señora cuyas bondades para conmigo debían

* Abelardo Morales Ferrer, “Las ligas de Carmen”, El Buscapié (San Juan), (10 de mayo de 1891).

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de ser inagotables, a aquel viejecito ruin y desmedrado, hablador sempiter-no, mas de extraordinaria viveza y superior sentido, y aquellas dos niñas, rubia la una, morena la otra, que se ofrecieron a mis ojos con todos los encantos que dan la primavera de la vida y el paisanaje en tierra extraña.

Otra tarde, y cuando ya la confianza empezaba a llenar los huequecitos de la rígida etiqueta, me presentaron en el comedor a una chiquilla de 15 abriles a quien llamaban la Quintera por habitar en la propia casa y entre el 4to piso y la bóveda celeste.

No se me juzgue vanidoso si afirmo que Carmen, al inclinarse ligera-mente para contestar a mi saludo, se puso bermeja y se quedó en suspenso. Yo también sentí repercutir en el fondo de mi alma el choque que en mis ojos produjo la esplendorosa luz de sus anchísimas pupilas, quedando fir-mada desde aquel punto y hora, entre ambos, una correspondencia íntima de amores, un cambio mutuo de serenas afecciones. Se marchó por desgra-cia, y yo retuve tanto como me fue posible entre las mías, aquella manecita que me abandonaba con suavidades de terciopelo y calor urente de fiebre inmoderada.

No sé si fue ardid suyo para acercarme a ella o expresión real de una ne-cesidad verdaderamente sentida. Con el pretexto de que su hermanita me-nor se hallaba enferma, mandáronme a buscar un día, subiendo yo aquellos ciento veinte escalones con el alma abierta a todas las ilusiones y el corazón mecido por las más risueñas esperanzas. Presentóme Carmen a su familia y me llevó a ver a su hermanita que tumbada en el suelo gimoteaba convulsi-vamente. Después, mientras ella seguía pegando botones y haciendo ojales en camisas de precio fementido, yo me senté a su lado, bebiendo absorto el encanto irresistible que se desprendía de toda su persona. Su fino cuerpo aún no maduro, se destacaba del fondo sucio de la pared con resplandores de astro, y su pequeña mano cuyos dedos aprisionaban la aguja, se movía rítmicamente, haciendo llegar hasta mí oleadas de aire embalsamado con el perfume exquisito de su piel lilácea.

Salí borracho de mi primera visita y con el propósito formal de ofre-cerle en la segunda el tesoro inagotable de mis purísimos amores. Aquellas humildes paredes hasta las que subían amortiguados los ruidos del arroyo, fueron testigos de mi solemne promesa. Ella me escuchaba conmovida,

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adivinándose en el carmín de sus mejillas la turbación de su espíritu y en el relampagueo extraordinario de sus ojos el placer sin igual con que me oía.

—Pero si yo soy pobrísima…Desde el sitio en que estábamos sentados se alcanzaba a ver un trozo

de cielo por el que resbalaban algunas nubes blancas y tenues como bar-bas de plumas. Los niños jugaban ruidosamente en la azotea. La madre de Carmen y Concha, su hermana mayor, habían ido a entregar las camisas. Era una hermosa tarde del mes de octubre. El aire fresco que descendía de las montañas vecinas anunciaba las primeras heladas, los árboles se iban despojando poco a poco de sus hojas y el azul brillante del cielo se enne-grecía para adquirir los tonos grises del invierno. Con aquella calma de la naturaleza toda contrastaba notablemente el batir acelerado de nuestros corazones que fundiendo en uno sus respectivos ideales se aprestaban para luchar unidos contra todos los fríos escepticismos de la vida.

Al fin brotó de sus labios la frase deseada. Más tarde entraron Concha y la Bello (así le decían a la madre) trayendo las dos pesetas diarias. Yo me despedí de la virgen ofreciéndola volver el sábado siguiente.

Ella me esperaba en la azotea. Recostada del parapeto hundía en el fondo de la calle sus rasgados ojos de levantina, como para adivinarme en el vaivén eterno de la Ronda. Yo subía, y así, echados de bruces, el uno jun-to al otro y con el pecho oprimido por los ladrillos del pretil, entablábamos sabrosísimos coloquios, viendo resbalar por encima de nuestras cabezas las sombrías nubes otoñales y aspirando el aire tibio del arroyo que subía hasta nosotros con sus vapores mareantes y sus repulsivas crudezas.

Yo le hablaba de mi naciente amor y ella me escuchaba embebecida.—Mira Carmen, cuando yo sea médico, ¡qué feliz va a ser nuestra exis-

tencia! Figúrate, yo empingorotado en mi coche, visita por aquí, recono-cimiento por allá, operación más adelante, parto a media noche y clase, sí clase, por la mañana, porque yo no pierdo las esperanzas de ser algún día profesor ilustre…

Ella reía como una loca, y cuando soñando en voz alta me remontaba al cielo de lo imposible, ponía sobre mis labios la palma de su mano que yo besaba conmovido y sin que en lo más íntimo de mi ser se despertaran carnales apetitos.

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Su voz se iba haciendo triste. A aquella hora los últimos resplandores del sol herían de soslayo los cristales de una tenería de la calle de Sepúlve-da, dando a las ventanas el aspecto de hogueras encendidas.

—Ya ves, nosotras somos tan pobres que no nos alimentamos sino una vez al día para poder comprar las medicinas de Vicenta. Si trabajo siempre y no salgo porque no tengo ropa, y no como porque no hay dinero, ¿no he de morirme tísica…?

Le supliqué que se callara. Allá, en las indecisiones de lo futuro la veía tendida sobre un lecho blanco, muy blanco, que yo había sembrado de flores. La horrible agonía había impreso en su rostro su marca destructora. Cerré los ojos con fuerza para sustraerme al influjo de aquella obsesión maldita, y solamente volví a abrirlos cuando Carmen me dijo con su voz de timbre armonioso:

—Mira, Abel, la Bello nos llama, son las siete.El sol se había ocultado por completo, sucediendo a las claridades del

día las luces indecisas del crepúsculo.

* * *

Cuando iba a ver a Carmen y faltaban aún muchas camisas por concluir; yo también me pegaba al trabajo. Pedía mi correspondiente aguja enhebrada, y allí era de verme enhebrando botones; mas como infinidad de veces gas-tase en cada uno doble tiempo y más hilo que los otros, la Bello me gritaba con picardía:

—Eh, Morales, un mete y saca es suficiente, que son de pacotilla y pa Montevideo.

Que me perdonen, pues, los que en la oriental república se han puesto camisas por mí embotonadas, si a la segunda postura los botones saltaron desdeñosamente.

Una tarde del mes de diciembre mi novia me esperaba entristecida. A mí, que estaba acostumbrado a leer en aquel rostro con tanta seguridad como en un libro, no podía pasarme desapercibido el abatimiento que se reflejaba en aquellas facciones cuya ordinaria movilidad era la expresión exacta de un alma sin congojas. A aquella pregunta inevitable se puso a llorar amargamente.

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¿Por qué terminar y separarnos? Ah, sí, yo era pobre, muy pobre. No podía ofrecerle ningún porvenir brillante, sino era la perspectiva tristísima de vivir siempre atada al doloroso yugo del trabajo. Mi posición humilde no me permitía compartir con ella una mensualidad aun para mí solo de-ficiente. ¿No tenía bastante con mi cariño? ¡Ay, locura, locura! Carmen necesitaba vivir, y yo en mi insignificancia no podía dar la vida espléndida que faltaba a su débil organismo.

Por fin una tarde se me dijo todo. Un diputado provincial con su deli-cado olfato de lobo carnicero, había visto en aquella niña débil una sober-bia presa en que cebarse. El mercado había sido concluido entre la madre y el traficante. Mas yo estorbaba. Hacerme comprender que dada mi escasez era inevitable el abandono, era lo que se pretendía de mi Carmen.

—Pero tú vas a entregarte a un hombre a quien no quieres…El viento frío de diciembre acariciaba su rostro marchito. El livor que

circuía sus grandes ojos era quizás más oscuro que la pesada masa de sus cabellos.

—Yo no puedo resistir y no resistiré más tiempo, mas, yo quisiera ser tuya antes de ser de otro.

A la izquierda la techumbre de hierro del mercado de San Antonio se destacaba sobre el informe grupo de azoteas con su tinte grisáceo y los brillantes colores de sus pizarras policromas, mas al fondo el castillo de Montjuich se inclinaba hacia el mar para ver reflejada en sus ondas la sucia mole de su cuerpo. Enfrente se abría la calle de Muntaner hasta el Ninot, a la derecha la Universidad hacía resaltar su masa lútea, sus dos airosas torres y en medio el frontispicio aquel con el escudo de España y los dos bustos de Alfonso el Sabio e Isabel la Segunda. Después y por todas partes la superficie encrespada de la gran ciudad con sus innumerables chime-neas, sus infinitos palomares y el hervor estridente que se escapaba de sus anchísimos pulmones.

* * *

El diputado fue espléndido. Alquiló en la plaza del Padró, casi esquina a la calle de la Botella, un tercer piso que amuebló decentemente. Allí fue a vivir

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Carmen con su familia en los principios de Enero, y allí fui yo también de visita un día en que el diputado se hallaba por Figueras de cuya ciudad había sido nombrado subgobernador interino. Concha y la chiquillería se hallaban fuera, recibiéronme, pues, Carmen y su madre en la salita que da a la plaza. La Bello me miraba con cierta confusión y Carmen pálida y acon-gojada no osaba clavar en los míos sus ojos mortecinos. Apenas hacía me-dia hora que yo me hallaba entre ellas, sonó el timbre y un nuevo personaje vino a interrumpir nuestro glacial coloquio. Dios me perdone si entonces creí, como ahora lo sigo creyendo, que aquel individuo aparatoso era el presunto querido de la Bello. Y me confirmó aún más en la pecaminosa idea el que la vieja nos mandara a Carmen y a mí para el comedor, por tener que tratar negocios de sumo interés con el estimado visitante.

Allá nos marchamos sentándonos el uno frente al otro, entre la mesa de comer y el balcón que daba al patio. Ninguno de los dos se atrevía a romper aquel silencio de muerte. Yo la miraba y remiraba procurando adivinar en sus pálidas facciones el rastro de las caricias del otro y en su languidez enfermiza la consumación del odioso tratado. Ella así lo comprendió y me dijo:

—No te atormentes más; aún soy virgen.¡Oh frase deliciosa de una dulzura incomparable!Me acerqué más a ella, y metiendo en sus ojos la luz intensa de los

míos:—¿De veras? ¿Aún no…?—¡Yo te lo juro!Hasta nosotros llegaban de cuando en cuando algunas frases del diálo-

go que en la sala sostenían casi en voz baja el señorote y la Bello.—Usted comprenderá, señora, que a la altura a la que han llegado los

acontecimientos es casi inevitable un fracaso. Yo estoy dispuesto a hacer por ustedes cuanto en mi mano esté, siempre y cuando que obtenga una compensacioooooooón…

Aún se prolongaba en el espacio aquel ón interminable con vibracio-nes de campana, cuando hirió nuestros oídos el eco brutal de un beso…

Carmen me miró encarnadísima. Yo sentí una sacudida despertando de mi sueño para volver a caer en la realidad de mis sombrías meditaciones.

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Y creo que le pregunté algo muy inconveniente. Sí, él la acariciaba, mas ella se defendía con denuedo, habiendo conseguido que hasta el pre-sente no fuera deshojada la hermosa flor de su pureza.

Durante una pausa muy larga y vergonzosa tendía mi vista por la ha-bitación y vi sobre la mesa una caja larga y estrecha con filetes dorados e iniciales entrelazadas.

—¿Qué es eso? –le dije a Carmen–.—Es un regalo de Alfredo –me contestó, enrojeciéndose hasta el blan-

co de los ojos–. El primero…Y como yo me levantase súbitamente para satisfacer mi curiosidad

malsana, ella se precipitó y asiendo la caja replicóme con denuedo:—No debes verla.Los celos me cegaron; cogí brutalmente sus débiles muñecas, obligán-

dola a soltar la caja que al rodar por el suelo se abrió dejándome ver su contenido.

¡Un par de ligas de seda blanca con borlas de oro!—¿Y eso era lo que querías ocultarme? –le pregunté riendo–.—Sí, temí que te enfadases.Entonces y para castigarla le propuse algo que desdecía de mi habitual

respeto. Ella me escuchó, asombrada en un principio, mas después con cierta complacencia fugaz que no me pasó desapercibida.

—Mas, ¡qué capricho el tuyo…!Yo traté de convencerla de que en mi pretensión no había nada de tor-

pe y vergonzoso. ¿Tan grande era lo que yo le pedía? ¿No iba a dar a otro su virginidad inmaculada sin sentir por él un átomo de afecto? ¿Ponerle aquellas ligas aborrecibles era tan gran pecado para que no se me permitie-se a mí que era su dueño?

—Bueno –dijo al fin tras de una lucha brevísima–, pero aquí no; po-drían vernos de ahí enfrente.

Se levantó ligera y yo la seguí hasta la alcoba. Al tiempo de entrar me dijo:

—No abusarás, ¿eh…?—No, no abusaré –repliquéla candorosamente–.En el fondo el lecho vestido con pobreza se perdía en una semioscuridad

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tentadora. Carmen se sentó en el borde y yo a su lado, absorbiendo los per-fumes irritantes de su cuerpo, fui alzando poco a poco el túnico, las enaguas y después la camisa que por lo corta apenas tapaba las rodillas. Las piernas mórbidas e irreprochables surgieron de aquella confusión de telas blancas. Yo estiré con mano insegura las medias por encima de las rodillas y abrazan-do el muslo coloqué las ligas que resaltaban sobre el fondo oscuro como dos anillos de plata.

—¿Ya está…? –me dijo ella temblorosamente–.—Sí, ya está, ya ves que no he abusado.Carmen me miró con fijeza y saltando del lecho se dirigió hacia el co-

medor. Yo la seguí de nuevo sin desplegar los labios.

* * *

Pasó mucho tiempo. Una tarde recibí la noticia de que Carmen se moría en una quinta de San Gervasio. Fui a verla y la encontré en muy mal estado. La tisis había deshecho en pocos meses aquella naturaleza débil. El vicio bajo la forma de una voluptuosidad desenfrenada había ido consumiendo poco a poco su cuerpo inmaduro. Sus pupilas muy negras y muy grandes tuvieron reflejos de alegría al verme junto al lecho en que agonizaba.

—Me muero –me dijo–, con un gran sentimiento; ¡el de no haber sido tuya cuando lo fui de tantos…! ¿Te acuerdas de aquella tarde en la plaza del Padró? Yo quise pertenecerte y tú no me entendiste. Fue una lástima…

Su voz se hizo muy débil y no pudo seguir hablándome. Aquella misma noche voló al cielo.

* * *

¡Carmen, mi adorada muerta! Si desde la mansión en que moras puedes ver sin rencores este planeta miserable en que vivimos, quizás te cause lás-tima la estéril soledad de mi existencia. Si aquella tarde te hubiera hecho mía, hoy fueras tal vez mi dulce esposa, mas si, por desgracia, hubieras rodado al fondo del abismo en que te conocí más luego, yo viviría aún con la tortura de tu degradación irremediable.

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Escúchame, pues, desde ahí arriba y sabe: que en medío de las congo-jas de tu sensible pérdida es para mí un lenitivo el haberte puesto las ligas con tanta delicadeza como la corona de azahar a mí hermanita la noche de sus desposorios.

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MATÍAS GONZÁLEZ GARCÍA (1866-1938)

LA DITA DE GUAYBANA (s.f.)*

Y OCURRIÓ que a Mr. Walter Morris Scoville, profesor de lenguas muer-tas (dead languages) en la Universidad de Chicago, arqueólogo célebre y miembro de varias corporaciones científicas, pero más que nada, investi-gador famoso en estudios etnográficos, le dio por visitar Puerto Rico, algún tiempo después de la invasión americana.

Precisamente, otro profesor de lenguas, no ya difuntas, sino vivas, y muy amigo suyo, que había enseñado inglés en este país, comido carne de cotorra en el célebre Yunque, a 1.520 metros sobre el nivel del mar, y saboreado una jigüera verde a orillas del Cibuco, habíale escrito que esta isla era un venero inagotable para descubrimientos etnológicos, dándose el caso de que, a pesar de la invasión y el mucho inglés que él había enseñado, aún los indios andaban sueltos, con su primitiva indumentaria, comiendo yuca, lerenes y arepas de maíz.

Y no hay que hablar: Mr. Walter Morris Scoville renunció, loco de alegría, a su cátedra de lenguas muertas en la Universidad de Chicago, embarcándose para Puerto Rico.

* Matías González García, Cuentos: primera selección, Juan Martínez Capó; comp. y pról., San Juan, P.R., Instituto de Cultura Puertorriqueña, 1992, pp. 143-149. Este cuento no está incluido en los libros de cuentos publicados en vida de González García: Mis cuentos (1899) y Cosas de antaño y cosas de hogaño (dos volúmenes publicados en 1818 y 1922), los cuales fueron seleccionados por J. Martínez Capó a partir de las abundantes publicaciones de M. González García en periódicos y revistas. En la edición de Martínez Capó no se indica la fuente original.

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Pero a su llegada a San Juan hubo de quedar más que sorprendido.—Where are the indians? –decía él, mirando a todas partes–. ¿Dónde

están los indios?Y ciertamente los indios de que le hablara su amigo el profesor, no

aparecían por ningún lado.—¡Oh! Sin duda alguna –pensó Mr. Walter–, como esta es la capital de

la isla, los indios vivirán dispersos allá por el interior.Y enfrentándose con un policía, preguntole: —¡Oiga usted, hom-

bre!… ¿Usted ser un indio?—Yo soy un guardia, míster –le contestó el de la macana–.—All right! –insistió Mr. Walter–. Entonces you conocer indians in

Porto Rico.—Indians, indians… –se puso a cavilar el de la pólice, que era un jíbaro

de Barranquitas acabado de ingresar en el cuerpo–. ¡Ah! ¡Ya caigo! Lo que usted procura es la West Indian… Pues mire, por aquí mismo, al final de esta calle.

Y el profesor de lenguas, que tan solo había podido comprender las palabras en inglés, replicó:

—¿Usted decir in the West? All right! Mí entonces marchar to the West buscando the Indians.

Y a los pocos días, con la maleta en una mano, el bastón en la otra, el som brero hacia atrás, mientras que por la frente le chorreaba el sudor, el ros tro congestionado y los espejuelos colgantes sobre la punta de la nariz, arrepechaba nuestro míster por uno de los barrios más escabrosos de la ju-risdicción de Ciales.

Y claro está que al contemplar aquel ser tan extraño, todos los jíbaros agrupábanse a las puertas de sus respectivas casas, impelidos por la curio-sidad.

Hasta que no sé quién dijo que el tal sujeto era un investigador de ren-tas, y, como por ensalmo, no quedó ni una sola alma por aquellos contornos.

Únicamente por cerca de Mr. Walter acertó a pasar un muchacho, que con los pantalones arrollados y desnudo el cuerpo de la cintura para arriba, regresaba de mudar unas vacas, y creyéndose el arqueólogo que en realidad había tropezado con un verdadero indio, preguntole:

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—Oh, my boy! ¿Tú ser un indio? ¿Tú ser un caribe?Con lo que el muchacho, lleno de asombro, hubo de detenerse. Entre-

tanto, Mr. Walter, abriendo su maleta y mostrándole una ensarta de cuen-tas azules, amarillas y rojas, como si tratase de conquistarlo, repetíale en un lenguaje que él suponía de la raza aborigen:

—Tuco, tuco, macacúa, gurugú…Pero el chiquillo, figurándose que aquel hombre estuviese loco, echó

a correr como un galgo, no sin detenerse en la cumbre de un cerro, para amenazarle con el puño, gritándole:

—¡Tu madre! ¡Sinvergüenza!…El americano prosiguió su camino.Al poco tiempo hubo de llegar a un bohío que precisamente era la

vivienda del alcalde de barrio.Siño Onofre, que así se llamaba el dueño de la casa, suponiendo que

aquel hombre fuese algún agente del gobierno, le recibió con mil saludos y atenciones.

—¿Usted ser indio? –fue lo primero que le preguntó el recién lle-gado–.

—No, señor; soy el alcalde –respondió, no sin algún recelo–.—All right! All right! –insistió él–. Si you ser el alcalde, entonces you

conocer indios.—Pues se equivoca –replicó el comisario–, yo no conozco a ningún

indio.Pero la mujer de siño Onofre, que había estado oyendo la conversa-

ción, se apresuró a salir en ayuda de su esposo, diciendo:—Tie usté rasón, caballero: mi marío es dueño de una vaca india, be-

rrenda, que precisamente acaba de parir.—All right! –exclamó el americano–. ¿Y usted ser también india be-

rrenda?La mujer del comisario sublevose.—¿Y qué se habrá figurado este avechucho? –pensó, llena de ira–.¿Pues no me acaba de comparar con una vaca?Y dirigiéndose, sin disimular su indignación, al forastero:—Oiga, míster: es bueno que usté sepa que yo me llamo Carmela

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Cintrón y Rivera, de la rama de los Goitías, por parte de mi abuelo, y que aquí onde usté me ve, soy limpia por tos laos y fresca como una lechuga, y que si usté viene de la casa de la corteja de mi marío, onde le han dicho lo contrario, es bueno que sepa que esa mujer es una perdía y que quié desacreditarme con la autoriá; pero a mí que me registren, y si hay que dir al tribunal, voy, que el siñor Jues no se come a naide y mucho menos a una mujer honrá como lo soy yo. ¿Entiende usté?…

Pero el profesor de lenguas muertas apenas si entendió media palabra, mucho más tratándose de una lengua tan viva como la de la mujer de siño Onofre. Ahora bien: como en aquel momento se fijase en un carracho que aparecía colgado en la pared, junto a una guitarra, un tiple y una bordonúa, lo tomó entre sus manos, diciendo:

—All right! Esto ser un coso de los indios. ¿Cómo llamar usted este coso?

—Un güícharo –respondió el comisario–.Mr. Walter sacó una carterita y se puso a escribir:“Casa alcalde bohío yagua, mujer vaca india berrenda…; güícharo en la

pared”.Y guardó el carracho dentro de la maleta, entregándole al jíbaro un

billete de cinco duros.A siño Onofre le dio un vuelco el corazón; sin duda alguna que aquel

americano estaba loco.Su mujer lo abrazó llena de alegría.Y mientras ella abrazaba a su marido, el profesor habíase inclinado

para recoger del suelo un pedazo de piedra, redondo, negruzco y alisado, que los niños de la casa tenían para jugar, examinándolo con gran atención, al par que murmuraba:

—All right! Esta piedra ser una piedra india…Y la guardó también en la maleta, entregándole al dueño de la casa

otros cinco dólares.A la mujer del comisario le entraron ganas de ponerse a bailar.Y ya el americano, creyéndose en posesión de un venero inagotable de

tesoros etnológicos, siguió apoderándose de todo aquello que él conside-raba de origen indio, yendo a parar a su maleta, entre otras cosas, una jataca

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de preparar café, la pulla de pinchar las batatas, una docena de cucharas de coco, un par de idem que colgaban del techo y que servían para guardar la leche, el azúcar y otros artículos, un guayo, un colador, la maceta del pilón, et sic de ceteris.

Y no hay que decir, que mientras el sabio arqueólogo guardaba estos objetos, se los iba pagando religiosamente a siño Onofre, quien, abrazado a su mujer, decíale:

—Oye, negra: este musiú es una bendición pa nojotros.—¡Ay, maridito! –respondíale ella–. Y yo que me incomodé con él por

haberme preguntao si era una india… Pus mira, tú, que asegún mi abuelita, nojotros, por la parte de los Gotías y los Guayacanes, semos remanentes de los indios.

—No digas eso, mujer –interrumpiole su esposo, tapándole la boca–, que ese musiú, si te oye, es muy capás de cargar contigo y hasta de meterte en su maleta.

—Ties rasón –afirmó ella asustada–. Conformémonos con lo que nos ha dao.

Pero como la noche se viniera encima y el bohío estuviese lejos de la población, el arqueólogo tuvo que quedarse en la casa del comisario.

Se le arregló la única cama que había, de la mejor manera posible, a costándose en ella el americano, hasta que, no se sabe si por cansancio o por la pura satisfacción de haber logrado sus deseos, se durmió como un bendito.

Y al otro día, bien temprano, ya estaba en pie Mr. Walter; pero al querer hacer uso del servicio que para determinados fines se coloca debajo de las camas, he aquí que se tropieza con un recipiente de forma oblonga, ancho, espacioso y de procedencia vegetal, que no era otra cosa sino una vieja dita, la que, como mostrara en su superficie exterior, algo así como extraños y confusos signos, hubo de llamar la atención del arqueólogo, a quien se le antojó un ejemplar prehistórico de indiscutible mérito e incal-culable valor.

Como que sin pérdida de tiempo se puso a examinarla con una lente que sacó del maletín, no sin que a cada observación hiciese un gesto de sorpresa o dejase escapar alguna exclamación de asombro.

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Hasta que al fin logró descifrar los borrosos caracteres, leyendo estas misteriosas palabras:

“Esta dita es de… ay… ana”.Con profunda emoción abrió otra vez la maleta y sacando de su inte-

rior un texto, se puso a consultar la Historia de Puerto Rico.Y, efectivamente, a los pocos minutos, señalando una de sus páginas,

respiró con satisfacción, diciendo:—All right! Ya encontré lo que yo quería. Aquí está: “Guaybana”, el

nombre de un cacique indio.Y sustituyendo las letras que aparecían borradas, pudo leer perfecta-

mente:“Esta dita es de Guaybana”.Y sin decir más, temeroso de que aquella gente, comprendiendo su va-

lía, no le vendieran aquel tesoro, saltó por la ventana, desapareciendo entre la maleza, con el asombro consiguiente de siño Onofre y su mujer, quienes, temblando de pavor, creyéronlo cosa del otro mundo.

Pero horas después, cuando la dueña de la casa hubo de proceder a la limpieza del cuarto donde había dormido Mr. Walter, su asombro no tuvo límites al darse cuenta de que la famosa dita había desaparecido.

Como que al instante llamó a su esposo para decirle:—¡Ay, Onofre de mi alma! ¿Sabes tú lo que se llevó el americano?—¿Y qué se llevó, mujer? –preguntó el jíbaro, lleno de zozobra–.—Pues, asómbrate: la dita de May Chana.—¡Voto a nengún Dios! –exclamó el campesino–. Pues mía tú que nos

ha jecho la gorda.—¿Y por qué, hombre?—Porque, como tú sabes, esa era la dita de mi abuela, y ya tú ves que

deimpués de to resulta un ricuerdo de familia; como que yo mesmo, cuan-do era muchacho, habíale puesto aquel letrero:

“Esta dita es de May Chana”.

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PARA LA EXPOSICIÓN (s.f.)*

Pues señor, no han de ser solos los señores Raurich, Peter y otros muchos, únicos expositores de cuadros; es necesario, de todo punto necesario, que yo también lo sea; y para demostrar que, como cualquier otro, merezco un lugarcillo donde colocarlos, ahí van cuatro o cinco que podrán servir a mis paisanos de muestra.

I

Hacía muchos años que Nicolás era el jíbaro más rico de la altura. Cuando por las mañanas se bajaba al batey y comenzaba a gritar pííí… pííí… píí…, las gallinas, por falta de sitio, se le subían hasta sobre las narices… Aquello era la bendición del Señor… Ordeñaba unas doce vacas y después, con el espadín bajo el brazo, penetraba en su extenso cafetal, el más rico y bien cuidado de por aquellos contornos. El mismo Nicolás se veía apurado, en tiempo del cosecho, para buscar un sitio capaz de contener todo el grano. Sus muchachos estaban pipones, y su mujer gorda y colorada; parecía una francesa, como decía el mismo Nicolás.

Pero llegó un día en que al honrado campesino le dio la idea de bajar al pueblo y entablar relaciones comerciales con un catalán, más fino que el papel de seda y con unas agallas que ni un tiburón. Nicolás cogía todo lo que necesitaba en su establecimiento, y en cierta ocasión le dijo el comer-ciante:

* Matías González García, Cuentos: primera selección, Juan Martínez Capó; comp. y pról., San Juan, P.R., Instituto de Cultura Puertorriqueña, 1992, pp. 227-236. Este cuento no está incluido en los libros de cuentos publicados en vida de González García: Mis cuentos (1899) y Cosas de antaño y cosas de hogaño (dos volúmenes publicados en 1818 y 1922). Fueron seleccionados por J. Martínez Capó a partir de las abundantes publicaciones de M. González García en periódicos y revistas. En la edición de Martínez Capó no se indica la fuente original.

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—Hombre, Nicolás, guárdate el dinero y no me pagues en plata. Yo con los amigos no reparo… Mira, muchacho, toma en la tienda todo lo que necesites, y cuando venga el cosecho, me pagas: yo te cojo la fanega de café a seis pesos…

Y Nicolás se fue contentísimo, diciéndole a la mujer cuando llegó a la casa:

—¿Tú no sabes, Juana?… De ahora en adelante ya no tendré que aflo-jar los cuartos en plata; don Remigio se conforma con que le pague en el cosecho. Ese hombre es muy bueno. Ah… ya sabes…: don Remigio tiene que ser padrino de ese muchacho que llevas en la barriga: ya yo le he ofre-cido que sería nuestro compadre…

Y mientras esto sucedía, el ducho del catalán le llevaba al jíbaro la cuenta por partida doble.

Nicolás pagaba todos los años religiosamente su cuenta en café, que el comerciante le tomaba a seis pesos para venderlo más adelante a 18 pesos y aun a 20 pesos.

Pero vino un año en que un terrible huracán acabó con la cosecha, y el pobre labrador se fue afligidísimo al pueblo, a decirle a su compadre que aquel año no le podría pagar.

—No te apures, hombre, no te apures –le respondió el comerciante–, para algo he de ser yo padrino de tu hijo: el año que viene me pagas dos fanegas por cada una de las que me has dejado de pagar este año, y asunto concluido… Vente, vente, vamos a hacer el pagaré…

A los ocho años eran tantas las fanegas que el campesino debía al ca-talán, que concluyó, no solo por abandonarle su finca, sino que tuvo que vender hasta la última gallina que tenía, para pagarle los intereses…

Y cuentan las crónicas que hoy vive el catalán allá en su tierra, en un suntuoso palacio, y que, por las noches, antes de acostarse, rasguea en su guitarra, cantando alegremente:

Ay, Puerto Rico esdel mundo el país mejor…

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Y que Nicolás, el infeliz jíbaro, sin darse cuenta ni de lo que le había sucedido, se acostaba al oscurecer en su hamaquita, y cantaba también, acompañado del tiple:

Por las estrellas brillantes, por las estrellas brillantesy la luna que cobija…Ton, ton, tin, ton, tintón, tontón… Por las estrellas brillantesy la luna que coligeque este mal que así me aflige bien pude evitarlo antes.

II

Suplico encarecidamente que al instalar este cuadro en el sitio que le co-rresponda, lo coloquen de manera que le dé toda la luz posible, pues de otro modo, como está cargado en sombras, perdería mucho de su valor.

* * *

Vivían allá en el bosque, entre la verde espesura, sin escuchar más ruido que el canto de las aves, el sibilar del viento o el apagado murmullo de la vecina corriente, perdida a lo lejos entre un espeso guayabal.

Eran doce: Anselmo, el padre; Lucía, la madre; cuatro hijas mayores, de las cuales, Rita, la mayor, lo era solo de la mujer, pues Lucía se había casado con Anselmo en segundas nupcias; cinco hijos casi mozos y un recién nacido.

Desde por la mañana hasta la noche ayudaban todos a su padre, que era carbonero. Cuando al oscurecer se iban a acostar, la negrura del carbón se había pegado de tal modo a sus cuerpos, que parecían tizones salidos del infierno. Los más pequeños comían del negro combustible, y este vicio detestable les tenía hinchadas las barrigas.

—Mira, demonio, te voy a matar –le decía el padre a uno de ellos, cuan-do lo sorprendía cometiendo la falta; pero luego, como él también tenía mucha hambre, la entretenía masticando carbón–.

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Por la noche dormían todos juntos, hacinados como cerdos; el padre se desnudaba ante sus hijas y las hijas ante su padre. Los hijos mayores se habían robado dos mujeres para vivir con ellas, y vivían también con la demás familia.

Pasaron tres años, aumentaron los hijos, y el hambre aumentó tam-bién. Lucía murió; dos de los más chiquitos la siguieron al sepulcro: el carbón los había matado. Los mayores se llevaron sus cortejas y empezaron a vivir por su cuenta, para engendrar otra familia como la que el carbonero había engendrado. Las tres hijas restantes se fugaron de la casa, y el aldeano se quedó solo con Rita, su entenada, y dos pequeñuelos más que se arrastra-ban por el suelo, con el vientre inflado, y la piel pegada a los huesos.

Una mañana, muy temprano, el cura de X…, al salir de su casa, se encontró con un hombre que lo aguardaba desde el amanecer, con la cara tiznada y materialmente cubierto de andrajos. El sacerdote se acercó al desconocido y le preguntó qué se le ofrecía.

—Señor –dijo el carbonero–, yo me llamo Anselmo Gómez y quisiera casarme…

—¿Casarse?—Sí, señor, casarme… Si usted pudiera jaser que el domingo nos proi-

clamasen…—Y qué eres tú, ¿soltero, viudo?—Viudo, señor cura, viudo…—¿Cómo se llamaba tu primera mujer?…—Lucía Sánchez.—¿Y la muchacha con quien te vas a casar?—Rita Sánchez…—¿También Sánchez?…—Sí, señor: mi mujer era su madre.—¡Desdichado!…—Y a la verdad, señor cura, si no tuviese ya en ella tres hijos, con segu-

ridad que no me casaba… ¡Rayos! ¡Qué me diba yo a casar!…

* * *

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130NARRACIONES PUERTORRIQUEÑAS

El autor de este cuadro suplica que por las noches lo iluminen con un foco de luz eléctrica; porque, aunque peque de inmodesto, bien merece que lo contemplen todos los forasteros que vengan a visitarnos en nuestro gran-dioso festival…

III

Estaba temblando, porque me figuraba que iba a fracasar; pero gracias a… Dios, todo pudo arreglarse satisfactoriamente. Por lo que a mí toca, con franqueza sé decir que no me llegaba la camisa al cuerpo… ¡Vaya usted a decirle a un pintor, después que se le ha invitado a pintar para la Expo-sición, que recoja sus chirimbolos y se vaya con la música, digo, con los cuadros a otra parte!… Hombre… hombre… En fin, ya pasó el temporal y ahí va mi tercer lienzo.

* * *

—Blasa, ¿trujiste la puerca?…—Sí, hombre, la truje.—¿Y los muchachos?…—Sacando batatas para la comida… Mira, ahí vienen.Y Blasa empezó a encender la candela, soplando después con la boca

hasta conseguir una buena fogata.Blasa tendría a la sazón treinta años; era densamente pálida, sus dien-

tes estaban amarillos, alrededor de sus ojos se veía siempre un cerco amo-ratado, y sus brazos y piernas semejaban palillos de tambor; únicamente la barriga le sobresalía bastante, porque estaba encinta.

En aquel instante entraron tres chicos haraposos: uno con un calabazo de agua, y los dos restantes con siete u ocho batatas que depositaron en el suelo. Estaban tan raquíticos y sucios, que parecían raíces acabadas tam-bién de extraer de la tierra.

La madre cogió la única olla que había, la llenó de agua, y los mucha-chos se apresuraron a echar dentro las batatas.

Los ojos de Blasa, casi apagados por el hambre, no se apartaban de

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la olla que empezaba ya a hervir; los chiquillos en cuclillas, permanecían silenciosos, y tan solo se oía el chirrido acompasado de la hamaca, donde Lorenzo, el jefe de la familia, rumiaba tranquilamente su mascaura.

—Blasa –dijo este último–, ¿cuántas cuerdas tengo yo de terreno?…—Ocho –respondió la mujer–.—Pues mañana hay que llevar la puerca al pueblo.—¿Para qué?…—Para venderla: tenemos que pagar la contribución.—¿Y quién pone la contribución?…—El gobierno.—¿Y quién es el gobierno?…—Mujer, el gobierno, el gobierno, pues… ¿tú no sabes lo que es el

gobierno?—No.—Pues eres bien bruta: el gobierno es… la dolama más grande que

tiene el país…

IV

—Está bien, don Manolo, cuente con el hombre…—Pues ya sabes: el domingo, tempranito, en el pueblo.—No hay más que jablar…Y el jíbaro, saludando al que se iba, entró de nuevo en su morada, y se

puso a desgranar maíz.Como a la media hora, Lorenza, su mujer, lo llamó desde el batey.—¡Felipe!…—¡Hui!…—Ahí viene otro señor.—¿Por dónde?…—Por la quebrá.El campesino se asomó a la puerta.Casi al mismo tiempo flaquearon sus piernas y llegó a ponerse más

blanco que un papel.—¡Don Casiano!… –murmuró–.

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Después extendió la vista a su alrededor: no tenía tiempo ni para es-conder una aguja.

Un señor gordo, colorado, sudando como un buey y echándose aire con un sombrero de alas grandísimas penetró en la vivienda.

El labrador no se atrevía a levantar la vista del suelo.—Mira –le dijo el señor gordo, que era un comerciante muy rico esta-

blecido no hacía mucho tiempo en el pueblo–, el otro día te escribí amena-zándote con el embargo, si en término de ocho días no me pagabas los 50 pesos que me adeudas; ya han pasado los ocho y los diez también; sé que tienes dos vacas en la vega y un novillo que valdrá 12 pesos. Además, todo este maíz…

—Señor, las vacas las tengo para mantener mi familia, y este poco de maíz lo mesmo, el novillo lo he tomado a partir utilidades.

