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1 Moral y política El problema filosófico que ha acosado con mayor insistencia a quienes han dedicado su esfuerzo intelectual al ámbito de las relaciones internacionales es el que intenta defi- nir si la política exterior de un país se debe sujetar a las normas y principios que dicta la moral. En tanto que una escasa minoría se postula en favor de que el individuo, hom- bre o mujer , no se constriña a las reglas de la moral en su vida cotidiana, o incluso que el gobierno no se apegue a normas básicas de decencia en sus procedimientos de trato a los ciudadanos, existe una mayoría que sostiene que, en cuestiones de asuntos inter- nacionales, el Estado tiene la obligación de defender sus intereses, sin sentirse impedi- do por la rigidez ética. Frecuentemente, esta posición se denomina raison d'état, o "razón de estado" . El dilucidar si una razón de estado debe tener prioridad sobre las reglas de la moral ha sido tema de discusión desde la época de la Antigua Grecia hasta nuestros días. Otro tema estrechamente vinculado al anterior es el que trata de definir si es posible que una nación se apegue a las reglas de la moral en su comportamiento hacia el mundo exterior. ¿Cómo sería una política exterior moral? y ¿acaso funcionaría? Desde el punto de vista histórico, han surgido dos propuestas para establecer los lineamientos de una política exterior moral. La primera de ellas argumenta que una política exterior es moral mientras no se cometan actos inmorales. Se pueden encontrar algunos elementos de es- te enfoque en la tradición de las guerras justas , la cual se basa en un razonamiento ético judeo-cristiano, ilustrado en el texto de Santo Tomás de Aquino . El segundo plantea- miento va más allá que el primero, al afirmar que la política exterior debería tener por objetivo promover el bien. Este concepto queda comprendido en el idealismo, y se ilustra en el discurso de Woodrow Wilson . En el mundo occidental, la tradición de la guerra justa ha sido fundamentalmente de carácter religioso. Los teólogos cristianos, confrontados con los requisitos éticos tra- zados tanto en el Viejo Testamento como en el Nuevo Testamento, así como con las exigencias políticas de la Roma pagana en un principio, y de la Roma cristiana y la Euro- pa medieval posteriormente, intentaron crear un conjunto de normas para determinar cuándo se podría justificar el asesinato por causas políticas, si es que un hecho tal es justificable. En dicho proceso, la obra de Tomás de Aquino (1225 - 1274, aproximada- mente) fue decisiva, puesto que él sistematizó todo el pensamiento previo al respecto, y sentó las bases para la subsiguiente doctrina de la guerra justa dentro de la Iglesia Católi- ca Romana. Abordó el problema desde la perspectiva del modo en que los cristianos debían comportarse en la Tierra para poder asegurar su saivación eterna . Las posturas 19

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1 Moral y política

El problema filosófico que ha acosado con mayor insistencia a quienes han dedicado su esfuerzo intelectual al ámbito de las relaciones internacionales es el que intenta defi­nir si la política exterior de un país se debe sujetar a las normas y principios que dicta la moral. En tanto que una escasa minoría se postula en favor de que el individuo, hom­bre o mujer, no se constriña a las reglas de la moral en su vida cotidiana, o incluso que el gobierno no se apegue a normas básicas de decencia en sus procedimientos de trato a los ciudadanos, existe una mayoría que sostiene que, en cuestiones de asuntos inter­nacionales, el Estado tiene la obligación de defender sus intereses, sin sentirse impedi­do por la rigidez ética. Frecuentemente, esta posición se denomina raison d'état, o "razón de estado" . El dilucidar si una razón de estado debe tener prioridad sobre las reglas de la moral ha sido tema de discusión desde la época de la Antigua Grecia hasta nuestros días.

Otro tema estrechamente vinculado al anterior es el que trata de definir si es posible que una nación se apegue a las reglas de la moral en su comportamiento hacia el mundo exterior. ¿Cómo sería una política exterior moral? y ¿acaso funcionaría? Desde el punto de vista histórico, han surgido dos propuestas para establecer los lineamientos de una política exterior moral. La primera de ellas argumenta que una política exterior es moral mientras no se cometan actos inmorales. Se pueden encontrar algunos elementos de es­te enfoque en la tradición de las guerras justas, la cual se basa en un razonamiento ético judeo-cristiano, ilustrado en el texto de Santo Tomás de Aquino. El segundo plantea­miento va más allá que el primero, al afirmar que la política exterior debería tener por objetivo promover el bien. Este concepto queda comprendido en el idealismo, y se ilustra en el discurso de Woodrow Wilson.

En el mundo occidental, la tradición de la guerra justa ha sido fundamentalmente de carácter religioso. Los teólogos cristianos, confrontados con los requisitos éticos tra­zados tanto en el Viejo Testamento como en el Nuevo Testamento, así como con las exigencias políticas de la Roma pagana en un principio, y de la Roma cristiana y la Euro­pa medieval posteriormente, intentaron crear un conjunto de normas para determinar cuándo se podría justificar el asesinato por causas políticas, si es que un hecho tal es justificable. En dicho proceso, la obra de Tomás de Aquino (1225-1274, aproximada­mente) fue decisiva, puesto que él sistematizó todo el pensamiento previo al respecto, y sentó las bases para la subsiguiente doctrina de la guerra justa dentro de la Iglesia Católi­ca Romana. Abordó el problema desde la perspectiva del modo en que los cristianos debían comportarse en la Tierra para poder asegurar su saivación eterna. Las posturas

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protestantes ofrecen una gama más amplia, que abarca desde el pacifismo absoluto has­ta la aquiescencia y la obediencia a las exigencias del estado.

Hacia el final de la Primera Guerra Mundial, Woodrow Wilson desarrolló una teoría diferente, responsabilizando del flagelo de la guerra a la política del poder, a las maqui­naciones y ardides de la diplomacia secreta, así como a los siniestros intereses de los líderes no ~emocráticos . Si todos estos factores pudieran transformarse, se podría dar fin a la guerra, ya que ésta era fundamentalmente irracional; es decir, la guerra no se hacía para defender los intereses de la mayoría, y gran parte de los conflictos podían resolverse mediante el uso de la razón. Wilson afirmaba que, mediante la expansión de la democracia (con la creación de la República de Weimar en Alemania y de nuevos esta­dos en Europa Oriental) y la organización de una Liga de las Naciones, encargada de impedir la agresión y de dar solución pacífica a las querellas, se gestaría una revolución en la conducción de la política mundial. Fue precisamente en este contexto donde na­ció la disciplina académica de las relaciones internacionales, disolviendo nexos con la historia diplomática, la teología y la filosofía, que anteriormente fueran sus puntos de apoyo. Los estudiosos de dicha disciplina, a quienes los realistas más tarde calificarían d~ idealistas y de utopistas, adoptaron y desarrollaron muchas de las ideas y conceptos inicialmente propuestos por Wilson, y se erigieron en los principales defensores de cierta forma de gobierno mundial (véase el artículo 45, de Clark y Sohn).

