memorias de benito hortelano
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Memorias del español Benito HortelanoTRANSCRIPT
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M E M O R I A S
D E
B E N I T O H O R T E L A N O
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D E S C U B R I M I E N T O D E U N A L Á P ID A C O N M EM O R A TIV A A D O N B E N I T O
H O R T E L A N O , E N C H I N C H Ó N
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MEMORI S
D E
BENITO
HORTELANO
ESPÀSÀ-CALPE, S. A.
M DRID
1936
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E S P B O P I E D A D
Madrid, 1936
Publ l shed In Spain
Talleres E S P A S A - C A L P E , S . A ., B í os Bos as , 26 . — MA DB I D
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Í N D I C E
áginas
P R I M E R A P A R T E
P K Ó L O GO
5
I .— Cons iderac iones genera les 11
I I . — M i n a c i m i e n t o . M i s p a d r e s . A n t e s d e n a c e r y o , y a e r a t í o
ca rn al dos veces 13
I I I . —La vi l la de Chinchón. Su descr ipción. Not ic ias de mis padres
y de mis hermanos . Aparece una cuadr i l l a de malhechores .
P r imera ap l icac ión de l a pena de muer te en gar ro te . Mi
miedo a los muer tos . Mi p r imera i r ebe ld ía . Mi marcha
a M adr id 14
IV.-— De mi l legada a la cor te y de cómo me recibieron mi herma
na y mi cufiado 22
V .—Vuelvo a Chinchón. Mi cuñado in tercede con mi padre y és te
me perdona . Con t inúo de l ab rador , y mi padre empieza
a man i fes ta rme más ca r ino 25
V I .—El có le ra en España . ídem en Chinchón . Muer te de mi padre ,
de mi hermana mayor y de var ios par ien tes . Par t i c iones
y pe leas en t re mis hermanos y madras t r a por l a herenc ia .
Mi tu tor
1
y cura dor . Pa so a v iv i r con mi he rma no Fr an
cisco.
Mi cuñada Colasa . Genio y carácter de és ta y mi
fuga a M adr id 31
V I I .— M i a r r i b o a M a d r i d . A l e g r í a d e m i h e r m a n a C a s i m i r a . E n t r o
de aprend iz de sombrere ro . Carác te r de mi maes t ro y mis
pr imeras cor re r ías y conoc imien to de lo bueno y malo de
la cor te . Ap rendiz aje de s i l lero . íde m de imp reso r . M i
casamien to 36
V I I I . — V e n g a n z a q u e M a r í a t o m ó c u a n d o s u p o m i p r ó x i m o c a s a m i e n
to .
Acontecimientos pol í t icos . Quinta de
1
100.000 hombres .
Mis servicios en la milicia y (diversos acontecimientos hasta
junio de 1844 49
I X . — P r i m e r o s a ñ o s d e m i m a t r i m o n i o . N a c i m i e n t o d e m i h i j a
Mar ian i ta . O r igen de l a pub l icac ión de l a Historia de
Espartero
Asociación y revolución de los impresores*. Se
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294
Índice
P á g i n a s
forma la Sociedad Tipográf ica de Operar ios , de la que
fui socio . Compro imprenta . Publ icaciones que emprendí .
Socios que tuve. Apogeo de mi imprenta . Decadencia ,
por efecto de las denuncias sobre las publ icaciones que
hice. Persecuciones que sufr í . Abusos que cometieron los
que protegí. Sucesos polít icos desde el 44 al 49. Mi viaje
a F r a n c i a . M o v i m i ento y adelan tos q ue me deben las le t ras . 89
S E G U N D A P A R T E
I .— M i s a l i d a d e M a d r i d . L l e g a d a a B a y o n a . í d e m a B u r d e o s ,
ídem a P ar í s . .Mi es ta nc i a en Par í s . Sa lgo pa ra vo lver a
Madr id . Mi r es idenc ia en Burdeos , donde encon t ré a lgunos
amigos . Me deciden para embarcarme con el los con des t ino
a Buen os Ai res . M i v ia je y a r r ib o a Bue nos Ai res 109
I I .— Rec ib imien to que tuv e en Buenos* Ai re s . En t ro a t r a ba ja r de
caj is ta en la imprenta de Araal . Circulares que mando
1
a
mis corresponsales . Tengo not ic ias de mi famil ia , en las
que me anuncian la muer te de mi suegro. Recibo unos
prospectos de la Bibl io teca Universal . Recibo l ibros de
Boix y de D. Ignacio Es tevi l l , de Barcelona. Abro un depó
s i to de l ibros y subscr ipciones . Mi sociedad con Arzal en
el Diario de Avisos í d e m c o n l a I m p r e n t a A m e r i c a n a .
Ar r ibo de mi famil ia . (1850) 187
I I I . — A s p e c t o p o l í t i c o d e l p a í s . C r u z a d a l e v a n t a d a c o n t r a R o s a s .
Caída de és te y t r iunfo del general Urquiza. Giro que
dimes a SI Agente Comercial del Plata: Tomamos de
redac to r a l t en ien te co rone l D . Bar to lomé Mi t re . Los
Dehates
Golpe de Es tado de Urqu iza y nos c ie r ra l a im
pren ta . Pub l ico La Avispa Revolución del 11 de sept iem
bre de 1852. Revolución y s i t io de Lagos . (1851-1852-
1853-1854) 199
IV .— M i fam ilia y mis negocios desde el año 1852 a 1860 220
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PROLOGO
S¡on escasísimas en España las Memorias; apenas se escriben,
y de las pocas escritas, la mayoría se quedan sin imprim ir. Por el
desprecio singular que tiene el español para su propio pasado, ni
los que intervinieron en hechos históricos han sentido la delecta
ción de revivirlos y revivirse, por tanto, a sí mism os en ,e/ recuer
do, ni los demás se han interesado por ese otro lado, íntimo y sub
jetivo,
que timen los grandes
acontecimientos.
Porque éstos, antes
de ser sucesos colectivos de un pueblo, fueron propósitos, anhelos,
pasiones, hechos de la vida privada de unos hombres, entretejidos
con sus quehaceres, sus dolores y goces, sus amoríos, sus preocu
paciones. En las
Memorias
podemos sentir la delicia de ver el gran
acontecimiento formarse en la hondura y obscuridad de las vidas
individuales; salir de lo privado; ir desprendiéndose de lo subje
tivo, familiar y cotidiano para elevarse ¡a su alto rango público;
ir tejiéndose de pequeñas hebras pana ser gran tapiz. Es en este
momento cuando podemos encontrarle tibio todavía, m arcado aún
por las huellas de otros semejantes antes de emprender su trayec
toria por los espacios fríos de la Historia. Es entonces, para de
cirlo
de una vez, más humano, y por ello acaso también más ver
dadero. El erudito de la Historia halla en las Memorias datos nue
vos,
rectificaciones a los conocidos, y el simple lector, que en las
obras humanas i busca al otro hombre, goza en ellas esta tempera
tura de vida que da al suceso histórico el haber sido drama de un
individuo, novela de una persona. De estos dos deseos, del sabio
afán de conocer el pasado colectivo y del frenético deseo por tre
mar con vidas verdaderas de otros hombres reates, brota esa afi
ción
por las
Memorias
que sienten otros pueblos que, con un pre
sente exuberante aun, quieren añadirle grados encabezándole con
alcoholes añejos. En esa carencia de Memorias —tan característica
en nuestro país
—
un azar ha puesto en nuestras manos las que
publicamos en este tomo, escritas por don Benito Hortelano,
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Prólogo
Fué don Benito Hortelano un hombre del pueblo que, ¡como él
escribe, estuvo «siempre de tos primeros en todasHas escenas revo
lucionarias que con tanta precipitación se sucedieron en Madrid
desde el año 1834 al
1844».
Nacido en
Chinchón
el año 1819, tomó
en Madrid el oficio de cajista de imprenta, elevándose después a
corrector y regente, hasta llegar a ser impresor y editor de libros
y periódicos, en los que ponía, además de la letra, el espíritu polí-
tico. Su imprenta, de donde salían el diario El Observador, el perió
dico sa tírico El Tío Camorra, que dirigía con Martínez Villergas,
y mil folletos liberales, fué calificada de «volcán revolucionario»
por Narváez, que juró ir a pegarle fuego en persona. El fuego con
que la
arruinó
fué más lento y más frío: las
¡multas
y la confisca
ción,
que obligó a Hortelano a buscar refugio provisional en Fran
cia, y después, ya definitivo, en Buenos A ires, donde prosiguió sus
actividades de editor, periodista y político. Político de otra polí-
tica, porque allí ya no em el español progresista, fiel a Esparte
ro y tenaz enemigo de Narváez, sino simplemente el español que,
relativamente reciente la separación de la Argentina, lucha por
vencer la
prevención
hacia la an tigua m etrópoli; defiende a su pa
tria contra el más
{
leve ataque —él consiguió la supresión de unas
estrofas mortificantes que había en el himno nacional argentina
— ;
edita periódicos cuyo programa indican sus títulos, El Español y
La España; difunde el libro español; lleva, el primero, compañías
dramáticas españolas para hacer conocer nuestro teatro al público
argentino, y funda la primera Asociación española que había de
dar el ejemplo a nuestros compatriotas en América para la institu
ción de Sociedades de ayuda mutua y hospitales españoles; uno de
éstos acababa de establecer en Buenos Aires para socorrer a las
víctimas de una terrible epidemia de ¡fiebre amarilla cuando él
mismo cogió el mal y murió en 1871.
Volvamos a su epoda de M adrid y recpjamos el eco simpático
de estas palabras: artesano madrileño y liberal. ¿No fué precisa
mente el pueblo artesano de Madrid el artífice y conquistador de
las libertades civiles en el agitado siglo XIX? Pues aquí tenemos
a un ejemplar de'esos menestrales anónimos —«este hombre, que
no conocía hasta hpy, dijo de él Espartero el primer día que le
saludó, es, sin embargo, mi mejor amigo»
— ,
uno de esos hilillos
que han labrado el suntuoso tapiz mientras corrían, como una lan
zadera, del hogar al taller, del taller al hogar, del hogar al cuar
tel de milicianos, que edificaron nuestro sistema público, hacién-
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Prólogo
7
dolo una y la misma cosa con su trabajo, sus preocupaciones do
mésticas, su amor de novios, maridos y padres. Todo era igual
mente vida suya, vida, personal, afán intimo. Conocíamos la bio
grafía de los hom bres brillantes, capitanes de •aquellas luchas; las
líneas exteriores de aquellos sucesos; aquí encontramos ,éstos vis
tas por dentro, en su textura y elaboración
intraatómica, \por
una
de las abejas que humildemente, anónimam ente, labraron el gran
panal. Estas Memorias tienen la significación simbólica de ser la
novela personal del artesano decimonónico de Madrid en las luchas
por las libertades públicas, resum en y ejemplo de m illares de otras
parecidas vidas humildes.
El aficionado a la Historia puede encontrar <aqui datos nuevos
o corroboraciones firmes, como Ips tratos de la reina María Cris
tina ¡con los carlistas a través del príncipe Casiai para entregarles
Madrid y casar <a su hija Isabel II con el hijo de don Carlos; el
plan de atentado contra el general Espartero, que frustró el propio
Hortelano; la intervención del arriero de Bar gota, Martin Écham e,
en las negociaciones para el abrazo de Vergara; la insurrección
fracasada del 26 de marzo de 1848 para apoderarse de la reina y
sus ministros y obligarla a aceptar un Gobierno progresista, y
algunos otros sucesos y detalles poco o nada conocidos
En los capítulos referentes a la Argentina nos presenta Horte
lano el ejemplo típico del em igrante español que entreteje íntima
mente con su vida individual la empresa de realzar <a su patria en
el país extraño. Pues así como la
{afirmación
de las libertades es
casi totalmente obra del pueblo menestral madrileño, la resurrec
ción de nuestro prestigio en América es también obra casi exclu
siva del pueblo emigrante y no de los Gobiernos, siempre descui
dados. ¡Cuántas novelas personales semejantes a éstas pudieran
escribir tales o cuales emigrantes españoles en este o aquel país
americano Sin embargo, Hortelano es el que inicia, al que se le
Qcurre esta labor que vemos aquí en su gestación y primera flor.
Por estas razones pudiéram os dar a este libro, en vez del titulo
de
Memorias de Benito Hortelano,
el de
Memorias del pueblo espa
ñol en América y España en la primera mitad'del siglo xix.
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PRIMERA PARTE
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I
Consideraciones generales
Sabe el hombre dónde y cuándo ha nacido; pero no le es dado
investigar ni averiguar cuándo y dónde morirá.
Esta reflexión me la he hecho diferentes veces al considerar
las vicisitudes de mi vida; que si a la edad de catorce años, en que
quedé huérfano, me hubiesen predicho lo que había de sucederme
hasta los cuarenta, me hubiese reído, pues no pensé separarme
nunca de los alrededores en que pasé mi infancia.
Pero, ¡ay, cuan profundos son los arcanos de la Providencia
Hoy creo en el Destino; creo que la criatura, al venir al mundo,
tiene ya marcado el camino que ha de recorrer en él, por más que
el individuo crea lo contrario.
Creo que no damos un paso, no dirigimos una mirada, no tene
mos un pensamiento que no esté de antemano dispuesto y previsto
por el Ser invisible que nos creó y nos guía en toda nuestra ca
rrera, por la que marchamos ciegos y al acaso, por más que nuestra
ilusión nos haga creer que obramos por voluntad propia.
He vivido despreocupado, aunque siempre con el temor de Dios
y de la santa y sabia religión católica, en que mis sencillos y hon
rados padres me educaron.
Mi vida hasta hoy ha sido laboriosa; no guardo rencor a nadie,
a pesar de las muchas ofensas que algunos me han hecho; pero
tengo al propio tiempo la satisfacción de consignar aquí que son
mucho mayores los amigos que he tenido y beneficios que de ellos
he recibido que las ofensas. Creo en la amistad; no soy de los que
afirman que no hay amigos; yo sostengo lo contrario.
Muchos son los beneficios que he hecho a mis semejantes; mu
chos favores he prodigado sin fijarme muchas veces a quién se los
fjacía, lo que me ha ocasionado reconvenciones infinitas de mi fami-
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Memorias de Benito Hortelano
lia y amigos. Yo al hacer bien sólo tengo la máxima de «Haz bien
y no mires a quién».
Mucho tendría que arrepentirme si mi conciencia me acusase
de haber hecho daño'a alguien a sabiendas y con conciencia de que
perjudicaba a un semejante, pues ni a los animales he tratado nun
ca con rigor.
Hechas estas salvedades, paso a hacer una memoria de mi bio
grafía, con la sencillez propia de mi carácter.
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II
Mi nacimiento. Mis padres. Antes de nacer yo,
ya era tío carnal dos veces
El 3 de abril de 1819 (dicen que a las diez de la mañana) fui
echado al mundo, según consta en la fe de bautismo que conservo.
Mi padre, Juan Hortelano, y mi madre, Josefa Valvo, vieron en mí
el último vastago de su matrimonio. Yo era el número decimotercio
de la prole y, por consiguiente, fui el más querido, sobre todo de
mi madre.
Antes de venir al mundo era tío carnal de dos hijos de la her
mana mayor, llamada Prisca, joven de una hermosura y gentileza
notables. Murió a los treinta y seis años, dejando once hijos.
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III
La villa de Chinchón. Su descripción. Noticias de mis padres y de
mis hermanos. Aparece una cuadrilla de malhechores. Primera
aplicación de la pena; de muerte en garrote. Mi miedo a los
muertos. Mi primera rebeldía. Mi marcha a Madrid.
Al sudeste de la villa y corte de Madrid y a seis leguas de dis
tancia, sobre una colina elevada a 650 pies sobre el nivel' del mar,
se encuentra una gran villa cuyo nombre es Chinchón; fué patria
del célebre Cabeza de Vaca y de los Condes de Chinchón, los cuales
poseen, entre otras muchas propiedades, un magnífico castillo de
la Edad Media.
Una campiña fértil y pintoresca, inmensos viñedos, olivos y
tierras de panllevar componen la jurisdicción de esta villa, que
está blasonada con los títulos de Muy Noble y Muy Leal. Exquisi
tas y abundantes aguas se encuentran por todo su distrito. Huertas
y jardines riegan aquellas aguas, y convidan sus arboledas, de an
tiguos y copudos álamos negros, a pasar deliciosos días de campo
bajo su fresca sombra y al arrullo de sus cristalinos arroyuelos
que entre el verde césped serpentean. La variedad de pájaros que
tímidamente se posan en los tristes y abatidos paraísos arrullan
con sus melodiosos trinos la imaginación de los dichosos moradores
de la noble villa. El ruiseñor, el jilguero, la alondra, el pardillo y
otra variedad de inocentes avecillas tienen allí sus placeres. ¡Ah ,
¿por qué abandonaría yo aquellos lugares de mis inolvidables re
cuerdos de la infancia? ¡Por ver el mundo, por el bullicio de las
grandes capitales, por recorrer climas remotos ¡Oh, pueblo de mi
infancia ¡Oh, recuerdos de mis primeros años, ni un día os he
abandonado desde que empecé a tener algún viso en la sociedad,
desde que me engolfé en los negocios, desde que la ambición de las
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Memorias de Benito Hortelano 15
riquezas y los falsos placeres se apoderaron de mi espíritu ¿He
sido yo más feliz que mis hermanos, que los amigos de mi infancia
que no han abandonado el pueblo que los vio nacer? Ellos dirán
que sí, porque lo que no se conoce es lo que más se desea. Sin em
bargo, yo les tengo envidia, a pesar de haber escalado, triste huér
fano, un nombre y una posición que ellos me envidiaron; a pesar
de haber, desde la edad de veinticuatro años, estado relacionado,
tenido a mi mesa, concurrido a las diversiones y sociedades con los
principales literatos modernos de España, con las primeras enti
dades políticas, con diputados, ministros, generales y hasta con el
Regente, el Duque de la Victoria, de quien tuve el honor de ser
abrazado en público, llorando de gratitud en mis brazos, en presen
cia de gran número de personajes. Sin embargo, todas estas satis
facciones, que tanto orgullo dan a los hombres, ¡cuántos disgustos
cuestan ¿Qué sirven las cruces y distinciones que tengo, qué los
elogios que en diferentes ocasiones la Prensa me ha hecho, con las
calumnias que por dos veces esa misma Prensa me ha prodigado?
¡Oh Destino, Destino , ¿adonde me conducirás? Volvamos a Chin
chón y a mis primeros años.
Esta villa contiene de 6 a 8.000 habitantes; es cabeza de partido
de varios pueblos. En ella reside el Juzgado de primera instancia,
civil y criminal. Tiene una buena cárcel, donde son detenidos y juz
gados todos los delincuentes del partido, y cuando son rematados
pasan a Madrid, con sus causas, para, de allí, ser destinados. Hay
un convento de frailes, uno de monjas, una magnífica iglesia parro
quial de tres naves, construida de nueva planta en 1823, por haber
sido quemada la antigua, que hoy es ruinas, en 1812 por los solda
dos de Napoleón. Existen abiertas tres ermitas dentro del pueblo
y una en los arrabales, y en ruinas, también en los arrabales, San
tiago,
Santa Ana, San José, la Purísima Concepción, San Sebastián
y otras. Hay un hospital, bajo la advocación de la Misericordia, con
su ermita y varios capellanes. Son 25 las capellanías que posee este
pueblo, legadas por los Condes de Chinchón y otros devotos.
El pueblo está construido en una angosta cañada y terreno
muy quebrado; las calles están empedradas y son inaccesibles para
carruajes por sus ásperas pendientes. Hay una Casa Municipal, una
plaza espaciosa con balcones corridos y de tres y cuatro pisos.
Dentro del pueblo existen tres fuentes públicas y varias particulares.
Hoy (1860) hay dos cafés, varias alojerías, o sean establecimientos
de helados, que por cierto los tienen bien exquisitos desde tiempo
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i6
Memorias de Benito Hortelano
inmemorial. Existen dos Sociedades o Casinos literarios y de baile.
Hay un teatro como para 600 personas, una cancha de pelota y
otros establecimientos, posadas, billares, etc.
Antiguamente había muchas fábricas de paño, que fueron muy
renombradas; 22 fábricas de jabón, que también tiene mucha fama,
y 14 molinos de aceite. De las primeras no existe ninguna; de las
segundas quedan algunas.
Hay fuertes y sólidos capitales, pues sus frutos, que consisten
en vinos y legumbres, tienen un excelente mercado en Madrid, al
que abastecen en no pequeña cantidad, particularmente en vino y
aguardiente de anís, que con tanta justicia es celebrado; patatas,
ajos, melones, judías, etc., son los artículos que suministran a
la corte. El trigo, aceite y otros artículos, todos necesarios a la
vida, se dan en abundancia para su consumo y algo más, por lo que
no tiene que importar de afuera sino géneros manufacturados.
El calzado se fabrica en el pueblo y los cueros se curten en las tene
rías allí existentes. Con dificultad se encontrará un pueblo que tenga
menos necesidades de afuera que éste, porque los géneros toscos*
que son el mayor consumo, también se hilan y fabrican en él.
En su d istrito hay una vega, bañ ada por el río Tajuña, que, bien
acanalado, con buenas obras hidráulicas, riega una extensión de
dos o tres leguas, convirtiendo aquellos terrenos en un paraíso,
produciendo aquellos terrenos con tanta abundancia, que forman la
riqueza de los labradores. En verdad que el cultivo es excelente,
el beneficio anual de las tierras es abundante, y esto, unido al riego
en las épocas necesarias y por tan buenos procedimientos, hace que
la tierra no descanse ningún año. Las esclusas, cauces, caceras y
otras ramificaciones para conducir las aguas hacen que no se pierda
una gota.
La caza y la pesca abundan; la leña no falta en los bosques del
común, que están bien guardados y con disposiciones sabías para
la corta de ella. La piedra, el yeso y la cal abundan. Las plantas
medicinales no escasean.
Tal es el pueblo en que nací, en que me crié hasta la edad de
catorce años, en donde mis padres tenían sus bienes, con los que
educaron, mantuvieron y criaron 13 hijos, si no en la opulencia, al
menos en la abundancia, dejando al morir un buen nombre, ninguna
deuda, tres casas, varias tierras, olivares y viñas, que fueron repar
tidos entre todos a su muerte, tocando a cada hermano 14.000 reales
de vellón, según la ínfima tasación de lo que allí valen las cosas,
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Memorias de Benito Hortelano
l
7
pues la casa paterna, en cualquier capital rentaría 20 ó 25 duros,
según las comodidades que tenía.
Mi padre, aunque labrador y educado como se educaba al pue
blo en el siglo pasado, tuvo el buen sentido y el noble instinto de
dar la educación que en un pueblo es posible a todos sus hijos: es
decir, leer, escribir y las cuatro reglas primeras de la Aritmética.
Esto es lo que aprendí yo, pues aunque en el pueblo había dómine,
o sea clase de latinidad, sólo aprendían los que eran dedicados a
seguir carreras literarias, cosa que mi padre no quiso que ninguno
de sus hijos siguiera, pues siendo él labrador y habiéndolo sido
sus padres y abuelos, decía, y a todos Dios los había protegido, no
quería que ninguno de sus hijos tomase; otra carrera, ni míenos
oficio, que tenía esto último en muy poco.
Efectivamente, todos mis hermanos son labradores y yo también
lo fui hasta seis meses después de la muerte de mi padre. Creo
que si mi padre hubiese vivido más tiempo, y visto la poca incli
nación que yo tenía al campo, me hubiese dado una carrera lite
raria y hubiese podido ser algo, pues desde joven tenía una memoria
exquisita, una afición a las letras, que era entre los muchachos el
más vivo, el más inventivo, el que dirigía a los demás, el que com
ponía las coplas que cantábamos, el que inventaba juegos y tra
vesuras; pero el destino quería otra cosa, y lo fui.
A la edad de doce años, siendo de cuerpo raquítico, aunque
fuerte de espíritu, me dedicó mi padre a las labores del campo, y
con un pequeño azadón trabajaba a la par de mis hermanos. A los
trece años ya me confiaron un caballo y una burra de mucha alzada,
con cuya yunta iba solo a arar las viñas, no pudiendo apenas sujetar
la esteva del arado y viéndome en grandes apuros para enyuntar
y desenyuntar a la hora de comer y descanso de las bestias, pues
no alcanzaba a sacarles el yugo del cuello, y parece que los anima
les lo comprendían, pues bajaban la cabeza para que pudiera qui
társelo. Los labradores que me veían arar también se admiraban,
pues no podían adivinar cómo sin fuerza para dirigir el arado
hiciese surcos tan derechos y regulares, ni menos volver el arado
al concluir el surco; pero ello es que yo lo hacía tan bien como el
mejor.
No fui pendenciero de muchacho; pero tampoco me puso nin
guno la ceniza en la frente; tuve la suerte de salir siempre vence
dor; no recuerdo que ninguno me haya humillado.
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Memorias de Benito Hortelano
Un acontecimiento me llenó de horror, y tal vez fué causa de
que tomase aversión al campo.
Tenía mi padre una viña (que hoy es mía) en un paraje que
llaman Valdelagrana, a dos leguas distante del pueblo, en un des
poblado entre montes, cañadas y precipicios. ¡Me horrorizo al acor
darm e Fui a esta viña con mi hermano Lucio, con objeto de podar
la. Cargó dos bestias con los sarmientos que había podado aquel
día y me mandó con ellos para el pueblo, mientras él acababa de
podar un resto que le quedaba. Serían las cuatro de la tarde del
10 de enero (1832), tiempo frío, de grandes nevadas y escarchas
en aquel pueblo. Caminaba yo a pie tras de las bestias cargadas
de sarmientos; habría andado como media legua, y ya en camino
real que conduce a Madrid, cuando en una encrucijada de caminos
entre dos barrancos me encontré con tres hombres desconocidos,
que no eran del pueblo. Como muchacho, los miré, y uno de ellos,
de aspecto fiero, grandes patillas, alto, grueso, se dirigió a mí con
una bota de vino y me dijo: "Muchacho, toma un trago." "No me
gusta el vino" —respondüe—. "Es vino dulce, bebe" —-me dijo el
buen mozo—. "No me gusta ninguna clase de vino" —le repliqué—.
"Pues anda con Dios, chiquillo", y soltándome de la solapa de la
chaqueta de que me había asido, me empujó fuertemente y me dejó.
Habían transcurrido cuatro días y un rumor corría por el pueblo
de boca en boca. Quién decía que faltaban tantas personas del
pueblo, quién cuántas y, por último, se empezaron a citar nombres
propios de dos personas que d'e ellas se ignoraba. Una de las per
sonas era un arriero del pueblo conocido por el tío Prudencio, hom
bre como de treinta y ocho a cuarenta años, alto, fornido y de
gallarda figura. Otro un jornalero conocido por el de Villarejo,
bajito, rechoncho y forzudo, hombre honrado y que con su trabajo
de leñador mantenía a su anciana madre.
Pronto las autoridades tomaron providencias en averiguación
de los rumores, y al efecto dispusieron saliese una compañía de
voluntarios realistas, dividida en grupos, a recorrer el territorio o
distrito del pueblo; nada averiguaron en la primera expedición; mas
al día siguiente, habiendo llegado a noticia de las autoridades
que tres hombres extraños al pueblo habían sido vistos en el camino
real de Madrid, salieron las partidas de realistas a recorrer aquel
paraje, subiendo montañas, pasando y examinando cuevas y barran
cos, que hay en abundancia, y cuando a la caída de la tarde iban
a retirarse al pueblo sin haber conseguido descubrir nada, a uno de
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Memorias de Benito Hortelano
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los de la partida se le ocurrió entrar en una pequeña cueva cerca
del camino y halló en ella el cadáver del arriero Prudencio, degolla
do y atado de pies y cabeza. Como a 500 pasos de distancia, y en
una pequeña eminencia hay un corral, donde los pastores recogen
el ganado en tiempos de tormenta, y en él hay una cueva, en la
cual encontraron el cadáver del leñador de Villarejo, atada la cabeza
a los talones y degollado. El terror que se apoderó de todos los
habitantes sería difícil describirlo: nadie se atrevía a salir al cam
po,
creyendo que alguna gavilla de asesinos se habría propuesto
asesinar a todos los labradores del pueblo.
Al celo de las autoridades, a su actividad y acertadas diligen
cias se debió el que los asesinos fuesen descubiertos y aprehendidos
antes de ocho días. Las declaraciones de mi hermano Lucio y otros
labradores que como yo habían visto a los fres hombres descono
cidos hicieron que el juez de primera instancia o corregidor, como
entonces se llamaban, tomase el hilo y mandando al alguacil mayor
al pueblo de Bayonilla, distante dos leguas de Chinchón, tomó noti
cia de las autoridades sobre los tres individuos, resultando ser dos
de aquel pueblo, y el principal, llamado
Rana,
de Ciempozuelos.
Aun no habían vuelto a sus pueblos los citados individuos, por lo
que el alguacil mayor, auxiliado por el alcalde de Bayonilla, estu
vieron en acecho, y tan luego como llegaron fueron presos los dos
que pertenecían a aquel pueblo, conocidos por el Sastre y el Algua
cil,
apodos que tenían. El tercero,
Rana,
sabida la prisión de sus
compañeros, se fué a Madrid y se refugió en el Palacio Real; pero
como por recientes disposiciones habían sido abolidos los antiguos
privilegios que los templos y palacios tenían para los reos que en
ellos se acogían, fué sacado de allí y entregado al corregidor de
Chinchón, donde fueron juzgados y sentenciados en primera ins
tancia a garrote, el que sufrieron en la plazuela de la Cebada de
Madrid, siendo la primera ejecución que en garrote se hacía, por
haber sido abolida la horca. Rana murió sin confesar, y su cabeza
fué colocada en el camino y frente a las cuevas donde había come
tido los crímenes.
He sido miedoso desde niño, y lo soy hoy, a la edad de cuarenta
y un años; pero mi miedo no es a los vivos, sino a los muertos,
siendo tal mi pavor, que hoy mismo no velaría a un muerto estando
solo, ni entraría en un cementerio por todo el oro del mundo. Con
fieso mi flaqueza.
Así, pues, ¡cuánto no sería mi miedo cuando mi padre me man-
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Memorias de Benito Hortelano
daba ir a la viña de Valdelagrana, que indudablemente tenía que
pasar por debajo de la cabeza del citado
Rana,
puesta en un palo
¡Yo no sé qué hubiera dado por no ir a aquel para je Indudable
mente, creo hoy que la causa que me hizo aborrecer el ejercicio del
campo y escaparme de mi casa no fué otra que la tal cabeza.
Era día de la Virgen del Rosario, patrona de Chinchón, y se
celebra el 8 de octubre con grandes fiestas, corrida de novillos, fue
gos artificiales, etc. Mi padre era hombre muy rígido con todos y
particularmente con sus hijos, de quien se hacía respetar de una
manera que más que respeto era temor. Yo era el menor, como
tengo dicho, y no tenía la edad en que mi padre consentía a los
demás hijos salir de casa de noche. Ello es que, habiendo función
en la ermita del Rosario aquella noche, fuegos artificiales y toda
la población de broma y algazara, yo quería disfrutar, y había
convenido con mis sobrinos Clemente y Vicente y otros muchachos
en que iríamos juntos a los fuegos. Pedí permiso a mi padre, y
éste,
con la cabeza baja, como de costumbre tenía, sin mirarme
a la cara me dijo: "Vayase usted a acostar, esos son los mejores
fuegos." Obedecí la orden; le besé la mano como lo hacíamos todos
los hermanos y me acosté. Yo oía en la calle la algazara de los
demás muchachos, que me llamaban, diciendo saliese pronto, que
los fuegos iban a empezar. No reflexioné más; me vestí con sumo
silencio y, con los zapatos en la mano, tuve valor de salir, pasando
por delante de mi padre, aprovechando la costumbre de tener la
cabeza baja. Ya en la calle salté y retocé con mis compañeros, diri
giéndonos alegremente a ver los fuegos y a recoger las cañas de
los cohetes. Pero no había yo contado con la huéspeda, porque
estando en lo mejor de mi retozo, gritos y corridas, mi sobrino me
dice:
"Escóndete, Benito; tu padre te busca con una vara de fresno
en la mano." No acababa de decírmelo cuando veo a m'i padre,
disparo a correr, que ni los galgos me alcanzarían. ¡Ay qué noche
de aflicciones Yo conocía el genio de mi padre, no me engañaba
en la cólera que sobre mí descargaría por haberle burlado. Es
tuve dando vueltas p'or el campo hasta que la gente se retiró;
serían las doce de la noche y me dirigí a casa de mi hermana Prisca ,
seguro de que mis sobrinos' me esperarían. Apenas hube llegado a
la puerta y cuando me preparaba a entrar, salió mi padre furioso,
con el palo, tras de mí; yo corro, él corre, doy la vuelta a la man
zana, y como yo era más ligero que él, me guarezco en casa de mi
hermana y por un agujero me subo al pajar, seguro que mi padre
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no podía entrar por tan alto y angosto agujero. A poco mi padre
viene detrás y calcula donde me he subido, contentándose con ame
nazarme desde abajo que me molería a palos en cuanto bajase,
retirándose al poco rato, bien convencido que yo no bajaría mien
tras él me esperase abajo.
La fortuna me deparó que al día siguiente, de madrugada, tuvie
se que salir mi sobrino Clemente para Madrid con unas cargas de
vino, y al momento convinimos en que yo me iría con él y me aco
gería a mi hermana Mauricia y mi cuñado Manuel, en donde estaría
salvo, colocándome ellos en alguna casa de comercio o en algún
oficio. Apenas asomaba el día, cuando, sin esperar a que mi sobrino
cargase el vino, tomé el camino de Madrid, conviniendo antes con
él que le esperaría en la vega, donde nos reuniríamos.
Aquí empieza la historia de mi destino, que no era, por cierto,
lo que mi padre se proponía, de que fuese labrador, como éí y todos
sus hijos.
Llegamos a Madrid a las cinco de la tarde, no sin que antes
de salir del distrito de Chinchón no me despidiese para no volver
a ser labrador, y con más contento que si me hubiesen dado una
canonjía.
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IV
De mi llegada a la corte y de cómo me recibieron
mi hermana y mi cuñado
Serían las cinco de la tarde cuando entré por las puertas de la
coronada villa, y después del registro minucioso del resguardo de
la Puerta de Atocha, nos encaminamos a la posada, desde donde,
dejada la carga y las bestias, nos encaminamos a la casa de mi
hermana Mauricia.
Esta mi hermana, la segunda de los hermanos, que aun vive y
debe de tener cincuenta y ocho años, era a la sazón de treinta y
cuatro años y tenía cinco hijos. Era todavía, a pesar de ser bajita,
una de las caras más bellas de Madrid, risueña, graciosa y simpá
tica; rubia y blanca como la nieve, con ojos tan expresivos, que a
los quince años dicen era de las muchachas que más llamaban la
atención. Estaba casada con Manuel Manso, joven como ella, de cara
simpática, estatura regular y formas bien proporcionadas; pero
lo más notable en él era su carácter franco, caballeroso, noble y de
un corazón para con la familia de su mujer, que excedía en bondad
y cariño a mi propia hermana. ¡Dios le tenga en su santa gracia,
en tanta como para mí y mis hijos deseo ¡Qué hombre generoso
¡Cuánto tengo que agradecerle y cuánto bien me hubiera hecho a
no morir tan joven ¡Sírvate, oh querido M anuel, este recuerdo que
de ti hago en mis Memorias, ya que no he podido manifestarte en
mi vida lo mucho que te he'apreciado y recordado en todas épo
cas, desde que fui hombre y supe valorar el interés que por mí
te tomabas
Mi cuñado Manuel era hijo de D. Alejo Manso, uno de los anti
guos alquiladores de coches de colleras de gran boato, como en
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Memorias de Benito Hortelano
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aquellos tiempos se usaba, con cuya industria había logrado hacer
una gran fortuna, la que dejó a sus cinco hijos a su fallecimiento,
y que sólo mi cufiado y una hermana supieron aprovechar, pues los
tres restantes la disiparon en pocos años.
Manuel seguía la misma industra del padre, habiéndose quedado
con los parroquianos de éste, y con tan buena administración y eco
nomía que, a pesar de la decadencia que este ramo de industria tuvo
con el sistema introducido de diligencias, conservó la herencia y
logró aumentarla.
Ya en presencia de mi hermana y cuñado les conté mi trave
sura, de la que se rieron y admiraron mi valor conociendo el ca
rácter de mi padre. Mi cuñado me animó, y dijo: "Puesto que no
hay remedio y tú no quieres volver al pueblo ni ser labrador, te
buscaremos una colocación en el comercio, o lo que tú desees, si
es que estás dispuesto a todo, como dices; yo escribiré a tu padre,
le pediré te perdone y te autorice para quedarte aquí y seguir el
comercio o algún oficio."
Pasé unos días visitando Madrid, recorriendo los Museos y
viendo todo lo mucho bueno que allí se encierra. Mi cuñado hizo
diligencias entre sus amigos del comercio para que me tomasen de
dependiente; pero fué vano su empeño, porque todos los comer
ciantes le contestaban la misma cosa, a saber: "que sentían no
poderle servir a pesar de la garantía que su recomendación tenía;
pero que no era costumbre tomar dependientes de Madrid ni de
la provincia ni de ninguna otra, pues estaba reservado el comercio
para los hijos de las provincias vascongadas o montañeses, de
donde traían muchachos desconocidos y honrados que no tuviesen
relaciones y que, empezando por horteras (nombre que se da a los
dependientes ínfimos de tienda), a fuerza de años, privaciones y
buenas costumbres económicas, llegaban a dependientes y después
a patrones o dueños". Es decir, que los vizcaínos tienen monopoli
zado el comercio de géneros, ferretería y géneros ultramarinos en
Madrid, y será una rara excepción s'i se encuentra en este ramo
alguno de otra provincia.
Con estas contestaciones desistió mi cuñado de dedicarme al
comercio y procuró buscarme un oficio que yo aprendiese. Ya iba
a entrar de aprendiz de sastre cuando se presentó mi hermano
Lucio con orden de mi padre para que" me llevase, y que si se iba
sin mí, él vendría a Madrid y me conduciría al pueblo atado a la
cola de su caballo. Mi hermano refirió lo muy enojado que mi padre
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H
Memorias de Benito Hortelano
estaba, por lo que, previendo las consecuencias, determinó mi cu
ñado Manuel llevarme él mismo e interceder por mí, porque sabía
que mi padre sólo a él respetaría por lo mucho que lo quería.
Efectivamente, medió la casualidad de que el Conde de Chin
chón alquilase dos coches para trasladar la familia al pueblo, y mi
cuñado tomó la dirección de uno de los carruajes, llevándome
consigo.
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V
Vuelvo a Chinchón. Mi cuñado intercede con mi padre y éste me
perdona. Continúo de labrador, y mi padre empieza a manifes-
tarme más cariño.
Como mes y medio habría transcurrido desde el día que hice
mi escapatoria cuando regresé al seno de la casa paterna. Eran
las ocho de la noche del mes de noviembre de 1832, y, guiado por
mi cuñado, éste me presentó a mi padre, rogándole en un buen dis
curso me perdonase y, al propio tiempo, le hizo presente la aversión
que yo tenía al oficio de labrador, y que debía o darme alguna ca
rrera, ya que ningún hijo la había seguido, o dejarme que apren
diese algún oficio, como era mi inclinación.
Mi padre dio palabra de perdonarme, gracias a la intercesión
de mi cuñado; pero en cuanto a carrera u oficio, contestó: "Yo soy
viejo; todos los hijos se han casado; no me quedan más varones
solteros que Santiago y éste; el primero ya quiere casarse; ¿quién
ha de cuidar la hacienda que tantos sudores me ha costado ganar
la?"
Este es el báculo de mi vejez y él quedará solo conmigo, que
ya poco puedo trabajar, para labrar las tierras y las viñas, pues
de otro modo todo se perderá."
Razones eran éstas que, a pesar de mi poca edad y de la menos
gana que yo tenía de ser labrador, me convencieron y un tanto me
enorgullecieron, pues ya empecé a calcular que, quedando solo, se
ría yo el jefe de la casa, dispondría de los peones y tendría humosde patrón, con lo que quedé satisfecho y mi cuñado contento de su
misión.
Al siguiente día partió mi cuñado para Madrid y yo para el
campo a cavar una viña y olvidarme de mis ilusiones de vivir en la
corte, donde me agradaba la Vida y el ruido de la capital.
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Memorias de Benito Hortelano
Había muerto mi madre el 27 de septiembre de 1829, y en 1833
mi padre contrajo segundas nupcias con una viuda llamada doña
Bernarda García, mujer como de cuarenta y ocho años, no mal
parecida, algo sorda y bastante beata, la cual llevó algunos bienes
al matrimonio. Esta mi madrastra fué buena conmigo, y desde su
enlace con mi padre empecé a disfrutar más libertad y a hombrear,
lo que me hizo olvidar mis aspiraciones de vivir en la corte.
Había en el pueblo una linda muchacha llamada Paula y por
sobrenombre
la del
Coneja, por tener un lunar en las posaderas que
se asemejaba a aquel cuadrúpedo. Paulita era una rubia de ojos
azules, algo narigoncita, con un pecho tan abultado a pesar de sus
catorce años, que traía trastornados a los jóvenes y no jóvenes del
pueblo. Se había criado, en calidad de sobrina, con un canónigo
llamado D. Agustín Recio, el que la había educado con los mayores
cuidados y mimos, como se crían las hijas únicas de los que poseen
grandes riquezas. Yo tuve la preferencia en los amores entre los
muchos que la cortejaban, por lo que era envidiado de todos los
pretendientes; pero Paulita, a los seis meses, me dio calabazas,
prefiriendo a otro que, en honor de la verdad, era el mejor mozo
que en el pueblo había, con el cual se casó.
Corría el año 33 y yo seguía muy contento por la libertad que
me concedían para salir de noche, como es costumbre en el pueblo,
y se llama ir de ronda, que se reduce a que, después de cenar, que
se hace al anochecer, salen los mozos unos a los billares, otros a
las tabernas a jugar al mus, y la mayor parte a platicar con la
novia hasta las once de la noche. Conviene dar una explicación de
esta costumbre, cuyo origen creo viene de los árabes y creo no la
tienen en ningún pueblo de Europa, sino en Castilla, la Mancha y
Andalucía. Las muchachas de los pueblos de España desde los doce
o catorce años ya están en amores, y muy desgraciada ha de ser la
que no tenga un par de novios entre quien elegir, conservando estos
amores seis u ocho años y a veces diez y doce si el novio tiene que
ir al servicio de las armas, pues entonces se dan palabra de casa
miento y ella no da oídos a otro hasta que, cumplido el tiempo de
servicio, que son seis años, vuelve el novio y se casan.
Pero lo particular de los amores de los pueblos es que el novio
no puede entrar en casa de su adorada hasta que la pide en debida
forma para casarse, y hasta aquella época no tiene más medio de
hablarla que es por la cerradura de la puerta de calle o por el con
ducto que por debajo de la puerta da salida a las aguas. Así,
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Memorias de Benito Hortelano i*¡
pues,
en cada puerta de calle, pasadas las nueve de la noche, hay
un mozo boca abajo, con la cabeza metida en el albafiar, platicando
con su adorada prenda, como ellos dicen, y ella por la parte de
adentro y en la misma posición, se pasan tres y cuatro horas con
versando, y esto lo hacen todas las noches, todos los meses y por
espacio de muchos años, sin que uno ni otro falte a la cita, que es
convenida o por un fuerte silbido que el muchacho da en la calle, o
por un aullido u otra señal por el estilo. Los sábados es costumbre
dar música a la novia, cantando algunos romances amorosos, que,
por cierto, algunos de ellos, por lo sentimentales, significativos y
con tan buenas voces cantados, hacen recordar lo que nos dicen
de los antiguos trovadores. Los domingos, vestidos de gala, si es
verano la chaqueta al hombro y en cada bolsillo un pañuelo de
seda, sombrero de calaña y un palo en la mano, se colocan en las
esquinas a esperar que pasen las muchachas, y cuando llega a pa
sar la que cada cual espera, echa a andar detrás, sin decirle nada,
hasta que, en llegando a las orillas del pueblo, se juntan y entablan
conversación, ambos de pie, hasta el anochecer, a cuya hora cada
cual se va a su obligación con caras alegres y risueñas y esperando
con ansia el domingo próximo para hacer lo mismo. Lo que hablan
estos enamorados .noche a noche y después los domingos es cosa
que no he podido nunca averiguar, pues no sé de dónde ni sobre
qué pueden conversar gente generalmente rústica. Yo por mí sé
decir que con mi Paula sólo hablaba a la puerta de calle algunos
ratos y sólo majaderías; los demás harían lo propio.
Hecha esta digresión para explicar las costumbres del pueblo,
paso a proseguir mi biografía. Era el mes de octubre y llegó la
noticia de la muerte de Fernando VII y con él la caída del sistema
absoluto, que desde el año de 1824 regía en España, gracias a los
cien mil nietos de San Luis, que con tanta prisa vinieron a derrocar
el sistema constitucional y establecer el absolutismo, con sus fusi
les,
inquisición, etc. María Cristina, tercera mujer de Fernando, es
peranza del partido liberal, quedó nombrada Regente del Reino
durante la menor edad de Isabel II, que a la sazón contaba tres
años, y como la disputase el derecho a la corona su tío D. Carlos
María Isidro de Borbón, que representaba el absolutismo, Cristina
llamó a sí al partido liberal, que, humillado, escondido y proscritos
sus hombres más eminentes, eran los que podían defender el trono
de Isabel, en lo que anduvo acertada, pues levantándose a su vez
la nación liberal, pronto rodearon el trono, y con los liberales y
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Memorias de Benito Hortelano
acertadas disposiciones que tomaron, la nación empezó su carrera
de progreso. La primera medida fué el desarmar a doscientos mil
voluntarios realistas, la hez de la nación en su mayor parte, y en
su lugar armar la Milicia Urbana, la que fué organizada con nu
merosos batallones de lo más florido en saber y riqueza de la
España.
Las nuevas ideas que se proclamaron en el Estatuto Real, paso
intermedio entre el absolutismo y la libertad, fueron señal para que
la juventud abrazase aquella causa. Yo, aunque sólo contaba cator
ce años y educado entre los labradores, no dejé de comprender
que aquello era bueno y me hice un patriota a la moderna. Verdad
es que yo he sido muy despejado desde mi más tiernos años y
comprendía las cosas como hombre, pensando como tal, siendo una
excepción de los de mi clase en iguales circunstancias. Hubo otra
causa para que yo tuviese odio a los realistas y me gustasen las
nuevas 'ideas, y era que me había criado desde muy niño al lado
de D. Anselmo Aguado, herrero de oficio, hijo de Madrid y que se
había refugiado al pueblo por las persecuciones que a la caída de
la Constitución del 23 sufrió en Madrid, no siendo menos persegui
do por sus opiniones por los realistas de Chinchón. Este me ense
ñaba canciones patrióticas y me hacía que odiase a los realistas.
Mi padre también había sido miliciano en la época constitucional,
pero no fué perseguido en la del absolutismo; algunos pequeños
insultos sufrió, pero no pasó de ahí. Mis hermanos todos y los
muchos parientes eran liberales. No hubo un realista en mi familia,
y todos mis cuñados fueron milicianos constitucionales.
Chinchón es uno de los pueblos de la provincia de Madrid que
más se ha distinguido en sus ideas modernas, habiendo formado
un batallón y un escuadrón de Guardia Nacional, cuando sólo pudo
reunir 80 realistas de lo más pobre del pueblo.
Con el nuevo sistema vinieron las venganzas de los partidos,
siendo apaleados algunos realistas de los más exaltados y muerto
uno llamado Francisco (a) el Burro, cuyo cadáver vi en un verde,
atravesado de una estocada, lo que me causó gran disgusto y me
hizo empezar a comprender hasta dónde ciegan a los hombres las
pasiones de partido en las guerras civiles. El muerto, muerto quedó,
y aunque se hizo un simulacro de proceso, quedó en la obscuridad
y a nadie se castigó, a pesar de saberse de pública voz y fama
quién lo había matado.
Hubo una quinta por aquel tiempo y tuvo la mala suerte de
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Memorias de Benito Hortelano
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tocarle bola negra a mi sobrino Vicente Iglesias, el cual, con los
demás desafortunados, se caló su escarapela de mil lazos y colores,
como es costumbre en los pueblos, y todos reunidos, con guitarras
y panderetas, recorrieron las calles del pueblo por algunos días,
tocando y cantando, recogiendo las dádivas que de costumbre y
casi derecho tod'o el vecindario les hace, con las que se divierten,
visten y se atavían para pasar a los depósitos, desde donde son
agregados a los regimientos. Cada quinta que se verifica, que por
las nuevas disposiciones es el 30 de abril de cada año, es una época
de luto y angustia en los pueblos. Las infelices madres no tienen
consuelo; las novias se retraen de sus diversiones en aquella época;
los que tienen algunos recursos los venden o empeñan para reunir
la cantidad necesaria para inscribirse en las Sociedades de substitu
tos que al efecto hay establecidas; en fin, familias hay que quedan
arruinadas y otras empeñadas para muchos años por inscribirse
en las Sociedades, por cuyo medio se libran de ir a ser soldados,
pues estas Sociedades están obligadas a librar los soldados a
quienes por mala suerte les haya tocado bola negra. Pero si bien es
verdad que estos sacrificios se hacen (ya que es preciso que haya
ejércitos), también es lo cierto que, pasado este trance fatal, que es
una vez en la vida, queda ya el ciudadano libre para siempre del ser
vicio de las armas y puede disponer libremente de su persona, sin
estar sujeto, ni en guerras ni en paz, a que nadie le moleste, y queda
a su voluntad el tomar o no las armas en cualquiera guerra o cues
tión que haya.
Llegó el año de 1834 y con él el lúgubre rumor del cólera
morbo
asiático.
En el mismo año el partido carlista había levantado el
estandarte de la rebelión en diferentes provincias, particularmente
en las Vascongadas y Cataluña. Don Carlos, desterrado por Fer
nando VII antes de su muerte por haberse querido oponer al tes
tamento por el cual se restablecía la ley 'Sálica, o sea la que da
derecho a las hembras para heredar la Corona, apareció en Portu
gal con sus partidarios y protegido por el Infante D. Miguel, que
a la sazón se había levantado queriendo destronar a doña María
de la Gloria. Ambos pretendientes, de idénticos principios, dieron
ocasión a que el Gobierno de Cristina reuniese un ejército que,
al mando del valiente general Rodil, pasó a Portugal en combina
ción con D. Pedro del Brasil, que vino a defender a su sobrina
con una escuadra y ejército, logrando restablecer en el trono a doña
María de la Gloria y ahuyentar a los dos Príncipes. Para esta
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3°
Memorias de Benito Hortelano
expedición, que se reunió en las inmediaciones de Madrid, fue
ron embargados multitud de carros y bestias para bagajes del
ejército, los que debían ir hasta la raya de Portugal, como fue
ron. A mi padre le embargaron un caballo, con el cual me mandó
como bagaje, en compañía de otros muchos del pueblo y de todos
los de la provincia. El jpueblo de Leganés, a dos leguas de Ma
drid, era el punto de reunión de acémilas y carros, que ocupaban
todos aquellos campos; demorada la salida del ejército, a los doce
días de nuestra llegada ya nos íbamos cansando, por lo que entre
varios amigos convinimos en fugarnos la víspera de la partida,
como así lo hicimos, picando espuela a las cabalgaduras en una
noche clara y no con poco miedo de que las partidas de tropa
que estaban en nuestra guarda nos pillasen y formasen Consejo
de guerra, que nos hubiera costado cara la temeridad. Yo bien
comprendía el riesgo, pero también calculaba que a mí, por la poca
edad, nada me podían hacer, alegando yo, como ya lo tenía entre
mí pensado, que me habían engañado diciendo que ya no era ne
cesaria nuestra presencia y que el general nos había despedido.
Por fortuna, llegamos sanos y salvos a Chinchón, no sin sorpresa
de mi padre al ver que no iban todos los que del pueblo habíamos
salido. Ello es que nos libramos de ir hasta Portugal como fueron
los que no tuvieron valor de escaparse, y nadie nos reclamó, pues
entre aquella multitud de gente no era posible nos echasen de me
nos; ni, estando el ejército para marchar, era cosa de mandar a
buscar a diez leguas seis u ocho bagajeros.
Era esto por el mes de julio del 34, época de la recolección de
los cereales, por lo que no le pesó a mi padre el que yo me hubiese
evadido o escapado del ejército, a pesar de lo exacto que en todas
sus obligaciones era. Al día siguiente de mi llegada emprendí los
trabajos de la trilla, los más pesados y engorrosos que para mí
había, y creo que para todo labrador.
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VI
El cólera en España. ídem en Chinchón. Muerte de mi padre, de mi
hermana mayor y de varios parientes. Particiones y peleas
entre mis hermanos y madrastra por la herencia. Mi tutor y
curador. Paso a vivir con mi hermano Francisco. Mi cuñada
Coíasa. Genio y carácter de ésta y mi fuga a Madrid.
El cólera morbo había invadido la España hacia principios de
julio. Aterrorizados estaban los habitantes; los cordones sanitarios
que se establecieron de pueblo a pueblo, de provincia a provincia,
imposibilitaban toda comunicación; hubo pueblos que se amuralla
ron, y sus vecinos, armados de escopetas y otras armas, vigilaban
más que si hubiesen esperado un ejército enemigo; y desgraciado
del forastero que se atreviese a acercarse, que era víctima de su
temeridad. Creían, no sólo en España, sino en todos los países, que
el cólera se transmitía de persona a persona por contagio y que
librándose de comunicar con los pueblos contagiados se evitarían
del azote que por la atmósfera venía y donde sentaba sus reales
terciaba la población.
El día 15 de julio se formó una tormenta hacia el Sur con ca
racteres tan siniestros que aterró a los labradores, los que se apre
suraron a encerrarse en el pueblo. A las cuatro de la tarde descargó
con tal fuerza el huracán que la precedió, que arrasaba cuanto se
le oponía; las mieses de las eras, las tejas de las casas, los árboles
y paredes no muy sólidas; todo se lo llevó el viento, descargando un
fuerte aguacero acompañado de algunos insectos que de las nubes
se desprendían.
Al siguiente día, 16, día de la Virgen del Carmen, se desarrolló
con tal fuerza la peste, que por instantes desaparecían las muy
robustas personas. En el mismo día apareció en Madrid, con todos
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Memorias de Benito Hortelano
sus horrores, y como si la epidemia no fuese bastante desgracia,
un acontecimiento vino a enlutar más a aquella población.
El partido liberal tenía ojeriza a los frailes; los hombres ilus
trados comprendían que aquella institución era de siglos anteriores
perjudicial al desarrollo de la riqueza, pues los inmensos bienes
que poseían, que eran la mitad de la nación, estaban en manos
muertas, siendo colonos las dos terceras partes de la nación. Los
frailes eran partidarios del pretendiente D. Carlos y un obstáculo
para establecer con base sólida las nuevas ideas. Así, pues, no sé
si fué casual o cosa preparada por los liberales, ello es que al apa
recer el cólera tan repentinamente con casos fulminantes, se esparció la voz de que los frailes, para vengarse de los liberales, habían
envenenenado las fuentes públicas. El pueblo, que sólo necesita un
pretexto, por muy absurdo que sea, para encontrar el origen del
mal que le aflige, se abalanzó a los conventos de los frailes, ma
tando aquí, quemando allí, destrozando y destruyendo cuanto a su
furor se presentaba perteneciente a los religiosos.
¡Qué días de horror ¡Cuántas víctimas inocentes cayeron al
furor popular, olvidándose en aquellos momentos del verdadero ene
migo,
del envenenador de la humanidad, del cólera, que arrebataba
familias enteras; que casas de treinta y cuarenta vecinos quedaban
cerradas con los cadáveres de sus moradores dentro ¡Los carros,
las camillas, los hombres dedicados a conducir cadáveres no podían
dar abasto a tanta mortandad
Chinchón fué azotado de la epidemia comparativamente más
que Madrid. Días hubo que llegó a cuarenta el número de cadáve
res que el cólera causó.
Gozaba mi padre de una robustez y salud preciosas; nada indi
caba su próximo fin, y, sin embargo, atacado del flagelo, sucumbió
el 16 de agosto. Mi hermana Prisca, tan hermosa y contando ape
nas treinta y ocho años, también sucumbió a los pocos días, de
jando once hijos. Dos tíos también sucumbieron.
Después de hechas las exequias fúnebres, se procedió a hacer
las particiones que, con arreglo a su testamento, había dispuesto.A mí me dejó mejorado, como también a mi hermana Casimira, los
dos menores que habíamos quedado. ¡Qué de riñas, qué cuestiones
entre los hermanos mayores entre sí y nuestra m adrastra Cada
cual quería llevar la mejor parte, a pesar de estar bien deslindados
los derechos (cada uno en el testamento, pues mi padre tuvo la
previsión de extender carta de dote a cada hijo que casaba, expre-
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Memorias de Benito Hortelano
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sando lo que a cada uno había entregado al emanciparse, lo que
hizo que las cuestiones no pasasen a pleito).
Ahora quedaba otra cuestión, y era quién se había de hacer
cargo de los dos menores. Todos se disputaban este derecho, no por
virtud, creo yo, sino por manejar nuestros bienes. Por fin, dejaron
a nuestra elección el que nos fuésemos con quien quisiésemos; Casi
mira se fué a, Madrid con mi hermana Mauricia, y yo elegí el her
mano más desfavorecido de la fortuna: Francisco, mayor de los
varones.
Héteme con mi hermano, de un carácter como un santo, honrado,
trabajador, callado, sobrio y querido de todo el pueblo. Pero yo no
había contado con la huéspeda, es decir, con mi cufiada Colasa, de
un carácter endemoniado, díscola, golosa, puerca y que dominaba
a mi buen Francisco. Al principio no se portaba mal conmigo, y
era por los bienes que yo había puesto a su disposición, además
de mi persona, que ya era muy útil para fiarme las labores del
campo. Cada noche tenía una pelotera con mi pobre hermano, que,
con más paciencia que Job, sufría y callaba, y para pasar el mal
humor me decía en cuanto cenábamos: "Vamonos, Benito, a echar
un mus en casa del tío Félix." Efectivamente, allá nos íbamos, don
de se reunían quince o veinte amigos, todos casados y de buen
humor, y unos jugando al mus, otros cantando y bailando o en
otros juegos y buenos tragos de vino, se pasaba la noche alegre
mente hasta las once o las doce. Al siguiente día, y al venir el alba,
ya estábamos caminando para las labores del campo, volviendo por
la noche a las mismas riñas de mi cuñada y al mismo pasatiempo
en casa del tío Félix. En esta casa también había partida de monte;
pero jamás vi jugar a mi hermano, al paso que veía comprometer
sus pequeñas fortunas a muchos padres de familia. Si yo hubiese
tenido inclinación al juego, las lecciones que allí aprendía hubieran
llegado a pervertirme; pero Dios no ha querido que yo caiga en la
tentación, y puedo decir hasta hoy que jamás he jugado dinero ni
he entrado en ninguna casa de juego con tal objeto: es un vicio
que he mirado siempre con horror. De otro vicio también me ha li
brado Dios, y es el de la embriaguez; sin embargo, desde muy
niño,
primero en casa de mis padres, 'donde había una gran bo
dega, como que era cosechero; después en casa del tío Félix, donde
el vino se consumía por arrobas, y después en Madrid, donde los
artesanos beben tanto vino, y si bien bebía como otro cualquiera,
he tenido siempre el buen juicio de no embriagarme, porque conoce
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Memorias de Benito Hortelano
mi estómago cuándo ya tiene lo suficiente para no perder el juicio.
