mitología griega

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MITOLOGÍA GRIEGA La mitología griega está formada por un conjunto de leyendas que provienen de la religión de esta antigua civilización del Mediterráneo oriental. Los griegos, aunque no practicasen la religión, conocían estas historias, las cuales formaban parte de su acervo cultural. Los dioses del panteón griego adoptaban figuras humanas y personificaban las fuerzas del Universo; al igual que los hombres, los dioses helenos eran impredecibles, por eso unas veces tenían un estricto sentido de la justicia y otras eran crueles y vengativos; su favor se alcanzaba por medio de los sacrificios y de piedad, pero estos procedimientos no eran siempre efectivos puesto que los dioses eran muy volubles. La mitología griega es absolutamente compleja, llena de dioses, monstruos, guerras y dioses entrometidos. Algunos estudiosos afirman que llegó a haber hasta 30.000 divinidades en total. La familiaridad con los grandes mitos de la antigüedad clásica es tan esencial a la cultura de una persona moderna como pueda serlo el conocimiento de la historia o el de las ciencias físicas. ¿Puede creerse medianamente culta una persona que no conozca la leyenda de Prometeo, que no haya oído hablar de la culpa y expiación de Edipo, de la inmensa pasión de Fedra, de las heroicas hazañas de Hércules o de las interesantes aventuras de Ulises? Esta mitología comparte una estrecha similitud con la mitología romana, en cuanto a los nombres de varios dioses y personajes de importancia. También se relacionan en cuanto a la parte mitológica de la religión; creencias, tradiciones y todo lo ligado o referente a Mitología.

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Breve resumen de mitologia

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Page 1: Mitología Griega

MITOLOGÍA GRIEGALa mitología griega está formada por un conjunto de leyendas que provienen de la religión de esta antigua civilización del Mediterráneo oriental. Los griegos, aunque no practicasen la religión, conocían estas historias, las cuales formaban parte de su acervo cultural.

Los dioses del panteón griego adoptaban figuras humanas y personificaban las fuerzas del Universo; al igual que los hombres, los dioses helenos eran impredecibles, por eso unas veces tenían un estricto sentido de la justicia y otras eran crueles y vengativos; su favor se alcanzaba por medio de los sacrificios y de piedad, pero estos procedimientos no eran siempre efectivos puesto que los dioses eran muy volubles.

La mitología griega es absolutamente compleja, llena de dioses, monstruos, guerras y dioses entrometidos. Algunos estudiosos afirman que llegó a haber hasta 30.000 divinidades en total.

La familiaridad con los grandes mitos de la antigüedad clásica es tan esencial a la cultura de una persona moderna como pueda serlo el conocimiento de la historia o el de las ciencias físicas. ¿Puede creerse medianamente culta una persona que no conozca la leyenda de Prometeo, que no haya oído hablar de la culpa y expiación de Edipo, de la inmensa pasión de Fedra, de las heroicas hazañas de Hércules o de las interesantes aventuras de Ulises?

Esta mitología comparte una estrecha similitud con la mitología romana, en cuanto a los nombres de varios dioses y personajes de importancia. También se relacionan en cuanto a la parte mitológica de la religión; creencias, tradiciones y todo lo ligado o referente a Mitología.

ORÍGENES

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La mitología griega, en su periodo más importante, se desarrolló en el siglo VIII a. C. Tiene varios rasgos distintivos, como por ejemplo, los dioses se parecen exteriormente a los seres humanos y revelan, al igual que ellos, sentimientos. Los griegos creían que los dioses habían elegido el monte Olimpo, en una región de Grecia llamada Tesalia, como su residencia. En el Olimpo, los dioses formaban una sociedad organizada en términos de autoridad y poderes, se movían con total libertad y formaban tres grupos que controlaban sendos poderes: el cielo o firmamento, el mar y la tierra. Fueron tres las colecciones clásicas de mitos: La Teogonía de Hesíodo y la Iliada y la Odisea de Homero. Este material se basa en la Teogonía de Hesíodo. La teogonía es una especie de sistematización de las confusas tradiciones anteriores, en ella el mito es el tema dominante. Pero, ¿qué es el mito? Mucho se ha escrito tratando de dar una exacta definición; lo único cierto es que el mito es una forma especial de pensamiento que permite al hombre interactuar con su espacio natural y de esta manera también reconocerse como parte de una comunidad específica. Es un grave error considerar que el mito es un modo de pensamiento reservado a las sociedades “primitivas”. El mito es y ha sido siempre la defensa espontánea del espíritu humano ante un mundo ininteligible y hostil. La anterior reflexión nos llevaría a afirmar que en el mito se encuentra el origen de las religiones, sin embargo debe considerarse que los “espíritus” de los bosques, de la luz, de las aguas, no son divinidades, sino solamente presencias capaces de actuar en dominios sobre los que el hombre no tiene ningún poder. El mito griego está en estrecha relación con la religión, pero no llega a confundirse con ella. A pesar de toda la confusión que preside la conformación de la mitología griega, esa inmersa materia llegó a clasificarse y a ordenarse.

Según Hesíodo, al comienzo no hay nada más que espacio, nada orgánico, nada que pueda ser descrito. Luego, después de ese vacío, se dibuja la primera de las realidades, que limita y comienza a darle un sentido: la Tierra, Gea (Tellus) la base segura de todo lo que en el mundo ya se encontraba dividido, pues bajo la Tierra seguía existiendo un espacio vacío donde todo era Caos (Chaos). Ese Caos engendra el Erebo, el vasto espacio subyacente, en que más tarde tendrán su lugar los infiernos. En el vacío ubicado por encima de la Tierra, instala esta a su primogénito, Urano (el Cielo), que emana de ella. Al mismo tiempo que se da esta división orgánica del universo, tiene lugar el nacimiento de Eros (Cupido), el Amor, que es aquí el principio abstracto del Deseo, y no todavía el pequeño dios maligno, perverso y alado. En los orígenes mismos de la creación del universo, era imprescindible crear el Amor, este es el motor universal; es quien provoca las uniones del principio cósmico, los engendramientos que ni la imaginación concibe. Erebo, hijo de Caos, tuvo un hermano llamado Noche. Sin embargo Gea, después de haber engendrado a Urano, dio a luz a las Montañas y las Ninfas (Driada o Nereida), que en ese momento son genios de las Montañas. A Gea también corresponde la maternidad de Pontos (el Mar, principio masculino, la Ola poderosa). La diosa Noche engendra dos hijos: Éter y Día. El primero es la clara y pura luz que se adivina en las más altas regiones de la atmósfera; la luz de los dioses. Por su parte el Día, ilumina a los mortales, y alterna con su madre la Noche.

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Origen del Universo

En la mayoría de los relatos mitológicos griegos sobre la creación aparece preexistente el Caos concebido como un abismo sin fondo, espacio abierto sumido en la oscuridad donde andaban revueltos todos los elementos: El agua, la tierra, el fuego y el aire. El Caos contenía el principio de todas las cosas, antes de que naciesen los Dioses, y por eso se lo considera el más antiguo de ellos. Nada tenía en él forma fija y durable, todo estaba en constante movimiento con inevitables choques, los elementos congelados contra los abrasadores, los húmedos contra los secos, los blandos contra los duros y los pesados contra los ligeros. El Caos era nada y algo, materia y antimateria al mismo tiempo.

LA CREACIÓN SEGÚN HESÍODO (Mito clásico)

Según Hesíodo en un principio sólo existía el CAOS. Después emergió GEA (la tierra) surgida de TÁRTARO, tenebroso de las profundidades y EROS (El amor) elemento primordial que no hay que confundir con Eros o Cupido, hijo de Afrodita. Del Caos por la acción de Eros surgieron EREBOS (las tinieblas), cuyos dominios se extendían por debajo de Gea, y NYX (la oscuridad o la noche). Erebos y Nyx originaron a ETER y HEMERA (el día) que personificaron respectivamente la luz celeste y terrestre.

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Con la luz, Gea cobró personalidad y comenzó a engendrar por si sola. Es así como surgió URANO (El Cielo Estrellado). También produjo las altas montañas.

Urano contempló a su madre desde las elevadas cumbres y derramó una lluvia fértil sobre ella, naciendo así las hierbas, las flores y los árboles con los animales que formaron como un cortejo para cada planta. La lluvia sobrante hizo que corrieran los ríos y al llenar de agua los bajos se originaron los lagos y los mares, todos ellos deificados con el nombre de Titanes: OCÉANO – CEO – CRÍO – HIPERIÓN – CRONOS; y las Titánidas: TEMIS – REA – TETIS – TEA – MNEMOSINE – FEBE; de ellos descendieron los demás dioses y hombres.

Además Urano y Gea crearon otros hijos de horrible aspecto: los tres Cíclopes primitivos: ARGES – ASTÉROPES – BRONTES, quienes tenían un sólo ojo redondo, eran inmortales y representaban respectívamente el rayo, el relámpago y el trueno. Finalmente engendraron a los Hecatónquiros o Centimanos, tres hermanos con cincuenta cabezas y brazos cada uno que se llamaron: COTO – BRIADERO – GIGES.

Por su parte la noche engendró a TÁNATOS (La muerte), a HIPNO (El sueño) y a otras divinidades como las HESPÉRIDES (Celosas guardianas del atardecer cuando las tinieblas empiezan a ganar la batalla de la luz diurna, fenómenos que se repite cada día), las MOIRAS (Defensoras del orden cósmico, representadas con hilanderas que rigen con sus hilos los destinos de la vida) y NÉMISES (La justicia divina, perseguidora de lo desmesurados y protectora del equilibrio)

OTROS MITOS DE LA CREACIÓN EN EL ESCENARIO HELÉNICO

Mito de los pelasgos

Los pelasgos eran el pueblo primitivo que habitaba lo que hoy en día es Grecia. Éstos tenían una postura matriarcal basada en la concepción primigenia de una Diosa Madre. Su mito de la creación afirmaba que en un principio Eurínome, la diosa de todas las cosas surgió del Caos, pero no encontró nada sólido en donde apoyar los pies y a causa de ello, separó el mar del firmamento y danzó solitaria entre sus olas en dirección sur. Entonces apareció el viento Bóreas, que junto con la diosa Madre dieron origen a la enorme serpiente Ofión. Más tarde, la diosa madre quedó en cinta de Ofión, tras lo cual ésta se transformó en paloma y a su debido tiempo puso el huevo universal. La serpiente Ofión se enroscó siete veces alrededor del huevo hasta que empolló y lo abrió. De él salieron todos los seres y elementos del Cosmos.

Eurínome y Ofión fijaron su morada en el Monte Olimpo. Cuando Ofion irritó a su compañera adjudicándose el título de autor del universo, ésta le pegó tan tremendo puntapié que le arrancó los dientes y los arrojó a la tierra al pie del Olimpo. Seguidamente la diosa creó siete potencias planetarias y colocó una Titánide y un Titán en cada una: Tía e Hiperión para el sol, Febe y Atlante para la luna, Dione y Crío para el planeta Marte, Metis y Geos para Mercurio, Temis y Eurimedonte para Júpiter, Tetis y Océano para Venus, y Rea y Cronos para Saturno. Guardadores todos de la suceción del tiempo.

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Sin embargo en esta armoniosa creación faltaba el hombre, y entonces apareció Pelasgo, brotó de los dientes de Ofión enterrados en el abismo de Arcadia. Pelasgo fue aclamado como jefe culturizador y precursor de la humanidad.

Dioses y hombres se hallaban sometidos a las diosas y mujeres, y todos le rendían culto a la gran Diosa Madre.

El Mito de los misterios órficos

Los helenos iniciados en los mitos órfícos, creían que la Noche de las Alas Negras junto con el Viento engendró un huevo de plata al que puso en el seno de la Oscuridad del que salió Eros o Fanes (El amor), que impulso el movimiento del Universo. Eros tenía cuatro cabezas que representaban las cuatro estaciones, alas doradas y doble sexo. Éste vivía en una cueva junto con la Noche que se manifestaba en forma tal, del Orden o de la Justicia. Por otra parte , Rea tenía la función de atraer a los hombres a la consulta de los oráculos de la noche tocando un tambor de latón. Eros creó el cielo, el sol y la luna, pero la autoridad del universo estaba a cargo de la Noche hasta que Urano la destronó.

El Mito de La Formación de la Vía Láctea

Se cree que fue Hera, la esposa de Zeus el dios de dioses, la que dio origen a la Vía Láctea, nuestra galaxia.

Zeus era muy aventurero y le gustaba mucho tener diferentes mujeres, por lo que nunca le guardó fidelidad a su mujer. En una de estas aventuras, Zeus se unió con Alcmena en ausencia de su marido. El dios se hizo pasar por el ausente, y como la mujer le gustaba mucho decidió estar con ella en una noche que durara mucho, por lo que por orden de él, el sol no salió cuando tenía que haberlo hecho.

Después el esposo de Alcmena, Anfitrión, regresó y se unió a ella. De ambas uniones Alcmena quedó embarazada. El hijo de Zeus fue Heracles (Hercules en la tradición latina) y el hijo de Anfitrión fue Ificles.

Heracles fue desde su concepción, el favorito de Zeus a lo cual Hera respondió con ira y celos, pues no soportaba la idea de que el hijo de otra mujer fuera tan querido para su divino esposo.

Así, la diosa decidió complicar el nacimineto de Heracles quien se quedó 10 meses dentro del vientre de su madre. Y además ella es la responsable de que el héroe tuviera que sufrir los Doce Trabajos y cuando era un bebé de ocho meses, Hera le envió dos terribles serpientes para asesinarlo, sin embrago el niño supo defenderse sin problemas.

Ahora bien, existía la condición de que Heracles sólo sería inmortal si mamaba de Hera y esto no iba a ocurrir con el consentimineto de la diosa.

Sobre esta historia existen dos versiones. Primero, se cree que Hermes, el mensajero de los dioses, llevó al niño a donde Hera mientras ella dormía y lo puso en su seno para que mamara la leche divina. Cuando Hera se despertó y descubrió a Heracles en su

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pecho lo retiró brucamente y la leche siguió manando, se esparció por el universo y formó la Vía Láctea.

La otra versión indica que Hera iba con Atenea paseando por el campo cuando vieron al niño descansando en la hierba. Atenea convenció a la diosa de que lo amamantara, pues era muy hermoso. Hera accedió, pero pronto Heracles chupó la leche con tal violencia que hirió a la diosa. Hera lo apartó de su seno vigorosamente y la leche siguió fluyendo hasta que formó la Vía Láctea.

La religión de los griegos y de los romanos

Las creencias religiosas originarias de griegos y romanos se pierden en las tinieblas de los tiempos primitivos. Casi nada sabemos de ellas, y los propios helenos y latinos nada nos han dicho al respecto en sus escritos más antiguos. Pero, como sea que el estudio moderno de las religiones de otros muchos pueblos ha demostrado que en los comienzos más remotos, en todas partes se creyó en un solo dios, podemos admitir que también fuera así en los griegos y los romanos. Seguramente ellos tuvieron al principio una fe monoteísta, y, en su mente, este dios único debió de ser el creador del mundo y del género humano, y lo adoraron y honraron como a un padre. Sólo poco a poco la fantasía de esos pueblos fue creando una pluralidad de dioses y diosas, al sospechar la presencia de seres personales detrás de las enigmáticas fuerzas de la Naturaleza y de la vida. En las más antiguas obras escritas por los griegos, las dos grandes epopeyas del poeta Homero, la Iliada y la Odisea, nos sale ya al paso un gran número de divinidades, a cada una de las cuales se le asigna una esfera de acción bien determinada. Pero esta teología homérica es ya el resultado de una larga evolución.

Según esta concepción, los dioses griegos viven como seres suprahumanos, pero de modo completamente parecido al de los hombres, y se hallan jerarquizados como en un Estado. Si es cierto que reinan sobre la Naturaleza y el hombre, con todo necesitan, como éste, de comida, bebida y sueño, y están aquejados de las pasiones y flaquezas morales propias de la humana naturaleza. Se nutren de ambrosía, el manjar celestial, y beben néctar, la celestial bebida, con lo cual gozan de la inmortalidad, que, no obstante, pueden perder en determinados casos. Considérase a los dioses como omnímodos y omnipotentes, pero esta sabiduría y este poder son distintos para las diversas divinidades y tienen sus limitaciones. Ignoran muchas cosas que ocurren en

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su inmediata proximidad y, aun queriéndolo, no pueden intervenir en todos los casos. Como los seres humanos, sufren pesares y preocupaciones, no obstante llamarse «libres de cuitas». En figura se parecen también a los hombres, solo que son más bellos y de más noble porte, y con frecuencia tienen talla gigantesca. Su sangre es un líquido más noble que el humano. A las personas se les presentan, ya en su figura verdadera, ya transformados en criaturas humanas, y se les aparecen en sueños, manifestándoles su voluntad por medio de signos milagrosos.

El Estado de los dioses griegos es una copia de la organización social caballeresca de la humanidad en la época homérica. A la cabeza se halla el dios supremo, Zeus, quien convoca a los demás dioses a solemne consejo, de igual modo que lo hace un rey humano con los nobles, y aun cuando su voluntad es decisiva, no siempre es aceptada sin discusión por todos los consejeros. Las asambleas celestiales discurren con frecuencia de modo muy parecido a las terrenales. Con todo, también la voluntad de Zeus está limitada, debiendo someterse a la fuerza del Destino, bajo cuya ley inexorable se halla el curso del universo todo.

Los griegos fijaron la residencia de los dioses en la más alta cumbre de su país, el Olimpo. Allí está su palacio, edificado por Hefesto, el ingenioso dios del fuego. Ura multitud de divinidades inferiores realiza los servicios necesarios. Las Horas guardan las puertas y cuidan de los caballos inmortales de los dioses; Iris, la diosa del arco que lleva su nombre, sirve de mensajera; Hebe, la divinidad de la juventud perpetua, sirve el néctar a los dioses; las nueve Musas, divinidades de las artes y las ciencias, amenizan la compañía en la mesa con sus cantos, y las Gracias, diosas del donaire y la elegancia, las acompañan con sus danzas.

El griego de la época homérica se permitía muchas libertades con sus dioses. Sus rasgos excesivamente humanos no podían inspirarle un gran respeto. Cuando un dios, fuera el que fuera, no accedía a sus deseos, llegaba incluso a odiarlo. Para el griego, el culto exterior se limitaba a oraciones y votos, abluciones y expiaciones, sacrificios y ofrendas. El hombre de la Antigüedad casi no conocía más oración que la impetratoria, que dirigía a los dioses antes de iniciar alguna empresa importante. Oraba en voz alta, de pie y con la cabeza descubierta, purificándose previamente con el lavamanos y rociándose con agua; luego se ponía una corona y cogía ramas envueltas en lana. A continuación dirigía al dios su demanda en términos breves. Las oraciones en acción de gracias eran raras. Otra forma de orar era el voto, por el cual el hombre se comprometía a realizar algún acto compensativo en el caso de que su petición fuese atendida; prometíase a la divinidad un sacrificio o una ofrenda particularmente valiosos. También podía pedirse a los dioses el castigo para los enemigos o gentes mal-vadas, dirigiendo entonces la plegaria en forma de maldición o imprecación.

