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Museo Thyssen Málaga Colegio “El Atabal”. Tercer ciclo http://carmenthyssenmalaga.org

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Page 1: Museo thyssenmalaga1

Museo Thyssen Málaga

Colegio “El Atabal”. Tercer ciclo

http://carmenthyssenmalaga.org/es

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Trabajo para entregar en clase Ficha del cuadro con los siguientes datos:

autor, título, año. Descripción de lo que se ve en el cuadro. Colores que predominan. ¿Quién o qué destaca? ¿Quién o qué parece pasar inadvertido? Resumen del cuadro y autor que te haya

tocado.

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Índice de pintores 1 Alfred Dehodencq 2 Manuel Wssel de Guimbarda 3 Guillermo Gómez Gil 4 Marià Fortuny i Marsal 5 Raimundo de Madrazo y Garreta 6 Antonio María Reyna Manescau 7 Carlos de Haes 8 Martín Rico Ortega 9 Emilio Sánchez-Perrier 10 Modest Urgell i Inglada 11 Darío de Regoyos y Valdés 12 Julio Romero de Torres 13 Ramón Casas Carbó 14 Ignacio Zuloaga y Zabaleta 15 Francisco de Zurbarán 16 Joaquín Sorolla y Bastida 17 Rafael Benjumea

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Alfred Dehodencq. “Una cofradía pasando por la calle Génova, Sevilla”, 1851

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Técnica: Óleo sobre lienzo Medidas 111,5 x 161,5 cm Inventario CTB.1996.31 Pareja del cuadro que representa Un baile de gitanos en los jardines del Alcázar, delante del pabellón de

Carlos V (cat. 40), ambas pinturas decoraban el Salón Cuadrado del palacio de San Telmo de Sevilla, residencia de los duques de Montpensier, Antonio de Orleans y Luisa Fernanda de Borbón, hermana de la reina de España, Isabel II.

Desde su palacio sevillano, los duques de Montpensier establecieron durante el reinado isabelino una verdadera corte paralela, erigiéndose en verdaderos mecenas de una gran cantidad de pintores románticos de su tiempo, no sólo andaluces sino, sobre todo, artistas viajeros venidos de Francia, quienes, dado el origen francés del duque y atraídos por el pintoresquismo exótico de tipismo romántico español, encarnado de forma suprema en los paisajes, ciudades y gentes de Andalucía, viajaron a Sevilla amparados por los Montpensier. Así, artistas como Pharamond Blanchard (1805-1873) o Adrien Dauzats (1804-1868), además del propio Dehodencq, entre otros, realizaron para los Montpensier algunas de sus obras más destacadas, que ornaron no sólo los muros de los salones del palacio de San Telmo, levantado a orillas del río Guadalquivir y rodeado del más bello jardín de la Sevilla romántica, sino también los palacios de Sanlúcar de Barrameda (Cádiz) y de Castilleja de la Cuesta (Sevilla), residencias temporales de los duques.

En efecto, Dehodencq llegó a Sevilla en noviembre de 1850, entrando de inmediato al servicio del duque de Montpensier, quien le mandó realizar, como primer encargo, «dos cuadros bastante grandes, que pondrían de manifiesto: uno, el aspecto religioso, y otro, el voluptuoso de España», que el artista materializó en las dos manifestaciones populares más genuinas y típicas –aparentemente antagónicas pero en realidad complementarias–, del carácter andaluz: la Semana Santa y el baile flamenco.

Así, en este lienzo, el pintor representa el paso de una procesión durante la celebración de la Semana Santa sevillana por la calle de Génova, repleta de gentío, que se agolpa a los lados de la calzada empedrada, flanqueada por hileras de damas principales, sentadas al borde de la calle y ataviadas con mantilla negra como señal de luto por la muerte de Cristo, acompañadas por distinguidos caballeros, en pie tras ellas. Desfilando ante la muchedumbre, dos hileras de nazarenos con hábito negro, portando largos hachones encendidos, escoltan el paso de Cristo crucificado de su cofradía, cuyo estandarte porta uno de ellos, seguido a lo lejos de una imagen de la Virgen Dolorosa, iluminada por un bosque de cirios y bajo palio, como es característico en las imágenes marianas sevillanas.

Además de esta pareja de lienzos, Dehodencq pintó en 1853 para los Montpensier un bellísimo Retrato de los infantes duques de Montpensier y sus hijas primogénitas, que decoraba el Patio de los Salones de San Telmo, así como un Boceto de un retrato del infante duque de Montpensier , con el hábito de gran comendador de la Orden de Calatrava, y dos episodios de la vida de los Orleans titulados Entrada en Cádiz de la reina doña María Amalia y Llegada de la reina María Amalia y de los infantes del duque de Montpensier al convento de la Rábida.

José Luis Díez

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Alfred Dehodencq. “Un baile de gitanos en los jardines del Alcázar, delante del pabellón de Carlos V”, 1851

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Técnica: Óleo sobre lienzo Medidas 111,5 x 161,5 cm Inventario CTB.1996.30 Contrapunto festivo del cuadro compañero, que representa Una cofradía pasando por la calle

Génova, en Sevilla (cat. 41), en este caso Dehodencq muestra una animada juerga flamenca de un grupo de gitanos, ante uno de los pabellones árabes de los Reales Alcázares de Sevilla, conocido como pabellón de Carlos V, rodeado de naranjos. En medio del corro, una gitana baila al son del cante, la música y las palmas de los compadres que la jalean mientras siguen con sus miradas el contorneo incitante y sensual de la bailaora.

Estos dos atractivos lienzos son, sin duda, el testimonio más relevante de la producción española de Dehodencq al servicio de los duques de Montpensier, así como un ejemplo especialmente expresivo de la visión que del pintoresquismo andaluz –y por extensión español– tuvieron los artistas románticos franceses que viajaron a Andalucía durante la primera mitad del siglo XIX.

En efecto, la visión de lo popular se entrelaza en este caso con el juego argumental del contraste entre la alegría festiva del baile, colorista y lúdica, frente al recogimiento fervoroso e imponente del paso de la procesión, cuyo dramatismo se ve reforzado por el dominio de los negros, frente al colorido vivo y brillante del presente lienzo; extremos que, a los ojos de un extranjero, son reflejo evidente de los aspectos más exóticos, profundos y ancestrales del típico «carácter español».

Por otra parte, estas dos pinturas muestran bien las características más personales del estilo de Dehodencq quien, a diferencia de los románticos andaluces, interpreta sus escenas costumbristas dando un protagonismo casi absoluto a las figuras, de gran tamaño y con un tratamiento casi monumental, que les resta naturalidad y frescura en los movimientos y les hace encajar algo forzadamente en los escenarios, relegados a un interés secundario. Sin embargo, esta atención prioritaria en la descripción de los personajes demuestran una aguda observación del natural en la caracterización de los tipos, especialmente en este cuadro, en el que pueden claramente diferenciarse los paisanos de raza gitana, siendo por otra parte siempre muy reconocible en las obras de este artista la repetición de su prototipo femenino, de perfil ovalado, nariz aguileña y grandes ojos.

Contrasta igualmente en ambas obras el diferente tratamiento plástico concedido a las figuras, de dibujo riguroso y perfilado, muy detallado en la reproducción de adornos e indumentaria, y modeladas a base de contraluces muy marcados, respecto de los fondos, de factura mucho más amplia y fluida.

Se cita la existencia de un dibujo a lápiz de Dos bailarinas gitanas, que podría ser un tanteo para esta composición.

José Luis Díez

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Manuel Wssel de Guimbarda. “Vendedoras de rosquillas en un rincón de Sevilla”, 1881

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Técnica: Óleo sobre lienzo Medidas 107 x 81 cm Inventario CTB.1987.29 Pareja de Lavando en el patio (cat. 50), su despliegue escenográfico está concebido con una intención decorativa

más evidente, insistiendo en los detalles más coloristas y anecdóticos, por los que los cuadros de costumbres de este artista fueron apreciados en su tiempo. Así, como contrapunto al lienzo compañero, la escena tiene lugar en plena calle. Todo lo que en aquel respiraba la calma íntima y doméstica de una tertulia familiar, aquí se convierte en la charla bulliciosa de personajes apostados en la calle, y la sobriedad de la modesta arquitectura del patio se transforma aquí en una típica encrucijada de calles del casco antiguo de Sevilla, marcada por las esquinas de las fachadas oblicuas del caserío.

Así, en la confluencia de la calle de Conteros con la actual de Argote de Molina, unas gitanas tienen instalado su puesto de rosquillas, llegando a invadir la calzada con sus distintos aperos. A la sombra de la casa porticada galantea animadamente una pareja, sentada en torno a una mesa, viéndose detrás el pretencioso letrero de una barbería, en el que puede leerse: «GABINETE / DE AFEITAR Y CORTAR». En el chaflán contrario, una muchacha, coquetamente vestida con mantilla, mantón de flecos y unas flores en el pelo, charla con un aguador sentado en el poyete. Del portalón del fondo, resguardado del sol por un toldo, sale una mujer, seguramente una mendiga, con su pequeño dormido en brazos.

Como resulta evidente en la comparación de ambos cuadros, aquí Wssel se esmera todavía más en depurar su técnica, de dibujo preciso y analítico, insistiendo con una asombrosa capacidad de observación en los detalles más menudos esparcidos por toda la composición. Partiendo del pintoresquismo lleno de sabor con que Wssel despliega el caserío, casi como si del escenario de un sainete teatral se tratara, el artista logra detener la mirada en todos los objetos que integran la escena, comenzando por la noble arquitectura de la casa de ladrillo del margen izquierdo del cuadro, que tiene recogidas sus características persianas de esparto. Mucho más modesta, la casa del fondo muestra en su fachada un canalón sobrepuesto para el desagüe, aunque es en la casa de la derecha donde el artista se deleita con más detenimiento. Así, si se observa con atención puede llegar a leerse en el tablón de su fachada un cartel de toros y otros dos anunciando dos navíos de nombre «SEGOVIA» y «LAFITTE», seguramente para embarque de pasaje o mercancías en el puerto fluvial del Guadalquivir. Muestra el pintor su mayor alarde de virtuosismo en detalles como las macetas, la ropa tendida, el sombreado de la jaula o la palma de ramos que cuelga del balcón de la fachada principal. No obstante, lo que más llama la atención de la escena es el puesto de la buñolera, que Wssel reproduce con todos sus elementos, haciendo inventario de la variopinta cacharrería que constituía estos típicos puestos callejeros. Así, desde la banqueta convertida en improvisado escaparate, con una servilleta a modo de mantel sobre la que reposan las rosquillas recién hechas, hasta el anafe de barro, atusado con el soplillo por una muchacha, el gran barreño de cerámica donde otra maneja la masa o instrumentos como la balanza, el canasto o la vasija; todo ello observado con una marcada intención realista.

Pero donde Wssel se siente más cómodo es en la ejecución de las figuras humanas, a las que dedicó una parte fundamental de su producción y a las que infunde siempre, incluso en este tipo de escenas populares, cierta presencia sólida y monumental, procedente de su formación académica, a la que se une en este caso una especial agudeza en la captación de los diferentes tipos y un particular sentido decorativo en el tratamiento minucioso y colorista de sus ropajes, todo lo cual demuestra una vez más las especiales aptitudes de Wssel para este género.

José Luis Díez

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Guillermo Gómez Gil. “La Fuente de Reding”, c.1880-1885

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Técnica: Óleo sobre lienzo Medidas 100 x 142 cm Inventario CTB.1989.26 Aunque a Guillermo Gómez Gil se le identifica, dentro del panorama pictórico español, como marinista, en su

biografía comprobamos que fue esencialmente un pintor dedicado a la realización de una pintura comercial; de hecho, si las circunstancias se lo exigían aparece en exposiciones con floreros y pintura orientalista. La obra que nos ocupa, pertenece a esta intención, siendo encuadrable en el género costumbrista a pesar de lo tardío de su realización.

La composición se centra en torno a la fuente de Reding, hito que personaliza los planes urbanísticos de proyección hacia el este de Málaga. En origen fue símbolo de un programa de modernización de las infraestructuras de la ciudad en el siglo XVII (1675), según consta en las lápidas que adornan su frontal, reformado con un mascarón en forma de pez en época de Carlos IV. La fuente de Reding abría una de las principales vías de acceso a la ciudad –el llamado camino de Vélez–, y fue el elemento generador de una placeta en donde se propiciaban escenas costumbristas como pueden ser las referidas al aprovisionamiento de agua por las clases populares.

En el siglo XIX se integró en un área residencial de viviendas unifamiliares u hotelitos habitados por la alta burguesía malagueña, por lo que su personalidad se incrementó convirtiéndose en referencia histórica de una zona sinónima del progreso y la riqueza económica de la ciudad.

La fuente fue objeto de la atención de José Moreno Carbonero y Rafael Murillo Carreras que pintaron obras similares a la de Gómez Gil, presumiblemente la de aquellos a partir de 1885, fecha de la urbanización del lugar, ya que este proceso queda reflejado en detalles de los cuadros como las farolas, en el de Moreno Carbonero, y una alameda, en el de Murillo Carreras, ausentes éstos en el cuadro de Gómez Gil.

Aunque sin datar, la obra que nos ocupa podríamos encajarla en la primera etapa de su producción, y anterior a los lienzos de los citados autores, ya que el enclave referido por Gómez Gil presenta el camino flanqueado por viviendas humildes y sin signos de urbanización.

La composición también sugiere un apego excesivo a normas académicas al estar centrado el espacio por un jinete sobre un burro con serones ¬para transportar mercancías, que sirve de eje distribuidor. La fuente y los aguadores ocupan la masa de la izquierda y el camino de Vélez, transitado por una carreta, a la derecha.

Tanto el jinete como la aguadora, aislados en sus respectivos espacios, mantienen esquemas iconográficos que reproducen prototipos de raíz costumbrista. La técnica en general, de contornos muy marcados, aísla las formas y ofrece unos perfiles duros y algo estereotipados. Por último, la paleta –muy brillante y festiva– denota un vínculo estrecho con las enseñanzas de Bernardo Ferrándiz, activo en Málaga hasta 1885 y maestro de todos los pintores en ejercicio en la ciudad por esos años; responsable, igualmente, de esa falta de interacción de las figuras con su entorno, defecto que suele aparecer en las obras del valenciano.

Por todo ello pensamos que estamos en un momento inicial de la carrera de Gómez Gil, en el que bebe muy directamente de los modos formales de sus maestros, ¬Ferrándiz, Ocón e incluso Moreno Carbonero, como queda sugerido en el tratamiento del celaje.

Aun así no deja de ser una deliciosa obra representativa de una línea de la pintura malagueña que mantiene el costumbrismo pictórico como un modelo que permite hacer lienzos sin complicaciones de lecturas y en donde la percepción directa del natural se puede suavizar con el anecdotismo de las situaciones escogidas para representar.

Teresa Sauret Guerrero

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Guillermo Gómez Gil. “Atardecer sobre la costa de Málaga”, 1918

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Técnica: Óleo sobre lienzo Medidas 90 x 116 cm Inventario CTB.1988.26

Pintar el mar significó en el cambio del siglo interesarse por los valores puramente formales de la pintura. El movimiento de las aguas, la reverberación de la luz sobre las olas, la diversidad de tonos verdes, y azules marinos, la luz presente a través del reflejo del cielo sobre el agua, fueron posibilidades que los pintores que sólo querían retener el natural mediante su observación directa no podían dejar pasar. Por todo esto, las marinas empezaron a ocupar producciones completas de autores que se especializaron en este tema.

Tal fue el caso de Guillermo Gómez Gil, quien empezó temprano a pintar marinas, y ejemplo de ello es aquella con la que participó en la exposición organizada por el Ayuntamiento de Málaga en 1880 y con la que fue premiado con apenas dieciocho años. Gómez Gil optó a partir de entonces por especializarse en este género, al amparo primero de Emilio Ocón y después de los paisajistas mediterráneos con los que contactó en Madrid. En tal sentido fue Cecilio Pla uno de los que más pudo influir en él, como se observa al final de su carrera, cuando opta por una pincelada abierta similar a la que empleó el valenciano.