Siempre he bebido, hoy bebo, pero jamás con exceso; así que este
vicio, en mí no lo ha sido.
Seis meses irían transcurridos en compañía de mi hermano, y
ya mi cuñada me trataba con bastante acritud, la que fué en aumen
to cuando un caballo que en la herencia me había tocado y el pobre
era tan viejo, a pesar de haber sido muy bueno, gran corredor y
de fama, fué atacado de usagre y murió. Otra desgracia me aconte
ció, al poco tiempo, que vino a irritar más a mi cuñada, y fué que,
estando en misa un domingo, dejé el sombrero, único que tenía,
en un confesonario; cuando se acabó la misa busqué mi sombre
ro, y hasta ahora no lo he vuelto a ver. Mi cuñada riñó, pateó, y en
castigo no me quiso comprar otro, por lo que tuve que andar sin
sombrero, a pesar del frío, algunas semanas.
Ya iba yo cansándome de mi cuñada, y no hubiera estado tantos
meses a su lado si no fuese por lo mucho que a mi hermano quería
y por la libertad de hombrear en que me dejaba; pero un día, ¡ay,
qué día , no se me olvidará jamás, había yo ido a labrar una tierra
en la vega, cerca de Morata. Un viento deshecho reinó todo el día;
un frío insufrible. Por fin, al ponerse el sol, como es costumbre,
dejé la labor, aparejé los dos mulos con que araba y emprendí mi
viaje al pueblo, que habrá como legua y media de distancia y hay
que subir una pendiente empinadísima. No parecía un alma vivien
te y la noche se venía encima; como yo no tenía suficientes fuerzas,
no podía cinchar bien los aparejos, así que al llegar a la cima de
la pendiente se fueron éstos por detrás del mulo en que yo cabal
gaba. Me apeo y desaparejo para colocarlo y cincharlo de nue
vo;
pero yo no había contado para la operación con mi poca
estatura ni con el huracán frío que soplaba. Apenas colocaba una
manta sobre el mulo y cuando me bajaba para poner el resto, el
viento se llevaba la manta por aquellos precipicios; la buscaba, la
volvía a poner y volvía a sucederme lo mismo. Era de n'oche obscu
ra, solo en aquel desierto; los lobos aullaban; yo lloraba, pateaba,
maldecía y me daban ímpetus de suicidarme; por fin el viento, como
apiadándose de mí, cesó un momento, el que aproveché, y apreté
los aparejos, siguiendo viaje al pueblo. Mi hermano hacía dos horas
que había llegado de sus labores; no sabía qué pensar de mí tar
danza; creía que alguna desgracia me hubiese sucedido y se pre
paraba a salir a buscarme; por fin aparecí, di de comer a los mulos
y nos pusimos a cenar.
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35
Al concluir la cena, mi cuñada, con mal gesto y de mala vo
luntad, me dice: "Ha venido un criado de tu hermana Mauricia, lla
mado
Pagüet,
con una calesa, y dice que tiene que hablarte y que
está en la posada de la plaza." No había acabado de decírmelo
cuando ya no oí más sino ir a buscarlo. Ella comprendió cuáles
eran mis intenciones; y al propio tiempo
el Pagüet
le había dicho
que traía orden de mi hermana para que, si quería irme a Madrid
con ella, aprovechase la calesa; así que me dice: "Te prevengo que
no pienses en marcharte, porque no te dejaré, yapara el efecto he
guardado toda la ropa, y esta noche no saldrás." Mi hermano dijo:
"Sí saldrá; y si es su voluntad irse a M adrid, yo me alegraré , porque
aquí no será más que un pobre labrador, y en Madrid, al lado de
las hermanas, quién sabe si podrá ser hombre de pro." Mi cuñada
gritó,
pateó, y, en tanto, haciéndome mi hermano una seña, nos
largamos a la calle. El se fué a casa del tío Félix y yo a buscar al
calesero, al que encontré y con quien convine que al día siguiente,
al amanecer, estaría en la posada para partir con él a Madrid. Me
fui a buscar a mi hermano, nos retiramos a las once de la noche,
conviniendo en que, antes de que se levantase mi cuñada, con mu
cho sigilo abriese la puerta de la calle y me mandase mudar,
haciéndose él el desentendido cuando mi cuñada gritase al no en
contrarme. Así lo hice; abracé a mi hermano y me acosté; no dormí
y antes que amaneciese me fui a la posada, donde Pagüet tenía
ya enganchada la calesa y partimos para Madrid.
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VII
Mi arribo a Madrid. Alegría de mi hermana Casimira. Entro de
aprendiz de sombrerero. Carácter de mi maestro y mis primeras
correrías y conocimiento de lo bueno y malo de la corte. Apren-
dizaje de sillero. ídem de impresor. Mi casamiento.
Era el 23 de enero de 1835 cuando llegué a la coronada villa,
donde senté mis reales con intención de no levantarlos hasta mi
muerte; pero Dios dispuso otra cosa a los quince años de residen
cia, para salir de ella y no volver más, según las cosas se van pre
sentando, a pesar de mis buenos deseos.
Mi cuñado y hermana Mauricia, luego que ya me vieron resuelto
a quedar en Madrid, pues la llamada había sido por mi querida
Casimira, sin que ellos tuviesen noticia, procuraron darme alguna
colocación. En el comercio, ya sabían por experiencia que no había
qué pensar; carrera, era ya de quince años, y no era posible empe
zar a estudiar, ni era justo que ellos, teniendo muchos hijos, entra
sen en los gastos que una carrera demanda. Así, pues, lo más pru
dente era un oficio, en el que al poco tiempo pudiese ganar para
vestirme y mis necesidades, pues casa y comida, en una casa donde
tantos mozos y sirvientes había, lo mismo era uno más a la mesa
que uno menos. Mi cuñado se encargó de buscarme oficio, y como
me preguntase cuál prefería yo, le contesté que cualquiera me
agradaría, no siendo zapatero; tal era el deseo que me animabade aprender un oficio en que, con mi trabajo, pudiese vivir inde
pendiente y no ser carga para mi cuñado y hermana.
Pocos días transcurrieron cuando mi cuñado me propuso si
quería aprender a sombrerero, porque había hablado a un amigo
suyo llamado D. Ramón Menéndez, que tenía sombrerería en la
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Memorias de Benito Hortelano
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Puerta del Sol, y éste me había admitido de aprendiz. Acepté sin
titubear, fui con él a la sombrerería y quedé de único aprendiz.
Don Ramón Menéndez era un joven como de veinticinco años,
de cuatro pies y medio de estatura, y le llamaban Ramoncito por
lo diminuto y bien arregladito en el vestir. La tienda era pequeñita
y sin trastienda, teniendo una pieza húmeda y obscura en el fondo
de la casa, en un patio, donde vivía Ramoncito, solo, sin familia,
como que no la había conocido, pues decían que era hijo del rey,
o sea de la cuna. Se levantaba mi maestro a las once de la mañana,
tomaba café con leche, venía a la tienda ya arregladito y se ponía
a trabajar. Yo iba a las ocho, barría y limpiaba la tienda y me
estaba al cuidado. Era aquella tienda la reunión de los guardias
de Corps, por ser Ramoncito el que fabricaba los sombreros para
la Guardia, y los armaba con tanta gracia que, a pesar de su
abandono y poco cumplimiento a sus marchantes, le toleraban por
su habilidad. Como no tenía obligaciones, con poco que trabajase
ganaba lo suficiente para vivir desahogadamente, empleando más
tiempo en el servicio de la Guardia Nacional y en conspirar que en
trabajar. Tan exaltado en las ideas liberales era, que su principal
gusto consistía en irse por los barrios bajos, donde vivían los
pobres realistas, y en compañía de otros locos se entretenía en
apalearlos y perseguirlos. Verdad es que Ramoncito había sido de
los milicianos que el 23 fueron a Cádiz y que tan perseguidos y
maltratados por los realistas fueron al volver a Madrid el año 24.
Un año estuve con Ramoncito, y como trabajaba tan poco y no
tenía oficiales, no pude aprender sino lo poco que le vi hacer, que
era armar sombreros elásticos y poner felpa a los sombreros altos.
Convencido de que no aprendería más, le dije a mi cuñado que lo
que yo hacía era perder el tiempo, y que me buscase otra fábrica
de sombreros u otro oficio. Mi pobre cuñado buscó, habló, encargó
a todos sus amigos y sólo encontró para que me admitieran un
fabricante de sillas de paja fina en la calle del Carmen. Me pro
puso este oficio, y yo acepté, sin saber si era bueno o malo, suce-
diéndole a él lo mismo. Entré, pues, de aprendiz de sillero. Había
en la casa siete oficiales y dos aprendices, y un sobrino del maes
tro, llamado Víctor, natural de Vitoria, vizcaíno cerrado, capri
choso, testarudo, pero de buen corazón, y del que muy pronto me
hice compinche.
A los dos meses de aprendiz ya sabía todo lo que había que
aprender, que es bien poco, y así es que tan poquísimo jornal ganan
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Memorias de Benito Hortelano
los de este oficio; sin embargo, estuve dos años, y allí empecé bien
pronto a ganar siete u ocho reales diarios.
Con el sobrino del maestro, Víctor, me hice gran camarada,
como dejo dicho, pues con él disfrutaba de buenas comilonas y
golosinas que con los reales que a su tío robaba compraba, sin que
el tío pudiese nunca atraparle en las sisas, a pesar de que mucho
sospechaba.
Son los de este oficio gente generalmente muy soez, sucios y
borrachos; lo poco que ganan lo gastan en vino, y siempre viven
adelantados en los gastos, por lo que, con tales maestros, yo iba
saliendo un buen discípulo, gastando en vicios todo lo que ganaba,
y como mi hermana me daba casa, comida y ropa limpia, sólo tenía
que pensar en comprarme ropa y calzado, sobrándome siete u ocho
duros al mes para malgastarlos en compañía de mis camaradas y
maestros.
Entró de aprendiz un joven llamado José Martínez, hijo de una
pobre viuda lavandera, la que no pudiendo mantener al José y a
otra niña que tenía menor, los había entregado al Hospicio. Este
muchacho no sabía leer ni escribir; pero era vivo, y sólo la miseria
le tenía en aquel estado, y a no haberse la Providencia apiadado
de él hubiese quedado obscurecido y hoy sería un triste jornalero
o tal vez un perdido.
Quiero dedicar unas líneas a José Martínez (Palomar), segundo
apellido con que después se ha firmado, en honor a la verdadera
amistad que siempre hemos conservado. Este joven, a quien los
oficíales y el maestro maltrataban por su torpeza en aprender a
fabricar sillas, parecía que su instinto le inclinaba a otra cosa muy
distinta que a la de simple sillero. Ni golpes ni consejos, ni el ha
cerle desempeñar los oficios más bajos, sirviendo a todos, a pesar de
haber pasado dos años de aprendizaje, siempre estaba lo mismo;
hacía sillas, pero tan mal, que muchas veces hubo que romper el
trabajo que había hecho. ¿Quién había de creer que este joven
sería tan útil a las ciencias como llegó a ser?
Era a la sazón director del Observatorio Astronómico de Ma
drid el Sr. Fontán, hombre eminente en las ciencias y gran astró
nomo. Estaba casado con una linda joven de dieciocho años, tenien
do él como cincuenta y seis o sesenta, y esta notable diferencia de
edades produjo lo que con tanta frecuencia acontece a los matri
monios desiguales: los celos. Ellos se apoderaron del Sr. Fontán
y le condujeron al precipicio en que sucumbió. Iban haciendo tanto
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estrago las visiones en este señor, que llegó a perder su buen cora
zón; pero en medio de tan deplorable estado la Providencia le ins
piró una idea, que puso en ejecución inmediatamente. Siendo la
lavandera de la casa la madre de Martínez, propuso a ésta que
fuese al Observatorio en calidad de ama de llaves y llevase con
sigo a su hijo José, para que hicieran compañía a su mujer, que
vivía en el mismo Observatorio. Este se hallaba separado de la
población, edificado dentro de murallas sobre el cerrillo que llaman
de San Blas, en terreno del Real Sitio del Buen Retiro, posesión
de recreo de los reyes de España y lo más elevado de la corte.
Este edificio, construido a la moderna, aun no concluido, tiene dife
rentes habitaciones para el director y servidumbre; en el primer
piso hay, en su centro, un salón octógono, y sobre él un salón
circular acústico, con medios puntos cubiertos de cristales al Nor
oeste y Sur, donde colocan los instrumentos de observación y estu
dio, cerrado todo herméticamente. Sobre este salón del piso princi
pal o segundo cuerpo tiene un elegante templete, sostenido por
32 columnas de piedra de granito, colocadas a cada uno de los 32
vientos de la aguja, desde cuyo templete se alcanza a una distancia
de 12 leguas con los anteojos que en él se colocan para observar
las cosas terrestres.
La madre de Martínez aceptó y se estableció allí con éste, en
calidad dei sirviente y acompañante de la señora. El Sr. Fontán
tomó afición al muchacho, empezó a enseñarle a leer y a escribir,
dándose tal maña en aprender, que pronto estuvo en disposición
de aprender la Aritmética. Encantado tenía José al director por
su aplicación, e inmediatamente le puso a aprender Matemáticas,
Física y la Astronomía, y prácticamente iba aprendiendo el ma
nejo de los instrumentos al lado del maestro, sin apercibirse uno
ni otro que el muchacho había nacido para aquella ciencia y que
insensiblemente se iba el Martínez haciendo un astrónomo y un
hombre científico. Dos años transcurrieron en esto; los celos pare
cía que habían desaparecido de la cabeza del Sr. Fontán, dis
traído con su criado y discípulo, a quien quería como hijo. Pero
ignoro si con justicia o sólo por cavilación (a pesar de que Mar
tínez me ha asegurado lo último), ello es que el director empezó
a tener celos de su discípulo, sin que ellos fuesen causa de enfriar
nada el cariño que le tenía, y un día, domingo, no estando la señora
en el Observatorio ni tampoco Martínez, por haberse ella ido a la
población a visitar a sus padres y Martínez a sus amigos, se encerró
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Memorias de Benito Hortelano
en una pieza y se suicidó de un pistoletazo. Cuando acudieron las
autoridades, hallaron sobre la mesa una carta encargando no cul
paran a nadie, y una comunicación al Gobierno recomendando al
joven Martínez a su protección, diciendo que ínterin no se nombra
se otro director, el Martínez era suficientemente capaz para dirigir
las observaciones pendientes, y que con poco que le ayudase el
Gobierno para concluir los estudios sería un joven que honraría
a la nación.
He aquí cómo mi querido Martínez se encontró jefe del Obser
vatorio, pues el Gobierno atendió en todo la recomendación del
señor Fontán, y Martínez llegó a ganar por oposición en la Univer
sidad de Madrid las cátedras de Matemáticas, Física y Astrono
mía, con la dirección del Observatorio, que hasta el año 48 ha des
empeñado, habiendo escrito y dado a la Prensa trabajos muy
importantes.
¡Y habrá quien niegue el Destino ¿Qué 'otra cosa si no el Desti
no ha influido en este joven? ¿Cuántas circunstancias no han concu
rrido para llegar al puesto que en las letras y las ciencias ocupa?
¡Aquel muchacho con la cabeza rapada, huérfano, acogido a la cari
dad pública, que lo sacan del Hospicio para aprender un miserable
oficio, con el que la madre se creía dichosa, y, sin embargo, este jo
ven hospiciano no quiere aprender, no puede hacer una silla; recha
za su instinto tan ruin oficio y prefiere que lo maltraten y ser criado
de todos los operarios antes que adelantar un paso en el oficio
Vérnosle aprender en dos años las ciencias más difíciles y obscuras,
ciencias que fatigan a los estudiantes por su aridez y ningún atrac
tivo,
cuando no se comprenden; en fin, aprende las Matemáticas y
todos los preliminares de la Astronomía, siendo un gran práctico
en el manejo de los instrumentos mientras estudiaba la teoría de
las estrellas y los astro s ¡Oh Providencia, cuan insondables son
tus designios
Contaba yo diecisiete años y nada me quedaba que aprender
del oficio de sillero, ganando lo que los demás oficiales, es decir,
ocho o diez reales diarios, sin aspiraciones a más utilidad, por no
permitirlo tan miserable oficio.
Un día me preguntó mi cuñado cuánto ganaba y si tenía espe
ranza de adelantar, pues ya iba siendo hombre y debía pensar en
el porvenir. Díjele todo lo que había en realidad, de lo que se quedó
sorprendido, porque él ignoraba fuese tan pobre la ocupación que
me había dado. Como él me veía tan despejado, a pesar de no haber
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Memorias de Benito Hortelano
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tenido más instrucción que la de las primeras letras, me preguntó
si querría aprender a impresor, arte en aquella época el más lucra
tivo y decente (como si hubiese deshonra en ningún oficio mecá
nico). Yo le contesté que sí; que precisamente me daba envidia el
ver trabajar a los cajistas cuando pasaba por alguna imprenta.
Además, yo conocía a algunos impresores y sabía que ganaban 30
reales de vellón diarios, vestían decentemente y ocupaban un buen
lugar en la sociedad.
La libertad de imprenta, que desde la muerte de Fernando VII
se iba desarrollando de una manera prodigiosa, hacía que las
imprentas se multiplicaran y que los operarios escaseasen y fuesen
bien pagados, y esta multiplicación de imprentas hizo que se dedi
casen cientos y aun miles de jóvenes de buenas familias a aprender
tan distinguida profesüón; pero también fué causa de que admitie
sen muchos jóvenes que no tenían las circunstancias que se requie
ren y son de absoluta necesidad a los que se dedican al arte tipo
gráfico, cuyas circunstancias son una mediana instrucción en los
conocimientos de las ciencias, ser buen gramático, sobre todo la
parte de ortografía; conocer el latín y algo de grfiego, por lo menos
el alfabeto de este último idioma. Antes de la libertad de imprenta,
en 1834, no era admitido ningún aprendiz sin tener los requisitos
que dejo enunciados, sufriendo un examen previo, siendo obliga
ción indispensable pasar cinco años de aprendizaje, pasados los
cuales se le examinaba en todas las materias que alcanza el arte
tipográfico, desde lo más insignificante y mecánico hasta lo más
difícil, y después de muchas ceremonias, cobijado bajo la protec
ción de un padrino, que generalmente era el oficial a cuyo cargo
había estado, los examinadores del gremio le extendían la carta
o diploma de oficial, con cuyo documento, después de haber pagado
los derechos y el gaud amus de aquel día, podía ir donde quisiese
a trabajar de oficial, siendo requisito indispensable al llegarse a
una imprenta a pedir trabajo presentar el diploma que lo autori
zaba, pues de lo contrario no era admitido sino como aprendiz y,
como tal, con el sueldo que le señalaban.
Hoy parecerán ridiculas aquellas ceremonias y requisitos,
como a mí y a los que estaban en mi caso nos parecían; pero es
lo cierto que desde entonces el arte tipográfico ha caído mucho
de la perfección y limpieza con que se trabajaba, a pesar de que
los no inteligentes crean lo contrario al ver las bonitas edicio
nes modernas, debido sólo a la mejor calidad de papel que hoy se
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Memorias de Benito Hortelano
emplea y a las prensas de hierro, que substituyeron a las de madera.
El que sea inteligente y tome una obra de aquella época, pronto
notará la diferencia que en la perfecta corrección, la igualdad de la
composidión, la exacta repartición de los espacios, la economía en
las divisiones finales y todas las reglas del arte, hasta lo más
ínfimo, resultan en las impresiones antiguas. Y esto se nota en las
ediciones de Europa, donde aun se conservan, si no todas, muchas
de las reglas tipográficas, al menos en las imprentas donde los
dueños o regentes han sabido oonservar la pureza del arte; pero
si vamos a examinar las impresiones del Río de la Plata, ¡válgame
Dios y qué de barbaridades se cometen Puede que algún día lleguela imprenta a un grado mediano de perfección, pues lo que es hasta
hoy no hay un impresor capaz de componer una obra ni mediana
mente arreglada a los principios tipográficos; y si vamos a ver
la ortografía, ¡Dios nos libre de empezar a examinar una edición
Aquí no se podría imprimir una obra de rezo, un misal, y un dic
cionario menos todavía.
Ello es que yo entré de aprendiz de impresor aprovechando la
escasez de operarios, por lo que no sufrí examen, pues de otro
modo hubiera tenido que renunciar al arte para el cual creo había
nacido, si no para trabajar con perfección en los trabajos de pa
ciencia, al menos para no envidiar a ninguno la parte de corrección
y explotación de este arte, como se verá más adelante.
Corría el año 1836 cuando entré de aprendiz en la imprenta
de D. Salvador Albert, en cuya imprenta se publicaba un pequeño
diario con el nombre de El Castellano, bajo la dirección de don
Aniceto de Alvaro, que con este diario hizo una gran fortuna y se
elevó a los primeros puestos de la nación. Empecé por donde em
piezan todos: por recoger las letras que se caen al suelo, por des
empastelar, distribuir después de haber aprendido la caja, o sea
dónde está cada letra y signo. Con tal afición emprendí mi nuevo
oficio que, comprendiendo cuan necesario era el saber algo y, sobre
todo,
la gramática, cuando salía de la imprenta, en vez de irme a
divertir, como antes hacía en el oficio de sillero, me agarraba con
mi gramática, y de ella la parte de ortografía, que era lo que más
precisaba en el momento, y pronto me puse al corriente de ella.
También tomé maestro de escritura y de aritmética, pues todo lo
tenía olvidado. A los seis meses ya ganaba más que siendo oficial
de sillero, trabajando menos horas y con más gusto. Adelantaba
al vapor: componía tan de prisa como cualquier oficial, y antes de
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Memorias de Benito Hortelano
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un año ya estaba capaz para toda clase de trabajos de composi
ción y al corriente de los casados o compaginación de los pliegos,
mecanismo que no llegan a aprender algunos o muchos en toda la
vida de operarios.
Como escaseaban los brazos, los dueños de imprentas sonsaca
ban los operarios de otros establecimientos, ofreciendo mayores
sueldos. Yo salí para la imprenta de D. Tomás Jordán, padre del
cónsul actual en Buenos Aires, D. Miguel, en cuya imprenta trabajé;
de allí pasé a otras varias, siempre con aumento de precio, ganan
do 16 reales diarios. Pasé a trabajar a la imprenta de D. Ignacio
Boix, donde conocí a un catalán, excelente oficial, pero algo extra
vagante en sus ideas, con quien hice estrecha amistad. Este catalán,
de cuyo nombre no me acuerdo, me incitó y calentó los cascos para
emigrar a Filipinas, haciéndome comprender lo mucho que gana
ríamos bien allí o en cualquier otro punto de América, pues para mí,
entonces, Filipinas y América eran la misma cosa, y creo que a
él le sucedería otro tanto. Yo no sé por qué daba yo oídos a
aquel hombre, pues ganando 16 reales diarios, sin más obligacio
nes que vestirme, lo demás era para diversiones, que, por cierto,
no eran pocas: concurría a los teatros, toros, amores, comilonas, y
todo cuanto apetecía lo tenía y me sobraba con aquella cantidad;
pero hay un refrán que dice "que ninguno está contento con su
suerte", y yo creía no estarlo, sin embargo de vivir con toda liber
tad y holgura. En fin, preparamos el viaje, el cual debía verificarse
a los tres días, yéndonos a embarcar en Cádiz. Hice presente a mi
cuñado y hermanas mii resolución; trataron de disuadirme; pero,
viéndome resuelto, se encargó mi cuñado de sacarme el pasaporte,
siendo él fiador, y como yo era libre de mi persona, no tenía que
pedir el consentimiento de nadie, porque mi tutor estaba en el pue
blo y no ejercía sobre mí ninguna autoridad inmediata que pudiese
oponer a mi marcha.
La víspera de nuestra partida llamaron de madrugada a la
puerta de mi cuñado; me levanté desnudo, sin tener precaudión de
arroparme, atravesé un patio, abrí la puerta y me volví a acostar.
Apenas en la cama, se apoderó de mi cuerpo un escalofrío, después
una fiebre y, por último, una pulmonía, que me condujo a las puer
tas de la muerte, durando la enfermedad veintiún días y dos meses
más para la convalecencia. Mi compañero de viaje esperó unos días,
y cuando vio mi estado, tomó las de Villadiego; creo se embarcaría,
Pues no he vuelto a saber más de él.
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Memorias de Benito Hortelano
Mejorado de mi enfermedad, volví a trabajar a la imprenta de
don Salvador Albert, mi primitivo maestro. Era D. Salvador un
hombre como de treinta años, natural de Valencia, y el mejor tipó
grafo que he conocido. Seguía con la publicación de
El Castellano
y otras muchas obras. Estaba encargado de éstas un joven, natu
ral de la Mancha, llamado Julián Saavedra, excelente oficial y de
una figura interesante como hombre, lo que le valía ser solicitado
por no pocas lindas muchachas, que se lo disputaban, a pesar de
estar casado con una cigarrera que, si bien era honrada, no corres
pondía nú en su educación ni por su belleza a la figura interesante
de Saavedra. Contraje íntima amistad con este joven; simpatizamos
y éramos inseparables, concurriendo juntos a los bailes y amoríos,
luciendo ambos nuestros elegantes trajes de la época, convirtién
donos en unos verdaderos dandys. Al vernos en los bailes, paseos
y teatros, nadie hubiera creído fuésemos simples artistas, porque
al juzgar por nuestras maneras y elegancia más parecíamos du-
quesitos que artesanos. Bella época aquélla, en que sólo pensaba en
diversiones y lujo, produciéndome para atender a todo desahoga
damente el buen sueldo que entonces ganaba.
En 1838 murió mi cuñado Manuel, de la epidemia que en aque
lla época se desarrolló, conocida por la
grippe.
Quedó mi hermana Mauricia viuda y con cinco hijas, menores
tres de ellas y dos ya mocitas. La dejó el marido una regular for
tuna y con el establecimiento de coches bien acreditado. Se con
dujo mi hermana con tal prudencia, con tan buen tacto, que supo
conservar la fortuna, criar honradamente a sus hijas y, por último,
casar a todas muy decentemente. Verdad es que mis cinco sobrinas
son cinco pimpollos, bonitas, interesantes y buenas madres de fami
lia, para lo que habían sido educadas, si no con la educadión de
adorno que hoy se da a las señoritas, al menos lo suficiente para
presentarse en sociedad y no hacer papel ridículo, habiendo todas
aprendido, además de todas las labores de la dirección de una
casa, un oficio con el cual ganaban lo suficiente para, en caso de
desgracias, no mendigar ni ser burladas por la desgracia.
Con la muerte de mi cuñado quedé yo más, independiente, pues
si bien no me ponía ninguna traba, sin embargo yo le respetaba
como a mi segundo padre. Mi hermana que, aunque no sabía leer
ni escribir, tenía una memoria y una viveza que suplía la falta de
la educación literaria, encontró en mí un apoyo para que, en cierto
modo, la respetasen los criados, y yo la llevaba las cuentas.
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Iban creciendo mus sobrinas, y con la edad juvenil sus gracias
aumentaban, por lo que no faltaban moscones; pero yo, no sé por
qué instinto, me hice tan celoso de ellas, que
7
la sombra me estor
baba; así es que en los bailes u otras diversiones a que eran afi
cionadas yo me constituía en su Argos, y con sólo una mirada que
las dirigiesen, yo lo tomaba por una ofensa, armando camorra con
cualquiera que fuese el insolente que, en mi concepto, las ofendía
con mirarlas. Cosa particular: de casado no he sido celoso, por
fortuna; creo que esto ha provenido de las dos excelentes esposas
que he tenido, que, a la verdad, no me han dado ni la más remota
sospecha, lo que me ha hecho vivir tranquilo a este respecto hasta
ahora, a Dios gracias.
Vivían por el año 38 frente a la casa de mi hermana un ancia
no con una hija de diecisiete años, si no bonita en toda la acepción
de la palabra, al menos bastante regular; tenía una hermana casada
con un banquero de Madrid, llamado D. Mariano Barnios, socio de
los célebres banqueros Safont. Esta joven, llamada María, me tomó
una afición que rayaba en delirio, no dejándome a sol ni a sombra,
como suele decirse. Su anciano padre era dueño de tres molinos de
papel en la provincia de Segòvia, tenía en Madrid varias casas y
se ocupaba en la compra y venta de cuadros, en lo que era muy
inteligente. Su fortuna era más que mediana. La joven María reci
bió por aquella época una pingüe herencia en Asturias, lo que, con
lo que le pertenecía del padre, reunía una gran fortuna.
Todo lo que ella se esmeraba por agasajarme, como asimismo
el padre, yo me esmeraba en no hacerla caso, si bien nunca la puse
mala cara ni la desengañé en sus proyectos, pues no eran menos
que de casarnos inmediatamente, para cuyo efecto, sin contar con
mi asentimiento y dándolo como cosa hecha, empezó a hacer los
preparativos de boda. Yo no sabía cómo evadirme del compromiso
que no había contraído y del que maldita la idea que entonces tenía
yo al matrimonio, que, por cierto, no pensaba en tal cosa, entre
gado como estaba a la vida libre y de placeres, sin entrar para
nada en mi pensamiento la riqueza ni el matrimonio; sólo pensaba
e
n divertirme, porque no creía que aquella vida se acabaría nunca.
El Destino lo dispuso de otra manera. Un día encontré a mi
antiguo amigo Víctor, el sillero, a quien hacía más de dos años no
había visto, el cual me dijo estaba para casarse y me invitó a que
'uese su padrino. Yo acepté con gusto, y al poco tiempo se efectuó
la boda.
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Memorias de Benito Hortelano
Era la novia una trigueñita de ojos de azabache, muchacha de
medio pelo, aunque lo tenía largo y abundante; vivía con la madre
y una hermana, linda e interesante criatura, mayor que Vicenta, que
así se llamaba la novia, Romualda, su hermana. Llegó el día de
la boda, y después de las ceremonias de la iglesia nos dirigimos
alegremente a la casa de la novia, donde estaban todos los convi
dados, y después del desayuno tomamos un ómnibus, donde no
vios, padrinos y convidados nos dirigimos a celebrar las bodas al
pueblo de Fuencarral, dos leguas distante de Madrid.
Entre los convidados estaban dos jóvenes, vecinas de la casa
de los novios. Una de estas jóvenes hacía como dos años que la
había visto yendo yo en compañía de Víctor, y desde aquel mo
mento quedé prendado de ella por sus finas maneras, su modestia,
sencillez y un yo no sé qué que me agradó y dejó prendado, sin sa
berme explicar lo que fué. Ello es que, a pesar de esta impresión,
no volví a verla ni tal vez ya me acordaba, pues tal era el labe
rinto en que yo estaba por aquella época de diversiones, amores
y locuras propios de la edad y de las circunstancias en que me
hallaba.
Fuera lo que fuese, el resultado es que esta joven, con su her
mana, estaban en la boda, y que apenas la vi cuando se despertó
en mí la primera impresión que cuando la conocí recibí. Ya no
pensé en todo el día sino en obsequiarla y agradarla, lo que ella
no esquivaba, y en el baile que por la noche se efectuó me dio
pruebas de preferencia, con lo que se encendieron los celos de un
joven que la obsequiaba, y aun creo que existían algunos amores,
si no por parte dé ella, al menos él no dejó de manifestar que se
interesaba por Tomasita, que este era el nombre.
Desde aquel día ya no pensé en más amoríos que en los de
Tomasita, y aprovechando la circunstandia de la vecindad de los
recién casados, donde ella subía todas las noches de visita, allí me
constituí yo de tertuliano infaltable.
Sabía por mis compadres que no le era yo indiferente a Toma-
sita, por lo que me animé a declararla formalmente mi honesto
amor, pues no de otra manera me lo había inspirado desde que la
conocí. Ella aceptó mi declaración, seguimos viéndonos en la mis
ma casa por espacio de cuatro meses, al cabo de los cuales me ma
nifestó que no era posible seguir nuestras relaciones si no pedía el
consentimiento de su padre. Como yo iba de buena fe, no tuve
inconveniente en pedirla por mí mismo, sin valerme de tercera per-
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sona, ¡pues era dueño de mis acciones y voluntad. No dejó esta cir
cunstancia de ir solo a pedir la hija a su padre de parecerle algo
extravagante, y me dijo que lo extrañaba, pues sabiendo que yo
tenía familia, era poco formal mi petición. Yo le contesté que a
nadie tenía que dar cuenta de mis acciones, pero que, sin embargo,
se lo diría a mi hermana Mauricia, única autoridad de familia a
quien yo respetaba por gratitud. Quedé desde aquel día autori
zado para visitar todas las noches a mi Tomasita, cuyas visitas
duraron dos años, hasta que el 5 de enero de 1842 contraje ma
trimonio con ella, siendo padrinos D. Pedro Matute y mi cuñada
Francisca, desposándonos en la parroquia de San Luis.
Era mi esposa de diecisiete años de edad cuando nos desposa
ron. Sus cualidades físicas la constituían en lo que se llama una
mujer linda; de estatura regular, talle flexible, aire señoril, mane
ras delicadas, ojos negros, cara fina y de buenas facciones; sus
cualidades morales no creo las haya superiores entre todas las mu
jeres:
modesta, honrada, cariñosa, amable, trato fino, circunspecta,
prudente, perspicaz y discreta. Si no había recibido una educación
esmerada, tenía una inteligencia clara y despejada, que suplía a la
educación el adorno; pero, en cambio, sabía todas las labores de
una buena madre de familia, manejando la casa y después sus
hijos con toda inteligencia y economía; en fin, era una joven edu
cada para ser buena esposa y buena madre, si no para lucir en un
salón, que para maldita la cosa sirve tal educación cuando los bie
nes y la posición no están en relación con ella, antes bien es ridículo
y aun perjudicial para las jóvenes mismas, que, no teniendo sus
padres una fortuna que entregarlas en dote, las hacen desgracia
das y, con ellas, a su marido y sus hijos.
Debo de justicia dedicar una página a la compañera de diez
años.
Ni una queja, ni un disgusto, ni una exigencia, ni el motivo
más mínimo rae dio en diez años. Sufría con paciencia mis faltas;
se acomodaba a todas las alternativas que la fortuna me llevaba,
sin quejarse de la escasez ni enorgullecerse en la abundancia. No
le gustaron el lujo ni el fausto mi oropel de la sociedad; vestía con
decencia y gusto, sin exagerar en nada. Sus caprichos se redujeron
a
quererme mucho y a criar sus hijos con esmero. Cuatro hijos
tuve en ella, dos varones y dos hembras; un varón murió a la edad
de catorce meses, quedándome Marianita, Agustín y Emilia cuando
pasó a mejor vida.
Mis bodas se celebraron con bastante decencia y algo de buen
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Memorias de Benito Hortelano
gusto respecto a mi clase y a la de mi esposa, hija de un artesano,
maestro de obras bastante acreditado no sólo por su inteligencia
sino por su reconocida honradez y hombría de bien. Se llamaba
D. Juan Gutiérrez; estaba viudo, teniendo, además de las dos hijas,
Tomasita y Francisca, un hijo, llamado Dionisio; vivía en su com
pañía la madre de mi suegro, doña Rosa García, contando a la
sazón setenta años, pero conservándose bastante fuerte.
Mi suegro y la abuela de mi esposa la dotaron poniendo la casa
con todo lo necesario y bien provista de ropas, como es costumbre
en Madrid, donde la mujer amuebla la casa desde lo más necesario
hasta lo más insignificante; de modo que el hombre sólo lleva el
cuerpo y se encuentra con una casa provista de todo y con mujer,
y sin duda esta es una de las causas principales por qué es una
excepción el que una mujer, a los treinta años, esté soltera. Con este
sistema, el hombre no se arredra en contraer matrimonio por falta
de recursos, y como la mujer está educada para ser compañera y
agradar a su marido, en vez de carga encuentra el hombre una
ayuda eficaz que economiza lo que él gana.
Haciéndome esta cuenta fué como yo me casé no ganando más
que 14 reales diarios, con los que vivíamos muy desahogadamente
con arreglo a nuestra clase.
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VIII
Venganza que María tomó cuando supo mi próximo casamiento.
Acontecimientos políticos. Quinta de 100.000 hombres. Mis ser-
vicios en la milicia y diversos acontecimientos hasta junio
de 1844.
Al saber la joven María mis relaciones con la que después fué
mi esposa procuró, por todos los medios de su imaginación y
de su orgullo ofendido, atraerme, primero con muchos halagos y ob
sequios, después con desprecios. Sabiendo esta circunstancia, un
joven estudiante en leyes, llamado Cifuentes, pobre como las ratas,
sin recursos para seguir los pocos estudios que le faltaban, ni me
nos para recibirse de abogado, puso los puntos a María, los que
fueron tan certeros, que ella se entregó, más por vengarse de mí
que por otra cosa, haciendo feliz al joven Cifuentes, que con los
muchos intereses que ella aportó al matrimonio pudo recibirse inme-
ditamente, llegando en pocos años a ocupar una brillante posición
en el foro y en política.
Extraño parecerá que yo dejase escapar tan brillante oportu
nidad, máxime cuando ella se vino a las manos sin buscarla. Debo
dar una satisfacción, y por ella se verá que obré con prudencia y,
en aquella época, con discreción, pues yo ignoraba que con el tiem
po pudiese ser capaz de alternar con las personas que con el ma
trimonio de María me vería obligado a relacionarme.
Pero repito que creía obrar con prudencia: yo aun no era oficial
de impresor, ganaba 16 reales y me avergonzaba entrar en una
familia que era superior en muchos conceptos a mi posición. El
orgullo de no verme rebajado ante familia tan encopetada fué lo
que me hizo no aceptar tan brillante posición; porque ¿qué papel
hubiese sido el mío al verme reducido a que mi mujer llevase íor-
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i; ó Memorias de Benito Hortelano
tuna y con sus bienes sostener las atenciones de la casa sin yo
poder disponer como dueño absoluto de mi familia? A pesar de la
fortuna que vi disfrutar a Cifuentes y la alta posición que la fami
lia le dio, no estoy arrepentido, ni hoy mismo. Sin duda, la inde
pendencia con que me he criado, sin tener que humillarme a nadie
desde mis tiernos años, ha sido la causa de que siempre haya mira
do con desprecio la fortuna que se adquiere del enlace con una
mujer rica, y, en mi concepto, tengo por muy desgraciados a los
que se dejan arrastrar de esa ambición, a no ser que sean hombres
nulos e incapaces de ganar un real ni de mandar a un sirviente;
hombres nacidos para ser siempre dominados, los que son el rever
so de Ja medalla de mi carácter, que no puedo recibir órdenes supe
riores,
ni menos en mi casa. En fin, María fué feliz con Cifuentes
y yo lo he sido mucho con mi querida Tomasita.
En todo este laberinto de mis primeros años juveniles, ya en
un oficio, ya en otro, conociendo, como es consiguiente, en este
cambio las costumbres y personas de todos estos oficios, la polí
tica no era lo que menos me preocupaba, y fui siempre de los pri
meros en todas las escenas revolucionarias que con tanta precipi
tación se sucedieron desde el 34 al 44. La p-rimera en que pude
juzgar, si es que juzgar podía con acierto a la edad de dieciséis
años , fué la revolución del teniente Cordero, sublevado con unas
compañías del regimiento de Aragón en la Casa de Correos de
Madrid, o sea el Principal, edificio fuerte y a prueba de bomba, en
construcción.
Había sido llamado el general Canterac, que se hallaba de cuar
tel en Sevilla desde que volvió del Perú, donde tantas pruebas de
valor miliitar había dado en la guerra de la Independencia, para
sier encargado de la Capitanía general de Castilla la Nueva. Era
a la sazón ministro de Estado y presidente del Consejo D. Fran
cisco Martínez de la Rosa, autor del célebre Estatuto Real que se
promulgó después de la muerte de Fernando, cuyo código era un
término medio entre el absolutismo y la libertad, que ni halagaba
a los liberales ni gustaba a los absolutistas, por lo que todos los
partidos estaban descontentos. Los realistas decían que era un
paso muy avanzado; los constitucionales, que era un pastel, y por
eso le llamaban al autor Rosita la Pastelera. Yo opinaba entonces,
y mucho después, con los que querían avanzar de una vez, y tenía
por enemigo de la libertad a Martínez de la Rosa. Hoy, con más
juicio, creo y confieso que no era posible en aquellas circunstan-
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cías avanzar más de prisa y que el Estatuto para aquella época fué
bueno, pues el partido carlista, o más bien realista, era potente y
numeroso, y tan asustadizo de las nuevas ideas, que creían de bue
na fe, los más, que la nación se perdía con las' prácticas liberales.
Los constitucionales, que deseaban llegar de una vez al término
deseado sin andarse con contemplaciones, ponían en juego todos
los medios que en su concepto podían abreviar el camino; los rea
listas tampoco se descuidaban, y engrosaban las filas de D. Carlos
como por encanto. Encontraron los constitucionales un instrumento
aparente en el oficial Cordero, y en la noche del 11 de enero de 1855
dio el grito de Constitución con las compañías que había podido
seducir, tomando parte la guardia del Principal, donde se forti
ficaron. El general Canterac había llegado aquella noche a Madrid,
presentándose al ministerio apenas llegó. El Gobierno le dio el
mando, del que se hizo cargo en el acto, sin saber, ni él ni el Go
bierno, el plan revolucionario que en aquellos momentos iba a tener
ejecución.
Como las ocho de la mañana serían cuando el general Canterac,
con unos ordenanzas, se dirigió al Principal, donde estaban los
sublevados, creído que con su presencia vendrían a razón; pero el
general fué demasiado confiado en la disciplina, que creía sufi
ciente garantía para que lo respetasen, ya que todos sabían que era
un militar pundonoroso, valiente y constitucional, libre de la nota
que su antecesor y el Ministerio tenían de retrógrados o pasteleros.
Se presentó ante la puerta del Principal, a la que, abierta, safio el
oficial Cordero con la guardia formada. El general afeó enérgica
mente al oficial por haber faltado a sus deberes como militar, y en
medio de la reprensión agarró la charretera del oficial y se la arran
có,
diciéndole era indigno de llevarla. Cordero se volvió a la tropa
formada, y sacando la espada, dijo: "¡Muchachos, fuego ...", ca
yendo el general Canterac atravesado de muchos balazos. Cordero,
con sus soldados, se hizo fuerte en ía Casa de Correos; el Gobier
no los sitió y ametralló, pero la construcción del edificio ponía a
los sitiados al abrigo de la metralla, ofendiendo sin ser ofendidos.
Por fin, con mengua del Gobierno, los sublevados salieron a tam
bor batiente después de una capitulación en que, más que venci
dos, salieron como vencedores de un ejército de 16.000 hombres
que los sitiaba.
Los soldados fueron destinados al ejército del Norte, donde mu
grón casi todos como héroes. El teniente Cordero ha llegado des-
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Memorias de Benito Hortelano
pues a general. Esta fué la señal de las insurrecciones militares,
que con tan mal ejemplo principió en Correos para seguir una serie
de insubordinaciones que, gracias a la energía del general Espar
tero,
que supo reprimirlas con mano fuerte, no dieron el triunfo al
pretendiente; ¡tal era la desmoralización del ejército cristino
A esta insurrección se sucedieron otras en Barcelona, Cádiz,
Málaga y Valencia, donde perecieron generales y magistrados be
neméritos. En Barcelona, Vara; en Cádiz, el gobernador; en Má
laga, el Marqués de Donadío y San Just, y en Valencia, el jefe
político.
En Madrid era una continua revolución. El Ministerio de Martí
nez de la Rosa era combatido en la Prensa y en las Cámaras, lle
gando al extremo de tener que salir de las Cortes oculto; pero, reco-
nacido por el pueblo, fué insultado y apedreado. El Gobierno tomó
medidas enérgicas contra los alborotadores, encarcelando y deste
rrando a muchos. Había tomado el mando de la Capitanía general
de Madrid el general Quesada, hombre enérgico, militar ceñido a
la disciplina, no viendo más que el cumplimiento de las órdenes
que le daba el Gobierno, y como éstas eran duras contra los albo
rotadores, sobre él cayó la odiosidad pública.
María Cristina, que se había apoyado en los liberales para sal
var el trono de su hija y la Regencia durante la menor edad, no
quería que la revolución avanzase tanto, y se espantó de su obra,
pues ella fué la que la inició. Quería conservar el trono de su
hija y explotar a discreción las riquezas de la nación, con las cua
les nunca se veía harta: tal era la ambición que en ella se des
arrolló; y temía, no sin fundamento, que si la Constitución se pro
clamaba quedaría reducida a la pensión que las Cortes la señala
sen como Regente y Reina viuda, no pudiendo manejar los nego
cios con la independentíia que el Estatuto Real la daba. Nunca
faltan hombres, en todos los tiempos y en todas las naciones, que
se plegan a la ambición de los monarcas o tiranos para, a su
sombra, gozar ellos de la parte del botín de mando y riquezas que
tales sistemas prometen; así que, hombres en quienes el pueblo
había tenido toda su confianza por sus antecedentes liberales, se
arrastraron a los pies de Cristina, secundándola en sus proyectos,
falseando la confianza que el pueblo había depositado en ellos. Por
esto tantas revoluciones, tantas asonadas y pronunciamientos como
unos a otros se sucedían en aquella época y aun después de 1835.
Otra circunstancia vino a colmar la medida del disgusto popu-
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lar hacia Cristina y su Gobierno, tan querida aquélla no mucho
antes por ser la salvadora de los derechos del pueblo, como así
se creía.
A la muerte de Fernando VII existía entre los guardias de
Corps, cuerpo de escolta para las reales personas, un joven guar
dia, como de edad de veinticinco años, ojos negros, color trigueño,
estatura elegante y varonil, y uno de los mejores y más airosos
jinetes de la Guardia. Este joven era hijo de un mayor retirado,
vecino del pueblo de Tarancón, a ocho leguas de MadrM. En su
retiro le habían concedido como recompensa de sus servicios la
administración de un estanco de tabacos de la Real Hacienda, con
lo que criaba a sus hijos en la medianía que tan insignificante em
pleo es consiguiente, no teniendo otros bienes ni rentas, y mediante
algunas antiguas relaciones que en la corte tenía había logrado que
su hijo, Fernando Muñoz, entrase en el Real Cuerpo de Guardias.
Dícese que Cristina, pasado el novenario de la muerte de su
esposo, so pretexto de distraerse en la soledad del campo y sepa
rada de los negocios, y no con otra intención, dispuso la marcha
para un sitio real llamado Ríofrío, en el puerto de Guadarrama,
a once leguas de Madrid), cerca de la antigua ciudad de Segòvia.
Entre la escolta que debía acompañarla pidió fuese el guardia Mu
ñoz; otros dicen que fué casualidad; sea lo que sea, la Reina Cris
tina salió de Madrid no llevando más servidumbre que la escolta y
el Duque de Alagón, caballerizo mayor de Palacio.
El tiempo estaba frío; la nieve caía sin cesar en aquellos días,
y el paraje que había elegido, de recreo para verano, era para
invierno lo menos aparente, por estar situado en medio de los hielos
de la Sierra, donde ni los animales residen en aquella época. Partió
la comiitiva, y al bajar una gran pendiente con precipicios a ambos
lados, a pesar de haber salido peones de los pueblos inmediatos a
picar el hielo del camino, las muías se precipitaron con el coche
en aquella cuesta, pues no podían afirmar las patas en el camino;
los guardias caían, uno aquí, otro allí; el coche arrastraba a las
mutas y todo parecía anunciar el fin de muías, coche y Reina cuan
do,
por un rasgo de valor y caballerosidad, D. Fernando Muñoz,
aproximándose a la portezuela del coche, rompiendo los vidrios con
la mano, tomó de un brazo a Cristina, y sacándola con sus hercú
leas fuerzas, la colocó sobre su caballo, dejando al coche y muías
que se estrellasen en los abismos.
Cristina dio las gracias al valiente guardia, y, viéndole desan-
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grar.se de una mano, ella misma, y con su propio pañuelo, le vendó
la mano. El coche y muías, por fortuna, no sufrieron mucho, así que
Cristina volvió a entrar en su coche, haciendo que el guardia tam
bién entrase, diciendo "que quien tan caballerosamente había sabi
do exponer su vida por salvar a una dama y a una Reina, era digno
de ocupar un asiento en su coche, y para que quedase memoria de
su gratitud, desde aquel momento le nombraba caballerizo de la
real persona".
¿Fué gratitud la de Cristina el premiar a un hombre que la
había salvado la vida, con exposición de la propia? ¿Conocería
Cristina a Muñoz y se habría enamorado de él antes de ser viuda,
y esta circunstancia del carruaje vendría a coronar sus deseos?
Hay quien dice que Cristina preparó aquel viaje para tener ocasión
de hablar a Muñoz sin las murmuraciones de la corte, y que lo del
coche fué casual, y que Muñoz sabía que su Reina tenía puestos
los ojos en él, y que por eso estuvo tan solícito, lo que ningún otro
guardia de la escolta lo había estado. Yo estoy con los que afir
man —y son los que están más interiorizados en este asunto, a
quienes he oído referirlo— que Cristina no tenía tales amores con
Muñoz, en quien dicen que ni se había fijado, por ser muy reciente
su entrada en el servicio, y aun aseguran que no había tenido oca
sión de acompañar nunca a los Reyes, por estar Fernando enfermo,
y por esta causa Cristina no salió de Palacio en muchos meses;
que el arrojo de Muñoz en trance tan apurado, cuando el que más
y el que menos sólo pensaban en sus propios individuos, dio a
Cristina idea de que aquel joven era un cumplido caballero al uso
de la Edad Media, y dio ocasión a tratarlo con familiaridad y a
fijarse en tan arrogante joven, prendándose de tantas circunstan
cias reunidas.
Llegaron al real sitio de Ríofrío. Cristina iba del brazo del
anciano Alagón, paseando por los jardines; a Muñoz, por el recién
empleo, le correspondía ir detrás, de servicio. Cuentan que, estando
en lo más espeso del laberinto de los jardines, Cristina mandó al
Duque de Alagón se llegase al palacio y le trajese un abrigo, por
que, a pesar de estar el día hermoso, sentía frío, y que se apoyó en
el brazo de Muñoz para seguir el paseo. Y cuentan que el viejo
Alagón tardó como una hora en encontrar a Su Majestad y a Mu
ñoz en los laberintos, y, por último, refieren que aquel día Cristina
manifestó su pasión a Muñoz, y desde entonces hasta hoy no se
han separado, casándose con él en secreto a los treinta días de
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muerto el Rey. Ha ten'ido Cristina con Muñoz nueve hijos. El ma
trimonio estuvo en secreto, pero no tanto que el público no lo dijese
públicamente. Sin embargo, Cristina pidió en 1844 permiso a las
Cortes para contraer matrimonio con D. Fernando Muñoz, Duque
de Riánsares. Las Cortes se lo otorgaron, y fingió que entonces se
casaba, consintiendo en pasar por prostituta por no perder la pen
sión de tres mtfllones anuales que, como viuda, tenía señalados, sa
biendo todo el mundo que tenía nueve hijos, bautizados y recono
cidos, con Muñoz.
Si Cristina hubiese tenido la suficiente energía para dar un ma
nifiesto a la nación anunciando sus desposorios con Muñoz, el pue
blo hubiese aprobado su determinación, pues hubiera Visto en este
paso una garantía para las libertades desde que una Reina, joven,
rica y hermosa, había buscado en el pueblo un compañero para
elevarlo a la altura del trono; acontecimiento único en la historia
del mundo y que la hubiese granjeado todas las voluntades del par
tido popular. Pero Cristina o fué mal aconsejada, o tuvo miedo de
revelar a la nación el secreto de su casamiento, y esto fué lo que
la perjudicó y dio lugar a que se la mirase, desde que se hicieron
públicas las relaciones con Muñoz, con indiferencia y hasta con
desprecio, hasta que le costó la Regencia y tuvo que abandonar el
país.
El general Quesada, ciego obediente del Gobierno, perseguía al
partido liberal exaltado o constitucional, y llegó a tal extremo, que
la Milicia Nacional tuvo que declararse en rebelión por creer ame
nazadas las libertades. Quesada, con las tropas de la Guardia Real
y otros regimientos que estaban de guarnición, intimidó con la
fuerza a la Milicia, desarmando todos sus batallones, a excepción
del segundo, por no haber éste tomado parte. La Policía secreta
abusó de la misión que tenía, apaleando y persiguiendo a los nacio
nales desarmados. Con esta persecución y la marcha retrógrada del
Gobierno, los partidarios caflistas que existían en Madrid creyeron
llegado el momento de la.reacción, lanzándose a las calles, acuchi
llando, maltratando e insultando a los liberales; pero temiendo el
Gobierno que el partido carlista se sobrepusiese y diese un golpe
de mano, dio órdenes reservadas para que el batallón y un escua
drón de la Milicia que habían quedado con armas salieran a cas
tigar la osadía de los realistas, lo que, aprovechado por los des
armados liberales, dieron buena cuenta en dos días de los osados
carlistas,
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Memorias de Benito Hortelano
Los jefes autorizados del partido constitucional, que veían la
reacción encima, no se descuidaron para precaverla, y al efecto
lograron ganar algunos sargentos de los Cuerpos de la guarni
ción, los que, halagados por las ofertas, no tuvieron inconveniente
en prestarse al plan que se les propuso.
Había pasado la corte, como es de costumbre en la estación de
verano, al real sitio de San Ildefonso, paraje pintoresco, a siete
leguas de Madrid, donde se disfruta de las delicias del Arte y la
Naturaleza, que allí se disputan la grandeza la una y la otra.
Daba la guarnición del real sitio el tercer regimiento de la
Guardia Real. Dos sargentos de dicho Cuerpo fueron los encarga
dos de la ejecución del plan que les habían indicado. Las seis de
la mañana del 15 de agosto de 1836 eran cuando los sargentos
Hidalgo y García, teniendo ya preparada la tropa a su favor, su
bieron a la cámara de la Reina Cristina, la que saltó del lecho
al ruido hecho por los Monteros de Espinosa, guardias del interior y
servidumbre que se oponían a los sublevados; nadie pudo contener
los; invadieron la real cámara, y presentando a Cristina el libro de
la Constitución dada por las Cortes en 1812 la obligaron a que la
sancionase como ley de la nación. Al propio tiempo la hicieron fir
mar varios decretos por los cuales, en uno, se destituía al Ministerio
y se nombraba otro constitucional; se deponía al capitán general
Quesada, reemplazándolo con el general Seoane, y a este tenor las
destituciones de todas las autoridades sospechosas del reino, subs
tituyéndolas con otras liberales.
Todo estaba prevenido para este golpe por los que lo habían
preparado; así, pues, a las pocas horas se esparció por Madrid la
nueva de que la Constitución de 1812 había sido sancionada por
la Reina Regente. El pueblo, alborozado, se lanzó a las calles con
músicas, vivas y toda clase de regocijos y demostraciones.
Un acontecimiento vino a enlutar tan gran día. Como dejo dicho,
el general Quesada se había hecho odioso al pueblo madrileño, y
apenas supo éste que había sido relevado del mando por Seoane,
se dirigió a la casa del general depuesto; éste, sospechando la
indignación del pueblo, salió de la corte, dirigiéndose al pueblo de
Chamartín, que está a dos leguas, donde esperaba las órdenes que
reservadamente Cristina le había ofrecido mandar, contrarias a las
que,
en apariencia y forzada, se había visto obligada a comunicar.
Circunstancias fatales, que el Destino tiene preparadas, hicieron
que unos carabineros del resguardo conociesen al general Quesada,
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Memorias de Benito Hortelano
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disfrazado en dicho pueblo. Pronto corrió la noticia del escondite
del desgraciado general y, acudiendo en inmenso número el popu
lacho,
acometieron al indefenso general, el que fué despedazado y
arrastrados sus miembros por aquellos furiosos.
El aspecto de las cosas cambió con esta revolución; la confian
za renació, y con el Ministerio Mendizábal los recursos brotaron de
todas partes, viniendo a coronar los esfuerzos de la nación la ba
talla de Luchana, por la que el inmortal general D. Baldomcro Es
partero hizo levantar el sitio de la siempre heroica Bilbao.
Llegó el año 37, época en que Mendizábal, el hombre eminente,
el estadista de recursos, el gran patricio que con su crédito e ¡inmen
sa fortuna se puso al frente de las grandes dificultades y, con un
voto de confianza que las Cortes le concedieron, dispuso la venta
de los bienes monacales, suprimió los monasterios, llamó a las
armas 100.000 hombres, con cuyos elementos si Cristina y el par
tido retrógrado no se hubiesen opuesto a sus planes, la guerra ha
bría concluido en aquel año.
Las Cortes constituyentes se reunieron y fabricaron la Constitu
ción conocida por la de 1837, en la cuail se conciliaren los intereses
de todos los partidos, no siendo este código tan democrático como
el de 1812.
En la quinta de los 100.000 hombres me tocaba a mí entrar en
sorteo por primera vez. Se había levantado una suscripción por la
cual con 400 reales vellón, que se imponían antes del sorteo, que
daban libres los inscritos si les tocaba la suerte de soldados, com
prometiéndose la Empresa a poner los substitutos necesarios para
los asociados. Yo impuse mis 20 duros; caí soldado, pero con esta
cantidad quedé libre. En las quintas sucesivas yo quedé libre por
las circunstancias dichas, porque por la ley de Reemplazos, una vez
que ha tocado la suerte de soldado, ya no vuelve más el ciudadano a
estar sujeto a sorteo en toda su vida, no teniendo nadie derecho
para molestarlo en lo más mínimo para el servicio díe 'las armas.
