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MEMORIAS DE UN GITANO

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DE UN GITANO

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MEMORIAS

DE UN GITANO

Manuel Ganivet Zarcos

{COLECCIÓN SÍSTOLE}

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Primera edición, septiembre 2016

© Manuel Ganivet Zarcos, 2016© Esdrújula Ediciones, 2016

ESDRÚJULA EDICIONESCalle Martín Bohórquez 23. Local 5, 18005 Granada

[email protected]

Edición a cargo de Víctor Miguel Gallardo Barragán y Mariana Lozano Ortiz

Diseño de cubierta: Patricio Hidalgowww.patriciopinceles.com

Impresión: Ulzama

«Reservados todos los derechos. De conformidad con lo dispuesto en elCódigo Penal vigente del Estado Español, podrán ser castigados con penasde multa y privación de libertad quienes reprodujeren o plagiaren, en todo

o en parte, una obra literaria, artística, o científica, fijada en cualquiertipo de soporte sin la preceptiva autorización.»

Depósito legal : GR 1003-2016ISBN : 978-84-16485-78-9

Impreso en España· Printed in Spain

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A mis padres, que con su ejemplo me enseñaron a ser comprensivo con todos.

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ILa choza

Tras acogerse a la Amnistía por Hechos Políticos y Socia-les del 22 de febrero del año en curso, José Bermúdez Heredia,alias el Viruelas, ha regresado de nuevo a Santa Fe, ciudadque lo vio nacer y en la que tuvieron lugar los acontecimientosque lo llevaron a permanecer durante quince años en el penaldel Puerto de Santa María. Pese al recelo que su vuelta haprovocado en no pocos vecinos, es de de esperar que los añospasados en prisión lo hayan rehabilitado y capacitado parainsertarse entre sus paisanos como un ciudadano más.

Esta noticia, sin más comentario, apareció publicada el 30de junio de 1936 en la crónica de sucesos del periódico Ideal,diario de gran prestigio y de gran tirada en la provincia de Gra-nada. Hacía una semana que me encontraba en el pueblo devacaciones procedente de Málaga, donde trabajaba desde hacíaocho meses como reportero en la redacción del diario El Sol.

Aquel 30 de junio de 1936, recién estrenado el verano,resultó ser un día de agobiante calor. Mientras caminaba porla calle Larga en dirección a la casa de mis padres, un cielo

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plomizo y ausente de nubes entechaba las calles que, a horatan intempestiva, escupían fuego y aparecían desiertas. El sol,a través de la calina, se insinuaba en el firmamento como unaamarillenta esfera de desdibujado tamaño y bordes impreci-sos. Empapado en sudor, entré por el portón de la casadespués de haber permanecido unas horas en una tabernapróxima al cinema Reyes Católicos con un grupo de antiguoscompañeros de instituto a los que no veía desde nuestra épocade bachilleres.

La casa de mis padres se encontraba situada en la calleCruz Sur, llamada así por la cruz de piedra integrada en el víacrucis que recorre la ciudad de este a oeste que por entoncesla embellecía y que, pese a los intentos de algunos por hacerladesaparecer, por ahora permanece intacta en el lugar quesiempre ocupó. Distinta suerte ha corrido el nombre de la calleque, desde que gobierna la coalición republicano-socialista, hapasado a denominarse de Joaquín Delgado. Yo la sigo lla-mando Cruz Sur, por ser el nombre con el que siempre la heconocido y porque así es como la siguen nombrando todos losvecinos del pueblo, incluidos aquellos que promovieron el cam-bio de denominación. Por la puerta del patio de la casa,situada frente a la del corredor, penetraba una leve corrientede aire fresco que algo me alivió del sofoco padecido unosminutos antes en la calle. Echado sobre una mecedora demadera, tapizada con tela de franjas rojas, azules y amarillas,abrí el periódico en el que unas horas antes había leído la noti-cia referida a José Bermúdez. Por pura curiosidad, comparéla fecha en la que este fue recluido en prisión con la de minacimiento, comprobando que por entonces yo debía de andarpor los siete años. Por más que me estrujé la memoria en

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recordar aquellos acontecimientos, apenas logré encontrar enella rastro de los mismos. Seguro que me habría olvidado deJosé Bermúdez si mis padres no lo hubiesen mencionadodurante el almuerzo.

En estas estaba, cuando mi madre me avisó de que lacomida ya estaba puesta en la mesa. Me levanté de la mece-dora y me dirigí hacia la cocina. Cuando llegué, ella y mipadre estaban sentados, esperando a que yo también lohiciese. Después de que me hube sentado, mi madre bendijeselos alimentos y nos sirviese unas panojas de boquerones fritosy un poco de pipirrana, mi padre, sin levantar la mirada de lafuente en la que estaba colocado el pescado, comentó:

—¡Ni imaginarte puedes con quién me he tropezado estamañana cerca del Arco de Granada! —que es una de las cua-tro puertas que dieron acceso a la ciudad mientras estapermaneció fortificada y amurallada.

—¡Cómo lo voy a saber si no me lo dices! —respondió ellasin prestar mayor atención a sus palabras.

—¡Con José el de Benito! —¡No me digas! ¡No me lo puedo creer! ¡Qué alegría tan

grande! ¿Y cómo lo has encontrado? —Después de tanto tiempo sin verlo y viniendo de donde

viene, no sabría decirte si se encuentra mejor o peor que sihubiese permanecido aquí durante todos estos años. A primeravista, no tiene mal aspecto. Creo que, aunque algo envejecido,no son muchas las huellas que los años han marcado en sucara. Si te digo la verdad, yo esperaba encontrarlo peor.

—Te habrás parado y lo habrás saludado…—Claro que sí, mujer, a él y a su hijo Antonio, que cada día

se parece más a su padre.

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—Seguro que te habrá contado cómo lo ha pasado en lacárcel. ¡Vamos hombre, cuéntame todo lo que sepas sin quetenga que sacarte las palabras con sacacorchos!

—Eso ni siquiera lo ha mencionado. Tampoco creo quefuese el momento más oportuno para hacerlo, y mucho menosestando su hijo presente. Pero si tan interesada estás ensaberlo, su casa no dista más de cincuenta metros de la nues-tra. Así que te acercas y se lo preguntas, aunque me pareceque tiene pocas ganas de hablar. Yo espero que cuando pasenunos días y se vaya recuperando, cambie de actitud. Es lo queespero por su bien, porque no hay mejor medicina para curarlas penas que compartirlas con los que nos quieren. Malasunto es guardarlas y que se pudran en nuestro interior.

—¡A veces tienes unos prontos que hay que ver!... Si te lohe preguntado es porque José tiene que saber desde el primermomento que puede contar con nosotros para todo lo que nece-site. Pero si crees que lo mejor es esperar, demos tiempo altiempo, que ya nos irá contando él lo que considere oportuno.Porque tampoco es cosa de que vaya a pensar que nos mete-mos donde no nos llaman.

—La verdad es que si haces un poco de memoria, recorda-rás que José siempre fue un hombre parco en palabras. Tanparco que, en ocasiones, su padre se enfadaba con él por estemotivo.

—¡Qué hombre con tan mala suerte ha sido José! A vecespienso que cuanto más bueno y honrado se es, peor te tratala vida.

—Yo nunca he creído en la buena o la mala suerte. Arre-glados estaríamos si a todo lo que nos ocurre hubiese quebuscarle una razón o un porqué. Desde que el mundo es

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mundo, mientras que unos pocos nacen en mullidos colchonesde lana y envueltos en sábanas de lino sin haber hecho nadapara merecerlo, la mayoría lo hace en ásperos lienzos. Comodice el refrán: unos nacen con estrella y otros estrellados.

Pese a estar muy atento a la conversación que mis padresmantenían, no lograba comprender de quién estaban hablando.De pronto se me vino a la cabeza que podían estar refiriéndose aJosé Bermúdez, por lo que decidí tomar parte en la conversación:

—Os llevo escuchando desde que empezasteis a hablar,pero lo hacéis de una forma tan ambigua que no tengo idea dea quién os estáis refiriendo. ¿No será por un casual del gitanoapodado el Viruelas que, tras pasar quince años en la cárcel,acaba de ser puesto en libertad?

Al escuchar la pregunta, mi padre me miró con gesto dedesagrado y, fijando sus ojos en los míos, casi silabeando laspalabras para que quedasen grabadas para siempre en mimemoria, me advirtió:

—Santiago, entérate bien de lo que te voy a decir. En estacasa José Bermúdez siempre ha sido conocido como José Ber-múdez, y mientras yo esté presente seguirá siendo así. Así quesea la última vez que te escucho nombrarlo con ese mote y enese tono.

—¿Te vas a enfadar conmigo por llamarlo el Viruelas? Elmote no se lo he puesto yo, lo único que he hecho ha sido repe-tir lo que dice el diario Ideal. Además, ¿acaso hay alguien eneste pueblo que carezca de mote? Nosotros, sin ir más lejos,también tenemos el nuestro sin que nunca nos hayamos sen-tido ofendidos por ello.