Esta formación hará que el tratamiento del paisaje en la producción de Guillermo Gómez Gil tenga dos vertientes, siempre moviéndose dentro de lo que es un paisajismo de corte comercial, aunque sin perder por ello la dignidad y el buen hacer. Una será aquella que utiliza el tratamiento de la luz por sus condiciones efectistas, pero en función de utilizarla como factor reivindicativo de lo poético y literario, como elemento puesto al servicio de un concepto del arte que entiende la pintura como vehículo de expresión de sentimientos y vivencias interiores.

Otra es de vinculación positivista, supuestamente más científica, que pretende establecer una relación entre hombre y naturaleza con objeto de profundizar en el conocimiento de ambos para definir sus esencias. Esta línea lo acercará a un registro del natural más aséptico pero igualmente cargado de intenciones.

Con la primera opción Gómez Gil se vincula al centro de pintura malagueña en donde la huella de Haes, Ocón y después de Muñoz Degrain, formarán un estilo paisajístico en el que el realismo es fundamental, pero también la aplicación sobre él de todo un juego de compensaciones: compositivas, cromáticas o narrativas, que en cierta manera desvirtúan las claves esenciales del movimiento.

Con el segundo, pretenderá vincularse a una línea relacionada con otra expresión de la modernidad; esto es, aquella que persiguió un modelo de pintura capaz de plasmar la esencia de lo español, pero a su vez basada en un tratamiento técnico fundamentado en la verdad del registro inmediato, sin especulaciones, como refrendo de esa sinceridad del contenido programático de la obra. Esta línea también tiene una presencia palpable en el paisaje malagueño por sus estrechas relaciones con el institucionalismo y especialmente con Giner de los Ríos y el grupo de intelectuales de Málaga que se relacionaron con él. Ahora bien, al comprobar sobre la obra de Gómez Gil como resuelve técnicamente esta opción, se aprecia que fue la influencia de Madrid y de los paisajistas relacionados con este centro, especialmente Aureliano de Beruete, la que influyó mayormente en él.

En Gómez Gil es destacable además la comercialización y estadarización con las que trató el género de las marinas. En muchas de ellas parte de un esquema establecido al que somete a mínimas variantes tonales, de fondos de costas u horizontes. Gómez Gil no renuncia incluso en situar objetos exactamente iguales en los mismos lugares, con las mismas posiciones y que, sorprendentemente, aparecen como diferentes en base a la fuerza que sabe imprimir a los elementos de la naturaleza, cielo y mar, que suelen abrazarse en tonos encendidos y cálidos de amaneceres y atardeceres.

Éste es el caso de las dos marinas que nos ocupan. La primera, titulada Atardecer sobre la costa de Málaga, se personaliza al tener de fondo la costa de la bahía de Málaga, ciudad que se define por el faro, la catedral y las chimeneas de las industrias del siglo XIX; esquema del que conocemos otra versión en una colección particular malagueña, en la que se repite el mar, la ola que acaricia la orilla, el leño con cuerda que ha sacado la marea y el trozo de alga sobre la arena. Difiere, sin embargo en el fondo, en el que está ausente la ciudad y el sol descendiente al estar oculto por unas nubes. Todo esto nos indica que el pintor se movía dentro de unos esquemas compositivos fijos sobre los que actuaba para dar movilidad a las diferentes marinas, procedimiento que no puede responder, bajo ningún concepto, a esa postura de la modernidad que invitaba a los realistas a acercarse a la naturaleza con el espíritu de trabajar sobre ella directamente y entendiéndola como sujeto capaz de transmitir mensajes poéticos o de pura objetividad.

La segunda obra, Claro de luna, es de los cuadros de la producción de Gómez Gil en los que el efectismo poético es el protagonista del cuadro. Pertenece a un modelo que llega a estandarizar a base de títulos como Puesta de sol, Efecto de luna, Una borrasca y Sol poniente, que repite hasta el cansancio en las exposiciones nacionales y provinciales en las que participa y que indican que el interés del artista es reflejar la luz sobre el mar desde sus condiciones efectistas. El territorio se convierte en mera referencia que centra el paisaje, pero es el mar, la luz sobre el mar, el verdadero tema del cuadro, hasta el punto que técnicamente se plasma con un sistema de pinceladas que aplica la pasta en pequeños y espesos toques que aumentan la materialidad de la superficie registrada y da la sensación de vitalidad de la materia. La soltura de pincel quiere significar una opción estética en la que la mancha, la superficie pictórica se independiza y junto al color son los únicos constructores de la obra. Esta opción renovadora se devalúa cuando la asociamos a la carga de efecto que se le aplica con los juegos tonales y nos vuelve a condicionar su lectura hacia los parámetros de lo comercial y conservador, sin que con ello la obra pierda interés.

La estandarización se comprueba igualmente en el uso de esquemas compositivos: el litoral y el horizonte marcan el perfil superior; el mar, violentado por el reflejo de luz, en este caso de la luna, es el punto de atracción de la obra y el elemento jerarquizador de la misma; y la rompiente, con espuma marina y rocas, marca el límite inferior en esquema que se repetirá sin apenas variantes en su larga producción. El carácter comercial de esta obra nos lo dan también las medidas de escasamente medio metro. Con ella, Guillermo Gómez Gil se inserta en el paisajismo español de fin de siglo, asociable a los movimientos renovadores, pero en la línea menos desgarrada y programática, como un digno representante de un espacio que prefería el aspecto de lo nuevo sin la incomodidad que producía la provocación rupturista.

Teresa Sauret Guerrero

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Marià Fortuny i Marsal. “Corrida de toros. Picador herido”, c.1867

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Técnica: Óleo sobre lienzo sobre aluminio Medidas 80,5 x 140,7 cm Inventario CTB.1996.26 En el transcurso de una corrida de toros acaba de producirse la cogida de un picador, que es retirado de la arena por dos subalternos de la cuadrilla, que le

cogen en brazos. Mientras, el toro embiste al caballo de otro picador, que ejecuta la suerte de varas clavándole enérgicamente la puya, asistido por otros tres diestros, que se apresuran a separarlo de la caballería con un quite de sus capotes.

Este soberbio esbozo es, indiscutiblemente, una de las incorporaciones recientes más importantes a la colección de pintura española del siglo XIX de la baronesa Carmen Thyssen-Bornemisza, así como una aportación especialmente significativa a la obra del maestro Mariano Fortuny. En efecto, aunque el lienzo figuraba entre las obras subastadas el 26 de abril de 1875 tras la muerte del artista en el Hôtel Drouot de París, donde fue vendido por 4.100 francos, desde entonces se encontraba en paradero desconocido, siendo recogido así por la bibliografía, hasta que hace muy pocos años apareció en el mercado americano.

Por otra parte, la obra testimonia espléndidamente la afición de Fortuny por la fiesta de los toros, a la que aprovechaba a acudir durante sus breves estancias en España, una vez establecido en Italia. Precisamente, debió ser en uno de los viajes realizados a Madrid entre 1866 y 1868, con motivo de su noviazgo y boda con Cecilia Madrazo, hija del gran retratista Federico de Madrazo, cuando debió ejecutar este lienzo. Así, Ricardo de Madrazo, hijo también de Federico y pintor como él, cuenta en sus memorias la asistencia de Fortuny a las corridas de toros en compañía de su hermano Raimundo de Madrazo, con quien el maestro de Reus mantendría hasta su muerte una estrechísima amistad, reforzada por su condición de cuñados, que les llevaría incluso a ejecutar algunos cuadros juntos. Así, Ricardo de Madrazo ha de referirse sin duda a este esbozo cuando narra cómo «con Raymundo iba a los toros los domingos, e hizo un boceto grande al óleo de la suerte de un picador y dos del mismo asunto», debiendo tratarse estos últimos, con toda probabilidad, de las acuarelas tituladas Picador herido y conservadas respectivamente en el Musée du Louvre y el British Museum, si bien la composición del presente lienzo se relaciona más estrechamente con la acuarela titulada Corrida. Suerte de varas, que interpreta con variantes el grupo principal.

Pero, además de su interés como simple aficionado, desde fecha muy temprana Fortuny había quedado profundamente seducido por los valores plásticos de esta fiesta, impresionado por la mezcla de color y drama ritual, elegancia y brutalidad desmedida del universo taurino; aspectos que, en sus manifestaciones más superficiales y pintorescas, habían llamado poderosamente la atención de tantos artistas extranjeros de su tiempo, de los que Manet es máximo ejemplo. Frente a ellos, y a pesar de desarrollar también la mayor parte de su carrera fuera de España, Fortuny supo ahondar en una interpretación mucho más genuina del espíritu de esta fiesta, que hunde sus raíces en la tradición más profunda de la pintura española, encarnada fundamentalmente en la obra de Goya, y que el pintor plasmó con singular maestría, tanto en lienzos y acuarelas, como en numerosos dibujos.

A este respecto, resulta particularmente interesante observar cómo en todos los cuadros de escenas taurinas, Fortuny deja a un lado el virtuosismo preciosista habitual en sus obras destinadas al comercio y con las que logró fama extraordinaria en su tiempo en Europa y América, para desarrollar un lenguaje plástico muchísimo más íntimo y directo, de absoluta libertad pictórica, de la que el presente lienzo es ejemplo supremo, logrando así cotas de un atrevimiento expresivo que llega incluso a sobrepasar las conquistas impresionistas, de máxima vanguardia en esos años, para alcanzar los límites mismos de la abstracción; conquistas que demuestran la verdadera grandeza de la personalidad artística de Fortuny, que hubiera alcanzado dimensiones imprevisibles, de no haberlas truncado su prematura muerte.

Así, aunque a la primera vista de este lienzo —de tamaño demasiado grande para considerarlo como boceto de otra obra de mayor empeño—, pudiera pensarse en una obra inacabada, su grado de conclusión responde, sin duda alguna, a la estricta voluntad del artista, una vez conseguidos los efectos plásticos pretendidos durante su ejecución.

Efectivamente, además de captar con un agudísimo sentido del movimiento instantáneo la sensación de fuerza bruta y dramatismo desaforado del grupo principal, espléndidamente plasmados en sus escorzos y actitudes, tanto los toreros como las bestias, confusamente revueltos entre el ondear de los capotes y ocultas las patas del caballo por una nube de polvo —producto en realidad de cubrir arrepentimientos anteriores—, resulta de una especial belleza el grupo de subalternos del extremo derecho, que cargan con el picador herido, junto a otro torero que se refugia subido en el bordillo de la barrera; figura que Fortuny había colocado en un principio más al centro de la composición y luego suprimida, pudiéndose apreciar no obstante con facilidad este arrepentimiento, resueltos todos ellos con una extrema rapidez de ejecución.

Pero, sin embargo, donde los avances plásticos de esta pintura alcanzan grados de una modernidad verdaderamente insospechada es en zonas como el albero, resuelto a grandes trazos de color muy diluidos, dejando asomar incluso la preparación en algunas zonas y, fundamentalmente, en los tendidos, descritos a golpes de pincel muy insistidos, extremadamente enérgicos y nerviosos, de resultados prácticamente abstractos, con una personalísima utilización del manchismo, subrayado por el abundante uso del negro, que refuerza el dramatismo del asunto y trae de inmediato a la memoria la última producción goyesca, originando un brusco contraste con los colores puros y rabiosamente brillantes de trajes y capotes que, lejos de superficiales pretensiones decorativas, imprimen aún mayor acritud a la escena.

Aunque su técnica frenética y extraordinariamente vigorosa pudieran sugerir lo contrario, el presente esbozo es resultado de una paciente elaboración en el estudio por parte del artista, tras haber tomado numerosos apuntes del natural de la cogida del picador, que Fortuny vio con sus propios ojos y que registró directamente en rapidísimos apuntes del natural a lápiz, algunos apenas rasguños sobre el papel, aprovechados luego en diversos cuadros y acuarelas, y conservados la mayoría de ellos en la Biblioteca Nacional.

Entre ellos, pueden rastrearse algunos que pudieron ser utilizados específicamente para esta obra, particularmente para el grupo del picador herido y el torero que se encarama a la barrera5, así como para la figura del picador a caballo, que también aparece en otro dibujo, también muy ligero, que guarda el Museo del Prado.

El lienzo se ha adherido recientemente a una plancha de aluminio que ha agrandado ligeramente su formato, siendo visibles en todo su perímetro las huellas de su montaje original en bastidor de madera. José Luis Díez

Page 16: Museo thyssenmalaga1

Raimundo de Madrazo y Garreta. “Salida del baile de máscaras”, c.1885

Page 17: Museo thyssenmalaga1

Técnica: Óleo sobre tabla Medidas 49 x 80,5 cm Inventario CTB.1992.7 A las puertas de la sala de fiestas “Valentín”, situada junto al Hôtel du Nord de París, varios personajes

disfrazados salen al término de un baile de máscaras. En la soledad nocturna de la calle, y a la luz de los farolillos de gas que decoran la entrada, un caballero invita a una muchacha cubierta con un antifaz a subir a uno de los coches de caballos apostados junto a la acera del hotel, mientras unos soldados recostados en el quicio de la puerta conversan distraídamente frente al portero de la sala y otras gentes enmascaradas en sus disfraces se alejan por la acera.

Esta bellísima estampa del París mundano y noctámbulo del último cuarto del siglo XIX constituye un ejemplo especialmente significativo entre la enorme cantidad de escenas de género pintadas por Raimundo de Madrazo a lo largo de toda su vida con destino al mercado internacional. En ella, Madrazo recurre al motivo de los bailes de máscaras, tratado en otras ocasiones por él, y tema particularmente atractivo para los artistas de toda Europa dedicados al “tableautin”, en pleno auge en estos años. En efecto, entre otros, el artista presentó fuera de concurso en la Exposición Universal de París de 1878 un espectacular cuadro con el título Sortie du bal masqué, muy alabado en su tiempo1 y extraordinario alarde de virtuosismo técnico y riqueza decorativa, envueltos en una seductora frivolidad. Sin embargo, en este caso, en lugar de insistir en los aspectos más anecdóticos y decorativos que propicia este argumento, el artista tan sólo deja entrever con muy sutil ironía la lectura frívola de la escena, en la invitación del caballero a su joven acompañante, a quienes convierte en protagonistas absolutos de la composición al recortar nítidamente sus siluetas ante el portal de la sala, mostrando curiosamente el rostro del hombre una estrechísima semejanza con las facciones del propio Raimundo de Madrazo, bien conocidas en estas fechas por el espléndido retrato que le pintara su padre, Federico de Madrazo, en 1875, y que guarda el Museo del Prado2. Sin embargo, el interés narrativo de la secuencia queda en buena parte sumido en la interpretación que el artista hace de la ambientación nocturna de la calle, bañada por la luz artificial que hace destacar los rótulos de los distintos establecimientos y sugiere espléndidamente sus interiores, tanto de la sala de baile, como de la tasca de vinos y el hotel, mostrando así la fascinación que Madrazo —como tantos otros artistas de su tiempo— tuvo por los ambientes noctámbulos a la luz del gas de la “Cité lumière”.

Resuelto con una paleta muy sobria para lo habitual en Madrazo, sorprende en él una vez más sus excepcionales dotes para la pintura, como digno continuador del virtuosismo preciosista de su cuñado Mariano Fortuny, así como su agudísimo sentido de la observación, visible en todos los detalles de la escena, hasta en los aparentemente más secundarios, como el charco de agua del primer término, los reflejos en los radios de las ruedas, las letras de los rótulos o la numeración en los faroles de los coches.

José Luis Díez

Page 18: Museo thyssenmalaga1

Antonio María Reyna Manescau. “Canal de Venecia”, s.f.

