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Miguel Castillo Didier

El CRISTÓBAL COLÓN

DE KAZANTZAKIS

Centro de Estudios Griegos, Bizantinos y Neohelénicos

Facultad de Filosofía y Humanidades

Universidad de Chile

2017

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4

ISBN

UNIVERSIDAD DE CHILE

Rector

Ennio Vivaldi Véjar

Facultad de Filosofía y Humanidades

Decana

María Eugenia Góngora Díaz

Vicedecano

Alejandro Ramírez Figueroa

Centro de Estudios Griegos Bizantinos

y Neohelénicos “Fotios Malleros”

Casilla 73 Sucursal Grecia / Ñuñoa

Santiago Chile www.estudiosgriegos.cl

Miguel Castillo Didier

El Cristóbal Colón de Kazantzakis

Miguel Castillo Didier

Registro de Propiedad Intelectual:

2017

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ÍNDICE

La creación dramática de Kazantzakis 8

Un teatro poético 15

Constantino Paleólogo 19

El Maestro Primero 23

Helenismo y universalidad 25

El lenguaje dramático 28

La representación del teatro de

Kazantzakis 30

El Descubridor 34

Colón en la visión de Kazantzakis 44

La tragedia Cristóbal Colón 49

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EL CRISTÓBAL COLÓN DE KAZANZAKIS

Entre las voces de la pléyade de artistas de la palabra

que desde fines del siglo pasado han logrado traspasar las

barreras del aislamiento lingüístico de la Grecia Moderna, se

distingue la de Nikos Kazantzakis (1883-1957), por el sello

de la universalidad y la actualidad de su arte. Los autores

nombrados, extraordinariamente distintos entre ellos,

poseen sin embargo el rasgo común esencial de ser

justamente ante todo y por sobre todo poetas. Sus obras,

como conjunto, constituyen los más originales mundos

estéticos creados por el genio del neohelenismo y ocupan un

puesto valioso en la literatura universal.

Sin embargo, en el ámbito de la lengua castellana, la

creación de estos poetas dista bastante de ser conocida en

sus verdaderas dimensiones. Es así como faltan todavía por

publicarse algunas piezas dramáticas del autor cretense. Y

al menos dos de las traducciones editadas corresponden a

versiones indirectas.1

1 En versiones indirectas, vieron la luz en Argentina Melisa en 1957 y Teseo en

1958. Nuestras traducciones directas de Cristóbal Colón y de Constantino

Paleólogo se editaron en Argentina y España (Ed. Lohlé 1966 y Planeta 1968),

Y en Chile y España (Editorial Santiago 1968 y Planeta 1968), respectivamente.

En Venezuela, Caracas, se publicó Cristóbal Colón en 1983 y en 1986. En

España, Granada, se editó en 1997. En el año 1968, Planeta presentó también

Sodoma y Gomorra en versión de Enrique de Juan. En 1978, el Centro de

Estudios Bizantinos y Neohelénicos de la Universidad de Chile publicó el

volumen I, de tres originalmente proyectados, con traducciones nuestras de

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Y debido al hecho de que varias novelas

kazantzakianas tuvieron una difusión rápida, no pocas

personas podrían extrañarse de que lo mencionemos como

poeta. Cristo de nuevo crucificado, Vida y hechos de Alexis

Zorbas, Libertad o muerte, La última tentación, Los hermanos

enemigos, son títulos que dieron al autor cretense fama como

novelista. Pero en verdad Kazantzakis es esencialmente un

poeta. No solamente porque su obra cumbre y más extensa,

la Odisea, es poesía; no sólo porque haya escrito tragedias

métricas; no sólo por haber dejado una colección de Cantos

en tercinas, en endecasílabos clásicos; sino porque toda su

creación es en el fondo poesía. Es el aliento poético el que

presta encanto a todas sus creaciones, desde la más modesta

hasta la deslumbrante y oceánica Odisea.

Justamente por parte de diversos estudiosos se ha

insistido en que el carácter del teatro de Kazantzakis es

fundamentalmente poético. Más adelante nos referiremos

con alguna detención a este punto.

Odiseo, Julián el Apóstata, Nicéforo Focás y Kapodistrias. En 1983, Editorial

Lohlé publicó en Buenos Aires nuestra versión de Buda. En coedición del

mencionado Centro y de la Editorial Cuarto Propio, apareció en 1997 la tragedia

Cristo. En 1998, apareció la traducción de Roberto Quiroz de Comedia-

tragedia en un acto. Prometeo portador del fuego y Prometeo encadenado se

publicaron en Santiago los años 2000 y2001, respectivamente. El año 2012, se

editaron las traducciones de Comedia – tragedia en un acto y El maestro

primero, esta última en traducción de M. Castillo Didier (en el tomo Destino y

fatalidad en dos dramas juveniles de Kazantzakis).

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La creación dramática de Kazantzakis.

Kazantzakis escribió 21 piezas teatrales a lo largo de

45 años; desde Amanece en 1906, hasta Constantino Paleólogo

en 1951. De manera que, en su distribución cronológica, la

creación dramática se extiende durante casi toda la vida

literaria del escritor, que terminará con su muerte, en 1957. Y

dentro de su muy vasta labor de traducciones de obras

literarias, filosóficas y científicas al neogriego, sus versiones

de piezas de Shakespeare, Goethe, Pirandello y Cocteau,

ocuparon un lugar importante.

Las agendas y cartas del escritor, presentadas por su

esposa, Heleni Kazantzakis2, muestran que a lo menos

durante dos tercios de su vida literariamente activa, el teatro

y la Odisea constituyeron el centro de su interés. El hecho de

que él mismo emprendió la traducción de sus tragedias al

francés3, habla del valor que atribuía a esa parte de su

creación.

Es interesante dar una mirada a la distribución

cronológica del teatro kazantzakiano. Nikos Athanassiou, en

la “Introducción” al volumen primero de la obra dramática

de Kazantzakis, propone ordenar las piezas según su

anterioridad o posterioridad a la redacción de la Ascética

(1923), “un libro pequeño que más tarde servirá de llave

2 Heleni N. Kazantzaki: Le dissident: Nikos Kazantzakis vu à travers ses letters,

ses carnets, ses texts inédits, Plon, París, 1968. 3 Desgraciadamente, sólo seis versiones alcanzaron a salir de su pluma.

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para comprender bien su obra. Ni novela, ni poema, ni

ensayo filosófico, precisará él mismo. Ochenta páginas

breves, versículos bíblicos de gran belleza. Los altos

mandamientos de Nietzsche, a quien Kazantzakis venera

sobre todo por su estilo encendido y sus padecimientos

innumerables; los de Bergson, que le ayudaron a liberarse de

ideas filosóficas que lo tiranizaban; la quintaesencia de sus

experiencias personales”4.

Las obras anteriores a la Ascética son siete y de ellas

está perdida hasta hoy la tragedia Heracles. La primera pieza

teatral Kazantzakiana que conocemos es Amanece (1906), que

fue premiada en un concurso en Atenas y cuya

representación encontró acogida favorable en el ambiente

literario y artístico de la capital griega. Hasta cuándo y Fasga

datan de 1907 y fueron enviadas a Atenas desde París,

donde el autor seguía el curso de filosofía de Bergson en el

Collège de France. Curioso resulta el destino de estas tres

primeras obras. Hasta cuándo y Fasga no fueron siquiera

admitidas a concursar en el certamen universitario al cual

las destinaba el joven escritor. Amanece, en cambio, mereció

un galardón, pero, a la vez, fue condenada por el mismo

jurado que la había premiado. Sus ideas habían parecido

demasiado audaces a los jueces: “¡Coronamos al poeta, pero

expulsamos de este templo pudoroso al joven que ha osado

escribir tales cosas!, declara poco más o menos el venerable

profesor de la Universidad Spiridón Lambros, que preside

4 Heleni N. Kazantzaki, Conferencia inédita sobre la obra de Kazantzakis,

obsequiada al autor de estas notas, p. 3.

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esta extraña ceremonia de premiación. ¿Y qué hace nuestro

joven laureado ? Muy digno, abandona la sala ‘pudorosa’,

sin dar un portazo”5.

En 1908, el joven autor presenta la tragedia Sacrificio o

El primer maestro, basada en una leyenda recogida en un

hermoso poema popular neogriego6. El motivo del primer

maestro o maestro de obras, que dirige la construcción de un

gran puente sobre el río Arta y que debe enterrar viva a su

propia esposa para que el espíritu de las aguas no destruya

cada noche lo construido durante el día, podía relacionarse

con la idea del sacrificio personal total en aras de un objetivo

elevado, idea que tanto inquietó siempre a Kazantzakis. Esta

pieza tendrá un largo destino teatral, tanto en su forma

original, como en la del Drama musical, escrito por el

compositor Manolis Kalomiris, con gran respeto por el texto,

y estrenado en 19167 con mucho éxito.

La espera en vano es otra idea de las que preocuparán

reiteradamente a Kazantzakis. Esta constituye el núcleo de

otra obra escrita en esta primera época, 1908-1909: Comedia

5 Heleni N. Kazantzaki, op. cit., p. 39. “Nous couronnons le poète, mais

nous chassons de ce temple pudique le jeune homme qui a osé écrire de

telles choses!, declare à peu près le vénérable professeur de l’Université

Sp. Lambros, qui préside à cet étrange couronnement. Et que fait notre

lauréat? Très digne, il quitte la salle ‘pudique’, sans claquer les portes”. 6 Traducción castellana de esta obra, realizada por M. Castillo Didier en el

volumen R. Quiroz Pizarro y M. Castillo Didier: Destino y fatalidad en dos

dramas juveniles de Kazantzakis, Centro de Estudios Griegos, Santiago 2012. 7 Repuesta en 1930. El texto definitivo de la obra apareció en 1939.

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en un acto llamada tragedia8. “Si no hubiera sido publicada en

1909 – escribe Heleni Kazantzakis- se habría pensado más

tarde en un plagio, de tal modo recuerda la pieza Huit clos

de Sartre. En Kazantzakis, los doce muertos encerrados en

una pieza sin salida no hacen sino esperar la llegada del

Salvador, que por cierto no llega nunca9. Varios autores han

destacado el notable adelanto a su tiempo que significa esta

pieza. Si bien el motivo de la espera vana de lo que no

llegará jamás había recibido forma poética genial en el tan

discutido y enigmático Esperando a los bárbaros de

Constantino Kavafis10, su expresión en el teatro y su

conjunción con el tema de la transición de la vida a la

muerte y con la tremenda incógnita del más allá, la

encontraremos muchas décadas después en Sartre y Becket.

“Esta comedia se representa en el espíritu del hombre en el

momento de su agonía, cuando en su alma se opera en el

más alto grado la síntesis de su vida. Todos los temores,

todas las esperanzas que, oscuras y confusas, sólo afloraron

en el espíritu del hombre cuando vivía y luego se

adormecieron, se despiertan de repente en el momento de la

muerte y alcanzan su mayor intensidad: gritos, lágrimas,

terror. Y la voz de la Fe y la voz de la Duda, la del orgullo y

de la humildad, las de la alegría y del sufrimiento, se

hermanan todas y arden en el espíritu que se extingue. Se

8 Traducción castellana de esta obra realizada por Roberto Quiroz en el volumen

mencionado en la nota 6. 9 Heleni N. Kazantzaki, op, cit., p. 48.

10 En el volumen Kavafis íntegro, Centro de Estudios Bizantinos y Neohelénicos

y Tajamar Editores, Santiago, 2007, nos hemos referido al tema, en los capítulos

“La fatalidad” y “Kavafis y el Egipto”.

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cogen enloquecidas del umbral de la conciencia, gritando,

gimiendo, anhelando la luz. El alma entera del hombre, con

sus mil facetas, sus contradicciones y su desesperación, se

abate y llega hasta el borde de los labios que se inclinan,

trémulos, sobre el caos de lo desconocido. ¿Se encontrará en

otra vida –eterna ahora- o se extinguirá?”11. M. L. Baudier,

en su luminoso ensayo Nikos Kazantzakis: ¿Cómo el hombre

llega a ser inmortal?, se detiene también en esta inquietante

obra de juventud del escritor cretense: “Respecto de esta

obra se ha dicho que podría llamarse El silencio de Dios,

para medir todo su horror. En una pieza cerrada, que

simboliza la prisión de la muerte, un grupo de personajes de

edad y ambientes diversos espera a Dios, que vendrá a

abrirles las puertas del reino de la luz. Pero a medida que las

bujías se extinguen, que las horas transcurren, que el gran

reloj da las doce campanadas, la esperanza va

desapareciendo y la angustia aumentando. La puerta no se

abre. Una angustia que llega a ser asfixiante y el frío de la

muerte que aplasta el pecho con el peso de una lápida,

quiebran los corazones con la nostalgia de la tierra y de la

dulzura de la vida. La espera de lo que debía venir se

transforma en la espera de lo que no vendrá jamás.

Imposible no pensar en Godot y en Huit clos al repasar las

páginas de esta obra juvenil, pero plena de anticipaciones”12.

11

Nikos Athanassiou, “Introducción” a N. Kazantzaki, Théatre I Melissa,

Kouros, Christophe Colomb, Adaptation Française de Liliane Princet et N. A.,

Plon, Paris, 1974. 12

Marie-Louise Bidal-Baudier, Nikos Kazantzakis Cómo el hombre se hace

inmortal, trad. P. Canto, Ed. Lohlé, Buenos Aires, 1987, p. 164.

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Después del Primer maestro, al parecer la primera obra

dramática que escribió Kazantzakis fue Heracles. En sus

anotaciones de agenda de comienzos de 1915, mientras se

encontraba “como peregrino” en Olimpia, se encuentran

estas líneas: “Cuánto se equivocan los hombres respecto de

la santa figura de Heracles, héroe místico, vida plena de

ascetismo, de lucha, de muy profunda tristeza y de

purificación interior final”13. Estas características identifican

a varios de los venerados personajes del escritor cretense.

No resulta, pues, raro, que dedicara a Heracles una pieza

dramática. Pero hasta ahora no ha podido ser rescatada. Se

sabe que se publicó en la revista Nea Zoí, de Alejandría,

Egipto, en 1922, sin que haya podido ubicarse un ejemplar

del número en que apareció14.

Entre los años 1915 y 1921, Kazantzakis trabaja en tres

de sus más hermosos dramas, obras muy distintas entre

ellas. Se trata de Odiseo, una pieza muy “clásica”, que

aparece en 1921 en la revista Nea Zoí de Alejandría, y en

edición autónoma en Atenas más tarde, en 1928. Este mismo

año se publica el “drama bizantino” Cristo, que había sido

escrito en el período en el período que recordamos aquí. La

otra tragedia de este grupo es Nicéforo Focás. Escrita antes de

la Ascética, sólo fue publicada en 1917.

La tragedia Buda, la más extensa obra dramática de

Kazantzakis, trabajada y reelaborada muchas veces a través

de más de veinte años, suele ser ubicada en el período

13

Heleni N. Kazantzaki, op. cit., pp. 60-61.

14

Pandelís Prevelakis, “Nikos Kazantzakis. Contribución a la cronología de su

vida”, rev. Nea Hestía –Homenaje a N.K. (Navidad 1959 – Atenas), p. 12.

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posterior a la Ascética, pese a que sus primeras redacciones

datan de antes de 1923. Pero se considera como definitiva la

versión de 1941, que vino a publicarse en la década de los

50, poco antes de la muerte del escritor, después de haber

sido objeto de más de alguna revisión. Kazantzakis estimaba

extraordinariamente esta vasta, densa y poética obra; soñaba

con una representación digna de ella y llegaba a señalarla

como una de sus más altas creaciones, junto a la Odisea15.

Más adelante nos referiremos con alguna detención a

algunas obras posteriores a la Ascética. Por eso,

terminaremos este panorama con una simple enumeración

de los títulos y su cronología: Vuelve Otelo (1936), Melisa

(1937), Julián el Apóstata (1939), Prometeo portador del fuego,

Prometeo encadenado, Prometeo liberado (1943), Kapodistria

(1944), Sodoma y Gomorra (1948), Teseo (cuyo título original es

Kuros, 1949), Cristóbal Colón (con el título original La

manzana de oro, 1949), Constantino Paleólogo (1951). De todas

estas obras sólo permaneció inédita en vida del escritor la

pieza Vuelve Otelo16.

Como parte de la edición de sus obras completas, que

Kazantzakis había iniciado poco antes de morir, alcanzaron

a aparecer en versiones definitivas tres volúmenes de piezas

teatrales, distribuidas como sigue: tomo I Tragedias de

temas antiguos: Prometeo portador del fuego, Prometeo

15

En carta al traductor de la Odisea al inglés, Kimon Friar, fotocopia de cuyo

autógrafo poseemos gracias al gentileza de la señora Heleni Kazantzaki, el

escritor afirma: “Creo que Buda y la Odisea son mis obras de más aliento”.

16

Fue publicado en el Homenaje a Nikos Kazantzakis de la revista Nea Hestía,

en 1962.

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encadenado, Prometeo liberado, Teseo, Melisa, Odiseo; tomo II

Tragedias de temas bizantinos: Cristo, Julián el Apóstata,

Nicéforo Focás, Constantino Paleólogo; tomo III Tragedias de

asuntos varios: Kapodistria, Cristóbal Colón, Sodoma y Gomorra,

Buda. No sabemos cuáles de sus obras juveniles proyectaba

republicar Kazantzakis en esta serie de textos definitivos.

Un teatro poético

Se ha dicho que el teatro de Kazantzakis es

esencialmente poético, expresión que aceptamos en su mejor

sentido, en cuanto toda la obra del artista cretense es poesía:

exclama uno de sus traductores y estudiosos17, y agrega:

“Una intensa poesía fluye de ese sentido divino que

impregna toda la obra”.18.

Discutible resulta, en cambio, la calificación de

“poéticas” en cuanto se la pretenda asimilar a una presunta

falta de cualidades dramáticas de las tragedias

kazantzakianas. Esta posición ha sido sustentada por la

escritora y destacada crítica Alkis Thrilos (Heleni Uranis) en

un extenso estudio. Thrilos desarrolla una serie de

argumentos a favor de su tesis y propone para las piezas de

17

N. Athanassiou, op.cit., pp. 7 y 11. 18

“Un grand poème: así se podría con una palabra calificar toda la producción

dramática de Kazantzakis”: voilà comment en pourrait en un mot qualifier toute

la production théatrale de Nikos Kazantzakis”. “Une intense poésie découle de

ce sens du divin qui imprégne toute l’oeuvre”

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Kazantzakis el título de “poemas en forma de diálogo”19. Tal

fórmula no deja de recordar la aplicada al teatro de Chejov a

raíz del fracaso de La gaviota, en 1896: “lirismo que se ha

convertido por casualidad en forma dramática”.

Para el escritor cretense, el teatro constituía una de las

formas más altas de expresión artística. Aunque no lo

afirmara explícitamente, coincidió al menos en su actitud

práctica con el juicio de Claudel, en el sentido de que “el

drama supera a la novela y es una de las mejores formas en

que puede expresarse un escritor”. Recordemos que –aparte

de una trilogía comenzada en sus años de estudiante y

nunca terminada y de obras que poseen más carácter de

meditación o confesión, como Toda Raba y El jardín de rocas-,

la producción novelística de Kazantzakis es posterior al

grueso de su creación dramática y fue escrita en la vejez. Y

en el plano de la escena, excepción hecha de Vuelve Otelo,

nuestro autor se limita a la tragedia, haciendo también suyo,

de hecho, el planteamiento de Sartre: “El verdadero campo

de batalla del teatro es el de la tragedia, el drama que

incluye un mito genuino”.

Pensamos que el teatro de Kazantzakis es poesía,

como es poesía en el fondo toda la vasta producción del

artista cretense. En realidad, en sus obras dramáticas todo

contribuye a ubicar al lector o al espectador en un plano de

elevación poética nunca decaída: la naturaleza misma del

asunto; el tratamiento de éste; la forma, lograda por lo

19

Nea Hestía (Navidad 1959), pp. 210 y ss. El estudio, interesante en muchos

aspectos, incluye dos anexos con motivos musicales de El primer maestro y de

Constantino Paleólogo.

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general después de varias redacciones completas y múltiples

revisiones. Pero no es posible contraponer la calidad poética

al dramatismo. En casi todas las obras teatrales de

Kazantzakis se respira un aire auténticamente dramático. En

la mayor parte de ellas, se da una contradicción –en esencia

trágica- entre el impulso interior, grande, generoso, heroico,

del personaje y una realidad exterior que pugna por

quebrarlo. Los héroes de la mayoría de las tragedias

kazantzakianas luchan en vano; consumen su vida en una

perdida batalla, a la que los impulsa un fuego interior

inapagable: Prometeo, Cristo, Julián, Constantino Paleólogo,

Kapodistrias. Otros, como Cristóbal Colón, alcanzan al fin el

objetivo buscado con pasión tenaz; pero junto a él deben

aceptar el martirio, el triunfo de la injusticia, y asumir todas

las consecuencias que trae la materialización de la “gran

idea” que los empuja a actuar.

Las expresiones de la Ascética podrían ser repetidas

por no pocos de los personajes de Kazantzakis: “Vencer

también la última, la más grande tentación, la Esperanza.

Luchamos porque nos gusta; cantamos aunque no exista

oído humano que nos escuche. Trabajamos, aunque no haya

un patrón que, al atardecer, nos pague un salario… ¿Dónde

vamos? ¿Venceremos alguna vez? ¿Para qué todo este

batallar? ¡No preguntes: combate! La esencia de nuestro

Dios es el combate”20.

20

Ascética, pp. 19 y 68. Acerca de esta obra, puede verse “Sobre la Ασκητική

de Kazantzakis”, de Ana Martínez Arancón en el volumen Tras las huellas de

Kazantzakis.

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Es verdad que hay poca acción en el teatro

kazantzakiano. Más no es posible confundir acción y

dramaticidad. En Kazantzakis, ésta proviene de una

contradicción insoluble. La única salida, el único desenlace –

ya que solución no existe- es el sacrificio heroico. Es lo que

sucede, por ejemplo, en Constantino Paleólogo, Julián y

Cristóbal Colón.

“Más allá del despliegue de la trama y de sus

artificios exteriores –escribe Guy Sabatier-, más allá del

interés de las sucesivas situaciones, la fuerza del teatro de

Kazantzakis aparece en la densidad de los personajes, en sus

pasiones y sus contradicciones, en el choque de las ideas que

ellos encarnan, no como abstracciones, sino como valores

profundos entre los cuales se juzga la suerte del mundo”21.

Este autor califica de “barroco” y mediterráneo el rito

dramático de Kazantzakis, afirmando que éste se cumple

gracias a una eficacia simbólica: “Las palabras del héroe

mítico se imponen por la magia de su evocación; ellas

devienen actos y transportan a los otros personajes –así

como también a los espectadores- a una realidad diferente a

la vez de la Historia y de la Escena. Sobrepasando el marco

de la representación, sus palabras poseen la potencia onírica

de los mensajes sagrados o de las utopías. En efecto, un

soplo poético arrastra todo y las imágenes turbulentas son

nutridas por un verbo revolucionario que brota como

Alkis Thrilos (Heleni Uranis) en un extenso estudio. Thrilos), p. 28.

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expresión pura de una filosofía que privilegia el choque de

ideas”22.

Una mirada a algunas tragedias kazantzakianas

ilustraría las afirmaciones contenidas en los párrafos

anteriores. En otro trabajo lo hacemos respecto de Odiseo,

Kapodistrias, Julián y Nicéforo Focás. Aquí entregaremos

algunas líneas sobre Constantino Paleólogo. El asunto de

esta tragedia se relaciona con el momento más crucial en la

historia del neohelenismo: el derrumbe final de

Constantinopla, que abrirá paso a cuatro siglos de

esclavitud, llenos de las más terribles penalidades. Colocado

en una situación histórica que podríamos calificar de

apocalíptica, Constantino sólo ve un camino consecuente

con la “gran idea” a la que ha entregado su vida, y ese

camino es enfrentar la muerte.

Constantino Paleólogo

Es ésta una de las tragedias más representativas de

Kazantzakis. El último emperador de Bizancio recibió sobre

sus sienes una corona “no de oro ni de piedras preciosas,

sino de espinas”, cuando en 1449 fue llamado desde Mistrás

para ocupar el trono imperial. Ha visto retroceder a su

pueblo en todos los campos de batalla e ir cayendo

esclavizado, a medida que los territorios bizantinos reciben

sobre ellos el yugo otomano. Como príncipe, cómo

“déspota” de Mistrás, se ha esforzado por preservar ese

22

Ibíd., p. 30.

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último territorio para Constantinopla. Ésta, la Ciudad Reina,

“la alegría y esperanza de todos los helenos”, aún

permanece en pie y combate. Pero está carcomida por dentro

por las luchas intestinas. Los nobles, parte del pueblo y hasta

la misma Virgen, tantas veces antes salvadora de la Ciudad,

parecen haber abandonado al emperador. Tiemblan los

muros de la Polis23 encomendada a sus manos. La estirpe

griega y su azarosa historia parecen haber llegado al borde

del abismo definitivo.

En medio de la desesperación, de la confusión, de la

corrupción y de las traiciones, Constantino alza su espíritu

indomable. Puede salvarse y evitar la destrucción de la

Ciudad y hasta salir de ella llevando riquezas. Le bastaría

aceptar los ofrecimientos de Mahomet, el joven sultán turco,

y entregarla. Pero él no ha de elegir tal camino de deshonra.

Más que su propio destino trágico, una especie de sublime

obsesión lo devora:

“Con libre voluntad, tomé sobre mis hombros la Cruz

de mi estirpe.

“Y soy crucificado y marcho hacia la muerte con ojos

bien abiertos.

“Un instante he podido vacilar –cuerpo soy y sufro-,

mas luego yérgome y con plena libertad sigo mi destino:

23

Polis: la Ciudad por excelencia, denominación que hasta hoy dan los griegos

a Constantinopla.

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“Sin esperanzas luchar heroicamente…”24

La grandeza de alma de Constantino se destaca nítida

en los actos segundo y tercero. El primero prepara el fondo

donde vive y actúa en su última hora el basileo, al presentar

un impresionante cuadro del horror y la confusión

imperantes en Constantinopla la noche anterior a la caída.

Mientras las campanas de Santa Sofía –cuya imponente vista

sirve de marco a la escena- doblan a duelo y se escucha el

himno bizantino “Señor, salva a tu pueblo”, vamos

conociendo a los personajes del drama. El pueblo,

hambreado y azuzado contra un presunto entendimiento del

emperador con los occidentales, implora y exige la paz.

Circulan rumores sobre vaticinios horribles enviados por

Dios en forma directa, ante la “traición” del basileo, que ha

entregado la fe ortodoxa y ha pactado con el Papa. Las

mujeres sollozan y claman con desesperación por un

acuerdo con los mahometanos. Los nobles no abandonan sus

mezquinas rencillas y obstaculizan la posible ayuda desde

Occidente. Un piróbata, enloquecido, detiene a los que

pasan y aterroriza al pueblo, repitiendo con salvaje frenesí la

predicción de tres arcángeles negros que divisa en su delirio.

Es la catástrofe apocalíptica que se abate, fatal e inexorable,

sobre la Ciudad sitiada.

Cuando el enviado de Mahomet entrega a

Constantino la última proposición de paz, todas las voces

24

Teatro, Ed. Difros, Atenas, 1965, vol. II, p. 511.

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22

piden un entendimiento. El mensaje ofrece al emperador un

trono en la dulce y culta Mistrás, que él dejara allá en el

Peloponeso cuatro años atrás25, cuando vino a tomar la Cruz

de la Polis. Pero el rey no cede a la presión y se prepara para

el sacrificio final. Sólo un momento de alegría le es

reservado en las horas de agonía de la Ciudad: el recibir a

cuarenta cretenses que vienen desde su isla a combatir, a

sabiendas de que no existe ya esperanza alguna.