El acto del culto propiamente dicho era el sacrificio, que podía ser cruento o incruento. Como víctimas se sacrificaban en el altar generalmente bueyes, ovejas, cabras y cerdos y, para realzar la solemnidad, a veces los animales se inmolaban en gran número, caso en el cual se daba al sacrificio el nombre de hecatombe. Los sacrificios incruentos consistían, por lo general, en libaciones, tortas de harina, fruta e incienso. Las ofrendas eran ricos objetos de adorno, que pasaban a ser propiedad del dios y se depositaban en su templo. Muchos templos guardaban valiosas ofrendas votivas en cámaras propias. En tiempo de Homero, el culto divino estaba a cargo de los

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sacerdotes, si bien, como en épocas anteriores, podían oficiar también los reyes o jefes de familia.

La antigua creencia según la cual los dioses manifiestan su voluntad a los hombres por medio de presagios, exigía la presencia de sacerdotes capaces de interpretar esos agüeros y, a base de ellos, predecir el futuro. De la interpretación de los sueños cuidaban unos adivinos especiales. También se concedía particular atención al vuelo de las aves y a los fenómenos celestes, en los cuales se veían revelaciones divinas. Otro modo de investigar el porvenir era el examen de las víctimas: la disposición de las principales visceras de los animales sacrificados y sus diversas manifestaciones en el curso del sacrificio. Estas investigaciones de la voluntad divina se practicaban especialmente en tiempo de guerra; por eso en el ejército griego jamás faltaba el augur o adivino.

Frente a la exuberancia imaginativa de la religión griega, la de los romanos se caracteriza por su sobriedad y pobreza de fantasía. Los romanos fueron un pueblo de campesinos, y el campesino es amigo de la simplicidad. Pero también es propio del romano un notorio sentido del derecho, lo cual presta un sello particular a su religión. Es muy estricto y puntilloso en sus relaciones con los dioses, y por nada del mundo bromeará con ellos. En consecuencia, concede la máxima importancia a la rigurosa disciplina y al exacto cumplimiento de sus deberes religiosos. Por eso sus oraciones tienen formas bien concretas, que él observa escrupulosamente, y en el ritual de los sacrificios sigue las normas establecidas hasta en los detalles más nimios. Sólo cuando el romano entró en contacto con la cultura helénica y se dejó influir por ella, abrió también el corazón a sus ideas religiosas, y del mismo modo que asimiló el helenismo, así también sus divinidades fueron equiparándose a las griegas, perdiendo casi por completo su sello latino y conservando casi únicamente el antiguo nombre romano. Las divinidades antiguas, tan numerosas que puede decirse había una para cada actividad de la vida, fueron pasando casi todas a segundo plano, con excepción de Jano, el espíritu de la puerta de la casa y del año. Tenía dos cabezas; con una cara veía el pasado, y con la otra el porvenir. Era también el señor de la guerra y de la paz. En tiempo de guerra, las puertas de su templo permanecían abiertas, y al llegar la paz se cerraban, cosa rara en la historia —tan llena de hechos bélicos— de Roma. Entre los romanos desempeñaron un importante papel los dioses Lares y los Penates, espíritus protectores de la familia y el hogar.

Fuente: Mitología y teogonía por el Dr. Julius Wolf

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La Gigantomaquia (Intento de derrocar a los Dioses Olímpicos)

Dueño del poder Zeus lo compartió con sus hermanos, Poseidón y Hades, a quienes dio respectivamente el dominio de los mares y el de las naciones subterráneas. Pero entonces los gigantes, nacidos de la sangre de Urano, quisieron escalar el Olimpo.

Ante la presencia de los gigantes palidecieron las estrellas, retrocedió el Sol y la Osa se hundió en el mar. Para asaltar el Olimpo los gigantes colocaron una montaña sobre la otra, y desde la cúspide atacaron a los dioses utilizando como proyectil rocas y troncos de árboles incendiados. Los dioses huyeron aterrorizados y muchos huyeron a Egipto adoptando diversas formas hasta que se organizó la oposición a los gigantes. Si bien los gigantes tenían un origen divino había una forma de darles muerte, el asesinato debía ser cometido por un dios y un mortal en combinación. Como existía una hierba mágica en la tierra capaz de hacer inmortales a los gigantes, antes de que éstos lo advirtieran Zeus se apoderó de ella gracias a que el Sol, la Luna y la Aurora no brillaron y de esa manera nadie tuvo la luz necesaria para encontrarla.

Los dioses comenzaron a armar una contraofensiva y la primera en prestar auxilio a Zeus fue Estigia, que gobernaba un río subterráneo. Ella fue acompañada también por sus hijos: la Victoria, el Poder, la Emulación y la Fuerza. Como agradecimiento de Zeus a Estigia, éste dispuso que en adelante fuesen inquebrantables los juramentos que se hacen por ella. Otros dioses acudieron luego a la ayuda de Zeus entre ellos Ares y Atenea.

Pero era imprescindible encontrar un mortal para poder asesinar a los gigantes. El elegido fue Heracles (Hércules), semidiós hijo de Zeus y Alcmena. Heracles en el carro de su padre derribó a Alcinoeo, caudillo de los gigantes, el cual cayó en su tierra natal, Flegras (Tracia) y como según la leyenda los gigantes no podían morir en el lugar donde habían nacido Heracles tomó a Alcinoeo a cuestas y lo llevó a otra región para matarlo con su maza.

Luego Porfirión saltó desde la gran pirámide de montañas y como no pudo sorprender a Atenea se lanzó contra Hera a la que intentó estrangular. Entonces Eros le lanzó una saeta, cambiando la ira del gigante por una lasciva desenfrenada. Porfión intentó ultrajar a Hera pero Zeus aprovechando la oportunidad lo hirió con su rayo y Heracles lo terminó rematando. Efialtes, otro gigante había obligado a Ares a arrodillarse ante él y Apolo lo hirió con una saeta. luego Heracles lo terminó rematando.

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GENERACIÓN DE LOS TITANES

Urano y Gea adquieren preeminencia, de ellos nacen doce hijos, los Titanes y las Titánidas. Los Titanes son seis: Océano, el mayor, luego Ceo, Críos, Hiperión, Iapeto y, finalmente, Cronos (Saturno). Seis hermanas, las Titánidas: Tía, Rea (Cíbiles), Temis, Mnemosine, Febe y Tetis. Algunos de estos nombres responden a funciones particulares dentro del mundo, así, Temis, por ejemplo es la Justicia, Mnemosine es la memoria, quien garantiza la duración del mundo, no gracias al tiempo sino a la alternancia entre el día y la noche. Tetis es una divinidad marina; parece personificar la fecundidad femenina del Mar. Se casó con Océano, y le dio más de tres mil hijos (los ríos del mundo), su morada está situada lejos en el Oeste, en el país del Atardecer, todo rojo, que el Sol visita a diario al bajar del cielo. Hiperión (el que viaja a lo alto) casado con su hermana Tía, engendra a Helios y Selene (el Sol y la Luna). La mayor parte de los Titanes no existe más que en su descendencia: Ceo, unido a su hermana Febe (la Brillante), engendra a Leto, que más tarde será la madre de Artemisa y de Febo. Críos, con Euribia, una de las hijas de Gea y del Pontos, engendró a Astreo que fue uno de los esposos de la Aurora (Eos), al gigante Palas, y finalmente Perses, que fue el padre de la diosa Hécate -la señora de la noche-, diosa de la Abundancia, de la Elocuencia, pero también temible maga, hábil para metamorfosearse en perra, en loba, en asna, y cuya estatua de tres cabezas se erguía frecuentemente en las encrucijadas. Iapeto se casó con Climena, hija de Océano y de Tetis, que le dio cuatro hijos: Atlante (Atlas), el gigante que más tarde fue condenado a llevar sobre sus hombros la bóveda del cielo, Menoetio, quien también participó en la rebelión contra Zeus, y que por esa razón fue fulminado y sumergido en el Tártaro. El Titán cuya descendencia reviste mayor importancia es Cronos. A partir de él se desarrollan los destinos que llevan al poder a la generación divina de los Olímpicos. Los Cíclopes eran también hijos de Urano y Gea, tres genios de la tempestad: Arges (el fulgor del relámpago), Asteropes (las nubes de la tempestad) y Brontes (el estruendo del trueno), luego los Hecatonquiros (los Ciembrazos), tres gigantes: Coto, Briareo y Gies. Urano detestaba haber sido padre tan prolífico y por ello prohibía a sus hijos el ver la luz; les obligaba a permanecer encerrados en las profundidades de la Tierra. Ya que Urano imponía una continua fecundidad a su compañera, ésta planeó junto con sus hijos mayores, la venganza. Ninguno de ellos aceptó, excepto el más joven de ellos, Cronos, quien odiaba a su padre –no se sabe bien por qué-. Entonces Gea le confió una serpiente de acero muy dura y aguzada, y cuando una noche Urano se acercó a ella para fecundarla una vez más, Cronos que se encontraba expectante, le cortó con la serpiente los testículos a su padre y los lanzó al espacio. La sangre del dios herido cayó en forma de lluvia sobre la tierra y el mar, donde engendró aun otras divinidades. De esta sangre que cayó en la tierra salieron las Erinias –Eumenides-: Alecto, Tisífone y Megera, las tres Furias, genios crueles que viven en las profundidades del Infierno, donde torturan a los criminales, los Gigantes y una nueva generación de Ninfas, las Melíadas, o Ninfas de los fresnos. Titán Atlas De la sangre mezclada con semen, que cayó sobre el mar, nació la diosa Afrodita (Espuma). Amor y el hermoso Deseo, la cortejaron en cuanto nació.

LAS PRINCIPALES DIVINIDADES

Luego de cumplir su venganza, Cronos se quedó solo para reinar en el mundo que apenas se formaba. Alrededor de él se formaron nuevas generaciones. Noche engendró

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a la Suerte, Kere (el Destino) y Thánatos (el Fallecimiento); también engendró el Sueño y toda la raza de los Ensueños, así como a Momo, el dios del sarcasmo, y al Dolor, y a Némesis, que es la venganza de los dioses, y castiga en los hombres todo acto. Por su propia fecundidad, Noche engendró a las Hespérides, que son las Ninfas del Ocaso. Hay tres: Aegle, Eritia y Hesperaretusa: Habitan en el Extremo Occidente, en las orillas del Océano, no lejos de las islas Afortunadas, donde residen las Almas Felices. Diversos demonios crueles también son hijos de la Noche, Apaté (Engaño), Filotes (Ternura), Geras (Vejez), Eris (Discordia), que a su vez engendró otras calamidades: Olvido, Hambre, Los Dolores, los Combates, los Crímenes, las Querellas, los Discursos embusteros, Anarquía, Desastre, y Juramento (Horco). De esta manera el mundo se preparaba para recibir a los Hombres disponiéndoles mil causas de sufrimientos.

LOS DEMONIOS DEL MAR

Pontos (la Ola) tuvo como primogénito a Nereo, a quien se llama el Viejo del Mar, porque es leal y benigno a la vez, sin olvidar jamás la equidad. También Pontos engendró con Gea, a Taumas, que más tarde fue el padre de la diosa Iris, encarnación del arco iris y mensajera de los inmortales; luego a Forcis. Por su parte Nereo se unió con Doris, una de las hijas de Océano, que le dio las Nereidas, cuyo número varía según las tradiciones: más frecuentemente, se cuentan cincuenta, pero a veces son el doble. Entre las Nereidas sólo algunas han recibido una leyenda en particular: Tetis, la madre de Aquiles, y Anfitrite, la esposa del Olímpico Poseidón, dios del mar, y la siciliana Galatea. Las Nereidas jóvenes y bellas, pasan su tiempo eterno, hilando y cantando en el palacio de oro de su padre. Taumas hijo de Pontos, ha engendrado a la Arpías, Aelo y Ocipete (la borrasca y la vueladeprisa) a las que a veces se añade una tercera hermana, Cileno (la Oscura). Estas Arpías son genios malhechores, cuando caen sobre el mar, con toda la velocidad de sus alas, nada les aguanta: Lo arrancan todo a su paso. Se las representa semejantes a pájaros de presa, con garras agudas, y se asegura que viven en las islas Estrofadas, en el centro del mar Jónico. Las tres viejas del mar son: Las Greas (Enio, Pefredon y Dino: Viven en el Extremo Oriente, en un país cubierto de brumas, donde nunca sale el sol. Sólo tenían un ojo y un diente las tres, sirviéndose de ellos por turno). Las tres Greas eran hermanas de otros tres monstruos, las Gorgonas, llamadas Esteno, Euríala y Medusa. Medusa era la única mortal entre las tres. Las gorgonas eran horribles, estaban armadas con grandes defensas semejantes a las de los jabalíes: Sus ojos chispeaban y su mirada era capaz de convertir en piedra a quien tuviera la osadía de mirarlas fijamente. Su cabellera era hecha de serpientes, y alas de oro les permitían volar, vivían en los confines del mundo. Perseo da muerte a Medusa quien había sido fecundada por Poseidón. De su cuerpo al morir, surgen dos seres: Pegaso, el caballo alado, y Crisaor, el héroe de la espada de oro, que a su vez, engendró al gigante Gerión el de los tres cuerpos, víctima de Heracles y también a Equidna (la Víbora), un monstruo aterrador que se unió a Tifón y le dio hijos: El monstruo perro Ortros, compañero de Gerión, Cerbero, el perro que guardaba los Infiernos, la Hidra de Lerna, que había de ser muerta por Heracles, y la Quimera, a la que más tarde combatiría Belerofonte.

PRIMERA GENERACIÓN

En unión con su hermano la Titánida Rea, Cronos tuvo tres hijas: Hestia, Deméter y Hera, y tres hijos: Hades, Poseidón y, finalmente, Zeus, el último. Una maldición

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pesada sobre Cronos, luego de destronar a su padre, había rehusado dar satisfacción a Gea. Por no haber liberado a sus hermanos, condenados a no ver la luz. Gea le prometió que también él sufriría la suerte que había infligido a su padre, y que sería destronado por sus hijos. Para prevenirse contra esa amenaza. Cronos devoraba los hijos que le daba Rea. Los primeros cinco, se los comió. Pero cuando estuvo a punto de nacer el pequeño Zeus, Rea decidió salvar a ese niño. Con la complicidad de Gea, encontró un asilo en una caverna de Creta, donde dio a luz. Luego tomó una piedra y la envolvió en pañales, llevándosela a Cronos y diciéndole que era su hijo. Sin enterarse de la verdad, Cronos, tomó la piedra y se la comió. Zeus se había salvado al mismo tiempo que Cronos estaba condenado. Zeus creció en el antro de Creta, confiado a la custodia de una nodriza, la ninfa Almatea, y de jóvenes guerreros armados de lanza y escudo, los Curetas. Los Curetas (los jóvenes) danzaban sin descando una danza guerrera en torno a la gruta donde reposaba el niño: hacían el mayor ruido posible, entrechocando las armas y lanzando gritos de guerra. Todo ello con el fin de cubrir el llanto de Zeus, impidiendo que Cronos lo descubriera y se apresurase a devorarlo. Protegido, Zeus creció y adquirió toda su fuerza divina. Llegó el momento en que había de cumplirse la promesa de Gea. Zeus tenía entonces por compañera a una hija de Océano, Metis (Perfidia), que le dio una droga gracias a la cual Zeus pudo hacer vomitar a su padre los hijos que había devorado anteriormente. Todos volvieron a ver la luz. Con estos aliados, Zeus atacó a Cronos y a los Titanes, que fueron en auxilio de éste. La lucha duró diez años. Finalmente un oráculo de Gea prometió a Zeus la victoria si tomaba a los seres monstruosos precipitados antaño en el Tártaro por Cronos. Obedeciendo, y realizando así el voto de Gea, a la que Cronos había engañado, Zeus liberó a los monstruos, que se convirtieron en sus guardianes. Aquellos monstruos dieron a los jóvenes dioses poderosas armas que figurarían entre sus atributos futuros. Así es como los tres Cíclopes, forjaron para Zeus el trueno y el rayo, lo mismo que el relámpago: y Zeus será, eternamente, el dios del cielo tempestuoso. También dieron a Hades un casco que volvía invisible a quien lo llevara, por ello fue el dios del reino invisible, y reinaba sobre las almas de los difuntos. Poseidón recibió un tridente mágico, cuyo golpe es capaz de trastornar la tierra y el mar. Los Olímpicos se distribuyeron en el universo. Zeus obtuvo preeminencia, y reinó sobre el cielo, Hades se contentó con la parte del mundo situada debajo de la tierra, es decir, el mundo infernal. Poseidón fue el señor del mar.

SEGUNDA GENERACIÓN

Zeus tomó una esposa divina, Hesíodo le atribuye a Metis como primera compañera, Gea y Urano, depositarios de los secretos divinos, revelaron a Zeus un oráculo del Destino: De los hijos que nacieran de Metis y de él, el primero sería muy sabio y valiente, pero el segundo sería un hijo de ánimo violento llamado para destronar a su padre. Previniendo el peligro, Zeus se comió a Metis cuando ésta esperaba a su primer hijo. Zeus convocó al dios forjador, Hefestos, y le ordenó que le hendiera la cabeza de un hachazo. Y así es como, de la cabeza de Zeus, surgió una muchacha enteramente armada: era la diosa Atenea, toda sabiduría y valentía. Temis, la Titánida, fue la segunda esposa de Zeus, era ella la encarnación de la ley o la Equidad. De esa unión nacieron las divinidades que llaman las Horas, y que son las estaciones, Eran tres, Hesíodo, las llama: Eunomía, Diké e Irene, es decir, Disciplina, Justicia y Paz, pero los atenienses las conocían bajo los nombres de Thalo, Auxo y Carpo, que evocan los tres principales momentos de la vegetación: el nacimiento de la planta, su crecimiento y su

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fructificación. Zeus tuvo otras tres hijas con Temis, Moiras (las Parcas): Cloto, Laquesis y Átropos, que rigen el destino de todo ser humano. Aquel destino estaba simbolizado por un hilo, que la primera de las Parcas sacaba de su rueca, que la segunda enrollaba y que la tercera cortaba cuando llegaba al término de la vida que representaba. La tercera esposa de Zeus fue la Oceánida Eurinome, que le dio también tres hijas, Kharites (las gracias), Aglae, Eufrosine y Talía. Como las Horas, las Gracias son genios de la vegetación: Son ellas quienes transmiten la alegría en la Naturaleza y en el corazón de los hombres. Viven en el Olimpo en compañía de las Musas, presiden toda labor femenina. Deméter que era su hermana, dio a Zeus una hija, Perséfone. Luego se unió a la Titánida Mnemosine, y tuvo de ella nueve hijas, las Musas, “que se complacen en las fiestas y en la alegría del canto”. Las Musas también patrocinan todas las actividades intelectuales, hasta las más altas, todo lo que libera al hombre de la materia y le da acceso a las verdades eternas. Elocuencia, persuasión, sabiduría, conocimiento del pasado y de las leyes del mundo, matemáticas, astronomía, poesía, música y la danza son su dominio. Las Musas eran: Calíope, Clío, Polimnia, Euterpe, Terpsícore, Erato, Melpómene, Talía y Urania.