—¡Nada, nada!… ¡El embargo… el embargo: me pagas o revien-tas!…

El campesino bajó la cabeza y permaneció sombrío.El pulpero lo miraba como mira el gato al infeliz ratoncillo que tiene

entre sus garras.Pasaron algunos minutos.—Felipe… –dijo el comerciante–.El jíbaro alzó la frente: aquella voz no era la de antes; parecía más dulce.—¡Si yo quisiera no podría hundirte?…—Sí…—Pues mira, hombre, todo se puede arreglar: el domingo son las

elecciones; vota con nosotros, y te doy mi palabra de esperarte seis meses, ¿aceptas?…

El labriego, por cuyos ojos había pasado al principio un rayo de alegría, volvió a quedar pensativo.

—¿Aceptas? –tornó a repetir el otro–.—No puede ser: don Manolo estuvo aquí, y le di mi palabra de que

votaría con ellos: usted bien sabe que soy autonomista…Don Casiano hizo un movimiento de cólera y se levantó.—Bueno, entonces no hay más que hablar: hoy mismo procederemos

al embargo.

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Y se dispuso a salir.En aquel instante, la mujer de Felipe, que había estado escuchando

toda la conversación, entró en la vivienda, y arrojándose al cuello de su marido, empezó a sollozar.

—¡Ay, Felipe de mi vida, acuérdate que tienes hijos y que nos morire-mos de necesidad!… Por Dios, Felipe mío, ten compasión de tu mujer…

El jíbaro se puso lívido: dos gruesas lágrimas se deslizaban por sus mejillas… De repente, mirando hacia el comerciante, con la lengua torpe, como si le quemaran la boca las frases que iba a pronunciar, murmuró:

—Bueno, don Casiano… yo… vota… ré con us…ted…

V(Y último)

—Qué le parece a usted, don Rosendo, ¿tengo o no razón?…—Hombre, eso no se pregunta: la tiene usted más que un santo.—Celebro que las personas ilustradas opinen como yo… El campesi-

no de Puerto Rico es un estúpido…—Y un vago…—Y un pillo…—Creo que tenga más de idiota que de otra cosa.—No, señor; está usted equivocado: tiene más de pillo que de idiota.—Dice el boticario que la anemia del jíbaro depende de la mala ali-

mentación, y que esa anemia es la que hace que sus funciones cerebrales sean imperfectas; asegura igualmente que lo que nosotros llamamos vagan-cia no es tal, es simplemente un decaimiento de ánimo producido por el estado patológico del individuo…

—Paparruchas, amigo mío, paparruchas… el boticario es autonomis-ta, y por eso defiende a los de su país, pero desengáñese, el mismo boticario es un baladrón… ¡Si ninguno que nace en esta tierra puede ser sabio!… Hay algunos que saben algo; pero eso es porque lo han ido a aprender fue-ra… Aquí, aquí, don Rosendo, aquí lo que hay es mucha, mucha malicia.

—¿Y me lo viene usted a decir a mí?… ¿Ignora acaso que tengo veinte años de América?…

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—Y todavía pretende el boticario convencernos de que el jíbaro es bueno… ¡Y que debemos ilustrarlo!… ¡Ja, ja, ja!… ¿Para qué demo-nios…? Eso sería ridículo… Por otra parte, estamos gastando un capital con esas escuelas que tenemos en los campos… Y eso que son incompletas, el día que lleguen a ser completas, el demonio se las averigua… Bien sabe usted lo peligroso que para nosotros sería el que esa gente se ilustrase; no podríamos hacer un centavo; como usted lo oye, ni un centavo… Ya en esta época es muy difícil engañarlos… ¡Oh, muy difícil!… Y usted me dará la razón: hace treinta años venía cualquiera de allá y en diez o doce meses ha-cía una fortuna; hoy, no digo que no se gane algo; pero, con mucho trabajo, amigo mío, con mucho trabajo. El gobierno no nos protege todo lo que nos debiera proteger…

—Le cabe a usted derecho, don Pascual; pero los tiempos cambean; cuando haiga más justicia…

Y don Rosendo se metió en su casa, donde la mujer le sirvió un buen trozo de chorizo extremeño, mientras que don Blas pidió a la suya que le sirviese el caldo gallego…

Y los dos pensaban a la vez:—A ese boticario debían fusilarlo: conspira contra la sagrada integri-

dad de la patria.

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PABLO MORALES CABRERA (1866-1933)

EL DESHOJE (1914)*

LOS MAIZALES tostados por el sol, tiñéndose de un amarillo terroso, que-brado el pomposo florón de su hojarasca, enhiesto el desnudo tallo, dando una falsa impresión de aridez y esterilidad, anunciaban la recolecta del fruto sazonado y maduro.

Los boyeros aguijaban sus yuntas, que orgullosas levantaban la cerviz, satisfechas de arrastrar la perezosa corza que, con sus extremidades inferio-res muy abiertas y los brazos en alto, estrechaba las opulentas mazorcas; y las iban depositando en monumental pirámide, bajo cuya base previamen-te se había depositado “un real de a cuatro” para el afortunado deshojador que con él topara.

Las mozas, sujeto el ruedo de sus sayas de vivos colores al derecho lado de su cintura, dejando al blanco olán de sus enaguas trasparentar la torneada y robusta pantorrilla, en su agitado y gentil movimiento, amonto-nando el coscorrón que ha de ser repartido gratuitamente entre los más ha cendosos.

El sol poniente molesta la faena con sus rayos ardorosos, da un tinte de bellísimo arrebol al rostro de las alegres muchachas e ilumina la escena con un exceso de luz, que deslumbra por su intensidad.

El crujir de la hojarasca es interrumpido de vez en cuando por las ar-gentinas carcajadas de las doncellas o por la copla amorosa del zagal, que

* Pablo Morales Cabrera, “El deshoje”, Cuentos populares, 9ª ed., Río Piedras, P.R., Edito-rial Coquí, 1966.

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alguna vez tiene contestación desdeñosa en una vocecita de tiple airada y dulce.

La tarde cae lentamente. Se levanta una brisa refrescante; empiezan su desfile las negras bandadas de mozambiques como legionarios al retorno de sus victorias. Las vacas mugen débilmente llamando a su lado al ternero juguetón, que en carrera alocada describe círculos concéntricos alrededor de la madre.

Llega el crepúsculo, como por asalto. Dase suelta a los fatigados bue-yes; los mozos se chapuzan un poco en la quebrada y se dirigen a la casa de siño Ricardo.

Dos lámparas humeantes, de hoja de lata, y unas llorosas velas en do-rados candeleros de naranja, pretenden iluminar la sala. El pilón entona el cadencioso himno en honor del aromático café y como a los acordes de brillante sinfonía van penetrando los convidados al deshoje y tomando asiento alrededor.

De labios de estos contertulios, he citado la mayoría de mis cuentos, a los que he variado el lenguaje y modificado la acción para hacerlos verosí-miles, pero conservando generalmente el fondo. Permítame el lector que le presente a algunos de los deshojadores.

Aquel de bajo talle, moreno, hercúleo, de gran verbosidad, decidor y sentencioso es “ño” Catano, filósofo, con ribetes de comunista, aunque nunca lleva a la práctica sus teorías. Hace los cuentos a lo vivo, para hablar se pone de pie, abiertas las extremidades en posición de Coloso de Rodas, pues la actitud sedentaria le impediría dar viveza y colorido a su relato.

A su derecha toma asiento Juan Cojo, tumbador de palma; se expresa con alguna dificultad, supliendo el defecto físico con hipérboles máximas, que le han conquistado la injusta fama de mentiroso, siendo en realidad un poeta larvado, de indisciplinada fantasía y mala educación.

Al frente se encuentra siña Nieves, seguida de sus tres hijas Pepa, Juana y Margarita. Mozas casaderas, dos de las cuales tienen allí sus pretendien-tes, por lo cual han venido de gran toilet pródigas en polvos de arroz, gar-gantilla de cuentas azules, flores aprisionadas en el negro pelo, sortijas en el anular, aunque el breve pie desnudo.

Siña Nieves es la costurera y comadrona del barrio; lo mismo maneja

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sus tijeras cortando una quimona, como un cordón umbilical: aparte que su aguja zurce vestidos desgarrados y voluntades inarmónicas. Profunda en conocimientos de medicina doméstica, sabe que la plantilla del líber de la guásima, según se va secando, cura el riñón del doliente –que dio la me-dida–, que la pata del grillo es un gran diurético, que las hojitas de verbena cogidas en cuarto menguante, cortan las tercianas más rebeldes y que el higuillo oloroso es inapreciable hemostático.

A su vera está Toño, hijo de siño Catano, joven presumido, peinado cuidadosamente, camisa de almidonada pechera, faja azul a la cintura, sombrero de yarey ladeado sobre la derecha, y es bien acogido por las mu-chachas por galante y buen mozo.

Le sigue Tana, la mujer de Pancho Fano, de color pálido, de ojos ver-des, genio endiablado, habilidosísima en lanzar un millar de injurias contra cualesquiera; teniendo la debilidad de jugar al escondite con el amor con-yugal, no siendo siempre el marido el que la encuentra. Frente a ella des-hoja ño Perucho, clásico representante del antiguo esclavo, leal, honrado, cariñoso con los descendientes de sus antiguos amos y gran narrador de cuentos y consejas. Una respetable calva le da aspecto venerable, consejero áulico del barrio, por su experiencia y buen sentido, evitando pendencias y reyertas entre sus convecinos. Sus decisiones son respetadas porque, a pesar de su avanzada edad, sabe rubricar en las narices del descontento lo que él ha fallado entre los querellantes.

Carlos se sienta a su lado, joven leído y “escribido”, habla de política y finanzas; es escuchado con religiosidad por el concurso. Su frase favorita, como gran hipérbole es: “Hasta la prensa se equivoca”. Media docena más de garridas mozas, como Tomasa, la hija de siño Valentín; Petrona y Ma-rijuana, las de la viuda de Rivera; Cirila y Lila, las del viejo don Serapio; y entre el sexo fuerte están Félix, un Picio en lo feo y un asesino de César en lo bruto; Roque, tocador de tiple y versador a lo divino y humano; Sencio, casamentero, mediador de amoríos y seguro convidado a bodas, comple-taban la selecta velada del deshoje.

Siño Catano, anudando una yunta de mazorcas las arroja a la pila y tendiéndose de espaldas, sobre la desnuda tierra y golpeando el suelo con su mano derecha, exclama:

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—¡Acuéstate, don Catano, sobre tus tierras que trabajas! ¡Descansa, don Catano, descansa!

Risotada general en el coro.—No se rían. ¿Qué…? Esta tierra es más mía que de don Antonio.

Vengan acá los arremillaos, ¿esta tierra no la hizo Dios? ¿Y la hizo ¡canijo!, para don Antonio? ¿Acaso trujo papeleta que pa él diba a ser? Solo era para el que la regara con su sudor, como yo, como ustedes: ¿pero don Antonio?, ¡me caso en la pena negra!, lo más que ha jecho es echarle una escupitina, cuando por ella ha pasao.

—Toma; pero la pagó con sus cuartos.—Tú qué sabes, Tano, sino rebuznar, dime, ¿acaso los cuartos los hizo

Dios? Que se quede con sus cuartos; pero que no se arme con la tierra de los que trabajamos. (Poniéndose de pie). Naide pué ser amo de más tierra, que la que pué trabajar. Lo demás es un robalete, digan lo que digan. ¿Es así o no es así? Carlos, tú que sabes de letra, ¿qué dices?

—Le diré, ño Catano, toos nos dequivocamos y hasta la prensa se de-quivoca; pero el trabajo es dinero y el dinero es trabajo y el que tiene dinero es como si tuviera trabajo guardado.

—Mira, muchacho, no me vengas con alicantinas de papeles.—Pero, ño Catano, deje al muchacho que se desplique, pos desde siño

Perucho hasta Toño, toos nos hemos quedao en confusiones.—Me desplicaré. Este may es el trabajo de ño Ricardo, lo sembró, lo

eservó, aterró, esmachó y cosechó; es su trabajo; pero lo vende y lo hace chavos, el trabajo es dinero. ¿Es asina o no?

—Asina mesmo es –dicen a coro todos–.—Pos bueno, con esos cheles, siño Ricardo nos alquila a toos nojotros

y echa una tala más grande, antonces el dinero es trabajo.—Bueno, bueno, muchacho: en todo el universo mundo hay quien te

gane a desplicarte con sentío y claro como el agua.—No he terminao, ño Perucho. Asina…—Siño Perucho, no me arrempuje el gallo.—Asina, decía don Antonio con su trabajo, que son sus cuartos, tiene

esta finca suya y no hay que patalear.—Por ahí no quepo: que lo mesmo se coge el dinero que el trabajo

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ajeno, y digan como digan, estas tierras, viéndose bien, son más de nojotro, que de ninguno de afuera. A ver, ño Perucho, ¿usted qué dice?

—¿Ven esa palma e coco? Bueno. Ahora dime, Toño, ¿cómo tumba-rías tú los cocos?

—Dende aquí, de una pedrá toos venían pa bajo.—Bien. Y tú, Fano, ¿cómo los tumbabas?—Pos yo cogía una vara, le amarraba mi josilla en la punta y cortaba

el racimo.—¿Y usted, Juan Cojo?—En un decir Jesús, me trepaba a la palma y la granizá iba a ser el

acabose.—Díganme, Toño y Fano, y ¿por qué ustedes no hacen como Juan

Cojo?—Porque nojotros no sabemos subir a palma y nos esvanecemos y en

lugar del coco podíamos ser nojotros los que gocetábamos.—Pos bien, don Antonio ha sabido subir a la palma y está arriba; nojo-

tros tiraremos piedras o amolaremos la josilla.El concurso celebra alegremente la decisión de ño Perucho, y Juan

Cojo, que le gustaba relatar sus aventuras en las ascensiones a las palmas, toma la palabra.

—Parece que no es cencia subir a una palma, y too chato no sabe ama-rrar unas trabas y empinarse sin pegar el pecho. Me acuerdo una vez, que estaba en el cojollo de una palma e’ yagua de más de 25 varas de largo; hacía un ventarrón que la palma se cimbreaba como si fuera bambúa. Vino una racha y tuve que agarrarme con pies y manos, soltando las trabas que se escurrieron, dejándome en una situación apurá, sin tener con qué bajar. Pegar el pecho era dejar las tiras de pellejo y tal vez perder la vida. ¿Qué hice? Corté con mi daga dos pencas, coloqué cada una debajo del brazo y cuando arreció una racha, me tiré a volar. Siete cuerdas me llevó en volanda la ventolera. Los gallos chirriaron el peligro, las gallinas se alborotaron, las gentes corrían al batey a ver el guaraguao, y como estábamos en época de iliciones y era en la finca de los Tiboses, cerca de Bayamón, hasta la música se echó a la calle creyendo que era su pájara que había ganado.

—Diga, Cojo, y ¿qué alcalde…?

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—Alto ahí, que esto es más verdad que el Evangelio: que no vea a mis hijos criados si no pasó tal como lo cuento. Es más: el sitio está señalado donde caí, pues la gente decía que si se había levantado un… ¿cómo se dice Carlos?

—Monumento.—Eso, a uno que se hizo tortilla, mucho más a otro que se apea sano

y salvo.Una tusa dirigida contra Juan Cojo va a dar en la boca de Marijuana.—Caray, Antonio, que me has dado en los labios.—En el mismo corazón quisiera yo acertarte.—Pues llegas tarde, hijo, que ya otro tocó y entró.—Nunca es tarde si la dicha es buena. El que entra, salir tiene. En una

misma rama caben dos nidos.—Pero entre el zumbador y el carpintero, me quedo con el carpintero.—Sí, tú empuñas cualquier pajarito.—Pero no uno de mal agüero, como tú.—¡Eh, muchacha: que se te va la lengua! –refunfuñó siña Nieves–.Vamos a jugar un juego de prendas.—No; a siño Perucho que nos haga un cuento.—¡Un cuento! ¡Un cuento! –gritaron todos–.—Les haré el de El puente mantible.—No, ese lo sabemos hasta de memoria.—Pues entonces “El caballo de siete colores”.—Nos lo contó usted anoche.—A ver este… “El milagro del diablo”.—Ese, ese…—Pues esta es una vez…Lector: si quieres conocer el cuento vuelve la hoja y lo hallarás con el

nombre de “Las bodas de Bengala”.

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LAS BODAS DE BENGALA (1914)*

Empezaba el Cristo su obra de redención y acababa de hacer el milagro de las bodas de Canaán.

El milagrito se le indigestó a Pateta, que se presentó malhumorado y en son de queja al Padre Eterno.

—¿Qué te pasa, desgraciado?—Señor, juguemos limpio. Jesús está tomando mis atribuciones.—¿Qué herejía es esa, Luz bella?—Como lo oyes. El buen Jesús, después que en el desierto no quiso

probar ni pizca; después que con tu permiso lo tenté y no quiso convertir las piedras en pan, viene ahora a convertirme toda el agua en vino. Natu-ralmente todos los nietecitos de Noé, que son como los mosquitos con afi-cioncillas hereditarias al zumo de parra, con estos milagros se me pasan al bando contrario. Quedamos con que Él predicaría el ayuno y la sobriedad, y yo, la hartura y el exceso; Él, la humanidad y la paciencia; yo, el orgullo y la soberbia; y así veríamos quién triunfaba.

—Jesús no ha hecho nada más que santificar el matrimonio.—¡Esa es otra: me santifica la trampa más segura que tenía para cazar

incautos! Santifica el vino, santifica el matrimonio, que santifique el infier-no y hemos terminado.

—Santificado era antes de tu loca osadía. A eso ha ido Jesús: a redimir al hombre de tu esclavitud, a santificar con palabras de verdad lo que santo es en esencia y que solo las manchas de tus secuaces han querido envilecer.

—Pero, Señor, prometiste me darías poder para hacer milagros y que el Nazareno jamás se tomaría mis atribuciones.

—Y así es.—Y, ¿cómo se ha convertido en ministro de Baco?

* Pablo Morales Cabrera, “Las bodas de Bengala”, Cuentos populares, 9ª ed., Río Piedras, P.R., Editorial Coquí, 1966.

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—¡Blasfemas, Satanás!—¿No agasajó con vino a todos los comensales de la boda de Canaán?—Sí, porque el vino será la señal de la nueva alianza, será santificado y

convertido en la sangre del Cordero celestial.—No comprendo eso de alianzas y cordero.—El no comprender solo arguye que hasta la inteligencia de Satanás

es limitada.—¿Me concedes poder para convertir también el agua en agradable

licor?—Sí, Satanás; hace tiempo que vienes convirtiendo el vino en agua;

poder tienes para hacer milagro semejante al de Canaán.—Con tu permiso voy a celebrar unas bodas que dejarán tamañitas a

las de Camacho y quitarán la pestilente santidad a las de Canaán.Salió Luzbel presuroso para organizar una bodas rumbosas y tener la

satisfacción de hacer el milagro del vino; pues, si no, perdía su prestigio.Ya la gente alegre y bigarda miraba con buenos ojos al Galileo, y los

taberneros aplaudían sus milagros, pues con aquel don, ¿quién no pone taberna?

Y hasta se dice que a la Magdalena lo primero que conmovió su co-razón fue aquel portentoso milagro, pues ella era aficionada al Lacrimae Christi que producían las vides de Herculano.

El honorable Belial se dirigió a Bengala, provincia de la actual India inglesa.

Allí vivía Hela, moza de garbo, esbelta, de ojos adormecedores, boca de labios rojos como amapola silvestre; el seno oscilante y mórbido; de andar saleroso y toda su personita emanando tentaciones por cada poro.

No podían tales perfecciones carecer de codicioso galán, que con arru-llos dulces y suspiritos tiernos rindiese plaza que no estaba murada ni que-ría defenderse.

Cuatro S. S. S. S. ha de tener el amor, para ser perfecto: sabio, solo, solícito y secreto.

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Esto ha dicho Calderón, y cuando Calderón lo dijo… Pero, el amor de Hela carecía de las cuatro S. No era sabio, pues como emanaba tenta-ciones, alguien cayó en ellas, y no es sabio un amor que se deja engañar; ni solo habiendo huésped en casa, dejando por esta causa de ser solícito; y tan poco secreto, que lo abultadito del vientre a voces publicaba su se-creto.

Hela fue la novia elegida para las fastuosas bodas. ¿Y creerán que el novio sería el autor del tal desaguisado?

No, lector pío, no. El público de los teatros acostumbra llamar a la escena al autor: “¡Que salga el autor! ¡Que salga el autor!”. Pero en estos sainetes de la vida se conforma con clamar: “¡Salga el editor!”. Habiendo editor responsable, todo el mundo queda satisfecho.

El editor fue un mushicas con rostro de mastodonte y ricos anillos de oro.

Todo el lujo oriental se desplegó en estos desposorios de fruto tempra-nero y con primicias.

Se organizó una soberbia cacería donde faisanes de dorada pluma, ja-balíes de hirientes colmillos y tigres de listada piel, pagaron el tributo a los cinegéticos gustos.

Después, los cazadores hambrientos y rendidos de cansancio y las amazonas rojas como búcaro en mayo, tomaron puesto ante la opípara mesa, que eclipsaba las cenas del Trianón y los festines en honor de Popea.

Aquella noche, por primera vez, se estrenaron las luces llamadas de Bengala, los cohetes de Satanás y las bombas de Cacodil; por más que los autores afirmen estas son invenciones modernas.

Llegó el momento de escanciar las ánforas. ¡Oh, rebuscada casuali-dad, no había nada más que agua!

El anfitrión promete a todos que en breve libarán en sus vasos riquísi-mo néctar.

Los solícitos criados conducen ante él hidrópicas odrinas rebosantes de agua fresca. Hizo conjuros, signos cabalísticos, pases de mano y toda la mímica que un nigromante antiguo o moderno usa en sus embolismos. Pero el protóxido de hidrógeno, como dicen los médicos cuando recetan agua a sus enfermos, el protóxido de hidrógeno permanecía claro como

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defensa de pobre, nítido y cristalino como agua de aldea que desconoce los filtros de los acueductos modernos.

—¿Se irá a hacer un vino feo? –decía Satanás con ímpetu–. Pero, no, no puede ser: Él me autorizó para hacer el milagro y su palabra no falta nunca.

La expectación era grande. Todos ardían en deseos de proclamar la insignificancia del Galileo. Las miradas no se apartaban del agua que per-manecía diáfana e incolora.

Luzbel musitaba:—Bien merecido lo tengo yo, que no creo en Dios, creí en su palabra y

aún dudo. Probemos el gusto de este líquido. ¡Voto a Belial que es un licor delicioso! Pero el color, odiado Señor, el color, esto no es vino. ¡Ah! Yo le pedía convertir el agua en licor, no le dije vino, y en licor está convertida.

—¡El licor de Satanás! ¡Es alcohol! ¡Y mis convidados que esperan vino! ¿Qué hacer? Colorear este líquido. ¿Con qué, Satanás? ¿Con qué?

Se dirigió al terrado, allí vio las piezas muertas en la cacería, que desti-laban sangre. ¡Oh, idea feliz! Recogió de los vasos exhaustos de los faisa-nes, de las arterias flácidas del tigre y de las agotadas venas del jabalí, restos de su sangre roja y con cautela los vertió entre los odres.

Hermoso topacio y precioso rubí tiñeron sus ondas. Una exclamación de regocijo resonó en el espacio. El Genio del Mal, triunfante, repartía a sus comensales una bebida más rica que el Capri y el Monte Pulciano, con aroma más grato que el soberano Jerez y el Tintilla de Rota, tan suave como el Mosselle y el Tokay, tan delicioso como el Chipre y el Piatria y con los arrobadores trasportes del Médoc, Château Margaux y el Champagne.

El mismo Baco envidió aquel día a los comensales de Satanás.Las copas espumosas se escanciaban con avidez. Las odrinas enflaque-

cían y rebosantes las ánforas ametrallaban el ambiente con microscópicas esferitas que estallaban en el aire con ruido de hervidero. Las mejillas de las damas se teñían con el precioso arrebol que tiñe la Aurora sus celajes.

La alegría era espontánea y comunicativa.Los comensales empezaron a sentir una placidez tan grata, una galan-

tería tan vehemente, un amor tan impetuoso, que el regocijo se manifestaba ruidosamente sin distinción de edades ni sexos. Jóvenes, hombres de edad

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provecta, viejos y ancianos se encontraban rejuvenecidos, sentían arder su sangre y galanteaban con frases dulces y mimosas a la joven o anciana más próxima. El dios Amor les inspiraba apasionadas declaraciones haciéndo-les sentir voluptuosas sensaciones.

Y se alzaban las copas espumosas rebosando el néctar de Luzbel.La dulce placidez fue desapareciendo, los rostros se contrajeron y avi-

nagraron. Miradas iracundas, gestos amenazadores, vocablos soeces, suce-dieron a las melosas palabras de la dicha y el amor. La injuria voló junto con las copas por los aires, y los puños golpearon carrillos que antes besaron. Con fiereza, pintada en el semblante, unos a otros se confundían y se herían.

El Genio del Mal se sintió acobardado. Gritos de ira y cobardía de víctimas y victimarios, ayes de dolor, interjecciones obscenas, blasfemias, sangre humana, mezcladas con el rojo licor ponían espanto y dolor en el corazón más varonil.

Satán, llenando las copas hasta los bordes, vociferaba:—¡Bebed, amigos míos, bebed! ¡Escanciad las copas que inspiran dul-

ces endechas e inflaman el corazón en eróticas pasiones! ¡Bebed, amigos míos, bebed! Apurad la copa, que hace olvidar el dolor, y nos transporta a un mundo de placer. ¡Bebed, amigos míos, bebed! Vaciad la copa que insensibiliza el alma y da voluptuosas sensaciones a la materia. ¡Bebed el vino de los dioses! ¡Bebed! ¡Bebed por Baco!

Todos apuraron de nuevo sus copas.Y los rostros se embrutecieron, los nervios perdieron la sensibilidad,

los músculos relajados, la faz abotargada, la lengua pesada, la palabra in-coherente, vacilantes los cuerpos negándose a llevar más aquella carga de ignominia y envilecimiento, rodaron por los suelos encenegados en las in-mundicias del festín, restos de talo y pringues de atalvina, como una piara de cerdos adormecidos en el cieno.

Solo Satán quedó en pie contemplando su obra y diciendo:—¡Esa es la imagen de Dios! ¡Qué tal será el original!—Blasfemas, Satanás. Esa es tu obra.—Siempre, Miguel, siempre me persigues.—Quien te persigue es tu soberbia y desvarío. Quisiste hacer milagros

y he ahí tu milagro.

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—Las bodas de Canaán no son las bodas de Bengala.—Sí, porque han adulterado con hechiceros filtros el licor suave y rico

de la vid.—¿Quién sino tú? Tú mezclaste con la sangre de animales inmundos,

la dulce miel hiblea convirtiéndola en fermento detestable. Tú quisiste te-ñir de rubí y topacio sus moléculas y oye ahora la palabra de tu Señor y tu Dios:

“Todos los que rindan culto a Baco se sentirán arrogantes, corteses, enamoradizos, vocingleros y temerarios, es que por sus venas corre la san-gre del gallo, que echaste al vino; después pendencieros, violentos, irasci-bles, iracundos, sanguinarios y traidores, es la sangre del tigre; más tarde, soñolientos, desaseados, torpes e imbéciles, es la sangre del cerdo que co-rre por sus venas”.

Una carcajada estrepitosa fue la réplica de Satanás. Después añadió:—¿Me concedisteis licencia para celebrar una boda? Pues en toda ha-

brá un amante solícito, cortés, atento, cariñoso y enamorado, sangre de gallo; después marido celoso, mortificado por la estrechez de la fortuna, las impertinencias de la suegra, las privaciones del placer, malhumorado, iracundo, irascible, sangre de tigre; más tarde, cuando su prole, varones y hembras empiezan a presumir, a llevar galas, a presentarse en la sociedad, se abandonará, dará todas las galas a sus hijos y andará desgarbado, de trapillo, sudoroso y sucio, sangre de cerdo. Santificó Jesús, el matrimonio de Canaán y yo lo maldigo en Bengala.

—Satán, eso no sucederá.—No, porque habrá maridos que empiecen por la última sangre. Des-

de entonces todo beodo es sucesivamente Gallo, Tigre y Cerdo, y los ma-trimonios de Satanás se parecen a los beodos, empiezan alegres y ruidosos, continúan iracundos y pendencieros y terminan entre lodo y cieno.

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EUGENIO ASTOL (1868-1948)

AMOR IMPURO (1904)*

UNA NOCHE TEMPESTUOSA del año siglo XVI, llamó un fatigado ca-minante a las puertas del convento de franciscanos de la aldea de […]**. Abriole un hermano lego. Entró el viajero andando con dificultad, mur-muró débilmente un “Dios os guarde”, y cayó sobre el pavimento, privado de sentido.

Gritó el lego en demanda de socorro, y la comunidad entera acudió a sus voces por lo inusitado de la alarma, en tal momento. El forastero se hallaba pobremente vestido, lleno de barro, calado por la lluvia, y sus socavadas mejillas mostraban bien a las claras las dolorosas huellas de la ca-lentura y el hambre. Administrósele un excelente cordial que le hizo volver de su desmayo, mas no podía tenerse en pie porque sus cansadas piernas se negaban a sostenerle, y fue llevado en brazos a una celda del convento.

Agitose varios días entre la vida y la muerte. Deliraba con frecuencia, murmurando palabras incoherentes, de un idioma desconocido. Al cabo recobró la salud, gracias a su robusta naturaleza y a los asiduos cuidados de que fue objeto. Era un hombre de edad madura y porte distinguido; en su cabello y en su semblante notábanse las señales de una vejez prematura, y brillaba en sus ojos negros un fuego singular. Se expresaba difícilmente en la lengua del país, demostrando con ello su condición de extranjero.

* Eugenio Astol, “Amor impuro”, Cuentos y fantasías, Ponce, Tipografía de Quintín Ne-grón Sanjurjo, 1904, pp. 106-120. Primera y única edición.** Los tres puntos suspensivos entre corchetes sustituyen a los tres asteriscos que aparecen en la edición base.

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Hablaba poco y no dijo quién era, a dónde iba, de dónde venía. Manifestó solamente que era escultor, y que antes de proseguir su ruta, dejaría al sa-grado asilo un recuerdo de su arte, en prueba de gratitud por la evangélica acogida que le habían hecho.

Los frailes acogieron con júbilo la oferta del artista. Hizo este traer a su habitación un bloque de mármol blanco, que fue extraído de una cantera de las cercanías. Cinceles no faltaban en el convento, así como los demás elementos necesarios al noble arte escultórico. Habían pertenecido a un bondadoso reverendo, fallecido tiempo hacía, que demostrara una singu-lar habilidad en la fabricación de muñecos de barro y de yeso, representan-do casi todos personajes bíblicos.

El escultor trabajó sin descanso durante algunas semanas. No bien hubo concluido su labor, emprendió su interrumpido viaje, colmado de mercedes. Y no se le vio más desde aquel día.

* * *

Cuando los frailes pudieron apreciar en conjunto la obra del siguiente ar-tífice, la aplaudieron y admiraron como a una verdadera maravilla. Jamás habían visto nada tan acabado ni tan bello. Allí estaba María, la madre de Jesús, hecha carne de un trozo de mármol, ¡tan real era la expresión de arte que animó la piedra informe, infundiéndola un poderoso hálito de vida! Era una estatua de suaves líneas, de gráciles contornos, levemente dibujados bajo los pliegues del ropaje judaico que la cubría; inmensamente superior a las viejas esculturas que adornaban el vasto recinto de la casa conventual.

Aquellas figuras rígidas, secas, angulosas, eran el legado de un arte rudo, engendrado entre plegarias, maceraciones y anatemas por la bárbara reac-ción monástica, que pretendió reducir a polvo las sublimes creaciones del genio griego, declarando implacable guerra a la línea curva porque esta era fuente inagotable de femenil encanto, de amor y de armonía. Y aquella esta-tua era el testimonio elocuente y mágico de los ideales artísticos de una nue-va generación, que se abrevaba, como en un manantial, en las aguas crista-linas y puras de la gracia antigua. El Renacimiento alboreaba, disipando las densas sombras de la Edad Media, y los cinceles del artista extranjero habían

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dejado en aquellos ojivales claustros un destello de la naciente luz, que ceñía la mística escultura con ideal aureola; bañaba con suaves reflejos altares y hornacinas; quebrábase en chispas de oro sobre los festoneados rosetones; dulcificaba con crepusculares matices las rectilíneas asperezas de las imáge-nes medioevales; acariciaba con tibia claridad los sepulcros marmóreos; im-primía colores tornasolados a las austeras capuchas, y al ascender a los altos ventanales, filtrándose por los vidrios de colores, iluminaba aquel ambiente con un suave resplandor de aurora, que parecía un simbólico mensaje ema-nado de lo alto, para cantar el Resurrexit, de la luz, sobre las cosas muertas.

* * *

María oraba de rodillas, mirando al cielo, con las manos juntas. Mostraba entre estas una flor, una rosa de exuberantes pétalos. ¿Era un signo emble-mático de profunda significación teológica, o simplemente una genialidad del artista? Luego en aquel semblante de mujer, no obstante su divina be-lleza, había algo indefinible, inexpresable, mas presentíase que era pro-fundamente humano. Semblante enigmático, como el de la beldad italiana Mona Lisa, en el famoso retrato que pintara Leonardo da Vinci. Y no sa-bemos tampoco, porqué especie de misteriosa influencia admirábanse las palpitaciones del mármol hecho carne bajo los pliegues de la severa túnica, donde no se observaba un hueco, una abertura, el más leve detalle en que pudieran recrearse livianos ojos, con mengua del pudor. Enigma. La casta virgen cristiana no hacía pensar en las delicias seráficas, ni en las puras oraciones que se elevan como aves hacia los cielos: de ella emanaban, en sutiles e invisibles ondas, los voluptuosos perfumes de Pafos y de Guido…

* * *

Fray Lorenzo de los Dolores fue el único miembro de la comunidad que llegó a fijarse en aquellos finísimos detalles, por lo delicado y exquisito de su complexión psicológica.

Era un hombre alto, avellanado, todo alma, todo nervios, de cabellos grises, faz severa, ojos garzos de profundo mirar, mejillas demacradas por

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el insomnio y el ayuno. Asemejábase a uno de esos pálidos ascetas que or-naban los misales antiguos.

En pura verdad, no conocía el mundo profano. Era un infeliz expó-sito. Desde muy niño lo recogieron caritativamente en la mística morada, y aquel ambiente de paz decidió su vocación. No sabía lo que era amar, como se ama en la Tierra. Jamás sintió sobre su frente o en su boca, el dulce contacto de unos labios femeninos. Aguijoneado por el ansia de saber, la satisfizo durante largos años en la vasta biblioteca del convento, que guar-daba verdaderos tesoros de antiquísimos tiempos. Allí, viviendo siempre entre viejos pergaminos, husmeando empolvados cronicones, saboreando apolillados mamotretos, adquirió graves a la par que variados conocimien-tos, en historia, lenguas y teología –el bagaje intelectual de la época–. Era un creyente y un sabio. Gozaba fama de santo por la austeridad de sus costumbres hasta el punto de que, aprovechando la oportunidad de cier-tas festividades, las gentes de la comarca acudían a besar su hábito, en la creencia de que este acto de devoción tan infantil y tan simple, los libraría de tentaciones y enfermedades. Cuando, a horas muy avanzadas de la no-che, reinaban en las demás celdas la oscuridad y el sueño, en la suya brillaba todavía la vacilante luz de una lámpara, con cuyo auxilio continuaba sus arduos estudios y abstrusas meditaciones, hasta que aparecían en el hori-zonte las primeras cintas del alba.

Próximo estaba el día, no obstante, en que aquella noble vida de cre-yente y de sabio vería turbado su pacífico curso por el fuego de la pasión, que marchita y turba las ilusiones virginales, dejando al corazón su frescu-ra, sin galas y sin perfumes.

* * *

Fue una tarde, a la hora del crepúsculo frente a la admirable floración es-tatuaria en mórbidas formas de mujer. Los últimos rayos del sol dieron a la rosa de piedra que María mostraba en sus manos, la ardiente, encendida coloración de los labios bermejos, envolviendo la triunfal escultura en un abrazo de luz, y a través de las pudorosas vestiduras el mármol hecho car-ne se levantaba y descendía con armoniosas palpitaciones, cual si quisiera

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expandirse en un supremo impulso de vida, revelando todo un mundo de promesas en germen.

El fraile experimentó una sensación extraña, dulce y penosa a la vez: coloreáronse sus pálidas mejillas, latió su corazón con acelerados ritmos, una oleada de juventud, de savia primaveral, circuló por sus venas casi exangües, y aspiró el aire a pulmón pleno, con la fogosa impetuosidad del potro indómito que siente en sus abiertas narices el campestre olor de los prados. Fray Lorenzo convirtiose en otro hombre; tal era el potente desper-tamiento de su carne, aletargada y entumecida por tantos años de inercia.

El iniciado de la Religión y de la Ciencia traspasaba los umbrales de un templo desconocido, para recibir la iniciación del Amor y de la Belleza. Ya estaba en el oculto santuario donde se enseñan los deleitables misterios, y allí lo sería todo a la vez: el oficiante y la plegaria, el cáliz y la hostia, el incienso y la mirra; todo él ofreciéndose sin reservas, en extraordinaria oblación, al servicio de un nuevo culto, que no pedía altares sino tálamos, palabras henchidas de caricias en vez de fórmulas litúrgicas, y en lugar de las palabras celestiales, ¡simbólicas guirnaldas de azahares y de mirtos!

* * *

Gradualmente su pasión fue creciendo: tímida llama al principio, convir-tiose bien pronto en terrible volcán que redujo a pavesas y escombros los místicos sentimientos de su alma, no contaminada hasta entonces por las impurezas del mundo. Nuevo Pigmalión, se enamoró locamente de la esta-tua; ¿y qué tenía esto de extraño, si ella brillaba ante sus ojos como el ideal arquetipo de todas las bellezas femeninas?

Con horrible perspicacia midió al instante el hondo y negro abismo que se abría a sus pies. Sus votos le prohibían amar; su mismo amor era ne-fando, sacrílego, impuro, porque en vez de fijarse en una criatura de barro, como los demás hombres, manchaba con el vaho de su ardoroso frenesí la alba túnica de la Reina de los Cielos; aquel amor no podía ser bendecido por Dios, porque quebrantaba solemnes juramentos pronunciados ante el ara, y despreciando con satánica soberbia el humilde nivel humano, per-turbaba como una blasfemia el soberano concierto de las cosas divinas.