Page 19: Museo thyssenmalaga1

Técnica: Óleo sobre lienzo Medidas 34,1 x 74,7 cm Inventario CTB.1997.25

La topografía elegida en este caso basa el acierto de una visión amplia en el recurso de presentar el canal prácticamente en el mismo eje de penetración del cuadro, o sea, en la línea de fuga central, tímidamente sugerida por el difuminado reflejo en el agua de los blancos campanarios del fondo y de la aneja proyección acuática en azul de la sombra adyacente. Con tal enfoque la presentación frontal del puente doble refuerza su tipismo. Si la riva izquierda, paralela al imaginario eje de penetración, respeta y refuerza esta visión tan directa, la derecha se abre en amplia curva hacia el lateral, integrado por una vivienda palaciega y el frondoso árbol del jardín tras la tapia; zona en la que se cobijan las dos barcas amarradas de mayor tamaño. Pero el pintoresquismo de este tipo de vistas se apoya, sobre todo, en la vivacidad de los pequeños detalles secundarios, como la bottega de rayado toldo, las menudas figurillas entre las palomas, el brocal del pozo, los tiestos u objetos similares. Reyna Manescau repite este mismo cuadrito en abundantes ocasiones –a veces con la denominación de Canal veneciano– con ligerísimas variantes, la más llamativa de las cuales es el «fastigio» o remate triangular, tanto frontal como lateral, de la casa de la izquierda aneja a la de arcos. Precisamente en la versión denominada Un día en Venecia es donde aparece en el pintor una técnica menos académica y más próxima a calidades impresionistas, tanto en la factura como en el color.

Esteban Casado

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Carlos de Haes. “Vista tomada en las cercanías del Monasterio de Piedra (Aragón)”, 1856

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Técnica: Óleo sobre lienzo Medidas 81,8 x 112,8 cm Inventario CTB.1997.45 A la caída de una serena tarde estival, un pastor apacienta su rebaño de cabras en las

abruptas orillas del río Piedra, cuyo accidentado curso, que transcurre entre profundas hoces, se pierde una frondosa arboleda de monte bajo.

Este espléndido paisaje es, sin duda, uno de los mejores ejemplos conocidos de la producción primera de Carlos de Haes, poco después de fijar definitivamente su residencia en España.

Efectivamente, en el verano de 1856, Haes fue invitado por su gran amigo, el escritor Federico Muntadas, a pasar unos días en las fincas que éste poseía en los alrededores del Monasterio de Piedra (Zaragoza), uno de los parajes naturales más bellos de Aragón, cuyas vistas, cascadas y rincones cautivaron de inmediato al artista, pasando allí todo ese verano haciendo apuntes y cuadros que luego expuso ese mismo otoño con gran éxito en Madrid. Desde entonces, esta zona sería uno de los lugares predilectos de Haes por la variedad y riqueza de sus paisajes, que le ofrecían la posibilidad de captar las facetas más diversas de su cambiante orografía en gran cantidad de estudios del natural, hoy conservados en su práctica totalidad entre el Museo del Prado y el Museo Jaime Morera de Lérida.

Por otra parte, el presente lienzo testimonia magníficamente el paulatino abandono de los postulados románticos en que se formó este artista, de los que no obstante todavía quedan residuos en cierta grandiosidad panorámica con que está concebido el paisaje y en la disposición, extremadamente equilibrada y en orden, de montes y vegetación, sin que falte el detalle pintoresco del rebaño, que subraya la sensación apacible y bucólica que pretende transmitir el paisaje, con espléndidos resultados.

Junto a ello, la maestría técnica del artista queda evidente en esta vista, de una belleza tranquila y en calma, resuelta a base de ricos empastes y un dibujo riguroso, con los que construye sus diferentes volúmenes, definidos con una precisión que se volverá más libre en su producción madura, utilizando una paleta muy sobria, de tierras y ocres, herencia de la escuela paisajística centroeuropea, en la que Haes realizó su primer aprendizaje, con la que, no obstante, logra desplegar una infinita gama tonal, de delicadísimos y muy variados matices, en la espesa vegetación de arbustos y arboleda, tan característica de este paraje aragonés.

José Luis Díez

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Martín Rico Ortega. “Un día de verano en el Sena”, c.1870-1875

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Técnica: Óleo sobre lienzo Medidas 40 x 57,1 cm Inventario CTB.1997.2

Como es sabido, la mayor parte de la producción paisajística que el gran maestro Martín Rico pintó con destino al mercado europeo y americano está compuesta fundamentalmente por innumerables vistas de la ciudad de Venecia, que retrató desde todos sus ángulos y rincones, dentro del virtuosismo preciosista puesto de moda entre los principales marchantes de arte de la época por su gran amigo Mariano Fortuny (1838-1874), gozando gracias a ellas de una privilegiada posición social y económica entre los artistas de su tiempo, que le permitió vivir holgadamente durante el resto de su vida. Junto a ellos, Rico también eligió como escenarios de sus paisajes ciudades españolas como Granada, -donde viajó con el propio Fortuny en 1871-, Fuenterrabía, donde estuvo en 1872, o Sevilla y Toledo, que visitó en 1875 y 1893, reflejando en todas sus vistas el colorido encendido y brillante del paisaje mediterráneo, que constituye buena parte del atractivo de la obra de este artista, junto a su excepcional calidad técnica; demostración de sus especiales dotes para el género.

Sin embargo, algunos años antes de decidirse a adoptar la ciudad de los canales como protagonista prácticamente exclusiva de sus “vedute”, Martín Rico residió durante breves temporadas en varias localidades francesas, que ofrecían a sus ojos un tipo de paisaje completamente diferente a los de Italia o España, tanto por su geografía como, fundamentalmente, por su luz y atmósfera, muy distintas a la luminosidad nítida y soleada de sus paisajes más conocidos.

En efecto, en 1869 rico pinta varias vistas de Poissy, y al año siguiente de Bougival, y reside durante algún tiempo en Cloyes en 1872, pintando varias vistas de Chartres y Sevres en 1876. Todos los paisajes de estas localidades realizados por el artista figuran en su inventario manuscrito, -hasta ahora inédito-, debiendo ser el presente lienzo alguno de ellos, si bien la ambigüedad orográfica de esta vista no permite, por el momento, precisar su concreta identificación. Al parecer, desde el mismo siglo XIX el cuadro se encontraba ya en los Estados Unidos, figurando efectivamente en dicho inventario muchos de estos cuadros vendidos a coleccionistas o marchantes americanos conocidos, como Stewart o Stewens, además de al todopoderoso Goupil, que controlaba la mayor parte del mercado de obras del artista desde París.

Así, el paisaje muestra el ancho caudal de un río, de aguas tranquilas y apacibles, a su paso por una campiña de prados verdes y arboleda. En sus orillas, varios niños pasan el tiempo pescando cerca de un embarcadero, donde pueden verse varios botes amarrados, uno de ellos en proceso de reparación, al pie de un desmonte bordeado por la cerca de una carretera. A su lado puede distinguirse la figura de una lavandera, que hace su colada al borde del agua y, al fondo, una barca atravesando el río, perdiéndose la vista entre las altas copas de los árboles que se difuminan en el horizonte.

Aunque el cuadro se ha venido titulando A Summer Day on the Seine, nada hay que evidencie la estación en que está captado el paisaje, aunque sí es muy probable que, efectivamente, se trate del río Sena, cuyas riberas fueron preferidas por Rico por la claridad espejeante de sus aguas y su particular colorido, cualidades que pueden claramente advertirse en el lienzo y a las que alude el propio artista en sus memorias: “Las orillas del Sena y de la Marne, con aquella fineza de color, es difícil encontrarlas en otra parte; nuestros ríos corren, generalmente, sobre arena, y lo mismo los de Italia; esto da un color al agua desapacible y árida, y en Alemania, al revés, son de un verde que me río yo de las manzanas”.

En efecto, este tipo de parajes fluviales del interior de Francia dieron a Rico la oportunidad de ejecutar un tipo de paisaje muy distinto al habitual, transformando por completo su paleta hacia los colores fríos y plomizos, con una técnica esponjosa y suave que difumina los contornos y diluye las lejanías, concediendo a toda la vista una atmósfera bucólica y brumosa, teñida de una ligera melancolía, que recuerda de inmediato el paisaje francés de esos años en la estela de Corot, que Rico conocía perfectamente. Junto a ello, sus excepcionales cualidades dibujísticas y sus rigor de trazo describen con absoluta nitidez los elementos del primer término, modelando los objetos con grandes planos de color, que recuerdan también el paisaje americano de la época.

Por lo demás, la maestría de Rico en esta pequeña pero exquisita pintura, cuyo mayor atractivo reside en la sencillez de su composición, ajena a cualquier tipo de artificio o pretensión decorativa, queda así mismo de manifiesto en la jugosidad verdaderamente impresionista con que está sugerida la hierba de la ladera, con una modernidad inusual en la pintura española de su tiempo, que no se encontrará hasta los paisajes maduros de Aureliano de Beruete, ya en los inicios del nuevo siglo.

José Luis Díez

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Emilio Sánchez-Perrier. “Invierno en Andalucía. (Bosque de álamos con rebaño en Alcalá de Guadaira)”, 1880

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Técnica: Óleo sobre tabla Medidas 45 x 31,9 cm Inventario CTB.1997.23 Esta interesante y delicada obra, rica en sutiles y sorprendentes observaciones sobre la

naturaleza, recoge una escena de un bosque de álamos despojados de sus hojas en una silenciosa mañana gris de invierno. Un hálito al fondo, húmedo y neblinoso, confunde las lomas cercanas con las copas de los árboles, que muestran con detalle las peculiaridades de troncos y verdinas en una confrontación de formas y ritmos de despojada sensualidad.

El estudio exhaustivo de troncos y ramas aparece matizado por tonalidades platas que contrastan con la parte inferior de la composición, donde arbustos y zarzas hacen un tanto inaccesible el paraje. Un grupo de corderos pastan a los pies de los esbeltos troncos, muy probablemente en las proximidades de la ribera del Guadaira, en Alcalá, localidad de escenarios pintorescos enlazada por ferrocarril con la muy próxima Sevilla, y donde aparece la obra firmada en 1880.

La pintura hemos de identificarla con la titulada Invierno en Andalucía, que junto a Jardín del Alcázar de Sevilla, Sánchez Perrier llevó consigo en su primer viaje a París, siendo expuestas en el Salon de 1880. En tal ocasión, el crítico Veron aludió a ella como: «Una delicadeza de vegetación muy agradable, lo mismo que los corderos que pastan como en primavera. Los abedules y los robles están dibujados con una rara delicadeza. Preferiríamos una nota más fría y más triste. Es igual, he ahí un bonito invierno muy delicado y muy conseguido».

Ambas pinturas, aparte de manifestar un interés hacia la transcripción de los efectos de las estaciones sobre el paisaje, debieron de tener éxito y acogida en el mercado, según registró en sus diarios el agente artístico en París, G. A. Lucas, que adquirió con frecuencia obras de Sánchez Perrier a todo lo largo de la vida de pintor.

Al año siguiente el artista vuelve a participar en el Salon parisino con otra pareja de cuadros, donde repite con variantes la misma temática: Huerta del Alcázar de Sevilla y Las últimas hojas. Ambas también representan una cierta madurez técnica del artista a la edad de veinticinco años. Igualmente firmadas en Alcalá en 1880, probablemente pertenezcan a una misma serie, con las que directamente se relaciona la tabla que comentamos.

Juan Fernández Lacomba

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Modest Urgell i Inglada. “Playa”, s.f.

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Técnica: Óleo sobre lienzo Medidas 97 x 158 cm Inventario CTB.1995.37

Discípulo de Martí i Alsina, generalmente se considera a Urgell como un pintor realista. Su lenguaje pictórico evolucionó muy poco y se mantuvo al margen de las innovaciones que caracterizan las obras de otros artistas de su generación. Sin embargo, temáticamente, la inspiración neorromántica de sus lienzos indica una proximidad de gusto con la vertiente más espiritualista del modernismo.

Monumental por su formato y minucioso en su técnica, Playa es un cuadro plenamente característico de Urgell. En una playa casi desierta destaca la presencia de una barca de pescador y otra auxiliar, con unas pocas figuras de hombres dedicados a unas labores que no se llegan a percibir con claridad. El punto de vista y el horizonte, muy bajos, permiten ver en primer plano, con detalle, la arena y las piedras de la playa solitaria. La luz y el viento invernales bajo un cielo inmenso, que son en definitiva el tema principal del cuadro, se presentan repletos de presagios imprecisos para la vida de los hombres del mar.

Tomàs Llorens

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Darío de Regoyos y Valdés. “La Concha, nocturno”, c.1906

Page 29: Museo thyssenmalaga1

Técnica: Óleo sobre lienzo Medidas 54 x 65 cm Inventario CTB.1996.54 Regoyos, desde sus primeros pasos como pintor, sintió una enorme

atracción por los nocturnos, ya sean de interiores o de paisaje. Esta preferencia hizo que a lo largo de su carrera artística aparecieran numerosos óleos de estas características. En este nocturno de la Concha de San Sebastián que corresponde a su período impresionista maduro y que fue llevado a cabo durante su residencia en esa ciudad en la calle Trueba n.º 8 (1905-1906), Regoyos recogió magistralmente el ambiente clásico de un anochecer en el que las personas dialogan al lado de un mar en calma y donde sólo un barco al fondo altera su tranquilidad, delante de las siluetas de monte Igueldo y de la isla Santa Clara.

La composición de luces y sombras queda completada con la inclusión de las ramas en el lado superior izquierdo, frecuente en las obras de Regoyos, consiguiendo una luminosidad perfecta en el primer plano por la combinación del verde de las ramas con los colores azul, malva y ocre del resto de la obra. El centrado del cuadro, habitual en este pintor, lo llevó a cabo mediante líneas horizontales y oblicuas con las que distribuyó de forma muy equilibrada el espacio pictórico (paisaje), en el que, como casi siempre sucedía con este artista, están presentes la figuras humanas (equidistribuidas), en las que el sosiego y la intimidad son las características que este impresionista logra incorporar fielmente en ellas.

Juan San Nicolás

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Julio Romero de Torres. “La Buenaventura”, 1922

Page 31: Museo thyssenmalaga1

Técnica: Óleo sobre lienzo . Medidas 106 x 163 cm Inventario CTB.1994.25

El año 1922 fue uno de los que mayores triunfos obtuvo, al realizar en la Galería Witcomb de Buenos Aires una exposición que le supuso un considerable éxito y en la que mucho tuvo que ver su amigo Valle-Inclán. La venta de todas las obras expuestas salvo dos que se reservó por motivos personales–, los numerosos encargos que ejecutó durante los meses que residió en la capital argentina y los repetidos homenajes que culminaron con su nombramiento de hijo predilecto de Córdoba, le dieron un espaldarazo definitivo en su consagración.

En este decisivo año se data el lienzo de La Buenaventura, que pudo pintar durante esa estancia bonaerense, hipótesis que se establece por la larga permanencia de la pintura en una colección argentina y por no figurar en el catálogo de la exposición de 1922, aunque sí se mostró en otra que en homenaje al pintor cordobés celebró la misma Galería Witcomb en 1943.

Sobre el alféizar de una ventana, dos mujeres sentadas, de perfil y con similar protagonismo, simbolizan la dualidad tantas veces presente en sus pinturas, como Amor Sagrado y Amor Profano (Córdoba, Colección Cajasur), Ángeles y Fuensanta (Córdoba, Museo Julio Romero de Torres) o Humo y azar (Madrid, colección particular). A la derecha, una de ellas, con atuendo popular y las piernas recogidas hacia atrás, no parece que consiga –ni siquiera mostrándole el cinco de oros– atraer la atención de la otra joven que descansa las piernas semidobladas en el propio alféizar, mientras su gesto denota una manifiesta melancolía que deja traslucir una preocupación amorosa.

Tras ellas, una vez más, Córdoba, representada ahora por la casa (con el mirador en el lado opuesto a como lo está en realidad) y fuente de la Fuenseca, el Cristo de los Faroles y el palacio del marqués de la Fuensanta del Valle (actual Conservatorio Superior de Música), en cuya puerta aparece una mujer envuelta en un mantón rojo y recostada en el quicio, recurso compositivo que usará en varias ocasiones desde Mal de amores (Córdoba, Museo de Bellas Artes), de hacia 1905.

Romero de Torres alinea como en un telón sobre un fondo de paisaje dos edificios y un monumento de hondo significado para Córdoba, sin importarle que se encuentren muy alejados entre sí en su ubicación real en la ciudad, como se analiza en Boceto del Poema de Córdoba.

Y, entre la escena de la buenaventura y el paisaje urbano del fondo, de nuevo una escena abocetada y secundaria –una mujer que parece querer retener a un hombre que huye– en clara relación con el motivo principal de la pintura: el amor o, mejor, el desamor.

