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Eduardo Patillas Salañer 1 Motivos de las dos guerras mundiales Eduardo Patillas Salañer – Historia 16 nº 323. Marzo 2003. pp.: 52-69 El siglo XX bien puede ser e1 espejo reciente en el que, al contemplarnos, podamos considerar de modo realista la trayectoria de una agitada etapa histórica cargada, como seguramente lo fueron otras anteriores, de ilusiones que quedaron a medio camino, de desgarros y desengaños. Resulta aleccionador establecer una comparación —si bien básica y en sus directrices más generales— en torno a los motivos que explican la entrada en gue- rra de países que hoy forman parte de la Unión Europea en los dos conflictos que, a lo largo del siglo XX, asolaron el Viejo Continente. Cuando se dice que aquellos enfrentamientos (los de 1914-1918 y 1939- 1945) tuvieron el carácter de guerra civil europea (en dos actos) se están contem- plando las cosas desde una perspectiva forzada. En el momento en el que estallaron fueron resultado tanto del nacionalismo de la época como de las fuerzas profundas derivadas del patriotismo exacerbado y de la psicología colectiva (R Renouvin). Aquellas guerras que marcaron el devenir del siglo XX fueron expresión de la decadencia de Europa, pero de una Europa polí- ticamente inexistente, aquella que estaba configurada en estados nacionales que albergaban en su seno recelos y odios profundos, reflejo también de tensiones que se arrastraban de conflictos de carácter confesional de siglos anteriores (XVI-XVII). Algunos países acababan de configurar su proceso de unificación, como eran los casos de Italia y de Alemania. La Alemania bismarckiana lo había hecho desde posiciones de naturaleza antiliberal mediante el uso de la fuerza, tras sendos en- frentamientos con Austria y Francia. Las victorias prusianas en Sadowa (1866), en Metz y Sedán (1870) marcaron el futturo de una Alemania poderosa bajo la autoridad firme e inteligente del Canciller de Hierro. De este modo, Francia estuvo forzada al aislamiento diplomático y así la mantuvieron los sistemas bismarckianos entre 1870 y 1890. A partir de esta última fecha —y como se verá más adelante— se atribuye a Von Holstein (sucesor de Bismarck) el error de no haber impedido que Francia se acercara a Rusia. Se inició así un nuevo momento en el que cambió el panorama internacional y en el que se encaminó Europa hacia la formación de dos bloques antagónicos. Si bien el nacionalismo constituye en Europa un factor de primer orden a la hora de valorar los dos conflictos (Primera y Segunda Guerra Mundial) se ha de considerar, no obstante, y de forma concreta, la trayectoria diplomática e in- ternacional para, de ese modo, entender las pautas reales que condujeron a ambos enfrentamientos. No se trata de una cuestión de mero determinismo, pues por encima de todo está la voluntad humana con su deseo malogrado de paz (en 1938-1939) ola firme determinación —como ocurrió en la primavera-verano de 1914—de caminar hacia la guerra. En ambos casos, el conflicto no pudo evitarse o, quizá, resultó demasiado tarde para girar a tiempo. En 1914 porque se esperaba que fuera simple cuestión de semanas y en 1938-1939 porque la agresividad del régimen nacionalsocialista y

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Eduardo Patillas Salañer

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Motivos de las dos guerras mundiales Eduardo Patillas Salañer – Historia 16 nº 323. Marzo 2003. pp.: 52-69

El siglo XX bien puede ser e1 espejo reciente en el que, al contemplarnos, podamos considerar de modo realista la trayectoria de una agitada etapa histórica cargada, como seguramente lo fueron otras anteriores, de ilusiones que quedaron a medio camino, de desgarros y desengaños.

Resulta aleccionador establecer una comparación —si bien básica y en sus directrices más generales— en torno a los motivos que explican la entrada en gue-rra de países que hoy forman parte de la Unión Europea en los dos conflictos que, a lo largo del siglo XX, asolaron el Viejo Continente.

Cuando se dice que aquellos enfrentamientos (los de 1914-1918 y 1939-1945) tuvieron el carácter de guerra civil europea (en dos actos) se están contem-plando las cosas desde una perspectiva forzada.

