miguel de cervantes saavedra, un laico en la venerable orden

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MIGUEL DE CERVANTES SAAVEDRA, UN LAICO EN LA VENERABLE ORDEN TERCERA FRANCISCANA EN LA ÉPOCA DE LA CONFESIONALIZACIÓN José Ignacio Ruiz Rodríguez María Dolores Delgado Pavón Universidad de Alcalá de Henares Una buena parte de la historiografía no marxista viene conside- rando el período conocido como Siglo de Oro (sobre todo en la li- teratura), como la época de la confesionalización. Desde la Historia, esto, nos obliga a hacer unas precisiones conceptuales antes de hablar del personaje en cuestión. El concepto «wnfesionalizaci6n» no define sólo una cuestión so- ciopolítica por el fenómeno religioso de la «Fe» en un determinado momento histórico. Es mucho más. En primer lugar, es un concepto que ayuda a superar una visión que ha venido siendo dominante en la historiografía de la Europa occidental y de dominio absoluto en aquellas latitudes donde se oficiaba, desde una determinada posición doctrinal como era el materialismo histórico. Es decir, frente a la dia- léctica mediante la cual la Reforma generó su antítesis que era la Contrarreforma, la confesionalización ofrece una visión de la época

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Page 1: Miguel de Cervantes Saavedra, un laico en la venerable Orden

MIGUEL DE CERVANTES SAAVEDRA, UN LAICO EN LA VENERABLE ORDEN TERCERA FRANCISCANA EN LA

ÉPOCA DE LA CONFESIONALIZACIÓN

José Ignacio Ruiz Rodríguez María Dolores Delgado Pavón Universidad de Alcalá de Henares

Una buena parte de la historiografía no marxista viene conside­rando el período conocido como Siglo de Oro (sobre todo en la li­teratura), como la época de la confesionalización. Desde la Historia, esto, nos obliga a hacer unas precisiones conceptuales antes de hablar del personaje en cuestión.

El concepto «wnfesionalizaci6n» no define sólo una cuestión so­ciopolítica por el fenómeno religioso de la «Fe» en un determinado momento histórico. Es mucho más. En primer lugar, es un concepto que ayuda a superar una visión que ha venido siendo dominante en la historiografía de la Europa occidental y de dominio absoluto en aquellas latitudes donde se oficiaba, desde una determinada posición doctrinal como era el materialismo histórico. Es decir, frente a la dia­léctica mediante la cual la Reforma generó su antítesis que era la Contrarreforma, la confesionalización ofrece una visión de la época

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224 UN LAICO EN LA ORDEN TERCERA FRANGSCANA

mediante la cual la ruptura de la unidad de la Cristiandad provocada por la Reforma protestante rompió el monolitismo cultural vigente y desarrolló en paralelo dos procesos culturales enfrentados y en con­flicto; dos formas de entender al hombre, al mundo, etc., dos culturas. En dichos procesos lo que daba identidad, o mejor dicho, lo que de­fmía a unos frente a los otros era el Credo que profesaban. De esta manera, la Fe acabó convertida en razón de «Estado», razón de polí­tica y finalmente de cultura también, lo que condujo a una dicoto­mía cultural que contraponía la auctorítas eclesial frente al sacerdocio personal, la fides católica, frente a la sola fides luterana y un largo aba­nico diferencial que devenía en corrientes culturales particularizadas

y definidas por una propia confesión: católica, luterana, evangélica, cal­vinista, etc. En el fondo, formas de religiosidad y sentimientos, que partiendo de la identificación de diferentes iglesias terminaron con­formando formas políticas secularizadas. Dominios políticos diferen­ciados que en su propia razón de ser acabaron imponiendo sus orto­doxias, sus diferencias y sus propias disciplinas sociales!. Todo esto es lo que se entiende como confesionalización2 .

Esto, obviamente, tuvo su temporalización y su localización. Aunque su momento de alumbramiento tiene lugar con la Reforma protestante, su gestación venía de antes y tenía expresiones localmen­te diferenciadas. En el caso de la Monarquía Hispánica, operó una se­cuencia desde finales del siglo xv, cuando las comunidades de hispa­nojudÍos fueron impelidos a la conversión forzosa a un único sistema de Fe (1492), por tanto, o conversión o expulsión; inmediatamente después fueron las comunidades hispano-musulmanas3 , los moriscos, a los que igualmente se les impelía a la conversión. Después vino la rup­tura de la Cristiandad y, en pleno fragor de la Reforma, hubo un pri­mer momento de búsqueda de concordias, que fue cerrado en la fa­mosa fecha de 1555, ailo en que se firmó la Paz de Augsburgo y cuya traducción para lo que aquí nos interesa resaltar es el establecimiento del principio, como elemento de afirmación socio-política, de lo que la historiografía ha definido como <da intolerancia religiosa», el cuíus

1 Para la importancia del disciplinamiento social, ver P. Prodi, 1993. 2 La historiografla de este concepto está dominada por W Reinhard y H. Schilling,

2002. 3 En el ámbito de la Cristiandad y del Sacro Imperio el otro con el que se con­

frontaban era el Imperio Otomano.