Libre de dicho servicio y pagado mi tributo a la nación como
todo ciudadano está obligado, me alisté voluntario en la Guardia
Nacional, en el quinto batallón, quinta compañía de fusileros,
pasando después a la compañía de cazadores, de la que era capi
tán D. Antonio Alvarez, empleado de oficial en el ministerio de la
Gobernación. En esta compañía estaba de furriel D. Miguel Jordán
y Lloréns, actual cónsul de España en Buenos Aires, y en ella con
cursó al pronunciamiento de septiembre, por el cual fué obligada
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Memorias de Benito Hortelano
María Cristina a abandonar la Regencia y salir de España. En
dicha compañía servía el 7 de octubre, en que los generales León
y Concha dieron el grito de rebelión en algunos batallones y escua
drones, de cuyas resultas fué fusilado D. Diego León. Y, por último,
concurrí con mis servicios en todos los acontecimieníss y fatigas,
que no fueron pocas, hasta que, sitiados por las tropas de Narváez
y Azpún, en 1843, se rindió Madrid, desarmándonos en el mismo
día de veteranos de los cantones. Tengo de la Milicia Nacional, por
servicios prestados, la cruz del 1.° de septiembre, la del 7 de octu
bre, la de Fidelidad y Constancia y la de la real y militar Orden
de San Fernando.
Siguiendo la narración de los acontecimientos políticos y, como
dejo dicho, Cristina y los reírógados que la apoyaban en sus mis
mos planes combinaron uno que estuvo a poco de dar al traste
con el partido constitucional y aun con el trono de Isabel II.
Había jurado Cristina vengarse del desacato cometido con ella
por los sargentos, instrumentos de los constitucionales. Así, pues,
no conviniéndola gobernar constitucionalmente, comunicó su pro-;
yectos, a los pocos días de firmada la sanción de la Constitución
del año 1812, al Príncipe de Casini, personaje sospechoso que hacía
algún tiempo se encontraba en la corte. La relación que voy a hacer
es un secreto todavía para los españoles, y una casualidad hizo que
yo me impusiese de esta trama.
En una colección de biografías contemporáneas de la guerra
civil de España que publiqué en Madrid el año 1846, entre los
muchos documentos que para ellas facilitaron los personajes inte
resados, topé con una relación secreta que el general D. Isidro
Alaix tenía y que entre otros documentos la había mandado; pronto
la echó de menos el general, pero no tan pronto que yo no la hubiese
leído y sacado copia, la cual debe de tener un joven llamado Man
rique, que era el que escribía las biografías y a quien yo se la di.
Creo que hasta ahora no se haya escrito nada sobre esto, y por eso
es por lo que quierodejarlo aquí consignado, por si se hubiese ex
traviado tan importante documento.
El citado Príncipe de Casini, agente secreto de la Corte de
Roma cerca de Cristina, partió a los pocos días de la revolución
de La Granja con instrucciones para el Papa, por las cuales Cristina
se acogía a su protección, pidiéndole la perdonase y levantase la
excomunión que sobre ella pesaba, estando dispuesta a obedecerle
en todo lo que la ordenase, El comisionado volvió de su misión 3
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Memorias de Benito Hortelano
tt
los tres meses, después de haber recorrido, por orden del Papa, las
Cortes de Viena, Berlín y San Petersburgo. Las instrucciones o
condiciones que trajo, convenidas y acordadas entre Roma y lasdemás Cortes citadas, eran las siguientes:
1.
a
Que María Cristina y D. Carlos María Isidro de Borbón
renunciasen, aquélla la Regencia y éste las pretensiones al trono,
abdicando en su hijo mayor D. Carlos Luis (hoy Montemolín).
2.* Que se acordaría el matrimonio entre Isabel y Carlos Luis,
nombrándose una regencia durante la menor edad de ambos, pasan
do después a reinar de la manera que habían reinado Fernando e
Isabel I.
3.
a
Que se daría una carta a la nación, basada en la de
Luis XVIII, con algunas restricciones.
4.
a
Que se restablecerían los monasterios que aun no hubieran
sido demolidos, y por los bienes vendidos, la nación daría en bonos
su importe a las comunidades extinguidas.
5.
a
Las naciones citadas garantizaban este convenio, y al efec
to darían los auxilios que de armas y dinero se necesitasen para
llevarlo a cabo, pues no convenía intervenir con mano armada, por
no despertar las sospechas de Francia, Inglaterra y Portugal, que
habían subscrito eli tratado de la Cuádruple Alianza.
6.
a
Que M aría Cristina ofreciese una garan tía a satisfacción
de las potencias signatarias, para dar principio a la ejecución y
empezar a dar los subsidios.
Tales eran las condiciones que le impusieron a Cristina, las
cuales suscribió, aunque con alguna reserva respecto a la regencia,
que ella quería conservar; pero, en cambio, ofreció como garantía
entregar Madrid a las tropas de D. Carlos.
Partió el comisionado a la corte de D. Carlos, y allí se ratificó
el convenio y se dio principio a los preparativos para invadir las
provincias del interior de España.
Inmediatamente salió una expedición, a las órdenes del general
Gómez, y otra a las del Conde de Negri. La primera, a marchas
forzadas y antes que las divisiones de Espartero se apercibiesen,
salió de las Provincias Vascongadas, por Aragón y la Alcarria, y
llegó a nueve leguas de Madrid, sorprendiendo pueblos, saqueando
ciudades desprevenidas y burlándose de las pequeñas fuerzas que
se le oponían, la mayor parte de Milicia Nacional. En Brihuega de
rrotó al general D. Narciso López, capitán general que a la sazón
era de Castilla la Nueva, tomándole prisionero. (Este general López
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es el mismo que en 1858 fué fusilado en La Habana por haber
invadido la isla de Cuba con unos filibusteros.)
Por la parte del Norte se aproximó el Conde de Negri, tomando
la ciudad de Segòvia, destacando sus avanzadas hasta siete leguas
de Madrid, retirándose después de haber saqueado la ciudad, y
dirigiéndose a Valladolid; tomó también esta capital, de la que fué
echado y derrotado por el Barón de Carondelet, que le obligó a re
fugiarse, con el resto de los dispersos, en sus antiguas madrigueras
de las Provincias Vascongadas.
Más afortunado Gómez, se dirigió por la Mancha a Andalucía,
tomó a Ciudad Real, Almadén, de donde sacó inmensas riquezas
de las célebres minas de azogue, e internándose en Andalucía tomó
la ciudad de Córdoba, la saqueó, siguiendo sus correrías por la
provincia de Málaga, sin haberle podido (o querido) dar alcance
las divisiones liberales que le perseguían, hasta que el general
Narváez, con el general D. Diego de León, lo batieron, y por haber
cometido tal crimen fué destituido Narváez, pues había atacado
sin tener órdenes para ello del Gobierno de Madrid.
Gómez siguió su expedición hasta Extremadura, internándose
en Galicia, talando y saqueando los pueblos indefensos, con escar
nio de las divisiones que por todas partes lo cercaban, hasta que,
siendo tan patente el clamoreo de la Prensa y de toda la nación,
que veía este escándalo, sin saberse exp'licar la causa, el ministro
Alaix, de su propia autoridad y como ministro de la Guerra, sin
dar participación a los demás ministros ni a la Reina Goberna
dora, ordenó al general Espartero acabase de una vez con aquel
escándalo, cosa que le fué bien fácil, y cayendo sobre Gómez lo
desbarató, quitándole todos los robos, escapándose él con unos
cuantos, con los que entró en las antiguas madrigueras.
Así terminó la célebre expedición de Gómez, que con 5.000 hom
bres que sacó de Vizcaya reunió más de 20.000, con inmensos teso
ros y, por último, entró solo de donde no debió haber salido.
Hasta hoy es conocida de pocos la causa y origen de esta expe
dición, y si no se han publicado las Memorias del general Alaix,
que las reservaba para después de su muerte, aun es un secreto
para la nación. Ignoro si después del año 49, en que salí de Ma
drid, se habrá escrito algo a este respecto; yo no he visto nada,
a pesar de que he procurado leer todo lo que sobre la guerra civil
se ha publicado.
El objeto de esta expedición fué en combinación con Cristina
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Memorias de Benito Hortelano 6\
y parte del Ministerio de aquella época, para que tantearan el espí
ritu público de la nación en las provincias que se mantenían pací
ficas y fieles a Isabel II. Al propio tiempo, para distraer los espíri
tus agitadores, particularmente la Andalucía, de donde partían las
ideas reformistas, y para que tuviesen en qué ocuparse defendién
dose a sí propios y no pensasen en las reformas políticas.
Las divisiones que en apariencia perseguían a Gómez tenían
órdenes terminantes para no atacarlo, como mil veces pudieron
hacerlo con ventaja, ocasionando no pocas veces insurrecciones en
las tropas por no atacar al enemigo cuando lo tenían a la vista,
que era todos los días y por espacio de cuatro meses. Narváez y
León eran jefes de brigada y no estaban 'impuestos del secreto de
las órdenes del general en jefe; esta es la razón por qué de su
propia cuenta atacaron a Gómez, derrotándolo. Si D. Narciso López
fué prisionero en Brihuega es porque el Gobierno le engañó y le
hizo salir de ex profeso para que sufriese el descalabro, pues no
llevaba más fuerzas que 1.500 hombres de línea, un escuadrón de
la Milicia Nacional de Madrid y un batallón, que todos cayeron
prisioneros. Este golpe fué meditado para atemorizar al pueblo
de Madrid y al propio tiempo para que viese por sí mismo la gene
rosidad de las tropas de D. Carlos; al efecto, Gómez puso en liber
tad los prisioneros, reservándose únicamente al general López, por
que así convenía a las miras del Gobierno, por ser este general de
ideas muy avanzadas y querido de los madrileños.
Posterior a la conclusión de la expedición de Gómez se vio obli
gada Cristina a cambiar el Ministerio, llamando otra vez a los
progresistas, con quien ella no quería gobernar.
Este acontecimiento aceleró la expedición, meditada y conve
nida, para entregar Madrid a D. Carlos, cumpliendo la garantía
que Cristina había prometido a las potencias que auxiliaban al
Pretendiente.
Salió una expedición por Castilla, a las órdenes del general
carlista Zariategui, el cual llegó y tomó a Segòvia, amenazando a
Madrid. El Gobierno se apresuró a dar órdenes para que el general
Espartero viniese con el ejército del Norte a auxiliar la corte ame
nazada, e inmediatamente se puso en marcha.
Hasta aquí le iba saliendo a Cristina perfectamente su plan,
que era dejar libre el paso a D. Carlos, con todo su ejército, para
internarse en la nación. La expedición de Zariategui fué calculada
para tener un pretexto de que Espartero abandonase sus posiciones
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Memorias de Benito Hortelano
y
viniese a la corte, sin cuya circunstancia D. Carlos no podía
salir de su guarida, como salió detrás de Espartero.
El Ministerio fué engañado en aquella ocasión e ignoraba los
planes de Cristina, que de otro modo no hubiera cometido la impru
dencia de que se abandonasen las plazas y línea en que Espartero
tenía encerrado a D. Carlos.
Salió éste, como dejo dicho, y se dirigió a Cataluña y Aragón,
donde se le incorporaron Cabrera y los demás generales carlistas,
que en aquellas provincias tenían sus muchos adeptos y fuertes
ejércitos, con los que debían recorrer la nación, para hacer ver su
poder, dirigiéndose después a Madrid, que no le opondría gran
dificultad, porque a su llegada estaría desguarnecido, y la Milicia
ciudadana, con cualquier pretexto, desarmada, y una vez en la corte
se daría un manifiesto a la nación, basado en el convenio que dejo
citado.
Las cosas sucedieron, en parte, de otro modo.
Al aproximarse Espartero a Madrid, los emisarios de Cristina
interpelaron al Ministerio fuertemente sobre la escasez de pagas
del ejército. Era ministro de la Guerra el general Seoane, hombre
impetuoso, nada político, muy arrebatado en sus maneras y pala
bras. A la interpelación, en parte injusta, contestó desaforadamente
diciendo que cada jefe tenía un cinto de onzas sobrantes/que eran
unos ingratos e insubordinados, que querían gollerías, con algunas
palabras algo duras. Los partidarios de Cristina lograron su objeto
y fué que estallase una esdisión entre el Ejército y el Ministerio.
Apenas acampados en Alcalá de Henares, a cinco leguas de la
corte, los jefes de Estado Mayor de Espartero decidieron pedir una
satisfacción al ministro de la Guerra. Al efecto, varios jefes, a
nombre de los demás, desafiaron al ministro; éste aceptó y se batió,
con escándalo de la sociedad, pues el ministro pisoteó la ley que
estaba llamado a guardar, y los jefes cometieron un acto de insu
bordinación militar.
Cristina aprovechó esta escisión, y halagando a Espartero le
hizo asociarse al golpe de Estado que tenía premeditado y lo con
siguió, destituyendo al ministro progresista, reemplazándolo con
uno compuesto de sus adeptos.
Grandes cargos se han hecho al general E spartero por este golpe
de Estado y por haber autorizado la insubordinación militar cono
cida por de Aravaca; pero Espartero, sin saberlo, prestó un gran
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servicio al trono de Isabel II y a la causa constitucional, como se
verá más adelante.
Mientras esto ocurría en Madrid, D. Carlos se enseñoreaba de
Cataluña y Aragón, dando tiempo a que Cristina le diese aviso
para aproximarse a Madrid.
Espartero había salido con su ejército y había hecho evacuar
a Segòvia al general Zariategui, dirigiéndose después por Castilla
la Vieja, con órdenes de ir hacia Aragón a perseguir a D. Carlos.
Como Cristina con el cambio de Ministerio gobernaba a sus
anchas, había vuelto a tomar afición al mando absoluto, pues la
Constitución poco le importaba con ministros tan dóciles como los
que había elegido. Estas circunstancias, en que el sentimiento de
Espartero la había colocado, hicieron en ella tomar un rumbo dis
tinto en los negocios, y se propuso engañar a D. Carlos, al Papa
y a las Cortes que habían convenido el plan de casamiento de los
Príncipes. Le gustaba mandar sola, robar sola, y se creía capaz
de desarrollar por sí lo que había meditado: de hacerse Reina abso
luta, aboliendo la Constitución.
Don Carlos se cansó de esperar órdenes de Cristina y se puso
en marcha hacia la corte, con todo el ejército reunido, que no
bajaría de 40.000 hombres, y con generales tan valientes como
Cabrera no tenía que temer, máxime contando con que no encon
traría oposición.
Era el 14 de octubre de 1837 cuando D. Carlos llegó y puso su
cuartel general en el pueblo de Arganda, a cuatro leguas de Ma
drid. Su general de vanguardia, Cabrera, con 10.000 hombres, ama
neció a un tiro de fusil de las trincheras de la corte. Todo era con
fusión; no había sino una pequeña guarnición y cinco batallones
de Milicia Nacional; la pérdida de Madrid era inminente si Cabrera
hubiera atacado como deseaba.
Don Carlos mandaba emisarios continuos a Cristina, y ésta le
contestaba con evasivas de que esperase unos días, que no atacase,
porque no estaba bien terminado el plan de insurrección que debía
estallar en Madrid proclamando a D. Carlos, para, de este modo,evitar el asalto y la efusión de sangre consiguiente.
Mientras así entretenía a D. Carlos, había despachado correos
a Espartero y a Oráa, que con dos grandes ejércitos estaban en
Aragón, para que, a marchas forzadas, cayesen sobre D. Carlos
y lo derrotasen. No se hicieron esperar estos generales, y con 50.000
hombres cayeron sobre las tropas carlistas, que ya se habían puesto
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Memorias de Benito Hortelano
en movimiento al saber la aproximación de los dos ejércitos y
convencidos de que Cristina les había engañado.
El primero que cayó como un rayo fué el teniente general Oráa,
desbaratando cuanto encontró por delante a 11 leguas de Madrid.
En seguida cayó Espartero sobre el grueso del ejército carlista en
retirada y dio las célebres batallas de Aranzueque y Retuerta, des
trozando a D. Carlos, que milagrosamente se salvó e internó en
su madriguera de las Provincias Vascongadas.
Así terminó la trama urdida por la Reina Cristina, que con
imprudencia comprometió el trono de su hija y las libertades de la
España. Dos años más tarde Cristina recibió del pueblo su mere
cido.
Con el triste resultado de la expedición de D. Carlos entró la
división en el partido carlista, formándose dos partidos fuertes,
conocido el uno por el apostólico, que era el de los frailes y obispos
que a D. Carlos rodeaban, teniendo por jefe al general Moreno. El
otro era el partido militar y de ideas más avanzadas, cuyo jefe era
e'l general Maroto.
Las intrigas se sucedieron en la Corte carlista, echándose cada
cual la culpa de los desastres que habían sufrido. El partido apos
tólico formó una conspiración para derrocar a Maroto, general en
jefe después de la expedición y el que se había opuesto a que se
efectuase, previendo el mal resultado. Ya estaba a punto de estallar
la revolución cuando Maroto tuvo aviso de la trama, y dirigiéndose
a Estella, plaza en donde existía el núcleo de los conspiradores, y
sorprendiendo a sus jefes, fusiló cinco generales, un coronel y un
comisario de Guerra. Al saber D. Carlos esta nueva, alborotados
los del partido apostólico, le indujeron a que diese un decreto decla
rando fuera de la ley al general Maroto. Este, apenas supo esta
medida, se dirigió en persona a la Corte de D. Carlos, que a la
sazón estaba en Oñate; pero no bien la Corte clerical tuvo noti
cias del arribo de Maroto, cuando todos tomaron las de Villadiego,
dejando solo al pobre Rey, que sufrió la humillación de dar un
contradecreto y salir en persona a recibir al general, temblando
de m iedo.
Con aquel golpe de Estado Maroto quedó arbitro de la causa
de D. Carlos en el Norte, y si bien sus enemigos no dejaban un
momento de conspirar, era tal e>l terror que Maroto les infundía,
que no se atrevían a levantar cabeza.
El general Espartero supo aprovechar aquella situación, y al
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efecto procuró tantear la opinión del general Maroto; pero ésta
era una empresa más difícil que lo que parecerá a los que ignoren
el carácter duro de Maroto y lo intratable con sus subalternos, ni
era posible que nadie se atreviese a hablarle en el sentido que
Espartero lo deseaba; pero la Providencia, que vela sobre el des
tino de las cosas, facilitó y abrió el camino como menos podía
esperarse.
Un hombre rústico, pero de esos tipos que sólo en España se
encuentran, por la firmeza de carácter en sus palabras y compro-
m'isos, de honradez a toda prueba, fué el instrumento mediador
entre ambos generales y el que, con su patriotismo, puede decirse
es el autor de la conclusión de aquella guerra civil.
Don Martín Echaure, conocido en Navarra por el Arriero de
Bargota, es el protagonista del gran drama que se representó el 30
de agosto de 1839 en los campos de Vergara.
Conocí en Madrid, el año de 1848, a D. Martín con motivo de
haberle publicado sus memorias para presentarlas a las Cortes
reclamando el cumplimiento de lo prometido por los generales Es
partero y Maroto en recompensa de sus servicios y remuneración
de la fortuna que por prestarlos había perdido en su ejercicio el
arriero. La suma ofrecida fueron ocho millones de reales y un
título de Castilla. Las Cortes le concedieron una gratificación de
25.000 duros, que, por cierto, no remuneraron tanto servicio con
tan insignificante cantidad. Por otra parte, como después del abra
zo de Vergara se supo quién había sido el agente, D. Martín no
podía vivir en las Provincias, porque temía, y con justicia, que los
descontentos carlistas le hubiesen asesinado. Tuvo que irse a vivir
a la corte para reclamar la promesa, y en diez años que, de oficina
en oficina, de ministro en ministro, se pasó, gastó más que lo que
las Cortes le habían acordado. Cuando yo le imprimí sus Memorias
no tuvo ni con qué pagarme la impresión.
¡Tan injustos son los hombres que se encumbran al poder que,
una vez escalado, olvidan la escala que los elevó, sin acordarse que
también se cae precipitadamente de la cumbre del poder Reanu
daré los acontecimientos.
Estaba D. Martín en su pueblo preparando carga para sus
expediciones al ejército, cuando recibió una carta del jefe político
de Logroño, en la que le decía que, teniendo un asunto de impor
tancia sobre una herencia que había de reclamar en el territorio
carlista, le rogaba fuese a Logroño en el primer viaje que empren-
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Memorias de Benito Hortelano
diese, donde le daría los poderes e instrucciones. Echaure consultó
con su esposa, y ésta, más avisada que su marido, comprendió que
era algun asunto de más importancia que el de una herencia, y así,
pues, se opuso a que su marido fuese a Logfoño. No tardó mucho
tiempo sin que volviesen a escribirle con más urgencia, y entonces
ya no pudo resistir a la invitación y pasó a Logroño.
Llegado que hubo a la ciudad, residencia común del general
Espartero, se avistó con el jefe político, el cual apenas lo vio lo
abrazó y le hizo pasar a su despacho. El jefe, tomando la palabra,
le habló en estos términos: "Tío Martín, lo de la herencia que le
he avisado en mis cartas no ha sido más que un pretexto para que
usted viniese; otro objeto más importante es el que está usted lla
mado a desempeñar, objeto que sólo usted es capaz de llevarlo a
cabo, y nadie más. Usted es querido en el ejército carlista y cris-
tino;
es el único que tiene el privilegio de repasar la línea de am
bos ejércitos cuando quiere, porque su conducta le ha hecho acree
dor para que se le respete. Yo sé que usted es querido del general
Maroto, que tiene usted confianza con él y que una palabra de
usted basta para que el general la atienda. Se trata de salvar lapatria de tantas desgracias; es necesario concluir la guerra y que
formemos todos una sola familia. ¿Qué hemos conseguido en siete
años de lucha fratricida? La ruina de los pueblos y la mucha san
gre derramada sin fruto por dos personas: Isabel y Carlos; pri
mero es la nación que ellos; pensemos en nuestros hijos." Absorto
quedó D. Martín con las inesperadas palabras del jefe político, las
que no pudieron menos de convencerle, exclamando: "Todo es ver
dad; pero ¿qué puedo yo hacer que tanta importancia dé a mi per
sona?"
"Ahora lo sabrá usted; vamos a ver al general Espartero
y él le dará las instrucciones", dijo el jefe político.
Llegaron al alojamiento del general, el que, saliendo, abrazó
a D. Martín, dándole el título de ángel salvador.
—Y bien, tío Martín, ¿está usted dispuesto a servir a la nación
y a su amigo?
—Señor, mande vuecencia lo que quiera, que yo estoy dispuesto
a todo; sabe vuecencia que no tengo miedo —dijo el tío Martín.
—Pues bien, mi amigo Echaure —dijo Espartero—•, es necesario
que usted vaya al cuartel general de Maroto, y, con la franqueza
propia de usted y con el estilo rústico con que usted le habla y él
tanto le atiende, le diga, de mi parte, que estoy cansado de la gue
rra civil; que si él, como lo creo, tiene los mismos sentimientos, po-
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demos entendernos. Pero prevengo a usted, tío Martín, que este
asunto no lo han de saber más personas que el general Maroto,
usted y yo, y que si llega a mi noticia que se ha traslucido algo, le
fusilo a usted.
El tío Martín dio su palabra y partió al día siguiente para el
campamento de Maroto, que se hallaba en Estella.
El pobre arriero iba arrepentido de haber comprometido su
palabra en una empresa tan difícil, temiendo, no sin fundamento,
que Maroto lo fusilaría en cuanto le propusiese el negocio; pero
su palabra estaba empeñada, y el tío Martín no era hombre de fal
tar a ella.
A los ocho días llegó a Estella, y, encomendándose a Dios, se
dirigió al alojamiento de Maroto. Como estaban tan recientes los
fusilamientos de los siete generales, las poblaciones y los mismos
jefes sus ayudantes estaban aterrorizados, no osando nadie acer
carse al general sin que él llamase para dar órdenes.
En tan aciaga situación fué el momento en que el tío Martín
tenía que hablar a Maroto. Llega a la puerta del alojamiento, pide
a los ayudantes le dejen entrar a ver al general; pero aquéllos
tenían órdenes d;e no permitir acercarse a nadie, porque temían
una contrarrevolución o una mano homicida pagada por el partido
apostólico.
El tío Martín instó por entrar, los ayudante le rechazaban, hasta
que,
oída por Maroto la algazara que el tío Martín hacía por que
le dejasen paso, e'l general preguntó qué era aquello. Entonces le
dijeron que había allí un campesino empeñado por fuerza de entrar
a verle, diciendo que se llamaba el arriero de Bargota. "Que entre,
que entre", dijo Maroto. Entró el tío Martín hasta el dormitorio de
Maroto; éste estaba en cama por hallarse enfermo.
—¿Cómo va, tío Martín? •—te dijo—. Sé que ha estado usted en
el campamento enemigo; cuénteme qué posiciones ocupan, qué se
dice por allá sobre el fusilamiento de esos perros que querían per
derme.
—Señor general, es verdad que de allí vengo, y han aprobado
su medida, diciendo que eran unos intrigantes; que no hay en todo
el ejército del Rey otro general que pueda igualarse con vuecencia;
que, si así no fuese, ya habrían acabado con el ejército del Rey;
pero que con vuecencia no se podía jugar.
—Bien, tío Martín, ¿y ha visto usted al general Espartero?
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—Sí, señor; en Logroño le he visto, y, por cierto, que me dijo
una cosa que no me atrevo a decírsela a vuecencia.
—Hable usted, tío Martín; ya sabe que lo aprecio y que nunca
he desconfiado de su fidelidad. ¿Qué le ha dicho Espartero?
—Señor, me dijo que si, por casualidad, hablaba con vuecen
cia, le dijese de su parte que está cansado de guerra civil; que
entre vuecencia y él podían dar término al derramamiento de san
gre... y otra porción de cosas sobre paz...
—Mañana mismo la quisiera •—dijo Maroto incorporándose en
la cama, saltándosele los ojos—. Sí, yo también quiero paz; estoy
cansado de hacer correr tanta sangre de hermanos por un Rey
ingrato, estúpido, que no tiene más voluntad que la de cuatro frailes
que lo rodean.
Con esta contestación tomó aliento el tío Martín, y ya le dijo a
Maroto todo lo que le había sucedido, y cómo había sido llamado
a Logroño, y que Espartero le había encargado el asunto, amena
zándole con fusilarle si lo sabían más personas que los dos gene
rales y él.
—Yo le ofrezco a usted lo mismo; deposito en usted mi con
fianza... y cuidado con que se trasluzca lo más mínimo, ni siquiera
se sospeche. Diga usted al general Espartero que, por mediación
de usted y no de otro modo, me proponga su objeto.
Volvió el tío Martín a Logroño, desempeñó su encargo cerca
de Espartero, y desde aquel momento dieron principio las nego
ciaciones, tan secretas, que en ocho meses que duraron sólo las tres
personas en juego las sabían. Por fin llegó el momento; cada ge
neral preparó las cosas de modo que el día del abrazo, cuando se
pusieron frente a frente los dos ejércitos y cuando las tropas creían
iba a darse una batalla, ven salir de las filas los dos generales, se
aproximan con sus estados mayores, juntan los caballos y se abra
zan como hermanos los que tan cruda guerra se habían hecho por
espacio de siete años.
¡Momento solemne ¡Primer ejemplo en la historia de las na
ciones ¡Loor a los caudillos que tanto bien hicieron a la Huma
nidad
Se ha calumniado mucho al general Maroto, diciendo que se
vendió, que recibió dinero. Mienten los que tal digan. Maroto no
recibió un real, y me consta que cuando el tío Martín, de parte de
Espartero, le habló de recompensas, contestó "que si le volvía a
proponer semejante cosa rompía las negociaciones y atacaría con
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más brío que nunca al general Espartero". Este, por su parte, hizo
justicia a Maroto, y la Historia también se la ha hecho. No queda,
pues, ninguna mancha sobre el nombre del general Maroto. Tuve
en 1846 ocasión de tratarlo cuando él escribió sus Memorias, las
cuales quise comprárselas, ofreciéndole por ellas 30.000 reales, lo
que no aceptó, publicándolas él por su cuenta.
Después de concluida la guerra de las Provincias Vascongadas
e internado D. Carlos en Francia, pasó Espartero a Aragón, donde
continuaba Cabrera con más brío que nunca. Fortaleza tras forta
leza, fué tomándole Espartero, hasta que, rendida la plaza de Mo
rella, terminaron las facciones de Aragón, quedando sólo en armas
Cataluña, y allí se dirigió Espartero con el grande ejército, des
baratando cuanto obstáculo le oponían los desesperados restos de
los antes potentes ejércitos carlistas. Con la toma de la plaza de
Berga terminó la guerra civil, internándose en Francia Cabrera con
sus restos, en número de 16.000 hombres.
Habían salido de Madrid Sus Majestades con dirección a Bar
celona, so pretexto de tomar los baños de Caldas, pero en realidad
con el de atraerse Cristina a Espartero en apoyo de los siniestros
planes preparados para dar un golpe a las libertades. Espartero
también se dirigió a Barcelona para dar descanso al fatigado ejér
cito libertador y poner a los píes del trono los laureles que había
conquistado.
Entre las varias cuestiones que agitaron los ánimos de la na
ción durante los seis primeros meses del año 40 había una que no
podía menos de ocasionar un trastorno. Las Cortes, hechura de
Cristina, vendidas miserablemente a los caprichos de la Regente,
habían decretado la ley de Ayuntamientos, por la cual se cercena
ban los derechos comunales, tan respetados siempre en España
hasta por los Reyes absolutos.
En vano los pueblos hicieron representaciones a Cristina para
que no la sancionase; en vano se veía venir la gran tormenta que
amenazaba; la mal aconsejada Gobernadora se precipitó dando la
sanción a la célebre ley de Ayuntamientos.
Era el 1 de septiembre de 1840 cuando la Gaceta de Madrid pu
blicó la malhadada ley. Los liberales empezaron a reunirse en algu
nos parajes pacíficamente, protestando contra aquella disposición.
La municipalidad de Madrid, corporación respetable por su rique
za y poder, se reunió en sesión extraordinaria. Gran número de
ciudadanos acudieron a la sesión, la que, abierta y declarada en
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Memorias de Benito Hortelano
sesión permanente, acordó firmar una protesta dirigida al trono,
con las sacramentales frases que han hecho temblar a los Monarcas
de España. "Se obedece, pero no se cumple." Como esta pro
testa debía ser sostenida por las armas, al punto se tocó generala
para reunir la Guardia Nacional, la que, en poco más de una hora,
estaba con las armas en la mano en número de más de 15.000
hombres, tomando los puntos estratégicos de la capital para evitar
un golpe de mano, como era de esperar, por parte del Gobierno
con las numerosas tropas de la guarnición que disponía.
Efectivamente, no se hizo esperar el golpe, pero habían andado
más vivos los nacionales. Como las dos de la tarde serían cuando
el jefe político se presentó en el Ayuntamiento con pretensión de
disolverlo; pero esta corporación le arrestó a él.
Venía para protegerlo el capitán general de Madrid, general
Aldama, con bastantes tropas; pero no bien desembocó en la plaza
de la Villa para apoderarse de la Municipalidad, cuando una com
pañía de la Milicia se colocó en la torre conocida por "Torre de
Francisco I" (por haber estado en ella encerrado dicho Rey de
Francia, hecho prisionero en la célebre batalla de Pavía en el
siglo xv, reinando Carlos I de España y V Emperador de Ale
mania).
La compañía de cazadores del tercer batallón que ocupaba
aquel baluarte rompió el fuego sobre las tropas, cayendo el caballo
del general Aldama traspasado de varios balazos. Aquella fué la
señal de la insurrección general; ya no había término medio entre
el pueblo y el trono: o se humillaba éste, o sucumbía aquél.
Yo me hallaba en las gradas de San Felipe el Real, de que íni
batallón se había posesionado. El general Aldama reunió en tres
cuerpos las tropas de la guarnición, con objeto de tomar la ofen
siva y sofocar la insurrección; pero ya era tarde. La Municipalidad
había tomado medidas acertadas con una actividad prodigiosa. El
pueblo se agrupaba en grandes masas en los puntos ocupados por
la Milicia Nacional; unos venían armados, y a los que no, se les ar
maba y municionaba.
Las calles de la capital fueron convertidas en un gran campa
mento, desempedradas con tal prontitud y formadas barricadas con
las piedras, colchones, muebles, coches y todo obstáculo que a las
manos llegaba. Las mujeres, que en Madrid son heroínas y las
primeras que salen a la calle en días de revolución, entusiasmaban
al pueblo y Milicia con su ejemplo, levantando ellas mismas las
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Memorias de Benito Hortelano Ji
barricadas, conduciendo piedras, sacando sus propios muebles para
que sirvieran de parapeto.
Las seis de la tarde serían cuando parte de la tropa confrater
nizó con el pueblo, abandonando a su general. Este paso era un
buen presagio para la revolución. En el resto de la noche se pasa
ron al pueblo varios batallones del ejército, y convencido el gene
ral Aldama de la inutilidad de resistir a un pueblo que quiere ser
libre, abandonó la capital, dirigiéndose a Tarancón, donde se en
contraba el general D. Diego León con una fuerte división, con
objeto de que este general le apoyase para atacar a Madrid.
En tres días contaba la capital dentro de sus muros más de
60.000 hombres armados, pues apenas tuvieron noticia las Milicias
de los pueblos inmediatos, se apresuraron aquellos campesinos a
correr en auxilio de los de la corte para defender las inmunidades
de los pueblos.
El Ayuntamiento, que tan heroicamente se había portado, no
se durmió en la victoria y supo sacar partido de la situación que,
con la sangre del pueblo, se había creado. Despachó correos a
todas las provincias de la Monarquía invitándolas a seguir el ejem
plo de la corte; dio un manifiesto a la nación en que la hacía cono
cer la resolución del pueblo de Madrid de no dejar las armas ínte
rin no se derogase la nueva ley de Ayuntamientos y diese el trono
seguridades al pueblo de respetar la Constitución. Una tras otra
fueron secundando las provincias el grito de la capital, declarán
dose en completa rebeldía con el trono.
Sin embargo de esta actitud de la nación, que parecía sólida,
no lo era tanto mientras no se supiese la opinión del general Es
partero, arbitro del poder y de quien toda la nación esperaba con
ansia saber el parecer.
Llegada a Barcelona la noticia del movimiento de Madrid, el
pueblo barcelonés se agrupó en derredor del alojamiento del gene
ral Espartero, pidiéndole se inclinase en favor del pueblo si quería
salvar la nación de una nueva guerra civil, que de lo contrario era
inevitable.
Crítica era la situación de Espartero: por una parte, la nación
pronunciada en reivindicación de sus derechos y libertades, y por
otra, una tierna niña, que no tenía culpa de nada de lo que ocurría,
y una madre y Reina Gobernadora legalmente.
Espartero se dirigió al/ palacio de Cristina y, con la franqueza
propia de un soldado, la representó el estado de la nación, hacién-
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Memorias de Benito Hortelano
dola observar la mala marcha que seguía, los malos consejeros de
que estaba rodeada, diciéndola que si quería volver a la gracia de
un pueblo que tantos sacrificios había hecho por conservar el trono
de Isabel y las libertades que había conquistado, debía nombrar un
Ministerio popular, disolver las Cortes retrógradas que había y,
llamando nuevos representantes, someterles las cuestiones por las
que la nación se había sublevado, dejando sin efecto el cumplimien
to de la ley de Ayuntamientos hasta nuevo examen.
Cristina estaba obcecada, no veía más que por los ojos de la
ambición y de los malos consejeros, y no dio oídos al general ven
cedor, que por mil títulos tenía derecho a que se le escuchase.
Espartero, comprendiendo la inutilidad de sus consejos, tomó
otra actitud, y ya entonces habló con energía, diciendo a la Re
gente que él, con su ejército, se ponían de parte del pueblo.
En vista de esta resolución, Cristina se embarcó con sus hijas
y, dirigiéndose a Valencia, allí abdicó la Regencia en manos de
una Comisión, encomendando al general Espartero la custodia de
sus hijas, nombrándole al propio tiempo presidente del Consejo
de ministros, con encargo de formar el Ministerio. Cristina aban
donó las playas de Valencia y con ellas España, yéndose a Italia.
El entusiasmo que en Madrid produjo la resolución del general
Espartero de estar con el pueblo y la de la abdicación de la Gober
nadora es indescriptible. Desde aquel momento nos fuimos a des
cansar, después de dieciocho días de agitación, temores e indeci
siones. Todo volvió a 'la calma hasta que Espartero hizo su entrada
triunfal en la corte en medio de un pueblo frenético de alegría, que
condujo en volandas al héroe y al caballo en que cabalgaba.
Se formó una Regencia provisional, compuesta de tres indivi
duos, siendo su presidente Espartero.
¡El partido progresista llegó al apogeo de su poder ¡Pero poco
debía disfrutar de él con tranquilidad, para caer después en la más
espantosa tiranía
En estas jornadas cumplí con mi deber como buen patriota, en
contrándome en todos los puntos de peligro donde fui destinado,
por cuyo servicio se me concedió la cruz titulada "1.° septiem
bre 1840".
Dos personajes de funesta recordación aparecieron en aquellas
circunstancias como los patriotas más exaltados y defensores de la
libertad: González Bravo y Cándido Nocedal. Al primero lo conocí
y fui muy amigo suyo cuando era redactor del periódico El Guiri-
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gay, que con tanto cinismo escribían dicho Bravo y D. Juan Bautista
Alonso, en el cual Pravo llamó a Cristina, siendo ésta Regente, la
ilustre prostituta. El segundo, Nocedal, era capitán de una compa
ñía de la Milicia y uno de los más entusiastas declamadores.
Estos dos personajes han sido posteriormente ministros de Es
paña. Bravo tuvo la sinvergüenza de salir a esperar a Cristina el
año 44 cuando volvió de la emigración después de la caída de Es
partero, y fué el ministro que desarmó aquella Milicia Nacional
por la cual se había encumbrado y el que abolió la libertad de im
prenta y el que más la persiguió, debiendo a ella el ser conocido
en la nación en su
Guirigay
inmundo.
Nocedal, el demócrata rabioso, enemigo del trono, declamador
incansable contra la tiranía, ha sido en 1857 el ministro más dés
pota, retrógrado, realista y frailuno que ha tenido la nación.
¡Y aun habrá ciudadanos tan estúpidos que se dejen embaucar
por los falsos profetas de la libertad Si la experiencia que hoy
tengo de las cosas y de los hombres la hubiese tenido cuando la ne
cesitaba, otra sería mi posición, pues hubiese sabido explotar la que
me había creado el 44, cuando empecé a ser conocido en política.
Sigamos la historia. La Regencia provisional, compuesta de Es
partero, D. Joaquín María Ferrer y D. Agustín Arguelles, reunió
nuevas Cortes y éstas nombraron Regente único del reino al ge
neral Espartero.
Pronto empezaron los partidarios de Cristina, con el mucho oro
de ésta, a hostilizar al nuevo Gobierno, desacreditándolo por todos
los medios legales, y, por último, apelando a la insurrección.
Espartero había elevado con mano pródiga a una porción de
jóvenes que le habían servido de ayudantes durante la guerra. To
dos ellos eran generales; la ambición no escaseaba en los jóvenes
personajes, y a ellos apeló Cristina, halagándoles con honores y
títulos si se plegaban a su causa.
Como el oro es la palanca que todo lo mueve, éste no escaseó
para los periodistas, los jefes de regimiento y otros oficiales sub
alternos a quienes comprometieron en el plan de insurrección que
fraguaban.
Por fin llegó el momento de poner en ejecución el plan, com
binado con vastas ramificaciones.
El 2 de octubre de 1841 el general O'Donnell dio el grito de
insurrección contra Espartero en la plaza de Pamplona, el que,
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secundado por la guarnición de la ciudadela, en ella se hizo fuerte
y proclamó la Regencia de Cristina.
El general Borso di Carminati, italiano al servicio de España
y que por sus proezas en la guerra civfl había llegado a ser uno
de los más estimados generales de la nación, dio el grito de insu
rrección en la provincia de Zaragoza, a la cabeza de cinco bata
llones y en combinación con O'Donnell.
Otras insurrecciones estallaron en diversas provincias, siendo
una Bilbao y otra Vitoria, encabezada ésta por el ex ministro don
Manuel Montes de Oca, que se titulaba Regente provisional.
Al llegar a la corte estas noticias, abultadas como es consi
guiente en tales casos, ya nadie dudó <de que una nueva guerra
civil venía a azotar a la pobre España, que empezaba a descansar,
de la que concluyó en Vergara.
Era el 7 de octubre. Todo estaba en Madrid tranquilo; nadie
pensaba en que en un pueblo tan adicto a Espartero hubiera quien
se atreviese a levantar el pendón contrario a la Regencia.
Trabajaba yo a la sazón en la imprenta de El Castellano, de
donde salía a las seis de la tarde después de concluido el trabajo,
teniendo por costumbre irme a visitar a la entonces mi novia, To-
masita.
Muy tranquilos estábamos leyendo la historieta del
Sargento
Mayoral cuando sentimos descargas de fusilería y, al propio tiem
po, que llamaban fuertemente a la puerta. Salimos a ver quién lla
maba, y era el avisador de la compañía de mi suegro para que
inmediatamente se presentase en el cuartel, armado y municiona
do.
"¿Qué hay?", le pregunté. "Señor, la guardia de Palacio se ha
sublevado con otras tropas de la guarnición; es una gran revolu
ción." Apenas oí esto tomé el sombrero y salté a la calle más que
corriendo.
Llovía a torrentes; serían las siete y media de la noche; el agua,
el estruendo de las descargas, el "¿Quién vive?" que a cada esqui
na echaban los milicianos, que ya habían salido armados, la gran
distancia que tenía que atravesar hasta llegar a mi casa, todo con
tribuía a producir en mí una agitación que no me dejaba respirar.
Llego, por fin, a mi casa, después de haber sido detenido cien
veces por mis compañeros; mis sobrinas estaban alarmadas con
mi tardanza y con la incertidumbre del objeto de aquellas descar
gas, pues nadie sabía en la población qué era, ni quiénes los ami
gos o los enemigos. Sin embargo, m'is sobrinas ya me tenían el
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uniforme preparado, correaje, fusil, todo listo, y con la prontitud
de un rayo, ayudado por ellas, en cinco minutos parlí en busca de
mi batallón. Llego al punto de reunión, plazuela de Celenque, cuando ya iba marchando todo completo y en orden de batalla. Como
yo era de la compañía de cazadores y en tiempo de guerra ésta
formaba a la cabeza, tuve que dar un galope más que regular para
alcanzarla. Por fin, llegamos al cuartel, donde quedamos a esperar
órdenes.
¡Qué noche de incertidumbre, de angustia Allí encerrado, sin
k
saber nadie explicar lo que había, quiénes eran las tropas subleva
das,
qué bandera habían levantado, qué puntos ocupaban; nada sa
bíamos. Oíamos las descargas, el ruido de los caballos; pero nada
más.
De cuando en cuando llegaban ayudantes, corrían voces sinies
tras: quiénes decían que las calles estaban llenas de cadáveres; que
de la compañía tal habían muerto tantos hombres; se citaban nom
bres propios, y a cada momento el número de muertos se hacía
subir a una cifra espantosa. Nosotros pedíamos salir a defender a
nuestros compañeros; hubo sus manifestaciones de insubordinación,
diciendo que nos vendían. Varias veces se nos hizo formar a los
cazadores para salir; después venía contraorden. Llegaba el nuevo
día cuan'do, por fin, dieron orden para que la compañía de cazado
res saliese. Esta disposición nos alegró; pero, al mismo tiempo/no
dejaba de hacer su efecto el no saber dónde íbamos ni con qué ene
migos teníamos que habérnoslas.
Al llegar a la calle de las Platerías comprendimos que íbamos
al Palacio Real, y al encontrarnos ya formadas las compañías de
cazadores de todos los batallones no nos quedó duda de que se nos
había designado para dar el asalto.
Empezaba a venir el día y con él a conocer qué fuerzas nos
acompañaban. Vimos algunos escuadrones y batallones de línea y
de la Guardia Real formados con nosotros, y esto nos tranquilizó,
porque, por bien organizados que los cuerpos de ciudadanos estén
y por más patriotismo que tengan, la tropa de línea impone cuando
es enemiga y alienta cuando es amiga, porque es siempre una van
guardia que ha de perecer toda antes que la Milicia entre en com
bate, porque no es justo que padres de familia se expongan mien
tras haya tropas que es de su oficio batirse.
Estando en esta posición llega a nuestros oídos el ruido de mú
sicas, vivas y aclamaciones hacia la Puerta del Sol. Era que Espar
tero acababa de salir de su palacio y se dirigía al de la Reina para
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consolarla y entusiasmar con su presencia a las tropas y Milicia,
aunque ésta no lo precisaba, porque le idolatraba. Desde el momen
to que estalló la revolución quiso montar a caballo para ponerse al
frente de la Milicia y dirigir las operaciones; pero ni los ministros,
ni los jefes fieles, ni sus amigos le dejaron salir, pues siendo su
persona el objeto de la revolución e ignorando quiénes eran amigos
o enemigos, temían, no sin fundamento, le hubiesen asesinado, y
entonces el caos y el desorden no hubieran tenido límites.
Llegó donde estábamos y emprendimos la marcha custodiándole
hasta la plaza de la Armería Real. Allí hicimos alto mientras ren
dían las armas los insurrectos, pasando después a desfilar por debajo de los balcones de Palacio, donde la Reina Isabel, con su her
mana, rodeadas del general Espartero, D. Agustín Arguelles, su
tutor, y otras personas de la servidumbre, presidían el desfile en
medio de los vítores más entusiastas.
Para probar hasta dónde llega la audacia, en tiempo de revolu
ción, de las mujeres de Madrid, bastará decir que desde antes que
amaneciese andaban mi hermana y sobrinas, muchachas bonitas,
delicadas e interesantes, buscando mi compañía con una gran cafe
tera de chocolate para desayunarme. Dieron conmigo cuando hici
mos alto delante del arco de la Real Armería, y allí, con un apetito
devorador, nos tomamos entre varios compañeros tan oportuno re
frigerio. Hacía dieciocho horas que no había tomado alimento, pues
con la precipitación de marchar la noche antes a reunirme al bata
llón no había tenido tiempo ni me acordé que no había comido;
así, pues, el desayuno que mis heroínas y queridas sobrinas y her
mana me llevaron me dio atiento, "que ya iba faltándome con tan
mala noche y con un frío glacial insoportable.
La insurrección del "7 de octubre" era en combinación con la
de O'Donnell, Borso di Carminati y demás pronunciados en otras
provincias.
Los generales León y Concha fueron los protagonistas en Ma
drid, con el regimiento de la Princesa y dos escuadrones. Contaban
con una división que estaba a dos leguas de Madrid, la que entró
aquella noche en la capital; pero, viendo que el negocio iba mal, se
replegaron al pueblo. Otra de las causas que hicieron fracasar este
golpe fué que, habiendo sido avisado Espartero por unos sargentos
de la Guardia Real del golpe que se ¡iba a dar, en la tarde del mis
mo 7 de octubre hizo de los sargentos y cabos de dicha Guardia
oficiales, dándoles órdenes para que, conforme fuesen llegando los
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jefes y oficiales al cuartel, donde estaban citados al anochecer con
otros personajes, los fuesen encerrando en la prevención. Tan per
fectamente cumplieron los sargentos, que ni uno se escapó de los
que acudieron, con lo que fracasó la principal fuerza con que con
taban.
El objeto de esta revolución o, más bien dicho, insurrección era
apoderarse de la Reina, sacarla de Palacio, conducirla a Pamplo
na, y desde allí, donde Cristina concurriría, declarar depuesto a
Espartero, volviendo Cristina a tomar la Regencia. Los cabezas de
esta revolución fueron los generales D. Diego León y D. Manuel de
la Concha, quienes, con la guarnición que daba aquel día a Palacio
la guardia y dos escuadrones de Caballería, que fueron los que les
secundaron, trataron de apoderarse de la Reina; pero al subir las
escaleras del Real Palacio para penetrar en las habitaciones de la
Guardia de Alabarderos, encargados de la custodia de escaleras
arriba, defendieron éstos sus puestos tan heroicamente que, a pesar
de ser tan reducido número, pues no había a la sazón más que 18
plazas de servicio, fueron suficientes para rechazar las cargas de
los amotinados mandados por generales tan valientes como León y
Concha. Estos 18 héroes, si bien perdiendo terreno y sin más para
petos que los muebles de las habitaciones, impidieron llegasen los
ofensores hasta donde estaban Isabel II y su hermana, con la Con
desa de Mina; pero las balas penetraron y se estrellaron a media
vara de la cabeza de la Reina.
El valor de los 18 alabarderos, mandados por D. Domingo Dul
ce,
no tiene ejemplo. Nueve horas seguidas de un fuego nutrido
hicieron y recibieron, siendo providencial el no haber muerto ni sido
herido ninguno.
Al ver frustrado el golpe, los principales conjurados lograron
evadirse por el Campo del Moro al venir el día. Las tropas se rin
dieron, y la mayor parte de los jefes fueron capturados- a pocas
leguas de Madrid, a excepción del general Concha, a quien, según
se ha dicho, lo ocultó el general Espartero en su propia casa, sal
vando así la vida.
No fué tan afortunado D. Diego León, aunque también pudo
salvarse. Fué alcanzado a seis leguas de Madrid por el coronel
Laviña, quien le propuso se fugase; pero León no quiso, y fué
conducido a Madrid, siendo a los pocos días fusilado. Mucho se
ha calumniado a Espartero por la muerte del general León; aun
hoy insisten muchos en denigrarle, a pesar del error en que están.
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Espartero quiso salvar la vida a León, y le propuso diferentes
medios. Para dar un carácter de legalidad a la clemencia que con
él quiso ejercer, además de los medios que desechó León para eva
dirse, hizo Espartero que se firmase una petición por la Milicia
Nacional pidiendo la vida del ya juzgado y sentenciado. Al efecto,
indujeron a que encabezase la petición un capitán de la segunda
compañía de cazadores de la Milicia, herido la noche del 7, y próxi
mo a morir, como en efecto murió; hombre muy querido del pueblo
y que en diferentes ocasiones se había portado con gran valor y
patriotismo. Firmó el perdón en la agonía, y aprovechando esta
generosidad salieron recogiendo firmas el Conde de las Navas,
González Bravo y otros patriotas de aquella época. El pueblo estaba
irritado contra los jefes insurrectos, porque habiéndose descubierto
por las declaraciones el horrible plan que debían ejecutar si la
Guardia Real hubiese secundado, cual era apoderse un batallón
de cada plaza donde la Milicia tenía por orden, en caso de alarma,
que reunirse, y como cada ciudadano, aislado, llegaría al punto
citado, debían ser desarmados y fusilados los que se resistiesen;
plan horroroso, que hubiera costado la vida a miles de padres defamilia que, en cumplimiento de su deber, iban a ser víctimas de
unos cuantos ambiciosos.
Como el pueblo estaba ya cansado de ver que jamás se había
castigado a los magnates que delinquían, al paso que cuando man
daban los moderados ametrallaban al pueblo sin compasión, que
ría que también llegase la justicia a los encumbrados, y si bien
sentía que hubiese servido el ejemplo en un general tan querido
como León, no quería dejar sin castigo aquella insurrección. Así,
pues,
reuniéndose grandes grupos en la Puerta del Sol, donde se
estaban recolectando firmas, agarró los pliegos ya firmados y fue
ron quemados, gritando que si Espartero quería perdonar a León,
él (Espartera) sería arrastrado por las calles de Madrid.
Con esta actitud del pueblo, ofendido con justicia, Espartero,
con lágrimas en los ojos, puso la fatal firma de muerte, con lo que
tranquilizó a los ciudadanos y evitó más desastres que, indudable
mente, hubieran venido sobre la población, y tal vez su vida hubiera
corrido peligro.
Fueron fusilados en Madrid el general León, el brigadier Fulgo-
sio, el brigadier Roca, el capitán Boria y otros.
En Aragón, tomado preso Borso di Carminati, fué fusilado.
En las Provincias Vascongadas, donde el general Zurbano esta-
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ba encargado de perseguir a los insurrectos, tomó al titulado regen
te provisional Montes de Oca y lo fusiló en Vitoria.
O'Donnell se fugó a Francia, abandonando la ciudadela de Pam
plona.
Así terminó la célebre insurrección de octubre de
1841,
volviendo
la nación a su estado normal, no por mucho tiempo, desgraciada
mente.
A consecuencia de haber dejado desguarnecida de tropas la
popular Barcelona, bajo palabra de no alterar el orden, los insti
gadores de Cristina encontraron medio de excitar los ánimos de
los catalanes en 1842, so pretexto de que Espartero apoyaba los
intereses ingleses contra las fábricas catalanas. El pueblo se rebeló,
destruyó la ciudadela, derribó murallas y cometió toda clase de
desórdenes, por lo que, no oyendo las palabras paternales de Es
partero, tuvo éste que ordenar el bombardeo de la ciudad desde el
castillo de Monjuich, y hasta hubo necesidad de que él en persona
fuese a restablecer el orden.
Voy a hacer notar una circunstancia respecto a los catalanes.
Estos tienen la pretensión de ser los más demócratas de España;
sin embargo, es el pueblo que menos ha hecho por la libertad, pues
cuando ésta se les ha dado por los esfuerzos de las demás provin
cias, han abusado de ella, y so pretexto de tiranía, en medio de la
libertad más amplia, han sido el origen para que se afirme y triunfe
el despotismo. Muchos ejemplos podría citar en apoyo de esto que
dejo sentado. (Aunque digo el pueblo catalán, no es el pueblo, sino
los opulentos fabricantes los que abusan, engañando a los traba
jadores.)
Al empezar el año 43 todo se presentaba de una manera obscu
ra; amenazadora era la situación. El oro de Cristina empezó a
correr a manos llenas; no importaban nada los principios que
representaban los individuos a quienes se daba; lo que se quería
era que aceptasen el oro para hacer la oposición al Gobierno de
Espartero.
Así se vio con escándalo amalgamados para derribar la Regen
cia a carlistas y republicanos, retrógados y progresistas, formando
una Liga, que se llamó coalición, a la que legalmente era imposible
deshacer.
Pronto la Prensa de todos colores y de todas las provincias,
cada cual en diferente tono y bandera, pero en el fondo convenci-
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g6 Memorias áe Benito Hortelano
das, se desató en improperios contra el Regente y sus ministros,
inventando motivos para desacreditarlos, invitando a la revolución.
Al propio tiempo que la Prensa tan cruda guerra hacía, los
agentes de Cristina introducían la desmoralización en el ejército,
ganando a su devoción la mayor parte de los jefes.
El momento supremo llegó con la apertura de las Cortes, aque
llas Cortes borrascosas, donde las pasiones no dejaban paso a la
fría y sana razón.
Dos personajes célebres en la historia parlamentaria y política
de la nación eran los jefes que debían dar la cara de frente en la
oposición. Estos dos oradores eran D. Joaquín María López y don
Salustiano Olózaga. Estos dos tribunos del pueblo, que con su elo
cuente palabra arrastraban las masas adonde querían conducirlas,
eran los oráculos del partido liberal.
La ambición de estos oradores les condujo a cometer un delito
de lesa patria, suicidando la libertad española, siendo ellos instru
mentos viles de que se valió Cristina para consumar el crimen,
sacrificando a ellos después, lo que fué bien merecido.
El célebre grito dado por Olózaga de «Dios salve al país, Dios
salve a la Reina", en momentos de una borrascosa sesión, última
que aquellas Cortes tuvieron, fué repetido por toda la nación y
sirvió de bandera para la insurrección.
Al salir los ministros de aquella sesión fueron apedreados por
el pueblo, silbados y befados.
Creyendo Espartero evitar la tormenta que ya estaba encima,
llamó a D. Joaquín María López para que formase nuevo Minis
terio de entre los mismos hombres de la oposición. López admitió;
pero tales fueron las condiciones que impuso al Regente, que éste
no pudo admitirlas sin haberse humillado, por lo que López hizo
renuncia del Ministerio a los pocos días.
Los diputados de la oposición, que ya tenían todo preparado
por los agentes de Cristina, salieron para sus respectivas provin
cias, con la tea de la discordia en la mano, incitando a la rebelión.
Sevilla fué la primera ciudad que se declaró en rebeldía, ponién
dose a la cabeza el general Figueras. Valencia siguió después, en la
que desembarcó el general D. Ramón María Narváez, poniéndose
al frente de la revolución, representando a Cristina.
No se hizo esperar Barcelona, que siempre está dispuesta a
insurrecciones contra la libertad, y en ella apareció el general
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Memorias de Benito Hortelano
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Serrano titulándose ministro nacional. Otras muchas provincias,
con sus guarniciones, desobedecieron al Gobierno de Espartero.
Tres capitales hay en España donde jamás el despotismo ha
encontrado prosélitos y las que han tenido siempre el buen sentido
de no dejarse engañar por los falsos patriotas. Madrid, Zaragoza
y Cádiz son las tres ciudades libres por excelencia, y ellas fueron
las únicas que resistieron al movimiento reaccionario.
En este estado de anarquía, difícil de explicar, salió Espartero
de Madrid, a últimos de junio, dirigiéndose a Valencia con un fuerte
ejército. Ignoro hasta ahora la causa que indujo al Regente a
demorarse en Albacete más de quince días; durante este tiempo
perdido, el general Azpiroz, que se había pronunciado en Castilla,
se aproximó a la corte, hostilizándola. A los pocos días también
cayó sobre Madrid el general Narváez, con una fuerza de 7.000
hombres, el que, unido con Azpiroz,, pusieron sitio a la capital.
A la aproximación de Azpiroz la Milicia Nacional se puso sobre
las armas, distribuyéndose los batallones en las arpilleras de todo
el circuito, preparando la defensa interior con barricadas y otras
obras. A mi batallón le tocó la montaña del" Príncipe Pío, y a mi
compañía, como cazadores, el punto avanzado de San Antonio de
la Florida. Dieciocho días duró el sitio; diferentes ataques dieron
los sitiadores, pero siempre fueron rechazados con mucha pérdida;
también la hubo por parte nuestra, sucumbiendo muchos padres de
familia.
Cuando más estrechado tenían el sitio los de Narváez, se apro
ximaban los generales Seoane y Zurbano, con un ejército de 28.000
hombres, que venían en auxilio de la capital.
Con 7.000 hombres salió Narváez a oponerse a tan numeroso
ejército, dejando a retaguardia una plaza que encerraba 40.000
combatientes. Imprudencia parecía la de Narváez, mirada militar
mente; pero él contaba con la seguridad de que los jefes de Seoane
estaban preparados y de acuerdo con la insurrección.
A tres leguas de Madrid hay un pueblo que desde aquella época
se ha hecho célebre; su nombre es Torrejón de Ardoz, en cuyos
campos se dio el escándalo más inaudito, aunque muy común en
'as guerras civiles.
Narváez presentó su ejército en orden de batalla; Seoane dis
puso el suyo, apoyado por 28 piezas de artillería y
5.000
caballos.