En el momento en el que estallaron fueron resultado tanto del nacionalismo de la época como de las fuerzas profundas derivadas del patriotismo exacerbado y de la psicología colectiva (R Renouvin). Aquellas guerras que marcaron el devenir del siglo XX fueron expresión de la decadencia de Europa, pero de una Europa polí-ticamente inexistente, aquella que estaba configurada en estados nacionales que albergaban en su seno recelos y odios profundos, reflejo también de tensiones que se arrastraban de conflictos de carácter confesional de siglos anteriores (XVI-XVII).

Algunos países acababan de configurar su proceso de unificación, como eran los casos de Italia y de Alemania. La Alemania bismarckiana lo había hecho desde posiciones de naturaleza antiliberal mediante el uso de la fuerza, tras sendos en-frentamientos con Austria y Francia. Las victorias prusianas en Sadowa (1866), en Metz y Sedán (1870) marcaron el futturo de una Alemania poderosa bajo la autoridad firme e inteligente del Canciller de Hierro. De este modo, Francia estuvo forzada al aislamiento diplomático y así la mantuvieron los sistemas bismarckianos entre 1870 y 1890. A partir de esta última fecha —y como se verá más adelante— se atribuye a Von Holstein (sucesor de Bismarck) el error de no haber impedido que Francia se acercara a Rusia. Se inició así un nuevo momento en el que cambió el panorama internacional y en el que se encaminó Europa hacia la formación de dos bloques antagónicos.

Si bien el nacionalismo constituye en Europa un factor de primer orden a la hora de valorar los dos conflictos (Primera y Segunda Guerra Mundial) se ha de considerar, no obstante, y de forma concreta, la trayectoria diplomática e in-ternacional para, de ese modo, entender las pautas reales que condujeron a ambos enfrentamientos.

No se trata de una cuestión de mero determinismo, pues por encima de todo está la voluntad humana con su deseo malogrado de paz (en 1938-1939) ola firme determinación —como ocurrió en la primavera-verano de 1914—de caminar hacia la guerra. En ambos casos, el conflicto no pudo evitarse o, quizá, resultó demasiado tarde para girar a tiempo. En 1914 porque se esperaba que fuera simple cuestión de semanas y en 1938-1939 porque la agresividad del régimen nacionalsocialista y

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su Führer, Adolf Hitler, la deseaban, si bien de forma localizada y con fundados temores en su globalización y duración (guerra larga). Únicamente la Wehrmacht pudo haberse opuesto a ella, pero la voluntad de los generales alemanes quedó prácticamente anulada tras la crisis Blomberg-Frizt de 1938.

Los factores que condujeron al conflicto de 1914 Es la situación de la política internacional, como ya indicó P. Renouvin, la que más luz arroja a la hora de analizar el proceso que condujo a los conflictos, especial-mente en el caso del de 1914.

Así, la división de Europa en dos bloques contrapuestos, Triple Alianza frente a Triple Entente, sistemas de alianzas ya configurados plenamente desde 1907, no hicieron más que anunciar años de tensión creciente, los conocidos años de inquie-tud y de dolor (J. B, Duroselle).

El atentado de Sarajevo (28 de junio de 1914) que costó la vida al heredero de la Corona austro-húngara, Francisco Fernando, y a su esposa, la duquesa de Ho-hemberg, fue el pistoletazo de salida de una crisis que se fue agrandando por la falta de voluntad política de las partes implicadas. Nadie parecía dispuesto a sua-vizarla, a aislar el conflicto, todo lo contrario, su generalización progresiva involucró en la peor de las guerras a toda Europa.

Aquella fue la Gran Guerra, término empleado por los contemporáneos y que algunos historiadores, como Marc Ferro, han preferido utilizar frente a otras deno-minaciones (Guerra Europea o Primera Guerra Mundial). Aquí no se van a analizar cuestiones de este tipo, pues lo que interesa es someramente indicar cómo se llegó a tal situación y por qué se generalizó el enfrentamiento.

En el asunto siempre resbaladizo e impreciso de la responsabilidad histórica (que es simple cuestión política o argumento en manos de los vencedores), y con-cretamente respecto de la Gran Guerra (1914-1918), el Tratado de Versalles (art. 231) estableció la culpabilidad de Alemania y de sus aliados. Esta nunca fue acep-tada por los alemanes por ser Versalles algo impuesto, en términos alemanes un diktat. Era el resultado del revanchismo del líder francés Georges Clemenceau frente al pragmatismo del premier británico Lloyd George o el idealismo de Woo-drow Wilson, presidente de Estados Unidos.