Es por tanto, un cuadro de compleja lectura que quizás podríamos resumir en la tristeza de una joven enamorada de un hombre casado –circunstancia de cuyo peligro le avisa la echadora de cartas mostrándole el cinco de oros– al que en segundo plano intenta retener su esposa, quedando ésta, en un tercer plano, sola en el quicio de la puerta.

Analizando composición y tema de La Buenaventura, se hace necesaria la comparación con otras obras de Romero de Torres, lo que nos lleva a considerar el valor de la «repetición» en la pintura del maestro cordobés.

La primera repetición se da en el propio titulo, pues otro lienzo igualmente conocido como La Buenaventura, de fecha por determinar, se encuentra en una colección privada argentina.

En cuanto a la composición, la similitud más evidente la encontramos con el retrato de Conchita Torres (Madrid, colección particular), realizado hacia 1919-1920. A la figura de Conchita Torres, sentada sobre el alféizar de una ventana a la derecha de la composición, le invierte la postura y la traslada al lateral izquierdo, con escasas variantes que se limitan al atuendo y la mirada, convirtiéndola en una joven a la que sin duda acecha un doloroso mal de amores, tema también muy querido por el pintor. Falta la otra figura femenina, pero de nuevo se repite en el lienzo de la Colección Carmen Thyssen-Bornemisza el fondo arquitectónico y el paisaje, con la sola ausencia del Cristo de los Faroles y la modificación de la escena secundaria.

El conjunto del fondo arquitectónico se encuentra con ligeras variantes en Flor de santidad (Córdoba, Museo Julio Romero de Torres), de 1910, y en La saeta (Córdoba, Colección Cajasur), de 1918; individualizando los edificios representados volvemos a Socorro Miranda (Córdoba, Museo de Bellas Artes), de hacia 1911, o al Poema de Córdoba (Córdoba, Museo Julio Romero de Torres), que se fecha en 1913.

La mujer arrodillada y con los brazos extendidos de la escena secundaria repite la postura, aunque invertida, de una figura muy similar que pintó en 1920, en la parte superior de Santa Inés (Córdoba, Museo Julio Romero de Torres), uno de los dos únicos cuadros que no vendió en la exposición de Buenos Aires, por ser muy querido para la madre del pintor, pese a las tentadoras ofertas del gobierno argentino.

Dos mujeres –sentadas o recostadas sobre distintas bases, amigas o enfrentadas, rubias o morenas, vestidas, semidesnudas o desnudas– serán protagonistas recurrentes en el Cartel de la Feria de Córdoba de 1916, Musidora (Buenos Aires, Museo Nacional de Bellas Artes) y Los celos (Buenos Aires, Colección J. Rodolfo Bernasconi), ambos de 1922, Humo y azar (Madrid, colección particular), de hacia 1922-1923, al igual que Mujeres sobre mantón (Córdoba, Museo de Bellas Artes) y, como no, en La Buenaventura.

La baraja de cartas, aún con muy distinto significado que en el lienzo aquí estudiado, será también un elemento repetido en varias significativas pinturas del maestro: La Sibila de las Alpujarras (Córdoba, Museo Julio Romero de Torres), de 1911, ¬Humo y azar, conocido también como Jugando al monte, Cabeza de vieja (Córdoba, Museo Julio Romero de Torres), de 1928, y pudo tener intención de pintarla en el lienzo inacabado de Mujeres sobre mantón.

La firma, en letras capitales, se corresponde plenamente con la grafía que para las mismas utiliza en su época de madurez, como se ha analizado en La Feria de Córdoba .

Fuensanta García de la Torre

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Ramon Casas Carbó. “Julia”, c.1915

Page 33: Museo thyssenmalaga1

Técnica: Óleo sobre lienzo Medidas 85 x 67 cm Inventario CTB.1997.38 Entre la amplia producción pictórica de Ramon Casas tienen un especial protagonismo los retratos de

tipos femeninos, que constituyeron la esencia misma de su actividad como cartelista, y que, por tanto, fueron también vistos a través de los pinceles del artista con una intención esencialmente sensual y decorativa, casi siempre haciendo posar a sus modelos en actitudes veladamente provocativas e insinuantes.

Así, Ramon Casas retrataría a su amante en las más variadas indumentarias y poses, la mayoría de los casos con resultados no por convencionales menos atractivos, supliendo con gran instinto su aparente ausencia de expresión con la especial sensibilidad que Casas tuvo siempre en el uso del color, y con su intuición para reflejar de forma discreta pero claramente palpable los más leves rasgos de la capacidad de insinuación de la mujer, verdadera clave de su clamoroso éxito en este género que agotó hasta la saciedad en sus últimos años.

En esta ocasión posa sentada, con los brazos en jarras en actitud castiza y casi desafiante, ataviada con la más típica indumentaria española. Así, viste una torera de intenso rojo bordada en negro, sobre un chaleco de reflejos plateados, en perfecta armonía con el color del vestido, la peineta y las flores con que se adorna la cabeza, dentro del gusto tan característico por la espagnolade más tópica, de que hicieron gala tanto los artistas franceses como muchos de los pintores españoles que residieron en París a partir de la segunda mitad del siglo XIX para dar gusto a su clientela extranjera, y del que Casas participaría muy especialmente, llegando a autorretratarse ya en 1883, en su más temprana juventud, con traje andaluz y empinando una bota.

Curiosamente, en este lienzo concurre en Casas una especial proximidad con el arte de algunos de sus contemporáneos, mostrando rasgos de la técnica de Toulouse-Lautrec en el tratamiento de la falda, modelada a base de líneas paralelas. También evoca la etapa azul de Picasso en el desarrollo cromático del retrato, e incluso se aproxima al propio Ignacio Zuloaga, en principio tan alejado de los planteamientos plásticos del catalán, pero al que también recuerda, fundamentalmente en el juego cromático del rojo y el negro en contraste con la blancura nacarada de las carnaciones de la modelo, de perfiles suaves y mórbidos, y la frialdad casi metálica del vestido y el fondo neutro ante el que posa la mujer, resuelto a base de restregar el óleo sobre la tela, con una nada disimulada carga erótica al mostrar el cuello desnudo y el generoso escote de la bella modelo, su mirada directa con un toque arrogante dirigida al espectador y su boca discretamente pintada de carmín.

El cuadro ha de datarse en fecha muy próxima al retrato de Julia con mantilla, firmado por el artista en 1914, en el que los rasgos de la mujer aparentan edad muy semejante.

José Luis Díez

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Ignacio Zuloaga y Zabaleta. “Corrida de toros en Eibar”, 1899

Page 35: Museo thyssenmalaga1

Técnica: Óleo sobre lienzo Medidas 150 x 200 cm Inventario CTB.1995.20 Este espectacular lienzo es, por múltiples razones, pieza de muy especial significación en la producción todavía juvenil de Ignacio

Zuloaga. Representa una corrida de toros que se celebra ante la monumental fachada plateresca del Palacio de los Orbea en Eibar, también llamado de Unzaga y Torre Sarra, derruido a principios del siglo XX.

Durante la estancia del pintor en su ciudad natal en 1899 para contraer matrimonio, Zuloaga había pintado del natural un interesantísimo estudio de esta plaza de la villa guipuzcoana tras la corrida, conservada en la colección de Félix Valdés, en Bilbao. En él aparecen las arquitecturas exactamente en el mismo encuadre que el cuadro definitivo, como las gradas de madera montadas, pero absolutamente vacías de público, viéndose tan sólo en la soledad de la arena el cadáver de un caballo destripado por una cornada.

Zuloaga se trasladó tras su boda a Segovia, donde concluyó el lienzo final, que pobló entonces de mujeres ataviadas con mantillas, abanicos y mantones de flecos, a la madrileña, y tipos segovianos, cometiendo así un llamativo anacronismo que, sin embargo, añade un singular atractivo a la obra.

Por otra parte, esta pintura es síntesis perfecta de los planteamientos estéticos que conformaron la personalidad del artista desde sus años juveniles y que mantuvo a lo largo de toda su producción. Así, están ya presentes en ella factores tan decisivos en la obra de Zuloaga como los paisajes urbanos con edificios monumentales de los diferentes pueblos de España, que pintó bien aislados o como fondos de sus retratos. Además, el lienzo muestra también su interés por los tipos populares, captados por el artista con un realismo sincero, a veces extremo, resaltando sin embargo en ellos la nobleza digna de su pobre condición, en línea con los postulados más genuinos de la corriente de pensamiento de la Generación del 98, asimilada por completo por Zuloaga. Finalmente, la importancia decisiva que en su arte tuvo la impronta de Goya queda aquí espléndidamente plasmada no sólo por su interés en la fiesta de los toros –por otra parte fundamental en la producción del pintor vasco, no sólo en escenas como ésta sino en gran cantidad de retratos de toreros-, sino en el reflejo de los aspectos más cruentos de la fiesta, como el caballo muerto con el vientre reventado en el extremo derecho que ya aparecía en el cuadro preparatorio y, sobre todo, por la intencionalidad dramática con que Zuloaga utiliza el negro, envolviendo tan festiva escena en una atmósfera grave y casi luctuosa, acentuada por la utilización de una paleta extremadamente sobria; reflejo también de la visión pesimista que de la “España Negra” tuvieron, además de Zuloaga, otros pintores de su tiempo, como Darío de Regoyos o Ricardo Baroja.

Es también pintura singular en la producción del artista por su composición y formato, ya que son extremadamente raros sus paisajes urbanos poblados con figuras de tamaño académico o “poussinesco”.

Como ya señaló Lafuente y es fácil advertir, el cuadro adolece de una evidente falta de unidad compositiva, no tanto entre las figurillas del fondo y las arquitecturas como, sobre todo, en los personajes del primer término, concebidos de forma aislada y luego encajados algo forzadamente en la composición. Sin embargo por ello, esta galería de tipos dispuestos a modo de friso en el plano más próximo al espectador anticipa ya las líneas maestras de la producción madura de Zuloaga en este campo, con algunas figuras de especial belleza plástica que demuestran las excepcionales cualidades de Zuloaga para este género, en el que dejaría algunas de las obras maestras de toda su producción, sin que falte tampoco algún detalle anecdótico, como el labriego que ronda a varias muchachas asomadas al balcón en el caserío del fondo, o el improvisado palco adornado con una bandera nacional a modo de repostero.

Por otro lado, este tratamiento diverso e independiente de los diferentes elementos de la composición proporciona al cuadro una riqueza plástica enormemente sugestiva, queriendo ser además alarde juvenil de las habilidades compositivas de su autor, capaz de incluir una enrome cantidad de figuras en movimiento en un paisaje urbano panorámico, dándoles además a casi todas ellas un interés propio.

El cuadro aparece con el n.º 25 en el inventario manuscrito del pintor, conservado en el archivo familiar, guardándose también en el archivo del Museo Zuloaga, en Zumaya, una fotografía del mismo firmada e inscrita por el autor con el siguiente texto: “Pintar en un pueblo donde haya casas antiguas del estilo de éstas de Eibar: un fondo grande y ponerle tendidos de pueblo (por ejemplo cretona) para luego poner unos torerillos / Une course dans mon village”.

José Luis Díez

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Francisco de Zurbarán. “Santa Marina”, c.1640-1650

Page 37: Museo thyssenmalaga1

Técnica: Óleo sobre lienzo Medidas 111 x 88 cm Inventario CTB.1993.12

Santa Marina, virgen y mártir española, vivió en los primeros siglos de nuestra era y fue martirizada según antiguos breviarios españoles en Galicia, en Aguas Santas, cerca de Orense, ciudad de la que es patrona. Su festividad se celebra el 18 de julio. Sus atributos más frecuentes son un horno encendido, instrumento de su martirio, o tres manantiales que según la tradición brotaron al caer su cabeza a tierra tras ser decapitada. No existen noticias sobre su vida y martirio en el Flos Sanctorum e iconográficamente se la ha confundido a menudo con santa Margarita de Antioquía, ya que existe una leyenda piadosa, especialmente difundida en la Edad Media, en la que ambas santas comparten una historia muy similar. Por otro lado, esta devoción aparece recogida en la Leyenda dorada de Santiago de la Vorágine, en la que se describe la historia de una Marina, hija única, cuyo padre decidió ingresar en un monasterio y para no dejarla sola, pues aún era una niña, resolvió llevarla con él ocultando su condición femenina. Para lograr este propósito la vistió de varón y la presentó ante la comunidad, rogando a los frailes que los aceptaran a ambos. Con el nombre de fray Marino la muchacha creció en obediencia y observancia, prometiendo a su padre en el lecho de muerte que nunca revelaría su secreto. Tiempo después fue acusada de haber violado a una moza y ser el padre del hijo que esperaba. Marina asumió la culpa, sin revelar su verdadera condición, por lo que fue expulsada del convento. Vivió a partir de entonces de limosnas, rechazada por todos y soportando infamias y vejaciones, hasta que, conmovidos los religiosos ante las penalidades que sufría, la volvieron a acoger de nuevo en el monasterio, a cambio de que desempeñara los oficios más bajos y viles. Cuando falleció y los monjes amortajaron su cadáver, se dieron cuenta de la injusticia cometida y de la capacidad de sacrificio de Marina, por lo que en desagravio decidieron enterrarla en un lugar destacado del templo monacal. Al descubrirse el engaño, la mujer que la había calumniado fue poseída por el demonio, pero se salvó tras acudir al sepulcro de la santa y pedir su perdón.

Como se aprecia en el cuadro, Zurbarán representa a la santa de un modo muy personal, sin ajustarse a referencias iconográficas concretas, algo bastante frecuente en su forma de tratar estos temas. La imagen aparece de tres cuartos y aislada, ligeramente girada hacia su derecha, recurso utilizado habitualmente por el pintor para aumentar la definición volumétrica de la figura y también para conseguir el carácter procesional que suele tener este tipo de obras. Pertenece a su mejor estilo el tratamiento plástico de las formas, lo que consigue con el uso de una factura algo prieta y compacta, y resaltando el cuerpo sobre un fondo oscuro con un intenso foco de luz que destaca las carnaciones, confiere brillantez a los colores y geometriza los contornos. Santa Marina va vestida con sombrero oscuro de ala recta, camisa blanca de cuello rizado y abierto sobre el pecho, corpiño negro y falda de gruesa lana roja con sobrefalda verde. Lleva en sus manos una larga vara terminada en un garfio, quizás como alusión a su martirio, y un libro de oraciones, símbolo de instrucción y lealtad al Evangelio, y el único elemento explícito de carácter religioso junto a la cruz que adorna su escote. Las alforjas que cuelgan de su brazo dan un aire popular y cercano a la imagen y, a la vez, constituyen la única nota de variedad cromática existente en la obra.

Las santas aisladas de Zurbarán son formalmente una continuación de las que se pintaban en Sevilla en las primeras décadas del XVII. Las de Pacheco fueron el punto de partida de un camino que después siguieron Francisco Varela y Juan del Castillo para culminar en la producción del pintor extremeño. Según Emilio Orozco Díaz (1947 y 1957) éste llevaba a cabo en sus santas auténticos «retratos a lo divino», es decir, imágenes de damas que de¬seaban ser retratadas con la iconografía de la santa de su nombre, gusto explicable dentro del fervoroso ambiente religioso imperante en la España de la época. Sin embargo esta interpretación no puede mantenerse en todos los casos, ya que, aunque existen ejemplos claros de imágenes retratísticas, como puede apreciarse en los individualizados rasgos de la Santa Catalina y la Santa Eulalia (?) del Museo de Bellas Artes de Bilbao, en otros, como el que nos ocupa, el pintor utiliza arquetipos creíbles con facciones verosímiles, que repite en otros modelos femeninos de su producción de los años cuarenta y cincuenta. María Luisa Caturla (1953) interpretó este tipo de obras no como «cuadros ante los que rezar», sino como elementos de auténticos cortejos procesionales, destinados a ornar los muros de las iglesias, como sucedía en las antiguas basílicas paleocristianas y bizantinas. Para vestir a sus santas, el pintor pudo inspirarse, como dice Caturla, en las procesiones o en los autos procesionales del Corpus, o, como afirman Gállego y Gudiol (1976), y Serrera (1988), en los trajes de las villanas de las comedias, por el aire teatral que emana de ellas.