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regio eius religio sancionado por aquella Paz. Es decir, se sellaba el prin­cipio de que toda arquitectura política y social solamente era posible desde unos pilares de confesionalidad que descansaban en la argama­sa fraguada de la afirmación de la propia iglesia y la exclusión de las otras, las demás: la ortodoxia en ambos lados. Los arquitectos eran los príncipes o soberanos en estrecho maridaje con sus clerecías e igle­sias; es la dialéctica de los poderes laicos que se apoyan en el poder sacralizado de la religión como elemento de legitimación y los pode­res religiosos que buscan el poder laico para protegerse.

Lo que vino después fue una larga etapa de desencuentros, de fuer­tes convulsiones: las llamadas guerras de religión y que ahora defini­mos conlO conflictos confesionales que, si por una parte, ensangrenta­ban el Occidente cristiano e imponían sus ortodoxias y persecuciones, por el contrario asentaban sus particularismos políticos y sociales y construían lo que finalmente y tras la Guerra de los Treinta Años y una serie de paces sería la Europa de las «naciones» o, al menos, su embrión. Pero esto se sale ya de nuestro ámbito de explicación.

II Por todo esto, en el llamado Siglo de Oro, el factor religioso cons­

tituye una línea de fuerza esencial en la explicación de cualquier fe­nómeno por historiar, sea este político o social; lo mismo da que en el caso de este último se refiera a un grupo, a un estamento, o a un individuo.

Las órdenes religiosas en el ámbito católico abundan por doquier para orientar y canalizar las formas de religiosidad4 . La Monarquía Hispánica fue llamada la Católica y tras Trento se comprometió en sus resoluciones e incluso las incluyó como leyes del reino y, desde lue­go, luchó denodadamente por confesionalizar su ámbito de influencia desde la base del disciplinamiento social. En aquella misión, salvadora y redentora, de Iglesia militante y social, las órdenes religiosas, como también las órdenes militares y caballerescas, sintetizaban perfectamen-

4 No es lo mismo religión que religiosidad; «Religión desde el ángulo jurídico y social que siempre adopta toda doctrina de fe, es codiflcación de creencias y codifl­cación de ritos y símbolos»; la religiosidad es un «universo ordenado de conductas, sensibilidades y justiflcaciones del que todas las personas participaban» (Contreras, 1999, pp. 2-4).

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te lo que hoy encontramos disociado como Iglesia/Estados. Pero en­tonces, la sociedad era fundamentalmente iglesia (ecclesia) o estaba ecle­sializada6 y fuertemente ordenada desde los principios organicistas que contemplaban un cuerpo compuesto de órganos diferenciados y con funciones diferentes aunque todos forman una unidad (el cuerpo mís­tico de Cristo). La mejor manera de reproducir aquel conglomerado social de órganos diferenciados eran las órdenes religiosas, fueran es­tas de clérigos, de caballeros, o de seglares. Daba igual. Cualquier ordo reproducía idealmente la armonía del orden celestial y desde éste, se encontraba mejor el sentido fmalista de la trascendencia y de la sal­vación. Desde una orden el individuo no se perdía en la ciénaga con­fusa de la mezcolanza, la indefInición y el sin derecho, es decir, se sa­lía de la marginación y la exclusión social; por el contrario, encontraba acomodo en la identifIcación social y de pertenencia a un cuerpo don­de anidaba la protección, es decir, el amparo, el auxilio, tanto e! tem­poral como e! espiritual, incluido algo tan importante como era la asistencia en el tránsito de la vida terrenal a la ultra terrena: la muer­te. Es decir, desde las órdenes, todo hombre podía encontrar una ubi­cación en un entramado social que no reconocía la individualidad por­que el individuo no era sujeto de derecho, el derecho lo tenían los diferentes órganos de aquel cuerpo social. Si cada órgano cumple una función, derivada de ésta deviene e! derecho. De aquí que todos los hombres de! llamado Siglo de Oro buscaran con ahínco su inserción en el seno de un edifIcio social fuertemente jerarquizado y diferen­ciado y en el que en última instancia las órdenes laicas, de tradición medieval pero fuertemente revitalizadas en aquella sociedad confesio­nalizada, cumplían con la función de disciplinar, adoctrinar y sociali­zar, en suma, integrar a todos los sujetos individuales que estaban ame­nazados por la exclusión o podían quedar fuera y en la marginación.

Por otra parte, la religión, con sus mecanismos confesionalizado­res, disciplinadores y socializadores hacía de sus miembros, en tanto que cristianos orgánicos, elementos más o menos «limpios» de sospe­cha de no pertenecer a otro posible tronco nuevo (lo que se expre­saba en no practicar otras religiones), sino al «sano» y no contamina­do de otra savia que la de los cristianos viejos. Ciertamente, estos

5 Véase Ruiz Rodríguez, 2UO 1. 6 Comunidad de fIeles cuyo fin es la salvación.

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mecanislllos no resultaron automatlcos, como tampoco fue una ga­rantía de salvaguarda para todos los miembros que profesaron; pero sin duda supuso, en aquel horizonte difuso de mezcla contaminada o de duda de limpieza de sangre, una mejor acomodación de muchos que tenían orígenes dudosos cuando no eran claramente sabedores de sus linajes conversos. Linajes que convenía a todas luces ocluir con hábi­tos, profesiones, etc.