Aun está entre la obscuridad de la historia lo que sucedió: quiénes
fueron traidores y quiénes fieles; ello es que al romper el fuego la
6
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82 Memorias de Benito Hortelano
línea de Seoane, los de Narváez, arma al brazo, con lazos blancos
en el brazo izquierdo, se mezclaron entre las filas con trarias, y en
vez de ofender se abrazaban jefes y soldados al grito de «¡Viva
la Reina, viva la Constitución ". Los soldados de Seoane creían
que se les habían pasado los de Narváez, y los de éste estaban
bien seguros que los pasados, sin saberlo, eran los de Seoane.
Ello es que el general Zurbano, hombre enérgico, valiente e incapaz
de entrar en intrigas ni de faltar al Regente, ^1 ver aquella escena
y que sus jefes y oficiales confraternizaban con el enemigo, se
apercibió de la traición, arrojando la faja, y en un exceso de locura,
estuvo para suicidarse, y picando espuela a su caballo partió de
aquel campo de ignominia, solo, desesperado y sin saber explicarse
lo que había ocurrido.
El general en jefe, Seoane, capituló con Narváez y ofició a Ma
drid, incluyendo la capitulación. No se hubiese creído si algunos
escuadrones de la Milicia, que habían salido a pisar la retaguardia
de Narváez, no hubiesen llegado al campo de la catástrofe cuando
acababa el drama, y ellos fueron los que no dejaron duda al pue
blo madrileño de la verdad de lo ocurrido y de la inutilidad de
resistirse más. Capituló con Narváez, el cual se comprometió a
conservar armada la Milicia y a que las cosas quedasen en el mis
mo estado que se hallaban, hasta que el Regente dispusiese.
Pero Narváez, que había engañado al ejército de Seoane, no
debía hacer menos con el pueblo de Madrid. Las tropas amigas y
enemigas entraron en la capital, después de haberse retirado la
Milicia Nacional a sus casas, fiada en el sagrado de la capitulación;
pero apenas posesionados de Madrid los enemigos, y las tribus,
que otro nombre no merecen, que capitaneaba Prim, compuestas
de voluntarios catalanes y gente perdida, sacada de los presidios
y de lo más soez que tiene Cataluña, tomado todos los puntos
estratégicos, colocado en las principales calles la innumerable ar
tillería que traían y la que teníamos los sitiados, dio un bando
Narváez, por el cual, bajo pena de la vida, ordenaba el desarme
de la Milicia Nacional, para cuya operación concedía dos horas
de término.
No se puede negar que Narváez es hombre político y de esos
generales que comprenden lo que importa un golpe osado y de sor
presa. El faltaba al tratado a las doce horas de firmado; pero sabía
bien que los ciudadanos de la Milicia, cansados de la continua fati
ga de dieciocho días sin descansar, estarían en sus casas, y no
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Memorias de Benito Hortelano 83
dándoles tiempo para reunirse ni ponerse de acuerdo, era imposible
pudiesen resistir, máxime con las medidas tomadas, con unos 45.000
hombres tendidos en las calles, la artillería amenazando con mecha
encendida las principales calles e inmensas patrullas de caballería
recorriendo la población.
La Milicia se dejó desarmar. Tras el bando de desarme se pu
blicó otro obligando a entregar toda clase de armas que cualquier
vecino tuviese, bajo pena de la vida. Un tercer bando prohibiendo
la reunión de más de dos personas, también con pena de la vida.
Con tales medidas, tomadas en el corto espacio de veinticuatro
horas,
quedó aterrorizada la población, y Narváez convertido en
dictador absoluto, sobreponiéndose a todos los demás generales
de la revolución, a los hombres políticos que la habían hecho, y de
un triste mariscal de campo sin prestigio, sin servicios, emigrado
hacía siete años, su audacia y energía le colocaron en la posición
que después la nación ha visto. Él dominó amigos y enemigos, se im
puso a las Cortes y al trono y gobernó y fué arbitro de la nación
cinco años seguidos, con pocos intervalos; poder raro en España,
donde tan difícil es posesionarse del Poder por muchos meses, por
más talento, audacia e intrepidez que tengan los ambiciosos. Sea
que el trono los haga descender por un golpe de Estado, sea que
el pueblo se subleve o que se descuide en las elecciones al Poder,
ello es que ninguno ha podido sostenerse más que Narváez, pues
aunque algunos ministros han logrado ocupar el puesto el mismo
tiempo o más, han sido entidades secundarias, no de esas que dan
fisonomía a una época política.
Durante el asedio de Madrid presté servicios importantes en
las descubiertas que al salir el sol hacía con mi compañía por la
ribera del Manzanares, hasta que, desarmado para no volver más
a tomar el fusil, sufrí la humillación que todos mis compañeros con
migo sufrieron, empezando desde entonces las innumerables con
juraciones en que tomé parte para vengar la afrenta que Narváez
nos había inferido y recuperar la libertad que por aquella revolu
ción perdió España.
El Regente se había dirigido a Sevilla durante estas escenas.
Aquella ciudad se resistía al sitio que el Duque la había puesto;
no queriéndose rendir, se vio precisado a bombardearla por espa
cio de cinco días. En esta operación estaba cuando parte del ejér
cito se le insurreccionó al Regente al aproximarse el general Con
cha con el ejército que había sublevado en las provincias de Gra-
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Memorias de Benito Hortelano
nada, M álaga y Córdoba; Espartero levantó el sitio de Sevilla y
dirigióse a Cádiz, que se mantenía fiel, para, desde allí, como plaza
intomable, dictar las órdenes a la nación como Gobierno legal y
reunir las Cortes, como se había hecho durante la guerra con Napo
león; pero no tuvo tiempo. El general Concha (D. Manuel), a quien
Espartero había librado del patíbulo en la insurrección del 7 de
octubre, con una fuerte división le iba al alcance, viéndose obliga
do a refugiarse en un buque inglés en el Puerto de Santa María,
desde donde extendió una protesta declarando "que, no habiendo
terminado el plazo por que fui nombrado Regente del reino durante
la menor edad de Isabel II, se había visto obligado a refugiarse en
un buque extranjero por haberle abandonado las tropas nacionales".
De esta manera concluyó la Regencia de D. Baldomero Espar
tero,
Duque de la Victoria y de Morella, el ídolo del pueblo espa
ñol,
el hombre honrado, el guerrero insigne, el pacificador de Es
paña, el que había salvado el trono constitucional de Isabel II y
el magistrado que: no se separó de la letra y espíritu de la ley en
lo más mínimo, pudiendo haber conjurado la tormenta con sólo
haber cerrado el libro de la Constitución por quince días; pero pre
firió su caída a faltar a su juramento.
Triunfante la revolución por los medios que dejo explicados,
quedaba la gran cuestión, la cuestión capital, la de quién había de
dominar, la de qué partido era el vencedor. El partido progresista,
o una gran parte de él, era el que había materialmente triunfado;
pero el oro que se había precisado para aquella revolución era de
Cristina, y la iniciativa y trabajos preparatorios, de los moderados,
que, aunque partido apenas conocido por su número material, era
el de los hombres de más influencia por su dinero y posición social.
No era prudente, pues, que de lleno se apoderase de la situación
el partido moderado, pues aun estaba armada la Milicia Nacional
de todas las provincias que se habían rebelado contra la Regencia
de Espartero, y también muchos jefes y oficiales y casi todo el
ejército se habían pronunciado de buena fe, engañados con que
Espartero tiranizaba la nación y que era necesario derrocarle para
conseguir más libertad.
Se formó un Ministerio progresista de los principales caudillos
de la coalición; pero el poder militar se lo reservó Narváez, el alma
de la reacción combinada y que más tarde debía arrojar la máscara.
El nuevo Ministerio era presidido por el célebre tribuno D. Sa-
lustiano Olózaga, con lo que, a pesar del desengaño que iban tocan-
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Memorias de Benito Hortelano 85
do los liberales que se habían dejado embaucar, se calmaban las
sospechas.
El nuevo Ministerio reunió Cortes Constituyentes, que habían de
anticipar la mayoridad de la Reina para evitar nueva Regencia,
pues,
no faltando más que un año, temieron los moderados y la
misma Cristina el volver a hacerse cargo de ella después que la
había renunciado.
Bien heterogéneas fueron aquellas Cortes, pues, nombradas en
momentos en que todos los partidos creían les pertenecía el triun
fo, los diputados venían con pretensiones más o menos exageradas,
siendo el menor número el de los progresistas, porque también el
oro de los moderadlos corrió en abundancia para ganar el mayor
número de diputados.
En todo el tiempo transcurrido desde la caída de Espartero hasta
ia reunión de las Cortes, ya con un pretexto, ya con otro, fueron
cambiando los capitanes generales de las provincias, poniendo adic
tos a la causa de Cristina. Los jefes y oficiales que no inspiraban
confianza a los retrógados fueron, con diferentes pretextos, separa
dos unos y cambiados de regimiento otros. Los soldados viejos
fueron licenciados. Así quedaba insensiblemente cambiada la faz
de la fuerza que podía presentar obstáculos materiales. Se creó
una Policía secreta numerosísima y audaz que, so pretexto de su
puestas conspiraciones, iba encarcelando y deportando a los hom
bres influyentes del partido esparterista y muchos de los coalicio
nistas liberales.
Barcelona, la ciudad de los motines sin resultado bueno para
la causa de la libertad, la que se había pronunciado de las prime
ras contra Espartero y formado aquellas hordas que Prim llevó, a
Madrid, comprendió, quizá por la primera vez con justicia, que las
cosas no marchaban como se había ofrecido al derrocar a Espar
tero y, apoyándose en un manifiesto que dio el general Serrano
cuando se titulaba ministro universal y desembarcó en Barcelona,
por cuyo manifiesto se ofrecía la reunión de una Junta Central que
asumiría la autonomía de la nación, levantó nuevamente el pendón
de la rebeldía contra el nuevo Gobierno, pidiendo se cumpliese la
promesa die Serrano y se nombrase la Junta Central en vez de las
Cortes especiales.
Heroica fué la defensa que por cuatro meses hizo la capital del
Principado, pero inútiles y perjudiciales sus consecuencias, pues
con la rendición que por fuerza hizo la ciudad a los generales Prim
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Memorias de Benito Hortelano
y otros comprendió el partido retrógrado que era fuerte, que ya
no había que temer a ninguna otra ciudad que se sublevase cuando
Barcelona había sucumbido. Prim, el demócrata, el paladín de la
democracia catalana, con otros patriotas catalanes también, como
el entonces ministro de Hacienda Domènech, fueron los apóstatas
que vendieron al partido liberal.
Ya los reaccionarios daban la cara de frente; ya no se oculta
ban en burlarse de los progresistas de la coalición, y día más, día
menos, el golpe decisivo de acabar con la libertad estaba dis
puesto.
El presidente del Ministerio, Olózaga, se apercibió de la trama;
quiso prevenirla, pero sufrió la pena del Talión, pues sus mismos
compañeros de Ministerio, aquellos que más confianza le inspiraban,
como Domènech, por ser de la fracción progresista-coalicionista, le
vendieron. i
Viendo el peligro inminente que la situación corría, que el Po
der iba a manos de la reacción, llamó precipitadamente a sus ami
gos de coalición y a los que se habían mantenido fieles a Espartero,
les demostró la situación y la necesidad que había de que todos le
ayudasen. Al efecto, tomó las medidas más a propósito que podían
salvarle, cuales fueron extender un decreto llamando a la disuelta
Milicia Nacional para su reorganización. Para que los reacciona
rios no se apercibiesen de este golpe, y calculando que al someter
el decreto al Consejo de ministros encontraría oposición, de ante
mano había autorizado al Ayuntamiento para que al día siguiente
fuesen entregadas las armas a los milicianos con la misma organi
zación en que estaban cuando el desarme.
Pronto corrió esta nueva de boca en boca sin necesidad que el
Gobierno la publicase, y a las diez de la mañana todos los ciuda
danos que habíamos pertenecido a la Milicia nos apresuramos a
acudir a los puntos donde debían ser entregadas las armas, an
siosos de empuñarlas para reivindicar los derechos que nos habían
arrebatado tan ignominiosamente.
El partido reaccionario, en tanto, se preparaba para dar el
golpe meditado, y que las circunstancias le obligaban a adelantar.
Impuesto de las medidas de Olózaga por los mismos compañeros
de Ministerio, el de la Guerra, que estaba en el plan de la reac
ción, ordenó al capitán general de Madrid que con todas las fuer
zas de que pudiese disponer, después de guarnecidos los puntos es
tratégicos, deshiciese los grupos numerosos de ciudadanos reuni-
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dos para tomar las armas y que los ametrallase si no obedecían a
la primera invitación.
Por desgracia para d pueblo y fortuna para la reacción, los
encargados de distribuir las armas estaban vendidos a los reaccio
narios y con fútiles pretextos no las habían entregado, dando tiem
po al golpe decisivo que aquel día debía tener lugar.
Salen las numerosas tropas divididas por divisiones, recorrien
do los barrios más concurridos de la capital; llegan a la plazuela
del Ayuntamiento, donde un numeroso pueblo esperaba con ansia
las armas; intima que se retiren; el pueblo contesta que ha sido
llamado allí por el Ayuntamiento y sus jefes, y en el momento las
descargas a quemarropa introducen la confusión en los paisanos;
algunos quieren resistir, se abalanzan a los fusiles; pero nuevas
descargas les hacen retroceder. La dispersión fué general; el con
flicto, espantoso. Los escuadrones de caballería persiguen al pue
blo indefenso, dándole horrorosas cargas; unos se refugian en las
tiendas; otros, en los zaguanes; gran número, en el café de las
Platerías, lleno 'de señoras a la sazón, y allí se ceban aquellos bár
baros soldados de la nueva tiranía haciendo descargas desde la
puerta al interior.
Los diputados acuden inmediatamente al Palacio de sesiones a
protestar contra aquellos atropellos; Olózaga, como presidente del
Consejo de ministros, acude a pedir el auxilio de los diputados
contra tamaña carnicería; pero cuando él estaba dirigiendo la pala
bra, se presenta el demócrata González Bravo, de gran uniforme
de ministro, con lo que quedan todos asombrados. Sube a la tribu
na y lee un decreto de la Reina por el cual destituía al Ministerio
y nombraba para formar uno nuevo al mismo González Bravo con
la cartera de Presidencia. Acto continuo leyó otro decreto cerrando
las Cortes.
En tan pocas horas la reacción quedó dueña de la situación,
que debía durar diez años, hasta el 54, en que el pueblo, cansado,
se lanzó a las calles y dio por tierra con el poder que la reacción
retrógada había creado por los medios que dejo descritos.
Olózaga salió de las Cortes comprendiendo lo crítico de las
circunstancias, temiendo, y no sin fundamento, que sobre él habían
de descargar todas las iras los nuevos gobernantes.
No se hicieron esperar mucho; en el mismo día se buscó a Oló
zaga para prenderlo y formarle causa; pero éste se había escon
dido,
logrando a los pocos días internarse en Portugal.
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Memorias de Benito Hortelano
Don Joaquín María López, D. Pascual Madoz y otros muchos
corifeos del partido progresista de la coalición, que tan villanamen
te habían vendido a Espartero y al pueblo libre de Madrid, fueron
presos y encausados. En las provincias se tomaron las mismas dis
posiciones, encarcelando y desterrando a los más entusiastas coa
licionistas.
Aquel González Bravo, el patriota, el tribuno de café, el que
llamó prostituta a Cristina, el que decía debía acabarse con los
tiranos, con los tronos y la nobleza, fué el azote del partido liberal,
el perseguidor y exterminador de la Prensa y de la Milicia ciuda
dana, por las que él se había elevado.
Las primeras disposiciones fueron declarar la nación en estado
d¡e sitio, desarme de toda la Milicia del reino, abolición de la liber
tad de imprenta y creación de una nueva, despótica, restrictiva y
humillante para ella.
Aquí empezó la nueva época reaccionaria, y desde esta época
empecé yo a ser algo visible en el mundo, como se verá por el capí
tulo siguiente.
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IX
Primeros años de mi matrimonio. Nacimiento de mi hija Marianita.
Origen de la publicación de la Historia de Espartero . Asocia-
ción y revolución de los impresores. Se forma la Sociedad Tipo-
gráfica de Operarios, de la que fui socio. Compro imprenta.
Publicaciones que emprendí. Socios que tuve. Apogeo de mi
imprenta. Decadencia, por efecto de las denuncias sobre las
publicaciones que hice. Persecuciones que sufrí. Abusos que
cometieron los que protegí. Sucesos políticos desde el 44 al 49.
Mi viaje a Francia. Movimiento y adelantos que me deben
las letras.
Era el año 42, 5 de enero, cuando contraje matrimonio, como
dejo dicho en otro lugar. A consecuencia de haber quebrado mi
primitivo maestro, D. Salvador Albert, había comprado la impren
ta D. Aniceto de Alvaro y cambiado el nombre de El Castellano por
el de El Popular, el periódico de aquél.
A pesar de trab ajar en aquella época como oficial, ganaba m e
nos que cuando dos años antes era aprendiz: 14 reales ganaba en
tonces; 16 había ganado antes; así es que, a pesar -de haber sido
la imprenta donde más tiempo había estado, no vacilé en pasarme a
la de El Espectador, con 18 reales de sueldo. Este periódico era
sostenido por el Regente y en el que se pagaba mejor sueldo.
Habían llegado a tal decadencia los impresores, por el abuso
que los periodistas que habían comprado imprentas introdujeron,
que, temiendo los operarios bajar al nivel de los demás oficios, se
citó a una reunión con objeto de formar una Sociedad de socorros.
Como 2.000 impresores nos reunimos en el altillo de San Blas
al aire libre, y allí se peroró, se juró y, por último, se organizó la
Sociedad Tipográfica, comprometiéndose sus miembros a no traba-
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9°
Memorias de Benito Hortelano
jar por menor precio que los que allí se discutieron y aprobaron,
que eran 24 reales diarios los que trabajasen a sueldo y tanto por
pliego, según el tipo en las obras, o, si el trabajo se hacía por milla
res de letras, sistema recientemente establecido, a dos reales y me
dio y tres, según el tipo.
Como era consiguiente, los dueños de imprenta no accedieron a
la reforma de sueldos, y de aquí vino la escisión entre operarios y
propietarios. Los cabezas de la revolución lanzaban anatemas con
tra los operarios que cediesen a los patronos, prometiendo apalear
los, como sucedió a los que faltaron al juramento.
Para auxiliar a los más necesitados se estableció un fondo con
dos reales vellón semanales que cada operario debía contribuir, con
lo que se reunió en poco tiempo una buena cantidad.
Un mes estuvieron cerradas las imprentas; no hubo diarios;
pero como esta situación no podía prolongarse por unos ni otros,
vinieron las transacciones. Los periodistas se reunieron en la im
prenta de
El Eco del Comercio,
adonde citaron a los representantes
de la tipografía, haciéndoles algunas concesiones, prometiendo su
bir el sueldo a 20 reales vellón. Los representantes operarios no
accedieron, y las hostilidades se rompieron de nuevo, pero en per
juicio de los impresores. Los periodistas se dirigieron a las provin
cias pidiendo operarios, y como en aquéllas había muchos que no
ganaban la mitad de lo que se les proponía, cayó sobre Madrid
tal plaga de cajistas y prensistas, que bien pronto tuvimos que
ceder los más débiles a los fuertes; sin embargo, algo se ganó: que
daron los sueldos establecidos en 18 y 20 reales.
De esta sublevación cajística surgió la Asociación que más tar
de se llevó a feliz éxito, comprando una imprenta con los ahorros
que semanalmente se depositaban, llegando a fundar un estableci
miento que hace honor a la tipografía.
Un gran establecimiento tipográfico acababa de abrirse, siendo
regente de él mi antiguo amigo Saavedra, el que me llamó a su lado
con un buen sueldo y muchas consideraciones por parte de sus due
ños. Eran éstos los señores D. Domingo Vila y D. Juan Manini, que
habían llegado de Barcelona a Madrid con objeto de buscar em
pleo u ocupación en la capital, refugio de todo ambicioso y hom
bre intrépido, que encuentran ancho campo para miles de especu
laciones.
Estos dos sujetos, con quienes después tuve estrecha amistad y
más tarde me jugaron una mala partida, se encontraban en la corte
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Memorias de Benito Hortelano
91
sin recursos ni de donde sacarlos; pero ambos eran hombres de
empresa, proyectistas incansables y, por fin, dieron con el filón.
Se les ocurrió hacer una publicación con el título de
Panorama
Español,
en el que describían todos los hechos de armas de la gue
rra civil; era una historia contemporánea, con la circunstancia feliz
que se les ocurrió de ilustrarla con grabados en madera y acero.
Como era la primera publicación que de este género se hacía, el
público la acogió con numerosa subscripción, a pesar de ser a un
precio subido cada entrega.
Estos dos hombres, hambrientos poco antes, sin tener quien les
fiara una peseta, se encuentran con que el
Panorama
es una mina
que producía la plata acuñada. El lujo que desde aquel momento
desplegaron, el gran establecimiento tipográfico que plantearon, los
banquetes que daban y desparramo de oro que hacían, pronto les
atrajeron amigos de la más alta posición, y fué aquel estableci
miento el núcleo de la literatura y reunión de los hombres de letras
y artes. En honor de la verdad, si derrocharon desmedidamente, la
literatura y las artes les deben muchos beneficios, pues ellos dieron
el impulso que más tarde proseguí yo y después otros.
Perfectamente lo pasaba yo en esta casa: buen sueldo, pocas
horas de trabajo y con todas atenciones tratado, pues allí reunió
Saavedra los operarios más decentes que había en Madrid, y esta
circunstancia hacía también que alternásemos con la selecta reunión
de aquella casa, no desmereciendo ni en nuestro proceder ni cos
tumbres el que los primeros literatos y otros personajes políticos
nos dispensasen su amistad. Allí conocí e hice amistad con Viller-
gas,
Príncipe, Satorres, Ribot, Aiguals de Izco, Diana, D. Pedro
Mata, célebre por sus producciones científicas y literarias, médico
afamado, y otros muchos de segundo orden y que después han figu-'
rado. También a los más inteligentes compositores de música cono- <
cí allí, entre ellos Espín, Fuertes, Valderrosa, Iradier, etc.
Dos años iban transcurridos de tan buena vida y trabajo tan a
mi satisfacción en esta casa cuando se presentó en quiebra.
Durante estos dos años, primeros también de mi matrimonio, lopasaba desahogadamente, alcanzándome el sueldo para vivir con
bastante comodidad y con todos los placeres que son consiguientes
en un matrimonio joven que se quieren ambos, que la esposa pro
cura adivinar los pensamientos del esposo y, en fin, disfrutando de
diversiones y de cuanto apetecíamos con arreglo a nuestra clase.
Es la época de mi vida, desde que me casé hasta hoy, que he teni-
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Memorias de Benito Hortelano
do más feliz, con menos disgustos, sin pensar en negocios, sin am
bición de riquezas, sin saber lo que eran letras, pagarés, compro
misos, sábados apurados, humillaciones ante los poderosos y mil
otras cosas a que el hombre se ve obligado cuando entra en las
especulaciones y negocios de cualquier clase. La vida del artesano
con poca familia y con salud es envidiable; es la vida positiva, de
tranquilidad, sin agitaciones. El artesano desea el domingo como
el niño de escuela la hora de salir a la calle; no piensa en otra
cosa; todos sus negocios están reducidos a cobrar su sueldo, sepa
rar lo necesario para la semana inmediata, un pequeño ahorro para
un caso de enfermedad o falta de trabajo y lo demás lo distribuye
el domingo en teatro, baile u otras diversiones, no careciendo de
nada, porque como no conoce otros objetos fuera de su esfera, y
aunque los conozca, no los desea ni echa de menos en sus goces
arreglados a sus costumbres. Lo mismo digo del labrador y otras
clases del pueblo; pero no así de los empleados del Gobierno. Estos
tienen que vestir con cierta decencia, presentarse en sociedad con
lujo; sus mujeres e hijos también han de vestir en consonancia, y
como rotan en una atmósfera cercana a la opulencia, con los placeres a la vista, alternando con los altos empleados, los pobres ofi
cinistas que no logran elevarse a los primeros destinos son los entes
más desgraciados de la sociedad. El insignificante sueldo de que
gozan no guarda proporción con las necesidades que son indispen
sables sostener, so pena de aparecer como indignos del empleo y
clase que ocupan en la sociedad, que es tan exigente que no tiene
consideración a las circunstancias que concurren en los empleados
de segundo, tercero y cuarto orden. Y no es sólo la estrechez en
que ha de vivir el empleado: hay otra causa por la cual le hacen
más desgraciado: el empleado tiene que vivir humillado toda la
vida; jamás es independiente; día a día tiene que estar con el som
brero en la mano, haciendo reverencias, humillaciones a sus supe
riores, porque cada cual en su escala tiene superior en las oficinas,
y hasta el jefe de ella, que en su despacho es un déspota, un pe
queño tiranuelo, ante el ministro es un reptil inmundo, adulador
miserable, que debe tener la sonrisa en los labios cuando está ante
el superior y aprobar cuanto éste diga o disponga, aunque sea un
disparate.
Lo mismo que dejo sentado de los empleados es aplicable a la
clase militar.
Yo he venido a sacar una consecuencia al observar de la mane-
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Memorias de Benito Hortelano
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ra altanera y despreciativa con que los empleados, por ínfimos que
sean, tratan al pueblo cuando algún individuo ha de acudir a las
oficinas sobre algún asunto; y es que como ellos están acostum
brados a la humillación y al respeto con que se presentan ante sus
superiores, cuando un ciudadano se presenta ante ellos en la ofici
na se creen a su vez superiores al ciudadano en aquel momento, y
esta, sin duda, es la causa del orgullo de los tinterillos.
El comerciante, el artesano y demás clases del pueblo no sufren
estas humillaciones, porque su modo de ser es más independiente;
porque el comerciante, aunque depende de todos, no está obligado
a nadie, y el artesano vende su trabajo por un jornal, y tanto el
patrón como el operario, cuando no les conviene, se despiden mu
tuamente, sin quedar ningún compromiso entre ambas partes.
A consecuencia de la quiebra de Manini, pues Vila se había se
parado, quedé sin trabajo unas cuantas semanas, y además en la
quiebra se me debían sueldos, unos 60 duros, cantidad muy fuerte
para un artesano que empieza a economizar y que tiene obliga
ciones.
En estas circunstancias entré a trabajar en la imprenta de don
Tomás Aguado, antiguo impresor de los conventos, en cuya casa
se observan todas las reglas antiguas de la tipografía, siendo la
imprenta de donde salen más correctas y limpias las impresiones.
Había llegado a la sazón a Madrid el célebre escritor filósofo
moderno, lumbrera de la sana filosofía, D. Jaime Balmes, conocido
entonces por la obra primera que había dado a luz y en la que de
mostró el sublime talento que todos le reconocen:
El criterio.
Pron
to los principales personajes de la antigua aristocracia, el alto clero
y dignidades le dieron su protección. No fué vana ésta, pues, crean
do el periódico El Pensamiento de la Nación, asombró al mundo
con sus escritos políticos.
Este periódico fué el trabajo que se me confió. Como por la ley
de Imprenta dada por González Bravo, además de otros muchos
requisitos, para publicar diarios se requería hacer en el Banco un
depósito de
seis mil duros,
el Duque de Veragua los puso a disposición de Balmes. Se necesitaba un editor responsable, y se me
propuso el serlo; pero como por las leyes anteriores este cargo es
taba tan desacreditado, no quise aceptar y nombraron otro.
Como encargado del periódico, tuve que ponerme de acuerdo
con D. Jaime Balmes, al que enseñé el modo de hacer las correccio
nes en las pruebas y no tuve poca paciencia para corregir lo mu-
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Memorias de Benito Hortelano
cho que enmendaba y comprender la menudita letra que entonces
hacía. Tenía por costumbre escribir en medios pliegos y por am
bos lados, lo que le hice variar por ser un entorpecimiento para el
cajista. Me leía los artículos antes de dármelos para la imprenta;
me preguntaba o tomaba mi parecer, como si yo hubiese entonces
podido juzgar ni con mediano acierto de un trabajo que habría de
ser, en viendo la luz pública, una lumbrera abierta a la filosofía y
al buen gusto literario. Yo, como es consiguiente, le aplaudía todo
cuanto me leía, y él quedaba contento; sin duda sería por mi pa
ciencia y las atenciones que empecé a guardarle, llevándole perso
nalmente las pruebas y yendo a buscar los originales desde que
comprendí el talento sobresaliente de aquel hombre.
Era de estatura regular, delgado, trigueño, pálido, cara enjuta,
ojos negros y grandes, frente despejada, pausado en el hablar, d¡e
pocas palabras, voz débil, algo de acento catalán cuando hablaba
seguido; de no, apenas se le notaba. Vivía en aquella época en las
casas conocidas por de Santa Catalina, en la fachada que da frente
a la estatua de Cervantes, en el piso tercero de la derecha. Su habi
tación estaba amueblada decentemente; bastantes libros en desor
den y una colección de cuadros de bastante mérito.
Con los escritos políticos que publicó en El Pensamiento de la
Nación, pronto el nombre de Balmes se hizo popular y aun univer
sal.
Después publicó la
Filosofía
elemental, el
Protestantismo com
parado con el catolicismo, y otras. Los filósofos de la época le han
reconocido como el primer filósofo católico-moral. Murió Balmes en
su pueblo nata l, Vich, en el Principado de Cataluña, el año 51 , a
la edad de treinta y siete años.
De la S'ociedad Tipográfica que se formó, como dejo dicho, fui
socio con cuatro acciones de las 100 de que contaba la empresa,
a 25 duros cada una. Treinta y siete individuos formamos la So
ciedad de Operarios, entre los que nos distribuímos las cien accio
nes, pagadas a razón de cinco reales vellón semanales. La mitad
del capital teníamos entregada cuando ya se dio principio a los
trabajos con una magnífica imprenta tomada a plazos en París.
Las primeras impresiones que se emprendieron fueron los tra
bajos de la Municipalidad, que por contrata habíamos tomado; y
tan buen resultado dio esta empresa, que, además de haber pro
porcionado trabajo seguido a todos los socios, en el primer año se
repartió el 75 por 100 de utilidad, además de los muchos materia
les que se compraron con las ganancias.
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Memorias de Benito Hortelano
95
Por segunda vez volví a la imprenta de Manini. Este había vuel
to a rehabilitarse, asociándose a él el general Prim, que por aque
lla época había ganado una fortuna en especulaciones bursátiles,
como se enriquecieron todos los buenos campeones de la situación.
Pocos días duró esta sociedad, porque, habiéndose engolfado Prim
en nuevas especulaciones, se vio comprometido y tuvo que hacer
un traspaso de la imprenta a D. Antonio Viadera, juez cesante de
los Juzgados de la corte.
Era el mes de junio del 44 cuando mi señora dio a luz a mi
niña Marianita, a la una de la madrugada del día 8. En gran apuro
se vio mi pobre Tomasita, pues, a pesar de haber tenido un parto
feliz, la sobrevino un flujo que me dio un gran susto, teniendo que
salir a buscar un comadrón que la auxiliase junto con el que la
asistía, por haberse éste asustado; pero, felizmente, se mejoró y
yo quedé muy contento al verme convertido en padre.
Aquí empezaron mis cavilaciones; ya era padre y tenía que
pensar en un individuo más y los que después viniesen. Heme a la
edad de veinticinco años, que yo me creía un muchacho, que por
primera vez empiezo a pensar que era hombre y que debía adqui
rir fortuna para educar y mantener mis hijos. Con más afán empe
cé a aprovechar el trabajo, quedándome en la imprenta, después
del compromiso, algunas horas más de extraordinario.
Como yo había visto la facilidad con que Manini y Vila habían
emprendido los negocios sin capital, no me juzgaba yo menos
capaz que ellos para hacer otro tanto. La época se prestaba para
las publicaciones; el público empezaba a tomar afición a las subs
cripciones por entregas, y este sistema es tan fácil de ejecutar sin
capital, que no era un obstáculo. Lo que se precisaba era el dar
con un pensamiento bueno, acertar en la elección de la obra. Varias
se me presentaban en perspectiva, pero no tenía completa confianza
y temía fracasar en el primer ensayo.
Por fin, un día estaba yo pensativo, bullendo en mi cabeza mil
proyectos y componiendo un Boletín de instrucción pública. De
repente, y como iluminado, me vino una idea sublime, colosal, y con
todas las circunstancias que yo deseaba; en fin, la idea fué la de
hacer una publicación económica de la vida de Espartero. Estaba
preocupado en esto cuando acierta a entrar el joven D. Carlos
Massa y Sanguiniti, autor de la Biografía del general León, que
a la sazón estábamos imprimiendo. Le llamo aparte y le digo si se
anima a escribir la Biografía de Espartero; él me contesta que
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Memorias de Benito Hortelano
sí, siempre que yo le proporcione los datos. Le pregunto de dónde
los he de sacar y a qué precio escribiría cada entrega. Me contesta
que cinco duros entrega, y que, para los datos, me procurase una
Real orden para registrar los archivos; yo se lo prometí, y queda
mos convenidos. Acto continuo me puse a componer el prospecto, y
mandé hacer en otra imprenta unos cartelones con letras doradas¡
sistema que por primera vez se usaba en carteles.
Al siguiente día, domingo, paseando por el Prado con D. Fran
cisco Navarro, amigo y del mismo oficio; D. Buenaventura Sana
huja, fabricante de jabón, y con mi amigo Saavedra, éste, en tono
de broma, les habló de mi proyecto, que él creyó descabellado cuan
do en la imprenta le consulté, y que por cierto me enfrió algo mis
ilusiones. No pareció tan descabellada mi idea a Sanahuja, y a
pesar de no ser inteligente en imprenta ni en publicaciones, me dijo
si le quería dar parte en la empresa.
Una falta me reconozco, falta que me ha traído fatales conse
cuencias, y que, sin embargo, hoy mismo no puedo enmendarla,
sabiendo por experiencia el perjuicio que me hago. Esta falta es
que cualquier proyecto bueno que invento lo comunico a todos,
como un niño, de lo que se han aprovechado no pocos, en perjuicio
mío, burlándose después de mi imbecilidad, aprovechándose de mis
ideas y aun apropiándoselas. Este es mi enemigo, mi mismo amor
propio de desear que cuanto antes se sepa lo que he inventado,
para lo que he tenido una feliz imaginación, que no he aprove
chado por mi carácter franco y poco reservado en mis asuntos
especulativos.
Yo había comprado el papel para el prospecto, para lo que
tuve que empeñar una rica capa que tenía. Yo hice el molde, pre
paré todo, fui el autor de la idea y, sin embargo, fui tan imbécil
que,
cuando ya el resultado era cierto, admití de socios a Saavedra,
Sanahuja y Navarro. ¿Qué necesidad tenía yo de dar participación
a nadie? ¿Precisaba acaso fondos para la empresa? No; y aunque
los hubiese precisado, ellos no me los podían dar, porque eran tan
pobres como yo. «¿Pues qué objeto tuviste en vista para dar par
ticipación de una fortuna que tú sólo habías descubierto?" —se me
dirá—•. La amistad, a la que he sacrificado siempre mis intereses,
y de la que tantos desengaños he sufrido. Por fin, ya no tiene
remedio; cometí la barbaridad de darles parte, y después se quisie
ron alzar con el santo y la limosna Sanahuja y Saavedra, llegando
casi a hacerme creer que me habían hecho un favor en asociar-
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Memorias de Benito Hortelano
97
s
e conmigo, pues que el resultado se debía a sus buenas dispo
siciones.
Salió el prospecto a volar; el público lo recibió con entusiasmo,
y en pocos días
8.000
subscriptores esperaban en Madrid con ansia
las primeras entregas. Yo no me había equivocado; tal y como
sucedió lo había previsto en el momento de ocurrírseme esta idea
de publicación.
Veintiocho mil duros produjo esta publicación en año y medio
que se invirtió en ella.
Diré algunas palabras sobre lo que yo fundé mi esperanza para
esta publicación. El puebl'o madrileño era entusiasta por el general
Espartero; era, más que entusiasmo, fanatismo el que se le tenía.
Espartero estaba emigrado en Londres; el pueblo de Madrid tenía
puesta su esperanza en él; era su salvador, era su ídolo, y no podía
transigir con el partido moderado, que tenía en el ostracismo al
Mesías del pueblo. Algunos retratos malos y raquíticos que se
habían estampado cuando era Regente, el pueblo los buscaba como
reliquias y los colocaba en la cabecera de la cama, y algunos hasta
les ponían luces, como si fuese la efigie de un santo. El nombre de
este hombre querido se pronunciaba en los talleres y en las familias
con veneración.
Habíase anunciado la publicación de la Biografía de Espar
tero por la Sociedad Literaria, escrita por D. José Segundo Flores,
director hoy del
Eco Hispano Americano.
Tanto Flórez como el
dueño de la Sociedad Literaria, Ayguals de Izco, eran despreciados
por el pueblo por haber sido estos individuos de los coalicionistas
más enemigos de Espartero, aunque arrepentidos después. Ayguals
había publicado un periódico satírico, titulado La Guindilla, duran
te la Regencia, en el cual no perdonó medio de infamar a Espar
tero,
y como se supo después que aquel periódico, que se decía
republicano, había sido pagado por Cristina, tanto mayor era el
odio que el pueblo tenía a Ayguals de Izco. Así fué, que la Historia
que él publicaba de Espartero apenas tenía subscriptores, porque
todos creían que en vez de hacerle justicia le pondría en ridículo.
No fué así. Flórez escribió la
Biografía de Espartero
con mucho
talento y mucha imparcialidad, haciendo justicia al que un año
antes había denigrado.
Yo comprendí esto; calculé perfectamente, me hice esta cuenta:
si no tiene subscripción la obra de Flórez, hay dos causas que lo
impiden: la primera, su nombre y el de Izco; la segunda, que es
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Memorias de Benito Hortelano
cara. «Pues hágase una edición popular —dije yo—, dediqúese a la
extinguida Milicia, y en vez del nombre del autor pongamos que
es escrita por una Sociedad de ex milicianos; con esta garantía,
el pueblo, al leer nombres tan gratos a su oído —Espartero, Milicia
y ex milicianos—, acudirá en tr'opel a subscribirse. Otro requisito:
la mayoría de los subscriptores han de ser artesanos; éstos no tienen
dinero desde el lunes adelante; repártanse las entregas los sábados
por la tarde, a la hora en que se hace el pago en los talleres, y en
momento tan oportuno, ni los más despilfarrados dejarán de pagar
la entrega. Otro requisito más: en vez de un real, que es cifra que
brada, pongamos
ocho
cuartos la entrega, y así evitamos las frac
ciones incómodas y que darán lugar a cuestiones entre repartidores
y subscriptores." Y para que nada faltase, busqué para repartidores
a los avisadores de las compañías de la Milicia; ofrecí dar un
retrato de cuerpo entero del héroe de la historia al terminar la
publicación. Todo fué combinado perfectamente y todo se cumplió.
Con esta subscripción
mz
proporcioné un elemento de impor
tancia política con que no había contado. Como por necesidad
debían los subscriptores dar las señas de sus respectivas casas, y
como todos pertenecían al partido enemigo del Gobierno, tenía
yo la clave en mis libros de subscripción para, en un momento, pasar
cualquier aviso que fuese necesario para hacer la revolución, y
como dábamos pasto semanal a todos los esparteristas de la
comida que les agradaba, de aquí vino el que mi casa y mi persona
fuesen consideradas por el pueblo como la palanca que había de
mover, cuando yo quisiese, toda la población de Madridí
El Gobierno se apercibió de esto; comprendió la importancia
que aquella casualidad me había dado, poniendo en mis manos lo
que al Gobierno hubiera convenido: saber las casas y nombres de
sus enemigos, que jamás pudo la policía averiguar. Muchos medios
puso en juego para tomar nota de las casas y nombres de los subs
criptores; pero no pudieron lograr su objeto, en razón que la
mayoría estaba en los talleres, adonde los sábados se les entregaba,
y de este modo quedaba burlada la vigilancia policial, pues no
pudieron nunca averiguar qué número ni quiénes eran los subscrip
tos en los 'obradores.
A los tres meses de empezada la publicación de la
Biografía de
Espartero compré una imprenta que se remató, propiedad de don
Domingo Vila. La establecí en la calle de la Cabeza, esquina a la
del Olivar.
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Bien pronto fui invadido de autores proponiéndome obras para
que se las comprase. Entre ellos vino un ex dominico llamado don
Joaquín Rodríguez, trayendo un manuscrito de una novela titulada
Misterios
de los jesuítas.
Me leyó el prólogo y varios capítulos, y
juzgué bien del trabajo. Convinimos en publicarla, haciendo yo los
gastos, dándole a él la tercera parte de las utilidades que produjese.
Como en aquella época estaba haciendo furor la novela que
Eugenio Sué acababa de dar a luz, El judío errante, se había des
pertado la curiosidad de saber las iniquidades que a los jesuítas
se les aplican, y todo cuanto llevaba nombre de la Compañía de
Jesús era devorado por la curiosidad, deseosa de saber las reglas
secretas de aquella institución. Di a luz el prospecto, muy bien
escrito, ofreciendo descubrir misterios de folio, y con el aliciente
de algunos grabaditos, que era la moda. No tuvo mal éxito la em
presa; reunió buena subscripción esta obra, y si no hubiera decaído
en el tomo segundo el interés de la novela y héchose pesado el len
guaje, hubiese producido mucho más de lo que produjo; pero los
subscriptores dejaron en el tercer tomo, en su mayor parte, la subs
cripción.
Como era principiante en materia de publicaciones, cometí eí
error, en todo lo que publiqué, de no tirar más que algunos ejem
plares de exceso a la subscripción; así es que la verdadera utilidad
del editor, que consiste en el número de ejemplares que se reserva,
la desaproveché, porque creía que las obras no tenían salida des
pués de concluidas e ignoraba que hubiese un vasto mercado en
América para los libros españoles.
Otro autor logró también arreglarse conmigo en el mismo mo
mento que el ex dominico: D. Luciano Martínez, que, por recomen
dación de un amigo de mi socio Navarro, nos indujo a emprender
una publicación superior a nuestras fuerzas. La obra se titula Tra
tado de química aplicada a las artes,
por Dumas, no el novelista,
sino el célebre químico.
La obra de química, que convinimos en pagar a cinco y medio
duros la traducción de cada pliego de 16 páginas en octavo, consta
de 11 tomos como de 700 páginas cada uno, con un atlas de 148
láminas en folio grabadas en cobre. No era esta clase de obras de
las que puede contarse con una subscripción numerosa, pues no
siendo útil sino a los hombres científicos, fabricantes, farmacéu
ticos, mineros y mecánicos, a pesar que con solas estas clases de
bió tener una subscripción muy regular, no estaban entonces las
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1 0 0
Memorias de Benito Hortelano
ciencias química y mecánica en España desarrolladas, por lo que
sólo reunió esta obra 450 subscriptores. Hice una tirada de 1.000
ejemplares, cantidad insignificante; pero, a pesar de esta corta tira
da, importó la impresión y traducción, con las numerosas planchas
en cobre, 16.000 duros, no recaudando de la subscripción más que
8.000, resultando una pérdida de otros
8.000
duros.
En esta publicación entré con los ojos cerrados, guiado por lo
que algunos hombres de ciencias me aconsejaron, sin duda creyen
do podría yo disponer de fondos abundantes para hacer frente a
los grandes gastos que demandaba. Si esta publicación la hubiese
emprendido un editor de los que contaban con una base sólida,
grandes utilidades hubiese sacado de ella. Cada ejemplar vale dos
onzas;
quedaron sobrantes 600; por consiguiente, quedaban 1.200
onzas para cubrir los 8.000 patacones de pérdida, y esto no habien
do impreso sino tan corto número; que, habiendo hecho una edición
de 4.000 ejemplares, completaban una fortuna. La obra es hoy bus
cada, no quedan ejemplares, y como de estas publicaciones no es
fácil salgan otras nuevas que las perjudiquen, es una propiedad
valiosa para el que la emprende el primero, porque tampoco hay
temor de que otro se arriesgue a traducirla, por sus muchos gastos.
Cinco años invertí en esta publicación, dando dos pliegos semanales,
no pudiendo imprimirse más porque al traductor tampoco le era
posible en algunos tomos traducir más, ni el trabajo delicado de
caja lo permitía, ni el grabado de las planchas podía precipitarse.
Otra circunstancia se oponía, cual era que como la subscripción no
llenaba los gastos, me veía obligado a distraer los fondos que por
otras publicaciones ganaba para atender a la
química.
A principios del 45 trasladé la imprenta al Pasadizo de San
Ginés,
núm. 3, casa del rincón, conocida por la "Hostería de los
Tres Pichones", antiquísimo establecimiento. Grandes comodidades
ofrecía esta casa; en el piso bajo coloqué cuatro prensas en un
salón corrido; en el principal, compuesto de tres salones y cuatro
grandes piezas con magníficas luces al Norte y Mediodía, coloqué
las cajas, oficinas y almacén, con el taller de encuademación y
empaquetamiento para el correo; el piso segundo, en una habita
ción de siete piezas, sirvió para vivienda de mi familia.
Con tan buena casa, colocada en el paraje más céntrico de Ma
drid, entre la Puerta del Sol, Real Palacio y plaza de la Constitu
ción, cerca de las oficinas, de los Juzgados, de la Municipalidad y
del comercio, pronto empezó a caer trabajo, más de lo que podía
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Memorias
de Benito
Hortelano
IOI
¡
m
priniir. Cinco prensas trabajando día y noche no eran suficien
tes, y tuve necesidad de ocupar otras imprentas para imprimir algu
nas de mis obras.
Los literatos y hombres políticos de la oposición hicieron de
mi casa el núcleo del partido progresista y de la literatura de la
época.
Tras de la
Historia de Espartero
emprendí los
Misterios de los
jesuítas, la Química de Dutnas, el Álbum del Ejército, el Dos de
Mayo, la Defensa de los jesuítas, las Memorias del general Concha
sobre la guerra del Perú Hasta la batalla de Ayacucho, La mancha
de sangre.
Todas estas publicaciones las publicaba por mi cuenta,
a la vez que otros trabajos de particulares que me abrumaban.
Imposible me parece ahora que tan joven, sin experiencia, sin
haber recibido una carrera literaria, pudiese atender a tanta con
fusión, a tan diferentes objetos, a tratar con tan diferente clase de
personas. Ciento cincuenta personas recibían el sustento por mi
industria, todos en un mismo local; desde el último operario hasta
el más encopetado literato y hombre político dependían de mí; a
todos atendía, a todo daba solución.
Las oficinas estaban perfectamente montadas, con bastante or
den y bien repartidos los trabajos por secciones. Tenía un regente
principal, llamado Miguel Galindo; éste tenía cuatro regentes sub
alternos, que cuidaban de la distribución por obras de las diferen
tes secciones de cajistas. Un regente de prensas cuidaba de la bue
na y esmerada impresión, del aseo y economía, de la repartición del
trabajo y distribución del papel según las cantidades que de cada
obra se imprimía.
Con tan crecido número de publicaciones, tenía que entenderme
con 525 corresponsales de las provincias encargados de la subscrip
ción. El número de cartas que tenía que dictar y leer no bajaban
de 100 a 150 diarias; sin embargo, tal método establecí, que al pie
de cada carta, en cuatro líneas, explicaba a los escribientes las
contestaciones y lo que debía remitirse a cada uno con arreglo a
los pedidos y reclamaciones de entregas extraviadas, repetidas o
incompletas.
Pero lo que más me molestaba, lo que me robaba el tiempo pre
cioso que necesitaba para tanto asunto, eran la plaga de literatos
y literatas desconocidos. No había día que tres o cuatro moscones,
con mil contoneos, reverencias y cumplimientos, no se me presen
tasen con tamaño rollo de papeles debajo del brazo, empezando su
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Memorias de Benito Hortelano
arenga por colmarme de elogios: unos me llamaban el protector de
las letras; otros, el fénix de los editores; otros, el regenerador de
la imprenta; otros, el non plus ultra de los genios emprendedores.
Con esta introducción, quién no se muestra amable, orgulloso de sí
mismo, llegando a hacerme creer que realmente valía algo. Ello es
que tomaban asiento, que desenvolvían sus legajos y diaban prin
cipio a la lectura de su historia, novela, drama, etc., interrumpida
cien veces por otras tantas personas que venían a tratar de otros
asuntos; por los regentes, que a cada momento tenían que consul
tarme; por los empleados de la oficina, que necesitaban salvar du
das,
etc.; hasta que, por último, viendo que los intrépidos apren
dices de literato no se apuraban y, con gran paciencia, esperaban
todas las interrupciones para empezar de nuevo con más calor su
lectura, tenía que pedirles por favor me dispensasen, que ya veían
era imposible continuar y que yo, por las noches, tranquilo, exami
naría su magnífica producción y les contestaría. Con esta indirecta
se despedían con los mismos cumplimientos y contorsiones, no sin
encargarme antes leyese con atención tal o cual pasaje para que
pudiese apreciar el mérito.
Como esto era todos los días y todo el año, se me aglomeraban
las producciones de una manera tan espantosa, que en diez años
seguidos no hubiera podido ojearlas. Apenas se iban los futuros lite
ratos, arrinconaba el manuscrito y no volvía a acordarme más de él.
Pero después eran los compromisos; a los pocos días, que nunca
pasaron de ocho, se me presentaban los interesados con la sonrisa
y el temor en el rostro, mirándome con atención para ver si traslu
cían alguna esperanza de buena acogida por el aspecto de mi fiso
nomía. He sido siempre amable, risueño y jamás he puesto mala cara
a nadie, por humilde que sea el que se dirija a mí; así que creo que
todos se engañarían por mi rostro, que siempre era jovial. Al prin
cipio me costaba trabajo mentir; me excusaba por falta de tiempo;
les decía se diesen una vuelta; pero eran tantas las que se daban
sin resultado, que, por fin, algunos concluían por cansarse y me
pedían la devolución de sus manuscritos, y otros me los dejaban y
no volvían más. Sin embargo, hubo no pocas ocasiones que compré
obras sin haberlas leído, tan sólo por quitarme de encima a aque
llos incansables autores que, día a día, meses y meses, eran imper
térritos, proponiéndose sin duda cansarme ellos a mí antes que can
sarse ellos de visitarme; y por cierto que todos los que adoptaron
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Memorias de Benito Hortelano
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este plan de asedio lograron rendir la plaza, sacando más o menos
producto del ataque.
Pero si podía resistirme a los famélicos futuros literatos, ¿quién
se resiste a las amables, risueñas, lindas, aunque no menos impor
tunas,
literatas? ¡Qué modo de insinuarse Las mamas, que gene
ralmente las acompañaban, eran las intérpretes de las modestas ni
ñas en la primera introducción; pero después, cuando llegaba el
momento de dar principio a la lectura, a explicar el plan de la
novela, tragedia, poesías o disparates, allí había que oír. ¡Qué elo
cuencia, qué erudición, qué citas tan oportunas o inoportunas, qué
pensamientos tan elevados o tan descabellados A esta s infatigables
literatas tenía que dedicarles, con suma atención y paciencia, mi
precioso tiempo, y, por último, concluía con que por el mucho tra
bajo que tenían las prensas, que no podían dar cumplimiento, no
me comprometía a imprimir sus bellas producciones antes de ocho
meses o un año; que, si querían esperar, se las imprimiría en dicho
plazo.
Naturalmente, quedaban las pobrecitas frías y convertidas
en estatuas al oír mi resolución, pues al verme con tanta atención,
durante la lectura, mis signos de aprobación, se entusiasmaban y
ya veían en letras de molde sus estupendos partos. Con la tristeza
del desengaño en el rostro, rogaban acortase el plazo fatal; pero
yo, para evadirme, las recomendaba a otros editores, diciéndoles
que ellos, que no estaban tan recargados de trabajo, aceptarían con
gusto tan magnífica producción. Así lograba evadirme de las bellas
literatas, que, por cierto, no gustaban mucho sus visitas a mi pobre
esposa.
Corría el año 46 y mi establecimiento volaba en crédito y mi
casa era el centro de las Meas liberales y de las publicaciones lite
rarias y políticas.
Publicaba por cuenta de un grabador, Martínez, la biografía del
general Zumialacárregui; la del general Cabrera, por cuenta de otro
grabador, Chamorro, con la que se enriqueció; también por cuenta
del mismo, la magnífica colección de biografías contemporáneas de
los personajes de todos los partidos, con lo que tuve ocasión de
conocer y tratar a los principales generales liberales y carlistas,
dándome esta circunstancia ocasión a poseer documentos impor
tantes para la Historia, secretos políticos ignorados hasta hoy, tra
mas urdidas por los hombres que más confianza inspiraban al pue
blo, intrigas, defecciones e infamias, de que pocos son los que pue-
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Memorias de Benito Hortelano
dan alzar la cabeza erguida sin mancha en la revolución y guerra
civil de España.
Varios periódicos políticos y literarios imprimía a la vez, todos
de oposición. Folletos y hojas sueltas imprimía con profusión, todas
en oposición al Gobierno. Tal guerra se le hacía al Ministerio por
mi establecimiento, que Narváez, el furioso Narváez, exclamaba con
motivo de un folleto sobre el casamiento de la Reina: "Esa impren
ta de Hortelano es un volcán revolucionario; yo en persona he de
ir a quemarla."
A pesar de toda esta barahunda de publicaciones, de movimiento,
de proyectos revolucionarios en que estaba metido, no me faltaba
tiempo para, por las noches, distraerme en los teatros o en el café,
punto de reunión díe una sociedad de hombres alegres, despreocu
pados, hombres de ciencias, de letras, artistas, cómicos, etc. En la
sección del café que ocupábamos, entre otros de los tertuliantes,
concurrían: Villergas, el satírico mordaz, demócrata incansable;
D. Luciano Martínez, sujeto de un talento especial, gran químico,
profesor de física, de matemáticas, de idiomas, excelente pintor,
mecánico, carpintero, herrero, ebanista, constructor de instrumentos
e inventor de infinidad de aparatos químicos y mecánicos; un hom
bre, en fin, enciclopédico; tenía una conversación tan amena, ador
nada con chistes y cuentos, que, en tomando la palabra, de cual
quier motivo que se tratase, encantaba el oírle; Ramón Franquelo,
autor de
E l corazón de un bandido
y otras producciones, joven ma
lagueño, travieso y alegre; Ramón Satorres, distinguido literato, de
los que mejor manejan el idioma castellano; hoy está de cónsul en
Marsella; Miguel Agustín Príncipe, el autor del célebre drama
El
Conde don Julián,
de la
Guerra de la Independencia española
y
otras varias obras, hombre elocuentísimo; Sixto Cámara, el joven
demócrata, autor de varias obras populares y socialistas, que su
cumbió en la frontera de Portugal ahogado de calor el año de 1859,
al intentar sublevar la plaza de Olivenza; José María Albuerna,
escritor del periódico La Postdata, que tanta guerra hizo al Re
gente Espartero; hoy es un personaje político de importancia en el
partido moderado; Ribot y Fonseré, sobresaliente literato catalán,
autor de varias obras y excelente poeta; los dos hermanos Eusebio
y Eduardo Asquerino, jóvenes literatos de gran provecho, el prime
ro ministro que ha sido en la República de Chile y hoy director del
periódico
La América;
José Ferrer de Couto, autor de varias obras
militares, entre ellas la que escribió para mí, titulada Álbum del
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Memorias de Benito Hortelano
105
Ejército español, magnífica obra, aunque me costó como cuatro mil
patacones de pérdida su publicación; García Tejero, poeta, autor
de varias obras, entre ellas las
Maravillas de
Madrid;
Juan Ariza,
buen poeta y autor de las novelas Los dos V irreyes, El Dos de Mayo
y Las tres nimiedades, que escribió para mí; Jorge Manrique, joven
raquítico, pero de un talento sobresaliente, autor de la
Biografía de
María Cristina y otras, hoy director de La Época; en fin, otros
muchos que hoy no recuerdo, los que eran infaltables a la reunión
del café, que, por cierto, yo pagaba todas las noches, importando
la cuenta tres o cuatro duros diarios.
Por aquella época conocí a D. Ildefonso A. Bermejo. Este joven
me fué presentado por doña Luisa Urquijo, cortesana intrépida,
protectora de todos los jóvenes literatos, repartidora de empleos,
incansable pesadilla de ministros y directores de oficina; tipo que en
Madrid es conocido por el de las cucas; son jugadoras, derrocha
doras y que hacen a pluma y a pelo.
El joven Bermejo me propuso varias publicaciones que pensa
ba escribir y un drama que tenía escrito; pero como me encontraba
tan aglomerado de trabajo, no pude aceptar nada de lo que me
propuso. Después puso en novela las vidas de Espartero y de
Cabrera; ha publicado varias obras dramáticas, y en el año 55 pasó
al Paraguay de redactor del único periódico que allí existe. Hoy
continúa en el Paraguay.
Otro joven conocí en los mismos días que a Bermejo, también
presentado por doña Luisa Urquijo. ¡Quién había de pensar, al ver
un soldado malencarado, con el uniforme burdo de soldado de línea,
que había de ser el novelista español moderno, el Dumas ibérico
Este soldado era Manuel Fernández y González, el que hoy lleva
publicadas más de veinte novelas históricas de un mérito y gusto
sobresalientes, leídas por todo el mundo y traducidas muchas a di
ferentes idiomas.
Llevaba Fernández un manuscrito; era la primera producción
que salía de aquel ingenio; se titulaba La mancha de sangre. Pu
bliqué esta novela, con gran aceptación pública, y en ella revelaba
de lo que era capaz aquel joven soldado. Estaba de escribiente en
la Inspección y había obtenido permiso para vestir de paisano
cuando estaba franco de servicio; pero el pobrecito no tenía para
comprar ropa, y yo le llevé a una sastrería, donde le hice vestir, y
pagué un traje completo, de paisano. A los dos años cumplió el
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Memorias de Benito Hortelano
tiempo de servicio y se dedicó a escribir con el éxito que dejo re
latado.
A pesar del odio que Narváez me tenía, llegó un momento en
que me eligió para una gran empresa, con preferencia a los demás
impresores de Madrid, diciendo que sólo yo era capaz de servir
al proyecto con la prontitud e intrepidez que él requería.
Se había dividido el partido moderado en puritanos y conser
vadores; los puritanos se propusieron derrocar a Narváez, y, al
efecto, entre otros medios que pusieron en juego, fué uno el de pu
blicar un diario con el título de El Universal, de tamaño colosal y
sólo ocho reales mensuales de subscripción, dando además una no
vela cada mes que valía más de ocho reales. El objeto era hacerlo
popular para desacreditar a Narváez. Este lo comprendió, y puso
por obra un proyecto del mismo género para contrarrestar al de
Salamanca.