—No es necesario que repitas lo que dice el Ideal, lo sé desobra. También sé que nuestro mote en el pueblo es el de los

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Limpios y que nunca nos hemos sentido molestos al escu-charlo. Pero si delante del mismo alguien le coloca la palabra«alias», te aseguro que ya no nos gustaría tanto. ¿O acaso teparecería correcto que tus crónicas en El Sol apareciesen fir-madas por Santiago, alias el Limpio? Tú, que perteneces almismo gremio que el que ha escrito esas líneas, deberías sabermejor que yo que no han sido escritas con buena intención.Seguro que si el que ha sido excarcelado perteneciese a unade las consideradas buenas familias del pueblo, esta noticiano se habría publicado. Porque, por más que lo intento, noacabo de ver dónde está el interés de la misma.

Viendo que sus palabras estaban cargadas de razón, pre-ferí callar. Seguimos almorzando en silencio, amenizados porlos trinos de Fleta, un jilguero cuya jaula colgaba de una ramade la parra que daba sombra y frescor al patio de la casa.

Tanto respeto hacia un gitano recién salido de prisión des-pertó mi curiosidad por conocer a la persona por la que mispadres sentían tanto cariño. Por eso, pasados unos minutos,como el que no hace la cosa, dejé caer la siguiente afirmación:

—Espero que no te parezca tanta impertinencia preguntarpor qué ese hombre ha pasado una temporada tan larga en elPuerto de Santa María. Porque digo yo que algo sonado tuvoque hacer el tal Bermúdez, al que tanto afecto profesáis, parapermanecer nada menos que quince años en prisión. Nadie,que yo sepa, lo hace como mérito a su buena conducta.

Mientras me escuchaba, mi padre permaneció en silencio.Pero cuando dejé de hablar y él se hubo tragado el bocado quetenía en la boca, sin levantar la mirada del plato y con ganasde acabar con una conversación que le resultaba tan pocoagradable, me dijo:

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—Santiago, comprendo tu curiosidad, de lo contrario noserías buen periodista, pero la historia de José es tan triste yestá tan alejada en el tiempo y tan repleta de sombras que lomejor que podemos hacer es olvidarnos de ella. Pero antes dehacerlo, quiero que sepas que la Justicia, en más ocasiones delas debidas, no es tan ciega como la pintan.

En días sucesivos continué escuchando de boca de mis tíos,amigos y vecinos diferentes versiones sobre los hechos quemotivaron el ingreso en prisión del tal José. Algunas tan dis-paratadas que, olvidándome de las recomendaciones de mipadre de no hurgar más en aquella herida, me animé a inves-tigar todo lo sucedido quince años atrás. Para ello, después depensarlo detenidamente y valiéndome de la amistad que JoséBermúdez mantenía con mi familia, decidí acudir al que mejorpodía informarme de todo; o sea, al propio protagonista de lahistoria.

* * *

Lucía, la mujer de José Bermúdez, era conocida en el pue-blo como la Cíngara debido a que a la de edad de catorce añosapareció por aquí en una caravana de quinquis a quienes losvecinos del pueblo catalogaron como cíngaros desde el primermomento. De su unión con José Bermúdez nació Antonio,único hijo de la pareja.

Durante los primeros años, de los quince que su maridopermaneció en prisión, la vida para Lucía, para su hijo Anto-nio y su suegro Benito, no resultó nada fácil de soportar.Porque, como era de esperar, conociendo la reacción normalde las gentes ante sucesos como el que intento describir, a la

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traumática ausencia de su marido se unió el rechazo generali-zado de todos aquellos que no solo la consideraban una mujerextraña y misteriosa por cómo había aparecido en el pueblo,sino que, sin razón que lo justificase, también la creían cóm-plice y encubridora del mismo. Por eso no vieron con buenosojos que continuase viviendo aquí después de que su maridofuese declarado culpable y condenado.

Fueron años de discriminación y sufrimiento que solo unamujer de la entereza y el carácter de Lucía pudo superar sin,al menos aparentemente, derrumbarse en ningún momento.Aunque nunca había trabajado tejiendo canastas, no tardó enaprender el oficio, siguiendo los consejos de Benito, canasterode toda la vida como lo habían sido sus padres y sus abuelos.Junto a su suegro trabajó como una mula para sacar adelantea su hijo sin tener que humillarse ante nadie. En lugar de ami-lanarse, como otras habrían hecho, por el boicot impuesto a lascanastas que fabricaba, todos los días, hiciese frío o calor, llo-viese o nevase, se trasladaba a pie y descalza a los puebloscercanos, donde no era conocida, para colocar allí su mercancía.

Por mucho tiempo que transcurra, nunca podrá borrar desu memoria el día en que su hombre, como ella decía, volvió acasa y se abrazó a ella y a su hijo Antonio, llorando como unniño. Según me contó Antonio, ese fue el bálsamo que los tresnecesitaban para aliviar el sufrimiento acumulado durantetantos años de separación. Y en aquel mismo instante, sin queninguno de los tres lo expresara explícitamente, convinieronen hacer todo lo que estuviese en sus manos para borrar desus mentes aquella larga y dolorosa experiencia.

* * *

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Pese a los apenas cincuenta metros que separan la casa deJosé Bermúdez de la de mis padres, nunca me había relacio-nado con su hijo Antonio ni con ningún otro miembro de sufamilia. Ni siquiera recordaba la cara de José aunque, segúnmis padres, antes de lo ocurrido solía entrar en nuestra casacon mucha frecuencia.

Antonio y yo habíamos asistido de pequeños a la mismaescuela. Pero por la diferencia de edad, yo unos cuantos añosmayor que él y, para qué negarlo, por el hecho de ser él gitano,el trato que habíamos mantenido había sido escaso y ocasio-nal, por no decir inexistente.

Después de la conversación mantenida con mi padre,durante varios días no paré de cavilar, buscando el modo y elmomento oportunos de entrar en contacto con José Bermúdez.A pesar de la dificultad, como no estaba dispuesto a abando-nar lo que desde hacía unos días se había convertido en unaobsesión, decidí valerme de la amistad y el respeto que Anto-nio, el hijo de José, sentía por mis padres. Amistad y respetonacidos del agradecimiento hacia ellos por razones que enestos momentos no viene al caso enumerar, pero que más ade-lante relataré.

No pareciéndome oportuno abordar a Antonio directamentedespués de tantos años sin dirigirnos la palabra, decidí hacermeel encontradizo con él cuando se presentase una ocasión, algoque no tardaría mucho en producirse en una población como lanuestra.

Una mañana de domingo, aprovechando que Antonioestaba tomando café en el bar Jiménez, el mismo en el que yosolía hacerlo, cogí un taburete y lo coloqué junto al suyo. Mesenté y, antes de saludarlo, pedí al camarero un café con

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leche, largo de café. Mi voz tuvo que resultarle familiar porquegiró de inmediato la cabeza hacia donde yo acababa de sen-tarme, me miró con descaro y, al reconocerme, sonrió y mesaludó:

—¡Hola, Santiago!—¿Qué hay, Antonio?—¡Ya ves, aquí tomando café!Con cuidado para no quemarse, se acercó el borde de la

taza a los labios, tomó un sorbo y paseó la punta de la lenguapor la comisura de los labios para arrastrar con ella la espumaretenida en los mismos. Después, soltó la taza en el mostradory continuó diciéndome:

—Antes, me cruzaba con frecuencia contigo por la calle,pero de un tiempo para acá no hay quien te vea el pelo.

—No sé si sabrás que llevo un año viviendo en Málaga pormotivos de trabajo. Desde entonces apenas he venido por elpueblo. Si estos días me ves por aquí es porque estoy pasandounas semanas de vacaciones con mis padres. No sé qué pen-sarás tú, pero ahora que estamos hablando después de tantotiempo sin hacerlo, creo que es una pena que habiéndonoscriado tan cerca el uno del otro, habiendo asistido a la mismaescuela y participado en los mismos juegos, al hacernos mayo-res cada uno haya tirado para un sitio, olvidándonos de loslazos de amistad que en otro momento nos unieron. No sé porqué será que incluso con compañeros de la misma clase, conlos que tan intensamente nos relacionamos durante los años dela niñez, con el paso del tiempo nos hemos ido alejando de elloshasta el punto de cruzarnos por la calle sin ni siquiera saludar-nos. Puede que algo de esto nos haya ocurrido a nosotros dos.Pero la verdad es que, aunque te cueste trabajo creerlo, nunca

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me he olvidado de ti ni de tu familia, sobre todo de tu padreque tanto entraba en casa de los míos hasta que pasó lo quepasó.

Al pronunciar la última frase, sentí vergüenza de mentirtan descaradamente. Así tuvo que percibirlo Antonio, al quemis palabras debieron resultar tan extrañas, huecas y ajenasa la realidad que prefirió no contestarme y permanecer ensilencio. Viendo que no hacía comentario a lo que acababa dedecirle, opté por cambiar de tercio:

—Aunque los tiempos anden revueltos y no sean buenospara nadie, ¿cómo os van las cosas?

—Mis padres están bien y yo trabajando en lo que sale,que no es gran cosa. Pero a mal tiempo buena cara, y a espe-rar que vengan días mejores, aunque me barrunto que lasituación actual tiene difícil solución.

—Sobre todo cuando nadie pone remedio para que se arre-gle, que es lo que está ocurriendo.

Estábamos en esta conversación cuando se acercó elcamarero con la taza de café y las tostadas que le habíapedido. Colocó los dos platos delante de mí sin excesiva pro-fesionalidad y se marchó, no sin antes preguntarme sideseaba algo más.

