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MISCELÁNEA RELACIONES 73. INVIERNO 19 9 8, VOL. XIX

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MISCELÁNEA

R E L A C I O N E S 7 3 . I N V I E R N O 1 9 9 8 , V O L . X I X

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A MITRA Y LA COGULLA. LA SECULARIZACIÓN

I PALAFOXIANA Y SU IMPACTO EN EL SIGLO XVII

L II Antonio Rubial García

Fa c u l t a d d e F il o s o f ía y Le t r a s, U N A M

En 1641 Juan de Palafox y Mendoza despojaba a los regulares de treinta y seis parroquias indígenas en la diócesis de Puebla que habían administrado desde el siglo xvi. En esas fechas treinta y un curatos fran­ciscanos, tres dominicos y dos agustinos pasaron a manos del clero se­cular. El obispo, que traía también el cargo de visitador del reino, decidió castigar así la actitud altanera de los mendicantes, sobre todo de los franciscanos, que se habían negado a obedecer la orden enviada a los frailes titulares de las parroquias para que se presentaran a ser exami­nados por los funcionarios episcopales sobre sus conocimientos de len­guas indígenas y de teología. Con esta secularización se solucionaba además la falta de empleos que aquejaba al clero diocesano, pues con la medida se daba beneficios a 150 sacerdotes. El traspaso no fue un pro­ceso fácil; entre los curas seculares que ocuparon las sedes confiscadas y los frailes, mediaron golpes, quejas, arcabuces, amenazas y mucho odio. En algunos lugares los religiosos se llevaron las imágenes de sus templos y presionaron a los caciques indígenas de las comunidades para que se quejaran ante el rey. Los provinciales mendicantes escribie­ron memoriales y cartas solicitando que las parroquias les fuesen de­vueltas, pero nada consiguieron.1

Una situación como la que propició Palafox, sin precedentes hasta ese momento, tuvo un impacto enorme en los otros obispados de la Nueva España y fue un importante antecedente de la gran secularización de pa­rroquias promovida por los reyes españoles a mediados del siglo xvm. Hasta ahora, los estudios han concentrado su interés en la actividad del obispo poblano y en la política borbónica, sin que se haya intentado mostrar la existencia de un vínculo entre ambas. El objeto de este ensa­yo es recapitular los variados intentos secularizadores que se dieron en las diócesis de Nueva España durante la segunda mitad del siglo xvn.

' Israel, 1988, pp. 210 y ss.

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A n tecedentes

La secularización palafoxiana, y sus emuladoras en otros obispados, justificaron sus acciones por medio de todo un aparato legal y echaron mano de unos antecedentes que remontaban al siglo xvi. Los primeros síntomas de conflicto comenzaron desde la segunda década de la evan- gelización, época que se ha considerado en la historiografía colonial

como armónica y exenta de pugnas dentro de la Iglesia; en 1537 una car­ta de los obispos de México, Guatemala y Oaxaca señalaba que los frai­les "se atreven a dispensar lo que nos no osamos y lo predican y publi­can que ellos pueden y no nosotros, y si enviamos visitadores dicen que no podemos los obispos subdelegar, y que a ellos da el Papa plenaria autoridad";2 para los prelados esa actitud iba en detrimento de la dig­nidad episcopal, pues los indios veían a los frailes más poderosos que los obispos. Sorprende que una carta así haya sido firmada por el fran­ciscano Zumárraga y que Vasco de Quiroga, el obispo de Michoacán, tuviera varios conflictos con los frailes de su diócesis. Con todo, no fue sino hasta la segunda generación de obispos que la confrontación entre ambos sectores de la Iglesia novohispana se hizo aún más notoria.

Las disputas más violentas fueron aquéllas que se dieron entre el ar­zobispo dominico fray Alonso de Montúfar y los religiosos franciscanos y agustinos en la segunda mitad del siglo xvi. Los principales temas de discusión se centraron alrededor de la administración de los sacramen­tos, el bautismo y el matrimonio sobre todo, y del cobro de los diezmos a los indios; este era un problema central, pues la falta de diezmos en los obispados, que sólo tenían para mantenerse de los recursos que les entraban de lo que pagaban los españoles, impedía el crecimiento del clero secular. Todos estos temas tuvieron su principal foro en el primer concilio provincial de 1555. Durante sus sesiones, se determinó que los frailes no podían dictaminar en causas matrimoniales sin dar parte a los prelados. Al mismo tiempo se exigía que todos los ministros, para poder confesar y predicar, debían tener licencia del obispo, por lo que no bas­taba con la licencia del superior de la orden para realizar estos actos reli­giosos. Además se exigía el permiso de los obispos para edificar nuevas

2 Carreño, 1944, pp. 9 y ss.

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iglesias. La pretensión del episcopado era someter a los frailes a su obe­diencia y convertir, a la larga, las antiguas doctrinas regulares en parro­quias seculares.

Tanto las doctrinas mendicantes como los beneficios de seculares cumplían las mismas funciones: administración y registro de bautismos y matrimonios; dirección espiritual y realización de los otros ritos sacra­mentales y de las fiestas; organización de cofradías y hermandades como las de terciarios; organización de la labor educativa y en ocasiones de la hospitalaria, etcétera. Todas estas actividades eran realizadas tanto en el poblado cabecera como en las visitas. Por su labor, los curas párro­cos recibían limosnas y obvenciones (pago por los ministerios religiosos) y, en algunas parroquias regulares, trabajo gratuito en las tierras, moli­nos, canteras o rebaños propiedad de los conventos. Es claro que había parroquias más ricas que otras, como aquéllas que estaban en reales de minas, en villas agrícolas o en poblados de paso en rutas comerciales.

A lo largo de estas primeras décadas de conflicto abierto, los obispos acusaron a los frailes de dar malos tratos a los indios y de tener un po­der absoluto y arbitrario sobre ellos. La negligencia en atender las necesidades de sus feligreses, la injerencia en los testamentos para apro­piarse de los bienes de los difuntos, el enriquecimiento ilegítimo, la intervención en la elección de autoridades, fueron otras más de las acu­saciones contra un clero regular que no estaba dispuesto a perder sus privilegios a manos del episcopado. Junto a esta campaña de despresti­gio, los obispos utilizaron todos los medios que había a su alcance, des­de dificultar la ordenación de religiosos para el sacerdocio hasta perse­guir por medio de la Inquisición a algunos frailes opositores.

Los frailes, por su parte, tomando como bandera la protección y el bienestar de los indios, se opusieron a que se les cobrara el diezmo ale­gando que una nueva carga sería muy perjudicial para ellos y termi­naría por exterminarlos del todo. Fray Alonso de la Veracruz escribió un tratado que mostraba con argumentos teológicos la injusticia de tales cobros. Por otro lado, los religiosos alegaron que las pretensiones de los obispos sobre las órdenes eran infundadas y contrarias a las bulas con­cedidas por los pontífices en su favor; las de León x y Alejandro vi sobre todo, pues en ellas se les eximía de la obediencia a los prelados dioce­sanos; sin contar con que los centros que ellos administraban no eran

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parroquias sino doctrinas misionales, y por lo tanto no debían estar so­metidos a los dictámenes del episcopado como lo estaban los seculares. Además, los religiosos argumentaban que la insuficiencia doctrinal y moral y la mala preparación de los clérigos seculares, los hacía poco ap­tos para la labor que se les pretendía encomendar y vaticinaban la deca­dencia de la evangelización si ellos la atendían.

En las pugnas entre frailes y obispos por el control de las parroquias indígenas se enfrentaban no sólo dos ámbitos de poder, sino también dos posiciones antagónicas frente a lo que se pretendía de la Iglesia no- vohispana: la propuesta de un mundo cerrado a las influencias exter­nas, el de la cristiandad indígena sometida a los frailes; y la perspectiva de apertura e integración racial que exigían los obispos y los clérigos seculares con apoyo en las normas del concilio de Trento.

En el conflicto, la Corona tomó actitudes muy ambiguas y las cédu­las que emitió transferían su apoyo de uno a otro bando según las infor­maciones que le llegaban. En 1557 falló a favor de los religiosos, prohi­bió que entraran clérigos donde había frailes y exigió que se guardaran sus privilegios y exenciones. Como contrapartida, en 1574 los obispos lograron una cédula que obligaba a los regulares a notificar los cambios de personal que los provinciales hicieran en los prioratos, y que cada año se entregaran al virrey y al obispo listas con las personas que ocupa­ban los cargos priorales y sus cualidades.3 En 1583 se emitió una cédula que mandaba que se presentasen clérigos seculares para todas las doc­trinas y se consiguió un breve papal que revocaba todos los privilegios que tenían las órdenes religiosas. Pero en 1585 se revocaron tales cédu­las y se regresó al s ta tu s quo; con todo, en el tercer concilio provincial de México en 1585 los obispos consiguieron que se les reconociera su de­recho a visitar las parroquias que estaban en manos de los regulares.4 Sin embargo la actitud ambigua de la Corona y las presiones de los reli­giosos no permitieron grandes avances en esta materia. Tan sólo algu­nas visitas secundarias y abandonadas por los religiosos pudieron ser

ocupadas por los diocesanos.