MUSAS Y SU ESPECIALIZACIÓN

Calíope La poesía épica. Clío La historia. Polimnia la pantomima. Euterpe La flauta. Talía la comedia. Erato la lírica coral. Tepsícore la poesía ligera y la danza. Melpómene la tragedia. Uranía la astronomía. Después de Mnemosine, Zeus se unió con Leto, la hija del Titán Ceo y de la Titánida Febe. De ella tuvo dos hijos, Artemisa y Febo. Maia, hija del Titan Atlas, concibió al dios Hermes por obra de Zeus. Hera fue la última de las esposas divinas de Zeus, que le dio un hijo. Ares, el dios de la Guerra, y dos hijas: Hebe, personificación de la juventud (esposa de Heracles), e Ilitia, el genio femenino que protege los partos. Zeus amó también mortales, sobre todo a Alemena, que le dio a Hércules, y Semele, de la que tuvo a Dionisio, el dios del Vino. Hera, furiosa de verse así abandonada, hizo nacer por sí misma, sin la intervención de Zeus, a un hijo divino, Hefestos, que preside el trabajo de los herreros y de las artes del fuego. Se completa de esta manera, el grupo de las grandes divinidades. En la época clásica se considera que existen doce “Olímpicos”: Zeus, Poseidón, Hefestos, Hermes, Ares, Febo, Hera, Atenea, Artemisa, Hestia, Afrodita y Deméter.

Las generaciones humanasLos primeros hombres que los dioses crearon formaron la llamada edad de oro. Mientras Cronos (Saturno) reinó en el Cielo, vivieron exentos de todo cuidado,

semejantes a los propios dioses, libres de trabajos y penalidades. Desconocían todos

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los achaques, hasta los de la vejez. Siempre vigorosos las manos, los pies y todos los miembros, se deleitaban, libres de todo mal, en alegres festines. Los dioses

bienaventurados los amaban y les enviaban magníficos rebaños en campos feraces. Cuando tenían que morir los sumían en dulce sueño, y mientras vivían disponían de

todos los bienes posibles: la tierra les daba, espontánea, toda clase de frutos en abundancia, y ellos, colmados de tantas riquezas, realizaban sus labores cotidianas. Cuando cada generación, cediendo al mandato del Destino, desaparecía de la Tierra,

convertíase en piadosas divinidades protectoras que, envueltas en’ densa niebla, vagaban en torno al planeta, dispensadores de todo bien, celadores del derecho y

vengadores de todo delito.Entonces crearon los dioses inmortales una segunda generación humana, de plata, distinta ya de la primera, así en la conformación del cuerpo como en la inteligencia. Cien años bien cumplidos tardaba el niño en crecer, con su espíritu aún inmaturo, en la casa paterna bajo los mimos y cuidados maternales, y cuando, finalmente, había alcanzado la madurez del adolescente, poco plazo le restaba de vida. Acciones irrazonables sumían a esos nuevos humanos en la aflicción, pues ya no eran capaces de dominar sus pasiones y, en su petulancia, se desmandaban unos contra otros. Tampoco querían ya honrar los altares de los dioses con los sacrificios que les eran debidos, por todo lo cual Zeus expulsó de la Tierra a esta raza, dolido de su falta de veneración hacia los inmortales. Con todo, esos hombres no estaban tan desprovistos de méritos que, una vez perdida la existencia terrena, no se les otorgase una distinción: podían seguir vagando por la Tierra convertidos en genios inferiores.

Luego, el padre Zeus creó una tercera generación de hombres; esta vez, sólo de bronce. Era en todo distinta de la de plata, cruel, violenta, entregada exclusivamente a los negocios de la guerra, pensando siempre en ofenderse unos a otros. Desdeñaban los frutos del campo, y se nutrían de la carne de los animales. Eran de una dureza diamantina, la contextura de sus miembros monstruosa; nadie osaba ponerse al alcance de sus brazos. Sus armas eran de bronce, de bronce su vivienda y con bronce trabajaban sus campos, pues no se conocía aún el hierro. Volvían sus manos unos contra otros, pero, pese a su corpulencia y a su condición terrible, nada podían contra la tenebrosa muerte y, al cerrarse para ellos la clara luz del sol, iban cayendo en la noche escalofriante del Hades.

Cuando ya la tierra hubo cubierto esta generación, Zeus, hijo de Cronos, engendró una cuarta destinada a habitar sobre el suelo nutricio. Era ésta más noble y justa que la anterior; era la generación de los divinos héroes, a quienes la Antigüedad llamó también semidioses. Finalmente, también ésta sucumbió bajo la discordia y la guerra; los unos cayeron ante las siete puertas de Tebas, luchando por el reino del rey Edipo, los otros en los campos de Troya, donde acudieran innúmeros en sus barcos a la palestra por la bella Helena. Al terminar su vida terrena, víctimas de la lucha y la miseria, el padre Zeus les asignó un lugar al borde del Universo, en el Océano, en las islas de los bienaventurados. Allí, después de la muerte, gozan de una existencia feliz y libre de cuidados; allí, el suelo feraz les da, tres veces al año, para su alimento, frutos dulces como la miel.

—«¡Ah! —suspira el viejo poeta Hesíodo, que narra esta leyenda de las generaciones—, ojalá no fuese yo miembro de la quinta generación que ha aparecido ahora. ¡ Ojalá hubiese muerto antes o nacido más tarde! Pues la actual familia humana es de hierro. En su miseria, estos hombres de hoy no reposan ni de día ni de noche, acosados por

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angustias y penalidades. Los dioses no cesan de enviarles nuevos cuidados que los consumen. Pero su plaga mayor son ellos mismos. El padre no respeta al hijo; ni el hijo al padre; el huésped odia al amigo que le cobija, el compañero al compañero, y tampoco, como antaño, reina entre hermanos el amor cordial y sincero. Incluso se niega la veneración a las canas de los padres, quienes se ven forzados a escuchar dicterios afrentosos y a soportar malos tratos. ¡Oh, hombres crueles! ¿No pensáis en la justicia de los dioses, pues os negáis a tributar a vuestros ancianos progenitores la gratitud que les debéis por sus cuidados? Por doquier impera sólo el derecho del más fuerte y no se piens sino en devastarse mutuamente las ciudades. No es respetado el que proclama la verdad, el justo y virtuoso, sino que se honra únicamente al malhechor, al despreciable criminal. El derecho y la moderación no cuentan ya; el malo puede herir al noble, pronunciar palabras engañosas y falaces, jurar en falso. Por eso son estas humanas criaturas tan desgraciadas. La envidia maliciosa e irascible los persigue y atormenta con su rencoroso rostro. Las diosas del pudor y del santo recato, que hasta ahora se habían dejado ver en la Tierra, envuelven tristemente sus hermosos cuerpos en albos velos y huyen de los hombres para refugiarse nuevamente en la asamblea de los eternos dioses. Los tristes mortales se han quedado solos con sus miserias, para las que no pueden esperar remedio alguno (1).

(1) Otros distinguen solamente cuatro generaciones humanas: las de oro, plata, bronce y hierro; y aun tres, prescindiendo de la última.

Guerra de TroyaLa historia de la guerra de Troya sufrió, en el curso del tiempo, numerosos cambios y ampliaciones.

El meollo de esta historia está contenido en los dos poemas épicos de Homero, la Ilíada y la Odisea. Los episodios relatados o brevemente aludidos en dichos poemas, fueron elaborados o desarrollados por los poetas posthoméricos, ya sea relacionándolos con otras tradiciones populares, ya agregándoles detalles de su propia invención.Cuenta Homero que una vez que Helena hubo sido raptada por París, Menelao y Agamenón visitaron a todos los jefes griegos exhortándolos a tomar parte en una expedición que aquéllos preparaban con el objeto de vengar la afrenta.

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Agamenón fue elegido comandante en jefe; los más destacadas héroes griegos que le seguían eran, su hermano Menelao, Aquiles y Patroclo, los dos Ayax, Teucro, Néstor y su hijo Antíloco, mises, Diomedes, Idomeneo y Filoctetes.

Las huestes griegas, compuestas de 100.000 hombres, que contaban con 1.186 barcos, se concentraron en el puerto de Aulis. Allí, mientras celebraban un sacrificio bajo un plátano, surgió una víbora debajo del altar, ascendió por el árbol y devoró un nidal con ocho pichones de gorrión, junto con la madre de los pajarillos.

Calcas, el adivino de la expedición, interpretó que ese hecho significaba que la guerra duraría nueve años y que terminaría en el décimo, con la destrucción de Troya.

Agamenón había recibido por su parte un oráculo del dios de Delfos, según el cual Troya caería después de que los mejores griegos se querellaran entre sí.

El sitio de la ciudad

La partida hacia Troya se realiza inmediatamente y después de instalar el campamento entre la costa y las murallas de la ciudad, Mises y Menelao se dirigen como embajadores a la corte de Príamo, para pedir la entrega de Helena. La demanda, a pesar de la inclinación de la propia Helena y de las admoniciones del troyano Antenor cae en el vacío, debido a la oposición de Paris, y la guerra queda declarada.

El número de los troyanos, cuyo héroe principal es Héctor, apenas alcanza a la décima parte del de los sitiadores. Y aun cuando los primeros cuentan con poderosos aliados, tales como Eneas, Sarpedóny Glauco, no se atreven por temor a Aquiles, a afrontar un encuentro abierto con sus enemigos.

Por otra parte, los aqueos nada pueden hacer frente a la ciudad bien defendida y fortificada, viéndose obligados a limitar su acción a la ejecución de emboscadas y a desbastar las vecindades de la plaza; la falta de víveres los obligaba, asimismo, a organizar expediciones por las zonas próximas, que se llevaban a cabo por mar y tierra bajo el mando de Aquiles.

Llegó al fin el año décimo, el decisivo en el sitio de Troya .Crises, sacerdote de Apolo, llega al campo de los griegos vestido con sus ropas sacerdotales, para rescatar a su hija Criseida, del poder de Agamenón. Es rudamente rechazado y Apolo castiga a los griegos infligiéndoles una plaga. En una asamblea de los griegos, convocados por Aquiles, Calcas declara que el único modo de apaciguar al dios, es el de entregar a la joven sin rescate .Agamenón asiente a ese deseo general, pero, a modo de compensación, quita a Aquiles, a quien se considera el instigador de toda la trama, a su esclava favorita, Briseida.

Aquiles, ofendido, se retira airado a su tienda e implora a su madre Tetis que obtenga de Zeus la promesa de que los griegos sufran continuas derrotas en la lucha con los troyanos, hasta tanto Agamenón, le rinda una satisfacción.

Los troyanos salen inmediatamente a campo abierto y Agamenón, inducido por una promesa de victoria que le sugirió un sueño enviado con tal propósito por Zeus, elige el día siguiente, como día de la batalla.

Las huestes de ambos bandos están frente a frente, dispuestas a entrar en lucha, cuando deciden, de común acuerdo, que el conflicto por Helena y por los tesoros saqueados, sea decidido en duelo singular, entre Paris y Menelao.

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París es vencido en el duelo y sólo es salvado de la muerte por la intervención de Venus. Cuando Agamenón exige el cumplimiento del tratado, el troyano Pandareo rompe el armisticio, disparando una flecha contra Menelao, con lo que dio comienzo al primer encuentro general de la guerra, en el cual Diomedes realiza milagros de bravura bajo la protección de Minerva, llegando, inclusive, a herir a Marte y a Venus.

El día termina con un duelo no decisivo entre Héctor y Ayax, hijo de Telemón. En el armisticio que sigue a continuación, ambos bandos dan sepultura a sus muertos y los griegos rodean su campamento de un muro y se atrincheran.

Al iniciarse de nuevo la lucha, Zeus prohíbe a los dioses tomar parte en ella y ordena que la batalla termine con una derrota de los griegos. Durante la noche siguiente, Agamenón planea la retirada, pero Néstor le aconseja que se reconcilie con Aquiles. Los esfuerzos de los intermediarios resultan inútiles y pese a los esfuerzos de Agamenón que lucha con bravura, son heridos varios héroes, entre ellos Ulises, Diomedes y el mismo Agamenón. Los griegos se retiran tras el muro de su campamento, para cuyo ataque preparan los troyanos cinco destacamentos.

Ataque troyano

La defensa de los griegos es valerosa, pero Héctor logra destrozar con una roca la puerta de entrada de las fortificaciones y el torrente enemigo se precipita incontenible dentro del campamento griego. Una vez más, los héroes griegos que aun están en condiciones de combatir, especialmente los dos Ayax e Idomeneo, consiguen rechazar a los troyanos con ayuda de Poseidón, mientras Ayax estrella a Héctor contra el suelo, con una piedra; pero este último no tarda en resurgir en el campo de batalla, con nuevo brío, otorgado por Apolo, por orden de Zeus.

Poseidón es obligado a dejar librados a los griegos a su propia suerte. Estos se retiran nuevamente hacia sus barcos, que Ayax defiende en vano, cuando Aquiles, cediendo a los ruegos de su amigo Patroclo, envía a éste, cubierto con su propia armadura, al mando de los mirmidones, en ayuda de los derrotados griegos.

Creyendo que tenían ante sí al mismo Aquiles, los troyanos huyen ante Patroclo, presas de terror, perseguidos por éste, hasta los muros de la, ciudad, y sufriendo muchas bajas, incluso la del valiente Sarpedón, cuyo cuerpo es rescatado de los griegos, sólo después de una encarnizada lucha.

Finalmente, Héctor, con la ayuda de Apolo, da muerte a Patroclo; la armadura de Aquiles está perdida y aun el cuerpo del héroe griego es rescatado a duras penas. Aquiles se arrepiente entonces de su enojo, se reconcilia con Agamenón y al día siguiente, provisto de una nueva y espléndida armadura, forjada por Vulcano, a pedido de Tetis, venga la muerte de su amigo, dando muerte a infinidad de troyanos y, por último, al propio Héctor.

Con el entierro de Patroclo y con los juegos funerales establecidos en su honor, con la entrega del cuerpo de Héctor a Príamo y con entierro del héroe troyano, para lo cual quermite Aquiles un armisticio de once días, termina la Ilíada.

Poco después de la muerte de Héctor, las leyendas posteriores hacen llegar a las Amazonas en ayuda de los troyanos, siendo muerta la reina de aquéllas, Pentesilea, a manos de Aquiles. Aparece luego Memmon, a la cabeza de los etíopes y da muerte a Antíloco, hijo de Néstor, y es muerto, a su vez, por Aquiles.

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Se cumple en ese momento el oráculo recibido por Agamenón en Delfos. Durante un banquete de sacrificio estalla una violenta disputa entre Aquiles y Ulises, pues éste afirma que sólo con la astucia y no con la fuerza, podrá; Troya ser capturada.

Inmediatamente y, mientras se forzaba la entrada de Troya por la puerta Scean, o según otra leyenda, durante la boda de la hija de Príamo, Polixena, en el templo de Apolo timbreano, Aquiles cae muerto por una flecha de París, dirigida por, aquel dios.

Una vez realizado el entierro del héroe, Tetis ofrece las armas de su hijo, como un premio al más bravo de los griegos, correspondiendo dicha recompensa a Ulises.

En ese momento, el rival de Ulises, Ajax, se suicida. Los griegos hallan, sin embargo, cierta compensación por tales pérdidas. Procediendo de acuerdo con la admonición de Heleno, hijo, de Príamos, que había sido capturado por Ulises, según la cual Troya no podría ser conquistada sin las flechas de Hércules y la presencia de un descendiente de Eaco, fueron a buscar a Filoctetes, el heredero de Hércules, que había sido abandonado en Lemmos, y a Neoptolemo, el joven hijo de Aquiles, quien fue traído de Esciros.

Este último, digno hijo de su padre, mata al último aliado de los troyanos. Eurífilo, el bravo hijo de Telefos; Filoctetes mata a París, con una de las flechas de Hércules. Aun cuando hubiera sido cumplida la última condición para la captura de Troya, es decir, el retiro del Palladium, del templo de Minerva, en la ciudadela, empresa que realizaron Diomedes y Ulises, se advierte que la ciudad sólo puede caer mediante alguna estratagema.

El caballo de madera

Por consejo de Minerva, Epeio, hijo de Panopeo, construye un gigantesco caballo de madera, en cuyo vientre se ocultan los más bravos de los griegos, bajo la dirección de Ulises, mientras que el resto, después de quemar su campamento, se embarcan y parten en sus barcos, sólo para anclar detrás de Tenedos.

Creen los troyanos que los griegos se han retirado, salen de la ciudad y encuentran el caballo de madera, dudando qué hacer con él. Según algunas leyendas, fueron engañados por el traicionero Sinón, un pariente de Ulises, quien se habría quedado en el lugar, por propia voluntad.

Explicó a los troyanos que había escapado a la muerte a la que había sido condenado por la maldad de Ulises y que el caballo había sido erigido como expiación por el robo del Palladium; destruirlo, sería fatal para Troya. En cambio, si se lo introducía en la ciudadela, Asia llegarla a conquistar a Europa.

La suerte de Laocoonte elimina toda duda del espíritu de los troyanos. Como la puerta de la ciudad resulta demasiado estrecha, rompen una parte del muro, para que pueda pasar el caballo, que es arrastrado hasta las ciudadelas, como ofrenda dedicada a Minerva.

Mientras los troyanos festejan lo que estiman un triunfo, Sinón abre durante la noche el vientre del caballo. Los héroes salen de su interior y prenden las hogueras que dan a la flota griega la señal, previamente convenida, para el retorno.

Así fue capturada Troya; todos sus habitantes fueron muertos, o bien arrastrados a la esclavitud, y la ciudad quedó arrasada por la rapiña y las llamas. Los únicos

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sobrevivientes de la casa real fueron Helena, Casandra y Andrómaca, viuda ésta de Héctor, además de Eneas.