La catástrofe se aproxima. Constantino ha de morir

luchando solo, sin que haya siquiera un cristiano para tomar

su cabeza y evitar su profanación por los infieles, mientras

los otomanos irrumpen en oleadas incontenibles por las

calles de la Polis. Y antes de marchar a la puerta de San

Romano, entrevé quizás la permanencia de su sacrificio:

“Ahora quedamos solos los dos, alma mía. Dentro de

nosotros, la Ciudad ya ha caído. La Virgen que hasta ahora

la sostenía sobre el abismo, la deja de su mano; y casas,

iglesias y palacios al Hades precipítanse. Mas tú, alma mía,

tú no te derrumbas; pues palacio no eres ni templo, sino un

ave gigante que te remontas por sobre la devastación sin

destruirte”.

Las luchas de Julián, Nicéforo Focás y Kapodistrias, a

las que aludimos en las introducciones a la traducción de las

respectivas tragedias, poseen, como la de Constantino

25

Al subir al trono de Bizancio, en 1449, Constantino dejó el Principado de

Mistrás, en Morea, Peloponeso, estado griego, donde el espíritu y la conciencia

griegas conocieron un fecundo florecimiento, que fue interrumpido

violentamente por la conquista otomana. Allí vivió y actuó el filósofo

Ghemistós (Plethón), quien representa, como Constantino, la naciente

conciencia neogriega.

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23

Paleólogo, aunque en épocas y condiciones distintas, el

signo de la desesperanza, de la imposibilidad de resolver un

conflicto trágico, salvo a través del auto sacrificio

conscientemente aceptado26.

El Maestro primero

El auto sacrificio aparece no sólo en la última pieza

dramática de Kazantzakis, Constantino Paleólogo, y en las que

tienen por protagonistas a Julián el Apóstata, a Nicéforo

Focás y a Kapodistrias. Aparece ya en uno de los primeros

dramas del autor, y el primero en ser representado: El

Maestro Primero (1908). Esta obra toma el tema de un poema

popular, que acoge una tradición común a varios pueblos

balcánicos. Nos referimos a la Canción del puente del río Arta.

En síntesis, el poema cuenta la historia de un maestro que

está construyendo un puente sobre el río Arta. Pero en la

noche se deshace lo que ha levantado en el día. El espíritu

del río pide un sacrificio humano: que se sepulte una

persona en los cimientos. Así se afirmará el puente. La

persona indicada es la esposa del maestro. Éste, desesperado

trata de evitar la muerte de la mujer y le envía con un

pajarillo recado de que no venga a traerle el almuerzo. El

pajarillo da el mensaje al revés. Y aparece la esposa alegre y

feliz. Pero al ver el rostro descompuesto de su marido,

pregunta qué le pasa. Le responden los operarios que se le

26

Véase el tomo N. Kazantzakis, Teatro, Introducción, traducción y notas M.

Castillo Didier, Centro de Estudios Bizantinos y Neohelénicos, Universidad de

Chile, Santiago, 1978.

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ha caído el anillo a la obra. Ella se ofrece para bajar a traerlo.

Baja y todos aprovechan para dejar caer argamasa encima de

ella. Muere enterrada viva. La mujer alcanza a lamentarse de

su fatal destino y su voz se escucha arriba.

Este poema plantea una situación trágica. El maestro

repentinamente ve venir la fatalidad. Lo mismo le pasa a su

esposa. Ninguno de los dos tiene culpa alguna.

Kazantzakis altera muchos elementos de esta

tradición. Sitúa la escena en una época no bien determinada.

Un maestro constructor que ha levantado otros puentes, es

contratado por el Señor del pueblo. Surge un amor secreto

entre el maestro y Smaragda, la hija del Señor. El puente

queda muy hermoso y el Señor le ofrece lo que quiera al

maestro. Éste va a pedir la mano de Smaragda. El día en que

se va a inaugurar la obra, la Madre, una anciana que vive en

el río y lo representa, dice que el puente se derrumbará a

menos que el culpable de un gran delito muera en los

cimientos. El Señor amenaza al maestro y a los aldeanos y

exige que el culpable se presente o sea delatado. De otro

modo, el maestro debe morir. La tensión es muy grande,

pues la exigencia del río debe ser satisfecha antes que caiga

la noche. El maestro nada dice. Y Smaragda, la hija del

Señor, se delata a sí misma y defiende apasionadamente su

amor. El horror del Señor es indescriptible. Las mujeres del

pueblo recriminan cruelmente a Smaragda. Se acerca la hora

y el sacrificio debe cumplirse. La acción termina con el

emparedamiento de la joven. El puente, que había

comenzado ya a estremecerse se afirma. El maestro y sus

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hombres se retiran tranquilamente a acometer otras obras en

otros lugares.

La obra plantea sin duda el problema de la culpa.

Recuerda en varios sentidos a la tragedia de Edipo. Como

éste, Smaragda hace frente a un castigo injusto. Con respecto

al Señor del pueblo, el proceso de develación de la verdad

recuerda igualmente la situación de Edipo (en la tragedia de

Sófocles) porque no puede ver la verdad, aunque está a su

lado. El desencadenamiento de la fatalidad sobre Smaragda,

cuando menos podía esperarla, recuerda algunos de los

textos en que Kavafis reflexiona poéticamente sobre la

fatalidad y la amenaza oculta: el día en que la obra de su

amado sería triunfalmente inaugurada y cuando ella sería

pedida en matrimonio, llega la muerte, injusta y cruel. Pero

afronta con entereza el sacrificio y hace frente a la feroz

censura del pueblo y de su padre, quien reniega de ella. Y el

maestro, que en el poema popular aparece como víctima de

la fatalidad al igual que su mujer, en la obra de Kazantzakis

es presentado como un personaje brutal que es capaz de

permitir el sacrificio de quien le entregó su amor27.

27

Sobre esta obra, puede verse el excelente estudio de Olga Omatos “O

Πρωτομάστορας, la primera tragedia de Kazantzakis”, en Byzantion Nea Hellás

28-2009; y la sección correspondiente del estudio “El teatro de Kazantzakis”, en

el volumen R. Quiroz Pizarro y M. Castillo Didier: Destino y fatalidad en dos

dramas juveniles de Kazantzakis, Centro de Estudios Griegos, Santiago 2012,

tomo en el que se incluye la traducción de la obra.

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26

Helenismo y universalidad

“Primero soy cretense, después griego”. Esta

afirmación de Kazantzakis podría complementarse más o

menos así: “Y en todo caso, un hombre del atormentado

siglo XX”. Sin duda, la raíz cretense explica algunos rasgos

de la personalidad del escritor que más atraen a quienes no

conocen el apasionante y complejo mundo del

neohelenismo. Pero dicha raíz se enlaza perfectamente con

otras venas del espíritu neogriego y con la universalidad de

su voz. Ésta ha hecho que con su palabra, así como con la de

Kavafis, Seferis, Ritsos. Elytis y Vretakos, los grandes

valores del alma griega moderna hayan conquistado al

mundo. Y el artista ha permanecido fiel a sus raíces.

Aprovecha la milenaria tradición helénica, la mitología, la

historia y la literatura antigua y medieval.

Teseo, Melisa, Odiseo, Prometeo, se sitúan en el mundo

antiguo; Julián, Nicéforo Focás, Constantino Paleólogo y Cristo

en el ambiente bizantino; El Maestro primero nos lleva al

ambiente de la leyenda y la poesía populares griegas;

Kapodistrias recoge el drama del primer Gobernante del

naciente Estado neogriego, cuando aún no termina la

heroica y sangrienta Revolución de la Independencia. La

Grecia de la luz inmarcesible y de las sombras aciagas; es la

Hélade de las grandezas sobrehumanas y las pequeñeces de

los seres terrenales; es historia y vida plenas de heroísmos,

sacrificios sublimes, sufrimientos sin número, y también

caídas e injusticias; es una tradición fecunda, cuya vida

jamás dejó de palpitar. Es la Hélade que no murió con la

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Antigüedad, sino que continuó viviendo y creando nuevos

tesoros espirituales en el complejo mundo bizantino y luego

en su etapa moderna. Tal es la fuente fundamental del teatro

y de toda la obra de Kazantzakis.

Pero este griego, que vivió como pocos el sentido más

genuino del helenismo y en especial del neohelenismo, vivió

también intensamente las inquietudes del hombre

contemporáneo. Su Odisea, monumento oceánico de la

lengua, la expresión y la mitología popular neogriegas, se

yergue como una de las obras literarias más universales de

nuestro siglo. Y gran parte del teatro kazantzakiano habla al

hombre de hoy. El escritor cretense recrea el mito, la historia

o la leyenda, escogiendo un momento “trágico en sí” y un

personaje que, con la grandeza de su sacrificio, parece

levantar al género humano de su pequeñez y su carácter

efímero. Y así, el teatro de este griego, siempre desasosegado

e insaciable, es leído y representado más allá de los juicios

encontrados que su “dramaticidad” pueda merecer.

Las explicaciones de esta acogida pueden ser

diversas. Se ha dicho que los hombres, pese a todo, siguen

sedientos de poesía, y en la escena de Kazantzakis la

encuentran. Nikos Athanassiou se refiere así a este punto:

“A l’ heure des remises en cause, des efforts contradictoires

et désordonnés quoique tous valables, à l’heure où l’ on

fabrique des pales idoles à defaut des vrais héros, où la

jeunesse internationale s’insurge enfin contre une humanité

“dénaturée” que domine l’injustice légalisée, le théatre de

Nikos Kazantzakis nous est indispensable. C’est un théatre

débordant de passion, de messages tragique, de caractère. Il

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28

tranche des situations, formule des opinions, ouvre des

horizons. Il surtend les ames et donne au desespoir del

dimensions de la vertu. La transposition de l’Histoire en des

tableaux grandioses crée une exaltation qui parcourent

l’obstination, l’extase, la folie, sans que se relache la densité

dramatique. Les idées jaillisent, les symboles s’incarnent, le

cri pour la vie et pour la mort est universel28.

Pese a la forma tan negativa con que algunos

personajes kazantzakianos, como Julián, Constantino

Paleólogo y Kapodistrias29, se expresan de los hombres; pese a

la descarnada crudeza con que se ponen de relieve

debilidades y bajezas humanas, en el fondo, el teatro de

Kazantzakis destila amor, y “contemplándolo” como

conjunto, bien podríamos recordar la expresión de Barrault:

“Le théatre est amour. Amour de l´homme et de tout ce qui,

dans la nature, s’humanise »30.

El lenguaje dramático

Nos hemos referido ya al núcleo dramático de gran

parte de las obras de teatro de Kazantzakis, señalando que

28

N. Athanassiou, op. cit., p.15. 29

Alkis Thrilos destaca declaraciones de personajes de Kazantzakis, como las

de Kapodistrias quien, adorando a Grecia, ha llegado a aborrecer a los griegos o

las de Constantino Paleólogo, quien entregó su vida por el helenismo y la

humanidad, pero que había llegado a odiar a los hombres. A. Thrilos, op. cit.,

pp. 213 y 224. 30

Jean Louis Barrault, Paul Claudel et Christophe Colomb, Présentation des

Cahiers de la Compagnie Renaud Barrault, N° 1, Ed. René Julliard, Paris, 1953,

p.4.

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29

se da en ellas una contradicción esencialmente trágica entre

el impulso interior, grande, generoso, heroico, del personaje

y la realidad exterior; entre lo sublime de una lucha y el

resultado impuesto por el mundo real. El lenguaje mismo, la

forma toda, parece estar colocada al servicio del asir tal

contradicción a través de la palabra.

Como se ha hecho notar, los hallazgos escénicos no

parecen haber preocupado mayormente al escritor.

Admirador ferviente de los trágicos clásicos griegos y de

Shakespeare, a ellos suele recordar la dramaticidad de sus

piezas más logradas, aunque siempre puede captarse la

tendencia del artista cretense a servir principalmente una

idea, a subordinar todos sus recursos a una voluntad de

poner de relieve un pensamiento, intenso y elevado y no

pocas veces obsesivo.

Como lo destaca Athanassiou, y como tratamos de

reflejarlo en nuestras versiones, el procedimiento preferido

de Kazantzakis es una especie de disertación dramática, a

través de la cual se expone y desenvuelve el pensamiento

del personaje. Da la impresión de que el escritor no se ha

trazado un cuadro cuidadosamente elaborado, sino que se

ha empapado de la calidad trágica de su personaje; se ha

enfervorizado con algunas ideas en cierto modo obsesivas

de éste – positivas o negativas, buenas o malas, justas o

equivocadas, pero siempre grandes -. Michel Monory

destaca el parentesco de la disertación dramática con el grito

espontáneo: “La obra de Kazantzakis se adapta a esta arte

poética: desde el aforismo hasta el mito, desde la tragedia

hasta el relato de viajes, busca la palabra que está más cerca

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30

del grito y deja hablar a su imaginación”31. Y Panayotópulos

pone acento en la conciencia y la búsqueda de la grandeza:

“Quisiera destacar que Kazantzakis, más que ningún otro

escritor, trajo a nuestras letras la conciencia de la grandeza”.

El verbo es el arma de esa grandeza. “Todo el arte de

Kazantzakis reside en esas largas frases que pueden alcanzar

hasta el sortilegio; en que las expresiones comunes se

iluminan con el sentido primordial; en que la emoción, la

cólera, la violencia, se entremezclan sin interrupción; en que

la angustia se libera a través de la cólera y la blasfemia”.

Como lo anota Sabatier, “la cadena objetiva de los hechos no

parece sino un pretexto para la puesta en escena de la

tragedia espiritual vivida intensamente por su héroe”32.

La representación del teatro de Kazantzakis

Pese a la relativa falta de utilización de los recursos

específicos del teatro o de su mención en ella, la obra

dramática de Kazantzakis no ha tenido un destino

desafortunado, aunque en mayor medida fuera de Grecia

que dentro de ella. En su patria, las piezas más favorecidas

han sido El primer maestro, Constantino Paleólogo, Melisa,

Kapodistrias y Cristóbal Colón. En el exterior, son numerosas

las representaciones de tragedias kazantzakianas,

especialmente en Estados Unidos, Inglaterra, Francia,

Alemania, Suecia y otros países. En el mundo de lengua

31

Michel Monory, “Kazantzakis y las imágenes del fuego”, rev. Nea Hestía

(Septiembre 1971), p. 179. 32

G. Sabatier, op.cit., p.26.

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31

española, nuestra versión de Cristóbal Colón ha tenido

afortunadas y, según las noticias que poseemos, excelentes

puestas en escena, en Argentina, en México, en Venezuela y

en España.

Durante los primeros años de su vida literaria, la

preocupación del escritor por la escenificación de sus piezas

fue clara. Con posterioridad, durante los largos años de

elaboración de la Odisea, Kazantzakis pareció descuidar el

aspecto “práctico” de su creación dramática, para retomar

cierto interés al final de esa etapa, como lo muestra este

pasaje, tomado de una carta escrita en octubre de 1938:

“Espero ver qué pasa con Melisa. La pieza de teatro es algo

completamente distinto del poema. Puedo escribir poemas

sin que sean publicados y sin que nadie los lea. Mientras que

la obra dramática es como la encarnación del pensamiento,

tal como se realiza en el Tíbet. Es un organismo autónomo

que se desliga de uno y que anhela subir a la escena. Si no

sube, la potencia creadora de uno se aniquila; uno no puede

“engendrar” más”33.

¿Son representables las tragedias kazantzakianas?

Esta pregunta ha sido formulada más de una vez. La

práctica ha entregado una respuesta positiva. Ha

demostrado que el “teatro poético” de Kazantzakis es teatro.

Es más, la escasez o ausencia de indicaciones relativas a la

puesta en escena puede constituir una ventaja para el buen

director que llegue a compenetrarse del aliento grandioso

que anima a las piezas principales. Sin duda, un buen

33

H. N. Kazantzaki, op.cit., p. 368.

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resultado exige ante todo amor por este teatro y fe en la

palabra o mensaje de la tragedia. El resto será imaginación,

audacia, elección cuidadosa de recursos y medios.

El tipo mismo de técnica teatral puede ser variado.

No sólo es viable la opción del “teatro trágico”. En Grecia, es

éste el camino que se ha seguido con espléndido resultado.

Pero no están en absoluto excluidas las opciones del “teatro

heroico” y del “teatro de cámara”. En este último caso,

justamente la escasez de acción puede permitir al director

centrarse en el dúo central, casi estático, en el que el

pensamiento se destaca como lo esencial. El “teatro-

laboratorio” puede también tener un campo en acaso no

pocas piezas de Kazantzakis. Si el realizador ha captado el

logos kazantzakiano y se ha enamorado de él, con cualquier

técnica y a través de cualesquiera recursos, sabrá hacer

aflorar la magia de aquél y comunicar al espectador ese

hálito de grandeza poética y trágica que anima las mejores

obras del artista cretense, esa chispa de “la llama que devora

al hombre”.

Guy Sabatier ha sugerido algunas líneas que deberían

guiar la puesta en escena de Cristóbal Colón. Esta velará “por

subrayar los ritmos internos, propios del lenguaje dramático

del autor, guardándose bien de agregarles artificios. Deberá

tender a la mayor sobriedad posible para que pueda

difundirse el estado de gracia y para que, entre realismo y

simbolismo, la mística barroca de la obra llene el teatro,

haciendo oír su música divina a través de la voz y el cuerpo

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33

de los actores”34. Formula, asimismo, otras

recomendaciones: “Estilización del vestuario, estilización del

decorado y del mobiliario (con objetos religiosos

simplemente sugeridos por la representación misma y con la

ayuda de cirios encendidos). Todo debe contribuir a la

pureza de expresión que brota de la interioridad. Un fresco

pintado simbolizará el océano en tempestad en el acto IV…

La música destacará al final la presencia obsesionante del

océano, como presagio del destino, como voz de Dios…”

Como anotamos más arriba, Cristóbal Colón sería la

única obra dramática de Kazantzakis, y la única neogriega,

que se ha representado en español. En Argentina se montó

la obra en tres temporadas, la primera en 1966. La crítica

argentina destacó la fuerza dramática y la calidad poética

del texto kazantzakiano. Uno de los comentaristas

expresaba: “En materia estrictamente teatral podrá

imputársele falta de acción externa. Pero a ésta hay que

buscarla en el interior, en el pensamiento. Insuflada de un

gran hálito poético, conceptualmente ciclópea, Cristóbal

Colón es, no obstante, la obra de un literato y de un pensador

antes que la de un dramaturgo”. Otro crítico escribía:

“Cristóbal Colón plantea un verdadero desafío al director y al

espectador teatral. Aquí la acción verifica mediante un

contrapunto poético que va perfilando la grandeza o la

mediocridad de los caracteres, la idea de que cada personaje

tiene su destino. Kazantzakis demuestra que su talento y su

destreza bastan para afrontar un relato que carece de

34

G. Sabatier, op.cit., p.31.

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enigmas, porque sus interrogantes ya han sido descifrados

en gran parte por la historia. Lograr con tal limitación de

recursos que el interés del público se mantenga en tensión

constante, exige un acabado dominio del género dramático.

Y exige también un público sensible a los sutiles valores de

la poesía”35.

Además del montaje en Argentina, la tragedia se ha

representado en México, Venezuela y España.

Y antes de la primera representación, el escritor y

crítico chileno Hernán del Solar aludía a las posibilidades de

que Cristóbal Colón fuera representado: “Obra hermosísima,

de segura permanencia poética y de un destino teatral que

deseamos ancho, firme, sin que trate de obstruirlo el parecer

crítico de que es un “poema en forma de diálogo”. La

sostenida emoción que acompaña a la lectura aparecerá ante

el escenario indudablemente, si alguna vez tiene el lector la

propicia suerte de ver representada la obra”36.

El Descubridor

La voluntad tenaz de autosacrificio en pro de una

“gran idea”, una gran causa, constituye la médula de la

tragedia de Kazantzakis dedicada a Cristóbal Colón.

Olga Omatos se refiere a las características del

Descubridor que lo hacían atrayente para Kazantzakis:

35

Skylos, “Cristóbal Colón. Un personaje alucinante aunque presentido”, diario

Clarín de Buenos Aires (23.III.1967). 36

Hernán del Solar, “Nikos Kazantzakis: Cristóbal Colón”, diario El Mercurio

de Santiago (20.XI.1966), p. 5.

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35

“El personaje de Cristóbal Colón reúne, en nuestra opinión,

dos características atractivas para el autor, que quizás

pudieron empujarlo a elegirlo como protagonista de una

tragedia. En primer lugar, se trata de un hombre de mar,

como Odiseo, uno de los faros en la vida de Kazantzakis,

según él mismo confiesa en diversas ocasiones. Hay, por

otro lado, un aspecto de la figura histórica que posee una

atracción especial para aquél: Colón es el hombre que,

firmemente confiado en una idea que parecía una locura,

sale contra viento y marea a una aventura descabellada. El

hombre que desafía toda prudencia y atraviesa las columnas

de Hércules lanzándose al abismo a la conquista de una ruta

desconocida. Añadamos a estos otros ingredientes: Colón va

al frente de una empresa mesiánica presidida por el signo de

la Cruz y tiene un final trágico, abandonado de todos y

aherrojado en prisión. Esa doble vertiente de marino y de

hombre visionario que, “borracho de estrellas”, en una

expresión castellana muy del gusto del autor, rompe los

límites de la tierra conocida guiado por la fuerza de su alma,

es lo que pudo empujar a Nikos Kazantzakis a la elección

del personaje”37.

Sin duda, el tema de Colón toca de cerca a todo

hispanoamericano.

Para el latinoamericano común, la figura del

descubridor del Nuevo Mundo se presenta rodeada de un

nimbo trágico. Por lo general, en las mismas tierras que

37

O. Omatos: “Cristóbal Colón, un héroe trágico”. En el volumen Tras las

huellas de Kazantzakis, p. 169.

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36

descubrió no se sabe mucho de su vida. Se poseen noticias

más o menos vagas acerca de sus esfuerzos por hacer

realidad su temerario proyecto de navegación y sobre la

adversidad que el destino reservó a Colón después de su

hazaña. Hasta el mismo olvido de los poetas –quienes en

América, con muy escasas excepciones, ignoraron al

Descubridor- contribuye a hacer menos conocida su

personalidad. Hablando objetivamente, por otra parte, un

nimbo de misterio –que no aclaran las obras de Oviedo,

López de Gomara y Pedro Mártir ni el poema de Juan de

Castellanos- circunda la figura del Almirante. “Un enigma

extraño, un verdadero equívoco flota desde antaño en torno

a la figura de Colón. Todo está en tela de juicio: el carácter,

la obra, el desarrollo, el curso de su vida y su patria...”38.

No es éste el lugar para intentar un esbozo biográfico

de Colón. Pero nos interesa ubicar brevemente al lector en la

época del Descubrimiento y bosquejar la imagen –verdadera

o falsa, pero viva y palpitante- que nos proporcionan los

escritos del Almirante y la biografía atribuida a su hijo

Fernando. En aquéllos, “no sólo se aprecia la espontánea

elocuencia de un alma inculta, a quien grandes cosas dictan

grandes palabras, levantándolas por el poder de la emoción

a alturas superiores a toda retórica; sino que aparece el

hombre entero, con su mezcla de soberbia y debilidad, de

amargura desalentadora y sobrenatural esperanza; con el

presentimiento grandioso de su misión histórica; con la

iluminación súbita de su gloria; con el temor religioso que lo

38

J. Waasserman, Cristóbal Colón El Quijote del Océano, p. 6.

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37

penetra y embarga al ver descorrido y patente el misterio de

los mares; con sus fantasías proféticas, en que el oro de

Partia y la conquista de Jerusalén, las perlas y especierías del

Levante y la conversión del Gran Kan de Tartaria forman

tan abigarrado conjunto”.

El descubrimiento de América se produjo en una

época de la historia humana que, con mayor justeza que

muchas otras, merece el calificativo de crucial. La

ampliación del horizonte geográfico de la humanidad

coincide con un ensanchamiento de los límites de la vida

económico-social y de las fronteras del espíritu humano. “A

la sazón, Europa vivía en el punto divisorio entre dos

épocas, la medieval y la moderna. Ansiaba proyectarse más

allá de sus límites, convulsionada por el desarrollo de

nuevas formas productivas, por el proceso de aparición de

una nueva clase, la burguesía comercial, vitalmente

interesada en la empresa conquistadora”39.

El descubrimiento de nuevas tierras y riquezas se

volvía una necesidad en una época en que se tornaba posible

romper las fronteras físicas del mundo. La caída de

Constantinopla cierra el paso al Oriente. La crisis de las

rígidas concepciones medievales trae un florecer de las

especulaciones en torno a la forma de la tierra, al

vencimiento de presuntas barreras geográficas, a la

posibilidad de hallar nuevas tierras viajando al Occidente.

Leyendas sobre viajes inauditos, sobre tierras maravillosas,

sobre mapas misteriosos, exaltan la imaginación de los

39

V. Teitelboim, El amanecer del capitalismo y la conquista de América, p. 9.

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38

marinos. La brújula abre a los navegantes la posibilidad de

abandonar el estricto apego de las costas. Se ha dicho

certeramente que sobre Europa flotaba como un

presentimiento de nuevos mundos.

Pero junto a la audacia de miras o imaginación de

quienes soñaban con nuevas rutas y con tierras de donde

fluirían el oro y las especias, se daban también la cerrada

posición de lo que, con la mente aún oscurecida por el

dogma y la ignorancia, no podían sino clamar

escandalizados por la impiedad atrevida que pretendía

negar verdades evidentes. La comisión nombrada por los

Reyes Católicos para estudiar la posibilidad de que se

realizaran los proyectos de Colón, razona, al oponerse a

ellos, no sólo con la Biblia – que proporciona nutrida

argumentación -, sino también con el sentido común. “¿Hay

alguien tan desatinado que crea en la existencia de los

antípodas, hombres que están con sus pies contra los

nuestros y caminan con las piernas hacia arriba y la cabeza

colgando?; ¿Que existe un lugar de la tierra donde invertido

el orden de las cosas, los árboles crecen hacia abajo, y llueve,

graniza y nieva hacia arriba? El disparate de que la tierra es

redonda es el origen de la absurda fábula de los antípodas,

que se mantienen con los pies en el aire; y semejantes

personas van de desatino en desatino, derivando del error

inicial otros nuevos”40.

El afán de viajes y descubrimientos hace plantear los

mil interrogantes que despierta el conocimiento del mundo:

40

Cit. por V. Teitelboim, op. cit., p. 73.

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39

“¿Era toda la tierra habitable? ¿Hervían los mares del sur?

¿Había hombres de un solo ojo, de un solo pie, con rabo?

¿Dónde estaba la isla gobernada por mujeres? ¿Qué parte de

la tierra está cubierta de agua? ¿Qué parte seca? ¿A qué

distancia de las costas occidentales de Europa se hallan las

orientales de Asia?”41.

En tal época y ambiente de navegantes y aventureros,

de buscadores de oro y especias, aparece la figura de Colón,

navegante también, aventurero y buscador de oro, y, mucho

más que esto, el hombre que emprenderá y llevará a término

una de las hazañas más maravillosas que ha contemplado la

historia: el hombre que, con voluntad indomable, hollará y

dominará el Mare Tenebrosum y encontrará un mundo

nuevo en sus confines.

La conciencia de una misión sobrenatural aflora en las

palabras del Almirante y en la de su biógrafo, quien no se

preocupa por lo incierto del lugar de origen y de la estirpe

de aquél y no se esfuerza por demostrar la presunta raíz

ilustre del abolengo colombino: “Pero yo me excusé de estos

afanes, creyendo que el Almirante fue elegido por Nuestro

Señor para una cosa tan grande como la que hizo; y porque

había de ser verdadero Apóstol, como lo fue en efecto, quiso

que en este caso imitase a los otros, a los cuales para

publicar su Nombre eligió en las orillas del mar y no en los

palacios y en las grandezas”42.