Con placer aspiré el aroma del café recién hecho y el olora pan casero, acabado de tostar sobre las brasas de unos leñosde olivo. Deposité el terrón de azúcar en el café y lo fui disol-viendo, girando con cuidado la cucharilla como si aquelmovimiento ejecutado cientos de veces formase parte de unritual. Cuando calculé que el azúcar se habría desleído,comenté mientras colocaba la cucharilla sobre el plato y sinlevantar la mirada de la barra:

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—Ayer, mientras almorzábamos, mi padre nos contó quehabía estado hablando contigo y con tu padre.

—Así es. Por cierto, se emocionaron tanto que al abrazarseno pudieron evitar derramar algunas lágrimas.

—Según mi padre, no lo ha encontrado mal.—Bueno, esa es la primera impresión que da al verlo, pero

la cosa es distinta para los que convivimos con él.En el espejo situado detrás de la barra, pude observar cómo

Antonio, mientras hablaba, no me quitaba la mirada deencima. Para corresponderle, coloqué la taza de café sobre lamesa y giré la cabeza para tenerlo de frente. Así, mientrasdesayunábamos, seguimos unos minutos más hablando detemas intrascendentes. Cuando estábamos a punto de levan-tarnos para marcharnos, sin encomendarme a Dios ni aldiablo, le dije:

—Antes de irnos me gustaría comentar algo contigo que,me imagino, puede interesarte. Desde que estoy en el pueblono dejo de escuchar los comentarios más dispares sobre lo quehace años le ocurrió a tu padre. Aunque mi familia lo defiendea capa y espada, no todos los vecinos son de la misma opinión.

—Vamos, Santiago, ¿a qué viene eso ahora? —me pre-guntó con cara de extrañeza y cierta brusquedad.

—No sé si te he dicho que va para un año que trabajo enMálaga en el diario El Sol. Desde que llegué de vacaciones ysupe que tu padre había vuelto de la cárcel, pensé que seríainteresante escribir un reportaje sobre la verdad de lo quesucedió hace quince años. Sería, al menos así lo pienso yo, lamejor y puede que la única manera de acabar con todos losmalentendidos que aún persisten en muchos, por no decir lamayoría, de los vecinos del pueblo. Tengo buenos colegas que

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escriben en Ideal y estoy convencido de que si hablo con ellosno sería difícil que publicasen las aclaraciones que tu padrequisiera hacer sobre aquel desgraciado suceso. Te repito queahora que tu padre ha vuelto y el tiempo, al menos en parte,ha curado las heridas, sería el momento de charlar con él yaclarar los malentendidos existentes.

—Santiago, te he escuchado con toda la atención delmundo, pero si no te explicas un poco mejor no comprendoqué pretendes, ni a dónde quieres llegar con lo que acabas deproponerme.

—Te voy a ser sincero. Lo que acabo de plantearte, antesde hacerlo, lo he consultado con mis padres, y a los dos les haparecido una idea descabellada. Piensan que querer aclararalgo que sucedió hace tantos años no solo carece de sentido,sino que además serviría para abrir heridas en parte ya cica-trizadas. Aunque puede que tengan algo de razón, yo estoyconvencido de todo lo contrario. Además, creo que no se per-dería nada por intentarlo. ¿Qué piensas tú que diría tu padresi yo le pidiese hablar con él?

—¿Hablar con él, dices? ¿Para qué? —Creo que alguien tendría que contar la verdad de todo lo

sucedido, y quién mejor que él para hacerlo. Porque, segúntengo entendido, tu familia nunca estuvo de acuerdo con lasentencia dictada por el juez que lo condenó. Es más, siemprehan creído que, de no haber sido gitano, a tu padre no lohabrían condenado.

—Santiago, olvídate de lo que acabas de proponerme ydeja a mi padre tranquilo, y de paso a nosotros también. Laverdad que todos querían conocer y la sentencia que todosdeseaban fuese dictada, menos los que pedían verlo colgado

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en una farola de la plaza de España, que no fueron pocos, yala dictó el juez hace mucho tiempo. Así que olvídate de todo.¡No le faltaba a mi padre otra cosa que revivir el calvario porel que tuvo que pasar hace quince años! Por favor, te pido quedejes a mi padre tranquilo, que bastante tiene con adaptarsea vivir de nuevo en libertad, tarea nada fácil de conseguir des-pués de tantos años de reclusión. Además, tanto mi madrecomo yo nos hemos propuesto no hablar del pasado, olvidarlo,hacer como si nada hubiese ocurrido e intentar, en la medidade lo posible, que él también olvide. Siempre se ha dicho queel estiércol, cuanto menos se remueva, menos huele.

Las palabras de Antonio, en principio, me dejaron desar-mado, pero como no estaba dispuesto a darme por vencido ala primera, y conociendo lo celosos que son los gitanos en man-tener el honor y la honra de la familia, opté por picarlo en suamor propio.

—Perdona que insista pero, no sé si equivocadamente,siempre tuve el convencimiento de que la honra y la familiason los cimientos sobre los que se asienta la reputación de ungitano. Tan es así que no somos pocos los que opinamos que,por defenderlos, en ocasiones os excedéis, exponiendo la vidapropia y la de aquellos que osaron ponerlos en tela de juicio.

—Y lo son —me respondió con firmeza—. Un gitano puedevivir sin techo, sin tierra, sin trabajo, sin dinero, pero perderla honra es para nosotros como estar muertos en vida y sertenidos como tales por el resto de nuestra comunidad.

—¿Y a ti no te importa que tu padre juzgado y condenado,según vosotros, injustamente por un delito que no cometió,se marche de este mundo sin recuperar su fama y su buennombre?

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—¿Recuperar su buen nombre… ante quiénes? —me pre-guntó indignado y alzando la voz— ¿Ante los payos? ¿Ante losque lo habían condenado antes de ser juzgado? Para mi pue-blo, para mi gente, para los que siempre creyeron en él, queson los que a mí y a mi madre nos importan, José Bermúdez,mi padre, nunca dejó de ser inocente. Lo que piensen o dejende pensar los demás, sobre todo ahora que ya se encuentra enlibertad, comprenderás que no me va a quitar el sueño.

Como payo, me sentí interpelado y dolido por las palabrascargadas de resentimiento que Antonio acababa de pronun-ciar contra todos los castellanos del pueblo. De sobra sabía élque, aunque pocos, hubo payos que defendieron a su padreaun a costa de enfrentarse con sus vecinos y hasta con miem-bros de sus propias familias. Sin ir más lejos, este fue el casode mis padres, que siempre dieron la cara por él incluso acosta de que se la partieran en más de una ocasión. No pudecallarme, y con delicadeza intenté corregirlo.

—Antonio, comprendo tu resquemor contra todos nosotros.Es posible que yo en tu caso reaccionase de la misma maneraque tú. Pero eso no quita para que crea que te has excedido yque estás siendo injusto con algunos payos que nunca dudaronde la inocencia de tu padre. Además, quiero que sepas quecada vez que esa palabra sale de tu boca se me revuelven lastripas, no por la palabra en sí sino por la carga de desprecioque contiene cuando la pronuncias.

Al escuchar mi queja, permaneció un momento en silencio,pero después de encender el cigarro que hacía unos minutoshabía sacado de la pitillera, continuó diciéndome:

—Es cierto lo que acabas de decir. Cuando la palabra«payo» sale de nuestras bocas, en la mayoría de las ocasiones

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expresa el desprecio que muchos de nosotros sentimos portodos los que nos han oprimido durante siglos y apenas si noshan tratado como a personas. Dices que se te revuelven lastripas cuando la escuchas, pues más se me revolvían a míhasta no hace mucho cuando me llamaban gitano. Durante miniñez, todas las noches me acostaba angustiado, pensando quea la mañana siguiente tenía que ir a la escuela. Porque raroera el día en el que no me veía obligado a tragarme la rabia ylas lágrimas al escuchar a mis compañeros, a coro, llamarmegitano, gitano, gitano… con la clara intención de humillarme,y a ver cómo los maestros, salvo raras excepciones, cuandoacudía a ellos para que me defendiesen, hacían oídos sordos amis quejas. Por el contrario, si eran niños payos los que sequejaban de que yo, «el gitano», los había molestado, inmedia-tamente era reprendido con dureza, no sin antes recordarmeque los de mi raza, por mucho que se hiciese por ellos, notenían solución. Estoy convencido de que, como las aulas esta-ban tan sobrecargadas de alumnos, no les habría importadoque, aburrido, hubiese abandonado la escuela. Ahora, que medigan gitano es para mí motivo de orgullo. Orgullo de serlo yde pertenecer a un pueblo que, pese a las muchas persecucio-nes sufridas a lo largo de su historia milenaria, ha sabidoresistir sin que nadie haya sido capaz de hacerle doblar la cer-viz. Te pido disculpas por la forma y el tono empleados, y si temolesta que te llame payo intentaré no volver a hacerlo, o almenos no expresar el sentido peyorativo que la palabra encie-rra. Pero a lo que no estoy dispuesto es a utilizar el término«castellano» para referirme a vosotros. ¡Porque ya me dirás túlo que los payos tenéis de castellanos… más o menos lo que yode payo!

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—Tampoco es que tengas que disculparte ante mí ni antenadie. Yo comprendo que no andas falto de razón para sen-tirte como te sientes, pero me ha extrañado que la primera vezque hablamos, después de tantos años sin vernos, te hayaspuesto como acabas de hacerlo.