Una vez que Troya hubo sido destruida y saqueada, Agemenón y Menelao, contrariamente a la costumbre, convocaron a los embriagados griegos a una asamblea, celebrada por la noche. Se produjo una división entre ellos, pues mientras la mitad de los reunidos estaba de parte de Menelao, deseosos de retornar en seguida a sus hogares, la otra mitad, de acuerdo con Agamenón, quería apaciguar a la diosa Minerva, la cual había sido ofendida por el ultraje del Ayax locrio.

El ejército griego quedó, pues, dividido en dos partes. Sólo Néstor, Diomedes, Neoptolemo, Filoctetes e Idomeneo, alcanzaron sus hogares sanos y salvos; mientras que Menelao y Ulises tuvieron que pasar antes largas vicisitudes.

La muerte sorprendió a Ajax y a Agamenón, inmediatamente después de su vuelta al hogar.

Los Grandes Poemas ÉpicosLa Ilíada, La Odisea y la Eneida

Homero

Casi nada se sabe de Homero; pero se cree que era un narrador de talento que cantaba sus historias y que, tiempo después, otro poeta las escribió con la forma en que han llegado a la actualidad. Homero compuso en hexámetros, hacia el 850 antes de C, dos epopeyas sobre la guerra de Troya: la ruada y la Odisea. Para componer sus poemas, Homero adaptó las leyendas, historias y cantos de su pueblo, y los reunió en relatos épicos, cantando a los dioses y los héroes de una época que representa para él “la edad de antaño”.

Las leyendas viejas se remontan a tiempos muy antiguos; los padres las transmiten a sus hijos y así sucesivamente durante siglos y siglos. De vez en cuando se modificaba la historia, pues los narradores las embellecían al narrarlas. Sin embargo, muchos hechos citados en la epopeya son exactos, como lo han comprobado descubrimientos recientes. Una ciudad rodeada de muros existía realmente en el Asia Menor, donde Homero situaba a Troya, y había sido destruida por un gran incendio, tal como él lo dice.

Homero debió de sacar sus descripciones del mundo que lo rodeaba, o sea, el de su época. Los sabios apoyan esta opinión, al llamar a la cultura griega descrita en la Iliada y la Odisea, “la edad homérica” o la “edad de Homero”. Hay que tener presente, no obstante, al leer esos poemas, que relatan acontecimientos muy antiguos situados en el marco de un período más avanzado. Homero está junto a Dante y a Shakespeare, los tres mayores poetas de toda la literatura. La Odisea, así como la lliada, contienen escenas admirables, tales las que describen las tormentas en el mar, la existencia de los marineros y la vida familiar de los griegos.

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Se puede ver cómo Ulises es puesto en presencia del espíritu de su madre y cómo suceden su regreso trágico y la liberación de su casa. Homero es hábil para las comparaciones y emplea palabras que por sí solas evocan un cuadro completo: “el mar oscuro como vino”, “el vino de color de miel”, “el alba coronada de oro” y “de dedos de rosa”. La lliada y la Odisea son las dos más fabulosas historias de aventuras que se conocen. Son, además, una preciosa fuente de información. Muchas de las cosas sobre la vida en Grecia se revelan en ellas. Cómo vivían los griegos, cómo se vestían y qué comían. Alusiones o a veces descripciones detalladas informan sobre sus maneras de combatir y gobernar; sobre sus navios, sus casas, sus ideas sobre la educación, los deportes, la medicina. Todas las obras épicas contienen descripciones. En aquellos tiempos no había libros ni periódicos, y mucha gente nunca había visto a un rey o a un señor con ricos vestidos, hermosas mansiones o navios, de modo que oían con placer cómo el cantor los describía. Todas estas cosas y cada detalle se grababa en su memoria.

Los dioses de la antigua Grecia eran hombres y mujeres, de gran belleza y dotados de poderes sobrenaturales. Jamás envejecían. Vivían en la cima del Olimpo, una alta montaña en el norte de Grecia. En su carro o por medio de alas adheridas a los pies, viajaban por los cielos; al igual que el común de los mortales, los inmortales tenían sus defectos: eran celosos, intrigantes, inconstantes, amantes, buenos, generosos, alegres, tristes y a veces también se enojaban. En la lliada, Hera reprocha a su marido Zeus el querer salvar a Príamo, y Zeus, cediendo a los reclamos de su mujer, permite la ruina de Troya.

La lliada informa de la creencia de los griegos en una vida futura. Se creía que después de la muerte el alma de un hombre erraba por la tierra hasta que su cuerpo recibía las honras fúnebres. Esto explica por qué Príamo siente dolor cuando Aquiles le rehusa el cuerpo de Héctor. Se incineraban los cadáveres sobre una alta pila de madera llamada pira funeraria. Con el fin de que el muerto no se sintiera solo en el otro mundo, se quemaban al mismmo tiempo sus bienes más queridos. Así, se sabe, a propósito de los funerales de Patroclo, que Aquiles coloca sobre la hoguera caballos, algunos de los perros favoritos de Patroclo y diversos objetos que le habían pertenecido. Luego de las ofrendas, el espíritu descendía al Hades. Las almas ordinarias erraban sin fin; pero aquellas que contaban con el favor de los dioses alcanzaban los campos Elíseos, en los que gozaban de eterna felicidad. Los que habían ofendido a los dioses sufrían horribles castigos en el Tártaro. Grecia, según la Iliada, estaba dividida en multitud de reinos pequeños; la isla de Itaca, la patria de Ulises, no es más que una pequeña isla, y Ulises es sólo uno de muchos reyes. Un soberano debía contar con el consentimiento de los hombres libres antes de lanzarse a una empresa importante. La Ilíada cuenta cómo Agamenón reunió a todos sus guerreros para decidir si convenía proseguir el sitio de Troya o, por el contrario, regresar. En esta reunión, un soldado difiere de sus jefes, y todos lo escuchan con respeto.

Por las descripciones de Homero, parece que los edificios del palacio estaban agrupados a la manera de un castillo medieval. La gente de menor importancia vivía fuera de los muros del castillo en casas menos suntuosas. La agricultura y la ganadería constituían su mayor fuente de recursos. Los mismos reyes, tales como Ulises, trabajaban sus propios campos y se ufanaban de abrir sus propios surcos, rectos y profundos. Las mujeres también trabajaban: Helena, Andrómaca y Penélope, la esposa

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de Ulises, tejían telas para su familia; y una princesa llamada Nausícaa lavaba la ropa, como se lee en la Odisea.

Homero informa sobre las armas empleadas en su época: los escudos estaban hechos con piel de toro; las puntas de las lanzas, de bronce, lo mismo que las espadas. Los griegos conocían el uso del hierro, pues Homero lo cita en sus poemas. Se cubrían el cuerpo con una armadura, para protegerse en la batalla. Los guerreros de Homero llevaban una coraza, y grebas para protegerse las piernas. El poeta describe con gran detalle la espléndida armadura que Hefesto forja para Aquiles. Es muy dudoso que los griegos de aquel tiempo hayan sido capaces de hacer algo tan hermoso, pero, evidentemente, todo lo que los hombres imaginan los dioses pueden cumplirlo gracias a sus dones de naturaleza divina; y, por lo demás, ¿por qué los poetas habrían de detenerse en consideraciones de tan poca importancia?

Los antiguos griegos eran tanto marinos como granjeros; sus navios eran pequeños veleros provistos de un banco para remeros y de numerosos remos, con el fin de que la marcha de los navios no dependiera solamente de los caprichos del viento. Algunos barcos mencionados por Homero tienen cuarenta remos; otros, veinte. De bajo tonelaje, estos barcos no soportaban demasiado bien el mar. Pero como los mares que bañan a Grecia están sembrados de islas, los marinos raramente perdían de vista la tierra, excepto durante el peligroso viaje a Egipto. En la noche, los marinos muy frecuentemente llevaban sus embarcaciones a la playa y dormían en tierra. Si permanecían algún tiempo, amarraban el barco a buena distancia del mar para evitar que hiciera agua.

Publio Virgilio Marón

Nació en el 70 antes de Cristo en Andes, cerca de Mantua, en la Galia Cisalpina. De padres acomodados, recibió educación esmerada, y cuando se radicó en Roma, sus poemas le ganaron pronto entusiastas admiradores, entre ellos el rico Mecenas, gran protector de las letras y las artes. Convertido en el poeta favorito del emperador Augusto, recibió de éste una hermosa casa de campo en las cercanías de Nápoles. En el año 19 se trasladó a Grecia, donde enfermó; obligado por ello a regresar a su patria, murió al poco tiempo en Brindisi.

Del conjunto de la obra virgiliana sobresalen las Bucólicas, colección de diez églogas, imitadas de los Idilios de Teócrito; es una serie de juegos poéticos entre pastores, donde se narran sus amores o sus trabajos; las Geórgicas, escritas según se cree por sugestión de Mecenas, narran en cuatro libros (labores del campo, árboles y viñas, ganado, apicultura) los atractivos de la vida de la campiña; y la Eneida, calificada por Grenier como “epopeya de la predestinación de Roma”, poema épico comenzado en el 39 antes de C, y en el que el poeta trabajó once largos años, es su obra maestra. Convencido de no haber logrado en el poema la perfección deseada, suplicó a sus amigos que lo destruyesen a su muerte. Por fortuna, la intervención del propio emperador Augusto evitó que se cumpliera el deseo del poeta, salvándose así la Eneida para la humanidad.

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Es mucho lo que hay de admirable en el poema: epopeya nacional genuino, abundan en ella pasajes de gran belleza poética: la destrucción de Troya, la muerte de Dido, el descenso a los infiernos. Hay también en la obra manifestaciones de amor auténtico por la naturaleza: el mar tembloroso bajo la luz de la luna, el Tíber que avanza en ondas hacia el mar, el silencio oscuro del bosque.

Virgilio fue admirado por sus contemporáneos, y su culto prosiguió hasta pasada la Edad Media; Dante lo eligió como su guía en La divina comedia, a través de su viaje por el infierno y purgatorio. Del mantuano dice el gran poeta florentino:

¡Oh de todos los vates honra y fama! ¡Válgame el largo estudio y amoroso que hice en tu libro que mi mente inflama!

Mi maestro eres tú, mi autor precioso: tú aquel de quien tomaron mis Camenas, el que gloria me ha dado, estilo hermoso.

Hasta el siglo XVIII siguió Virgilio despertando la admiración de los hombres. Con la crítica romántica y la mayor valoración de la obra homérica, el poeta latino entró en un discreto crepúsculo.

Concepción antigua de la vida de ultratumba

Ya desde épocas remotísimas preocupó a los hombres el problema de la supervivencia del alma después de la muerte. Al principio se hallaba extendida la creencia de que las almas de los difuntos se quedaban cerca del cuerpo sepultado; por eso se depositaba en la tumba multitud de objetos: vasijas conteniendo manjares y bebidas, artículos de adorno, toda suerte de enseres domésticos, armas y vestidos, con objeto de que el desaparecido no echara en falta lo que tanto había apreciado en vida. Cuanto más rico era el muerto, más cosas se ercerraban en su tumba. De las tumbas de los reyes proceden los llamados «tesoros», que nos dan preciosas informaciones sobre los objetos de uso y adorno utilizados en épocas pretéritas.

Más tarde surgió la creencia ?cuándo y dónde, son cosas imposibles de establecer hoy? de que las almas de los muertos no habitaban en la tumba, sino reunidas en algún lugar situado muy profundamente debajo de la Tierra. Ésta es la concepción que

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encontramos en la poesía homérica. La idea que en aquella época las gentes se hacían de la existencia después de la muerte es lúgrube y triste; no podía ser de otro modo en una religión basada en el goce de la vida terrena. En la muerte, las almas pierden la conciencia y el recuerdo de los placeres de este mundo, y sólo vuelven a adquirir noción de su anterior existencia gracias a la sangre animal que se hace correr en el suelo en los sacrificios funerarios. Así se comprende que los héroes de la leyenda griega se aferren con todas sus fuerzas a la vida, y se lamenten dolorosamente de la brevedad de la terrena existencia y de sus penalidades. Son características las palabras de Aquiles, que, vuelto a la conciencia de las cosas por Ulises en los infiernos, confiesa apenado: «Más quisiera ser jornalero en casa de un pobre, que rey de todos los muertos en el reino de las sombras».

Según la concepción que se manifiesta en la poesía de Homero, en las profundidades de la Tierra se encontraba el reino de los muertos y, debajo de él, a tanta distancia como está el cielo de la Tierra, el Tártaro, donde se hallan encarcelados los titanes. La entrada a este reino de las sombras estaba en el confín occidental de la Tierra, allende el Océano, en el nebuloso país de los cimerios, en medio de un bosque de álamos y sauces consagrados a Perséfone. Posteriormente se conocieron otros accesos al infierno, y se creyó verlos en todas aquellas partes donde simas vertiginosas parecen conducir al seno de la Tierra. Eneas, el legendario fundador del pueblo romano, desciende a los infiernos por el lago Averno, en las cercanías de Cumas, en el sur de Italia, con objeto de que su difunto padre le revele el porvenir.

En primer lugar, el alma del fenecido entraba en un recinto ocupado por un prado donde crece el asfódelo, la flor de los muertos. El infierno propiamente dicho es el Erebos, región de tinieblas surcada por los ríos del mundo subterráneo. El primero de éstos es el Aqueronte, que debe ser cruzado por las almas al entrar en el infierno. Un barquero llamado Caronte, sentado en una barca, es el encargado del pasaje, por el cual percibe, como salario, un óbolo, pequeña moneda griega de plata que se ponía al afecto en la boca del difunto. El otro río es el Corito, el río de las lamentaciones. Sigue luego el Leteo, de cuyas aguas beben los muertos, perdiendo, al hacerlo, el recuerdo de todos los sucesos de la existencia terrena, principalmente las alegrías. El Leteo es, pues, el río del olvido. También fluían en el reino de las sombras el Piriflégeton, «el fuego llameante», y la Estigia, «la odiada», por la cual juraban los dioses. Caso de haber quebrantado su juramento, habrían debido pasar este río, perdiendo así la inmortalidad. Era el juramento más terrible que podían pronunciar. En el Aqueronte monta la guardia el perro tricéfalo Cerbero, que tiene la cola y una melena formadas por serpientes. Saluda a los que entran meneando el rabo, pero jamás les permite salir.

Las almas de los muertos eran imaginadas como sombras sin cuerpo que vagaban por los infiernos sin voz ni conciencia de las cosas, llevando una existencia fantasmal, monótona y desprovista de todo goce. Según otras tradiciones, están sujetas a las ocupaciones ordinarias que tenían en la Tierra, conservan el rango que les correspondió en el mundo y son capaces de sufrir castigos.

En las épocas más primitivas no se cree aún en una remuneración por las acciones realizadas en vida. Esta creencia pertenece a tiempos más recientes. También hay que aguardar a leyendas más tardías para encontrar las referencias de un tribunal que juzga a los muertos, integrado por los fabulosos reyes Minos, Radamante y Éaco.

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Según esta tradición, las almas de las personas virtuosas eran conducidas al Elíseo, donde llevaban una existencia plácida en medio de un magnífico paisaje; las de los perversos, en cambio, eran arrojadas al Tártaro, lugar destinado a los condenados a perpetuo sufrimiento. En cuanto a las sombras de los que no fueron buenos ni malos, yerran en el prado de los asfódelos.

En el Tártaro, los titanes y un gran número de grandes pecadores sufren eterno castigo. Tenemos en primer lugar al rey Tántalo, condenado a sufrir hambre y sed por los siglos de los siglos. En su vida terrena había sido tan estimado de les dioses, que incluso lo invitaban a comer en su mesa. Pero él no se mostró digno de aquel honor: reveló a los hombres los secretos de los olímpicos, robó néctar y ambrosía y los repartió entre sus amigos. Finalmente, su insolencia llegó hasta el extremo de invitar a los dioses a un banquete y servirles a su propio hijo inmolado, con el fin de poner a prueba la omnisciencia de los celestiales. Éstos se dieron cuenta del desafuero y resucitaron al niño. Tántalo hubo de expiar su crimen en el infierno, donde se hallaba sumergido en un lago, con agua hasta la barbilla, mientras encima de su cabeza pendían los frutos más exquisitos, sin que jamás pudiera él calmar el hambre y la sed. Los frutos se apartaban cuando él trataba de alcanzarlos con la mano, y el agua del estanque se alejaba de su ávida boca. Además, sobre su cabeza oscilaba una gran peña que constantemente amenazaba con desprenderse, con lo cual una continua angustia mortal venía a juntarse al hambre y la sed que sufría. Todavía hoy son proverbiales los «suplicios de Tántalo».

Sísifo, un legendario rey de Corinto, penaba su extrema perfidia. Una vez había llegado a engañar a los propios dioses y a la muerte. Por eso estaba condenado en el infierno a empujar cuesta arriba una enorme peña; pero, cada vez que llegaba con ella a la cumbre de la montaña, la roca volvía a rodar hasta el pie y Sísifo tenía que empezar de nuevo su vano trabajo. Hoy hablamos todavía de un «trabajo de Sísifo», refiriéndonos a un esfuerzo inútil.

Ixión, soberano del fabuloso pueblo de los lapitas, persiguió con su amor a la diosa Hera, y en castigo fue atado en el infierno a una rueda que gira con él sin descanso. Un crimen similar cometió el rey de los lapitas Pirítoo, quien, a la muerte de su esposa, quiso raptar de su reino a la diosa Perséfone; pero prendido, fue condenado a un suplicio similar al de Tántalo. Está sentado a una mesa ricamente servida con los manjares más deliciosos, que una de las Erinias le impide alcanzar. También pende sobre su cabeza una roca que a cada momento amenaza aplastarlo.

Ticio, hijo de Gea, persiguió a Leto, la madre de Apolo y Artemisa. Ello le valió ser encadenado en el suelo del infierno, donde unos buitres le devoraban el hígado, que se regeneraba constantemente.

Las hijas del rey griego Dánao, las Danaidas, hubieron de casarse con los hijos del rey Egiptos, cediendo a la voluntad de los padres de ambos y contra sus deseos. Pero en la primera noche de matrimonio las muchachas asesinaron a sus maridos, excepto a uno solo. En castigo, están condenadas a echar agua en un tonel hasta llenarlo, cosa imposible para toda la eternidad, puesto que el tonel tiene el fondo agujereado. Así, aún llamamos hoy a un trabajo pesado e inútil el «trabajo de las Danaidas».