Los críticos de ambos enfoques morales han asumido el punto de vista de razón de estado, que no sólo esgrime que el Estado queda exento de moral, sino que además sos­tiene que si el Estado dependiera efectivamente de la moral, ésta sería incapaz de prote­gerlo. Algunos críticos han llegado al punto de manifestar que, de hecho, los intentos por promover el bien crean mayor sufrimiento en el mundo dei que habría si todos los seres se dedicaran a perseguir exclusivamente sus intereses egoístas. La selección de Tucídides (aproximadamente 471-400 a. de]. C.) ilustra la opinión de que la moral en sí, y de por sí, no se basta en contra del poder; la selección de referencia se puede interpretar tam­bién como un argumento similar en contra de la razón a la luz de la acción. El texto de Maquiavelo (1513) establece que el príncipe debe acariciar como objetivo principal su propio interés, y que absolutamente nada, la moral subrayada, puede interferir en su camino.

Los conceptos de que el poder y la acción son la clave de la política internacional, y de que la moral y la razón pueden ser elementos utópicos e impotentes, son el sello del enfoque que, en las relaciones internacionales, se conoce como realismo, o realpo­litik. En el transcurso del siglo veinte, el realismo surgió como reacción directa al fracaso de Wilson y de otros idealistas en su intento de evitar la Segunda Guerra Mundial. Se consideró utópico su uso de la razón, porque subestimaron la función del poder en la imposición de un nuevo orden y en la prevención de la guerra. Por otra parte, al pare­cer de los demás, los idealistas exageraron la influencia de la razón al suponer una armo­nía fundamental de intereses cuando de hecho, según los realistas, a menudo existen profundos conflictos de interés que sólo pueden resolverse mediante una lucha por el poder. El ensayo de Reinhold Niebuhr (1940) demuestra la forma en que esos puntos de vista se infiltraron en la generación interbélica que tuvo que enfrentarse a Hitler; en el Niebuhr argumenta sobre el realismo cristiano en contra de aquellos miembros de la Iglesia que adoptaron una postura más pacifista o aislacionista. Tanto la obra de Nie­buhr en los Estados Unidos como la de E. H. Carr en Gran Bretaña un año antes fueron cruciales en la apertura del foro para el debate idealista-realista de la década de 1940, que dio origen al predominio del realismo.

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La declaración contemporánea contundente del realismo, y la obra a la que general­mente se adjudica la conversión en este campo de la defensa del idealismo al análisis realista, es indudablemente Polities Among Nations (La política entre las naciones), de Hans Morgenthau (1948). En la selección reimpresa en el presente volumen, Morgent­hau define la política internacional en términos de poder, expone argumentos serios en contra del idealismo, y se manifiesta en favor de la ascendencia de la realpo/itik so­bre la moral en asuntos de estado.

George Kennan (1951) retoma gran parte de los conceptOs de Morgenthau y otros realistas, en su análisis del fracaso de una diplomacia norteamericana basada en el enfo­que legalista moralista. Señala que el énfasis en los objetivos morales y no en el interés propio torna a la política exterior más peligrosa y más propensa a conflictos bélicos en pos de la victoria total. Desde un cariz más teórico, Morgenthau (1952; véase el artículo 18) defiende su tesis de que la política exterior se debe basar exclusivamente en el inte­rés nacional. Ese mismo año, Arnold Wolfers (1952, véase el artículo 19), en un ensayo presciente, establece los riesgos que implica dicho concepto.

En las décadas de 1950 y 1960, los realistas ejercieron un exitoso dominio tanto en la disciplina académica como en los círculos hacedores de políticas de los Estados Unidos y de Gran Bretaña. En parte, tal dominio se atribuye a que el realismo constituía una ideo­logía natural en una potencia statu qua en continuo ascenso como los Estados Unidos. No obstante, con el advenimiento de la Guerra de Vietnam, los norteamericanos que no pertenecían al círculo intelectual o político se percataron con suma crudeza de que el manifiesto realista -la moral no tiene cabida en la política internacional, sólo el poder y el interés revisten importancia- resultaba por demás frívolo y cómodo. En vez de consultar la obra de Tucídides y de Maquiavelo, los estudiosos en cuestión sometieron a un nuevo análisis la tradición de la guerra justa, y tornaron su mira a una tradición radical que resaltaba los intereses del individuo ordinario en detrimento de aquéllos del príncipe o de la élite encargada de tomar las decisiones.

Entre nosotros, los analistas y los estudiantes de relaciones internacionales, existe una fuerte tendencia a actuar de1mismo modo que Maquiavelo -pretender que somos príncipes o seres privilegiados que deciden por los demás, tratar de definir los proble­mas desde esa perspectiva y ofrecer así las recomendaciones pertinentes. Sin embargo, la gran mayoría de nosotros no somos quienes toman las decisiones, y siempre existe la duda de que compartamos con ellos los mismos intereses, o de que la forma en que ellos definen al mundo sea la nuestra; he aquí uno de los puntos de partida de la crítica radical al realismo. Dicha crítica insiste en que las normas de la moral sirve a los intere­ses de la gente común y corriente, especialmente en lo relativo a la guerra, y que los intelectuaies, en vez de ayudar a que la gente perciba esta verdad, contribuyen a que la élite engañe a los pueblos hasta convertirlos en carne de cañón.

En los extractos de los ensayos de León Tolstoi, el autor hace una defensa impresio­nante de su tesis, fuertemente impregnada de la tradición del pacifismo cristiano y del an?rquismo político. Su mensaje a los ciudadanos y soldados de todo el mundo es eJ si­guiente: No sólo es erróneo asesinar, sino que además no hay necesidad alguna de matar, ya que las guerras únicameúte sirven a los intereses del estado, y no del pueblo. El énfasis que puso en ese mensaje fue una de las razones por las cuales Tolstoi, al igual que otros pensadores antibélicos de la talla de Thoreau y Mark Twain, fue uno de los autores más leídos en los Estados Unidos a fines de la década de 1960.

La obra de Gandhi, empero, ha ejercido una influencia más contundente. Gandhi in­sistió, especialmente a través de su ejemplo, en que el método por el cual se procura

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alcanzar una meta produce un efecto directo en aquello que se obtiene. Los métodos políticos, particularmente los violentos, dan origen a una serie de consecuencias, de las cuales sólo una es la consecución de la meta. Las demás pueden mermar, incluso des­truir, el valor de la meta original. Desde esta perspectiva, la violencia no es simplemente un método; es el mal en sí. No importa cuál sea el motivo, el hecho mismo de abrazar la violencia significa perder la batalla, convertirse en corrupto y en parte integrante del pro­blema. El hecho de creer que el fin justifica los medios implica quedar atrapado en el en­gañO de que el fin inmediato es más importante que el objetivo final, es decir, el bien. Las acciones que emprendemos en la búsqueda de una meta determinan aquello que alcanzamos, puesto que nuestro comportamiento en el proceder político configura nues­tro ser (es decir, nuestro carácter moral). Para Gandhi, una revolución real no sólo debe conseguir la independencia política, sino que además debe engendrar seres libres de la perversidad de la violencia y el odio. Para la gran mayoría de los norteamericanos que participaron en los movimientos en pro de los derechos civiles y en contra del conflicto armado en la década de 1960, la no violencia no sólo fue una técnica sino también una estrategia destinada a transformar ese espíritu que había propiciado el sometimiento de los norteamericanos negros en el país y el apoyo a las dictaduras contrarrevolucionarias en el exterior. La profecía de Gandhi parece acechar como una advertencia final en la era nu­clear, a medida que se erogan más y más miles de millones de dólares tanto en los Estados Unidos como en la Unión Soviética en el armamento de la destrucción total, en tanto que un número creciente de naciones dedica inagotables esfuerzos a aumentar su capacidad nuclear.