La situación en Europa fue bien distinta, como se verá posteriormente, pues a partir de 1936 sí cabe hablar de una responsabilidad directa por parte del expan-sivo régimen nazi. Esta cuestión queda para más adelante.

Volvamos ahora a la situación de 1914. Aquí cabe hablar de responsabilidad compartida.

Tras el atentado de Sarajevo, un mes después, Austria envió a Serbia un calculado escrito de diez puntos del que esperaba, por lo menos en alguna de sus exigencias puntuales, una respuesta negativa que le permitiera romper las relacio-nes con el odiado Estado serbio. Éste es el sentido profundo del ultimátum que Ser-bia recibió de Austria y que no pudo aceptar en su integridad, aunque manifestó su disposición favorable a perseguir a la organización terrorista (Narodna Odbrana) que Austria suponía estaba tras el atentado, y se prestó a aceptar aquellas medidas que sirvieran para el esclarecimiento de los hechos. Pero algunas cuestiones fueron

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interpretadas como pura injerencia en asuntos internos, y ésa fue la excusa de la que se sirvió Austria para declarar la guerra a Serbia.

De ese modo, tras el estallido de la crisis austro-serbia todo dependía de los poderosos socios de la Triple Alianza (Alemania, Austria e Italia) o de la Triple Entente (Francia, Inglaterra y Rusia).

El papel determinante lo desempeñaron Alemania, aliada de Austria y princ.-pal potencia europea desde la época bismarckiana, y Rusia, la autocracia zarista gran defensora del paneslavismo y de sus hermanos serbios.

Para comprender tal situación es preciso retroceder a 1908 al momento en el que Austria decidió anexionarse Bosnia ante la mirada recelosa de Rusia y el apretar de puños de los serbios. Aquella acción fue un hecho consumado que abrió la espita del odio austrorruso.

Austria y Rusia, efectivamente, tenían intereses contrapuestos en los Balca-nes. Resultaba muy difícil involucrar a los dos países en una alianza común. De esto sabía mucho Bismarck, que no volvió a poner sobre la mesa a ambas potencias desde el inicial acuerdo de los Tres Emperadores (1871), tratado que conformó el Primer Sistema Bismarckiano.

Alemania (Prusia) a lo único que podía aspirar era a llegar a firmar algún acuerdo particular con Rusia (reaseguro), pues la incompatibilidad de austríacos y rusos era obvia en los Balcanes, especialmente desde que se estaba acelerando el desmoronamiento de la Sublime Puerta (Turquía). De hecho el nacionalismo eslavo, singularmente el serbio, era alentado desde Moscú o San Petersburgo. Y Austria, por su parte, esperaba ampliar su esfera de influencia aprovechando aquella misma debilidad otomana.

Turquía era en aquellos momentos el gran enfermo (lo mismo que China en el siglo XIX), de cuyo decadente y corrupto imperio todos esperaban sacar ventaja, lo que no eximía a los turcos de sus habituales y salvajes represiones, como la reflejada por el pintor Delacroix en su conocido lienzo sobre la matanza de Quíos. De hecho, los patriotas griegos fueron los primeros que se liberaron del yugo turco con el beneplácito de la Europa liberal. En décadas posteriores a los años 30 del siglo XIX les tocó el turno a todos los demás.

En aquel contexto de ambiciones austrorrusas y de patriotismo eslavo exaltado, los Balcanes eran un avispero, el polvorín que podía hacer estallar un conflicto generalizado. Y así fue.

La mayoría de los historiadores piensa que no se han de buscar en conflictos coloniales el origen de la Gran Guerra. De hecho las dos crisis marroquíes entre Francia y Alemania a comienzos del siglo XX no condujeron al mismo. La mayor tensión entre Francia e Inglaterra (Fachoda, 1898) en África, tampoco. Ni siquiera las guerras bóers fueron utilizadas como elemento de tensión colonial entre Inglaterra y Alemania

Esta última potencia sabía que su imperio colonial era reciente y procedía de la Conferencia de Berlín (1886). En resumidas cuentas que por haber llegado tarde al reparto colonial, las posesiones de Alemania (en África no contaba más que con Togo; Camerún; el África Sudoccidental, futura Namibia; y oriental, Tanganika) no eran comparables a las de Gran Bretaña y Francia.