1 Piho, 1981, pp. 54 y ss.

4 Cuevas, 1946, v. II, pp. 182 y ss.

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A pesar de tan escasos logros, en el siglo xvi se habían puesto las bases legales que favorecían la injerencia de los obispos en las parro­quias. Tales bases se consolidaron en las primeras décadas del siglo xvn, durante las cuales la Corona otorgó a los obispos un conjunto de dere­chos, preeminencias y concesiones sobre los frailes como nunca antes los habían tenido. En 1603 el rey ordenó que ningún religioso entrara a hacer oficio de cura sin ser examinado antes por su obispo en lengua y doctrina. La orden no fue cumplida por la oposición de los religiosos, pero fue reiterada en 1618 y en 1622. Para 1623 se ordenó que, en el nombramiento de curas párrocos del clero regular, se debía presentar una terna al virrey con copia para el obispo y que éste debía impartir la colación y canónica institución al individuo encargado del curato. Al año siguiente se mandó que los obispos pudieran visitar a los religiosos en lo tocante al ministerio de curas. El visitador episcopal revisaría igle­sia, sacramento, crisma, cofradías y limosnas, y usaría de corrección y castigo en el ejercicio de la cura de almas. Esta orden fue reiterada en 1626. Con el fin de reforzar estos mandatos, en 1627 se ordenó quitar el salario a aquellos curas regulares que no estuvieran legítimamente nombrados. Por cédulas de 1634 y 1639 Felipe iv sujetaba a los religiosos a la obediencia de sus obispos y reiteraba las cédulas anteriores, aunque en cuanto a las costumbres licenciosas no pudieran tener autoridad. Para este tiempo el problema había crecido, pues el monopolio de las parroquias por los regulares provocaba un gran desempleo entre los miembros del clero secular cuyo número se acrecentaba año con año con los egresados de la facultad de teología de la universidad. Estas fueron las bases sobre las que Palafox fundamentó su secularización.

A todo lo largo del conflicto, pero sobre todo a partir de 1623, el apo­yo que los virreyes y gobernadores de los reinos prestaron a las órdenes religiosas fue una constante que complicó aún más la situación; dado el creciente poder del episcopado y de su injerencia en los asuntos políti­cos del reino, los funcionarios de la Corona buscaron como aliados a los

frailes para equilibrar la balanza entre el poder temporal y el episcopal. Con la intervención de los poderes civiles, la pugna tomó un cariz polí­tico que se vio reforzado por los intereses económicos, sobre todo aque­llos surgidos a raíz de la exención del pago de diezmos que tenían las

haciendas de los religiosos, tema central de las pugnas entre Palafox y

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los jesuitas, y que sólo terminó cuando se dictó sentencia a favor del episcopado. Por último debemos tener en cuenta que el ambiente se enrarecía aún más a causa de la anexión de hospitales y cofradías a las parroquias, lo que explica la oposición obstinada de los religiosos a una reforma que los llevaría a perder uno de sus más firmes vínculos con las comunidades indígenas.

L a etapa pa l a fo x ia n a

N u e v a V izcaya

Durante la década en que el obispo visitador Palafox permaneció en Nueva España, su presencia y actividad política promovieron intentos secularizadores en otras diócesis. La primera en responder a tales in­quietudes fue la lejana Nueva Vizcaya, zona de misiones donde los je­suitas y los franciscanos opusieron una fuerte presencia. Ahí, en marzo de 1641, el obispo benedictino Francisco Díaz de Quitanilla y de Evía y Valdés, realizó una secularización similar a la palafoxiana apenas un mes después que la del obispo poblano. Alegando que en su diócesis los religiosos tampoco se habían abocado a los exámenes prescritos, secu­larizó dieciséis parroquias franciscanas en el área de Sombrerete y Parral y dos jesuitas en Parras. Los segundos aceptaron la propuesta episcopal que los beneficiaba, pues la zona de la Laguna, donde se loca­lizaban las misiones secularizadas, estaba fuera de sus áreas misionales, centradas en Sinaloa y Sonora;5 pero los franciscanos se opusieron, ale­garon que el proceso no había cumplido los requisitos legales, pues los requerimientos se hicieron directamente a los doctrineros y no a las au­

toridades de la provincia, y que no se dio aviso al gobernador del reino ni al virrey, vicepatronos de la iglesias secularizadas.8 Algún tiempo después, a raíz de la rebelión de los tobosos en 1644, el obispo Evía,

5 Aunque los jesuitas regresaron a ellas por breve tiempo, el clero diocesano se hizo

cargo de Parras y sus misiones definitivamente en 1652. Los jesuitas sólo mantuvieron en

Parras un colegio que subsistió hasta su expulsión (Gerhard, 1996, p. 275).

* Porras, 1980, p. 483.

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apoyado por el gobernador Fajardo, quitó a los jesuitas las misiones de San Miguel de Bocas y de Tizonazo al pretextar que fueron los padres de la Compañía los causantes de la rebelión. No obstante, para 1652 la Audiencia de Guadalajara restableció a los jesuitas en sus misiones, sen­tencia ratificada por el Consejo en 1654.7 A la larga, la Corona también restituyó las parroquias franciscanas a los religiosos en 1656. El hecho se dio gracias a las gestiones del provincial fray Ambrosio Vigil, y a que dos de los clérigos seculares colocados por Evía habían huido de sus puestos a causa de la aridez y de los peligros en los que vivían.8

O axaca

Un proceso similar, aunque con otras condiciones, se iniciaba por esas fechas en el extremo opuesto del territorio novohispano, en la diócesis de Oaxaca. En 1645, después de una amistad bastante notoria con los dominicos, el obispo Bartolomé de la Serda Benavente y Benavides cam­bió repentinamente su actitud. Con el pretexto de una real cédula, que ordenaba la ejecución en Oaxaca de los mandatos de la Corona relativos a la sujeción de los párrocos seculares a los obispos, de la Serda, azuza­do por el arcediano Antonio de Cárdenas y Salazar, comenzó a presionar a los frailes para que le presentaran sus candidatos para las parroquias que administraban. Ante tal actitud, los dominicos nombraron a fray Jacinto del Castillo y a fray Francisco de Burgoa como procuradores ante la corte de México, afianzados por una orden de su general para resistir a los intentos del prelado. Sin embargo la actitud de la Corona, favorable a los obispos a causa del reciente triunfo de Palafox, obligó a los frailes, incluso al general, a aceptar la intervención episcopal en el asunto.

En tan tensa situación fue nombrado provincial de la provincia de San Hipólito fray Francisco de Burgoa, uno de los opositores más tena­ces de la política episcopal. A causa seguramente de la intolerancia de Burgoa, el obispo emitió en julio de 1649 un edicto en que se declaraban vacantes todas las parroquias administradas por los dominicos y se

7 Alegre, 1956-60, v. m, pp. 214 y ss. Dunne, 1958, pp. 132 y ss.

* Arlegui, 1851, pp. 188 y ss. Gerhard, 1996, p. 167.

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nombraban sacerdotes seculares para ellas. El provincial tomó la ofen­siva y nombró cinco jueces conservadores para que defendieran los de­rechos de los dominicos oaxaqueños ante la audiencia de México; una cosa era aceptar el examen del ordinario sobre los frailes, pero la secu­larización rebasaba sus atribuciones.1' A pesar de que la audiencia esta­ba a favor de los dominicos, la presión del episcopado pudo más que los intereses de los religiosos y el fallo fue desfavorable a éstos.'0 En 1652 murió el obispo de la Serda Benavides y quedó al frente de la diócesis el deán Cárdenas y Salazar, quien ratificó la secularización de las 21 pa­rroquias. En 1653 llegaba a la sede oaxaqueña el benedictino Francisco Diego Evía y Valdés y, aunque el virrey dictaminó reponer a los domini­cos en sus parroquias, el nuevo prelado, con sus antecedentes en Nueva Vizcaya, tampoco quiso hacer nada. La situación quedó en suspenso unos años más.11

En 1656, los dominicos aprovecharon la muerte del obispo Evía y enviaron a España y a Roma a fray Francisco de Burgoa como procura­dor para presentar ante el rey y ante el pontífice su caso. La embajada del fraile cronista fue tan exitosa, que a su regreso a México traía el nom­bramiento de vicario general, calificador y comisario de la Inquisición. Durante su segundo provincialato, entre 1662 y 1666, Burgoa consiguió no sólo la restitución de las parroquias a su orden, sino también la remo­

*' En este contexto, la obra de Burgoa era una apología a favor de los dominicos que

insiste, como una constante, en la exención "sin sujeción rigurosa a la autoridad episco­

pal y disfrutando de la libertad que poseían" antes de las disposiciones secularizadoras.