LoS ensayos de Howard Zinn (1966) y Noam Chomsky (1966) constituyen intentos de aplicar los puntos de vista de la tradición radical a una guerra plenamente activa en Vietnam. Ambos ejercieron enorme influencia en su tiempo, y sus ensayos siguen sien­do importantes manifiestos sobre la función de la moral en la conducción de la política exterior Y de la investigación intelectual en el campo de la política internacional. En con­junto, los ensayos demuestran las limitaciones del realismo para un importante' segmen­to de la nueva generación de norteamericanos.

En gran parte de los argumentos de esta sección, persiste el tema de la relación que guardan el individuo y el estado. ¿Acaso el estado debe servir, a los intereses del indivi­duO? ¿Debe servir a los intereses de todos, o de unos cuantos? ¿Está obligado el individuo a satisfacer las exigencias del estado, o de la gran comunidad? ¿Puede el estado, desde un punto de vista moral, demandar que los individuos o ciertos grupos arriesguen la vida en un conflicto bélico? Dentro de la tradición de la guerra justa, Aquino y muchos otrOS sostienen que la obligación hacia los . principios morales establecidos por Dios y por la Iglesia, tienen clara prioridad sobre las exigencias del estado o del individuo; ca­be aclarar que tanto el estado como el individuo tenían posiciones poco importantes dentro de la cristiandad de la época medieval. De acuerdo con los idealistas liberales, como Wilson, el individuo no sólo tiene la obligación de defender a la comunidad, sino también la de luchar en pro del bien. Los realistas, por su parte, afirman que al indivi­duo generalmente se le ve como un recurso más del estado, y se le da la misma impor­lancia que al carbón o al acero. Los sentimientos de los seres humanos se manejan más bien desde la perspectiva del espíritu y no de la moral. Algunos radicales, especialmente aquellos que presentan una tendencia más anarquista que colectivista, afirman que el individuo no tiene la menor obligación hacia el estado, y que incluso aquél debe darse cuenla de que el estado es enemigo del hombre.

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Los ensayos contenidos en la primera parte, son fiel reflejo de que no existe una res­puesta sencilla a la interrogante de la función que la moral desempeña en la política. No obstante, se someten a consideración varias lecciones importantes. En primer lugar, se carece aparentemente de fundamentos a priori para preferir al realismo contra una tesis que conceda mayor preponderancia a la moral. El realismo en sí, no adolece de valores frente a los enfoques morales. Ambas teorías prescriben aquello que debería hacerse, y señalan la política exterior más conveniente. Sería más apropiado definir al realismo como una contraética, y no como un conjunto de declaraciones y explicaciones mera­mente basadas en los hechos, como en ocasiones se desea dar a entender.

¿Cómo preferir una ética sobre otra? Se puede tratar de resolver esta disyuntiva de dos maneras. Ambas implican una interrogante distinta; la primera es: desde un punto de vista intrínseco, ¿cuál es el mejor modo de vida? Entonces se procede del modo co­rrecto. La segunda interrogante es: ¿cuáles serían las consecuencias de una acción en particular? Entonces se emprende aquella acción que produzca el mayor bien. Se pue­den evaluar diversos sistemas éticos, incluidos la tradición de la guerra justa, el idealis­mo, el realismo y la crítica radical, mediante el examen, en términos de las dos interrogantes antes expuestas, de la calidad de vida en general a la que darían origen. Repito, desde un punto de vista intrínseco, ¿la calidad global de vida que se establece al seguir uno de esos preceptos es en sí el mejor modo de vivir, o al menos un modo de vida aceptable, dadas las posibilidades históricas? ¿El apegarse a uno de esos precep­tos dará origen a consecuencias benéficas o desastrosas?

A medida que se examinen los artículos a la luz de tales interrogantes, se tornarán más claras las lecciones que el escritor desea revelar. Para los realistas, es evidente que la historia ha demostrado la ineficacia de seguir los dictados de la razón o de la moral puesto que, con suma frecuencia, aparecen estados poderosos que no están dispuestos a obedecer esos dictados y que se concretarán a apoderarse de lo que ambicionan me­diante la fuerza de las armas. En una situación tal, que según los realistas es típica de la política internacional, sólo el poder puede garantizar la supervivencia. El carecer de po­der equivale a dar la bienvenida al desastre, como sucedió con los melianos en la Guerra del Peloponeso.

Salvo en el campo religioso, se antoja difícil exponer argumentos en favor de abrigar una moral que nadie sigue, pero tampoco se puede ignorar que el realismo tiende a limi­tar el número de individuos y de grupos que encuentran un freno en las consideracio­nes morales . El realismo hace esto al incrementar el número de individJos que carecen de motivación para obedecer las normas de la moral, y obstaculizando a aquellos que realmente deseen apegarse a ellas. Por ejemplo, en la actualidad todos estamos de ac~erdo en que las divergencias intelectuales que surgen en un salón de clases, no deben resol­verse mediante un duelo de honor. Si un grupo de estudiantes comenzara a portar ar­mas dentro Gel salón, y retara y liquidara a todo aquel que defendiera un punto de vista contrario al suyo, y por algún motivo hipotético, los organismos encargados de hacer cumplir la ley no tomaran ninguna medida al respecto, sería casi imposible que el resto de los asistentes nos priváramos de portar armas dentro del aula, aun cuando aceptára­mos la norma general en contra del duelo. Una vez aceptada, la ideología del duelo, re­sulta difícil oponer resistencia a dicha práctica; sin embargo, en ausencia de la práctica del duelo, la ideología carece de sentido.

Así, el realismo actúa en parte como una profecía autorrealizable, ya que contribuye a engendrar esa misma clase de mundo que deplora, pero que se ve obligado a aceptar p Oi·

necesidad. Aunque puede ser cierto que la Guerra del Peloponeso, la Italia del Renacimiento

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y la Segunda Guerra Mundial se gestaron en mundos regidos por la realpolitik, esto no implica que la situación deba ser invariablemente la misma, ni tampoco que haya sido simpre así -he aquí la ~esis básica de los idealistas. A nivel mundial, existen ciertas maneras de proceder que crean una mayor calidad de vida que otras. En la medida en que estas acciones más favorables puedan ser institucionalizadas en un conjunto de nor­mas, se pOdrán eliminar a esos mundos de la realpolitik. Ese es precisamente el objetivo que ha perseguido la tradición de la guerra justa, y que logró cumplir durante gran parte de! periodo medieval.

Cabe aclarar que, en la medida en que el realismo abra nuevos horizontes a los in­genuos, producirá consecuencias benéficas, ya que los alertará contra el peligro. Será pernicioso, empero, en la medida en que ofrezca fundamentos racionales a los podero­sos. Durante la Guerra de Vietnam, uno de los puntos que los radicales norteamericanos esgrimieron fue que los intereses de Norteamérica en Vietnam eran inaceptables desde e! punto de vista moral; la respuesta realista tocante a que la moral no tiene cabida en la política internacional fue un instrumento más de sus propósitos. Tanto los radicales como quienes han adoptado la tesis de la guerra justa cargan el peso de las pruebas en aquellos que desean valerse de los pueblos para librar guerras, al hacerlos ambicionar todo menos lo opuesto a los intereses de quienes toman las decisiones. Como por lo general, estos últimos son inducidos a la mentira y al engaño, a nosotros nos correspon­de asumir cierta postura independiente para poder evaluar sus actos. La tradición de la guerra justa y la crítica radical nos brindan la base de dicha postura.