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El infierno es también el escenario de la leyenda del cantor Orfeo. Nada podía resistir al poder de su canto; el hechizo de su voz era tal, que lo escuchaban los bosques y las rocas, los ríos detenían su curso y las fieras se amansaban y se agolpaban a su alrededor. Al morir su joven esposa Eurídice, descendió él a los infiernos a impetrar que le fuese devuelta. Su canto dolorido afectó incluso a Hades y Perséfone, y por primera vez vertieron lágrimas las Erinias. Orfeto fue autorizado para llevarse su esposa a la tierra, pero a condición de que en el camino no se volviese a mirarla. Mas el ardoroso marido no pudo dominar su anhelo, y antes de llegar a la salida del Averno, dirigió los ojos a Eurídice. En el mismo momento desapareció ella de su vista.

Fuente: Mitología y teogonía por el Dr. Julius Wolf

Los Argonautas

Introducción

La expedición de los griegos al Cólquide, bajo el liderazgo de Jasón, es una de las más importantes operaciones de los tiempos mitológicos dado que en ella participaron los gruerreros más selectos de Grecia.

Poetas líricos como Píndaro, se inspiraron en el mito de los Argonautas. Los tres grandes poetas trágicos escribieron también inspirándose en la expedición de los Argonautas. Esquilo, escribió las tragedias “Atamas”, “Ipsipili”, “Argo” y “Caviro”. Sófocles escribió las tragedias “Atamas”, “Cólquides”, Squite” y “Rimotomoi”. De todas estas obras no se conservó ninguna. De las obras de Eurípides sólo se salvó la renombrada “Medea”.

Frixo y Hele

Hijos de Nefeli y Atamante que reinama en Orcómeno en Beocia. Atamante, dejándose llevar por las insinuaciones de Ino (deseosa de echar a Nefeli y de casarse con él) cedió a sus deseos, convirtiendo a Ino en su esposa y en una mala madrastra para los niños. Su odio hacia ellos, la llevó a diseñar un plan: convenció a las mujeres del lugar para

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que hornearan las semillas que se almacenaban para la siembra. Tales semillas, como era de esperar, luego de plantadas, no dieron fruto y cayó gran pobreza en la región.

Atamante envió a sus emisarios a Delfos para consultar el oráculo y que los dioses decidieran lo que debían hacer. Ino interceptando y sobornando a los enviados, debían comunicar el siguiente augurio: que para que la tierra volviera a dar frutos, era necesario el sacrificio de Frixo, al dios Zeus. Entonces el pueblo se sublevó y pidió al rey que cumpliera con el oráculo. Atamante cedió a la presión popular y Frixo se dirigía al altar de sacrificios cuando su madre, Nefeli, les envió un cordero de dorado vellón.

Frixo y Hele montaron en el lomo del animal que los llevó muy lejos de allí. Pasando por la península trácica Hele se agachó para mirar algo, se mareó y cayó en las aguas del Ponto, que desde entonces se llamó Helesponto (el mar de Ponto). Frixo llegó solo a Cólquide, donde reinaba el rey Eeetes, hijo de Helios y de la oceánide Perse, y hermano de la maga Circe. En este sitio sacrificó al carnero en acción de gracias a Zeus y pidió la protección de Eetes. El rey de Cólquide le casó con su hija y Frixo le regaló el vellocino de oro (la piel del cordero). El rey lo colgó de un roble en el bosque ofrendado al dios Ares y puso un dragón y una enorme serpiente que nunca dormía para vigilarlo día y noche.

Pelías y Jasón

En Yolco reinaba Pelías, hijo de Poseidón y de Tiro, que astutamente había destronado a su hermanastro Esón. Esón, temeroso de que su malvado hermanastro asesinase a su hijo Jasón, que era el verdadero heredero del trono, le buscó refugio en la cueva del centauro Quirón, en el monte Pelión y le confió su crianza y formación. El sabio Quirón lo instruyó en las letras y en las artes de su época y llegado a una edad adecuada, le envió a Yolco a reclamar sus legítimos derechos al trono.

El apuesto joven, al cruzar el río Anauro perdió una de sus sandalias al ser arrrastrada por la corriente. Cuando Jasón se presentó en Yolco con una sandalia, el rey Pelías quedó muy desconcertado, pues un antiguo augurio del oráculo le había advertido que alguien con una sola sandalia, que bajaría del monte, le destronaría y mataría.

Cuando el sobrino de Esón pretendió la corona que le pertenecía por derecho legítimo, el astuto Pelías afirmó entonces haber visto en sueños a Frixo, que clamaba volver a su lugar de origen y pedía lo mismo para el vellocino de oro, que estaban el Cólquide, en el reino de Eetes. Rogó al joven Jasón que cumpliera con este vaticinio y dispuso la construcción de una nave para emprender el viaje. Jasón debía organizar la expedición con el fin de aliviar el alma de Frixo y cumplir su deseo. Pelías prometió y juró por los dioses que a la vuelta de Jasón a Yalco, con el vellocino de oro, le devolvería su derecho al trono.

Los preparativos de los Argonautas

Jasón aceptó la propuesta de Pelias y empezó a prepararse para el viaje. Ordenó a Argo, arquitecto y constructor de navíos, la fabricación de una nave de cincuenta remos. La embarcación resultó espléndida como ninguna otra de la época. Gracias a un trozo de madera procedente del roble sagrado del oráculo de Dodona, regalo de la diosa Atenea, el navío podía hablar y tenía el don de la profecía. Era un barco muy

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veloz y por eso se llamó Argo (Argos=rápido). Mientras se dotaba la nave, el centauro Quirón aconsejó a Jasón que enviara heraldos por toda Grecia para invitar a los jóvenes más valientes y valerosos de aquellos tiempos a participar en este largo viaje. Y así sudió, la tripulación de Argo, los llamados Argonautas eran todos héroes e incluso hijos de dioses. Entre ellos estaban Tifis, el timonero de Argo, Orfeo, el músico, los adivinos Idmón y Mopso, Heracles, Hilas, Idas, Cástor y Plideuces, Periclímeno, hijo de Neleo, y Peleo, hermano de Telamón y muchos otros, que constituían la flor de la hombría y el heroísmo juntos.

El viaje del Argo

Tras haber realizado un sacrificio en honor de Apolo, los Argonautas embarcaron en la costa de Págasas, y se pusieron en marcha con favorables presagios.

Su primera escala tuvo lugar en la isla de Limnnos, habitadas sólo por mujeres, pues todos los hombres habían muerto. Los Argonautos se unieron a las mujeres en espera a que ésas concibieran hijos varones y luego partieron. Después de pasar por Samotracia, entraron en el Helesponto y llegaron al reino de Cício, a la tierra de los Doliones, donde el rey y sus súbditos los acogieron con hospitalidad. Se hicieron a la mar, pero los vientos les regeresaron al mismo lugar.

Por un fatal malentendido, los Doliones no reconocieron a los Argonautas, estos tampoco a los Doliones, y así se enfrentaron en una lucha sangrienta, resultando muertos el rey Cícico y su corte. Cuando los Argonautas se dieron cuenta del error era ya demasiado tarde. Los hombres de los dos frentes, arrepentidos, honraron a los caídos.

En las costas de Mísia, donde llegaron los Argonautas, las ninfas se apoderaron de Hilas, el querido amigo de Heracles. Heracles y Polifemo fueron en su ayuda y el viaje siguió sin ellos.

Al pasar por la tierra del adivino ciego Fineo, lo liberaron de las temibles Harpías, y él en agradecimiento les advirtió del peligro de las rocas Cianeas. Eran esas unas rocas que al pasar entre ellas, chocaban entre sí convirtiendo en pedazos a las naves que las cruzaban. Fineo les aconsejó que para saber si podían pasar o no, soltaran una paloma; si ésta conseguía pasar el escollo, ellos también lo harían, de lo contrario, que no se atrevieran. Al llegar a los escollos, los Argonautas lanzaron uina paloma, que logró pasar perdiendo únicamente las plumas de la cola; así cruzó también Argo, sufriendo sólo ligeros daños en la popa.

Después de muchas peripecias, Argo y su tripulación llegaron a las tierras del rey Eetes.

En las tierras de Cólquide

Apenas llegado a Cólquide, Jasón visitó al rey Eetes y le habló de la orden recibida por Pelías. Eetes aceptó entregarle el vellocino de oro, a cambio de que, primero, puesiera un yugo, sin ayuda alguna, a dos toros de pezuñas de bronce que despedían fuego por los ollares, que habían sido regalo de Hefesto y que después arase el campo y sembrase algunos dientes de dragón que le entregaría.

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Medea, la hechicera, hija de Eetes, se enamoró locamente de Jasón, y se ofreció a ayudarle, si Jasón la tomaba por esposa. Le entregó un unguento mágico para cubrise el cuerpo y su escudo antes de que se enfrentara a los toros. Este bálsamo lo haría invulnerable por un día, al fuego y al hierro. Le advirtió además que los dientes del dragón apenas sembrados se convertirían en soldados armados listos para acabar con él. Le aconsejó que lanzara una piedra sin ser visto y de este modo por un malentendido sin saber nadie quién había lanzado la piedra al otro, se matarían entre ellos.

Con el auxilio de Medea, Jasón logró vencer los obstáculos. Pero Eetes no cumplió con su palabra, antes bien trató de poner fuego a Argo y de liquidar a los Argonautas. Entonces Jasón, contando siempre con el apoyo de Medea, durmió al dragón guardián, y después de apoderarse, sin ser visto, del vellocino de oro, se dieron a la fuga a toda prisa. Apenas el rey Eetes descubrió la fuga de Jasón y Medea y el hurto del vellocino de oro, se lanzó a la persecución del Argo. Medea, para retrasarlo, dio muerte a Apsirto, su hermano, que viajaba con ella, y empezó a tirar al mar, uno a uno sus miembros. El infeliz Eetes, perdió un tiempo precioso tratando de recoger las partes del cuerpo de su amado hijo, y de este modo los fugitivos lograron alejarse definitivamente.

El trayecto del Argo

Mientras Eetes había anclado en alguna playa del Ponto Euxino para dar sepultura a su hijo, el Argo siguió su camino. Pasó por el Danubio, que entonces unía, se dice, el Ponto con el Mar Adreiático, subió por el Eridano (el Po) y por el Ródano, junto a las tierras donde moraban los Ligures y los Celtas, se adentró de nuevo en el Mediterráneo y cruzó cerca de la isla de las Sirenas. Desde muy lejos se oía el canto embrujador de las Sirenas. En ese momento, Orfeo, músico de Tracia, con su melodiosa lira y su carismática voz, se puso a cantar de tan bello modo, que ninguno de los Argonautas se animó a corresponder a la llamada de las Sirenas. Las nostálgicas melodías de Orefeo les hablaban del hogar, de los seres queridos que les esperaban en la patria y sembró en sus corazones el deseo del retorno.

Los Argonautas después de una larga travesía, pasando por el reino de Circe, por los estrechos de Caribdis y Escila, por la isla de Feacos y por las costas de Libia, llegaron a Creta, donde tuvieron que enfrentarse al gigante Talo, el robot que había creado Hefesto. La astucia y los hechizos de Medea neutralizaron las fuerzas de Talo, puesto por el rey Minos para defender la isla e impedir las incursiones de forasteros.

La vuelta a Yolco

Siguiendo su ruta por el Mar de Creta y tras enormes dificultades, cruzaron el Efeo y llegaron al fin a Yolco, trayendo consigo el codiciado vellocino de oro. Había llegado el momento en que Jasón debía reclamar al rey Pelías su legítimo derecho al trono. Pelías, que mientras faltó Jasón había asesinado a todos los parientes de éste, se negó a cederle el trono. Así Jasón decidió refugiarse una vez más en los mágicos poderes y en la habilidad de su mujer. Medea logró introducirse en el palacio y convencer a las hijas de Pelías para que participaran en el asesinato de su padre creyendo que de este modo le devolvería la joventud perdida. A partir de este punto, son muchas las variantes que existen. Una de ellas narra que Jasón y Medea reinaron en Yolco y años más tarde

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concibieron un vástago, confiándole su educación al Centauro Quirón. Otra variante dice que se marcharon a vivir en Corinto, dejando el trono de Yolco a Acasto, el único hijo varón de Pelías.

Interpretación del mito de los Argonautas

Según los hechos de la remota época a la que se refieren, se llega a la conclusión de que hábiles marinos griegos hicieron una serie de proezas al mismo tiempo que describían el mundo con sus viajes, completando así sus conocimientos geográficos. El importante descubrimiento del Ponto Euxino, que hasta entonces se creía que era un mar (pontos=mar) y la difusión del helenismo en las regiones que éste bañaba, es lo que se deduce de los relatos del viaje y el itinerario del Argos.

Las Guerras de Tebas

Polinices y Tideo en la corte de Adrasto

Adrasto, hijo de Tálao, rey de Argos, tuvo cinco hijos, dos de ellos hembras, Argía y Deípile. Acerca de ellas le había dicho un singular oráculo que un día las daría por esposas, una a un león y la otra a un jabalí. En vano el Rey se quebraba la cabeza buscando la explicación de la oscura sentencia, y cuando las muchachas llegaron a la edad nubil, pensó casarlas de manera que no fuese posible la realización de la inquietante profecía. Pero la palabra de los dioses no podía ser burlada. De dos lados opuestos dos fugitivos entraron en Argos. Polinices había sido expulsado de Tebas por su hermano Etéocles; Tideo, hijo de Eneo y de Peribea, hermanastro de Meleagro y Deyanira, había huido de Calidón, donde, en el curso de una cacería, había invo-luntariamente dado muerte a un allegado. Ambos fugitivos se encontraron ante el real palacio de Argos y, tomándose por enemigos en la oscuridad de la noche, se agredieron mutuamente. Adrasto, atraído por el estrépito de las armas, salió del castillo a la luz de las antorchas y separó a los contendientes. Al ver a su derecha y a su izquierda a los dos héroes rivales, el Rey se asustó como si se le hubiese aparecido una visión, pues del escudo de Polinices le contemplaba una cabeza de león, mientras

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que el de Tideo le presentaba la de un jabalí. El primero llevaba aquel emblema en el escudo en honor de Hércules, el segundo había elegido el suyo en recuerdo de la cacería del jabalí de Calidón y de Meleagro. Entonces comprendió Adrasto el significado de la oscura sentencia del oráculo, e hizo de los dos fugitivos sus yernos. Polinices obtuvo la mano de la hija mayor, Argía; Deípile fue la esposa de Tideo. A ambos prometió el Rey ayudarles a volver a sus patrias respectivas, de donde habían sido expulsados.

En primer lugar se decidió la guerra contra Tebas, y Adrasto reunió a sus héroes, siete príncipes, contándose él mismo, con otros tantos ejércitos. Eran sus nombres Adrasto, Polinices, Tideo, Anfiarao, cuñado de Adrasto, y Capaneo, sobrino del Rey; y por último, dos hermanos, Hipodemonte y Partenopeo. Pero Anfiarac, el cuñado del Rey y que durante mucho tiempo fuera su enemgo, era profeta y como tal previo el desgraciado fin de toda a campaña. Después de esforzarse inútilmente en persuadir a Adiasto y a los demás príncipes a que desistieran de la empresa, buscó un buen refugio, conocido únicamente de su esposa Enfile, hermana del Rey, y se ocultó en él con todo secreto. Los héroes estuvieron buscándole largo tiempo, pues sin él, a quien llamaba Adrasto el ojo de su ejército, no se atrevía el Monarca a lanzarse a la campaña. Ahora bien, Polinices, al huir de Tebas, habíase llevado el collar y el velo, nefastos presentes de Afrodita a Harmonía en ocasión de su boda con Cadmo, fundador de Tebas, y que habían sido la perdición de cuantas personas los habían llevado. Aquellos regalos habían traído la desgracia, además de Harmonía, a Semele, madre de Baco, y a Yocasta. La última en poseerlos había sido Argía, esposa de Polinices, destinada también al infortunio, y entonces decidió su marido utilizar el collar para sobornar a Erifile para que revelase, a él y a sus compañeros de armas, el lugar donde se hallaba oculto su maride. Largo tiempo llevaba la mujer envidiando a su sobrina aquel magnífico atavío con que la honrara el extranjero. Al contempla: ahora las fulgentes piedras preciosas y broches de oro del collar, incapaz de resistir a la tentación, haciendo que Polinices le siguiera, sacó a Anfiarao de su refugio. Éste no pudo ya esquivar su participación en la campaña, tanto menos cuanto que anteriormente, al reconciliarse con Adrasto y recibir de él a su hermana en matrimonio, había prometido dejar a su esposa como arbitro de toda disención que pudiese ocurrir con su cuñado. En consecuencia, pertrechóse para la guerra y reunió a sus seguidores, pero, antes de partir, llamando a su presencia a su hijo Alcmeón, le obligó a prestar el sagrado juramento de que, en cuanto supiese su muerte, le vengase sobre su madre desleal.

Campaña de los siete contra Tebas

También los demás héroes se prepararon, y pronto hubo reunido Adrasto un poderoso ejército, dividido en siete cuerpos, con un héroe al frente de cada uno. Entre gritos de júbilo y llenos de esperanza, abandonaron todos la ciudad de Argos al son de clarines y trompetas. Pero ya en camino se presentó la desgracia. Al llegar al bosque de Nemea se encontraron con que una sequía había agostado todas las fuentes, ríos y lagos, mientras los ardores del día los atormentaban con una sed ardiente. No podían ya soportar el peso de corazas y escudos; el polvo que la marcha levantaba se les pegaba a los secos paladares; hasta a los caballos se les secaba la espuma de la boca y mor-dían la brida rechinando y con los ollares resecados.

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Mientras Adrasto con algunos guerreros recorrían en vano la espesura en busca de manantiales, topáronse de pronto con una triste mujer de rara belleza, con un niño al pecho, sentada a la sombra de un árbol. A pesar de sus pobres vestidos y del cabello flotante, tenía el porte majestuoso de una reina. El sorprendido Monarca creyó ver ante sí a una ninfa del bosque e, hincándose de rodillas, le rogó, en nombre propio y de los suyos, que los salvara de la grave situación en que los tenía la falta de agua. Pero la mujer respondió con los ojos bajos y humilde acento:

—Extranjero, yo no soy una diosa; tú, a juzgar por tu magnífico aspecto, debes descender de dioses; si en mí hay algo sobrehumano será únicamente mi dolor, pues he sufrido más de lo que se pide a los mortales. Soy Hipsípile, otrora regalada soberana de las mujeres de Lemnos, hija del apuesto Toante; hoy, tras innumerables penalidades, raptada y vendida por piratas, la cautiva esclava del rey Licurgo de Nemea. Esta criatura que se nutre de mi pecho, no es hijo mío; es Ofeltes, hijo de mi amo, y yo soy su nodriza. Pero gustosa os procuraré lo que me pedís. Una sola fuente brota todavía en este desolado desierto y nadie sino yo conoce su secreto acceso. Es lo bastante copiosa para saciar a un ejército entero; seguidme.