III No fue ajeno, ni mucho menos excepción, el genial escritor Miguel

de Cervantes a este contexto social y cultural. La confesionalización de la política y la cultura había hecho ya sus labores en él, cuando en 1571, en la Batalla de Lepanto, un Cervantes maduro pero joven, de veinticuatro años, henchido de patriotismo confesional no dudó en alistarse en la armada que mandaba Juan de Austria, para participar heroicamente en defensa de la Fe Católica frente al Islam abandera­do por la Sublime Puerta7. Era el tiempo del conflicto confesional que hemos explicado más arriba, de ahí que el propio Cervantes, como tantos hombres de su edad y de su época no dudaran en participar voluntariamente en defensa de su Cred08 . Él misrno expresó su sen­timiento cuando dijo aquello (poco antes de entrar en combate y ata­cado de fiebre y su capitán le mandó que bajara porque no estaba para luchar), de que prefería morir «combatiendo por Dios y por su Rey, que no meterse so cubierta»9. No perdió la vida en aquella emble­mática ocasión aunque a punto estuvo de ello. Pero sí ofreció en sa­crificio, para mayor gloria de su Monarquía Católica, la mesiánica y

7 Cierto que cuando se encontró en tierras italianas era huido de la justicia, pero

eso no obsta para pensar que a la hora de alistarse. no sintiera la llamada de defen­

der su religión ante la creciente amenaza de los enemigos de su fe. de su deambular

por Roma, Nápoles y otras posesiones italianas (Alvar, 2004, pp. 108-115).

8 Es cierto que él explica, en varias de sus obras, las abundantes vocaciones mi­litares como búsqueda de ventura y gloria (Las dos dar/celias y Coloquio de los perros).

Era el decir de los tiempos por e! celo con que se aprestaban a la defensa de la Fe

los castellanos: «Castilla era la cuna, Italia la ventura y Flandes la sepultura» (Ibid.); en

ésta última era donde se combatía sin piedad y la religión se hacía razón de estado;

es allí donde mejor se estaba expresando el conflicto confesional dentro de! nniver­

so cristiano. 9 Desde una óptica confesionalizadora, se entiende mejor la afirmación de

Zingarelli acerca de la «voluntad de consciente sacrificio de sí mismo por una razón

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predilecta de Dios, un jirón de su vida, la mutilación de su mano IZ­

quierda y dos arcabuzazos más en el pecho 10.

De sobra es conocida su «desventura», cuando tras ser licenciado de su tercio, a su pesar, (evidentemente sus limitaciones no lo hacían muy apto para el combate 11) Y se dirigía a España en una galera, fren­

te a las costas catalanas, fue apresado por los corsarios y hubo de pa­

decer un prolongado cautiverio en Argel (cinco años). Allí, el cincel del sufrimiento fue modelando su corazón y su vida. Mientras el pa­

decimiento se iba apoderando de su persona, la religión hacía lo suyo y la familia también. Poco podía la familia materialmente pero una y otra mantenían viva la llama de la esperanza en la libertad. Algunas

órdenes religiosas, además de la oración, ponían en marcha una de sus funciones como la de redención de cautivosl 2. Se buscaba así alimen­

tar el espíritu y mantenerlo vivo en las virtudes cardinales de los cris­tianos: la Esperanza y la Caridad, sin olvidar la Fe. Esta no deja de ser verdadera en don Miguel cuando, refiriéndose a los renegados, relata el sentir de uno de ellos y pone en su boca:

Juntamente con esto, no ignoras el deseo encendido que tengo de no morir en este estado que parece que profeso, pues cuando más no pue­da, tengo de confesar y publicar a voces la fe de Jesucristo, de quién me apartó mi poca edad y menos entendimiento, puesto que sé que tal con­fesión me ha de costar la vida; que, a trueco de no perder la del alma, daré por bien empleado perder la del cuerpo l3.

La Fe, que sin duda fue su compañera, creció en él con la edad; otra cosa fue la Esperanza, que debiose tambalear en más de una oca-

o ideal considerados justoS»; A este respecto pone su pensamiento en palabras de don Quijote cuando dice de los soldados: «llemdos en vuelo de las alas del deseo de volver por

su fe, por su nación y por su rey, se arrojan intrépidamente por la mitad de mil contrapuestas

muertes que los espera",' (Quijote 1,33, en Alvar, 2004, p. 116). 10 «Porque más ventura tuvieron los cristianos que allí murieron que los vivos y

vencedores quedaron» (1,39, p. 415); el sentido finalista y salvífica que muestra en esta frase está fuera de toda duda.

11 Aunque como se sabe, después de Lepanto anduvo combatiendo a los corsa­rios de berbería durante tres años más en el tercio de don Lope de Figueroa.

12 Desde la época de Felipe 11 dos órdenes monopolizaron la función del resca­te de cautivos: los mercedarios y los trinitarios.