Por último, los realistas parecen tener razón al manifestar que las políticas externas idealistas que promulgan objetivos morales, religiosos o ideológicos son más suscepti­bles de engendrar guerras totales que aquellas que se basan exclusivamente en la pro­tección de la integridad territorial y de la independencia política del estado. Algunos realistas contemporáneos como Niebuhr, Morgenthau y Kennan recomiendan evitar las misiones mesiánicas y restringir la política internacional a la cuestión de la superviven­cia. Por supuesto, e! problema es que la gran mayoría de los poderosos no están dis­puestos a limitar así su proceder político. No obstante, en esta era nuclear vale la pena tener presente e! concepto de como lección especialmente valiosa que la tolerancia es mejor que la lucha.

No se debe olvidar que los cuatro enfoques analizados en esta sección -la guerra justa, e! idealismo, e! realismo y la crítica radical- son posiciones intelectuales que los líderes políticos aplican de manera consistente sólo en contadas ocasiones. En épocas recientes, la tesis de la guerra justa y la radical han ejercido fuerte influencia principal­mente en las instituciones religiosas y en los movimientos populares, respectivamente, mas no en los dirigentes de los estados más poderosos. Los líderes de las grandes potencias se han debatido entre las tendencias contradictorias de! idealismo y del realismo, en su intento de difundir sus propias ideologías sin dejar de hacer frente a las realidades de la política mundial. En los Estados Unidos, por ejemplo, los intentos de salvaguardar al mundo en pro de la democracia, de proteger a los pequeños estados de diversas agre­siones, de fomentar el desarrollo económico y de promover los derechos humanos son fiel reflejo de objetivos idealistas en la política externa que sobrepasan los estrechos in­tereses de la integridad territorial y de la independencia política. Al mismo tiempo, se ha dado una aceptación general de que las sentencias moralistas, como e! no reconoci­miento de la República Popular de China, pueden ser inocuas, e incluso que otras cruza­das de carácter casi mesiánico, como el deseo de John Foster Dulles de "levantar la cortina de hierro", pueden ofrecer altos riesgos. Dentro de la política externa de los Estados

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Unidos de Norteamérica se ha registrado una tensión constante entre el idealismo y el realismo, dado que los presidentes se valen del idealismo para justificar sus actos, pero emplean el realismo para calcular sus intereses. De manera global, el realismo ha hecho sentir su peso siempre que los Estados Unidos han tenido que tomar medidas contra grandes potencias, como la Unión Soviética. En épocas anteriores, la ideología antico­munista fue tan recalcitrante que indujo a conflictos bélicos, como en el caso de Vietnam donde, desde el punto de vista realista, había una amenaza flagrante.

De modo similar, en la Unión Soviética ha surgido otra tensión entre la expansión del comunismo y el apoyo de la revolución, por un lado, y la protección del estado ruso, por el otro. Hacia fines de la Segunda Guerra Mundial, la política de Stalin en Europa Oriental parecía enfocarse a la creación de una esfera de influencia rusa que la protegiera de la Alemania reconstruida, y no a una tentativa de conquistar al mundo. Asimismo, antes de 1949 Stalin es tu va más que dispuesto a sacrificar la revolución de Mao en China, con tal de obtener una posición ventajosa en el mundo occidental. Por otra parte, la Unión Soviética ha respaldado regímenes revolucionarios que han afectado seriamente su posición estratégica global, como en el caso de su apoyo al régimen marxista en Etio­pía, que le redituó la pérdida de la base militar en Somalia.

Los ejemplos antes citados contribuyen a resaltar el siguiente punto: el reino de la práctica suele carecer de claridad, de congruencia o de propósito, elementos que inva­riablemente se encuentran presentes en el reino de las ideas. En parte, la razón de lo anterior es que los gobiernos son eclécticos en los conceptos que emplean; sin embar­go, y lo que es más importante, no es nada fácil llevar las ideas al terreno de la práctica, dadas las pugnas internas y mundiales.

LECTURAS RECOMENDADAS

Guerra justa:

AGUSTÍN (SAN), AURELIO, OBISPO DE HIPONA, De Libre Albedrío (De Libero Arbitrio) 1.5 (395 D.C.), Carta a Publicola (No. 47) (398 D.C.), Carta a Bonifacio (No. 189) (418 D.C.).

FRANCISCO DE VITORIA(aprox. 1487-1546), De Indis; De Jure Belli Relectiones, Reim­preso en Classics of International Law, editado por Ernest Nys. Washington, D.C. : The Carnegie Institu tion, 1917.

El Desafío de la Paz: La Promesa de Dios y Nuestra Respuesta . 1983. (Misiva pasto­ral de los obispos católicos de los E. U., referente a la guerra nucÍear). Washing­ton, D.C.: Confere.ncia Católica de los E.U.

MICHAEL WALZER, 1977 . Just and Unjust Wars: A Moral Argument with Historical Illustrations. Nueva York: Basic Books.

Idealismo:

NORMA~ ANGELL. 1911. The Great Illusion. Nueva York: G.P. Putnam's Sons. RICHARD A. FAI.K, 1975. A Study of Future Worlds. Nueva York: The Free Press .

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Realismo:

E. H. Carro 1939. The Twenty Years' Crisis . Londres: Macmillan. MARTIN WIGHT. 1946. Power Politics . Londres : Instituto Real de Asuntos Internacionales.

E.JOHN HERZ, 1951 . Political Realism and Political Idealism. Chicago: Prensa de la Universidad de Chicago.

HERBERT BUTTERFIELD. 1953. Christianity, Diplomacy and War . Londres: Epworth Press.

FRIEDRICHMEINECHE, 1957, Machiavellianism: The Doctrine ofRaison d'Erat and Its Place in Modern History, New Haven: Prensa de la Universidad de Yale .

Crítica radical:

HENRY DAVID THOREAU (1817-1862). Desobediencia civil (1849). En Walden and Ci­vil Disobedience. Nueva York: Signet, 1960.

C. WRIGHT MILLS. 1956. The Power Elite . Nueva York: Prensa de la Universidad de Oxford.

WILLIAMA. WILLIAMS. 1959. The Tragedy of American Diplomacy. Nueva York: Delta Books.

HOWARD ZINN. 1971. The Politics of History. Boston: Beacon Press .

UNIDAD

1

LA GUERRA JUSTA Y EL IDEALISMO

1. De la guerra

TOMÁS DE AQUINO

PROBLEMA Xl

ARTícULO 1. Que intenta descifrar si librar una guerra es siempre materia de pecado.

Así procedemos con relación al artícu­lo primero: Aparentemente, el librar una gue­rra es invariablemente materia de pecado.

Objeción 1. Puesto que el castigo sólo se inflige a causa del pecado. Ahora bien, todos aquellos que emprenden campañas bélicas re­ciben amenaza de castigo por parte de Nuestro Señor, según San Mateo 26.52: Porque todos los que tomaren espada, a espada perecerán. Por tanto, toda guerra es ilegítima.