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Comenzó entonces la lucha, la perpetua y formidable lucha entre la demencia y la razón, que resonaban en su angustiado cerebro con el vi-brante choque de dos espadas. A veces pensó, con ilusoria confianza, que solo le atraía a la tentadora imagen el anhelo de una devoción extática, y se juzgó un elegido, y divagando por el piélago del absurdo, examinaba las palmas de sus manos calenturienta, creyendo que florecían en ellas, como sagrados lirios, las llagas de la crucifixión; pero le volvían a la realidad los rugien tes hervores de su desordenada mente, donde no había nada que recordase los inefables arrobos del amor divino; los espasmos de su carne, el zumbido de sus arterias, la instintiva contracción de sus labios deman-dando el beso…

Multiplicó sus penitencias; magulló su piel; vistió el cilicio; abismose en la plegaria. Todo en vano. Ella, la tentación, le seguía a todas partes: estaba siempre junto a él, como si fuese su propia sombra. En ocasiones el desca-rriado religioso afrontaba valerosamente el peligro; corría a postrarse ante la estatua, vertiendo abrasadoras lágrimas, dispuesto a hundir su frente en el polvo; principiaba a rezar queriendo decir “¡Perdón, oh madre!”; pero bal-bucían sus labios “Yo te amo”, y huía de la estancia horrorizada al ruido de su propia voz, que le parecía un eco escapado de las entrañas del Infierno!

Huyó del trato de sus compañeros, hostil y huraño como un gato mon-tés; abandonó los rezos; despreció sus libros, vampiros inmóviles que ha-bían agotado toda su juventud.

¡Qué noches las suyas, tan pavorosas y tan sombrías!Acariciaba la dura piedra en que reclinaba su cabeza, como si estuviese

dotada de morbideces femeniles, oprimiéndola entre sus dedos convulsos, hasta rasguñarse la epidermis. Había desaparecido la serena placidez de sus sueños azules. No dormía, dormitaba, aquejado por frecuentes pesa-dillas. Soñaba cosas imposibles. La rosa de piedra, anegada en tintas san-grientas, descendía hasta su boca, posando sobre ella los pétalos encendi-dos que parecían labios bermejos. Y despertaba con un velo rojizo ante los ojos, el cerebro echando llamas, el pecho oprimido, la garganta seca, la piel bañada en sudor frío, los miembros eréctiles y temblorosos, y una voz interna, implacable, murmuraba a sus oídos: “Maldito, sacrílego, impuro, las puertas del cielo están cerradas para ti”…

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* * *

¿Cuándo fue la caída? Una mañana resplandeciente y tibia, todo amor y perfumes. El sol envolvía al recinto en una atmósfera de rosa y oro. Fray Lorenzo se dirigió a la estatua como impulsado por un resorte o empujado por una mano fatal; sin pensamiento, sin voluntad, sin luz: barca sin velas ni timón entregada a los vaivenes del destino. Su semblante, que antes pa-recía descolorido marfil, estaba congestionado y purpúreo; sus pupilas, deslumbrantes como carbunclos, querían salirse de sus órbitas. Acercose a la escultura, ciñola frenéticamente entre sus brazos, estampó en sus labios un prolongado y sonoro beso…. y cayó con ella a tierra, lanzando un grito de agonía que parecía el alarido de un condenado.

* * *

Al ruido que produjeron el grito y el desplome, acudió toda la comunidad llena de alarma.

Fray Lorenzo hallábase en el suelo, abrazado a la estatua, pero era solo un cadáver.

Había muerto de congestión cerebral.Uno de los frailes acercose reverentemente a levantar la imagen; puso,

sin advertirlo, una mano en las mejillas de esta, y lanzó un grito de terror.El mármol estaba caliente, como si en su interior circulase una llama.¡Tan intensa y ardorosa fue la caricia del fraile, que su beso de fuego

había logrado vitalizar la piedra!

* * *

Los frailes, viendo en todo aquello la obra del demonio, redujeron la esta-tua a menudos fragmentos.

A Fray Lorenzo no se le dio sagrada sepultura, por haber muerto sin confesión.

Andando el tiempo esta sencilla historia se convirtió en conseja; la fan-tasía popular recargola con múltiples detalles, y todavía hoy se dice entre

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los habitantes de la comarca que el incógnito artista fue el diablo en perso-na, quien se valió de tales medios para tentar a fray Lorenzo, saliéndose al fin con la suya... como casi siempre ocurre.

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DOS TIGRES(1904)*

Fue una cosa estupenda, nunca vista.En el Coliseo había un mar de cabezas humanas. Humeaban en el car-

gado ambiente vapores de sangre. Roma entera estaba allí, con su empe-rador a la cabeza, pidiendo nuevas víctimas. El pueblo se agitaba impa-ciente en las graderías del vasto anfiteatro. Patricios y plebeyos, esclavos y gladiadores, matronas y meretrices, todas las jerarquías sociales estaban confundidas por el ansia del placer, cegadas por la ira roja, que a veces se convierte en un goce salvaje; con las fosas nasales abiertas, aspirando en la densa atmósfera el acre olor de la matanza.

Numerosos cristianos habían muerto; pero la multitud aguardaba mu-chos más, pues en el fondo de los calabozos quedaba todavía abundante presa.

Sobre la ensangrentada arena veíanse, dispersos o en montón, cadá-veres mutilados, despanzurrados, medio roídos, y moribundos retorcién-dose entre el polvo, que arrastraban consigo girones sanguinolentos de la propia piel, pendientes del cuerpo por un débil tejido de nervios. Aquí un león de Numidia apoyaba gravemente sus zarpas sobre el peludo cráneo de un viejo anacoreta. Allá una serpiente negra, ágil y flexible, se enroscaba como un collar al cuello de una virgen rubia. Acullá pateaba un oso el cuer-po de un mancebo. Por todas partes surgían monstruos.

En el centro, apartada de las otras fieras, destacábase una tigresa de manchado lomo y pupilas verdosas y centelleantes. Descansaba, ahíta del festín. Era un soberbio ejemplar de su especie, fornido y corpulento. Ha-llábase en estado de lactancia, en torno de ella corrían dos cachorros, y sus repletas mamas casi le arrastraban por el suelo.

* Eugenio Astol, “Dos tigres”, Cuentos y fantasías, Ponce, Tipografía de Quintín Negrón Sanjurjo, 1904, pp. 45-48. Primera y única edición.

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Oyose un débil vagido. ¿Quién lloraba? Una tierna criatura, de al-gunos días a lo sumo, a la que habían olvidado las alimañas del circo. Su madre yacía cerca de ella, con el seno destrozado por implacables uñas. Continuó gimiendo el infeliz recién nacido y la tigresa fijó en él los fosfo-rescentes ojos…

Entonces ocurrió un verdadero milagro. Oíd y lo sabréis:El terrible animal salvó poco a poco, cautelosamente, el breve espacio

que lo separaba de aquel ser desvalido. Pronto estuvo junto a él, lanzando un formidable resoplido que aterró al pueblo de Roma. Levantó una ga-rra… ¡Y se detuvo! ¿Qué vio en los ojos del niño? ¿Qué poder misterioso contuvo sus feroces impulsos? No se sabe; mas la tradición relata aquí el milagro, y yo, fiel cronista, lo copio.

La fiera se echó al lado del niño, tocándolo, abrasándolo con su aliento; lo atrajo hacia su vientre con maravillosa delicadeza, púsole en la boca una de las mamas, y el desamparado infante chupó con avidez el jugo de vida que le ofrecía la bestia, ¡humanizada por el instinto materno!…

La marejada humana se conmovió, sintiendo debilitarse sus fibras ante aquel espectáculo inaudito, provocado sin duda por el poder de Júpiter.

—¡Gracia! –clamó la multitud al poderoso Domiciano, elevando los dedos índices–.

El César sonrió, e hizo una majestuosa, olímpica seña…Abriose la puerta del circo; entraron por ella algunos soldados de la

guardia imperial, dirigiéronse al extraño grupo… y atravesaron a lanzadas al niño y al tigre!

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TOMÁS CARRIÓN MADURO (1870-1920)

HAITÍ(1894)*

COMO UN NÁUFRAGO del océano de las desdichas a quien las rudas tor-mentas del infortunio arrojan sobre los arrecifes de vecina playa, de tal suerte digo, llegué en la mañana del 28 del próximo pasado julio a las pla-yas haitianas, la república negra, que llaman algunos, el país en donde hay gentes que comen gentes, que dicen otros.

Yo no tengo patria.Mi madre me dio a luz, no en un portal como María al Salvador del

mundo, sino en un pasto como las bestias a sus hijos.El negro cuervo con su graznido salvaje saludó en aquel infausto día el

advenimiento de un nuevo hijo de Caín a este mundo de estúpidos y moco-sos. Esto si no es verdad a mí me lo parece.

El día que llegué al feudo de Hippolitte, era un día sin sol, un día nebu-loso y sombrío como conciencia de tirano.

Las negras sombras parece que se dieron cita para presenciar la llegada del oscuro viajero.

¡Aquello era una irrupción de tinieblas!Negro el servicio del buque que me llevaba a su bordo.Negro el día de mi desembarque.Negro yo.

* Tomás Carrión Maduro, “Haití”, Literatura puertorriqueña negra del siglo XIX escrita por negros, Roberto Ramos Perea; comp., estud. prelim. y notas, San Juan, P.R., Editorial Lea / Ateneo Puertorriqueño, 2009, pp. 333-336. Fue publicado por primera vez en A vuela pluma: Haití, Plácido y Manuel Sanguily, La Habana, Imprenta La Constancia, 1894.

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158NARRACIONES PUERTORRIQUEÑAS

Negra hasta la tierra que por primera vez pisaba.¡Cuánta lobreguez!Diríase que aquello era el Apocalipsis de mi vida.Orgía siniestra de todo lo tenebroso.Allí hay más negros que preocupaciones tiene Cuba.Negros que van y negros que vienen.Negros en el comercio.Negros ocupados en las artes.Negros ocupados en las industrias.Negros en la milicia.Negros desempeñando los destinos civiles.Negros ejerciendo delicados cargos gubernamentales.Negros diplomáticos.Negros científicos.Negros literatos.Negros artistas.Negro todo, en fin.Aquello tenía para mí la majestad solemne de las grandes novedades.Pero de súbito surgieron a mi memoria los nombres de Toussaint y de

Dessalines, como evocados por un espíritu de veneración y de respeto, y cuando esas dos sombras augustas tomaron cuerpo en el santuario de mis recuerdos pensé:

Estos edificios que se destacan ante mi vista sin atrevimientos artísticos ni pretensiones estéticas.

Aquí, donde no hay chapiteles corintios ni columnas dóricas.Aquí, donde todos los órdenes arquitectónicos no tendrían el valor

ficticio que en otros países enervados y abyectos por la vanidad y una gran-deza mal entendida y peor practicada.

Aquí, donde hay generales que andan modestamente vestidos, porque no viven del latrocinio ni del fraude, y no obstante, sirven a su país en lo que pueden y con lo que pueden.

Aquí, donde no hay tanto pícaro encumbrado ni como en otros países que cometen la audacia de llamarse civilizados, hay magnates dignos de llevar grillos pegados a los tobillos.

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159BIBLIOTECA AYACUCHO

En este suelo donde se han ocupado de la moral antes que de lo mate-rial, y se descuida la higiene del cuerpo, pero no la higiene del alma, aquí se comprende que primero que soberbia ha habido vergüenza.

Antes que payasos ha habido hombres.Antes que caínes ha habido cristos.Antes que hombres-perros, hombres-dignos.Puerto Príncipe, la capital de Haití, parece una feria inmensa. Los na-

turales de allí se sitúan en abigarrados grupos en avenidas y plazas para poner a la vista de los mercantes todo el derroche de productos de aquella tierra pródiga. Hay allí portales donde se ponen cajones a título de apa-radores, y se suspenden largos cordeles, en los cuales cajones y cordeles exhiben los dueños todas las novedades existentes en sus establecimientos; pero no hay allí portales donde vayan las mujeres, como en otros países pseudo-ilustrados, a ofrecer sus favores a los transeúntes, por el precio de diez o doce centavos.

Hay allí anchas calles sombreadas por el espeso follaje de g igantescos árboles; calles que están algo abandonadas, porque siempre en días de lluvia se forman grandes baches, y con el constante ir y venir de los carrua-jes se les ocurre a aquella buena gente disimular la falta arrojando sobre dichos baches un montón de paja, con cuya pretensión, queda en buen lugar el celo de autoridad y el inocente viajero, que no está en antecedentes, arriesgado a sumergirse hasta las orejas en un paraje donde ha creído ver una alfombra amarilla digna de ser hollada por extranjeras plantas.

Empero, no hay gobernantes que timan a sus gobernadores insignes cantidades para las atenciones del ornato público. Hay allí altos empleados y dignatarios que caminan humildemente vestidos, pero no hay allí altos empleados ni dignatarios que sean amenazas constantes a los intereses del fisco.

¡Especie de espadas de Damocles eternamente suspendidas sobre la riqueza del erario público!

Hay allí esposas de ministros que van con un cesto al mercado a com-prar lo que han menester en sus hogares; pero no hay allí esposas de minis-tros que se den citas en casa de las bastoneras para ir a arruinar el honor de sus maridos.

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160NARRACIONES PUERTORRIQUEÑAS

Hay allí caballeros de color oscuro pertenecientes a la estirpe linajuda de los hombres de virtudes y de talento; pero no hay allí negros de color blanco pertenecientes a la estirpe linajuda de la crápula asquerosa.

Hay allí negritos muy delicados y cultos que van siempre de frac y de chistera, lujo que sostienen con el producto de una labor honrada; pero no hay allí blanquitos que quieran darse el pisto de gentes de pro viviendo de brujas y amigotes de rameras pobres.

Hay quien dice que los haitianos comen carne humana: bien, sea: sin embargo, yo me aventuraría a caminar por las selvas más intrincadas de Haití sin temor de ser por nadie, ni aun por las fieras, devorado, pero paseo con previsión por los lugares más concurridos de países, al p arecer más cultos, pero abrigando el temor de ser comido por algún blanco ne-grófilo.

Hay allí doctores muy ilustrados, de prestigio europeo, que son mo-delo de ejemplarísima conducta lo mismo en la vida pública que en la vida privada; pero no hay en Haití doctores a quienes haya que recogerlos en el arroyo y conducirlos en brazos a sus casas en lamentable estado de em-briaguez.

Hay en Haití mulatos, a los cuales el pueblo les otorga sus sufragios, sacándoles triunfantes como diputados a Cortes, y esos mulatos son muy sensatos y excelentes oradores; pero no hay allí mulatos que nieguen a sus madres porque son negras y esclavas, y buscan a sus padres porque son blancos plebeyos, pasando por el disgusto de no tener ni la una ni el otro, por ser muy imbéciles y muy cochinos.

Viven en Haití señoras bien nacidas, bien criadas y mejor instruidas y preparadas por sus virtudes para la vida conyugal; pero no hay allí mesali-nas corruptas que después de haber sido despreciadas hasta de los perros, contraen matrimonio con un Juan cualquiera para pasar desde entonces en el universo social como unas señoras sancionadas y respetadas por tutti li mundi.

Hay en Haití señoritas negras que van al templo, al baile y al paseo correctamente vestidas.

Las que esto hacen es porque cuentan con una posición acomodada, o a lo menos con el resultado de un trabajo productivo y honrado; pero no

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hay allí señoritas blancas ni negras que empeñan su honor por alternar en lo que llaman sociedad con otras que han hecho otro tanto, si no peor.

Hay en Haití infinidad de caballeros de color que se pasean por los principales centros de Europa, en donde, por sus maneras distinguidas y completa educación, son admirados por los hombres de mérito reales y po-sitivos; pero no hay allí caballericeros endiosados que en llegando en donde hay personas decentes y personas que valen no pueden hacer menos que demostrar su humilde procedencia, a pesar del color blanco, de la bomba y del frac.

Estos, no son otra cosa que asnos cargados de reliquias.Seres desgraciados a quienes su evidente nulidad engríe y envanece.Hay en Haití ladrones vulgares, que por el porte y la presencia denun-

cian su origen; pero no hay en Haití rateros de levita, que aparecen como figuras de adorno en todas partes, y a la mejor del tiempo se roban la copa en que les sirven el agua.

Queda demostrado con esto que no es más grande ni más digno ni más superior aquel que lleva el rostro embadurnado con albayalde, ni son menos pecadoras las manos que se calzan guantes damasquinos, ni más privilegiados las cabezas que peinan cabellos lacios.

Algunos hombres, tenidos por doctos, llaman país salvaje a Haití, por-que Hippolitte, alguna vez, por asegurar su gobierno, ha mandado a fusilar cierto número de rebeldes y sediciosos.

Sin duda alguna esos doctos o son muy torpes o pecan de apasionados.“Es necesario que ese estercolero desaparezca del mapamundi”.“Hay que ametrallar a esos negros, hay que someterlos”.Esta es la opinión de una docena de changos de la sociedad, que, por-

que impunemente ocultan el rabo bajo los largos faldones de una levita y los testaferros al amparo de una chistera, prendas a veces mal adquiridas, se creen los escogidos para imponer sus apreciaciones más o menos absurdas a otros tantos desgraciados.

El presidente Rojas en Buenos Aires.Leiva, en Honduras.Rodríguez, en Costa Rica.Núñez, en Colombia.

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Ezeta, en Guatemala.Y toda esa recua de bandoleros sud y centro americanos, se han cansa-

do de asombrar al mundo con sus medidas de salvaje previsión, ejerciendo una dictadura violenta y avasalladora, sin que a nadie, que yo sepa, le haya venido a mientes la oportuna idea de hacer desaparecer aquellos países del mapa ni menos ametrallarlos ni someterlos.

Y no hay que ir muy lejos.Países cultos o tenidos por tales, conozco yo, en que se ha dado el es-

pectáculo poco humano y sin igual, de fusilar unos cuantos niños inocentes por sencilleces y puerilidades.

Y otras muchas cosas, tan peregrinas, que la pluma se resiste a na-rrarlas.

Y, de esos países que algún día obtendrán como merecida recompensa de sus grandes crímenes las inflexibles maldiciones de la historia, surgen esos pigmeos que, cuando han debido, no han tenido el valor y la vergüen-za que deben acreditar los hombres que quieren hacerse pasar como após-toles del progreso y como salvadores de la pobre humanidad.

¡Eso se llama ver la paja en el ojo ajeno y no advertir la viga en el propio!

El solo hecho de que los negros haitianos hayan sacudido heroicamen-te las coyundas ignominiosas de la esclavitud, los coloca a grande altura en sentido moral, no únicamente a la apreciación de los hombres de cordura, si que también a los ojos de la divinidad.

La oligarquía, ese cáncer que lentamente va consumiendo el organis-mo político social de los pueblos, todavía no se ha apoderado en el seno de aquel país santificado por la generosidad de sus nobles hijos, si es que los negros pueden ser nobles.

Eso significa, que en el corazón de aquellos prójimos sencillos no cabe la ambición desatentada que ha armado la mano del hombre con el arma fraticida para atentar contra la vida y la hacienda del hermano.

Hay en aquellos pobres desdeñados cierto espíritu delicado e inofen-sivo, que hace ver en ellos una superioridad moral, digna de ser tomada en cuenta. Si los hombres de otras razas fueran más justos, sabrían apreciar esas bellas cualidades.

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Eso vendría a ser una como atenuante que los recomendaría al aprecio y al respeto de todos, y no pretenderían rebajar su condición haciéndoles descender a la categoría de bestias, hiriéndolos duramente como haciendo alarde de una crueldad bestial, y por lo tanto, indigna del hombre que atre-vidamente se ha supuesto hecho a imagen y semejanza de Dios.

Un paisano mío, el Dr. José Rodríguez Castro, hombre ilustrado –en medicina, se entiende– no hace mucho que, buscando en los desvanes de su encéfalo una idea salvadora para hacerse de unos cuantos centenes, sin desplegar grandes esfuerzos ni laboriosidad, dio al parecer en el traste, habilítase de un par de vacas tísicas, y sin consultarlo con Dios ni con el Diablo, métese en Haití, por ser el país que creía él más a propósito para lograr sus famélicos fines.

Pero, ¡oh Providencia! En Haití hay doctores, si no tan cacos como mi paisano, si más talentosos.

Y el plan del Dr. Rodríguez Castro no le resultó.Pretendía inocular la vacuna, mejor dicho, matar impunemente unos

cuantos negros haciéndose pagar muy caro tan fácil oficio: mas no fue po-sible.

Y he aquí que el Dr. tuvo que volverse a casa, defraudado para siempre todo su brillante caudal de halagüeñas esperanzas, anotando un triste de-sengaño más en el libro negro de los negros desencantos.

Pero como las pasiones bastardas suelen asaltar a veces aun a los co-razones más sanos, halló acceso en el de mi ilustre protagonista, y lleno de profundo despecho, escribe y publica un libro con el título Cosas de Haití.

Cosas de Haití es un fárrago de inexactitudes en que su autor se propu-so hacer una apología de la vida, usos y costumbres de los haitianos.

En el estilo obstruso en que está escrito Cosas de Haití, queda estereo-tipada la personalidad del Dr. Castro.

Aquello, más que un trabajo de observación es una autobiografía, en la cual están cinceladas de mano maestra las cualidades más salientes del autor de El alcoholismo y sus consecuencias.

—Esta es la obra magna de mi paisano.—¡Si será buen sastre el que conoce el paño!

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Cosas de Haití, no es una obra de observación ni menos de imagina-ción. Es una obra de mercado. El señor Rodríguez Castro ha cumplido al pie de la letra el nosce te ipsum de Sócrates; pero por carencia de sinceridad atribuye todos sus vicios y fealdades a unos infelices que ni siquiera lo han ofendido llamándolo tonto, dejando encomendado a la capacidad del lec-tor la solución del enigma.

¡Bien hábil tiene que ser un hombre que se pinta solo! Al fin, la obra produjo algunas pesetas a su autor. Así es que la cosa no resultó del todo mala.

¡Bien, hombre, bien!

II

Nos dice el galeno en su obra que los negros haitianos pretendieron darle a comer carne humana por carne de vaca.

Es decir, le querían meter gato por liebre.Felices hubieran estado los haitianos si se les hubiese ocurrido seme-

jante revancha, por aquello de que: para un pillo otro mayor.¡Dios sabe la gran cantidad de carne de muertos que habrá comido mi

paisano en los anfiteatros! El hombre, por sí solo, constituye una trilogía.Concurren en él el individuo material, el ente moral y el ser intelectual.A satisfacer todas las necesidades de esas tres potencias encamina el

hombre todos sus afanes en la vida.Por eso hay hombre, sin alusiones personales, que, por darle a la carne,

le dan carne humana.Por darle al espíritu, le dan espíritu de alcohol.Por darle a su talento, le dan boberías.Hay hombres que han llegado a figurarse que un título académico

acredita capacidad.Error craso en que han caído no pocos mortales.De ahí que el señor Rodríguez Castro haya creído que él puede ser

indistintamente un buen cirujano, un buen médico, un buen literato, un buen poeta, un buen crítico y un buen catador de vino.

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El émulo de Hipócrates, participa de todas las preocupaciones y enva-necimientos de raza.

Creyó que a su llegada a Haití había de ser recibido como un segundo Mesías, necesario para la segunda redención de la humana especie.

Y ¡oh!, desencanto: ni un repique de campana, ni un Te Deum con acompañamiento de tambores, ni banderas, ni colgaduras, ni regocijos pú-blicos y, lo que es peor, ni la esperanza de ver realizados los azules sueños en un país que fuera un día para el pequeño huésped.

Polar estrellaCariñoso faro.

Corolario: que los paisanos de Pétion no son tan brutos como aseveran no pocos observadores nada imparciales, sino que, parece que por malig-nas predisposiciones, muchos blancos –mi coterráneo inclusive– se han dispuesto sistemáticamente a censurar, abultándoles y dándoles una nove-dad novelesca, pequeños defectos de los cuales adolecen aún los países más avanzados en la senda de la civilización.

¿Que son negros? Bien: el color es accidente del cual nadie es respon-sable.

¿Que comen muertos? Mejor: en peores condiciones están los países en que nos comen a los vivos. ¿Que son desordenados? Óptimo: al menos son hombres libres. Son ciudadanos y no cosas.

Preferimos, a la existencia del blanco esclavo, así fuera en París, la del negro congo en las impenetrables selvas del África.

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CARMELA EULATE SANJURJO (1871-1961)

LA VIDA REAL(1893)*

PERTENECÍA ISABEL a una familia humildísima, la cual necesitaba del trabajo de ella para atender a sus primeras necesidades. La muchacha ha-bía pasado los mejores años de su vida –acababa de cumplir veinte– en un húmedo y mal ventilado cuarto, sin más relaciones que algunas pocas amigas, obreras como ella, más o menos acomodadas. La madre anciana y enferma, una hermana viuda con un niño, y otro hermano empleado en un taller de maquinaria, componían la familia. Isabel leía medianamente, escribía mal y con una ortografía dudosa, y en aritmética llegaban sus cono-cimientos a saber únicamente sumar y restar, pero su natural inteligencia y sus aptitudes de asimilación suplían a estas deficiencias. A ella entregaba su hermano Juan la mitad de su jornal para los gastos de la casa, y aceptaban también la anciana y el niño su dulce autoridad. Le ayudaba en las faenas domésticas su hermana Encarnación, pero tocante al trabajo para el taller nadie podía rivalizar con ella.

Por recomendación de una amiga, a quien acababa de hacer unas her-mosas marcas en mantelería, conoció a la señora de Guerra, y de ahí partió la amistad de las dos mujeres. Mercedes Lahoz de Guerra era en el sentido lato de la palabra, un alma noble y generosa exenta de preocupaciones de clase, y siempre pronta a hacer el bien. Sus sentimientos elevados tenían

* Carmela Eulate Sanjurjo, “La vida real”, La Ilustración Puertorriqueña (San Juan), (marzo 1893), pp. 45-48. Este texto forma parte de sus “Bocetos de novela”, publicados en el citado periódico.

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cierta exaltación, debida a una vida ociosa y a la lectura de novelas, que la hacía a veces dar a hechos vulgares cierto tinte romancesco. Mercedes creía hallar la novela en la vida real, y este sentimiento la hizo poetizar desde el primer momento la figura de la joven obrera. Era Isabel alta y delgada, sin esbeltez, de pelo oscuro y crespo, y ojos negros de mirada viva y penetran-te. Su palidez era la de la anemia producida por el abuso del trabajo y la mala alimentación. Cariñosa, alegre y charlatana, con esa indiferencia del que habiendo nacido en una clase está conforme con su suerte. Mercedes apreció en la muchacha su buen corazón y su inteligencia clara, aunque inculta. Como se quedaba sola cuando Guerra iba a su destino, la hizo ir a su casa, decía que para dirigirla en sus costuras, pero en realidad para tenerla a su lado.

La ponía a veces a leerle los periódicos o revistas, estableciéndose poco a poco entre ellas una verdadera intimidad. Mercedes se decidió a empren-der la educación de su amiga. Prestábase a ello la joven con alegría, apro-vechándose de la relativa holgura que la protección de la de Guerra había llevado a su hogar. Trabajaba menos, y su trabajo era mejor retribuido, y al mismo tiempo satisfacía su afán de elevarse y de llegar a ser algo parecido a esas otras mujeres que desde su humilde esfera contemplaba antes sin en-vidia pero con interés. Afinábanse sus modales, adquiría su conversación cierto barniz de distinción, que la cambiaba sin quitarle por completo la gracia de su antigua charla popular. Una enfermedad de Mercedes vino a poner el sello a aquel sincero cariño. A petición de Guerra, la joven aban-donó su trabajo y su casa para constituirse a la cabecera de su idolatrada protectora, y no la dejó un instante hasta que su convalecencia estuvo bas-tante adelantada. Guerra obligó a la familia a aceptar el equivalente del jornal de la muchacha con el fin de que la abnegación de esta no afectase el bienestar material de los suyos.

Desde aquella época Isabel pasaba a veces semanas enteras en casa de su protectora, y ni esta ni su marido escaseaban medios de tenerla contenta. El cariño sin límites, la profunda gratitud con que les correspondía la joven obrera, alentaban a Mercedes a hacerla nuevos favores. Sin embargo, Isa-bel no era feliz; asaltábanla a veces tristes pensamientos al entrar en su hu-milde cuarto, viniendo de las lujosas habitaciones de la casa de Guerra. Los

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amigos de su hermano, mecánicos como él, le parecían groseros y vulgares, e instintivamente los evitaba. Sin embargo, ella misma no se daba cuenta de que, a medida que se afinaba, elevando su inteligencia y aumentando su belleza, sentíase más triste, más aislada entre los suyos.

Mercedes no veía tampoco la transformación que bajo el punto de vista moral se había operado en su protegida, ni atribuía su tristeza a otra causa que a accesos intermitentes de hastío como los que ella misma expe-rimentaba. Notaba, sin embargo, con orgullo el desarrollo de su inteligen-cia, y la finura de sus modales, y cómo la pobre y humilde obrera semejaba ya perfectamente a una acomodada señorita. Las amistades de la casa, al ver el cariño que la profesaban Mercedes y su marido, la admitieron bajo un pie de igualdad muy lisonjero para su amor propio. Ciertamente que ninguna de ellas sabía que el hermano de aquella joven tan decentemente vestida era obrero de un taller de maquinaria y vestía blusa.

Por su parte, Isabel no aludía nunca a su familia en las conversaciones con sus nuevas amigas, evitando aquel tema que podía desconceptuarla en sociedad. Otro sentimiento de índole más generosa la impedía hablar en su casa, entre los suyos, que eran los camaradas de Juan, del lujo ni de las amistades de Guerra. Temía afligir a su familia mostrándole cuán desgracia-da la hacía su pobreza, y herir su amor propio nombrándoles los nuevos amigos que contaba entre aquellas personas tan superiores a ella por su educación. Sin decirlo claramente, el tono de su voz, sus modales, su traje y su peinado, más señoriles que antes, los mismos temas de conversación que involuntariamente la ocurrían, hacían palpable su trasformación aun a los ojos menos perspicaces. No quería ser orgullosa, y la misma sonrisa con que acogía a los compañeros de su hermano, era de amable condescen-dencia. Encontrábase tan superior a ellos que ni por un instante la ocurría la idea de que alguno de aquellos hombres pudiera quererla ni aspirar a ser su marido. Y sin embargo, Juan sabía que Andújar, el primer operario del taller, hombre rudo y brusco, pero honrado, la quería, y contaba con que aquel matrimonio proporcionaría a su hermana todas las comodidades materiales a que la tenía acostumbrada su amistad con la señora de Guerra.

Entre los amigos de Mercedes había uno, Ángel Miranda, que hacía algún tiempo iba con más frecuencia a la casa. Sin confesar que Isabel le

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había impresionado, hallaba agradabilísimo su trato, y buscaba ocasiones de verla. Para él tenían más atractivo sus ojos negros de mirada viva y penetrante, y su figura modesta y sencilla, que muchas hermosuras de las que el mundo pregonaba como tales. Nada se oponía a aquella intimidad y por el contrario, Mercedes parecía favorecerla inconscientemente. La joven había cambiado por completo desde que Ángel frecuentaba la casa, y entregábase horas enteras a su tocador, ensayando de mil modos hacer resaltar su escasa belleza con las variaciones del peinado o combinando el color del vestido. Sus manos eran su tormento. Había leído en un libro que las manos son el distintivo de la raza, y le mortificaba el ver las suyas estropeadas por el trabajo. Mercedes le regaló un estuche de uñas y una caja de jabones de olor, para satisfacer el que consideraba simple capricho de la muchacha.

Cómo ha cambiado Isabel, dijo una tarde la señora a su marido. Nadie creería que en dos años de vida tranquila perdiera aquella palidez enfer-miza, y pudiera tener ese color tan hermoso con que hoy la vemos. Parece realmente cosa de novela.

Entretanto, la muchacha comenzaba a enamorarse de Ángel, no con una simpatía vaga e inconsciente, sino con una pasión tan seria y tan pro-funda como es capaz de experimentarla una mujer de veintidós años ma-durada por el sufrimiento. Sus menores gestos, el eco de su voz, tenían el poder de conmoverla, y ella se abandonaba voluntariamente a aquellas emociones. Le parecía que al presentarse aquel hombre en el tranquilo es-cenario de su vida se le abrían extraños y vastísimos horizontes, que aquel vacío, aquella frialdad de su alma se desvanecían para dejar lugar a una existencia llena de calor y de luz. Ya no se aburría estando sola: sus pen-samientos tenían una norma y su sensibilidad un objeto. Pero en el fondo de aquella pasión lo que menos había era Ángel. Halagábala reconocer en el joven esa elegancia, esa distinción de modales que echaba de menos en los compañeros de Juan, y que constituían para ella el summum de las perfecciones.

Además, Ángel era de gallarda figura, alto, proporcionado, con ojos y cabellos negros y barba cuidada. Sus manos blancas y finas (este detalle no dejó de influir en la pasión de Isabel) y sus pies esmeradamente calzados

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completaban un conjunto en extremo agradable al sexo femenino. Hallaba deliciosa su conversación, en la que aludía a cosas y personas para ella des-conocidas, y aunque se daba cuenta de sus sentimientos, lejos de tratar de combatirlos se abandonaba voluntariamente a aquellas emociones.

—¿Dónde vive usted, Isabel? –le preguntó Miranda–. Tendría mucho gusto en visitar su casa con frecuencia.

La muchacha se turbó y no supo qué decir, recordando la pobreza, casi miseria, con que vivía su familia. Adivinaba la sorpresa del joven, si cumplía su oferta, y su resolución de no volver más a encontrarse, él tan distinguido, tan elegante, en sociedad con obreros y maquinistas.

—Usted no puede ir a casa –dijo resueltamente al cabo de un momento de silencio– porque somos muy pobres.

Ángel la miró sonriendo.—Iré, sin embargo –dijo–.—No, no –insistió ella más turbada aún–, no vaya usted, se lo suplico.Y como él vacilase, dudando en ceder a sus deseos, continuó con más

calor, vendiendo su secreto y el inmenso placer que experimentaba al verle.—¿No nos vemos aquí? ¿Mercedes no le ha dicho que puede venir con

la frecuencia que quiera? ¿No se enojará usted conmigo por esto, verdad que no?

Él le estrechó la mano con ademán amistoso, y cambió de conversa-ción; pero a los pocos días, entre cigarro y cigarro, habló a su amigo Guerra de la joven. ¿Quién era esta? ¿A qué familia pertenecía? ¿Cómo la habían conocido ellos? Nadie que hubiese oído el tono indiferente con que hacía estas preguntas habría adivinado el interés que encerraban para Ángel. Guerra contestó explícitamente, extendiéndose en detalles nimios, como era su costumbre, y daba cierta lentitud a su conversación. Pintó a la fami-lia de Isabel gimiendo en la miseria, y a la joven anémica y enfermiza en el momento en que la casualidad la puso en contacto con ellos, alegrándose de hallar ocasión de referir el noble rasgo de su esposa, en que tanta parte le cabía. Describió minuciosamente el traje con que se le había presentado la muchacha, como si fuese asunto de marcada importancia.

La curiosidad de Ángel estaba satisfecha, y sus ideas tomaron otra di-rección. Resolvió irse separando poco a poco del trato de la joven, para que

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sus simpatías no llegaran a convertirse en amor. La pobreza y humildad de origen de Isabel hacían necesario este sacrificio y, aunque le gustaba mucho, su propio interés le daba valor para retraerse. Ángel era quizás más pobre que la obrera, pues con poquísimos recursos tenía que soste-ner las obligaciones que impone la sociedad a las que mira como personas de desahogada posición. Tenía que privarse de tomar coche de alquiler aunque estuviese cansado, y luego se gastaba cinco duros en una cesta de flores para obsequiar a una rica señorita. Él y su madre lograban hacer esos milagros y representar un papel airoso en sociedad gracias a inverosímiles privaciones en su hogar. Los sesenta duros que ganaba el joven en la casa de comercio de Bowne y Comp., alcanzaban apenas para lo necesario, y de ahí había que sacar para lo superfluo. Algunas pequeñas deudas gravaban siempre el presupuesto del mes futuro, pero eran luego escrupulosamente pagadas. La señora Miranda soñaba con que su hijo hiciera algún brillante matrimonio que le permitiera mejorar su posición. La honradez, juventud y gallardía del joven debían allanarle el camino, pero la boda no se realiza-ba. Temía Ángel, como esposas, a las mujeres ricas, antojándosele que el marido pobre de una mujer opulenta es un ente ridículo y expuesto a per-der su dignidad. Ciertamente que él, aun casado con la hija de Rotschild, trabajaría, porque el hábito del trabajo era uno de los principios que le había inculcado su padre. Pero el mundo, su misma mujer, quizás su con-ciencia, le reprocharían aquella alianza como una bajeza. Acaso también el recuerdo de Isabel, aunque el joven había renunciado en el fondo de su alma a ella, venía a hacer más odioso cualquier proyecto de matrimonio de conveniencia.

Se repetía que su amor era un disparate, y continuaba yendo con fre-cuencia a casa de Guerra, dándose a sí mismo el pretexto de que una au-sencia sin motivo justificado parecería hasta ridícula. No había hecho una declaración formal a Isabel, pero su apretón de manos, las inflexiones de su voz, sus miradas involuntariamente reveladoras, mantenían en la mucha-cha la creencia de que era querida. Ella le pagaba con una ciega pasión y una inquebrantable confianza. Se habían entendido sin hablarse, y en vano trataba de mentirse Ángel a sí mismo, diciéndose que su secreto estaba bien guardado.