Las diez de la noche serían del día 24 de diciembre de 1846, y
estábamos reunidos en mi casa varios de la familia, celebrando la
Nochebuena, como es costumbre en España, en cuya noche las fami
lias se reúnen para cenar opíparamente en celebración del naci
miento del Hijo de Dios, y es cosa admitida que en tal noche y los
dos días de Pascua que se le siguen se olvidan las rencillas de
familia, se estrechan los lazos desunidos y todo queda concluido
en los tres días die reunión comensal.
Estando en tan grata reunión, llaman fuertemente a la puerta
de calle; ponemos atención para oír los golpes que daban y saber
a qué habitación pertenecían (porque en Madrid, donde cada casa
contiene un número crecido de vecinos, cada cual adopta un siste
ma o contraseña para saber a qué habitación llaman por medio del
aldabón, que generalmente la seña se distingue por el número de
golpes y repiques que con el mismo aldabón se dan). Observado
que era a mi casa adonde llamaban, bajé yo níismo a abrir, encon
trándome sorprendido a la vista de una elegante y hermosa seño
rita que, acompañada de un caballero, se apearon de un magnífico
coche.
Visita tan inesperada, en tal noche y a semejante hora, no
podía menos de sorprenderme, y más al reconocer en la dama a la
eminente e interesante literata doña Gertrudis Gómez de Avellane
da, la célebre poetisa cubana, que a la sazón era la favorita del
general Narváez y la que, cual otra madame de Maintenon, disponía
a su antojo de las cosas y de los hombres de alta política. El caba-
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Memorias de Benito Hortelano
l o ;
llero que la acompañaba era un joven mi amigo, literato en ciernes,
hoy personaje político, D. Antonio Pirala.
Sin más que el saludo de cumplimiento, la heroína literaria tomó
la escalera con resolución, como si subiese a su propia casa. Intro
ducidos en mi despacho, la señorita Avellaneda tomó la palabra
y dijo:
•—Señor Hortelano, usted está sorprendido de mi visita a tales
horas y en noche en que las familias están entregadas al festín fra
ternal; pero para los negocios de Estado no hay días, ni horas, ni
momentos; todos se aprovechan, como se aprovechan las personas
capaces de ayudar al Gobierno, aunque sean enemigos políticos.
Usted lo es del Gobierno y, a pesar de eso, el Gobierno deposita
en usted su confianza por creer ser la única persona que puede
servirle con la prontitud, eficacia e inteligencia que son necesarias.
A esta arenga de una mujer por tantos títulos digna de aten
ción, a tanta elocuencia y diplomacia, no pude menos que rendirla
mis más humildes y atentas gracias, pues me acababa de echar un
lazo del que no me sería fácil deshacerme, a pesar de que aun no
sabía adonde iría a parar su pretensión; en fin, me puse a sus órde
nes, diciéndola dispusiese de mí como gustase.
—No esperaba menos, señor Hortelano, y por eso es por lo que
yo he sido la autora de haber elegido a usted. Se trata de publicar
un diario, si posible es, doble que El
Universal;
pero no es esto sólo
lo que se exige de usted. Aquí traigo el prospecto, y este prospecto
ha de repartirse mañana con profusión, y pasado mañana ha de
salir el primer número; ahora pida usted cuanto dinero necesite;
no hay tasa; aquí traigo treinta mil reales para tos primeros gastos;
usted pida sin consideración; todo le será entregado; pero el pros
pecto,
mañana; el primer número, pasado.
En vano le expuse las dificultades que había para en tan corto
tiempo y en noche como aquélla poder realizar sus pretensiones;
nada oyó; se había aprovechado de la sorpresa para arrancarme
el compromiso. Se despidió precipitadamente, ofreciendo venir a la
mañana siguiente a leer las pruebas del prospecto.
Aquí de mis apuros, de mis compromisos. ¿Cómo cumplía con
aquella exigencia? ¿Adonde encontrar 60 operarios en tal noche,
en que cada cual estaría con sus familias y amigos? Y, caso de en
contrar algunos, ¿estarían en disposición de trabajar después de
tener los estómagos repletos y las cabezas calientes?
Subí a mis habitaciones, donde me esperaba la familia con la
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Memorias de Benito Hortelano
cena interrumpida. Al verme entrar mustio y caviloso, creyeron que
alguna desgracia me sucedía; la cena quedó en tal estado, y una
noche tan alegre se convirtió en noche de apuros y compromisos.
Po r fo rtuna, ha bí a conv idado a cenfer al rege nte, Galindo, y
otros operarios, y con ellos empecé las operaciones. A unos mandé
a buscar operarios en una taberna en que sabía se habían reunido
para cenar varios de los empleados en mi casa; a otros, en busca
del regente de las prensas y otros operarios, que calculaba estarían
con sus familias, con orden de traer todos los que encontrasen,
ofreciéndoles una onz a de oro por tr ab aj ar aqu ella noche. Yo me
fui a comprar fundiciones, cajas y una máquina de vapor que sabía
estaba en venta. Otra dificultad a las muchas que se presentaban
había que vencer, cual era buscar casa para la nueva imprenta,
porque la mía estaba ocupada con todos los trabajos que dejo
dichos. La fortuna me deparó una enfrente de la mía, la cual se
había desalquilado la víspera.
Salí de mi casa, busqué las fundiciones necesarias, encontré
cajas hechas, ajusté el precio de la máquina en 60.000 reales.
Galindo y los demás me trajeron 24 operarios, que más estaban
para dormir que para trabajar. En fin, al siguiente día todo estaba
l isto; la Avellaneda vino no creyendo hubiese podido operar aquel
milagro, y quedó sorprendida al ver en ejecución todo lo que había
pedido.
Como los puritanos no se dormían, se habían apercibido del
golpe que Narváez les preparaba, y aprovechándose en el mismo
día de las influencias secretas que en Palacio tenían, dieron el
golpe de grada al Gabinete Narváez, siendo éste depuesto y nom
brado un Gabinete puritano. Con este golpe quedó frustrado el
proyecto del diario colosal, teniendo que arreglarme con los que
había comprado los efectos devolviéndoselos con un pequeño que
branto que convinimos.
Entró el Ministerio Salamanca-Pacheco, y con él se empezó a
disfrutar más libertad.
En todo el año 1846 sufrí varias denuncias en las diferentes pu
blicaciones que hacía. El poeta García Tejero había escrito un folle
to titulado
El turrón de la boda.
En él se ridiculizaba a los tres can
didatos pretendientes a la mano de Isabel II. Me acuerdo que el
folleto se encabezaba con estos versos:
Tres, eran tres; ¡ pero qué .perillanes
Tres,
eran tres, los novios galanes.
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Memorias de Benito Hortelano
109
Este folleto en verso, en el cual no quedaban muy bien parados
el Conde de Trápani, el Príncipe de Coburgo-Gotha y el Duque de
Montpensier, candidatos que se disputaban las naciones a cuáldebía obtener la preferencia, fué denunciado por el fiscal de impren
ta. Reunido el Jurado, impuso la multa de 20.000 reales vellón y
veinte meses de prisión. Ya estaba próximo el cumplimiento de la
sentencia después de apelada, cuando me salvó de esta condena
como editor la amnistía que por el casamiento de la Reina se dio a
todas las causas políticas.
También por la misma época, cuando quedó convenido en que
la Reina contrajese matrimonio con su primo D. Francisco de Asís,
y la Infanta doña Luisa Fernanda con el conde de Montpensier, hijo
de Luis Felipe, publiqué otro folleto titulado M mtpensier no es con
veniente a la España. Su autor era el brigadier y ex diputado a
Cortes D. Antonio Ramírez Arcos, natural de Málaga. En este folle
to se demostraba la inconveniencia de unirse la familia real de Es
paña con la del Duque de Orleáns Luis Felipe, pues, como la expe
riencia lo demostró, esta dinastía no era sólida; por otra parte, con
este enlace de familia quedaba la España ligada a las vicisitudes
que pudiesen sobrevenir a la familia de Orleáns, y lo que más se
demostraba eran los celos que debían despertar a la Inglaterra.
Pero lo que más nos importaba entonces a los progresistas era opo
nernos a aquel enlace, porque siendo Luis Felipe el protector del
partido moderado y de todos los reaccionarios de España, el apoyo
de Cristina y partido clerical, nos sería más difícil derrocar tan po
tente amalgama. Al partido progresista le convenía introducir un
candidato de sus simpatías en el doble enlace, y ya que el marido
de la Reina no podía ser, por tener el Poder los moderados, al me
nos que el de la Infanta fuese de su agrado.
Un candidato de grandes esperanzas para la nación había, por
ser español, joven, intrépido y de ideas modernas. Este candidato
era el Infante D. Enrique, quien, además de las simpatías del par
tido progresista y de todos los buenos españoles, las tenía de su
prima Isabel y de su hermana Luisa. Como todo lo que era españo
lismo y liberalismo encontraba en mí una acogida entusiasta, no
temí publicar el folleto de Ramírez Arcos, a pesar de estar pendiente
la denuncia del que dejo hecha mención, de Tejero.
Para no incurrir en la falta de cumplimiento a una real orden
que se había publicado ordenando que de todo lo que se imprimiese,
antes de darlo a luz debía llevarse un ejemplar al Gobierno poli-
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Memorias de Benito Hortelano
tico para la censura, llevé el folleto manuscrito; se lo entregué al
oficial encargado, el que, con unas enmiendas y párrafos borrados,
me lo devolvió para que lo publicase. No me satisfice con esta auto
rización, sino que, después de impreso, llevé un ejemplar, el que fué
leído y devuelto con el "Puede publicarse" y el sello de la Policía.
Con esta autorización, imprimí los carteles de anuncio, llevé un
ejemplar, borraron una línea, autorizándome para que los fijase
después de enmendados. Los enmendé, hice fijar en las esquinas,
habiendo distribuido en varias librerías cantidad grande de ejem
plares del folleto. El público acudió presuroso a comprarlo, como
todo lo que salía de mis prensas, pues bastaba ver mi nombre encualquier publicación para que el pueblo se apresurase a comprar
la, seguro de encontrar lectura que le halagaba. Todo aquel día se
vendió el folleto sin obstáculo ninguno; pero a la caída de la tarde
me avisan que los agentes de Policía estaban arrancando los car
teles con las puntas de los sables; yo previ desde el momento que
algún disgusto me había de sobrevenir; pero estaba garantido por
haber llenado los requisitos de la ley.
Mal había pensado en la garantía, pues con Gobiernos como
el de Narváez no hay garantías para el ciudadano. Un comisario de
Policía se presentó al poco rato con una orden para embargar
todos los ejemplares que del citado folleto hubiese en la imprenta;
los que aun quedaban en las librerías habían sido también secues
trados. Protesté contra esta arbitrariedad, presenté al comisario la
autorización; pero todo fué inútil, él cumplió con la orden.
Al día siguiente, cuando rne preparaba a ir al Gobierno político
para pedir una satisfacción, se me presenta un polizonte con una
orden en que se me ordenaba que en el término de dos horas me
presentase en la Jefatura a pagar la multa de dos mil reales por
haber fijado los carteles sin permiso de la autoridad. Cuál sería
mi sorpresa con semejante orden, puede calcularlo el que se haya
visto atropellado tan injustamente por autoridades despóticas para
las que nada son las leyes y que ni sus propias autorizaciones y
disposiciones respetan.
Provisto de las autorizaciones, muy ufano me presenté en el Go
bierno político. Había un oficial primero, un tipo de esos que no
faltan en ningún país, que tienen la habilidad de quedar bien con
todos los partidos, ora entren en el mando los déspotas, ora los mo
derados, ora los progresistas o los demócratas; para ellos siempre
es lo mismo; su flexibilidad es a prueba de goma elástica; a todos
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Memorias de Benito Hortelano l i i
ponen buena cara, a todos prometen servirlos y a todos venden, y,
sin embargo de ser conocidas sus mañas, ellos son respetados por
todas las administraciones que se suceden.
Este oficial, que no recuerdo ahora su nombre, me había hecho
creer era amigo mío y pasaba por progresista en secreto, por mo
derado en público, por realista en privado y por republicano oculto.
Me recibió con la sonrisa en los labios, como diciendo: "Ya sé a lo
que vienes." "Mi amigo N. —le dije—, acabo de recibir esta orden
firmada por usted; ¿están ustedes locos para semejante disposi
ción? ¿Han perdido la memoria en el Gobierno político?" "No sé,
amigo Hortelano —me dijo—•; el jefe me ha mandado extenderla;
¿trae usted las autorizaciones?" "Aquí están." "Démelas usted, que
voy a mostrárselas al jefe para que arregle esta equivocación."
Estúpido anduve en este momento; creía trataba con caballeros;
no podía ni imaginarme siquiera lo que había de sucederme; se las
entregué, y con ellas en la mano entró en el despacho del jefe. Des
pués de un rato transcurrido, sale y me dice: "Pase usted a hablar
con el jefe y podrá arreglar este asunto."
Entré en el despacho, donde el jefe me recibió de pie, dirigién
dome la palabra en estos términos: "Y bien, señor Hortelano, ¿qué
es lo que usted pretende? Yo no puedo eximirle de la multa; es
orden del Gobierno, el que, por causa de usted, me ha reprendido
fuertemente y amenazado con quitarme el destino si no castigaba
con el máximum de la ley al que fija carteles sin los requisitos es
tablecidos."
No sé lo que pasó por mí al oír tanta impavidez y con tanta
sangre fría burlarse de un ciudadano. Trémulo, porque comprendí
al momento la red que se me había tendido, en la que había caído,
le dije: "Señor Arteta (que éste era el nombre de la autoridad indig
na a quien me dirigía), comprendo la infamia de que soy víctima;
no en vano la nación odia al partido moderado o, mejor dicho,
inmoral que la gobierna. Yo he llenado todos los requisitos de la
ley; no he faltado en nada, y si por no perder vuecencia el destino
se me ha elegido por víctima, tengo prensas que harán ver a la
nación y al mundo todo del modo que gobierna el partido actual
y el respeto que el pueblo debe tener a las primeras autoridades
que tan brillantemente proceden."
No podía menos el jefe que tolerarme este desahogo, que en
otras circunstancias, con menos motivo, me hubieran encarcelado.
El jefe se contentó con decir: "Pague usted la multa inmediata-
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112
Memorias
de Benito
Hortelano
mente, porque tengo que dar cuenta al Gobierno de haber sido cum
plida su orden; yo no tengo la culpa, señor Hortelano; creí que ni
el folleto ni el cartel tuviesen nada abusivo que no pudiese publi
carse; está escrito con mis ideas, pero el Gobierno lo ve de otra
manera. Otra peor noticia tengo que darle, y es que el folleto está
denunciado de real orden y le van a aplicar la ley en su máximum."
La multa que me correspondía por el máximum eran 120.000 reales
vellón.
Salí del despacho del jefe y pedí al oficial mayor el folleto y
cartel autorizados, para tener aquella garantía con que poder levan
tar la voz bien alto sobre la injusticia que se cometía conmigo.
Pero éste era otro golpe fatal que se me reservaba; las autorizacio
nes habían desaparecido y, con fútiles pretextos, no volvieron más
a mi poder. Así quedé privado de unos documentos que en cual
quier tiempo podía hacer valer y pruebas que presentar ante el
Jurado para la defensa.
El resultado fué que a las dos horas tuve que llevar los dos mil
reales
de la multa para evitar la prisión o el embargo de mis
bienes.
No se hizo esperar el fiscal en hacerme notificar la acusación
del folleto. El Jurado, en quien descansaban los periodistas cuando
gobernaba Espartero, porque era compuesto de ciudadanos que
siempre absolvían, ya no existía; por la ley de González Bravo el
Juri loi componían los jueces de primera instancia de la capital, y
como éstos eran empleados del Gobierno era excusado esperar
sentencia favorable. El día señalado para el Juri llegó; la defensa
fué brillante; un pueblo inmenso ocupaba el gran salón de gradas
destinado para este Tribunai. El pueblo aplaudió la defensa del
abogado y quedó escandalizado cuando se trató de la infamia que
la Policía había cometido robándome las autorizaciones; pero el
Tribunal falló, como me lo había indicado el jefe político, aplicán
dome todo el rigor de la ley.
Como 6.000 ejemplares fueron los que me secuestraron de este
folleto, puesto en venta a seis reales vellón, del cual hubiese tenido
que aumentar la tirada sin este atropello inaudito.
Del otro folleto denunciado me secuestraron como 4.000 ejempla
res, a cuatro reales cada uno. Me gasté muchos miles en las costas
y defensas de estos folletos, ¡y ojalá hubieran sido las últimas de
nuncias
A García Tejero le protegí mucho, sostuve sus escaseces mucho
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Memorias de Benito Hortelano n j
tiempo, porque tenía una numerosa familia; pero me fué fiel en
todos tiempos.
No sucedió así con el brigadier Ramírez Arcos. Este, por la posi
ción que había ocupado, debía sostener el rango con alguna decen
cia. No tenía bienes ni sueldo; todo lo había perdido por las cosas
políticas; mi mesa y mi bolsillo no le escasearon nada; cuanto ne
cesitó se lo facilité de una manera que no pudiese ofender su dig
nidad; pero fué ingrato conmigo. En el año 847 fué nombrado co
mandante general de Jaén y después capitán general de Navarra.
Una recomendación me pidieron para él, la que di con la mayor
confianza de que sería atendida. El que la presentó tuvo el desconsuelo de oír, ai entregar mi carta, "que no conocía mi nombre; que
debía ser una equivocación". Vino después a Madrid, lo encontré
en la calle, quise saludarlo, pero se hizo el desconocido. A los seis
meses de esto cayó en la desgracia; volvió a Madrid, y como enton
ces me necesitaba, tuvo la desfachatez de ir a visitarme; pero yo
le pagué entonces con la misma moneda: es decir, no le conocí,
quedando corrido en presencia de muchos amigos de él y míos que
en mi oficina se encontraron en esta escena. El hombre quedó frío
como una estatua, hizo un saludo y se marchó. ¡Cuántas veces le
pesaría la ingratitud que conmigo había usado ¡Son lecciones que
no deben olvidarse
Corría el año 1847, y con él, como dejo dicho anteriormente,
el nuevo Ministerio Pacheco-Salamanca. Este Ministerio, que repre
sentaba al partido puritano, tomó disposiciones y dio garantías al
partido liberal, dejando a la Prensa sin las trabas de sus anteceso
res.
Este año era el apogeo de mis publicaciones y de la mayor
importancia política que yo había llegado. En mi casa se confeccio
naban las listas pa ra dipu tados; de allí partían los rayos que debían
alumbrar al partido progresista. Los aspirantes a los altos destinos
de la nación, desde ministros, diputados, senadores y jefes políticos,
todos procuraban mí amistad, mi relación; todos deseaban tener
entrada en mi casa como centro de donde salía la iniciativa de la
próxima situación que al partido progresista se le presentaba infa
liblemente.
Una carta mía recomendando tal o cual candidato para las nue
vas Cortes que habían de elegirse valía el triunfo al que la conse
guía; las circunstancias me colocaban cada día a más altura, me
daban más importancia. Es verdad que yo contaba con la mayoría
de los votantes de Madrid, con los de varios partidos de su provin-
8
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Memorias de Benito Hortelano
cia y con mis nuevos corresponsales de las demás provincias, que
cada cual se había hecho con una clientela de patriotas por mis
publicaciones, y aunque en menor escala que la que yo ocupaba en
la corte, estaban, sin embargo, en relación de la importancia de
población.
Preparadas las listas electorales, combinadas las candidaturas
para cada distrito, las imprimí por cientos de millares, y pronto
fueron distribuidas por toda la nación. Pocos fueron los distritos
en que trabajé con empeño que no se ganasen las elecciones y sa
liesen mis recomendados.
Naturalmente, todos estos diputados me debían estar gratos, yel nuevo Ministerio progresista que debía entrar me colocaba en
posición de elevarme al apogeo de la fortuna y de las considera
ciones sociales. El Destino lo tenía dispuesto de otro modo. Todo
mi trabajo, toda mi audacia, todo lo que me había hecho de notable
en aquellas circunstancias y las anteriores contra el partido mode
rado, se convirtieron en otros tantos motivos para perseguirme,
para denunciar cuanto imprimía, para arruinarme, en fin.
El partido progresista, o mejor dicho sus hombres notables
que estaban a la cabeza, fueron unos imbéciles, y su imbecilidad
costó muchas lágrimas al pueblo.
La Reina llamó al entonces más autorizado de los progresistas,
D. Manuel Cortina, hombre sagaz, de talento sublime, orador elo
cuente, para que formase nuevo Ministerio. El partido puritano
había allanado el camino al progresista, y éste ya se encontraba
llamado al Poder. Don Manuel Cortina, hasta entonces respetado
de los progresistas y en quien tenían gran confianza, había cam
biado de sistema, y si bien no estaba con los moderados, no estaba
tampoco con los progresistas avanzados, pues temía que éstos, una
vez en el poder, no respetasen el trono, al que él idolatraba.
Los momentos eran preciosos; no había tiempo que perder,
pues habiéndose sublevado en Galicia respetables fuerzas militares,
la Reina y los moderados estaban acobardados, no veían más solu
ción que echarse en brazos de los hombres templados del partido
progresista. Pero Cortina consintió en suicidar su partido, antes
que armar a la Milicia Nacional, caballo de batalla de este partido
y terror de los retrógrados. Cortina no admitió el Ministerio, y con
esta conducta, nuestros castillos vinieron al suelo. Los puritanos
siguieron y la sublevación de Galicia sucumbió, no sin costar san
gre preciosa.
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Memorias de Benito Hortelano 115
Por muchos oonceptos fué fatal a mis intereses esta crisis, y
pronto toqué sus malos efectos.
Entre las publicaciones que tenía en ejecución había una ya
empezada, cuya propiedad había comprado hacía unos seis meses
a D. Pedro Chamorro. Esta obra era la que, con el título Álbum
del Ejército español,
escribía D. José Ferrer de Couto, capitán reti
rado,
joven de mucho talento y que después ha dado a luz otras
importantes obras militares e históricas.
Chamorro se deshizo de esta publicación por no poder enten
derse con el autor. Diez mil reales le di por la propiedad.
La subscripción de esta obra era numerosa; el sistema que Cha
morro tenía establecido para la subscripción de entregas y cobro
de las subscripciones era inmejorable; consistía en entenderse direc
tamente con los coroneles de regimiento, quienes, cada tres meses,
libraban órdenes a los apoderados en Madrid para que abonasen
el importe. Como la obra era militar, sólo militares eran los subs
criptores, así que no daba trabajo el recaudo.
Costosa era la impresión de esta obra. Además de los grabados
en
madera, iba ilustrada con litografías sueltas representando retra
tos de capitanes ilustres españoles, máquinas antiguas de guerra,
figurines de los diferentes trajes o uniformes que el ejército español
ha usado desde las guerras púnicas, o sea desde los egipcios hasta
nuestros días, todo iluminado con los colores que aquéllos usaron.
La redacción también era demasiadamente costosa: por cada 2-,tre-
ga pagaba al señor Ferrer de Couto una onza de oro, y no constaba
sino de dos pliegos en cuarto.
Solamente una buena subscripción, como la que esta obra tenía,
podía hacer que se llevase a cabo. Pero para dar principio a mis
desgracias vino esta obra, que tantas utilidades me prometía, a
ponerme en apuros.
La revolución de Galicia, iniciada por los cuerpos de Milicias
provinciales, dio motivo al Gobierno para disolver estos cuerpos,
en los que nunca tuvo confianza, por haberse distinguido siempre
en sus ideas liberales. En estos cuerpos contaba más subscripción
que en los de línea el
Álbum del Ejército,
Con la disolución de ellos,
quedando sus oficiales de cuartel con medio sueldo, perdí cerca
de 500 subscriptores. No era éste sólo el golpe que a mi publicación
se preparaba. Para apagar la insurrección de Galicia, todas las
tropas de línea mudaron de cuarteles, por órdenes precipitadas,
para caer sobre los insurgentes. Precisamente por aquellos días
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n 6
Memorias de Benito Hortelano
había yo hecho fuertes remesas de entregas, que importaban corno
cuatro mil duros, y era la primera vez que desde que había com
prado la propiedad de la obra me dirigía a los coroneles. Ni cartas,
ni remesas de entregas llegaban a poder de los coroneles a quienes
iban dirigidas, ni era posible averiguar dónde pararían éstos, por
que todos estaban en marcha. ¡Golpe fatal a mis intereses Por fin,
concluyó la insurrección; pero ¿qué nueva distribución tenían des
pués de esto los cuerpos? No era posible averiguarlo, y sólo des
pués de tres meses pude ir poniéndome de acuerdo con los jefes.
Otra circunstancia se unió a la descrita para que todo me saliese
mal. Se habían establecido unas líneas de mensajerías, las cuales
anunciaron que conducirían los diarios y demás publicaciones a
razón de 30 reales arroba, en vez de 50 que la Administración de
Correos cobraba. Aproveché tan oportuna economía y preparé tan
fuertes remesas de todas las publicaciones que hacía, que subió
la cuenta del flete a más de 3.000 reales. Casi todo lo que mandé
se perdió; la empresa quebró y hasta ahora no he sabido qué se
hicieron de tantos miles de entregas. Pero no era toda la pérdida
el valor de la remesa; otra mayor sufrí, pues claro es que tuve
que mandar de nuevo a los subscriptores sus entregas, para que las
obras no quedasen incompletas, y como esto no se podía hacer sin
volver a imprimir, tuve que hacer impresiones de todas las obras
y de todas las entregas que se habían extraviado. Estas reimpresio
nes eran un entorpecimiento para los trabajos de la imprenta, pero
no quedaba otro remedio, porque los subscriptores, con justicia, no
querían recibir nuevas entregas sin que antes se les remitieran las
atrasadas. He aquí entorpecido en todos conceptos mi sistema de
trabajo en la imprenta. Por una parte, tenía que volver a gastar
en lo que ya se había gastado, seguir el curso de los trabajos ordi
narios, y, sin embargo, no podía reanudar ni lo atrasado, que era
mucho, ni lo perdido, ni lo que iba almacenando, sin poder remitir,
hasta concluir la reimpresión. No bajarían, entre unas y otras cosas,
de 18.000 duros lo que tenía en esta disposición. Los apuros cre
cían, los compromisos de papel, fundioiones, etc., vencían; los suel
dos semanales de los operarios había infaliblemente que cubrirlos;
los autores no es gente que pueda esperar; todo, en fin, venía como
una maldición sobre mis hombros.
Apelé a lo que todos apelan en semejantes casos: al crédito.
Tomé dinero del Banco, tomé del banquero francés M. Albert, y,
por último, caí en manos, según las necesidades y compromisos,
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Memorias de Benito Hortelano i 17
de usureros vampiros, que me chupaban el sudor de mis desvelos,
de mi incansable actividad, de mis brillantes disposiciones especu
lativas. Salí de apuros por el momento; pero fué para echarme el
dogal al cuello con los exorbitantes intereses que tenía que abonar.
Todo ello era nada si yo cobraba después lo mucho que en las
provincias me debían; pero como se demoraban las impresiones y
las nuevas entregas las iba almacenando para remitirlo todo junto,
pasaron tres o cuatro meses contestando a las infinitas reclama
ciones de los corresponsales. Por fin llegó el momento de remitir
todo;
respiré, y a los pocos días ordené que las, oficinas formaran
las cuentas para extender los giros. Hechas éstas, extendidas las
letras, las desconté en el Banco, como de costumbre, al 5 por 100
de descuento, encargándose este establecimiento de su cobranza
en todas las provincias. A mucha mayor cantidad ascendían las
letras que lo que yo había tomado en plaza; así, pues, respiré y me
entregué a descansar algo y a curarme de una enfermedad que de
tanto leer y trabajar había contraído en la vista, que casi me
encontraba ciego.
Tres meses habían transcurrido cuando del Banco se me pre
sentaron a cobrar más de la mitad de las letras, por no haber sido
pagadas por los corresponsales, con [pretextos unos, con justicia
otros.
Fatal golpe recibí en mis negocios con este resultado. Los
corresponsales alegaban la falta de pago al haberse retirado los
subscriptores por la demora en las reimpresiones. Los coroneles de
los regimientos, que no habían librado ninguna cantidad, pusieron
por causas: primera, el que la mayor parte de la oficialidad había
sido cambiada de cuerpo o pasado a los depósitos de reemplazo;
y segunda, el no haber recibido completas las entregas, estando
unas duplicadas y faltando otras. En fin, toda mi buena estrella
de los años 44, 45 y 46 se había eclipsado.
Sin embargo de todos estos contratiempos en mis publicacio
nes, me iban sosteniendo los muchos trabajos que de particulares
imprimía, que me producían para hacer frente a los gastos de las
obras de química y
Álbum,
que eran las que no se costeaban. Perosi me atrasaba en cuanto a la falta de fondos disponibles para
hacer frente a tanto compromiso, en cambio iba llenando los alma
cenes de tomos sobre tomos, que importaban una fortuna pingüe,
pero muerta por el momento.
En medio de todo este laberinto, mi imaginación no escaseaba
en brillantes pensamientos, oportunos la mayor parte.
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i l 8 Memorias de Benito Hortelano
Ninguna idea que haya sido concebida por mí me ha fallado;
en todas he acertado. Pero en cuantas emprendí entonces y he em
prendido después por consejo de otro, he salido mal; he perdido
tiempo y dinero. En las ideas mías de que he dado participación a
otros,
dejándoles la dirección, y que han sido las más importantes
que he creado, me han sido fatales. Por eso es, sin duda, por lo
que he huido de emprender lo que otros han puesto antes que yo
en ejecución; soy enemigo de plagiar ideas de nadie.
Se aproximaba el día 2 de mayo, aniversario que en Madrid se
celebra todos los años con gran pompa fúnebre en conmemoración
de las infinitas víctimas que los soldados de Murat sacrificaronen 1808, cuando el pueblo de Madrid dio el primer grito de guerra
contra las hasta entonces invencibles huestes de Napoleón, y se
me ocurrió una idea. Llamé al literato D. Juan Ariza y le di el argu
mento para que escribiese una novela histórica con el título de
El Dos de Mayo,
en la cual se describiesen los acontecimientos de
aquel célebre día. Ariza comprendió mi pensamiento y lo puso
inmediatamente en ejecución, escribiendo el prospecto en el acto,
pues seis días solamente faltaban para este aniversario, y yo nece
sitaba desplegar mis recursos llamativos al pueblo.
Mandé pintar una docena de cartelones, de 18 varas de lienzo
cada uno, con alegorías alusivas al gran día. Los prospectos tam
bién se imprimieron, y cuando la inmensa población madrileña
acude, a las siete de la mañana, para oír las misas que a campo
raso se dicen y las demás ceremonias dispuestas por el Ayunta
miento, tenía yo fijados en las principales calles que conducen al
Prado, sitio de la ceremonia, los colosales cartelones, y al pie de
cada uno una mesa con un hombre repartiendo prospectos y apun
tando los nombres de los que quisieran subscribirse. El efecto que
causó en el público fué completo; largas listas se llenaron en todas
las mesas; la subscripción estaba asegurada, e inmediatamente em
pecé la publicación, que no tardó más tiempo que el material que
el autor necesitó para escribirla. Brillante resultado me dio este
pensamiento. La novela salió muy buena; Ariza adquirió un buen
nombre, no tan sólo por el mérito de la obra, sino por el modo
improvisado en que había sido escrita y publicada. Dos meses
nada más se emplearon para todo, componiéndose de un tomo
de 500 páginas. Esta novela la he reimpreso en Buenos Aires, en
el diario Las Novedades, con gran aceptación.
Después de esta novela recibí una cartita del teniente general
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Memorias de Benito Hortelano
9
D.
Miguel García Camba para proponerme una publicación. Era
ésta las Memorias sobre la pérdida del Perú hasta la batalla de
Ayacucho, escrita por el mismo general, testigo ocular de todos los
acontecimientos, como jefe de Estado Mayor que fué del Virrey
Laserna.
Convinimos en publicarla a medias, pagando el general la mitad
del importe de los gastos de impresión. Di principio a la obra, que
consta de dos tomos en cuarto, con un mapa de la América del Sur.
Como no era obra de circunstancias y las cosas de América, en su
independencia, se toman con tanta indiferencia en España, no tuve
sino 120 subscriptores, por lo que nos ocasionó una pérdida de16.000 reales de vellón a cada uno. Esta obra ha merecido justos
aplausos por los que conocen los acontecimientos de la indepen
dencia del Perú, y es leída en América con interés por los mismos
que fueron protagonistas de los hechos que en la obra se relatan,
confesando éstos que la imparcialidad con que está escrita la hacen
digna de todo crédito, sobre lo mucho que americanos y extran
jeros han escrito sobre aquellos sucesos.
Si yo hubiese tenido los conocimientos que hoy sobre esta parte
de la América, las Memorias del general Camba me hubiesen pro
ducido mucha utilidad; pero ignorando completamente la importan
cia de estos países, para donde era escrita, no mandé ni un ejemplar
a la América del Sur.
Lo que no puedo convenir es que, conociendo el general Camba
los países en que la obra interesaba y estando interesado como yo
en que circulase y produjese, no me aconsejase mandar ejemplares
al Perú, Chile, ¡Bolivià y Río de la Plata, y por su consejo y con
cartas de recomendación me hizo mandar 400 ejemplares a la isla
de Cuba, de los que se vendieron apenas 20, y 300 a las islas Fili
pinas, los que no dejó introducir el capitán general, diciendo "que
no convenía enseñar a los colonos el modo cómo la América se
había emancipado". Estos 300 ejemplares, después de una trave
sía de 6.000 leguas, volvieron a Cádiz, de donde no quise reco
gerlos por no abonar los fletes de vuelta y gastos que habían oca
sionado. Supongo que tanto estos 300 ejemplares como los 400 que
remití a la isla de Cuba se habrán perdido o apolillado en los cajo
nes. Poca importancia di yo a esta publicación, así que no sentí
entonces la pérdida de unos ni otros; había sido un mal negocio, y
no quería ni acordarme de él. ¡Qué error tan grande
El año 1851, cuando conocí Buenos Aires y tuve noticias enton-
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1 2 0
Memorias de Benito Hortelano
ees de la importancia de las poblaciones del Pacífico y que existían
las personas autoras de los acontecimientos, comprendí el valor de
la obra; pedí a Madrid me remitiesen todos los ejemplares que se
encontrasen. ¡Diecinueve fueron los únicos que pude conseguir
Apenas anuncié en venta esta obra, los 19 ejemplares fueron ven
didos. Leída y conocida, tuve pedidos infinitos en Buenos Aires,
que no pude satisfacer. Si esto sucedía en esta ciudad, ¿cuántos
miles se hubiesen vendido en el resto de la América del Sur? ¡Así
son las cosas Mil quinientos ejemplares imprimí, a cuatro duros
cada uno, en Madrid, y a ocho he vendido en América los pocos
que tra je; por consiguiente, puede decirse que tiré a la calle 10 ó
12.000 duros que debí sacar de producto de lo que no supe aprove
char por falta de conocimiento y por descuido del general Camba.
Por esta misma época estaba también engolfado en las empre
sas de minas. El descubrimiento de los ricos criaderos de la pro
vincia de Guadalajara, a nueve leguas de Madrid, traía trastorna
das las cabezas de media población. Es verdad que los resultados
de las minas de Santa Cecilia, M ala Noche, Luisita, Fortuna y otras
no eran para menos, porque la plata que producían hacía pecar
al más enemigo de estas empresas. Las miles de Sociedades que
se formaron corrían parejas con los millones que se invirtieron en
hacer pozos y seguir filones improductibles. Yo caí en la tentación
y empleé algunos miles en acciones; pero no fueron del todo infruc
tuosos, porque esto me proporcionaba el hacer todas las impresio
nes mineralógicas, que, por cierto, no fueron pocas ni mal paga
das. Saqué mucho más del trabajo de impresiones que lo que gasté
en acciones; pero si hubiese andado más cuerdo, yo habría descu
bierto la verdadera mina con mis tipos empleados en servir a los
locos mineros.
Diarios políticos, periódicos literarios, periódicos científicos,
revistas de teatros, obras de ciencias, de artes, de agricultura, etc.,
etcétera, hacían crujir las prensas noche y día, y otros derroches
para poder dar cumplimiento a tanta aglomeración de trabajo.
Mi establecimiento era un infierno de gente, toda empleada en tan
tas labores, desde el literato más encopetado hasta el más humilde
menestral. Grabadores en acero, en madera; litógrafos, dibujantes,
todos tenían ocupación en mi casa en esta época. Cada sábado
subían las cuentas a 1.000 ó 1.500 pataoones, sólo en pagos de
empleados.
Como en mis empresas no he sido sólo guiado por los deseos
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Memorias de Benito Hortelano
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de hacer fortuna, sino que siempre han ido encaminadas al bien
de mi patria y del partido que he creído buenamente era el que
podía hacer la felicidad y engrandecimiento de la nación, combiné
un proyecto, con el cual daba impulso a la literatura nacional.
Bien sabía que el tal proyecto no me había de producir utilidades
positivas; pero, en cambio, me acompañaba el orgullo de que la
historia de mi país me dedicase una página como el iniciador y
fundador de la novela española moderna. El proyecto era reunir
a todos los jóvenes literatos e invitarles a escribir novelas españo
las, comprometiéndome a ser editor de todas las que escribiesen,
abonándoles, según su mérito, el importe de su trabajo. Un gran
número de literatos acudieron a mi llamamiento; se celebraron va
rias reuniones en mi oficina, les expuse el plan, se discutió y acor
daron todos los puntos que debían establecer para el orden de la
publicación; se nombró una Comisión censora o revisora de los tra
bajos que fuesen presentado y, por último, se discutió y escribió
el prospecto. El título que se adoptó fué el de "La novela nacional"
o "Biblioteca de novelistas españoles modernos".
Pronto vio la luz pública el prospecto con los nombres de los
autores que componían la Sociedad y los títulos de las novelas con
que debía darse principio. No correspondió el público a tan patrió
tico pensamiento; apenas alcanzó a reunir 500 subscriptores. Sin
embargo, no desmayé, porque ya dejo dicho que no me llamaba la
ambición al dinero en esta empresa. Se dio principio con una novela
de D. Juan de Ariza, titulada Las tres Navidades, producción bas
tante regular. A ésta siguió una de D. Juan Martínez Villergas, titu
lada
El sistema tributario.
Aunque sabíamos muy bien que el género de Villergas no era el
de la novela, porque es incapaz de seguir un plan en ninguna obra
seria, se acordó publicarla la segunda de la colección porque su
nombre solo era una garantía para atraer subscriptores que costea
sen la empresa. Efectivamente, apenas se anunció cuando las subs
cripciones llovieron de todas las provincias.
Di principio a la publicación del Sistema tributario; pero como ni
había formado plan de la novela, ni se podía contar con original
para dar las entregas ofrecidas, pues Villergas es el hombre más
perezoso que hay debajo del sol, me aburría día a día, que tenía
que andar tras él para que escribiese; por fin se publicaron cuatro
entregas; pero al llegar a la quinta no fué posible hacerle escribir
una línea más, concluyendo por decirme que no sabía qué giro dar
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Memorias de Benito Hortelano
a la novela, porque ya había matado a los personajes. Aquí quedó
la novela de Villergas y también la empresa, porque no era pru
dente empezar otra sin haber concluido esta empezada; los subscrip
tores no lo hubieran tolerado.
Si yo no llevé a cabo tan patriótica empresa, cúlpese a Villergas,
o más bien a la mala estrella que ya me perseguía. Otros han veni
do después que la han realizado, y hoy la novela española ha
llegado al apogeo del
1
buen gusto literario.
A fines de 1847, como a mediados de octubre, el célebre y
malogrado joven Sixto Cámara, muerto en 1859 en la frontera de
Portugal, en donde estaba emigrado por demócrata, de cuyo partido era jefe, y al ir a ponerse al frente de una sublevación que
debía estallar en el castillo de Olivenza, fué descubierto por las
autoridades españolas, y estando para caer en sus garras, pudo
huir, muriendo sofocado en medio de un monte. Este joven me pro
puso la publicación de un diario popular-económico. Llevaba un
plan escrito, me lo leyó, me gustó y me abrió campo para mejorar
el proyecto de una manera que quedó asombrado del giro que yo le
di a su primitiva idea.
No habían conocido en España hasta entonces, ni han conoci
do después, publicación que se le iguale en su economía, sistema
y condiciones especiales. El título con que lo bauticé fué El Parte.
Las condiciones eran: tamaño medio pliego de papel común en
una tira a modo de lista de fonda, con dos columnas cada página,
y constaba de dos de éstas. El papel era verde; hora de salida, las
doce del día. Las materias de que se componía, las mismas que
los diarios grandes, pero en extracto; cada noticia no debía pasar,
la que más, de cinco líneas; era, en fin, un índice de los demás
diarios de la corte, de las provincias y del extranjero.
A Sixto Cámara le señalé un sueldo, y entre él y yo, al amane
cer, en el orden que iban llegando los 27 diarios políticos que en
tonces salían en Madrid, tomábamos cada cual una sección y dá
bamos principio al extracto. Las noticias de artículos de importan
cia, después de la sucinta reseña, añadíamos: "Véase tal diario;
merece leerse."
Para que todo fuese económico, y calculando que había de tener
mucha subscripción, que excedió en mucho a mis cálculos, avisé a
unos cuantos estudiantes de cirugía del Colegio de San Carlos, que
en número de más de 4.000 cursan allí, la mayor parte pobres, sin
más recursos que lo poco que les dan como sirvientes de algunas
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Memorias de Benito Hortelano
I23
casas,
o como barberos, escribientes, memorialistas, etc., a que se
dedican y con lo que pasan los cinco años de estudios y práctica.
Pronto se me presentaron 20 estudiantes, a quienes propuse el em
pleo de repartidores, dándoles 30 reales mensuales por el reparto
diario y con la condición de estar en la imprenta todos los días
a las doce para tomar los números. No tardaron en aceptar mi
propuesta, que para ellos era una canonjía, ofreciéndome tantos
estudiantes como fuesen necesarios. A los pocos días necesité has
ta 36 águilas, que otra cosa no eran aquellos famélicos aprendices
de matasanos, Gilblases modernos.
Lo más esencial para el pronto y buen éxito de esta empresa
era combinar el modo de anunciarla, que en esto consiste el éxito
de buen o mal resultado de lo que se quiere llegar a noticia de
todos y que a todos halague y caigan en la red por curiosos. No
anduve lerdo en el sistema de anuncios.
Hice pintar unos cuantos lienzos con el siguiente cartel: "El
Parte.-
—Publicación a vapor. Diario universal, útil a los ricos,
indispensable a los pobres.—¡Dos reales vellón al mes —Sale a
las doce del día."
Estos cartelones, con letras colosales, los arreglé en forma de
estandartes, leyéndose por delante y detrás. Cada cartelera iba
conducida por dos peones, cada uno sosteniendo una vara como
de 12 pies de larga. Detrás, un muchacho, con una gran cartera,
repartiendo prospectos y dando gritos. En las esquinas y parajes
más conocidos paraban; los muchachos gritaban, el pueblo se api
ñaba, los prospectos volaban y en dos días no hubo habitación de
Madrid que no tuviese noticia de la nueva publicación.
Dieciséis mil subscriptores contaba al tercer número el diario
El Parte en sólo la población de Madrid. Noventa y seis repartido
res salían de la imprenta cada día para distribuir a los numerosos
subscriptores el diario.
Como esta empresa tan repentinamente se había formado y
tomado proporciones colosales, me veía embarazado para estable
cer en mi casa las oficinas necesarias, estando, como estaba, tan
aglomerado con otras publicaciones.
Concurría al café del Recreo, adonde, como dejo dicho, nos
reuníamos, un individuo llamado D. Jacinto Escrich, sobrino del
autor del Diccionario de Jurisprudencia. Este señor, hambriento
más que el de Nochebuena, era impertinente hasta el cansancio.
Tenía una agencia de comisiones literarias, o sea casa de subscrip-
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124 Memorias de Benito Hortelano
ción, establecida en una cuartito de la Galería o Pasaje de San
Felipe Neri. Hacía tiempo que tras de mí andaba para que le diese
algunas comisiones. Parece que un instinto oculto me aconsejaba
no le hiciese caso y me excusase de aquel hombre. Pero cuando
está decretado que las cosas han de ser, no hay razón en la huma
na criatura que pueda torcer el Destino. La publicación de El Parte
abrió el camino a los proyectos de aquel hombre, que sin duda
alguna debía de tener meditado en su pensamiento por dónde explo
tarme, pues no era solo ni el primero que como zánganos me ro
deaban para aprovechar una idea mía, una confianza en algún ne
gocio, para saciar sus intentos ambiciosos. ¡Hombres incapaces de
crear, pero hábiles en engañar
Al punto que vio mi nueva empresa y que tanto estaba alboro
tando en la población tan peregrina idea, ya se pegó a mí ofre
ciéndome, como siempre, sus servicios. Me pareció muy a propó
sito su agencia para poner allí la de El Parte, evitando el entor
pecimiento que debía causarme en mi casa. Convine con él en que
se hiciese cargo de la administración del diario, se entendiese con
repartidores, reclamaciones, avisos, etc., abonándole un 5 por 100.
Todos los días, a las doce, le remitía el número de ejemplares
necesarios y él los entregaba a los repartidores con mucha actividad
e inteligencia. Los primeros días, y aun el primer mes, andaba solí
cito, me adulaba, se venía a la imprenta, se ofrecía a ayudarnos a
extractar las noticias, madrugaba, se imponía del sistema que tenía
mos Cámara y yo para redactar el diario; en fin, este hombre era,
al parecer, una alhaja que yo no había sabido aprovechar hasta
entonces. Pronto conocí el mérito de esta falsa alhaja, pero des
pués que ya la había comprado.
Al segundo mes de publicación de El Parte, habiendo transcu
rrido tres días de fiesta seguidos, en que no hubo diario, mandé,
como de costumbre, los peones cargados con los diarios para la
agencia. A pocos momentos veo entrar a los mismos peones car
gados con los números, diciéndome que en la agencia tío había na
die sino un chico; que los repartidores habían salido a repartir
otro diario, del cual el muchacho les había dado aquel que tenían
en la mano.
Lleno de sorpresa, no pudiendo adivinar lo que pasaba, tomo
aquel papel y veo que es un nuevo diario que, en substitución de
El Parte, se había impreso en otra imprenta y distribuido a mis
subscriptores. La cólera se apoderó de mí; comprendí la infamia
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Memorias de Benito Hortelano
125
que acababa de hacerme Escrich; tomo un par de pistolas, salgo
a buscarle con intención de hacerle pagar caro el abuso de con
fianza que me había hecho; pero en vano: más de un mes transcurrió sin encontrar al malvado. ¡Se había escondido, calculando
los efectos del robo infame que había cometido
El nuevo diario se titulaba La Carta, en tamaño de un pliego
de papel común, y en ella se decía a los
subscriptores
que en ade
lante los que quisiesen recibirían aquel diario en vez de El Parte y
por el mismo precio, a pesar que era de mayor tamaño.
Como yo no tenía las listas de subscriptores, ni me entendía con
los repartidores, me era imposible continuar
El Parte.
Escrich, para
llenar de algún modo las apariencias de legalidad, si es que cabía
legalidad en lo que había hecho, había copiado la lista de subscrip
tores y dejado en la agencia el libro matriz para que yo no tuviese
motivo de acusarle de robo ante los Tribunales, pues tomado el
asunto en Derecho nada podía repetir contra él, porque lo que cons
tituía el derecho de propiedad era el título del diario y las listas
de subscripción. El había calculado perfectamente su plan, salién-
dole a toda satisfacción; sabía muy bien que no es cosa de uno ni
dos días buscar tantos repartidores, y aunque éstos los hubiera
hallado en el momento, no se aprenden las calles y las habitaciones
con facilidad, por lo que no era posible continuase yo con mi dia
rio a la ventura, teniendo él ganados a los repartidores, que a mí
ni me conocían la mayor parte.
En fin, amigos de él y míos mediaron en este asunto. Me pro
pusieron, de parte de Escrich, que éste me abonaría mil duros en
veinte mensualidades, en pago de los daños y perjuicios que me
había ocasionado, pidiéndome le perdonase. No tuve otro remedio
sino aceptar, que del "agua perdida, algo recogida es algo", como
dice el adagio. Tampoco recogí todo; tuve que contentarme con
pagarés por valor de 12.000 reales vellón y darme por contento.
Me los pagó en veinte meses, a 800 reales mensuales.
Pasados dos meses, Escrich abrió subscripción en las provin
cias, aumentando el tamaño, y a cuatro reales la subscripción en vez
de dos. Las provincias acogieron con el mismo éxito que en Ma
drid lo había tenido, y este diario llegó a ser el más leído de Es
paña. Al año cambió el título por el de
El Observador,
y con él
creo aún sigue, después de trece años de publicación.
En el año 51 era tal la importancia que llegó a adquirir por
su mucha circulación, que el Ministerio del Conde de San Luis
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Memorias de Benito Hortelano
compró en 16.000 patacones la mitad de la propiedad para que
apoyase su política, y en la venta se convino en nombrar diputado
por la provincia de Teruel a Escrich, con lo que, y lo mucho que
había ganado en la subscripción, ha llegado aquel famélico moscón
que tanto me adulaba y pedía protección a ser un personaje de
la nación. No sé qué puesto ocupará hoy. ¡El mío es bien triste
Con este golpe, tras los que en aquel año había recibido, quedé
incapacitado de seguir adelante mis empresas, por varios concep
tos. El disgusto que me ocasionó perder en un momento una em
presa que me prometía reponerme de las anteriores pérdidas. La
enfermedad de la vista, que se iba agravando cada día más, y los
vencimientos que estaban al caer y que me era imposible cubrir.
Me aconsejé con algunos amigos; les hice presente mi situación,
los recursos con que contaba, el mucho capital pasivo que tenía
entre imprenta, almacenes y en poder de corresponsales, que impor
taba triplicada cantidad de la que yo debía, y me aconsejaron viese
al principal acreedor, que lo era el banquero Mr. Albert, e hiciese
algún arreglo con él, interesándole en mis empresas. Así lo hice.
Celebramos un contrato, por el cual Mr. Albert se comprome
tió: primero, a abonar mis compromisos; segundo, a facilitar todos
los fondos que fuesen necesarios para continuar las publicaciones
pendientes hasta su conclusión; tercero, yo debía poner a su dis
posición todos los créditos que tuviese a mi favor; cuarto, seguir
dirigiendo, como hasta entonces, el establecimiento; quinto, míster
Albert cobraría por todos los capitales que anticipase el 1 por 100
mensual, reservándose la intervención en todos los trabajos y ope
raciones hasta que se extinguiesen o amortizasen sus anticipos.
Este convenio fué celebrado a principios del año 48 y en él se esta
blecía una cláusula para salvar las multas de las denuncias pen
dientes, cual era cambiar el nombre de la imprenta, como así se
hizo,
tomando el de Julián Llorente, que era el cajero de Mr. Albert.
Habiendo sido denunciada la casa del pasadido de San Ginés
por amenazar ruina, trasladamos la imprenta a la calle de Alcalá,
esquina a la de Cedaceros, piso bajo.
Una nueva empresa propuse a Mr. Albert, la que aceptó. Era
ésta la publicaoión de un periódico satírico, que bauticé con el
nombre de El Tío Camorra, escrito por Villergas. Como era de
esperar llevando el nombre de Villergas, la subscripción fué nume
rosa, de lo que no se alegraba poco el banquero; pero la pluma de
Villergas, en política como en todo, es hiél cuanto produce. Bien
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Memorias de Benito Hortelano
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pronto el Gobierno de Narváez, que en el Poder estaba, hizo sentir
sobre nosotros su mano de hierro. Las denuncias se sucedían unas
a otras; varias multas se habían pagado; pero eran ya tantas las
acusaciones, que era imposible hacer frente. Villergas fué preso;
la imprenta, cerrada y embargada, y yo tuve, para evitar lo que a
Villergas le había sucedido, que sacar mi pasaporte e irme a Fran
cia. Un año sufrió Villergas de prisión, y no hubiese salido en mu
cho tiempo a no haber cantado la palinodia, escribiendo una carta
a Narváez desdiciéndose de lo que había dicho en
El Tío Cam orra.
Como se me han escapado algunos hechos o circunstancias que
referir en la historia de mis especulaciones literarias, voy a recor
darlas.
Tuve sociedad, al empezar mis especulaciones, con D. Fran
cisco Miguel y con D. Francisco Chaves. El primero era cajista y
socio en la publicación de la vida de Espartero. Joven honrado,
pero incapaz para ayudarme en lo más mínimo; fué un socio que,
aunque todos los días iba a la imprenta, no se injería en nada, y
si le tomaba parecer, decía que hiciese lo que se me antojase. Iba
a las dos de la tarde, se sentaba a leer los diarios, a las cuatro se
iba a comer, y no volvía. Cuando necesitaba dinero, me lo pedía,
y cuando vio que la cosa se iba torciendo, me pidió la separación;
le di su parte y quedamos amigos.
Don Francisco Chaves era un joven abogado, sobrino del fuerte
capitalista Mollinuevo. No fué por la imprenta media docena de
veces. Se separó de la sociedad cuando lo hizo Miguel.
Tuve de cajero al capitán retirado D. Apolinario Pellicer, hom
bre honrado. Antes que á él tuve en el mismo cargo a D. Isidoro
León, hermano de mi cuñado Rafael; dejó el cargo para hacerse
editor con D. Luciano Martínez, los cuales publicaron en mi impren
ta un gran diario con el título de El Anunciador, y como les fué
mal en la empresa, me quedaron debiendo 9.000 reales, que no he
cobrado.
En la sección de correspondencia y jefe de esta oficina tuve al
capitán de Infantería D. Joaquín Ferrer de Couto, hermano del
autor del Álbum del Ejército. Era un hombre como de treinta años,
muy formal y caballero. He tenido el sentimiento de leer estos días
(mes de julio de 1860) que había muerto del cólera en Tetuán, sien-
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1 2 8
Memorias àe Benito Hortelano
do comandante de un batallón, al frente del cual en la guerra de
África ha hecho prodigios de valor, por lo cual la Reina le había
dado el grado de teniente coronel y la cruz laureada de San Fer-
nand'o. Tenía a sus órdenes, en la oficina de su cargo, a dos herma
nos de mi cuñado Rafael y a un hermano de él, teniente del
ejército.
Había yo hecho venir de mi pueblo a mi hermano Juan de Dios
con toda la familia. A éste lo tuve ocupado en casa, y a sus hijos,
Macario y Lucio, les enseñé el oficio de prensistas, en el que son
excelentes oficiales. También hice venir a dos sobrinos, hijos de mi
hermana Prisca; los coloqué en la imprenta de
El Castellano.
El
mayor, Clemente, se hizo un excelente maquinista. El menor, José,
un excelente prensista. Este vino a Buenos Aires con la familia; le
habilité con libros para ir a Entre Ríos, donde se casó en Garali-
guaychú, y me quedó a deber 23.000 reales.
En el año 45 publiqué, en sociedad con D. Nicolás Castor de
Cannedo, comandante retirado, y D. Matías Díaz Avilés, empleado
en la Contaduría de Rentas, el Cuadro sinóptico de la vida del ge
neral Espartero.
Este trabajo es de mucho mérito; recibió la apro
bación general (y también sufrí persecuciones por él); mandé ex
profeso al comandante Cannedo a Londres para que entregase en
propias manos un ejemplar, ricamente encuadernado, al mismo ge
neral protagonista. Recibí de éste una carta dándome las gracias,
que es cuanto yo deseaba. En 1848, cuando Espartero volvió a Es
paña, en los pocos días que permaneció en Madrid, fui a visitarle.
En mi vida pienso tener momento más satisfactorio que el que tuve
al entrar en su gabinete. La calle de la Montera, donde residía,
estaba ocupada de un inmenso pueblo, que día y noche allí se ins
taló con objeto de ver al caudillo del pueblo, si alguna vez salía
o se asomaba al balcón; una mirada de él hubiese sido suficiente
para electrizar a aquella población y echar por tierra al Gobierno
de Narváez, que acababa de subir segunda vez al Poder. Subí a su
casa, después de haber antes tomado la venia para ello, porque no
todos tenían esta satisfacción. Estaba rodeado de todos los genera
les,
ministros y demás personajes del tiempo de su Regencia; ape
nas le anuncian mi nombre, sale del gabinete, se arroja en mis
brazos en presencia de toda su corte, que, admirada de aquella
escena, quedó suspensa, y, llorando ambos, Espartero se dirigió a
los circunstantes diciéndoles: "He aquí, señores, el hombre a quien
debo más en mi vida. Este joven, sin haber tenido relación ninguna
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conmigo, sin merecerme ningún favor, ha sabido conservar día a
día en la memoria del pueblo el nombre de este soldado, cuya bio
grafía fiel e imparcial ha publicado. Señores, se lo presento a uste
des como el mejor amigo; séanlo ustedes de él como lo son míos."
Cien mil duros que me hubiesen dado por privarme de aquel mo
mento los hubiera despreciado. Salí al poco rato, porque las visi
tas se iban aglomerando. No había sido en vano el abrazo y cariño
que me manifestó el general Espartero, ni el último servicio que yo
le había de prestar el de la publicación de su biografía. La Pro
videncia me eligió para, tres días después, salvarle la vida.
Cinco días hacía del arribo del Duque a Madrid cuando yo le
visité; cinco días de martirio fueron para Narváez y su partido,
que no podían tolerar a sangre fría las ovaciones que Madrid ma
nifestaba a su ídolo. La Reina, a quien fué a dar las gracias por
haberle vuelto a su patria, le había manifestado su real agrado de
una manera que al partido moderado dio celos. Isabel II no podía
olvidar al hombre que la había dado un trono, que la había dirigi
do y respetado según su dignidad cuando era menor de edad; así
que,
temiendo Narváez y su partido no muy buen resultado para
ellos de la conferencia con el Duque, le impusieron a Isabel, ya
que prohibírselo hubiese sido ejercer un acto de tiranía, que debía
estar presente el Ministerio en la entrevista; no le agradó a Isabel
esta dictadura, pero como no tenía voluntad propia, se sometió.
Momento terrible sufrieron los ministros presentes a la entre
vista. Isabel, sin acordarse que era Reina y que estaban los minis
tros presentes para recibir con las ceremonias de estilo al ex Re
gente, echó a rodar la dignidad que la rodeaba para dar rienda
suelta a los impulsos nobles del corazón de una tierna y sencilla
joven, saliendo a recibir en sus brazos al anciano guerrero, con un
torrente de lágrimas que de sus ojos saltaban. La escena fué tierna,
como puede serlo la de un padre con su hija que luengos años han
estado separados por las desgracias.