13 El amante liberal en Alvar, 2004, p. 158.

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sión, cuando los rescates no llegaron por lo crecidos que fueron al ser tomado por cristiano principal, como portador que era de cartas de presentación para la Corte, entre las que se encontraba una del mis­mísimo don Juan de Austria. Estas dudas y flaquezas le llevaron a in­tentar la fuga, que ensayó en varias ocasiones. El rescate pedido por Miguel alcanzaba los doscientos mil maravedís, pero junto a él tam­bién estaba cautivo su hermano Rodrigo y aunque la familia se arrui­nó vendiendo todo y el Consejo de la Cruzada puso cierta cantidad, el total recaudado, después de duras negociaciones de los frailes mer­cedarios, no alcanzó nada más que para que se rescatara a su herma­no, no sin cierta generosidad de Miguel. La Caridad operaba desde el lado de los que debían conseguir el rescate. Sin duda había una cari­dad sociológica, la que practicaban los que con su limosna contribuían a juntar cantidades para este u otros fines. Pero había casos en los que era muy sentida, porque era vivida; este es el caso de muchos de los mercedarios que negociaban los rescates; algunos llegaron a ofrecerse como moneda de cambio para salvar a un cautivo como fue el caso de fray Jorge del Olivar l4 . Sin duda estas experiencias alimentaron el espíritu de Cervantes y lo vincularon a una religión y religiosidad que era vivida colectivamente y de la que participaría, sobre todo en los años finales de su vida.

En 1580 Cervantes, recuperada la preciada libertad, se reencuentra en su patria ¡por fin! Pero había que sobrevivir y después de tantos años de desarraigo no era fácil encontrar una posición social. Había que ubicarse en el complicado tejido de aquella sociedad estamental para no ser un marginado. Son los años en los que, en esa búsqueda, se casa con una hidalga, se va a la Corte en busca de algún oficio o merced y entre intentos, súplicas y algún servicio al rey, va desple­gando su labor literaria que escasamente le permitía vivir; sin embar­go lo conecta con las cofradías, que se encargaban de «gestionar» las

14 A este respecto Alvar destaca el homenaje que Cervantes hace de este fraile en El trato de Argel: «Fray Jorge del Olivar, que es de la Orden / de la Merced, que aquí también ha estado, / de no menos bondad y humano pecho; / tanto, que ya después que hubo expendido / bien veinte mil ducados que traía, / en otros siete mil que­dó empeñado /¡oh caridad extraña!» (Alvar, 2004, p. 165). La liberación de Miguel d" C"IVantes se d"bió al fraile trinitario Juan Gil, véase, Sevilla Arroyo, F. y Rey Hazas, A. (1993, p. xiv).

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representaciones teatrales para financiar sus mlslOnes asistenciales l5 y le hace vivir ciertas experiencias sociales que utiliza en sus obras para destacar las cualidades morales en sus personajes16 . El adoctrinamien­to cervantino fluía de lo más íntimo de su ser. En una sociedad or­denada de manera orgánica, Miguel busca su lugar y abraza todos los valores sociales que permiten su reproducción; es el efecto de aquella sociedad confesionalizada que socializa valores eficazmente, de los que participa el genial autor.

La experiencia de las dos décadas finales del siglo son de dificul­tades, desengaños y amarguras: excomuniones, pleitos, encarcelanúen­tos que, sin duda, le sirven para penetrar más hondamente en el co­nocimiento de la sociedad y del hombre de su tiempo, lo que le permite entrar en el tiempo del Quijote, un tanto desagregado y con una familia no demasiado ordenada l7 . Para un hombre como él, de orígenes más que dudosos, cautivo, errante, no era lo más deseable. Había que buscar otros medios de integración social. Y si la vida te­rrena no le dio el lugar que él hubiera deseado, cuando ya se hallaba en su decadencia -ahora ya biológica-- debió pensar que era el mo­mento de preparar su paso a la vida ultraterrena y adoptar el camino más fácil y adecuado. El camino que venía marcado por la tradición y que, más allá de ésta, fue codificado por el Concilio de Trento y lle­vado a la práctica, en cuanto a moralización y control de las conduc­tas, por las órdenes religiosas y con gran dicacia por las seglares.

IV A principios del siglo XVII y en este ambiente, en la capital de la

Monarquía Hispánica, se funda la fraternidad de la Venerable Ordenl8

Tercera Seglar franciscana, la tercera de las tres órdenes fundadas por San Francisco de Asís.

15 Sobre la fundación de la cofradía de la Pasión y su participación en estas ac­

tividades culturales-asistenciales. así como la asociación de cofradías y los corrales de

comedias, ver Alvar, 2004, pp. 196 Y ss. t6 Muy especialmente en La destrucción de Numancia.

t7 Sevilla Arroyo y Rey Hazas dicen que a fmales de los años 90, la ideología

cervantina se ha transformado y «ha experimentado ya, en fin, la crisis espiritual que explica El Quijote y el resto de su obra literaria» (1993, p. xxvii).

18 Sobre la Venerable Orden Tercera de San Francisco en Madrid, así como so­

bre sus orígenes, véase Ruiz Rodríguez, 2005.

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Dentro del proceso conocido como reforma gregoriana (siglo XIl),

cabe situar el impulso dado para que un creciente número de fieles se incorporara a una profundización espiritual que debía darse dentro de marcos regulares aprobados por la máxima autoridad eclesial. En el ámbito de un nuevo monacato y con una cultura de religión de fra­ternidad, nacieron y se desarrollaron movimientos espirituales que iban desde las órdenes militares, que introducían la violencia como forma de avance espiritual, a formas como los movimientos penitenciales, de exclusivo carácter seglar, a los que Roma confería un protagonismo para que cualquier fiel, desde su cotidiana vida, participara en el en­sanchamiento espiritual de una ecclesia de vocación inequívocamente ecuménica. De estos movimientos laicos, surgieron las órdenes men­dicantes, la vida eremítica, asociaciones, peregrinaciones y la devoción por las reliquias. A principios del siglo XIII se vivía, en torno a algu­nos monasterios visigodos españoles y benedictinos de muchas ciuda­des italianas, una religiosidad laica que, desde el amor al prójimo, el Evangelio y la práctica de la pobreza, se orientaba a la salvación del alma. Uno de los grandes catalizadores de este renacer espiritual se­glar fue Francisco de Asís l9 .