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Un acontecimiento vino a precipitar el desenlace de aquella situación anómala. Juan habló a su hermana de que Andújar, su compañero, que ha-cía algún tiempo que la quería, se la había pedido en matrimonio, y trató de decidirla, pintándole esta boda como una fortuna loca para ella y los suyos. Ya no tendría que vivir miserablemente, sino que, por el contrario, disfru-taría de una posición desahogadísima. Isabel corrió a casa de Mercedes y le hizo una confesión completa, pidiéndola consejo, porque aunque resuelta a no aceptar aquel enlace, su conciencia le remordía el no anteponer a todo el bienestar de su familia. La señora Guerra se alarmó al ver la vehemencia con que hablaba su protegida de Ángel, y sobre todo observando que este no había dicho ninguna palabra que le comprometiera. Tranquilizó a Isa-bel, diciéndola que el asunto merecía pensarse, pero que antes de tomar una resolución iba a hablar con Ángel, valida de la amistad que mediaba entre ellos, y obligarle a expresarse claramente. Al principio la joven re-chazó la idea, pero su protectora la convenció de que no padecería en nada su dignidad de mujer, pues no pensaba adoptar más papel que el de amiga oficiosa. No se ocultaba a Mercedes lo delicado de su misión, pero contaba para llevarla a cabo con su influencia sobre Ángel, a quien conocía desde niño, y con la nobleza y lealtad de este.

Guerra, de acuerdo con su mujer, se retiró pretextando un asunto im-portante, al poco rato de llegar el joven. Habló Mercedes algún tiempo de cosas indiferentes, y al fin, llevando la conversación al terreno que de-seaba, le interrogó categóricamente. Animado Ángel por la bondad y la indulgencia que sabía formaban el carácter de su interlocutora, le confesó su amor por Isabel, y los obstáculos que le impedían entregarse a aquel sentimiento. Le hizo ver lo modesto de su posición, la penuria de su hogar, en el que no había más entrada que los sesenta duros que ganaba en la casa Bowne, y que apenas le permitían atender con decencia a las necesidades de su madre y a las suyas. Se quejó de las exigencias sociales que le obli-gaban a vivir exteriormente como en vida de su padre, que disfrutaba de un crecido sueldo. ¿Era posible soñar en casarse en estas condiciones con una muchacha pobre y desvalida a cuya familia tendría quizás que ayudar también? ¿No sería esto prepararse un porvenir de miseria y de deudas que su conciencia miraría como deshonroso? Tampoco podía, por otra

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parte, dar el disgusto a su madre, a la que idolatraba, y que no tenía en el mundo otro amparo ni otro cariño que el suyo, de casarse con una mujer del pueblo, pues aunque Isabel estaba afinada por la educación, su familia sería ordinaria. Su madre era altiva y se preciaba mucho de su clase para que aquella circunstancia no le hiciera repulsiva la unión. Además, ¿qué porvenir podía ofrecer a Isabel que compensase tantos sacrificios y diese alguna garantía de felicidad para ambos?

Mercedes escuchaba triste y silenciosa, sorprendiéndose de cuán pro-saica es la vida y de qué diferente modo se desenlazan en ella los idilios, tan contrario a los finales de novela de sus autores favoritos. Enojábase con Ángel interiormente por verle tan sereno, analizando su pasión y los vulgares obstáculos que le separaban de la mujer amada. Decididamente aquel muchacho, a pesar de sus grandes ojos de soñador, tenía un alma vulgar indigna de la pasión que había inspirado a Isabel. Y casi experimen-tó deseos de decírsele así. No había tenido un arranque de dolor o de ira contra el destino, ni una sola frase de esa desesperación sombría que hace temer el suicidio. Pero se contuvo porque le quería, y recordando que no era la primera vez que hallaba a la realidad distinta de como la había soñado. Su sentido práctico no pudo menos de reconocer la justicia de los razonamientos del joven, y que si se casase se crearía una posición difícil. Pero, ¿por qué no tenía fe en el porvenir y en el trabajo?

—¿De modo, Ángel –resumió–, que aun queriendo a Isabel como la quieres no piensas casarte con ella?

—Ya te he dado mis razones, ni ahora ni en una época más o menos lejana. Tú sabes bien que el que nace para ochavo…

—¿Y por qué no emigras en busca de fortuna? —¿Dejar a mi madre para correr aventuras? Eso no lo haré nunca.Mercedes tomó a su vez la palabra y le indicó que no debía volver a ver

a Isabel. Puesto que no se casaría con ella, lo mejor era cortar aquellas rela-ciones, entonces que todavía era tiempo, antes de que su mutuo amor llega-se a hacérselo más difícil. Ángel dio su palabra de honor de evitar toda clase de comunicación con la joven, alegrándose quizás de que aquella brusca sacudida le hubiese devuelto la energía a su voluntad, permitiéndole seguir el camino que se había trazado.

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Mercedes dio la noticia a su protegida con la mayor delicadeza posi-ble, procurando no herirla. Isabel lloró mucho al principio, y su dolor fue demasiado profundo para que no inquietase a la bondadosa señora. Sin embargo, a los seis meses se había trocado en una dulce tristeza, y como desde el día en que todo concluyó entre ellos no había vuelto a nombrar a Ángel, su recuerdo le parecía lejano y borroso. Era como si hubiere repre-sentado un papel de los que leía en las novelas, identificándose con ellos, solo que la suya había tenido un desenlace triste. Frecuentaba menos la casa de Mercedes, complaciéndose en trabajar en su cuartito y en tratar a los camaradas de su hermano, como para castigarse por su soberbia al haber querido salirse de su esfera. Vestía modestamente con arreglos a su clase y hasta vendió un bonito sombrero que le había regalado Mercedes, para usar solamente la mantilla y el manto, renunciando para siempre a parecerse a las señoritas de la clase media acomodada.

Desistió también de leer, porque las novelas la hacían sufrir, recordán-dole cosas que deseaba olvidar y anhelos de dicha que eran incompatibles con su situación presente. Su madre y su hermana, que no se daban cuenta de este cambio progresivo, y Juan, que ha sospechado algo al verla rechazar la petición de su amigo, se alegraron al ver que poco a poco se identificaba con ellos, y ya no se sentían cohibidos en su presencia. Está más pálida que antes, pero ellos lo atribuyen a la falta de aire y ejercicio, y Juan empieza a sacarla a paseo por las tardes. Ella, antes tan orgullosa, que se avergonzaba de decir a sus amigas que tenía un hermano obrero, se apoya ahora con altivez en el brazo del joven mecánico, y hasta desea encontrar alguien que la conozca, para hacer más completa penitencia de la que ya califica de su estúpida pretensión.

Una tarde se cruzó con Ángel en la calle, y por un movimiento análogo, casi involuntario, aunque se reconocieron, los dos pasaron sin saludarse. Ella se sorprendió de que la vista del hombre que había sido su primer amor, y que un año antes hacía afluir violentamente la sangre a su corazón, no la produzca ahora más que una impresión de frío y de ligero malestar. El instante temido de volver a encontrarse con él acababa de convencerla im-plícitamente de que su enfermedad (así llamaba a su antiguo amor) se halla muy adelantada en sus vías de curación. Y es que las lecturas, los sueños,

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e ilusiones, que ella resumía en la persona de Ángel, se han evaporado en su imaginación, y ya no queda más que un recuerdo vago y desagradable.

Tuvo Mercedes que marcharse de la ciudad, porque a su marido le des-tinaron a otro punto, y se despidió con dolor de su joven protegida. Acaso en la conciencia de la noble señora había algo que la reprochaba las lágri-mas de Isabel, haciéndola responsable de ellas por su falta de perspicacia. La muchacha no se había quejado nunca, pero después del desengaño de su amor, el hecho de la devolución de los libros y el rompimiento absoluto con sus antiguas costumbres probaban suficientemente que buscaba la cal-ma y el consuelo, en la esfera de que quizás le hubiera salido mejor no haber salido nunca. Mercedes continuó escribiéndola, porque no se resignaba ninguna de las dos a dejar de saber de la otra, pero las cartas de Isabel se iban haciendo cada vez menos frecuentes, y no hablaban más que de cosas relacionadas todas con su familia y su trabajo.

A los dos años de haberse marchado, recibió Mercedes una larga y cariñosa carta de Ángel, participándole su boda con la hija del socio capi-talista de la casa Bowne, añadía, por supuesto, que su madre estaba con-tentísima, y que era un enlace que le prometía muchas felicidades para el porvenir. Mercedes estrujó la carta con rabia, llevada de su natural genero-so, mientras Guerra se encogía de hombros filosóficamente, diciendo entre dos bocanadas de humo.

—Así es la vida.Pocos meses después escribió Isabel anunciando que se casaba con un

compañero de su hermano, también mecánico, pero a quien su inteligen-cia y laboriosidad hacían ganar un buen jornal. A la carta no acompañaba ninguna lujosa esquela, pero se desprendía de ella un perfume de amor y de felicidad, de que carecía la de Miranda. La señora Guerra se alegró del matrimonio de la joven, aunque impulsada por su natural romántico quiso atribuirlo al despecho, a pesar de que su marido insistía en que Ángel era extraño al asunto.

En efecto, cuando Mercedes estuvo de paso en la ciudad y fue a ver a su querida amiga, apenas la reconoció. Gruesa, colorada, disfrutando de excelente salud, con un marido que la quería y un hermoso chiquitín que empezaba a balbucir, Isabel era una mujer dichosa. Reía y charlaba con

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su primitiva locuacidad, y nada le importaba estropearse las manos, que las tenía ya bastas y deformadas, en las faenas domésticas o en planchar las camisas de su marido. Encontró la dicha volviendo a su clase, y enviándole la Providencia un hombre honrado y trabajador que la quería y respetaba por encima de todo, como a la compañera elegida de su vida y la madre de sus hijos.

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NEMESIO R. CANALES (1878-1923)

COSAS DE MUERTOS(s.f.)*

HE ESTADO HOY un rato acostado, después de almorzar, tratando en vano de dormir la siesta. Y no pudiendo lograr que el sueño cerrase mis ojos –estos feotes ojos míos que han visto tantas cosas que no valían la pena– me puse a buscar con la imaginación cosas divertidas y amables en qué pensar. Y a vuelta de mucho pensar, caí en la extraña tentación de irme pintando a mí mismo los diversos incidentes y detalles de mi muerte.

Me veo a mí mismo muerto, de resultas de haberme caído de un coche. Estoy tendido en medio de la calle, hecho un horrible guiñapo sanguino-lento. En torno mío, un grupo abigarrado de personas de distintos sexos y edades comenta el suceso y me echa piropos.

Yo había sido más bueno que el pan, más patriota que Guzmán el Bue-no, más sabio que el Tostado, más justo que Catón, más valiente que Ama-dís de Gaula, y qué sé yo cuántas cosas más. Hasta hubo alguien, creo que fue una vieja algo cegata, que llegó a soltar la enorme barbaridad de que yo había sido un buen tipo.

Era la leyenda que empezaba. ¡Yo no sé lo que sería del mundo si llegá-ramos a sentir algún día por los vivos la ternura que nos inspiran los muer-tos! Tendríamos que estar huyendo siempre, tendríamos que escondernos los unos a los otros para escapar a tanto piropo y tantísimo agasajo como se nos trataría de prodigar en todas partes y a todas horas.

* Nemesio R. Canales, “Cosas de muertos”, Índice. Mensuario de historia, literatura y ciencia (San Juan), (23 de abril de 1929), pp. 15-16.

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Por desdicha o por fortuna, no sucede así: somos galantes y tiernos con los muertos –quizás porque no nos necesitan– pero, en cambio, tenemos dientes y uñas de pantera para todo prójimo –macho o hembra– que se nos pone a una vara de distancia.

Pues sí: yo estaba tendido en la calle, con la cara lívida, con el cuerpo hecho trizas, con los ojos muy abiertos, muy abiertos, mientras un grupo de gentes compadecidas hasta el llanto comenzaban a tejerme una suave y hermosa leyenda.

Nadie se atrevía a tocarme. Todos esperaban a la autoridad para el levantamiento del cadáver. Todos hablaban en voz baja: blando susurro de cuchicheos incoherentes en que vibraban inmensos respetos. Solo un muchacho que pasaba por mi lado se atrevió a darme un ligero pellizco en la nariz. Cosa rara: mientras chillaban coléricos los del grupo ante aquella inaudita irreverencia, yo en mis adentros me reía satisfecho de aquella hu-morada del muchacho, y hasta llegué a desear otros irreverentes pellizcos. Más me gustó la familiaridad con que me trató el muchacho que el murmu-llo halagador emanado de la inconsciente hipocresía de la muchedumbre.

Por fin, la autoridad –que se hace esperar siempre, como no se trate de jugaditas de gallos y pecadillos bobos de infelices mujeres– se llegó solem-nemente hasta mi cadáver y ordenó mi traslado al hospital, donde proce-dieron en seguida, con la mar de miramientos inútiles que casi me hicieron perder la paciencia, a meterme dentro de un largo, negro y horrible ataúd.

¿A qué viene esto del ataúd? Me decía yo. Según me trajeron al hos-pital en una ambulancia, ¿no han podido de una vez conducirme sin más aparato al cementerio?

Poco después, mi indignación subía de punto, al notar que metían el ataúd dentro de un lujoso e imponente carro fúnebre.

Pero ¿qué es esto, Dios mío? ¿A qué vienen tantas coronas, tanto color negro, tanto lujo derrochado en este carro, ornamentado como para una fiesta?, seguía diciendo. ¿Es que con tanta pompa se quiere expresar pú-blico regocijo para mi muerte? Yo no me quejaría de ese regocijo, porque a más de otros defectos fui enredador y lengüilargo, pero, entonces, ¿cómo se explica el luto aparatoso desplegado en todo? ¿Cómo se explica esa larga fila de hombres de cara compungida que caminan tan despacio, como si me

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llevasen en procesión por haber realizado alguna hazaña? ¿Es que el hecho de morirme, cosa tan sencilla y vulgar, me ha realzado de tal modo? ¿Por qué si voy muerto, si soy ya un montón informe de carne en proceso de descomposición, en lugar de poner los caballos a galope para librarse de mí cuanto antes, se cree todo el mundo en la obligación de vestir de etiqueta, y afectar una profunda aflicción, y acompañarme ceremoniosamente, como deseosos todos de tributarme honores que jamás me hicieron en vida? ¿Es que yo muerto, reducido a la condición lamentable de cosa que empieza a podrirse, valgo más, merezco más, que cuando estaba vivo? ¿Es que…?

Suspendo mis preguntas para volver a la feota y cachazuda realidad de mi existencia, convencido más que nunca de que el mundo está loco, y de que solo por estar tan loco es que yo lo soporto, llegando hasta tomarle cariño…

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LUISA CAPETILLO (1879-1922)

EL CAJERO(1916)*

POR UNA DE ESAS casualidades de la vida, Ricardo se había encontrado un protector que le había pagado sus estudios de perito mercantil. Nacido en la mayor miseria, su madre lo había criado con miles trabajos.

Ella anémica, como un esqueleto delgada, sin vida, extinguiéndose, como una lámpara sin aceite hacía esfuerzos sobrehumanos por enviar a su hijo limpio a la escuela. La esperanza que le quedaba cuando pensaba en el desamparo del niño, era el padrino, un hombre de alguna edad, austero, sobrio que había hecho algunas economías, con un comercio al detalle, viudo, sin hijos. ¡Cómo se hubiera alegrado que don Castro, se acordara de su hijo! Él era rico, podía protegerlo. El día que Ricardo cumplía 12 años ella esperaba que el padrino llegara con el acostumbrado regalo, ella le habló así:

—Don Castro, este niño ya es un hombrecito que debía de enviarse a estudiar.

—¿Qué quieres hacer de él mujer?—Es Ud. yo que sé.—Bueno yo lo veré y te avisaré.

* Luisa Capetillo, “El cajero”, Luisa Capetillo. Mi patria es la libertad (obra completa), Norma Valle Ferrer; ed., estud. prelim. y notas, [San Juan, P.R.], Universidad de Puerto Rico-Cayey, Departamento del Trabajo y Recursos Humanos, Proyecto de Estudios de las Mujeres, 2008, pp. 247-250. Primera edición en Influencias de las ideas modernas (notas y apuntes, escenas de la vida), San Juan, P.R., Tipografía Negrón Flores, 1916. Para esta edición respetamos el estilo y las formas sintácticas y gramaticales empleados por la autora.

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—Don Castro, Dios lo protegerá –y Ramona besándose a su hijo veía cómo don Castro se alejaba con su lento paso que mecía su cuerpo como un péndulo–.

A los pocos días don Castro volvió y le dijo a Ramona prepara a tu hijo para el jueves, toma y le entregó algún dinero, hazle alguna ropa interior y mándale a cortar un traje, y me lo envías para tomar el tren y llevarlo a New York.

—¿Ud. va con él?—No, lo enviaré con un amigo que va para esa ciudad y se encargará de

colocarlo interno en un colegio.—Gracias don Castro –dijo Ramona–. Cuando venga mi hijo, se lo

participaré.—Bueno –dijo don Castro–, hasta otro día.—Que Dios lo conserve bien don Castro –profirió Ramona–.Don Castro se alejaba satisfecho, creía cumplir con un deber.Por la tarde cuando llegó Ricardo le dijo Ramona: hijo mío, el jueves

de la próxima semana te irás a estudiar y tomando la cabeza del niño entre sus manos la besaba y decía: ¡pobre hijo mío! Cuánto me alegro que puedas serte útil mañana que yo falte, enjugándose algunas lágrimas.

Ricardo le dijo, no te aflijas, que en pocos años será suficiente mi tra-bajo para los dos.

—Así sea, hijo mío para que ayudes a tu madre que será pronto muy vieja.—Así lo espero madre mía –y besando a su madre en la frente, sentose

a leer en uno de sus libros–.El jueves ya estaba Ricardo esperando que su madre le arreglara la ma-

leta, y lo acompañara a casa de don Castro. Era la una de la tarde cuando Ramona salió con su hijo a llevarlo a casa del padrino.

Don Castro dormitaba leyendo un periódico al llegar Ramona, dijo, don Castro, aquí está Ricardo.

Don Castro se levantó y díjole: entren y siéntense.Ramona entró y sentose y Ricardo también.Don Castro dirigiéndose al niño: —¿y qué tal qué te parece la marcha?—Yo voy con gusto, me apena dejar sola a mi mamá; pero yo deseo

ayudarla y aminorar sus trabajos.

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Don Castro, preparó un cigarro y se puso a fumar.A las dos se presentó don Valentín García un comerciante que iba de

compras a New York, y saludando a todos dijo a don Castro, “¿este es el niño?”.

—Sí, este es el ahijado, recomiéndolo bien, toma 500 duros, para que pagues el colegio y lo que necesite el niño.

—Muy bien, dijo don Valentín tomando el dinero con billetes que le daba don Castro y guardándolo en su cartera.

Ahora podemos marchar, pues a las dos y media está aquí el tren que sigue para New York.

—Sí ya pueden irse, dijo don Castro.Ricardo y Ramona se levantaron, saludaron a don Castro que tomó

la cabeza del niño y lo besó en la frente diciéndole: —estudia hijo mío, sé estudioso.

Salieron los tres hacia la estación. A las dos y media ya estaba el tren en la estación; veinte minutos, gritó el conductor.

Ramona abrazó a su hijo y lo besó. Ricardo subió al tren y don Valentín detrás cada uno con su maleta.

Ramona esperó que marchara el tren, y saludar por última vez a Ricar-do. El pito del tren sonó y el conductor dio el aviso antes de subir.

El tren empezó a respirar para ponerse en marcha, y Ricardo asomado en la ventanilla saludaba a su madre. El tren se alejaba y Ramona aún agi-taba su pañuelo.

Por fin se perdió el tren de vista en los serpenteados raíles de hierros pasando por entre pinos y palmetos, y follaje áspero que demostraba la tie-rra seca y árida en la cual crecía, de extensos arenales y el mar a la izquierda manso dispuesto a recibir todas las clases de embarcaciones.

Cuando Ramona perdió de vista el humo de la locomotora, se volvió a su casa y lloró mucho, mucho, cuándo volvería a ver a su hijo, y sentose a orar creyendo que la oración ayudaría a su hijo.

Habían pasado ocho meses y don Castro iba a saludar a Ramona y le dejaba algún billete. Esto era debido a las palabras que dijo Ricardo antes de marcharse, y el viejo avaro, egoísta que no recordaba otras ternezas en su vida que la de su mujer que se había muerto, al oír al niño pensar en

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ayudar a su madre se le ocurrió que haría bien en llevarle algo a Ramona aunque fuera para pagar su casa. Pero qué tarde se había acordado don Castro, cuando ya Ramona extenuada rendida por el trabajo languidecía huyendo de ella la vida por exceso de trabajo. La vida huía de Ramona aceleradamente, había trabajo de día y de noche, y cuando se encontraba sin recurso, acudía a la tienda de don Castro a comprarle al crédito para pa-garle luego con miles privaciones, entonces su hijo era pequeñito, tenía que cuidarlo, ¡cuántas angustias y desesperaciones!, para terminar las costuras de compromiso, tenía que coser de noche hasta la una y las dos, sin cesar, ahogándose, destruyendo su juventud y su vista perdiéndola, ahora tenía que usar lentes, y con cuánto trabajo ensartaba la aguja, ya le temblaban los dedos, y estaba en la mejor edad de la vida, en los 35 años y se agotaban sus fuerzas, y ahora venía aquel señor a prestarle su ayuda, cuando tantas veces con lágrimas en los ojos había ido a decirle que no podía pagarle, y nunca le dispensó la deuda, ¿sería tan ciega la especie humana? El egoísmo era tal que hacía perder los más naturales sentimientos. Su hijo le escribía el progreso que realizaba, y ella satisfecha soñaba con ver a su hijo hecho un hombre útil.

Un día no pudo coser, era tal el dolor que sentía, que tuvo que acostarse a descansar, así pasó una semana de cama, con fiebre y dolor de cabeza, una vecina la cuidaba. Cuando don Castro lo supo, envió el médico. El doctor le dijo a don Castro que era tiempo perdido, que estaba tuberculosa y no había remedio. En esa condición pasó un mes, se le avisó al hijo que su mamá estaba enferma, pero sin alarma, para no entorpecer al muchacho. Un día Ramona le dijo a la vecina que le dijera a don Castro que avisara a su hijo que quería verlo.

—Don Castro le envió un telegrama, para que tomase tren y llegara a ver a su madre.

El joven se alarmó y dijo: ¿tanta prisa? Extraño es.A los tres días llegaba y la madre lo recibió en sus brazos.—¡Hijo mío! mi último adiós, sé bueno y estudioso.—¡Madre mía me dejas solo! Exclamó Ricardo con doloroso acento, sin observar el rostro de la en-

ferma, ni darse cuenta que Ramona no respiraba ya, al dejarla sobre la

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almohada notó que estaba inmóvil y gritó ¡Muerta!, ¡qué desgracia! y cayó de rodillas llorando.

* * *

Han pasado algunos años, ya tenemos a Ricardo de cajero en una gran casa comercial de una gran ciudad de E.U., ganaba un sueldo regular. Pero era un esclavo, y a veces desesperaba de la vida. Aquella gente, que venía a efectuar transacciones comerciales no se acordaban ni se ocupaban del joven cajero.

El dueño en esa especie de soporífero que proporciona la seguridad de una buena posición, tampoco se ocupaba de su cajero, este era como el apuntador de un teatro, tenía la batuta en la mano y pasaba desapercibido, la menor distracción en su trabajo podría ocasionar serias complicaciones y allí lo veía Ud. doblado sobre su alto escritorio en su silla giratoria, de la que salía para almorzar y volver hasta las cinco, sin más descanso, ni más ventaja. Ricardo decía ¡Qué vida!, allí pasando dinero de uno a otro lado, millones de dollars sin poder disponer de un céntimo, acorralado, amorda-zado, hecho una máquina de contar sin otras aspiraciones que tener cuida-do de no equivocarse. Estar condenado a tener en sus manos una fortuna, y no tener nada más que un sueldo mezquino, y con la indiferencia que era tratado, como si no sintiera, como si él no tuviera derecho de divertirse como los demás.

Y para eso había estudiado y su madre había sufrido tantas privacio-nes para estar ahora como estaba. ¡Valiente vida! Aquello era un suplicio, nacer y crecer oyendo llantos y viendo miserias depender de otro la edu-cación, y por último vivir entre oro de día y hasta de noche sin aspirar a más felicidad que casarse para dejar sola siempre a la mujer y si quiere ir al teatro o algún sitio encomendarla a un amigo, para que luego suceda lo que le sucedió al cajero del otro banco que mientras él trabajaba, ella iba a pasear al campo con otro que terminó por ser su amante, y ¿a eso voy yo? No de ningún modo, yo tengo derecho a vivir y a ser feliz, yo no dejaré sola siempre a mi Matilde, ¡no!… el hombre que se casa debe llevarse a su mu-jer o permanecer con ella. Esos matrimonios en los que la mujer hastiada

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de estar sola se entrega al primer amigo, es desesperante, ellas no tienen la culpa somos nosotros lo que la exponemos a eso, y si lo hicieran por amor, pero no, sostienen una lucha terrible por permanecer fieles.

Pero aquí pensando no hago algo y es necesario hacerlo, y salir de esta situación.

Cuando regresó a su casa, díjose es necesario que mañana domingo vaya al puerto y revise los barcos que salen a la vela. Pero no, mejor es que va ya a New York, y de allí, embarque a cualquier punto yo avisaré a Matilde para que se prepare.

Al siguiente día fue a ver a Matilde y le dijo es necesario que nos vaya-mos silenciosamente sabes, prepárate para el sábado y a tu tía le dices que le conviene callar y le darás 500 pesos para que se vaya a vivir al campo. Ma-tilde díjole, ¿qué te preocupa, hay algún peligro? No, pero necesito tomar estas precauciones para evitar algún trastorno. Yo haré lo que me digas.

El sábado siguiente por la noche, hablaba Ricardo con la tía de Matil-de explicándole, Ud. no dará informes de su sobrina a nadie dirá que fue a New York a conseguir un empleo, y Ud. se marcha al campo con este dinero que yo le doy. —Tendré cuidado de no comprometerlos. —Sí, pero dígame, ¿Ud. no se opone a mi enlace con Matilde? —No, ella lo ama a Ud. —Entonces estoy tranquilo, despídete Matilde y tomaremos el tren. Ricardo se había disfrazado con bigotes y patillas, y nombre distinto, y de brazo con Matilde parecía un extranjero.

Llegaron a la estación, faltaban diez minutos para llegar el tren, por fin el tren llegó y subieron. Salió el tren. Llegaron y como Ricardo conocía la ciudad se informó de los vapores que salían, el mismo día salía uno para San Petersburgo, y lo tomó. Ya no había peligro, cuando se fijaron que él no estaba en la oficina el lunes por la tarde ya era muy tarde, el lunes no había trabajo apenas. De modo que supondrían que iría el martes.

Llegó el martes y la casa comercial envió a preguntar por Ricardo, y los vecinos le dijeron que no lo habían visto. Se pidió informes a los que suponían amigos, se informó a la policía para que averiguase, los viajeros que salieron sábado y domingo. Nada se pudo averiguar. En tanto pasaron semanas y meses y no aparecía ni el más leve rastro de Ricardo, y nadie tampoco sabía que se había llevado a Matilde porque la vieja se había ido

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al campo, y nadie tenía seguridad de aquellas relaciones. Un día fueron de paseo algunos amigos a saludar a la tía y le preguntaron por Matilde y ella dijo que estaba en New York que volvía pronto. —¿Ud. por aquí no se en-terará de las noticias y sucesos diarios? ¡Ca!, retirada como vivo cuidando mis gallinitas y plantas no me ocupo de otra cosa. —En días pasados hubo el gran conflicto, el cajero de la gran casa comercial de Jacob & Co., se fue llevándose un millón de dollars —Cáspita –dijo la vieja–. Y ¿quién era? Se llamaba Ricardo. —Cuando mi hija lo sepa, se asombrará porque si no equivoco el nombre, así se llamaba uno que la enamoraba. —Debe ser el mismo. Y la vieja disimulaba bien. Se fueron los amigos diciendo: no sabe nada, y mejor era no haberlo dicho, pues ahora se lo dirá a la sobrina y ella si lo quería, sufrirá. Pero ya todo era inútil, no averiguaban dónde estaba el joven; ellos paseaban tranquilamente por los museos, y salieron de San Petersburgo, pasaron a Italia, pasearon por París y se fueron a Granada a comprar una casita ideal a preparar el nido para la cría, pues Matilde daría a luz en dos meses y no podía estar de ese modo. Allí en la bella ciudad dio a luz Matilde una niña a quien llamaron Aurora.

Cuando Ricardo estaba solo en el jardín decía; que vengan ahora a molestarme aquellos majaderos, egoístas que venían a depositar grandes cantidades y no daban a los pobres ni un céntimo, todos eran unos espe-culadores, con excepción de alguna viuda, pero qué importa. “No hay mal que por bien no venga”. Lo siento por los pobres que había pero aquellos soberbios y engreídos, que paguen ahora su insolencia, se creían honrados y muy satisfechos de sus combinaciones especulativas.

Cuando preguntaban a la vieja por Matilde decía que se había casado en New York, y que estaba buena. Un día recibió una carta de Matilde, y ella se alegró mucho al saber que su sobrina estaba buena y era feliz.

Ibor City, Tampa, 20-25 de mayo de 1913.

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MIGUEL MELÉNDEZ MUÑOZ (1884-1966)

PORTALATÍN IN BANKRUPTCY(1936)*

PORTALATÍN ha sembrado tabaco, mucho tabaco, para la extensión de su finca.

Pretendió enriquecerse súbitamente, como tantos otros que en la úl-tima etapa de la Gran Guerra se convirtieron de humildes oficinistas o de tristes labriegos en grandes y estridentes financieros. Pero Portalatín espe-ró algo tarde, cuando los directores de las finanzas mundiales no podían ocultar por más tiempo el desastre, ni contener la bancarrota que iba a pulverizar, en su vorágine anárquica, todas aquellas fortunas improvisadas como en el transcurso de un sueño prodigioso.

Las verdinegras y opulentas cepas de café que se sustentaban en las par-celas más llanas de la finca de Portalatín, desaparecieron como si las hubiese destruido un ciclón o las hubiera devorado un incendio. La tierra quedó limpia para el nuevo cultivo de rendimientos fabulosos.

Portalatín se convertía en un nuevo agricultor de tabaco –uno más–. Cuando se habían dedicado a aquel cultivo extraordinario médicos, abo-gados, boticarios y vagos profesionales, ¿era extraño que un agricultor de buena cepa, como él, se arriesgara también a probar fortuna…? Era natu-ral. Él no podía substraerse a la influencia del ambiente, a aquella r ealidad que se imponía, a aquella sugestión que atraía al más indiferente… ¿por

* Miguel Meléndez Muñoz, “Portalatín in Bankruptcy”, Obras completas de Miguel Melén-dez Muñoz, Josefina Lube Droz; estud. prelim., San Juan, P.R., Instituto de Cultura Puerto-rriqueña, 1963, v. 1, pp. 729-737. Apareció publicado en la primera edición de Cuentos del cedro, San Juan, P.R., Imprenta Puerto Rico Inc., 1936.

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qué no probar? Su compadre Mercedes Carrasquillo no cesaba de acon-sejárselo:

—Compre, tírese, aproveche la ocasión, más talde… puede sel más triste, como dise el refrán.

Y la misma Manuela, su esposa, tímida, desconfiada, tacaña, le decía:—Porta, preva, manque sea una ves.Y él se lanzó. Desmontó de su finca una parcela de más de diez cuer-

das. De las ramas de los árboles y de los cafetos que derribó hizo “varillas” para colgar el tabaco, cuando lo recolectara. Y la madera gruesa ardió en muchas hogueras para transformarse en carbón que vendía a muy buen precio en el pueblo.

Personalmente y con un par de peones, había hecho el desmonte y preparado la tala.

Pero aquella empresa agrícola requería una inversión importante y continua: tenía que comprar bueyes para roturar la tierra, abono, semillas, insecticidas… Y debía construir un rancho (edificio) para secar el taba-co que recolectase… y no tenía dinero. Pero recordaba que su compadre Merse le había dicho que para sembrar tabaco, dondequiera podía abrirse un crédito ilimitado. Iría a hablar con su compadre: él era hombre de mu-chas luces, por algo le ñamaban el maestro Merse.

* * *

Portalatín fue al pueblo a entrevistarse con su compadre Merce. Aquel hombre era una aguja. Sabía un poco de letra. No prenunsiaba el inglés, pero no había americano que se lo tirara… Lo mismo hacía una canasta de bejuco de paloma que una jamaca de maguey, que un trompo sumbador de jigüera… Y en materia de juegos, había que quitarse el sombrero: el seven o leven (seven-eleven), corazón, poca (poker), la mosca, taya, del-sétera, delsétera, cuanto juego había en el mundo, americano o español.

No hay jíbaro que no tenga su hombre en el pueblo, como dicen ellos. Como raro es el hombre del pueblo que no tenga su jíbaro a quien explote de alguna manera. Yo he conocido a un memorialista que le comía una ga-llina a un jíbaro, con sus plátanos correspondientes, todas las semanas por

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escribirle una carta a un hijo que tenía en Panamá, sirviendo de soldado. Y a otro que le comió un lechón, con sus plátanos también, a otro jíbaro por sacarle una partida de nacimiento en el Registro Civil, pagando aquel los derechos de orden… Y eso… que dicen que los jíbaros saben mucho.

Portalatín fue a ver a su hombre, al maestro Merce.Después de saludar a su comadre Colasa, que estaba preparándole

el desayuno al maestro, que todavía no se había levantado a las diez de la mañana, entraba en la habitación de este.

—Compae Porta, me ha cogido un poco la mañana… usté sabe que yo soy un madrugadol viejo, pero anoche tuvimos una tenida muy buena en el clu hasta las tres de la mañana… había puntos de Santursia (Santurce) y de Aibonito… esta semana estoy descansando. La semana pasada tampoco pude trabajal polque estaba hasiendo unas deligensias. Usté sabe que yo soy muy temerario para el trabajo, y siempre tengo ganas de trabajal, pero me las aguanto, polque ya nos estamos poniendo viejos…

—Asina es –decía Portalatín–.—Y, ¿qué lo trae por acá, compae, tan temprano?—Pos le diré. Yo voy a sembral tabaco. Ya tengo un mundo de terreno

pelao por ayá…—Vay, me alegro, ¡algún día! Ya usté verá.—Pues venía –seguía Portalatín–. Usté sabe compae… yo no tengo

crédito y en el tabaco pol lo que estoy viendo hay que gastal mucho, mu-cho… es una empleita de mucho costo…

—Sí, sí. Pero pol eso no se apure. Pa sembral tabaco, encuentra usté lo que quiera. Ya verá.

—Hay que compral bueyes, abono y todas esas gurruminas que desije el tabaco.

—Bueno. Pero esas diligencias están andás en seguida: pa compral bueyes, se toma el dinero a cualquiel banco, pol seis meses con olsión pol otros seis meses. Así está la cosa. Mercancías, a Barseló, Roscabado, Or-tis, a cualquiera. Provisiones, a Pilaiz (Peláez). Julio el de don Alejo, don Cristo, sabe, Cristóbal Dávila, que es el gran tersio conmigo… ¿Abono pa echarle al tabaco? Eso está botao… Hay veinte vendedores y tos fían, como si fuera botones…

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—Sí, yo se lo desía a Nela –hablaba Portalatín–. Usté es mi hombre. Yo sabía que en viniendo acá, todo se arreglaba lo más bien pa que yo pudiera seguil trabajando tranquilito en mi finca, en la atendensia de la siembra…

—Sí, compae. Vamos a tomal café y ahorita están despachás todas sus deligensias.

* * *

Todo salió para Portalatín como si se lo hubiera pronosticado un oráculo. Firmando un papelito (pagaré) en un banco, con otra firma, tuvo dinero. El comercio le abrió las puertas, algo más que de par en par. El crédito era escandaloso, ilimitado en aquella época.

Y Portalatín hizo su siembra de tabaco.Compró bueyes y aperos de labranza. Construyó un rancho de madera

americana y lo techó de zinc.Este edificio valía más que toda la finca.El descenso de los valores en que nadie pensaba en aquella larga etapa

de prosperidad que en Europa llevaba el luto a los hogares, la destrucción y la ruina a las ciudades y la desolación a los campos… y aquel fenómeno económico, imprevisto, que hizo tabla rasa de aquella insolente prosperi-dad, porque el oro que ella vertía prodigiosamente en los países neutrales era forjado con sangre de hermanos nuestros, y con sus lágrimas, con su dolor, y con su ruina, coincidió con la recolección y la preparación para la venta de la cosecha de tabaco de aquel año. Y Portalatín sufrió, como todo el mundo, las consecuencias del reajuste…

Se había sembrado más tabaco, más de ciento cincuenta por ciento del necesario para la demanda de nuestro mercado, como acontece casi siempre. Además, la cosecha era de dudosa calidad.

Las compañías acaparadoras de este fruto, ofrecían muy bajos precios y su producción, realizada en la época del alza de todos los valores, salía ex cesivamente cara a sus productores. Pero el comercio y las instituciones de crédito que habían facilitado gran parte de sus valores a los agriculto-res de tabaco les apoyaban en su campaña de resistencia para vender su fruto a mejor precio. Sin embargo, las noticias que llegaban de Europa y

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de los Estados Unidos eran más desconsoladoras cada día. La ruina era inevitable. No se podía contener por más tiempo la bancarrota universal. Europa tenía que pignorar el porvenir de varias generaciones para el cum-plimiento de sus deudas de guerra.

Las finanzas del mundo habían caído en manos de un corto número de agiotistas que se disponían a realizar las especulaciones bursátiles más extraordinarias y escandalosas que vieran los siglos. La célebre e histórica operación de Rothschild en el momento en que Napoleón I perdía la bata-lla de Waterloo, era un juego de niños, comparada con los negocios estu-pendos que iban a realizar aquellos hombres con los saldos de la catástrofe más horrorosa que ha presenciado la humanidad.

En nuestro país, el comercio y las instituciones de crédito no podían sostener por más tiempo aquel período de resistencia, iniciado con tan buenos propósitos, y que terminaba con tan malos resultados.