Para el autor, el argumento principal para oponerse a ellas es el bienestar de los indios,

que al ser alejados de los frailes perderían su cristianismo. Ibarra (en prensa). Agradezco

al autor su amabilidad al facilitarme su manuscrito así como toda la información referen­

te a este interesante y poco conocido proceso.

1,1 "29 de julio de 1649. En uno de los acuerdos de la Audiencia se mando a las órde­

nes que pareciesen a ser examinados los doctrineros y a recibir colación de sus benefi­

cios, notificóse y no se ejecutó, respecto de estar en estado de determinación este litigio.

Y pendiente en la real Audiencia este mismo pleito entre el obispo de Oaxaca y los do­

minicos En esto el obispo actuó conforme se ejecutó en el obispado de Puebla". Guijo,

1986, v. I, p. 61. Dos páginas atrás el mismo autor señala que la Audiencia no pudo deter­

minarse a favor de Burgoa, pues había tres cédulas reales "para dar favor y ayuda a di­

cho obispo en la ejecución de las doctrinas".

11 Gay, 1986, pp. 352 y ss. Arroyo, 1954, pp. 73 y ss. Ibarra (en prensa).

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ción de Cárdenas y Salazar, el enemigo acérrimo de los frailes, a la arquidiócesis de México, donde fue nombrado provisor en 1664. El éxito de Burgoa se debió además a que en 1662 subía al obispado de Oaxaca fray Tomás de Monterroso, un dominico que reintegró las parroquias a su orden.12

Sin embargo la situación no podía ser estable en un obispado donde había un monopolio tan absoluto de una orden religiosa sobre tantos curatos; además, existía un elevado número de visitas adscritas a las cabeceras dominicas que, por las dificultades de los caminos, no eran atendidas. En 1704, a raíz de una visita que el obispo cisterciense fray Ángel Maldonado hizo a su diócesis, se ordenó la fundación de nuevas parroquias en el distrito de Villa Alta, las que seguirían atendiendo los frailes. Los dominicos aceptaron la propuesta pero, en vez de crear las parroquias, se conformaron con poner vicarios sin residencia fija en los supuestos curatos. Ante tales abusos, un grupo de clérigos seculares, apoyados por el obispo, solicitó de la Corona que les fueran entregadas diez parroquias administradas por los dominicos en esa zona, dado que ellos no tenían el número suficiente de doctrineros para administrarlas y que los seculares eran muy numerosos. En 1706 el Real Acuerdo acce­dió a tal petición y nueve parroquias de dominicos en las jurisdicciones de Villa Alta y de Nejapa pasaron al clero secular, mediando previa­mente una real cédula de 1705 que lo autorizaba.

Con estos éxitos, el obispo Maldonado propuso la división de otros doce curatos dominicos que se convertirían en 32 parroquias, varias de las cuales podrían ser otorgadas a los seculares. Ante tales intentos, el provincial de la provincia de San Hipólito reunió informes de los alcal­des mayores que aseguraban que las doctrinas estaban perfectamente atendidas y que las acusaciones del obispo eran infundadas. Las quejas de los religiosos encontraron buena acogida en México y el virrey y el Real Acuerdo negaron al obispo el permiso solicitado. En la pugna entre Maldonado y la provincia dominica de Oaxaca los temas centrales fue­ron de nuevo la insuficiencia y mala preparación que cada parte ar­gumentaba contra la contraria. Además el obispo decía que lo que defendían los frailes no era la cristianización de los indios sino la pérdi­

12 Gay, 1986, pp. 352 y ss. Arroyo, 1954, pp. 73 y ss. Ibarra (en prensa).

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da de los cuatro mil pesos de renta de cada parroquia: los indios esta­ban muy mal administrados y eso se solucionaría aumentando los cura­tos. Los dominicos alegaban que la creación de nuevas parroquias supondría un elevado gasto para la real hacienda; además, la actitud del obispo era injusta y en su guerra contra la provincia se había negado incluso a consagrar sacerdotes de la orden. El Consejo de Indias dio la razón a los dominicos en 1713 en cuanto a la imposibilidad de crear nuevas parroquias, pero no les devolvió, como pretendían, las doctrinas que se les habían secularizado en 1705.13

M ichoacán

En el otro extremo del caso de Oaxaca estaba el de la diócesis de Mi­choacán. En tiempos de Palafox gobernaba la sede de Valladolid el obis­po franciscano fray Marcos Ramírez de Prado, llegado a ella en 1640, casi al mismo tiempo que el obispo poblano lo hizo a la suya. El prela­do religioso inició su gestión con una visita personal a la mayor parte de su territorio entre 1641 y 1642, de la que salieron unas O rd enan zas g e n e ­rales de visita . Además de las propuestas de reforma del clero y de la administración parroquial, la visita mostró una diócesis en la que los curatos seculares eran tan numerosos como los regulares (75 frente a 78),en una proporción mayor de la que se tenía en las demás diócesis novohispanas. Por otro lado, desde el último tercio del siglo xvi se había estipulado que la porción de los cuatro novenos de los diezmos que debía administrar el cabildo catedral pasara a formar parte de las per­cepciones de algunos beneficiados o párrocos seculares; es decir que es­tos cobraban directamente esa parte de los diezmos al recolectarlos. Los curatos regulares, en cambio, no tenían tal ventaja; por el contrario, debían remitir los cuatro novenos a la catedral. Secularizar estos curatos habría propiciado una pérdida cuantiosa de entradas para la catedral así como numerosos litigios con los nuevos curas por la adscripción a sus parroquias de los cuatro novenos. Nada convenía menos al obispo y a su cabildo que promover la secularización.14

11 Cantería y Tovar, 1982, pp. 23 y ss.

14 Traslosheros, 1995, pp. 91 y ss. Mazín, 1996, pp. 172 y ss.

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Todo esto llevó al obispo Ramírez de Prado a aplicar las mismas me­didas a ambos cleros, lo que a la larga mantuvo en paz a los frailes. Su éxito consistió en practicar una política muy benévola con las órdenes religiosas, suavizando la ejecución de las reales cédulas de 1634 y 1639, sobre las que se había basado la reforma de Palafox con quien, por otro lado, Ramírez de Prado llevaba una buena relación.15

Con todo, el obispo Ramírez de Prado no dejó de tener algunos ro­ces con los religiosos, sobre todo respecto a la renta decimal. Desde fines del siglo xvi las iglesias americanas interpusieron demanda para que las órdenes pagaran el diezmo sobre la producción de las tierras que po­seían sus conventos, tanto de las arrendadas como de las que eran traba­jadas en forma directa. Lo que alegaban los diocesanos era que todas las haciendas que diezmaban antes de pasar a manos del clero regular debían seguir diezmando. El caso más sonado de este conflicto en la diócesis de Michoacán se dio alrededor del colegio franciscano de Cela- ya que tenía una hacienda arrendada; el pleito se dictaminó en la audi­encia a favor del episcopado en 1655.lf) El conflicto palafoxiano con los jesuitas debió influir poderosamente en esta decisión.

M éx ico

Por otras razones, tampoco en el arzobispado de México se dieron con­flictos, quizás por el periodo de sede vacante que vivió la arquidiócesis entre 1640 y 1642, por la breve estancia de Palafox en la sede (apenas unos meses en 1642) y porque su sucesor, Juan de Mañozca, no era muy adicto al obispo poblano, con quien tuvo incluso fuertes disputas.17

El 10 de junio de 1649 salió de Veracruz la flota que se llevaba a Palafox para siempre de la Nueva España; sin embargo el obispo viajero

15 Palafox pidió que se le enviaran las ordenanzas de Prado pues las "loables costum­

bres" que en su iglesia se veían las harían imitables. Mazín, 1996, p. 190, núm. 83. Aunque

Ramírez de Prado mostró su adhesión a Palafox durante los conflictos que tuvo, sobre

todo el de los jesuitas, el obispo de Michoacán siempre mantuvo una posición indepen­

diente y evitó tomar partido en los problemas que tenía Palafox; mucho le ayudó a mante­

ner tal posición el hecho de contar con el apoyo de su hermano, que era consejero del rey.

Traslosheros, 1995, pp. 203 y ss.

17 Israel, 1980, pp. 231 y ss.

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dejó detrás tan afianzadas sus reformas y sus políticas, que su actuación fue fuente de inspiración constante para muchos de los obispos de Nueva España durante las décadas siguientes.