Objeción 2. Más aún, todo aquello contra­rio a un precepto divino, es pecado. La guerra

Tomado de Summa Tbeologica, Parte 1I de la Segunda Parte. Traducida por los Padres de la Provincia Dominicana Británica. Publicada por vez primera en los EE .U U. en el ai10 de 1917, por Benziger Brothers. Notas al calce supri­midas.

es contraria a un precepto divino, pues se ha es­crito que (San Mateo, 5.39): Mas yo os digo: No resistáis al mal: y (Romanos 12.19): No os ven­guéis vosotros mismos, amados míos; antes dad lugar a la ira. Por tanto, la guerra siem­pre es pecaminosa.

Objeción 3. Asimismo, nada, con excepción del pecado, es contrario a un acto de virtud. Pe­ro la guerra es contraria a la paz. Por tanto, la guerra siempre es un pecado.

Objeción 4. Además, la práctica de algo le­gítimo es legítima de por sí, lo cual queda paten­te en el ejercicio de las ciencias. Sin embargo, las prácticas de guerra que se llevan a cabo en los torneos han sido prohibidas por la Iglesia, puesto que aquellos que mueren asesinados en dichas pruebas son privados de su derecho a un sepelio eclesiástico. Por tanto, se torna apa­rente que la guerra es un pecado absoluto.

Por el contrario, Agustín manifiesta en un sermón acerca del hijo del centurión: "Si la re­ligión cristiana prohibiese la guerra en su con­junto, aquellos que buscaron consejo útil en el

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Evangelio habrían sido recomendados de depo­ner sus armas y abandonar al unísono la vida militar. Por el contrario, se les dijo: 'No hagáis extorsión a nadie, ni calumniéis; y conten­táos con vuestras pagas' (San Lucas 3.14). Por tanto, si . les ordenó que se contentaran con sus pagas, no les prohibió que siguieran la vida militar."

MI respuesta es: Para que una guerra sea justa, tres son los elementos indispensables. Primero, la autoridad del soberano bajo cuyo mando se deba librar la guerra. Puesto que la de­claración de guerra no es asunto de un particu­lar, ya que éste puede solicitar el desagravio en el tribunal de justicia de su superior. Además, no compete a un particular el convocar a un pue­blo, acto éste que se debe efectuar en tiempos de guerra. Y en tanto que el cuidado del bie­nestar público ha sido conferido a aquellos que detentan la autoridad, compete a estos últimos velar por el bienestar común de la ciudad, rei­no o provincia a su cargo. Y así como es recur­so legítimo de ellos el esgrimir la espada en defensa del bienestar común contra todo dis­turbio interno, al infligir castigo a los malhecho­res, según las palabras del apóstol (Romanos 13.4): Porque no en vano lleva la espada; por­que es ministro de Dios, vengador para castigo del que hace el mal; así también es su obliga­ción recurrir a la espada de guerra en defensa del bienestar común contra el enemigo exterior. En consecuencia, se prescribe a todos aquellos que detentan autoridad (Salmo 81.4): Librad al afligido y al necesitado; libradlo de mano de los impíos; y por esta razón, Agustín dice (Contra Faust. xxii, 75): "El orden natural que conduce a la paz entre los mortales, exige que el poder de declarar y de recomendar la guerra recaiga en manos de aquellos que detenten la autoridad suprema".

Como segundo elemento, se requiere de una causa justa, es decir, que aquellos que sean ataca­dos lo merezcan, por causa de un agravio. Por ende, Agustín dice (Q. X, super jos.): "Por lo general, se describe a la guerra justa como una guerra que \'indica agravios, cuando una nación o estado deben ser castigados por rehusarse a

enmendar los agravios cometidos por sus súbdi­tos, o a restituir aquello de lo que se han apo­derado injustamente."

Como tercero, resulta indispensable que las partes contendientes mantengan una intención correcta, que pretendan el progreso del bien, o la invalidación del mal. En consecuencia, Agus­tín dice (De Verbo Dom.): "La verdadera religión no considera impías aquellas guerras que se li­bran sin motivos de engrandecimiento o de crueldad, sino con el objetivo de asegurar la paz, de castigar a los malhechores y de elevar al bien". Ya que puede suceder que la guerra sea declarada por la autoridad legítima, en pro de una causa justa, y que pese a todo se torne im­pía por una intención perversa. Así, Agustín declara (Contra Faust. xxii): "El apasionamiento por infligir daños, la sed cruenta de venganza, el ánimo turbulento y despiadado, la fiebre de rebelión, la codicia del poder y otros factores similares, son todos justamente c()ndenados al librar una guerra."

Respuesta a la objeción 1. Como expre­sa Agustín (Contra Faust. xxii): "Esgrimir la es­pada equivale a armarse con el fin de privar a alguien de la vida, sin mandato ni permiso de un superior o de la autoridad legítima". Por el contrario, el poder recurrir a la espada (en cali­dad de particular) bajo la autoridad del soberano o del juez, o (como servidor de la comunidad) por afán de justicia y, por así decirlo, bajo la autoridad de Dios, no significa literalmente em­puñar la espada, sino esgrimirla por encargo de su superior, y por tanto no merece casti­go alguno. Sin embargo, aquellos que emplean su espada impíamente no siempre mueren ba­jo su filo, mas invariablemente perecen por su propia espada, pues, a menos de que se arre­pientan, reciben eterno castigo por su uso impío del arma. .

Respuesta a la objeción 2. Los precep­tos de esta naturaleza, tal como señala Agustín (De Serm. Dom. in Monte, i), deben llevarse siempre prestos en la mente, para poder estar listos a obedecerlos en toda ocasión y, si es ne­cesario, para abstenernos de la resistencia o de la

defensa propia. No obstante, es ocasiones es im­prescindible que un hombre actúe a la inversa en pro ,del bienestar común, o para provecho de aquellos ,contra los que pelea. En consecuen­cia, Agustín manifiesta (Ep. ad Marcellin .): "A aquellos a los que debemos castigar con gentil rigor, tenemos que guiarlos de distintas ma­neras, en contra de su voluntad. Pues al despojar a un hombre de la ilegitimidad del pecado, le resulta benéfico verse subyugado; nada es más desolador que la felicidad de los impíos, de donde surgen una impunidad culpable y una voluntad perversa, como enemigo en sus en­trañas. "

Respuesta a la objeción 3. Quienes libran una guerra con justicia, tienen la paz como mira, y por tanto no son enemigos de la paz, salvo de la paz perversa, que Nuestro Señor no vino a imponer en la tierra (San Mateo 10.34). Al res­pecto, Agustín cita (Ep. ad Bonif. clxxxix): "No procuramos la paz para poder estar en guerra, sino que vamos a la guerra para poder gozar de paz. Así, séd pacíficos en vuestra lucha, para que podáis vencer a aquellos contra quienes contendéis, y entonces guiádlos a la prosperidad de la paz."

Respuesta a la objeción 4. No todas las prácticas viriles en el manejo diestro de las ar­mas quedan prohibidas, mas aquéllas regidas por el desorden y el peligro, que culminen en el asesinato o en el saqueo ...