En 1209, Francisco fundó la orden franciscana de frailes menores (por concesión pontificia de Inocencio 111). Esta fundación la ensan­chó, en 1212, con una segunda orden para mujeres, las Clarisas. Este núcleo fundacional se extendió por Francia, Espaila e Inglaterra. En plena expansión, en el año 1221, amplió la fundación franciscana con una tercera orden, para que cristianos seglares participaran del mode­lo por él creado.

El ideario de Francisco, para este último caso, consistía en dar a los laicos la posibilidad de llevar una vida de penitencia y de amor cris­tiano a la pobreza, sin que tuvieran que abandonar sus casas, sus es­posas, hijos y haciendas. Era una espiritualidad basada en la fraterni­dad y minoridad: confianza, gratitud, obediencia caritativa, amor a las criaturas, libertad, alegría y magnanimidad; vida evangélica, de oración, de devoción eucarística y a María y a la Iglesia en el ejercicio de la misión apostólica, de paz, de reconciliación y de amor a los pobres.

En Madrid ya existía en el siglo xv un convento franciscano con un templo espacioso y con servicios pastorales. Desde allí, la orden

19 Véase García Oro, 19H8; para las órdenes terceras, véase Cancio, 1961.

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ejercía su labor espiritual y social que vino perpetuando hasta alcan­zar el gran prestigio del que fue testigo el Siglo de Oro. Fue tal su relevancia social que, en 1608, se constituyó una fraternidad de her­manos terceros20 y aprobadas sus Constituciones, se instituyó una Junta de Gobierno o Discretorio; la presidía un hermano: el hermano mi­nistro. Con el paso del tiempo fueron necesarios otros cargos para su buen funcionamiento: secretario, calificadores, síndico, procuradores, celadores, vicario del culto divino, sacristanes. Su finalidad: el ejerci­cio de la caridad y mantener vivo el espíritu de San Francisco, nor­ma ésta que debía expresarse socialmente.

Muy pronto, los seglares que pasaron a formar parte del Discretorio fueron personas vinculadas a la Corte y a la oligarquía madrileña; los calificadores debían ser eclesiásticos licenciados y los celadores de las parroquias provenían de los más diversos oficios: plateros, libreros, con­fiteros, lenceros, etc.

Desde la fundación de esta fraternidad, fueron constantes las peti­ciones de ingreso por parte de los madrileños, si bien los aspirantes debían reunir cualidades de orden moral para su admisión. El proce­dimiento de selección consistía en recabar información oral y secreta por parte de los calificadores21 .

Estaban obligados los hermanos a la penitencia y a la caridad, ex­presadas en la asistencia a los actos de culto, a los entierros y a sufra­gios por sus hermanos difuntos, y a testar en el plazo de tres meses siguientes a su profesión. Los actos de caridad consistían en repartir comida (la olla) a los presos de las cárceles en días señalados; otorgar dotes a las huérfanas, hermanas o hijas de los hermanos y, desde lue-

20 En el año siguiente, en virtud de la autorización concedida el 19 de junio de

1609 por el General de la Orden, Fray Arcángel de Mesina, se aprobaron sus consti­tuciones y el 28 de diciembre del mismo año se celebraba la primera junta oficial en

el Convento de San Francisco; el origen y primeros desarrollos de la Venerable Orden Tercera en Madrid está siendo estudiado por Delgado Pavón y Ávila Muñoz (en pren­

sa). Un avance sobre la cuestión lo hemos presentado en la VIII Reunión Científica de la Fundación Espai'lola de Historia Moderna celebrada en Málaga en junio de 2006. Véase Ruiz Rodríguez, Delgado Pavón y Ávila Mui'loz, «La Venerable Orden

Tercera de San Francisco en el Madrid del Seisciemos» (en prensa). 21 Se les exigía prudencia y discreción. Desde 1614, se acordó que las personas

calificadas de «limpieza de sangre», no requerían otra información sobre su vida y cos­

tumbres.

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go, la redención de cautivos, el socorro a los hermanos pobres y en­fermos y el dar sepultura a los hermanos que carecían de recursos.

La Venerable Orden Tercera de Madrid fue una fraternidad que destacó en la sociedad confesional del Siglo de Oro, donde, como lle­vamos dicho, lo espiritual, lo político y lo social no se hallaban diso­ciados. Estaba enclavada en lo más alto de una sociedad estamental, donde el individuo por sí mismo carecía de personalidad jurídica y, por ende, de derechos; de ahí que los anhelos individuales de inte­gración en el seno de cualquier corporación o grupo eran funda­mentales. En el siglo XVII, la responsabilidad de la pobreza se canali­zaba a través de las fundaciones de patrocinio real, pero la ayuda directa procedía de asociaciones y órdenes religiosas como la Venerable Orden Tercera. Por ese motivo, la orden fue refugio y amparo para muchos de los emigrantes que, abandonando sus raíces, llegaban a la Corte. El ingreso en la orden suponía, para los que lo conseguían, además del reconocimiento socia1, que no era poca cosa, un auxilio espiritual y asistencial. El sentido de trascendencia y la cultura del honor creaban la necesidad de recibir cristiana sepultura y dignidad en las exequias22 .