Levantándose, la mujer depositó cuidadosamente el niño sobre la hierba y le arrulló con una canción de cuna hasta que se hubo dormido. Los héroes llamaron a sus compañeros y muy pronto toda la tropa seguía los pasos de Hipsípile por ocultos senderos que serpenteaban por lo más espeso del bosque. Al cabo llegaron a una rocosa hondonada de la que se elevaba finísimo polvo de agua que refrescó los rostros ardorosos de los guerreros que se habían adelantado a su guía y al Rey. En seguida hirió sus oídos el murmullo de una caudalosa cascada. «¡Agua!», fue el jubiloso grito que exhalaron las bocas de los avanzados, los cuales con cuatro saltos descendieron al fondo de la garganta y, de pie sobre las húmedas rocas, llenaban los yelmos con el chorro del fluyente manantial. «¡Agua!», repitió como un eco todo el ejército, y aquel grito de alegría, ahogando el ruido de la catarata, fue a resonar en las montañas que circundaban la hondonada. Echáronse todos a la verdeante orilla del arroyo que se abría paso valle abajo y se deleitaron sorbiendo a grandes tragos el anhelado líquido. Pronto se encontraron también para los carros y caballos senderos que bosque a través permitieran descender cómodamente hasta el fondo, y los conductores, sin desenganchar las caballerías, las guiaron hasta el tortuoso lecho del río, en el punto donde éste se ensanchaba en un vado, y dejaron que sus bestias, sumergidas hasta el vientre en las aguas refrescantes, apagaran su prolongada sed.

Ya satisfecho todo el mundo la buena Hipsípile, mientras contaba las gestas y los padecimietos de las mujeres de Lemnos, volvió a guiar a Adrasto y sus íéroes, seguidos ahora de las tropas a una distancia respetuosa por el camino ancho, hasta el lugar donde, bajo la copa de árbol, la habían encontrado con el niño. Pero antes de que el itio pudiera verse, el fino oído de la nodriza fue alarmado por elllanto lejano de una criatura; llanto que sus acompañantes oyer«n apenas, pero que ella identificó en seguida como la voz de su pequeño Ofeltes. Hipsípile era madre de otros hijos, mayors y chicos, que había tenido que abandonar al ser raptada de Lemnos por los bandidos, y ahora había transferido todo su naternal afecto a aquel pequeñuelo a quien servía como esclava. Un angustioso presentimiento hizo estremecer su tierno corazón. Echó a correr hacia el lugar perfectamente conocido, donde sdía descansar y dar el pecho al niño. ¡Ay!, éste había desapancido y los errantes ojos de la mujer no descubrían rastro

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ningmo de él, como tampoco oía ya su voz. Al dirigir la mirada mis lejos, pronto comprendió el terrible destino de que había sido víctima el niño, mientras ella estaba prestando al ejército de los agivos su caritativo servicio. Pues no lejos del árbol yacía enroscada una horrible serpiente, apoyada la cabeza sobre el hinchado vientre, digiriendo en indolente reposo el banquete que acababa de darse. A la desdichada nodriza se le erizó el cabello de espanto y sus gritos llenaron el aire, mientras los héroes acudían apresuradamente. El primero en ver el reptil fue Hpomedonte, quien, sin perder momento, arrancando del suelo una roca la arrojó contra el monstruo; pero el cuerpo acorazado de éste rechazó la piedra como si fuese un puñado de tierra. Entonces el hombre le disparó la jabalina, y esta vez no erró el tiro, pues hiriendo a la serpiente en el garguero la punta del proyectil, después de atravesar el cerebro, fue a salirle por la cresta. La alimaña revolvióse como una peonza con la larga lanza saliéndole por la herida y expiró al fin con un horrible silbido.

Una vez muerta la serpiente, la infeliz ama se puso a buscar el rastro de su ahijado; a poca distancia encontró la hierba enrojecida de la sangre y, más allá, los huesos mondos del niñito. La desesperada mujer los recogió en su regazo y los entregó a los héroes, quienes procedieron a dar piadosa sepultura al tierno ser de cuya muerte ellos habían sido los involuntarios causantes. Luego le tributaron solemnes juegos funerarios con participación de todo el ejército y en su honor instituyeron los sagrados juegos nemeos, así como su culto como semidiós, bajo el nombre de Arquémoro, es decir, el muerto prematuramente.

No escapó Hipsípile a la cólera que experimentó la madre del niño, Eurídice, esposa de Licurgo, por causa de la muerte de su hijo. Fue por su orden arrojada a una horrible mazmorra en espera de los espantosos martirios que se le reservaban. Pero quiso la suerte que los abandonados hijos mayores de la desventurada, habiendo seguido las huellas de su madre, entraran en Nemea a poco de aquel suceso y la libertaran.

El sitio de Tebas

—¡Ahí tenéis un presagio de cómo terminará la guerra! ? dijo lúgubremente el adivino Anfiarao al descubrirse la osamenta del niño Ofeltes.

Pero los demás, dando mayor importancia al vencimiento de la serpiente, tuvieron aquella victoria por feliz augurio. Y como el ejército acababa de salir de un grave apuro, todo el mundo estaba de buen humor; nadie prestó oídos a la sombría queja del profeta de la desgracia, y el ejército reanudó alegremente la marcha. Pocos días más tarde las huestes de los argivos se hallaban ante las murallas de Tebas.

En la ciudad, Etéocles y su tío Creonte habían tomado todas las medidas con vistas a una tenaz defensa; el primero dirigióse a los ciudadanos reunidos:

—Pensad ahora, compatriotas, en lo que debéis a vuestra ciudad natal, que os ha criado en su amoroso seno y ha hecho de vosotros guerreros valerosos. Todos, desde el mozo que no ha llegado todavía a la edad viril, hasta el hombre cuyos rizos blanquean ya, debéis defenderla, defender los altares de sus dioses patrios, a vuestros padres, mujeres y niños, y la libertad de vuestro suelo. Los augures me comunican que esta noche el ejército argivo se concentrará y efectuará un ataque contra la ciudad. Así, hombres, ¡corred a las almenas, a las puertas! ¡Salid con todas las armas! ¡Ocupad

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las trincheras, guarneced las torres con vuestros proyectiles, guardad cuidadosamente todas las salidas y no os asustéis ante el número de los enemigos! Mis espías se deslizan al exterior y estoy seguro de que me traerán informes exactos. Obraré según ellos sean.

Mientras Etéocles arengaba así a sus caballeros, en la almena más alta del palacio estaba la doncella Antígona con un viejo escudero de su abuelo Layo. Después de la muerte de su padre había permanecido poco tiempo bajo la amorosa protección del rey Teseo de Atenas, y regresó a su patria con su hermana Ismene. Una imprecisa esperanza de poder ser útil a su hermano Polinices, así como el amor a su ciudad natal, habiánla impulsado a ello. No podía aprobar el sitio a que la sometía su hermano y deseaba compartir su suerte. El príncipe Creonte y Etéocles la habían acogido con los brazos abiertos, pues consideraban a la doncella como un voluntario rehén y una valiosa mediadora. Ahora, habiendo subido la escalera de cedro del palacio, estaba en la amplia plataforma desde donde el viejo guerrero le explicaba la posición del enemigo. El poderoso ejército adversario se hallaba acampado en torno de la ciudad, en los campos y a lo largo de la orilla del Ismeno, así como en los alrededores de la fuente de Dirce, de remotísima fama. Acababa de ponerse en movimiento y los batallones se separaban unos de otros. Todo el campo refulgía del brillo de las armas, como mar ondeante. Masa; de infantería y caballería se desplazaban con estrépito frente a las puertas de la ciudad sitiada.

Ante aquel espectáculo la doncella se asustó; pero el anciano trató de tranquilizarla:

—Nuestras murallas son altas y sólidas —le dijo—; las puertas, de roble, tienen fuertes cerrojos de hierro. Por dentro la ciudad está segura, y repleta de valerosos soldados que no rehuirán el combate.

Luego, cortestando a las preguntas de la muchacha sobre los jefes principales, se puso a enumerarlos:

—Aquél, de reluciente yelmo, que agita con tanta facilidad el brillante escudo de bronce y precede a un batallón, es el príncipe Hipomedonte, que mora en los alrededores de las aguas de Lerna, en Miccnas; su estatura es enorme, como la de un gigante brotado de la tierra. Más hacia la derecha, junto a la fuente de Dirce, hay una que viste exótico traje, como un semibárbaro; es Tideo, el cuñado de tu hermano, hijo de Eneo. Él y sus etolios son escuderos y excelentes lanceros; lo conozco por su escudo de armas, pues me enviaron al campo enemigo en calidad de parlamentario.

—¿Y quién es —siguió inquiriendo la doncella— aquel héroe de porte juvenil y cabello grisáceo que, con salvaje mirada, pasa en este momento frente a la sepultura, seguido lentamente de una tropa magníficamente pertrechada?

—Es Partenopeo —explicóle el viejo—, el hijo de Atalanta, amiga de Ártemis. Pero ¿ves allí aquellos dos héroes, junto a la tumba de las hijas de Níobe? El mayor es Adrasto, el caudillo de todo el ejército; y el menor, ¿no le conoces?

—Sólo veo el pecho y el contorno de su cuerpo ?repuso Antígona con dolorosa emoción?, y sin embargo, lo reconozco: ¡es mi hermano Polinices! ¡ Ah, si me fuera dado volar con las nubes, estar a su lado y rodear con mi brazo el cuello de mi querido

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exilado! ¡Cómo fulgura su áurea armadura, cual matinal rayo de sol! Pero ¿quién es aquel otro que, guiando los corceles con mano firme, conduce un carro blanco y agita el látigo con tanta calma y prudencia?

—Aquél es —dijo el anciano— el vidente Anfiarao, señora mía.

—Pero ¿no reparas en aquel que, pegado a las murallas, las recorre de arriba abajo midiéndolas y señalando cuidadosamente los lugares donde los baluartes parecen más vulnerables al asalto?

—Es el insolente Capaneo, que tan terriblemente se mofa de nuestra ciudad y que pretende llevaros, a vosotras, tiernas doncellas, cautivas a las aguas de Lerna.

Antígona palideció y pidió volverse, y el viejo, tendiéndole la mano, la acompañó abajo, al aposento de las muchachas.

Meneceo

Mientras tanto, Creonte y Etéocles celebraban consejo de guerra y, poniendo en práctica los acuerdos adoptados, nombraban un jefe para cada una de las puertas de Tebas, con un número de hombres igual al del enemigo. No obstante, querían, antes de que la lucha empezase, estudiar los presagios que sobre ella pudiesen deducirse de la observación de las aves. He aquí que vivía entre los tebanos, según se dijo ya al narrar la leyenda de Edipo, el adivino Tiresias, hijo de Everes y de la ninfa Caricio. Siendo joven, había sorprendido un día a la diosa Atenea en casa de su madre y visto lo que no tenía que ver; por eso la diosa le había castigado con la ceguera. Su madre Cariclo había suplicado a su amiga que le devolviese la vista, pero ya no estaba en poder de Atenea el hacerlo; sin embargo, compadecida de él, en compensación agudizó su oído de tal manera que entendió desde entonces las voces de las aves, y así se convirtió en el augur de la ciudad.

Creonte envió a su joven hijo Meneceo a aquel ilustre adivino para conducirlo a palacio, y el anciano, acompañado de su hija Manto y guiado por el mancebo, dirigióse con paso vacilante a la real mansión y se presentó ante Creonte. Éste le instó a que revelase lo que el vuelo de las aves le permitía augurar acerca del destino de la ciudad. Tiresias permaneció largo rato silencioso, hasta que finalmente pronunció estas tristes palabras:

—Los hijos de Edipo han cometido un grave pecado contra su padre; ellos aportan a la tierra de Tebas amarga aflicción. Argivos y cadmeos se inmolarán mutuamente, los hijos del uno caerán a manos de los del otro. Sólo un medio de salvación veo para la ciudad, pero aun para el vencedor es demasiado amargo para que mi boca lo publique. ¡Adiós!

Y se disponía a retirarse, pero desistió ante las insistentes súplicas de Creonte.

—¿Te empeñas en oirlo? ?dijo en tono severo?. ¡pues sea! Pero antes dime: ¿dónde está tu hijo Meneceo, el que me acompañó?

—Está a tu lado —respondió Creonte.

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—En este caso, que huya lo más lejos que pueda de mi oráculo ?dijo el viejo.

—¿Y por qué? —preguntó Creonte—; Meneceo es el hijo de su padre; sabe callar cuaido debe hacerlo, y se alegrará de conocer el medio que pueda salvarnos.

—Sabed, pues, lo que ne han dicho las aves —dijo Tiresias—. La salvación vendrá, pero por duro camino. El más joven de la raza engendrada por los cientes del dragón caerá; sólo con esta condición será vuestra la victoria.

¡Ay de mí! ?exclanó Creonte?, ¿qué significan tus palabras, anciano?

¡Que el último de los nietos de Cadmo ha de morir, si la ciudad ha de salvarse!

—¿Exiges, pues, la nuerte de mi hijo amado, de mi hijo Meneceo? —repitió el prncipe, indignado—. ¡Aléjate de aquí! ¡No necesito de tus profecías!

—¿Acaso la verdad dejará de serlo porque te trae miserias? —preguntó gravemente Tresias.

Entonces Creonte se irrojó a sus pies y, abrazándole las rodillas, suplicó al ciego vidente, por sus cabellos blancos, que retirase aquel fallo; pero el anciano permaneció inexorable:

—La sentencia es inapelable —dijo—; en sacrificio expiatorio debe derramar su sangre en la fuente de Dirce, donde un día fuera enterrado el dragón; entonces la Tierra se tornará vuestra amiga, pues habrá recibido sangre humana y afín a la suya, a cambio de la que envió a Cadmo sacada de los dientes del dragón. Si este adolescente se inmola por su ciudad, será su salvador en la muerte, y Adrasto y su ejército tendrán un triste retorno a su patria. Ahora, Creonte, elige entre las dos suertes.

Así habló el adivino, y se alejó guiado por la mano de su hija. Creonte había quedado sumido en el silencia, hasta que finalmente exclamó con angustia:

¡Con qué gusto moriría yo por mi patria! Pero ¿es fuerza que te sacrifique a ti, hijo mío? Huye, hijo, huye tan veloz como los pies puedan llevarte, de este maldito país, demasiado perverso para tu inocencia. ¡Ve al santuario de Dodona pasando por Delfos, Etolia y Tesprotia, y una vez allí ponte bajo la protección del oráculo!

¡Sí! ?respondió Meneceo con brillante mirada?. ¡Provéeme de todo lo necesario para el viaje, padre, y créeme, no erraré el camino!

Una vez Creonte se hubo tranquilizado al oir la decisión del muchacho, y corrido de nuevo a su puesto, el mozo, en cuanto estuvo solo, echándose al suelo, dirigió con gran fervor este ruego a los dioses:

¡Perdonadme, celestiales, si he mentido al librar a mi padre de su indigno temor con falsas palabras! Cierto que es perdonable su miedo, pues es um viejo; pero yo, ¡qué cobarde sería si traicionase a la patria a la que debo la vida! Oíd, pues, mi juramento, ¡oh dioses!, y acogedlo piadosamente. Voy a salvar a mi patria con mi muerte. La huida sería un deshonor. Subiré a la cornisa de las murallas y, arrojándome en el abismo profundo y tenebroso del dragón, según dijo el profeta, redimiré a mi tierra.

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Incorporándose alegremente, el mozo corrió a la almena e hizo lo que había ofrecido. Situándose sobre el punto más elevado de la muralla, paseó la mirada por encima del enemigo en orden de batalla y le envió una breve y solemne maldición; después, sacando una daga que llevaba oculta entre las ropas, se atravesó el cuello de una estocada y, precipitándose de las alturas, fue a estrellarse contra la margen de la fuente de Dirce.

El asalto a la ciudad

El oráculo se había cumplido; Creonte dominó su dolor, y Etéocles dio a los siete responsables de las puertas otras tantas huestes y, donde éstas faltaran, las sustituyó con varias hileras de tropas de caballería, además de infantería ligera situada detrás de los guerreros armados de escudos, con objeto de proteger debidamente las murallas en los puntos más expuestos a ser atacados. También el ejército argivo se puso en movimiento y empezó el asalto a los muros. Eleváronse los cantos de guerra y sonaron las trompetas, así de las huestes enemigas como de lo alto de las murallas tebanas. Primero Partenopeo, hijo de la cazadora Atalanta, hizo avanzar su tropa apretada, escudo contra escudo, hacia una de las puertas. Representaban sus blasones a su madre derribando de un certero flechazo un jabalí de Etolia. Contra otra puerta se dirigía el sacerdote adivino Anfiarao llevando en su carro animales propiciatorios; pertrechado sencillamente, no llevaba escudo de armas ni otro distintivo particular. La tercera puerta era el blanco de Hipomedonte, en cuyo escudo campeaba el Argos de cien ojos guardando a ío transformada en becerra por Hera. Tideo conducía a los suyos a la cuarta puerta; era su emblema una hirsuta piel de león y con la diestra agitaba con gesto salvaje una encendida antorcha. El desterrado rey Polinices mandaba el asalto contra la quinta puerta; su escudo exhibía un tiro de corceles encabritados y furiosos. Avanzaba hacia la sexta con sus guerreros Capaneo, que se jactaba de rivalizar en la lucha con el dios Ares; el dorso de su escudo representaba un gigante llevando a cuestas una ciudad arrancada del suelo; tal era la suerte que tenían destinada para Tebas. Finalmente, a la séptima y última puerta iba Adraste el rey de los argivos, en cuyo escudo podían verse representadas cien serpientes con niños tebanos en las fauces.

Cuando todos estuvieron lo bastante cerca de las puertas, inicióse la batalla, primero con hondas, despuéscon arcos y jabalinas. La primera embestida fue rechazada victiriosamente por los tebanos, que obligaron a las huestes argivasa retirarse. En-tonces Tideo y Polinices, tomando una decisión rápida, gritaron:

—Hermanos, ¿por qué no os lanzáis al asalto, antes de que los proyectiles os derriben, de una de las puetas, todos a la una, infantes, jinetes y carros?

Esta llamada, propagándose rápidamente ente el ejército, revivió el valor de los argivos. Todos se animann y el ataque volvió a comenzar con vigor creciente, pero sin nejor resultado que la vez primera. Con las cabezas ensangrenadas caían los atacantes a los pies de los defensores y filas eneras exhalaban su último suspiro bajo las murallas, convirtieido en ríos de sangre la tierra seca que circundaba la ciudad.