ARTicULO 2. Que intenta descifrar si es legítima la participación de clérigos y obispos en la lucha armada

Así procedemos con relación al artícu­lo segundo: Aparentemente, es legítimo que clérigos y obispos participen en la lucha ar­mada.

Objeción 1. Puesto que, como se ha enun­ciado anteriormente (A, 1), las guerras son legí­timas y justas en tanto que protejan a los desposeídos y a la comunidad de sufrir a ma­nos del enemigo . . .

De la guerra 29

Objeción 3. Más aún, parece no existir dife­rencia entre el hecho de que un hombre actue por mano propia o autorice que otro actúe en su representación, según Romanos 1.32: Aqué­llos que hacen tales cosas son dignos de muer­te, y no sólo los que las hacen, sino también los que autorizan a los que las hacen. Ahora , bien, aquéllos, sobre todo, que parecen con­sentir en algo y que inducen a los demás a hacer . ..

Objeción 4. Además, para los prelados y clé­rigos es legítimo todo aquello que sea de natura­leza correcta y meritoria. Ahora bien, en algunas ocasiones resulta correcto y meritorio hacer la guerra, pues ha sido escrito (xxiii, cu. 8, can. Omni timare) que "si un hombre muriese por la fe verdadera, o por salvar a su país, o en defensa de los cristianos, Dios le ofrecerá una recompensa divina". Por tanto, es legítimo que obispos y clérigos participen en contiendas ar­madas.

Por el contrario, a Pedro, como represen­tante de obispos y de clérigos, le fue dicho (San Mateo 26.52): Vuelve tu espada a su funda (Vulg.,-su lugar). Por tanto, no es legítimo que participen en luchas armadas.

Mi respuesta es: Son varios los elementos indispensables para el bienestar de una socie­dad humana, y hay una serie de cesas que un grupo de personas realiza mejor y con mayor presteza que una sola, según señala el filósofo, en tanto que ciertas ocupaciones son tan incon­gruentes entre sí, que no se pueden desempeñar adecuadamente al mismo tiempo; así, quienes son asignados a deberes de importancia, tienen prohibido distraerse en asuntos de escaso va­lor. Por tanto, de acuerdo con la ley humana, a aquellos soldados asignados a empresas de gue­rra se les prohíbe ocuparse en el comercio.

Ahora bien, las empresas bélicas son, en con­junto, incompatibles con los deberes de un obispo y de un clérigo por dos razones .. . las contiendas están plagadas de desasosiego, por lo que en gran medida obstruyen a la mente de la contemplación de las cosas divinas, de la

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alabanza al Señor y de la oración por el pueblo, tareas que corresponden a los deberes de un clé­rigo. En consecuencia, del mismo modo que los clérigos no están autorizados a comprometer­se en asuntos del comercio, puesto que éstos confund~n sobremanera al espíritu, tampoco se les autoriza a ocuparse de empresas guerreras, de acuerdo con la 2a. a Timoteo 2.4: Ninguno que milita con Dios se enreda en los asuntos seculares . .. Por tanto, resulta impropio que ellos asesinen o derramen sangre del prójimo; más convendría que estuviesen prestos a de­rramar su propia sangre en favor de Cristo, para imitar con hechos aquello que describen en su ministerio. Por esa razón, ha sido decretado que aquellos que derramen sangre, aun sin pecado de por medio, se convertirán en seres anóma­los. Ahora bien, ningún hombre que tenga a su cargo un deber específico que cumplir podrá realizar legítimamente alguna actividad que lo desvíe de su cometido original. En suma, es ab­solutamente ilegítimo que los clérigos tomen las armas, puesto que la guerra implica directamen­te el derramamiento de sangre.

Respuesta a la objeción 1. Los prelados no sólo deben obstruir al lobo que acarrea la muer­te espiritual al rebaño, sino también al saqueador y al opresor que infligen daño corporal; sin em­bargo, no deben para tal fin valerse de armas

materiales, sino de armas espirituales, según lo que predicó el apóstol (2a. a los Corintios, 10.4): Porque las armas de nuestra milicia no son carnales, sino poderosas en Dios para la des­trucción de fortalezas . ..

Respuesta a la objeción 3. Como ha que­dado asentado anteriormente (c. XXIII, A.4, Res­puesta 2), todo poder, arte o virtud relativo al fin que se persigue debe determinar todo aque­llo conducente a dicho fin. Ahora bien, entre los fieles, se debe considerar que las guerras carnales ostentan como fin el divino bien espi­ritual al que los clérigos han sido comisionados. Por tanto, es deber de los clérigos el disponer y aconsejar a otros hombres que emprendan guerras justas. Puesto que les ha sido prohibi­do el empuñar las armas, no porque esto sea un hecho pecaminoso, sino porque tal ocupación es impropia de sus personas.

Respuestas a la objeción 4. Pese al alto mérito que reviste el librar una guerra justa, pa­ra los clérigos se torna en actividad ilegítima, ya que han sido asignados a obras de mucho ma­yor mérito. Así, el acto matrimonial puede ser meritorio, y sin embargo se convierte en hecho abominable entre aquellos que han ofrecido ju­ramento de castidad, puesto que están destina­dos a un bien superior.

2. Se debe salvaguardar al mundo en pro de la democracia

WOODROW WILSON

He convocado al Congreso a sesión extraordina­ria porque hay decisiones políticas serias, muy serias, que debemos tomar sin demora alguna, responsabilidad que no me está permitido asu­mir ni por derecho, ni constitucionalmente, de manera individual.

El día tres de febrero próximo pasado, ofi­cialmente expuse ante ustedes el extraordina­rio anuncio realizado por el Gobierno Germano Imperial en el sentido de que, a partir del pri­mer día del mes de febrero, su propósito sería eliminar todo freno impuesto por la ley o por un sentido humanitario, y emplear sus subma­rinos para hundir a todo aquel buque que pre­tendiera adentrarse en los puertos de la Gran Bretaña y de Irlanda, o acercarse a las costas oc­cidentales de Europa o a cualquiera de los puer­tos controlados por los enemigos de Alemania en aguas del Mediterráneo. Desde etapas ante­riores de la guerra, ese pareció ser el objetivo de la estrategia de los submarinos alemanes; sin embargo, desde el mes de abril del año pasado,

Tomado del discurso al Congreso para soli­citar la declaración de guerra, 2 de abril de 1917.

el Gobierno Imperial había refrenado en cierta medida a los comandantes de su fuerza subma­rina, en apego a la promesa que nos hizo de no hundir buques de pasajeros y de prevenir de­bidamente a todas las demás embarcaciones que sus submarinos pretendieran destruir, en los ca­sos en que no se opusiera resistencia ni se em­prendiera la huida, así como de tomar el debido cuidado de que se diera justa oportunidad a las tripulaciones de ponerse a salvo en botes al des­cubierto. Las precauciones que se tomaron fue­ron escasas y fortuitas, tal como 10 demostraron sucesivas instancias desastrosas en el desarro­llo de este asunto cruento y cobarde; pero pe­se a todo, nos pudimos percatar de un cierto grado de moderación. La..ny~va _política, sin embargo, haarras_ado conrodo_tipo _cte: re_suic­ciones. Embarcaciones _º~ ~odas clases,~in im­portar su bandera, giro, cargamento, Pe:stJl)O u objetivo, han sido enviadas a!f9ndo <;I~.l.IDar sin piedad alguna, sin la menor advertencia y sin esperanza de auxilio ni de misericordia para aqüe­llos que viajaban aboXQQ, y sin hacer distinción entre buqúes de países neutrales amigos o de naciones beligerantes. Incluso los barcos hospi­tal y aquellos que llevaban ayuda al flagelado

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o '

32 La guerra justa y el idealismo

y acongojado pueblo de Bélgica, a los cuales el el propio Gobierno Germano había proporcio­nado salvoconductos para que navegaran por las zonas proscritas, y que se podían distinguir perfectamente mediante marcas inequívocas de identidad; han sido hundidos con la misma in­misericorde falta de compasión y de principios.