—Puedes estar seguro de que no es así cómo suelo actuarhabitualmente. Los que me conocen bien saben que soy unapersona tranquila, para mi familia demasiado tranquila. Mimadre me dice, para echármelo en cara, que por mis venascorre sangre de nabo. Pero, a pesar de mi carácter calmado ydel tiempo transcurrido, todavía pierdo los estribos al recor-dar todos los sufrimientos padecidos desde antes de tener usode razón. Dices que no fueron todos los vecinos del pueblo losque antes de que mi padre fuese juzgado ya lo habían conde-nado, y mucho menos que los que actuaron de manera taninjusta lo hicieran por el mero hecho de ser gitano. Si tan con-vencido estás de eso, dime, aparte de tu familia, ¿qué payos,y perdona por la expresión, son esos? ¡Nómbrame a cinco, acuatro, a tres! ¡Ninguno, Santiago, ninguno! ¡Solo los gitanos,y no todos, estuvieron de su parte! Infórmate mejor y no despor cierto algo que no se ajusta a la realidad, que por muydura que te parezca no es otra que nadie de este pueblo creyóen la inocencia de José Bermúdez, siendo, como dicen que eratodos los que lo conocían, una persona honrada a carta cabal.Y si algunos payos creyeron en él, ninguno se atrevió a saliren su defensa. Si lo que le ocurrió a mi padre le hubiese suce-dido a uno de vosotros, ¿estás seguro de que habrían hecho lomismo que hicieron con él? Tú sabes tan bien como yo que no.Solo tus padres, solo ellos, aun a sabiendas de lo que se lespodía venir encima, se atrevieron a defenderlo públicamente.

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Y bien que lo pagaron en críticas y desprecio por parte de susvecinos.

Viendo que con mis palabras lo único que conseguía eraalterar el ánimo de Antonio y que la idea de entrevistarme consu padre resultaba del todo imposible, decidí no seguir insis-tiendo y pedir disculpas por mi atrevimiento.

—Antonio, si te ha molestado mi propuesta, desde estemomento está retirada. Pero puedes estar seguro de que enningún momento he buscado mi propio interés, sino el de tupadre y el de tu familia.

Aunque mis últimas palabras parecieron calmarlo, no diorespuesta de inmediato a las mismas. Seguimos tomándonosel café en silencio y, cuando acabamos de hacerlo, mientras yorebuscaba en los bolsillos del pantalón unas monedas con lasque pagar y marcharme, Antonio colocó su mano sobre mihombro y, con tono más sereno, me dijo:

—No te tomes tan a pecho mis palabras y no tengas tantaprisa en marcharte. Me sentiría fatal que nuestra primeraconversación después de tantos años terminase de estamanera. Espera que acabe de tomarme el café y, si no teimporta, nos vamos juntos hasta nuestro barrio.

—Si de algo —le contesté— estoy sobrado en estos días esde tiempo. Hasta la hora del almuerzo no tengo nada mejorque hacer que estar contigo. Así que podemos seguir hablandohasta que tú quieras.

En un intento por suavizar la tensión, Antonio arrastró sutaburete hasta acercarlo a un palmo del mío y dejó demirarme del modo tan desafiante en que lo había hecho hastaaquel momento.

Sonrió y continuó diciéndome:

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—Los que conocieron a mi padre y lo tuvieron comoamigo, antes de que ocurriese lo que ocurrió, lo recuerdancomo una persona seria, trabajadora, honrada, afable y amigode sus amigos. Amigos con los que disfrutaba tomándoseunos vinos en la taberna mientras hablaba con ellos sin ponerlímites al tiempo. Ahora, se les parte el alma cuando lo invi-tan a dar un paseo por la vega, pues saben que, salvo rarasexcepciones, la respuesta será negativa. A veces pienso quelo hace porque se avergüenza de cruzarse con la gente y nosaber lo que estarán pensando cuando se quedan mirándolocon descaro. Los días en que decide salir, que son contados,su comportamiento es más o menos el mismo que el que man-tiene en casa: apenas habla, apenas come, apenas dibuja unasonrisa en su aviejado rostro. Es como el canario al que, des-pués de muchos años encerrado en una jaula, le abren lapuerta para que viva en libertad y no sabe elegir a dónde irsin que otros decidan por él. El sol de la mañana lo encandilay la brisa de la sierra lo deja agotado. Mi madre y yo le pedi-mos con insistencia que se distraiga, que haga canastas, comolas hacía cuando era un muchacho, pero, solo por darnosgusto, las empieza una y mil veces para nunca acabarlas.Según él, porque ya no recuerda cómo se hacen ni le merecela pena, a sus años, ponerse a aprender de nuevo. Pese atodo, se me acaba de venir a la cabeza que puede que elhablar contigo le resulte beneficioso. Como me decías hace unmomento, por intentarlo no creo que se hunda el mundo. Selo voy a proponer cuando encuentre el momento oportuno, ytanto si está de acuerdo como si no te lo comunicaré encuanto tenga su respuesta. No quiero que te hagas demasia-das ilusiones, pero cuenta con que lo intentaré.

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* * *

Pasó una semana sin que Antonio Bermúdez diera señalesde vida. El tiempo corría más deprisa de lo deseado, y ya soloquedaban dos semanas para que acabase el mes de julio, y conél las vacaciones. Aunque seguía interesado en hablar conJosé, la situación social y política en España era tan tensa ytan convulsa que todo lo demás dejó de interesarme, pasandoa un segundo plano. Era tal la incertidumbre en la que vivía-mos durante aquellos días que nadie sabía lo que podía pasarde un momento a otro, aunque los más viejos se temían lo peory auguraban toda clase de calamidades.

Cada día que pasaba, las noticias que daba la prensa, apesar de la censura impuesta por el gobierno de Madrid, eranmás preocupantes. El gobierno, pese a la arrogancia de su pre-sidente Manuel Azaña, al comentar de sus adversarios políticos:«¿Ladran?, pues cabalguemos rápido y pasemos por encima denuestros enemigos», no daba con la fórmula para poner fin alcaos existente, tanto en el campo como en las grandes ciudades.

Los sectores más informados de la población eran conscien-tes de que el gabinete estaba cada día más erosionado ante laenorme presión ejercida por la extrema izquierda y la extremaderecha, y que un problema de tal calibre no se podía solucio-nar, como creía el Gobierno, con simples medidas de ordenpúblico. Ante tanta tensión, los rumores de un inminente golpede Estado eran tan insistentes que mis padres me aconsejaronque permaneciera en el pueblo, aun a riesgo de perder el puestode trabajo, hasta que la situación se normalizara.

Conforme avanzaba el mes de julio, la situación se ibadeteriorando. Se incrementaron las huelgas en las grandes

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ciudades y las ocupaciones de tierras en los latifundios deExtremadura y Andalucía, pese a que el gobierno de Madridmandó a los guardias de asalto para reprimirlas, en ocasionescon tanta dureza que algunos campesinos, como los diecisietede Yeste, fueron acribillados y muertos por la fuerza pública.Conventos y templos volvieron a arder mientras la Iglesia,acurrucada en las sacristías, no disimulaba su deseo de queterminara cuanto antes la pesadilla de la República. Oradoresobreros como Mera, de izquierdas como Largo Caballero y laPasionaria o de derechas como Calvo Sotelo y Gil Robles elec-trizaban a las masas con discursos incendiarios.

Como consecuencia de aquel ambiente crispado, el 10 dejulio desayunamos con la noticia de que el teniente de asaltoJosé Castillo, afín a la izquierda, había sido asesinado enMadrid, según la prensa, por un grupo de extrema derecha.Como era de esperar, la respuesta no tardó en llegar, y dosdías más tarde fue asesinado el parlamentario de derechasJosé Calvo Sotelo.

El malestar y el miedo también se hacían presentes en losnúcleos más pequeños de población. Cada vez eran más fre-cuentes los enfrentamientos entre vecinos o familiares pordisensiones políticas, sociales o religiosas. En pocos días, laconvivencia entre españoles se tensó hasta el extremo de quemientras unos andaban preocupados con la posibilidad de unlevantamiento militar, otros hacían plegarias para que este seprodujera cuanto antes. Pero mejor será que aparque porahora los problemas del país, y que vuelva al tema que tanpreocupado me había tenido durante los últimos días, que noera otro que conocer de primera mano los sucesos que condu-jeron a José Bermúdez a la prisión del Puerto de Santa María.

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Pues bien, cuando había perdido la esperanza de hablarcon él y apenas me acordaba del tema, la casualidad quiso queAntonio y yo nos encontrásemos de nuevo en el mismo lugarque la vez anterior. Sería la una y media del mediodía. En lospueblos, ya se sabe, o vas a la taberna o no tienes donde ir.Por eso, antes de almorzar me dirigí a una pequeña tascasituada en la calle Las Flores para tomarme una cerveza ycharlar un rato con los amigos. Acababan de servírmela, ymientras hojeaba distraídamente la prensa, Antonio Bermú-dez se acercó a mí. Nos saludamos y, sin consultarle, pedí otracerveza para él. Nos pusimos a comentar la ola de calor que,procedente de África, estaba afectando desde hacía unasemana a toda Andalucía. Pasados unos minutos, viendo queno le preguntaba por la gestión que había quedado en realizarante su padre, me dijo:

—Cuando quieras, si es que aún sigues interesado enhacerlo, puedes hablar con mi padre. No creas que me habíaolvidado de la promesa que te hice, ni de lo que hace unos díasestuvimos hablando. Lo que pasa es que no sabía cómoentrarle por miedo a que se negase a satisfacer tus deseos. Aldecirle que un periodista quería entrevistarlo con la intenciónde aclarar los motivos que lo llevaron a prisión, al principio senegó. Pero al aclararle que el periodista en cuestión eras tú, elhijo de los Limpios, enseguida cambió de actitud. Tan es asíque está dispuesto a hablar contigo con tranquilidad, a respon-der a todas las preguntas que desees hacerle y a aclarar todaslas dudas que puedas tener. Además, quiere que sepas que dis-pones de todo el tiempo que necesites. Si te soy sincero, no meesperaba de él una respuesta así. Ahora bien, aunque él no teponga ninguna clase de cortapisas, yo sí te voy a poner algunas

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condiciones, como que no tomes notas delante de él, que nointentes sonsacarle más de lo que te quiera contar y, sobretodo, que no publiques nada de lo que te diga, en especial si danombres, que estoy seguro citará, de algunos vecinos del pue-blo. Esto último es muy importante para mi familia, al menoshasta que pase la tormenta que tenemos encima. ¡No están lostiempos para buscarse más problemas de los que ya tenemos!