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Y aunque la Welpolitik de Guillermo II había alentado unas aspiraciones quizá desproporcionadas, ni siquiera la rivalidad naval con Inglaterra (potencia a la que se temía y respetaba) está en la base del conflicto. El nacionalismo exacerba-do, el odio francoalemán tras la guerra francoprusiana, la pérdida de Alsacia y Lore-na, la falta de comunicación entre Francia y Alemania (la primera, aislada a con-ciencia por Bismarck hasta 1890), todo ello aun siendo importante no explica sufi-cientemente cómo se llegó al conflicto de agosto de 1914.

Es necesario volver a la crisis abierta en junio-julio de 1914 entre Austria y Serbia (atentado y consiguiente ultimátum) y al papel determinante que desempe-ñaron tanto Alemania como Rusia, los poderosos socios de austríacos y serbios. Del posicionamiento de ambas potencias se puede deducir algún aspecto clave en torno al origen de un conflicto al que las cancillerías de los países implicados en la crisis no supieron o no quisieron evitar.

Efectivamente, Rusia dio un primer paso al apoyar decididamente a Serbia. Y lo hizo porque trataba de recomponer su prestigio debilitado a resultas de la ane-xión austríaca de Bosnia. Entonces, arrinconada por la derrota ante Japón y la Re-volución de 1905 (efecto de la anterior derrota), no pudo prestar apoyo a los serbios. El zar Nicolás II decidió no dejar pasar la ocasión de mostrar al mundo su firme apoyo a la causa eslava. De este modo, un miembro de la Triple Entente, rival tenaz de Austria, respaldó totalmente a Serbia. Las consecuencias de seme-jante acción fueron imprevisibles.

Alemania advirtió a Rusia (Guillermo II al zar Nicolás) que si no daba marcha atrás en la iniciativa de apoyo a Serbia, y lo que era más grave, en su resolución de iniciar la movilización de tropas (asunto este último que desencadenó la crisis austrorrusa y provocó un paso hacia adelante en el proceso más que probable de generalización del conflicto), el Reich estaba decidido a apoyar sin reservas a Aus-tria.

Fue a partir de este tanteo de fuerzas y voluntades contrapuestas cuando la guerra se vislumbró amenazante en Europa.

Ya no se trataba de una cuestión localizada entre Austria y Serbia, lo que no restaba peligrosidad al asunto pues entre 1912 y 1913 se habían producido ya dos guerras balcánicas, la primera contra Turquía y la segunda contra Bulgaria, país este último que había atraído la rivalidad de sus vecinos.

Como Rusia y Alemania se posicionaron decididamente en apoyo de Serbia y Austria, respectivamente, sólo un milagro podía entonces salvar a Europa de un conflicto donde las alianzas estaban fatalmente anudadas. Triple Alianza y Triple Entente eran el resultado de la Paz Armada, de aquellos años en los que toda Europa iniciaba una loca carrera de armamentos en previsión de un conflicto más o menos inmediato, cuestión que se había convertido en obsesión de las respectivas cancillerías (por ver quién construía el cañón más poderoso o el acorazado más potente).

Eran años en los que en las escuelas francesas y alemanas se enseñaba una Historia reciente teñida de nacionalismo y basada en el odio y el recelo mutuos, donde el escolar francés veía en las páginas ilustradas de sus libros de Historia el águila prusiana lanzándose ávida sobre el gallo francés, donde los muchachos eran

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alentados en el ciego revanchismo y donde Alsacia y Lorena se habían convertido en herida sangrante del patriotismo galo.

Muchos eran los que padecían por entonces ese sentimiento de cerco, de verse rodeados de peligrosos enemigos que afilaban sus armas a la espera del bru-tal momento. Y este sentimiento de temor (el miedo es en todas partes motor de agresión, como ya Tucídides había visto en el caso de los espartanos frente a la po-lítica hegemónica de Pericles, el líder ateniense) es fatal si se alimenta diariamente y desde la prensa pasando por la escuela no se hacía otra cosa.

Al declarar la guerra a Rusia y seguidamente a Francia Alemania dio el paso definitivo. Ya no existía posibilidad de retroceso. La suerte estaba echada, pero pa-ra Alemania en particular y para toda Europa aquel enfrentamiento tuvo una mag-nitud terrible que costó, cuanto menos, del orden de 12 millones de víctimas.

Entre el 1 y el 3 de agosto ole 1914 la guerra había involucrado a las poten-cias que integraban los dos bloques. Inglaterra fue la última que se sumó al conflic-to al ver cómo las tropas alemanas, en aplicación del Plan Schlieffen penetraban en la tranquila campiña belga.