La Venerable Orden Tercera, como institución religiosa en la España del Siglo de Oro, fue un órgano de poder, de control social y de dis­ciplinamiento; una corporación inteldasista, que reunió bajo su Regla23 tanto a lo más granado de la elite social, como a lo más sen­cillo del pueblo llano; desde miembros de la familia real al más oscu­ro de los vecinos de cualquiera de las parroquias madrileñas24 .

V En un ambiente espiritual, social y político atravesado por la con­

fesionalización y el disciplinamiento, según llevamos visto, no extraña la preocupación de Miguel de Cervantes por acomodarse en una ins­titución socio-religiosa. Ya en 1605 su hermana Magdalena se había

22 Esta dignidad no excluía el generalizado deseo de vestir el pobre hábico fran­CIscano.

23 Véase Vela, 1772.

24 Fueron hermanos de la Venerable Orden Tercera madrileña, entre otros mu­chos, Felipe II!, Felipe IV, Margarita de Austria, Ana de Austria. El Cardenal Infante don Fernando, don Juan José, Cardenal Portocarrero, hombre insignes de letras como Quevedo, Calderón, Carduccio, etc, junto a estos hombres y mujeres del común (ar­tesanos, comerciames, sirvientes y pobres, incluidos los de solemnidad).

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hecho beata, y aprovechando que en 1608 se había fundado en Madrid la Hermandad de los Esclavos del Santísimo Sacramento del Olivar25

como desagravio a los desacatos que se habían cometido contra la Eucaristía un año antes en Londres26 , él se inscribió en esta congre­gación el 17 de abril de 1609. Ya tenía sesenta y un años27 , y esta era ahora su forma de lucha en defensa de su fe. Fue uno de los prime­ros esclavos, junto a personajes como Quevedo, Lope de Vega, Salas Barbadillo, Vicente Espinel, Vicencio Camucha, Gabriel Bocángel, V élez de Guevara y Antonio de Mendoza entre otros; con muchos de ellos compartía devoción religiosa y tertulia literaria: se reunían en el Estudio de la Compañía de Jesús de la calle Toledo bajo la dirección del padre Maiedo y con la asistencia del Conde de Saldaña, el de Lemos28 y el Marqués de Villahermosa. Las obligaciones disciplinarias que implicaba tomar el escapulario de la congregación suponía ir a misa todos los días, el examen de conciencia, comulgar cada primero de mes, rezar a la Corona de la Virgen , no faltar a los ejercicios de oración y de disciplina, visitar los hospitales y asistir a los entierros de

los cofrades29 .

Paralelamente a la entrada de Cervantes en el Santísimo Sacra­mento, sus hermanas Andrea y Magdalena, así como su esposa Catalina, hacían su ingreso en la Venerable Orden Tercera de San Francisco

15 Sus constituciones se firmaron el 2H de noviembre de 1608 y tras varias sedes quedó instalada definitivamente en el Oratorio de la calle del Oli,'o o de Cañizares.

26 Tras los sucesos de Londres, d Papa Paulo III fundó una archicofradía para que en las demás partes del mundo católico se siguiera el ejemplo. La respuesta que en­contró en Madrid fue la fundación de dos hermandades sacramentales: la ya citada, fundada en el monasterio de los frailes trinitarios descalzos de Jesús Nazareno por

Fray Alonso de la Purificación y don Antonio de Robles y Guzmán, aposentador y gentilhombre dd rey; la otra, la Hermandad de los Indignos Esclavos del Santísimo

Sacramento, corrió a cargo de don Jacobo de Gratii, caballero de la Orden del hábi­to de Cristo y se hizo en el Oratorio del Convento de Monjas Franciscanas, cono­

cido como Oratorio del Caballero de Gracia. Ambas contaron con el patrocinio de

Felipe III y del duque de Lerma, nombrado protector. n «Rccibióse en esta santa hermandad por esclavo del SantísilllO Sacramento a

Miguel de Cervantes, y diJO que guardaría sus santas constituciones, y lo firmó en Madrid a 17 de abril de 1609» (Astrana Marín, 1948, p. 320).

28 Parece ser que cuando al conde de Lemas se le nombró Virrey de Nápoles,

Cervantes,junto algún que otro literato (concretamente Góngora), quisieron irse con él; sin embargo, el conde escogió para su compai1ía a Argensola y Mira de Amescua.

2Y Ver Astrana Marín, 1948, p. 320.

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como novicias. Como hemos explicado, la fraternidad madrileña de esta orden también se había fundado en 1608 aunque no se oficiali­zó hasta el año siguiente, por lo que estos miembros de la familia Cervantes fueron de los primeros en formar parte de dicha fraterni­dad. Andrea, Magdalena y Catalina hicieron su ingreso como novicias y recibieron el hábito el 8 de junio de 1609 de manos del provincial fray Diego Ordóñez30. Un año después, el 27 de junio de 1610 (el día de la Purificación de Nuestra Señora), Catalina, tras aprobar su año de noviciado, profesaba en la orden ante fray Pedro de Leganés (guar­dián del convento), fray Alonso de Espinosa (visitador), el eclesiástico don Gaspar Torres (ministro de la fraternidad) y fray Francisco Orozco (predicador de la orden)3l; Andrea no llegó a profesar porque antes de cumplir el plazo de noviciado le llegó la muerte (octubre de 1608).