Entonces el arcadio Partenopeo se lanzó come un ciclón contra su puerta, pidiendo fuego y hachas para derribarla. Un héroe tebano, Periclímeno, que tenía su puesto a escasa distancia sobre la muralla, observaba sus esfuerzos y, en el memento preciso,

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arrancando del muro un trozo de parapeto de piedra tan enorme que habría constituido la carga de un carro, lo írrojó contra el asaltante con tanta precisión que le aplastó la rubia y ensortijada cabellera y los huesos del cráneo, y lo precipitó al suelo mal herido. Tan pronto como Etéocles vio segura aquella puerta corrió a las demás. En la cuarta se encontró con Tideo, furioso como un dragón bajo los ardores del sol; sacudía la cabeza, cubierta por el empenachado yelmo, y el escudo, que mantenía enhiesto, resonaba de los cascabeles que rodeaban su borde. Él blandía con la diestra la lanza contra el muro y le rodeaba un tropel de escuderos que disparaban una granizada de flechas a lo alto del castillo, obligando a los tebanos a retirarse del parapeto. En aquel momento presentóse Etéocles y, reuniendo a los guerreros como el cazador reúne a los perros dispersos, volvió a conducirlos a las almenas. Luego acudió presuroso a las otras puertas. Topóse también con el embravecido Capaneo, que llevaba al muro una alta escalera de asalto y, jactándose, gritaba que ni el rayo del rey de los dioses le impediría destruir los cimientos de la ciudad conquistada. Con estas retadoras palabras aplicó la escalera contra el muro y comenzó a tirepar por eÜa, protegiéndose con el escudo de una lluvia de piedras. Pero el castigo de su insolencia no estaba reservado a los tebanos; el propio Zeus lo tomó en su mano, enviándole un rayo en el momento en que saltaba ya el reborde de la muralla. Fue el gollpe tan terrible que hizo retumbar la tierra; sus miembros, arrancados, volaron a gran distancia de la escalera; el cabello, inflaimado, se proyectaba hacia el Cielo, y la sangre fluía por el suielo; manos y pies giraban como una rueda, y finalmente el tronco se precipitó al suelo, ardiendo.

Por aquel signo comprendió el rey Adrasto que el padre de los dioses no veía su empresa con buenos ojos, por lo que retiró sus tropas de los fosos de la ciudad y se replegó con ellas. En cambio, los tebanos, saliendo de la villa a pie o en carros, al darse cuenta de aquel signo propicio que Zeus les enviaba, se lanzaron contra las huestes argivas. Carros chocaban contra carros y los cadáveres se amontonaban. La victoria fue de los tebanos, quienes no regresaron al refugio de sus murallas hasta haber rechazado un buen espacio al enemigo.

Duelo de los dos hermanos

De esta manera terminó el asalto a la ciudad de Tebas. Vueltos a ella Creonte y Etéocles con sus tropas, el ejército de los derrotados argivos se reagrupó y muy pronto estuvo otra vez en condiciones de avanzar nuevamente hacia la plaza sitiada. Al observarlos los tebanos, el rey Etéocles adoptó una grave resolución, pues la esperanza de resistir una segunda acometida había disminuido considerablemente a causa de haber quedado sus fuerzas muy debilitadas por el primer ataque. Envió, pues, a su heraldo extramuros al ejército adversario, de nuevo acampado en las inmediaciones, al borde mismo de los fosos circundantes, en petición de un armisticio. Después, subiéndose en la cima más alta de la fortaleza, dirigiéndose en alta voz así a sus huestes propias, formadas en el interior de la villa, como a las argivas, que la rodeaban, dijo:

—¡Dáñaos y argivos, cuantos habéis acudido aquí, y vosotros, ciudadanos de Tebas, no sacrifiquéis con tanto ligereza vuestras vidas en las trincheras, los unos por Polinices, los otros por mí, su hermano! Dejad, será mejor, que yo solo acepte el riesgo de esta lucha y me enfrente con mi hermano en combate singular. Si lo mato, quedo yo único señor de la casa; si muero por su mano, sea el cetro para él, ¡y vosotros, argivos,

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deponed las armas y volveos a vuestra patria, en lugar de desangraros inútilmente ante estos muros!

De las filas de los argivos salió entonces Polinices y, dirigiéndose al castillo, gritó que aceptaba la proposición de su hermano. De ambos lados todo el mundo estaba cansado de aquella guerra sangrienta que se libraba tan sólo en beneficio de uno de los dos hombres; por eso ambos bandos aplaudieron aquella equitativa idea. Concertóse, pues, un pacto y lo selló el juramento de los jefes, a cuyo efecto los de las dos partes se juntaron en el campo que se extendía entre los ejércitos. Los hijos de Edipo se armaron entonces de todas sus armas; los nobles tebanos aderezaron al soberano de Tebas, mientras los adalides argivos hacían lo propio con el desterrado Plinices. Así se presentaron ambos cubiertos de acero, fuertes y firme la mirada.

¡Recuerda —gritaron a Polinices sus amigos? que Zeus espera de ti un monumento a la victoria en Argos!

A su vez los tebanos animaban a su príncipe Etéocles:

¡Combates por tu ciudad natal y por el cetro; que este doble pensamiento te dé la victoria!

Antes de que comenzase la fatal pelea, los adivinos de ambos ejércitos procedieron a los sacrificios rituales para deducir, de la forma de las llamas, el resultado de la pugna. El agüero, sin embargo, resultó ambiguo, pues parecía anunciar la victoria o la muerte de ambos contendientes. Terminados los sacrificios y situados los dos hermanos en posición de combate, Polinices, levantando las manos en solicitud suplicante y volviendo la cabeza en dirección a la tierra de los argivos, oró:

¡Hera, señora de Argos, de tu tierra tomé yo mujer, en tu tierra vivo; haz que tu ciudadano venza en esta lucha, haz que se tiñan sus derechos con la sangre del adversario!

Del lado opuesto impetraba Etéocles, vuelto hacia el templo de Atenea en Tebas:

¡Oh hija de Zeus, haz que mi lanza, victoriosa, dé en el blanco, el pecho de quien ha venido a devastar mi patria!

En medio de estas palabras resonaron las trompetas, señal de la sangrienta pelea, y los hermanos se lanzaron con salvaje impulso uno contra otro, atacándose como dos jabalíes que se embisten con los colmillos. Silbaron las lanzas al cruzarse, rechazadas por los escudos; apuntaron luego los venablos a los respectivos rostros, a los ojos, pero los bordes de los escudos, hábilmente manejados, pararon también la embestida. Los propios espectadores sentían destilar el sudor a gruesas gotas de sus cuerpos ante el espectáculo del fiero combate. Al fin Etéocles sufrió una distracción: cuando, al disponerse a atacar de lado, puso el pie derecho sobre una piedra que yacía en su camino, alargó la pierna impremeditadamente por debajo del escudo, y Polinices, acercándosele con la jabalina, le atravesó la tibia de parte a parte. Todo el ejército argivo lanzó un grito de júbilo ante aquel golpe, viendo ya en él la definitiva victoria. Pero al recibir la estocada, el herido, que no había perdido la serenidad ni por un instante, viendo descubierto un hombro del adversario, disparóle su venablo, el cual

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quedó clavado en la carne, pero de modo que se rompió la punta. Entonces fueron los tebanos quienes dejaron oir un ligero grito de alegría. Etéocles se apartó y, cogiendo una piedramármol, de un golpe quebró en dos la lanza de su enemigo. La lucha volvía a estar igualada, ya que los dos se veían privados de sus armas arrojadizas. Empuñando entonces rápidamente las espadas, aprestáronse al duelo cuerpo a cuerpo; escudo chocó contra escudo y entablóse fragoroso combate. Acordóse entonces Etéocles de un ardid que aprendiera en tierras de Tesalia: cambiando de pronto su posición, retrocedió apoyándose sobre el pie izquierdo y cubriéndose cuidadosamente el bajo vientre, y adelantando el pie derecho, hirió a su hermano, que, no habiendo podido prever el cambio de posición del adversario, no tenía resguardada con el escudo la parte inferior del tronco, en pleno vientre, encima de las caderas. Abatido por el dolor, inclinóse Polinices y cayó bañado en torrentes de sangre. Etéocles, seguro ya de la victoria, tiró la espada y abalanzóse sobre el moribundo para despojarle, pero aquel movimiento iUe su perdición, pues Polinices mantenía firme la espada en la mano y, pese al poco aliento que le restaba, tuvo aún la fuerza suficiente para clavarla en el hígado de Etéocles, inclinado sobre él. Desplomóse éste junto al hermano moribundo y de este modo quedó cumplida en ambos la maldición paterna.

Abriéronse las puertas de Tebas, y las mujeres y los criados se precipitaron al exterior para ir a llorar sobre el cadáver de su soberano, mientras Antígona se arrojaba encima de su hermano polinices para escuchar de sus labios sus postreras palabras. Etéocles se había extinguido antes que su adversario; su pecho exhaló sólo un profundo suspiro y expiró. Pero Polinices respiraba aún y, volviendo a su hermana los ojos agonizantes, díjole:

—¡Cómo me duele tu suerte, hermana, y también la del hermano muerto, que de amigo se convirtió en mi enemigo! ¡Sólo ahora, al morir, me doy cuenta de lo que le quise! Pero tú, hermana mía, entiérrame en mi patria y reconcilíame con mi enojada ciudad natal; ya que me privó de la soberanía, siquiera me conceda esta gracia. Ciérrame también los ojos con tu mano, pues ya la noche de la muerte extiende sus sombras sobre mí.

Así murió él, también en brazos de su hermana. Pero entonces surgió otra vez la discordia entre ambos bandos. Los tebanos atribuían la victoria a su señor Etéocles, los contrarios sostenían que era de Polinices. La misma disensión existía entre los jefes y los amigos de los caídos. «¡Polinices dio la primera lanzada!», decíase aquí. «¡Pero fue el primero en caer!», oíase del lado opuesto. Estas disputas llevaron a empuñar de nuevo las armas. Por fortuna las filas de los tebanos se habían organizado y pertrechado mientras duró el duelo; en cambio, los argivos habían depuesto las armas y, seguros de la victoria, se habían limitado a contemplar el combate sin otra preocupación. Así, los tebanos se lanzaron contra los argivos antes de que éstos tuvieran tiempo de apercibirse. No encontraron resistencia; los inermes adversarios llenaban la llanura en fuga desordenada, y la sangre fluía a torrentes, pues los venablos derribaban a centenares de los fugitivos.

En el curso de aquella fuga de los argivos ocurrió que el héroe tebano Periclímeno persiguió hasta la orilla del río Ismeno al adivino Anfiarao. Llegado allí, el agua detuvo al fugitivo, con su caballo y el carro, y el tebano venía pisándole los talones. Desesperado, el augur ordenó a su auriga que lanzase los corceles al río y tratara de

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salvar el profundo vado, pero antes de entrar en el lecho, su eneaigo había alcanzado la orilla y su lanza le apuntaba al cuello, intonces Zeus, no permitiendo que su vate sucumbiese en una fuga deshonrosa, envió un rayo que abrió el suelo en una nega caverna y que tragó los caballos, que trataban de escapar, junto con el carro, el profeta y sus compañeros.

Pronto quedaron limpios de enemigos los alrededores de Tebas. También habían caído el osado héroe Hipomedonte y el poderoso Tideo. De todas partes traían los tebanos escudos arrebatados a los fugitivos injertos y otros trofeos, entrándolos triunfantes a la ciudad.

La resolución de Creonte

Se pasó luego a dar sepultura a los muertos. Desaparecidos los dos hermanos, la dignidad real de Tebas fue asumida por su tío Creonte, el cual hubo de tomar las disposiciones necesarias para el entierro de sus dos sobrinos. Inmediatamente ordenó que se tributasen honores reales y se inhumase con la máxima pompa y solemnidad a Etéocles, caído defendiendo la ciudad, y todos los habitantes asisitieron a a fúnebre ceremonia, mientras el cuerpo de Polinices quedaba insepulto y privado de toda clase de honores. Entonces Creonte mandó pregonar por toda la capital que el enemigo de la patria, /enido con el propósito de destruir la ciudad por el fuego, saciarse en la sangre de los suyos, expulsar a los propios dioses locales y reducir a la esclavitud a los sobrevivientes, este enemigo no debía ser llorado ni enterrado, sino que su cadáver maldito se abandonaría para que fuese pasto de las aves y los perros. Al propio tiempo ordenó a los ciudadanos que vigilasen el cumplimiento de aquel mandato dictado por el soberano; además, colocó vigilantes junto al cadáver, con la misión de que nadie tratase de robarlo o enterrarlo. El castigo de quien lo hiciera sería inexorablemente la muerte: se le lapidaría en plena ciudad.

Antígona, la piadosa hermana, había oído también la terrible sentencia; pero la muchacha no había olvidado la promesa hecha al moribundo. Con el corazón oprimido se dirigió a Ismene, su hermana menor, y trató de persuadirle a que entre las dos se aventurasen a intentar sustraer el cadáver de Polinices a sus enemigos. Pero Ismene era una muchacha débil, incapaz de aquella heroicidad.

—Hermana —le díjo llorando?, ¿has olvidado el triste fin de nuestro padre y nuestra madre, se ha borrado de tu memoria la prematura muerte de nuestros hermanos, que quieres ahora atraer sobre nosotras, las únicas que quedamos, una muerte igualmente trágica?

Antígona se alejó con frialdad de su timorata hermana:

?No quiero que me ayudes ?le díjo?; yo sola voy a dar sepultura a nuestro hermano. Cuando lo haya hecho moriré gustosa y reposaré al lado de quien tanto quise en vida.

Poco más tarde uno de los guardianes, abatido y con vacilante paso, se presentaba al rey Creonte:

—El cadáver que nos ordenaste vigilar, ha sido enterrado ?dijo al Monarca?, y el autor, desconocido, ha escapado. No sabemos tampoco cómo ha ocurrido el hecho; cuando el

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primer vigilante del día nos lo mostró, ninguno de nosotros pudo explicárselo. Sólo una tenue capa de volvo cubría el muerto; únicamente lo preciso para que un entierro sea válido ante los dioses del Averno. No había señales ni de un golpe de pico ni de una paleta, ni huellas de carro en el suelo. Los guardianes comenzamos a discutir sobre el caso, cada uno culpaba al otro y al fin pasamos a las manos. Luego nos pusimos de acuerdo sobre la conveniencia de comunicarte el hecho en seguida, ¡oh Rey!, y a mí me cupo en suerte la desagradable embajada.

A esta noticia Creonte montó en ira, y amenazó a todos los guardianes con mandar ahorcarlos si no le entregaban inmediatamente a los autores. Por orden suya los vigilantes hubieron de quitar toda la tierra que cubría el cadáver y seguir montando la guardia a su lado. Y así se estuvieron desde la madrugada hasta mediodía, bajo un sol ardoroso; pero de pronto se produjo una tormenta, con remolinos de polvo. Los guardianes estaban aún suspensos acerca de aquel signo inesperado, cuando vieron acercarse una doncella quejándose dolorosamente, como el ave que ha encontrado el nido vacío. Llevaba en la mano una vasija de bronce y, aproximándose con cautela al cadáver ?pues los guardianes estaban sentados a considerable distancia, en una colina, para sustraerse al hedor de aquel cuerpo que llevaba ya mucho tiempo insepulto?, derramó sobre él una triple libación. Los vigilantes no titubearon ya y, acudiendo a toda prisa, apresaron y condujeron ante el airado Monarca a la muchacha cogida en flagrante.

Antígona y Creonte

Creonte reconoció en la infractora a su sobrina Antígona.

—Insensata ?exclamó, increpándola?, ya que bajas la frente al suelo, ¿confiesas o niegas esta acción?

—La confieso ?replicó la doncella, irguiendo la cabeza.

—¿Conocías ?siguió preguntando el Rey? la ley que sin recato violaste?

—La conocía ?replicó Antígona con voz firme y tranquila?, pero esta ley no proviene de ninguno de los dioses inmortales. También conozco otras, que no son de ayer ni de hoy, que tienen valor eterno y de las cuales naie sabe la procedencia. Ningún mortal puede infringirlas sin ataer sobre sí la cólera de los dioses y es una ley de esta clase la ue me ha ordenado que no dejase insepulto al hijo muerto de ai madre. Si este proceder te parece insensato, quizá sea un ko el que me acusa de locura.

—¿Piensas ?dijo Creonte, más exaaerado aún por la réplica de la muchacha? que tu terquedad no puede doblegarse? Hasta el acero más duro se rompe alguna vez Quien está en poder de otro no debe obstinarse.

A lo cual contestó Antígona:

—No puedes hacerme mayor mal qit quitarme la vida. ¿Para qué demorarlo? Mi nombre no cobrar; vilipendio por el hecho de mi muerte. Sé también que es sólo ;1 miedo lo que cierra la boca a todos tus subditos y que, en el fondo de sus corazones, todos aprueban mi acción, pues amar al hermano es el primer deber de la hermana.

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—¡Vete, pues, al Hades ?gritó el Fey, cada vez más exasperado?, y si has de amar a alguien, ama a los muertos!

Y ya se disponía a ordenar a los criados que se la llevasen cuando Ismene, que había oído cuál iba a ser la suerte de su hermana, se precipitó en la cámara. Lubiérase dicho que nada quedaba ya en ella de su femenina debilidad y de su temor a los hombres, Animosa, presentóse ante el cruel tío y, declarando que conocía los proyectos de Antígona, pidió que se la enviase a la muerte con ella. Al propio tiempo recordó el Rey que Antígona no era solamente la hija de su hermana, sino también la novia prometida de su único hijo Hemón, por lo que al ejecutarla inmolaría al propio tiempo a la esposa de su hijo. En vez de contestar. Creonte mandó que se las llevasen a las dos, y los esbirros las condujeron presas al interior del palacio.

Hemón y Antígona

Cuando Creonte vio acudir precipitadamente a su hijo, no pensó otra cosa sino que la sentencia recaída contra su novia habría sublevado a aquél contra su padre. Sin embargo, Hemón respondió a sus recelosas preguntas con palabras llenas de filial respeto, y sólo cuando el mozo hubo percuadido de su leal apego a su progenitor, se atrevió a abogar por su prometida.

—Tú no sabes, padre ?le dijo?, lo que habla el pueblo, lo que encuentra censurable. Tu mirada asusta a todos los ciudadanos y les impide decir cualquier cos¡a que haya de ser ingrata a tu oído; a mí, en cambio, me resullta posible oirlo todo desde la penumbra. Así permíteme que Ite diga que la ciudad entera se compadece de esa muchacha, cuya acción es de todos ensalzada como merecedora de eternaa fama; que nadie piensa que ella, la hermana piadosa, haya merecido la muerte en pago de haber impedido que su hermano fuera pasto de aves y perros. Por lo tanto, padre querido, cede a la voz del pueblo; haz como aquellos árboles que, plantados al borde del torrente impetuoso, no se oponen a su paso, sino que, cediendo a la fuerza del agua, se mantienen incólumes, mientras aquellos otros que se empeñan en resistirse a ella, son arrancados de raíz por las olas.