Que se había estado pensando en el conflicto y éste no era algo a lo que se llegó por las buenas lo prueba el hecho de que el alto mando alemán había ya dise-ñado hacia 1906 un plan, el Plan Schlieffen (entonces jefe del Estado Mayor), que consistía en un rápido avance en suelo belga y francés con vistas a ocupar rápida-mente París, pues si caía la capital se pensaba que Francia entera sucumbiría.

Los franceses, aunque menos pensado, habían diseñado también el Plan XVII Joffre con la idea de atacar a toda costa en Alsacia- Lorena. Pero este proyecto no llegó a aplicarse debido al repentino ataque alemán que no obstante, fue frena-do en la Batalla del Marne (del 6 al 9 de septiembre de 1914) gracias a la acción conjunta de las tropas francesas mandadas por los generales Gallieni y Joffre.

Como los rusos (de los que se esperaba que entraran en acción con más len-titud de lo previsto) atacaron en Prusia Oriental, el general alemán Hindenburg se vio obligado a asestarles duros golpes en Tannenberg y en los Lagos Masurianos.

Pero la utilización de tropas del frente occidental francobelga, que fueron obligadas a desplazarse hacia el frente ruso, impidió que las divisiones alemanas se abrieran lo suficiente como para tomar París y tuvieron que conformarse con aso-marse a Senlis, a 40 kilómetros de la capital. La aplicación del Plan Schlieffen fra-casó al no completarse, y porque los franceses reaccionaron a tiempo y contuvieron el avance alemán en el Marne, como ya se ha indicado más arriba.

De este modo, la guerra de movimientos se paralizó y dio paso a otra de trincheras, el más cruel y nauseabundo de los enfrentamientos donde la sangre, el barro y las ratas obligaron a los combatientes a llevar una existencia atroz, y donde las ofensivas a toda costa, mal calculadas y con un desprecio total por las vidas de los soldados (fueran alemanes o aliados), llevó a actos de indisciplina que nada te-nían que ver con la propaganda izquierdista (salvo en el caso ruso, e incluso allí, el desmoronamiento del frente se debió sobre todo a la crisis de subsistencias bien instrumentalizada por los futuros bolcheviques). Estos aspectos han sido analizados de forma precisa por el historiador Marc Ferro y el cine se ha encargado de reflejar-lo en Senderos de gloria, película del conocido cineasta, ya fallecido, Stanley Ku-brick.

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Aquella guerra, idealista y utópica, de la que se esperaba que concluyera en la Navidad de 1914, duró hasta septiembre de 1918, momento en el que el Ejército alemán, desbordado por la ruptura del frente occidental provocada por el Ejército francobritánico (con la llegada de la ayuda norteamericana en hombres y carros de combate) que coordinaba el generalísimo Foch, tuvo que solicitar el armisticio.

Y aunque Alemania estuvo a punto de alcanzar la victoria y casi la llegó a acariciar en repetidas ocasiones, ni en los momentos iniciales de la guerra subma-rina a ultranza (primeros meses de 1917, hasta abril-mayo), ni cuando los rusos se retiraron unilateralmente del conflicto en 1917, año crucial en el que entraron en guerra los Estados Unidos (tras el asunto del telegrama Zimmermann), ni en la ofensiva de primavera de 1918, con el tándem Hindenhurg-Ludendorff los ejércitos alemanes veían que la victoria, a punto de alcanzar, se les escapaba irremediable y fatalmente de las manos (P. Renouvim).

Alemania se mostró como si la guerra no se hubiera perdido (por el orden como regresaban los ejércitos a casa y cómo eran vitoreados al entrar en las ciuda-des alemanas), pero lo cierto fue que el conflicto había resultado devastador, espe-cialmente allí donde en suelo francés se había establecido el sinuoso y lúgubre tra-zado de las trincheras.

Hacia un nuevo enfrentamiento (1936-1939) Los tratados de París (Versalles, el más conocido y firmado con Alemania) no sirvie-ron para afianzar la paz, ya que estuvieron basados en la política del revanchismo, Ni siquiera la configuración, según idea wilsoniana, de la Sociedad de Naciones (SDN) pudo dirimir los conflictos del futuro inmediato. En los años 30 y tras los efectos devastadores de la Gran Depresión, las potencias de signo nacional-fascista (Italia, Alemania y Japón) prescindieron de este organismo y despreciaron sus advertencias y sanciones.