Había que vender aquel fruto que había estancado toda la riqueza de una gran zona del país, y que no podía reintegrarla en su totalidad. Había que cobrar… lo que se pudiera y garantizar, también como se pudiera, el remanente de aquellos créditos volanderos, concedidos con simples garan-tías personales, cuya solvencia era más dudosa cada día que transcurría.

Portalatín cayó en la crieba, como él decía.Y fue a ver a su hombre, a su compadre, al maestro Merce. El que lo

había sacado de tantos apuros, le daría un corte en aquella situación.—Ahora sí llegamos –le decía a don Merce en su entrevista–. Aquí

todo se ha venío pa el suelo. Ahora sí que vino la igualdá, como disen los socialistas.

—No es usté solo… mal de muchos…—Asina es –decía Portalatín–. ¡Quién nos lo diba a desil en la fiesta de

la Asunción el año pasao…! Mire, compae Merce, Nela es la única que ha aseltao. Ella me decía…

—No siga, compae –le interrumpió don Merce–, las mujeres no tie-nen rasón nunca. Y manque la tengan, el hombre no debe desedele sus derechos… Vamos a pensal nojotros lo que conviene jaser y lo demás… ya vendrá. El mundo no se va a acabal por eso. Un pelao más donde todo el mundo se ha quedao en pelo… ¿no encontrará balbero?

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192NARRACIONES PUERTORRIQUEÑAS

—Dende luego, compae, yo estoy dispuesto a jasel lo que usté me diga, pol eso he venío acá…

—Bueno. Aquí lo primero es sabel lo que usté debe y a quién se lo debe… Y si lo que usté tiene le da pa pagale a sus acreedores…

—Yo, compae, como debel me parese que a cá santo le debo una vela… y cuidiao.

—Pero, usté no tiene una idea, más o menos…—Sí, ¡cómo no! No hay tienda donde no tenga mi emborujo. Y no

pago aunque venda dos o tres veses to lo que tengo.—Atonses usté alcansará a pagal como la telsera palte…—Sí, casi, casi.—Bueno. Pues dese una vuelta pol el comelsio más prensipal y declá-

reles el punto… Y si usté ve que no pican la carná… dígales que usté les va a pagal completo y véngase para acá.

Portalatín salió a realizar aquel paso enojoso.Uno solo de sus acreedores, el que menos podía, estuvo conforme con

su proposición. Los demás no observaron la misma actitud. Hubo quien le amenazara con embargarle sus bienes en seguida, si dentro de un plazo bre-ve no le satisfacía su crédito. Y volvió a ver a su hombre, al compadre Merce.

—Me lo esperaba –le decía este–. ¡No hay amol pa Pola! Y lo estasajan si no avansa a aseguralse.

Portalatín le miraba sorprendido, sin saber qué replicarle.—Aquí no hay más que dos caminos –proseguía don Merce–, o ha-

blando más clarito, un camino y una verea… El camino es que le entregue usté a esa gente to lo que tiene… y se vaya a tiral piedras al río, o a pedil limosna al otro día… y la verea, la verea… es que usté se ponga insolvente y no le pague a nadie…

—Ay, compae, yo arrespeto su pensal y su aquel, pero ando siempre pol el camino rial. Y les entrego lo que tengo pa que cobren, y con la vel-güensa de no podeles pagal a tos completo…

—Yo quiero despejarle el horisonte pa que despué no me pueda desil: si yo lo hubiera sabío.

—Yo sé que usté es honrao, pero hay veces que hay que dejal de selo pa no morilse de jambre, o pa no pedil limosna… y esta es la sitasión.

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193BIBLIOTECA AYACUCHO

—Vuelvo y digo –exclamaba Portalatín–. Esta será la primera ocasión en que no malcho en acueldo con usté, pero yo quiero andal pol el camino rial siempre, vuelvo y digo…

—No hay que hablal. Atonses vamos donde un abogado pa que lo yeve a la colte y allí lo escuartisen bien y le den lo que sobra pol igual a cada uno de sus acreedores.

* * *

Portalatín y el maestro Merce están en el bufete de un abogado.El maestro Merce le va explicando a este la situación de su compadre,

en líneas generales.—Voy a trabajar en el caso en seguida. El señor me irá dando los datos

necesarios –decía el abogado, tomando un bloque de papel y un lápiz–. ¿Usted trae el inventario?

—Yo no me he inventado ná. To lo que ha dicho el compae Merse es sielto. Yo le debo al comelsio y quiero entregale lo que tengo, pa que se cobre. No puedo hasel más.

—Quiero decir –le interrumpía el abogado–, el inventario, la nota de sus bienes y la relación de sus deudas.

—Ah, sí, agora comprendo…—Pues le debo a los Roscabados, a Tamendia, en la botica Planillas, a

don Yayo, a Pilaiz, a los Baldrises, a don Heraclio, a ño Alejo, Eslutel, de abono, a don Paco, a los Boses, a don Sico… y me parese que no debo a más naide.

—Dígame las cantidades.Y de memoria se las fue diciendo el pobre Portalatín.—El caso tiene que ir a la Corte.—Tiene que darme cien pesos para los primeros gastos. Si sus acreedo-

res no llegan a un acuerdo con usted, la Corte Federal rematará sus bienes. Se cubrirán primero los gastos, y lo que sobre será repartido, proporcio-nalmente, entre sus acreedores. Después, yo presentaré una moción para rehabilitarle. Y usted podrá trabajar tranquilo, poseyendo en paz lo que pueda adquirir en el futuro, y nadie podrá molestarle.

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194NARRACIONES PUERTORRIQUEÑAS

Los acreedores de Portalatín no llegaron a ponerse de acuerdo. Duda-ban de su buena fe. ¡Habían visto tantas cosas peregrinas en aquella época que ya desconfiaban de su misma sombra y de su propia hombría de bien!

Pasó algún tiempo.Los acreedores de Portalatín recibieron un aviso del Juez de Quiebras

de la Corte Federal que en su parte esencial decía:

IN THE DISTRICT COURT OF THE UNITED STATES FOR PORTO RICO.In the matter of:Portalatín,Bankrupt.In Bankruptcy No…

NOTICE OF SALE TO CREDITORS

To the creditors of Portalatín, of X X, P.R., a Bankrupt:Notice is hereby given that on the 27th day of February, at 10 a.m., at the office of the Referee herein, National City Bank Building, San Juan, P.R., the following described property, will be sold for cash at public auction to the highest bidder, under the direction of X X, Trustees: to wit:(a) One frame house, zinc roof, on property of P., at barrio… of P.R.(b) One rural farm consisting of 21 cuerdas in barrio… of P.R.The Referee reserves the right to reject any or all offers, and sale will be subject to confirmation by the undersigned, at a meeting, which on the conclusion of such sale is to be held, at the office of the Referee herein, on the 27th day of February, at 2:30 p.m., and to transact such other business as may properly come before such meeting.

San Juan, P.R., January…(S) X X X

Referee in Bankruptcy

Y se consumó el remate de los bienes de Portalatín. Pero un vecino suyo que le tenía en gran estimación, obtuvo la adjudicación de ellos en la Corte, a muy bajo precio, y se los cedió después al mismo Portalatín, con fáciles condiciones de pago.

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Ahora, cuando le hablan de tabaco a Portalatín, dice:—No me lo miente, ni de retoso. He dejao hasta el visio… Ese es un ne-

gosio pa los grandes tiborones, pero nojotros los pobres del campo, semos como un grano de mais en los colmiyos de un alifante. Hay que güelvel a la agricultura grande: al café, a la menestra (frutos menores), que nos dan el pan de tos los días…

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196NARRACIONES PUERTORRIQUEÑAS

TIRIJALA(1932)*

—¡Llevo la tirijala! ¡A chavo la tirijala! ¡Venil… venil!Seña María, la tuerta, pasaba frente a la escuela. Con el ruedo de su

saya almidonada iba levantando el polvo de la acera. Sobre la cabeza lle-vaba una tabla cuadrada en la que los muchachos escolares divisaban la sabrosa tirijala, como una cercana esperanza que se convertiría en una rea-lidad tangible y gustativa a bajo precio.

Algunos chicos que estaban endeudados con seña María, volvían la ca-beza hacia la pared del frente, o disimulaban su traza de incipientes embro-llones en las páginas de los libros en que aparentaban estudiar. Años más tarde, sus nombres figurarían, con frecuente preeminencia, en los libros de las casas comerciales, de los bancos y de toda clase de instituciones de crédito, que negociarían con ellos con tan mala fortuna como seña María; y ocuparían las primeras líneas en esos activos iliquidables del comercio y la banca que descienden por la rampa de la bancarrota.

Seña María volvía a pasar frente a la escuela. La precedía una nube de moscas que revoloteaban en torno de la sencilla batea de la tirijala y dejaba tras ella el polvo que su traje iba removiendo en la acera.

—¡A chavo la tirijala fresca! ¡Hoy no se fía, mañana sí! ¡Venil, mucha-chos, que se acaba pronto!

—¡Atención, niños! Pensad que estamos en clase… ¡Silencio! A ver, tú, Trinidaz, ¿qué sabes del Misterio de la Encarnación?

Trinidad se incorpora. Era un muchachito enclenque, de mirada vaga, de tez amarilla –en la escuela le decíamos el Chino–, padre hoy de algunos

* Miguel Meléndez Muñoz, “Tirijala”, Obras completas de Miguel Meléndez Muñoz, Jose-fina Lube Droz; estud. prelim., San Juan, P.R., Instituto de Cultura Puertorriqueña, 1963, v. 1, pp. 775-781. Con este cuento Meléndez Muñoz recibirá el primer premio y diploma de honor en un certamen celebrado por el Ateneo Puertorriqueño en junio del año 1932. Será publicado posteriormente en la primera edición de Cuentos del cedro, San Juan, P.R., Imprenta Puerto Rico Inc., 1936.

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197BIBLIOTECA AYACUCHO

de esos famélicos desnutridos que descubrió el gobernador Roosevelt en sus frecuentes viajes de exploración por los campos de nuestra isla.

—¡Silencio, o si no lo hago yo a correazo limpio! –exclamaba el maes-tro–.

Trinidad se introducía las manos en los bolsillos de sus pantalones y declamaba con trémula vocecilla:

—Vino el arcángel san Gabriel a anunciar a la Virgen María…—Pero, ¿qué ha dicho usted, zopenco, Bobo de Coria, alcornoque…?

¿Cuándo aprenderán ustedes a pronunciar su idioma…? ¿Cómo será, Dios mío, en esas escuelas en las que los maestros saben mucho… pero pronuncian tan bien como los discípulos? ¡Desgraciada lengua de Cervan-tes, cómo te tratan!

—Vamos a ver, tú, José Manuel, ¿qué nos puede decir del Santo Mis-terio de la Encarnación?

José Manuel, pequeño, rechoncho, mofletudo, como si fuese a apagar un fósforo, contestaba con voz robusta:

—Vino el arcángel san Gabriel a anunciar a la Virgen María que el Verbo De… vino…

—¡Otra que te pego…! Pero, ¡habrase visto animal! ¡De vino, de vino…, diga usted aguardiente o coñac y lo hará usted mejor! ¿Dónde ha oído usted decir Justicia Devina, Ruta Devina, Verbo Devino?

—Sí, señor –decía José Manuel–, a don Cleto, el gallego, el que vive al lado de casa que, a cada rato, dice: “¡Me caso en el Verbo Devino!”.

—Vaya con el modelo… Pero, ¿quién le ha dicho que ese hombre ha-ble en cristiano?

No hay salvación: entre los gallegos y los hijos del país acabarán con el idioma.

¿De qué vale que venga de Castilla un maestro, como yo, a profesar el arte del bien decir por estos andurriales si los primeros que corrompen el idioma son hijos de nuestra España?

—Vamos, tú, Dagoberto, si estás más feliz que estos gaznápiros y nos dices algo del Misterio de la Encarnación.

Dagoberto, tipo mestizo, cabellos largos, lacios y despeinados, contes-ta con voz aguda:

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—Vino el arcángel san Gabriel a anunciar a la Virgen María que el Verbo Divino se haría carne en sus entrañas sin destrimento.

—¡Oh, imposible, imposible…! Me declaro vencido –exclama el maestro con sincero dolor–. Pero reaccionaba en seguida:

—¡Salvajes, animales, gorrinos, presos todos esta tarde: la clase com-pleta!

Pero, ¡Dios Todopoderoso! ¿Es posible? San Grabiel, devino, destri… mento… ¡Si da más trabajo decir estos disparates que pronunciar bien esas palabras! –concluía como en triste monólogo–.

—¡Llevo la tirijala fresquita! –voceaba seña María, pasando otra vez frente a la escuela–.

El maestro se había dejado caer en su silla. Era de baja estatura. Usaba una barba cerrada en la que se perdían sus gruesos mostachos. Llevaba unos lentes pequeños, con cerco de oro, que se sujetaba a cada momento con visibles muestras de disgusto. Había en la escuela muchos alumnos que le aventajaban en estatura. Y toda aquella sabia y minúscula huma-nidad descansaba y se movía, con torpes movimientos, sobre unos pies enormes, que eran la base sólida de aquel soberbio lingüista, perdido en estas tierras de América.

—¡Llevo la tirijala fresquisita, a chavo, a chavo! –voceaba seña María–.El maestro abandonó su asiento y se dirigió a la puerta de la escuela. Al

desaliento que reflejaba su semblante momentos antes, sucedía ahora una inquieta expresión de curiosidad.

—Venga usted acá, señora –exclamó–.Seña María se acercó a la puerta con la batea de la tirijala en la cabeza,

y antes de que el maestro la hablase, balbuceó, atropelladamente:—Mire, don Polito, esos niños de la escuela suya son los más buenos.

Pero que toítos, toítos. Dinguno me debe ná. Y son más buenas pagas…—No es eso, se…ñora María. No me interesa saber cómo andan de

cuentas con usted mis discípulos… Quiero satisfacer una… curiosidad, perdonable en una persona que, hace poco, llegó aquí de otras tierras, donde vivimos de otro modo y, aunque poseemos el mismo idioma, lo ha-blamos con alguna diferencia, con… una notable diferencia…

—Ah, sí, la… idioma. Ustedes, los de ayá, hablan más polido y n ojotros,

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los hijos del país, semos más descuidaos. Pero con un poquito de empeño que pongan ustedes nos entenderemos deseguido. Y después… ustedes se aplatanan: se casan aquí, tienen su familia, se jinchan un poquito, pielden la colol y la idioma… es la mesmita pa tos… Y se acaban las dife…riensias –decía seña María–.

—Sí, sí, comprendo, señora… Los mismos españoles, mis paisanos, son los primeros que aquí corrompen el idioma, el idioma…

—Y qué, dígalo. Lo han escorromupío. Polque, mire que hay ca gaye-go por ahí que tiene un aquel de desplicalse…

—Bien, doña… María. Yo la llamaba para que me enseñara ese dulce que lleva usted en esa artesa, porque supongo que sea un dulce, algo de repostería, cuando los chicos se desviven tanto por eso…

—Sí, señor, un dulce: melcocha, usté sabe, caramelo blando con unas miajitas e coco mauro…

—Pero, ¿y el nombre? ¿De dónde le viene el nombre?—Pues, pues… de que se echa un canto en la boca, después se jala

con los deos y se estira, se estira… jasta que se quea en un jilito, finitito. Atonses se coge otro cantito, se jase lo mesmo y asina pol consiguiente y el dulce dura mucho tiempo… y no vale más que un chavo. Los muchachos se entretienen mucho con eso y los grandes también.

—Tira… tira. Se tira de una cosa que estira, que se alarga, que cede, maleable. Y jala, ¿jala? Hala, ¡ya caigo! El dulce hala, tira para sí, para el lugar que ocupa en la boca. Y es un manjar que se come estirando, estiran-do; prolongando, desde luego, el placer gustativo. –Así hablaba el maestro, más como en un soliloquio que continuando su diálogo con seña María. Y ella le oía con la boca abierta–.

—Así será, don Polito –decía la vieja–. Polque a mí me pasa ahora igualito que cuando voy a la iglesia: que oigo al cura, pero no lo entiendo. Deben ser cosas de la… idioma, ¿veldá, don Polito?

—El sacerdote dice sus preces y sus cánticos, todos los oficios de la liturgia, en latín que es una de las lenguas matrices de la nuestra.

Pero, vamos a otra cosa, se…ñora María: yo deseaba ver, tocar, gustar ese dulce que vende usted. Usted dice que es propio, original del país, vaya invención vuestra…

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—Sí, siñol, propincuo…—Pues, deme usted uno. Voy a probar –decía el maestro, gozoso como

un chiquillo–.—Prebe, prebe, don Polito, y verá cómo le gustan las cosas del país.

Pol el estógamo es pol onde mejor le puen dentral. Y con el tiempo verá cómo no jaya esas diferiensias de la… idioma.

Y, al mismo tiempo, seña María espantaba las moscas que rondaban la tabla y despegaba el dulce adherido a ella con un cuchillo sin mango, buido por el uso.

—Tenga –decía seña María–. Coja un cantito y pínchelo con los dien-tes y jale p’juera.

El maestro, convertido en discípulo de la vieja vendedora, ensayaba la lección.

En la fragosidad capilar de su barba, la tirijala, traviesa y vivaz, prendía sus hilos adherentes y chorreaba en pequeñas gotas de almíbar ambarino.

—Sí que es rica, pero es muy pegajosa… ¡Si se pudiera comer con tenedor…!

—Quite, don Polito: con los deos, si es como el lechón asao, que pielde la sostansia si se come de otro mó…

—Bien, bien, se… se…ña María, venga por aquí todas las tardes, des-pués que yo haya despachado a los chicos, ¿eh?

—A la olden, don Polito.Y la vieja, en marcha, gritaba:—¡Llevo la tirijala fresquesita! Al volver al salón el maestro, trataba de ocultar su travesura de aquella

tarde ante sus discípulos, tapándose la barba con el pañuelo. Y, desde su escritorio, les decía, en tono conciliador:

—Ahora, a casa. Estáis perdonados por hoy. A estudiar, y fíjense en el texto, lean bien los libros para que no vuelva a acontecer lo de esta tarde.

Los niños salían corriendo de la escuela con los libros debajo de los brazos y lanzando las gorras al aire.

—¡Juicio!, ¡juicio! Salid con orden, niños –decía el maestro con acen-to cariñoso–.

Cuando don Polito –don Hipólito Velázquez y Galán, que este era el

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nombre del maestro– se halló solo en el salón de la escuela, se sentó en su silla de medallón y empezó a despegarse de la barba la red de hilos, ya cris-talizados, que había dejado prendidos en ella la tirijala.

Vaya, se han ido los chicos. Son inteligentes, algo inquietos, un tanto soñadores y así como distraídos, o despreocupados, pero aprenderán…

Llevo cinco meses aquí. Vine de Castilla, pero tenemos que considerar que esto se halla muy lejos, muy lejos de allá –don Hipólito hablaba sus ideas a media voz, sin pensar que yo escuchaba su monólogo–.

En verdad, esta gente es de nuestra raza, ¡si nosotros les descubrimos y les civilizamos! Claro que están echando a perder el idioma. Pero con el idioma acontece como con el vino, cuando se exporta, que si no se encabe-za, se acidula. Y faltó encabezarle con la recia y aromosa solera de Castilla. Vino a América, en principio, gente del Sur de nuestra tierra.

Pero estoy divagando… Decía que los chicos pueden aprender… Sí, sí, la tirijala es un símbolo. El pueblo que inventó ese dulce y lo consume con tan ávida fruición, tiene un espíritu flexible, sutil y fino. Esta c aracterística acusa la tónica de su personalidad: si se atropella, y se le fuerza contra su voluntad, se escurre y se estira. Existe, pero intangible. Después, su alma, al parecer dispersa y fragmentada, se aglutinará el núcleo volverá a agru-parse, en torno de la célula siempre eterna y fecunda…

Un pueblo así, tiene asegurada su existencia. Será mal gobernado, tor-pemente dirigido; sus mentores podrán equivocarse, torcer la ruta de su destino, desviarle de su verdadera orientación, pero siempre le salvará la flexibilidad de su carácter, que como aquellos famosos aceros toledanos, se doblará, pero no se romperá.

No es esta gente la que tiene que adaptarse a nuestros ideales, somos nosotros los que tenemos que respetar su personalidad y contribuir a vi-gorizarla…

Mañana será otro día, y usaré otros métodos…¡Llevo la tirijala…! –el eco repetía el lejano pregón de la vieja vende-

dora–.Don Hipólito Velázquez y Galán se sonrió con cierto escepticismo.

Quién sabe si, en su fuero interno, repitió, sin pronunciarla, la frase de Juliano el Apóstata: “¡Venciste, Galileo!”.

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MARÍA CADILLA DE MARTÍNEZ (1886-1951)

FIN DE UN ENSUEÑO(1925)*

JUANITA iba todos los días sábados con seña Pepa, su madre, a llevar la ropa de los clientes. Bien de mañana, como un pájaro en la fronda, des-pertábase y alborozaba el casucho con risas y charlas. Cuando partían a la faena, sus ojitos vivos de lince escrutaban incesantemente las cosas que daban vueltas y más vueltas en su cabecita sin que ella pudiera acertar por-qué sucedían. ¿Quién, por ejemplo, impulsaría el río largo, tan largo que se extendía más allá del pueblo y las montañas, a correr tan aprisa? ¿Por qué la luna, que decían estaba tan lejos, caminaba al par que ella por las noches, cuando tardaban en regresar?

Como la gustaban tanto los cuentos, habíase llenado la cabeza de todos ellos y su imaginación precoz de hija de la miseria hacía que los inventara respecto a los objetos que veía… Así, las nubes grandes y plateadas eran castillos lejanos poblados de princesas y dragones; el pozo de su casa, un manantial encantado; y las ranas que habitábanle, otras tantas encantadas hijas de reyes sin ventura; la luna, un hada gentil que paseaba por el mar del cielo en una góndola de plata sembrando flores-estrellas. El ruido de las lechuzas en el cafetal la producían duendes…Los perros aullaban, a la medianoche, la presencia de diablillos rojos.

Acostumbrada como estaba a todas las humillaciones y trabajo y pri-vaciones, hízose de un carácter dulcemente tímido y complaciente que la

* María Cadilla de Martínez, “Fin de un ensueño”, Cuentos a Lilian, San Juan, P.R., Puerto Rico Ilustrado, 1925, pp. 61-64.

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granjeaba el afecto de los parroquianos de seña Pepa, quienes dábanla al-gunos centavos a cambio de pequeños trabajos y de yerbas. Y era frecuente oír que decían:

“Juanita, necesito BLERO BLANCO, SANTA MARÍA, POLEO y un poco de MOLINILLO”. O bien: “No dejes de traer, la semana que viene, ESCOBILLA BLANCA, raíz de maguey, tres cogollitos de salvia y naranjo y ALBAHACA DE PUERCO…”. “Recuerda traerme la berenjena cimarrona que te encargué para las cucarachas”. Y Juanita, monte arriba, monte aba-jo, se pasaba los días cumpliendo encargos.

Un sábado fueron a llevar un lío a casa de don Rufino. La niña úni-ca de este hallábase gravemente enferma. Entre la barahúnda de vecinos escurriose Juanita a ver a la pequeña con quien solía jugar las más de las veces. La enfermita, pálida y delgadísima yacía postrada. En vano trataban de animarla enseñándola una muñeca, como un encanto, de rubia y linda… era tal la aglomeración en el cuarto, que ella, no pudiendo ver bien el ju-guete, tuvo un atrevimiento; ¡tal vez el primero de su vida!… Subiose a una silla y desde allí envió dos besos: uno a la enferma y el otro a la muñeca.

* * *

Ya en su casa, preguntó a su madre cuánto valdría una muñeca como aque-lla y tuvo un gran desconsuelo al saber que muchos centavos; ¡más de cien, muchos más!… Un secreto deseo hízola, desde entonces, despreciar los sabrosos besitos de coco y las cucas que tanto la gustaban. En un saquito que fabricó de tiras viejas, muy bien cosido a punto de bastilla y atado al cuello, depositó desde aquel día sus ganancias. De cuando en cuando sus deditos las repasaban y contaban, y, cuando ello sucedía, Juanitita no descansaba en todo el día buscando yerbas…

Cierta vez, a mitad de semana, fue a llevar la ropa de casa de don Rufi-no por haber sido esta pedida con mucha prisa. La pobre enfermita había muerto la noche anterior, y cuando llegó, la tenían en la sala, rodeada de velas y gentes, vestida de azul, con velo, y la cara tapada… Silenciosamen-te, casi sin atreverse, lloró… Las gentes allí, gritaban, lloraban con ruido y comentaban. Quienes, que al médico debíase culpar de aquella desgracia;

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otros, que al practicante, o los mimos, o a un aire… Y hasta había una vieja que decía con mucho misterio que se debía todo a la lechuza que gritó en una ventada día atrás, y a que no quisieron espantar a un perro que hizo un hoyo en el jardín, acostándose luego en él…

Cuando decidió volver a su casa, al pasar por la puerta de salida, detú-vose… ¿Y la muñeca?, ¿qué sería de la muñeca? Volviendo atrás sus pasos, penetró en el dormitorio que había ocupado la enferma… ¡qué gozo! ¡Allí estaba! ¡Pero en qué estado!… La tomó en brazos como una madre a un hijito perdido, y la estrechó en ellos con terneza, calladamente, y también lloró; pero ahora, ¡asustada, satisfecha!… Con recelo miró a todos lados… No había nadie por allí; todos estarían en la sala…

Ligera como una corza partió con su preciosa carga. Casi ni se dio cuen-ta, a pesar del aroma capitoso y violento de la resedá y el dondiego de tarde, de que pasó el jardín y más tarde por los prados que olían a monte y las tierras de labor insoportables con el abono… Su carrera solo a mortiguose, dejándola indecisa, delante del tugurio que el sol doraba en aquel instante ante la impasible montaña… ¿Aprobaría la honrada lavandera el rapto?, ¿qué hacer? Después de alguna duda decidiose… ¡Sí! Allí; entre las altas yerbas del pozo, la escondería; luego vería el modo de trasladarla…

* * *

Cuando la noche empezó a extender su velo de sombras y una o dos estre-llas sonrieron en el cielo, acostose, como de costumbre… Soñó que en los campos había florecido un enjambre de margaritas de oro y que la muñeca, toda un hada, las ponía a danzar con una varita mágica transformándo-las luego en otras tantas muñecas que saltaban, reían y cantaban. Luego, que su choza había sido convertida en palacio y… (Un relámpago clareó los agujeros y rendijas de la cabaña y un trueno se dejó oír sordamente). Casi en sueños, púsose de pie. ¡La muñeca estaría mojándose!… Salió sin producir apenas ruido y casi no notó, por estar medio dormida, que los árboles negros de la cercanía estaban destilando y que la greda resbalaba. Dirigiéndose al pozo desapareció entre los juncales que rodeaban parte de la orilla…

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205BIBLIOTECA AYACUCHO

* * *

No hay nada como la lluvia para dar pábulo a la pereza… Seña Pepa levan-tose tarde, cuando ya el sol estaba alto, al otro día. Juanitita había madru-gado más que ella, no estaba en cama… Salió fuera… ¡No estaba! Púsose las manos en la boca, en forma de bocina y la gritó primero hacia la bajura y luego al cerro… ¡Tampoco…! Decidió entonces ir al río a ver si las co-madres, que estarán ya lavando, le ayudaban a buscarla. El río, gredoso, encenegado, arrastrando palitroques, se escondía hacia dentro del boscaje, silencioso como un templo. Pocas amigas encontró aquel día, las cuales, conviniendo que era imposible lavar, por el agua crecida, regresaron con ella al tugurio.

A mitad del camino tuvieron que cargar a la pobre lavandera hasta la casucha, porque el vecino Pedro díjoles que acababan de encontrar aho-gada a Juanitita en el pozo, y que ella tenía, entre las manos gélidamente contraídas, algo así como un traje de muñecas…

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206NARRACIONES PUERTORRIQUEÑAS

TOMÁS BLANCO (1896-1975)

EL ARCÁNGEL SAN MIGUEL SE INVENTA UN HABEAS CORPUS

(1965)*

COMO TODO lo que tiene alguna trascendencia e importancia, cada cual entiende la santidad a su manera; y, cuando pretende ejercitarse en alcan-zarla, también cada cual procede muy a su gusto y modo. Hay en la historia del cristianismo –dejando a un lado similares hechos en otras religiones y creencias– una numerosa falange de ermitaños, eremitas o anacoretas que han buscado la santidad en el más extremoso ascetismo, practicado en conjunción con los rigores del máximo posible apartamiento en soledad. Bajo tales condiciones, no es de extrañar que las terribles, pero constreñi-doramente atractivas y provocadoras tentaciones, a que con frecuencia les sometía el Demonio, fueran las torturas más difíciles de sufrir y vencer por los santos varones retirados al yermo.

Para muchos primitivos cristianos, “el yermo” –por antonomasia– eran los desiertos de Tebaida. Parece ser que allí acudieron tantos anacore-tas que las partes más idóneas de las parameras estuvieron por un tiempo amenazadas de superpoblación. Si, de ese modo, las propicias virtudes de la soledad disminuían, se suplieron, en parte, mediante los recursos del apartamiento. Uno de estos recursos fue el ingenioso método de sumarle al espacio horizontal los espacios de la verticalidad –como ha sucedido, mucho después, por ejemplo, en la famosa isla de Manhattan, donde la

* Tomás Blanco, “El arcángel san Miguel se inventa un habeas corpus”, Cuentos sin ton ni son, Margot Arce de Vázquez; pról., San Juan, P.R., Instituto de Cultura Puertorriqueña (Col. Biblioteca Popular), 1970, pp. 27-45. Primera edición: Revista Asomante (1965). Se obtiene este último dato del prólogo de Margot Arce de Vázquez al volumen Cuentos…

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solución fue el rascacielo–. Pero en el yermo las cosas ocurrieron de ma-nera más sencilla y económica, aunque con rigor más adecuado a los pro-pósitos de sacrificio y penitencia. En aquellos despoblados abundaban las ruinas, y de los antiguos templos y palacios paganos, solo quedaban en pie, aquí y allá, columnas sueltas. Esta casualidad –o, quizás, providencia– hizo posible la imaginativa resolución de los llamados estilitas, que se sometie-ron a la gran austeridad de vivir en lo alto de una columna: lo mismo que la estatua del almirante don Cristóbal que está en medio de la plaza de Colón, a la entrada de la capital de Puerto Rico.

Saco todo esto a colación, porque lo que me propongo escribir, aquí, es la ejemplar historia de Laurencín Manitoba, que, en tiempos relativamente modernos, buscó la santidad en forma parecida a los estilitas de las pasadas épocas, pero con singularísimas variantes, según hemos de ver.

Laurencín Manitoba era un aborigen canadiense de la Nueva Escocia, mitad esquimal, mitad piel roja, el más significado entre los convertidos a la fe católica por el celo misionero del venerable abate francés padre Lachai-se, de faustísima memoria.

Manitoba no se conformó con ser un buen cristiano, común y corrien-te. Horrorizado por el mal ejemplo que a diario le daban sus cristianísimos correligionarios europeos, cada vez más entronizados por todo el Canadá, y, tras la muerte en el martirio de su maestro, el abate Lachaise, Manito-ba aspiró, vehementísimo, a la santidad de los clásicos anacoretas: de los grandes estilitas, en particular. A diferencia de estos, el yermo escogido por él no fue en tierra firme, sino que fue el líquido desierto de los mares albo-rotados e inhóspitos que se extienden frente al Gran Banco de Terranova, donde las cálidas aguas de la corriente del golfo, que suben del sur, chocan con las boreales que bajan del mar de Labrador, siempre cuajadas –estas últimas– de semiocultos témpanos de hielo.

Similar individualidad y distinción mostró Laurencín en escoger su eremitorio y su columna. Conforme a la naturaleza marítima de su desierto, su eremitorio fue una vieja goleta abandonada que navegaba dando tum-bos, al garete, entre las vueltas y revueltas de los innumerables remolinos que se forman por aquellos mares, pero sin alejarse nunca del centro de los mayores zarandeos y arremolinamientos de las aguas. Para su vocación de

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estilita, le sirvió a Manitoba de columna el único mástil –el de mesana– que no se había tronchado todavía en la arboladura de la destartalada goleta. Al tope de este palo persistía inexplicablemente una entena, y de esa ente-na, durante más de seis días con sus noches, por semana, guindaba cabeza abajo Laurencín Manitoba, sujeto por las corvas de sus piernas dobladas. Solamente en los atardeceres sabatinos, como limpia preparación para la festividad del domingo, se dejaba caer directamente al mar, donde perma-necía ajetreado en lavatorios y etcéteras hasta que la noche se cerraba. En-tonces, al pasar de regreso por la fragmentaria cubierta de la embarcación, encontraba, siempre en el mismo sitio, un paciente bacalao que le había estado esperando, secándose y salándose a la intemperie de vientos y de soles, durante toda la semana anterior. Con su bacalao a cuestas, Laurencín trepaba a lo alto de su mástil y volvía a colgarse –imperturbable– de la en-tena, hasta el próximo sábado. Su única vestimenta consistía en diminuto taparrabo hecho de una sola pieza de piel de foca. Del bacalao, que ataba junto a sí, con una tira de majagua, comía un bocado cada día a la salida del sol y otro a su puesta. El agua que bebía era la que, indefectiblemente, le llovía del cielo cuando la sed estaba a punto de matarle. A sus menos decorosas necesidades fisiológicas no daba rienda suelta sino durante su hebdomadario descenso al seno de la mar purificante. Esto último no era una facultad providencial o milagrosa, sino el triunfo educativo de la firme voluntad sobre las jugarretas, urgencias y deslices de la carne. Pero, no po-demos encontrar otra solución sino el milagro –la intervención inexplica-ble de lo sobrenatural– a un hecho sorprendente, prodigioso, que ocurría todos los sábados: al disponerse Manitoba a caer de su entena, para su cha-puzón, tiraba al mar, primero, los restos del bacalao que le había servido de alimento durante la semana, a dos bocados diarios. Pero en el instante que el mordisqueado cuerpo del pez tocaba la superficie de las aguas, resucita-ba íntegro e incólume, y salía nadando presuroso hacia el abismo, como si nunca hubiera servido de alimento a nadie.

Estas maravillas de Laurencín atrajeron la atención de un tal Zotmal-malón (conocido también por varios otros nombres) que profesaba la ca-rrera de aprendiz de diablo, aspirante mediocre a entrar en la jerarquía de los grandes demonios infernales. El pesadote de Zotmalmalón era un

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diablucho de ojos aperplejados, con entrada en los Infiernos Menores, pero solo como novicio y a media pensión. La mitad del tiempo lo tenían suelto por la Tierra haciendo méritos en mentiras, fraudes y trampas, que eran las tres disciplinas mayores, cuyo perfecto conocimiento se necesitaba para poder entrar de lleno en los satánicos imperios del Gran Dragón des-comunal, de la Serpiente Antigua que anda engañando siempre al Orbe-Universo. Como tesis doctoral en diabolismo, Zotmalmalón eligió la tarea de pervertir y defraudar las aspiraciones de Manitoba a la santificación. Pero viendo que nunca lograba acercársele para tentarle –pues le obliga-ba a huir por medio de santos conjuros, piadosas invocaciones y potentes exorcismos– se valió, entonces, del socorrido truco de la literatura, y le envió una carta misiva llena de señuelos y retóricas, donde le ofrecía –entre otras cosas menos frágiles– siete hermosas vírgenes de sin igual atractivo, con tal que Laurencín le “canjeara” por ellas su alma de anacoreta cana-diense. Para mayor formalidad y validez –según Zotmalmalón– el texto ve-nía traducido a catorce idiomas y escrito en cinco abecedarios o alfabetos, entre ellos el sánscrito, el hebreo y el griego: lenguas muy respetables. El taimado alevín de diablo, ducho en subterfugios y mixtificaciones, añadía en una, al parecer, inocente y benévola postdata, lo que al pie de la letra se copia: “Para evitar al iluminado y santo varón don Laurencín Manitoba las molestias de escribir y contestar, y para ahorrarle, además, toda apariencia de claudicación, imposible en hombre de tan esforzadas virtudes como el ínclito señor Manitoba, nuestra tolerancia, nuestra confianza y nuestras sanas intenciones, acceden a tomar por buena y terminante contestación afirmativa –con validez de contrato firmado y pacto sellado– el mero abste-nerse de contestar, el simple silencio, el buen callar, por parte de su señoría ilustrísima don Laurencín Manitoba; pues a tan docto varón no debe ocul-társele la universalmente aceptada doctrina que sabiamente se encarna en el conocido precepto paremiológico de que El que calla, otorga. A todas luces, ese principio, precepto o axioma, tiene o debe tener fuerza y vigor de ley. Así, pues, si dentro de nueve días no hemos recibido respuesta de su Excelencia Manitoba (don Laurencín) nos allanamos a tener por acep-tado el presente convenio y contrato; y, el alma de su Eminencia Laurencín Manitoba nos quedará por siempre jamás hipotecada. Antes de cumplirse

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el plazo de los nueve días, y en prenda de nuestra absoluta buena fe, le en-viaremos libremente al precitado varón ilustre Manitoba (don Laurencín), las siete virginidades arriba ofrecídasle. (Firmado, sellado y rubricado), Inocencio Zotmalmalón, etc., etc., etc.”.

Esta obra maestra de simples embaucamientos la consideraba Zotmal-malón como tentación definitiva en la eterna perdición del “infelizote” Laurencín. Entre otras tramposerías, pues ni a trampas llegaban, estaba aquello de aceptar la callada por respuesta afirmativa, aparentando de-mostrar con ello gran generosidad. En esto le cegaba su egregia soberbia. Otro truco que le pareció magnífico, eminente, genial, fue lo de escribir a Manitoba en catorce lenguas y cinco abecedarios, sabiendo, como sabía, que nuestro anacoreta no entendía de letra escrita en ningún idioma y en ningún alfabeto. En esto le cegaba su leguleya y enredadora disposición. Pero lo que consideró la cumbre de sus tramposas sutilezas fue aquello de cambiar, como quien no quiere la cosa, las siete bellas vírgenes al principio “ofrecídasle” por la posterior estipulación de siete abstractas virginidades. En esto le cegaba su descoco y su falta de respeto a la naturaleza y singula-ridad de ciertas cosas.