—No te preocupes, haré lo que me pides.Le di las gracias por la gestión realizada y quedamos en

que iría a su casa el día siguiente a las cinco de la tarde. Des-pués continuamos hablando unos minutos más mientrasdábamos buena cuenta de nuestras cervezas y tapas. Paga-mos y nos dirigimos juntos a nuestras casas. Hasta llegar a lacalle Larga, vía que atraviesa el casco antiguo de la ciudad deEste a Oeste y que, debido a su estrechez, apenas permite quelos rayos del sol alcancen el suelo, el calor era insoportable.

* * *

Esa noche, entre las noticias cargadas de malos auguriosque daban las emisoras de radio, el sofocante calor de media-dos de julio y la preocupación por no saber cómo enfocar laentrevista con José Bermúdez, apenas pude conciliar elsueño. Para más inri, una pareja de gatos no dejó de maullary corretear por el tejado durante toda la noche. En varias oca-siones, me asomé a la ventana y di unas palmadas paraahuyentarlos, pero estaban tan enfrascados en sus asuntosque no me hicieron el menor caso.

El 15 de julio, día en que fui por primera vez a visitar a José,llovía torrencialmente a causa de una tormenta provocada por

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la humedad y la calina de los últimos días, algo raro por estastierras del Sur. Hacia las tres de la tarde, unas diminutas nubesblancas, aparecidas por el poniente, comenzaron a hincharse ya ennegrecerse. En un corto espacio de tiempo, el cielo se oscu-reció y en el horizonte empezaron a dibujarse los primerosrayos y a escucharse, cada vez más cercanos, unos prolonga-dos y sonoros truenos. En pocos minutos se hizo de noche yera tal la cantidad de agua que caía sobre el pueblo que ape-nas podían distinguirse las paredes de las casas que teníamosfrente a la nuestra. Mi madre, muy convencida de lo quehacía, formó una cruz de sal sobre la mesa, al tiempo querezaba un padrenuestro a un cuadro de la Santísima Trinidadque tenía colocado sobre la repisa de la chimenea. Pasadosunos minutos, la tormenta se fue alejando tan rápidamentecomo había venido, aunque la lluvia continuó cayendo durantetoda la tarde, pero de forma más suave. Mi madre, comoacción de gracias, rezó otro padrenuestro. Yo, aunque no creoque la forma de acabar con una tormenta sea rezar un padre-nuestro, como tampoco conocía un mejor modo de hacerlo,acompañé a mi madre en su plegaria.

A las cinco de la tarde, hora en la que habíamos quedadocitados, cogí un paraguas que mi madre tenía guardado en elarmario de su dormitorio y me dirigí a grandes zancadashacia la casa de José Bermúdez. El tintineo de la lluvia sobrela tela del paraguas calmó la tensión que unos minutos antesme oprimía el pecho.

Cuando llegué al número 19 de la calle Tejedor, José meestaba esperando. Una vez dentro de la casa, le tendí la manopara saludarlo pero él tiró de ella y me abrazó dándome fuer-tes palmadas en la espalda con su mano derecha.

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—Con la de veces que me has mojado los pantalones y lacamisa cuando siendo un crío te cogía en brazos, ¿vas ahora adarme la mano? Deja que te dé un par de besos en la cara,como hacía cuando era un zagalón y tú un renacuajo.

Aturdido por el inesperado comportamiento de José, meexcusé con las siguientes palabras:

—La verdad es que mi intención era besarlo como a cual-quier miembro de mi familia, pero no sabía si en este caso eralo correcto. Ahora que usted lo ha hecho, permítame que yotambién lo bese.

—Pregúntale a tu padre —continuó José— la de veces quehe jugado contigo mientras él negociaba con el mío el preciode los pegotes de ajos, patatas o cebollas que criaba en lavega. Todavía recuerdo, pese a los muchos años transcurri-dos, las risotadas que soltabas y las babas que caían de tuboca sobre mi cara cuando, jugando, te lanzaba al aire. Asíque, aunque sea la primera vez que nos hablamos después detanto tiempo y nuestras edades sean tan dispares, trátamecomo a un amigo. Y lo primero que hacen los amigos eshablarse de tú, que tratándome de usted me haces más viejode lo que soy.

—Muchas gracias, José, por lo que acaba de decir. Es ciertoque esta es la primera vez que nos vemos, pero he oído tantasveces hablar a mis padres de usted —aquí estaba mintiendo—,quiero decir de ti, que sin haberlo visto antes lo conozco comosi hubiésemos vivido bajo el mismo techo. Aunque no se locrea, conozco más a usted y a su familia que a algunos parien-tes cercanos.

Una vez roto el hielo, José comenzó a hablarme del com-portamiento de mi padre con él y con su familia, y de la

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confianza que siempre depositó en el suyo cuando le encar-gaba vender los frutos que cultivaba en la vega.

—¡Qué castellano tan noble, tan honrado y tan cabal era ysigue siendo tu padre! Siempre le pagó al mío más de lodebido, conocedor como era de los muchos apuros que pasabami familia. Solo tu madre lo superaba en bondad y generosi-dad. En esta tierra en la que no hemos salido de unos años dehambre y de miseria cuando ya nos están acechando otrospeores, a cuántos estomaguitos vacíos consoló ella. ¡Y quéclase tenía para hacerlo! Sin darse importancia y con la claraintención de no humillar a los que socorría. ¡Ay, si todos losque dicen creer en Dios, empezando por los curas y las mon-jas, fuesen solo la mitad de generosos que tu madre, seguroque ahora nadie afirmaría las barbaridades que se dicen deellos! Pero, como dice el refrán, y nunca mejor dicho, una cosaes predicar y otra muy distinta dar trigo. Puedes estar segurode que en todos estos años de ausencia, después de mi familia,es a tus padres a quienes más he echado de menos.

Calló un momento, respiró profundamente y se pasó condisimulo la yema del dedo índice de la mano derecha por el ojodel mismo lado para impedir que una lágrima resbalase poruno de los muchos surcos de su demacrado rostro. Despuéssonrió y prosiguió:

—Yo sé que mi hijo te ha puesto muchas trabas para quehables conmigo. Él y su madre están empeñados, como sifuese posible, que olvide el tiempo pasado en el Puerto. Peroolvidar los años pasados en prisión, y más en el Puerto, es tandifícil como olvidarse de los años de niñez por muy viejo queuno sea. Tú, como todavía eres joven, no has pasado por estaexperiencia, pero los que estamos sobrados de años sabemos

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que cuanto más nos alejamos de nuestra infancia, más pre-sente se hace en nuestras vidas. No sabría explicarte larazón, pero puede que se deba, como dicen algunos entendi-dos, a que vivimos los años de niñez con tanta intensidad ycon tanta ilusión que la marca que dejan en nuestro cerebronunca, por mucho que sea el tiempo transcurrido, se consigueborrar. Con los años vividos en prisión ocurre, si no lo mismo,algo parecido. Te marcan de tal manera que, por mucho quelo intentes y por mucha que sea la ayuda que recibas de fami-liares y amigos, nunca, nunca los podrás olvidar. Antes deque comiences a preguntarme lo que quieras saber sobre mí,te aconsejo que no hagas caso de lo que haya podido decirtemi hijo, ni temas abrir heridas que nunca se cerraron. Pre-gúntame todo lo que desees saber, que yo, en la medida de loposible, te contaré todo lo que recuerde. Solo te pido una cosa:no tengas prisa y permíteme hacerlo a mi manera. Tambiénquiero que sepas que ayer recibí un sobre con varias cuarti-llas en las que, en parte, se aclara lo que tal vez tú andasbuscando, pero me vas a permitir que no te las deje leer hastaque lo considere oportuno.

Las palabras de José me impresionaron tanto que olvidélas preguntas que llevaba preparadas. Lo miraba a los ojos yél sonreía al verme tan callado. Tras permanecer unos inter-minables segundos en absoluto silencio, no tuve mejorocurrencia que preguntarle:

—José, ¿de qué quinta es usted?Me miró con cara de sorpresa y, viendo mi turbación, me

preguntó sin dejar de sonreír:—¡Para qué quieres saberlo?—Para saber la edad que tiene.