La debilidad de los sistemas demoliberales durante el periodo de entregue-rras frente al ascenso del fascismo configuró una nueva etapa, sobre todo desde la llegada de Adolf Hitler a la Cancillería del Reich (30 de enero de 1933).

Pero es preciso retroceder a Versalles (la «paz fallida»), de donde brota toda la parafernalia nacionalista (primero el topos sobre los «traidores de noviembre», luego «la puñalada por la espalda») que hace sangrar la herida del odio. La humi-llación del patriotismo alemán fue hábilmente rentabilizada por los demagogos del descontento, especialmente por Hitler.

No se ha de pensar que el ascenso del nacionalsocialismo y de su partido de masas, el Partido Nazi (NSDAP) conllevó el hundimiento del sistema weimeriano, si-no todo lo contrario. De hecho, la República de Weimar, con sus altibajos (y hubo momentos de salud, especialmente durante la etapa de G. Stressemann), y aunque nació con las dificultades propias de la firma de una paz humillante, quizá hubiera podido remontar de no ser por la actitud acomodaticia y paradójica del propio Par-tido Socialdemócrata de Alemania (SPD) —en muchos momentos en la oposición, aunque era el partido más votado— y por la actitud de la derecha, que tenía su propia visión de lo que era la esencia de lo alemán y la revolución conservadora.

De ese modo, un partido insignificante, que había cometido ya un error en 1923 (el conocido putsch de la cervecería, Munich), aprendería —especialmente

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Hitler, encerrado tras un juicio-farsa cómodamente en el castillo de Landsberg— a tener en cuenta esa misma trayectoria nacional-conservadora del espíritu alemán forjado desde décadas bajo el signo de un nacionalismo antiliberal y teñido de cre-ciente antisemitismo.

Como ha mostrado D. J. Goldhagen, nacionalismo y antisemitismo en Ale-mania, desde época bismarckiana, configuran un entramado inseparable, y esa pe-culiar visión del mundo fue la que subterráneamente creó un imaginario que tuvo su más aguda expresión en los momentos previos a la Segunda Guerra Mundial (en 1938) y se aceleró durante el proceso del enfrentamiento como colofón a la expan-sión hacia el Este en la obsesiva búsqueda del espacio vital (Lebensraum). Lo que entendían como «solución final» al «problema judío» tras años de exclusión y de brutales tanteos con el porvenir de la población judía alemana.

Desde el punto de vista de las relaciones internacionales la llegada de Hitler al poder supuso un cambio singular y rápido, que aunque no se manifestó en los primeros años (1933-1936), ya que entonces el régimen se dedicaba a eliminar a la oposición de izquierdas (y ello prácticamente durante los seis primeros meses), mientras se depuraba el partido de las Tropas de Asalto (SA) indóciles (Noche de los Cuchillos Largos, 30 de junio de 1934, Ernst Röhm a la cabeza), progresó la ca-rismática imagen de un Führer mesiánico y se incorporó al país entero, con el parabién interesado del Ejército, a una empresa dirigida a rehabilitar el orgullo pa-triótico mediante el esfuerzo colectivo hacia el rearme.

Alemania se vistió de largo y se mostró al mundo en la Olimpiadas de 1936. Fue toda una demostración a Europa y al mundo entero de la Alemania que levan-taba la cabeza bajo los aires renovados de la nueva conciencia aria. Pero 1936 fue una falsa ilusión. En España, como resultado de la preocupante violencia política que vivía el país desde la primavera-verano de aquel año, una conspiración militar (días 17-18 de julio) tramada por el general Mola (al que dubitativo se sumó al final Franco, futuro caudillo del nuevo régimen) dio origen a una dura guerra civil.

El paso de 1935 a 1936 resultó decisivo, y fue a partir de ese momento cuando comenzó a observarse el giro en la situación política europea.

Los Acuerdos de Stresa (14 de abril de 1935) habían supuesto el último canto del cisne del espíritu de Versalles. La Italia de Mussolini no había visto con buenos ojos los intentos por parte del régimen nazi de iniciar un temprano movi-miento de anexión de Austria con el asesinato del canciller Dollfuss (25 de julio de 1934). Aquella fue la última vez que los aliados, Italia incluida, estuvieron dispues-tos a defender el orden de Versalles, que había sido ratificado en la Conferencia de Locarno (del 5 al 16 de octubre de 1925) con la aquiescencia de la Alemania de Weimar, que atravesaba entonces su mejor momento.