—¿Quiere el rapaz darme lecciones? ?exclamó Creonte en tono despectivo?. ¡Diríase que se hace campeón de la mujer!

—¡Sí, si es que tú eres una mujer ?replicó el joven rápida y vivamente?, pues sólo por tu bien he dicho todo eso!

—Bien veo ?dijo el padre, indignado? que tu ciego amor por la culpable te ofusca los sentidos; pero, viva, no la vas a poseer. Pues sábelo: su cuerpo será sepultado en vida en una fosa cerrada, lejos, donde jamás resuenen las pisadas de los hombres. Se le suministrará muy pocos alimentos; sólo los necesarios para preservar a la ciudad de la censura de una ejecución inmediata. Que pida al dios del Hades, el único al que honra, que venga a liberarla; demasiado tarde se dará cuenta de que es más prudente obedecer a los vivos que a los muertos.

Dichas estas palabras, Creonte se alejó irritado de su hijo, y pronto se efectuaron todos los preparativos para cumplir la horrible sentencia del tirano. Antígona fue conducida

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públicamente a la abovedada tumba que la esperaba, a la cual entró ella, impávida, invocando a los dioses y a las personas amadas con quienes iba a reunirse.

El cadáver del caído Polinices seguía pudriéndose en el lugar donde había sido abandonado, y aves y perros nutríanse de él, ofreciendo a la ciudad un bochornoso espectáculo al llevar los restos de un lado para otro. Entonces se presentó ante el rey Creonte el anciano vidente Tiresias, como lo hiciera antaño ante Edipo, y le anunció la proximidad de una desgracia, anunciada por el vuelo de las aves y el examen de los animales sacrificados. Había percibido un graznar de mal agüero emitido por los cuervos sacios, y en el altar la víctima propiciatoria se había quemado entre un denso humo en lugar de arder con clara llama.

—Es evidente que los dioses están irritados ?dijo, terminando su relato? por el mal trato dado al hijo del Rey. No seas, pues, obstinado, Monarca; cede ante el muerto; no exhibas cuerpos insepultos. ¿Qué gloria hay en volver a matar a un muerto? Desiste; te lo aconsejo por el bien que te quiero.

Pero Creonte, como antaño Edipo, despidió al adivino con ofensivas palabras, tratándolo de codicioso y de embustero, al oir lo cual el profeta, bullendo de indignación, descorrió sin piedad ante los ojos del Rey el velo que le ocultaba el porvenir.

—Sabe —le dijo— que no se pondrá el sol antes de que con tu propia sangre hayas pagado dos cadáveres con uno. Cometes un doble crimen al retener a un muerto que pertenece al

Hades y a una viva que es del mundo de a luz. ¡Llévame de aquí sin tardar, muchacho! Abandonemos a ese hombre a su desgracia.

Y, cogiendo la mano de su lazarillo se alejó apoyado en el báculo.

El castigo de Creonte

Con un estremecimiento vio el Rey marcharse al irritado profeta. Convocando a los más ancianos de la ciudad, preguntóles qué procedía hacer.

—Saca a la doncella de la caverna y da sepultura al cuerpo abandonado del joven? fue el unánime consejo.

Muy difícil se le hacía ceder al inflexible Monarca. Pero su ánimo vacilaba. Por fin, angustiado, se anino a adoptar la única salida capaz de evitar la ruina de su casa que le anunciara el adivino. Él mismo, con los criados y su séquito, se personó primero en el campo donde yacía el cuerpe de Polinices y después en la tumba donde se hallaba encerraca Antígona, quedando sola en palacio su esposa Eurídice. Ésta no tardó en oir en la calle fuertes quejas y gemidos, y cuando, impelida por un griterío cada vez mayor, saliendo de sus aposentos, llegó al vestíbulo del palacio, acercósele un mensajero que había guiado a su esposo al alto descampado donde el cuerpo de su sobrino, lastimosamente despedazado, seguía aún insepulto.

—Rogamos a los dioses del Hades ?contóle el emisario?, bañamos al muerto en agua sagrada y después quemamos los restos de su deplorable cadáver. Cuando ya le

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hubimos levantado un tumulto con tierra patria, nos dirigimos a la bóveda de piedra donde descendiera la doncella para terminar allí su vida, víctima del hambre. Pero un criado que se había adelantado, oyó ya de lejos unas sonoras y lastimeras voces que llegaban de la puerta del horrible recinto sepulcral y retrocedió para ir a comunicarlo a su amo. También el oído de éste había captado las sombrías lamentaciones y reconocido en ellas la voz del hijo. Los criados corrimos, obedeciendo sus órdenes, a mirar por entre las grietas de las rocas. En lo más hondo de la cueva vimos a la doncella colgando del lazo de su velo, ya muerta, y delante de ella, abrazado a su cuerpo, a tu hijo Hemón, que, con horribles exclamaciones, lloraba a su robada novia y maldecía la maldad de su padre. Entretanto había llegado éste al borde de la caverna y, gimiendo lúgubremente, penetró por la abierta puerta. «Hijo desdichado ?exclamó?, ¿qué has hecho? ¿Qiué amenaza se encierra en tu mirada extraviada? ¡Ven a tu padre! ¡Sal, te lo suplico de rodillas!». Pero el muchacho, clavando en> él una mirada de desesperación, sin responder sacó del cinto siu espada de doble filo. El padre entonces precipitóse al exterior de; la bóveda, esquivando el golpe, y el desventurado Hemón, inclimándose sobre el acero, se lo hundió en el costado. Al caer, su brazo sujetaba aún fuertemente el cuerpo de su desposada, y ahora yace allí abrazado a ella, muerto en la sepultura.

Eurídice escuchó en silencio aquella embajada y retiróse luego sin pronunciar palabra, buena o mala. El Rey regresó desesperado a palacio, deshecho en lamentaciones, seguido de los criados que transportaban el cadáver de su hijo. Pero ya salía a recibirle la noticia de que su esposa yacía inánime en el interior de la mansión, bañada en sangre, atravesado el corazón por una espada.

Inhumación de los héroes argivos

De toda la descendencia de Edipo no quedaba ya, aparte dos hijos de los hermanos caídos, más que Ismene. De ésta nada dice la leyanda, sino que murió soltera y sin hijos, extinguiéndose con ella aquella raza desventurada. De los siete héroes que tomaron parte en la expedición contra Tebas sólo escapó al malhadado asalto y a la última batalla el rey Adrasto, salvado por la alada fuga de su inmortal corcel negro Arión, de divino origen. Llegado felizmente a Atenas, refugióse en calidad de suplicante en el altar de la Piedad y, con un ramo de olivo en la mano, conjuró a los atenienses a que le ayudasen a dar honrosa sepultura a los héroes y ciudadanos caídos ante las puertas de Tebas. Los atenienses, accediendo a su ruego, salieron con él a la campaña, al mando de Teseo. y los tebanos se vieron forzados a permitir la inhumación. Adrasto erigió para los cadáveres de los siete héroes caídos otras tantas gigantescas piras y celebró junto al Asopo unas carreras en honor de Apolo. Al encenderse la pira de Capaneo, su esposa Evadne, hija de Iris, se arrojó a ella y se consumió con el cuerpo de su marido. No pudo encontrarse, para sepultarlo, el cadáver de Anfiarao, que la tierra se había tragado, y al Rey le dolía no poder tributar a su amigo los honores postreros.

—Echo en falta —dijo— al ojo de mi ejército, al hombre que era a la vez el vidente más seguro y el combatiente más valeroso?. Una vez estuvo terminada la solemne ceremonia funeraria, Adrasto levantó frente a Tebas un templo a Némesis o la Venganza y, con sus aliados atenienses, se retiró de aquel país.

Los Epígonos

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Diez años después, los hijos de los héroes caídos ante Tebas, llamados Epígonos o descendientes, resolvieron emprender una nueva campaña contra aquella ciudad para vengar la muerte de sus padres. Eran ocho: Alcmeón y Anfíloco, hijos de Anfiarao; Egialeo, hijo de Adrasto; Diomedes, hijo de Tideo; Prómaco, hijo de Partenopeo; Esténelo, hijo de Capaneo; Tersandro, de Polinices, y Euríalo, de Mecisteo. Ascióse también a ellos el viejo Adrasto, el único superviviente ie la expedición de los padres; pero no asumió el mando suprmo, sino que lo cedió a un héroe más joven y vigoroso. Los onfederados consultaron al oráculo de Apolo a quién debían eegir para caudillo, y el dios les indicó a Alcmeón, hijo de Anfiaao. Éste fue, pues, designado general en jefe. Sin embargo, Almeón no estaba seguro de tener derecho a aceptar el cargo ante de haber vengado a su padre; por eso, volviendo al templo del [ios, preguntó al oráculo. Respondióle Apolo que debía realizar imbas cosas.

Hasta entonces su madre Erifile no s.lo había estado en posesión del fatídico collar, sino que tamlién había sabido adueñarse del velo, el segundo fatal presente de Afrodita. Tersandro, el hijo de Polinices, que lo poseía por derecho de herencia, se lo había regalado, de igual modo que supadre le regalara en otro tiempo el collar, sobornándola con él pira que convenciese a su hijo Alcmeón a que participara en la campaña contra Tebas.

Atendiendo a la sentencia del oráculo, Alcmeón aceptó el mando supremo, dejando la venganza para el regreso. Traía de Argos no solamente un considerable ejército, sino también muchos belicosos guerreros de las ciudades vecinas que se le habían unido, con lo que avanzaba contra las puertas de Tebas al frente de una imponente fuerza miltar. Renovaron allí los hijos la tenaz lucha que diez años antes libraran los padres; pero aquéllos fueron más felices que éstos, y la victoria se decidió en favor de Alcmeón. En el ardor de la batalla cayó uno de los epígonos, Egialeo, hijo del rey Adrasto, muerto a manos del jefe de los tebanos Laódamas, hijo de Etéocles; pero éste, a su vez, cayó bajo los golpes de Alcmeón, jefe de los epígonos! Ante la pérdida de su general y de numerosos ciudadanos, los tebanos abandonaron el campo de batalla y se refugiaron detrás de sus murallas, pidiendo consejo al ciego Tiresias, el profeta, quién, más que centenario, seguía viviendo en Tebas.

Aconsejóles el anciano, como único medio de salvación, abandonar la ciudad, al mismo tiempo que enviaban a los argivos un parlamentario con proposiciones de paz. Aceptando el dictamen, despacharon a un emisario, y mientras éste entretenía a los adversarios, ellos, cargando a sus niños y mujeres en carros, huyeron de Tebas. En la oscuridad de la noche llegaron a una ciudad de Beocia, llamada Tilfusion. El ciego Tiresias, que figuraba entre los fugitivos, bebió agua fría, de la fuente de Tilfusa, que fluía en las cercanías, y murió. El sabio adivino se distinguió hasta en el Hades. No vagaba allí de um lado para otro aturdido como otras sombras, pues había podidlo guardar su claro sentido y su virtud profética. Su hija Manto no había huido; había permanecido en Tebas, y cayó en poder de los conquistadores cuando ocuparon la abandonada ciudad. Habían éstos formulado un voto: consagrar a Apolo lo mejor del botín que encontrasen en Tebas, y juzgaron que nada podía ser tan agradable al dios como la profetisa Manto, que había heredado de su padre aquel don divino y no en bajo grado. Así los epígonos la condujeron a Delfos y la consagraron al dios como sacerdotisa. Hízose cada vez más perfecta en sabiduría y en el arte de la predicción, y no tardó en ser considerada como la profetisa más famosa de su época. Con frecuencia

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podía verse junto a ella a un anciano a quien enseñaba magníficas canciones que no tardaron en resonar por toda Grecia: era el meonio Homero.

Alcmeón y el collar

De vuelta de Tebas, Alcmeón pensó en realizar la segunda parte del fallo del oráculo, vengándose de su madre, la causante de la muerte de su padre. Su resentimiento contra ella había crecido de punto al saber, a su regreso, que Enfile había aceptado regalos por traicionarle también a él. Creyendo que no debía seguir teniendo miramientos con ella, acometióla con la espada y la mató. Cogiendo luego el collar y el velo, abandonó la casa paterna, convertida para él en una pesadilla. Pero aun cuando el oráculo le había ordenado que vengase a su padre, no por ello dejaba el matricidio de ser un crimen contra natura que los dioses no podían dejar impune. Así fue desatada una Furia en persecución de Alcmeón, que fue castigado con la locura. En este estado llegó primeramente a Arcadia y se presentó al rey Oicleo. Pero como la Furia no lo dejaba en paz ni un momento, hubo de seguir su vida errante. Por fin encontró un refugio en Psofis, Arcadia, en casa del rey Fegeo. Éste le absolvió y le dio por esposa a su hijaArsinoe, con la que pasaron a su posesión los fatales presentes: el collar y el velo. Si bien Alcmeón se había curado de la locura, con todo la maldición continuaba pesando sobre su cabeza, y el país de su suegro se vio, por causa de su presencia, atacado de esterilidad. Alcmeón consultó el oráculo, que le despachó con un fallo desconsolador; encontraría la paz cuando llegase a una tierra que no existiera aún en el momento del asesinato de su madre. Pues Erifile. al morir, había maldecido todas las tierras que acogieran al matricida.

Alcmeón, perdida toda esperanza, aandonó a su esposa y a su hijito Clitio y se marchó a vagar pr el ancho mundo. Al cabo de largo tiempo de caminar sin ruibo, encontró finalmente lo que le prometiera el oráculo. Llegadc al río Aqueloo, dio allí con una isla que se había formado recentemente; establecióse en ella y se sintió libre de sus cuitas. Ms la liberación del anatema y su recobrada felicidad volviero. su corazón insolente; olvidándose de su primera esposa Arsíne y de su tierno hijo, casó con la hermosa Calírroe, hija de diosrío Aqueloo, que muy pronto le dio dos hijos uno tras oto, Acaman y Anfótero. Como fuera, sin embargo, que por doquer perseguía a Alcmeón la fama de las inapreciables joyas que, según general creencia, tenía en su posesión, también su jovei esposa le pidió muy pronto el collar y el velo. Pero Alcmeón, en su huida, había dejado aquellos tesoros en poder de su primera esposa, y la nueva nada debía saber de aquel anterior natrimonio; así inventó un lugar lejano donde, según dijo, había dejado guardadas aquellas joyas y se declaró presto a ir en si busca. Volvió, pues, a Psofis y, presentándose a su primer suegro y a su repudiada esposa, disculpóse de su alejamiento, achacándolo a un resto de enajenación mental que le había impelido a marcharse y que aún le perseguía.

—Para verme libre de la maldición y regresar a vuestro lado —dijo el muy falso—, se me ha predicho que hay un solo medio: que lleve el collar y el velo que te regalé al dios de Delfos como ofrenda.

Sus falaces palabras engañaron a Fegeo y su hija, quienes le dieron las joyas, Alcmeón se marchó alegremente con el producto de su robo; no sospechaba que aquellos

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fatales objetos habrían de ocasionar al fin su ruina. Uno de sus criados, conocedor del secreto, había revelado al rey Fegeo que Alcmeón tenía otra esposa y se llevaba los atavíos para dárselos a ella. Salieron a su alcance los hermanos de la mujer abandonada, le prepararon una emboscada y le dieron muerte cuando avanzaba desprevenido. Luego se volvieron a restituir a su hermana el collar y el velo, jactándose de la venganza que en su nombre habían tomado; pero Arsinoe, que amaba a Alcmeón a pesar de su infidelidad maldijo a sus hermanos al enterarse de aquella muerte. Los fatídicos regalos iban a producir ahora sus perniciosos efectos en Arsinoe. Los irritados hermanos pensaron que todo castigo sería poco para la ingratitud de la joven, por lo que, prendiéndola, la encerraron en una caja y la llevaron a Tégea, al rey Agapenor, amigo suyo, acusándola falsamiente de haber asesinado a Alcmeón. Y así sucumbió ella de una imuerte miserable.

Entretanto Calírroe había sabido la muerte lamentable de su esposo Alcmeón, y, a la vez que el dolor rmás profundo, agitábale el deseo de una rápida venganza. Con el rostro pegado al suelo, rogó a Zeus que, haciendo un milagro, cconvirtiese de pronto en hombres viriles a sus dos hijitos Acaman y Anfótero, para que pudiesen castigar la inmolación de su padre. Siendo Calírroe inocente, Zeus escuchó su plegaria, y los niños, que se habían acostado en edad infantil, despertaron transformados en hombres barbudos, llenos de vigor y sed de venganza. Partieron, dirigiéndose ante todo a Tégea, donde su llegada coincidió con la de los hijos de Fegeo, Prónoo y Agenor, que conducían los restos de su desgraciada hermana Arsínoe y se disponían a rendir viaje a Delfos para depositar como ofrenda en el templo de Apolo los fatídicos atavíos de Afrodita. Ignoraban a quiénes tenían delante cuando se les presentaron los barbudos jóvenes con el propósito de vengar a su padre, y cayeron muertos antes de que pudiesen enterarse del motivo de la agresión. Los hijos de Alcmeón se justificaron ante Agapenor contándole la verdad de lo sucedido; luego, encaminándose a Psofis, en Arcadia, irrumpieron en el palacio y dieron muerte al rey Fegeo y a su esposa. Perseguidos y salvados, fueron a dar cuenta a su madre de que la venganza había sido cumplida; después se dirigieron a Delfos, siguiendo el consejo de su abuelo Aqueloo, y depositaron el velo y el collar en el templo de Apolo como ofrenda. Realizado este acto, extinguióse la maldición que pesaba sobre la casa de Anfiarao, y sus nietos Acaman y Anfótero, atrayendo colonos al Epiro, fundaron Acarnania. Clitio, el hijo de Alcmeón y Arsínoe, después del asesinato de su padre había abandonado, horrorizado, a los pa-rientes maternos, y buscó un refugio en Elida.

Dioses del Olimpo

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Zeus (Júpiter romanos) | Hera (Juno romanos)

Afrodita (Venus romanos) | Apolo | Ares (Marte) | Artemisa (Diana) | Atenea (Minerva)

Dioniso (Baco) | Hades (Plutón) | Hefesto (Vulcano) | Hermes (Mercurio) | Poseidón (Neptuno)

éroes y Semidioses

Aquiles | Belerofonte | Edipo | Heracles (Hércules) | Odiseo (Ulises)

Los últimos Tantálidas (I) (II) | Perseo y Andrómeda | Teseo | Jasón | Los Heraclidas