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—Yo no soy de ninguna quinta porque tuve la suerte delibrarme de ir a servir al rey. Pero si lo que deseas es conocermi edad, te diré que nací hace muchos años y que he vividomuchos más de los que tengo. Mi madre, a la que Dios tengaen su gloria después del purgatorio padecido en esta vida, mecontaba muerta de risa que, siendo yo todavía un niño, cuandosus vecinas le preguntaban: «Coja, que era el apodo por el quetodos la conocían pese a no serlo, ¿cuándo nació tu José?» Ella,que era más lista que el hambre, o que el hambre la habíaobligado a serlo, aún a sabiendas de que se lo preguntabanpara mofarse de ella, les solía responder sin inmutarse:

»—Mi José nació el día que cayeron las gotas gordas.»—¿Las gotas gordas… de qué mes? »—Del mes en que se celebran las fiestas de San Miguel.

Creo que en septiembre. Si estaré segura... El primer llanto demi niño coincidió con la traca final de la feria. Recuerdo que misuegra, ante el estruendo de la misma, me comentó: «¡Vayarepullo ha pillado la criatura con el coñazo de los cohetes!»

»—Pero del año en que nació seguro que no te acordarás...—Le hacían estas preguntas guiñándose unas a otras y

aguantando la risa, seguras de la respuesta que les iba a dar.Ella las veía reír pero continuaba la farsa como si aquello nofuese con ella. Por eso a la última pregunta les contestaba dela siguiente manera: «Si no sé ni el año en que estamos, ¿cómome voy a acordar del año en que nació mi José? Pero digo yoque si mi Rata tiene dos años y mi Victoria tres, mi José debede andar… por los cuatro o cinco. Pero lo que es estar segura,segura, la verdad es que no lo estoy.» Estos circunloquios loshacía mientras sumaba y restaba con los dedos al tiempo queles preguntaba:

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»—Pero vamos a ver, ¿a qué viene tanto interés en conocerla edad de mi niño?

»—A nada, mujer, a nada. De algo tendremos que hablarsi queremos que no se nos seque la lengua.

—La Coja, que tanto me amó y a la que tantos malos ratoshice pasar cuando comenzaron a crecerme pelos en la barba,en las piernas y en otras partes del cuerpo que por respetoprefiero silenciar, me aclaró un día en secreto que yo habíanacido el primero de octubre de 1898, pero que nadie que nofuese de la familia debía conocer la fecha.

»Mi padre, un gitano muy sabido en leyes, según él y segúnla Coja, no quiso asentarme en el registro civil, en la creencia,compartida con otros muchos de mi raza, de que no estando ins-crito en ningún libro oficial podría, en su momento, librarme detener que ir a servir al rey como otros jóvenes de familias humil-des, porque los hijos de los ricos solían librarse pagando unadeterminada cantidad de dinero, y a guerrear en Marruecos con-tra los moros que, por entonces, degollaban a los soldadosespañoles que caían en sus manos como a los corderos que todoslos años sacrifican en la fiesta religiosa del mismo nombre.

»Todavía recuerdo los sufrimientos padecidos por muchasfamilias del pueblo a consecuencia de los enfrentamientos conlos moros en Marruecos. Recuerdo sobre todo los que tuvieronlugar en el año 1909, cuando yo tenía once años, edad en queexperiencias tan duras como la que te voy a contar se quedangrabadas en la memoria para el resto de tus días.

»Acababa de cumplir once años y aún me parece estarescuchando los desgarrados lamentos de algunas madres delpueblo cuando los municipales se acercaban a sus casas parainformarles de que sus hijos habían caído en el campo de

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batalla defendiendo a la patria. El día del que te estoyhablando, acababa de volver con mi padre del secano, dondehabíamos estado buscando alcaparras para venderlas en lastabernas donde, una vez aliñadas, eran muy apreciadas comotapas. Al entrar en la calle Tejedor, observamos el revueloque se había armado al final de la misma, cerca de la casa demis tíos, unos metros antes de desembocar en la calle CruzSur. Un grupo de personas muy alteradas gritaban alrededorde una vecina que yacía tumbada en el suelo. Lleno de curio-sidad, me acerqué al grupo y me coloqué en primera fila parano perder detalle de lo que ocurría. De repente, escuché ungrito que me heló la sangre. Nunca había oído algo parecido.Aquel alarido, casi animal, me dejó paralizado en un primermomento, pese a lo cual la curiosidad propia de la edad hizoque no me moviese de allí.

»Un grupo de vecinas permanecía junto a la puerta de Juanel Cohetero, cuya mujer era la que permanecía tendida y sinsentido en el suelo. Todos los presentes intentaban consolarlamientras su hermana se esforzaba en reanimarla, aireándolacon un abanico de cartón. Pero Juan y su mujer no eran los úni-cos en llorar, también Amador, antiguo maestro de sierra quedejó de serlo tras perder el brazo derecho en un accidente detrabajo, se esforzaba con el brazo que le quedaba y con los dien-tes en abrir el sobre que acababa de entregarle un municipal.Carmela, su mujer, viendo que era incapaz de abrirlo, se acercóa él y se lo arrancó de la boca de un tirón. Después de abrirlo yleer los primeros párrafos, comenzó a gritar al tiempo que searañaba el rostro y se arrancaba mechones de pelo de la cabeza.

»—¡No! ¡No! ¡No! ¡Por favor, mi hijo no! ¡Mi hijo no, que esel único que tengo! ¡Malnacidos! ¡Hijos de puta! ¡Malditos!

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¿Qué habéis hecho con él? ¡Como una flor os lo entregué, ycomo una flor quiero que me lo devolváis! ¿Y tú qué crees—gritó dirigiéndose al pobre municipal que, aturdido porlos gritos de la mujer, no sabía cómo reaccionar—, que conuna carta todo está arreglado?

»Mientras seguía gritando y lanzando improperios contratodos los que consideraba responsables de la desaparición desu hijo, el municipal se abrazó a Amador y, descompuesto porla emoción, le dijo con lágrimas en los ojos:

»—Amador, ya me gustaría a mí… pero yo no puedo hacernada. El comunicado viene dirigido a ti y la dirección es latuya. Díselo así a tu mujer. Dile que comprendo su dolor y susduras palabras para todos los que considera responsables dela desaparición de Marcelo. Y recuérdale que también mi hijoPablo se encuentra donde se encontraba el vuestro, y que aestas horas solo Dios sabe cómo estará.

»Cuando el municipal estaba a punto de marcharse,intentó dar el pésame a la pobre mujer pero no pudo hacerloporque Gracia, que así se llamaba la esposa de Amador,seguía gritando en un ataque de histeria, arañándose ymesándose los cabellos. Asustado, miré a mi padre y pudecomprobar, pese al esfuerzo por evitarlo, cómo resbalabandos lagrimones por sus mejillas. Era la primera vez que loveía llorar.

»El resto de los varones allí presentes se esforzaban endisimular su dolor, como hacían las mujeres y los niños, peroen su esfuerzo por conseguirlo no podían evitar emitir algúnque otro suspiro lastimero preñado de ira y de indignación. Elmunicipal, ya concluida su misión y pálido como la cera, sealejó de allí hacia la calle las Cruces, donde vivía un hermano

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de mi padre que también se encontraba en Marruecos. Al verhacia dónde se dirigía, lo siguió con la mirada al tiempo quesusurraba la siguiente oración:

»—¡Señor de la Salud, que mi Luis se encuentre bien y queno le haya ocurrido ninguna desgracia, que tiene mujer y doshijos pequeños!

»Desde allí pude ver que el municipal llevaba en la manouna carpeta de cartón de color azul. Al contemplarla, me pre-gunté cuántos avisos de muerte habría en ella. Mi padrerespiró aliviado cuando vio que el funcionario pasaba ante lapuerta de su hermano sin detenerse en ella. Los pocos vecinosdel pueblo que participaron en aquella maldita guerra y tuvie-ron la suerte de volver sanos y salvos a sus casas, como fue elcaso del hermano de mi padre, ponían los pelos como escar-pias al relatar los sufrimientos padecidos en la misma.

»De vuelta a nuestra choza, recuerdo cómo mi padre,mientras contaba a la Coja todo lo sucedido aquella mañana,repetía una y otra vez: ¡Pero qué coño se nos ha perdido anosotros en Marruecos para ir a guerrear contra los moros!¡Que vaya el rey si tiene agallas para hacerlo, y que se olvidede enviar a los pobres como los olvida para todo lo demás!

»Según me contó mi padre cuando tuve edad para com-prenderlo, el año de mi nacimiento, 1898, fue un año cargadode desastres y de calamidades para este país. Entre otras des-gracias, tuvo lugar la pérdida de Cuba, Filipinas y PuertoRico. Los siguientes fueron años de hambre, de faltas y demiseria, causa de motines y huelgas en ciudades comoMadrid, Barcelona y Valencia, acuciadas, como las del restode España, por el encarecimiento del pan y demás productosbásicos para la dieta de las clases más populares.

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»Yo, de niño, siempre me recuerdo pasando hambre y frío.Para que te hagas una idea de cómo vivíamos en los primerosaños de este siglo, te basta con saber que el sueldo de un peóndel campo era de seis reales, cantidad a todas luces insufi-ciente para cubrir los gastos más perentorios de cualquierfamilia. Entre los campesinos se pasaba hambre, la mismaque padecían los trabajadores de otros gremios. Pero la situa-ción de miseria era más acuciante entre los primeros porque,además de recibir un sueldo miserable con el que ni siquierallegaban a cubrir los gastos más elementales para el mante-nimiento de una familia, solo trabajaban dos tercios del año,y eso los que tenían la suerte de poder hacerlo, que no eranmuchos. Era esta la razón por la que cada día que pasaba elcampo estaba más radicalizado.