Las ambiciones italianas en Abisinia (Etiopía), la rivalidad entre Italia e In-glaterra en el Mediterráneo -Mussolini lo deseaba ver convertido en réplica del an-tiguo mare romano- junto con el estallido de la guerra en España fueron elementos que reforzaron la inclinación de la política italiana hacia la Alemania nazi y la for-mación del Eje Roma-Berlín (octubre, 1936).

Alemania inició su política de rearme prácticamente desde la llegada de Hitler a la Cancillería. El abandono de la Conferencia de Desarme y de la Sociedad de Naciones (14 de octubre de 1933) constituyó un primer eslabón dentro del pro-

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ceso de demolición del orden surgido en Versalles. En esto Alemania no era ori-ginal, pues seguía los pasos de Japón, país que había abandonado este organismo poco antes (27 de marzo de 1933) dadas sus consabidas ambiciones en Manchuria (protectorado japonés de Manchukuo, donde los nipones situaron como gobernante títere al último emperador chino, Henry Pu-Yi) y a la que no estaba dispuesta a re-nunciar, y menos aún ante las ya débiles presiones un organismo internacional en franco declive.

El Sarre, tras un plebiscito (13 de enero de 1935), fue incorporado a Alema-nia. Aquel mismo año (16 de marzo) se inició el servicio militar obligatorio, cuestión que ya violaba abiertamente (art. 173) el Tratado de Versalles.

Los Acuerdos de Stresa, como se ha indicado más arriba, supusieron un mo-mentáneo frenazo a la política nazi. Pero la situación duró poco. Stresa fue el fin de Versalles. Italia, poco después, se aproximó definitivamente a Alemania y lo hizo por ambiciones coloniales (Abisinia) y marítimas (el Mediterráneo). Esas discrepan-cias con Inglaterra fueron las que arrojaron a Benito Mussolini, todavía prestigioso, en manos de Hitler, que comenzó a desplegar su imparable poder.

El año clave fue 1936, el 7 de marzo, y ante la pasividad de Francia, que po-día haber desplegado sus divisiones e impedido aquella acción, Hitler decidió remili-tarizar Renania (nueva violación de Versalles). En ese año el estallido del conflicto civil en España dio la posibilidad a Mussolini y Hitler de apoyar a Franco ante la ma-yor pasividad de países que, como Francia e Inglaterra, se encontraban en la órbita política de la Segunda República española. La decisión de no intervenir (adoptada por Inglaterra y seguida por Francia) dejó a los republicanos prácticamente depen-dientes de la ayuda de la URSS y de las Brigadas Internacionales. La Guerra Civil en España agudizó la división ideológica y el conflicto comenzó a verse bajo el ses-go fascismo-antifascismo.

Mientras en 1937 y 1938 los japoneses intervinieron en China ocupando im-portantes ciudades (Pekín el 8 de agosto de 1937 y Shanghai el 9 de septiembre del mismo año), en España las tropas franquistas realizaron importantes avances, especialmente en la campaña del Norte (Bilbao cayó el 19 de junio de 1937).

El año 1938 fue decisivo para Hitler. A partir de ese momento, y visto el éxi-to obtenido en operaciones anteriores -como la remilitarización de Renania, sin res-puesta efectiva por parte de Francia-, el político que, como han indicado algunos de sus mejores biógrafos (A. Bullock, J. Fest y recientemente I. Kershaw), era aficio-nado al riesgo y al juego calculado, comenzó a aplicar el golpe de fuerza allí donde apreciaba indecisión o debilidad.

Y aunque no estuvo libre en la toma de decisiones, de tremendos estados de tensión y nerviosismo (a los que, igualmente, se refieren también sus biógrafos), un éxito seguía a otro: primero fue la Anchluss el 2 de marzo de 1938, cuando tras acorralar dialécticamente al canciller austríaco, Schuschnigg, en el Berghof, y a pe-sar del intento desesperado del político por realizar un referendum en torno a la posible unión con Austria, el Führer dio la orden de intervenir pacíficamente (de momento la política de anexión no causaba víctimas) y se inició así la entrada amis-tosa de las tropas alemanas en territorio austriaco desde las 5.30 de aquel 12 de

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A Austria siguieron los Sudetes en Checoslovaquia, área industrial y poblada de alemanes que solicitaban la autodeterminación, y ello a pesar de la firme deci-sión del presidente E. Benesh, quien había movilizado tropas ante las combinadas presiones de Hitler y K. Henlein, jefe local del partido pronazi de los Sudetes.