41

Salvador de Madariaga, Vida del muy Magnífico Señor Don Cristóbal Colón,

p. 115. 42

Fernando Colón, Vida del Almirante Don Cristóbal Colón, p. 14.

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40

No sólo la patria y la estirpe de Colón permanecen en

el misterio. Éste también se liga a su nombre, cuya

explicación simbólica –explicada posteriormente con

variantes por diversos escritores – hallamos en las primeras

páginas de la biografía: “Así como la mayor parte de sus

cosas fueron obradas por un misterio, así en lo que toca a la

variedad de semejante nombre y sobrenombre, no deja de

haber algún misterio. Podríamos traer para ejemplo muchos

nombres que fueron puestos como indicios de los efectos

que habían de suceder por causas ocultas, como en lo que

pertenece al Almirante, de quien fue pronosticada la

maravilla y novedad de lo que hizo; porque si atendemos al

sobrenombre común de sus ascendientes, diremos que

verdaderamente fue Colombo, o paloma, en cuanto llevó la

gracia del Espíritu Santo al nuevo mundo que descubrió

[…]. Llevó, como la paloma de Noé, el ramo de olivo y el

aceite del bautismo”43.

Sobre su apasionada vocación de navegante nos

informa el mismo Colón, con su lenguaje directo, con su

ruda manera de aludir a su propia valía y especial destino:

“Entré a navegar en el mar de muy tierna edad y lo he

continuado hasta hoy, pues el mismo arte inclina a quien lo

sigue a desear saber los secretos de este mundo […]. Y

siempre he hallado a Nuestro Señor muy propicio a este

deseo mío, y se sirvió de darme espíritu de inteligencia,

hízome entender mucho de la navegación; dióme a entender

lo que bastaba de la astrología, geometría y aritmética; me

43

Ibíd., p. 13.

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41

dio el ánimo ingenioso y las manos hábiles para pintar la

esfera y las ciudades, montes, ríos, islas, y todos los puertos,

con los sitios convenientes de ella […]. Veintitrés años he

andado por el mar, sin salir de él por tiempo que deba

descontarse; vi todo el Levante y el Poniente y al Norte,

Inglaterra…”44.

Quizás lo que más atrae en la personalidad del

Descubridor es la extraña mezcla que en ella se da de una

profunda religiosidad, de honda raíz en la visión medieval

del mundo y de una audaz inquietud de hombre moderno,

que rechaza con energía, basándose en la experiencia, lo que

se mira por dogma geográfico, aunque sin escatimar

también en esto los argumentos bíblicos. Cree poder romper

los límites del Occidente, pues los hechos le han demostrado

que eran falsas otras presuntas fronteras: “Así en una

Memoria que hizo, mostrando ser habitables todas las cinco

regiones, probándolo con la experiencia de la navegación,

dice: “En el año de 1477, por Febrero, navegué más allá de

Thile, cien leguas […]. Yo estuve en la fortaleza de San Jorge,

de la mina del Rey de Portugal, que está debajo de la

equinoccial, y soy buen testigo de que es inhabitable como

dicen algunos’”45.

En Portugal, la tierra de los navegantes que

quebraron las barreras del sur, alcanzando el extremo de

África, concibe Colón el gran proyecto, y comienza su

44

Cristóbal Colón, Carta a los Reyes Católicos (1501). 45

F. Colón, op. cit., pp. 18-19.

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peregrinar y argumentar sin descanso para llegar a

realizarlo: “Estando en Portugal, empezó a conjeturar que

del mismo modo que los portugueses navegaron tan lejos al

Mediodía, podría navegarse la vuelta de Occidente, y hallar

tierra en aquel viaje; y para confirmarse más en este

dictamen, empezó de nuevo a ver los autores cosmógrafos,

que había leído antes, y a considerar las razones astrológicas

que podían corroborar su intento, y consiguientemente

anotaba todos los indicios de que oía hablar a algunas

personas y marineros, por si en alguna manera podría

ayudarse de ellos”46.

La gran idea toma caracteres de mandato; más aun,

de privilegio divino. El navegante no vacila en presentarse

como mensajero de Dios: “En este tiempo he visto y he

estudiado en todos los libros de cosmografía, historia,

filosofía y otras ciencias, de manera que Dios Nuestro Señor

me abrió el entendimiento para que yo vaya de aquí a las

Indias; y me puso gran voluntad en ejercitarlo. Lleno de este

ardiente deseo, llegué a Vuestras Altezas […]. La Santa

Trinidad movió a Vuestras Altezas a esta empresa de las

Indias, y por su infinita bondad hizo a mí mensajero de

ello”47.

Y cuando la increíble hazaña se realiza, después de

años de apasionada lucha, a la obsesionante inquietud y

expectación, sucede la exaltada maravilla: “En ella /San

Salvador/ hay muchos puertos en la costa de la mar, sin

46

Ibíd., pp. 25-26. 47

C. Colón: Libro de las profecías. En Relaciones y cartas de Cristóbal Colón,

p. 329.

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comparación e otros que yo sepa en cristianos, y fartos ríos

buenos y grandes, que es maravilla; las tierras de ellas son

altas y en ellas hay muchas sierras y montañas altísimas […],

todas fermosísimas y de mil fechuras, y todas andables y

llenas de árboles de mil maneras, y altas, que parecen que

llegan al cielo; y tengo por dicho que jamás pierden la foja,

según lo que puedo comprender, que los vi tan verdes y tan

fermosos como por Mayo en España. Dellos están floridos,

dellos con frutos y dellos en otro término, según es su

calidad; y cantaba el ruiseñor y otros pájaros, de mil

maneras, en el mes de Noviembre por allí donde yo andaba

[…]. Esta otra Española […] es para desear, e, vista, es para

nunca dejar […]. Güertas de árboles, los más hermosos que

yo vi, y tan verdes y con sus hojas como las de Castilla en el

mes de Abril y de Mayo […] como en el Abril en el

Andalucía, y el cantar de los pajaritos, que parece que el

hombre nunca se querría partir de aquí, y las manadas de

papagayos que oscurecen el sol”48.

Cuando se vislumbra ya la caída, en 1502, parafrasea

los versos de Séneca, aplicándoselos a sí mismo, como

profecía: “Vernán los tardos años del mundo ciertos tiempos

en lo cuales el mar océano afloxerá los atamentos de las

cosas, y se abrirá una grande tierra, y un nuevo marinero,

como aquél que fue guía de Jasón, que obe nombre Tiphi,

48

C. Colón : Relación del primer viaje. En Relaciones y cartas de Cristóbal

Colón, p. 40.

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descubrirá nuebo mundo, y entonces no será la isla Tille la

postrera de la tierra”49.

Y cuando, caído de su increíble gloria, deshecho por

la enfermedad y la injusticia, reclama sus derechos y

reivindica la grandeza de su misión, mezcla realidad e

imaginación, sueños y presuntas visiones, para impresionar

a los lejanos monarcas; y escribe aquellas patéticas palabras

que Claudel recoge con tanta oportunidad y certeza: “Que el

Ciel me fasse misericorde et que la Terre pleure sur moi”50.

Colón en la visión de Kazantzakis

En España, Kazantzakis se encuentra con la sombra

de Colón. Gran “hispanófilo,” Kazantzakis aprendió

tempranamente el español; se adentró en la literatura

castellana, la que admiró profundamente. ; recorrió la

Península varias veces y se apasionó con su geografía física

y humana. Entre sus 21 Cantos a los guías de su espíritu,

están los dedicados a Don Quijote, a Santa Teresa y al

Greco51, escritos en la década de 1930. En 1931 publicó una

Antología de la poesía española contemporánea. Más tarde,

editará un tomo con las impresiones que le produjo el

mundo español en sus tres primeras estadías en la

49

C. Colón : Libro de las profecías. En Relaciones y cartas de Cristóbal Colón,

p. 342. 50

Paul Claudel, Le Livre de Christophe Colomb, II Parte, Escena 6. 51

Traducciones nuestras de estos Cantos han sido publicadas en Byzantion Nea

Hellás 26-2007.

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Península, el que ha aparecido en nuestra lengua con el

título de España: dos rostros52.

Quién haya examinado con alguna atención los

escritos de Colón y la biografía atribuida a su hijo,

comprobará que Kazantzakis aprovechó una gran cantidad

de elementos históricos para su tragedia, mezclándolos,

adecuándolos a sus propósitos, deformándolos. Sus

conocimientos de español y su gran admiración por todo lo

hispánico –que lo llevaron a traducir a cerca de cien poetas

castellanos para su Antología de la lírica española

contemporánea- lo indujeron a rastrear en los documentos

originales la historia de la apasionante personalidad de

Colón.

En el Libro de viajes por España53, cuya primera parte

fue publicada en Alejandría en 1927, leemos el siguiente

pasaje, donde se insinúan algunos de los motivos que

desarrollará veinte años después en la tragedia:

Más allá, en el muro, está pintado San Cristóbal. Atraviesa

el río, llevando en sus hombros a Jesús Niño. Delante de la pintura

hay un féretro de mármol, sostenido por cuatro reinas. Es la tumba

de Cristóbal Colón. Y debajo, están grabadas en la piedra las tres

carabelas del destino, que lo llevaron a descubrir el Nuevo Mundo:

la Santa María, la Pinta y la Niña. Sólo algo falta –lo más

importante- para completar la historia del gran hombre: las

52

N. Kazantzakis: España: dos rostros. Traducción Joaquín Maestre, Ediciones

Júcar, Madrid 1985. 53

Vertido al castellano como España: dos rostros, trad. J. Maestre, Ed. Lohlé,

Buenos Aires, 1985.

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cadenas con que lo ataron para hacerlo volver del mundo que

descubrió a España. La amargura del trágico destino de Colón

embarga mi espíritu. Sobre la proa de un barco, él se había

embriagado de estrellas. Miraba hacia la lejanía, hacia el poniente,

la mar desierta. Y se deshacía como el gusano que, henchido ya de

seda, la saca de sus entrañas para tejer el capullo. De igual

manera, pues, el Don Quijote del Océano extraía de su ser, día y

noche, en silencio, y la creaba, la nueva tierra, carne de su carne.

Hasta que un día el sueño cobró realidad y aparecieron las

primeras avecillas, trayendo unas hierbas verdes54.

El motivo del nuevo mundo, creado en el pecho del

hombre, había sido utilizado por Kazantzakis como

elemento simbólico en su Ascética, cuya primera versión fue

escrita en Alemania en 1923: “Un barco es nuestro ser y

navega en profundas aguas celestes, ¿Cuál es nuestro

objetivo? ¡Navegar! Porque el Atlántico es una catarata y la

nueva tierra sólo existe en el corazón del hombre”55.

En 1941, en los durísimos años de la Ocupación

alemana, de nuevo Kazantzakis se ocupa de Colón. Escribe

una biografía de tipo escolar, dentro de una serie de trabajos

de esa clase que emprendió para sobrevivir. Pero es en 1948

cuando ante el poeta griego reaparece la figura del

Descubridor, con su fuego interior, con su ímpetu obstinado,

con su voluntad a toda prueba de emprender la gran

aventura. Kazantzakis retoma sus lecturas sobre el

Navegante y su época. Encuentra en Colón “la llama que

54

Libro de viajes por España, 2ª. ed., pp. 113-114. 55

Ascética, p. 21.

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47

arde en el corazón de los santos y de los héroes”. Y ese se

fuego lo que esencialmente lo atrae y no el significado

histórico de su hazaña ni el juicio que pueda merecer el

Descubrimiento y sus consecuencias. Para el escritor griego,

Colón es por excelencia “el hombre devorado por la llama

de una gran idea”. Ambición, imaginación, obstinación,

locura, son características del siglo XV que Kazantzakis

percibe en el descubridor. Lo ve – y lo ha destacado así el

profesor César García – como un hijo de su centuria, del

“siglo obstinado”, como lo llamará más tarde Humboldt; el

siglo de la imaginación desatada por viajes increíbles; de las

ambiciones que superan las estrechas perspectivas de la

capacidad individual, empujando a algunos hombres a

empresas inverosímiles; siglo en que, según Foucault, se

rehabilita el binomio humano locura-cordura. Precisamente,

para Kazantzakis, en la voz de Isabel la Católica, en el tercer

acto de la tragedia, la locura es elevada a la categoría de

Santa, “aquella que combate sobre el abismo, allí donde los

otros santos no se atreven a poner los pies”. En la amplitud

de su saber y en su sed de conocimientos y experiencias,

Colón se presenta también como hijo de su siglo ante

Kazantzakis. Pues, para él, el Navegante fue un humanista

“e hizo suya la tipología de Castiglione. Hombre de

voluntad fuerte y mentalidad abierta a una humanidad más

amplia y rica, cultivó con decisión el saber universal

propuesto en El cortesano”. Estos rasgos de hombre de una

época que muestra Colón, son fundidos por Kazantzakis con

otros que ve en personajes de distintos tiempos y ámbitos, a

los que también venera como Cristo y Ulises. Como el

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48

personaje de su nueva Odisea, Colón lucha contra toda

esperanza. Como el Cristo de su Última tentación, Colón

rechaza la tentación de no seguir adelante y así evitar la

pobreza, el despojo, las cadenas que le anuncian los ángeles.

Es el instante de la gran decisión, de la aceptación del

sacrificio, del martirio; es la hora de decir “el gran Sí” o “el

gran No”, de que habla Kavafis en el poema Che fecce…il

gran rifiuto. Colón dice el “No”, como Jesús cuando,

agobiado por los sufrimientos.

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49

La tragedia Cristóbal Colón

Si se estudia con atención esta obra de Kazantzakis, se

pueden advertir varias contradicciones internas. Estas

aparentes faltas de lógica no suelen percibirse a la primera

lectura, en parte por el interés apasionante que despierta la

figura de Colón; y en parte, porque, en cierto modo, aquellas

contradicciones corresponden a la personalidad misma del

personaje y aún a la del autor, así como al gusto de éste por

la hipérbole y la paradoja. Hay aquí un curioso paralelismo

entre la tenacidad de Colón, quien en su empeño visionario

no trepida en mentir, en ocultar hechos e imaginar otros, y el

tesón del artista, quien, intensamente atraído por su

personaje, quiere dibujarlo con fidelidad, tal como lo siente,

en toda su patética grandeza, aunque para esto deba

atropellar la propia lógica interna de la obra. “Kazantzakis

no vacila en mostrar las contradicciones o las sombras de un

héroe salido de los mitos de la filosofía nietzscheana –dice

Sabatier-. Frente a él, los otros personajes se revelan en toda

su pesantez, con suelas de plomo; aún los que pudieran

elevarse algo no poseen sino alas recortadas que no les

permiten alcanzar el cielo de las ideas luminosas”.

Para el escritor cretense, el aspecto religioso de la

hazaña de Colón no es fundamental. Lo más importante es

el aspecto puramente humano, la grandeza de la lucha

obstinada del Navegante, al margen, incluso, de su inaudito

resultado, el descubrimiento del Nuevo Mundo. Aquí

podemos hallar la diferencia básica entre estas dos obras de

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50

gran aliento escritas en nuestro siglo sobre el Almirante: la

de Claudel y la de Kazantzakis.

Le livre de Christophe Colomb de Claudel recoge un

enfoque esencialmente religioso de la personalidad y la

hazaña de Colón. En la tragedia de Kazantzakis hay, en

cambio, un enfoque humano. Si bien en ambas obras

encontramos elementos simbólicos comunes o semejantes, la

raíz de éstos es diferente. En Claudel, los símbolos religiosos

corresponden a una concepción religiosa. Claramente queda

presentado el sentido de la obra en la “Plegaria” del

comienzo:

L’Explicateur. –Je prie le Dieu Tout-Puissant afin qu’il

me donne lumière et competénce pour vous ouvrir et

expliquer le Livre de la Vie et des Voyages de Christophe

Colomb qui a découvert l’Amérique, et ce qui est ultra. Car

c’est lui qui a réuni la Terre Catholique et en a fait un seul

globe au-dessous de la Croix. Je dis la vie de cet homme

prédestiné dont le nom signifie Colombe et Porte Christ,

telle que cela s’est passé non pas seulement dans le temps,

mais dans l’Eternité. Car ce n’est pas lui seulement, ce sont

tous les hommes, qui ont la vocation de l’Autre Monde et de

cette rive ultérieure que plaise à la Grace Divine de nous

faire atteindre »56.

En la tragedia kazantzakiana, los elementos religiosos

están dispuestos por el autor al servicio de su

caracterización del personaje y por éste, al servicio de su

férrea voluntad de hacer realidad su gran idea. La alusión al

56

P. Claudel, op.cit., I Parte, Escena 2.

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51

simbolismo del nombre, por ejemplo, se mantiene en el

plano de los demás elementos de argumentación con que

Colón asombra a los frailes y al capitán Alonso, al empezar a

descubrir sus propósitos, en el primer acto:

“JUAN. - ¿Qué quiere decir / la Cruz? / VIAJERO. –

Combate, martirio, peldaño para subir al cielo. / Quiere decir

navío que nos lleva del viejo y mil veces hollado mundo al

suelo virgen; de la tierra y polvo hasta el oro; / desde este

monasterio donde estoy conversando con vosotros al

sagrado país de torres de diamantes y tejados de oro. JUAN.

- ¿Quién eres? Has llenado nuestra pobre celda de navíos y

diamantes…! VIAJERO. - / Con voz segura y entera. /

Pertenezco a una ilustre y noble estirpe. Famosos capitanes y

almirantes fueron mis antepasados. / Y yo – no lo sabéis aún,

mas pronto lo sabréis – no avergüenzo a mi estirpe. / Mi

patrono y compañero es San Cristóbal. ¡Juntos pasaremos a

Cristo a través del Océano! / ¡Dios me llamó al darme mi

nombre y obedezco!”

Después vendrá la soberbia referencia a los múltiples

viajes realizados, de la que se retractará más adelante Colón,

en la confesión ante el Prior de convento.

Las visiones del Almirante forman parte, dentro de la

tragedia, de los elementos caracterizadores de su

personalidad. Dentro de la realidad de la obra, algunas son

reales: la de la voz sobre la cubierta del barco, bajo la

infinitud del firmamento estrellado. Alguna hay

francamente inventada, como aquella de las voces que

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ordenan a Colón volver a Sevilla para encontrar al capitán

Alonso y llevarlo consigo. Otros permanecen en un plano en

que realidad y fantasía se confunden. Es de observar que las

alusiones a visiones e intervenciones sobrenaturales no son

escasas. Recuérdese la conversación con el Prior, al

comienzo del acto cuarto, cuando Colón afirma haber visto

tres veces a Dios; y la alusión a la presencia del arcángel

Gabriel, en el largo diálogo con la reina Isabel, en el tercer

acto.

Las visiones fantásticas están dentro de la desmesura

del actuar de Colón, a la que se refiere Sabatier: “Director de

orquesta que da el “la”, gran hechicero que preside el ritual,

mago que lanza su polvo de perlimpinpín. Ángel o

demonio, más allá del bien y del mal, él actúa en la

desmesura: nada lo detiene (mentiras, robos, violencia,

crimen…) en el camino de una Creación de la cual se

considera el único elegido”57. Cuando en el segundo acto, el

capitán Alonso viene a la iglesia, puñal en mano, para matar

a Colón, éste no se inmuta en absoluto:

“Yo no puedo morir ahora, capitán Alonso” –dice-.

“No puedo, aunque quisiera. La Virgen me ha confiado a su

Hijo para que lo pase a través del océano. / Nadie puede

matarme antes de que lo pase por sobre las olas”.

Al final de la obra habrá una dramática visión. Tal

como Ulises o el Mesías, aferrado a su mástil-cruz de

57

G. Sabatier, op. cit., p. 29.

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dolores, “Colón supera todos los obstáculos y realiza el viaje

que había soñado. Pero la tierra nueva, más allá de lo

maravilloso, es también la anunciadora de tristes realidades,

que los ángeles se encargan de profetizar al Descubridor”58.

Del mismo impresionante aliento trágico de Julián el

Apóstata, Nicéforo Focás y Constantino Paleólogo, la tragedia

Cristóbal Colón se distingue, junto a Buda y Cristo, por su

elevada poesía. La acción es relativamente limitada. Se

prolonga en el tiempo hacia los años anteriores a la

materialización del gran proyecto, a través del relato del

mismo Colón; y hacia el futuro, hacia la época de la caída

del Almirante, a través de las profecías de los ángeles, antes

de la aparición de las nuevas tierras, al final de la obra.

La caracterización de Colón está admirablemente

lograda, dentro de la concepción que del personaje tenía el

escritor, por medio de recursos sencillos, pero eficaces. La

avasallante personalidad del Descubridor y su entrega

exaltada a la realización de una “gran idea” sin trepidar en

medio alguno, se nos va apareciendo a través de situaciones

en que la fuerza de espíritu de Colón se expresa con poesía

sobrecogedora. Véase en el segundo acto la relación que

hace el Navegante al Prior del nacimiento de su idea, en

aquella noche de guardia sobre cubierta, cuando

embriagado por la infinitud del cielo y las estrellas, concibe

el propósito de dominar el mundo y escucha la voz

misteriosa. Recuérdese la invocación de Colón en medio del

58

Ibíd., p. 28.

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rugir de la tormenta, cuando va a estallar la revuelta del

capitán Alonso, en el último acto:

“¡Me has abandonado en el medio del océano, Dios

mío! ¡Pero yo no te abandono! / Desapareció mi carne: cayó

desde la cubierta al mar; pero / quedaron mis huesos y ellos

se entrelazan a tu alrededor y te abrazan, / ¡oh siempre

oscuro y salobre Mástil de la Esperanza!”.

El lenguaje rotundo y acerado de Cristóbal Colón está

salpicado de sentencias hermosas. Cuando afirma que el

pecado mismo está al servicio de Dios, en el acto cuarto,

explica brevemente al Prior:

“Estiércol, aguas pútridas: yo os transformaré en

rosas – dice el rosal. ¡Esto dice también el alma grande a la

mentira, al robo, al crimen…!”

Ante la insistencia del monje para que vuelva atrás y

ceda al clamor de los marineros, al final del viaje, Colón

responde:

“Pero entonces, ¿nunca has leído las Escrituras? ¿Es

incapaz tu mente de comparar hombres y épocas? Mírame;

mira en torno tuyo; abre los ojos: / Yo soy el nuevo Moisés y

el Atlántico es mi desierto. Y esa tripulación que jadea,

aterrada es mi pueblo”.

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Cuando los marineros escuchan, por fin, el canto del

ruiseñor sin ver al ave y gritan que se trata de hechicerías, el

Almirante contesta lapidariamente: “¡Impíos… primero

nace, sabedlo, el trino del ruiseñor y después el ruiseñor!”59.

En esta obra, como se ha anotado, Colón no llega a

ver siquiera las nuevas tierras. Mientras los marineros gritan

gozosos, él, mirando siempre al suelo, estalla en sollozos.

59

El examen del teatro de Colón en el teatro desborda obviamente los límites

de esta introducción. Aunque naturalmente atrasado ya, es de gran utilidad al

respecto el trabajo de Menéndez y Pelayo sobre la comedia de Lope de Vega El

Nuevo Mundo descubierto por Colón, pieza calificada por Moratín como

“comedia de las más disparatadas de Lope”. Estudios sobre el Teatro de Lope

de Vega, Obras Completas, vol. XIV, Madrid, 1925.

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CRISTÓBAL COLÓN

PERSONAJES

Cristóbal Colón

Isabel, reina de Castilla

Prior del Monasterio de la Virgen del Atlántico

Capitán Alonso de Sevilla

Padre Juan

Coro de marineros

Ángeles I y II

Marineros I, II y III

Un novicio

Voces

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ACTO PRIMERO

Monasterio de la Virgen del Atlántico. Celda del Prior: un canapé

de aldea, una mesa descubierta, algunas sillas rústicas,

portalámpara de madera con un candelabro de tres cirios. Apoyada

en la pared, una estatua de madera que representa a la Virgen; está

sentada y sobre sus rodillas sostiene una carabela. En un rincón,

dos gruesos palos clavados en cruz y sobre ellos, todo

ensangrentado, Cristo. Al fondo una ventana de barrotes. A través

de ella, se escucha potente el rugir del mar. En la silla más alta está

sentado el Prior. A su lado, está el padre Juan. El capitán Alonso,

de pie, termina de hablar.

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CAPITÁN. – Santo Prior del Monasterio de Nuestra Señora

del Atlántico: con tu venia, dos palabras aún; solamente dos

y termino.

PRIOR. –Escuchamos, capitán Alonso.

CAPITÁN. – La pobreza golpea las puertas del Monasterio y

ha entrado ya en él.

Han entrado la miseria, la discordia, la desnudez, el frío…

Los muros se desmoronan; las bodegas están vacías; los

monjes padecen hambre…

PRIOR. – ¡Bienvenida sea! ¡Bienvenida sea! Bendita sea la

Pobreza, la amada y fiel compañera de San Francisco,

nuestro maestro. Yo le abrí la puerta. Y entró la Pobreza,

excelsa reina, con sus andrajos, después del muelle y

pecaminoso bienestar. ¡Loado sea Dios! Los monjes padecen

hambre. Pero también el cielo tendió sobre nuestro

Monasterio la escala de Jacob y suben y bajan los monjes y

los ángeles por ella. Con la pobreza, pues, no nos asustas,

capitán: ¡nos gusta!

CAPITÁN. – ¿Te gusta, santo Prior? Entonces ¿he perdido

cuanto hablé hasta ahora? Yo vine a tu Monasterio inspirado

por Dios en sueños, para salvarlo, para traerte oro y plata en

espuertas. Para afirmar los vacilantes muros; para llenar las

bodegas vacías; para que vuelvan a colgar los candelabros

de plata ante las imágenes…Para que coman y beban los

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monjes y puedan dar gloria a Dios. Y ahora tu reverencia

dice…

PRIOR. – Capitán, Dios sólo escucha las plegarias del

hambriento. Y nosotros no nos enclavamos aquí, en estos

peñascos del Atlántico, como ostras, para comer y engordar;

sino para ayunar y hacer oración. El mundo está corrompido

y se desmorona. Solamente la oración puede mantenerlo aún

en pie sobre el abismo.

CAPITÁN. – Acertadas son tus palabras, santo Prior. Pero el

hombre también necesita un respiro, un poco de aliento, a

fin de cobrar fuerzas para orar. También tiene el alma

necesidad de encontrar un poco de hueso y un poco de carne

donde agarrarse para no desparramarse. Pero aquí, los

monjes - ¿no los compadeces, santo Prior?: los vi ayer en el

claustro – no pueden tenerse en pie de hambre… ¿Cómo

vivirán, entonces, para hacer oración? ¿Con qué los

alimentarás? ¿Con aire acaso?

PRIOR. – ¡Con Dios!

CAPITÁN. – Con Dios se alimenta el alma, pero no la carne!

Y el cuerpo –perdóname- necesita pan, vino, pescado, carne.

¿Dónde hallaréis estas cosas? Nada os queda ya. Vendisteis

a los hebreos conversos de Sevilla y Córdoba los cálices de

oro, los evangelios de plata y los valiosos rubíes de la corona

de la Virgen.

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PRIOR. – Pero no para comer, señor Alonso. No para

vestirnos; sino para ayudar a nuestra Reina a arrojar a los

infieles de Granada, su último refugio. Quería también

Nuestra Señora del Atlántico ir a esa guerra y arrojar Ella la

lanza, como los demás.

CAPITÁN. – Y arrojó la lanza y huyeron sin vuelta los

infieles. Pero mira lo que dejaron tras ellos: tierras

devastadas, viudas, huérfanos, casas reducidas a cenizas…y

el Monasterio vacío y arruinado.