Merece analizarse un poco más en detalle esta última trampa. La pri-mitiva oferta de Zotmalmalón fue dar, como añagaza, siete hermosas y atractivas doncellas. Pero, al descubrir la inusitada circunstancia de que por aquellos días había en las esferas infernales gran carestía de vírgenes atractivas1, y que, las poquísimas que estaban disponibles se cotizaban muy por lo alto, sumó la codicia a la engañifa e imaginó sustituir las siete don-cellas por siete meras doncelleces. Veamos cómo le fue posible tan raro escamoteo:

Dio la casualidad de que, por entonces, apareció en escena una dulce nereida, llamada Liria, traspapelada y transfigurada, hacía muy poco tiem-po, de los vastos dominios del gran Apolodoro Mitógrafo, apodado “el del Epítome”. Como es natural, al encontrarse Liria, de sopetón, en este nuestro mundo moderno, la pobre nereida andaba –aunque nadando en su acostumbrado elemento marino– bastante confundida y desorientada. De

1. Vírgenes sin atractivo alguno, había, claro está, un gran sinfín de ellas.

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este estado de ánimo se aprovechó en seguida el ventajista de Zotmalmalón, abusando del alelamiento, la inexperiencia y la indefensión obnubilantes, de la dulce Liria: verla y someterla a un satánico ensalmo, fue lo mismo. Y, en cuanto la tuvo embrujada y subyugada, le endilgó a la sana persona de la cándida nereida –ajena a tales soeces prestidigitaciones– siete postizas y adventicias virginidades sintéticas. Luego, por arte de posteriores hechice-rías, la mandó a seducir a Manitoba. Liria, desde luego, no entendía nada de cuanto le estaba pasando; pero se sintió compelida a dirigirse hacia la eremítica goleta que apenas se divisaba sobre el horizonte…

Mientras tanto, Laurencín Manitoba vio venir por los aires, directa-mente hacia él, la carta misiva de Zotmalmalón. Laurencín no tenía idea de qué era aquello que velozmente se le venía encima; pero al distinguir su apariencia de lombriz con pico de cotorra, buche de paloma y alas de vampiro, y, en el pico, enrollado un pergamino y, sobre todo, al percibir la nauseabunda fetidez con que se anunciaba desde largas distancias, dio por sentado que aquello era algo infernal y que pudiera ser que contra él viniera. Sin pasar a mayores averiguaciones, rogó piadosamente al Cielo que le librase del diabólico prodigio. En gracia a las muchas virtudes y gran candor de Manitoba, así ocurrió en seguida: hubo un deslumbrante relám-pago sin trueno, y lo que venía disparado por los aires quedó reducido a una leve nubecilla de cenizas que, paulatinamente, fueron hundiéndose en el mar. Quedaron entonces los libres aires limpios de misivas y, además, encendidos en luces de trasmundo.

En ese punto y hora llegó la nereida Liria al costado de la goleta lau-rencina. Estaba la goleta todavía circundada por el aura del reciente mi-lagro, y en todas las protuberancias de la nave –sobre todo, en lo alto del palo de mesana– lucían las antorchas del fuego de san Telmo. Al entrar Liria en esta inusitada atmósfera, despertó inmediatamente del sonam-bulismo endiablado en que venía, y libre de obnubilaciones, volvió a las realidades de su ser natural de nereida. Por lo tanto, se le desprendieron y cayeron, como secas escamas, las siete virginidades postizas e ilusorias con que Zotmalmalón la había sacado del quicio de su esencia. Fue el triunfo de la autenticidad contra la falsificación. Oyose un alelúyico aletear de aves marinas, los peces burbujeaban las aguas de contento, y la dulce y

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mansa Liria, regocijose de haber vuelto a su prístino ser, a su originaria naturaleza incontaminada de doncelleces y demás intríngulis y diabluras incomprensibles. Libre y redimida de la fraudulenta embajada a que qui-sieron someterla las argucias infernales, la plácida nereida quedó como un decoro más de Manitoba, nadando a flor de mar, por siempre, alrededor de la goleta.

Allí acostumbraba visitarle, con alguna frecuencia, una antiquísima y sapientísima, aunque postclásica, sirena –de nombre Parthenope Thelxe-peia, pero a quien todos llamaban doña Sire– que, picada por la natural curiosidad ingénita en sirenas, bajaba de vez en cuando de su habitual residencia en el Reino del Helenismo Citerior y se iba a escudriñar los ínti-mos secretos por el mundo de las simples mujeres. A estas las consideraba, a juzgar por sus secretos, seres de un primitivismo apabullante. Al mismo tiempo, aprovechaba esas turísticas excursiones para ilustrar con su sabi-duría y su experiencia a la ingenua nereida que, desde en seguida, le había caído muy simpática, y a quien reconoció como uno de los entes más sanos y dóciles de su lejana parentela, aunque de abolengo menos píceo y mucho más florida y gambaclunisada anatomía.

Al contarle Liria, con sencilla candidez y lujo de detalles las recientes desventuras virginales que había sufrido, doña Sire comentó:

—Mira, niña, me alegro que me hayas consultado sobre ese extraño asunto. Para que veas que estoy muy al día en tales asignaturas y doctrinas, empezaré por aclararte que, recientemente, entre los humanos ha surgido una nueva secta que define la virginidad como una mera “preocupación burguesa”. Sin ambages admito que yo no sé lo que querrá decir “burgue-sa”. Y te añado, con la franqueza que me caracteriza, que, en esos terrenos, nosotras las sirenas no hemos dado nunca pie –ni pierna ni nada, entiénda-se bien– para tener preocupaciones de tal género.

—¡Maledicencia, Liria, pura maledicencia! Como tú sabes perfecta-mente –y si no lo supieses, bien a las claras lo podrías observar ahora en mí– las sirenas como yo, de la cintura abajo, somos, ni más ni menos, igual a una pobre chernita o un infeliz atún. Nadie podrá negar que peces como los nombrados son evidente encarnación ictiológica de la más absoluta

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v irginidad infranqueable: mutatis mutandis, casi lo mismo puede decirse de nosotras, las sirenas… Contrario a lo que, a vosotras, las nereidas, os pasa.

—¿No tienes tú nociones de ictiología? Pues, ¿qué más quieres, mi hijita, que te explique?

—No creas tal, Liria mía: esos son cuentos y calumnias de unos per-didos navegantes de hace siglos. Esos marineros –mejor sería llamarlos salteadores y piratas– llevaban mucho tiempo embarcados, lejos de sus mujeres… Tú te habrás dado cuenta, hace rato, de lo tónico –por no decir otra cosa– que es el aire del mar. Aparte de que dice un refrán vascuence que los perros hambrientos sueñan con filetes miñones; mientras más ham-brientos, más miñones… En tales circunstancias, aquellos entremetidos vagabundos se pusieron a espiarnos y a escuchar –imprudentes– la femenil y melodiosa entonación de nuestros cánticos sagrados. Y ¡claro está!, les dio una alferecía, una fiebre álgida, y se volvieron locos de concupiscen-cias…

—Te diré, mi queridísima Nereida, te diré que hay muy doctos esco-liastas… ¿Sabes lo que son escoliastas?

—¡Ah! No lo sabes, pero te lo imaginas… Pues prosigo: hay doctísi-mos escoliastas que dan por bien averiguado quiénes eran esos nombrados navegantes… Aquella gentuza no eran ni siquiera hombres mortales, sino una piara de cerdos que la reputada bruja Circe convirtió en marineros. ¡Cerdos de la bruja Circe, eso eran! Pero por hombres pasaban y por don-dequiera que iban propalaban esa falsa historieta infamatoria, como si fue-ra un científico capítulo de Historia Natural… Imagínate, tú, que llegaron a pintarnos como una especie de avechuchos con sus plumas y todo, pero con caras de niñas bobas, algo cloróticas… Date cuenta de lo brutos que serían, pues confesaban, sin pizca de vergüenza, que tales pájaras mons-truosas les sorbieron el seso, y pasaron tremendas calenturas… Como dice el escoliasta: todo eso carece de sindéresis, aunque yo apostaría que de lo que carece es de otra cosa, de algo muchísimo peor…

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—No. Nadie nos fue a tomar declaración a nosotras las alevosamente inculpadas de necia y horra seducción. Ni hubo un filósofo ni un sicólogo a quien se le alcanzara el verdadero significado de aquella estúpida patraña insultativa y vejatoria. Hoy, hasta los parvulitos comprenden que ese tipo de maledicencia y difamación no es más que despecho… Puro despecho de la más baja estofa… ¡No estábamos maduras! ¿Comprendes?

—¡Qué inocente eres, muchacha! ¡Claro! Tú no puedes saber nada de semejantes reacciones. Cosas peores inventa la libídine al verse rotunda-mente defraudada, herméticamente impedida… Esos falsos testimonios son simples síntomas morbosos de la frustración. Así lo atestiguan las nue-vas escuelas. Hay estudiosos psiquiatras que proclaman…

—Es verdad. Tiene razón, mi linda y blanca Liria. Me he alejado algún tanto del percance de tu involuntaria adquisición de esas tus siete famosas e increíbles falsificaciones. Pero era solo para recordarte que soy, como sirena hecha y derecha, muy versada en la teoría y en la práctica de asuntos castamente doncelliles. Y viceversa. De paso, también me engolfé en digre-siones para que no creyeras en las perniciosas fábulas de aquellos cerdos metidos a navegantes por obra y desgracia de la bruja Circe…

—Está bien, querida Liria; pero no olvides que a pesar de lo que en-tiendo, yo, de esas cosas, sin embargo, tus siete preocupaciones burguesas en una sola hembra, es algo que yo no alcanzo a comprender… ¡Estoy por decir que, ni yo, ni nadie! Ni siquiera don Ricardo von Krafft-Ebing, en sus más altos vuelos imaginativos, menciona cosas de ese absurdo esti-lo… Segurísima estoy, no obstante, de que se trata de alguna estrafalaria cochambrada… A lo mejor es algo que no puede existir sino en un sueño delirante de algún sátiro viejo (y, ¿quién sabe si borracho también?) con múltiples deseos reprimidos: con inhibiciones forzosas, pero sin sublima-ción, “como dicen los locos de hoy”…

—Tienes razón; ahora que lo sospechas…

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—¡Ah! ¿No lo sospechabas tú, mi inocente Liria? Pues yo sí. Porque ese Zotmalmalón, según me lo has descrito, se me está pareciendo dema-siado a otro sátiro senil, con ciertas pretensiones de teólogo… Recuerdo aún otro de esos sátiros –no tan senil– que estuvo haciéndome baldías ca-rantoñas hace más de veinticinco siglos… Tenía los ojos verdes y la barba ensortijada y abundante, teñida de azul… Y, aunque bastante calvo, tenía unos ricitos entrecanos en las sienes que le caían muy bien… Todo lo re-cuerdo como si fuera ayer… Pero, en el fondo, ¡el muy sátiro!, era un grosero…

En tales conversaciones se entretenían con frecuencia doña Sire y la niña Liria. Hasta que, un mal día, se nos murió pacíficamente Laurencín Manitoba. Estas fueron sus últimas palabras y deseos:

—El alma le entrego a Dios y el cuerpo a la mar salada, y la goleta a las olas que la lleven y la traigan.

(Lo del “sombrerito”, que aparece en algunas versiones apócrifas, es una interpolación muy posterior a los hechos).

Pero nada pasó según esa última voluntad de Manitoba. Su cuerpo lo recogió, con cariño de las aguas saladas, la siempre dispuesta y favorece-dora niña Liria, y dentro de un cofre de corales y nácares, lo enterró en un islote arenoso y desierto donde ella permanece, hasta la fecha, piadosa y fiel a su destino de nereida, con su acostumbrado aire de impasible y sencilla aquiescencia colaboradora. La goleta, desprovista del sostén espiritual de Laurencín, naufragó y se hundió, sorbida por el vórtice de un remolino sin fondo. En cuanto al alma del anacoreta, las cosas se complicaron de la manera siguiente:

Cuando la sufrida alma de Manitoba comenzaba su ascensión hacia el Empíreo, Zotmalmalón, de un zarpazo, la arrebató y se precipitó con ella a los profundos subsuelos del Erebo. Al mismo tiempo, envió noventa y tres abogados y un centenar de alegaciones a los Altos Estrados, donde había entablado pleitos para hacer valer sus presuntos derechos sobre el alma de Laurencín, y para justificar la violencia y el secuestro de tenerla presa entre sus garras. Lo único que tenía lejanos visos, no de verdad, sino de argumentación, en toda la hojarasca de sus alegatos eran estos dos puntos:

Primero, el que el no contestar Manitoba al contrato propuesto por

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el aprendiz de diablo, valía tanto como una formal aceptación; cosa bien evidente y aclarada en el texto mismo del contrato de referencia.

Y, segundo, que, como comprobación de haber sido aceptado, por el susodicho Manitoba, el tal contrato, estaba el hecho indiscutible de que, habiéndosele enviado, en prenda, una nereida con siete virginidades su-pernumerarias, a la muerte de Laurencín Manitoba, se encontraba la suso-dicha nereida desconsolada y llorosa, y sin otra virginidad que la única, solitaria e hipotética que se le presume cortésmente a cualquier nereida buenamoza.

Solo el designado abogado celestial del diablejo pudo tomar en serio –como era su deber– los infundios de tales alegatos. Los noventa y tantos abogados enviados por Zotmalmalón a los Altos Estrados, no estaban allí sino obedientes a la consigna habitual entre letrados de enredar los hechos, y armar una trifulca enorme cada vez que estuvieran a punto de aclararse. De esa manera, las vistas amenazaban con durar un par de siglos.

Para defender la Justicia contra las arbitrariedades y sutilezas de pro-cedimiento judicial, el jefe de las milicias celestiales, el prudentísimo arcán-gel san Miguel, oyó una imperiosa voz interior que le ordenaba intervenir, por vías de hechos, en el asunto, confiando a su discreción y moderado temple –tanto como a su celo– los medios necesarios para adelantarse al fallo inevitable de los Altos Estrados y poner a salvo de diabluras, mientras tanto, el alma del pobre Manitoba. Así, pues, el glorioso Miguel corrió tras Zotmalmalón y se puso a disfrutar con él, altercando sobre el alma de Laurencín Manitoba. Pero el alevín de diablo no había aprendido aún a darse por vencido ante la segura inminencia del fracaso. No hubo medio de prevalecer, contra el testarudo, por silogismos ni conminaciones. Todo se contestaba con vacuas artimañas leguleyas. Entonces, san Miguel echó a un lado la balanza de la Justicia y el escudo de la Razón, insignias que usualmente traía, y sopló entre sus manos con hálito vivísimo. De este so-plo de sus entrañas de arcángel se formó una terrible espada, ondulante, de un fuego tan caldeado, tan ígneo y tan rusiente que achicharraba con su contacto a las propias hogueras del Infierno. Este fogoso argumento lo alcanzó a ver y a entender, instantáneamente, Zotmalmalón, y el arcángel gritole, a punto de tirarse a fondo: “¡Reprímate el Señor!”.

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Antes que al diablucho le tocara la espada, le tocó aquel grito memo-rable de Miguel, despertando en él tales recuerdos aterradores que le fla-quearon las rodillas y cayó patas arriba, soltando su inocente presa; la cual, el arcángel se apresuró a recoger en su seno.

Guardaba Miguel el alma de Laurencín, en espera de la definitiva con-firmación de los Altos Estrados, cuando llegó su camarada san Gabriel con esas nuevas. El veredicto –ni que decirse tiene– había sido favorable a Manitoba, y se decretaba que su alma podía y debía entrar en las Alturas.

Pero Gabriel mostró cierta admiración y sorpresa al ver que Miguel, adelantándose a los juicios perdurables, estuviera ya en pacífica posesión del alma de Laurencín Manitoba. Y no pudo reprimir esta pregunta un tanto retórica:

—¿Qué recurso de lógica, de razón, de ley, de justicia o derecho, usaste para prevalecer contra Zotmalmalón y apoderarte de esa alma, estando el caso todavía sub judice?

Y replicó Miguel muy seriamente:—Bastó con exhibir este poderoso recurso de habeas corpus.Y, a la vez, le mostraba la flamígera espada que desde entonces usa.Pero Gabriel le rezongó, literal y guasón:—En tal caso, ¿no sería, quizás, más bien, un poderoso recurso de

habeas animum? O, si prefieres, ¿habeas animam?—Este es un habeas corpus muy especial que yo inventé, Gabrielillo –le

contestó Miguel–, y no iba contra ningún ánima, sino contra un cuerpo de aprendiz de diablo. Y, tú, no te me pongas latino y maestro de escuela, que no hay necesidad.

Ambos rompieron a reír, y cogiendo cada cual por una mano el alma de Manitoba, emprendieron su vuelo por el espacio sideral.

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CULTURA: TRES PASOS Y UN ENCUENTRO(1939)*

PASO PRIMERO

La sabana era toda un mar de cañas y el cielo un fracatán de estrellas. Bajo la brisa del sur, el rocío de las hojas titilaba entre la espuma de la guajana en flor. Arriba: polvareda de astros, estrellas astigmáticas, húmedas, bajas, y el lagrimón de un lucero: quieta gota de luz.

El jíbaro durmiendo a noche abierta despertó entumecido al cantar de los gallos:

—¡Que te pasma el sereno si no agilas, compay! –reflexionó en alta voz, hablándose a sí mismo como a un buen compañero. Y puesto en pie, frotándose las manos, se puso a mirar la noche pensativo. Luego sacó del seno un jumazo y lo encendió. Le dio varias chupadas al cigarro, resoplan-do su lumbre después de cada una–. Poco le falta ya pa que amanesca; ahorita asoma por allá la guagua de la capital.

Horas antes había empezado a bajar de la altura, sorteando haldas de montes por veredas bordeadas de naranjos y cafetos; los zapatones de tos-co cuero gris colgados al hombro, como alforjas, y los pies, ágiles y descal-zos, afianzando los pasos sobre el barro pegajoso y empinado con cautelosa seguridad de cabro cimarrón.

En su descenso fue a buscar por atrechos el camino de mayor tránsito, la vía más directa hacia San Juan, que cruza la sabana allá en lo hondo, tras unos cuantos cerros, en pleno imperio ya de la caña de azúcar. Los árboles se quedaron atrás mucho antes de llegar a los ceborucos pelados, cónicos y calcáreos. Por fin estuvo a la orilla de la carretera; pero por precavido llegó antes de lo que esperaba, mucho antes de la hora en que acostumbra

* Tomás Blanco, “Cultura: tres pasos y un encuentro”, Cuentos sin ton ni son, Margot Arce de Vázquez; pról., San Juan, P.R., Instituto de Cultura Puertorriqueña (Col. Biblioteca Popular), 1970, pp. 63-72. Primera edición: Revista del Ateneo Puertorriqueño (San Juan), (1939). Este último dato ha sido suministrado en el prólogo de Margot Arce de Vázquez, sin indicación del número ni la fecha precisa de su publicación.

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a pasar la jamaqueada guagua que diariamente recorre por dos veces los caminos que vienen de San Juan.

—No por mucho madrugar amanece más temprano –filosofó refra-nero–.

Los efectos del madrugón y la caminata en un estómago casi vacío, le tentaron a tenderse boca arriba a la vera de una pieza de caña mientras se hacía de día, y a los pocos minutos dormitaba.

Quince años llevaba trabajando Menegildo Cruz en la parte de la ha-cienda Mogote que heredó de su padre y solo cinco veces durante todo ese tiempo había ido a la capital. Siempre con su cuenta y razón, y siempre había regresado al poco tiempo, entusiasmado con las peripecias del viaje; pero profundamente contento de volver a su altura, a su estancia, a su tie-rra, a su trabajo. Esta vez –¿quién sabe?– quizás no regresara nunca.

Nadie mejor que él sabía del cultivo que exige la tierra y del cuido que merece el café. Pero la tradición de seis generaciones cafeteras, la experien-cia adquirida al lado de su padre y su abuelo, sus esfuerzos por ponerse al tanto de nuevos métodos de producción adaptables a su tierra y al alcance de sus recursos, el cariño al terruño y el gusto por las labores del cafetal, a la postre no le habían de servir de nada. Primero, la baja en los precios del café le obligó a hipotecar la finca; luego, después de los últimos ciclones, tuvo que vender parte de ella y volver a hipotecar. Y ahora consideraba que casi ya no había remedio. Sin un chavo para intereses y menos para amortización, la hacienda, (las cuerditas que le quedaban) sería ejecutada si fracasaba esta última gestión que iba a hacer en San Juan.

Él ya no tenía ni una gallina que vender. Pero había en la capital un li-cenciado, compadre de un cuñado suyo, donde acudía para rogarle le ayu-dara en este trance –no con dinero, eso no, sino con influencias políticas y consejos legales. A ver si cuando menos aplazaban un año más la ejecución de su finca–: ¡Dios dirá!

Hacía algún rato que había clareado el alba. El Dardo Justiciero rápida y peligrosamente recorrió una curva en la distancia y se acercaba veloz, con los faros encendidos aún. En medio de la carretera Menegildo hacía aspa-vientos con los brazos en señal de parada. Un frenazo justo del chofer, y el barroco autobús paró en seco un momento, lo precisó para que Menegildo

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se encaramara en él. El sentarse fue cuestión más de la ley de inercia que de la voluntad del jíbaro. En seguida el Dardo se disparaba otra vez, carretera adelante, y Menegildo, ensimismado, con una peseta (para el pago del pa-saje) colocada en el pabellón de la oreja, musitaba.

PASO SEGUNDO

Rodeada de sus sobrinitas menores, la negra ña Belén se ajetreaba ten-diendo ropa blanca al sol, rociándola con la espuma de una dita llena de jabonadura… Su oficio, su principal oficio y vocación, su ministerio casi, era cocinar. Con sapiencia intuitiva y sabrosos resultados sabía oficiar ante el fogón con más prosopopeya, escrúpulos y ritualismos que un sacerdote ante el altar. Pero a ella le gustaba dar lecciones prácticas de habilidad en todos los menesteres. Hoy tocaba lavar.

Era ña Belén el arquetipo de una brava clase de hembras de su raza que no escaseó en la isla desde mucho antes de la abolición de la esclavitud hasta bastante después de la llegada de los norteamericanos. Usaba la pasa menudamente trenzada y recubierta por amplio pañuelo de Madrás. En el rostro achatado, de un color chocolate rojizo, la herida amoratada de su sonrisa habitual dejaba ver el espléndido resplandor de la dentadura entre los bembes arremillados. Y los cuajarones aporcelanados del blanco de sus ojos rimaban con la blancura húmeda de los dientes sanos, fuertes, iguales.

Bajo la arremangada saya de faena tenía las piernas flacas, largas, ágiles, con apretados haces de tendones en vez de pantorrillas, y las lucía desnu-das y nerviosas como remos de alerta bestezuela. Pero de medio muslo al cuello su torso se combaba en dos sinuosidades abultadas con el perfil de una rechoncha ese. Contrapesaba la esteatopigia posterior del tafanario con el delantero abultamiento de las ubres veteranas. Aun así, nalguda y pechugona, no le pesaba la grasa, y desplazaba en rítmicos vaivenes aquel doble bojote envuelto en colorines y cotonas.

Acompañaba el ir y venir de su ajetreo con los compases de una gua-racha antigua y romanticona que, en los timbres de su mansa media voz, adquiría modulaciones de plácido contento. Abismada en su trabajo y

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arrullada por su propio canto, se movía, en medio del paisaje playero, tan abstraída de todo lo que le rodeaba como el más consciente artista en su taller o el más sesudo sabio en su laboratorio. Las sobrinitas, en funciones de acólitos y aprendices, atentas a todos sus movimientos, no le perdían pisada, siguiéndola de un lado a otro como polluelos tras la clueca.

—¡Ay, ña Belén, ña Belén! ¡Venga acá pol favol, ña Belén! ¡Pol la Vis-ne, ña Belén! –se desgañitaba de pronto la vecina del próximo bohío–.

Y la negra maestra en oficios y servicios, doctorada en todos los que-haceres domésticos, salió en seguida de su profesional ensimismamiento y cruzó rápida el trecho de arenal, sospechando lo que le pasaba a la vecina que tan desaforadamente la llamaba:

—Ave María, válgame Dios, si aún no era tiempo…Todo el resto de la mañana y parte de la tarde estuvo ña Belén con

la vecina, hirviendo agua, aplicando paños calientes, cociendo bebedizos, entre santiguamientos, manipuleos y oraciones.

Al regresar refunfuñó: —Miren niñas, váyanse a acompañal a la veci-na, que yo tengo que dir a buscar unos encargos que hacen falta y a ver si encuentro al pae de la criatura, que anda en su carro vendiendo cocos por San Juan. Si no lo encuentro, ese sángano es capasísimo de no bolbel hasta las mil y quinientas.

En aquel rincón apartado de Cangrejos Arriba berreaba a todo trapo un negrito más. Mientras se cambiaba de ropa en su bohío como prepa-ración indispensable para su forzada excursión a San Juan, ña Belén escu-chaba atenta los berridos con enigmática expresión, dulce y grave, en las facciones. Hacía cuenta de todos los barrigoncitos que ella había ayudado a traer al mundo: —¡Ay bendito! –murmuró–. Si ya yo ni me acueldo cuán-tos fueron…

PASO TERCERO

En el grupo estaban, sobre todo, ella, y él. Ella desde luego, opalescente y desteñida, con mimos de gata mañosa y desplantes teatrales de heroína de cine (clase B, número 2); a la vez inmadura y avejentada, vestida con cursis exageraciones de la moda que fue el último grito en las películas de diez

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meses atrás, debidamente depilada y pincelada. Él, repulido, vaselinado, y finústico; resudando por todos sus gestos una mezcla inefable de anacróni-cas elegancias y congénito mal gusto.

Sobre el velador del café (un café fuera de tono con el tradicional ambiente antillano, pero bastante en armonía con su habitual parroquia) ceniceros llenos de colillas rubias, servilletas de papel, vasos de cristal tos-co, a medio vaciar, conteniendo las heces de menjurjes detonantes en que la química de los refrescos carbonatados importados de Estados Unidos amalgamaban sus sabores sintéticos con el tufo de los alcoholes enveje-cidos a la carrera por los forzados procedimientos de la zimurgia ultra-moderna. Y llenando los huesos que el servicio deja libre: codos de los contertulios. —El climax –dirían estos contertulios, en su chabacano bi-lingüismo– de lo nice. Para ellos, en su propio concepto, el sitio, la compa-ñía, la conversación, los brebajes, todo el conjunto, en fin, figuraba como elegante exponente de las actividades sociales de la juventud aristocrática capitaleña.

Ella, con frivolidades de perrita amaestrada y súbitos encabritamien-tos de potranca a medio domar, tercia frecuentemente en la conversación, olvidando de vez en cuando las normas de conducta recién aprendidas en el penúltimo manual norteamericano que trata, en veinte lecciones, de cómo ganar prestigio social e influir sobre los amigos. Él se atiene (cuando menos en público) a tópicos manidos y desquiciados de galantería dieciochesca y a la pseudosofisticada actitud que le prestan las resonancias literarias más comunes del período romántico. Ambos perfectamente inoculados por la vanidad, la displicencia y una falsa escala de valores fabricada a la propia medida, contra el subconsciente sentimiento de la propia inutilidad e in-significancia.

En arremingada fuga de lo popular caen con frecuencia en la vulga-ridad más populachera. El concepto de las artes (para las ciencias, salvo alguna que otra especialidad, no han encontrado aún fácil compendio) lo prostituyen en un viceversa a su alcance donde, en vez de ser consideradas fruto y flor del instinto creador elevado a categorías espirituales, se le toman tácitamente por medios prestigiosos para bajar por ellos hasta las fuentes más crudas y sensibleras del instinto genésico. Confunden la literatura con

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la gramática parda de la fácil seducción. Y en el diálogo cuando el humor deja de ser chiste es para convertirse en relajito, chacota o guachafita.

Ella y él se separan del grupo y salen juntos del local, momentánea-mente fascinados, uno por el otro, bajo las luces de los cocteles, entre las dos luces de la tarde que acomodaticiamente crepusculiza y guiña en los rótulos y escaparates de la calle con colorines de gas neón.

EL ENCUENTRO

Por la calle sanjuanera baja, de norte a sur, el buen jíbaro Menegildo Cruz, desorientado, buscando aún el bufete del compadre de su cuñado, leyendo cuanto rótulo, muestra y letrero hay por los balcones, portales y paredes, esperando encontrar entre ellos el nombre del abogado que busca. Y la buena de ña Belén sube por la misma calle, de sur a norte, cavilando to-davía, abstraída, en la cuenta de los muchachitos que, en su tiempo, ha ayudado ella a traer al mundo. En la estrecha acera, frente a la puerta del café por donde sale eufórica la pareja elegante de los cocteles se encuentran todos cuatro. El tropezón fue inevitable. El niño bien por poco pierde el equilibrio y los zapatos de su compañera perdieron su inmaculado brillo bajo el pisotón involuntario del jíbaro. Menegildo turbado, y ña Belén son-reída, se deshacen en corteses y sinceras excusas. Pero la pareja elegante comenta a dúo, altanera y despectiva: —¡Jíbaro bruto! ¡Negra imbécil! ¡Gente estúpida! ¡País inculto!

Y tras unos dimes y diretes con el policía de servicio, sobre la ley de tránsito y circulación, que prohíbe estacionar vehículos allí, sube la pareja a un automóvil que durante la última hora ha estado estacionado frente al café en flagrante violación de dicha ley, y arrancan entre bocinazos sin justificación y ruidosas aceleraciones inútiles del motor. Él al volante, ella a su lado, han recobrado ya la euforia momentáneamente perdida por el encontronazo. —Lo que pasa, chica, es que en este país no hay cultura –dictamina él–. Y ella asiente: —Un pueblo sin cultura, chico, sin pizca de cultura… inconsiderado, inculto…

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AMELIA AGOSTINI DE DEL RÍO (1896-1996)

ESTREMECIMIENTOS DE AMOR Y POESÍA(1970)*

DICEN que soy muy graciosa. Quizá por las curvas airosas de mis cuatro patas, en las que pasan inadvertidas las breves líneas rectas. El obrero que me labró debió de amar las ondas. Tal vez recordaría que de niño jugaba con las olas del mar.

Luego me coronaron con un mármol blanco de vetas grises. Ahora, con la última mudanza, ese mármol tiene una grieta que mi señora cubre con un libro de arte. No me avergüenzo de esa grieta que muestra el pasar del tiem-po. También ha transcurrido este para la que es hoy mi señora y que hace setenta años era una nenuca cuyas manecitas ni alcanzaban los muñecos de biscuit de Sèvres con que la madre me adornaba; todos los muñequitos, be-bés y bailarinas en su mayoría, estaban alrededor del centro de mesa, hecho de una porcelana blanca con pliegues rosados. Sospecho que aparecía yo un poco recargada, pero nada me pesaba.

Cuando llegaba el día de Todos los Santos, me desnudaban de toda frivolidad, en víspera del día de Todos los Muertos. Entonces me ponían dos candeleros de bronce con sendas velas encendidas. Como no tenían arandelas aquellos, goteaba sobre mí la cera caliente; no me desagradaba la sensación.

* Amelia Agostini de Del Río, “Estremecimientos de amor y poesía”, Isla en las voces del cuento, A. Agostini de Del Río y otros, Isabel Cuchi Coll; pról., San Juan, P.R., Sociedad de Autores Puertorriqueños, 1972, pp. 13-18. Primera edición: Puertorriqueños en Nueva York, Amelia Agostini de Del Río, Nueva York, Editorial Mensaje (Col. Montaña), 1970, pp. 9-13.

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A mi alrededor se sentaba mi primera señora con sus dos hijos –a la nenuca la acostaban al oscurecer– y dos sirvientas, y rezaban un rosario por sus muertos y las benditas almas del purgatorio. El señor, en una mecedora junto a la ventana, no participaba en el rezo, al menos en alta voz; una de las muchachas atribuía su silencio a que era masón. Yo creo que soñaba despierto; allá estaba sentado, mirando con melancolía el tenue aleteo de las llamitas a las que movía la brisa. A veces movía esta las lágrimas de la lira que pendía del techo, por lo cual había que juntar las puertas del balcón. Yo lo sentía porque me gustaba el sonido de cristales.

Siempre me intrigaban el silencio y la tristeza del señor. ¿Recordaría vagamente a su madre, muerta a los veinticuatro años? Entonces, tendría el señor seis años escasos.

Mi vida en el pueblo transcurría plácida. Me limpiaban a diario con un plumero. Era una sensación agradable la que me producían las plumitas en la madera; claro que me quitaban el polvo, pero volvía este a colocarse sobre los otros muebles y sobre mí. Más reluciente quedaba el mármol acariciado por un paño húmedo.

Era yo el centro de las reuniones porque estaba colocada en el mismito medio de la sala. Las señoras que nos visitaban conversaban en voz baja, sobre todo una señora muy guapa que era sumamente sorda. Ponían sordi-na a los pequeños escándalos que daban algunos maridos, pocos, aficiona-dos a faldas, ¡mucho! Los niños jugaban en el balcón, pero de todos modos sus oídos inocentes no se habrían percatado de nada, pues sus propias risas no se lo hubieran permitido. Alguna vez los comentarios eran murmullos porque se trataba de casos de honra femenina: la hija del hacendado que se había escapado con un capataz o el deshonor de una familia por el desliz de una hija a quien el padre arrojaba de la casa con el niño por nacer, ¡así creía que escarmentarían las otras hermanas! A mí me angustiaban estas historias en que siempre se castigaba a una criatura inocente.

Cuando mi primera señora enfermó se la llevaron a la capital; también me llevaron a mí, con otra mesilla también de mármol, pero más averiada que yo. La pobre era cojita y para disimular su defectillo le ponían una tabli-ta del color de sus patas; tenía solo tres. Corrimos por una i nterminable ca-rretera con tantas curvas que íbamos dando tumbos. Si no nos d estrozaron

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se debió a las colchonetas con las que cubrieron los costados del camión porque a nosotros no nos embalaron ni poco ni mucho. Íbamos con el mármol sobre unas mantas y con las patas para arriba; posición cómoda mas un tanto indigna, creo yo.

Nunca había visto yo la hermosura del campo ni un amanecer tan ana-carado ni había oído tantos trinos y relinchos y ladridos. Los gallos pare-cían muy contentos con canto va y canto viene. Además, ¡salían una de ecos de no sé dónde cuando pasábamos por los trechos solitarios!

La señora llegó a la capital antes que yo porque iba en un auto de no sé cuántos caballos, que yo no vi nunca. Por fin me bajaron del camión, me subieron a la casa por una escalera, hecha por lo visto para gente patilarga, y me depositaron en un dormitorio que olía a agua de colonia. La señora se levantó de la mecedora y se dirigió a los mozos. “Póngala más cerca de la cama”. Luego me examinó –creo que con ternura maternal– el mármol y las patas. “Ay, hija, ha venido sanita, sanita, mi mesa linda”. A mí me gustó el mi aún más que el linda.

Mi mármol estaba amañado a la frivolidad de las porcelanas, menos, como ya he dicho, los primeros días de noviembre cuando se pensaba en los difuntos y en el dolor que traían los recuerdos entonces y se consumían cirios en la monotonía con que se decían las oraciones. A mí me entraba un agradable sopor. Se me olvidaba decir que yo había pasado por la congoja de oír que el señor había muerto en el sueño cuando más felices estábamos en el pueblo.

En la casa de la capital ya no fui mesa de sala, sino que hice las veces de mesilla de noche. Sostenía una bandeja con medicamentos y un florero con rosas y jazmines, “para levantar el espíritu”, decía mi dueña. Nunca había visto tan de cerca la muerte. La vida de mi señora se fue consumiendo como los cirios de noviembre. A su hija le decía a menudo: “Dicen que el corazón no duele… pero a mí me duele hasta respirar”.

Tampoco había visto yo tanto amor. En aquel dormitorio se querían to-dos y hasta las cosas inanimadas nos sentíamos invadidas por la ternura. Si yo hubiera podido llorar, habría derramado tantas lágrimas como la f amilia cuando mi señora se fue derechita a reunirse con el Señor. En uno de sus pocos encargos le había dicho a su hija:

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—Cuando se digan los rosarios por mi alma, coloca las velas sobre mi mesita. Después mándala a la hija que está en Nueva York.

Y así fue. Me embalaron con cuidado y me mandaron en un barco que tenía nombre de santo: San Lorenzo. Fueron seis días de travesía. Una noche salimos rodando los muebles que íbamos en la bodega, se conoce que el mar estaba muy airado. Entonces saqué yo mi avería. En tierra de Nueva York –es un decir porque lo que se siente es el asfalto– me subieron a una camioneta y luego me bajaron y me cargaron un ratillo y vuelta a subir; ahora en un ascensor, que fue un medio de locomoción nuevo para mí, a un octavo piso. La nenuca de otros tiempos es mi señora. Me refregó las patas con un líquido que olía a limón y me pasó un pañito húmedo por el mármol. Entonces me colocó en un rincón de la sala –ahora parece que no se estila poner la mesa en el centro de la habitación– me puso encima una lámpara de pantalla color crema que me da una luz tenue e ilumina el retrato de mi señora de Puerto Rico. Sobre mi grieta hay siempre un libro.

La sala está templada, aun en el invierno, porque entonces la calientan por medio de unos tubos que a veces entran a chillar y otras a sudar. Este chisme se llama radiador, pero he oído decir que un poeta lo llamó ruiseñor de invierno. Los poetas deben de ser gente buena porque mi señora los lee mucho y los quiere; son criaturas que todo lo embellecen. Pero la verdad es que los ruiseñores que yo oía en mi tierra cantaban con más armonía. Di-rán: “¿qué sabrá de armonía una mesa?”. Bueno, no es cuestión de ponerse una a discutir…

Aquí espero vivir muchos años porque así me lo aseguró mi niña (ya sé que tiene setenta y dos años, ¿y qué?) cuando una amiga le dijo:

—Por esa mesa antigua te darían un capital. (A mí me pareció esto una exageración, pero a mi vanidad no le pareció mal).