Este fué un golpe fatal para el Ministerio. Apenas salido el
Duque de la cámara de la Reina, se reunieron en Consejo para
acordar los medios de preservarse de la tormenta que les amena
zaba. Aquellas demostraciones de la joven Reina eran hijas de su
corazón; no era posible torcer su inclinación hacia el Duque, y pe
dir el destierro de éste era exponerse a una negativa y aun a caer
de la gracia de la Reina, que podía despedirlos y llamar al Poder
a Espartero.
9
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i3o
Memorias de Benito Hortelano
¡
Oh, extravío de los partidos y hasta dónde conduce a los hom
bres de más talento y de más alta posición
A los dos días d¡e la entrevista del Duque con la Reina, fué
invitado aquél para que honrase con su presencia una nueva ópera
que se ponía en escena a beneficio de la primera dama, la Varo
Borio, excelente
prima donna
de
primo cartello.
El Duque no pudo
evadirse, porque la artista en persona le había invitado y llevado
la localidad. Él bien hubiera deseado no asistir, porque se había
propuesto no presentarse en público para evitar las demostracio
nes a que su presencia daría lugar, y había encargado a los amigos,
y a mí particularmente, que interpusiésemos nuestras buenas rela
ciones con el pueblo para disuadirle no hiciese demostraciones que
pudieran tener malas consecuencias, pues no estaba lejano el mo
mento en que, sin derramar sangre preciosa, se consiguiese lo que
apetecíamos.
En fin, el Duque dio su palabra de ir al teatro. Apenas se supo,
toda la población acudió a tomar las localidades; pero con extra-
ñeza se observó que, al abrirse el despacho, no había ya localidad
en venta.
Estaba yo en el café esperando la hora de la función; me dirigí
al teatro, que por la publicación de diarios siempre he tenido en
trada y localidad franca. Yo notaba en la numerosa concurrencia
ciertas caras sospechosas, tipos no acostumbrado a verlos en los
teatros ni entre el pueblo liberal. Empecé a conocer algunos ofi
ciales de la guarnición vestidos de paisano, cosa que en España
no se acostumbra, pues le está prohibido al ejército vestir de pai
sano. Todo me parecía misterioso; el corazón me latía de ansie
dad. En esto se acerca un amigo, que entonces supe pertenecía
a la Policía secreta, me llama aparte y me dice: "Si quiere usted
hacer un servicio a Espartero, si quiere usted salvarle la vida,
apresúrese a avisarle que no venga al teatro, porque le van a
asesinar. Acabo de saber por un compañero (soy de la Policía se
creta con objeto de servir al partido progresista/) que todas las loca
lidades las ha comprado el Gobierno, que las ha repartido entre los
oficiales enemigos de Espartero, entre la Policía secreta y emplea
dos de más confianza. El plan es, cuando esté en el palco el Duque,
gritar unos: "¡Viva el Regente del reino ", y otros: "¡Muera ", y
en el momento de la oonfusión apagar el gas y asesinar a Es
partero."
No bien acabó de hablarme, cuando, como una exhalación, partí
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Memorias de Benito Hortelano
I ? I
a la casa del Duque, cuya distancia desde el teatro del Circo será
como de 15 cuadras. Ya el coche estaba esperando; subo la escale
ra, llamo a un ayudante amigo, le pregunto si el Duque va al teatro;
me dice que está vestido para salir; todo trémulo, le digo: "Amigo,
hágame el favor de decir al Duque que no vaya al teatro, que le
van a asesinar; que es Hortelano, su amigo, el que le pide, por
Dios, que no vaya." Bajé la escalera precipitadamente para ir a
avisar a cuantos amigos encontrase y que éstos avisasen a cuantos
pudiesen, dándoles cita para defender la casa del general, pues
calculaba que, saliéndoles fallida la tentativa del teatro, no sería
extraño que tratasen de asaltar la casa. En menos de dos horas ya
estaban las inmediaciones del alojamiento del Duque defendidas
por más de mil ciudadanos, dispuestos a perecer todos antes que
nadie hubiese pisado el umbral de su puerta.
La función del teatro no empezó hasta las nueve y media, espe
rando la llegada del Duque. Pronto se esparció la voz entre los
conjurados de que había sido avisado, y salió lo que yo calculaba,
que fué combinar allí mismo el asesinato en su casa, yendo grupos
gritando: "¡Viva Espartero "; pero no contaban con que yo había
andado más prevenido que ellos. Así, pues, antes que concluyese la
función, algunos grupos de la Policía secreta aparecieron fingién
dose del pueblo, dando gritos al llegar cerca de la casa del Duque;
pero el mismo que antes me había avisado lo uno me previno de
lo otro, y yo a mi vez corrí la voz. Quisieron pararse a la puerta de
Espartero, invitando al pueblo allí reunido a subir a felicitarlo;
pero sufrieron el desengaño del desprecio, aconsejándoles se mar
chasen si no querían perecer en el momento; no esperaron la se
gunda amonestación.
Espartero, al día siguiente, salió de Madrid para sus posesiones
de Logroño, adonde permaneció, retirado de los negocios políticos,
hasta 1854.
En 1846 nació mi hijo segundo, a quien puse por nombre Beni
to, y que murió a los catorce meses. Fué bautizado en la parroquia
de San Ginés.
El 15 de febrero de 1848 nació mi hijo Agustín. Fué bautizado
en la iglesia de San Ginés, siendo sus padrinos Agustín y Josefa
Hortelano, primos míos y que no nos habíamos conocido hasta el
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I
3
2 Memorias de Benito Hortelano
año 46. El padre de éstos, D. Agustín, era llavero mayor del Pala
cio Real desde el tiempo de Carlos IV. Josefa era a la sazón cama
rista de S. M. doña Isabel II, en quien ésta tenía depositada toda su
confianza, por ser de una misma edad y haberse criado juntas des
de las niñas, pues siendo nacida Josefa en el mismo Palacio Real,
era de las niñas con quienes jugaban Isabel y la Infanta doña Lui
sa Fernanda, hoy Duquesa de Montpensier. Había, además, otros
dos hermanos: Miguel, mayor 'de todos, y Ramón, el menor.
Agustín y Miguel fueron ayos de los Príncipes D. Luis Carlos,
hoy Conde de Montemolín, y D. Juan, hijos del Infante D. Carlos (el
pretendiente). Como desde niños se habían criado con estos Infan
tes,
cuando D. Carlos, con toda su familia, fueron desterrados, en
1833, como mis primos eran de la servidumbre, siguieron a los
Príncipes proscriptos en todas sus vicisitudes. Estuvieron durante
la guerra civil en las Provincias Vascongadas hasta la expulsión
de D. Carlos. Les siguieron en la nueva emigración, y en Francia
cada cual tiró por su lado, porque la escasez de recursos no per
mitía a D. Carlos sostener la servidumbre de su clase.
Agustín se dedicó a enseñar el español en un colegio de Fran
cia, volviendo a España y reconociendo
1
a Isabel en 1845, viviendo
con sus padres en el Palacio Real, pero sin tomar empleo ninguno,
por no faltar a su antiguo señor, a quien él quería y respetaba.
En Madrid se dedicó a dar lecciones de francés, en cuya ocupación
aun continuaba en marzo de este año 1860.
Miguel había seguido la carrera de las armas, llegando al gra
do de coronel de Caballería. En 1848 invadieron España por algu
nas provincias varios generales carlistas con su antiguo estandarte.
El general Arroyo invadió por la frontera de Portugal, y con él
mi primo Miguel. A las pocas jornadas fueron sorprendidos por la
Guardia civil, y en la refriega murió Miguel.
El menor de los hermanos, Ramón, de edad, en 1848, como de
dieciséis años, rubio, ojos negros, linda figura y cara interesante,
se dedicaba en aquella época al estudio de la pintura. Era de ca
rácter nervioso, y lo prueba lo que voy a referir.
Este joven, como todos sus hermanos, había nacido en el Pa
lacio Real y era de la edad, poco más o menos, de Isabel y su her
mana Luisa Fernanda. Como muchacho bonito y travieso y que en
sus primeros años había sido criado y había jugado con estas Prin
cesas, le tenían cariño, llegando a fijarse en él y a entenderse por
señas y papeütos Luisa y Ramón, teniendo aquélla once años y éste
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Memorias de Benito Hortelano I33
trece, llegando a ser pasión lo que había empezado por niñerías.
Las personas que cuidaban de la Infanta llegaron a comprender que
la niña se apasionaba de Ramoncito y que a las horas que éste
salía para ir al colegio procuraba la niña salir a pasear a las gale
rías para verle pasar, costando algún trabajo el evitar esta entre
vista, pues la niña lloraba y reñía con todos los sirvientes, camaris
tas y ayas que de ella cuidaban. El tutor tuvo que tomar providen
cias para evitar que la pasión tomase otro carácter y al efecto orde
nó a mi tío don Agustín que pusiese a Ramón en un colegio de in
ternos, con prohibición que pudiese ir a Palacio ni aun los días fes
tivos, pagando los estudios de Ramón de cuenta de la Real Tesore
ría. Al año de esto casaron a doña Luisa Fernanda con el Duque de
Montpensier, y probablemente ya no se acordaría de Ramoncito.
Pero estaba destinado este joven a hacer trastornar los cascos
a niñas encopetadas. Si tuvo como muchacho el atrevimiento de
enamorar a la Infanta su señora, siendo ya medio hombre puso
su puntería en otra Princesa de tan alta alcurnia por parte de
madre como la primera.
Como ya dejo dicho en otro lugar de estos apuntes, la viuda
de Fernando VII, doña María Cristina de Borbón, tuvo varios hijos
con D. Fernando Muñoz. Toda la prole de Cristina, después de los
primeros años de la lactancia, la tenía consigo, habiendo sido una
sección retirada de Palacio destinada para Muñoz y sus hijos. Las
habitaciones que ocupaban eran las que habían sido para la familia
del Infante D. Carlos, en el cuartel que cae al Campo del Moro.
Los dos primeros frutos de Cristina y Muñoz fueron hembras.
La mayor, hoy Condesa de los Castillejos, tenía catorce años el
año 1848, que es cuando pasó lo que voy a referir. La otra herma
na era de trece, pero ambas muy desarrolladas.
Criadas en Palacio con Isabel y Luisa Fernanda, eran también
de la reunión de niños que, con los de varios hijos de empleados,
hacían sus comedias y otras diversiones. Ramoncito también había
jugado con ellas y, por consiguiente, tenía esa amistad que se en
gendra entre los niños en los primeros años; esa confianza que, a
pesar de la distancia que por la posición ha de separarlos después,
no deja de quedar un germen de cariño fraternal.
Cristina, en su emigración del año 40, se llevó consigo a toda
la familia; así, pues, la reunión de niños se deshizo o se redujo.
Volvió el año 44, y el 45 sus hijas con el padre. Ya no fueron a
habitar al Palacio Real, sino a uno conocido por el palacio de la
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calle de las Rejas, propiedad de Cristina. Está este palacio casi
a 300 varas del Real y a la inmediación del Real Monasterio de la
Encarnación, en donde moran las monjas de esta Orden, protegidas
de Cristina.
La ausencia de cinco años transcurridos desde la emigración
de Cristina parece que debía haber borrado de la memoria de sus
hijas al joven Ramón y que a éste debía haber sucedido lo propio;
pero sucedió todo lo contrario. Ramoncito era ya mocito, y bonito;
la Condesita de los Castillejos también iba piñoneando. Como a
los seis meses de llegadas a Madrid, estas niñas volvieron a ver
y reconocer a Ramón yendo un día a paseo en coche con sus ayas,
Como dos locas sacaron la cabeza por la ventanilla del coche y
empezaron a saludar a Ramoncito, quien, viéndolas tan lindas y
tan amables, siguió tras el coche saludándolas.
No le era posible encontrar ocasión a menudo para ver a las
niñas, pues no salían todos los días, ni Ramón podía adivinar la
hora y días o paseos donde irían. Fué transcurriendo tiempo, las
niñas creciendo, Ramón siendo casi hombre. Algunas veces logra
ron verse, hacerse señas, y la vista, que es el mejor telégrafo de
los enamorados, les daba bastante inteligencia para comprenderse.
Cristina volvió a emigrar el año 47 y no volvió con sus hijas
hasta mediados del 48, después que pasó la tormenta revolucio
naria de aquel año.
Ya en esta ocasión tuvo Ramón oportunidad de ver a su adora
da casi diariamente, y aunque no podían hablarse, sin embargo se
entendieron, y después buscaron modo de hablarse diariamente,
aunque por poco tiempo.
Ramón me ha contado que, no sabiendo a cuál de las dos her
manas dirigirse, pues a las dos a la vez no era posible enamorar,
participó a un amigo lo que le sucedía y le pidió le ayudase, ha
ciendo el amor a una de ellas. El amigo a quien consultó era un
condiscípulo de dibujo, de más edad que él y que sabía lo que iba
a hacer, pues Ramón seguía aquel asunto como cosa de muchacho,
como una niñería de los primeros amores; pero el otro le empezó
a conducir por una senda más escabrosa y que ofrecía resultados
muy graves.
La fortuna o la casualidad les deparó ocasión de ver a las
niñas diariamente. Como dejo dicho, el Monasterio de la Encarna
ción está a inmediaciones del palacio de Cristina. Pasaban todos
los días, a las diez de la mañana, a oír misa con sus viejas ayas.
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Memorias de Benito Hortelano
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No faltaban a ella Ramón y su amigo, y a la entrada o la salida,
con gran disimulo, ponían en las manos de las niñas billetitos amo
rosos. No fueron lerdas las muchachas; les contestaban en la mis
ma forma y por los mismos medios. Tenían por costumbre, des
pués de la misa, pasar a visitar a las monjitas, lo que hacía que
los muchachos pasasen solemnes plantones esperando que saliesen
de la visita para volver a ver a sus adoradas.
El amor, primer inventor de las cosas difíciles, que todos los
obstáculos vence y da alas a la inventiva, pronto ¡iluminó a los
amantes para encontrar la senda deseada, y el secreto les fué reve
lado a las inocentes niñas.
Un día que, como de costumbre, entregaron y recibieron la co
rrespondencia amorosa, en la carta dirigida a Ramón le decía la
Condesita que, para poder hablarse todos los días, hiciesen una
solicitud a las monjas pidiéndolas permiso para entrar en los claus
tros a copiar los ricos cuadros que allí había, y que estaba segura
no se lo negarían.
En el mismo día hizo Ramón, con su compañero, la solicitud,
exponiendo que, siendo dos jóvenes estudiantes de pintura y sa
biendo existían obras de gran mérito en el convento, les permitie
sen ir a copiarlas cuatro horas al día. Las monjitas concedieron el
permiso, y al punto los dos enamorados pintores llevaron las pale
tas y caballetes al claustro.
Helos ya en el colmo de sus deseos a ninfas y mancebos. A las
nueve de la mañana los aprendices de pintor daban principio a sus
operaciones artísticas, habiendo antes procurado captarse la vo
luntad de las monjitas, que los admiraban por su aplicación y por
que, siendo tan jóvenes, oían varias misas todos los días.
Las ayas, con sus discípulas, como de costumbre, después de
la misa, pasaban al claustro para ir a visitar a las madres. Natu
ralmente, las niñas procuraron, como por casualidad y curiosidad,
detenerse adonde estaban los jóvenes pintores, haciéndoles varias
preguntas sobre el mérito de los cuadros, sobre sus estudios y
si tenían mucha afición. Esto era día a día, lo que hizo que las
ayas también tomasen confianza con los muchachos, tanto más
cuanto que conocían a Ramón y a toda la familia. Esta intimidad
fué llegando a términos que las ayas pasaban su hora d¡e visita
mientras a las niñas las dejaban correr por los claustros y ver tra
bajar a los pintores, como ellas decían.
El negocio fué tomando proporciones serias. Una hora de asue-
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Memorias de Benito Hortelano
to de pintores y Princesas engendró mayor cariño y un verdadero
amor. Sabían unos y otras que aquellos amores no podían ser con
sumados por el matrimonio, pues las distancias lo impedían. Pero
lo que la cuna separa, el amor lo acerca. No sé (porque no pre
gunté nunca a Ramón quién fuese el autor) quién propondría, de
los enamorados, el plan que pusieron por obra. Era éste del modo
siguiente: Las muchachas debían ir poco a poco sacando dinero de
la caja de la madre, el que darían a los pintores. Cuando ya tuvie
ron muy buena cantidad reunida, ellos debían preparar coches, bien
comprándolos o bien alquilándolos. Ellas, cuando todo estuviese
listo, robarían la llave de la puerta del jardín que da a la calle,
por donde una noche se escaparían, tomarían los coches y, reven
tando postas, llegar a Francia y en el primer pueblo de aquella na
ción casarse, y, ya efectuado el matrimonio, decían ellas, nuestra
madre tendrá que aprobarlo.
A punto estaba de llegar a su término tan atrevido plan, por
que las niñas habían entregado algunas cantidades en billetes de
Banco a los enamorados mancebos. También tenían ya en su poder
la llave del jardín, que por hacer poco uso de aquella puerta no
habían echado de menos. También se habían provisto de algunas
alhajas; ellas iban más de prisa en el negocio que sus amantes,
pues éstos, en vez de comprar coche y preparar lo necesario, gas
taban el dinero en francachelas, amores, juegos y diversiones, y
como la mina producía cada día en mayor abundancia, no pen
saban mucho en el rapto.
Sucedió un día que, estando a la puerta de la iglesia esperando
fuesen las niñas, porque las monjas les habían prohibido continuar
las copias, llegaron con sus ayas, y la mayor, Condesa de los Cas
tillejos, con una mirada hizo comprender a Ramón que ocurría
alguna cosa desagradable.
Entraron en la iglesia, y la Condesita dejó caer un papel, que
pronto fué recogido por Ramón. Sálese a la puerta para leerlo, y
era un billete de 5.000 reales vellón, en cuyo dorso había el siguien
te escrito: "Ramón, hemos sido descubiertos en nuestros proyec
tos;
escóndete por unos días, que no te vean por aquí." Iba a do
blarlo para guardarlo, cuando por detrás le toman la mano y le
arrebatan el billete. Era D. Francisco Chico, inspector general de
Policía secreta del reino. "Venga usted conmigo, mocito", le dijo,
y le condujo a la Policía. El otro compañero había sido preso tam
bién al salir de la iglesia.
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Memorias de Benito Hortelano 137
Sería la una de la tarde cuando un agente de Policía se pre
sentó en mi casa con la orden de que me presentase en la Jefa
tura política. Fui inmediatamente, y me encuentro con mi primo
Ramón, allí detenido. Me explicó lo que le había sucedido, rogán
dome avisase en su casa para que no estuviesen con cuidado y die
ran algunos pasos para sacarlo.
Don Francisco Chico me llamó aparte y me dijo: "Este joven,
su primo, ha hecho una muchachada, pero él no tiene la culpa;
otro gandulón que está allá dentro es el autor de la diablura. Diga
usted a D. Agustín que vaya a verse con S. M. doña María Cristi
na para dar un corte a este asunto, que no conviene se trasluzca
nada."
El resultado final de esta historia fué que el joven pintor salió
al día siguiente desde la Policía conducido en posta para Roma,
pensionado por el tesoro del Real Patrimonio. A Ramón le pregun
taron qué carrera quería seguir o qué empleo quería fuera de la
corte, para que saliese también. El pidió una charretera en Caba
llería; le fué concedida en el acto y destinado a Badajoz. Pero el
pobre viejo D. Agustín, su padre, se echó a los pies de Cristina,
pidiéndola no le quitase de su lado a su querido hijo, el menor de
todos; se le concedió, con la condición de que Ramón no había de
pasar ni aproximarse al palacio de Cristina en 500 varas, y que si
alguna vez encontrase en la calle el coche donde fuesen las niñas,
habría de esconderse en la primera tienda o zaguán que hubiese,
de modo que ellas no le viesen.
Poco tiempo después encontró el coche con las niñas; dice
Ramón que no le dio tiempo a esconderse, y las niñas, como locas,
sacando la cabeza por la portezuela, se deshacían para llamarle.
A consecuencia de esto, fueron conducidas a un colegio fuera de
Madrid.
En la revoluoión de 1854 Ramoncito, ya hombre formal, se dis
tinguió como jefe de una barricada, mereciendo grandes elogios
por las proezas que hizo en aquellas célebres jornadas. Hoy se
halla de administrador de Correos en Logroño.
Y ya que he tenido ocasión de hablar de mis primos, diré que
Pepita fué jubilada, con el sueldo íntegro, en 1848, cuando Narváez
entró de nuevo en el Ministerio, por ser la camarista de más con
fianza que la Reina tenía, y para quien no guardaba secreto, lo que
no convenía al Gabinete y política que se inauguró, cambiando la
servidumbre de Palacio, poniendo gente que sirviese a las miras
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Memorias de Benito Hortelano
rastreras die aquella pandilla, aislando a la Reina, ¡que hasta los
Reyes son desgraciados y se ven humillados, contrariados y priva
dos de las personas en quienes tienen su confianza La pobre Isa
bel no ha sido dueña, hasta 1855, de disponer libremente de su
voluntad.
En obsequio a esta buena señora diré lo que sé, para que quede
aquí consignado que, si ha sido calumniada por su conducta de
aquella época, se sepa la verdad de las cosas y desmentidas las
calumnias.
Yo tenía interés en averiguar por aquellos años la conducta de
la Reina, de quien me habían hecho comprender que era una infame
mujer, de malos instintos y peor corazón. Los partidos no se paran
en medios para denigrar y desfigurar las cosas más sagradas. Me
había hecho enemigo de la Reina, porque a ella culpaba de todo lo
que sucedía al partido progresista; la tiranía que ejercían los minis
tros, la persecución del pueblo, todo sobre ella caía.
La circunstancia de haber hallado estos parientes, que ignoraba
tenerlos, únicos que de mi apellido hay, o al menos no conozco tal
apelativo, me puso en posición de poco a poco ir interiorizándome
en las cosas palaciegas. Procuré estrechar las relaciones con mis
parientes nuevos; mi prima Pepita, tan amable como discreta, mos
tró con mi señora y conmigo tanta clase de atenciones y confianza,
que llegamos a tratarnos como si desde niños nos hubiésemos cono
cido.
Todos los días que le tocaba libre de servicio, que eran tres a
la semana, pasaba yo a Palacio a visitarla y, como es consiguiente,
del parentesco y la intimidad me aproveché para informarme de
las costumbres de Su Majestad, por ver si realmente eran las que
los enemigos decían.
Debo confesar, en honor a la verdad y al de tan distinguida
señora, que quedé maravillado con lo que Pepita me contaba de las
cualidades de Su Majestad. Desde las operaciones más inocentes
hasta los asuntos de Estado más importantes rae imponía mi prima,
todo lo cual voy a consignar aquí.
Isabel II, en aquella época, y creo que lo mismo hará hoy, por
que es costumbre antigua en los Reyes y grandes señores, se levan
taba a la una del día; al despertarse llamaba a Pepita o a la que
estuviese de guardia para vestirla. A las tres de la tarde la llevaban
el desayuno, que generalmente era café con leche y tostadas. A las
cuatro, en tiempo de invierno, salía a paseo, que generalmente era
al Prado ó al real sitio del Buen Retiro, donde se apeaba del
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Memorias de Benito Hortelano 139
coche, y con su camarera paseaba, hasta las cinco, entre la concu
rrencia de aquellos paseos y como particular, sin aparato, sin escol
ta, ni más acompañamiento que un correo de gabinete, que siempre
iba a caballo al lado del coche, por si se ofrecía algún mandado.
En aquella época, casi siempre, estando el día bueno, ella guiaba
los seis caballos del coche, cosa que manejaba con suma destreza,
pues no es cosa sencilla esta operación con caballos tan briosos.
Otras veces salía a caballo, acompañada del correo y un caballe
rizo, a los que solía poner en duro aprieto, por montar mejor caba
llo que ellos, eligiendo por capricho y audacia, para ir a caballo, de
los más briosos y ariscos. Está reconocido por los mejores picado
res de Madrid que era el primer jinete de España; raya en locura
lo que hacía a caballo por calles y paseos empedrados, en que el
menor descuido podía costarle la vida, como ha acontecido a más
de un caballerizo en los paseos de esta señora.
Al anochecer se retiraba a su Palacio. A esta hora la esperaba
el maestro de piano; dos horas duraba la lección. A las nueve
tomaba la lección de arpa, una hora. A las diez empezaba el estu
dio de alemán, que en aquella época estudiaba, sabiendo ya el
francés, inglés, italiano y latín, con los demás estudios, que en su
infancia había recibido, propios de su clase. A las once tomaba
algún alimento y acto continuo empezaban las lecciones de litera
tura con D. Ventura de la Vega. A las doce de la noche se reunían
los ministros y pasaban al despacho de los negocios en Consejo
presidido por Su Majestad, los que se retiraban a la una, después
de acordados y firmados por la Reina todos los asuntos del día
sometidos a su aprobación; pero si había debates en el Consejo
o asuntos de importancia, el Consejo seguía la sesión hasta ter
minar, a las dos o tres de la madrugada o más.
Cuando no había más asuntos que los ordinarios, al retirarse
los ministros pasaba Su Majestad a la reunión de confianza, de
familia, donde la etiqueta desaparecía, al menos en las cosas de
fórmula, pero con el respeto debido a un Monarca, por más franco
que éste sea. La reunión de confianza se componía de D. Ventura
de la Vega, su maestro de literatura, como dejo dicho; de D. Flo
rencio La Hoz, su maestro de piano; de D. Indalecio Soriano Fuer
tes, maestro de canto; de algunos artistas que solía invitar; de sus
antiguos maestros de pintura, y de; las señoras de su servidumbre.
Esta reunión, que era diaria, duraba hasta las tres de la mañana, y
en ella se cantaba, tocaba el arpa, piano, se componían versos, se
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i^o Memorias de Benito Hortelano
disertaba sobre literatura, historia, música, pintura y cosas fami
liares; sobre costumbres del pueblo, desde las más bajas hasta las
de los encopetados aristócratas, no faltando, como es consiguiente,
la murmuración, según más o menos enemigos eran los circunstan
tes de los que murmuraban. A las tres de la mañana, cuando se
retiraban los tertulianos, pasaba Su Majestad al comedor, donde
era servida la comida. Según mi prima me ha contado, Isabel comía
poco,
que no se sentaba para comer, sino que le iban presentando
platos é iba picando de unos y otros, según le agradaban, no em
pleando para esta operación más de un cuarto de hora; pero tenía
el capricho de comer cosas frugales a cualquiera hora, sobre todo
en tiempo de frutas, que se las hacía servir sin aparato; se las
presentaban en un plato y en él una libreta de pan, del cual, con
las manos, cortaba la parte de abajo; tomaba la fruta en las manos
y el pan debajo del brazo, y paseando, saltando, riendo y conver
sando con sus camareras se lo iba enguyendo, con el apetito que
un muchacho tiene al salir de la escuela. Generalmente, si pedía
de comer fruta o alguna otra cosa, es porque al pasar por las calles
ha visto puestos de alguna fruta o comiendo algún pobre jornalero,
y aquello que había visto comer, y de la misma manera que lo vio,
lo hacía ella. En el invierno, sentados a la chimenea sus tertulianos,
les preguntaba qué comía el pueblo, qué clase de condimento hacían
y los que se usaban en cada provincia, y apenas se iban las visitas,
con sus camareras ponía en ejecución lo que la habían explicado,
convirtiendo en una cocina el gabinete, y ella en cocinera, dándose
tal maña, que sacaba excelentes los guisos que se proponía imitar,
de los que todos los presentes tenían que comer y dar su parecer,
que, como es consiguiente, debían decir que estaban exquisitos.
Desde las tres, que comía, hasta las siete de la mañana, que se
quedaba dormida, dedicaba estas horas a la lectura de los diarios,
haciendo que siempre la presentasen los de la oposición, que leía
primero, y después alguno ministerial, con los que se reía por la
adulación y el modo de desfigurar las cosas, llamando la atención
de Pepita, que era la que le acompañaba hasta dormirse y con
quien tenía confianza, sobre la política de unos y otros diarios,
diciendo que cada cual exageraba las cosas a su modo, pero dando
más crédito a los de la oposición, de los cuales tomaba algunas
notas, que aprovechaba para dirigir algunas indirectas a los minis
tros cuando le convenía.
Isabel II estaba impuesta de todo, y si no ha manifestado sus
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Memorias de Benito Hortelano
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brillantes cualidades e intenciones con todos sus deseos es porque
la han tenido sometida y rodeada, por las intrigas de la moda, de
una atmósfera que no la ha dejado respirar. Por lo demás, ella leía
todo lo que se publicaba en contra del trono, todos los folletos que
contra ella se escribían y contra su madre, y todas las novelas
modernas de más mérito. Cuando se prohibió en España la lectura
del Judío errante y Los misterios de Paris, al día siguiente de
haber firmado el decreto que sus ministros la presentaron, a peti
ción de los obispos, encargó a mi prima la comprara estas obras,
las que leyó con no poco gusto, riéndose de sus ministros por haber
dado oídos a los obispos para esta prohibición, que ella, en su con
ciencia, n'o creía justa. Esta era la vida ordinaria que doña Isabel II
hacía en los años 47 y 48.
Cuanto se dijo por los partidos de aquella época respecto a su
conducta es completamente falso. Durante el Ministerio Salamanca-
Pacheco disfrutó esta señora de toda libertad, pues estos minis
tros no la opusieron traba alguna, dejándola que libremente dis
pusiese de sus nobles instintos. Por eso en aquella época se captó
la voluntad del pueblo, que antes la odiaba. Ella, apenas libre de
las cadenas de la madre y de Narváez, dio el decreto para que el
Duque de la Victoria volviera a España, con cuyo decreto el pue
blo se olvidó de todo lo que antes la vituperaba, y queriendo
darla una muestra de agradecimiento y manifestarla que aquel era
el camino que seguir debía, se improvisó una ovación popular,
saliendo la iniciativa de mi casa. En pocas horas se fabricó una
magnífica corona, se imprimieron millares de composiciones poé
ticas por los poetas que acudieron a mi imprenta, cuyas composi
ciones, conforme iban escribiéndolas, mis cajistas las pasaban a las
cajas,
y de allí a las prensas. Compré algunos docenas de palomas,
las que, con cintas colgadas al cuello, impresos en ellas los votos
y peticiones del pueblo, debían serle arrojadas en el coche.
A las cuatro de la tarde salió Su Majestad a paseo, como de
costumbre; el pueblo, avisado por mis agentes, había invadido las
calles por donde debía pasar. Se nombró una Comisión en mi casa
para que, en nombre del pueblo, entregara los versos y corona,
dirigiéndola un discurso alusivo al objeto. La Comisión se compo
nía de D. Miguel Agustín Príncipe, D. José Satorres, D. José María
Ducazcal, dándome a mí la presidencia, como iniciador de la mani
festación.
Media hora antes que Su Majestad saliese de su Real Palacio
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Memorias de Benito Hortelano
nos colocamos en la cabecera del Prado, delante de la fuente de
la Cibeles, con todas las cosas preparadas. Pronto conocimos que
la Reina había salido de su Palacio por el movimiento y aclama
ciones del pueblo que, en numerosas oleadas de flujo y reflujo,
llenaba la espaciosísima calle de Alcalá.
Por fin llegó Su Majestad, acompañada de su prima Doña Cris
tina de Borbón, hija del Infante D. Francisco, sin más acompaña
miento que un correo y el caballerizo Barrutia. Iba en un elegante
y ligero lando abierto, tirado por seis caballos, cuyas bridas dirigía
ella. Los comisionados nos pusimos delante del coche, rodeados por
un inmenso público. Su Majestad paró los caballos, y aproximán
donos a la portezuela de la derecha, yo la entregué la corona en
nombre del pueblo; otro arrojó las palomas dentro del coche, que
pronto tomaron vuelo para abarcar.su elemento, y el literato D. Mi
guel Agustín Príncipe dirigió a Su Majestad un discurso que la
enterneció, conmoviéndose hasta arrancarla lágrimas, quedando
cortada por la emoción del espectáculo.
Por primera vez se veía aclamada por el pueblo desde que
Espartero había abandonado la Regencia y la España. Cuatro años
hacía que no había visto una cara alegre en las calles de Madrid,
habiendo llegado el desprecio en que había caído hasta el punto
de no ser saludada por nadie, antes bien había visto en no pocas
ocasiones muestras muy marcadas de desprecio.
Isabel comprendió lo que aquella manifestación importaba; ella
era conforme a sus instintos populares y el amor a sus subditos;
veía que con la política inaugurada por el Ministerio Pacheco-
Salamanca renacía la confianza pública, y que el pueblo la devol
vía el cariño que le había retirado por causa de sus malos conse
jeros.
Aquella noche, que la claridad de la luna convidaba a salir a
pasear, iluminadas espontáneamente las calles de la corte como
en funciones regias, dieron deseo a Su Majestad de salir a caballo
para recorrer la población y ver las iluminaciones. Quería mani
festar al pueblo con su presencia de noche en las calles que tenía
confianza en él y que no temía lo que sus consejeros la habían
hecho creer de que iba a ser asesinada.
Las nueve de la noche serían cuando un pueblo inmenso estaba
agolpado en la Plaza del Real Palacio, esperando se asomase Su
Majestad a los balcones, con motivo de la serenata que se le iba
a dar. Todos ignorábamos lo que de puertas adentro ocurría. La
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Memorias de Benito Hortelano
H3
Reina había sido atacada de una fuerte convulsión, y por sus meji
llas habían corrido abundantes lágrimas. La causa de todo esto
había sido que, sabiendo los ministros y personajes de mal agüero
los deseos que había manifestado Isabel de salir a pasear entre
el pueblo y dado la orden que la preparasen el caballo, se habían
precipitado para oponerse a su salida, amedrentándola con que
alguna mano oculta la asesinaría. Isabel manifestó toda su energía,
y por primera vez dio rienda suelta a los impulsos de su corazón,
despreciando los consejos de ministros y palaciegos. A tanto llegó
la oposición y amenazas que la hicieron, que del sofoco por no
poder llorar la sobrevino un ataque de nervios y cayó redonda
sobre la alfombra. Vuelta de su desmayo, insistió en su idea, y ya
no hubo medio de contenerla. Bajó las escaleras, montó en su
brioso alazán, con sólo un correo de acompañamiento. Apenas pisó
el caballo las piedras de la plaza, que como un sacudimiento eléc
trico se conmovió la muchedumbre al grito de "¡Viva la Reina "
Dama y correo fueron tomados en brazos del pueblo y en triunfo
conducidos por las calles de Madrid, hasta las once de la noche.
Las emociones que Isabel disfrutó aquel día no hay palabras
para describirlas; ellas han sido el recuerdo en no pocas ocasiones
de la política obscura y tenebrosa, que no tardó en apoderarse del
Real Alcázar, en la que la pobre Isabel sufrió en secreto tanto
como el pueblo padeció de allí en adelante. Y, sin embargo, impo
sible pareció a los que no están iniciados en las intrigas de la
Corte, que siendo Reina, libre y poderosa, no pudiese seguir la
política que ella quisiese adoptar; pero ésta es la verdad, y a no
constarme como me consta lo que ella padecía, no teniendo en
quién desahogar su pecho, sino en su camarista y amiga Pepita,
en quien depositaba sus más secretas afecciones. Esta misma con
fianza que Su Majestad tenía en mi prima fué la causa de que, ape
nas caído el Ministerio Pacheco-Salamanca, la nueva camarilla que
entró la separó del servicio de la Reina. Esta se opuso; pero, como
ya tengo dicho, los Reyes constitucionales no pueden nombrar ni
manifestar afecto hacia sus fieles servidores, por más simpatías y
confianza que en ellos tengan. Lo único que pudo hacer en favor
de Pepita fué que se la jubilase con el sueldo íntegro.
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t/j,| Memorias de Èenito Hortelano
Retrocederé al año de 1844, en que dejé a la política, con todos
los horrores de la nación, por el golpe de Estado de González
Bravo y caída de Olózaga.
González Bravo y Domènech, dos de los más furibundos cam
peones de la democracia, fueron los que más encarnizadamente per
siguieron a sus antiguos correligionarios políticos. Narváez, como
capitán general de Madrid, tenía la fuerza; organizó una Policía
secreta, compuesta de los más célebres bandidos de España, que,
con el nombre de Ronda de capa, era el terror de los liberales.
Zaragoza, la ínclita ciudad de los valientes, levantó en 1844 el
estandarte de la rebelión. Vanos fueron sus esfuerzos, pues aisla
da por no haber secundado ningún otro punto su movimiento, al
fin sucumbió. Algunos cientos de sus nobles hijos abrieron el ca
mino a los millares que debían seguir después para las islas Fili
pinas.
El partido liberal de Madrid, así como el de toda España, tanto
los que se habían mantenido fieles a Espartero como los ilusos de
la coalición, conspiraban incesantemente para derrocar a los intru
sos moderados, que, cual aves de rapiña, se habían apoderado de
los destinos del Ejército y del manejo de los tesoros, con tanta
inmoralidad, que daba vergüenza ver a unos hombres que habían
entrado hambrientos insultar al pueblo con el boato y riquezas que
en tan corto tiempo habían acumulado.
Esfuerzos inauditos hizo el partido progresista para derrocar
a los nuevos tiranos; pero como éstos disponían del Tesoro, no
les faltaron falsos liberales que vendiesen a sus compañeros, y de
este modo fracasaban todas las tentativas que se preparaban. De
esta manera y en fracciones iban diezmando las filas progresistas
de los hombres de acción y dirección, encarcelando a unos y em
barcando a otros para Filipinas. Yo concurría a todas las reunio
nes secretas de los progresistas, tomando una parte muy activa
en sus trabajos, imprimiendo proclamas con gran riesgo de mi ca
beza e intereses y con no poca suerte de no haber caído nunca en
manos de la Policía, como vi a tantos otros compañeros corfduci-
dos a los calabozos. Algún ángel bueno velaba por mí, pues no
ignoraba el Gobierno, como dejo dicho en otro lugar, la parte acti
va e importante que yo tomaba; pero nunca me sorprendieron como
a otros, ni encontraron pruebas con qué perseguirme.
Por espacio de tres años las reuniones tenían el carácter de
Sociedades masónicas, como, en efecto, lo eran; pero esta institu-
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Memorias de Benito Hortelano 145
ción degeneró en Sociedades políticas, como generalmente han de
generado en todas partes, por lo que sólo sirven para encumbrarse
algunos ambiciosos bajo capa de humanidad, fraternidad e igual
dad. El Gobierno dio en perseguir estas Sociedades, sorprendiendo
algunas Logias, apresando a los que en ellas estaban reunidos, no
pudiendo tomar el hilo de las demás ni de los nombres de los her
manos porque todos teníamos nombres supuestos y hasta los diplo
mas se extendían con el nombre que cada cual había elegido, que,
por lo común, era histórico. Yo pertenecí a la masonería con el
nombre de Daoiz, en obsequio al del héroe de este nombre que su
cumbió el 2 de mayo de 1808 al frente de la insurrección del pue
blo madrileño contra las huestes de Napoleón I, en el Parque de
Artillería, como capitán de este Arma y jefe de la insurrección.
Ya que tengo ocasión de hablar de la masonería, diré algunas
palabras sobre esta institución en España y lo que será en Buenos
Aires dentro de poco, a pesar del entusiasma con que ha sido intro
ducida. En España fué introducida el año de 1820, cuando se pro
clamó la Constitución. El Rey Fernando VII, como todos los per
sonajes de aquella época, se hicieron masones, siendo Fernando el
más caluroso defensor de esta institución. Al entrar los 100.000
franceses en España para derrocar la Constitución contaba la So
ciedad con 600.000 masones perfectamente organizados y de acuer
do en todas las provincias. Los directores de la Sociedad o Oran
Oriente impartieron órdenes para que en un día dado y a una hora
convenida se arrojasen los masones contra los franceses y los pa
sasen a cuchillo. El plan estaba perfectamente combinado, y no
hay duda que si se hubiese ejecutado hubiese sido un aconteci
miento sin ejemplo en la historia del mundo, al que ni las vísperas
sicilianas ni la de San Bartolomé contra los hugonotes pudieran
compararse.
Pero los crédulos masones no contaban con las traiciones, ni
habían pensado en que Fernando VII y sus adeptos conspiraban
contra la Constitución y eran los que habían llamado a los fran
ceses. Así, pues, como que las primeras dignidades de la Orden,
desde el Monarca hasta los generales con quienes contaba, reve
laron el plan, y en vez de la orden que los masones debían ejecutar
se dieron órdenes secretas por el mismo Rey a los generales fran
ceses indicándoles qué personas debían asegurar en cada pobla
ción, como así lo ejecutaron, siendo presos millares de individuos
de dignidad masónica días antes del plazo señalado para la catas-
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Memorias de Benito Hortelano
trofe.
Así se vio, después de derrocado el sistema constitucional
ser perseguidos los fracmasones con un encarnizamiento horroroso
por el Rey y los falsos masones, que no tuvieron escrúpulo en faltar
al terrible juramento de fraternidad.
Lo mismo nos sucedió en nuestras Logias. Todo iba bien mien
tras se preparaban los medios para hacer la revolución; pero cuan
do ya estaba todo dispuesto para dar el golpe, eran sorprendidas
las Logias y destruidos los trabajos por el Gobierno, mandando a
Filipinas unos cuantos individuos cada vez que se descubría la
conspiración. Los diarios clamaban venganza contra los revolucio
narios, alentaban al Gobierno, lo elogiaban por su exquisita vigi
lancia por mantener inalterable el orden público.
De este modo pasábamos de una en otra conspiración, teniendo
siempre el mismo resultado. No podía ser menos, pues el Gobierno
tenía espías en las Logias y eran precisamente aquellos que más
trabajaban, que más interés tomaban, que no faltaban a ninguna
reunión, y, por consiguiente, el Gobierno sabía hasta la última
palabra que se hablaba.
Sin embargo, no pudo el Gobierno introducir espías en todas
las Logias, porque en las que estaban compuestas de artesanos,'
gente del pueblo, jamás pudo conseguir ganar un individuo de estas
Logias. ¡Como que el pueblo no aspira a los empleos
Esto daba en qué pensar al Gobierno, pues temía, y no sin
fundamento, que siendo estas Logias populares tan numerosas, lle
gase un momento en que no bastase toda la actividad de sus agen
tes ni todas las fuerzas de que disponía si en un descuido lograban
combinar por sí, sin esperar órdenes de las Logias más elevadas,
un plan y se lanzaban a la ejecución. Conocía perfectamente lo
que es el pueblo madrileño una vez lanzado en la revolución, y tan
to como despreciaba a las dignidades masónicas temía a las Logias
populares.
Para prevenir un golpe del pueblo puso el Gobierno en ejecu
ción un proyecto diabólico. En diferentes ocasiones se habían pu
blicado bandos, bajo graves penas, para los que ocultasen armas.
Muchas visitas domiciliarias había hecho la Policía en busca de
armas, pero casi siempre infructuosas. Los armeros no podían ven
der armas sin que el comprador llevase una orden de la Policía.
A pesar de todos los bandos y visitas sin resultado, el Gobierno
sabía que existían más de
8.000
fusiles entre el pueblo, porque, al
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Memorias de Benito Hortelano
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desarmar la Milicia, de más de 20.000 fusiles apenas llegaron a
10 ó 12.000 los que recogió la Inspección de arm as.
Hizo, pues, que las Logias volviesen a reanimarse, sin perseguirlas. Los agentes secretos activaban los trabajos, y uno de los
medáos que propusieron fué el de que debían establecerse varios
depósitos de armas en distintos barrios para que en el día de la
revolución el pueblo supiese dónde acudir para armarse y muni
cionarse.
Los hombres que procedían de buena fe opusieron algunos incon
venientes para esto, pues las armas que había estaban diseminadas
en muchas manos y pequeños depósitos particulares que para ne
gocio las conservaban. Por otra parte, había pocos fondos para
comprar todas las que se necesitaban, y, además, los que las tenían
querían conservarlas en su poder para cuando fuese necesario. Los
agentes allanaron todas las dificultades, exponiendo que, estando
diseminadas las armas, el día que se diese el grito de insurrección
serían presos por la Policía todos los que aisladamente saliesen
armados. Que era más prudente tenerlas en depósitos, de donde
el día combinado las tomarían todos a una hora, presentando
grupos numerosos que pudiesen rechazar las fuerzas del Gobier
no, y que, por otra parte, si antes de estallar el movimiento era
descubierto, el Gobierno no tenía derecho para aprehender a los
ciudadanos (indefensos, aunque estuviesen reunidos en grandes gru
pos cerca de los depósitos. En cuanto a los fondos, se podría con
traer un empréstito ion las firmas de los principales directores, y
que ellos tenían un banquero que estaba dispuesto a facilitar lo
que se precisase, dejando comprender en monosílabos algún nom
bre, con cierto misterio y encargando sigilo, porque si traslucía el
banquero que su nombre era conocido se negaría.
Como las personas que esto proponían eran de las encopetadas
y que pasaban por más patriotas, fué acogido el proyecto con
grandes aclamaciones y se dispuso poner manos a la obra.
En pocos días se pusieron los fondos necesarios a disposición
de los directores incautos. Los agentes del Gobierno fueron comi
sionados, como autores de la idea, de comprar las armas y esta
blecer los depósitos. Para dar confianza a las Logias populares,
bien pronto los depósitos habían sido establecidos y llenados con
cajones de fusiles y municiones, que salían del Parque nacional.
Cuando ya había armas en todos los depósitos (eran 16), muy ufa
nos, los comisionados pidieron una reunión general de los jefes de
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IJ.8 Memorias de Benito Hortelano
todas las Logias para imponerles de lo que se había trabajado y
para que cada Logia nombrase un miembro con objeto de enseñar
les los depósitos para que supiesen dónde estaban éstos y sirvie
sen de punto de reunión el día que se designase para la revolución.
Claro es que esto inspiró confianza a todos, y aun los más des
confiados cayeron en el lazo. Recibieron los comisionados las feli
citaciones y plácemes de la reunión por su gran actividad e inteli
gencia en el desempeño de la misión que les había sido confiada.
Se acordó que de allí a dos días se haría la visita de los depósitos,
y se acordó también que todos los pequeños depósitos que hubiese
y las armas que tuviesen los patriotas fueran conducidas a los
depósitos generales, abonando a cada ¡uno el importe de las que
entregara, pues no es justo, decían, que se deshagan de su propie
dad sin recompensa del importe.
Los comisionados de las Logias, con los de los depósitos, se
reunieron a los dos días, y con toda impavidez, como quien no
teme nada, recorrieron los 16 depósitos, conviniendo con los en
cargados de éstos en que por espacio de quince días, de siete a
diez de la noche, estarían abiertos los almacenes para recibir las
armas que llevasen y abonar su importe, estableciendo un precio
según clase y calidad.
En pocos días no cabían las armas en los depósitos; tal fué
el número de ellas que los inocentes liberales llevaron a depositar
con la mejor buena fe, no queriendo cobrar su importe, pues bas
taba el objeto para que de buen gusto las entregasen. He aquí
cómo lo que los bandos con pena de la vida, las visitas domicilia
rias y castigos terribles no habían conseguido, por un plan diabó
lico dejó el Gobierno desarmado al pueblo. No hay duda que el
autor de este proyecto fué sagaz y por él debió el partido mode
rado afianzarse en el Poder, seguro de que el pueblo estaba im
potente.
Con varios pretextos iba demorándose el momento de la revo
lución; unas veces se decía que tal o cual regimiento estaba con
el pueblo y que debía esperarse la oportunidad; otras, que los
agentes de las provincias no lo tenían todo dispuesto para que fuese
simultáneo el golpe. Pasaron tres meses en esta ansiedad, sin resol
verse nunca nada positivo y decisivo.
Cuando más descuidado estaba el Gobierno, un acontecimiento
vino a cambiar la faz de las cosas y pudo haberle costado caro su
proyecto. La revolución de Francia en 1848, con la caída de Luis
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Memorias
de Benito
Hortelano 149
Felipe y proclamación de la República, acontecimiento inesperado
y que sorprendió a toda Europa, vino a ponernos a los progresistas
de España en actitud de dar el golpe decisivo. Las Logias se re
unieron, pero fueron aquellas que el Gobierno todavía no había
podido descubrir, pues las de que tenía noticia fueron disueltas por
la Policía y presos muchos de los directores y personas de acción.
Esto desconcertó el que se tomase una resolución pronto y dio tiem
po al Gobierno para sacar sigilosamente las armas de los depósi
tos, conduciéndolas al Parque y Policía.
La revolución francesa fué el 23 de febrero, y desde ese día
hasta el 26 de marzo el Gobierno había tomado las medidas que
dejo dichas. Sin embargo, nos fuimos reuniendo y poniendo de
acuerdo en diferentes puntos, cada día distintos. Llegó el 26 de
marzo, día señalado para la revolución, contando con los depósitos
de armas. Se dieron las órdenes oportunas para, a la señal conve
nid, armarnos y dar principio a la insurrección. El plan era el
siguiente:
La Reina tenía por costumbre bajar a pasear al Prado a las
cuatro de la tarde; a dicha hora, poco más o menos, Narváez y
otros ministros también concurrían. La Reina iba siempre sin es
cofia. Cuando diesen dos vueltas al paseo, y cuando, después de
ellas,
la Reina se apease del coche, como tenía de costumbre, los
conjurados a que les había tocado aquel distrito, a un grito de
"¡Viva la libertad ", debían apoderarse, de ella y de los ministros,
conducirlos al Palacio del Retiro, en donde se les obligaría a fir
mar las órdenes que al efecto estaban extendidas, que eran desti
tución de autoridades en toda la Monarquía y nombramiento de
otras progresistas. A la misma señal debían partir los 15 correos
que había apostados y avisar a los distritos para que tomasen las
armas y saliesen a ocupar los puestos señalados de antemano para
que las tropas no pudiesen salir de los cuarteles, apresando o ma
tando a los agentes de Policía que se resistiesen. No podía estar
mejor combinado el plan, pues ya había Ministerio, generales de
distritos y todas las autoridades de la corte, que debían en el acto
empezar a ejercer sus funciones.
A mí me tocó el distrito del Prado, con unos 1.200 hombres que
a él pertenecían. Los jefes de este distrito nos habíamos reunido
a la una del día en una pieza interior del café del Recreo, en la calle
de Alcalá, inmediato a la Puerta del Sol. Desde allí impartíamos
las órdenes y allí las recibíamos de los principales jefes de la
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it;o Memorias de Benito Hortelano
revolución, reunidos en la calle de Preciados, en la redacción del
periódico El Espectador.
A las tres de la tarde nos dirigimos al Prado, donde ya había
más de 800 de los conjurados, que por una seña nos conocíamos.
No era sospechosa la reunión porque, como acude tanta gente al
paseo, paseábamos también. La señal para nosotros debía ser un
fusilazo en el Parque de Artillería, que está inmediato, y a nuestra
vez dar nosotros el "¡Viva la libertad " para los demás conjurados.
A los que nos había tocado este distrito, unos 200, debíamos ir ar
mados de pistola y puñal, mientras el resto se armaría de fusiles
en una casa cerca del Parque, donde estaba el depósito de aquel
distrito. La Reina y los ministros bajaron, se pasearon; dieron las
cuatro, las cuatro y media, las cinco, y, sin embargo, el fusilazo no
se oía. Ya corría la voz de "¡Traición, nos han vendido ", etc., cuan
do viene un comisionado de la Junta Magna a decir que nos reti
ráramos hasta las seis, porque no se podía dar el golpe del Prado
por ciertas circunstancias, y que esperásemos por las inmediacio
nes del depósito. Igual orden habían mandado a todos los distritos.
Los jefes del Prado nos fuimos, disgustados, al café del Recreo,
dejando furiosos a nuestros subordinados, que nos llamaban trai
dores;
pero no por eso abandonaron el campo, sino que de allí no
se movieron hasta esperar la señal.
Apenas habíamos entrado en el café y pedido un refresco cuan
do de la guardia del Principal sale un tiro. A la detonación el in
menso pueblo que de curiosos e indiferentes siempre hay allí reuni
do, la gente que se retiraba de los paseos, las familias indefensas,
todos en tropel huyen; la gritería de "¡A las arm as ¡Viva la
libertad ¡A ellos ", etc., se confundía con los chillidos de las mu
jeres, que a los cafés se acogían. La guardia del Principal, la de
la Aduana y otras inmediatas se ponen sobre las armas, empiezan
a despejar por la fuerza las inmediaciones; la Reina y ministros,
a todo correr, abandonan el Prado, pasando por entre la multitud
de la Puerta del Sol en dirección a sus Palacios. Todo era ruido,
gritería, pero no se oía ni un tiro. Salimos precipitadamente del
café para ir a armarnos con nuestros compañeros, pero éstos venían
huyendo, perseguidos por la tropa, gritan do : "¡Traición ¡Trai
ción ¡No hay fusiles en el depósito; nos han vendido " "Pues va
mos a otros depósitos, que allí sobrarán." Recorremos varias calles,
y por todas partes corría el pueblo en tropel gritando: "¡Traición
¡Traición ¡No hay arm as ¡Nos han engañado "
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Memorias de Benito Hortelano
15
ï
A este tiempo oímos descargas cerradas por la parte del barrio
de Lavapiés; nos dirigimos en aquella dirección, y sólo encontra
mos pelotones de Policía asesinando a cuanto paisano indefenso
encontraban. Oímos descargas hacia la plaza de la Constitución;
allí nos dirigimos, y vemos cercadas todas las avenidas por nu
merosas tropas atacando al pueblo que allí se había reunido ar
mado; eran los del distrito de Lavapiés, únicos que tenían armas
por haber sido depositadas por ellos mismos. No pudimos entrar;
antes corríamos peligro, porque la tropa nos fusilaba casi a que
marropa. Otras descargas oíamos hacia la calle del Príncipe; allí
nos dirigimos; eran 40 valientes que, con los fusiles del teatro, se
habían hecho fuertes y resistían los asaltos de la tropa. Imposible
nos era acercarnos a los grupos del pueblo armado para tomar
armas o ayudarlos; todo fué en vano. Descargas cerradas retum
baban hacia la plaza de la Cebada, y allí nos encaminamos, pero
también fueron inútiles nuestros esfuerzos, porque la tropa asedia
ba todos los puntos donde había pueblo armado.
Riesgos inminentes corrimos aquella noche, buscando el peligro
de uno en otro barrio, asaltados a cada momento por las patrullas
de Policía, que pronto evadíamos su persecución, pues de habernos
tomado hubiésemos sido asesinados, como tantos otros.
Eran las once de la noche cuando nos dispersamos los cinco
compañeros y directores del Prado. Por calles excusadas, para no
encontrar obstáculos, y con paso tranquilo y desarmado, me dirigí
a mi casa, Pasadizo de San Ginés. Al penetrar por el arco de aquel
Pasadizo, y a diez pasos de mi casa, soy asaltado por los bandi
dos de la "Ronda de Capa". Me asestan al pecho los trabucos, y
en el mismo momento gritos desgarradores se oyen, diciendo: "¡No
lo maten ¡No lo maten " Eran mi difunta esposa y su herm ana,
que estaban en los balcones esperándome con la aflicción que es
consiguiente en una noche de horrores y sabiendo que yo estaba
metido en la revolución. A estos gritos, un infeliz que habían deja
do tendido a pocos pasos creyéndole muerto, aprovecha el momento
en que se habían dirigido a mí, se levanta y echa a correr como un
desesperado. Las armas que me asestaban al pecho las dirigen al
desgraciado, pero no le aciertan; le persiguen, y, aprovechando yo
este accidente, doy un salto y me entro en mi casa, donde ya habían
abierto y bajado a salvarme mi hoy esposa. A veinte pasos de dis
tancia, el pobre sobre quien habían disparado y que se había salva-.
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152 Memorias de Benito Hortelano
do de los tiros de la Policia es detenido por un centinela que estaba
en la esquina y que lo recibe con la bayoneta y lo atraviesa.
Voy a hacer una pequeña reseña de los acontecimientos deaquella noche, desde las seis de la tarde hasta las doce. El Club
del barrio de Lavapiés, compuesto de gente del pueblo, valientes,
osados y desconfiados, habían hecho un depósito de armas y mu
niciones, desconfiando de los directores de los otros depósitos. El
jefe de aquel barrio era D. Narciso de la Escosura, joven intrépido,
hermano del ex ministro D. Patricio, nombrado ministro de la Go
bernación en el Ministerio revolucionario que estaba preparado.
Este joven, con todos sus parciales, al recibir la orden que se
dio de esperar nuevas disposiciones, comprendió que había venta,
y, dirigiéndose a los suyos, les dijo si estaban dispuestos a dar el
grito sin esperar más órdenes; todos contestaron afirmativamente,
y acto continuo se armaron, organizaron en varios pelotones y se
dirigieron por diferentes calles, alentando al pueblo para que siguie
se su ejemplo, debiendo ser el punto de reunión de las fuerzas,
después de recorridos algunos barrios, la plaza de la Constitución.
Ignoraban lo que había sucedido de no existir armas en los depó
sitos, creyendo que, una vez lanzados, no había más remedio que
seguir adelante, empujando así a los directores principales para
que se consumase la revolución sin esperar más.
La casualidad hizo que, apenas andadas algunas calles, se apa
reciese el segundo jefe de la Policía secreta,
Redondo,
terror de
los progresistas, perseguidor incansable del pueblo, presidiario de
fama por sus crímenes y en quien el Gobierno había depositado su
confianza para sujetar y reprimir al populacho. En mal hora para
él acertó a pasar por la calle de la Encomienda, pues, apenas cono
cido por los sublevados, cayeron sobre él y fué víctima en un se
gundo. De allí un grupo se dirigió a la plaza de la Cebada, donde
se parapetó entre los cajones de aquel mercado, defendiéndose
heroicamente hasta las doce de la noche, que se rindieron. Otro
grupo tomó la plaza de la Constitución; se defendió cuanto pudo
de columna en columna de los pilares, hasta que, disminuyendo su
número al escasísimo de 18, se refugiaron en la casa del Marqués
de Acapulco, salvando sus vidas gracias a este señor, que negó se
hubiese refugiado nadie en su casa, y como la noche era obscura
y el humo de las descargas impedía ver, no insistieron los jefes en
registrar, creyendo se habían evadido por el arco inmediato. Entre
estos 18 había un sobrino mío, José Iglesias, que hoy está en
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Memorias de Benito Hortelano 153
Gualigirayal·iú y que a la sazón tenía catorce años; pero, como mu
chacho, encontrándose en el momento de repartir armas, tomó un
fusil y siguió a los demás, sin saber qué defendía ni por qué ma
taba.
Una escena digna de haber sido ejecutada en guerra no civil
tenía lugar desde las siete de la noche hasta las nueve de la misma.