(Se escucha sonar la campanilla del portón, fuerte y atropellada. El

capitán deja de hablar. Todos ponen atención. Se oye potente el

ruido del océano).

PRIOR. – Debe ser un viajero nocturno que toca al portón

del Monasterio. No te detengas. Termina ya, capitán. Ha

anochecido y estas conversaciones – perdona que te lo diga –

no me agradan mucho.

CAPITAN. – No te agradan, santo Prior, porque en tu vida

de mundo fuiste un gran señor de tierra firme; y no puedes

comprender a los hombres de mar. Pero a tu lado está el

padre Juán, tu juicioso consejero, que fue un terrible lobo de

mar: él entiende bien qué quiere decir abordaje y botín.

Que despegue los labios y hable.

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PRIOR. – Padre Juan, levántate, te ruego; despega los labios

y habla. Difícil encrucijada es ésta: ¿Qué camino hemos de

tomar? El Monasterio pende de nuestro cuello.

JUAN. – ¡Con tu bendición, reverendo Prior! (Se inclina. El

Prior posa su mano sobre la cabeza del monje). Capitán Alonso,

ni una hoja verde se mueve entre todos los árboles de

España sin la voluntad de Dios. Llegaste ayer a nuestro

Monasterio. Te envió el Señor. Te confió un mensaje para

que nos lo trajeras. Pero zumba el bullicio en los oídos de los

hombres y no oyen claramente la palabra de Dios. Llegaste,

capitán, y durante largo rato nos has hablado sobre nuevos

países que pretendes descubrir y sobre oro y glorias de este

mundo y grandezas…

CAPITAN. – ¿Sobre qué otras cosas quieres que hable,

padre Juan? Éste es mi trabajo.

JUAN. – Está bien; está bien. No te enfades, capitán. Ése es

tu trabajo. Y el nuestro es transformar aquel terrible

demonio que los hombres llaman oro y convertirlo en

oración.

PRIOR. – Mejor sería que se hiciera oración por medio del

ayuno, del sacrificio, del temor de Dios, padre Juan. No

tengo confianza en los hombres.

JUAN. – ¡Ni yo tampoco! Pero tengo confianza en Dios,

santo Prior. Él se inclinó sobre la tierra. Contempló a Castilla

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y la compadeció. Vio nuestro Monasterio y se dolió de él.

“Capitán Alonso – exclamó – enfila proa a las islas remotas;

trae oro; entrégalo a los monjes”. Y dijo Dios a los monjes:

“¡tomad oro y casad huérfanas, construid iglesias, encended

fuego y cocinad para que coman los pobres!”. (Guiñando el

ojo al capitán Alonso). Eso es lo que te encargó Dios, capitán.

Pero tú lo entendiste mal y nos has hablado de bienestar y

de mundanales grandezas… ¡Cosa vergonzosa!

CAPITAN. – ¡Qué puedo decirte, padre Juan? Un desusado

rumor escuché dentro de mis oídos. ¿Cómo entender? Me

dije: Dios está hablando… Sobre oro ha de ser. Pero tu

reverencia, que sabe cómo se dirige el Señor a los humanos

y qué les dice, puede explicármelo… Éste es tu trabajo.

Explica entonces.

JUAN. – Has escuchado la voz de Dios y has venido.

¡Grande será tu recompensa espiritual! Pero además querrás

paga, por cierto. El capitán Alonso no hace nada – ni bueno

ni malo – sin un interés, y no celestial, sino terreno. A fe mía,

el reino de los cielos no te basta, viejo lobo de mar. ¿Qué

pides pues, de nuestro Monasterio? (Se oye de nuevo la

campanilla, más enérgica e impaciente).

CAPITAN. – El Señor te bendiga, padre Juan. Has puesto

orden en mi mente. Palabras claras y honestas has

pronunciado: dame tú y yo te daré. ¿Qué pido yo? Lo que es

nada. No muevas la cabeza, santo Prior. ¡Lo que es nada,

repito! He sabido que hace poco, padre Juan, has traído de la

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Ciudad Eterna un nuevo mapa. Señala la ruta más breve

hacia lejanos países abundantes en oro. ¿Es verdad?

JUAN. – (Sacando del pecho un mapa). Mira, capitán, para que

creas. (Lo desenrolla y lo enrolla enseguida rápidamente). El

Santo Pontífice me lo confió como un valioso obsequio para

Nuestra Señora del Atlántico. Aquí están dibujadas todas las

rutas secretas del mar. ¡Ah, señor Alonso, dichoso el capitán

que tenga en sus manos tal papel!

CAPITAN. – Nada es el mapa, reverendos padres. Es un

simple papel: no os envanezcáis. ¡Se necesitan también

navíos, marinos valientes y capitán audaz! ¡Y es menester

combatir día y noche con las olas y con la muerte! La Virgen

tiene el mapa. Yo tengo una carabela de tres mástiles, de

gruesos maderos, con hombres curtidos, maestros en el

remo y en el puñal. ¡Adelante, pues, reverendos padres:

vosotros ponéis el mapa; yo pongo los hombres! ¡Y el oro

que obtenga, mitad y mitad! No frunzas el ceño, santo Prior.

No te resistas a la voluntad de Dios.

PRIOR. – Mal demonio quieres introducir en nuestro

Monasterio, capitán Alonso. Insaciable y maldito, el oro

devora hombres y devora almas. ¡No perdamos el juicio,

padre Juan!

CAPITAN. – Si vosotros no me tenéis confianza – mal

nombre me han dado mis enemigos, malditos sean -, si no

me tenéis confianza, entonces que vaya conmigo el padre

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Juan, famoso piloto en otro tiempo, y que vuelva a empuñar

el timón.

JUAN. – (Estremeciéndose, dichoso). Santo Prior, oigo dentro

de mí la voz de Dios. Dame tu venia para hablar.

PRIOR. – Padre Juan, llena de sólido juicio es tu cabeza de

catalán; pero a menudo escuchas la voz del mar y crees que

es la voz de Dios. Ahora oíste hablar de viajes y tu mano

sintió al punto el timón. ¡Ay, no ha muerto aún dentro de ti

el viejo hombre de mar!

JUAN. – Padre, si la gracia del Señor se apiada de mí y me

lleva al paraíso, he de entrar en él con botas, capote y gorra

de timonel. No me riñas.

PRIOR. – No te riño, hermano Juan. Pero es menester que

nosotros los monjes matemos el recuerdo; que hagamos

desaparecer dentro de nosotros la tierra y el mar, para que

quede solamente el cielo. No lo olvides ahora que debes dar

respuesta a este enviado del océano. (Levantando la voz). ¡No

existe mar; no existe oro; no existe hombre; existe solamente

Dios!

CAPITAN. – ¡Mejor será entonces que me marche! No existe

capitán Alonso; no existe Prior (golpeando la mesa y la silla);

no existe mesa ni silla…¡Mal andamos! (coge su gorro para

irse).

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JUAN. – ¿Dónde vas, capitán? Ten paciencia y verás que

cielo y mar pueden ponerse de acuerdo.

CAPITAN. – ¡Lo que ha de ser que sea pronto! Otro capitán

–sabedlo- golpea a estas horas la puerta de la Reina. Lleva

colgado de su hombro un bolso lleno de misteriosos mapas

que señalan, dice, nuevas rutas. Hace poco partió para

Sevilla. Lo supe yo. Le tendí una emboscada; pero la

presintió el maldito. Cambió de camino y se escapó. De otra

manera… (Hace el gesto de apuñalar a alguien).

PRIOR. – ¡Maldito sea el oro! ¡Trasuda sangre por todas

partes; sangre, no sudor!

CAPITAN. – No lo habría asesinado por cuestión de oro

solamente, santo Prior. ¡Terribles dudas me asedian! Si fuera

él… Ocho años que lo persigo… (Se vuelve hacia el

crucificado). ¡Cristo, ocho años que clamo a Ti! ¿No oyes?

(Golpea con el puño en la cruz.) ¿Te has vuelto sordo, acaso?

(En ese momento se abre la puerta. Entra un joven novicio. Hace

una genuflexión ante el Prior).

NOVICIO. – Santo Prior, un caminante golpea la puerta del

Monasterio y pide tu venia para que le abramos. Dispón.

PRIOR. – Dile que el sol se ha entrado; que las puertas están

cerradas y que yo he guardado las llaves. Nadie entra. A

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esta hora sólo podemos abrir a un visitante ilustre. Es lo que

ordena la Regla.

NOVICIO. – Eso le dije, santo Prior, y me respondió: “Yo

soy un visitante ilustre. Mi nombre no es ahora sino un

sonido vacío. Pero pronto resonará en el mundo entero.

Ábreme”.

CAPITAN. – Debe ser algún loco, santo Prior; algún hidalgo

arruinado que perdió las chavetas. Échalo fuera. Aquí

tenemos asuntos importantes que despachar.

PRIOR. – (Al novicio). ¿Cómo es el viajero?

NOVICIO. – Alto, de tez quemada, de cabellera larga. Lleva

un hábito lleno de remiendos y un rosario de ceñidor, como

de fraile. Al hombro trae colgando un bolso. Tiene hambre.

Me pidió un pedazo de pan y un vaso de agua.

JUAN. – No le abras, santo Prior. Esto dice la Regla:

“Después de la puesta del sol…”

PRIOR. – Abrámosle, por amor de Cristo. Toma las llaves.

Toma las llaves. Ábrele. (Se saca las llaves del cinturón y las

entrega al novicio; éste sale).

CAPITAN. – ¡Henos aquí ahora…! Por amor de Cristo,

dice…

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PRIOR. – No digas palabras descorteses, capitán Alonso.

Este viajero tardío puede ser el mismo Cristo. Así puede

andar alguna vez, andrajoso, con un atado al hombro, para

probar a los hombres.

JUAN. – Atropellamos la Regla, santo Prior. Está escrita con

las letras negras en el pergamino.

PRIOR. – ¿No has leído, padre Juan, qué dice el pergamino

en lo no escrito, entre las letras negras?

JUAN. – No poseo yo la virtud de leer lo que no está escrito.

Tu reverencia la posee. ¿Qué dice, pues, lo que no está

escrito?

PRIOR. – ¡Esto dice, padre: por amor de Cristo pisotearás lo

que está escrito! (Se oyen pasos afuera. Los perros del Monasterio

ladran). Helo aquí. Viene ya. Hermanos, recibámoslo con

respeto: puede ser Cristo. (Se abre la puerta. El viajero aparece

en el umbral. Permanece inmóvil). Entra, cristiano; no temas.

Somos dos monjes del Monasterio y éste es el famoso

capitán Alonso, de Sevilla. Lo habrás oído nombrar. ¿Y tu

señoría?

VIAJERO. – Nada. Lo mandé decir con el novicio. No soy

nada. (Silencio). Nada todavía.

PRIOR. – (Algo extrañado). Toma una silla y siéntate. Pareces

cansado. ¿Pediste pan y agua?

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VIAJERO. – Sí; pan y agua y paz.

PRIOR. – Siéntate; descansa. Voy a traerte…

JUAN. – (Trata de impedírselo). Santo Prior… (Pero el Prior ya

ha pasado a la celda contigua. El capitán toma del brazo al padre

Juan. Le habla rápido y en voz baja).

CAPITAN. – Ven conmigo, capitán Juan… No escuches al

Prior. El es un santo varón, pero no se da cuenta de su

oportunidad. Ven a recordar tus viejos tiempos, la sabrosa

galleta, el vino, las tempestades, los abordajes, el botín…

Tienes tiempo por delante, cuando envejezcas y no den más

tus huesos, para llevar vida de fraile. (El padre Juan escucha el

océano que ruge). ¿Oyes cómo te llama el océano? ¡Ésa es la

voz del Señor!

JUAN. – (Señalando al viajero). Más despacio, más despacio…

Nos está oyendo.

CAPITÁN. – Arréglatelas como puedas: baja a Dios del

cielo; sube al demonio del infierno para que se atemorice el

Prior y te deje partir.

JUAN. – ¿Me vas a dar el timón a mí?

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CAPITAN. – ¿El timón solamente? Tuya será también una

porción del oro, aparte de lo del Monasterio… Pero yo

quiero el mapa… ¿Entiendes?

JUAN. – Comprendo… Calla. Míralo. Ha acomodado las

orejas y está escuchando.

CAPITÁN. – (Acercándose al viajero). Buen hombre, ¿eres

monje o has tomado los hábitos de la orden de San

Francisco? (Silencio). (Al padre Juan). ¿Será sordo? No oye…

JUAN. – Parece un noble venido a menos. ¿No ves sus

manos? Nunca conocieron ni remo ni azadón.

CAPITÁN. – ¡Ni espada! ¿Qué noble es éste? Pero ¿no ves

sus pies? Debe ser un tejedor o un molinero. (Al viajero) Eh,

buen hombre, ¿no oyes? ¿Quién eres? (Silencio). ¿No quieres

hablar?

VIAJERO. – ¡No quiero!

(Entre tanto, el Prior trae agua, aceitunas y pan. El viajero recibe

todo en sus manos y se retira al rincón, a su silla. Se santigua y

come con ansia, pero con maneras finas. Entra el novicio, extiende

dos frazadas sobre el canapé y sale caminando en la punta de los

pies).

PRIOR. – Somos pobres, hermano. Pan, agua y algunas

aceitunas: nada más tiene el Monasterio. Perdónanos.

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VIAJERO. – Basta con esto, padre. No necesita más el

cuerpo, ni el alma. ¡Un día he de pagarte en forma

principesca!

CAPITAN. – (Nervioso). Santo Prior, no perdamos el tiempo.

Espero una respuesta.

JUAN. – (Señalando al viajero). ¿Puedo hablar, padre?

PRIOR. – Habla libremente. Ponen un lado de la balanza la

honra y el interés del Monasterio y en la otra, las palabras

del capitán. Pesa con equidad y juzga. Y después, la Virgen,

Nuestra Señora, ha de decidir.

JUAN. – Nuestra Señora empuñó la lanza y expulsó a los

infieles. Pero el país se arruinó: puentes, casas, iglesias,

escuelas, monasterios, quedaron destruidos. Los caminos se

llenaron de huérfanos y viudas… En este momento, santo

Prior, una voz misteriosa clama dentro de mí: “La Virgen

dejó la lanza y toma ahora la trulla para construir”.

CAPITAN. – ¿Cómo va a construir? ¿Con qué va a

construir? ¿Con aire? Hace falta oro. ¡Es lo que yo digo!

JUAN. – ¡Eso es lo que yo digo también! He aquí que Dios te

ha enviado oportunamente, capitán Alonso. No muevas la

cabeza, santo Prior. La Virgen, que sostiene en sus rodillas la

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sagrada carabela, se inclina sobre nosotros y me dice: “Sube

a la carabela, padre Juan. El Señor sea contigo”.

PRIOR. – Padre Juan… Padre Juan…

CAPITAN. – La Virgen del Atlántico ordena: “Toma el mapa

y parte”.

No escuches a los hombres, capitán Juan, ¡escucha a Dios! Y

de lo que consigamos –oro, hombres, especias-, la mitad de

la Virgen, para que construya; la otra mitad para mí. Mitad y

mitad. ¿De acuerdo? Llamemos entonces a un escribano y

firmemos contrato con ello real.

PRIOR. – Extiendo mis manos ante ti, Virgen del Atlántico.

¿Es éste el camino? Dame una señal. En mi interior el

corazón se rebela: no quiere.

VIAJERO. – (Deja caer el pan al suelo, irritado. Se levanta

bruscamente). ¡Eh, eh! ¿Qué estáis repartiendo ahí entre

vosotros? ¡Consultadme a mí, al patrón! (los tres se vuelven

sorprendidos).

CAPITAN. – ¿Qué os dije, reverendos padres? (Hace un

gesto, indicando que el viajero está trastornado). ¿Quién es tu

señoría para que pidamos tu venia? ¿Por qué no nos lo

dices?

JUAN. –Vamos, buen hombre; déjanos tranquilos.

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VIAJERO. – ¿Qué estáis repartiendo?

CAPITAN. – (Riéndose). El mundo. Es una manzana: la

cortamos y cogemos una tajada.

VIAJERO. – (Se estremece). ¿Manzana?

CAPITAN. – ¿Te parece raro? Sí; una manzana… ¿Qué te

pasa? Tu rostro se ha encendido.

VIAJERO. – San Cristóbal, tú que tomaste sobre tus hombros

a Jesús pequeñito para que pasara la mar, ¡no permitas que

nadie me haga injusticia! Santo compañero mío, también

llevo yo sobre mis hombros a Cristo y las olas del océano

empapan ya mis pies.

PRIOR. – ¿Quién eres? ¿Qué son esas insensatas y

presuntuosas palabras?

VIAJERO. – Santo Prior, me preparo para un gran viaje. La

fama de tu santidad llegó hasta Portugal, donde he

conversado hace poco con el rey don Juan II. Y vine en

peregrinación, a pie, vistiendo hábito, para que me confieses

antes de desplegar las velas y partir. Soy un alma grande, lo

que quiere decir que en mi vida he realizado grandes

acciones buenas y he cometido grandes pecados. He venido,

pues, esta noche, para que me des la absolución. Traigo un

cirio para encenderle a la Virgen del Atlántico y un exvoto

para colgarlo de su cuello. (Busca en el bolso. Saca una

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manzana dorada). Una manzana de oro: aquí está. (Sostiene la

manzana en la palma de la mano y la muestra a cada uno de los

presentes).

CAPITAN. – ¡¡Oro!! ¿Eres, entonces, rico, mi señor? ¡Oro!

VIAJERO. – ¡Oro! Fundí los pendientes y brazaletes de mi

mujer, Felipa, y nuestros anillos de bodas y una gruesa

cadenilla de oro que me obsequió el Rey de Portugal, mi

amigo.

PRIOR. –¿Tu amigo?

VIAJERO. –Mi amigo.

JUAN. –¿Y qué lleva grabado encima? Veo marcadas unas

hileras como de clavos de olor sobre el oro… Extraños

límites: ¿qué representan?

VIAJERO. – El mundo: (Señalando sobre la manzana) Europa,

Asia, África. Yo también hago mapas, padre Juan, pero de

oro y con fronteras de clavos de olor.

JUAN. – Y entre Europa y Asia, ¿qué señal es ésa?

VIAJERO. – Una Cruz.

JUAN. – ¿Qué quiere decir?

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VIAJERO. – Combate, martirio, peldaño para subir al cielo.

Quiere decir navío que nos lleva del viejo y mil veces

hollado mundo al suelo virgen; desde la tierra y polvo hasta

el oro. Desde este Monasterio donde estoy conversando con

vosotros al sagrado país de torres de perlas y tejados de oro.

Esto quiere decir la Cruz, reverendos padres.

JUAN. - ¿Quién eres? Has llenado nuestra pobre celda de

navíos y perlas… Y escucha: la voz del océano se ha

embravecido…

VIAJERO. – (Con voz segura y entera). Pertenezco a una

ilustre y noble estirpe. Famosos capitanes y almirantes

fueron mis antepasados. Y yo – no sabéis aún, mas pronto lo

sabréis - no avergüenzo a mi estirpe. Mi patrono y

compañero es San Cristóbal. ¡Juntos pasaremos a Cristo a

través del océano! ¿Con mi nombre Dios me ha llamado y le

obedezco!

CAPITÁN. – ¿Es, entonces, capitán tu señoría? ¿Has viajado

por muchos mares?

VIAJERO. – ¡Por todos ellos! Al norte llegué hasta Tule, en el

helado y muy tenebroso océano. Vi allí cardúmenes tan

apretados, que cuando clavaba sobre ellos un remo, éste

permanecía erguido. Al oriente he navegado íntegro al

Mediterráneo y llegué hasta una isla musulmana, Quíos,

donde el árbol del amastija produce una resina olorosa que

los sultanes mascan para perfumar la boca. Por el sur llegué

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hasta las costas africanas, llenas de negros, piñas y marfiles.

Pero me ahogo en estas lagunas. ¡He de desplegar las velas

para romper los límites!

PRIOR. – Viajero, uno de los siete pecados es la vana

presunción.

VIAJERO. – ¡Uno de los siete pecados es la humildad; el

decir: estoy bien aquí; no merezco más; no voy más allá.

CAPITÁN. – ¿Tienes carabelas propias? ¿Tienes hombres?

¿Con qué alas pretendes volar?

VIAJERO. –Dentro de mi pecho están alineadas todas las

carabelas de España. Levan ya anclas para partir. Ocho años

he esperado que sople viento propicio.

CAPITÁN. – (Se estremece). ¿Ocho años has dicho? ¿Por qué

ocho?

VIAJERO. – Tantos años como llevo clavada en el corazón

una gran idea.

JUAN. – (Irónicamente). ¿Ocho años y todavía no sopla

viento propicio?

VIAJERO. – No te rías, padre Juan; no te burles. ¡Soplará! Y

será viento de levante. ¡Y todos los navíos de España

desplegarán airoso velamen y se adelantarán por la nueva

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ruta que abriré yo por el poniente, animado por la fuerza de

Cristo! También yo poseo un mapa misterioso, capitán

Alonso! (Golpea su atado). Ocho años lo cargo sobre mis

hombros. Si me quitara el hábito, verías marcada en mi

espalda la esfera de las tierras y los mares! (El capitán trata

de alargar la mano hacia el bolso, pero el viajero se la toma). ¡No

toques!

CAPITÁN. – (Acercándose más al viajero, con agitación).

¿Dónde lo hallaste?

PRIOR. – ¿Qué te pasa, capitán? ¿Por qué gritas? ¡Respeto

para el huésped del Monasterio!

CAPITAN. – ¿Dónde lo encontraste? (En voz más baja,

irritado.) ¡Ocho años!

JUAN. – Buen hombre, ¿cuál es la ruta que abrirás? (Riendo)

¿Has puesto proa hacia el Paraíso terrenal de que hablan las

historias?

VIAJERO - (Con irritación creciente) ¡Raza impía, corrupta,

miserable, condenada a muerte! ¡Estos hombres hablan del

Paraíso y los ataca la risa! ¡Nunca, capitán Alonso; nunca,

capitán Juan, nunca encontraréis nuevas tierras – sabedlo

por mí -, porque no las lleváis dentro de vuestras entrañas!

Primero aparece la nueva tierra en nuestro pecho y después

aparece en la mar. ¡Sí, sí! ¡En el medio de la mar, quiera ella

o no quiera!

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CAPITAN. – ¿Qué locuras son ésas que estás diciendo?

Desde la creación del mundo, las tierras han brotado del mar

y esperan al hombre. Y un buen día, mientras navegamos a

ciegas, la proa de nuestro barco encalla en ellas. Eso es todo:

¡el azar!

VIAJERO. – Todos vosotros estáis cogidos por el azar y

colgáis de sus faldas. ¡Otra deidad no poseen los impíos!

Pero yo estoy suspendido de las manos de Cristo. Tengo un

mapa en mi mente, grabado por el gran cartógrafo, Dios. Y

en él están señaladas todas las cosas, sin error alguno: las

tierras desconocidas, el cuándo y dónde soplan los vientos y

las corrientes; los días, las noches, las distancias… ¡Y una

línea roja que divide el océano, mi línea! Pondré proa,

siguiéndola, y si no encuentro las tierras que ascendieron a

mi pecho desde hace ocho años, imprecaré a Dios y le

advertiré que está cometiendo falta. ¡Y Él sumergirá sus

manos entre las olas y las hará subir!

CAPITÁN. – Con tal cerebro, sólo predicador puedes llegar

a ser; pero capitán, nunca, y perdóname.

PRIOR. – No riñáis, hermanos; no te irrites, huésped

inesperado, que no has accedido siquiera a dar tu nombre.

¿Cómo sabes – no nos lo has dicho - que Dios te eligió para

pasar a Cristo sobre las olas? ¿Fue acaso en sueños?

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VIAJERO. – ¡No tengo necesidad de sueños, santo Prior! No

cierro yo los ojos para ver a Dios: los abro. Hace pocas

semanas, cuando atravesaba la frontera y pisaba la tierra y

las piedras de España, en un recodo del camino, bajo una

encina solitaria, vi a esta Virgen – alta es su gracia -, vi a la

Virgen del Atlántico alzarse ante mí y sonreírme. Ella sabía

que yo pasaría por allí y me esperaba. No llevaba ya

vestidos negros. Sus hábitos eran verdes como las olas del

océano. Se cubría los cabellos, el mentón y la boca con un

velo blanco. No se distinguía sino su frente, con una cicatriz

roja como media luna; y sus ojos, verdes y jubilosas

esmeraldas, no lloraban, como acostumbran, sino que

sonreían. Cuando me vio. Nuestra Señora, extendió su

mano: una manzana, al parecer de oro, destellaba sobre ella.

Alargué yo también mi brazo y la manzana se encontró

sobre la palma de mi mano. “Virgen Santa –exclamé -, ¿qué

es esta manzana que me regalas? Pero en eso, una brisa

suave sopló desde la nevada sierra y la visión desapareció.

(Silencio).

PRIOR. – (Sobrecogido). ¿Y después…después? Mi corazón

está pendiente de tus labios.

VIAJERO. – Durante un rato sentí un peso leve en la palma

de mi mano. Pero, poco a poco, la manzana se desvaneció y

desapareció como escarcha bajo el sol…Pero alcancé a

retener en mi memoria las señales que estaban marcadas con

clavos de olor sobre la manzana; y, cuando llegué a

Córdoba, las grabé una a una en el oro. Y esta noche, hela

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aquí. Vengo a devolver a Su Grandeza la manzana dorada.

(Levanta las manos hacia la Virgen). ¡Virgen del Atlántico,

Señora del verde océano: no era una manzana la que

depositaste en mi mano; ¡lo sé! ¡Era el mundo! ¡Ayúdame a

hacer zarpar una carabela que lleve tu nombre, que se llame

Santa María, para llegar hasta las islas –todas oro y

especierías- que flotan en mi mente! (El viajero se acerca a la

ventana abierta. Respira profundamente. Se oye potente el rugir

del mar. El Prior se aproxima a él. Le toca levemente el hombro,

como si quisiera serenarlo. El capitán Alonso, excitado, mantiene

los ojos clavados sobre el viajero).

JUAN. – ( En voz baja). ¿Qué urdes en tu cabeza, lobo de

mar? Tus ojos se han enrojecido.

CAPITÁN. – Viejo lobo de mar fue también tu señoría. ¿Por

qué preguntas si has entendido el asunto?

JUAN. – Por amor de Cristo, no te impacientes.

CAPITAN. – ¡Si es éste el capitán que sospecho, lo mataré! A

un lado Cristo; no lo mezcles en mis cosas.

JUAN. – Matar no es pecado. Pecado es matar en vano.

Acércate y sondeémoslo primero… ¿Has visto alguna vez a

este hombre?

CAPITAN. – No; pero le diré que lo conozco. Le voy a

tender una trampa, a ver si cae. Ven conmigo.

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PRIOR. – (Tocando suavemente al viajero en el hombro). Tu

espíritu está lleno de Dios y de mares. Serénate, hermano

mío. Mira, he ordenado que te preparen un lecho. Ve a

dormir. Un ángel del Señor es el sueño…ama a los

hombres…

VIAJERO. – No tengo sueño. He dejado de dormir,

reverendo padre. También es un ángel de Dios el Miedo, un

arcángel… y converso con Él toda la noche.

PRIOR. - ¿El Miedo?

VIAJERO. – Habla despacio. No sea que escuche su nombre

y venga. Así suele venir. Tomaré un poco de agua para

apagar mi espíritu: está ardiendo. (Vuelve a su silla. Se sienta.

Bebe quedamente. Se apoya en la pared e inclina la cabeza,

pensativo. Suspira. Mientras tanto, el Prior se ha arrodillado ante

la Virgen y reza).