¿Pues sabéis lo que dijo mi señora?—¿Estás loca? ¿Quién te ha dicho que yo la vendería? Sería como

vender un trozo de vida de mi madre.Así es que tengo la vejez asegurada y vivo tranquila oyendo conversar

al enjambre de niños. Conversan todos a la vez y preguntan cosas que me habrían ruborizado en mi niñez. Ahora parece que los niños tienen un sa-bio en la barriga. Dicen todos que los tiempos han cambiado y que hay que

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marchar con la civilización. No entiendo bien lo que esto significa, pero a mí que me dejen rumiando mis viejas ideas, mis viejos sentimientos. Y callo porque hay que respetar las opiniones –callar es proceder con discreción–. Cuando me quedo solita, recuerdo y medito. Antes, los rayos de luna que daban sobre una persona dormida la volvían lunática. Eso decían. Pero ahora los lunáticos son los que se van a la Luna. Y yo me pregunto: ¿será esa luna la misma luna que se entraba por las persianitas de la casa de aquel pueblo de Puerto Rico oloroso a pan y a jazmines? Los aromas no salen en el televisor –ya lo he aprendido– pero yo no oí comentar a ninguno de los astronautas sobre los olores de la luna. De modo que no les olió a nada. ¿Y qué queréis? Quien ha nacido y envejecido entre jazmineros y panaderías fragantes en aquel pueblo de Yauco no puede menos que sospechar que haya dos lunas: las que escalan los héroes lunáticos y la que soñamos aún los que no somos héroes. Nuestra luna es la que acuna a un niño a quien los ángeles mecen, o es la locaria romántica que hace estremecer a los enamo-rados, estremecimientos de amor y poesía…

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JOSÉ I. DE DIEGO PADRÓ (1899-1974)

SEBASTIÁN GUENARD(1924)*

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HE AQUÍ la oscura tragedia de un hombre anormal. Sobreexcitado por la imaginación y el hastío, enloquecido por la savia venenosa que desarrolla-ba dentro de su espíritu florescencias extrañas, su vida llegó a convertirse en una trágica serie de pesadillas.

Aquí, en estas páginas, arrancadas del fondo de la más acre realidad, he pretendido remover un poco el lodo cosmopolita, echar sonda en esa asfixiante marea, siempre viscosa, siempre adormecida bajo la seda y el oro de lo que llamamos civilización y refinamiento de las sociedades. Traté, al escribirlas, de suprimir todo aparato innecesario, toda añadidura de autor; no sé si lo he conseguido. Por lo demás, debo advertir que esta es una histo-ria sin trama, es decir, no hay en ella la trama convencional y efectista, como en esas historias concebidas únicamente para recreo de incautos; pero hay, eso sí, un eje invisible alrededor del cual se agitan cosas que son algo más que una trama… Escucharme, pues.

Mi amigo Sebastián Guenard era soltero, percibía rentas y se aburría con facilidad. Hablaba con soltura e ingenio, adoptando cierta afectación encantadora que reemplazaba a toda naturalidad, y contradiciéndose muy a menudo, está claro, puesto que tenía mucho talento.

* José Isaac de Diego Padró, “Sebastián Guenard”, Relatos, Pedro Juan Soto; pról. y notas, San Juan, P.R., Instituto de Cultura Puertorriqueña, 1997. Primera edición, y acaso la única anterior: Sebastián Guenard, San Juan, P.R., Tipografía El Compás, 1924.

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Mi amigo Sebastián Guenard era un tipo de formidables excentricida-des y un magnífico forjador de filfas. Y no es que yo quiera fabricarme un personaje apropiado y cómodo, a pretexto de exhibir unas cuantas y hacer un poco de literatura mórbida… ¡No! Es que mi amigo Sebastián Guenard era así en efecto. Tenía la respetable afición del coleccionista raro, y veíasele con frecuencia en los bazares de chamarileros, gavilanes del agio, que gene-ralmente le esquilmaban el bolsillo con monigotes traídos del Tonkín o de Egipto, según ellos, y que no eran más que burdas imitaciones fabricadas en la trastienda. Gustábale, incluso, visitar los restoranes exóticos de la calle Mott, aquellos antros perfumados con agua de colonia, no más que por transportarse a ambientes superiores y por paladear su acostumbrado revoltillo de ranas.

Durante algún tiempo (y la historia ocurre en Nueva York) fui com-pañero suyo de cuarto. Tuve, pues, ocasión de conocerle, aun en sus más íntimas cosas. Por razones que explicaré más adelante, me vi obligado a huir de su compañía; hasta me hice la firme resolución de acabar con aque-lla amistad. Transcurrieron como tres años, y ya yo no me acordaba ni del santo de Guenard. Pero la casualidad, esa suegra que acecha en todas las esquinas casi siempre para sernos adversa, hizo que Guenard y yo nos tropezáramos una tarde de invierno por un bajo suburbio de la ciudad. Mi amigo iba envuelto en un estruendoso abrigo color de cáñamo y con el sombrero embutido hasta las orejas. A no ser por su inconfundible voz de falsete, cuando me gritó desde un puesto de estampas y de sellos usados, trabajo me hubiera costado reconocerle.

—¿Qué tal, Guenard, qué tal? Tanto tiempo… Me alegro verte –pro-nuncié, disimulando un poco mi contrariedad–.

—¡Caramba, chico! ¡Qué sorpresa!… ¡Yo invito!, ¡yo invito! Cenare-mos juntos… Anda, ven… ¡Caracoles! ¡Y qué grueso estás! ¡Debes estarte dando una vida de príncipe!… Anda, ven…

Mi amigo subrayaba sus efusiones con aquella carcajadita y aquel transporte de voz que le eran habituales, y que tanto habían dado qué decir entre sus compañeros de tertulia.

—¡A propósito! –agregó después de una pausa–. ¿Sabes? Nuestro Laureano se ha despachado de un pistoletazo… Lo que yo pronosticaba. ¿Te acuerdas?

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—¿Cómo? ¡No me digas! Pero…—¡Pero nada, hombre! ¡No seas necio! Lo que oyes… Se mató, y eso

es todo. ¡Ja! ¡ja! ¡ja!—A ver, chico, cuéntame, cuéntame. ¿Qué ha pasado? Hace tiempo

que yo… –insistí, sintiendo ya la comezón de la curiosidad–.—¡Psh!… ¿Qué diablos te voy a contar? Confórmate con saber que

se quitó del medio de una manera distinguida. Lo demás no tiene pizca de importancia.

Y esto diciendo, mostró sus dientes en un nuevo rapto de risa. No quise insistir más de momento y me concreté, en mis adentros, a

sacarle filo a aquella reserva, o aquel gesto de literatura morbosa.Caminábamos con lentitud por la acera tapizada de nieve. Fijé ma-

quinalmente los ojos en mi compañero. Me pareció extraño. Había adel-gazado mucho. Su palidez revelaba huellas alarmantes. En sus facciones advertíase ya ese arabesco melancólico, ese matiz indefinible, que sintoma-tizan alguna crisis sorda y profunda. No obstante, perecía conservar aún la viveza de carácter y la vieja costumbre de burlarse de todo… Conforme íbamos avanzando, Guenard pronunciaba frases sin orden lógico, como hablando consigo mismo, o deteníase ante algún escaparate, recorriéndolo todo con unas pupilas estrábicas cuya mirada no existía.

De memoria me sabía yo a Sebastián Guenard. Le conocía tanto como si le hubiese dado a luz… Sin embargo, teníame profundamente intrigado con la noticia. ¿A qué tanta reserva? “Laureano se ha despachado de un pistoletazo”. Esto me lo dijo en tono grave. No era para ponerlo en duda. Pero, ¿y aquella risa?, ¿aquella condenada risa al final? Me estuvo grotesca, me estuvo estridente, después de la sequedad con que pronunció sus pala-bras… “¡Ah! Ya sé, ya me explico” –pensé a lo último–. La risa no quiere decir nada; es una enfermedad en él. No me acordaba. Lo que pasa es que Guenard necesita tener algo para asombrar. Es una forma de voluptuosi-dad. Estoy seguro que todo es invención suya. Además, si ya le conozco… Debe de ser la nueva enfermedad, surgida tal vez de su raro estado intelec-tual y emocional.

—Vamos, Guenard, no seas terco –me aventuré a decir, por r om-per aquella embarazosa abstracción–. Tú sabes que yo estimaba mucho

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a L aureano. Fue nuestro camarada excelente. Además, además… A ver, desembucha lo que tengas reservado.

—¡Oh! ¡Ah! ¿Todavía insistes? ¡Qué ridículo eres! –exclamó con una voz sibilante que parecía salirle de los riñones, y que se debía, es probable, a aquel vicio de conformación–. ¿También tú? –agregó–. Yo que suponía… Parece mentira que te cause tanta sorpresa la muerte de un amigo, de un simple amigo, al extremo de dejarte arrastrar por caminos de una curio-sidad tan primitiva… ¡Ja! ¡ja! ¡ja!… Noto que tienes un aparato moral susceptible únicamente a las cosas triviales, insignificantes. ¡Vaya un cam-bio el que has dado!… Te he dicho que se mató, que se mató –concluyó, haciendo hincapié sobre las últimas oes–.

—Pero es que…—¡Pero nada, te he dicho! ¡Cállate! No me preguntes más sobre el

asunto. ¿Qué sacas con conocer todo ese preludio romántico que culmina en un estupendo pistoletazo? Por lo visto no te interesa más que la parte sentimental, ¿eh?… ¡Vaya, hombre! ¡Es la vulgar tragedia repetida, lo que tú estás cansado de oír, de leer en periódicos y folletones! No es otra cosa. ¿Pero no te fastidia obsequiar con el mismo plato a ese bajo instinto de la curiosidad? ¡Ah! No me equivoco. Yaces en plena nebulosa. Ese vicio que te conduce a inquirir lo que no debiera importarte, se deja exclusivamente para las mujeres, cuya mentalidad está siempre girando alrededor de las cosas de menos sustancia.

No me sentí con humor de replicar. Juzgué estúpida mi insistencia con aquel monolito de Guenard, y más sobre un asunto que al fin y al cabo no tenía otro interés para mí que el de la pura amistad. Al compañero le sobra-ba razón. No valía un comino continuar ocupándose de aquello. ¿Que se mató? Bien, ¿y qué? ¿Hay algo de extraordinario en esto? Hizo no más que anticiparse al fallo de la naturaleza.

Por otro lado, me pareció poco sensato irritarle. Una ligera ofensa bas-taba para que Guenard relampagueara de cólera. Y entonces, con la agre-sión montada en el entrecejo, su impulsividad y su nerviosismo llevábanlo a cometer actos de verdadero furor. Lo propio era dejarle; con ello nos ahorraríamos escenas. En su oportunidad, ya él desembucharía espontá-neamente lo que se guardaba… ¡Pero, qué tontería!… ¡Y que v enirme con

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tanto subterfugio! ¿Qué tenía de particular que me contara los detalles del suicidio? Si se hubiese tratado de otra persona… ¡Pero, qué! ¡Ni aun así! ¡A saber el gato que estaba allí encerrado, a saber!… ¡Basta!, ¿qué demo-nios estoy diciendo? No existía tal misterio; simplemente que mi amigo estaba hecho un perfecto idiota… Digo mal: Sebastián Guenard no era ningún idiota; yo le conocía a fondo.

—Escucha, escucha –profirió de pronto, con acento cordial, tras de un prolongado silencio–. Yo apreciaba a Laureano tanto o más que tú; pero al Laureano vivo, entiéndase. Su vida era interesante, magnífica, estaba ro-deada de hermosas ideas, y eso es bastante… ¡Bah! Pero el Laureano de los últimos días era abominable; en fin, no vale la pena recordar aquel espectro que vivía sin saber que estaba muerto. Y ahora, ahora que ha desaparecido del plano consciente, en una palabra, ahora que se pudre fatalmente, ¿le juzgas todavía digno de que nos ocupemos de su nombre? ¡De ningún modo! Yo no puedo sentir afecto por las cosas podridas… ¡Caramba! Y repara que a igual categoría quedaremos reducidos todos: el filósofo, el perro del filósofo y la garrapata del perro del filósofo. ¡Eso es atroz!… No te rías… Quiero decir que la muerte no establece diferencias. En su imperio no hay más jerarquía que la del gusano y el polvo. ¿No te parece horrible que esa bruta de la naturaleza trate al hombre de la misma suerte que al escarabajo? Y esto lo sabemos todos; pero el hombre, por instinto de vanidad, quiere hacer de la muerte, de su muerte, algo sobresaliente, algo importante, cubriéndola de metafísicas y de panteones. ¡Ridiculez!… Vivir; ¡he ahí lo interesante! En el caso de Laureano, me importaba su vida; pero repito que su muerte, como la tuya o la de mi propia madre, por ejemplo, carecen en absoluto de interés para mí.

Al pronunciar esto último, soltó el trapo a reír… ¡Qué grosero! Luego de oírle se produjo en mí cierto movimiento rápido, se me agolpó la sangre, y sentí deseos de echármele encima y apretarle por el cuello… Pero no; no podía cometer semejante injusticia. Tratábase de un pobre enfermo, de un irresponsable… Que se despachara a su gusto. El viento se encargaría de pasar aquellas ideas a la posteridad… Además, ¡qué iba yo a apretarle! Ya que estamos en plena franqueza y en pleno cinismo contemporáneos, confieso que su manera de pensar me agradaba, me entusiasmaba, porque

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removía ciertas larvas oscuras en mi pensamiento… Más adelante noté que su rostro había adquirido una súbita moratez; sus ojos miraban como fuera de las órbitas. ¡Horror! Me hallaba en presencia del terrible síntoma. Para mí era verdaderamente espantoso verle caer con la espuma por la boca. ¡Qué iba yo a apretarle!

¡Sí! Me estaba haciendo a mí mismo reflexiones muy prudentes; pero una ola de indignación me invadió de pronto, y mi primer impulso quería salir vencedor… ¡Qué caramba! Suceda lo que suceda se las voy a cantar; es un estúpido y un desconsiderado. De ningún modo debo permanecer callado; debo contestarle, debo insultarle… Y por último me decidí a hablar.

—Estoy conforme con tus ideas, Guenard; sencillamente no pasan de ser ideas. ¡Ah! Pero no debes reírte de esa manera desvergonzada ni hacer comparaciones tan irrespetuosas. A un lado tus teorías y al otro el respeto y la consideración que nos debemos. ¡Conque ya lo sabes! No eres más que un lengüilargo, un infame, un canalla. Lo que parece es…

Mis palabras le tornaron más lívido que la cera. Yo me sentí palidecer; un ligero trastorno circuló por todo mi cuerpo. Esperaba la agresión; es más, lo había dicho para eso, para que me agrediera, necesitaba en aquel instante ser agredido. Yo le conocía. Por menos que eso había disparado tiros y formado en un cabaret del Bronx una trifulca que puso en riesgo su vida… Palpitábame fuertemente el corazón; pero trataba de encubrir mi agitación y de aparecer sereno a sus ojos. Guenard marchaba como a tres o cuatro pasos delante de mí. Pasaron algunos minutos, y nada. Seguía cami-nando, como si no hubiese oído, o le importaran muy poco mis palabras. Esto me indignó más todavía.

—Te he dicho –vociferé– que eres un sinvergüenza y un canalla. ¡Anda, pégame!

Hubo otro breve silencio. Guenard volvió entonces el cuerpo con lan-guidez. Un soplo helado, que le aplastó el ala del sombrero, me trajo los sonidos entrecortados de su voz.

—¡Oh, no me trates así! –dijo–. Yo no te he hecho nada. ¿Te he ofen-dido acaso? Yo tengo respeto y consideración por todo. Lo que pasa es que no cojo en serio, como tú, las cosas de este pícaro mundo. Me hace

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mucha gracia rodees de tanta importancia a cualquier suceso mínimo. Te comuniqué la noticia creyendo la recibirías fríamente, con esa indiferen-cia de los seres superiores. Pero ya veo que has cambiado mucho durante el tiempo que has permanecido alejado de nuestras reuniones. ¡Ja! ¡ja! ¡ja!… ¡Oh, no es nada! La maldita enfermedad… No tomes en cuenta mi risa. Ese fantasma que llevo dentro me afloja los resortes a cada instante para que ría y ría.

¡El pobre!… Tenía razón. Pero, ¿por qué no me pegó?, ¿de dónde le salió aquella explosión de generosidad y de tolerancia para conmigo? En aquel momento sentí por él una compasión casi tierna; me dieron ganas de besarle las manos. ¡El pobre! Ahora me pesaba profundamente haberle insultado, haberle dicho palabras tan sangrientas.

Poco después, tornose serio hasta la fealdad; tosió, acelerando el paso; seguido retrocedió en brusco, y pasándose los dedos por la barbilla, pro-siguió el infeliz:

—Sí; la muerte no es digna de tomarse en cuenta. Es la regresión a los estados inferiores. No nos promete una emoción, una inquietud, una sor-presa… A menos que el reino mineral no nos reserve algo de esto… ¡Pero no! ¡Qué va! ¡Qué emociones ni qué niño muerto!… La muerte tiene que ser más aburrida aún y más vulgar que la vida. ¿Sabes lo que representa estar de cara a la misma tabla por toda una eternidad?

—¡Vaya, chico, está bien! No perseveres tanto en el asunto. Hablemos de nosotros, que también somos cosa vulgar y aburrida.

—¡Claro que sí, hombre! –respondió a voz en cuello–. La existencia es también vulgar y aburrida. Pero al menos le queda a uno el recurso de poder hacer de ella algo singular, algo exquisito, reduciéndola toda a p ensamiento. Después que pase esto –añadió, rozándose la mano por la tapa de los sesos–, ¿qué nos debe importar lo demás? ¡Ay de mí! ¡Que pasaré a ser el vehículo ciego de otra voluntad!… ¡Créeme! La muerte es la peor de las democracias. Eso de que yo me reduzca a lo mismo que se ha de reducir el hipopótamo, y que después, en el infinito, el h ipopótamo se arrogue los mismos derechos cósmicos que yo… ¡eso es pavoroso, pavoro-so!… –mondó el pecho y escupió–. ¡Ah! ¡Si tú hubieses visto al camarada en su lecho de muerte! Aquella cabeza noble y desgreñada como la de

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un guerrero, aquella nariz imperativa, aquellos labios que supieron decir tantas cosas admirables, formaban un mazacote horrible de sangre y sesos. Estaba monstruoso, desfigurado. ¡Si tú le hubieses visto!… Y ese es el destino de nuestro gran sueño; ¡ese es el fango de nuestro gran sueño ama-sado con agua de rosas! ¡Envoltorio de podredumbre y de gusanos, pulga-rada de polvo y de silencio, eso es todo!

Etcétera, etcétera… Guenard estaba en su cuerda. Tenía predilección por los temas sombríos, y una vez que los embocaba era menester dejarle la acera. ¡Qué sé yo! No quise escucharle más. Iba a su derecha sin pres-tarle atención. Nevaba. El frío intenso del anochecer nos mordía las orejas. Al volver una esquina, el compañero cortó su discurso y detúvose como res que se asusta. Acto seguido, encarándoseme y extendiendo los brazos, profirió:

—¡Hola! ¡Ya estamos! ¡Contempla tu mundo perdido!En efecto. Entrábamos en la barriada china. Hacía bastante tiempo

que no visitaba aquellos lugares. Ahora recordaba el establecimiento a donde nos dirigíamos. Muchas veces había cenado allí con Guenard y con el propio Laureano. Era nuestro antiguo rincón de tertulia, nuestro pan-tano favorito, el infierno donde mi espíritu había librado tantas batallas y hacia el cual se veía arrastrado nuevamente. Allí concurría lo más granado de la decadencia: personajes de hechura lorrainiana, héroes de la pereza y del estetismo a base de brebajes y drogas, poetas y pintores de orondas chalinas y de cachetes apomazados, quienes inmediatamente recordaban toda una época de arte refinado y perverso.

Laureano, Guenard y yo gozábamos de alguna popularidad en aquel estercolero deslumbrador. Se nos distinguía por la originalidad de los te-mas que tratábamos y por la largueza de nuestras propinas… ¡No he dicho con exactitud! Se nos distinguía porque nuestra independencia de espíri-tu, nuestra indolente disposición ante las ideas, muy estudiada por cierto, y principalmente aquella languidez enfermiza de las maneras, que nosotros sabíamos adoptar sin excesiva afectación, encajaban en el ambiente a las mil maravillas, puesto que constituían el fondo y la esencia de aquel pú-blico de superioridades. En nuestra mesa, como en un taller fantástico, se componía y se descomponía el mundo, al igual que si se tratara de un reloj

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viejo. A menudo discurría por ella, en el pleno fragor de las metafísicas, algún Platón o algún Aristóteles puesto de frac, más preocupado de su orquídea, que de la inmortalidad del alma o del movimiento de las estre-llas. ¡Aquello era el delirio! Nos situábamos de continuo en un plano de supremo empirismo, del cual venía a sacarnos de un puntapié la fatalidad del tiempo, llegada la hora de retirarnos, o el estrépito ensordecedor del jazz-band de Virginia, formado por lustrosos negros que arrancaban a los instrumentos los ayes de sus abuelos para que la civilización danzara loca-mente.

Así, en exquisitas disipaciones, transcurrieron dos o tres años inolvi-dables. Pero una imposición inmediata de sustraerme a la vida de café, a los paraísos mórbidos que tantas cosas ficticias habían sedimentado en mi alma; en pocas palabras, un deseo de escapar a las drogas crueles y a las emociones absurdas, unido (séame lícito confesarlo) a una dispepsia de-sastrosa, conquistada a fuerza de fritangas chinas, obligáronme a hacer mi retiro definitivo de aquella capital de los infiernos. Mi decisión se mantuvo firme… ¡Ah! Pero Guenard, el maldito Guenard… A despecho de mi fir-me resolución, ¡fue él quien salió vencedor! Mi encuentro con él señalaría un nuevo ciclo de vorágine en mi vida. Esta vez no podría quitármelo de encima. Le conocía y me conocía. Estaba seguro de que él no necesitaría de muchas persuasiones para conseguir arrastrarme de nuevo en su loca ca-rrera… Además, aquella vida no era tan mala que digamos. ¡Qué va! Peor era aburrirse en los clubes, jugando al póquer o disertando sobre cosas respetables… ¡Diantres! ¿Cobardía moral, o qué? ¡Digámoslo de sope-tón! ¿Qué más me daba volver a la refinada bohemia? De alguna forma había que amenizar el minuto. Ya estaba cansado de bostezar… ¡Oh, no!, aquella vida no era tan mala. ¡Y aunque fuese mala! Vale más, como dijo el poeta, un sufrimiento superior que una felicidad mediocre.

Recordaba por otro lado el caso de Laureano. Mirábame en él como en un trágico espejo. Y sin embargo, dejábame ir derechito a la catástrofe, inflamado por no sé qué extraña fuerza. Al cabo de un año, de dos, o de al-gunos meses quizá, pasaría yo a ser otra víctima del gran sueño… Pensaba en aquella juventud, cuyas manos estuvieron cargadas de posibilidades; pensaba en aquel puñado de años, tirado como una pitanza a los cuatro

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vientos del vicio… Luego vendría el arrepentimiento, la desesperación; más tarde, el impulso tembloroso que levanta el arma hasta la sien, y por úl-timo, la llama cárdena de un pistoletazo y una forma humana que en media vuelta se desploma para siempre jamás… Todo este cuadro sangriento se precisaba en mi cerebro con aullidos de tenebrosa amenaza.

¡Maldito Sebastián Guenard! ¿Por qué no se pegaría un tiro, antes de que la casualidad le atravesara en mi camino? ¡La poderosa influencia de es-te hombre contradictorio y original! ¡Su perversión de instintos y sentimien-tos! Indudable que en el suicidio de Laureano figuraba él como colaborador sustancial. ¿Por qué negarlo? El diabolismo temperamental, las modalida-des raras de aquel espíritu y de aquel organismo (oscuras capas de que brotaban sus delirantes concepciones) ejercerían un influjo tan corrosivo y tan sutil en Laureano, que el infeliz acabó en lo que tenía que acabar… Hay que decirlo: Sebastián Guenard era un sujeto peligroso, estupendamente peligroso; y en aquel momento yo temía por mí. No obstante, a pesar de mis reflexiones anteriores, a pesar de mi odio instintivo hacia aquel monstruo (jamás había odiado yo a nadie hasta aquel punto), estaba moralmente convencido de que me sería imposible sustraerme a los susurros de sirena, a los encantamientos de la inteligencia, a las teorías venenosas que Guenard detallaba gratis en su tienda de loco. ¡Así andaba mi voluntad! Mas, ¿por qué no me ahorré todo esto desde un principio? Debí saludarle fríamente, sin acercármele, y continuar camino de donde iba. ¡Volver sobre lo que tanto detestaba!… Sin embargo, ya comprendo. Lo voy a soltar. Mi amigo era más inteligente que yo. Tal vez por eso le profesaba una estimación an-gustiosa… A más de que ya le había dado palabra de acompañarle a cenar… Después, después pretextaría cualquier cosa; me largaría con viento fresco para casa y haría todo lo posible por no encontrarme más con él.

2

—Stock-fish, ragout, ostras… ¡Diablo! Este batiborrillo de lo menos que tiene es de oriental… Tú dirás lo que te pide la tripa.

Dijo esto revisando la carta, cuando ya nos hallábamos sentados a la mesa del restorán chino.

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—Cualquier cosa –manifesté con indolencia, renovando en mí la falta de naturalidad por sentirme a tono con el ambiente–.

Y dirigiéndome al camarero, que aguardaba nuestra orden, hice mi pedido sacramental; arroz frito y tortilla de vegetales.

—Ranas en nido y flan de fruits –pronunció secamente Guenard–. El mozo se retiró. Al cabo de unos minutos regresó con el té, que debie-

ra servirse, si no a deshoras, después de la comida; pero que los chinos sir-ven antes porque así es su regla y porque de este modo lo solicitan los snobs. El servicio componíase de dos tacitas enanas, en loza azul de finísimo perfil de oro, y una tetera color ladrillo, historiada con ramilletes de peonías y el sagrado motivo del dragón y las flores de loto; en esta urna de maravilla, humeaba el oloroso brebaje.

A esta hora (seis a siete de la noche), el restorán estaba animadísimo. Reinaba en el comedor el ajetreo continuo de las entradas y salidas, el brillo de las joyas y de las gasas, los gestos de ostensiva indiferencia cambiados de una mesa a otra por los serafines de la moda y del intelecto… Guenard y yo tuvimos que hacer turno para conseguir mesa. A la entrada, el jefe del establecimiento se llegó a saludarnos cortésmente, sonriendo con esa espe-cial sonrisa asiática, tan parecida a las muecas, en el fondo de la cual des-empeñan un gran papel la hipocresía y la astucia. Así que hubimos tomado asiento, dirigí una mirada circular e investigadora por todo el salón. Me pareció reconocer algunas caras. He aquí a Mme. Hilda Beltrand, francesa de origen, que se ha cortado los cabellos con arreglo a la última moda de París, y adoptado por traje una ligera túnica, estilo griego, que le da un aire de cariátide. Esta espléndida cortesana cometió la necedad de gastarse el invierno pasado casi una fortuna en preparar una fiesta romana en su hotel de Riverside. He ahí al caricaturista alemán Karl Meyer, exhibiendo sus manos recargadas de sortijas y con los ojos distraídos en el humo de su taba-co. Allí está el pintor Pierre Lowell, de la escuela americana, con su pipa de marinero y su personalísima corbata verde. En un pico del salón distingo al judío Jacob Hosken, importador de piedras preciosas, haciendo ricitos en su barba de director de ópera y afectando modales distinguidos…

¡Toma! ¡Yo que venía en la esperanza, tras de tanto tiempo, de toparme con algo nuevo, con algo distinto de lo que ya estaba cansado de ver! Pero

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nada, todo discurría igual y monótono a como yo lo dejé: los personajes más o menos cambiados, de la misma farándula; los mismos paisajes de Oriente suspendidos en la pared; la misma ausencia de espejos; las mismas mesitas rectangulares, incrustadas de nácar, dispuestas como antes, en torno al espacio donde bailaban las parejas, y la misma almidonada servidumbre… Sin embargo, no. En este instante la orquesta rompió a tocar. Ahora advertía algo diferente. Al antiguo jazz-band le había sustitui-do un septeto de músicos chinos que daban el concierto de la noche en una especie de tarima tapizada de rojo. Pero el escándalo que formaba no era mayor ni menor que el de la orquesta de negros.

—Estos chinos son admirables –balbuceó Guenard, tras un sorbo de té, luego que hubo terminado la música–. Siento un vivo interés por esa raza de carnes desteñidas. Estos hijos de Confucio poseen secretos maravillosos. Son los únicos que han sabido leer en la naturaleza como en un libro abier-to. ¡La China! ¡Tan distinto a nuestro apestado Occidente! Es un país de arte, de meditación, de crisantemos, de mariposas gigantescas. Ahí viviría yo con gusto… ¡Su arte! ¡Ah, su arte! Lo grotesco mezclado a lo divino. Sus concepciones abarcan desde lo infinitamente delicado hasta lo monstruo-samente deforme. ¡Y qué paciencia! Estos chinos tienen más desarrollado que nadie el sentido del detalle, de la minuciosidad. Pueden pintar el más complicado paisaje en la superficie de un grano de arroz.

Asentí con la cabeza. Al fin le oía decir algo… algo muy acertado en mi concepto.

—Pero fíjate –añadió de pronto, apretándome por el brazo–, casi to-dos ellos llevan en la frente la orla del imbécil… En fin, lo mismo da. Toda-vía no sabemos qué cosa es ser imbécil o ser inteligente. (Bostezó.) Lo cier-to es que hay hombres más habilidosos que otros en el eterno juego de las palabras, y a esos llamamos inteligentes. Pero no hay tales. Pertenecemos de lleno a la zoología. Somos una sociedad de bípedos, con instintos más o menos afinados, y con una fácil disposición al aburrimiento. Eso del senti-do moral es un mito. Nos separa de la bestia nuestro absoluto conocimien-to de la muerte. Es lo único que sabemos. No sabemos otra cosa. A este solo conocimiento queda reducida la verdad filosófica. Lo demás se compone de palabras… (Una pausa.) He dicho una fácil disposición al aburrimiento

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–siguió hablando, después de encender un cigarrillo–. ¡Exacto!… He ahí por qué necesitamos vivir interesados en algo, tener alguna preocupación o alguna manía supersticiosa. Es el medio de hacernos un poco menos in-soportables con nosotros mismos. Pues bien; si me preguntaran la manera preferida de aburrirme, contestaría que soy un excelente anticuario. Ese es mi punto flaco. La colección me procura deleites inefables. Otros matan el tiempo en cosas peores… ¡El aburrimiento, el espantoso aburrimiento, que durará más que nosotros! No podemos evitarlo. Si no fuese por el temor religioso, o por la idea de un sufrimiento mayor, estoy seguro que la humanidad entera marcharía gustosa al suicidio. Es preferible. ¿Sabes tú lo que es vivir entre la estúpida repetición de las cosas?, ¿en medio del siempre odioso y nunca variable panorama? Somos verdaderas ostras, ver-daderos crustáceos… Y todo por la costumbre, por la maldita costumbre, esa vieja sanguijuela que se nos posesiona desde los recovecos del útero. ¡Maldición! Los días se desenvuelven pesados como el rollo de una pelícu-la de plomo. Se levanta uno; trabaja o no trabaja; come; ve lo mismo que vio ayer y anteayer; realiza las mismas porquerías; va con los amigos al café… ¡y para de contar! Luego caer el dédalo de alguna discusión; hablar de todo sin decir nada; y finalmente obedecer a dos agujas convencionales que se llaman tiempo… para el día siguiente repetir el mismo capítulo… ¿Y a eso denominamos vivir?, ¿a eso? ¿Para eso queremos perpetuarnos?, ¿para ese ritmo matemático y aburrido?, ¿para ese panorama de cuatro metros? ¡Falta imaginación, querido; falta imaginación!

Al expresar esto último, mi amigo esbozó una mueca, como si se le hubiera atragantado el resto de aquella peroración, la cual prometía no acabar nunca. Entonces fijó en mí una larga mirada.

Demasiado sabía yo que Guenard estaba en lo justo. Pero, ¿a qué amargarse uno la existencia con verdades tan cuadradas? ¿Que la vida es mala?, bueno, ¿y qué? Me parece mejor ignorarlo, o fingir que se ignora. Es atroz que a cada paso se lo repitan a uno. Igual que si a un hombre que tiene la nariz torcida, se le dijese día por día: “Oiga, caballero, usted tiene la nariz torcida”. Terminaría este buen señor por pegarse un tiro. ¡Condenación! Ya Guenard me resultaba engorroso, impertinente.

—Eres un pesimista furibundo –le dije–. No hay que mirar las cosas

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por su lado feo. Echa una sola mirada sobre ese gran espectáculo que se llama mundo, y te convencerás de que nos aburrimos y somos desgraciados sencillamente porque nos da la gana, porque todo queremos complicarlo con la imaginación.

—¡Vaya! ¡Vaya! –me aulló Guenard, con su vocecilla siempre en false-te–. Piensas como un pastor protestante. ¡Qué espectáculo, ni qué mundo! Por eso precisamente hablo así, porque extiendo la mirada y veo no más que un gran espectáculo, ¡sí!, un gran espectáculo que en nada se asemeja a mi sueño, a mi gran sueño, a mi gran sueño inaprehensible… Un gran es-pectáculo bajo del cual gusanean estas formas viscosas de la lujuria y el has-tío; nos debatimos contra fantasmas; corremos entontecidos, sin fijarnos que hollamos sobre cadáveres y serpientes. Y aquí cuadra el dicho latino: latet anguis sub herba… ¡Ah! Mi sueño, mi gran sueño inaprensible. ¿De qué lámpara maravillosa habrá surgido mi sueño?… Placeres has querido insinuar, ¿eh? Pues los placeres de los sentidos, como los de la inteligencia: hacer poesía, por ejemplo, o pasarse, como Fabre, ochenta años escribien-do sobre la vida de las hormigas, no son más que formas apreciables del aburrimiento. Uno se aburre porque no tiene más remedio que aburrirse, porque ha menester aburrirse. Esto nos viene de muy lejos. Somos el re-sumen de la superstición y del bostezo de los siglos… Bien, cambiemos la hoja, cambiemos la hoja…

¡Qué barbaridad! En este preciso instante comparecía el “waiter” con nuestro servicio. Ni que hubiese ido por las ranas al propio Peking.

Yo procedí a comer rápidamente. Guenard, siempre aparatoso, acer-có su plato de reptiles, inclinándose a olerlo, y enseguida ordenó que le trajesen ajo, puerro y carne picada, para con otros ingredientes que de ordinario portaba en la tabaquera (rarezas de él) confeccionarse una espe-cie de salsa negrísima, muy usada entre los lacedemonios, según me dijo, y aprendida su fórmula en las páginas de un desvencijado Plutarco. Para esto empleó algunos minutos. Después de mezclar a las ranas todo aquel ungüento y saborearlo, exclamó:

—¡Estupendo!En este punto la orquesta de chinos se diluyó en alaridos. ¡Jesús! El

trombón solamente me perforaba los pulmones. Parecía que dentro del

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local banqueteaban todas las estridencias del planeta. ¡Oh, pero aquello era ambiente… y ambiente superior! Aquello provenía del país de la medi-tación y del arte, del país de los crisantemos y las mariposas gigantescas…

—¡Se me olvidaba! –profirió Guenard, casi gritando para hacerse oír–. Tienes que venir a casa. Quiero mostrarte mis álbumes. Una preciosidad. Ya verás.

—¿Qué álbumes?—¡Mis álbumes, hombre!—¡Oh! –exclamé sin interés de saber–.—Tienes que venir.—Pero es que…—¡No hay pero que valga! ¡Tienes que venir!—Me esperan.—Deja eso para mañana; compláceme algún día.—Ya te he complacido.—No importa; lo que quiero es que vengas.—Bueno, iré.—¿Cuándo?—Tú dirás.—¿Esta noche?—Después que salgamos de aquí.—¡Magnífico!Mi amigo no pudo ocultar su alegría, y sus facciones revelaron cierta

placidez sonriente, muy rara en él.¡Ea! ¡Por fin, por fin! Los músicos chinos, condolidos de nuestros

tímpanos, dejaron a un lado sus instrumentos y descendieron de la roja tarima a una mesa reservada del fondo. Cada uno de ellos ocupó su asiento. Enseguida, pusiéronles delante unos tarros ventrudos, rebosantes de arroz frito, sobre los cuales se doblaron gravemente, manipulando unos finos palitos de marfil. Con estos palitos realizaban aquellas manos verdaderos prodigios de destreza y malabarismo; a lo mejor para que un solo grano descarriado y rebelde entrara por donde debía entrar. ¡Admirable! Nues-tras torpes manos occidentales hubieran necesitado varias generaciones de aprendizaje para ejecutar aquel simple juego.

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—Fíjate en ese sujeto que acaba de entrar –murmuró al poco rato mi compañero–.

Miré cautelosamente. Era un tío flaco y larguirucho, de inmaculada pechera, sobre la cual caían los bullones de una corbata séxtuple. Su nariz desafiaba los elementos. Tuve que volver el rostro y echarme a reír.

—El dueño de esa nariz –continuó diciendo Guenard– tiene que ser un idiota, un payaso o un genio, ¿verdad?

¡Sí! ¡Sí!, ¡por supuesto!… Mi amigo hacía observaciones muy sutiles. Era muy hábil en aprovechar el lado ridículo de las cosas para decir inge-niosidades.