--.. Por un momento, me resultó imposible creer que cualquier gobierno que hasta ahora se hu­biera apegado a las prácticas humanitarias de las naciones civilizadas, pudiese realmente empren­der actos tan abominables. ~l origen de la ley internacional se remonta a uninfe1Há-aeesta­blécer ciertas normas-que ruesenrespetadas y 0--º-~eJv~9ª~,~Il_ todos los marés;'doñde ninguna nación ejerciera -a~t~'Cho-de dominio y donoe se desplegaran las rutas libres del mundo. Dicha ley se ha ido erigiendo en dolorosas etapas, aun­que con escasos resultados contundentes; des­pués de todo, se ha logrado cuanto se ha podido pero, al menos, con una visión preclara de las exigencias del sentimiento y la conciencia de la Humanidad. El Gobierno Germano ha elimina­do de tajo ese derecnú mínTmo-sü-pretex_to 'de represalia_yit~esiª~Q, y. por carecer de otras armas que pudiese emplear en dmar con ex­cep'c~Qn-º_C;, é.st~, que es imposible emplear de modo distinto a como lo viene haciendo, sin lanzar a los cuatro vientos todo escrúpulo de humanidad o de respeto a los acuerdos que su­puestamente regirían la relación mundial. En es­tos momentos, no pienso en la pérdida material que esto implica, pese a sus enormes dimensio­nes y gravedad, sino únicamente en la frenética y absoluta destrucción de vidas de no comba­tientes, hombres, mujeres y niños, involucrados en actividades que, incluso en los periodos más negros de la historia moderna, han sido consi­deradas como inocentes y legítimas. La propie­dad se puede recuperar; no así las vidas de seres pacíficos e indefensos. La actual campaña bélica de los submarinos alemanes contra el comercio es una campaña bélica en contra de la Huma­nidad.

Es una guerra contra todas las naciones. Na­ves norteamericanas han sido hundidas, ciuda­danos norteamerianos han sido privados de la vida í1ediante procedimientos que, al enterarnos,

nos ha conmocionado hasta lo más profundo de nuestro ser, pero también las embarcaciones y los ciudadanos de otras naciones neutrales y amistosas han sido atacados y arrasados igual­mente en aguas europeas. No se ha registrado discriminación alguna. El desafio afrenta al hom­bre en general. Cada nación debe d~cidir, por sí misma, cómo saldrá a su encuentro. La deci­sión que a nosotros compete, deberemos tomar­la con tal moderación y templanza de juicio que hagan honor al carácter ya los motivos de nues­tra nación. Debemos hacer a un lado la exalta­ción de los ánimos. Nuestro ~ºlivo no deberá ser la venganza, ni !~ afirmación victoriosa del poderío físico de la nación, sino únicamente la reivindicación del derecho, del derecho huma­no, del cual sólo somos un adalid.

Cuando el -pasado veintiséis de febrero me \ dirigí al Congreso, creí que bastaría con garanti- ' zar mediante las armas nuestros derechos neutra-les, nuestro derecho a utilizar los mares contra _ " ' la interkrencia ilegítima, nuestro derecho a sal­vaguardar a nuestra gente de la violencia ilegí-tima. Sin embargo, ahora nos percatamos de que / la neutralidad armada es impracticable ... Existe una alternativa que no podemos tomar, que nos resultaría imposible aceptar: no escogeremos el camino de la sumisión, ni permitiremos la hlJ­rñillación de ver ignorados y violados los dere-chos más sagrados de nuestra nación y de questro pueblo. Los males contra los que aho-ra nos disponemos en orden de batalla no son del orden común; aniquilan las raíces mismas de la vida humana.

Profundamente consciente del carácter so­lemne e inclusive trágico del paso que ahora to­mo, así como de las graves responsabilidades que implica, pero a la vez irremisiblemente ape­gado a lo que considero es mi deber constitu­cional, recomiendo que el Congreso declare el curso reciente que ha emprendido el Gobierno Germano Imperial como estado indudable de guerra en contra del gobierno y del pueblo de los Estados Unidos; que acepte formalmen­te la posición de nación beligerante que así le ha sido impuesta; y que adopte medidas inme: diatas no sólo para colocar al país en condicio­nes totales de defensa, sino también para que

Se debe salvaguardar al mundo en pro de la democracia 33

ej$fza-to.dü...S.!.Lpo.det~~tod.osJoue~ur­sos a su disposición papobligaraLGobierno_de1 Imperio Germano a que acepte nuestros térmi­nos y se dé fin a esta-g\ierr~-

En tanto que así procedemos, con medidas profundamente trascendentales, que no exista duda alguna, que queden muy claros al resto del mundo tanto nuestros motivos como nuestros propósitos. Los desafortunados acontecimientos de los dos últimos meses no han desviado mi juicio de su cauce normal y habitual; asimismo considero que el juicio de la nación tampoco ha sido alterado ni enturbiado por ellos. Tengo presentes los mismos conceptos que tuve cuan­do me dirigí al Senado el pasado veintidós de enero; los mismos que tuve en mente cuando me dirigí al Congreso los días tres y veintiséis de febrero. Nuestro objetivo ahora, como en­tonces, es el de reivindicar los principios de paz y de justicia entre los seres que pueblan el mun­do, en contra del poder egoísta y autócrata, así como erigir entre las sociedades realmente libres y autónomas del mundo tal concordancia de propósito y de acción que, desde ese momen­to, se garantice la observancia fiel de dichos principios. La neutralidad ni es factible ni es de­seable cuando se encuentran comprometidas la paz del mundo y la libertad de sus pueblos; la amenaza a esa paz y libertad queda representada en la existencia de gobiernos autócratas respal­dados por una fuerza organizada y absolutamente controlada por su voluntad, no por la voluntad de su gente. Bajo tales circunstancias, hemos presenciado el fin de la neutralidad. Vivimos en los albores de una era en la que se procuraraIñ­sistentemente que las Qaciones y sus gobiernos respeten las mismas normas de conducta y de responsabilidad por el mal infligido que obser­van los ciudadanos individuales de los estados civilizados.