CAPITÁN. – Eh, buen hombre, levanta un poco la cabeza

para verte. Todo el tiempo te estás ocultando en la

penumbra. Padre Juan, hazme el favor, descuelga el

candelabro y dámelo. (El padre Juan descuelga el candelabro).

JUAN. – Manda, capitán.

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CAPITÁN. – (Toma el candelabro y observa con curiosidad el

rostro del viajero). Como que he visto en alguna parte esta

cara…¡Levanta la cabeza, te digo! ¿Tienes miedo?

VIAJERO. – Limpio está mi rostro, limpias mis manos; llama

pura es mi corazón: ¿por qué habría de temer? Pero no soy

un mico enjaulado para que me contemplen. Soy un hombre

y aborrezco a los humanos.

CAPITÁN. – ¡Ah, ah, valiente señor, no te enardezcas! Por

un momento me recordaste a un capitán a quien conocí hace

ocho años… Venía de un puerto africano. De Puerto Santo…

VIAJERO. – (Se estremece). ¿De Puerto Santo? ¿Has estado tú

en Puerto Santo?

CAPITÁN. – ¡Si he estado o no he estado, es asunto mío!

VIAJERO. – ¿Y entonces…?

CAPITÁN. – Por aquellos días, el mar estaba embravecido y

arrojaba a la playa maderas, mástiles rotos, hombres

ahogados… ¿Estás oyendo? ¡Levanta los ojos y mírame!

VIAJERO. – ¡Aparta la luz! ¡Déjame!

CAPITÁN. –Y un marinero, hombre muy fuerte, que se

había agarrado a un mástil, fue arrojado por las olas, medio

muerto, a las rocas de la costa. ¡Levanta los ojos, te digo, y

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mírame! En ese momento – Dios o el diablo lo envió, ahora

lo veremos - pasaba el capitán de que habábamos…

VIAJERO. - ¿Cómo se llamaba?

CAPITÁN. - ¿Quién…? ¿El capitán…?

VIAJERO. – No; el marinero…

CAPITÁN. – ¿Qué te importa? Dios lo haya perdonado:

murió. Era portugués, no castellano. Otra cosa quiero

preguntarte. Puede que lo sepas…Pero quizás tienes sueño.

VIAJERO. – Yo nunca tengo sueño. Habla. Pero aparta, te

digo, el candelabro. ¿Qué me buscas? No soy una bodega

para que busques contrabando. Soy cielo puro.

CAPITÁN. – Bien, bien. No grites. Pasaba entonces el

capitán de marras. Vio al marinero desplomado entre las

piedras, sin sentido. Se agachó; lo levantó y lo sostuvo hacia

abajo para que botara el agua que había tragado. Después

comenzó a darle masaje. Poco a poco, el hombre volvió en sí;

abrió los ojos. El capitán lo cargó en sus hombros y lo llevó a

su casa… ¿Estás escuchando?

VIAJERO. – Oigo, escucho. ¿Cómo se llamaba el marinero?

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CAPITÁN. – ¿De nuevo con el mismo canto? ¿Qué te

importa? Digamos que se llamaba Alonso para que te

quedes tranquilo.

VIAJERO. – (Se incorpora de un salto, como aterrado). ¿Alonso?

(El capitán se vuelve y lanza una rápida mirada de inteligencia al

padre Juan. Su voz muestra cada vez mayor irritación).

CAPITÁN. – ¿Te has asustado?

VIAJERO. – ¿Yo? El mundo está lleno de Alonsos. ¿Y

entonces…?

CAPITÁN. –Lo llevó a su casa. Lo tendió en una cama. Le

dio a beber ron. El desdichado comenzó a revivir. Abrió bien

los ojos; tomó las manos de su salvador; los besó; y comenzó

lentamente, con voz apagada, a revelarle cosas singulares,

increíbles…

JUAN. – ¿Cosas singulares, increíbles? ¡Habla, capitán, en

nombre de Dios!

CAPITÁN. – Dijo haber arribado a una isla maravillosa,

donde había bosques de alcanfor y canela y donde desde las

montañas se deslizaban trozos de oro enormes como

peñascos, cuando venían las lluvias torrenciales…

VIAJERO. – (Abalanzándose hacia la puerta). ¡Basta ya! ¡Me

aburriste!

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CAPITÁN. – ¡Aquí te quedarás! ¡No has de salir! (Lo coge de

un brazo).

JUAN. – En el nombre de Dios, capitán Alonso! ¿Peñascos

de oro? ¿Dónde está el marinero aquel? ¿Dejó algún mapa?

¿Qué hacemos aquí sentados, pudriéndonos?

CAPITÁN. – No te apures, padre Juan. Deja. (Al viajero.)

Ven aquí, falso fraile. ¿Dónde vas, demonio de capitán? ¡No

saldrás de aquí, te digo; tendrás que oírlo todo! El capitán de

que hablaba tomó por la fuerza al marinero. Le puso un

papel y una pluma en las manos y una regla – no era un

simple marinero, era un piloto y entendía de mares - y le

dijo: “Hazme el mapa. ¡Señala dónde y a cuántas millas!

¡Todo, todo!” - “Mañana, mañana, rogaba el piloto, ¿no me

ves? Estoy extenuado; déjame dormir” – “¡Más tarde no, no;

ahora mismo! Mañana puede que estés muerto: ¡ahora

mismo!”, gritaba el capitán y lo apretaba rudamente por los

hombres. ¿Qué iba a hacer el desdichado? Tomó el papel y

comenzó por señalar las islas Canarias, de donde había

zarpado su navío. Puso el océano; dibujó la carabela. Marcó

en un rincón la rosa de los vientos. Dibujó en un extremo

una isla: bosquejó encima una lanza con la enseña de

Portugal, bajo la cuál escribió…

VIAJERO. – ¡Basta ya!

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CAPITÁN. – ¡Escribió debajo el nombre de la isla…

(Lentamente, separando las sílabas). ¡An-ti-lla!

VIAJERO. – ¡Fábula de puerto! ¡Mentiras, mentiras! ¡Me

cansé de escucharte! (El Prior se levanta, inquieto, y se acerca al

viajero).

CAPITÁN. – ¡Esto que he dicho, falso fraile, es la verdad, la

verdad! ¡Y tú lo sabes muy bien!

VIAJERO. - ¿Yo?

CAPITAN. – ¡Tú, tú! Aquel capitán vivía, sin matrimonio,

con una mujer del lugar, aficionada al ron. El mismo año

llegué yo a ese mismo puerto. El capitán la había

abandonado. Le di una botella de ron; la hice embriagarse.

¡Me lo descubrió todo! ¿Oyes? ¡Todo!

JUAN. – (Con angustia). ¿Y el mapa, el mapa?

CAPITÁN. –El capitán lo arrancó de las manos del piloto. Él

conservaba el gran secreto. Toda la tripulación se había

ahogado. Nadie sabía ya dónde se encontraba la Antilla.

Sólo un ser humano: el piloto aquel. Y entonces…

JUAN. – ¿Entonces…?

CAPITÁN. – Santo Prior, hace tiempo eras un grande y

noble señor en la corte real. Observaste, escuchaste, te

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cansaste de los hombres. Y te refugiaste aquí, en el

Monasterio, entre estos áridos peñascos, para no

verlos…Cierras tus oídos; sal, santo Prior. ¡Terribles

palabras voy a decir: no las escuches!

PRIOR. – Capitán Alonso, ahora creo en la misericordia del

Señor. Entonces no creía. Ahora creo y soporto. Habla.

CAPITÁN. –Cogió el mapa ese capitán y después llenó una

copa de ron; mezcló veneno en él, del veneno con que los

salvajes impregnan los dardos, mortíferos y se lo dio a

beber.

VIAJERO. – Mentira!

CAPITÁN. – ¡Asesino!

PRIOR. – En nombre de Cristo, hermanos! ¡El Señor os está

mirando!

CAPITÁN. – ¡Aquel piloto era Alonso Sánchez, primo mío!

¡Y este hombre lo mató!

VIAJERO. – ¡Mis manos están limpias! ¡Lo juro!

CAPITÁN. – (Cada vez más exaltado). Y el mapa que llevas

ocho años en ese atado es el mapa de mi primo asesinado.

¡Es mío, es mío! ¡Y te lo voy a quitar!

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VIAJERO. – ¡Mentiras, mentiras!

JUAN. – ¡Despliega el mapa, si eres inocente, para que lo

veamos!

VIAJERO. – He jurado que nadie lo verá. Solamente la

Reina. ¡Abajo las manos!

CAPITÁN. – ¡No te escaparás! Existe un Dios y te arrojó esta

noche a mis garras. No te escaparás, ¡asesino! (Corre hacia la

puerta y le echa cerrojo).

PRIOR. – Capitán Alonso, estás en mi Monasterio. No estás

en tu barco. Aquí soy yo quien manda. Ve a tu celda y

acuéstate a dormir. Extiendo mi mano sobre este huésped.

Vino a confesarse, a recibir la Comunión. Es un alma que

pende de mi cuello. ¡No lo toques!

CAPITÁN. ¡Ocho años pende de mi cuello el cadáver de mi

primo y clama venganza! ¡Sobre mi pecho se descompuso y

hiede! ¡Llegó la hora de liberarme de su peso! Santo Prior,

con tu venia o sin ella, ¡me he de vengar! ¡Dentro del

Monasterio o fuera de él, en los confines del mundo o donde

sea! ¡Y agarraré el mapa y no tendré necesidad de vosotros,

reverendos padres! ¡Todo se facilita! ¡Y lo que encuentre no

será mitad y mitad, vive Dios!

PRIOR. – Padre Juan, tómalo; llévalo a su cuarto; enciérralo

y tráeme la llave. ¡Esta sagrada casa de la Virgen no se va a

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mancillar con un crimen! ¡Y no tenemos necesidad de tu

oro, capitán Alonso! Estamos hambrientos, harapientos,

descalzos: a honra lo tenemos. ¡Así eran nuestros padres,

San Francisco y su esposa, la Pobreza! (Extiende los brazos

hacia la Virgen). Señora del Atlántico, por un momento me

deslumbré. Ya tomaba el cerrojo para abrir las puertas de tu

casa a fin de que entrara el demonio de cuernos dorados.

Pero al último momento, extendiste tu mano, Virgen Santa…

(Señalando al viajero). ¡He aquí la señal que te pedí!

CAPITÁN. – ¡Vamos, vamos, capitán Juan! Comenzábamos

una conversación; vamos a terminarla. Buenas noches, santo

Prior, y buen sueño. Vine para tu bien; pero parece que no lo

deseas. ¡Al diablo! En poco tiempo más, morirán los frailes;

se desmoronará el Monasterio; y vendrán las gaviotas con

los soles de enero a dejar sus huevos en vuestras celdas y

sobre el santo altar… Tales cosas suceden, santo Prior, al que

camina por la tierra mirando al cielo. ¡Buenas noches,

asesino! A ti te hablo, Cristóbal Colón de nombre! (Salen el

capitán Alonso y el padre Juan. Solos, el Prior y Cristóbal

escuchan por unos momentos el rugir del océano).

PRIOR. – ¿Tienes miedo?

CRISTÓBAL. – ¿Yo?

PRIOR. – Puede romper la puerta de la celda en la noche. Es

una fiera salvaje.

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CRISTÓBAL. – El puñal no puede atravesar mi cuerpo.

Llevo como coraza una gran idea.

PRIOR. – ¿Has asesinado a alguien?

CRISTÓBAL. – Santo Prior, no voy a dormir. Voy a ir a la

iglesia a colgar el exvoto del cuello de la Virgen. Tengo que

decirle dos palabras. Después vendrá tu reverencia con la

estola y…

PRIOR. – ¿Has asesinado?

CRISTÓBAL. – (Colgando su bolso del hombro). Voy a la

iglesia. (Se dirige a la puerta).

PRIOR. – (Severo). Una salvación existe: ¡la penitencia!

CRISTÓBAL. – Una sola salvación existe: ¡seguir la línea roja

que está marcada en este mapa (Golpea el atado), y clavar la

Cruz en los portales de oro!

TELÓN

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ACTO SEGUNDO

Una pequeña iglesia, pobre, con vitrales quebrados. Sólo una

ventana brilla, entera, polícroma: representa a San Cristóbal, en

tamaño gigantesco, que lleva sobre sus hombros al Niño Dios. Las

olas verdes alcanzan hasta sus rodillas. En la media luz,

distinguimos la estatua de la Virgen, de tamaño natural; y frente a

ella, la de Cristo. Se escucha suave, implorante, la voz de la

Virgen; profunda y serena la de Jesús.

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LA VIRGEN. – ¡Jesús, hijo mío!

CRISTO. – Madre, ¿por qué me llamas?

LA VIRGEN. – Hijo mío, apiádate de él… ¿Por qué lo has

empujado? Dejó el puerto donde nació; dejó a su mujer,

Felipa, y a su hijo; abandonó su tranquilo taller; y se hizo a

la mar. Tú lo sabes. No existen islas maravillosas; no existen

portales de oro; no existen torres de perlas. ¿Dónde va? Se

inmola, se pierde en vano. ¿Por qué no pones tu mano sobre

su corazón para que se serene?

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CRISTO. – Madre, pongo mi mano sobre su corazón para

que se enardezca. Sólo así el mundo puede crecer. Solamente

así puede el hombre vencer el bienestar, la rutina, la

felicidad.

LA VIRGEN. – Hijo mío, apiádate de él. Tú sabes bien lo que

le espera: ¡la ingratitud, la enfermedad, la pobreza, las

cadenas! Extiende tu mano y hazlo volver atrás.

CRISTO. – Desde el instante en que nació lo elegí entre todos

los hombres y no tiene ya salvación… Yo le di el nombre por

Dios escrito; yo lo llamé Cristóbal; y ahora ¡quiéralo o no, me

ha de tomar sobre sus hombros y me ha de pasar a través

del océano!

LA VIRGEN. – ¡Hijo mío! Escucho ya sus pasos en el patio;

se acerca; caerá a mis pies. ¿Qué decirle? Por última vez te

ruego: ¡ten compasión de él!

CRISTO. – ¿Por qué lo he de compadecer, madre? Lo amo:

¿por qué compadecerlo? Me tomó ya sobre sus hombros y

no acepta ya la felicidad. Y ¿qué dices tú, Cristóbal, mi

gigantesco portador, que resplandeces en el vitral de la

iglesia? ¿Te arrepientes? ¿Quieres volver atrás?

SAN CRISTÓBAL. – (Riendo, con voz potente). ¡Nunca!. (Se

oyen pasos. Cristóbal aparece en la puerta. Las voces callan de

golpe. El vitral iluminado se apaga. Cristóbal avanza a tientas,

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lentamente. Enciende el cirio que trae en la mano y lo coloca en el

candelabro, delante de la Virgen. Se arrodilla).

CRISTÓBAL. – Patrona de la mar. Señora mía, ¿por qué me

miras con pena? Tus labios se mueven. Percibo que hablas,

que respondes a lo que secretamente mi corazón te

pregunta, ¡pero no escucho! ¡Ay, cuándo habré de terminar

mi tarea en esta tierra y en esta mar, mi deber, para

despojarme del cuerpo, para atravesar el último estrecho

arroyo que nos separa, que los hombres pusilánimes llaman

muerte, y llegar a posarme a tus pies. Señora mía, para que

Tú me hables y yo te oiga! ¡Para no hablar solo en este

mundo; para no errar por mares desiertos, clamando, sino

para escuchar yo también una voz que me responda! He

subido escalas; he golpeado puertas; he besados pies. ¡Estoy

cansado, Soberana mía! Lleno está el cielo de estrellas y de

santos; pero sobre la tierra sólo hay micos que ríen burlones

y mulas que se retacan y patean… Miro a mi alrededor:

todos caminan en cuatro patas; con los ojos, con la nariz, con

la boca pegados a la tierra, buscando agarrar algo que

comer; husmean entre las inmundicias, el olor de la hembra

que pasó, para correr jadeantes tras ella. Y sólo yo camino

erguido, con los ojos en alto, hombre en medio de simios y

de mulas. Y pienso en Ti, soberana mía, y en las lejanas islas

maravillosas que tu Grandeza no ha pisado aún. Y quisiera

apartar las olas, para ir a encontrarlas y traértelas. Y

después, cruzar mis manos y morir, quiero decir, volar a

sentarme a tus pies. Mientras tanto, mientras llega aquel día

bendito, recibe esta noche, Señora mía, como místicas arras,

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la manzana de oro que tu Grandeza dejó una mañana sobre

la palma de mi mano. ¿Recuerdas?, bajo aquella encina

solitaria, en los confines de Castilla. Déjame colgarla de tu

cuello, para que te acuerdes de mí: soy Cristóbal Colón, tu

fiel servidor. Errante vas, con los pies desnudos, por los

pedregales de España, con tu Hijo en brazos. Y yo te sigo,

silencioso, y espero que te vuelvas y me hagas una seña…

Atravesamos Aragón, Castilla, Extremadura, Andalucía;

llegamos hasta las primeras olas: Te volviste; me sonreíste;

dejaste a tu Niño sobre mis hombros y me señalaste el

Atlántico. Ten confianza en mí, Soberana Señora. Pasaré a tu

Hijo por sobre las olas, sin que se mojen siquiera sus tiernas

plantas. Y lo dejaré en las lejanas islas felices, debajo de

frondosas palmas datileras, entre canelos floridos y plantas

de clavos de olor. Pero ayúdame Tú también, Soberana del

cielo y de Castilla: concédeme una gracia… Sonríes, Señora

mía; sabes a dónde voy; sabes con quién voy a reunirme; con

qué alma grande voy a juntarme en Granada…Solamente

ella existe en el mundo: ella y yo. Señora del Atlántico, haz

que se unan nuestros astros, el suyo y el mío; que se mezclen

nuestros alientos; y verás, se abalanzarán los vientos sobre

todas las galeras y carabelas de Castilla y éstas zarparán

directamente hacia el poniente, cargadas con tu hijo. (Cuelga

la manzana de oro del cuello de la Virgen). Señora, el mundo

está pendiente de tu cuello, como un infante: tiene hambre,

tiene sed; clama. Amamántalo: ¡también él es hijo tuyo! (Se

oye que la puerta se abre despacio. Alguien ha entrado). Debe ser

el Prior…Alma mía, no te avergüences; no tengas miedo;

confiesa todo. Vacíate, purifícate: ¡es Dios quien llega!

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Ábrele, alma mía, para que entre, se desentuma y no quiera

vagar afuera. Él, en casa vacía. Todas las casas son suyas: las

estrellas, los mares, las fieras, las aves, los navíos. Sin

embargo, solamente en una descansa y se serena, como si se

tratara de su hogar paterno, en el corazón del hombre. (Cae

hacia delante y se prosterna). Alma mía, ¿estás preparada?

(Siente leves pasos tras él y se levanta). Santo Prior… (Se vuelve

y ve al capitán Alonso con un puñal en la mano).

CAPITÁN. – ¿Tienes puñal?

CRISTÓBAL. – ¿No tienes respeto, no temes a la Virgen, que

está sobre nosotros?

CAPITÁN. – ¿Tienes puñal?

CRISTÓBAL. – ¡No!

CAPITÁN. – ¡Toma! (Le arroja un cuchillo. Cristóbal deja que

caiga al suelo). Deja el mapa en el suelo. El que salga vivo lo

tomará.

CRISTÓBAL. – Capitán Alonso, no saldrás vivo de esta

lucha. Vete. ¡Santos son estos instantes! No quiero

ensangrentar mis manos.

CAPITÁN. – ¡Asesinaste! ¡Serás asesinado!

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CRISTÓBAL. – Yo no puedo morir ahora, capitán Alonso.

¡No puedo, aunque quisiera! La Virgen me ha confiado a su

Hijo para que lo pase a través del océano. Nadie puede

matarme antes de que lo pase por sobre las olas. Cuando lo

haya hecho, entonces, hasta una leve hoja de árbol que caiga

sobre mí puede despedazarme.

CAPITÁN. – Yo no mato hombres desarmados. Deja las

palabras. Toma el puñal. ¡Te voy a golpear! ¡Golpea!

¡Asesino, criminal, bandolero!

CRISTÓBAL. – En vano gritas e injurias. No me irrito. No

temo. Llevo a Dios por coraza. No puede herirme puñal

alguno.

CAPITáN. – Te me refugias aquí a los pies de la Virgen y

crees que eres inmortal. ¿Tanta confianza tienes en una

piedra, irreverente?

CRISTÓBAL. – ¡Alma impía e impotente, que no eres capaz

de coger un trozo de piedra y ver dentro de ella al mismo

Dios Todopoderoso! Te compadezco, capitán Alonso, y no

deseo que mueras en pecado y caigas al infierno. ¡Vete!

Siento en mis manos una fuerza tal que no la controlo como

propia. ¡Vete, te vuelvo a repetir!

CAPITÁN. – Ocho años te persigo, asesino; y ahora que te

he encontrado, ¿me voy a ir? ¡El mapa! (Levanta el puñal).

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CRISTÓBAL. – Si este pedazo de papel nos separa, capitán

Alonso… (Busca apresuradamente en el bolso. Saca el mapa. El

capitán trata de cogerlo, pero Cristóbal, con un leve movimiento de

la mano, lo extiende abajo)…lo consagro a su Grandeza… (Se

acerca al cirio y quema el mapa).

CAPITÁN. – (Lanza un grito). ¿Y ahora…?

CRISTÓBAL. – Ahora seremos amigos, capitán Alonso.

Ahora nada nos separa.

CAPITÁN. – ¡Malvado! Ahora has asesinado también a las

islas; las has hundido. ¿Cómo vamos a poder encontrarlas?

(Recoge las cenizas, rugiendo). ¡Se han vuelto ceniza!

CRISTÓBAL. – No te aflijas. Nada se ha perdido. Nada se ha

quemado. Las islas están grabadas profundamente en mi

mente. Sé con seguridad hacia dónde pondremos proa; qué

viento soplará; y en cuántos días llegaremos a poner los pies

en los portales de oro.

CAPITÁN. – (Removiendo las pavesas, desesperado). Cenizas…

cenizas…cenizas…

CRISTÓBAL. – No te aflijas, te digo. Existo yo: ¿qué puedes

temer? Yo soy el mapa: no hay otro en el mundo. Despliego

las velas; me santiguo, comienza el viaje proyectado por

Dios. Capitán Alonso, ¡dichoso aquél a quien llevo conmigo!

(Silencio). ¿Por qué crees que he vuelto a Castilla? Vengo a

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elegir a mis hombres. ¿Crees que vine al Monasterio sólo

porque se lo prometí a la Virgen? ¿O porque llegó a mis

narices el olor de la santidad del Prior? ¡Vine porque sabía

que aquí te encontraría, capitán Alonso!

CAPITÁN. – ¿A mí…?

CRISTÓBAL. – A ti. Al valiente que luchó con tres corbetas

el año pasado – una contra tres -; arrojó los garfios; las

abordó; las amarró a la popa de su navío, una detrás de la

otra; y las remolcó y las vendió en los puertos ingleses… (El

capitán sonríe con expresión de agrado). Al valiente que no teme

ni la muerte ni la vida ni el pecado. ¡Tales hombres me

agradan; tales compañeros busco! Formemos juntos una

orden sagrada, como hacen los monjes. Tomemos por jefe a

San Cristóbal, el gigantesco varón, que levanta en sus

hombros a Jesús Niño y lo pasa a través del océano y se moja

solamente hasta las rodillas… ¡Cristo y oro: he aquí nuestro

doble objetivo! No para perder la vida terrena, como los

frailes; ni la celestial, como los necios e infieles piratas; sino

para conquistar de un tiro el reino de los cielos y el de la

tierra a la vez… ¿Has comprendido?

CAPITÁN. – ¡Maldito seas! Se rompe el casco de mi

cerebro…

CRISTÓBAL. – ¿Vienes conmigo? ¿Entras a esta cofradía?

(Silencio). Enchaparé de oro la proa de tu barco, te daré vasos

de oro para que bebas; escudillas doradas para que comas;

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ropas de seda para que duermas… Y cuando, con el auxilio

del Señor, vuelva la carabela de Castilla, cargada de

especias, toda España, desde Sevilla hasta Burgos, se llenará

con el perfume de la nuez moscada y la canela.

CAPITÁN. – ¡Falsedades!

CRISTÓBAL. – Ven conmigo y verás. Dios tiene confianza

en mí y ¿tú no la tienes? Sólo yo poseo las rutas no halladas

sobre las olas. Sólo yo puedo llevarte a la Antilla, con la

ciudad toda de oro que está en los confines del océano…

para que la contemples y se confunda tu mente. Tiene ella

cuatro torres: una, con frente al mar, está incrustada de

zafiro. La del otro extremo mira hacia el llano y es de

esmeralda; la del norte, edificada con rubíes, da a la

montaña; la del sur mira hacia un gran río y está recubierta

con perlas grandes como huevos de perdiz…

CAPITÁN. – (Sobrecogido). ¡Debe ser el Paraíso!

CRISTÓBAL. – ¡Es el Paraíso! El verdadero, el tangible, el

que nos viene a nosotros, los navegantes. No aire celestial,

sino oro y especias y fragatas… Capitán Alonso, escucha:

vine esta tarde aquí, al Monasterio, para buscarte. Me envió

Dios a llevarte conmigo. Me dirigía hacia Granada: un

importante contrato me esperaba en el Palacio de Granada,

con una Real Orden… Firmar yo mi propia Orden y repartir

con los reyes las tierras y los mares que hallare… Y de

repente. Mientras caminaba, al atardecer, oí una voz en

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medio de los desiertos pedregales: “Vuelve atrás; ve al

Monasterio de la Virgen del Atlántico y toma contigo al

capitán Alonso de Sevilla”. Pero yo llevaba prisa por llegar a

Granada. Hice como que no escuchaba y proseguí mi

camino. Y oí nuevamente la voz, ahora más irritada: “¿No

oyes? ¡Vuelve atrás! Lleva contigo al capitán Alonso”. Tuve

miedo. Volví hacia el sur. Corría y corría, como si me

persiguiera un batallón de caballería. Era Dios mismo. Y

llegué sin aliento, hambreado, de noche ya, al Monasterio.

¡Capitán Alonso, en buena hora te he encontrado! (El capitán

permanece callado, pensativo, indeciso. Mira a Cristóbal con el

ceño contraído, como si tratara de distinguir cuáles palabras son

verdaderas y cuáles falsas). Sé que tienes una carabela de tres

mástiles. ¿Cómo se llama?

CAPITÁN. – Santa María.

CRISTÓBAL. – (Precipitándose sobre el capitán y estrechándolo

en sus brazos). ¡Santa María! Hermano mío, en buena hora

nos hemos encontrado. Señal divina es ésta. ¡La Virgen lo

quiere!

CAPITÁN. – ¿Qué te ocurre? ¿Por qué das voces de alegría y

estrechas mis brazos? ¡Déjame!

CRISTÓBAL. – ¡Qué milagro es éste, compañero enviado

por Dios! Había dado a la Virgen mi palabra de ir a buscarle

las islas en una carabela que tuviera su nombre. Era tu

carabela, capitán Alonso, la Santa María. ¡La hora ha

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llegado!. Levanta los ojos; mira: qué milagro es éste. ¡La

Virgen ha sonreído! Todas las cosas me hacen señas y me

dicen: la hora ha llegado. Si golpeo una puerta, apareces

detrás del umbral, oh Señor, y me sonríes. Entro y hallo al

hombre que buscaba. Si bajo a un puerto, encuentro listo el

navío que me llevará; y en su popa, en letras doradas, leo el

nombre que yo le había dado en sueños: ¡Santa María! Si

extiendo mi mano, el mundo, cual una manzana de oro,

viene a posarse sobre ella. Capitán Alonso, hermano, la hora

a llegado. ¿No lo sientes? ¡Deja a tu corazón hablar

libremente!