¡Caracoles! ¡No me había fijado aún! Guenard llevaba una enorme cicatriz en el cuello. Pero eso no tenía importancia. Tal vez era el recuerdo de alguna pendencia, o sabe Dios… Otra cosa fue lo que llamó mi atención. Esto mejor que nada nos explica las viscosidades de aquella individualidad, el determinismo aquel de sus ideas y de sus actos. Ahora que su calvicie había progresado, la deformación de aquel cráneo notábase como recrecida. Tenía por occipucio un verdadero chichón… Allí, allí debajo se guarecía el fantasma…

—¡Qué sé yo! –exclamó maquinalmente Guenard, cual si hubiese adi-vinado la onda de mi pensamiento–. Soy un anormal, un miserable, un antipático; he sido víctima del sueño de mi vida, del maravilloso sueño de mi vida, ese palacio encantado de cien mil cámaras, por cuyas galerías me deslizo en una sucesión de pesadillas… ¡Ay de mí! El insomnio visita regu-larmente mi lecho. Multitud de apariciones, con rostros cadavéricos, me oprimen y me ahogan, me gritan y me amenazan; y de pronto veo alzarse en la sombra de las paredes el perfil trágico de un revólver, de un revólver que me apunta y no dispara… ¡Oh! Esto es horrible, horrible… Estoy lleno de alifafes como un anciano. Debo tener algo en la garganta, o en otra parte; pero no entiendo jota de mi enfermedad. Quisiera poder retirarme de esta vida encandilada y ceñirme en un riguroso tratamiento. Ya todo esto me hastía y me espanta.

—¡Manos a la obra, chico! ¿Por qué no lo haces? ¿Quién mejor que tú? (Me propuse aprovechar su momento de lucidez).

—No sé… Me horroriza saber lo que tengo; eso a mí no me importa…

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a más de que me vendrían los médicos con dietas y reglas que no podría cumplir.

—Arriesga un poco de voluntad y de carácter; sería un buen negocio para con tu salud –insistí, tratando de despertar en él sentimientos que le hiciesen tomar alguna resolución salvadora–.

—¿Voluntad y carácter? –me respondió–. ¡Quita, hombre! Eso no sirve más que para los tontos. Yo no compro mi curación al precio de ha-cerme un hombre de voluntad y carácter. ¿Acaso puedo ser yo alguna cosa distinta de lo que soy? Con ello se estimularían dentro de mí las facultades inferiores hasta constituirme en un perfecto hombre de acción, respetable y distinguido entre mis contemporáneos. Pero nadie que tenga un adarme de mentalidad, creo yo, es capaz de transigir con esas condiciones. Única-mente los mediocres, a falta de imaginación, tienen voluntad y carácter, sencillamente porque necesitan tener alguna cosa.

—¡Desengáñate! –exclamé por decir algo–. Lo que tú tienes es una neurastenia feroz. Debes cuidarte; debes moderar tu vida, porque si no…

—Nunca me he cuidado; y no creas que por apatía personal, sino por el terror que me inspiran las regeneraciones.

—Es más –continué diciendo–; creo que no harías muy mal en casarte. Busca una mujer inteligente, que te comprenda, que te cuide… Verás qué cambio.

Guenard soltó una carcajada que repercutió por todo el salón.—¿Que me case yo?, ¿yo?… ¡Pero, hombre! ¡No se te ocurre nada!

Hablas como una comadrona… Con que una mujer inteligente, ¿eh? ¿Podrías indicarme dónde se vende esa clase de percal?… Las mujeres se preocupan demasiado de sus uñas, de los botones de su traje para ser inte-ligentes. Aun imitando a Diógenes con su linterna, a la postre moriríamos de viejo sin encontrar un solo espécimen de esa naturaleza. Hallaría, eso sí, bestezuelas nerviosas del lujo y la excepción, envueltas en raso, magnifica-das por el lápiz y la cerusa, que se enamorarían del color de mi corbata o de la línea de mi pantalón. Además, amigo mío: si yo tropezara con una mujer capaz de comprenderme, y hasta de cuidarme, sería lo bastante para abo-rrecerla inmediatamente. La mujer no debe asociarse más que con ciertas necesidades; en una palabra, no debe dársele otra importancia que la del sexo. Esto será feo; pero es verdad. Y en ese respecto, me priva…

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No terminó la frase… ¡Ajá…! Hizo intención de revelarme algo muy íntimo; pero se arrepintió de pronto. Observad, sin embargo, un detalle que importa no perder de vista: Guenard, ostensiblemente, llevose las ma-nos a cierto sitio, y acto corrido volvió los ojos, como avergonzado de lo que se había propuesto confesarme…

—Eres incorregible, incorregible.—No tengo culpa –me respondió–. Al menos soy eso; peor es no ser

ninguna cosa.El pinchazo parece que venía para mí; pero contestarle hubiera sido

emprenderla a coces contra el aguijón… Permanecí callado.Cinco minutos después de los postres, disparé:—Vámonos, ya es tarde.—Es verdad, vámonos.—¿Dónde vives ahora?—En la 110, por Lenox.Nos levantamos. Guenard hizo efectiva la cuenta; dio todo el cambio

de propina, y salimos.Fuera nevaba casi verticalmente. Los anuncios eléctricos invadían la

atmósfera de una claridad blanquecina. Yo pasaba con cierto temor por entre el laberinto de bazares a aquella hora en que los hijos del sol acecha-ban tras las vidrieras, chupando sus largas pipas.

3

—¡No tienes idea, chico! ¡Ya verás! ¡Una preciosidad…! –me decía Gue-nard, una hora más tarde, cuando subíamos las escaleras de su aparta-mento–.

Pera antes de esto… ¿No lo pronostiqué a ustedes? ¿No dije que Gue-nard me lo contaría todo, espontáneamente, sin pedírselo, sin tener que nombrarle de nuevo el asunto? En el trayecto de la estación del subterrá-neo a su casa, me comunicó lo que sabía en total del caso de Laureano…

¡Qué tipo extraordinario! Me refería la desesperada historia del compañero, adoptando un aire perverso de triunfo e imprimiendo a sus palabras cierta baba de ternura y hasta de encantamiento.

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Guenard parecía estar químicamente ligado a los sucesos desventura-dos y sorprendentes. La tragedia, en su forma bestial, cruda, espeluznante, atraíale más que la política de las naciones o los negocios de su anciano pa-dre en Cuba. Hojeaba los periódicos con el marcado propósito de enterar-se de los crímenes y suicidios del día. Su espíritu de análisis experimentaba cierto regocijo ante esas noticias de sensación, las cuales formaban, como él decía, su teatro de variedades psicológicas. ¡Oh, extraña voluptuosidad! Luego, ¡ah!, luego, en la primera ocasión, aplicaba los horrores de lo que leía, corregidos y aumentados, al primer nombre que le venía en mientes. Y todo porque gustábale oírse y que le oyeran; porque gustábale intere-sar, producir asco y estupefacción con aquel fárrago de cosas extraído del genio de lo maravilloso. Era otro gran recurso de su aburrimiento… Pero bien; ¿en qué subsuelos de la sensibilidad tenía su punto de partida aquel monstruoso deleite? ¿Qué fenómenos de complicación, de alteración sensitiva, subordinaban su arrebatada onda mental? Y finalmente, ¿qué pensaba este hombre de mí, ¡de mí!, que no me atrevía a aceptar como ver-dadero lo que decía, ni tampoco a rechazarlo como falso?… ¡Psh! ¡Quién sabe!… ¡Basta ya!…

Verán ustedes lo que le indujo a hablar. ¡Una mosca, señores del jura-do; una simple mosca!… Ahora podréis juzgar mejor a Guenard.

Desde nuestra salida del café chino no habíamos cambiado palabra. El diálogo más bien discurría por dentro. Durante el viaje en subterráneo nos acomodamos cada uno por nuestro lado, obligados por la apretada ola humana, y hasta llegamos a perdernos de vista uno del otro. En la estación de la 110, salimos del coche casi simultáneamente. Ya afuera, en la calle, Guenard me tomó del brazo, y con un movimiento convulsivo en el rostro, me deslizó lo siguiente:

—¿Pero has visto tú qué majadería?—¿Cuál?—Esta mosca…—¿Cuál mosca?—¡Hombre, esta mosca…! Viene jorobándonos desde el restorán.

Cualquiera diría que estoy comenzándome a podrir.—¡Cosa rara! –murmuré–.

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Me resultó gracioso. Yo no veía tal mosca. ¡Claro está! ¡Qué iba a ver-la!… Pero a cada instante mi amigo se pegaba en la cara o en el cuello, con mano abierta, o lanzaba un violento puñetazo al aire.

—Deja eso, chico; mira que la gente se va a reír –objeté–.—¡Que se ría! Mejor… ¡Demontre! Si quiere metérseme por la nariz.

¿Habráse visto animalito más terco?Decía esto, llenando el aire de bofetadas.—Es un mal presagio –siguió diciendo– cuando estos bichos se ponen

así. Siempre acuden a ese tufillo que se exhala del estado físico que precede a la putrefacción… No te rías… Soy supersticioso; no puedo evitarlo.

Luego, tras un breve silencio, como asociando ideas, añadió: —Esta mosca me recuerda a Laureano. Era como una muralla de ter-

co. Escúchame. La noche antes del suceso me hallaba yo de pasada en su cuarto. Discutíamos no sé qué cosa…; creo que discutíamos sobre si a la mano cerrada se le debe o no llamar puño. Y el muy bárbaro afirmaba… ¿Comprenderás…? ¡Ah, pero esta mosca, esta mosca es más obstinada que Laureano! Se ha empeñado en que me pudro. Ni Cristo la convence de lo contrario. Me persigue por todas partes como una maldición… Me persi-gue… Y no hay duda que es la misma, la misma… El otro día se me coló en el despacho, precisamente cuando revisaba mis álbumes. No me dejaba estar; no me dejaba hacer nada. La espantaba de un manotazo, y peor; trazaba un círculo en el espacio y volvía sobre mi nariz, más furiosa aún y zumbando como una flecha. ¡Qué animalito, Dios santo! ¡Y qué indigna-ción la mía! Jamás me había sentido yo tan molesto. ¡El coraje que pasé!… Me persigue… Si la atrapo, te aseguro que la trituro entre mis dientes… ¡y con qué gusto…! ¿No sabes lo que tuve que hacer entonces? ¡Correrla, correrla a tiros por todo el aposento, como si se tratase de un demonio! ¡Lo era en efecto! ¡Ja! ¡ja! ¡ja!… Y parece que las detonaciones, el olor a pólvora y la comparecencia de los vecinos, escandalizados por mi acción, la ahuyentaron definitivamente… Pero la muy bribona me vela ahora en la calle, ¿has visto tú?… Me persigue… me persigue…

Guenard había entrado aquí en pleno automatismo cerebral; había entrado en lo que pudiéramos llamar su zona epiléptica.

Por varios minutos estuvo al parecer tranquilo. No daba señales de

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sentir la persecución de la mosca. Tal vez… tal vez era una pausa de sus nervios. Yo no sé. El caso es que, más adelante, relacionando seguramente nuevos recuerdos a su conflicto con la mosca, con aquella mosca que pare-cía bordonearle aún por dentro, Guenard volvió a referirse a Laureano, a la temeridad de Laureano, a las aberraciones de Laureano, quien resultaba ser el individuo más terco y más perturbado del mundo, después de Don Quijote.

La conversación sobre este tema duraría como cosa de media hora, sin contar las veces que se detuvo para dar colorido y énfasis a su relato. ¡Las barbaridades que me contó! Importa apuntarlas, porque de lo contrario quedaría esta historia incompleta.

Después de solicitarme de antemano que hiciese silencio sobre aque-llo, que no lo pasara a nadie, me confió como un secreto importantísimo que Laureano se había vuelto loco, pero loco de remate. Tenía forzosamen-te que acabar en lo que acabó. Habíase despertado en él el instinto de lo deforme y de lo trágico. Por aquí había comenzado su extraña forma de lo-cura. En sus últimos días le dio por decir que ningún hombre en el planeta hacía nada que él no fuese capaz de hacer. Titulábase a sí mismo el Genio, por antonomasia… Sucedió que una vez (y sigue la historia de Laureano) hallándose este en un espectáculo de circo, donde se daban exhibiciones de ilusionismo, le tocó ver trabajar a un malayo que ejecutaba verdaderas maravillas con una navaja de afeitar, la cual fraccionaba pelos en el aire. El brujo aquel lanzaba el afilado instrumento hacia arriba, esperábalo con la boca abierta, lo engullía como si fuese una sardina, y en contar hasta cua-tro, se lo sacaba por la abertura de la faltriquera con la mayor limpieza. Se abría después la blusa, hundiéndose la hoja en el vientre y removiéndola entre las tripas, sin que por ello se viese correr la más ligera gota de sangre. El público deliraba de entusiasmo “¡Facilísimo…! –profería el malayo, en pésimo inglés–. ¡Facilísimo…! Con quince o veinte años de práctica cual-quiera lo hace”. Al mismo tiempo exhortaba a la gente de las butacas, por si algún temerario quería arriesgarse a hacer lo que él hacía con la navaja. Laureano no pudo contenerse al escuchar esto, y ante la sorpresa general, saltó del asiento y se dirigió al escenario. Una vez allí, dijo: “Respetable público, eso no tiene nada de sorprendente; eso lo hace cualquiera”. Dicho

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y hecho. Se apoderó de la navaja y comenzó a blandirla de filo sobre su len-gua. Sanguinolento espumarajo le brotaba por entre los labios. En último término, amenazó con que se degollaría de un tajo, para mostrar luego a to-dos su propia cabeza asida por el pelo. Un rumor continuado y sordo cruzó el silencio del salón. Y Laureano, en un rapto de furia, sin que fuese posible evitarlo, levantó el arma y se infirió una tremenda herida en el cuello… En suma: que hubo que sacarle del circo, conducirle en una ambulancia pública y meterlo con ropa y todo en la cama de un hospital de ancianos.

No bien escapó de esta, y en ocasión de hallarse limpiando una colt, se le ocurrió hacerse un disparo por un muslo, simplemente para conocer el efecto que producía cierta clase de balas…

He aquí otro dato que por la coincidencia me hizo caer en dudas y hasta confirmar mis sospechas con respecto a Guenard.

Laureano le había confesado sus males poco antes de matarse. Decía-le que experimentaba ya en su cabeza el pinchazo del fantasma… Agrega-ba que se sentía de ordinario perseguido por enemigos invisibles; su alcoba estaba llena de ellos. Especialmente de noche, estas criaturas del caos, sin mostrarse de cuerpo, erguían en torno a su cama unas delgadísimas copas conteniendo un veneno violáceo, del cual le ofrecían amenazándole con crapulosas torturas. Y cuando se iban, cuando le dejaban envuelto en som-bras, no podía conciliar sueño ni permanecer tranquilo en la almohada, porque enseguida se le montaba en el entrecejo una idea pavorosa, una idea terrible: imaginaba que el techo se le venía encima, paso a paso, hasta sentirlo sobre su cuerpo, descoyuntándole los huesos, oprimiéndole las entrañas, como una endemoniada compresa.

Pero lo más notable, lo más trágico que Guenard me refirió acerca de Laureano se contrae a lo siguiente:

Un amigo fue a verle una noche a su casa. Laureano le recibió deshecho en atenciones y cortesías, como acostumbraba recibir a todos sus amigos. Al poco rato ambos sostenían la más acalorada de las discusiones. El re-cién llegado no sabía nada…En esto, Laureano se pone lívido, erige ambos puños, y derramando la espuma por la boca, le gritó: “¡Lo que usted dice son idioteces! ¡El valor no es como usted lo pinta! ¿Quiere saber lo que es el valor? ¡Vea!”. Entonces, de un brinco introduce la mano en una gaveta,

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agarra una reluciente hoja de navaja, como en el circo, y con ella –palabras del propio Guenard– de un solo tajo se desglosó de la única parte que in-teresaba en él la naturaleza, lanzando luego dicha parte, como un guante de reto, a la cara empalidecida y atónita de su contrincante. De más está decir que hubo que recluirle nuevamente, y esta vez por espacio de muchas semanas. Cuando salió de la cama, débil, y con la herida todavía supurán-dole, hizo lo que ya sabemos: se suicidó.

—Pero no creas –me aseguraba Guenard hacia el final de su relato–. No creas que Laureano se mató por eso, no… Tuvo una razón más pode-rosa. Se mató porque llegó a sugestionarse el muy cándido con que estaba loco… Esto lo dejó escrito, a grandes caracteres, en el mármol de su mesa de noche… ¡Y lo terrible que es todo eso!…

Hasta aquí lo que se relaciona con Laureano. Empatemos el cabo, y volvamos sobre Guenard.

—¡Ya verás! ¡Una preciosidad! –me había dicho, refiriéndose a sus cacareados álbumes, cuando subíamos las escaleras de su apartamento–.

Nuestro personaje ocupaba el quinto piso. Allí vivía solo como un ana-coreta. La mujer del conserje tenía la llave; era la encargada de hacer la lim-pieza y ordenar las cosas cuando él salía. Llegamos arriba queriendo lanzar los hígados por la boca. Abrimos. Yo desconocía la actual residencia de mi compañero. Hizo luz y me condujo directo al estudio. En penetrando, de-rramé una mirada curiosa por todo el recinto. ¡Oh! Aquel era un gabinete digno de Sebastián Guenard…

En tres años sus colecciones habían aumentado de un modo conside-rable. Yo no había visto jamás un amontonamiento semejante. Aquello re-presentaba mucho dinero y mucha paciencia; pero mucho dinero y mucha paciencia empleados en cosas vacías. Dominaba la nota exótica y escalo-friante. El techo lo cubría una ancha cenefa verde, que atenuaba las luces dando al recinto una atmósfera de ultratumba. Había hecho, sin embargo, algunas adquisiciones magníficas. Mis pies hollaban sobre una alfombra enorme, desteñida, rasgada por varios sitios, la cual revelaba trazos y ma-tices de lo que fue un león fantástico en fondo bermejo con golpes negros de aves y caprichos decorativos, todo ello bordeado por una faja de ar-cos en cuyas enjutas aún sobresalían cabezas de animales simbólicos que

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recordaban el arte sirio. Guardaba en una vitrina del fondo, misteriosos aparatos de química, rimeros de frascos conteniendo sabe Dios qué fulmi-nantes venenos, estatuillas en jade o marfil con abdómenes de contornos exagerados, porcelanas delicadísimas en que predominaban los realces de peonías, y multitud de diminutos efectos de cerámica y orfebrería. Por otro lado apilaba tejas de loza traslúcida, cajetas de cerillas y piedras de todos los países. Las paredes, las exiguas paredes de su gabinete, daban la impresión de un rincón de pinacoteca, donde se hubiera hecho acopio de las concepciones más atormentadas del pincel. La mayor parte de las pinturas se reducían a copias o a imitaciones aprovechadas… No obstante, allí figuraba Orcagna, con sus ángeles y demonios en tormentosa confusión sobre los mortales; allí estaba Gustavo Doré, con sus estampas arrancadas a la espesa barba de la Biblia y la Divina Comedia: Goya y Lucientes, en sus bocetos de ladrones, brujas y aparecidos: Van der Weyden, que ha sabido pintar como nadie la enérgica poesía del dolor y de las humanas ternu-ras…; más allá, se destacaban escenas de Géricault, el pintor de los naufra-gios y las hecatombes; retratos de Van Dyck, cuya delicadeza le llevaba a reproducir manos que nunca hicieron nada, enflaquecidas por el ademán y por la tisis…; y en último término, había iluminaciones de algunos futuris-tas anónimos quienes entregaban al rojo vivo sus cuadros como obras del mismísimo Satanás…

Lo menos que veía en el estudio eran libros. Sobre la mesa del centro, una oblonga mesa que probablemente servía de escritorio a Guenard, y al lado de un primoroso reloj de arena, descansaba en posición natural una calavera auténtica, pulimentada como una joya; con sus ojos, apagados y fríos ante tanta magnificencia, parecía innovar a Hamlet, al caviloso Ham-let, como para responder sin palabras a su desdichada pregunta… ¡Ah! ¿Y en esta atmósfera de supersticiones habitaba Guenard? Su estudio no era estudio ni era nada. Aquello se asemejaba al laberinto de algún gnomo alquimista en el interior de la tierra.

Lo primero que hizo Guenard al entrar, después de despojarse del abrigo y del sombrero, fue aproximarse a una tenebrosa caja de caudales, tres veces impenetrable, situada hacia uno de los ángulos del aposento. De ella fue sacando varios volúmenes muy gruesos, encuadernados en rico

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tafilete amarillo, los cuales depositó uno a uno sobre la mesa. Luego tomó asiento en una gran butaca y se dispuso a mostrármelos.

—¡No toques eso; no toques eso! –me ladró súbitamente–. Es un ídolo de mal agüero.

Referíase a un grotesco reptil, tallado en bronce purísimo, el cual se alzaba sobre la cornisa de la estufa como una gárgola terrorífica, y cuya cola en tirabuzón había tenido yo entre mis manos.

—¿Cómo? ¿Por qué? –le interrogué–.—Desde que está en mi poder no me llueven más que desgracias. La

salud por un lado y la falta de dinero por otro. En mi casa las cosas andan mal. Mi padre me escribe alarmadísimo. Dice que le despilfarro mucho por acá y que la situación, con la baja del azúcar, empeora cada día más. Total: que se vio precisado a reducirme la pensión a la mitad. ¡Ea, chico! ¡Un montón de calamidades! No te lo acerques ni con los ojos.

Luego me declaró haber pagado mil dólares por aquel monstruo, en la tienda de un anticuario chino.

—Fíjate qué colecciones interesantes –me dijo al fin, abriendo uno de aquellos protocolos que él llamaba voluptuosamente “mis álbumes”–.

Yo esperaba encontrarme con algún maravilloso códice de estampas, o algo por el estilo; pero tratábase simplemente de sellos de correo, alineados con cierto primor en las páginas de seda azul.

—Valen una fortuna –continuó–. A la hora que desee venderlos me ponen en la mano veinte mil dólares. ¿Qué te parece? Los entendidos en filatelia calculan un valor inapreciable a mis colecciones. Poseo ejemplares rarísimos, como no los tiene nadie.

¡Por los clavos de Cristo! ¿Y para esto me ha traído Guenard a su casa? ¿Para enseñarme sellos usados? ¡Más, mucho más me interesaban sus otras colecciones! Sin embargo, parece que no les daba importancia, parece que ya le aburrían; solo aquellos libracos debían motivar su presente obsesión, puesto que fue a lo único que hizo referencia en el restorán. ¡No hay duda! Los refinamientos y la constante persecución de lo raro, aplanan de tal suerte al más exquisito, que le hacen perder el verdadero sentido de lo bello, conduciendo su gusto hacia esos refugios abominables. En Guenard, las raíces enfermas de su espíritu, atrofiadas

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por el hartazgo y el aburrimiento, desarrollaban, sin embargo, una vio-lenta savia, origen de aquella desviación, de aquel morboso estetismo que buscaba las emociones en las cosas más absurdas y ridículas.

Velaba el momento propicio para pretextar y marcharme. Al efecto, y como en sospecha del fiasco, me había dejado puesto el abrigo y pillaba el sombrero bajo el brazo… ¡Insoportable! ¡Insoportable! Mis bostezos se aplastaban contra las propias narices de Guenard, y este seguía imper-térrito, girando su lupa, deteniéndose página por página y exaltando con verdadero frenesí los méritos y la belleza de tal o cual serie.

—¡Fíjate, fíjate! –volvió a decir, arrebatado de entusiasmo–. Estos me llegaron de Londres. Fíjate bien –y acercó la lupa–, disimulan errores que los hacen valiosísimos… Estos otros son del mismo timbre y de la misma época; solo que están en color crema, ¿lo ves?, y aquello en cereza páli-do… ¡Pero qué hermosura de tintas, eh…! Observa ahora estos matase-llos –continuó, deslizando algunas páginas–. ¿Has visto tú nada igual? Esto es una burla a nuestros grabadores modernos. Son de una perfección y una pureza dignas de aquella época. –Marcaban 1800–. Hoy no se estila más que pacotilla; las máquinas lo han echado a perder todo. Ahí se ve la mano sabia y primorosa de un artista. ¡Fíjate! Se dan apariencia de flores, de extrañas flores de pesadilla… Esa línea expresa una ejecución extraor-dinaria: tiene la firmeza de un tallado, resbala como un finísimo hilo de ónix empatado en círculo…

¡El delirio! ¡El delirio! Guenard volvía páginas y más páginas, en-tregado con voluptuosidad inaudita al éxtasis que en su alma provocaban aquellas flores de papel de viejo. Sus ojos, ¡ah, sus ojos!; no había hecho mención digna de sus ojos; miraban con vaguedad y cansancio, miraban con sapiencia infinita, como si atesorasen algo dentro de sí superior al mundo visible. Ahora comprendo porqué aquellos recortes insignificantes le sugerían ideas tan hermosas…

¡Bien! Pero allá él con su delirio. ¿Qué me importaba a mí nada de aquello? ¿Qué me importaba? No podía importarme, puesto que yo no entendía una palabra de filatelia. Esto conviene a los desocupados y abu-rridos como Guenard. Dentro de cada uno de ellos se produce ese tipo del coleccionista, ese tipo de todos los climas, esa máscara del fastidio y la hora

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lenta, ese inútil engendro de las civilizaciones, que hace de su vida una serie de pequeños caprichos y de pequeñas manías.

A imagen de las gentes positivas, lo que yo quería era marcharme, y marcharme pronto, salir del lado de aquel demonio supliciador, de aquella pécora de ojos desvaídos, que me estaba amargando las entrañas… ¡Ca-ray!… Se lo voy a decir. Esto es insufrible. ¡Al infierno con sus álbumes!… ¿No le solté en la calle insultos más graves? ¿Y qué hizo?… ¡Pues ahora que se aguante! Lo que yo deseo es irme pronto… Además: no sé si ha querido interiormente hacer befa de mi candidez. Porque no se concibe que esos sellos valgan lo que él asegura… ¡Sí! Esto es una irrisión, un escar-nio… Se lo voy a decir…

—Bueno, Guenard, me retiro –expresé ásperamente, con un desagra-do mal encubierto en el semblante–.

Acto seguido, aventuré algunos pasos para salir.—¿Cómo? ¿Te vas? ¿Qué te pasa, chico?—No me pasa nada; me voy.—¡Pero si no has visto lo más importante!—No quiero verlo; me voy.—¡Pero cómo te vas a ir, hombre!—Te he dicho que me voy. ¡Hasta luego!Guenard rodó la butaca y se puso de pie. Noté un ligero calambre en

los distritos musculares de su rostro. Sus pupilas fosforescieron repentina-mente. ¡Oh, qué feo me pareció en aquel instante! Enseguida, con la voz más alterada que de costumbre, me preguntó.:

—¿Por qué te vas, dime? ¿Te molesta algo?—¿Crees que voy a pasarme toda la noche mirando sellos? –gesticulé–.Guenard dejó ver una sonrisa, si es que forzar los labios y dibujar una

especie de mueca helada puede considerarse sonrisa… Su mirar se hizo más vago y taciturno, y una súbita rubicundez invadió sus pómulos. De este síntoma, verdaderamente grave, nacieron estas palabras, que pronun-ció con señalado acento de ironía:

—Parece que esto te es indiferente… ¡Claro está!…—Sí; tienes razón. ¡Me es indiferente!… ¡Hombre! ¡Por amor de

Dios! –Y me eché a reír como un palurdo–.

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—¡No seas mordaz; considérame!—¿Qué quieres? ¿Qué me siga deleitando en tus álbumes? ¿Supones

acaso que no tengo nada que hacer? ¡Tonto! ¡Traerme aquí para esa idio-tez!… ¡No sé lo que te figuras! Aún no me considero tan mentecato como tú. Estás equivocado. Tus sellos podrán ser muy bonitos, podrán tener todo el valor que tú quieras; pero a mí no me vengas con tonterías; para mí no son más que mamarrachos, papeles viejos, que están pidiendo a gritos un fósforo o un recipiente de basuras.

—No hables así, que me haces daño –musitó débilmente–.—¡Sí; hablo, hablo! –farfullé alzando la voz–. ¿Por qué no voy a ha-

blar? Lo que quiero es limpiarte la mollera de telarañas… Es ridículo, ¡ri-dículo!, que un hombre con treinta y tres años a la espalda, un hombre de cerebración como tú, que te las das de sabihondo y superior, se dedique como un marica a semejantes futesas. Te pones a la altura de una colegiala. Eres un maniático, un miserable, un necio, un ridículo… (Se lo dije; preci-saba decírselo; tenía que desfogar mi furia de alguna manera).

—¡Basta! ¡Basta! –me aulló de repente, enardecido por la cólera–. Hago mal en lanzar margaritas a los cerdos… ¡Y estoy en mi casa! –agregó con autoridad–. ¡Largo de aquí, so estúpido! ¡Largo de aquí!

—Mira como hablas, o te…—¡Largo de aquí, he dicho! –precisó, dando con el puño sobre la

mesa–.Sus facciones, ya alteradas, contrajéronse entonces hasta la perversi-

dad. Por sus ojos, por aquellos ojos apacibles atravesó un pensamiento parecido a un relámpago. Apuntó sobre mí una mirada recta y fija, como el cañón de un revólver. El impulso homicida, el siniestro impulso que galopaba en su entrecejo, le expandía las aletas de la nariz y circulaba por entre sus dedos hasta crisparlos. Estaba horrible, brutalmente horrible. Por un instante le cogí miedo. En ese instante, la nuez de su garganta subió y bajó, como en una violenta deglución; movió dos o tres pasos; meditó el salto, al igual que un tigre, y se abalanzó contra mí. Pude, tras un rápido esguince, malograr el golpe; cerré los puños y propúseme contestar… Pero en este punto sus brazos permanecieron crispados en el aire, lanzó un agu-do grito, giró media vuelta y se desplomó en redondo, como tocado por

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una c entella. Bruscas y desordenadas contracciones estremecían todo su organismo. Sus labios dejaban fluir una espesa y chorreante saliva… ¡El fantasma, el invisible fantasma le había hecho su presa…!

El ataque, en su período violento, duró por espacio de diez minutos. En esto vino la gente del piso bajo, se llamó a un facultativo por teléfono, y yo salí… definitivamente.

Pero a los pocos días, por indicación de uno de sus vecinos que fue a verme a casa, tuve yo mismo que llevar a un alienista para que le recono-ciera. La mujer del conserje me puso al tanto de sus últimas fechorías, las cuales, cosa singular, coincidían con las que él me había referido de Lau-reano… Tras un ligero examen, el especialista mandó que le internáramos en la casa de locos y se le avisara a la familia. Allá le condujimos una tarde, engañándolo; y allá le dejamos con la manía de estarse constantemente espantando una mosca de encima… Y como al mes, Sebastián Guenard entregó su alma al demonio en uno de los comas congestivos.

Después, mucho después, recibí una carta cuya firma me hizo estre-mecer… ¿Pero qué es esto?… ¡Ah, no es nada! ¡Mentira! ¡Mentira! ¡Por lo que se ve no ha habido tal pistoletazo!… Laureano me escribía como el más feliz de los mortales. Me decía, entre otras sandeces, que gozaba de perfecta salud; que se había retirado hacía tiempo de aquella vida ficticia y estúpida, y que ahora empleaba sus energías en cosas serias: se había casa-do; se había reproducido noblemente; le confeccionaba pajaritas de papel a su vástago; y, habiendo conseguido un puesto en el Museo de Historia, se dedicaba con entusiasmo a los estudios de antropología.

¿Qué tal? ¿Cómo les ha parecido la historia? El comentario final lo dejo a propósito en el tintero. Tienen la palabra los psicoanalistas.

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ÍNDICE

NARRACIONES PUERTORRIQUEÑAS

PRÓLOGO. NARRACIONES PUERTORRIQUEÑAS: 1849-1975,

por Marta Aponte Alsina .........................................................................................................................IX

CRITERIO DE ESTA EDICIÓN ................................................................................................... LV

NARRACIONES PUERTORRIQUEÑAS

Manuel A. Alonso (1822-1889) .............................................................................................................. 3El Bando de San Pedro (1844) ..................................................................................................... 3

Alejandro Tapia Y Rivera (1826-1882) ............................................................................................10Un viaje a Monte-Eden (1871) ...................................................................................................10Puerto Rico visto sin espejuelos por un cegato (1876)................................................21

Ramón Emeterio Betances “El Antillano” (1827-1898) ......................................................26Viajes de Escaldado (s.f.) ...............................................................................................................26

Eugenio María de Hostos (1839-1903) ...........................................................................................36El barco de papel (1897) ................................................................................................................36

José Antonio Daubón (1840-1922) ...................................................................................................41El gorro del archivero (1892) ......................................................................................................41

Manuel Fernández Juncos (1846-1928) .........................................................................................46Las golondrinas de la Intendencia (1928) ...........................................................................46

Cayetano Coll y Toste (1850-1930) ....................................................................................................50Los bailes de la Catedral (1691) (1924) ................................................................................50

Francisco del Valle Atiles (1852-1928) ............................................................................................55Trazos (1891) ........................................................................................................................................55

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260NARRACIONES PUERTORRIQUEÑAS

Ana Roqué (1853-1933) .......................................................................................63Sara la obrera (1895) ....................................................................................63

Antonio Cortón (1854-1913) ...............................................................................78López Bago novelista y Pérez Galdós diputado (1889) ...............................78

Luis Bonafoux (1855-1918) .................................................................................86El Carnaval en las Antillas (1879) .................................................................86

Manuel Zeno Gandía (1855-1930) ......................................................................93Rosa de mármol (1889) .................................................................................93El sofisma (s.f.) ...........................................................................................102

Abelardo Morales Ferrer (1864-1894) ..............................................................111Las ligas de Carmen (1891) ........................................................................111

Matías González García (1866-1938) ................................................................120La dita de Guaybana (s.f.) ..........................................................................120Para la exposición (s.f.)...............................................................................126

Pablo Morales Cabrera (1866-1933) .................................................................135El deshoje (1914) ........................................................................................135Las bodas de Bengala (1914) ......................................................................141

Eugenio Astol (1868-1948) ................................................................................147Amor impuro (1904) ..................................................................................147Dos tigres (1904) ........................................................................................155

Tomás Carrión Maduro (1870-1920) .................................................................157Haití (1894) ................................................................................................157

Carmela Eulate Sanjurjo (1871-1961) ...............................................................166La vida real (1893) ......................................................................................166

Nemesio R. Canales (1878-1923) .......................................................................177Cosas de muertos (s.f.) ................................................................................177

Luisa Capetillo (1879-1922) ..............................................................................180El cajero (1916)...........................................................................................180

Miguel Meléndez Muñoz (1884-1966) ..............................................................187Portalatín in Bankruptcy (1936) .................................................................187Tirijala (1932) .............................................................................................196

María Cadilla de Martínez (1886-1951) ............................................................202Fin de un ensueño (1925) ...........................................................................202

Tomás Blanco (1896-1975) ................................................................................206El arcángel san Miguel se inventa un habeas corpus (1965) ........................206Cultura: tres pasos y un encuentro (1939) ..................................................218

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261BIBLIOTECA AYACUCHO

Amelia Agostini de Del Río (1896-1996) ...........................................................224Estremecimientos de amor y poesía (1970) ................................................224

José I. de Diego Padró (1899-1974) ...................................................................229Sebastián Guenard (1924) ..........................................................................229

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Este volumen, el CCLIII de la Fundación Biblioteca Ayacucho,se terminó de imprimir el mes de febrero de 2015,

en los talleres de Fundación Imprenta de la Cultura, Guarenas, Venezuela.En su diseño se utilizaron caracteres roman, negra y cursiva

de la familia tipográfica Simoncini Garamond,tamaños 9, 10, 11 y 12.

La edición consta de 3.000 ejemplares.

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MARTA APONTE ALSINA(Puerto Rico, 1945).Editora, narradora y crítica literaria.Licenciada en Literatura Latinoamericana (Universidad de Nueva York). Fue directora ejecutiva de la Editorial del Instituto de Cultura Puertorriqueña y de la Editorial de la Universidad de Puerto Rico. Premio Nacional de Novela (2007), por Sexto sueño. Dentro de sus publicaciones destacan: Angélica furiosa (1994), El cuarto rey mago (1996), Vampiresas (2004), Fúgate (2005), El fantasma de las cosas (2010) y La muerte feliz de William Carlos Williams (2015).

ARMANDO NÚÑEZ MIRANDA(Puerto Rico, 1947).Editor, escritor, traductor y periodista. Premio Nacional de Periodismo/Labor Informativa (1996) y Premio de Periodismo “Bolívar Pagán” (1996). Sus artículos, reportajes, reseñas literarias y entrevistas, han sido publicados en periódicos y revistas puertorriqueños. Autor de Las voces del asedio (1988), Detrás de la mirada (2000), Las cuatro nobles verdades (2007) y Pedro Grant, la vida una lucha, una lucha la vida. Memorias de un líder sindical (2005; coaut.).

En la portada: Detalle de El velorio (1893),de Francisco Oller y Cestero(Puerto Rico, 1833-1917).Óleo sobre tela, 243,8 x 304,8 cm.Col. Museo de Historia, Antropología y Arte, Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras.

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La crónica, la leyenda y la fábula son formas de narrar que caracterizaron en sus inicios al cuento puertorriqueño. Este primer tomo del volumen in-titulado Narraciones puertorriqueñas que Biblioteca Ayacucho pone en ma-nos del lector contemporáneo, agrupa una muestra significativa del acervo creador de autores y autoras de Puerto Rico nacidos en el siglo XIX. Aquí podrá leerse a Manuel Alonso, Ramón Emeterio Betances, Eugenio María de Hostos, Ana Roqué, Manuel Zeno Gandía, Carmela Eulate Sanjurjo, Tomás Blanco, Luisa Capetillo, entre otros. El segundo tomo ampliará el corpus hasta los nacidos en el año de 1948 del pasado siglo. En ambos casos podrá observarse que la producción de estos narradores y narradoras está comprendida entre los años 1849 y 1975. El lector podrá acercarse al desa-rrollo de la cuentística puertorriqueña a través del prólogo que acompaña este volumen y que fue redactado por la escritora Marta Aponte Alsina, quien también llevó a cabo la selección para esta antología.

NARRACIONESPUERTORRIQUEÑAS

TOMO I

Colección Clásica