Zurbarán dedicó gran parte de su producción a este tipo de cuadros, en especial en los años cuarenta y cincuenta –muchos con destino al mercado americano–, cuando le fue abandonando el éxito que le avocaba a la realización de grandes ciclos monásticos. Guinard (1960), al afirmar que numerosos cuadros de santas salieron de su taller, precisa que para identificar la mano del maestro, su autoría directa, se debe valorar en ellos el vigoroso relieve de la forma, el brillante colorido y la delicadeza de las carnaciones. Se pueden reconocer estas cualidades en la calidad de esta pintura, considerada como el original de la Santa Marina que se conserva en el Museo de Bellas Artes de Sevilla, aunque esta última es de cuerpo entero.

En este museo se conservan una serie de santas vírgenes procedentes del Hospital de la Sangre que presentan una composición similar a este cuadro de la Colección Carmen Thyssen-Bornemisza. Todas ellas poseen un cuerpo algo grande, cabeza pequeña y hombros ligeramente caídos, características del arte de Zurbarán en torno a 1650 según Caturla, lo que permite fechar esta obra hacia esos años. El modelo, la suave calidad de la pincelada y una cierta superación de la minuciosa descripción de detalles y calidades sitúan también su ejecución en esas fechas.

Guinard menciona varias réplicas y copias de la Santa Marina de Sevilla –en el Museo de Goteborg, en el de Detroit, y en algunas colecciones privadas–, pero al parecer sólo recoge representaciones de cuerpo entero. Esta misma composición tienen las estampas de la santa conservadas en la Biblioteca Nacional de Madrid, obra de Bartolomé Vázquez en 1794, y en la Bibliothèque Nationale de París, anterior a 1808, de Et. Lingée. Todas estas representaciones tienen probablemente su origen en esta Santa Marina. Trinidad de Antonio

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Joaquín Sorolla y Bastida. “Vendiendo melones”, 1890

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Técnica: Óleo sobre lienzo Medidas 52,2 x 78,6 cm Inventario CTB.1995.29 Vendiendo melones está fechado en el año crucial en que Sorolla abandona Italia y, tras una brevísima

estancia en Valencia, se instala en Madrid e inicia una carrera profesional que le llevaría a alcanzar grandes éxitos internacionales. El tema de Vendiendo melones es relacionable con los trabajos realizados por Sorolla durante su estancia en Asís entre septiembre de 1888 y junio de 1889. En esta época, ya casado, y terminada la beca de la Diputación de Valencia, Sorolla se dedica a pintar temas de fácil venta. Son, por lo general, pequeñas acuarelas de tema costumbrista y anecdótico, que comercializaba el marchante valenciano residente en Roma, Jover, y que Sorolla, a veces, amplió en óleos de mayor tamaño. Obras como Costumbres valencianas (1890), El resbalón del monaguillo (1892), El beso de la reliquia (1893), desarrollaron sobre lienzo aquellas peculiaridades temáticas. Estas obras están muy influidas por José Benlliure que en esta época vivía también en Asís, y quien, a su vez, adaptaba al gusto de finales de siglo el estilo popularizado por Fortuny quince años antes.

Como es frecuente en este tipo de obras, Vendiendo melones se caracteriza por su calidad técnica y por su complejidad compositiva. Cada figura, cada elemento arquitectónico y cada objeto están descritos con tal minuciosidad que el conjunto parece ser más susceptible de ser leído que de ser observado. De hecho la composición va más allá de lo enunciado por el título y presenta la síntesis de lo que supuestamente era la vida cotidiana en una alquería valenciana. La huerta y sus habitantes son explotados desde un punto de vista idealizado y anecdótico.

Bajo un emparrado que cubre las encaladas paredes del edificio se lleva a cabo la transacción que da nombre al lienzo. Pero al mismo tiempo la composición introduce una escena de labor femenina, una escena de solaz en la figura aislada tocando la guitarra, diferentes bodegones y naturalezas muertas, estudios de cerámica y artesanía popular veneciana, un estudio de animales, en el conjunto de la pequeña charca con patos del ángulo inferior izquierdo, e incluso un esquemático paisaje sugerido en el fondo de la composición, a través de las dobles puertas entreabiertas. Pero este cúmulo de subtemas diferentes, dentro de un solo tema, alcanza verosimilitud mediante al tratamiento extremadamente realista de las figuras. Cada figura está descrita con la máxima minuciosidad y el heterogéneo conjunto queda unificado por un suave y matizado tratamiento de las luces y las sombras.

En síntesis, el conjunto se desarrolla en una serie de planos temáticos, planos espaciales y planos lumínicos tan diversa que acentúa el sentido narrativo de la pintura, al tiempo que permite poner de manifiesto la habilidad técnica que tanto valoraba la clientela de este tipo de pintura. En conjunto el estilo difiere del que definió a Sorolla uno años más tarde en tres aspectos básicos: en la mayor complejidad compositiva, en la mayor minuciosidad técnica y en la utilización de una gama cromática más variada.

Carmen Gracia

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Joaquín Sorolla y Bastida. “Lavanderas de Galicia”, 1915

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Técnica: Óleo sobre lienzo Medidas 38,3 x 45,5 cm Inventario CTB.1999.100 Aunque esta obra no tiene relación directa con la magna decoración de la Biblioteca de la Hispanic Society of America de Nueva York, sí fue

pintada al tiempo de uno de los paneles que la constituyen: el de La romería. Galicia, pintado entre el 15 de julio y el 15 de septiembre. Esta escena que sin duda, como explicaré más adelante, está tomada de la ría de Arosa, no se reproduce en el panel, aunque sí es la misma ría protagonistas del fondo de aquel.

Joaquín Sorolla comienza el año 1915 pintando en Sevilla dos de los cinco paneles dedicados a Andalucía. En febrero termina El baile. Sevilla, pintando a continuación Los toreros, obra que finalizará en el mies de abril. Tras una corta estancia en Madrid, viaja, acompañado de su hijo a Valencia y Barcelona donde busca el tema y el lugar donde pintar el panel dedicado a Cataluña. Su salud se resiente y decide regresar a Madrid. Se toma un corto descanso en Valencia, en la playa de La Malvarrosa, acompañado de su familia, de primeros de junio a mediados de julio. Este descanso relativo, pues no deja de pintar magníficas escenas de playa, le sirve para recobrar fuerzas y afrontar la realización de su siguiente panel.

Llega a Villagarcía de Arosa, de nuevo acompañado de su familia, a mediados de julio. Con la ría de Arosa como fondo, llevará a cabo su panel dedicado a Galicia, La romería.

De sus estancias en Galicia poco sabemos, ya que siempre que allí viajaba, lo hacía acompañado de su familia, no existiendo lógicamente la abundante correspondencia familiar que tan útil es a la hora de datar obras y de conocer sus juicios acerca de ellas. Lo único que hay es un artículo sobre una entrevista de Alejandro Pérez Lugin a Sorolla en Villagarcía, en agosto de 1915 –“La capa de Sorolla y la montera de Huntington”, publicado en el Heraldo de Galicia, en el que se comenta: “Creo que es Galicia el país más difícil para pintar por la variedad, por la facilidad con la que todo cambia”.

No era la primera vez que Sorolla veraneaba en Villagarcía -ya lo hizo cuando sus hijos eran pequeños-, y sin embargo, sólo hay dos estudios de esta ría, ambos del año 1915: este pequeño cuadro y otro de idénticas dimensiones, La ría de Villagarcía de Arosa, que es el que nos ha servido, junto a la fecha que figura con la firma en estas Lavanderas de Galicia, para situar la obra en esa ría.

Estos dos cuadros, además de tener las mismas medidas, formato poco habitual en Sorolla, tienen el mismo tipo de lienzo y bastidor, igualmente atípico, ocurriendo lo mismo con el tono de la imprimación de ambos, color sepia oscuro, tono que no se encuentra en la preparación de los lienzos de Sorolla. Esto nos hace pensar que fueron lienzos adquiridos en Galicia.

Las obras en los dos casos fueron regaladas a buenos amigos. El que aquí estudiamos, Lavanderas de Galicia, a un conocido médico gallego, afincado en Madrid, con quien Sorolla intimó a raíz del tratamiento de la enfermedad que contrajo su hijo en 1913, y el otro, La ría de Villagarcía de Arosa, procedente de la testamentaría de Sorolla, serie L n.º 32, se lo regaló Clotilde García del Castillo, la viuda de Sorolla, poco después de la muerte de este, a un fotógrafo amigo. A través de un nota enviada por ésta a su hija María, en la que le hace relación de los apuntes procedentes de su legado testamentario y regalados por ella a amigos e instituciones benéficas, titula este cuadro Paisaje de Villagarcía, el mismo que figura en la testamentaría. Este ha sido un punto importante a la hora de confirmar el lugar de realización de esta obra, ya que en el paisaje de la ría, como en este caso, tomado desde lo alto, aparece en el primer término un grupo de lavanderas en sus orillas.

Es interesante también constatar que los dos cuadros fueron pintados en momentos distintos, pues ni la luz ni la colocación de las figuras son las mismas.

El cuadro que aquí se presenta, sorprendente por la potencia del color de las aguas, está tomado sin duda en un día despejado, ya que el azul del cielo es el que se refleja en ellas, lo mismo que ocurre con su panel La romería. Galicia, de gama también encendida. El otro estudio de la ría, aunque también luminoso, está realizado en un momento de cielo cubierto de ligeras nubes, dando una suavidad al conjunto, y unas tonalidades violetas y verdosas acordes con las características de esa región.

Los gruesos empastes de las figuras, menos habituales en estos momentos, los encontramos en las dos obras y contrastan con la ligera capa de pintura muy diluida en aguarrás en la ría y en el paisaje del fondo.

Es probable que estas dos escenas fueran pintadas desde el Castillo de Vista Alegre, que fue el lugar donde Sorolla, acompañado de su familia, instaló su estudio durante su estancia ese verano.

Joaquín Sorolla permaneció en Galicia, pintando su panel, hasta mediados de septiembre. De allí se desplazó a Barcelona donde inició de inmediato su panel El pescado, dedicado a Cataluña.

Blanca Pons-Sorolla

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Rafael Benjumea. “Galanteo en un puesto de rosquillas de la Feria de Sevilla”, 1852

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Técnica: Óleo sobre lienzo Medidas 35 x 30 cm Inventario CTB.1995.117 El costumbrismo decimonónico andaluz, cuyos precedentes pictóricos se remontan al menos a la

centuria anterior, constituye la seña de identidad artística y cultural de una región caracterizada por el pintoresquismo alegre y colorista en el que se funde la tradición rural con la naciente burguesía. La Feria de Abril de Sevilla, explosión profana de alegría primaveral tras la austeridad de la Semana Santa, aglutinó ambas culturas desde su creación en 1847. Por esto, los pintores románticos sevillanos vieron en su representación el ideal iconográfico no sólo de autocomplacencia popular sino también la imagen buscada por los viajeros que llegaban a la ciudad como turistas.

Rafael Benjumea, forma parte de la nómina de pintores sevillanos de pleno romanticismo, formado en la Escuela de la Real Academia de Nobles Artes de Santa Isabel, en la que cursó diversas enseñanzas y obtuvo premios, dedicándose pronto al cultivo de la pintura de costumbres sevillanas, insertándose así en una práctica común desde comienzos del siglo XIX. Ello no fue óbice para que cultivase también y simultáneamente el retrato por su vinculación con el palacio de San Telmo, sede de la corte de los Montpensier, a cuyo servicio estuvo para realizar verdaderos cuadros de «historia contemporánea» a modo de «reportajes pictóricos», que le proporcionaron fama y dinero.

Consciente de la importancia de la representación ferial, el pintor acomete esta imagen como aportación convencional a las numerosas representaciones que se habían hecho poco antes por la primera generación romántica sevillana y a su vez como precedente de las posteriores de pleno regionalismo.

Benjumea ha compuesto la escena en clave popular mostrando el ambiente ferial que ayer como hoy está animado tanto por el cante y el baile como por la comida y bebida. De esta suerte, sitúa en primer término la trilogía clásica formada por la vendedora ambulante, de espalda y con mantoncillo de flecos, sentada en silla de enea y ofreciendo rosquillas a la joven pareja formada por el majo de largas patillas, sombrero calañés y embozado en su capa, y la maja, a su izquierda, vestida con vistoso traje en tono rosa de volantes y toquilla de color claro. Al fondo, se divisan diversas casetas de lonas blanquecinas, en una de las cuales aparece un majo sentado sobre burda mesa entre toneles de vino. Fuera, otra vendedora ofrece su producto sentada en el suelo. Coronan la escena la bandera rojigualda que emerge de entre las casetas y la Giralda que destaca galana y esbelta, ambas como referencia al carácter nacionalista del costumbrismo sevillano.

Gerardo Pérez Calero

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Alfred Dehodencq (París, 1822 - París, 1886) Tras iniciar su formación artística en París, como discípulo de Léon Cogniet (1794-1880), Dehodencq

mostró desde muy joven su afición por los países exóticos, realizando algún viaje a Argelia. Profundo admirador del romanticismo arrebatado de Géricault y Delacroix, debutó en el Salon de París de 1844 con los cuadros El Dante y Santa Cecilia, consiguiendo una tercera medalla en la edición de 1846 al presentar un retrato y el lienzo San Esteban conducido al suplicio. En 1849 viajó a España desde Bareges, donde se encontraba convaleciente de una herida de bala, y, a su paso por Madrid, quedó profundamente impresionado por el descubrimiento en el Museo del Prado de la pintura española del Siglo de Oro, y muy especialmente de Velázquez, pintando entonces el cuadro titulado Corrida de novillos en el Escorial de Abajo (Musée de Pau), su primera obra de tema español, que presentó a la Exposición de la Academia de San Fernando de 1850 y al Salon de París de ese mismo año.

Durante su estancia en Madrid entró en contacto con el duque de Montpensier, quien le acogió bajo su protección, marchando entonces a Sevilla en noviembre de 1850. Allí rea¬lizaría algunas de sus mejores obras para los Montpensier, entre las que destacan los dos lienzos pertenecientes hoy a la colección de la baronesa Carmen Thyssen-Bornemisza (cats. 40-41).

Desde España mandaría a París el cuadro Gitanos y gitanas a la vuelta de una fiesta en Andalucía, que sería premiado con otra tercera medalla en el Salon de 1853.

Casado con una gaditana en 1857, regresó a Francia en 1863, donde no logró el éxito alcanzado durante su estancia en España, si bien obtuvo una primera medalla en el Salon de 1865, por los cuadros titulados Una fiesta judía en Marruecos y La buenaventura, andaluces gitanos, así como el nombramiento de caballero de la Legión de Honor en 1870, participando ese año fuera de concurso.

Pintor de cuadro de tipos y escenas costumbristas, fue además destacado retratista y autor de numerosos lienzos y acuarelas de tema oriental ejecutados durante sus viajes a Marruecos, resaltando siempre el exotismo de los tipos y la sensualidad brillante y cálida del color, aprendida de Delacroix.

Su hijo, Edmond Dehodencq (1860-1887), fue también pintor. José Luis Díez

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Manuel Wssel de Guimbarda (Trinidad de Cuba, 1833 - Cartagena, 1911) Hijo de un oficial de Caballería nacido en Cartagena y de una hacendada cubana, vivió en

Trinidad de Cuba hasta los cinco años, edad en la que quedó huérfano de madre. Volvió a la Península con su padre y se instaló en Cádiz. De allí pasó a Madrid, donde cursó estudios en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando. Luego se trasladó a Cartagena, ciudad en la que, en 1856, recibió empleo de subteniente de Infantería de Marina. En ese mismo año realizó su primer cuadro importante, La batalla de Lepanto. Después de una primera etapa en Cartagena se trasladó, hacia 1866 ó 1867, a Sevilla, donde comenzó a firmar como «Wssel». Participó en la Exposición Nacional de Bellas Artes de Madrid de 1866 con la obra Murillo, en Capuchinos, pintando la Virgen conocida con el nombre de la Servilleta, y concurrió a las ¬exposiciones de Sevilla de 1867 y de Cádiz de 1868. En la capital hispalense realizó copias de Murillo, Ribera y Velázquez entre otros pintores. Pintó algunos paisajes, bastantes retratos, entre otros los realizados para las bibliotecas Universitaria y Colombina, y cuadros de costumbres. En estos últimos se muestra a -menudo influido por Fortuny, a quien trató durante las estancias del pintor catalán en la ciudad. Pintó igualmente abanicos y sobresalió, como el propio Fortuny, en la realización de acuarelas.