La se g u n d a m ita d del siglo xvii

Puebla

La primera diócesis novohispana que sintió los efectos del impacto pa- lafoxiano fue, como es obvio, la de Puebla. El sucesor del obispo refor­mador, Diego Osorio de Escobar y Llamas, continuó con su política de presión sobre el clero regular y enfrentó los intentos que hicieron los frailes, sobre todo los franciscanos, para recuperar sus parroquias. Una de las primeras acciones de su gestión fue el envío de visitadores epis­copales a los curatos que aún seguían en manos de los religiosos. Acompañados de un escribano, estos emisarios solicitaban que se les mostrase la sacristía, hacían preguntas a los vecinos sobre el estado de la administración de los sacramentos y sobre las tarifas cobradas como obvenciones, e inquirían acerca del comportamiento pastoral y moral y del conocimiento de lenguas indígenas de los doctrineros. En 1653 Ni- casio Rubio recorrió los doce pueblos de la regiones mixteca y tlapaneca administrados por dominicos y agustinos y dejó un informe detallado de las numerosas irregularidades que en ellos encontró.18 En 1659 el bachiller Francisco de Linares Urdanivia fue enviado a visitar los con­ventos agustinos de la Sierra Alta, en el norte del obispado, y escribió escandalizado "las cosas que he visto son de tal calidad que no es de­cente ponerlas en este escrito".19 Los clérigos visitadores dejaron cons­tancia de abusos económicos de los frailes sobre las comunidades, de escandalosas conductas que afectaban el orden moral y de una precaria administración religiosa.

Con apoyo en esa información, y a raíz de una real cédula que man­daba a los obispos enviar datos sobre las misiones y sobre las ayudas

,K Calderón, 1945, pp. 785 y ss.

19 Rubial, 1991, pp. 80 y ss.

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que de la corona recibían los religiosos, el obispo Osorio escribió una carta fechada en Puebla el 2 de diciembre de 1659 con un panorama de las órdenes religiosas de su obispado muy poco halagador.20 Además de insistir en que los conventos mendicantes en los pueblos de parroquias secularizadas ya no cumplían ninguna función, el obispo aseguraba que en pocos de ellos se seguía el coro y la vida comunitaria. Ninguno de esos frailes era misionero y sin embargo continuaban recibiendo el sa­lario de 100 pesos que les daba la real caja y la limosna de vino y aceite para la liturgia aunque estas sumas, a menudo, no llegaban a su desti­no, pues los provinciales de las órdenes se las apropiaban. Además, las haciendas y riquezas de los religiosos afectaban los derechos y diezmos del rey y de la diócesis. Para colmo, parecía que los frailes no habían escarmentado con la secularización palafoxiana pues, según un informe de Francisco Chacón, secretario de cámara y gobierno del obispado, eran muy pocos aquellos doctrineros regulares que se habían presenta­do al examen de suficiencia y lengua, y aún menos los que habían saca­do provisiones para ejercer como vicarios y jueces eclesiásticos.21

Para entonces, la Corona ya había ratificado la secularización pala­foxiana con una real cédula fechada en 1644, a raíz de lo cual el capítu­lo general franciscano de Toledo de 1645 renunció a todos los derechos sobre dichas doctrinas.22 Desde entonces, la corona se mostró totalmen­te favorable a los obispos, como lo muestra una serie de reales cédulas a partir de 1653, derivadas seguramente de una campaña epistolar de los diocesanos contra los religiosos: el 30 de junio de 1653 se mandó que los curas doctrineros no pudieran ser removidos una vez presentados; el primero de junio de 1654 se ordenó a los provinciales que no se entro­metieran en visitar a los curas regulares, pues esa era función de los obispos; el 6 de noviembre de 1655 se solicitó a los prelados informes sobre los doctrineros de sus diócesis que no tuvieran las patentes legales de su presentación ante el Real Patronato; en 1656 se exigió que fueran removidos de sus doctrinas los religiosos que no cumplieran con el re­quisito de la canónica institución y que no tuvieron las autorizaciones

211 agí, M éxico, 348.

21 Informe de Francisco Chacón y Cárdenas. 6 de junio de 1658, agí, M éxico, 348.

22 Piho, 1981, p. 144.

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del virrey y del obispo. Se llegó incluso a hablar de la necesidad de ce­lebrar un concilio provincial en 1662 para zanjar las dificultades dentro de la iglesia novohispana, pero la propuesta no encontró eco en los ámbitos burocráticos de la Península.23

Con todo, la tensión no hubiera provocado un conflicto abierto de no haber intervenido en la escena un nuevo personaje, cuyo carácter y actuación encendió la mecha: fray Hernando de la Rúa, comisario para Nueva España de los franciscanos llegado a México en 1666 en una visi­ta, en apariencia rutinaria, a las provincias que su orden tenía en la América septentrional. Desde el año anterior, su orden había hecho una solicitud al Consejo de Indias para reabrir el caso de las parroquias se­cularizadas por Palafox. Con apoyo en una cédula de 1665, que daba pie a tal apelación, el primer acto de visita del nuevo comisario fue una pe­tición dirigida al obispo Osorio de Escobar por la que exigía la restitu­ción de sus doctrinas a los franciscanos. El conflicto se recrudeció poco después a raíz de un incidente acontecido en el pueblo tlaxcalteca de To- poyanco, donde el guardián franciscano y el clérigo secular se liaron a golpes porque el segundo se apropió de los cantores del pueblo y los franciscanos no pudieron celebrar la fiesta del titular. El apoyo de Oso- rio y Escobar a su clérigo desató una serie de diatribas por parte de De la Rúa.24

A principios de 1668 el comisario iniciaba un nuevo pleito, ahora con el obispo de Nueva Vizcaya Juan de Gorozpi y Aguirre, quien había hecho requerimientos al custodio franciscano de Nuevo México para so­meterlo a su jurisdicción. De la Rúa alegaba que, por ser tierra de mi­sión, la custodia tenía omnímoda autoridad y potestad eclesiástica y argumentaba que la lejanía hacía imposible hasta las visitas episco­pales.25

México

La situación se enrareció aún más con la llegada a la sede arzobispal en 1668 de fray Payo Enríquez de Ribera, un agustino reformador que apo­

23 cehmc, Cédulario de N ueva Galicia, carp. 1, leg. 23,26,31,47.

24 Ayeta, (1699), fols. 77 v. y ss.

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yó a su colega el obispo de Puebla en su lucha contra los franciscanos. Uno de los primeros actos del prelado recién llegado fue emitir un edic­to en las iglesias de la capital y en el santuario de los Remedios para que los habitantes de México y de sus alrededores acudieran a las parro­quias de seculares para recibir los sacramentos. Al poco tiempo se nom­bró un clérigo secular para Coyoacán, donde el arzobispado tenía dere­cho de cobrar primicias y novenos; el pretexto para tal nombramiento fue que los dominicos de ese curato no poseían las autorizaciones virrei­nal y episcopal para administrar la parroquia que exigía la cédula de 1656. De la Rúa tomó como suyo el pleito de los dominicos y exigió la desobediencia al obispo. Frente a tal desacato, fray Payo quitó la admi­nistración parroquial de las iglesias de San Jacinto a los dominicos y de Tacuba a los franciscanos.2" El arzobispo Ribera se encontraba en una situación delicada; su lucha por defender la jurisdicción episcopal fren­te a los privilegios de los mendicantes comenzó a enfrentar con el virrey marqués Mancera que los defendía.27

Poco después, dos acontecimientos en el Bajío echaron más leña al fuego. Uno fue la exigencia que hizo el arzobispado a las monjas de Santa Clara de Querétaro para que pagaran los diezmos que debían por sus haciendas. El otro, que fray Payo nombró en los partidos de Santia­go de Querétaro y Guachiapa dos vicarios foráneos, es decir jueces del clero secular que conocerían en materia de causas matrimoniales. Para De la Rúa ambos actos iban en contra de los privilegios de las monjas y de los frailes franciscanos.28

En 1669 una nueva pugna, ahora con los agustinos, volvió la situa­ción más tensa. La provincia del Santísimo Nombre de Jesús presentaba condiciones de una insólita corrupción: las elecciones que se hacían de provincial, de definidores y de priores en los capítulos provinciales eran

manipuladas gracias a la venta de los cargos priorales; fray Marcelino de Solís y fray Hernando de Sosa, junto con un grupo de frailes adictos

25 frbmn, Fondo franciscano, caja 11, doc. 185.

“ Perea y Quintanilla, 1672.

27 Respuesta del arzobispo electo de México a un recaudo del Real Acuerdo, 14 de

diciembre de 1669. agí, México, 314.

2H Ayeta-Rua, 1671, fols. 14 y ss.

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a los criollos, controlaban a su antojo la provincia y las rentas de sus conventos. El agustino fray Payo, peninsular y reformador, estaba inte­resado en terminar con esta situación. Así, cuando fray Marcelino le pre­sentó el caso de doce frailes para ser instituidos canónicamente en otras tantas parroquias que habían vacado, el arzobispo se negó a realizar el trámite hasta que el provincial expusiera las causas de tales remociones.