»Algunos políticos, cuando se dejaban caer por el pueblo enépoca de elecciones, achacaban la miseria en la que el pueblovivía a la avaricia sin límite de los caciques y de los terrate-nientes, afirmando que mientras no se acabase con ellos todoseguiría igual. Pero cuando llegaban al poder se olvidaban denosotros y contemporizaban con los mismos a los que critica-ban en sus discursos. Por todo lo dicho, los años de mi niñezfueron años en los que el analfabetismo, la tuberculosis, eltifus, el hacinamiento, la promiscuidad y otros muchos malesecharon raíces en esta sufrida tierra.

»Con ser mala, la situación de miseria que acabo de descri-birte era la de los jornaleros payos, así que puedes imaginartecuál sería la nuestra, la de los gitanos: chivos expiatorios detodas las desgracias anteriormente enumeradas. Si para lospayos solo había trabajo durante dos tercios del año, paranosotros solo lo había cuando las faenas agrícolas eran tan

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urgentes que resultábamos imprescindibles para asegurar lascosechas. Aun así, nuestra presencia en los tajos no era bienacogida por la gran mayoría de vecinos que, indiscrimina-damente, recelaban de todo lo que sonaba a gitano, aceptandode mala gana tener que trabajar junto a nosotros. Veo quepones cara de extrañeza por lo que acabas de escuchar, pues note extrañes tanto porque podría contarte multitud de anécdotasque así lo avalan. Para no hacerme muy pesado solo te contaréuna. Durante el tiempo que Lucía y yo permanecimos enZujaira, en su momento te explicaré el porqué, necesitábamostrabajar con urgencia en lo único que allí se podía trabajar, queera la agricultura. Mi primo Miguel, con el que vivíamos, meaconsejó que hablase con el capataz de una familia apellidadaAlba, terratenientes de Asquerosa con los que él y su mujer tra-bajaban arrancando y pelando remolachas.

»Fue aquel un año de mucha lluvia y por ello urgía llevarlas remolachas lo antes posible a la fábrica azucarera de PinosPuente, no fuese que las fincas acabasen convertidas en unlodazal y los carros de bueyes no pudiesen entrar en ellas paracargarlas y trasladarlas a la fábrica. Por eso, dada la urgen-cia, no resultó difícil que nos contratasen a los dos.

»Al terminar la primera jornada, llegada la hora de cobrar,mientras que para los jornaleros castellanos el sueldo fue de dospesetas, a los pocos gitanos que habíamos trabajado las mismashoras solo se nos pagó seis reales. Ante la sorpresa de todos, nitiempo tuvimos de pedir explicaciones porque, antes de que lohiciésemos, el capataz nos aclaró que como los gitanos no está-bamos hechos a trabajar en la vega, nuestro rendimiento habíasido inferior al de los payos. Por eso y nada más por eso, en jus-ticia, nuestro jornal también tenía que ser inferior.

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»Un gitano de Pinos Puente apellidado Trigueros le replicóque tanto él como el resto de su familia se habían tirado todala vida trabajando en el campo y que no estaba dispuesto acobrar ni un céntimo menos que nadie por muy payo que estefuese. El capataz, extrañado de que alguien, y mucho menosun gitano, se atreviese a llevarle la contraria, le dio los dosreales que le faltaban blasfemando contra Dios y todos lossantos del almanaque pero advirtiéndole que nunca volveríaa formar parte de su cuadrilla. Como nosotros, dada nuestrasituación, no podíamos permitirnos el lujo de protestar pese aser conscientes de la discriminación que aquel capataz estabacometiendo, optamos por callar, conformándonos con los seisreales de jornal.

»Como esta y mayores que esta te podría enumerar infini-dad de discriminaciones padecidas a lo largo de mi vida, lamayoría de las veces soportadas con resignación. Pero no todoslos jornaleros eran tan pacientes y mansos como nosotros. Poreso cada día que pasaba menudeaban las huelgas y las ocupa-ciones de fincas en no pocos pueblos de Andalucía, provocandoque las cosechas se pudriesen en el campo mientras los jorna-leros se cruzaban de brazos. Un trueno sonó a miles dekilómetros de Andalucía: la revolución bolchevique. ¡VivaLenin!, gritaban enfervorizados muchos jornaleros andaluces,exigiendo el reparto de los grandes latifundios. Como res-puesta a dichas reivindicaciones, las fuerzas del ordendisparaban a matar a los que se atrevían a ocupar fincas.

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Aproveché el breve espacio de tiempo en que José dejó dehablar y bebió un sorbo de agua con que humedecer su gar-ganta reseca, para hacerle la siguiente pregunta:

—José, acaba de decirme que durante una temporadaestuvo trabajando en Zujaira. Yo tenía entendido que tantousted como toda su familia eran naturales de este pueblo. ¿Esasí o estoy equivocado?

—Claro que nací en Santa Fe, o para ser más exacto en unachoza situada a dos kilómetros de aquí. Siempre, pese a quemi vida no haya sido un camino de rosas en el pueblo que mevio nacer, me he sentido afortunado de haber venido al mundoen un trocito de su vega, para mí la más hermosa de todas lasvegas de España, aunque si de algo no puedo presumir es dehaber viajado ni mucho ni poco para poder compararla con lasde otros lugares. Pese a todo, no me cabe la menor duda de queno todos han tenido la suerte, como yo, de haber nacido en unpueblo abierto desde el que poder contemplar las nieves per-petuas de Sierra Nevada y, a sus pies, la ciudad de Granadacon sus torres enhiestas y rodeadas por el verdor de la vega.En un libro que leí en la cárcel se dice de nuestro pueblo queen un principio fue una ciudad torreada con foso y cava, concuatro puertas orientadas a los cuatro puntos cardinales y unaplaza de armas en el centro. Un pueblo construido en 1491 pororden de los Reyes Católicos como plaza militar cerrada, pen-sado para servir como defensa y a la vez como ariete cristianocontra un mundo exterior hostil. Un pueblo que con el paso delos siglos fue derribando sus murallas y rellenando el foso quelo rodeaba por haberse convertido en un obstáculo para suexpansión. En el ejido de la Puerta de los Carros se configura-ron los barrios del Salitre y de Belén, en el de la Puerta de Loja

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se creó el del Convento de los Agustinos, en el de la Puerta deGranada los del Ave María y la Ermita, y así todos los barriosque conforman el pueblo en la actualidad. ¡Qué pena que elfoso y las murallas hayan desaparecido! Pero todavía podemosdisfrutar de la plaza de armas y de las cuatro puertas por lasque se accede a ella: la de Granada, la de Loja, la de Sevilla yla de Jaén o de los Carros.

»En la cárcel, donde el paisaje queda reducido a cuatromuros y un trozo de cielo, los espacios abiertos o cualquier edi-ficio que en circunstancias normales apenas nos llamarían laatención son constantemente recordados e idealizados, puedeque por haberlos disfrutado en libertad o por no haber tenidola oportunidad de contemplar otros más bellos. Además, elhecho de permanecer muchos años en prisión no deja ningúnsentido intacto al que sufre dicha circunstancia, siendo el dela proporción el primero en perderse. Quizás por eso ponde-raba tanto ante mis compañeros del Puerto las dimensionesde nuestra iglesia, la altura de sus torres, el tamaño de suscampanas, la fachada de su ayuntamiento y la singularidadde sus cuatro arcos. Ahora comprendo que, en ocasiones,exalté tanto la belleza de mi tierra que algunos acabaron pen-sando que lo mío era típica exageración andaluza. Pero porentonces estaba, como lo sigo estando ahora, convencido deque pocos lugares pueden igualar en hermosura el trocito detierra donde tuve la suerte de nacer. Un trozo de tierrasituado en el centro de una vega inmensa y generosa, capazde producir todo tipo de frutas, hortalizas, verduras y cerea-les. En el centro de la misma, y no precisamente en un palaciosino en una choza, me trajeron a este mundo. Por eso me con-sidero tan de la vega como puedan serlo las granadas en otoño,

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las cerezas en primavera, los albérchigos en verano y las bayasen invierno, y estoy tan unido a ella como pueden estarlo lasraíces más profundas del álamo más esbelto o del olivo máscentenario. Ni yo mismo puedo explicarme cómo he podidovivir todos estos años alejado de aquí sin haber muerto de nos-talgia. Todavía, después de tanto tiempo, sigo recordando lachoza que fue mi primer hogar como si continuase habitán-dola. Pensarás que es una estupidez acordarse de un lugar taninhóspito como una choza, cuando lo normal sería olvidarse deél. Puede que lleves algo de razón pero para mí aquel lugar eray sigue siendo la prolongación del jardín del Edén del que mehablaron en la catequesis de primera comunión.

»Recuerdo que estaba levantada sobre un caballón conforma de herradura que rodeaba un nacimiento de agua quebrotaba a borbotones a ras de suelo como si se tratara de uncazo lleno de agua hirviendo. De él, sobre todo en primaveray verano, nacía un agua transparente como el cristal y frescacomo las madrugadas de la vega. No son pocos los momentosde mi vida unidos a aquel canal porque, desde que tuve fuer-zas para hacerlo, todos los días tenía que recorrer unos cienmetros, corriente abajo, pertrechado de botijos, calderos o cán-taros hasta donde la altura del balate me permitía, con ayudade un cordel, llenar de agua todos aquellos recipientes.