Además, Wssel tuvo varios cargos municipales en la ciudad, en la que fue regidor del Ayuntamiento en 1874 y concejal de obras públicas. Fue profesor de la Escuela de Bellas Artes de Cádiz, de la que se trasladó a la de Sevilla en 1879. Dos años antes había sido elegido miembro de la Academia de Bellas Artes de esta ciudad. En 1886 ó 1887 el pintor se instaló en Car¬ta¬gena donde se convirtió en el artista más destacado de la ciudad. Recibió numerosos en¬car¬gos e impartió clases en su estudio. Pintó, entre otras, las decoraciones del Ateneo, el tea¬tro Principal, el café Imperial y el interior del templo de la Caridad. Además, realizó trabajos deco¬rativos para las localidades de Lorca y Totana.

Javier Barón

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Guillermo Gómez Gil (Málaga, 1862 - Cádiz, 1946) Gómez Gil nace en Málaga en 1862. Desde muy temprano se inclina por el arte e inicia su formación en 1878

al ingresar como alumno de la Escuela de Bellas Artes de San Telmo de Málaga. El aprovechamiento de Gómez Gil debió ser positivo pues se aventura a participar en el premio Barroso, gestionado por el Ayuntamiento y que tenía el objetivo de motivar a los alumnos de la Escuela, aunque no consigue ser premiado. Repite la misma suerte en 1881 obteniendo los mismos resultados negativos.

En 1880 participa por primera vez en una muestra colectiva, la organizada por el Ayuntamiento de Málaga bajo el título de Exposición Artística, Industrial y Agrícola. En ella se perfila su preferencia por las marinas al participar con Puesta de sol y Marina; la primera adquirida por el Ayuntamiento por 375 pesetas.

Es presumible que al terminar sus estudios en Málaga se trasladara a Madrid, pues en 1892 figura en el catálogo de la Nacional como residente en la capital. De hecho, desde esa fecha hasta 1910 participa ininterrumpidamente en las Exposiciones Nacionales, y siempre con marinas, como se constata en las de 1892, 1895, 1897, 1899, 1901, 1904, 1906, 1908, 1917 y 1926. Sólo en la de 1895 se presenta con un cuadro titulado Un pasatiempo árabe, pintura de género de corte orientalista, y en la de 1899 con dos cuadros de flores; obras que constituyen en ambos casos una excepción en su catálogo.

Su estilo mereció recompensas de los círculos oficiales y en 1892 se le concedió mención honorífica especial por el conjunto de las tres obras que presentó en esa exposición: Vista del puerto de Málaga, Efecto de luna y Una borrasca; en la de 1897 consiguió con Efecto de luna una medalla de tercera clase, cuadro que fue adquirido por el Estado y hoy se conserva, como depósito del Prado, en la Diputación Zamora; y en la de 1899, otra medalla tercera clase con Un paisaje. El Museo de San Sebastián tiene en depósito Sol poniente, marina expuesta en la Nacional de 1908 y adquirida por el gobierno.

En Madrid simultaneó la pintura de caballete con la decorativa y en 1898 decoró el techo del establecimiento de pinturas Macarrón en la calle Fuencarral.

En 1910 gana la plaza de Perspectiva y Paisaje en Escuela de Artes Industriales de -Sevilla, instalándose en esta ciudad. Desde allí mantendrá sus contactos con la capital, no renunciando a su participación en las Exposiciones Nacionales y estrechando sus contactos con Málaga donde expondrá su obra en las muestras que organiza la Academia de San Telmo en 1916, 1922 y 1923, a la vez que hace lo propio en Sevilla.

Tras su jubilación alternará su residencia en Sevilla con Cádiz, en donde muere el 6 de enero de 1942. Teresa Sauret Guerrero

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Marià Fortuny i Marsal (Reus, 1838 - Roma, 1878) Nacido en Reus (Tarragona) el 11 de junio de 1838, su padre era carpintero, quedando huérfano a edad muy temprana, pasando

entonces a la tutela de su abuelo paterno, escultor en cera y madera. Tras sus primeros estudios en la Escuela de Dibujo de Reus, marchó con su abuelo en 1852 a Barcelona, donde ingresó gracias a una beca en la Escuela de la Llotja, siendo desde el año siguiente discípulo del maestro nazareno Claudio Lorenzale (1815-1889), cuyo estilo influyó visiblemente en sus obras juveniles, destacando muy pronto entre los jóvenes de su generación por sus excepcionales cualidades artísticas.

Gracias a una pensión de la Diputación de Barcelona, marcha en 1858 a Roma, ciudad que apareció ante sus ojos como «un vasto cementerio visitado por extranjeros» y que sería decisiva para el resto de su vida y su carrera. Realizó entonces una enorme cantidad de dibujos, y asistió a la Accademia Chigi, entrando además en contacto con la colonia de artistas españoles que vivían en Roma, con quienes frecuentaba el Café Greco.

En 1860, la Diputación de Barcelona le encarga marchar a Marruecos como cronista gráfico de la guerra de África, quedando desde entonces cautivado por el mundo árabe, de capital importancia en su arte posterior. A su regreso a España pasa por Madrid, copiando en el Museo del Prado algunas obras de los grandes maestros de la pintura española, actividad de la que es espléndido testimonio la soberbia copia que hizo a la acuarela del Menipo de Velázquez (Madrid, Museo del Prado) y que conservó en su poder durante toda su vida.

De regreso a Roma, pasa por París para estudiar las pinturas de batallas de Horace Vernet, a fin de realizar, por encargo de la Diputación de Barcelona, una gran pintura sobre la batalla de Tetuán, obra de gran empeño y esfuerzo, para la que realizó infinidad de estudios y apuntes elaborados durante largos años.

A tal fin, regresa a Italia y hace un nuevo viaje a Marruecos en 1862, aprendiendo el idioma y vistiendo indumentaria árabe para hacerse pasar por nativo. Realiza en ese tiempo algunas de sus obras más conocidas, como la Odalisca y la acuarela titulada Il Contino, que envía a Barcelona como prueba de aprovechamiento de su pensión mientras concluye el encargo.

Establecido en esos años en su nuevo taller romano de Via Flaminia, Fortuny ya había alcanzado por entonces un enorme prestigio internacional gracias a la extraordinaria maestría de su arte, de una calidad y virtuosismo excepcional en el panorama de la pintura europea de la época.

Finalmente, la Diputación de Barcelona suprime la pensión concedida al pintor por incumplimiento del encargo de La batalla de Tetuán, hoy en el Museu d’Art Modern de Barcelona, que tardaría toda su vida en concluir, permaneciendo siempre en su estudio, y pasa entonces bajo la protección del duque de Riánsares, esposo morganático de la reina María Cristina de Borbón, pintando para uno de los techos de su palacio parisino un lienzo con Isabel II y María Cristina pasando revista a las tropas (Madrid, Museo del Prado).

En 1867 se casa en Madrid con Cecilia Madrazo, hija del gran retratista Federico de Madrazo (1815-1894), entrando entonces en contacto con su cuñado Raimundo de Madrazo (1841-1920), con quien establecería una estrecha y fecunda amistad, llegando a pintar algunos cuadros juntos. Ese mismo año realiza una de sus grandes obras maestras, La vicaría (Barcelona, Museu d’Art Modern), que provocó de inmediato un enorme éxito desde el momento de su exposición en el estudio romano de Fortuny y luego en el establecimiento de su marchante Adolphe Goupil en París, en 1871.

En esos años hace nuevos viajes, visitando Sevilla y Granada, ciudad que recorre en compañía de dos de sus amigos más íntimos: el paisajista Martín Rico (1833-1908) y Joaquín Agrasot (1837-1919), con quienes descubre el encanto de la cerámica de reflejos dorados, las armas y toda la artesanía de origen árabe, disfrutando en esta etapa de los mejores días de su vida, según su propio testimonio.

Pasa después una temporada en Portici, donde alquila la «Villa Arata», contrayendo entonces una malaria que será el origen de la enfermedad que le causará su prematura muerte, ocurrida en Roma, el 21 de noviembre de 1874.

Maestro extraordinariamente famoso y prestigiado durante toda su carrera, su muerte y entierro fue uno de los acontecimientos más sentidos de la Roma de la época, exponiéndose su cadáver en la iglesia de Santa Maria del Popolo.

José Luis Díez

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Raimundo de Madrazo y Garreta (Roma, 1841 - Versalles, 1924) Nacido en Roma el 24 de julio de 1841 y bautizado en la iglesia de San Carlino alle Quatre

Fontane, fue discípulo de su padre Federico y de su abuelo José de Madrazo, estudiando además en la Academia de San Fernando, donde tuvo como maestros, entre otros, a Carlos Luis Ribera y Carlos de Haes. Desde 1862 residió en París, donde fue alumno del pintor Léon Coignet. A lo largo de su vida participó en muy diversas exposiciones, aunque nunca tuvo necesidad de hacerlo en las Nacionales de Madrid, ya que desde muy joven gozó de enorme prestigio, respaldado por su apellido y, sobre todo, por sus extraordinarias facultades para la pintura.

Autor de algunos lienzos históricos, como las Cortes de 1834, pintado para el palacio parisino de la reina María Cristina de Borbón, realizó una enorme cantidad de cuadros de interiores y escenas de género destinados al mercado internacional, dentro de un impecable preciosismo influido por su cuñado Mariano Fortuny, llegando incluso en su juventud a decorar al fresco las portadas de la madrileña iglesia de las Calatravas, hoy prácticamente perdidas. Además, Raimundo de Madrazo fue uno de los más consumados retratistas de su generación, digno sucesor de su padre Federico de Madrazo. Su estilo está tocado de un realismo minucioso y elegante, a veces frívolo pero resuelto con un irresistible instinto decorativo, clave de su éxito entre la clientela burguesa de su tiempo, siempre con un completo dominio de los recursos pictóricos y una delicadeza cromática de gran refinamiento.

Su obra gozó de gran reconocimiento en Francia, donde obtuvo primera medalla y nombramiento oficial de la Legión de Honor por su participación en la Exposición Universal de París de 1889, así como en Estados Unidos y Argentina, donde viajó en varias ocasiones. Murió en Versalles el 15 de septiembre de 1920.

José Luis Díez

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Antonio María Reyna Manescau (Coín, 1859 - Roma, 1941) Nacido en Coín (Málaga) el 31 de diciembre de 1859, fue discípulo de Joaquín Martínez de la Vega en la

sección de Pintura que éste dirigía en el Liceo Artístico malagueño. Su firme aprendizaje posibilita, en 1880, la adquisición municipal de una obra suya, así como el hecho de exponer a nivel local. Consigue a continuación, en diciembre de 1882 y en principio hasta diciembre de 1886, la pensión en Roma otorgada por la Diputación. Pero, trasladado allí, permanecerá en Italia de por vida.

Su primer envío como pensionado consiste en la copia de un fragmento de la Disputa del Sacramento de Rafael, no muy conseguida, en tanto que el siguiente trabajo de pensión es un José en la cisterna (como el anterior, en la propia Diputación), que en realidad respondía a la tarea académica del desnudo del natural acomodado a asunto histórico-bíblico. En Roma también frecuenta, como tantos otros españoles, a Villegas, y en su órbita trabaja temas orientales (algún asunto de Tánger) y de «casacón»; ¬estos últimos –de los que se citan El cardenal tomando chocolate y otro purpurado dentro de una biblioteca– de factura exquisita y variedad cromática. A la vez, como un miembro más de la colonia de españoles, participa de las tertulias del Café Greco. Aunque su residencia habitual parece que estuvo siempre en la Ciudad Eterna, pasa pronto a Venecia, desde donde ya en 1885 remite una vista del Gran Canal, y en 1887 se le sitúan abundantes cuadros de vedute de dicha ciudad. En efecto, ganado por su belleza y pintoresquismo, se vuelca en la rea¬lización, en pequeñas dimensiones, de tales paisajes urbanos, repitiéndolos en bastantes ocasiones con mínimas variantes. Venecia es en ese momento polo de atracción de españoles gracias a la viuda de Fortuny y por el peso de la producción veneciana de Villegas, sumándose también al efecto las permanencias veraniegas (con posterior residencia continuada) de Martín Rico, cuyo paisajismo preciosista es trasmitido a Reyna.

Un desaparecido lienzo de grandes proporciones, Floralía, le proporcionó medalla de tercera clase en la Exposición Nacional de Bellas Artes del año de 1887, siendo considerado en su momento como el mejor cuadro del pintor. Su ininterrumpida estancia en Italia no le impidió conservar sus contactos con la patria chica. De él se citan abundantes envíos que se perdieron en el incendio de la Aduana malagueña. Por otra parte, el Santi barati del Museo de Málaga, alarde de maestría, de observación y de técnica, ¬según juicios de la época, fue donación del autor. También el Rancho andaluz, que figuró en la Mostra Internazionale de Roma de 1911, acabaría en el museo malagueño, al igual que varios paisajes de idéntica fecha. Antes, en 1895, la reina regente, María Cristina de Habsburgo, le concede la cruz de caballero de la orden de Carlos III, asociándose el hecho a la realización de unas sobrepuertas que pasaron después al Ateneo de Madrid, aunque al parecer no se encuentren ahora en ese paradero.

Exporta también su obra a Londres, donde se exponen varias veces sus vistas venecianas. Asimismo, sus exposiciones regulares en Roma posibilitan el ingreso en su museo de tres de sus cuadros titulados Roma sparita, y de dos retratos del papa Benedicto XV en el Museo Vaticano. Su ya citada pericia para el retrato se refuerza con la modernidad que refleja su Autorretrato, donado por él mismo a la Academia malagueña de San Telmo (y ahora en el museo provincial). Su movilidad –por último– fuera de Roma, no se ciñe solamente a Venecia, sino que, al igual que algunos de sus compatriotas, pasa temporadas en Asís para frecuentar a los Benlliure, pero sobre todo baja hasta Nápoles, donde se aproxima a la escuela de Posilipo y pinta en sentido versista. Fallecerá en Roma el 3 de febrero de 1937.

Esteban Casado

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Carlos de Haes (Bruselas, 1826 - Madrid, 1902) Nacido en Bruselas el 27 de enero de 1826 en el seno de una acomodada familia de banqueros. En

1835 se estableció con sus padres en Málaga, donde comenzó sus primeros pasos artísticos junto al discreto retratista neoclásico Luis de la Cruz y Ríos. En 1850 regresa a Bélgica para completar su formación pictórica como discípulo del paisajista Joseph Quinaux, inclinándose definitivamente desde entonces por este género, y viajando además por Holanda, Francia y Alemania.

Cinco años más tarde regresa a Málaga, participando desde su creación en las Exposiciones Nacionales de Bellas Artes. Así, en 1856 presenta tres paisajes de Bélgica y Prusia, que son premiados con la tercera medalla, y al año siguiente obtiene por oposición la cátedra de paisaje de la Real Academia de San Fernando. En la Exposición de 1858 obtiene una primera medalla; igual galardón que el conseguido en 1860 por el paisaje titulado Recuerdos de Andalucía, costa del Mediterráneo, junto a Torremolinos, hoy en el Prado. Ese mismo año es nombrado miembro de número de la Academia de San Fernando y en 1862 vuelve a ser premiado con otra primera medalla por un Paisaje en el Lozoya (Paular).

El prestigio público alcanzado por Haes consiguió revalorizar en los ambientes oficiales el género del paisaje, hasta entonces considerado menor; acumulando en su persona numerosos nombramientos y distinciones. Caballero de la Gran Cruz de la Orden de Isabel la Católica y de Leopoldo de Bélgica y Comendador de la de Carlos III, en 1862 fue nombrado profesor de dibujo de la Escuela Superior de Caminos, comenzando entonces a ilustrar con sus grabados la revista El Arte en España.