CAPITÁN. – (Cae en los brazos de Cristóbal). ¡Capitán

Cristóbal, llévame contigo! (Entra el Prior y los ve abrazándose.

Se detiene sorprendido).

PRIOR. – ¡Necia y ridícula estirpe humana! Sopla una suave

brisa y caéis uno sobre el otro y os matáis…Viene otra brisa

y caéis uno en brazos del otro, y os besáis… ¡Más firmes ante

el viento las hojas de los árboles! Eh, capitanes, por lo que

veo, sopló sobre vosotros el hálito de Dios. ¡Se abrieron

vuestros ojos y visteis que erais hermanos!

CAPITÁN. – Vimos que éramos socios, santo Prior, y nos

cobramos cariño. Pero no mezcles de nuevo a Dios en

nuestros asuntos. Él no entiende de negocios y nos haría

reventar en el aire.

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CRISTÓBAL. – Santo Prior, no escuches al capitán. Rudas

son sus palabras, pero sigue fielmente a Dios, aunque grite.

(Al capitán). De acuerdo, entonces, capitán Alonso: feliz

convenio. Vuelve a Sevilla; calafatea la Santa María,

prepárala; llena la bodega de agua, vino y víveres. Luego

llegaré yo, cargando sobre mis hombros a Jesús niño.

CAPITÁN. – ¿Y la Real Orden de la Soberana, capitán

Cristóbal? ¡De otro modo yo no me muevo!

CRISTÓBAL. – También la Real Orden de la Soberana,

capitán Alonso. ¡Ve sin cuidado, en buena hora!

CAPITÁN. – ¡Santo Prior, con tu bendición! A uno buscaba

en tu Monasterio. Y él me halló a mí. Vino la tempestad;

luego, la bonanza. Desplegué las velas. Cambié de ruta. Me

he confundido. ¿Qué viento es aquél que sopla y nos

sobrecoge y nos lleva adonde no queremos ir, santo Prior?

¿Puedes decírmelo?

PRIOR. – Es Dios. Parte en buen hora, capitán Alonso; y

piensa también alguna vez que tienes un alma…Rogaremos

por ti en el Monasterio.

CAPITÁN. – Adiós, santo Prior. Piense también tu

Reverencia alguna vez que tiene cuerpo. Reza de verdad por

mí, y yo te traeré en pago, cuando vuelva, una jaula con

papagayos. (Sale el capitán. Silencio. Por los vitrales quebrados

penetra el ruido del mar. La iglesia se va iluminando poco a poco

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con una luz rosada. Está amaneciendo. El prior se santigua, se

pone la estola. Cristóbal se arrodilla y le besa la mano).

PRIOR. ¿Cómo puedo nombrarte, desconocido viandante

nocturno?

CRISTÓBAL. – Cristóbal.

PRIOR. – Capitán Cristóbal: confusa, herida, llena de

soberbia y de temor de Dios está tu alma. Pasiones terribles

y oscuras la agitan. Ambiciones que sobrepasan la fuerza y

la razón humanas la confunden. La verdad y la mentira

cambian de rostro dentro de ti; y creo que ni siquiera tú

mismo puedes distinguirlas. Dices que te preparas para un

gran viaje. Sagrado es, entonces, el momento para que abras

tu corazón a Dios y confieses todos tus pecados, a fin de que

te alivies.

CRISTÓBAL. – Santo Prior, siento a Dios por sobre mí. Todo

se me confunde. No sé por dónde empezar y si lo que diré

será verdad o mentira…Toda mi vida es como un apretado

tejido, que tiene por urdimbre a la verdad y como trama,

diestra y vistosa, a la mentira. Me inclino sobre mi vida; y no

puedo separar – lo juro - la urdimbre de la trama. La verdad

te digo, santo Prior: ¡no puedo!

PRIOR. – Pon en esto todas tus fuerzas. Separa la verdad,

hijo mío: Dios te escucha.

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CRISTÓBAL. – Mentira todo lo que, jactancioso, dije en tu

celda en la tarde. ¡Mentira que navegué todos los mares; que

pertenezco a una gran estirpe y que tengo por antepasados

grandes corsarios y almirantes! ¡Falsedades! Soy hijo de un

mísero tejedor de Génova, tejedor yo también en mi

juventud. Pero mi mente se arrebató. No me bastaba ya el

humilde taller. Anhelé viajes a tierras lejanas y aventuras y

riquezas y gloria. Y subí a un barco…Subí a un barco; y me

golpeó al aire del mar y me embriagué. Sobre mí las

estrellas; bajo mis pies el océano; y yo, sobre una cáscara de

nuez, e hice el propósito de avasallar al mundo… Entonces,

cuando me lanzaba a dominar el mundo… ¿Cómo decirlo?,

padre; me avergüenzo…

PRIOR. – Valor, hijo mío. Comenzaste: debes terminar.

Entonces, una noche…

CRISTÓBAL. – (Habla con profunda turbación). Oí una

voz…”Cristóbal Colón, hijo del tejedor, salve. ¡Dios está

contigo!”

PRIOR. – ¿Cómo te atreves? ¡Ése es el saludo del arcángel

Gabriel a la Virgen María!

CRISTÓBAL. – Era la noche. Habíamos entrado en el infinito

mar oscuro que se extiende más allá del Gibraltar. Yo hacía

guardia en la cubierta del navío, totalmente solo, y

contemplaba las estrellas… Miles y miles. Y colgaban sobre

mí como espadas. Comencé a contarlas: número no tenían…

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Me estremecí. Y entonces escuché la voz: “Cristóbal Colón,

hijo del tejedor, salve. ¡Dios está contigo!” Me cogí de la

baranda para no caer. Tuve miedo. Aquella voz permanecía

sobre mí. Se había clavado en mi cabeza. Me dolía. “Manda,

Señor”, exclamé. Y se oyó de nuevo la voz y sus garras e

clavaron más profundamente en mi cerebro: “Cristóbal

Colón, Gran Almirante del Océano, Virrey de las Indias,

¡salve!”

PRIOR. – Satánicas, llenas de soberbia son las palabras que

dices. Recoge tu espíritu. Confiesa la verdad. ¡Desdichado,

sobre ti se alza Dios y te escucha!

CRISTÓBAL. – Por el alma que he de entregar al Señor lo

juro, santo Prior: tales palabras oí. Tal como te las he

repetido; sin ningún cambio. Pero ¿brotó la voz de mi propio

ser o bajó desde lo alto? ¿Quién habló? ¿Yo? ¿Dios? ¿El

demonio? Trato de descubrirlo, mas no puedo distinguir

bien. Pero desde aquel instante, mi vida se inflamó: arde

como si le hubiera caído un rayo desde el cielo. No me

bastaba ya el barco de un mástil en que trabajaba; y en la

primera escala que hicimos, en Puerto Santo,

desembarqué… ¿Por qué? ¿Qué buscaba? ¿A quién

esperaba? Estaba seguro de que Dios me enviaría una señal.

Imposible que no: él había dado su palabra y la mantendría.

Entonces, yo tenía que esperar. Días y noches caminaba

arriba abajo por la playa; miraba ya el cielo ya la mar. Y

rumiaba incesantemente en mi cerebro las terribles y

proféticas palabras: “¡Gran Almirante del Océano, Virrey de

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las Indias, salve!” ¡Dios mío!, exclamaba, ¡ayúdame a

cumplir tu voluntad! Clavaba mis ojos allá, hacia el

occidente, y trataba de distinguir las lejanas islas que Dios

me regaló…

PRIOR. – ¡Que Dios te regaló! ¿Cuándo? ¿Cómo?

CRISTÓBAL. – ¡Sí; sí! ¡Son mías: me las regaló! No me lo dijo

claramente; pero yo escucho la voz dentro de mi pecho:

“Virrey de las Indias”, me dice, “Almirante del Océano,

¡salve!”

PRIOR. – ¿Y si otro las descubriera antes?

CRISTÓBAL. – (Irritado). ¡No puede ser! ¡Eso no puede

suceder! ¡Sólo yo puedo encontrarlas! ¡Yo: ningún otro! No

encontrarlas, sino sacarlas del mar; desprenderlas del fondo

del océano y hacerlas ascender hasta el sol. Si algún otro

pasara por allí, sólo hallaría el piélago desierto.

PRIOR. – No puedo comprender…

CRISTÓBAL. – Tampoco yo. Pero estoy seguro.

PRIOR. – Y allí, en Puerto Santo… ¿Por qué desviaste la

conversación? ¿Asesinaste a alguien?

CRISTÓBAL. – No te lamentes, santo Prior. No me

arrepiento. ¡Hice bien! Yo pedía a Dios una señal; y Dios

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para complacerme levantó una tempestad y arrojó a la

playa, ante mis pies, al único hombre que en el mundo

poseía el secreto. ¡Dios me lo envió! Lo comprendí al

instante; porque debes saber que desde el día en que escuché

la voz, nada puede acontecerme que no posea un significado

oculto. ¡Nada!. Mi mente, mi cuerpo, mi alma, y todos los

hombres y todas las cosas, se unieron para conducirme hasta

mi objetivo. No mi objetivo, sino el de Dios; porque yo no

soy sino un obediente timón en sus manos. Levanté entonces

al piloto, a Alonso Sánchez. Lo cargué en los hombros y los

llevé a mi casa. Le di masaje; le di de beber; lo resucité.

Abrió sus labios y comenzó a hablar: y al punto comprendí

que él sabía el gran secreto que Dios me había confiado, y

me aterré.

PRIOR. – ¿Qué secreto?

CRISTÓBAL. – (Bajando la voz). Ir al oriente por el poniente.

Partir de nuestras costas y tener siempre alto tras uno al sol

levante; hallar un mar feroz y desierto; no temer; avanzar;

avanzar derechamente, siempre al poniente…¡y hallar el

oriente…!, ¡y hallar el oriente…! Temblé, te dije. Era

necesario que nadie lo supiera; nadie; ¡sólo y solamente yo!

Peligraban, pues, los designios del Señor. Tomé una

decisión. Pero primero le hice dibujar el mapa. El no quería;

de modo que debí obligarlo por la fuerza.

PRIOR. – ¿Por la fuerza?

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CRISTOBAL. – ¡Por la fuerza! ¿Cómo quieres que de otra

manera se haga la voluntad de Dios en este mundo? Los

hombres se rebelan; las cosas se oponen; tierra, mar y alma

se resisten. ¡Se necesita la fuerza! Y si entras al Paraíso, con

violencia entrarás. ¿No lo dicen así las Escrituras? Aquel

piloto era un portugués. Si lo dejaba vivir, entregaría el

secreto a su rey. Y Castilla podía perder las islas doradas

que Dios me regaló y que yo quiero obsequiarle.

PRIOR. – Pero entonces, ¿no estás seguro de que tú

solamente puedes descubrirlas?

CRISTÓBAL. – Lo estoy. Sin embargo, cuando el alma no

está tomada del manto del Señor, cuando desfallece mi

corazón –hombre soy también y desfallezco alguna vez y

siento miedo-, entonces me domina el pavor de que alguien

llegue primero y me arrebate el nuevo mundo que engendro

y hago crecer en mis entrañas. Y entonces, ¿qué sería de mí?

¡Traiciono a Dios y a Castilla! ¡Y estaré perdido, padre,

estaré perdido!

PRIOR. – ¿Así que asesinaste para gloria de Dios y de

Castilla?

CRISTÓBAL. – Era necesario, santo Prior; ¡era necesario! No

lo hice en mi propio interés, lo juro.

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PRIOR. – ¿No asesinaste en tu propio interés? ¿Estás seguro,

estás seguro, desdichado? (Silencio angustioso de Cristóbal. De

repente, habla con voz ahogada).

CRISTÓBAL. – No. No estoy seguro.

PRIOR. – Asesinaste a un hombre…

CRISTÓBAL. – ¡Piedad! Cuando estoy cerca del mar y se

levanta el viento, lo veo ante mí…de repente… (Levanta los

brazos, gritando). ¡Señor, Señor, maté a un hombre; extiende

tu brazo: golpéame! Haz que los marineros me corten la

cabeza; subleva a los nuevos hombres que engancharé; pon

piedras en sus manos para que me apedreen. Envía desde

Castilla una fragata llena de cadenas para que me cojan, me

escupan, me encadenen. ¡Y así, encadenado, pobre,

avergonzado, que vuelva a España! ¡Pero que yo encuentre

primero, que yo encuentre antes mis islas!

PRIOR. – ¡No grites! ¡No impreques! ¡Oí ya las piedras silbar

por sobre tu cabeza y vi venir las cadenas!

CRISTÓBAL. – ¡También yo, también yo, padre; por eso

clamo! (Silencio).

PRIOR. – ¿Son éstos todos tus crímenes? Falsario, ladrón,

asesino… Falsario, ladrón, asesino. ¿Qué más?

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CRISTÓBAL. – Lo más terrible, santo Prior, lo más

sacrílego… ¿Cómo decirlo? Caigo a tu pies, padre, ayúdame:

arranquémoslo juntos de mi pecho. Solo como estoy, tengo

miedo. Santo Prior, escucha la pregunta que te haré y dame

una respuesta.

PRIOR. – Desdichado, te devorará la satánica manía de

preguntar…El cristiano no interroga. Todas las preguntas

tienen dentro de él mismo una gran respuesta.

CRISTÓBAL. – ¿Cómo se llama esa respuesta?

PRIOR. – Cristo. (Cristóbal inclina la cabeza. Silencio durante

algunos momentos).

CRISTÓBAL. – Perdóname, santo Prior; no puedo; tengo que

volver a preguntar.

PRIOR. – Pregunta. No tienes otra manera de salvarte que la

pregunta…Entonces.

CRISTÓBAL. – Existen quizás sólo dos cosas completamente

separadas en el mundo: la verdad y la mentira. Pero ¿no

existe también otra, cuyo aspecto fluye como el agua, fluye y

se transforma? ¿Y no es ya falsedad, sin llegar a ser todavía

verdad? ¡No sé cómo representártela; no tiene nombre; no

existe! No existe, padre, pero está naciendo… Te estoy

preguntando. Perdóname, pero respóndeme…

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PRIOR. – Difícil cuestión me presentas; difícil, satánica… No

sé. ¿Qué quieres decir?

CRISTÓBAL. – Esto: un día en Valladolid, en la gran Plaza

Real, vi un hermoso caballo blanco y dos nobles de

vestiduras doradas que lo sujetaban tenían los ojos fijos en la

alta puerta del Palacio, que estaba cerrada. Esperaban a

alguien… Me detuve. La plaza estaba llena de nobles –

varones y mujeres-, de generales, almirantes y dignatarios

de la Santa Iglesia. Unos permanecían a la sombra y sus

pálidos rostros marchitos brillaban; y otros, al sol, y

destellaban sobre ellos el oro, la seda, las piedras

preciosas…Y yo estaba a un lado, con estos harapos, en

hábito de fraile mendicante, y miraba. Y de pronto se abrió

de par en par la gran puerta y en el umbral apareció, alta,

severa, vestida toda de verde cual la primavera, de cabellos

rubios, con una cruz de oro macizo en el pecho, ¡la Reina!

Miró a su alrededor. En ningún lugar se dignaron posarse

sus miradas. Pasaron sobre las cabezas de los nobles señores;

sobre las altas peinetas de marfil de las señoras; sobre las

estatuas de mármol de los reyes muertos; y súbitamente me

vieron y se posaron sobre mí. Me deslumbré. Pero mantuve

los ojos abiertos y la miré yo también… Y entonces, la

Reina… Santo Prior, no sé si es verdad; no sé si es mentira.

Mi mente vacila…pero así al menos me apareció…

PRIOR. – ¿Qué? Se apagó tu voz. Toma aliento, desdichado.

Entonces, la Reina…

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CRISTÓBAL. – ¡Me sonrió!

PRIOR. – ¿A ti?

CRISTÓBAL. – (Con energía). Olvidas con quién hablas,

padre. ¡Habla con respeto!. ¡Sí: a mí! No muevas la cabeza;

no estoy loco; no estoy ciego. Escucha: era en primavera, era

un 22 de abril, y repicaban las campanas de Valladolid, ¡y la

Reina me sonrió! Y no sólo me sonrió. Vi también cómo sus

cejas se movían con alegría, como si me diera la bienvenida,

¡Me dio la bienvenida! ¿Quién conoce los caminos del Señor?

Me habría visto quizás alguna noche en sueños, y me

reconoció. Yo – más que todos los duques, almirantes,

obispos y nobles - estaban cerca de ella; era uno con ella;

¡éramos una llama los dos!

PRIOR. – ¿No te avergüenzas? ¿No sabes respetar? ¿Cómo te

atreves a levantar los ojos tan alto?

CRISTÓBAL. –Yo había oído la voz de Dios. Era Virrey de

las Indias y Gran Almirante del Océano, oculto bajo los

andrajos: ¡tenía derecho a levantar los ojos y mirarla! Le

había escrito cartas y enviado mapas; le había pedido

audiencia desde hacía muchos años. Pero la Reina siempre

tenía prisa. Bajaba desde el norte; perseguía a los infieles; los

expulsaba; los arrojaba al mar… Yo corría tras ella, pero no

podía alcanzarla… Y de súbito, aquel mediodía, en medio

del aire ardiente, ¡nos encontramos; llegamos a ser uno!

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PRIOR. – ¡Cierra tus necios labios!

CRISTÓBAL. – ¡Llegamos a ser uno! No te irrites, santo

Prior. Igual como luchaba ella, se arriesgaba, se consumía en

llamas. ¡Uno junto al otro! Y cuando me divisó frente a ella,

me reconoció. Y después de unos días, me envió un

caballero con este mensaje: “Venid al palacio. Os espero.”

¿No lo crees? Te lo juro. ¡Ahora me dirijo a ver a la Reina!

(Silencio). ¿Qué dicen las Escrituras? “Vienen los nuevos

tiempo”. Nuevos tiempos vienen, santo Prior: Dios lo quiere.

Me detengo a meditar: ¡qué grandes obras podríamos

cumplir los dos; ella en la tierra y yo en el mar! No te cojas la

barba, padre. No te enojes. Una palabra terrible te diré. Pero

desde aquel día un pensamiento se me clavó en las entrañas

y me devora… ¿Puedes oírla? ¿La vas a soportar? ¡La

soportes o no, la he de decir para aliviarme!

PRIOR. – Quisiera, ¡ay de mí!, cerrar mis oídos. Pero es

menester, tengo el deber de oír…

CRISTÓBAL. – (Con voz débil, lentamente, con angustia). Yo…

yo… y no Fernando debería ser…

PRIOR. – (Se estremece, espantado). ¿Qué? ¿Qué dices?

CRISTÓBAL. – (Apenas se le oye). Rey de España… (El Prior,

temblando, mira en torno suyo; hace la señal de la cruz).

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PRIOR. – ¡Nada he escuchado! ¡No he visto nada! ¡Vete!

(Levanta las manos hacia la estatua de la Virgen). Oculta tu

rostro para que no veas, Virgen Santa; cierra tus oídos para

que no escuches. El mundo está perdido.

CRISTÓBAL. – ¿Cuál fue la terrible palabra que se me

escapó? Lo juro: una cosa quería decir y otra salió de mis

labios. ¡Dios mío! Entonces, ¿también llevaba yo este

demonio dentro de mi alma?

PRIOR. – Temo estar contigo. Temo dejarte solo. ¡Podrías

prender fuego al Monasterio! Me inclino sobre tu alma y me

dan vértigos…Llamas veo, infierno, paraíso: no

distingo…Cristóbal Colón, ¿cómo te nombraré? ¿Bufón de

Satanás? ¿Enviado de Dios? ¿Gran Almirante del Océano,

Virrey de las Indias? Mi mente se confunde. No sé si tomar

el aspersorio y expulsar de ti al demonio o arrodillarme y

besar tus pies… (Silencio).

CRISTÓBAL. – Ten confianza en mí, padre. Creo que un

alma grande puede crear lo inexistente. Es éste mi mayor

secreto. Otro consuelo no poseo ni otras armas.

PRIOR. – (Pensativo). Falsario, ladrón, asesino, sacrílego…

No puedo decir por mí mismo ni la indulgencia ni la

excomunión… ¡Ay de mí! No tengo confianza en la mente

del hombre. ¡Que Dios juzgue! (Va y abre la puerta).

Levántate, desdichado; vete, sal del Monasterio. (Se oye el

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canto de los gallos). Ya ha amanecido. ¡Sigue tu camino hasta

el final, hasta donde te lleve!

CRISTÓBAL. – ¡Buen reencuentro, santo Prior! Dios no ha

entrado todavía a tus entrañas, para inflamarte. Y por eso no

crees. Pero pronto voy a hacer que creas. Sí; sí; te voy a

llevar conmigo en mi barco. ¡Te sumiré hasta el cuello en

Dios y en el oro, y creerás! ¡Feliz encuentro en mi carabela,

en la Santa María, santo Prior; sobre el Atlántico, con la proa

hacia occidente!

PRIOR. – Dios quiera, Dios quiera disipar las tinieblas que

aplastan tu alma, desdichado.

CRISTÓBAL. – ¿Qué tinieblas? El sol –has de saberlo- no se

ponga en mi espíritu: ¡De igual manera, haré que jamás se

ponga en el imperio castellano!

TELÓN

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ACTO TERCERO

Granada. Alhambra. Sala del trono. Media luz. Desde los grandes

ventanales entra la luz rosada de la aurora. Una gran cruz.

Clavado sobre ella, un Cristo impresionantemente vívido, hecho de

cuero, vestido con harapos, con cabellos y barba verdaderos, con

sangre rojísima que mana de sus cinco llagas. Alrededor, sobre los

muros, cuelgan emblemas musulmanes, trofeos de guerra. En

torno al palacio, ruido de campamento. Se escucha nítido el clarín

matutino. La gran puerta del fondo se abre sin ruido y aparece la

reina Isabel de Castilla. De unos cuarenta años, alta, de cabellos

rubios, rostro melancólico quemado por el sol. En la frente, una

cicatriz en forma de medialuna. Viste de verde oscuro. Lleva una

lámpara encendida. Avanza. La coloca en el candelabro, delante del

Crucificado. Después se yergue para dar su cuenta matutina.

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ISABEL. – Señor de los Ejércitos, Obstinado, Invencible

Guerrero, lleno de llagas, Primer Hidalgo de Castilla, mi

Señor, comienza un nuevo día. He venido a erguirme ante ti,

a estar de pie ante ti, como te agrada. Lo sé – me lo has dicho

-, no te agradan las genuflexiones ni las súplicas. No quieres

espaldas dobladas ni manos ociosas en cruz. No eres asilo

para los impotentes, los charlatanes y los débiles. Eres jefe

de un ejército que se arriesga sobre la tierra y combate. Y el

que no se arriesga y no lucha junto a Ti, ¡maldito es! El día

que subí al trono, cuando me quedé en el palacio, con la

corona sobre mi cabeza, escuché el silencio, oí tu terrible

voz. “No quiero salmos ni incienso –me dijiste -, te he

confiado la mejor compañía de mi ejército, con el estandarte

de Castilla: ¡combate!” “Y cada mañana quiero que vengas a

darme cuenta, de pie. ¡Tal será tu oración; no otra, Isabel,

reina de Castilla!” Hoy es domingo; ahora tañerán las

campanas. Pero antes de ir a misa, vengo a contarte qué hice

ayer, qué dije y qué pensé en el día y que soñé en la noche.

Un nuevo día amanece, una nueva batalla. Como mi Jefe,

escúchame y dame luego tus órdenes para el combate de

hoy. De nuevo ayer me levanté al alba y sobre mi negra

cabalgadura caminé hacia el norte, hacia las aldeas

incendiadas, devastadas. Mi gran compañero de lucha, bien

las conoces esas fecundas tierras de Andalucía; bien conoces

toda España. Tus pies se ensangrentaron persiguiendo

durante siete siglos a los infieles, desde Navarra y Burgos

hasta Granada y el Atlántico. ¿Recuerdas? Esa campiña era

un paraíso; corrían las aguas; sonreían las aldeas; el alma del

más humilde brillaba en estos prados de Andalucía como un

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naranjo florido. ¿Y ahora? Los infieles borraron los surcos;

cortaron de raíz los olivos, los almendros, los limoneros;

pegaron fuego a los pueblos; quemaron los muros desnudos.

Se llenaron los caminos de huérfanos que tienen hambre…

¿Qué dices, Señor? Tus labios se movieron… ¿He cometido

una falta? ¿Qué debo hacer? Ordéname lo que debo hacer y

lo cumpliré. Todo el día anduve de aldea en aldea, de ruina

en ruina. Lloraban las madres; lloraba yo también con ellas.

Cuando retomé el camino, te llamaba para que aparecieras

entre las iglesias destruidas; para que conversáramos; para

que halláremos remedio al hambre, a la desnudez, a la

muerte. Tú también tienes un deber. Conociste también lo

que quiere decir pobreza y hambre y muerte. ¡Ayúdame a

salvarlos de la pobreza, del hambre y de la muerte! Al

mediodía, me apoyé en el tronco quemado de un olivo.

Tenía hambre, pero me daba vergüenza comer, porque a mi

alrededor todos tenían hambre. Por un instante me dominó

el deseo de devolverte la corona real; de desprenderme de

las ricas vestiduras que llevo y caminar descalza como las

madres e ir mendigando de puerta en puerta; para sufrir

todo el dolor, para sentir toda el hambre de mi reino; para

morir toda su muerte. Pero tuve miedo. Recordé tus

palabras: no te gustan las manos que piden; te gustan las

manos que luchan. ¡Voy a luchar! Señor de los Ejércitos,

expulsaste a los infieles. El 2 de enero pasado, el pequeño e

impotente reyezuelo subió a una colina, miró por última vez

a Granada con los ojos llenos de lágrimas… Se fueron, se

fueron por el camino sin retorno. Llegó desnuda,

hambrienta, viuda enlutada, la Paz. ¡Ayúdanos, Cristo, a

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vencer también en la Paz! El pueblo tiene hambre; los nobles

se rebelan; los bandoleros merodean por los caminos; los

piratas, por el mar. He vendido todas mis joyas de oro; he

fundido los candelabros de plata y los cálices de oro de las

iglesias. Los reales cofres han quedado vacíos, llenos de

telarañas. ¿Con qué armas pretendes, entonces, que

combata? No me mires así, irritado. ¿Qué puedo hacer?

Armas pide la guerra; oro demanda la paz: para construir,

para vestir, para alimentar al reino. ¿Dónde encontrarlo?