Los poderosos agustinos criollos consiguieron el apoyo del virrey Mancera y de la Audiencia, quienes enviaron tres provisiones para exi­gir a fray Payo la colación canónica de los doce frailes; los funcionarios argumentaban que la obligación del provincial era dar noticia al prela­do sólo de las remociones, pero no de las causas de ellas. Sin embargo el arzobispo se negó a obedecerlas y amenazó con salir del reino si con­tinuaban las presiones. La rivalidad entre la catedral y el palacio se hizo evidente. Por fin, ante la inminencia de un tumulto como el acontecido en 1624, fray Payo se vio forzado a ceder a instancias del inquisidor Juan de Ortega y Montañés y ante la real orden emitida en 1670 que daba la razón a los frailes, al virrey y a la audiencia.2"

El comisario De la Rúa supo aprovechar muy bien este conflicto y, además de apoyar a los agustinos en sus pretensiones, se alió a los dominicos de Oaxaca quienes, como los mismos franciscanos, impugna­ban el derecho de los obispos a remover a los ministros de doctrina que no tuvieran los papeles en regla avalados por el virrey y por el obispo. Muy posiblemente fue él quien inspiró una carta enviada por los pro­vinciales de las órdenes mendicantes al rey (fechada el 2 de diciembre de 1669) en la que los prelados religiosos se quejan de los excesos come­tidos por fray Payo contra los frailes.30

Al tiempo que conseguía estas alianzas, fray Hernando de la Rúa lanzó una verdadera "campaña impresa" contra fray Payo entre 1669 y1671. Por un lado publicó, con su nombre o por medio de otros frailes como fray Mateo de Heredia, fray Francisco de Ayeta y fray Francisco Calderón, numerosos memoriales que describían la violencia ejercida por los obispos, en especial el de México, contra su orden. Por otro lado imprimió cédulas y bulas que avalaban los privilegios de los mendi­

29 Rubial, 1990, p. 50. Jaramillo, 1997, pp. 105 y ss.

30 a g í, M éxico , 314.

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cantes.31 En forma paralela, Rúa y sus seguidores predicaban en el pulpito que no había más apelación que la directa al Sumo Pontífice; po­nían en duda la validez de las excomuniones episcopales y hacían resis­tencia pública para que los frailes en sus parroquias no publicaran los edictos episcopales.32

Además de esa actividad discursiva, De la Rúa realizó en 1670 una serie de actos en abierto desafío a la autoridad episcopal: el jueves santo de 1670 fundó en San Francisco el Grande la cofradía del cordón, adu­ciendo tan sólo su omnímoda autoridad; el domingo 6, día de la Pascua de Resurrección, hizo sacar una solemne procesión contra una orden del arzobispo que las prohibía por los desórdenes y excesos que en ellas se cometían; finalmente el 19 de abril "impuso como provincial a fray Do­mingo Martínez, su amigo, contra la voluntad de la mayoría y usando de castigos y destierros a quienes no obedecieron".33

El arzobispo, por su parte, mandó retirar varios de los impresos de De la Rúa, con el pretexto de que no llevaban la licencia del ordinario, y solicitó a la Corona que le diera su apoyo y prohibiera al comisario emi­tir tales documentos. Además retiró fray Payo a los regulares el derecho de nombrar jueces conservadores en sus conflictos con los obispos, lo cual implicó un nuevo foco de tensión entre el arzobispo y el virrey.34

11 Uno de esos memoriales, el de fray Francisco de Ayeta, relata en 34 folios todos los

"abusos y violencias" que han sufrido los frailes y narra una historia del conflicto desde

el siglo xvi hasta Palafox, con todos los documentos pontificios y reales a su favor. Cu­

riosamente el texto está firmado por fray Hernando de la Rúa y fechado en Cholula en 2

de agosto de 1671. Al final el impreso trae una carta del virrey Mancera a fray Payo del

14 de octubre de 1669, donde señala que defenderá los intereses de los regulares que han

sido violados por el arzobispo.

32 Robles, 1972, v. i, p. 90.

11 Ibidem, 1972, v. i, pp. 79 y ss.

14 En la Relación que Mancera dejó a su sucesor en 1673, el virrey señala su oposición

a que se quite a los regulares el derecho de nombrar jueces conservadores en sus con­

flictos con los obispos. Dice que si se les quita ese derecho se debía dar otro parecido pues

están "más reñido que nunca el pleito de los diezmos, y más vivo el deseo de adjudicar

al clero de san Pedro las doctrinas y menos propicios los ánimos de algunos prelados a

las religiones". Mancera, 1991, v. i, 9.604. Mancera logró del rey, por otro lado, que en las

causas de remoción de ministros sólo se debía dar noticia al vicepatrono.

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De la Rúa, por su parte, seguía acumulando escándalos: dio permiso al custodio de la Huasteca para impartir la confirmación en su territo­rio; él mismo echaba bendiciones y concedía jubileos, actividades reser­vadas a los obispos; quiso quitar "al asentista los carros del Nuevo México y que los tuviese su religión"; gracias a su amistad con el pro­vincial electo por sus manejos, mudó doctrineros a su antojo sin dar aviso y nombró otros que no tenían la canónica institución. Pretendió además que los religiosos doctrineros fuesen al mismo tiempo jueces eclesiásticos y conociesen de las causas y diligencias judiciales en mate­ria matrimonial. En este caso, como en casi todos los pleitos que fray Payo tuvo con los franciscanos, la Audiencia falló a favor de la mitra.35

Prácticamente desde su llegada, el comisario se granjeó la enemistad de los terciarios, de las clarisas y de muchos miembros de su orden, in­cluido fray Martín del Castillo, provincial del Santo Evangelio entre 1664 y.l667* La oposición a sus métodos fue tan abierta que en 1668 De la Rúa se vio forzado a publicar una Carta pastoral dirigida a los religio­sos y religiosas de su obediencia.37 Además, fray Hernando tuvo pleitos con casi todas las órdenes religiosas por su pretensión de tener injeren­cia en sus gobiernos internos: con los carmelitas de Atlixco, con los je­suitas de Baja California, con los agustinos de México, con los hipólitos de Querétaro y con los dominicos de la capital por pretender apropiar­se la parroquia de los mixtéeos que funcionaba en la capilla del Rosario.38

Por si fuera poco, para pagar los gastos de sus pleitos las provincias fueron saqueadas; grandes sumas de dinero fueron enviadas a España para asegurarse el favor de las reales justicias de Su Majestad.39 Este últi­mo hecho debió ser muy sonado, pues a principios del siglo xvm el capitán Jean de Monségur expresaba: "Los virreyes suelen decir que el primer puesto de las Indias donde la gente se enriquece, después del suyo, es el de Comisario General de San Francisco".40

35 Robles, 1971, v. i, pp. 74 y 84. Sosa, 1962, v. II, pp. 21 y ss.

* Gómez Cañedo, 1977, p. 326.

37 De la Rúa, 1668.

38 Robles, 1972, v. i, pp. 99 y ss.

* Perea y Quintanilla, 1672, fols. 55 v. y ss. Robles, 1972, v. i, p. 100.

Monsegur, 1994, p. 56.

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Ante tales escándalos la deposición de De la Rúa no se hizo esperar.

En la primavera de 1671 llegó a México una orden del comisario gene­ral de Indias fray Antonio de Somoza, por la cual se le mandaba ir a vi­sitar la provincia de Nicaragua y entregar el puesto de provincial a fray Alonso Guerrero, de la provincia de Michoacán. Es cierto que una bue­na parte de la violencia física y verbal con que se manifestaron estos conflictos se debió a la presencia de fray Hernando de la Rúa y a su ca­rácter belicoso; sin embargo, no cabe duda que el fuego que prendió el comisario franciscano encontró suficiente yesca en el ambiente como para convertirse en incendio.

No obstante, con la salida de fray Hernando no acabaron los conflic­tos entre los franciscanos y el arzobispo. El mismo De la Rúa escribió un incendiario memorial junto con el padre Ayeta en agosto de 1671, que tuvo como respuesta un M anifies to a la Reina impreso por el promotor fiscal del arzobispado, Miguel Perea y Quintanilla; en él, para ratificar las acusaciones, se publicó una carta de fray Antonio de Somoza (fecha­da el 4 de julio de 1671) en la que, además de hablar de los abusos de De la Rúa, señalaba el escándalo causado en la corte por las cantidades que el excomisario había mandado a España.41 En 1673 los obispos consi­guieron que la Inquisición recogiera el Memorial que De la Rúa y Ayeta habían escrito.42

El estado de tensión entre ambas facciones tuvo un periodo de es­tancamiento entre 1673 y 1680. Como en otras ocasiones, la corona había optado por dar todo su apoyo al prelado, aun sobre la opinión del mar­qués de Mancera. Fue muy posiblemente a causa del enojoso "caso De la Rúa", que la reina decidió llamar al marqués de Mancera a España y, tras el breve gobierno del duque de Veragua, nombrar como virrey a fray Payo. Con todo el poder bajo su mano, el arzobispo agustino refor­mó a su orden, apoyado por un visitador recién llegado de la penínsu­la.43 A lo largo de los siete años que Ribera ocupó los cargos de arzobis­po y virrey, los religiosos no se atrevieron a promover ningún conflicto en el arzobispado. El hecho incidió, como es obvio, en el estancamiento

41 Perea y Quintanilla, 1672, fols. 67 r. y ss.

42 Fernández de Santa Cruz, (ai. 1693), fol. 1 v.

41 Rubial, 1990, pp. 49 y ss.

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del juicio iniciado por los franciscanos ante el Consejo en 1665 para re­cuperar sus parroquias.