Durante los años siguientes envía sus obras a varias exposiciones de ciudades extranjeras, como Bruselas, Bayona y Metz, siendo premiado en ellas, y se erige como la gran figura del nuevo paisaje realista en España, siendo el primer maestro que obligó a sus alumnos a salir a pintar directamente del natural. Con ellos hace numerosos viajes por distintas regiones españolas, fundamentalmente Jaraba de Aragón y el Monasterio de Piedra, cuyos rincones dejará plasmados en infinidad de apuntes dibujados y pintados.

En 1873 conoce al joven Aureliano de Beruete, y al año siguiente, a quien será su discípulo predilecto, el pintor Jaime Morera. Al final de su vida, su estilo se vuelve aún más suelto y directo, dejándose influir por la Escuela de Barbizon.

Enfermo desde 1890, falleció en Madrid el 17 de julio de 1898. Figura capital del paisajismo español del siglo XIX, Carlos de Haes fue además maestro de toda una generación de pintores, que quedaron impactados por su nueva forma de entender el paisaje en plein air, abandonando los lastres románticos que pesaban aún sobre este género hasta bien entrada la segunda mitad del siglo.

José Luis Díez

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Martín Rico Ortega (El Escorial, 1833 - Venecia, 1912) Nacido el 12 de noviembre de 1833, desde los 12 años fue alumno del Liceo Artístico y Literario y, más tarde, discípulo

del pintor Vicente Camarón, quien le iniciaría en el género de paisaje, que iba a marcar decisivamente su personalidad artística.

Hermano del grabador Bernardo Rico, con quien llegaría a colaborar en ilustraciones para revistas, estudió asimismo en la Academia de San Fernando, realizando un viaje por España con sus amigos pintores Pablo Gonzalvo y Plácido Francés.

Concurrente a las Exposiciones Nacionales de Bellas Artes entre 1858 y 1867, en 1859 había sido pensionado por el Gobierno para estudiar en el extranjero, trasladándose a París, donde sus obras figuraron en varios Salones y su estilo evolucionó influido por el realismo de la Escuela de Barbizon.

Residente en la capital francesa durante algún tiempo, regresa a España tras el estallido de la guerra franco-prusiana, viviendo en Madrid varios meses y trasladándose después a Granada, donde entra en contacto con Fortuny. A partir de entonces, su arte se verá intensamente marcado por el maestro catalán, iniciándose en la técnica de la acuarela y extremando el preciosismo de su dibujo y la luminosidad del colorido, por lo que fue llamado el "Daubigny ensoleillé".

En 1872 acompañó a Fortuny en un viaje por toda Italia, quedando fascinado por la luminosidad de Venecia, ciudad donde pasaría los veranos desde entonces, y que pintaría en innumerables vistas de sus calles, edificios y canales.

Pintor extraordinariamente fecundo, se instaló definitivamente en París desde 1874, donde se disputarían sus cuadros los marchantes que distribuirán su obra “a subidos precios”, según Ossorio, por Europa, Estados Unidos y la galería Bosch de Madrid.

En pleno éxito de su carrera, organizó en 1878, junto a Raimundo de Madrazo, la sala “Fortuny” de la Exposition Universelle de París, concediéndosele una medalla de oro y la Legión de Honor. En este certamen logró además una tercera medalla y en la edición de 1888, una segunda. Fue además condecorado con la Encomienda de la Orden de Isabel la Católica en 1884.

Tras una pequeña temporada en Madrid, donde fue director desde 1895 de La Ilustración Española y Americana, una de las más prestigiosas publicaciones periódicas de la época, publicó su autobiografía, titulada Recuerdos de mi vida, escrita en 1906 en Venecia, ciudad donde murió el 13 de abril de 1908.

Martín Rico es, sin duda, el más importante paisajista español surgido dentro de la estela del preciosismo fortunyesco. Tras sus inicios realistas, en los que se advierte claramente la huella de la Escuela de Barbizon, evolucionó hacia una técnica extremadamente depurada gracias a sus extraordinarias dotes para el dibujo preciso de superficies charoladas y a su exaltada visión del color, brillante y pleno, tan del gusto del mercado europeo de esos años, que en cierta medida provocó cierta reiteración en sus vedute, sobre todo en los infinitos panoramas de la ciudad de Venecia que surgieron de sus pinceles.

José Luis Díez

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Emilio Sánchez-Perrier (Sevilla, 1855 - Alhama de Granada, 1911) Durante los primeros años de su vida Emilio Sánchez Perrier se dedicó a la relojería en el establecimiento que

su padre, Manuel Sánchez, tenía en la calle Sierpe. Mostrando aptitudes y vocación por el dibujo y la pintura, con trece años de edad ingresa en la Escuela de Bellas Artes de Sevilla, siendo sus primeros maestros ¬Joaquín Domínguez Bécquer y Eduardo Cano de la Peña.

El conocimiento de las obras del pintor paisajista Martín Rico, en un viaje casual a Sevilla, decidió la orientación de su dedicación artística, que se consagraría de lleno a partir de ese momento al cultivo del paisaje, género que aprendió y perfeccionó en la Real Academia de San Fernando de Madrid como discípulo de Carlos de Haes.

En 1871, encontrándose en Granada con Martín Rico, conoce a Mariano Fortuny, cuyo estilo se reflejará también en su obra.

En 1878 se presenta en la Exposición Nacional de Bellas Artes con los cuadros Reja del Pretorio en el jardín de la casa de Pilatos, Huerta de gallinas en Alcalá de Guadaira, El ocaso, La ribera del río Guadaira, Laguna de los patos y El molino de Mesía. En 1881 se presenta de nuevo en ese certamen con una vista al carbón de Alcalá de Guadaira. Esta pequeña población sevillana será motivo constante de inspiración para el pintor, ya que pasaba allí grandes temporadas, especialmente las primaveras. Realizó múltiples versiones de esta población reflejada en el río, así como numerosos paisajes fluviales de frondosas orillas a los que dota de una poética casi romántica. De ahí que se le llegará a considerar el fundador de la que se ha denimonado la «Escuela de Alcalá de ¬Guadaira».

Asiste también con sus obras a exposiciones en Sevilla y Cádiz en 1877, 1878 y 1879, logrando en este último año una medalla de oro en la Exposición Regional de Cádiz.

Después se traslada a París para ampliar estudios y conocer la pintura de paisaje de la Escuela de Barbizon. En 1880 debuta en el Salon de la capital francesa con Jardín del Alcázar de Sevilla e Invierno en Andalucía (véase cat. 73), convirtiéndose a partir de entonces en un asiduo participante de este certamen, en el que llegará a alcanzar una mención honorífica en 1886. Años más tarde vuelve a ser premiado con una medalla de plata en la Exposition Universelle celebrada en París en 1889.

También fue premiado en Madrid en la Exposición Nacional de 1890 con una segunda medalla por su cuadro titulado Febrero (Barcelona, Museu d’Art Modern).

Emilio Sánchez Perrier, junto con el también sevillano Luis Jiménez Aranda, a quien visita cuando éste se establece en Pontoise, fueron los principales paisajistas españoles activos en París en los años ochenta. En su obra se deja sentir la influencia de la Escuela de Barbizon, aunque su técnica sea más minuciosa y su atmósfera más luminosa. Un crítico contemporáneo comentaba que «en sus paisajes de Fontainebleau ponía algo de la luz de Sevilla, y en los de Alcalá, algo de la dulzura de Passy».

En 1894, Sánchez Perrier fue nombrado miembro de la Société General des Beaux Arts de Francia y, en 1903, miembro de la Academia de Bellas Artes de Sevilla.

Pilar de Miguel Egea

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Modest Urgell i Inglada (Barcelona, 1839 - Barcelona, 1923) El pintor y comediógrafo Modest Urgell nació en Barcelona el 13 de junio de 1839.

Se formó en la Escuela de la Llotja, donde fue discípulo del líder del realismo en Cataluña, Ramon Martí i Alsina. Éste le orientó hacia la representación naturalista y hacia el paisajismo. A partir del año 1864 empezó a concurrir a las Exposiciones Nacionales de Bellas Artes y, dos años después, a las de la Academia de Bellas Artes de Barcelona. Desde el principio Urgell participó con obras paisajísticas, con predominio de las marinas. En realidad, inició su trayectoria con unas creaciones que ya definían, en buena medida, su trayectoria posterior. Más adelante, en la siguiente década, concretamente entre los años 1872 y 1878, realizó estancias en París, donde al parecer trató a Courbet y conoció directamente la obra de Corot y la de los pintores de la Escuela de Barbizon, con los que mantenía afinidades expresivas significativas. Modest Urgell residió casi siempre en Barcelona si bien realizó campañas paisajísticas por toda Cataluña, buscando su peculiar temática. En el año 1882 Alfonso XII adquirió la obra Girona, expuesta en la Exposición Nacional de Bellas Artes. Al cabo de un tiempo, en 1895, fue nombrado profesor de la Escola de Belles Arts de Barcelona, un cargo desde el cual influyó en pintores jóvenes como Miró, Picasso, Mir, Vilallonga, Roig i Soler, Vilapuig y su hijo Ricard, entre otros muchos. En el año 1900 creó, con algunos amigos y clientes de su obra, la Sociedad Artística y Literaria, que tuvo la Sala Parés como centro de reunión y en la que se defendían, ante todo, los valores estéticos de los primeros años de la Restauración, en definitiva, los de su pintura. Modest Urgell murió en Barcelona en el año 1919.

Jordi À. Carbonell

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Darío de Regoyos y Valdés (Ribadesella, 1857 - Barcelona, 1913) Darío de Regoyos y Valdés nació en Ribadesella (Asturias) en 1857 y murió en Barcelona en 1913. Pasó su infancia y

adolescencia en Madrid. Su formación artística se inició en 1877 como alumno de Carlos de Haes en la asignatura Paisaje en la que recibió clases de dibujo paisajístico.

Su inquietud por conocer el extranjero y los movimientos artísticos que allí se estaban desarrollando, le hizo aprovechar la estancia de sus amigos en Bruselas, los músicos Isaac Albéniz y Enrique Fernández Arbós, para desplazarse a esa ciudad en 1879.

Aconsejado por Carlos de Haes, en Bruselas se puso en contacto con el que fuera su maestro años atrás, el pintor belga Joseph Quinaux (1822-1895). Regoyos recibió clases en su estudio durante dos años, convirtiéndose Quinaux en su verdadero maestro, como el mismo Regoyos reconocería años más tarde. Al mismo tiempo se matriculó en la École Royale des Beaux-Arts de Bruselas, en la asignatura Dessin d’Après la Tête Antique, cuyo profesor era Van Sevendonck.

Regoyos se formó como pintor en Bélgica, donde permaneció largos períodos hasta la década de 1890. En 1881 pasó a formar parte del círculo L’Essor, uniéndose al grupo de artistas que más tarde, en 1883, fundaría el singular y hoy muy valorado círculo de Les XX, siendo el único miembro fundador que no tenía nacionalidad belga. Este último grupo fue disuelto en el año 1893 al considerar sus miembros que habían alcanzado su objetivo principal: «La aceptación del arte libre en Bélgica».

El estilo pictórico de Regoyos fue completándose por la continua comunicación con sus amigos artistas, entre los que se hallaban los pintores: Camille Pissarro, Whistler, Seurat, Signac, Ensor, Van Rysselberghe, etc., y el poeta Émile Verhaeren, con quien colaboró en la publicación de La España negra y viajó por España, Francia e Italia.

Su pintura atravesó diversas etapas: la primera, más conectada con el período belga, en la que aparecen frecuentemente retratos; la segunda, denominada Serie de La España negra, es una etapa más filosófica o presimbolista; y la tercera, constituye la parte más conocida popularmente, cuya factura y paleta son más próximas a las impresionistas.

Regoyos participó en exposiciones colectivas mayoritariamente, en las que se propugnaba la libertad en el arte. Expuso en Francia (frecuentemente en los Indépendants de París y en las Galeries Durand-Ruel), en Bélgica, Alemania, Holanda, Italia, Reino Unido, México y Argentina. En España expuso en Madrid, Barcelona, Bilbao y San Sebastián. En las Exposiciones Nacionales de Bellas Artes fue relegado frecuentemente a la denominada «Sala del Crimen» por «impresionista». Su fallecimiento cuando iba a cumplir los 57 años le impidió ver cómo su esfuerzo por vencer el dominio del academicismo, finalmente, era comprendido, realizándose ocho años después un homenaje póstumo en las salas de la Biblioteca Nacional en Madrid.

Juan San Nicolás

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Julio Romero de Torres (Córdoba, 1874 - Córdoba, 1934) Hijo de Rafael Romero Barros, pintor y conservador del Museo de Pinturas de Córdoba, la vida de Julio Romero de Torres

estará marcada por el ambiente familiar desarrollado entre el estudio paterno, las aulas de la Escuela de Bellas Artes y el Conservatorio de Música, y las salas del museo, en el mismo recinto donde estaba la residencia familiar.

A los diez años comienza sus estudios de música y pintura, y con sólo catorce y quince recibe premios en los certámenes convocados por la Escuela Provincial y el Ateneo. Continúa estudiando pintura con una fuerte influencia del magisterio paterno, y se integra cada vez más en el ambiente cultural de Córdoba, y progresivamente en el de Madrid, aunque su vida continúa ligada a dos ejes fundamentales: su familia y la pintura.

En 1895 alcanza el primer éxito artístico con Mira que bonita era, que supone también su primer triunfo en Madrid. Pero será 1899 uno de los años más importantes de su vida; en él contrae matrimonio con Francisca Pellicer y obtiene plaza de auxiliar en la Escuela Provincial de Bellas Artes, en la que posteriormente es confirmado como profesor de Colorido, Dibujo y Copia de Antiguo y Modelo Vivo, carrera docente que años después continuaría en Madrid como profesor de Dibujo Antiguo y Ropaje de la Escuela Especial de Pintura, Escultura y Grabado.

En 1903 realiza un decisivo viaje a Marruecos del que han quedado interesantes apuntes de paisajes urbanos y tipos populares. Al año siguiente realiza un nuevo viaje, esta vez a París, Londres y los Países Bajos; visitando Italia en 1908. A partir de entonces se detectan importantes cambios en su pintura, consolidándose su participación en las Exposiciones Nacionales, obteniendo grandes éxitos en las de 1895, 1904, 1908 o 1915, pero también el rechazo de algunas de sus obras por inmorales, como en la de 1906, postergación que se repite en 1910.

Instalado en Madrid, la primera década del siglo será decisiva para su pintura, que se enriquece conceptualmente con las relaciones mantenidas con la intelectualidad madrileña más señera a través de las tertulias del Café Nuevo Levante, liderada por Valle-Inclán, y del ¬Café Pombo, presidida por Gómez de la Serna, a las que asistían los más prestigiosos literatos y artistas que residían en la capital. Empieza entonces una época de homenajes, condecoraciones y nombramientos que compagina con una interesante actividad artística, participando en distintas exposiciones en Barcelona, Bilbao y Londres, en las que obtiene un rotundo éxito que se verá culminado, en 1922, con la decisiva exposición en la Galería Witcomb de Buenos Aires, ciudad en la que reside varios meses.

En los siguientes años comparte sus estancias y trabajos en Madrid y Córdoba, donde lo visita Alfonso XIII. Participa, además, en diferentes proyectos cinematográficos.

A fines de 1929, tras el éxito conseguido en la Exposición Iberoamericana de Sevilla, se agrava su estado de salud y regresa a Córdoba, donde muere unos meses después.

Dos períodos fundamentales deben tenerse en cuenta en su pintura. El primero, entre sus años de formación y fines de la primera década del siglo xx, en el que evoluciona desde la tradición romántica aprendida de su padre y la influencia de la pintura social de su hermano Rafael, hasta el intenso luminismo de su obra en torno a 1900. En 1908 comienza lo que se ha sonsiderado su madurez artística, desarrollando un nuevo concepto pictórico próximo al Simbolismo, y de acusada personalidad plástica.

Paralelamente a la realización de grandes composiciones y retratos, Julio Romero de Torres desarrollará su actividad artística en la ilustración de revistas y libros. Importante es también su actividad como cartelista constatada desde 1897. Una intensa dedicación al «dibujo» se mantiene constante, asimismo, desde los primeros años de aprendizaje en Córdoba.