Ayer, durante todo el día, mientras caminaba entre la

desolación y la miseria, en una sola cosa pensaba –

perdóname-, en una solamente: en el oro, maldecido,

todopoderoso y siempre manchado en sangre. Se me han

acercado charlatanes, rudos capitanes, frailes malignos,

inescrupulosos alquimistas, y me prometen oro… Y desde

hace ocho años, un extraño navegante que conoce – según

dice - rutas desconocidas para llegar a unas exóticas islas de

portales de oro, me envía, uno tras otro, papeles y mapas; y

sus palabras están llenas de locura y de certeza… ¿Qué

hacer? ¿Qué contestarle? Hasta ahora con la razón no he

hallado ningún tesoro. ¡Probemos, pues, con la locura! Y di

mi venia para que se presente aquí, hoy, delante de Ti,

Señor, este visionario y ardiente capitán, ¡Cristóbal Colón de

nombre! Míralo, júzgalo y dame una señal. En tu paraíso,

sentada entre las santas, está la Locura. Sus ojos son grandes,

negros; ve más lejos que la Razón, tu juiciosa esclava. Si

existe oro en los confines del océano, aquélla lo verá primero

y dará la voz. Si existe camino de salvación en el confín de la

razón, más allá de la razón, aquélla lo ha de encontrar. Y si

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no existe, ¡solamente ella puede trazarlo! Es por cierto

Locura la gran mártir que combate sobre el abismo, allí

donde las otras santas no se atreven a poner los pies. Llamé,

pues, al extravagante capitán: en sus carabelas voy a

embarcar mis últimas esperanzas. Sonríes: tal es tu voluntad,

Señor; lo sé. De otro modo, ¿cómo explicar los sueños que

me envías? Todas las noches las llenas de delirio y oro. Estoy

tendida en mi lecho; pienso en España; me vence el sueño; y

de inmediato se abren las cataratas del cielo; se abre el techo

del palacio; estalla una tempestad de oro y caen sobre mí,

como granizos, los redondos ducados amarillos. Y hoy al

amanecer, ¡qué sueño fue el que me enviaste, Señor! Se diría

que era una gran fortaleza a cuyos pies rugía el océano. En

sus troneras, se erguían altaneros y extravagantes reyes,

cardenales, generales y almirantes… Unos estaban

descalzos; otros llevaban enormes alas rojas en la cabeza;

algunos tenían trompa como de elefante; otros, cuernos

enroscados como de carneros… Todos sujetaban cuerdas,

como los cargadores, y tiraban de ellas… ¿Qué tiraban? Yo

no lo veía. Traspiraban, jadeaban; hablaban y miraban al

mar… Y de pronto, una carabela de tres mástiles apareció

sobre las olas. Lo que estaban sacando era esa carabela. Se

acercaban y se agrandaba cada vez más. Tenía velas rojas y

jarcias doradas. Y sus marineros subían y bajaban por ellas;

saltaban de palo en palo; chillaban y reían. No eran

hombres; eran simios. Y alineados en las barandas y en las

jarcias doradas, había miles de papagayos amarillos, verdes,

colorados…Echó anclas la carabela al pie de la fortaleza;

saltaron los simios y frenéticamente comenzaros a descargar

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frutas; gigantescos bananos, grandes como botes; nueces

moscadas del tamaño de un melón; y miles de ladrillos de

oro; y empezaron a construir… E innumerables papagayos

volaban chillando y acarreaban agua y barro… Ríes, Señor;

juegas conmigo; y me envías abigarrados sueños para

confundir mi espíritu. Reía yo también contigo en el sueño;

pero de repente me sobrecogió el terror. Perdóname, Cristo;

vi, sí, lo vi. Al final, los monos subieron, riendo y

chanceando, dos vigas clavadas en cruz; y sobre ellas –

Señor, ¿cómo decirlo?-, no estabas crucificado Tú, sino otro.

No te irrites. Me ordenaste contar todo cada mañana.

Cumplo tu mandato. Sí. No eras Tú el crucificado, sino otro.

Alto, curtido por el sol; vestía hábito de monje; de su

hombro colgaba un atado… ¿Quién era, Señor? ¿Por qué

miras hacia la puerta? ¿A quién esperas? He terminado mi

cuenta. A Ti te toca hablar ahora. He aprendido a escuchar

tu silencio. Sé que él es tu voz: oigo pues. (Silencio. Isabel

enjuga el sudor de su frente. Se dirige a la puerta. Escucha como si

oyera pasos. Vuelve hacia el Crucificado). Desolado y mudo me

envuelve el silencio. Me dejas sin respuesta, indefensa; y he

aquí que vuelve a mi mente el sueño; dentro de mí ancló de

nuevo la carabela; el aire se ha llenado de alas… (Se abre la

puerta. En el umbral aparece Cristóbal Colón, con el hábito, con el

bolso y el rosario al cinto. Isabel se vuelve. Lo ve. Deja escapar una

exclamación; pero de inmediato se contiene. Silencio. Parece que

cambiara el aspecto de todas las cosas; que la realidad se

transformara; que se hiciera más profunda; que se fuera volviendo

un sueño. Hasta el repique de la campana, la escena debe presentar

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un carácter velado, de leve onirismo. Cristóbal e Isabel se miran,

silenciosos, sorprendidos, con misterioso sobrecogimiento).

ISABEL. – (Aparte). ¡El crucificado!

CRISTÓBAL. – (Aparte) ¡La Virgen con la cicatriz de media

luna en la frente! Estoy soñando. Diría que aún me

encuentro bajo la apacible encina, en los confines de Castilla.

(Da un paso y después otro, sobrecogido. Se detiene delante de

Isabel y le sonríe. Ésta espera, agitada, en silencio, las primeras

palabras).

CRISTÓBAL. – Majestad…

ISABEL. – ¿Quién eres?

CRISTÓBAL. – No lo sé. Perdonadme, Majestad… Mis pies

están ensangrentados, como si hubiera caminado por todos

los continente y hubiera luchado contra todos los mares; y

he venido. Me habéis llamado y he venido. Y ahora que os

veo, Majestad, comienzo poco a poco a animarme y a darme

cuenta quién soy… Y para qué nací y hacia dónde voy.

ISABEL. – Tus palabras confunden la mente. No me gustan.

¡Habla claro! No; esto es mi Dios. Tú ¿quién eres?

CRISTÓBAL. – Un barco de tres mástiles, Majestad. Y vengo

de más allá del Océano. Y desembarco a vuestros pies raros

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frutos y pájaros multicolores y nuez moscada y todo el oro

que necesitáis para salvar a la cristiandad.

ISABEL. – ¡Oro! ¿Dónde está? ¿Se llenó ya acaso el gran

patio del palacio? Voy a verlo y a tocarlo.

CRISTÓBAL. – No tengáis prisa, Majestad. Se encuentra

todavía en mi pensamiento. Dadme navíos, Señora del Mar,

para ir a buscarlo y traéroslo.

ISABEL. – No tengo confianza en la imaginación ni en las

grandes palabras. Tengo confianza sólo en mis manos. Existe

solamente lo que toco: soy castellana. Lo invisible debe

hacerse visible para que yo crea en ello. Mi alma debe

transformarse en cólera, en amor y en acción para aceptar

que existe. ¿Dónde está el oro que traes?

CRISTÓBAL. – (Apasionadamente) ¿Dónde están las carabelas

que tantos años pido, Majestad? Yo solo no puedo, no puedo

cargar el oro. Ni soy Cristo para andar sobre las aguas…

ISABEL. – No sobran barcos en España para enviarlos al

extremo del mundo a buscar lo inexistente.

CRISTÓBAL. – Llamáis inexistente a lo que todavía no

deseamos lo suficiente.

ISABEL. – ¡No basta el deseo!

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CRISTÓBAL. – SÍ basta! ¡Solamente él crea el mundo!

¿Cómo creéis que vencisteis a los infieles y los empujasteis al

mar? Siete siglos que Castilla lo deseaba; y el cerebro

pequeño y sin vuelo reía y se burlaba de tal locura. Pero ella

clamó, anheló; era herida; era derribada; se volvía a levantar;

recomenzaba la lucha. Y ahora, mirad; vuestro palacio se ha

llenado de enseñas musulmanas conquistadas. Aquí, en la

Alhambra; más allá, en la mezquita de Córdoba; en la

Giralda de Sevilla: la Cruz ha sido clavada. La orgullosa

medialuna ha huido de toda España y se borra, impotente,

como una herida cerrada, sobre vuestra excelsa frente…

(Silencio). Majestad, si supierais – como lo sé yo – cuán

grande es el poder del deseo, los dos podríamos salvar al

mundo…

ISABEL. – (Sorprendida, irritada, contrae las cejas). ¿Nosotros

dos?

CRISTÓBAL. – Sí. Ningún otro. Nosotros dos.

ISABEL. – ¿Cómo te atreves?

CRISTÓBAL. – Bajad un momento la dorada corona que

lleváis; dejad a un lado el hábito mil veces remendado que

yo visto: dos reyes hablan; ¡dos almas grandes! Hablan y

deciden sobre el destino del mundo.

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ISABEL. – No acostumbro a que me hablen y me miren con

tanto atrevimiento. ¡Baja la voz y los ojos!

CRISTÓBAL. – Majestad, ¿podéis vencer el orgullo y los

ropajes de seda que lleváis? Caer humildemente a los pies

de Cristo, como yo lo hago, y dejar a un lado todas las cosas

efímeras – palacios y Granadas y reinos - y que deliberemos

tranquilamente los dos sobre la manera de salvar al mundo?

¡A nosotros – debéis saberlo - nos confió Dios la salvación

del mundo!

ISABEL. – Debes ser algún trovador que anda por las cortes

de los nobles y en los grandes festejos inventando fantasías.

Pero esta corte real es ruda y austera y distingue muy bien el

aire de la piedra; y menosprecia a los ojos abiertos que

sueñan.

CRISTÓBAL. – ¡Solamente estos ojos, sólo estos ojos saben

ver, Majestad!

ISABEL. – Lo que tú ves de día, despierto, yo lo veo de

noche, en mis sueños. Sobrepaso los límites de mis fuerzas.

Doy forma al aire: lo hago ejército y oro y cabalgaduras; y

avanzo y organizo una Cruzada para libertar a la

cristiandad. Pero en la mañana despierta el cerebro.

Extiendo las manos: vacías las arcas de Castilla; hechas

cenizas las aldeas de España; extenuados los cuerpos de

España por el hambre, el frío y la enfermedad. Y me enyugo

como el buey al trabajo diario; empeño todos mis esfuerzos

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y siento tras de mí a toda España que se resiste. Este es mi

combate. Todo lo demás son alas satánicas que pretenden

sacarme de la ruda tierra castellana que me dio Dios para

trabajar. (Abre una caja y saca un montón de papeles y mapas).

Toma los mapas y escritos que me has enviado. Llena tu

bolso con estos papeles manchados, y trata de golpear otras

puertas benignas. No tengo navíos para darte; ni ejército

para equiparte; ni confianza en que existan islas de portales

de oro, de que me hablas, me vuelves hablar y me juras en

tus cartas.

CRISTÓBAL. – Si no existen, ¿por qué he nacido? ¡Existen,

puesto que yo existo! Majestad, ¡dichoso aquél que guarda

en el día los sueños de la noche y lucha por hacerlos

realidad! Eso significa juventud; eso significa fe: ¡sólo así

puede crecer el mundo!

ISABEL. – ¿Crece o se pierde? Los caminos de Castilla se han

llenado de caballeros soñadores, con la razón algo

extraviada. ¡Es tiempo que la fantasía se transforme en

cerebro laborioso y se instale en esta tierra para trabajarla!

CRISTÓBAL. – Majestad, no arriéis el ala roja que flamea

sobre la cabeza de Castilla. Si la arrancáis, se perderá

España. Porque ella es – no lo olvidéis - el ala roja que está

sobre la cabeza de Dios! Y todas esas mentes bien asentadas

de que habláis tienen sólo un valor: que caminando sigan,

mientras puedan, a esa ala en el aire. Vos sois el ala sobre la

cabeza de España, Majestad. ¡Seguid adelante! No basta que

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hayáis salvado al reino de los infieles. Vuestro deber es

salvar toda la tierra.

ISABEL. - ¿Toda la tierra? Nunca mis anhelos salieron de los

umbrales de España. Ella lucha como esforzada amazona

desde los Pirineos hasta el Mediterráneo y el Atlántico, ya

persiguiendo a los infieles, ya a la pobreza, ya a la

holgazanería, ya a la injusticia. No desea otra cosa.

CRISTÓBAL. – Una palabra misteriosa os diré, majestad.

Escuchad: todo soberano de la tierra mantiene un embajador

en vuestra corte real. Ahora Dios ha decidido enviar

también Él un embajador ante vuestro trono.

ISABEL. – ¿A quién?

CRISTÓBAL. – ¡A mí! Me entrega órdenes. Me envía con

mensajes para que os lo diga. Y os los digo. Escuchad. Abrid

las Escrituras y veréis: ¡próximo está el fin del mundo!

¿Cómo podéis, entonces, dormir tranquila? ¿No siente

vuestro corazón como un ave de presa que lo picotea, que lo

rompe por dentro con sus garras y que anhela salir? ¡Es

Dios, a quien no le basta ya España y ha vuelto su rostro

hacia Jerusalén y se impacienta! ¿Hasta cuándo habrá de

esperar? Se acerca la hora terrible de la Segunda Venida, y

¡ay de nosotros si Él encuentra los Santos Lugares

mancillados todavía por los infieles!

ISABEL. – ¿Adónde me empujas tú?

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CRISTÓBAL. – No soy yo, majestad; es Dios. Poco tiempo

dura nuestra vida terrena; pero de este escaso tiempo

depende la eternidad. ¿Infierno eterno y paraíso eterno?

Nuestros hechos aquí, en la tierra, lo decidirán. Cuanto más

grande es un alma, tanto más extenso es el campo en que

debe combatir. Algunos espíritus tienen como palestra sólo

la propia casa; otros, la aldea en que nacieron; otros, todo un

país; pero algunos, las almas grandes, poseen la tierra entera

como palestra. ¡De vuestras manos depende el mundo todo,

Majestad!

ISABEL. – (Acercándose al Crucificado. Con voz suave). Rey de

los Reyes, ¿quién es este embajador que me envías? ¿Qué

son estas palabras llenas de vuelo que me mandas decir?

Hasta ahora mi entendimiento no vacilaba. Te he servido

bien, según creo, en las tierras de Castilla. ¿Por qué deseas

ahora levantar mi mente en el aire?

CRISTÓBAL. – ¿Ha llegado el momento! Maduraron ya los

tiempos. ¿Estáis preparada, Majestad?

ISABEL. – ¿Qué quieres? ¿Qué te encargó Dios? ¿Qué

solicita de mí? ¿Habla claro para medir mis fuerzas y ver!

CRISTÓBAL. – Majestad, cumplisteis las dos primeras

hazañas que os encomendó el Señor: Salvasteis vuestro

pequeño espíritu – a Isabel -, subordinándola a una gran

idea. Salvasteis a vuestro gran espíritu – a España -,

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haciéndola finalmente libre de infieles. Ahora comienza la

tercera y más difícil hazaña: organizar una Cruzada;

movilizar los ejércitos de toda la cristiandad; equipar flotas;

y por mar y tierra firme, lanzaros ¡a liberar los Santos

Lugares! Es lo que Dios me ha encargado deciros, Majestad.

Ahora, vos debéis decidir.

ISABEL. – Mido mis fuerzas; vuelvo a medirlas: ¡no puedo!

CRISTÓBAL. –La fuerza del hombre verdadero no tiene

medida. ¿Quién puede medir el espíritu de Dios? ¿Quién

puede medir hasta dónde puede llegar la criatura de Dios,

nuestra alma? ¡Gran pecado es, Majestad, poner límites al

alma; humillarla y decirle: “¡No puedes ir más allá”! Es

como humillar a Dios.

ISABEL. – Mi espíritu camina sobre la tierra y las piedras.

Baja a la tierra y a las piedras si quieres que nos

encontremos. Escucha: para la Cruzada que me impulsas a

proclamar, no se necesita solamente alma. También es

necesario oro. ¡Y no poseo oro!

CRISTÓBAL. – Yo os lo traigo! Desde la creación del mundo,

el oro está en los confines del océano, en las entrañas de la

tierra. El oro esperaba que nacierais, Majestad; que naciera

yo también, el mismo día, a la misma hora, al mediodía de

un 22 de abril…Os lo juro. Esperaba el oro durante miles de

años que amaneciera este día, el de hoy, en la Alhambra; y

que nos reuniéramos los dos bajo los pies de la Cruz. ¿No

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visteis un ala descender sobre nosotros cuando hablábamos?

¿No escuchasteis una voz que nos decía el “Salve”?

Majestad, ¡en este momento, en medio de nosotros está el

arcángel Gabriel!

ISABEL. – (Estremeciéndose). ¿El arcángel Gabriel…?

CRISTÓBAL. – Si cerráis los ojos, Majestad, lo veréis. Si

ponéis atentos los oídos, lo escucharéis…

ISABEL. – No veo nada… No oigo nada…

CRISTÓBAL. – Nos mira y nos sonríe… ¡Ahora apoya el

nardo sobre vuestra cabeza y vuestros cabellos se cubren de

polvo dorado! Majestad, no os opongáis a la voluntad del

Señor. ¡Dadme los navíos que os pido para ir atraeros el oro!

Reunid los ejércitos; marchad adelante; y yo estaré junto a

vos para que libertemos los Santos Lugares ¡antes que llegue

el fin del mundo! Siento que la tierra entera pende de mis

manos. ¿Por qué os resistís?

ISABEL. – ¡No me resisto! Hoy al amanecer, tuve un

sueño…

CRISTÓBAL. – ¿Qué sueño?

ISABEL. – Vi en sueños una Cruz hecha con dos gruesas

vigas y sobre ella, crucificado…

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CRISTÓBAL. – ¿Por qué vaciláis, Majestad? ¿Quién era?

ISABEL. – Un hombre.

CRISTÓBAL. – ¿Quién?

(Silencio).

ISABEL. – Mejor es el silencio.

CRISTÓBAL. – Majestad, Dios habla en los sueños… San

Cristóbal es el sueño que lleva en sus hombros al Señor. Me

inclino, beso vuestra mano. Escuchad: de nuestra secreta

unión nacerá una criatura…

ISABEL. – (Sobresaltada, con irritación. Se lleva la mano al

pecho). ¿Una criatura?

CRISTÓBAL. -¡El Nuevo Mundo, Majestad! (Se oye la

campana que llama a misa. Isabel se estremece como si despertara

de un sueño. Se santigua. La luz aumenta bruscamente su

intensidad. La reina mira como si viera a Cristóbal por primera

vez. Atraviesa la sala y se sienta en el trono. El tono de su voz ha

cambiado ahora).

ISABEL. – ¿Eres tú Cristóbal Colón?

CRISTÓBAL. – Sí, Majestad.

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ISABEL. – ¿El que dice que ha hallado nuevas rutas sobre los

mares?

CRISTÓBAL. – SÍ, Majestad.

ISABEL. – La campana de la misa ya ha tocado. Debo ir a la

iglesia. Tengo prisa. ¿Qué decíamos?

CRISTÓBAL. – Os he enviado escritos y mapas, Majestad…

ISABEL. – Entregué esos escritos y mapas a los más grandes

sabios de Salamanca para que los estudiaran – y se rieron.

Pregunté a capitanes que han navegado por todo el mundo:

levantaron los hombros - y se rieron. Yo les creo a los sabios

y a los capitanes. Pero ahora me encuentro en la duda

desesperada. Seguiré el camino de la locura -¡pues la

desesperación no tiene otro camino! ¿Qué solicitas de mí?

CRISTÓBAL. – Tres carabelas. Ya encontré una, la Santa

María del capitán Alonso de Sevilla. Necesito otras dos.

ISABEL. – ¿Qué más?

CRISTÓBAL. – Unos cien marineros fuertes, que soporten

las penurias y la desesperación.

ISABEL. – ¿Qué más?

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CRISTÓBAL. – Que llenéis las bodegas con provisiones y

armas. Nada más.

ISABEL. – ¿Nada más? Ambiciosas tus miras: no están

satisfechas. Pides otras cosas. ¿Qué? ¡Habla claro!

CRISTÓBAL. – ¡Una Real Orden!

ISABEL. – Que diga…

CRISTÓBAL. – ¡Que me proclame Gran Almirante del

Océano y Virrey de las Nuevas Tierras que descubriré! Y

que yo tenga un décimo de todas las entradas, y mis hijos y

los hijos de mis hijos, a perpetuidad.

ISABEL. – (Con acento sarcástico). ¡Ah, embajador de Dios en

la corte de Castilla, Apóstol decimotercero, salvador de los

Santos Lugares, ¿para qué quieres todas esas vanas

grandezas? ¿Cómo puedes tú aceptar las riquezas terrenas?

CRISTÓBAL. – ¡No para mí; no para mí, Majestad! Pero he

conocido bien a los hombres y los aborrezco. Para que os

obedezcan y cumplan su deber, es menester que os sepan

rico y fuerte. ¡Tengo, por tanto, el deber de llegar a ser rico y

fuerte!

ISABEL. – ¿Tú eres el humilde asceta que peregrinas con

remendados hábitos de monje? ¡Pero veo que no te basta el

mundo!

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CRISTÓBAL. – Si tengo poco, me basta; si poseo más, no me

basta. (Silencio. Isabel desciende del trono. Se aproxima al

Crucificado; lo contempla un rato, en silencio. Después, se inclina

y besa sus pies. Murmura quedamente).

ISABEL. – “He aquí la esclava del Señor: ¡cúmplase tu

voluntad!” (Se vuelve hacia Cristóbal, severa, con los labios

apretados. Cristóbal inclina la cabeza. La reina habla lentamente,

con acento solemne). Cristóbal Colón, acércate. (Cristóbal se

aproxima, inquieto. Isabel saca de su cuello la cruz de oro). ¡Gran

Almirante del Océano, Virrey de las Indias, esta Cruz del

martirio sea contigo! (Le cuelga la Cruz dorada. Cristóbal mira a

la reina como si quisiera pedir algo más todavía). ¿Todavía? ¿Qué

deseas todavía, Don Cristóbal?

CRISTÓBAL. – Una gracia, Majestad; la última; la más

grande.

ISABEL. – Escucho.

CRISTÓBAL. – Posar mis labios sobre la herida en forma de

medialuna que se borra ya sobre vuestra frente…

ISABEL. – (Sonriendo amargamente). ¡No todavía! Cuando

vuelvas, si vuelves… ¡Y cómo vas a volver! ¡Vete!

TELÓN

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ACTO CUARTO

En el Océano Atlántico, a bordo de la Santa María. Terrible

tempestad. Cristóbal, acabado, enflaquecido, se coge con fuerza del

mástil y contempla tranquilo las olas espumeantes. Viste el mismo

hábito remendado, pero de su cuello pende ahora la cruz de oro que

le regaló la reina Isabel. El padre Juan trata desesperadamente de

maniobrar el timón. A su lado, el capitán Alonso, cubierto con

capote, afila lentamente un puñal. Los dos hablan rápido, en voz

baja. Al fondo, en todo el rededor, marineros enfurecidos, cogidos

de las cuerdas y las barandas, tienen los ojos clavados ya en

Cristóbal ya en el capitán Alonso, y esperan. Desde abajo, desde la

bodega cerrada, se oyen aullidos e imprecaciones. Está

amaneciendo.

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JUAN. – Capitán Alonso, ¿hasta cuándo seguirás afilando

ese puñal? Mira: en torno nuestro los marineros, irritados,

tienen los ojos clavados en ti y esperan. ¡Dales una señal! Y a

él, ¿no lo ves? Está agarrado al mástil para que no lo barran

las olas. Éste es el momento: ¡clávale el puñal; empújalo y

arrójalo al mar!

CAPITÁN. – Padre Juan, ten con fuerza el timón. Espesa

niebla ha caído. ¡Deja la charla!

JUAN. – Tenga éxito o no tenga éxito, nosotros estamos

perdidos. ¡Esto sé yo!

CAPITÁN. – Tenga o no éxito, él está perdido. ¡Esto sé yo! Y

será pronto.

JUAN. – ¿Pronto? ¿Cuándo? Sesenta y nueve días y sus

noches luchamos sobre este desierto, siempre desierto

océano. ¿Dónde están las islas de los portales de oro? Ni un

peñasco, ni un pájaro, ni una vela blanca en el cielo-mar

infinito…Este perro nos amarró a su cola y nosotros los

seguimos… ¿Dónde vamos? ¡Al infierno derecho!

CAPITÁN. – (Riendo con sorna). Hacia el infierno vamos,

padre piloto, y vamos bien: ¡allí está el oro!. (Se oyen gritos e

imprecaciones desde el calabozo y golpes en el techo de la bodega).

JUAN. – Escucha a los desdichados que se sublevaron,

encerrados y encadenados en el calabozo, sin agua, si pan,

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con hierros en los pies. Toda la noche han rugido y

blasfemado, gritando que volvamos atrás. ¡No soporto más!

¡Voy a virar el timón y atrás!

CAPITÁN. – Sigue adelante, padre piloto. El mar tiene sus

leyes. El capitán tiene su honor. Aunque vea al diablo

adelante, ¡no ha de volver atrás! ¡Hay, pues, que seguir!

JUAN. – Buen humor de amanecida tienes hoy, capitán

Alonso. Ayer tu mirada era turbia… Hoy centellea…

CAPITÁN. - ¡Calla! Viene el Prior. (Oculta el puñal entre sus

ropas). Cambiemos de plática. Creo que algo sospecha. La

barba le tiembla de rabia.

JUAN. – No de rabia, sino de compasión. Se apiada del

Anticristo. (Se oye un profundo suspiro de Cristóbal. El Prior se

acerca, sombrío).

PRIOR. – Capitán Alonso, la vida del hombre es una valiosa

perla; no porque valga por sí misma, sino porque de ella

depende la vida eterna. ¿Comprendes qué quiero decir?

CAPITÁN. – Navío es éste, santo Prior; no es Monasterio.

Deja las palabras conventuales. ¿No ves el océano

embravecido? No oyes crujir los flancos de la Santa María?

Te comeré o me comerás: ésa es la ley aquí.

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PRIOR. – ¿No tienes alma? ¿No lo compadeces? Míralo.

Enflaqueció su cuerpo. Aparecieron los huesos… No

duerme, no come, no habla. Mantiene los ojos clavados

adelante, hacia el confín del océano. Permanece inmóvil y el

sudor de la muerte corre ya por su piel. ¿No lo compadeces?

Como quiera que sea, va a morir. No alces tu mano. Deja

que Dios juzgue.

CAPITÁN. – Lo que puedo hacer solo, lo hago solo. No

necesito a Dios como socio. ¡Y perdóname!

JUAN. – (Aparte). Golpea ya, capitán Alonso, y no lo

escuches. Dijimos que al amanecer y está amaneciendo.

PRIOR. – Tus ojos se han enrojecido, capitán Alonso. Se han

llenado de sangre. Pero yo tengo que dar cuenta de su alma.

No puedo dejar que la entregue al Señor sin penitencia. Voy

a confesarlo y a darle la comunión. ¡Que nadie se acerque!

Pero si se niega, ¡daré vuelta mi rostro y vosotros haréis lo

que os plazca! (Se dirige hacia Cristóbal).

CAPITÁN. – (Riendo). ¡A éste también lo tiene enloquecido

Dios! (Al padre Juan). ¿Qué brilla en mis ojos, preguntas,

padre Juan? ¿Qué podría ser, viejo lobo?. ¡¡Oro!!

JUAN. – ¿Lo has visto en sueños?

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CAPITÁN. – ¿Por tan necio me tienes, capitán Juan? ¡He

visto una luz! ¡Una luz de verdad! ¡Encendida por seres

humanos!

JUAN. – ¿Qué? ¿Dónde? ¡Habla claro!

CAPITÁN. – Ayer, pasada la medianoche, vi una luz, lejos,

frente a frente a nosotros… Y después, otra y otra más…,

como fogatas encendidas de monte en monte… Como si

fueran señales… (En voz baja). ¡Padre Juan, estamos

llegando!

JUAN. – ¿Llegando…? ¿Entonces tenía razón el loco

iluminado?

CAPITÁN. – Cierra la boca. Tratemos de terminar con él

antes que se disipe la borrasca y aparezca la tierra firme…

JUAN. – (Santiguándose). ¡Y entonces todo el oro para

nosotros…!

CAPITÁN. – (Riendo con sarcasmo). Buen, bien. ¡No te apures

tanto, diablo de fraile! Voy a hablar a los marineros para que

acabemos de una vez. Y tú mantén firme el timón. Vamos

derecho adelante. ¡Derecho hacia el demonio de cuernos de

oro! (Se aleja. Silencio. Se oye el rugir del océano. El Prior se ha

acercado a Cristóbal. Lo oye hablar solo. Se detiene y escucha.)