No debía darle satisfacción al genial escritor la Congregación del Santísimo Sacramento, o quizás resultó movido por las devociones de sus hermanas y esposa con la Orden Tercera de San Francisco; el he­cho es que, en esos años de tribulaciones místicas de Cervantes, aban­donó a los del Sacramento y se dispuso a entrar con los terceros francis­canos. Probablemente el 2 de abril de 1613, en el convento franciscano de su ciudad natal, pidió el ingreso en la Venerable Orden Tercera, al decir de Astrana Marín32 ; ese mismo año ingresó en la orden su gran amigo el clérigo presbítero Francisco MartÍnez Marcilla, a la sazón su

30 Así lo recoge Pellicer del libro de recepción de hábitos (1778, pp. 241-242). El proceso hasta la profesión era el siguiente: recibida la solicitud, se hacían unas pri­meras informaciones sobre la calidad religiosa del candidato, a continuación se hací­an unas segundas informaciones, esta vez se llevaban a cabo por un calificador ecle­siástico que examinaba al postulante; tras esto se sometía dicha información a votación de los miembros del Discretorio y en caso de aprobación se les concedía el llamado «hábito parvo» (escapulario y cordón) en ceremonia y se iniciaba así un año, núni­

mo, de noviciado, a criterio dellllaestro espiritual; tras esto se procedía a la profesión. 31 Archivo de la Venerable Orden Tercera, libro de acuerdos r, fol., 5.

32 Astrana Marín afirma que Cervantes se había afiliado en su ciudad, pero no

dice si llevó a cabo el ai"lo de su obligatoria preparación o noviciado antes de que

pudiese profesar (Astrana Marín, 1948, p. 448). Lo que sabemos es que en 1616 no era hermano profeso cuando recibió el hábito en la cama. Contrariamente a lo que

afirma Astrana Marín sobre la obligatoriedad de los terceros de llevar permanente­mente el hábito. a los aspirantes se les daba sólo el cordón franciscano y el escapula­rio, que podían llevar oculto debajo de las vestiduras. El uso continuo del hábito úni­camente lo tenían por obligación los que solicitaban el llamado «hábito descubierto».

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testamentario, arrendador de la casa que habitaba y director espiritual

en el convento de las trinitarias descalzas33; un año antes lo había he­

cho Lope de Vega. También lo hacían personajes de relevancia social

como Lerma y otros nlUchos cortesanos.

Estos años son de reflexión, de gran producción literaria, de pro­

funda espiritualidad y de necesidad material, como lo había sido toda

su vida34. En 1616, a pesar de que su ingreso en la Orden Tercera iba

para tres años, no había hecho todavía la profesión. El 2 de abril de

ese año, siendo Sábado Santo, viéndose «puesto el pie ya en el estri­

bo / con las ansias de la muerte»35 y sin fuerzas para desplazarse al

convento de San Francisco, pidió la merced de profesar en su domi­

cilio como se recoge en el libro de profesiones:

En dos de abril de mil seiscientos y diez y seis pro{esó en su casa por estar en{ermo el hermano Miguel del Cervantes Saavedra en la calle de León en casa de don Francisco Martínez Marcilla, clérigo hermano de la Venerable Orden Tercera36.

El cronista de la orden describe así aquel acto:

Ingresó Cervantes en la orden en las postrimerías de su vida, tenien­do una vela blanca en la mano derecha y la cuerda y el hábito en la iz­quierda, {alta de movimiento por la herida recibida en Lepanto. Cubierto por el hábito, la sotanilla le descubría el calzón, la manga cerrada y el {e-

33 Está documentada la pertenencia a la Venerable Orden Tercera de Francisco MartÍnez desde 1613; a fmales de ese mismo año fue elegido discreto, siendo minis­tro don Pedro López Campezo; Archivo de la Venerable Orden Tercera, carpeta 1, li­bro 1 de acuerdos, fol. 29v.

34 Es protegido y amparado lllaterialmente por el mismísimo arzobispo de Toledo don Bernardo de Sandoval y Rojas, quien entre otras costea la casa donde vive.Véase Zaragoza, 1991, pp. 357 Y ss.

35 Alvar, 2004, p. 373. 3f> Astrana Marín cita el Archivo de la Venerable Orden Tercera. libro de profe­

siones, fül. 130. Nosotros hemos buscado en dicho Archivo ese libro, sin que halla aparecido hasta el momento; desde hace tres años estamos trabajando en la cataloga­ción de este importante archivo con el concurso de nuestro colega Francisco Á vila Muñoz.

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rreruelo de estameña y la cuerda que le caía hasta las rodillas. Su confe­sor fue Francisco MartÍnez, capellán de las Trinitarias37.

Efectivamente, el 18 de abril, don Francisco Martínez confiesa a un Cervantes postrado en el lecho de muerte; a continuación recibió la extremaunción de manos de otro buen amigo, el licenciado Francisco López. En sus últimas horas estuvo acompañado por sus po­cos familiares y amigos así como por la presencia de sus hermanos terceros, que como era costumbre aconlpañaban al moribundo en ese trance para dar consuelo, esperanza y oraciones. Era la hora de aca­bar, que él ya había imaginado cuando pone en boca de Sancho el sí­mil del hombre con las fichas del ajedrez: que todas van al mismo saco cuando se acaba la partida.