Habían llegado a las seis de la tarde de aquel día en la diligencia
de Zaragoza 12 bravos aragoneses llamados para la revolución
por la Comisión Central de Madrid. No esperaron a quitarse el
polvo ni a descansar, sino que, tomando los trabucos de que venían
prevenidos, y que tan bien saben manejar, se lanzaron a la calle
sin saber dónde ni cómo, pues no habían estado nunca en Madrid.
No a mucha distancia de la fonda de las Peninsulares, de la calle
de Alcalá, habían levantado una gran barricada varios diputados
progresistas que estaban en el café de las Cuatro Calles, y en aquel
estratégico punto, con los adoquines que hacinados se hallaban
para empedrar la Carrera de San Jerónimo, y con las mesas y sillas
del café, improvisaron una fuerte barricada de cinco frentes a otras
tantas calles que allí desembocan. El director e iniciador de esta
fortificación era D. José María Orense, Marqués de Albaida, jefe
del partido demócrata español, que posee una riqueza fabulosa
y su nobleza es la más antigua de España. Allí se aparecieron los 12
aragoneses; tomaron sus disposiciones ayudados por 10 ciudadanos
más que se presentaron con armas, pues los demás que en gran
número allí se encontraban no tenían armas, por lo que tuvieron
que retirarse. Un batallón de zapadores, tropa aguerrida, subor
dinada y de honor, fué la primera fuerza que se apareció por la
Carrera de San Jerónimo. Arma al brazo marchaban cuando, al
aproximarse a la barricada, fué barrido el batallón con la metralla
de los 12 trabucos. Vuelven instantáneamente a rehacerse y atacan
a la bayoneta, pero la metralla de los aragoneses derriba las pri
meras filas; vuelve la carga, otra carga y más cargas, y aquellos 12
hombres eran una legión de demonios según el fuego que hacían
y la rapidez para cargar. No les es dado a los zapadores, cuerpo
científico, con jefes de honor, retroceder, y así era que, a pesar de
ir quedando las filas en cuadro, repetían las cargas a la bayoneta,
pues disparar los fusiles era inútil, porque la barricada era muy
alta y de piedras cuadradas.
En esta lucha sangrienta y desesperada estaban cuando una
fuerza de carabineros del Resguardo atacaba por diferentes ca-
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xc A Memorias de Benito Hortelano
l ies;
pero a todo acudían los 22 valientes, hasta que, escaladas por
los carabineros las casas inmediatas, lograron dominar las barri
cadas , y después de dos horas de combate, tuvieron los 22 héroes
que repleg arse h aciendo fuego hac ia el teatro d el . Príncipe, en
donde, como dejo dicho, había una fuerza del pueblo que, con los
fusiles de las comedias, se defendían. Al amanecer fueron ren
didos.
Sensibles pérdidas sufrieron los zapadores; jefes y oficiales
beneméritos sucumbieron en lucha tan desastrosa y entre hermanos.
La sangre del pueblo también corrió en abundancia; pero más fué
la que se vertió de ciudadanos indefensos asesinados por la Policía.
Lo que ganó el pueblo en este día fueron muchos desengaños:
verse burlado por el Gobierno, que le había tendido la red en la
que incautamente cayó. Mil quinientos padres de familia salieron a
los pocos días encadenados para Cádiz, en donde fueron embarca
dos para las Islas Fil ipinas. La mayor parte han quedado por aque
llas islas, unos muertos, otros trabajando a sus oficios. Algunos
han hecho gran fortuna. También me escapé de ésta. ¡La Providen
cia velaba por mí
El Gobierno de Narváez quedó asegurado en el Poder con aquel
golpe. Fué el único que supo resistir la revolución del 48, porque
en aquellos momentos I tal ia , Ñapóles, Roma, Austria , Prusia, Ba-
viera y otros Estados alemanes habían seguido el ejemplo de
Francia, y en todas partes ios Gobiernos fueron débiles; sólo Nar
váez comprendió el modo de sofocar la revolución, oponiendo la
fuerza a la fuerza y la intriga a las maquinaciones revoluciona
r ias ; por eso se llamó en Europa tiempo después, cuando la nación
sofocó las libertades, el sistema Narváez acuc hillar al pueblo y
conspirar con él, derramando oro en abundancia y con oportunidad.
Pero no por esta lección los progresistas se amedrentaron; an
tes con m¡ás empeño se emprendieron nuevos trabajos. Ya no po
día contarse con que el pueblo tomase la iniciativa, porque no
existía ni una pistola en toda la población; todo lo había recogido
el Gobierno del modo que dejo dicho, y, lo que es más, el em
préstito firmado por varios corifeos progresistas para la compra
de armas tuvo que pagárselo al Gobierno, que era el banquero
que lo había facilitado.
Ahora había que valerse de otros medios; no había más que
ganar algunos regimientos, y tan buena maña se dieron, que se
logró, aunque también hubo traidores y muchas víctimas,
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Memorias de Benito Hortelano 155
Un mes y trece días habían transcurrido desde la revolución
del 26 de marzo. Era la una de la madrugada del 7 de mayo, y un
célebre español, de nombre universal, D, José Joaquín Domínguez,
autor del Diccionario de la lengua castellana que lleva su nombre,
se presentó con 20 individuos, la mayor parte oficiales de su im
prenta y algunos jefes progresistas de reemplazo o inactivos, en
el cuartel del Hospicio, donde se acuartelaba el regimiento 30 de
línea, denominado España. Desde la revolución del 26 dormían en el
cuartel to'dos los jefes y oficiales de los cuerpos, para evitar algu
na sorpresa o porque el Gobierno tuviese alguna noticia de que
se trataba de ganar las tropas. Unos conversando, otros echados
vestidos sobre los catres, estaban todos los jefes y oficiales del
cuerpo, incluso el coronel, cuando se ven sorprendidos por Domín
guez, que entró en la sala de banderas y, encarándoles un trabuco,
les gritó: "Son ustedes prisioneros." Al punto tiran de las espadas
para defenderse, pero inmediatamente entran los conjurados, apun
tándolos. Domínguez les dice: "Es inútil la resistencia; la tropa
está con nosotros, y al menor movimiento que hagan ustedes serán
víctimas; no me obliguen a usar de la fuerza." No quiso quitarles
las espadas, sino que, bajo palabra de honor, debían quedar arres-
tdos, sin más que un centinela en la puerta.
Mientras esta escena tenía lugar, los sargentos y cabos del
cuerpo hacían vestir a la tropa y formar en el gran patio. Listos
ya, salieron del cuartel mandados por los sargentos en clase de
oficiales, y como coronel, comandantes, etc., los jefes que acompa
ñaban a Domínguez. Sigilosamente se dirigieron al cuartel del regi
miento
Cazadores de Baza,
cuerpo también iniciado en la conspi
ración, el cual debía estar formado en la calle para cuando llegase
el de España. Efectivamente, formado estaba, no todo el batallón,
sino una compañía, delante de la puerta del cuartel. Los de
España
hicieron alto, mientras Domínguez se adelantaba para dar la seña
convenida. Hace la señal, le contestan, se aproxima, y en el acto
una descarga a quemarropa es el saludo con que lo reciben. Acto
continuo, de las ventanas del cuartel dirigen descargas sobre el
regimiento de España, el que se repliega y toma dirección para la
plaza de la Constitución, punto convenido de reunión de todos los
cuerpos que debían entrar en la revolución.
Domínguez había sido traspasado por cinco balas, y aunque
tuvo valor para retirarse y ponerse a la cabeza de los de España,
gritando: "¡Traición ¡Venganza ", a las pocas cuadras cayó exá-
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i^ó Memorias de Benito Hortelano
nime en la calle denominada de Colón, de donde lo recogieron y
pudo morir en los brazos de su esposa.
Aunque yo no estaba iniciado en esta trama, porque fué pre
parada con mucha cautela y entre pocas personas, sin embargo
la víspera me avisaron que estuviese listo para, si oía tiros a las
dos o tres de la mañana, acudiese a la plaza, donde debía citar a
todos los míos, y allí sabríamos lo que había. Yo vivía a 200 pasos
de la plaza; estuve toda la noche con cuidado, sobresaltado; mi
señora lo conoció, y había tomado sus medidas.
Las tres de la mañana serían cuando oigo vivas numerosos,
música que tocaba el
Himno de Espartero
y toda la algazara y
gritería; salto de la cama, me visto a toda prisa; mi señora me
ruega que no salga, que no sea loco, que mire por mis hijos y otras
prudentes reflexiones; nada quería oír; sólo deseaba encontrarme
en medio del peligro, al lado de mis compañeros de causa y de mis
adeptos, pues decía yo: "¿Cómo me juzgarán, qué pensarán de mí
tantos como siguen mis órdenes? Voy a ser escupido, despreciado."
Nada me contenía; las reflexiones de mi esposa creía eran de un
mal amigo. Bajo la escalera, llego a la puerta de calle; ésta estaba
cerrada; vuelvo a subir a casa para arrancar la llave a mi esposa,
pues ella debía tenerla; grito, llora ella, salen las vecinas, y tantas
reflexiones me hicieron y tanta oposición, que por fin me tranqui
licé por un momento, a condición de que uno de mis sobrinos, como
muchacho, se acercase a la plaza y viese en qué disposición estaban
los revolucionarios y las tropas del Gobierno.
Mi sobrino vuelve diciéndome que las tropas del Gobierno erannumerosas; que no dejaban pasar a ningún paisano; que en la
plaza eran muy pocos los ciudadanos que había y sólo soldados
sublevados eran los que se defendían, los cuales a grandes gritos
llamaban al pueblo para que fuese en su ayuda; pero como ¡las
tropas del Gobierno tenían sitiada la plaza, los grupos de paisa
nos que iban acudiendo eran disueltos a balazos al aproximarse;
que estaban colocando piezas de artillería en diferentes entradas
de la plaza para ametrallar a los que estaban dentro.
Esta relación hizo que bajase el termómetro de mi patriotismo,
y tuve por muy prudente esperar a ver qué giro tomaba el negocio.
No se hizo esperar el resultado de la verídica relación de mi so
brino.
La artillería empezó a jugar contra la plaza de una manera
nada equívoca; los estampidos resonaban sin cesar en diferentes
baterías; pero como la plaza de la Constitución, o Mayor, son cons-
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Memorias de Benito Hortelano
157
truídos sus edificios de piedra de sillería, poco daño causaba a
los sitiados; antes bien, éstos, desde los pilares, guarecidos tras
ellos, iban apagando los fuegos de la artillería, no quedando arti
lleros en algunos puntos para servir las piezas a cuerpo descu
bierto; Narváez tuvo que dar ejemplo a los soldados acobardados,
y, apeándose del caballo, él mismo daba fuego a las piezas, que
estaban rodeadas con los cadáveres de los artilleros. Suerte tuvo
este general en salir ileso; varias balas se estrellaron en los caño
nes estando él apuntándolos, sin que ninguna le acertase, al paso
que caían a su lado soldados y jefes. Toda esta intrepidez de Nar
váez y de los que en otras baterías atacaban la plaza era infruc
tuosa; los soldados y los pocos ciudadanos se defendían heroica
mente, y ya algunos regimientos de los que estaban en el complot
empezaban a dar señales muy marcadas de deseo de unirse a los de
adentro, cuando una feliz inspiración del general Lersundi dio el
triunfo al Gobierno. No fué muy honroso el ardid, pero dicen que
en tiempo de guerra todo está admitido y que el triunfo legaliza los
medios. Estaba este general con dos batallones por el arco que lla
man de la calle de Postas, calle tortuosa y que los de adentro no
podían ver las operaciones de afuera, por un recodo que hace allí
la calle. Da órdenes de que las compañías de cazadores, con las
culatas arriba, le sigan y que, al toque de carga de las cornetas,
sigan los dos batallones a la carrera y se entren en la plaza. Acto
continuo pone un pañuelo blanco en la punta de la espada; des
emboca frente al arco gritando a los de adentro: "¡Muchachos,
todos somos unos ¡Viva la Reina " Naturalmente, los sublevados
suspenden el fuego; se abrazan con los cazadores, gritando: "¡Viva
el general Lersundi ", y en este barullo tocan las cornetas que lle
vaba consigo este general, y los dos batallones se precipitan a la
carga dentro de la plaza, tomando por retaguardia a las demás
fuerzas sublevadas y envolviendo a los pobres soldados que se
habían dejado sorprender. Inútil era ya la resistencia, por lo que
se rindieron a discreción.
Desarmado el regimiento de España, fueron diezmados los sol
dados,
si bien después hubo gracia; pero a los ciudadanos que
quedaron con vida y no pudieron evadirse, en el mismo día se les
formó Consejo verbal y fueron fusilados en las tapias de la Plaza
de Toros.
Así concluyó la revolución del 7 de mayo de 1848, siendo pre-
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Memorias de Benito Hortelano
sos muchos ciudadanos y conducidos a Filipinas con sus anteriores
camaradas.
Un acontecimiento digno de notarse hubo en aquella revolución.
Era capitán general de Madrid el general Fulgosio, cuñado de la
Reina Cristina, casado con una hermana de Muñoz. Este hombre,
que había pertenecido a las filas de D. Carlos, tenía un odio al
pueblo liberal de Madrid que no podía disimularlo. El pueblo tam
bién se lo tenía a él, y era uno de los que debían ser sacrificados
el día que la revolución hubiese triunfado. Su mala estrella, como
la que ha guiado a toda aquella familia, quiso que aquel día fuese
la víctima con que se señalase por parte del Gobierno, ya que el
partido progresista había perdido a Domínguez, ¡el ilustre Do
mínguez
Las cinco de la mañana serían cuando Fulgosio, rodeado de
todo su Estado Mayor y en medio de más de 10.000 hombres de
todas armas, se encontraba delante de la puerta del Principal o
Casa de Correos y en el mismo pasaje donde murió el desgraciado
Canterac. Estaba dando las órdenes para el ataque de la plaza;
nadie andaba por las calles, porque la Policía secreta o Ronda de
capa tenía orden de asesinar a todo paisano que saliese a la calle
en momentos de revolución. Un hombre vestido con una chapona
color café y leche, embozado en una capa y con todo el aspecto
de los de la ronda, sale por el callejón del Cofre, frente al Principal.
Debajo de la capa llevaba un trabuco, cuya boca y parte del cañón
se dejaban ver. Los de la ronda le tomaron por compañero y le
dejaron paso. La tropa tampoco le puso obstáculo, ni menos los
jefes del Estado Mayor; todos le hicieron paso al verle caminar
tranquilo en dirección adonde estaba el general, creyendo que iría
a comunicarle asuntos del servicio. Llega al lado de Fulgosio, se
desemboza, amartilla el trabuco y dispara la metralla mortal, que
hace caer del caballo al general, sin vida. Se emboza en su capa y,
a paso tranquilo, vuelve por el mismo camino que había traído, en
medio de la confusión de los caballos, que, al estampido, se habían
asustado, y sin que nadie le detuviese. Tan rápida fué toda esta
operación, tan de sorpresa tomó a todos, que cuando volvieron en
sí ya no encontraron al asesino, por más que la Policía se despa
rramó en todas direcciones.
Aun se ignora quién fuese aquel hombre; ni la más mínima sos
pecha de que pueda ser tal o cuál individuo quedó. Hay quien cree
que aquel hombre no conocía a Narváez, que era contra quien
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Memorias de Benito Hortelano 159
él creyó dirigir su trabuco, porque dicen que preguntó quién era el
general, y se dirigió a él y descargó su arma. Se fundan para esto
en que Fulgosio no importaba para nada el quitarle o no la vida)y que la de Narváez podía hacer cambiar la faz de las cosas, por
ser el alma del partido que dominaba y contra quien en diferentes
ocasiones se habían atentado. Es un misterio que nadie sabe
explicar.
Con esta revolución quedó definitivamente asegurado el podéf
del partido moderado, que desde entonces ya no guardó ningún
respeto a las instituciones liberales, entregándose cada día con más
furor a la reacción, llegando hasta preparar la abolición de la
Constitución, estableciendo varios monasterios de frailes y entroni
zándose poco a poco el partido apostólico, apoyado por Cristina,
convirtiendo d Real Palacio en una sentina de intrigas e inmorali
dades, hasta que en 1854 la revolución hizo cambiar de faz el estado
de la nación española, y desde entonces el progreso material y una
libertad bien estudiada han venido a levantar la España a una
altura que hacía muchos años y quizá siglos no había estado.
Algunas circunstancias se me han pasado sobre la política de
los años del 44 al 49, por lo que voy a apuntarlas.
El año 45 fui avisado por algunos amigos para que acudiese
al Prado con todos los que pudiese reunir de confianza de los que
seguían mis avisos. El objeto no lo supe hasta estar en el Prado,
a las nueve de la noche del día designado (que no recuerdo la
fecha). Allí me encontré con muchos amigos, entre ellos Villergas,
D. José Ortiz, director de El Espectador, y otros personajes políti-
ticos.
Como 500 hombres sería el número de los que yo vi por aque
llas inmediaciones; pero muchos más había en otros puntos no leja
nos. Los amigos me impusieron de lo que se trataba, que era hacer
en aquella noche la revolución, para lo cual el regimiento de Nava
rra, que se acuartelaba en el Pósito, debía dar el grito de insurrec
ción, al que seguirían otros regimientos, teniendo lo demás para
que fuese dirigida lo más perfectamente organizado, evitando, si
era posible, la efusión de sangre.
Las nueve y media serían cuando llegan algunos individuos a
decir que ya estaba todo listo y que podíamos aproximarnos al
cuartel para establecer la junta y que el pueblo reunido se armase.
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16o Memorias de Benito Hortelano
Inmediatamente avanzamos, cuando un tiro en la puerta del cuartel
nos sorprendió, y acto continuo descargas cerradas se dirigían
contra el pueblo desde las ventanas del cuartel. La fuga se declaró
por todas partes, dándonos tiempo para escapar de la bolsa en que
nos habíamos metido, entre el cuartel y las verjas del Retiro. Unos
saltaron las citadas verjas, otros retrocedimos por el paseo del
Prado, y muchos cayeron prisioneros por haber salido una fuerza
por la parte trasera del cuartel, para cortarnos la retirada. Yo, con
varios de los magnates, escapamos entrándonos por la Carrera
de San Jerónimo; Villergas, con otros, no tuvieron tan buena
suerte, porque siguiendo la calle de Alcalá, para el centro, desde
la casa del general Còrdova, la guardia de este general les hizo
varias descargas, cayendo algunos heridos, y Villergas, por un
momento, creyó que también lo estaba, pues del susto cayó a tierra,
donde permaneció un rato, hasta que convencido de que no estaba
muerto se levantó, acogiéndose a una casa de la calle de Cedace
ros,
donde se hizo registrar para convencerse si estaba o no herido;
pero estaba completamente sano.
Como tantas otras tentativas, que antes y después habían fraca
sado,
ésta fué de las que el Gobierno dispuso para más afirmarse
en el Poder. Un capitán del regimiento de Navarra, manchando el
honroso uniforme que vestía, fué el pérfido que se había prestado
para este horroroso proyecto, atrayendo al incauto pueblo para
fusilarlo infamemente. Este capitán había buscado modo de ponerse
de acuerdo con los individuos de la Comisión del partido progre
sista, ofreciéndoles su regimiento para dar el primero el grito de
revolución. Todo lo preparó de una manera que parecía no debía
dudarse, y se captó la confianza de la Comisión. Toda esta trama
era seguida y preparada por el Gobierno. Llegó el día convenido,
y sucedió lo que dejo dicho. Sin embargo, no siempre los traidores
se burlan de las víctimas que ocasionan, y en esta ocasión pagó bien
su felonía. El jefe que debía ponerse al frente de las fuerzas suble
vadas, por comisión de los progresistas, había desconfiado del capi
tán y lo había hecho presente a la Comisión directiva; pero ésta
no quiso creerle. Para asegurarse del capitán, el jefe dispuso que
antes que el pueblo se comprometiese, si había traición o no salía
bien el primer golpe, que a la hora convenida saldría del cuartel
el traidor, el cual introduciría al jefe en las cuadras para que se
cerciorase de la disposición de las tropas, y una vez convencido
de que estaba ésta bien dispuesta, entonces entraría el pueblo para
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Memorias de Benito Hortelano
161
armarse con los muchos fusiles que allí había de repuesto. Esto
desconcertó algo al capitán traidor, pero tuvo que c'onvenir, pre
parando al jefe una nueva emboscada, que consistía en introdu
cirlo en el cuartel, y una vez dentro asesinarlo, haciendo la seña
convenida para que el pueblo entrase, y cuando éste estuviese dentro
hacer prisioneros a cuantos hubiesen entrado, incluso los demás
jefes del movimiento, con lo que el Gobierno hubiera logrado un
gran triunfo tomando in fraganti a los que de 'otro modo no le
era permitido sin pisotear las leyes.
El capitán salió a la hora convenida. El jefe le esperaba en la
esquina del cuartel; se tomaron del brazo; ya estaban en la puerta
del cuartel cuando observó la guardia formada y su actitud sospe
chosa; comprende la traición, y sacando una pistola que llevaba
amartillada, sin soltar el brazo del capitán traidor le disparó al
corazón, cayendo redondo en el dintel de la puerta del cuartel,
huyendo al grito de traición, que dio al pueblo que al pistoletazo
acudía, lo que hizo pudiésemos huir la mayor parte, siendo muy
corto el número de prisioneros y algunos heridos.
Después de esta tentativa vino otra, puramente popular, sin
instigación de nadie, sino por efecto de una ley sobre contribu
ciones, conocida por
El sistema tributario,
de D. Alejandro Mon.
Esta ley arreglaba el sistema de impuestos, tan desarreglado en
España hasta entonces, y que tan brillantes resultados ha dado,
con la que el derrame de los impuestos es muy conforme a la rique
za y perfectamente distribuida, según los capitales, mientras que
por el sistema antiguo recaía toda la carga sobre la agricultura yganadería.
Esta ley, que tan buenos resultados ha dado, fué la causa de
que los comerciantes cerrasen sus tiendas, los artesanos sus talle
res, y el populacho se lanzó a la calle, protestando contra aquella
ley, que en nada perjudicaba al pueblo trabajador, pero que era un
motivo para que éste tomase pretexto para insurreccionarse contra
el Gobierno. Poco tuvo que hacer la autoridad para pacificar la
población que, como no había un plan de antemano que los empu
jase, se retiraron a sus casas. Sin embargo, el Gobierno fué dema
siado injusto con aquella pequeña asonada, que ni armas ni barri
cadas ni otras señales de insurrección hubo más que una manifes
tación pacífica. No se sabe de dónde, ni cómo, un pedazo de ladrillo
salió de una casa y fué a dar al caballo del jefe político. La Policía
registró la casa de donde creían había sido arrojado el ladrillo, y
i i
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Memorias de Benito Hortelano
como necesitaban una víctima para amedrentar al pueblo, tomaron
a un joven oficial de sastre, lo condujeron a la cárcel, se le formó
Consejo verbal, y en el mismo día fué pasado por las armas. De
las muchas injusticias y atropellos del partido moderado, la muer
te de este pobre sastre no ha tenido ni el menor viso de lega
lidad, y la sangre de este desgraciado fué vengada por el pueblo
en las diferentes revoluciones que se sucedieron, dirigiendo sus
tiros a las autoridades y a los subalternos que más se habían dis
tinguido en la persecución del pueblo. Así se ha visto después
morir el segundo jefe de la Ronda de capa, Miguel Redondo, en la
revolución del 26 de marzo de 1848. En el mismo año, en la de 7 de
mayo, pereció Fulgosio, y en la que se hizo el año 1854 el pueblo
fusiló, haciéndolos antes sufrir infinitos tormentos, a D. Francisco
García Chico, inspector de la Policía secreta de toda España, per
seguidor por más de veinte años de los progresistas, y a su segundo,
llamado Potito, que fué un malvado, como también otros muchos
de los más distinguidos por su odio a los liberales, pertenecientes
a la célebre Ronda de capa.
Pero quien ha tenido la suerte de escapar hasta hoy de la ven
ganza popular ha sido el general Narváez; verdad es que en la
revolución del 54 no se encontraba en España, y sin duda debe a
esta circunstancia el tener vida. También ha sido favorecido este
hombre por la Providencia, pues no de otra manera puede pensarse
al no morir en los diferentes atentados que contra su vida se han
dirigido.
A fines del año 44, algunos artesanos de Madrid, hombres de
aquellos que tomando rencor a un magnate o a una causa lo llevan
todo hasta el fanatismo, estaban reunidos en una taberna. La con
versación del pueblo en aquella época siempre era sobre la política,
sobre las persecuciones que sufría el partido progresista por el
partido moderado, y como Narváez era el jefe, contra él recaía el
odio público. Uno de los de la reunión, oyendo las diferentes bra
vatas de sus compañeros, estaba cabizbajo, como hombre que
piensa más que habla. Cansado de oír un día y otro que si Nar
váez sucumbiese, con él caería el partido 'moderado, se dirigió a
los compañeros que tantas bravatas echaban diciendoles: "Compa
ñeros, estoy cansado de oír tanta charla, tanto patriotismo en los
labios y que nadie va a los hechos; menos hablar y más obrar es
lo que se necesita. Si tan patriotas sois, si creéis que con la muerte
de Narváez nuestro partido sube al Poder, si hay dos que me
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Memorias de Benito Hortelano
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acompañen, antes de ocho días Narváez no existirá." Cinco eran
los reunidos, y cinco juraron en aquel momento seguir el plan que
les propusiese para cumplir lo que había dicho.
Seis días transcurridos de este juramento el general Narváez
montaba en su coche y daba la orden a su cochero para que se
dirigiese al teatro del Circo. Acompañábale al general su ayudante
de campo, al que, por una fatal casualidad, o sea providencial
mente, el general le cedió el asiento de la derecha, cosa que
jamás había hecho, ni es político sentarse el inferior a la derecha
del superior.
A las ocho menos cuarto de la noche, enfrentando el coche, que
iba a toda carrera, con el convento de "Porta Celi", fué detenido
por unos hombres que, apuntando los trabucos por la portezuela
del coche, descerrajaron la metralla mortífera sobre aquel rincón
del carruaje, al propio tiempo que por la parte de atrás penetraban
las balas de otros dos trabucos.
Los que habían disparado las armas se retiraron muy tranqui
los a la taberna donde hicieron seis días antes el juramento de
asesinar a Narváez, lo que creían haber conseguido, porque dentro
del coche oyeron el lamentable "¡Ay, me han muerto "
El coche había seguido a todo galope hacia el teatro del Circo,
donde estaban Su Majestad y los ministros. Apenas entró el gene
ral Narváez en el teatro, dio orden para que condujesen a su casa
al herido, después de hecha la primera cura por los médicos que
allí se encontraban. Esparcida la noticia de lo ocurrido, la función
se suspendió por orden de la Reina, y la Policía se desparramó por
la población, en busca de los asesinos. Las tropas fueron puestas
sobre las armas, y las patrullas recorrieron toda la noche. Se pren
dió a algunos ciudadanos por sospecha o para indagar; nada con
siguió la Policía sobre los verdaderos delincuentes.
Al siguiente día fué conducido al cementerio el cadáver del des
graciado ayudante, que un acto de cariño y confianza dispensados
por su general, cediéndole el asiento de la derecha, tan caro le
costó, pues no eran a él dirigidas las mortíferas armas, sino al
general, que, como era natural, debía ocupar el lado derecho del
carruaje. No había llegado para el general Narváez la hora fatal
que cada criatura tiene señalada, como no había llegado todavía,
cuatro años después, que indudablemente las balas que a Fulgosio
mataron fueron cargadas para Narváez, Con razón decía este
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Memorias de Benito Hortelano
general "que a Providencia le reservaba p ara concluir con la
demagogia", como así fué.
A pesar de lo que en aquella época conspiré contra el general
Narváez y los de su partido, no dejo hoy de reconocer que si no
hubiesen contenido a las descabelladas ideas liberales de aquellos
años, la España no se encontraría en el grado de prosperidad en
que hoy se encuentra. Narváez fué el regulador de las pasiones
desbordadas, que contuvo ion mano fuerte. Separados algunos lu
nares sangrientos de este hombre, la historia le ha de hacer justicia
como hombre de orden.
Como dos meses habían transcurrido desde este acontecimiento
y los perpetradores eran ignorados del Gobierno. Pero una mujer
fué la causa de que se tomase el hilo para el descubrimiento de
los asesinos. De confianza en confianza pasó de la mujer de un
carnicero hasta los oídos de la Policía, que en una misma hora,
sabiendo los nombres de los cinco juramentados, fueron presos.
Eran dos carniceros, dos carpinteros y un hullero. Conducidos al
cuartel de Santa Isabel, quedaron custodiados por el regimiento
de la Princesa, que lo ocupaba, y que creyeron más seguro que la
cárcel pública.
En pocos días fueron juzgados, pero no tan pocos que no les
diese tiempo para combinar la evasión.
Estaban encerrados los cinco en una pieza diel cuartel, en el
piso tercero, la que tenía una ventana con reja a la calle. Dos días
antes de cumplirse la ejecución de pena de muerte que sobre ellos
había recaído se subieron a la ventana, después de limados los
hierros de la reja y el de los grillos, y con las sábanas se descol
garon.
El momento de esta fuga fué de esta manera: En la comida les
habían introducido limas finísimas, que manejadas por el hullero,
hombre hábil, pronto los grillos y la reja estuvieron en disposición
de no ofrecer resistencia. Los que de afuera los favorecían sabían
día a día el estado de la causa, hasta que se pronunció la senten
cia, que ya sabían de antemano sería de muerte. La víspera de la
fuga les introdujeron un papel en que se les ordenaba que estuvie
sen listos a las doce de la noche, y en cuanto hubiesen relevado
los centinelas a dicha hora se sacasen la verja y grillos; que al
dar el reloj la campanada de las doce y media se descolgasen.
Había en la calleados centinelas, uno en cada esquina del cuartel;
la ventana por donde debían desprenderse estaba en medio, lo que
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Memorias de Benito Hortelano
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hacía difícil el escaparse, porque por cualquier lado de la calle
donde se dirigiesen serían detenidos por los centinelas. Esto era
precisamente lo que corría por cuenta de los que por fuera procu
raban la evasión. Efectivamente; suena la campana del reloj a las
doce y media, y los presos empiezan a descolgarse con las sábanas
enlazadas, y de contrapeso, los catres en el cuarto o prisión. En
este mismo instante dos hombres bajaban por la calle y dos salie
ron por el otro extremo, calculadas tan perfectamente las dis
tancias y el tiempo, que ambos centinelas fueron sorprendidos, no
quedándoles ni movimiento para defenderse ni valor para llamar
a la guardia, pues los puñales estaban cerca del corazón para cla
várselos al menor movimiento. Diez minutos duró la operación
para bajar los cinco presos que, sin hablar a sus libertadores,
tomaron diferentes direcciones. Ya a salvo, los "hombres que habían
sorprendido a los centinelas dejaron a éstos, previniéndoles antes
que no hiciesen ninguna demostración hasta que hubiesen desapa
recido de su vista, porque de lo contrario serían asesinados por
otros compañeros que en las inmediaciones estaban ocultos. Cuando
quisieron volver de la sorpresa y llamar a la guardia, ya fué inútil
la persecución, porque habían desaparecido todos.
Cuatro de los evadidos salieron aquella noche de Madrid y se
salvaron en Portugal. El hullero tenía una linda muchacha, que le
enredó entre sus encantos y le hizo quedarse.
Mes y medio después de este acontecimiento mi esposa me
despierta para que me asome a una ventana que caía frente a las
altas casas de la calle de Cuchilleros, que tienen la entrada por
la dicha calle y por los soportales de la de Toledo. Las cuatro y
media de la mañana serían del mes de mayo cuando yo me aso
maba a la ventana para saber qué era el ruido y alboroto de la
vecindad, cuando un hombre iba trepando de tejado en tejado,
en dirección a la plaza Mayor; era el hullero el hombre que huía
de esta manera. La Policía había sabido que el hullero vivía con
la querida en una guardilla de la calle de Toledo, y habiendo cer
cado la manzana, a las cuatro de la mañana llamaba a la puerta
de la habitación de la linda joven, que acababa de levantarse. El
hullero saltó de la cama, y, poniéndose los pantalones y una cha
pona, por la ventana de la guardilla saltó al tejado, quedándose
en observación hasta saber quién llamaba. La muchacha abrió la
puerta y la Policía se precipitó en el cuarto. En vano negó ella estu
viese allí el que buscaban, porque el sombrero había quedado sobre
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Memorias de Benito Hortelano
una silla y la ventana abierta. Un polizonte saltó a la ventana para
salir al tejado, por donde calculaba se habría fugado; al saltar y
sacar la cabeza para el tejado, el hullero, que esperaba con una
teja en la mano, descargó tan fuerte golpe sobre el polizonte, que
éste quedó muerto en d acto, con cuyo acontecimiento tuvo tiempo
de trepar de tejado en tejado, hasta que se descolgó por un caño
conductor de agua, cayendo a la casa de un carpintero, en donde
pidió socorro, que, como hombre del pueblo, el carpintero se lo
dio y ocultó hasta que, quince días después, salió en medio de la
Policía que estaba en la plaza, disfrazado con un gran sarta, ante
ojos y peluca, representando un anciano. A una legua de Madrid
un caballo le esperaba y, en unión con unos contrabandistas, por
caminos desusados, le condujeron a Portugal.
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SEGUNDA PARTE
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I
Mi salida de Madrid. Llegada a Bayona. ídem a Burdeos. ídem a
París. Mi estancia en París. Salgo para volver a Madrid. Mi
residencia en Burdeos, donde encontré algunos amigos. Me deci-
den para embarcarme con ellos con destino a Buenos Aires.
Mi viaje y arribo a Buenos Aires.
En el mes de julio de 1849 pesaban sobre la imprenta varias
denuncias cuyo importe no alcanzaría, vendida en remate, para cu
brirlas. Por otra parte, la casa del banquero Mr. Albert había que
brado, y en su quiebra pasó mi imprenta, por la parte de créditos
que en ella tenía, a la masa común de acreedores. En vano pedí a
los síndicos separasen la imprenta de los demás negocios; pero,
aunque me lo prometieron repetidas veces, las promesas no llega
ban a realizarse según mis deseos. Así que esta dificultad, por un
lado,
y las denuncias, por otro, me convencieron de que nada recu
peraría de mis intereses.
Además, no alcanzando a cubrir la imprenta el importe de las
multas, recaerían sobre mi persona las iras de Narváez. Para evitar
un contratiempo, y con objeto de visitar París, examinar los ade
lantos tipográficos, formando un caudal de conocimientos útiles
en mi arte, y aun decidido a quedarme si mis asuntos no se mejo
raban, me decidí a emprender mi viaje.
Otra circunstancia me animó, y fué la de que mi querido amigo
D. José Martínez Palomares también tenía decidido su viaje para
Francia, aprovechando los meses de vacaciones de la Universidad,
de donde era catedrático. Nos pusimos de acuerdo para ir juntos.
Sacamos nuestros pasaportes por el ministerio de Estado, dejando
las fianzas que para salir al extranjero se exigen por el Gobierno.
El día 18 de julio partió Martínez, por no haber más que un
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Memorias de Benito Hortelano
asiento para él, y el 19, a las cuatro de la mañana, despidiéndome
de mi querida familia, partí en la diligencia, primera vez que via
jaba y ausentaba de Madrid.
Como era de noche cuando partió el carruaje, no pude conocer
a los compañeros de viaje, hasta que, llegando a la primera posta,
llamada de San Agustín, habiéndome apeado mientras mudaban
tiro, sentí que desde el interior del carruaje me llamaban por mi
nombre: era la bella Antoñita Coronado de Llorente, que con una
criada se dirigía para Bayona. Otros pasajeros conocidos iban en
la diligencia, entre ellos el Marqués de Campoalange con su hijo.
Todos los pasajeros parecía que se habían escogido por su ge
nio alegre y bullicioso, proporcionándonos un feliz viaje, divirtién
donos en Burgos, adonde llegamos al siguiente día como a las
seis de la mañana, visitando algunas curiosidades de aquella an
tiquísima ciudad. Por fin llegamos a Bayona al tercer día de viaje,
como a las doce del día.
Es Bayona una ciudad antigua, con una ciudadela de primer
orden a la margen izquierda del río. Apenas nos apeamos en la
casa de postas, llegó mi amigo Martínez, quien ya me tenía hotel
buscado, y como Antoñita y su criada iban solas, sin comprender
el idioma ni tener quien por el momento las acompañase y guiase,
vinieron con nosotros a ocupar el mismo hotel, tomando una sec
ción de él para ambas, ocupando nosotros dos piezas en los pisos
altos y distantes del de Antoñita. Esta mandó unas cartas que de
recomendación llevaba, y al momento se presentaron varios comer
ciantes a ponerse a sus órdenes.
Diré cuatro palabras de esta Antoñita, porque en mi excursión
en Francia ha de figurar constantemente.
Esta joven, hija de un portero de D. Aniceto de Alvaro, dueño
de la imprenta y director de El Castellano, de quien he hablado en
la primera parte, la conocí siendo niña, como de siete años. Fui
amigo de todos sus hermanos y de su padre, pero particularmente
de su hermano Manuel, médico, joven de bastante instrucción.
Don Aniceto de Alvaro había traído de la provincia de Jaén a
la familia de Antoñita, protegiéndola y sacándola de la indigencia.
Se decía que Alvaro había tenido relaciones con la madre de An
toñita. Esta tenía una hermana mayor, mujer interesantísima, tipo
extraordinario de hermosura, con la cual tuvo también relaciones
el Sr. Alvaro, casándola después con un lindo joven escribiente de
su casa. Antoñita fué creciendo, y D. Alvaro cuidando de su edu-
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Memorias de Benito Hortelano 171
catión y dijes, visitando todos los días a la niña, llevándola dulces,
tomándola sobre sus rodillas y tratándola como padre. Antoñita
quería a su padrinito con todo el candor de una niña, y más viendoel respeto que toda la familia guardaba al amo, como llamaban
a D. Aniceto.
Trece años apenas había cumplido esta criatura, y ya el bárba
ro, que había tenido comercio con la madre y con la hija mayor,
no respetó la inocencia de la que decía su ahijada.
S'i hermosa había sido la madre y hermosísima la hija mayor,
Antoñita era una Virgen de Murillo, una criatura encantadora a
los catorce años de edad. Naturalmente, conforme iba adelantando
en años iba teniendo más conocimiento del mundo, y la muchacha,
a pesar de darle Alvaro todo los gustos y lujo que quería, no esta
ba conforme con vivir en relaciones con un viejo. Alvaro lo com
prendió y procuró casarla conforme a sus planes.
No tardó en hacer caer en el lazo a un lindo joven, de intere
sante figura, el cual estaba de escribiente en la casa del banquero
Albert. Este joven era D. Julián Llorente, que después figuró su
nombre al frente de mi imprenta cuando el arreglo con Mr. Albert.
Pasaron los primeros meses de la luna de miel, y Antoñita no
podía conformarse a vivir con el sueldo de un triste escribiente,
habiéndola educado D. Aniceto con todos los mimos y caprichos
propios del objeto para que la había destinado. El viejo Alvaro,
como hombre de experiencia y de mucho dinero, esperaba el resul
tado que no podía menos de tener el matrimonio para entonces
aprovecharse e imponer la ley a uno y a otro de los consortes.
Así sucedió; Antoñita habló clarito al marido; éste, como no era
ignorante de lo que había pasado antes de casarse, bajó la cabeza
y pasó por todo; y he aquí al Sr. Alvaro dueño de aquella casa.
Sin embargo, tanto quiso exigir, que el marido, el buen Llo
rente, se separó de la mujer. Esta siguió viviendo con D. Aniceto;
pero éste quiso dominar de una manera tan absoluta sobre la mu
chacha, que ésta rompió, por fin, con aquel viejo para entregarse a
otro viejo. Este que tomó la hipoteca lo era D. Ignacio Boix, céle
bre editor de Madrid, hombre generoso, gastador y que cifraba su
orgullo en robar las muchachas más lindas a sus amantes a fuerza
de dinero y atenciones.
Tal es la historia, cuyo bosquejo acabo de hacer, de la célebre
Antoñita Coronado de Llorente.
Martínez y yo nos decidimos a quedarnos unos días en Bayona
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Memorias de Benito Hortelano
para tomar los baños de Biarritz, que a la sazón estaban muy con
curridos.
Algunos de los compañeros de viaje, comerciantes de Madrid,
que iban a París a sus negocios, se quedaron con nosotros. Cinco
días estuvimos en Bayona, y el tiempo nos faltó para tantas cabal
ga tas , paseos, comilonas y locuras. A todas estas expediciones con
curría Antoñita, y todos los que se pegaban a nosotros no era por
nuestras lindas caras, sino por la bella andaluza, que tenía locos
a cuatro o seis a la vez.
Aunque ella no necesitaba que la guardasen, pues sabía guar
darse de quien quería, sin embargo, como tenía un compromiso con
Boix, a quien esperaba de un momento a otro, por haberse dado
cita en aquel punto, ella quería salvar su honor para con Boix, y
viéndose tan estrechada por los comerciantes, y sobre todo por un
tal Barroch, joven rico y de bella figura, la muchacha pidió mi
auxilio, en atención a la amistad y respetos que yo tenía que guar
dar a mi antiguo maestro ,Boix.
Pedía a mi compañero Martínez me ayudase y, siquiera por res
petos a la amistad mía con Boix, respetase a Antoñita y procurase
evitar que los que la asediaban cometiesen alguna diablura. No me
gustaba mucho el haberme constituido guardián de mujer tan peli
grosa, por lo que vi ,el cielo abierto cuando, al cuarto día, llegó
Boix. Antoñita, la criada, la dueña del hotefl y su hija impusieron
a Boix del respeto que habíamos guardado Martínez y yo a su
querida y de lo que habíamos hecho por que fuese respetada de tan
to diablo como la asediaba. Boix supo apreciarme este servicio, y
más tarde me ha dado pruebas nada equívocas de confianza.
Partimos en la diligencia para Burdeos, dejando a Boix y su
querida en Bayona, para desde allí ir a tomar los baños del Piri
neo,
que le habían ordenado los médicos por una enfermedad a
la piel que padecía.
A los dos días, y como a las cuatro de la mañana, llegamos a
Burdeos. Al siguiente día, o, mejor dicho, aquel día, salimos en
busca de D. Manuel Toro y Pareja, que, con su señora, hacía comoun mes allí residía. Allí conocí o, mejor dicho, me encontré, porque
de vista y de nombre ya le conocía, a D . Cándido Laguna, emigrado
de la revolución del 48.
Visitamos la magnífica y comercial ciudad, partiendo a los dos
días para París, yendo en diligencia hasta la ciudad de Tours, en
donde tomamos el camino de hierro como a las cinco de la tarde,
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Memorias de Benito Hortelano 173
llegando a París a las once de la noche, habiendo andado 60 leguas
en menos de seis horas.
Henos en esta moderna Babilonia, sin oonocer el idioma, de
noche y sin saber si nos engañarían o qué harían de nosotros tan
tos famélicos commissioners como nos aturdían con sus gritos, sin
saber qué nos decían, tomando uno los sombreros, otros los baú
les y otros el resto del equipaje. En tal situación, el mejor partido
era dejarnos conducir donde quisiesen. Después de andar calles y
más calles, vueltas y revueltas, nos depositan en un gran hotel, en
donde, sin averiguar lo que nos costaría ni las demás circunstan
cias,
fuimos introducidos a una magnífica habitación que contenía
dos limpias y bien mullidas camas, con todo los útiles necesarios
para nuestro servicio. Un sirviente se puso a nuestras órdenes, ha
ciéndonos comprender que si algo se nos ofrecía tirásemos del cor
dón de la campanilla. Era la primera vez que desde que habíamos
pisado el territorio francés nos encontrábamos sin tener quien com
prendiese nuestro idioma, porque tanto en Bayona como en Bur
deos,
como cercanos a España y por el contacto con tantos emi
grados, se encuentra en todas partes quien hable el castellano. En
fin, sea el cansancio, sea el traqueteo del camino de hierro, toma
mos la cama con gran placer, siendo las once de la mañana del
siguiente día cuando nos despertamos. Tomamos unas tostadas con
café y leche y nos dispusimos a salir a buscar las personas con
quienes teníamos cita en la Bolsa para que éstas nos dirigiesen a
las casas para donde teníamos, recomendación.
Desde el hotel en que paramos hasta la Bolsa hay una distancia
de media legua, atravesando calles, callejuelas, plazas, etc. Sali
mos a la calle como dos estúpidos, sin saber cómo preguntar ni
cómo explicar lo que queríamos. Mi compañero Martínez había
quedado medio abobado con el ruido del ferrocarril: desmemoria
do, desorientado; en fin, un hombre inútil que, a haber estado solo,
le hubiera ido muy mal, iporque en más de mes y medio no volvió
en sí de la especie de estupidez en que había caído. Todo lo con
trario me sucedió a mí, porque a las veinticuatro horas parecía
que me había criado en las calles de París: tal fué el tino que tomé
para buscar las distancias y abreviar camino. Es una especialidad
que siempre he tenido la de acordarme de los puntos por donde
haya pasado una vez, tomando cierto dominio de los parajes que
he visitado, que con dificultad se me olvidan más.
Al salir del hotel, y no habríamos andado doscientos pasos, vi
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174 Memorias
de Benito
Hortelano
un hombre con una cartera y sombrero de hule, al estilo de los re
partidores de cartas de Madrid, y al pronto se me ocurrió dete
nerlo, y, sacando mi cartera, mostré al cartero, pues no era otra
cosa aquel hombre, las líneas apuntadas de dos señas que deseá
bamos saber. El cartero nos hizo seña le siguiésemos; así lo hici
mos, y, pasando y cruzando calles, nos puso en el Boulevard de
los Italianos, en la esquina a la calle de Laffite, marcándonos desde
allí la calle de Provenza, que era la que buscábamos. Dimos con
la casa de madame Smit, librera y comisionista de los editores de
Madrid, señora que habla perfectamente el español por haberse
educado en Madrid. Esta señora fué nuestro ángel, que nos guió
con suma claridad (al menos para mí) a todas las calles donde
debíamos ir. A la una debíamos estar en la Bolsa, en donde había
mos quedado citados desde Bayona para encontrarnos con los co
merciantes de Madrid. Entramos en aquel maremàgnum de gritos,
gestos, patadas y desentonos que en aquel lugar se observan, lo
que no dejó de sorprenderme, acostumbrado a la Bolsa de Madrid,
donde reina la gravedad, la mesura y completo comedimiento. La
Bolsa de París es un reñidero de gallos; más: una plaza de toros;
todos los negocios se hacen a gritos, y el que mejores pulmones
tiene más negocios hace.
No encontramos a quien buscábamos, y siendo las tres de la
tarde y encontrándonos con buen apetito, nos entramos en un café
jardín-restaurante que está cerca de la Bolsa. Pedimos la carie y
marcamos en ella lo que queríamos comer, que era jamón con hue
vos. Creíamos nos lo servirían al estilo de España, que es buenasf
lonchas de jamón magro con huevos fritos en la misma grasa; pero
nos trajeron una tortilla revuelta con unas tiritas de jamón gordo,
y la tortilla con azúcar. No nos agradó, por lo que, para no sufrir
otro desengaño, nos comimos dos panes y nos bebimos dos botellas.
de vino para rnatar nuestro apetito. Pedimos la cuenta y nos sopla-,
ron 12 francos por no comer.
De allí saqué mis apuntes y decididimos ir a buscar a D. Sal
vador Albert, mi antiguo maestro, cuyas señas tenía. No muy lejos
de la Bolsa está la calle de Montmartre, número 182, que es donde
Albert vivía. Dimos muy pronto con la casa, recibiéndonos doña
Genoveva, mi antigua patrona, con no poca alegría; al poco rato
llegó de la imprenta el Sr. Albert, quien no poco gozó al ver en
su casa a su antiguo discípulo.
Como sucede en estos casos cuando los paisanos se encuen-
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Memorias de Benito Hortelano i 7$
tran en país extranjero, Albert nos preguntó dónde vivíamos, qué
pagábamos, etc. Apenas le dimos las señas del hotel cuando nos
dijo:
"Es necesario que mañana, muden de casa, porque les van arobar hasta la camisa." La señora se acordó que en un piso entre
suelo había una señora viuda que tenía piezas amuebladas para
hombres; bajó, se arregló con la dueña y quedamos convenidos en
irnos a habitar allí desde el siguiente día, pagando 30 francos
mensuales por los dos amigos, dándonos además el desayuno.
En pocos días de permanencia en París hicimos muchas rela
ciones con españoles emigrados y varios correos de gabinete. Nos
reuníamos a las cuatro de la tarde en el
Pasage Soissel,
en un hotel
donde nos servían de comer perfectamente por 1 franco 50 céntimos
cada día. Desde allí pasábamos a tomar café al de las Odaliscas,
en que había tres argelinas en traje árabe que eran la misma be
lleza. Los correos de gabinete tenían gran amistad con ellas; pero
como nosotros apenas empezábamos a decir algunas palabras
en francés, no podíamos entrar en las bromas de ellos. Concurrían
a aquel café miles de extranjeros, sobre todo ingleses, al olor de
las bellas odaliscas, cuya hermosura las proporcionaba un gran
despacho de café y licores; no sé si harían además otro negocio.
A los pocos días de nuestra concurrencia a aquel café nos encon
tramos con un moro tras el mostrador, y por su actitud no cabía
duda de que era el jefe de la casa. Era un hombre como de treinta
y cinco años, barba rubia, larga y espesa, ojos azules, bastante
fornido y de cinco pies tres pulgadas de alto. Las bellas odaliscas
le dijeron, sin duda, que nosotros éramos españoles, porque, sa
liendo del mostrador, se dirigió el moro a nuestra mesa y en muy
buen español nos saludó, entrando en conversación con nosotros,
hablándonos de su viaje a Argel, de donde había llegado aquel
día, trayendo una morita lindísima, que decía ser su cuñada. En
pocos días llegamos a tomar confianza con el moro, que nos decía
había aprendido el castellano en Mallorca, donde había estado
mucho tiempo con casa de comercio, y además que en Argel se
habla mucho el castellano, por tanto número de españoles como
allí reside; pero, contándonos un día algunas hazañas, se le esca
paron algunas interjecciones que sólo los españoles de la provincia
de Murcia o de Valencia usan. "Alto ahí —le dije—. Mi amigo,
usted es español, porque las palabras que acaba de pronunciar sólo
españoles de Valencia las usan." Se echó a reír, y no tuvo incon
veniente en contarnos su historia. Nos dijo que era murciano; que,
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I76 Memorias de Benito Hortelano
habiendo sido tomado con un contrabando, fué destinado al pre
sidio de Ceuta, de donde se escapó, pasándose al moro. Que desde
Marruecos volvió a escaparse, siendo cautivo, y pasó a Oran, plaza
que tienen en África los franceses, y que de allí pasó a Argel, en
donde se había dedicado al contrabando con las costas de Italia.
Que, habiendo perdido lo que tenía, había robado en Argel aque
lla odalisca más linda que estaba en el café, habiéndose casado
con ella, y era la preferida. Que las otras odaliscas las había traí
do para negocio, y que, calculando la novedad que en París cau
saría un café servido por odaliscas, había pedido a un usurero fon
dos para establecer el café, el cual judío, tan luego como conoció
a las argelinas y se enteró del negocio, no tuvo inconveniente en
facilitarle los fondos que había necesitado; que le iba perfecta
mente en el negocio, y que cuando el público se cansase y ya no
fuesen novedad las odaliscas pensaban irse a Londres y establecer
allí un café, mudando de capital en capital cuando el negocio aflo
jase. Por fin, de confianza en confianza, vino a decirnos que las
tales odaliscas no eran odaliscas, sino francesas e italianas que
había contratado en Argel, pasándolas un tanto con la obligación
de estar en el café vestidas de odaliscas; que hablaban algo el ára
be, y que como este idioma está poco generalizado, si alguna vez
tenían que hablar con alguno que comprendiese el árabe, con decir
que no habían salido de Argel, y como allí es una mezcla de todos
los idiomas, no lo hablaban con perfección, o que, habiendo salido
muy jóvenes, se les había olvidado.
En resumen: aquellas bellas odaliscas, si hubiesen estado ves
tidas a la europea nadie se hubiese fijado en ellas y hubiesen pa
sado como tantas grisetas bonitillas; pero el traje argelino las
hacía encantadoras. ¡Así son todas las ilusiones del mundo Cuan
do nos dijo que no eran odaliscas, ya perdieron a nuestra vista
todo el encanto que bajo el traje nos parecía tendrían aquellas
mujeres, y, sin embargo, eran las mismas.
Paseábamos después del café por los Campos Elíseos, en donde
nos estábamos hasta las once de la noche en los cafés
chantantes.
Allí conocimos a dos infelices jóvenes españolas, naturales de Se
gòvia, que, habiendo abrazado el padre la causa carlista siendo
administrador de Correos cuando entró Zariategui en aquella ciu
dad, emigró a Francia después del Convenio de Vergara. Eran
criaturas cuando emigraron; el padre no podía mantener la familia,
por lo que la madre con sus dos hijas entraron en un colegio, la
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Memorias de Benito Hortelano iyj
madre de sirvienta y las hijas allí se educaron. Una de ellas se
dedicó al canto; tenía buen método pero poca voz, y la pobreoita,
para mantener a la madre y a su hermana enferma, se había con
tratado para cantar por la noche en uno de los muchos cafés al
aire libre que en París se encuentran. En uno de los Campos Elí
seos conocimos a esta familia por mediación de los correos de ga
binete, que ya hacía años conocían al padre y a esta familia. Nos
hablaron muy bien de ellas, lo que no desmintieron en el tiempo que
las tratamos.
Se precisa toda la virtud y abnegación de una joven para salir
a cantar noche y noche en un tablado, en medio de un café donde
tanta gente concurre. No las pagan nada los dueños de estos cafés;
antes al contrario, ellas tienen que dejar la mitad de lo que recau
dan del público a beneficio de la casa; verdad es que la casa tiene
que pagar la orquesta, pero también es cierto que la concurrencia
y el consumo que ésta hace es debido a las cantatrices. Estas,
después que han cantado un aria, dúo o terceto, bajan del tablado
con un saquito de cuero muy adornado y de mesa en mesa van
pidiendo. Según es más o menos bonita, más o menos simpática, o
peor o mejor canta, así es la recolección, pues un apretón de ma
nos,
una indirecta, alguna esperanza que dejan entrever cuando
pasan entre las filas de mesas, así van cayendo los
suses
y los
francos.
Concluida la función, que generalmente es entre once o doce
de la noche, pasan a la administración del café; se saca de las bol-
sitas la recolección, se retira la mitad para la casa y lo demás se
reparte entre los artistas de ambos sexos, con arreglo a los suel
dos o partes que, según su mérito artístico o personal, tienen esta
blecido. No se crea que ganan una miseria en este ejercicio; noche
hubo, estando nosotros, que repartieron las primeras partes a 18
francos; pero puede calcularse término medio de 10 a 12 francos
diarios lo que saca cada uno. Es verdad que de ello tienen que
hacerse los ricos trajes que han de sacar, guantes, cintas, etc., y que
las noches de lluvia no hay sueldo, porque, naturalmente, el pú
blico no concurre por ser al aire libre.
Por las mañanas, después que nos desayunábamos, salíamos a
visitar templos, museos, el jardín de plantas y todas las preciosida
des que París encierra. Día a día hacíamos esta operación, y con
toda calma y examinando todo detenidamente, volvíamos a estu
diar lo que nos llamaba m ás la atención. El Museo de Pintura y
12
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178 Memorias de Benito Hortelano
Escultura, establecido en el Palacio del Louvre, era nuestra visita
favorita. Nos llamaba la atención ver tanto número de señoritas,
sentadas ante su caballete y con la paleta en la mano, sacando co
pias de los cuadros. Preguntamos si eran discípulas, si aquélla.era
la escuela de pinturas, y nos dijeron que todas aquellas jóvenes
vivían de las copias que sacaban, vendiéndolas después a los pa
cotilleros, que por una friolera se las compraban para hacer reme
sas al extranjero.
Visitamos el Panteón donde están depositados los restos de los
hombres grandes de Francia, y desde las profundidades de este
gran templo subimos a la cúspide, que es la torre más elevada que
tiene París. Visitamos el cuartel de Inválidos, magnífico edificio co
locado en la cabecera del Campo de Marte, paraje de tantas esce
nas sangrientas y tantas locuras revolucionarias como allí se han
celebrado. Subimos a la columna de la plaza de Vendóme, fundida
con los cañones tomados por Napoleón a los austríacos, en cuya
cúspide está la estatua de Napoleón, de un tamaño colosal. A esta
columna se sube por una escalera de caracol dentro de la misma
columna, cabiendo apenas un hombre; hay que ir provisto de una
linterna que entrega en la puerta un inválido que cuida del monu
mento y recibe las propinas de los curiosos que visitan el monu
mento glorioso de la Francia. Hay, desde el pie de la columna
hasta la placeta donde está la estatua, 266 escalones.
También subimos al Arco de la Estrella o del Triunfo, colocado
al final de los Campos Elíseos, en línea paralela con el Palacio de
las Tullerías y con la plaza de la Concordia. En esta plaza fué
guillotinado Luis XVI y tantos otros ilustres franceses. Una linda
fuente ocupa hoy el lugar que ocupó la guillotina, y a los lados
están las dos pirámides que Napoleón hizo conducir de Egipto
cuando su conquista. Al norte de esta plaza está el Palacio de la
Representación Nacional, y al sur, la célebre iglesia de la Magda
lena. Es una vista magnífica la que ofrece el centro de la plaza
de la Concordia.
En aquellos días se celebraba la Exposición de la Industria
Francesa. Un magnífico edificio construido al efecto en los Campos
Elíseos contenía todas las preciosidades de la industriosa Francia.
También se celebraba en aquel tiempo la Exposición de Pinturas
en eíl Palacio de las Tullerías, donde un año antes moraba Luis
Felipe con su numerosa familia. No son fuertes los franceses en
pinturas; su escuela es de mal gusto; colores exagerados, como
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Memorias de Benito Hortelano
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todo lo que, al querer imitar la obra de la Naturaleza, exageran los
franceses; su genio no puede sujetarse a reglas, todo es imagi
nación.
Como al mes de mi permanencia en París, llegó D. Ignacio Boix
con Antoñita, que, no habiéndole mejorado los baños del Pirineo,
quiso ponerse en manos del célebre y afamado médico Velpeau,
autor de muchas obras de Medicina, sobre todo de enfermedades
de la piel, que era de la que Boix padecía.