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CRISTÓBAL. – ¡Oh Señor, Dueño de los mares, Protector de

Castilla y de Cristóbal Colón, fuera de mi barco, el océano ha

enloquecido! Ha visto que voy a coger las islas y pretende

ahogarme. Dentro de mi navío, respiro el miedo, la

vergüenza, la traición. ¡Dios mío, me has abandonado en

medio del océano! ¡Pero yo no te abandono! Desapareció mi

carne: cayó desde la cubierta al mar; pero quedaron mis

huesos y ellos se entrelazan a tu alrededor y te abrazan, ¡oh

siempre oscuro y salobre Mástil de la Esperanza! ¡Y allí

donde vayas, iré yo también contigo!

PRIOR. – (Da un paso. En voz baja). Capitán Cristóbal.

(Cristóbal oye; no responde; no vuelve la cabeza). ¡Capitán

Cristóbal!

CRISTÓBAL. – (Volviéndose, irritado). ¡No me digas capitán

Cristóbal! ¿Cuántas veces te lo he de repetir? ¡Soy el Gran

Almirante del Océano, y dentro de pocos días, dentro de

pocas horas, con toda seguridad, el Virrey de las Indias!

Desde la noche en que me viste llegar a mendigar un poco

de pan y un trago de agua, ha pasado mucho tiempo. Dios

se inclinó y puso sobre mi cabeza una corona. ¿No la ves?

PRIOR. – Veo tus cabellos que encanecieron en pocos días,

azotados por el viento. Veo tu rostro consumido por el

hambre, el insomnio y el terror. Y sobre tu cabeza percibo

¡las alas de la muerte!

CRISTÓBAL. – ¡Las alas de la gloria!

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PRIOR. -¡¡Las alas de la muerte!! ¡Ha llegado tu última hora,

desdichado! Prepárate para presentarte ante el Señor.

Robaste, asesinaste, mentiste, arrojaste impías miradas sobre

la Reina. Ahora llegó tu última hora. Clama: ¡he pecado!

CRISTÓBAL. – ¡Yo no puedo morir! Y no me amenaces.

Tierras no holladas ascienden dentro de mi espíritu. La

muerte ha de esperar hasta que yo ponga sobre ellas mis

pies. ¡Esclava es la muerte por cierto, y no señora! ¡Que

espere! Si no hubiera asesinado, robado y mentido, vagaría

todavía descalzo por los caminos de Castilla, carga para

Dios y para los hombres. ¡Y el mundo no crecería!

PRIOR. – ¡El pecado engendra muerte!

CRISTÓBAL. – No existen los pecados, santo Prior; no. No

existen pecados; existen solamente pecadores. Y yo, por más

pecados que cometa, permanezco siempre puro, límpido

como la llama. ¡Porque cuanta carroña recibe la llama, en

llama la transforma!

PRIOR. – Igual, exactamente igual, habla Satanás.

CRISTÓBAL. – Igual habla el hombre que posee el gran

secreto.

PRIOR. – ¿Qué secreto?

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CRISTÓBAL. – ¡Que el pecado mismo está al servicio de

Dios! Estiércol, aguas pútridas: yo os transformaré en rosa –

dice el rosal. ¡Eso dice también el alma grande, santo Prior, a

la mentira, al robo y al crimen…! (Se escuchan gritos e

imprecaciones desde el calabozo).

PRIOR. – ¿No los oyes? ¿No los compadeces? Vuélvelos a

sus tierras. Jadeantes te han seguido. Sus almas no poseen

alas. No pueden resistir…

CRISTÓBAL. – Pero entonces, ¿nunca has leído las

Escrituras? ¿Es incapaz tu mente de comparar hombres y

épocas? Mírame; mira en torno tuyo; abre los ojos: Yo soy el

nuevo Moisés y el Atlántico es mi desierto. Y esa tripulación

que jadea, aterrada, es mi pueblo. ¡Y lo coloco al fuego, como

al hierro, para moldearlo y hacerlo semejante a mí!

PRIOR. – ¡No eres Dios para que moldees a los hombres a tu

semejanza!

CRISTÓBAL. – (Exaltado). Tres veces he visto hasta ahora a

Dios; no en sueños, sino con los ojos abiertos, llenos de

lágrimas, a través de las lágrimas. Y conozco su rostro…

Antes de verlo, yo era como los demás hombres, que

parecen cerdos, bueyes o corderos. Pero desde el día en que

lo vi por primera vez, lloré, anhelé, sentí dolor y luché; y mi

rostro cambió, enflaqueció; llegó a ser igual al de Dios. Por

eso combato para que los hombres se me asemejen. Por eso,

no compadezco a mi pueblo que atraviesa este salado

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desierto y grita. ¡Que grite! Toda alma debe cruzar un

desierto para salvarse: también cada pueblo. Estamos

llegando ya a la Tierra de Promisión, que destila miel y

leche. Estamos llegando el término del viaje.

PRIOR. – ¡A la muerte!

CRISTÓBAL. – ¡A la victoria, a la gloria, a la Antilla!

PRIOR. – ¡A la muerte! Existe un límite en medio del océano.

Hay un límite, necio. Si lo atraviesas, el mar se transforma

en una enorme catarata ¡y devora los navíos! ¡Gran

Almirante de la Soberbia, has sobrepasado los límites de

Dios!

CRISTÓBAL. – ¡Dios no tiene límites! El alma grande

tampoco los tiene. Abre los ojos: ¿qué divisas tras la niebla

del amanecer?

PRIOR. – Nada… nada… Por todas partes, olas

embravecidas, desiertas…

CRISTÓBAL. – ¿No ves las islas, las montañas? ¿No te llega

suave perfume de los bosques floridos? ¿No distingues las

ciudades de oro que refulgen al sol?

PRIOR. – ¡Nada…nada!

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CRISTÓBAL. – ¿No escuchas las aguas que murmuran; los

niños que ríen; los papagayos, los cardenales, los mirlos?

¡Escucha! (Silencio. Música suave. Se oye rumor de aguas, risas,

trinos de pájaros).

PRIOR. – ¡No oigo nada… nada…!

CRISTÓBAL. – ¡Impíos! Por eso sufro tanto; por eso tardan

tanto en aparecer mis islas. Porque nadie me ayuda. He

quedado yo solo para sacarlas del fondo del mar. ¡Señor, te

doy gracias porque me diste compañeros cobardes, ciegos,

sin fe, para que yo, yo solo, reciba toda la gloria! No muevas

la cabeza, Prior. Pedí a la Reina que me permitiera traerte

conmigo en mi carabela, para que vieras y creyeras. Toda

esta noche han revoloteado pájaros sobre mi cabeza. Un aire

terrestre soplaba y la noche toda olía a madreselva, clavo de

olor y canela… ¡Qué dicha aquella, Dios mío, qué frescor,

qué perfume, qué paraíso…! Sólo una cosa faltaba: el

ruiseñor. Coge tu estola, santo Prior; reúne a los marineros;

reza el Gloria. ¡Estamos llegando…!

PRIOR. – Tomaré la estola; reuniré a los marineros y

comenzaré el oficio de difuntos. ¡Estamos perdidos, estamos

perdidos, y tú sigues en pecado! ¡Todavía es tiempo,

desdichado! Confiesa tus pecados y recibe la comunión.

CRISTÓBAL. – ¡Lo que he hecho, santo y bueno! ¡Lo que no

he hecho, lo he de hacer! (Entre tanto, vemos al capitán Alonso

moverse en torno y hablar con los marineros. Todos juntos,

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furibundos, se acercan y van cercando poco apoco a Cristóbal. El

Prior se vuelve; los mira; levanta las manos).

PRIOR. – ¡Él no quiere a Dios! ¡Dios no lo quiere a él! ¡Lo

entrego a vuestras manos! (Lentamente, en silencio, se acercan

los marineros – rostros patibularios, viejos lobos de mar, asesinos,

bandidos, aventureros. El capitán Alonso avanza adelante.

Cristóbal se vuelve. Los mira sereno. Todos se detienen, vacilando.

Sólo el capitán Alonso da un paso. Se saca el gorro y saluda

ostentosamente, burlón).

CAPITÁN. – ¡Gran Almirante del Océano, Virrey de las

Indias, falsario, ladrón, asesino! (Como si hubiera sentido un

repentino temor al pronunciar estas palabras, se calla).

CRISTÓBAL. – ¿Tienes miedo, capitán Alonso? ¡Valor!

Dadle una copa de vino castellano para reanimarlo…

¿Entonces…?

CAPITÁN. – Hemos medido tus injusticias. Terribles señales

hemos visto en el mar y en el cielo. No soportamos más. Y

hoy, en este amanecer, hemos tomado la decisión de

ponderar todo en justicia y juzgar.

CRISTÓBAL. – ¡Miserables hombrecillos! ¿Vosotros juzgar

mi alma? ¿Vosotros me vais a juzgar? ¡Basta ya! ¡Habéis

caído en mis garras y no os salvaréis!

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CORO DE MARINEROS. – ¡Está loco…está loco! ¡Estamos

perdidos! ¡Mirad cómo ríe…!

CRISTÓBAL. – (Riendo). Tarde caísteis en la cuenta. ¡Seguro

que estoy loco! ¿No veis mis ojos, no escucháis mis palabras,

no medís mis acciones? Era feliz con mi mujer Felipa y con

mi hijo Diego, con mis suegros ricos. Y de repente, lo

abandono todo; reúno vagos, bandoleros, ladrones, a todos

vosotros; me embarco en un mísero navío; y parto a buscar

el oriente…; pero en vez de navegar hacia el levante, enfilo

proa hacia el poniente. (Estalla en risa). ¡Estáis confundidos,

desdichados hombrecillos! Mirad tras vosotros: la vieja

tierra ha desaparecido. Mirad adelante: desierto, todo

desierto; la nueva tierra no aparece aún. ¡No tenéis faldas de

qué cogeros para comenzar a cantarme, como a los niños, el

lamento fúnebre! ¡Cobardes, para que halléis la nueva tierra,

debéis abandonar a puntapiés tras vosotros la antigua; y

encontraros solitarios, desesperanzados, hambrientos, en

medio del océano!

CORO DE MARINEROS. – ¡Bien estábamos en la vieja

tierra! Teníamos lo que queríamos y ¡qué no teníamos!: pan,

mujeres, vino, sueño, leña para calentarnos, agua para

navegar, puñales para matar los siete bienes de Dios. ¡No

queremos, no queremos una tierra nueva!

CRISTÓBAL. – ¡Pero yo la quiero. Me ahogo en la tierra

vieja; no quepo en ella. Abro mis brazos: se ensancha el mar.

Extiendo mis piernas: tiemblan Europa, Asia, África: se

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ensanchan los continentes. Dentro de mí Dios ha crecido; ¡y

es menester que crezca también el mundo!

PRIOR. – ¡Hemos sobrepasado los límites que Dios puso.

Hemos entrado en la gran catarata. Nuestro navío se

precipita al vacío!

CRISTOBAL. – (Riendo). ¡Sí; sí; es verdad! ¡La carabela se

precipita al abismo! ¡Aquí os quiero ver, bravos, marinos!

(Aterrados, los marineros se agarran unos a otros, aullando y

dando gritos).

CORO DE MARINEROS. – ¡¡Estamos perdidos!! ¡¡Estamos

perdidos!!

CRISTÓBAL. – ¡Eh, bandoleros, ¿qué rostros son ésos? No

parecen rostros castellanos. ¡Qué vergüenza! Tantos años

que lucháis con los hombres y con el mar y no habéis caído

en la cuenta todavía. ¿Dónde creéis que navegamos la vida

entera? ¿En aguas serenas por ventura? ¡Ay de vosotros! El

alma corre y se despeña de catarata en catarata. ¡Y la última

catarata es Dios! ¡Valor, compañeros míos! Acércate, capitán

Alonso; deja el puñal. Tengo que decirte un audaz secreto…

Acércate, te digo. No puedo gritar. El mar ahoga mi voz.

(Silenciosos, siempre irritados, sombríos, se acercan lentamente

todos los marineros juntos). Acercaos aún más. No temáis.

Escuchad: ¿creéis que por mi propio deseo me embarqué en

esta carabela y combato ya sesenta y nueve días y sus noches

para atravesar el océano? ¿Creéis que con mi propio

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entendimiento yo hallé la ruta misteriosa que conduce a la

tierra de los portales dorados? ¡No! ¡No! No partí por

voluntad propia. Escuchad: extendió un día su mano la

Virgen del Atlántico y me dio como saludo una manzana de

oro. La vio el santo Prior; la vio el capitán Alonso; la vio el

padre Juan: ¡que lo atestigüen!

PRIOR. – Es verdad. Con nuestros ojos vimos la manzana de

oro.

CRISTÓBAL. – ¡No era una manzana: era el mundo! Y

encima estaban grabadas las olas del océano; y sobre las

olas, nuestra carabela, con su nombre, Santa María; y dentro

del barco, se distinguía claramente al santo Prior, al capitán

Alonso, al padre Juan, y a todos vosotros, uno a uno, con

vuestros rudos rasgos – bigotes, barbas, pechos tatuados con

navíos y mascarones de proa… Todo estaba proféticamente

grabado sobre la manzana de oro. Y en el extremo, una isla

de esmeralda; y bajo ella, con grandes letras, su nombre:

Antilla. ¡Y escuchad; escuchad, hermanos, lo más

maravilloso: en al ribera oriental de la isla, allí donde anclará

nuestra carabela, una fecha…¿Qué día es hoy?

CAPITAN. – 12 de octubre de 1492, día viernes.

CRISTOBAL. – ¡Milagro inmenso! Arrodillaos, hermanos.

Glorificad al Señor. ¡Sobre la manzana dorada, en la ribera

oriental de la isla, estaba escrita – lo juro - esta fecha: 12 de

octubre de 1492, día viernes!

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CORO DE MARINEROS. – ¡No lo escuchéis! ¡Está loco!

¡Muerte, muerte! ¡Sus cabellos despiden llamas! ¡El aire se ha

inflamado! ¡Está haciendo hechicería!

CRISTOBAL. – ¡En pocas horas más llegamos, lo juro!

Extiendo mis manos; ¡no toco aire; toco piedras y ramas e

islas florecidas! ¡Un aire tibio poniente sopla y llena de

aromas mi espíritu! Llegan bandadas de pájaros. Se posan en

las jarcias. Trinan y nos dan la bienvenida. Quitad las

cadenas a los sublevados. Que suban del calabozo, para que

vean, oigan, se regocijen también ellos y crean al fin. (Abren

la escotilla de la bodega y suben los rebeldes, esqueléticos).

¿Escucháis, escucháis? Desde lejos nos han visto los nuevos

hombres y han comenzado a tocar rápida y alegremente sus

tambores. ¿No escucháis? Tam, tam, tam… Callad y oiréis.

(Todos contienen la respiración, sobrecogidos por las palabras de

Cristóbal. Como que oyeran, muy lejanos, pesados y rítmicos

golpes de tambor).

CORO DE MARINEROS. – Hermanos, ¿qué son esos

tambores que resuenan? ¿Estaremos llegando de verdad,

entonces. ¿Habremos llegado?

CRISTÓBAL. – ¡¡El ruiseñor, el ruiseñor!! (Mira al aire como

en éxtasis).

CAPITÁN. – ¿Cuál ruiseñor? Impostor, tus oídos zumban.

¡No lo escuchéis!

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CRISTÓBAL. – (Imperioso). ¡¡Callad!! (Silencio. Cristóbal,

sobrecogido, escucha el canto del ruiseñor. Los demás no oyen

nada. Cristóbal extiende los brazos al aire, suspirando). ¡Ven!

¡Ven! ¡Ven! (De repente, se escucha en el aire, dulcísimo, el canto

del ruiseñor).

CORO DE MARINEROS. – ¡¡Un ruiseñor!! ¡Un ruiseñor

canta en el aire! ¿Dónde? ¿Dónde está? ¡Oigo, pero no veo

nada1 ¡Ni yo! ¡Tampoco yo! ¡Canto de ruiseñor sin ruiseñor

no puede existir! ¡Hechicería! ¡Hace hechicería! ¡Cerrad

vuestros oídos: no os condenéis!

CRISTÓBAL. – ¡Almas obesas, impías, todas carne! Primero

nace – sabedlo - el trino del ruiseñor y después el ruiseñor.

¡Ahora, ahora lo veréis! (El trino se escucha más fuerte, más

alegre y continuado, como si se acercara. Muchos se santiguan.

Otros se arrodillan, aterrados. De súbito, se alza un clamor

general: encima de ellos, posado en una jarcia, ven al ruiseñor que

canta).

CORO DE MARINEROS. – ¡¡Helo ahí, helo ahí!! ¡Posado en

la jarcia! ¡Un ruiseñor, un ruiseñor! ¡Milagro, milagro!

(Cristóbal mira al pajarillo con ojos muy abiertos. Se estremece

sobrecogido. Murmura con temor).

CRISTÓBAL. – ¡Dios mío…! (Se apoya al pie del mástil, con la

mirada clavada en el cielo, como en éxtasis).

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PRIOR. – ¡Callad! Creo sentir alas de ángeles sobre su

cabeza. (El océano se ha calmado. Dos ángeles se acercan a

Cristóbal. Lo rozan con los pies. Lo llaman en voz baja).

ÁNGEL I. – Cristóbal…Cristóbal Colón… ¡Don Cristóbal…!

No escucha.

ÁNGEL II. – Deja. No entiendes tú de humanos. Yo le haré

oír. ¡Gran Almirante del Océano, Virrey de la Indias!

(Cristóbal abre los ojos, extasiado. Escucha).

CRISTÓBAL. – ¡Heme aquí!

ÁNGEL I. – ¡Has llegado a las islas que anhelabas…!

¡Levanta la cabeza y mira!

CRISTÓBAL. – Dos grandes pájaros vuelan sobre mí y

hablan… ¿Qué dicen?

ÁNGEL II. – ¡Has llegado! Soplo y disipo la espesa niebla…

Mira las montañas, los bosques, las playas… Ahora

aparecieron las ciudades. Mira los portales de oro y las

callejuelas de plata. ¡Abre las sienes para que entre en ti tal

maravilla! (Todo lo que dice el ángel lo vemos proyectado

cinematográficamente).

ÁNGEL I. – Escucha las aguas, los mirlos, las perdices…

Oye los gallos que cantan… ¡Ha amanecido!

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CRISTÓBAL. – ¡Qué suave brisa es ésta, qué dulces voces,

qué risas, qué alegría – el Paraíso! (Escuchamos todo aquello

que habla el ángel).

ÁNGEL II. – ¡El Paraíso! Ha surgido recién del mar, límpido,

virginal… Mira a los hombres que están sentados bajo los

árboles, desnudos, todos pureza y candor. De dos en dos,

hombres y mujeres se abrazan. Se abrazan inocentemente,

como insectos, como ardillas. ¡No han mordido aún la roja y

venenosa manzana!

ÁNGEL I. – ¡Gran Almirante de la Fantasía: Dios no te ha

avergonzado! He aquí la Tierra de Promisión que buscabas.

¡Levántate y salúdala! Pero no sigas adelante. ¡Escucha: no

sigas adelante! ¡Vuelve atrás! Es ésta la más alta, la más pura

cumbre del combate. Terminó el heroico ataque, la divina

inseguridad. De ahora en adelante, comienza el martirio…

¡Vuelve atrás!

CRISTÓBAL. – Durante muchos años fundía y forjaba este

Paraíso y ahora ¡helo aquí ante mí, todo oro y perfume! ¿Y

no me dejas extender mi mano para tomarlo? ¡Déjame pasar!

¿El martirio? ¿Qué martirio?

ÁNGEL II. – Cierra los ojos; sujeta tu corazón para que no

grite; tiende el cuello; escucha: ¿qué oyes? (Se oyen gritos y

lamentos y una melodía lejana, arrastrada, elegíaca. Oímos las

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voces y los lamentos durante toda esta visión y lo vemos todo en

proyección cinematográfica).

CRISTÓBAL. – Voces y lamentos escucho y una lejana

elegía, desesperada… Como que sollozaran los oquedales,

los árboles, las aves, las riberas… Claman hombres, niños,

mujeres…Percibo mi nombre; pero no distingo qué dicen…

¿Qué dicen?

ÁNGEL I. – ¡Apiádate de nosotros – dicen - , compadécenos!

¡Vete! Bien estamos; felices somos. Nada nos falta. Nada

queremos. Aquí está el Paraíso… ¡Capitán Cristóbal:

compadécenos! ¡Vuelve atrás!

CRISTÓBAL. – ¿Por qué me rechazan? ¿Qué les he hecho?

¡Les traigo a Cristo para que salve sus almas!

VOCES. – ¡No queremos! ¡No queremos! ¡Vete! No

queremos alma: nos basta con nuestro cuerpo. No queremos

nuevos dioses. Nos bastan los nuestros: huelen bien, hablan,

besan, bailan como nosotros y nos gustan. ¡Fuera, fuera!

¡Iros, demonios blancos!

CRISTÓBAL. – (Mirando con temor). ¿Qué asalto es éste?

Piedras, arcos, hachas. ¿A quién persiguen? ¿A quién gritan?

ÁNGEL II. – ¿No lo ves? Corre adelante, hacia el mar.

Chorrea la sangre sobre él… Ruge de dolor…

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CRISTÓBAL. – ¿Qué es? ¿Un toro? Veo pequeñas

banderolas rojas, verdes, amarillas, sobre el lomo, en el

testuz, en las ancas…

ÁNGEL I. – Helo aquí… ¡Ahora vuelve la cabeza! ¡Míralo!

CRISTÓBAL. – (Con voz ahogada de terror). ¡¡Oooh!!

ÁNGEL II. – ¡A ti te persiguen, desdichado; sangrante, lleno

de banderolas, como el toro en la arena!

ÁNGEL I. – Y sobre cada banderola que flamea clavada en

tu carne, hay letras…

CRISTÓBAL. – ¿Letras? ¿Qué dicen?

ÁNGEL II. – Escucha: ¡San Salvador, Santa María,

Fernandina, Isabela, Cuba, Antilla!

ÁNGEL I. – Cada isla que has descubierto es una llaga que

destila sangre…

ÁNGEL II. – ¡Mira, mira! Te han atado de pies y manos con

gruesas cadenas. Te han encerrado en mazmorras…

CRISTÓBAL. – ¿Con cadenas…?

ÁNGEL I. – Escucha cómo las forja ahora el herrero De

Sevilla. (Oímos el martillo del herrero).

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CRISTÓBAL. – ¿Por qué esto?

ÁNGEL II. – ¡Así debe ser! ¡No preguntes: es la ley!

CRISTÓBAL. – ¡Es injusto; es injusto!

ÁNGEL I. – ¡No blasfemes, pequeño cerebro humano! Ésta

es la justicia de Dios: calla!

CRISTÓBAL. – ¡Dios mío, porqué martirio! ¿No puedo

librarme de él?

ÁNGEL II. – Libre te creó Dios Todopoderoso: puedes

salvarte.

CRISTÓBAL. – ¿Cómo?

ÁNGEL I. – ¡¡Vuelve atrás!!

CRISTÓBAL. – ¡¡Jamás!! (La voz y el grito son iguales a los de

San Cristóbal en la iglesia del Monasterio).

ÁNGEL II. – ¡Vuelve atrás, desdichado! ¡Mira a lo llegarás!

¡Cómo vuelves a Castilla: encadenado, lleno de apestantes

llagas, con gangrena. ¡Vuelve atrás!

CRISTÓBAL. – ¡¡Jamás!!

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ÁNGEL I. – Los niños te arrojan piedras. Las enlutadas

castellanas corren tras ti, desgreñadas, y te piden a gritos los

hijos, los esposos, los hermanos que les mataste… ¡Y la

Reina Isabel….!

CRISTÓBAL. – ¡Calla!

ÁNGEL I. – ¡Tiemblas, tiemblas, desdichado! Pero aún tienes

tiempo de salvarte. ¡Vuelve atrás! ¿Por qué no contestas?

¿Aceptas el martirio. ¿No lo aceptas? ¡Responde!

ÁNGEL II. –No lo apures. Libre es. Él decide…

CRISTÓBAL. – (Se yergue, se santigua. Levanta los brazos.

Serenamente). ¡Acepto! (Se oye un fuerte rumor de risas en el

aire. Los ángeles desaparecen. Vemos de nuevo alrededor de

Cristóbal al Prior, a Alonso, a Juan y a los marineros. Cristóbal ha

vuelto del desvanecimiento. Está aún erguido, todavía en alto la

mano derecha).

PRIOR. – ¿Con quién hablabas? Diría que he oído alas sobre

tu cabeza…

CAPITÁN. – Te santiguaste. Exclamaste: “Acepto”. ¿Qué

aceptabas? ¿Con quién hacías tratos?

CORO DE MARINEROS. – ¡Está llorando…! No; no llora;

ríe…¡Sus ojos se oscurecieron…! No, no; resplandece su

rostro. Mira el aire y la niebla se va disipando… (Cristóbal, en

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silencio, mira a sus compañeros y más allá al mar. La bruma

termina de disiparse poco a poco).

PRIOR. – (Agitado. Con temor). ¿Con quién hablabas? En tu

desvanecimiento te debatías y clamabas. ¿A quién le

hablabas?

CRISTÓBAL. – A nadie; a nadie. Hablaba con mi alma. (En

ese momento tres marineros llegan corriendo; traen ramas y

maderos tallados).

MARINERO I. – ¡Hermanos: hemos llegado! ¡Felicidad

inmensa! Inclinaos; mirad: el mar está lleno de ramas y hojas

de extraños árboles…

MARINERO II. – (Mostrando dos máscaras talladas que trae en

las manos). ¡Mirad; mirad! ¡Qué raros demonios tallados en

madera; qué mejillas verdes y rojas; qué cuernos y plumas!

MARINERO III. – ¡Han rodeado nuestro navío! ¡Navegamos

en medio de demonios! (Los marineros corren hacia la

barandilla. Se inclinan sobre ella, sobrecogidos. Unos gritan; otros

se santiguan) ¡Llegamos; llegamos! ¡Glorificado sea Dios! (De

súbito, desde el mástil mayor, se escucha un estridente toque de

corno, jubiloso. El vigía grita).

VIGIA. – ¡¡¡Tierra!!! ¡¡¡Tierra!!! (Todos corren desatados a proa.

La niebla se ha disipado por completo. Al fondo se distinguen

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montañas azuladas y blanquísimas playas. Los marineros se

abrazan, se besan, bailan).

PRIOR. – (Aproximándose con respeto). ¡Virrey de las Indias,

perdóname! ¡Tenías razón: hemos llegado…!

CAPITÁN. – ¡Gran Almirante del Océano…! Se tiñen de rosa

las nuevas tierras… No olvides nuestro acuerdo: mitad y

mitad.

JUAN. – ¡Oh Don Cristóbal! ¿Por qué tienes bajos los ojos?

¡Levántalos y mira la nueva tierra, hija tuya…!

CRISTÓBAL. – (Serena, tristemente). La conozco…Ocho años

ha que la contemplo… (No levanta la mirada para ver la nueva

tierra. Los marineros caen corriendo sobre Cristóbal: le besan las

manos, los pies).

CORO DE MARINEROS. – ¡Gran Almirante del Océano!

¡Tenías razón! ¡Perdónanos…! ¡Virrey de las Indias, olvida

cuánto veneno te dimos…! Eres un alma grande. No te

enojes con nosotros.

PRIOR. – ¡Oh Portador de Dios, Señor Don Cristóbal! ¿No

ríes tú también? ¿No alzas los brazos para glorificar a la

Virgen del Atlántico? ¡He aquí la anhelada Antilla, tu

Antilla! ¿No sientes tú alegría?

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CRISTÓBAL. – (Quieta, desesperadamente, tratando de

desprenderse de todos los abrazos, para quedar solo. Sin levantar la

vista). Alegría…. Alegría… (Y de repente, estalla en sollozos).

TELÓN

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