No tenemos querella alguna contra el pue­blo germano. Nuestro único sentimiento hacia ellos es de simpatía y amistad. Su gobierno no entró en guerra por voluntad del pueblo; lo hi­zo sin su previo conocimiento y aprobación. Ha

.,sido esta una guerra impuesta, como aquéllas de antiguas y malhadadas épocas, cuando los go­bernantes ignoraban por completo la opinión

de sus siervos, y se suscitaban y libraban gue­rras en beneficio de dinastías o de reducidos grupos de hombres ambiciosos, habituados a va­lerse del prójimo como de un peón de ajedrez. Las naciones autónomas no inundan de espías a los estados vecinos, ni abren las puertas a la intriga con el fin de provocar situaciones críti­cas que les brinden la oportunidad de asestar un golpe maestro y conquistar. Tales propósitos sólo se pueden llevar a cabo exitosamente de manera clandestina, donde nadie tiene derecho a hacer preguntas. Los proyectos de engaño o de agresión astutamente urdidos y transmitidos, probablemente, de generación en generación, sólo se pueden elaborar y mantener ocultos dentro del sigilo de las cortes, o en lo recóndito de confidencias celosamente guardadas por una clase privilegiada y cerrada. Afortunadamente, la subsistencia de tales grupos resulta imposi­ble en estos ámbitos donde la opinión pública expresa la última palabra e insiste en recibir in­formación cabal de todos los asuntos relacio­nados con la nación.

Sólo la acción conjunta de las naciones demo­cráticas pueden garantizar la preservación de un inmutable concierto por la paz. No se puede confiar en ningún gobierno autócrata para que mantenga viva la fe dentro de sus confines, ni para que acate lo estipulado en sus convenios. Debe crearse una liga de honor, un consorcio de opinión. Así, la intriga se extinguiría en su propio fuego; los ardides de aquellos círculos internos que acostumbran confabularse sin ren­dir cuentas a nadie, se convertirían en el sepul­cro mismo de su corrupción. Sólo los pueblos libres pueden encaminar firmemente su mira y su honor hacia un fin compartido, y enarbolar los intereses de la Humanidad por encima de todo interés mezquino o individual. ..

Uno de los factores que nos ha permitido convencernos de que la autocracia prusa no fue ni podría ser jamás amistosa hacia nosotros se concreta al hecho de que, desde el inicio mis­mo de la actual guerra, ha invadido .de espías a nuestras comunidades, asaz confiadas, e inclu­so a nuestras agencias gubernamentales, además de que ha urdido intrigas criminales por do­quier, amenazando así nuestra unidad nacional

34 La guerra justa y el idealismo

de opinión, nuestra paz interna y externa, nues­tra industria y nuestro comercio. De hecho, aho­ra se hace evidente que sus espías estuvieron presentes en nuestro país antes del estallido de la guerra. Desafortunadamente, no se trata de una simple conjetura: es un hecho comprobado por nuestros tribunales de justicia que aquellas intrigas que en más de una ocasión han puesto en grave peligro las condiciones de paz impe­rantes, y que han trastornado a una serie de in­dustrias del país, fueron propiciadas mediante la instigación, con e! respaldo, e incluso bajo la di­rección personal de agentes oficiales del Go­bierno Imperial acreditados en el Gobierno de los Estados Unidos. Aun cuando verificamos di­cha situación y tratamos de erradicarla, procu­ramos conferirle la interpretación más generosa posible, conscientes de que n.-º_ P!º.Y.~n!'!. eje .~in­gt!na c.lase de senJTüili:ñto..o.propósito.hostil.d.el . pueblo geimano hacja nosotro~ (indudablemen­re, 'ignoraba dichos actos aJ igua1..qu~ .I}ºs<?tros), sinó exclusivamente de las egoístas decisiones de un gobierno que se conducía a placer y c9~ locaba una venda sobre los ojos de su ·eúebI9. No obstante, han desempeñado e! pape! que1es correspondía p1!!:a convencernos finalmente de que ese gobierno jamás nos ha brindado una amistad sincera, y sí ha obrado en contra de nuestra paz y seguridad en pro de su conve­niencia. La misiva dirigida al embajador alemán eñfáciudad de México, oportunamente intercep­tada, es prueba elocuente de que pretendieron fomentar la enemistad en nuestra misma puerta.

Aceptamos este desafío de oscuros propósi­tos, porque sabemos que en un gobierno tal, que así se conduce, jamás tendremos a un amigo; y que en presencia de su poder organizado, siempre al acecho en espera de lograr algún objetivo por nosotros desconocido, no se po­drá nunca garantizar la seguridad de los gobier­nos democráticos del mundo. Nos encontramos a punto de retar en duelo bélico a este enemigo natural de la libertad y, en caso necesario, em­plearemos la fuerza total <:te-t.n'faCiOnpiri ¿on­tener}'" arll:¡la~ .sus pret~ll~ioneu _s!l.po.<:I~~ : ~ara nosotros es motivo de alegría e! que ;¡hora po­damos \'er la realidad sin el velo de su.engaño, el poder luchar así por la paz del mundo y p.or

la liberación .de .~§ . .Pl!ebl.º§.L ip.cluidos .~.O!!.e .~S.:.... _. r:os· lós"i?Y~b.losgermano~: .por los cfef~chos de las"naCiones, grandes y pequeñas, y por el pri­vilegio de todos los ciudadanos deI."Ó1üriaQde poder elegir su modo de vida y su. f()!I!l~ 9_~_gº­bierno. Se debe salvaguardar al mundo en pro­de la democracia. La paz debe arraigarse en los cimientos inquebrantables de la libertad política. No servimos a fines mezquinos. No ambiciona­mos ni la conquista ni e! predominio. N.Q-ºl,Is~ camos botín alguno, ni compensación material para los sacriftcius q'úe reilizaremos voluntaria­filente .. No somos sino uno de los adalides del derecho de la Humanidad. Nos sentiremos sa­tisfechos cuando esos derechos queden salva­guardados, en la medida en que la fe y la libertad de las naciones lo puedan lograr.

Precisamente porque luchamos sin rencor. y sin un objetivo egoísta; sin procurar nada para nuestro bienestar propio, a excepción de aqueo 110 que deseamos compartir con toda la gente libre, confío en que, como nación beligerante, sabremos conducir nuestros operativos sin apa­sionamiento y observar personalmente, con orgulloso rigor, los principios de la justicia y del juego limpio por los cuales declaramos pe· lear. ..

Caballeros del Congreso, al así dirigirme a ustedes he cumplido con un deber penoso y an­gustiante. Probablemente nos aguarden inconta­bles meses de amargas pruebas y de sacrificios. I;s algo horrendo Hevar a este grandioso y pacífi­co pueblo a la guerra, a la más terrible y cruen­ta de las guerras, en la que parece estar en juego la civilización misma. Sin embargo, la justicia e§_.':!'l.ºi.e;.~.'!.ún .. ~n~s p.r.e~iaQo que la paz, y nó­sotros lucharemos por todo aquello que hemos guardado siempre en nuestro corazón -por la democracia; por el derecho de aquellos que hoy se someten a una autoridad, para contar con voz y voto en sus gobiernos; por los derechos y por las libertades de las pequeñas naciones; por el dominio universal de la justicia, logrado median­te un concierto de pueblos liores que ofrezca paz y seguridad a todos los países y que, por fin , pueda liberar al mundo entero. A una em­presa de tal envergadura podemos dedicar nues· tras vidas y fortunas , todo lo que somos y lo

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poseemos, con el orgullo de quienes saben que ha llegado el día en que Norteamérica tendrá el privilegio de brindar su sangre y su poderío por esos mismos principios que le dieron nacimiento

y que le brindaron la dicha y la paz que ha sabi­do atesorar. La nación, bajo el amparo de Dios, no puede proceder de otra manera.