Junto a la innegable presencia política de fray Payo, influyó también en esta situación la total inclinación de la Corona en favor de los obis­pos a raíz del caso del comisario De la Rúa. Desde 1668, una serie de cédulas reales encargaban a los diocesanos el cuidado de los indios con­

tra los abusos de los doctrineros regulares y la supervisión de su resi­dencia y de sus licencias.44 Esta actitud quedó plasmada finalmente en la Recopilación de las Leyes de Indias de 1681, donde existen numerosas disposiciones sobre la obediencia a los preceptos del real patronato en la presentación de los candidatos a las parroquias y en el papel que de­ben tener los obispos en la administración de las curatos de religiosos.45

Y ucatán

Muestra de tal actitud fue la exitosa secularización de seis parroquias franciscanas de Yucatán en esos años. La península había presenciado los primeros conflictos de este tipo desde los tiempos del obispo Juan Alonso de Ocón (1638-1642), quien en el último año de su gobierno in­tentó reducir los abusos que los frailes cometían en el cobro de cera y paños por razón de aranceles. Poco pudo hacer, sin embargo, pues el provincial franciscano consiguió el apoyo del gobernador, quien resti­

tuyó a los frailes los derechos a cobrar tales cuotas forzosas. Más de tres décadas después el conflicto se abrió de nuevo, pero ahora con la balan­za inclinada hacia el episcopado. En 1677 llegó al obispado de Yucatán, procedente del de Santo Domingo, Juan de Escalante y Turcios de Men­doza. Desde que fuera deán en la catedral de Mérida, Escalante se había

44 Reales cédulas de 10 de junio de 1668,14 de marzo de 1670,24 de octubre de 1671,

1 de mayo de 1672,8 de febrero de 1674,3 de noviembre de 1678 y 20 de mayo de 1679.

c eh m c , Cedulario de Nueva Galicia, carp. 2, legs. 71, 75, 87,106,124. Las cédulas reales

hablan de "abusos y vejaciones que los frailes doctrineros hacen a los indios en los repar­

timientos que hacen de hilados y tejidos y otros géneros de trabajo personales, no que­

riendo recibirles en plata la limosna [...] por el beneficio que les resulta de los géneros".

45 Recopilación, 1681, Lib. i, tit. vi-xv. Sobre todo la ley 49 del título vi en la que se ven

claramente las consecuencias legales del conflicto provocado por De la Rúa.

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mostrado abiertamente contrario a los religiosos porque consideraba que se habían alejado del espíritu original que animó a los primeros mi­sioneros evangelizadores. Con esos antecedentes no era difícil esperar un enfrentamiento y éste se dio al año siguiente de su llegada a la sede. A raíz de la visita pastoral que realizara a su diócesis, el obispo intentó corregir y castigar como delegado apostólico algunos abusos en las cos­tumbres de los religiosos;4'1 éstos alegaron que, por los privilegios con­cedidos a las órdenes por los pontífices, tal derecho sólo les estaba reservado a los provinciales; el obispo sólo podía visitarlos como curas, sin examinar sus costumbres. Este pretexto destapó un viejo conflicto nacido un siglo atrás sobre seis parroquias que, en derecho, correspon­dían a los seculares pero que administraban los religiosos. En tiempos del obispo Toral, éste había concedido al clero secular diez parroquias indígenas, pero su sucesor, fray Diego de Landa, se las había arrebata­do de nuevo aduciendo que pertenecían a los franciscanos. En 1602 los seculares consiguieron la restitución de cuatro de ellas; Escalante con­siguió en 1680 que el rey ordenara la entrega de las otras seis. Además de esas diez parroquias, ocupadas con el apoyo del gobernador, Esca­lante secularizó otras cuatro que habían sido pueblos de visita de las anteriores y que para esas fechas se habían convertido en nuevos prio­ratos.47 Los frailes se negaron a aceptar tales medidas, apelaron a la audiencia de México y, mientras llegaba la respuesta, se llevaron los or­namentos e imágenes de las diez iglesias que serían ocupadas por los seculares, lo que ocasionó una excomunión fulminante por parte de Es­calante. Repentinamente murió el obispo envenenado y algunos insi­nuaron que los franciscanos no habían sido ajenos al hecho. El caso de las parroquias fue continuado por el cabildo catedral de Mérida, quien apeló al Consejo de Indias. Quizá alrededor de 1692, la Corona falló el

pleito a favor de la diócesis y los catorce curatos quedaron en manos del clero secular.4*

* Real Cédula 28 de junio de 1662. cehmc, Ceduíario de N ueva Galicia, carp. 1, leg. 52.

Se ordena la vigilancia de los religiosos doctrineros en el manejo de limosnas y de servi­

cios de los indios por los abusos que ha habido sobre todo en el obispado de Yucatán.

47 Ayeta, ca. 1694, fols. 4 y ss.

Carrillo, 1895, v. i, pp. 412 y ss; v. ii, pp. 550 y ss.

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N u e v a Galicia

Mientras esto sucedía en Yucatán, en el obispado de Nueva Galicia se vivían también los efectos de esos aires secularizadores, impulsados por la salida a España de fray Payo Enríquez de Ribera en 1680. De todas las diócesis de Nueva España, la de Nueva Galicia era sin duda la más compleja desde el punto de vista jurisdiccional. En el siglo xvn su terri­torio abarcaba los reinos de Nueva Galicia, Nuevo León y, a partir de 1687, Nueva Extremadura o Coahuila, por lo que su prelado tuvo que enfrentar la autoridad de tres gobernadores; este hecho debió influir en las fricciones que hubo entre obispos y frailes, aunque los cronistas provinciales y locales ni las mencionan.

Sin embargo, tenemos noticias de ellas desde la época del obispo Juan Ruiz Colmenero (1644-1663) amigo de Palafox, quien no sólo redu­jo hospitales y cofradías de los frailes a la jurisdicción episcopal, sino también puso vicarios foráneos que se entrometieron en todos los asun­tos parroquiales, quitaron indios músicos a los conventos, se involu­craron en el gobierno y administración de los bienes de las cofradías y limitaron el manejo de los curas regulares.44 Este prelado llegó incluso a secularizar la parroquia franciscana de San Blas en 1649 para crear una base de operaciones del obispado que sirviera de entrada misionera al Gran Nayar.50

Su sucesor en la diócesis, Manuel Fernández de Santa Cruz (1674- 1677), continuó esta política y se enfrentó de nuevo a los curas reli­giosos. El 12 de mayo de 1676 el futuro obispo de Puebla informaba que, después de haber concluido su visita al reino de Nuevo León, "había re­conocido el poco cuidado que los doctrineros ponían en la adminis­tración de sus oficios" y que incluso en algunos pueblos los priores no asistían al cuidado religioso de sus fieles, por lo que solicitaba permiso para secuestrar varias parroquias. Sin embargo su promoción al obispa­do de Puebla no le permitió continuar con su afán secularizador, in­

quietud que heredó, junto con la mitra, a su sucesor.51

49 Ayeta-De la Rúa, 1671, fols. 32 r. y ss.

50 Gerhard, 1996, p. 79.

51 Real cédula dirigida al obispo de Guadalajara, 30 de agosto de 1678. ceh m c ,

Cedulario de N ueva Galicia.