El primer ministro inglés, Neville Chamberlain, en un intento por mantener la paz a ultranza (y en ese aspecto siendo fiel al sentimiento de paz generalizado que existía en Inglaterra) aplicó una política que resultó a posteriori equivocada: la tan traída y llevada política de apaciguamiento (appeasement) que acabó fracasando por la firme determinación de Hitler de seguir adelante con sus anexiones. De he-cho las dos reuniones mantenidas por el premier británico con el Führer (Berchtes-gaden y Bad Godesberg), aunque en algún momento llegaron —especialmente en la segunda— a irritar al político británico, únicamente sirvieron para concluir en la Conferencia de Munich (29 y 30 de noviembre de 1938), en la que a propuesta de Benito Mussolini se reunieron Edouard Daladier (presidente de Francia), Neville Chamberlain, Adolf Hitler y el propio Duce.

Pero lo que se decidió allí (de la reunión de los jefes de Estado previa a la firma sólo se conserva un dibujo de J. Simont para L’Illustration, Journal Universel, en el que figuran también el conde Ciano, Joachim von Ribbentrop y el intérprete Schmidt) no fue otra cosa que la partición de los Sudetes, en suma la claudicación ante la voluntad de Hitler y todo ello sin tener en cuenta, en ningún momento, la opinión de los checos.

Y lo peor de todo es que Hitler salió de allí con mal humor pues, según I. Kershaw, prácticamente tenía decidido atacar Checoslovaquia, idea que en absoluto agradaba (dada la naturaleza de los riesgos tácticos) a los generales alemanes. Pero no se opusieron al dictador, a pesar de que aquel fue un momento de severa dificultad para el jerarca nazi.

Acostumbrado como estaba Hitler a tensionar la situación internacional y a salirse con la suya, la política en Europa se diría que había caído en manos de una única voluntad ya ella se sometían, compitiendo entre sí, todos los que frenética-mente trabajaban en la dirección del Führer (Goebbels, Göering con temores, Him-mler, Heydrich, Ribbentrop...). Mientras tanto —la popularidad de Hitler y del régi-men no permitía otra alternativa en aquellos momentos de borrachera nacionalis-ta—, el pueblo alemán asistió electrizado a los pavorosos discursos emocionales de su supremo dirigente.

Las presiones sobre Polonia en torno a la cuestión del pasillo de Danzig (desde abril de 1939), la tremenda convulsión diplomática del pacto germano-soviético (22 y 23 de agosto de 1939), un acuerdo que interesaba tanto a Hitler co-mo a Stalin (al primero para aplastar cómodamente a los polacos y ralentizar su ataque posterior al judeo-bolchevismo en 1941, y al astuto georgiano porque temía que las potencias capitalistas, Inglaterra y Francia, estuvieran desviando malévola-mente la agresión nazi hacia el Este) condujeron, tras la previa y definitiva destruc-ción del Estado checo (15 de marzo de 1939) a la agresión sobre Polonia el 1 de septiembre de 1939. Era la guerra de Hitler.

Francia e Inglaterra, cumpliendo sus compromisos adquiridos con Polonia (cosa que no habían asumido con Checoslovaquia el año anterior), estaban en gue-

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Eduardo Patillas Salañer

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rra con Alemania a partir del 3 de septiembre. ¿Y ahora qué?, preguntaría Hitler a Ribbentrop, según cuenta P. Schmidt. Europa estaba de nuevo en guerra.

En resumen, los conflictos que en 1914 y en 1939 padeció Europa fueron el resultado de causas dispares y complejas. Aquí, en apretada síntesis, se han ex-puesto algunas de ellas atendiendo a una visión política y diplomática preferente-mente. No cabe duda de que también respondieron a intentos por controlar la pro-ducción y los mercados. De hecho Alemania despuntaba como potencia económica y rivalizaba frente a Inglaterra, la gran potencia colonial y naval del siglo XIX.

De esta visión e interpretación parcial de aquellos hechos se manifiesta el esfuerzo actual de la vieja Europa por restañar sus heridas y alcanzar por otros medios lo que antes se intentó por la fuerza.

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