Fuensanta García de la Torre

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Ramón Casas Carbó (Barcelona, 1866 - Barcelona, 1936) Ramon Casas es quizá el artista más polifacético y fecundo del Modernismo catalán ya que además de

pintor, fue extraordinario y prolífico dibujante, ilustrador y cartelista. Nacido en Barcelona el 5 de enero de 1866, fue durante su primera formación artística discípulo del discreto pintor Joan Vicens i Cots (1830-1886), realizando en 1882 su primer viaje a París, ciudad por la que se sentiría cautivado de inmediato, y donde estudiaría con el gran retratista de la burguesía parisina Carolus-Duran (1837-1917). En 1884 viaja a Granada y empieza a presentar sus obras a exposiciones colectivas en Barcelona. Junto a Santiago Rusiñol (1861-1931) realiza en 1889 un viaje en carro por toda Cataluña y al año siguiente se instala en París junto con otros jóvenes artistas catalanes, en el Moulin de la Galette.

Incansable expositor durante toda su carrera, desde allí envía sus obras a la Sala Parés de Barcelona, donde expondrá a partir de entonces ininterrumpidamente durante treinta años junto a sus íntimos amigos Rusiñol y el escultor Enric Clarasó (1857-1942).

Vuelto a Barcelona, en junio de 1897 funda Els Quatre Gats y al año siguiente recibe una primera medalla en la Exposición General celebrada en esa ciudad por el cuadro Salida de la procesión del Corpus de la iglesia de Santa María del Mar (Barcelona), siendo también premiado entonces por sus diseños de carteles de Anís del Mono. Fundó las revistas de arte Forma y Pèl & Ploma, en las que publicó innumerables dibujos, muchos de ellos retratos de las personalidades más significativas de los círculos intelectuales de su tiempo, de los que llegó a realizar más de seiscientos, gran parte de ellos conservados hoy en el Museu Nacional d’Art de Catalunya por donación del pintor y calificados con toda justicia por Pantorba como «los mejores retratos al carbón que se han hecho en España».

En 1902 acaba la decoración de Círculo del Teatro del Liceo de Barcelona, y ese mismo año consigue una primera medalla en la Exposición Nacional de Bellas Artes con su famoso cuadro Barcelona. 1902, más conocido como La carga, sin duda una de las pinturas más sobrecogedoras y modernas de su producción, a caballo entre la crónica histórica y el realismo social.

Viaja en 1908 a Estados Unidos, donde fue solicitado para retratar a las personalidades más ilustres de la sociedad americana y obtuvo tal éxito que hubo de repetir la visita en 1924. También visitó en 1910 Europa central, falleciendo en Barcelona el 29 de febrero de 1932.

José Luis Díez

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Ignacio Zuloaga y Zabaleta (Eibar, 1870 - Madrid, 1949) Perteneciente a una importante familia de artistas, dedicados fundamentalmente a las artes aplicadas, nació

en Eibar, el 26 de julio de 1870, abandonando pronto sus recién iniciados estudios de ingeniero para dedicarse de lleno a la pintura. Su primera formación artística la adquirió en el Museo del Prado, copiando las grandes obras de Ribera, Velázquez y El Greco, forjándose así la estética de su obra madura dentro de la tradición de la pintura española del Siglo de Oro.

Tras un primer viaje en 1889 a Roma –donde trabajó junto a otros artistas en un taller de Via Margutta-, marchó a París, ciudad crisol de vanguardias estéticas e intelectuales por las que quedó fascinado, y donde conocerá a los pintores más revolucionarios del momento, como Gauguin, Toulouse-Lautrec, Van Gogh, Émile Bernard y Maxime Dethomas, casado en 1899 con la hermana de éste, Valentine. Allí se introduciría en el círculo de artistas catalanes residentes en la capital francesa, entre los que se encontraban Utrillo y Rusiñol, con quien viaja de nuevo a Italia, recorriendo varias ciudades del Norte y la Toscana.

En París comienza a obtener sus primeros triunfos, presentando en el Salon de 1899 su Retrato de familia, que es adquirido por el Gobierno francés. Sin embargo, influido por la ideología del grupo de escritores españoles denominado “Generación del 98”, Zuloaga vuelca el interés de su pintura en la búsqueda de las raíces autóctonas de los campos y gentes de Castilla, insistiendo en la austeridad de sus paisajes y la digna pobreza, callada y humilde, de sus habitantes, oscureciendo ostensiblemente desde entonces su paleta para resaltar los aspectos más dramáticos de la llamada “España negra”, reflejada descarnadamente por este grupo literario.

Al crecer rápidamente su prestigio como retratista, su fama trascendió pronto de París a Estados Unidos, donde tuvo numerosa y rica clientela, exponiendo sus obras a lo largo de su vida con enorme éxito por todo el mundo.

Con el estallido de la Primera Guerra Mundial regresó al País Vasco, estableciéndose en un monasterio del siglo XII situado en Zumaya (Guipúzcoa), hoy convertido en museo, donde instaló su numerosa e importante colección de obras de arte, entre las que se encuentran pinturas de El Greco y Goya, artistas a los que rindió especial admiración.

En los últimos años de su carrera, realizó fundamentalmente bodegones y retratos de encargo solicitados por el prestigio de su firma, que resultan en su mayoría algo convencionales y reiterativos, hallándose lo mejor de su producción hasta la década de 1920. En 1940 le fue concedida una medalla en la Bienal de Venecia, falleciendo en Madrid el 31 de octubre de 1945.

Ignacio Zuloaga es, junto a José Gutiérrez Solana, el gran pintor que continuó, entrado el siglo XX y dentro de la figuración, el espíritu y la estética más hondos de la tradición de la pintura española. Influido por El Greco, forzó los rasgos de su firme y marcado dibujo para acentuar la intensidad expresiva de sus figuras y paisajes, interpretados con un sentido dramático del color, abundante en grises y negros, aprendidos de Velázquez y, sobre todo, de Goya, artistas cuya huella se vislumbra sobre todo en sus espléndidos retratos.

Pintor de campesinos, toreros, prostitutas y damas de la alta sociedad de su tiempo, retrató magistralmente la sobriedad de los campos y pueblos castellanos, realizando también algunos floreros y bodegones, de interés menor.

José Luis Díez

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Francisco de Zurbarán (Fuente de Cantos, 1598 - Madrid, 1668)

Zurbarán fue bautizado en la localidad extremeña de Fuente de Cantos (Badajoz) el 7 de -noviembre de 1598. Debió de iniciar su aprendizaje en su tierra natal, con algún anónimo pintor discípulo de Luis de Morales. Esta primera formación, sólo conocida por Palomino, la continuó en Sevilla, donde en enero de 1614 ingresaba como aprendiz por un periodo de tres años en el taller del desconocido pintor Pedro Díaz de Villanueva.

En 1626 recibió desde Sevilla el primer encargo conocido: los cuadros para el convento dominico de San Pablo. A partir de ese momento su actividad profesional se vinculó a la ciudad hispalense, para donde pintó entre 1628 y 1629 el ciclo de pinturas para el colegio franciscano de San Buenaventura y la serie de lienzos para el claustro del convento de la Merced Calzada, con historias del fundador de la orden, San Pedro Nolasco, canonizado ese mismo año. Estos trabajos le abrieron las puertas de Sevilla, cuyo cabildo le invitó a instalarse en la ciudad, considerándole un «consumado artífice», a pesar de las protestas del gremio de pintores ¬sevillanos, que, con Alonso Cano a la cabeza, le exigían pasar un examen para poder ejercer su profesión a orillas del Guadalquivir. A partir de ese momento Zurbarán alcanzó la plenitud de su arte en una etapa llena de éxitos, en la que se convirtió en el primer pintor de la ciudad.

El momento cumbre de su carrera se produjo en 1634, cuando fue llamado a la corte para la decoración del Salón de Reinos del palacio del Buen Retiro. Su éxito sevillano y, sin duda, la recomendación de Velázquez y de los personajes andaluces por entonces protagonistas de la vida madrileña facilitaron que se le encargara para este conjunto dos batallas, una de ellas dedicada a la Defensa de Cádiz y la otra desaparecida, y diez cuadros sobre los Trabajos de Hércules, todos ellos en el Museo del Prado.

Poco después de su regreso a Sevilla llevó a cabo dos de los trabajos más relevantes de su producción: las series para la cartuja de Jerez de la Frontera y para la sacristía del monasterio jerónimo de Guadalupe (Cáceres), ambas realizadas entre 1638 y 1640.

En los últimos años de la década de los cuarenta su fama empezó a declinar, en parte por la aparición en Sevilla del arte de Murillo pero también porque su estilo naturalista, monumental y estático empezó a ser sustituido por un gusto pictórico más amable, luminoso y decorativo, consecuencia de la renovada ideología religiosa imperante por esos años, alejada ya del rigor contrarreformístico que había inspirado la mejor creación de Zurbarán. Éste no supo evolucionar en esa nueva dirección estética y, aunque hacia 1655 debió de recibir el encargo de los tres grandes cuadros para la sacristía de la cartuja de las Cuevas que hoy se conservan en el Museo de Bellas Artes de Sevilla, la mayor parte de la producción de su taller en esa época estuvo destinada al mercado americano, donde su pintura ejerció una decisiva influencia hasta la siguiente centuria.

En 1658 se trasladó a Madrid, buscando probablemente la ayuda de Velázquez y un cambio en su suerte, que le había abandonado profesional y personalmente, ya que en la peste que asoló Sevilla en 1649 perdió a su hijo Juan de Zurbarán (1620-1649), quien a pesar de su corta carrera ya había dado muestras de unas excelentes dotes como bodegonista. Aunque tuvo algunos encargos en la corte, como sus obras para el convento franciscano de San Diego de Alcalá de Henares, el sobrio y sencillo arte de Zurbarán ya no era el adecuado para lograr la teatralización de la imagen exigida a la pintura de la época, y su estrella y su vida se apagaron en Madrid, donde falleció en 1664. Trinidad de Antonio

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Joaquín Sorolla y Bastida (Valencia, 1863 - Cercedilla, 1927) Joaquín Sorolla y Bastida era hijo de Joaquín Sorolla, comerciante de Cantavieja (Teruel) afincado en Valencia,

y de Concepción Bastida, nacida en Valencia. En 1865 mueren los padres víctimas de una epidemia de cólera. Al quedar huérfanos Joaquín y su hermana Concha son recogidos por la hermana de la madre, Isabel Bastida, casada con el cerrajero José Piqueres. Sorolla estudió en la Escuela de Artesanos de Valencia y posteriormente en la de Bellas Artes de San Carlos. Durante su época de estudiante conoce al fotógrafo Antonio García, que se convierte en su protector y con cuya hija, Clotilde, se casa en 1888. Entre 1889 y 1895 nacen sus tres hijos, María, Joaquín y Elena. En 1884 gana una pensión de la Diputación de Valencia para estudiar en Italia, donde vive desde 1885 a 1889. En 1890 se instala en Madrid. A partir de ese momento y hasta 1900 pone en marcha un activo plan de promoción profesional participando en gran número de exposiciones nacionales e internacionales.

En 1900 gana una medalla de honor en la Exposition Universelle de París junto a Hener, Kröyer, Zorn, Sargent, Ochardson, Corinth, Israëls, Lembach, Stuys, Alma Tadema, Thoulow, Seraf, Whistler y Klimt. A partir de este momento estrecha su amistad con alguno de ellos, particularmente con Zorn, Sargent y Kröyer. Desde 1905 empieza a planificar una serie de grandes exposiciones individuales, avaladas por importantes marchantes y galerías.

La primera de estas exposiciones se celebra en 1906 en la Galerie Georges Petit de París, coincidiendo con la que celebraba Zorn en la Galerie Durand-Ruel. Sorolla se convierte en la gran figura de la temporada de París, lo que significaba su consagración definitiva en Europa. Tras este éxito la Galerie Schulte le organiza, durante 1907, una serie de exposiciones en Berlín, Colonia y Düsseldorf. El éxito de crítica y de ventas en esta exposición fue escaso. En 1908 intenta otra exposición individual en la Grafton Gallery de Londres, organizada por los marchantes Chesser Mundy y Holt y apoyada por los pintores Beruete y Sargent. La poca habilidad en la promoción de esta exposición hace que la recepción sea controvertida. En 1909 y 1911 realiza exposiciones en diversas ciudades de Estados Unidos avaladas por el hispanista Archer M. Huntington, que se convierte en su gran protector, y le encarga la decoración de la biblioteca de la Hispanic Society de Nueva York con escenas de diferentes regiones españolas. Para realizar este encargo Sorolla viajó infatigablemente por España, actividad que va minando su salud hasta que en 1920 sufre un ataque de hemiplejia que le imposibilita seguir trabajando hasta su muerte tres años después.

Carmen Gracia

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Rafael Benjumea Nace en Sevilla, alrededor de 1825 e inicia su formación artística en 1845 en la Real Academia de Nobles Artes de Santa

Isabel de la capital hispalense, siendo alumno aventajado –según los anales de la Academia– de la clase de Natural y «primer premio y calificación de sobresaliente en los estudios superiores de la misma Escuela», según afirma el mismo artista en el catálogo de la Exposición Nacional de 1884.

En 1848, con la instalación de los duques de Montpensier en el sevillano palacio de San Telmo, se acoge al mecenazgo artístico que don Antonio de Orleans instaura en la capital andaluza, recibiendo en 1849 el encargo de plasmar en lienzo dos acontecimientos muy celebrados en la vida familiar de los Montpensier: El bautizo y La presentación a los testigos de la infanta doña Isabel de Orleans y Borbón, primera hija de los duques y futura condesa de París. Dichos cuadros, que adornaron durante años los muros de la biblioteca de los Montpensier y hoy se con¬servan en Patrimonio Nacional, son una verdadera crónica de tal evento ya que, con una minuciosidad sorprendente, están plasmados no sólo los escenarios en que se desarrollaron –la capilla y el salón regio del Alcázar sevillano– sino todos y cada uno de los personajes que asistieron a ambas ceremonias.

En 1850 se traslada a Madrid y comienza a presentarse a las exposiciones de la Academia de Bellas Artes de San Fernando con pequeños cuadros costumbristas. Participa también en las Exposiciones Nacionales de Bellas Artes, con dos retratos en la primera edición del año 1856, y con diversos retratos y cuadros de género en las de 1858 y 1860. En esta última recibió una mención honorífica por el Episodio de la guerra de África, cuadro más cercano al género anecdótico que al histórico, a pesar de su título.

Reconocida su habilidad pictórica para los retratos colectivos, es llamado a Palacio para plasmar, a modo de documentos de época, los acontecimientos familiares más singulares de la corte, y así, a lo largo de trece años en que ejerció –aunque sin nombramiento– el cargo de segundo Pintor de Cámara, realizó, además de retratos de dignatarios y diplomáticos, efemérides tan notables como El bautizo y La presentación de la princesa de Asturias, El bautizo de la infanta Concepción, Los reyes Isabel II y Francisco de Asís adoran el Lignum Crucis en el patio de los Reyes del monasterio de El Escorial, El bautizo –cuyo boceto presentó en la Exposición Nacional de 1864– o La presentación del Sr. Príncipe de Asturias; cuadros estos últimos en los que se comprometió a pintar 139 retratos, aunque según el propio pintor ¬fueron «211 retratos tomados directamente del natural». También se dedicó a pintar a la acuarela y al pastel, presentando con esta última técnica dos retratos en la Exposición Nacional de 1884, en cuyo catálogo da una extensa relación de todos los títulos y condecoraciones conseguidas a lo largo de su vida: «Condecorado por el Gobierno de S. M. con la Encomienda de número y ordinaria de la Real orden americana de Isabel la Católica; caballero de la Real y distinguida orden de Carlos III; comendador, cruz y placa de la Real orden militar portuguesa de Nuestro Señor Jesucristo; caballero, cruz y placa de la orden pontificia, militar y ecuestre del Santo Sepulcro; gran medalla de oro del Príncipe de Gales; vocal permanente de la subcomisión de esta corte para la erección de la estatua a Murillo; y comisario regio que ha sido de España en Londres para las Exposiciones internacionales».

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