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En 1679 el obispo Juan de Santiago y de León Garabito (1678-1694), después de una visita a la provincia de Avalos y en obediencia a una real cédula, secuestró las doctrinas franciscanas de Amacueca y Sentic- pac, aduciendo que sus ministros no las atendían.'2 Un año después quitó a las parroquias de Sayula y Zacualco seis pueblos de visita para crear el curato secular de San Antonio Tapalpa y en 1681 agregó a la pa­rroquia de las minas de Chimaltitlán otras tres visitas franciscanas que dependían de los conventos de Xala y Xalisco. Sin embargo, su activi­dad secularizadora no encontró eco en la corona, quien en numerosas cédulas entre 1682 y 1694 exigió la restitución de tales pueblos a los

franciscanos.53Con todo, el obispo neogallego no cesó su actividad y en 1684, des­

pués de una visita a Nuevo León, solicitó que el cura beneficiado de Monterrey se hiciera cargo de las doctrinas de Cadereyta y Cerralvo, donde los franciscanos administraban a los españoles y a unos cuantos indios encomendados. Dos años después pidió al rey que los frailes que misionaban en Coahuila y Nayarit debían solicitar al obispo su canóni­ca institución, aunque esas tierras fueran aún zonas de misión. A pesar de sus intentos, la Corona rechazó también estas peticiones.54

E n fren ta m ien to s en tre am bos cleros

¿A que se debieron tantos fracasos? Sin duda la razón se encuentra en la actividad que desplegaba desde 1680 fray Francisco de Ayeta, quien a raíz de la rebelión de los indios de Nuevo México, en donde era cus­todio, se incorporó a su provincia después de casi diez años de ausen­cia. El antiguo colaborador del padre De la Rúa fue nombrado en 1681 procurador de los franciscanos del Santo Evangelio de México ante la corte española, a donde se trasladó en 1683. Desde entonces se dedicó a reactivar el estancado proceso que se había abierto para recuperar las parroquias secularizadas en Puebla y a defender todos los casos que los

52 a g i , Guadalajara, 211, citado por Peron-Nagot, 1996, p. 38.

31 bpg, M anuscritos, v. x x x ii- i i , docs. 52, 94, 103,116, 119, fols.140 y ss., 271 v ss., 294,

337 y s., 353 y ss.,

M bpg, M anuscritos, v. x x x ii- i i , docs. 6 y 127, fols. 9 y s., 378 y ss.

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franciscanos tenían contra los obispos. Para 1688 la orden lo nombró en el cargo de procurador general de las Indias, oficio creado con el fin de acabar con los numerosos y muy costosos gestores enviados desde las provincias americanas.'-

Una intensa actividad desarrolló en Madrid el procurador Ayeta du­rante la década de 1690 a 1700, año este último en que murió. Alrededor de 1694 publicó un voluminoso texto de 324 folios bajo el título de Ú lti ­

m o recurso , donde solicitó, infructuosamente, la restitución de las 14 doc­trinas que su orden había perdido en Yucatán.1* Seis años antes, en 1688, había promovido la edición de la historia de fray Diego López de Cogo- lludo en la que se mostraba la labor de los franciscanos en la península y con esa crónica y el nuevo texto se mostraba lo injusto de la actuación del obispo Escalante. Alrededor de 1691, Ayeta había publicado también en Madrid otro voluminoso impreso, La defensa de la verdad , en el que atacaba los intentos secularizadores de Garabito en Nueva Galicia, exi­gía la restitución de Amacueca y Senticpac e impugnaba los derechos episcopales sobre las órdenes religiosas. A diferencia de Yucatán, este recurso consiguió la restitución esperada en 1694.57 Un año antes, el obispo de Puebla Manuel Fernández de Santa Cruz mandó imprimir una C on su lta en respuesta a ese texto de Ayeta. En ella, el prelado pobla­no retomó la defensa de su colega Garabito y aseguró que el secuestro y la remoción de los doctrineros incompetentes era el remedio más efi­caz para contener a los regulares, para vigilar sus excesos y las veja­ciones que hacían a los indios.'*

La D efensa de Ayeta y la C onsulta de Santa Cruz son muestra de un nuevo estancamiento del proceso que se llevaba en el Consejo tocante a las parroquias secularizadas por Palafox, pues las últimas noticias del

55 Gómez Cañedo, 1977, pp. 42 y ss. No es gratuito que la mayor parte de las cédu­

las reales contrarias a los actos secularizadores del obispo Garabito estén fechadas entre

1688 y 1694. bpg, M anuscritos , v. x x x ii- i i .

’* Ayeta (ca. 1694). El libro hace una larga relación de la misión franciscana en Yu­

catán.

Ayeta (ca. 1691), El texto presenta al final una gran cantidad de cédulas reales que

certifican los derechos de los frailes. La mayoría son de 1688 y 1689.

Fernández de Santa Cruz (ca. 1693), fols. 6 v. y ss.

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caso pertenecían al año de 1686. Con todo, Ayeta había conseguido una real cédula del 26 de mayo de 1689 que ordenaba a todos los obispos de Indias se abstuvieran de nombrar vicarios foráneos para las parroquias

de regulares.-9El último año del siglo, fray Francisco de Ayeta intentó reactivar la

causa de la provincia del Santo Evangelio contra la secularización pala- foxiana y publicó otro voluminoso libro de 341 fojas con el título Crisol de la verdad. Este largo alegato legal, que incluía todos los antecedentes jurídicos de la pugna entre obispos y regulares, una revisión de la labor evangelizadora y una pormenorizada historia de la secularización de Palafox, pretendía ser la última prueba de los derechos que asistían a los frailes."0

El padre Ayeta era sólo una de las voces que pugnaban por la defen­sa de los derechos de los religiosos, defensa que no podía existir sin su contraparte, la crítica a la labor de los clérigos seculares. Los frailes argüían la necesidad de la restitución de las parroquias señalando que los clérigos no sabían las lenguas nativas, por lo que en sus curatos los indios estaban muy mal administrados, desconocían la doctrina y a me­nudo morían sin confesión. Los clérigos se habían convertido además en hombres ocupados en negocios mundanos, tenían boticas y tiendas, arrendaban haciendas e ingenios o eran mayordomos de ellas y abusa­ban del trabajo de los indios. Su único interés en las parroquias era afianzar un patrimonio que les diera para sobrevivir y para mantener a sus parientes. En materia económica, los aranceles voluntarios de los frailes eran menos onerosos para los indios que los aranceles forzosos de los clérigos.

Por otro lado, la actitud de los seculares para con los frailes era muy poco cristiana: amenazaban a los indios para que no se fueran a las igle­

* Esta orden fue reiterada en 1701 y 1705. bpg, M anuscritos, v. x x x i i- i i , doc. 127, fols.

378 y ss.

Ayeta (ca. 1699). Aunque el libro no tiene fecha ni lugar de edición, intuimos que

debió salir en Madrid y después de 1698, pues cita abundantemente el Teatro M exicano del padre Vetancurt que se editó ese año. Ayeta utiliza también otros cronistas francis­

canos como Torquemada, agustinos como Grijalva y Basalenque y dominicos como

Remesal.

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sias de los regulares a hacer decir misas por sus difuntos; nombraban alguaciles para cuidar que los indios no se acercaran a los frailes con la finalidad de presionarlos para que abandonaran por hambre sus con­ventos (los franciscanos habían perdido sus casas de estudio en Tepeaca y en Tlaxcala por la falta de limosnas); los curas seculares limitaban a los frailes su derecho a confesar a los fieles, se les confiscaron los orna­mentos sagrados alegando que eran de la parroquia. En Cholula propi­ciaron la creación de numerosos ermitas (que hay más de cuarenta) sin apreciar "el motivo de la inclinación y aplicación de esta gente bárbara a la idolatría", tan sólo para restarle influencia al convento.

En todo esto, los clérigos contaban con el apoyo incondicional de los obispos, quienes obligaban a las parroquias de regulares a pagar dere­chos doblados en los entierros, prohibían se cobrara la cuarta funeral en los testamentos y se apropiaban de la administración de algunos hos­pitales, como había sucedido en Querétaro/'1 Con tal de no ceder, los prelados se negaban incluso a aceptar que los indios recibieran la con­firmación de manos de los frailes, cosa muy necesaria en lugares tan ale­jados de cualquier sede episcopal como Nuevo México. Por otro lado, los obispos gastaban mucho en las visitas pastorales.

Fray Agustín de Vetancurt, aunque desapasionado y poco detractor de los obispos, criticó la política de fray Payo respecto al nombramien­to de jueces eclesiásticos seculares en los curatos de religiosos, pues algunos habían abusado de su oficio y querían mandar más que los frai­les. Muestra de su mala actuación fue que el arzobispo Aguiar y Seijas, sucesor de fray Payo, quitó a algunos de esos jueces por los abusos y la ostentación con que pretendían entrar en las doctrinas.*2

También contra la administración de los seculares escribió el virrey Mancera, quien dijo de ellos que tenían "mucha ignorancia, relajación de costumbres, bajeza de sangre [...] y son materia dispuesta para cual­quier inquietud y turbación". Por otro lado aseveró que el descuido y negligencia de los prelados en sus visitas pastorales eran la causa de las idolatrías de los indios.'13

M Ayeta-De la Rúa, 1671, fols. 12 v. y ss.

',2 Vetancurt, 1971, pp. 14 y ss.

" Mancera, 1991, v. I, pp. 598 y 624.