El 22 de ese mes expiraba en su casa de la calle León, escaso de recursos como había estado toda su vida, y se hacía cargo de su en­terramiento la Venerable Orden Tercera: su cuerpo amortajado con el modesto sayal franciscano, con el rostro y una parte de la pierna de­recha descubiertos, fue depositado en un tosco ataúd de madera. Al día siguiente, como era costumbre, se realizó la ceremonia del entie­rro: los hermanos terceros postrados de rodillas y divididos en dos co­ros rezaron las oraciones del Santo Sudario; a continuación, conduci­do el difunto en comitiva por sus hermanos de hábito descubierto, fue llevado al cercano y modesto convento de las Trinitarias Descalzas, en la calle Cantarranas, donde recibió cristiana sepultura entre el re­picar de campanas, como mandaba el ritual de la orden38 .

VI La importancia de los hábitos en el Siglo de Oro no sólo se que­

daron en el valor del honor. También tuvieron un fin trascendental. Muchos moribundos, como el caso que hemos visto de Cervantes, so­licitaban el hábito, para participar de las gracias divinas que de él se

37 Archivo de la Venerable Orden Tercera, libro de profesiones, fol. 130, en Astrana Marin, 1948.

38 Los datos de su defunción se asentaron en el libro de difuntos de aquel año, folio 270, en la Parroquia de San Sebastián de Madrid. Fue su voluntad que se le di­jeran dos misas del alma y las demás a voluntad de su mujer, que era su testamenta­ria. Véase Sanchiz, 1915, p. JO. Este autor, aunque da estos datos, fija la fecha de la defunción en el 23 de abril.

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derivaban y de las indulgencias que recibían los difuntos; por eso la Orden Tercera eximía a los hermanos de las formalidades que se exi­gía, en los casos normales, para la profesión, salvo la confesión y co­munión previas a recibirlo; se trataba así de evitar privarlos de los bie­nes espirituales.

También, antes de ver de cerca la muerte, muchos tleles deseaban hacer pública su profesión de fe mostrando el hábito (es el caso de los llamados hábitos descubiertos). Sin embargo estas actitudes, por la repercusión social que tenían, debían estar muy controladas y las ór­denes siguieron criterios nmy estrictos a la hora de conceder licencia para exhibir sus hábitos.

En principio, cualquier hermano que quisiera llevar un hábito des­cubierto debía ser profeso y solicitar ese don, mediante un memorial dirigido a la Junta o Discretorio, en el que expresaba los motivos del deseo: promesa por enfermedad, acto de penitencia pública, humildad o deseo de devoción o espiritualidad39 . Presentada la solicitud, se ha­cían unas averiguaciones sobre la conducta y entorno en que se desen­volvía el solicitante y, si todo era satisfactorio, la Junta o Discretorio aprobaba la petición (un honor que avalaba la calidad de la persona que lo llevaba y que era concedido por la Venerable Orden Tercera a aquellos hermanos que tras un año de profesión querían dar un paso más en su entrega al prójimo o en mostrar públicamente su devo­ción41J), tras lo cual el solicitante debía presentarse ante el Discretorio y «dar la obediencia» al padre visitador, quién a su vez le informaba de las obligaciones que contraía con esa licencia y de las sanciones en caso de infringir las reglas41 • El control y vigilancia del comporta­miento corría a cargo de los hermanos celadores, que cuidaban de que mantuvieran una conducta social y religiosa intachable, además de cumplir con las obligaciones de los terceros: para asegurar estos bue­nos comportamientos la propia Regla establecía que no se concedie­ra el hábito a aquellos que no tuvieran otlcio o hacienda sutlciente

39 Archivo de la Venerable Orden Tercera, libro II de acuerdos, foL 17H. 40 En el Siglo de Oro, como ya hemos comentado en otros aspectos, la publici­

dad devocional podía estar movida por los deseos de ocultar ongenes dudosos de san­

gre manchada y que cualquier hábito podía ocultar. 41 Archivo de la Venerable Orden Tercera, libro II de acuerdos, foL 195.

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para sustentarlos decentemente (Archivo de la Venerable Orden Ter­cera, Libro 1 de Acuerdos, fo1. 227v).

Las constituciones de la orden señalaban las normas que debía guar­dar el hábito: especie de sotanilla, ni larga ni corta, de humilde tela y de color ceniciento (importancia del valor de los colores y su efecto sobre el ánimo de los fieles), anudado en la cintura con un cordón, sobre los hombros una pequeña capa de ferreruelo, pero sin ningún tipo de adornos, sólo en el pecho los distintivos de la Venerable Orden Tercera, en la cabeza un sombrerill042 . A diferencia del cordón y del escapulario que se entregaban a los hermanos cuando profesaban y

que se llevaban debajo de los ropajes, el hábito se llevaba sobre ellos como manifestación pública de la renuncia del alma a los placeres del cuerpo.

42 «No se dé licencia para el hábito descubierto si no es de sayal y de estameña por la indecencia y poca devoción» (Archivo de la Venerable Orden Tercera, libro de la regla, legajo, 741/24). Para la disciplina de las apariencias, véase Sánchez Ortiz, 1998, pp. 351-353.

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