»En los meses de estío, cuando el viento del Sur se hacíapresente y el canto de los grillos, el chirrido de las cigarras yel croar de las ranas resonaban por todos los alrededores denuestra choza, los labradores cortaban el cauce del canallevantando una enorme presa a base de estacas de madera,ramas de chopo, gavillas de rastrojo y arcilla humedecida. Enpocas horas, el nivel del agua subía y subía hasta alcanzar la

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altura de nuestras caderas. Entonces el agua embalsada sedesangraba mediante sifones a través de acequias y brazalesde tierra por todas las fincas colindantes, plantadas de cerea-les, árboles frutales y hortalizas.

»A mí que, como acabo de decirte, no he tenido la posibili-dad ni la suerte de conocer otros lugares que comparar coneste donde he nacido, se me antoja que Dios echó los restos aldiseñarlo y que tras hacerlo rompió los planos. Esto es almenos lo que siempre he oído contar a mis padres. En las tar-des de julio y agosto, cuando un sol redondo y gris permanecíavarado sobre las aguas del canal, suavizando su frialdad, mipadre en calzoncillos, mi madre en combinación y yo tal comome trajeron al mundo aliviábamos el agobiante sofoco del inte-rior de la choza zambulléndonos en aquellas cristalinas aguas.A pesar de los muchos años transcurridos, aún noto la agra-dable sensación de las burbujas al subir desde los venerosproduciéndome un delicioso cosquilleo al resbalar sobre mipiel. También la sensación de peligro al sumergirme hasta elfondo de la balsa para arrancar un puñado de berros y, trasconseguirlo, emerger orgulloso y mostrárselo a mis padres,que aplaudían mi proeza con rostros de satisfacción.

»La humilde choza en la que nací y viví los primeros añosde mi vida estaba construida, como te acabo de contar, sobreun caballón de unos tres metros de altura. Esa minúscula ele-vación artificial del terreno, en medio de la inmensa llanuraque la circundaba, la convertía en un privilegiado miradorque facilitaba la contemplación de la vega y de las sierras quela rodean, donde nacen el Genil, el Beiro y el Darro, los tresríos que hacen de los alrededores de Granada un hermosovergel. Solo pasados los años, cuando abandonamos aquella

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miserable vivienda para instalarnos en el pueblo, fui cons-ciente del paraíso en el que tuve el privilegio de nacer ycrecer.

Calló de pronto al percatarse de que llevaba un buen ratomonologando, me miró con ojos de preocupación y me dijo:

—No sé si te interesa lo que te estoy contando. Por cómome miras, tengo mis dudas. Si te aburro o te resulto pesadono tienes más que decírmelo y pasamos a otra cosa. Aunquequiero advertirte desde ahora mismo que mi vida no ha sidotan especial como para interesar a nadie, aparte de a ti, y deverdad que no lo entiendo. Si se pudiese borrar la etapa enque, sin pretenderlo, estuve en boca de todos, lo demás seríauna vida parecida a la de cualquier gitano de los muchos queviven en este pueblo: un gitano buscavidas cuya mayor preo-cupación es que a su mujer y a su hijo no les falte un bocadoque llevarse a la boca, ni un techo bajo el que poder cobijarse.No busques otra cosa en mí porque no la vas a encontrar.

—No se preocupe, José. Si guardo silencio es porque todolo que estoy escuchando es nuevo para mí. No entiendo cómo,estando tan cerca de usted y de otros gitanos como usted,nunca me he interesado por sus problemas ni por su forma devida. Siempre he creído, porque así lo he escuchado desdepequeño, que la culpa de la situación de miseria en la queviven la mayoría de los de su raza es solo de ustedes mismos,que se conforman con poco con tal de no dar un palo al agua.Usted, por el contrario, y me imagino que no será el único enhacerlo, debe pensar que gran parte de la culpa es nuestra, delos castellanos que los discriminamos, marginándolos e impo-sibilitando que puedan vivir como cualquier otro vecino delpueblo. Puede que tenga razón, por eso le pido que siga

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hablándome como hasta ahora, porque en el poco tiempo quellevo escuchándolo he aprendido más que en toda mi vidasobre la situación en la que viven muchos vecinos de este pue-blo con quienes me cruzo a diario sin ni siquiera fijarme enellos.

—Si es como dices, me alegro de que así sea y podamoscontinuar con el relato donde lo habíamos dejado.

»Como te estaba diciendo, a pesar de los muchos añostranscurridos, todavía recuerdo con todo detalle la choza en laque viví durante tanto tiempo con mis padres, te la puedo des-cribir como si la estuviese viendo. Empezaré por su pavimentoformado por cantos rodados, restos de losas y trozos de ladri-llo, rebuscados en los montones de cascajo que los arrierosarrojaban al cauce del río Genil, muy cerca de donde vivíamos.Tan variada y colorista solería, que más que el suelo de unavivienda parecía un puzle, descansaba sobre una capa de tie-rra húmeda y arcillosa sin ninguna fijación de cemento oargamasa. Los pilares eran troncos de álamo hincados en elsuelo a una distancia aproximada de un metro unos de otros.Las paredes eran de cañas procedentes de las muchas caña-veras que crecían en los humedales próximos al río y al canal.Para aislarlas del exterior estaban repelladas con una capa deadobe, fabricada con paja y barro y aplicada a las cañas connuestras propias manos. Pese a la pobreza de sus materiales,siempre permanecieron enjalbegadas ya que raro era el día enque mi madre no les daba una mano de cal. Encima de lasparedes, a modo de barca invertida, un techo de maderacubierto con gavillas de rastrojo hacía de tejado. Por último,la puerta, único vano por el que penetraban el aire y la luz delsol, estaba sujeta a dos rollizos de madera y un madero de

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mayor grosor hacía de dintel. Era una puerta estrecha, deescasa altura y poco adecuada para nuestra elevada estatura,obligándonos a hacer una profunda reverencia cada vez queteníamos que cruzarla.

»Para que la luz del sol iluminara la choza por dentro erapreciso que la puerta permaneciera abierta la mayor parte deldía, permitiendo así la entrada a moscas, mosquitos, abejas ytoda clase de insectos, muy abundantes en un paraje tanhúmedo como aquel. Por entonces había en la vega muchaschozas como la que acabo de describirte. En ellas los labrado-res protegían al ganado de las inclemencias del frío o del calor,y también las utilizaban para almacenar los aperos y lasherramientas de labranza. En la que nosotros vivíamos, comocarecía de electricidad, por las noches y solo durante un cortoespacio de tiempo mi madre encendía un candil o una velapara iluminarla. Por eso nuestro ritmo de vida, como el de lasaves que por allí anidaban, se acomodaba a las horas de sol.El crepúsculo nos metía en la cama y en ella permanecíamoshasta que los primeros destellos del alba nos invitaban alevantarnos.

»Como dentro de la choza era peligroso encender unahoguera, la Coja utilizaba para cocinar un hornillo de latón enel que quemaba aserrín o carbón vegetal. Como verás, másque una casa era un habitáculo más apropiado para animalesque para personas que solo contaba con una habitación fría yoscura en invierno, un suelo rezumando humedad y un techoennegrecido y cubierto de hollín. El humo del hornillo y lagrasa de las comidas lo impregnaban todo, creando unaatmósfera irrespirable que irritaba los ojos y los enrojecíacomo si estuviésemos permanentemente de duelo. A causa de

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aquel tufillo, nuestras ropas apestaban a zorruno. Los payosdecían que olíamos a gitano, como si los gitanos, por el merohecho de serlo, desprendiésemos un olor especial, diferente alde los payos.

»En invierno, el aire gélido que bajaba de Sierra Nevada,hermosa postal situada frente a nuestra choza, nos agarro-taba los músculos y los mantenía en un permanente tiritón.En verano, el sofocante calor de julio y agosto impedía respi-rar con normalidad. A pesar de todo, y con no poco esfuerzopor su parte, la Coja mantenía la única habitación de la chozay el escaso ajuar del que disponía limpios como los chorros deloro, tal como ella misma decía.

»Resumiendo, te puedo asegurar que pese a la indigenciaen la que durante aquellos años transcurrió mi existencia,cuando cierro los ojos y traslado mi mente a aquel lugar, algoque cuantos más años tengo me sucede con mayor frecuencia,aún me estremezco al recordar las horas previas al anochecer,cuando el cielo ardía en llamaradas de un intenso color rojizoal tiempo que se iba poblando de estrellas. Una visión tanimposible de olvidar como el solemne silencio nocturno que lesucedía, solo interrumpido por el nervioso aleteo y el suavepiar de los cientos de gorriones, jilgueros y ruiseñores que ani-daban en dos gigantescos nogales que se erguían a un tiro depiedra de nuestra choza.

»No tengo palabras para expresar con exactitud sensacio-nes tan gratificantes como las vividas junto al canal. Solocuando las circunstancias de la vida me arrancaron de aquelparaíso fui consciente de lo que acababa de perder, y empecéa soñar en el día en que volvería a verlo. Y es lo primero quehice al regresar de la cárcel. Pero ya nada es igual. Los balates

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de tierra que antes lo encauzaban, al igual que los de las ace-quias a través de las que continúa desangrándose, han sidosustituidos por muros de cemento. Muros donde no nacen flo-res ni brillan luciérnagas ni croan las ranas.

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