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Por su parte los obispos y sus aliados alegaban, repitiendo los viejos argumentos que se habían utilizado desde los tiempos de Palafox, que los frailes no sólo administraban con insuficiencia las parroquias, sino que incluso abusaban moral y económicamente de sus fieles. El fiscal

Perea y Quintanilla expresó que los franciscanos pedían limosnas exce­sivas, amenazaban con azotes y con cárcel a quienes no los obedecieran y tasaban las limosnas de las cofradías a su antojo, además de no respetar los aranceles impuestos por los obispos. Por su parte, el obispo Manuel Fernández de Santa Cruz agregaba que los frailes cobraban excesivas obvenciones en sus curatos, sobre todo en materia de entie­rros, por lo que se convertían en "absolutos herederos de los difuntos" en perjuicio de la viuda y de los hijos. Los regulares sacaban además jugosos beneficios económicos para sus fiestas, para las recepciones de los provinciales y para sostener los colegios para religiosos que estaban asentados en algunos conventos como Tlaxcala. Los indios recibían por ello muchas vejaciones, pues eran ellos quienes los sostenían con sus tributos, además de los trabajos que realizaban en los obrajes que tenían en los conventos y en las sementeras y rebaños que poseían.

Para Santa Cruz los religiosos debían someterse a la dignidad epis­copal y renunciar a las doctrinas, pues quienes las administraban esta­ban muy lejos del ideal apostólico de los frailes de los primeros tiempos novohispanos. Los religiosos que ocupaban los curatos en su tiempo eran aquellos que "aprovechaban menos al lucimiento de la religión", pues apenas sabían gramática y eran poco letrados; los religiosos pro­minentes les llamaban hijos, pues eran hechuras suyas, "y no se olvidan de mostrarse agradecidos a su protección". Además, por su exención, los religiosos no recibían casi nunca corrección de sus faltas, pues sus superiores rara vez los castigaban. "Los provinciales, con los temores de hallarse mañana súbditos de los que hoy se miran prelados, no proce­den con rigor tan exacto como pide la obligación de los delitos". Por es­tas razones la administración religiosa de las doctrinas estaba muy abandonada y los indios continuaban con sus idolatrías.^ En cambio los clérigos, señalaba el obispo, no sólo eran muy numerosos (había mil en el arzobispado, 600 en el obispado de Puebla y 200 en el del Nueva

M Fernández de Santa Cruz (en. 1693), fols. 6 v. y ss.

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Galicia) sino que además estaban muy bien preparados para llevar a cabo la administración parroquial. Casi todos sabían las lenguas indíge­

nas pues

los ob isp os d e esta d iócesis procuran traer de todo el ob ispado niños espa­

ñoles nacidos y criados entre los indios de estas naciones, y los sustentan y

educan en el sem inario [...] y d ichos niños instruidos [...] salen m inistros tan

em in en tes en las lenguas que ni los m ism os indios los igualan.*5

Además, con las parroquias en manos de seculares la Corona tam­bién saldría beneficiada, pues los clérigos pagaban a la Real Hacienda el derecho de mesada al adquirir un beneficio eclesiástico, cosa que no ha­cían los frailes.

Finalmente el obispo Santa Cruz expuso los daños que traía consigo a la institución franciscana el tener cargo de parroquias, pues en ellas los frailes estaban "muy distraídos", lo que ponía en peligro su sal­vación. Si no desarrollaban misiones entre infieles, lo natural era que los frailes estuvieran encerrados en sus claustros, sobre todo los francis­canos, cuya regla era, de todas las de los mendicantes, la que menos per­mitía el oficio parroquial.

C o n c l u s ió n

Los argumentos de uno y otro bando mostraban una serie de problemas que rebasaban el ámbito jurisdiccional del conflicto y que se extendían hacia fenómenos sociales y políticos más generales. Las pugnas aquí mencionadas son un ejemplo de los transformaciones que estaba vivien­do Nueva España durante la segunda mitad del siglo xvn.

Por principio de cuentas, en los conflictos que aquí se han tratado aparece una compleja realidad regional. Cada diócesis presenta una especificidad de la que resultan problemas muy distintos. La diócesis de Puebla, superpoblada y localizada en una zona de profundos cambios sociales, con una población mestizada cada vez más integrada al sis­

“ Ibidem, fol. 8v.

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tema económico colonial, y con abundancia de clérigos seculares, fue el lugar donde se disputó con mayor encono el control de las parroquias.

La arquidiócesis de México, con una problemática semejante, no presentó sin embargo ningún intento de secularización en ese periodo,

quizá por el apoyo de los virreyes a los regulares, pero también debido a que la crisis que provocó el caso poblano, tan cercano a la arquidióce­sis, cerraba cualquier expectativa de éxito en su jurisdicción. Como vimos, la diócesis de Michoacán, el área más urbanizada del territorio, no vivió tales problemas por el equilibrio numérico que había entre curatos regulares y seculares. En Oaxaca y en Yucatán, en cambio, que eran zonas predominantemente indígenas sujetas al control casi absolu­to de una orden religiosa, los obispos consiguieron ocupar numerosas parroquias, siendo, junto con Puebla, los únicos procesos seculariza- dores que lograron consolidarse en este periodo. Ahí, la escasez de cu­ratos seculares y las quejas sobre las supervivencias idolátricas entre los indios, causada por la administración deficiente de los religiosos, debie­ron ser las razones que propiciaron el apoyo de la corona a los obispos.

Frente a estas diócesis del centro y del sureste, habitadas en su ma­yoría por una población cristianizada desde el siglo xvi, las de Nueva Galicia y Nueva Vizcaya, tenían integradas tierras fronterizas con los nómadas y por tanto zonas que seguían siendo territorios de misión; una secularización generalizada en tales áreas controladas por los frai­les era impensable, además de que ahí, más que en ningún otro lado, los religiosos podían apelar a los derechos de autonomía que tenían las áreas misionales, en donde las doctrinas cumplían verdaderas fun­ciones de labor evangelizadora entre neófitos. Tal hecho propició el fra­caso de los intentos episcopales por ocupar parroquias que, cierta­mente, ya no estaban en zonas de misión donde la población blanca y mestiza era abundante.

A estas especificidades geográficas y sociales debemos agregar las relaciones suscitadas en cada uno de los obispados entre el poder ecle­siástico y la autoridad civil. En Puebla, Oaxaca y Michoacán, donde el obispo tenía mucho mayor poder jurisdiccional que los alcaldes mayo­res, su actividad política no encontraba competencia; En Nueva Galicia, en Nueva Vizcaya y en Yucatán, donde existían gobernadores provin­ciales con todos los privilegios inherentes al vicepatronato regio, la pro­

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blemática debió ser semejante a la que se dio entre el arzobispo de Mé­xico y el virrey. Sin embargo tenemos casos como el de Yucatán y el de Nueva Vizcaya donde, en alguna etapa del conflicto, los gobernadores apoyaron a los obispos, muy probablemente en defensa de sus propios

intereses.Un tercer factor que debió influir en la forma como fueron recibidas

tales secularizaciones fue que las reformas intentadas por los obispos rompían las tradicionales alianzas locales entre los religiosos y los corre­gidores, alcaldes mayores y tenientes. Los nuevos curas párrocos, aun­que también criollos, pertenecían a otro estrato social y económico y no encajaban en un sistema que avalaba y sostenía antiguos privilegios. Los obispos introducían el desequilibrio al pretender desplazar a los frailes y sustituirlos por clérigos pobres. Así, junto con el cobro de ob­venciones y las pugnas políticas, el fenómeno se complicaba aún más con este trasfondo social. El hecho nos muestra así, más que una pugna entre criollos y peninsulares, una competencia entre criollos por el con­trol administrativo del sector indígena.

En estos conflictos, la Corona de los Habsburgo y el Consejo de In­dias parecen tener una actitud ambigua, que a veces muestra condes­cendencia para con los religiosos, pero que a menudo se inclina por los obispos. Tal política, a mi modo de ver, no debe ser considerada como una falta de decisión estatal o como un defecto de gobierno, sino más bien como una gran capacidad de adaptación a una situación compleja y cambiante, como una cualidad que permitió la aplicación de princi­pios jurídicos generales a realidades concretas y que hizo posible la con­vivencia de intereses muy diversos.

Uno de los principales argumentos que daba el obispo Santa Cruz para justificar la secularización era que las exenciones y todos los privi­legios que alegaban los frailes atentaban contra el Regio Patronato y contra las numerosas leyes que habían dado los monarcas a favor de los obispos. Este fue quizá el alegato de mayor peso para la Corona, y fue el que inclinó la balanza habitual de equilibrios mutuos entre el clero regular y el secular en favor de los obispos y de sus proyectos a partir del siglo xvm. Por fin se iba a aplicar una política uniforme sobre todo el imperio, aunque en el proceso se pasara sobre los intereses de las oli­garquías regionales, de las que los religiosos formaban parte. La posi­

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ción de Palafox y de sus seguidores triunfaría entre 1749 y 1753, cuan­do Fernando vi emitió las leyes que ordenaron secularizar todas las parroquias de religiosos y entregarlas a los diocesanos. Del antiguo monopolio que ejercían las órdenes religiosas, sólo quedarían algunos

emplazamientos dispersos en las fronteras misionales.

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