En mal estado de salud llegó este amigo; se puso en cura, visi
tándole Velpeau, y cada día iba peor. Por fin, aburrido después de
dos meses, llamó otro médico, despidiendo por inútil al maestro de
todos los médicos modernos, M. Velpeau, cuyo sistema siguen los
galenos de todo el mundo en muchas enfermedades, pero particu
larmente en las de la piel. Pasó la cuenta a Boix a razón de 100
francos por visita, que importaron más de 6.000 francos, por po
nerle peor que estaba, con toda su ciencia.
Acompañaba a Boix un cirujano valenciano, practicante que
había sido en el Ejército y en varios hospitales de España. Infini
tas veces le había propuesto a D. Ignacio el curarle; pero éste le
llamaba bestia, estúpido y majadero, diciéndole que, no habiendo
podido curarle Velpeau, el padre de la ciencia, cómo quería él cu
rarle. Por fin, cansado de cambiar de médicos, y como a la deses
perada, se puso en manos del practicante que como de sirviente o
enfermero estaba. Ocho días fueron suficientes al estúpido cirujano,
al bestia practicante español, como Boix le llamaba, para poner
completamente sano a su patrón, desapareciendo la incurable en
fermedad de la piel, que le había convertido, con los medicamentos
y unturas, en una llaga todo el cuerpo.
Pero lo más particular de esta cura fué la sencillez de los reme
dios que el cirujano propinó; fueron éstos un purgante, varios ba
ños enteros en agua de afrecho con algunas partículas de mercu
rio, con lo que las llagas desaparecieron y la piel quedó sana, des
apareciendo la picazón que tanto le molestaba. Este mismo reme
dio pudo haberlo usado en Madrid si hubiese dado oídos a su prac
ticante; pero la ofuscación que se apodera de los hombres por el
relumbrón de la fama de los charlatanes le hicieron gastar más
de 3.000 patacones, las molestias del viaje y una enfermedad larga,
que, si no le hubiera conducido a la tumba, le hubiera conducido a
la indigencia por la mala fe o la ignorancia de los célebres médicos.
Boix es hombre espléndido, aficionado a las comodidades, y le
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18o
Memorias de Benito Hortelano
agrada mucho hacer papelón. En París se alojó en el hotel de Prin
cipes, pagando una onza de oro diaria; es verdad que las habi
taciones que ocupaba estaban ado rnadas con excesivo lujo y que
los sirvientes de aquel hotel sirven de guante blanco, corbata blan
ca, frac, botas de charol, perfectamente peinados, y más parecen
los sirvientes marqueses que dependientes, lo que hace un contraste
con los huéspedes que no les agrada el mucho lujo en sus perso
nas, y toma uno al criado por el amo, y viceversa; pero todo esto
se paga a precio de oro, que los franceses saben muy bien explotar
y hacer pagar a los bobos que se dejan conducir por las aparien
cias,
creídos que todo aquel lujo entra en el ajuste de la casa y
comida. Cuando se toma el desengaño y el desencanto es cuando
pasan la cuenta, que el más generoso y rico se queda estupefacto.
Empieza la cuenta por la suma de lo convenido; sigue el sueldo
del elegante sirviente, o sirvientes, a razón de cinco o diez francos
por día. Después, los mandados que se han hecho fuera del hotel,
que esto se paga aparte, porque, como parece natural, manda uno al
sirviente que vaya tal o cual parte, porque para eso se le paga;
pero no se crea que así sea: el sirviente se denigraría en hacer los
miandados; es otra su categoría, y hay otros sirvientes inferiores
que cobran desde un franco hasta cinco o diez por mandado, según
la distancia y lo que hayan empleado en carruaje. Sigue luego la
suma de los jabones, aceites, agua de Colonia y otras esencias que,
sin ustedi pedirlas, se ha encontrado el lavatorio provisto en abun
dancia de todas estas cosas, renovadas cada día, porque no es de
cente volver a lavarse con el mismo jabón que se ha usado una
vez, ni con los frascos de esencia que han sido destapados, porque
ya se han desvirtuado, y esta suma es la que más horroriza, por
la gran cantidad a que asciende. En fin, la nota de gastos nunca
se acaba de leer, viniendo después las propinas para todos los
sirvientes, desde el portero hasta el encopetado sirviente, que por
supuesto ha de ser espléndida, y como al caballero que se aloja en
semejantes hoteles no le es dado hacer ninguna observación a la
cuenta, porque no sería digno, no le queda sino aflojar la bolsa,
morderse los labios y buscar en silencio otro hotel o más económico
o aclarando las condiciones minuciosamente antes de entrar. Así
se despluma a los incautos extranjeros en París cuando éstos no
han tenido alguna persona que de antemano les haya prevenido, y
aun así y todo, cada cual en su clase o recursos paga la chapeto
nada en mil otras circunstancias, como, por ejemplo, en los tea-
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Memorias de Benito Hortelano 181
tros, cafés o visitando templos y otros establecimientos públicos,
que en todos hay los impertérritos cicerone o cotnmisiotiers alar
gando la mano y haciendo mil cortesías y cumplimientos que con
funden al pobre extranjero.
¿Quién se libra en París de pagar a una muchacha que, limpia
y aseada, apenas ha tomado uno asiento en un café o en un banco
en un paseo, se presenta inmediatamente con una banquetita, le
toma los pies y se los coloca sobre ella? En el café u otros estable
cimientos cree uno que aquello es costumbre y que estas mucha
chas son pagadas para aquel servicio; pero nones; que bien pron
to,
cuando se va a pagar lo que se ha tomado, se presenta la de
la banqueta con su cuenta de dos sous por haber puesto los pies
en la banqueta. Acto continuo se le presenta el limpiabotas que
le ha cepillado las botas aunque estuviesen sin polvo, y le cobra
dos
sous
por haberse uno dejado cepillarlas, y en seguida viene
otro a cobrarle el haberle sacado alguna manchita del sombrero o
la levita, que mientras ha tomado el café le ha estado cepillando.
¿Y en la iglesia? Apenas pone uno el pie en el dintel, ya hay
allí un
commisioner
abriendo la mampara y haciendo una gran
reverencia poniendo la m ano; hay que dar dos sous. Se dirige el pa
ciente extranjero a la pila del agua bendita, y uno o más indivi
duos le alargan hisopos mojados en la pila para que uno no se
moleste en nada. De la pila se dirige el extranjero a tomar una
silla o un banco, y la banquetita es puesta en los pies apenas se
sentó, y, como es consiguiente, hay que pagar silla y banqueta.
Quiere el extranjero tomar un carruaje de los de plaza; dirige la
vista a uno, y como si adivinase el pensamiento, el
cotntnisioner
tiene ya abierta la portezuela; dos sous. Si fuese a relatar todas
las industrias de esta especie que hay en París, no acabaría nunca;
sólo diré, en conclusión, que hasta el aire que se respira hay que
pagarlo.
Con motivo de la enfermedad de Boix me pidió éste le acompa
ñase y no le abandonase, como así lo hice, pasándome a su lado
más de dos meses, viviendo en el mismo hotel de Príncipes, hasta
que se mejoró. Visitamos con Boix y Antoñita la posesión de Ver-
salles, magnifico palacio y jardines que los Borbones tenían para
su recreo. Existe en este palacio un Museo de retratos de todos
los Reyes de Francia, todos los generales y personajes ilustres,
como asimismo las principales batallas en que los franceses han
triunfado. Un día pasamos en aquel palacio; jardines, cascadas y
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i 82 Memorias de Benito Hortelano
juegos de hidráulica, todo preciosísimo por el arte que ha tenido
que suplir a la Naturaleza; pero no son comparables, ni las casca
das ni los juegos hidráulicos, a los de La Granja, de España, en que
la Naturaleza, ayudada por el arte, 'ha hecho del real sitio de
San Ildefonso el recreo de la Humanidad.
Dos veces fuimos a Saint-Cloud, otra posesión regia, en donde
pasamos dos deliciosos días de campo. También visitamos la mag
nífica fábrica de porcelana de Sèvres, donde se trabaja la porce
lana con todo primor.
Los teatros y todos los jardines públicos fueron por nosotros
visitados, como asimismo el palacio y jardines del Luxemburgo y
el Observatorio Astronómico, en el que Martínez tenía mucho que
observar.
Con Boix visité los principales establecimientos tipográficos y
fábricas de fundición de prensas, teniendo ocasión de examinar
el sistema interior de estos establecimientos, con provecho de mi
industria.
Con mi antiguo maestro D. Salvador Albert, regente de la im
prenta del
Correo de Ultramar,
tuve ocasión de observar algunos
adelantos de la tipografía. Mi buen maestro me obsequió mucho,
me hizo conocer muchas costumbres de la clase artesana; concurrí
a los bailes de Múnt-Parnase, la Chomière y otros, en que las gri
setas y los obreros pasan los días festivos alegremente, bailando
y retozando por los jardines, tomando cada cual una compañera
para cenar. Lindísimas jóvenes costureras o de otros oficios, per
fectamente ataviadas con sus trajecítos sencillos, pero con gusto
vestidas, concurren a estos bailes, solas, sin nadie que las cuide,
como tampoco tienen nadie que las mantenga; sólo su habilidad
en el oficio que ejercen es el patrimonio que tienen; son libres como
ia gacela y disponen de sus personas a su albedrío, tomando un
querido, dejando otro, pero sin faltar el lunes y toda la semana
a sus talleres para ganarse el sustento. Es tan numerosa esta clase
de jóvenes en París, que hacen ascender la cifra a 90.000.
Es costumbre en París, entre la clase trabajadora, que en
llegando las hijas a la edad de catorce años, quedan emancipadas
de los padres; éstos, por la ley, no tienen obligación de mantener
las, pero sí de haberlas enseñado un oficio para que puedan ganar
la subsistencia.
Tanto Albert como otros amigos de París me propusieron me
quedase de corrector del Correo de Ultramar, con un buen sueldo;
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Memorias de Benito Hortelano 183
pero iban ya transcurridos cinco meses desde que salí de Madrid
y no podía estar más tiempo sin abrazar a mi familia, por lo que
determiné volverme. Por otra parte, la política del Gobierno de
Narváez no iba siendo tan dura, y tenía esperanza de arreglar mis
asuntos de imprenta.
Salí de París y me dirigí a Burdeos, adonde me encontré con
D. José González, que en unión con Toro y Pareja tenía prepa
rado su viaje para América, sin designación de pasaje. Me detuve
en Burdeos unos días, mientras recibía dinero de mi esposa, para
poder llegar a Madrid, porque me encontraba sin un real, con el
invierno encima y sin más ropa que la de verano. Fui a vivir a la
misma casa donde Pareja y González vivían; tomé una pieza
amueblada y convivimos en sociedad.
Llegó Boix a Burdeos, de regreso para España, y fuimos todos
a despedirle. En la diligencia en que él se embarcaba vimos que
cargaban como 20 talegas de duros, que pertenecían a tres vascos
vestidos toscamente, cubiertos con su boina y poncho. Un español
que se ocupaba de comisiones de los pasajeros, llamado o conocido
en Burdeos por el español grande, en razón a su colosal estatura
y grosura, les hablaba a aquellos rudos vaseofranceses, que mala
mente hablaban el español. El español grande se dirigió a Pareja
y le dijo que preguntase a aquellos hombres cómo les había ido
en América, para que pudiese tomar noticia de lo que deseaba.
Pareja se dirigió a los vascos en estos términos: "¿De dónde vie
nen ustedes?" "De Buenos Aires" —dijeron ellos—. "¿Qué tal país
es aquél?" "Magnífico, señor —dijeron—; es la tierra de promi
sión." "¿Qué tiempo han estado ustedes allí?" "Cinco años, y hemos
ganado 20.000 patacones entre los tres." "¿Pues en qué se han ocu
pado ustedes?" "En los saladeros —dijeron ellos—, friendo grasa
y desollando reses." "Pero, en ese oficio, ¿cómo han podido ustedes
hacer en tan pocos años esa fortuna?" "Como que ganábamos cinco
y seis patacones diarios, que es el precio que allí se paga a los
peones." Los vascos subieron a la diligencia y partieron.
Parecía que en todos nosotros habían producido las palabras
de los vascos el mismo efecto y todos íbamos en silencio pen
sando la misma cosa. Llegamos a casa y nos pusimos a almorzar.
Pareja fué el primero que tomó la palabra, diciéndonos qué nos
había parecido lo que habíamos oído a los vascos. Todos estuvi
mos conformes en contestar, pues en todos había hecho el mismo
efecto la relación que acabábamos de oír, Esta era. Si unos hom-
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Memorias de Benito Hortelano
bres toscos, que no conocían el idioma, que no tenían un oficio ni
industria, habían ganado en cinco años 20.000 patacones, ¿qué por
venir no se abría para los que estábamos presentes, que teníamos
oficio, industria, conocimientos en los negocios y una inteligencia
nada vulgar?
Sin levantarnos de la mesa quedó decidido el viaje para Buenos
Aires de Pareja y su señora, D. José González y D. Cándido Lagu
na, sin p'oderme seducir a que los acompañase. Salimos a tratar el
pasaje con el armador de un buque anunciado para salir para
Buenos Aires a los pocos días. Arreglaron el precio a 60 patacones
cada uno, pagando en el acto su importe. Laguna no tenía con qué
pagar, pero entre Pareja y González anticiparon su importe, a
cobrarlo en América.
Transcurrieron algunos días y yo no recibía carta de mi familia.
No había momento que no me calentasen para que les acompa
ñase; pero yo estaba inflexible, no tenía el más mínimo deseo de
pasar a América; no pensaba sino en mi familia, a pesar de que
no dejaba de bullirme en mi imaginación lo de los vascos, y más
aún la confianza que he/ tenido siempre en mí mismo, en la supe
rioridad que me he reconocido para buscar recursos de la nada.
Por fin, tanto y tanto me suplicaron, tanto me hicieron comprender
lo que yo podía hacer con las inmensas relaciones y corresponsales
que tenía en Europa, que me podrían valer para mis especulaciones,
que por fin me decidieron.
Una gran dificultad había para realizarlo, cual era que no
recibía el dinero que esperaba, y que ninguno tenía ya lo suficientepara mi pasaje, porque habían empleado los restos del dinero que
tenían en algunos artículos, en que esperaban ganar, vendidos en
Buenos Aires. Decidimos ir a ver al armador, que era un judío,
para proponerle me diese pasaje, a condición de pagarle en Bue
nos Aires, sirviendo de garantía las pacotillas de mis compañeros.
El judío me miró, y sólo dijo estas palabras: "El señor tiene pasaje,
yo se lo garantizo, no quiero ninguna garantía, porque apenas lle
gue a Buenos Aires sé que tendrá con qué abonarlo." Estupefacto
me dejó el judío, y no pude menos de darle las gracias, observándo
le que, nO conociéndome, cómo había formado de mí tan confiada
idea. "Tengo buen ojo, mi amigo, y rara vez me equivoco en el fallo
que echo a alguna persona. Usted será el primero de estos caba
lleros que ganará fortuna." Me dio mi boleto, no queriendo admi
tir el compromiso que yo le quise dejar para que cobrase el dinero
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Memorias de Benito Hortelano
185
que esperaba de mi señora, de que ya tenía aviso. Llegó a tanto
su confianza para conmigo, que habiendo recibido estando a bordo
en
Puillac,
esperando viento favorable, una letra de cambio de miseñora para cobrar en Burdeos, se la mandé para que la cobrase,
lo que no admitió, devolviéndosela a mi esposa.
Ahora la dificultad que se me presentaba era cómo anunciar a
mi querida esposa mi resolución de un viaje que, para los que no
viven en puerto de mar, creemos que es para no volverse a ver más.
¿Cómo podía yo alejarme de mis queridos hijos, de mi querida
esposa, en quienes adoraba?
Muchas vicisitudes y borrascas han pasado por mí desde que
llegué a América hasta hoy. Mucho ha sufrido mi espíritu, muchas
contrariedades, desgracias, ingratitudes y desengaños han pasado
sobre mí; pero ninguna me ha hecho el efecto, mi espíritu jamás
ha sufrido tanto, mi corazón parece que me anunciaba toda la serie
de acontecimientos desagradables que había de sufrir desde aquel
día. Seis horas estuve para escribir la carta de despedida. Las
lágrimas que sobre ella caían me impedían escribir; mi corazón
palpitaba, por mi imaginación pasaban visiones que nunca había
visto, sentimientos que nunca había sentido; parecía que mi ángel
me ponía delante todos los males que iban a caer sobre mí por
consecuencia de aquella resolución. Solo en mi cuarto veía a mi
querida esposa, abrazada a Marianita y Agustín, tan pequeños,
quedarse sin padre, y aunque no le perdiesen, la idea del tiempo
que transcurriría sin verl'os, me olvidarían, no me conocerían cuan
do me volviesen a ver. Por otra parte, pensaba si mi esposa me
maldeciría, me aborrecería, porque creyese que la abandonaba y
que no pensaría en ella; pensaba no sé en qué, Pero al propio
tiempo me tranquilizaba, porque había quedado con su padre, con
su hermana Paca, que estaba segurísimo n
o la abandonaría, como
me dio pruebas más tarde, y ha sido mi ángel tutelar, mi consuelo,
mi compañera fiel y querida. Dios la reservó para mis hijos y para
mi consuelo.
Mandé mi carta; escribí una circular, que pasé a todos mis
corresponsales de España, avisándoles mí partida para Buenos
Aires, adonde les ofrecía mis servicios en el ramo de librería que
pensaba establecer.
Hice un poder en el Consulado español el día 23 de octubre,
a favor de mi esposa, autorizándola para que representase mi per
sona en todos los negocios que tenía pendientes, y dejando mi pasa-
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186 Memorias de Benito Hortelano
porte de España en la Cancillería, saqué otro, por el mismo Con
sulado, para América, embarcándonos el día 25 de octubre en la
barca francesa
Alexandre.
En Puillac esperamos viento favorable
para salir del río Garona, y por fin salimos al mar el 29, con viento
fresco y mar algo alborotado, lo que hizo que en el momento de
salir de la barra me marease, siguiendo todo el viaje en la misma
disposición y con las angustias que relataré.
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II
Recibimiento que tuve en Buenos Aires. Entro a trabajar de cajista
en la imprenta de Arzal. Circulares que mando a mis correspon-
sales.
Tengo noticias de mi familia, en las que me anuncian la
muerte de mi suegro. Recibo unos prospectos de la Biblioteca
Universal. Recibo libros de Boix y de D. Ignacio Estevill, de
Barcelona. Abro un depósito de libros y subscripciones. Mi
sociedad con Arzal en el Diario de Avisos . ídem con la Im-
prenta Americana. Arribo de mi familia.
(1850)
El día 31 de diciembre de 1849 dimos fondo en las balizas exte
riores del puerto de Buenos Aires. A las once de la mañana pasó
a bordo la visita, dejándonos en cuarentena por haber salido de
Burdeos con patente sucia, por reinar en aquella ciudad, a nuestra
salida, el
cólera morbus.
Era el médico del puerto D. Fernando Cordero (q. e. p. d.), y
cuál sería nuestra alegría al oír las chanzonetas y gracias anda
luzas del señor Cordero, que dirigiéndose a la esposa de Pareja la
llenó de piropos y agasajos. El alma nos volvió al cuerpo al oír
nuestro idioma, no sólo en Cordero, sino en todos los que fueron
a la visita. No hay que extrañar esta alegría, pues habiéndonos he
cho creer el capitán del
Alexandre
que en Buenos Aires se hablaba
el francés, y que era el idioma oficial, habíamos perdido una parte
de nuestras ilusiones y, no sin fundamento, porque, a excepción de
Laguna, los demás compañeros teníamos todos nuestras esperanzas
en la imprenta y librería española. En vano habíamos objetado al
capitán la duda que teníamos sobre lo que nos decía, porque decía
mos:
¿cómo es posible que en treinta y cinco o cuarenta años que
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188 Memorias de Benito Hortelano
han trascurrida desde la emancipación de las colonias españolas
hayan olvidado el idioma? Por otra parte, aunque los naturales,
para olvidar todo lo que oliese a español, hubiesen adoptado el
idioma francés, no es cosa tan fácil cambiar el idioma de una
nación por otro en tan pocos años. El capitán nos decía que sólo
algunos antiguos que aun vivían después de la revolución eran los
que hablaban el español; pero que toda la generación presente ni
lo comprendía, porque por un decreto se había prohibido enseñarlo
en las escuelas, y que el idioma oficial era el francés.
Así son los franceses y así escriben obras de viajes, costumbres
y ciencias. Llegan a un (punto donde tienen comercio, y como sus
consignatarios y relaciones son franceses, no hablan entre sí otro
idioma, quedando muy convencidos de que todos los de aquel país
saben francés, y escriben muy ufanos sus apuntes diciendo: "En
tal país se habla francés, las costumbres son francesas, se come
y bebe a la francesa, etc." Son los franceses los más ignorantes en
historia, geografía y costumbres de otros pueblos y, sin embargo,
son los que más escriben de todas estas cosas. Creen que en salien
do de Francia, todos los demás países están sin civilizar, que visten
de otra manera que ellos, y así es que cuando viajan y ven los
demás pueblos que visten como los franceses visten, que comen a la
mesa y con tenedor, no los queda duda que aquel país que visitan
es francés. Por eso es, sin duda, lo que tengo observado con los
franceses, y es que en cualquier país que sea, muy resueltos y sin
ambages, si tienen que preguntar por una calle o cualquier otra
cosa, se dirigen al primero que encuentran y le preguntan con
mucho énfasis lo que desean saber, no andando con rodeos, sino
en francés, porque tienen \a pretensión que su idioma es universal y
que por obligación deben saberlo hasta los patanes. Después tocan
el desengaño, si es que se detienen en algún punto o se establecen,
y éstos ya no escriben como los que viajan en vapor o camino de
hierro, tocando uno o dos días en cada punto, con lo que creen
tienen suficiente tiempo para conocer las costumbres y geografía.
En fin, D. Fernando Cordero y los que le acompañaban nos impusieron a la ligera de las costumbres, gobierno y demás circuns
tancias sobre nuestras respectivas profesiones, despidiéndose muy
amablemente. Una cosa nos había llamado la atención, y era el
que todos tenían chaleco colorado, cintas coloradas en los som
breros y otras cintas colgadas del ojal de la levita, en las que se
veían impresas unas líneas, que no pudimos comprender.
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Memorias de Benito Hortelano 189
Durante la cuarentena observamos algunas noches que se tira
ban cohetes y fuegos artificiales en la ciudad, ignorando cuál fuese
la causa. El 7 de enero de 1850 desembarcamos, sufriendo otro
disgusto y decaimiento en nuestros dorados sueños. Sólo los que
se hayan encontrado en igual caso podrán valorar el mal efecto
que causa al llegar de Europa, donde todo está dispuesto para la
comodidad del hombre, saltar desde la lancha a una carretilla, en
medio de la playa, nadando los caballos, con hombres, que más
parecían jabalíes que personas, gritando, pateando y navegando
en carro hasta llegar a tierra, teniendo que recorrer una distancia
de tres o cuatro cuadras, ignorando el viajero si hay mucha o poca
profundidad, creyendo, y no sin fundamento, que allí acabará su
existencia, después de haber atravesado el océano milagrosamente.
Saltamos a tierra de tres en tres, hasta un puentecito de tablas
rotas que había donde hoy está el magnífico muelle de la Capita
nía. Subimos a esta oficina, no sin algún temor al ver los negros
soldados de la guardia, con chiripas, una camiseta colorada y una
gorra en forma de cucurucho, también colorada.
No puedo por menos de hacer un elogio de la amabilidad de
los empleados de la Capitanía y del interés que el capitán de puer
to, D. Pedro Gimeno, mostró con nosotros. La primera impresión
de esta amabilidad que en mí causó fué el que no eran por nosotros
tantos cumplimientos e interés, sino por la esposa de Pareja, que
era una joven interesante y bastante amable con las personas, aun
que no tuviera con ellas relaciones ni mucha confianza. Sin embar
go de este juicio, creo me equivoqué en parte, porque D. Pedro
Gimeno, después de habernos preguntado a cada uno qué profe
sión teníamos, al decirle que impresores, nos dijo que era magnífico
oficio, que en el acto tendríamos ocupación y ganaríamos mucha
plata. A Pareja le ofreció recomendarle a S. E. y a doña Manolita.
A González y a mí nos mandó desde la Capitanía con un ayudante
a la imprenta de la
Gaceta
Mercantil, con orden para que nos diesen
ocupación en el acto, y que si no había proporción en el momento,
ordenó al ayudante que nos presentase en la imprenta de Arzal y
nos recomendase de su parte. Ni en una ni en otra imprenta pudi
mos ser colocados con tanta precipitación como el señor Gimeno
deseaba, pero a los pocos días fuimos llamados y colocados.
Nos sucedió lo que sucede a todo viajero cuando llega por pri
mera vez a un país: que se encuentra atontado, sin saber dónde ir,
dejándose llevar de los peones que toman el equipaje. El nuestro
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Memorias de Benito Hortelano
fué puesto en un carro con el de los vascos, que de viaje se habían
venido con nosotros y tomado mucho cariño, como tengo dicho.
Ellos tenían aquí familias, que salieron a recibirlos, y nosotros
seguimos tras de nuestro equipaje hasta la calle del Cristo, a un
fondín de vascos que había esquina a la de Lugo. Era un burdel
aquel fondín, y sólo pasamos el día y noche de nuestro arribo, alo
jándonos al siguiente en el Albergo di Genova, calle de San Martín.
Muy en armonía habíamos venido los cuatro compañeros todo
el viaje; pero en cuanto llegó el momento de que mediasen inte
reses, se aflojó el nudo que parecía indisoluble, y era que cada
cual tenía su plan desde Europa y cada uno contaba con la más
o menos probabilidad de que el compañero ganase más pronto y
su ejercicio prometiese más.
Retrocederé a Madrid y Burdeos para explicar esto. Pareja
había estado empleado en mi casa, ganando 40 duros mensuales,
para lo que yo quisiese ocuparte. Fué cajero unos días, y me escri
bió la
Historia de la Milicia Nacional.
Eramos muy amigos, me
encontré en su boda, conocí a su mujer desde niña y no había
dejado de tratar a una y otro ni un solo día hacía más de cinco
años. González era amigo muy antiguo; habíamos trabajado jun
tos, nos habíamos prestado mutuamente los útiles de nuestras
imprentas. A Laguna ninguno le había tratado hasta Burdeos, don
de le conocimos. Ahora bien; parecía natural que González y
Pareja tuviesen conmigo más atenciones que con Laguna; éste y
yo estábamos en el mismo caso respecto a intereses al embarcar
nos; Pareja y González, si no les sobraba, traían al menos para
sostenerse sin trabajar seis u ocho meses. Parecía natural que con
migo tuviesen más consideraciones; pero había mediado una cir
cunstancia. Laguna era confitero, y en Burdeos el cónsul de Buenos
Aires le hizo creer que con su oficio se haría rico en cuanto llegase;
que los confiteros ganaban lo que querían, que era el mejor oficio
para Buenos Aires, dándole al propio tiempo una carta de reco
mendación para el doctor Lozano.
Con estos antecedentes, no hay que extrañar que González y
Pareja le pagasen el pasaje y que al llegar a Buenos Aires le paga
sen fonda, lavandera y todas consideraciones, dejándome a mí
abandonado, arreglándose ellos, diciendo al posadero que no res
pondían de mi gasto, que no se descuidase, porque mi equipaje
valía bien poco, y además que no traía carta ninguna de recomen
dación. En esta triste situación me encontraba al segundo día de
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Memorias de Benito Hortelano
191
arribar a estas playas, sufriendo este desengaño de personas que
me habían conocido en mis buenos tiempos, y alguna de ellas comi
do mi pan cuando no tenía quien le diese ni un real en Madrid.
Además, cuando me decidieron a embarcarme y vieron que pasaba
circulares a mis corresponsales, me asociaron al pacto que ellos
tenían convenido de ser común todo lo que se ganase, de que lo
que ganase el primero que trabajase sería repartido entre los
demás.
Pareja, Laguna y González formaron su triunvirato, no dán
dome conocimiento die nada de lo que trataban; pero Pareja se
pegaba a Laguna, como e¡l que más probabilidades tenía de ganar,
y al propio tiempo convinieron en presentarse al doctor Lozano
como primos, para que la recomendación alcanzase a ambos. Efec
tivamente, el doctor Lozano los protegió como no es muy común
proteger a los recomendados, lo que hizo se estrechasen más y más
Pareja y Laguna.
Por fortuna fui el primero que me coloqué, el primero que contó
con un sueldo seguro, que me proporcionaba la completa emanci
pación de ellos, sin tener que molestar a nadie ni contraer compro
misos. Apenas supieron mi colocación de 500 pesos y comida, suel
do que en aquella época en la imprenta era excesivo, porque nadie
lo había ganado hasta entonces, empezaron a hacerme la rosca;
pero estaba muy fresca la ofensa para que la olvidase. Lo que hice
fué despedirme de la fonda, donde pagaba 300 pesos mensuales, lo
que no tenía necesidad, porque comía en la imprenta, como tengo
dicho, y me fui a vivir a un café del bajo, donde por 30 pesos men
suales me daban casa, cama, agua y toalla, que era lo que yo nece
sitaba, de modo que pagados casa, lavado y cigarros, me sobraban
400 pesos mensuales, que eran entonces como 25 patacones.
González se colocó en la imprenta de D. Pedro Angelís, y vien
do que Laguna y Pareja no encontraban en qué ocuparse por el
momento, porque pasaban días y días con esperanzas, pero sin
realidades, rompió con ellos y se vino a vivir a la fonda o café
donde yo vivía, huyendo del compromiso de tener que pagar lafonda para todo el triunvirato, más la esposa de Pareja y una cria
tura, lo que sumaba todo más de 1.400 pesos mensuales.
El oficio de confitero no estaba tan brillante como le había
hecho creer el cónsul en Burdeos; no había trabajo en ninguna
confitería, y el sueldo que se pagaba era miserable. Por fin, des
pués de muchos anuncios en los diarios tuvo ocupación en una
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ig¿ Memorias de Benito Hortelano
confitería de la calle Federación, donde se colocó con 200 pesos
de sueldo.
Pareja era el más desgraciado, si bien era recibido y.visitado
como literato por personas principales; pero como la literatura
entonces como ahora en Buenos Aires no da de comer, se conten
taba, por fuerza, con las buenas esperanzas que todos le daban,
empeñándose cada día más y más en el hotel, hasta que el padre
Magesti, jesuíta español, encargado del Colegio de San Ignacio,
le propuso una cátedra de física, pero sin sueldo, sin más remune
ración que la casa y las lecciones particulares que tuviese. No tuvo
más remedio que aceptar, pues al menos se ahorraba casa, y tenía
la esperanza de las lecciones. El doctor Lozano le dio algunos
muebles, cama y pequeño menaje, con lo que se constituyó en el
colegio.
Seguí yo trabajando en el Diario de Avisos, en clase de opera
rio, que por cierto me costó bastante acostumbrarme al mecanismo
y trabajo seguido de diez horas diarias, haciendo más de seis años
que no tomaba el componedor ni hacía ninguna operación mecá
nica, a excepción de la corrección de pruebas, que en mi imprenta
nunca había dejado al cuidado de otros. Iba observando las cos
tumbres, los adelantos y, sobre todo, el partido que podría sacar
de la publicación de un diario con una dirección y mejoras que los
que se publicaban no tenían; estaba muy atrasada la imprenta,
los diarios no tenían interés, no sabían cómo se manejaban en
Europa para publicar diarios importantes, no tenían ningún corres
ponsal, ni daban ninguna amenidad a las publicaciones. Después
que hice mis cálculos, escribí un prospecto con el título de
El Agen
te
Comercial.
Creo que estuve feliz en la combinación del proyecto
por lo que después diré.
Siempre he sido un niño en todos mis proyectos, confiándolos a
cualquiera, lo que rae ha ocasionado tantos disgustos, robándome
mis pensamientos las personas a quienes he consultado de buena
fe.
Consulté con Pareja mi proyecto; necesitaba yo de él para re
dactar, y le propuse el asociarnos. Leyó mi prospecto, le gustó y
convinimos en que enmendaría algunas faltas de lenguaje, porque
él, indudablemente, tenía buen gusto literario, que yo no podía ne
garle, y me sometí a su opinión. Sucedía en aquella época que no
se podía publicar ningún diario ni establecerse ninguna imprenta
sin un permiso especial del general Rosas; había ejemplos de soli
citudes presentadas hacía seis años para el mismo objeto y no
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Él ¿morías dé Éenito Hortelano
±93
habían sido despachadas; pero Pareja estaba bien con el jefe de
Policía, D. Juan Moreno; el padre Majestí era de la confianza del
general Rosas y Manolita, y yo, lo mismo que Pareja, estábamos
bienquistos con los hombres de la época, por lo que nos aconseja
ban hiciésemos la solicitud, en la inteligencia que a nosotros nos
haría esta gracia, porque no éramos salvajes unitarios. Pareja
quedó encargado de escribir la exposición y dar los pasos para que
fuese recomendada al gobernador; yo confié en él.
No se había equivocado el judío armador al confiar en que
pagaría pronto mi pasaje, y fué tan caballero que no quiso cobrar
ía letra que le endosé remitida por mi señora, devolviéndosela. Al.
mes de mi residencia aboné a M. Chapeanorux, consignatario del:
buque, el importe. Y a propósito de este señor: entre los proyectos,
que bullían en mi cabeza era uno el de formar un depósito para
almacenar el trapo viejo, si, como calculaba, no había nadie que
de ello se ocupase. Traía apuntes desde Europa de los precios;
a que allí se pagaba la libra, la escasez que había de este artículo*
y las prerrogativas que hay concedidas a la introducción del trapo..
Con estos antecedentes consulté con Chapeanorux este negocio,,proponiéndole formar sociedad. Quedó en contestarme dentro de:
unos días, que 'habría tomado datos y echado sus cálculos. Fui a:
tratar del negocio y me contestó que no tenía cuenta, porque no.
abundaban los pobres y éstos no querían 'ocuparse a poco sueldo;;
si se tomaban peones, los jornales importarían más que el trapo que.
recogiesen, pues los sueldos de la gente de trabajo eran muy creci
dos. No dejaron de hacerme efecto estas razones, tanto más cuan
to yo no conocía el país; así es que no pensé más en el asunto..
A los seis meses quebró la casa consignatària de M. Chapeanorux
y al año vi publicada en la Gaceta Mercantil la concesión de un
privilegio que por diez años daba el Gobierno a este señor para
recoger trapo, vidrio y hierro viejos. Entonces caí en la cuenta y vi
con pesar y hasta con rabia el modo impune con que había abusado
de mi proyecto mi consignatario. Con este privilegio se fué a Euro
pa, vendiéndolo por 200.000 francos, y el que compró el privilegio
tiene hoy la exclusiva del negocio en sociedad con el Sr. Lanata,
lo que les ha valido una fortuna a los compradores y otra al que
me robó la confianza.
Como a los dos meses de nuestra permanencia en Buenos Aires,
González, asustado por lo que le contaban de los degüellos que
había habido, se embarcó con destino a California, y no he vuelto
13
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Memorias de Benito Hortelano
a saber más de él. Fueron con González de pasaje un tal D. Claudio
Sesse y su señora, que tenían una zapatería frente al café de Cata
lanes y a quien González había conocido por trabajar juntos de im
presores en Madrid. Este Sesse, farsante en toda la extensión de
la palabra, mal impresor, peor zapatero, curandero y hoy maestro
de escuela en el Once de Septiembre, es el bribón más refinado que
he conocido. Engañó aquí a los acreedores, mandándose mudar
dejando la tienda limpia, engañando después al capitán que le con
dujo hasta Lima. Ya tendré ocasión de hablar de él más adelante.
Seguí trabajando con Arzal; reanudé las relaciones con Pareja
y me fui a vivir con él al colegio, en cuya compañía estuve tres
meses. Vivía en el colegio un coronel español, llamado D. Federico
Hope, gran tirador de florete, de espadón y lanza, con cuyo ejer
cicio vivía, dando lecciones de esgrima.
A los seis meses recibí ocho cajones de libros de D. Ignacio
Estivill, antiguo corresponsal mío en Barcelona, y ocho que Sanglas
tenía de D. Ignacio Boix. Con estos libros establecí un depósito
en la calle de Méjico, núm. 84, en una sala grande que tenía alqui
lada D. Antonio Reisig y que me cedió la mitad.
Había yo contraído relaciones con D. José Colodro, yendo a
comer a su café, y allí conocí a D. José Flores y a D. Antonio
Reisig, personas todas que me prestaron muchos servicios, muy
útiles, y que no he olvidado ni olvidaré nunca, a pesar de que
Colodro me hizo después mucho maí, haciéndoselo él también.
En la misma época recibí por el paquete tres prospectos que
Fernández de los Ríos me remitió de la Biblioteca Universal. Ape
nas leí su contenido cuando comprendí la importancia de esta publi
cación y el partido que de ella podía sacar. Otro no hubiera hecho
caso. Al momento lo arreglé para publicarlo aquí, con las condi
ciones que me parecieron más adecuadas. Fui a la imprenta de
Arzal, de donde ya me había despedido cuando recibí los primeros
libros y compuse el nuevo prospecto.
¡Cómo estaría combinado, cuánto no halagaría, que en un país
donde tan difícil es hacer subscripción a ninguna publicación, re
uní mil subscriptores entre Buenos Aires, Entre Ríos y Montevideo
Hay más: una de las condiciones era la de abonar, al subscribirse,
medio año anticipado, que importaba 76 pesos, estando las onzas a
225. Sin m ás garan tía que el prospecto y unos cuantos libros que me
quedaban, sin ser conocido en el país, todos abonaron el medio
años. En pocos día reuní más de cuatro mil patacones, los que libré
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Memorias de Benito Hortelano
195
sobre Madrid, a la orden de Fernández de los Ríos, avisándole el
modo y extensión cómo había de hacerme las remesas y cantidades
de ejemplares que de cada obra había de remitir.
Había tenido fatales noticias de mi familia. Mi suegro había
muerto; la madrastra se había apoderado de lo mejor, riñendo con
sus entenados. Mi pobre esposa, mis hijos y mi cuñada quedaban
abandonados, pues faltando el padre, y en él desquiciamiento de la
casa, estando yo a tanta distancia, único que podía y debía ayu
darlas, me tenía en gran angustia. Todas estas noticias las había
recibido a los dos meses de mi residencia en ésta, cuando aun no
tenía recursos suficientes para mandar nada; pero con mis econo
mías y con los libros que recibí ya tenía cómo buscar una garantía.
Don José Colodro, con un desprendimiento que le honra, se ofreció a
salir garante del pasaje de mi familia, y con su garantía D. Satur
nino Soriano dio órdenes a su corresponsal y socio de Cádiz, don
Pedro Nolasco Soto, para que avisasen a mi familia en Madrid el
día que debían estar en Cádiz. Remití fondos a mi mujer para que
desahogadamente viajase y se comprase cuanto necesitase, con lo
que me tranquilicé a este respecto.
En esta circunstancias, ya empezaba yo a ser conocido; tres
diarios anunciaban mis obras y comisiones; el público concurría
a mi depósito, y mis relaciones se iban extendiendo como por encan
to. Pareja me había jugado una mala partida, pues aprovechán
dose de mi prospecto lo había presentado como suyo, y en unión
con el padre Majestí habían pedido permiso para publicarlo, sin
contar conmigo, sin decirme una palabra a este respecto. Salió el
permiso, pero no tenía imprenta Pareja ni podía por sí llevar a
cabo ni cumplir lo que yo prometía en el prospecto. Supe extra-
ofidalmente este juego y propuse a Arzal una asociación, por la
cual me comprometía a cambiar la faz del
Diario de Avisos
y a
aumentarle la subscripción en un doble. Hicimos nuestro contrato,
escribí un prospecto de mejoras en el diario, ofreciendo regalar
a los subscriptores el Semanario Pintoresco Español, publicación de
mucho mérito que daba Fernández de los Ríos. Salió el prospecto,
y con todos los recursos que puse en juego, en un mes aumentó
de 600 suscriptores a 1.200, subiendo en el segundo mes has
ta 1.600.
Pareja y Majestí que vieron esto encontraron frustrado su plan,
porque lo que ellos iban a hacer ya lo había yo hecho. Majestí de
sistió y cedió su misión a D. Ruperto Martínez. Este me buscó e
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Memorias de Benito Hortelano
instó para que volviese a entenderme con Pareja, asociándome a
ellos. No le hice caso; me negué a toda proposición, y ellos se
estaban con su privilegio sin poder llevarlo a cabo.Se había abierto por aquella época la imprenta Americana, y
D. Ruperto con Pareja habían ido a ver a sus dueños, haciéndoles
proposiciones para la publicación de El Agente Comercial del Plata,
que éste era precisamente el título de mi prospecto, agregado por
Pareja del Plata para decir que era otro y no mi título; los socios
de la imprenta Americana no se animaron, poniendo por condición
que sólo entrando yo se comprometerían ellos a imprimirlo. Volvió
Martínez a insistir para que tomara parte en la sociedad; yo me
negaba.
Al segundo mes de mi sociedad con Arzal, viendo éste asegu-
dada la subscripción de su diario, no perdonó medio para disgus
tarme, poniéndome obstáculos para que yo saltase. Era instigado
Arzal por D. José María Montoro, cajero-administrador y factótum
de la casa, al que, como manejaba los negocios a su antojo, no le
convenía mi intervención. Por último, me hicieron saltar, nos dis
gustamos y rompimos la sociedad. Me retiré a mis libros y subscrip
ciones, que me tenían más cuenta, sin pensar en publicaciones de
diario.
Martínez aprovechó esta circunstancia, vio a los de la imprenta
Americana para que se empeñasen conmigo, y consiguió que La-
barden, con quien yo tengo algunas relaciones, viniese a verme y
me hablase del diario. Labarden consiguió lo que Martínez no
pudo, y me decidí a formar sociedad. Yo hice el reglamento, dividi
mos la sociedad en seis accionistas, todos con obligación de traba
jar cada cual en lo que fuese más útil. Los nombres de los seis
socios fueron Labarden, D. Demetrio Cabrera y D. Martín Pazos,
dueños de la imprenta, los que no cobrarían más que el importe
de operarios, tintas y una pequeña subvención por el desmérito de
tipos, teniendo la obligación de trabajar como operarios Pareja,
Martínez y yo; el primero, redactor princ ipal; Martínez, como agen
te, y yo, redactor de los hechos locales, corrector y ayudar en la
caja, con más la dirección de la correspondencia y todas las me
joras que se me fueran ocurriendo.
Dimos el prospecto, y en breve una subscripción numerosa llenó
los libros. Como todas las mejoras que yo había introducido en
e
Diario de Avisos
las ofrecí para el
Agente
Comercial, los subs
criptores que habían entrado en el primero se pasaron al segundo,
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Memorias de Benito Hortelano i 97
por lo que a los pocos meses murió El Diario de Avisos, dándole en
esto una lección a Arzal por la inconsecuencia que conmigo había
tenido, creyendo que ya no me precisaba cuando había creído su
diario asegurado, de lo que se arrepintió, aunque tarde.
A fines del año 1850 tomé en arrendamiento la tienda que está
a lado del zaguán de la casa de doña Rosario Díaz, en la Recoba
Nueva, donde establecí la librería, tomando de dependiente a un
tal Ramón Pérez, madrileño, que por cierto salió una buena pieza.
Después de él tomé al joven D. Federico de la Llosa, hoy juez de
Paz del Sur. Este joven, como todos sus hermanos, que después
tuve de dependientes y aprendices en mi imprenta, han sido la hon
radez personificada. Les hago esta justicia, que les corresponde
de derecho.
Mis negocios a fines del 50 iban viento en popa, y siguieron con
más aumento el 51 y 52. Vivía con muy poco gasto, a pesar que
no me privaba de nada; pero un hombre solo puede en Buenos
Aires,
con poco que gane, vivir bien y ahorrar bastante. Así es
que yo ahorraba mucho, porque ganaba mucho; vivía con las como
didades que siempre me han gustado; pero nunca con lujo ni des
pilfarro, no gastando en dijes ni fruslerías, que nunca me han
llamado la atención.
A pesar de todos los negocios que tenia, la librería, la corres
pondencia con Europa, las diligencias de Aduana de los muchos
cajones de libros que iba recibiendo, las remesas que hacía a
Montevideo y 'otros puntos, y trabajar diariamente en el diario
hasta las dos o las tres de la mañana, tenía tiempo suficiente, a todo
atendía. Mi método de vida era el mismo: vivía en la calle de
Méjico con D. Antonio Reisig, comíamos en el café de Colodro,
teníamos exquisitos vinos y nos regalábamos a toda satisfacción,
pues estando Reisig encargado de los almacenes de Zamarán, los
mejores vinos, jamones, etc., que traían los buques españoles ve
nían a nuestra casa al precio de España.
Por fin tuve aviso de haber embarcado mi familia, y empecé a
preparar la casa, para que nada les faltase a su llegada. En la
misma casa de la calle de Méjico alquilé unas piezas, que amueblé
sencillamente hasta que cuando llegase mi esposa comprase lo que
fuese de su agrado. Me avisaba mi esposa que su hermana Paca
se había empeñado en acompañarla y correr los riesgos y dis
gustos de un viaje tan largo, a pesar de oponerse toda la familia
y de no tener necesidad de mi auxilio, porque ella tenía algún diñe-
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Memorias de Benito Hortelano
ro y además gran fama y mucho trabajo como modista. Tuvo la
abnegación de dejar sus comodidades y venirse acompañando a
su hermana y sobrinos, a quienes no quería abandonar ni un
momento.
El 23 de julio de 1851 arribó la fragata
Constancia,
después de
noventa días de viaje, y en ella vino mi querida familia. El gozo
que yo experimenté al estrechar entre mis brazos a mi esposa e
hijos, a mi cuñada Paca y a mi sobrino José Iglesias no puede des
cribirse, y sólo el que quiera tanto a su familia como yo quiero
a la mía podrá valorar las emociones mías. ¡Ver a mi familia, des
pués de dos años de ausencia, a una distancia tan enorme, con
tantas dificultades como había tenido que vencer, me parecía impo
sible el bien que Dios me concedía
En un coche que tenía preparado en el muelle los conduje a
mi casa; no me cansaba de ver a mis hijos, a mi mujer, a Paca;
estaba desasosegado: ya había llegado al colmo de mis deseos; ya
nada me importaba; me parecía que aquellos momentos no se
acabarían nunca. En fin, quedé constituido como si estuviese en
Madrid, como si no hubiese pasado nada en los años anteriores ni
existiese, el mar por medio. ¿Qué me importaba lo sufrido, teniendo
a mi familia conmigo? ¿Qué me importaba España, ni los recuerdos
de Madrid, ni mi antigua posición, si aquí en Buenos Aires, en
menos de dos años me había labrado una nueva, era respetado, es
taba en buena armonía con el Gobierno y autoridades, y se me
abría un porvenir brillante, según todo se me presentaba?
Mi familia había traído un viaje, si no corto, feliz. El capitán,
D.
Pedro Sosvilla, y su piloto, D. Antonio Gómez, la habían tra
tado con toda delicadeza, con mil atenciones, excelente trato y
con todas las comodidades que un buque de su clase permitieron.
Debo hacerles esta justicia a ambos, porque se la merecen, y
mucho más.
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III
Aspecto político del país. Cruzada levantada contra Rosas. Caída
de éste y triunfo del general Urquiza. Giro que dimos a El Agen-
te Comercial del Plata . Tomamos de redactor al teniente coro-
nel D. Bartolomé Mitre. Los Debates . Golpe de Estado de
Urquiza y nos cierra la imprenta. Publico La Avispa . Revo-
lución del 11 de septiembre de 1852. Revolución y sitio de Lagos.
(1851-1852-1853-1854)
Mucho se ha escrito sobre la tiranía del general Rosas. Si no
todo lo que se ha dicho, algo debe de haber de verdad. ¿Pero puede
haber tiranía de un hombre sobre un pueblo que está armado en
masa? Comprendo la tiranía de los Reyes, que, apoyados en miles
de bayonetas mercenarias, tiranizan a los pueblos desarmados, y
además de desarmados, con fuertes castillos, ciudadelas y otras
fortificaciones colocadas estratégicamente en las grandes ciudades,
apuntando sus cañones a la población, que al menor sintoma de
insurrección popular son barridas con la metralla las principales
calles y bombardeadas las casas desde los castillos, con lo que es,
si no imposible, al menos muy difícil derrocar a un tirano.
¿Pero sucedía esto en Buenos Aires? No; porque esta capital
es abierta, no tiene castillos ni ciudadelas, ni aun edificios que
puedan servir de defensa u ofensa.
Los tiranos no consultan al pueblo; éste no es nada para ellos;
no es más que una m anada de esclavos que deben trab ajar pa ra
sostener las cargas del Estado, para pagar a sus verdugos, sin
injerencia ninguna en la confección de las leyes, ni voto en los
Consejos, ni, en fin, vida propia, pues están a la voluntad del
tirano, para que de ellos y sus bienes disponga como se le antoje,
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2 0 0
Memorias de Benito Hortelano
hasta que llega un día en que, cansado de sufrir, se lanza a las
calles, y, no teniendo armas, se vale de las naturales o se apodera
de las de sus verdugos, pulverizando a éstos y a su jefe.
Rosas subió al Poder por la libre y espontánea voluntad del
pueblo, por el voto universal, como no ha habido ejemplo en nin
guna nación, firmando el pueblo en un libro en que constaba el
acta de las facultades extraordinarias, delegando en la persona
del general Rosas todos los derechos e inmunidades que la natura
leza da al hombre.
¿Abusó Rosas de estas facultades? No; porque no se abusa
de lo que es propiedad de uno, o si se abusa de lo que le perte
nece,
no tiene que dar cuenta a nadie, ni nadie tiene derecho para
pedírselas. Sin embargo de estas monstruosas facultades, Rosas
conservó todas las formas republicanas en que el país se había
constituido. Rosas conservó el derecho del voto universal; reunió
las Cámaras periódicamente, según las leyes; sometió todos sus
actos a la deliberación y sanción de las Cámaras, discutiendo éstas
con toda independencia, guardándolas todas las consideraciones y
respetos que por las 'leyes les están acordadas.
Rosas, a pesar de su poder dictatorial, cada vez que terminaba
el período gubernamental depositaba el mando en el Poder legis
lativo, como está mandado por las leyes.
Rosas tenía armada la Guardia Nacional, que en los países
constitucionales es la garantía y salvaguardia de los derechos del
pueblo; que tiene las armas para oponer resistencia a Monarca o
Presidente que se atreva a conspirar contra las libertades públicas,
apoyado por las fuerzas de línea y polizontes, que son asalariados
y defensores de los Gobiernos,
de
quien dependen.
Rosas dio cuentas a los representantes del pueblo de la inver
sión de los fondos, presentando todos los años los presupuestos
de la nación.
Rosas conservó el poder judicial con toda independencia, obser
vando en el nombramiento de sus miembros todas las leyes de la
materia.
Rosas conservó el crédito público, con todas sus prerrogativas
e inmunidades.
Rosas respetó el Banco y Casa de Moneda, no abusando de este
establecimiento de crédito, y cuando necesitó su auxilio pidió a las
Cámaras su autorización.
Y Rosas, por fin, defendió con tesón, talento y dignidad el terri-
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C E N T E N A R I O D E D O N B E N I T O H O R T E L A N O
Primer periodista español en la
República Argentina
El centenario del nacimien
to fie don Benito Hortelano,
que tiene eomo fecha el 3 de
abril de 1919, tr a ea la memo
ria la contribución prestada
por este publicista español al
desenvolvimiento literario y
artístico de la república, ini
ciado después de Caseros.
Hombre de grandes activi-
dades y de iniciativas, don
Benito Hortelano, había al
canzado en su patria, visible
notoriedad en empresas edi
toriales primero, y en el pe-
riodismo y la política des
pués.
Sus ideas liberales, ma
nifestadas en una tenaz opo
sición al gobierno reacciona
rio del general Narváez, le
ocasionaron persecuciones
políticas, la confiscación de
sus bienes y el destierro. Tras
una corta residencia en Pa
rís,
tomó el camino de Amé
rica, arribando a estas pla
yas en 1850, siendo el primer
periodista español que pisó
tierra argentina.
Dada su cultura, pronto
hizo relaciones con las princi.
pales personas de esta ciu-
dad , consiguiendo permiso del
dictador para publ icar el
Agente Comercial del Plata,
que apareció en junio de
1851,
Esto diario inició muy útiles
mejoras en el periodismo
local.
La caída de la t i rania t ra
jo el nat ura l cambio en laa
ideas,
y con tal m otivo el
Agente,
hubo de transformarse
en
Lo s
Debates, sin cambiar de empresa, confiándose la
dirección al entonces coma ndante don B artolomé Mitre.
una casa impresora, edítanc
algunas obras sobre asuntt
históricos nacionales, onfci
ellas «Buenos Aire3 y las Pr<
vincias del Río de la Plata
por W. Parish.
El reconocimiento por U)quiza de su nacionalidad
los. españoles, le animó a fur
dar El Español, primer órgí
no de eñta colectividad en 1
república.
Estimuló las bellas letra
en el país, sin arredrarle 1
falta de ambiento para pubt
caciones literarias, fundand
en
1853,
La Ilustración Arger<
lina, revista adornada co:
grabados encargados expre
sámente a los principales ta
lleres de Europa. En cst
publicación colaboraron doi
Bartolomé M itre, don Adolf
Alsina, don Carlos Tejedoi
don Marcos Sastre, don Jos
AI.
Gutiérrez, don Juan A
García, don José M ármol, doi
Ángel Julio Blanco, don Hila
rio Ascasubi, don Aíanuel ¡
don A lejandro M ontes de Oc;
y don Palemón Huergo. Con
tribuyó esta revista en grai
manera a propagar el gust(
literario. La parte tipográfict
de
La Ilustración,
era lo má:
acabado que hasta entonce;
se había impreso, iniciande
por consiguiente el mejora'
miento de las artes gráfica:
en el Plata.
Incansable propagandista
ie la cultura, inició y estableció en 1855, el eCasino
Bibliográficos, primera biblioteca de carácter populai
¡jue existió en Buenos Aires. Era también el centro de
los hombres de letras de la época. L a comisión
del Casino, la componían don Bartolom é Mitre,
como presidente, y don Rufino de Elizalde,
don Antonio Cruz Obligado y don Antonio
Pillado, como vocales. El arte dramático fué
también estimulado por don Benito Hortelano ,
mejorando el gusto artístico, pue3 no existien
do en el país n ingunacom pañíadram áticaque
por su arte mereciera tal nombre, hizo contra
tar en España la notable compañía de don
Francisco Torres y doña M atilde Larrosa, que
llegó en 1855 y se estrenó con g ran é xito.
Más tarde con el escribano don Adolfo Sal-
días y don Juan Antonio Cascallares, hicie
ron construir el teatro «Porvenir», una do lassalas más elegantes que tuvo esta ciudad.
En 1858, fundó el diario moderno
Las No-
vedades, en el que colaboraro n José Aíanuel
y Santiago Estra da y Miguel y Pedro G oyena.
Escribió el «Manual de Tipografía par a uso do
abecera de »La Ilustración Argentina-', periódico Eundadi
La agitación de aquella época y lo incierto
de la situación que sucedió a la dictadura,
impulsaron al espíritu observador de don Be
nito Hortelano, a escribir el periódico crítico
La Avispa,
que fué muy celebrado, y que no
obstante ser su redacción anónima, pronto so
adivinó a su autor; pero hubo de suspenderlo
a petición amistosa del general Urquiza.
Estableció la librería Hispano-americana y
Primer número del «Agente Comercial del Plata», fondado en 1851.
los tipógrafos del Plata», y fué uno de los funda
dores de la Sociedad Tipográfica Bonaeren se.
En 1864 fundó y re dac tó, hasta 1871, el diario
La España, q uedand o desde entonces afianzada la
existencia de un órgano español en el Pla ta. •
Duranto sus veinte años de vida en la Argón*
tina, fué don Benito Hortelano, dentro de la ce*
lectividad española, la personalidad que se ¿estu
có con más propio relieve.
Falleció enBuen os Aire3. el 13 de m arzo de 187JS
F A C S Í M I L D E U N A P Á G I N A D E « C A R A S Y C A R E T A S » C O N O C A S I Ó N
D E L C E N T E N A R IO D E D O N B E N I T O H O R T E L A N O
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Memorias de Benito Hortelano 201
torio que se le había confiado, haciéndose respeitar de las naciones
vecinas y lejanas, fuertes o débiles; conservó la independencia
intacta.
Ahora bien; Rosas gobernó veintiún años legalmente, siendo
reelegido periódicamente por los representantes del pueblo. ¿Tuvo
él culpa de gobernar tanto tiempo?
Las elecciones se verificaban anualmente con arreglo a las
leyes;
el pueblo depositaba su voto por el sufragio universal; luego
no cabe duda que los diputados eran legalmente elegidos.
Con arreglo a la ley fundamental, todo ciudadano, desde la
edad de diecisiete años, está obligado a inscribirse en la Guardia
Nacional, y Rosas fué inflexible en esto. ¿Cómo esta fuerza ciuda
dana toleró por veintiún años a un tirano? ¿Para qué le servían
las armas que tenía? ¿Era o no tirano el general Rosas? Si lo
era, el pueblo fué un cobarde, indigno de los derechos que tenía
e indigno de tener un fusil a su disposición. Pero esto no es posi
ble en un pueblo, ni menos el argentino, que tantas pruebas de
valor ha dado en los campos de batalla en mil combates. Luego
Rosas no era tirano; el pueblo se encontraba bien con su Gobierno
cuando no lo derrocó.
Por otra parte, cuando un tirano ha despotizado a un pueblo,
cuando el tirano muere es maldecido; si es derrocado del Poder
por una insurrección popular, no le quedan más amigos que aque
llos que recibían sueldo de él o se han enriquecido a su sombra;
pero el pueblo que ha sufrido lo aborrece, no quiere ni saber de él.
¿Sucede esto con Rosas? No, porque pocos se enriquecieron, y el
pueblo, que es el que debía aborrecerlo, lo respetó, y cuantas veces
se han presentado en campaña los jefes militares de su época han
encontrado al pueblo en masa dispuesto a seguirlos; y si esto ha
acontecido con jefes subalternos, si Rosas hubiese aparecido en
la campaña de Buenos Aires levantando la bandera de la insurrec
ción contra el Gobierno establecido, ¿qué no habría sucedido? Rosas
ha sido más patriota que todos sus paisanos, más que todos los
déspotas y caudillos que son derrocados del Poder, pues ha pre
ferido el ostracismo a encender la guerra civil en su patria.
Cuando llegué a Buenos Aires, conforme iba haciendo relacio
nes y teniendo alguna confianza con las familias y paisanos con
quienes trataba, muy en secreto y misteriosamente me contaban
hechos horrorosos acaecidos en este país por la tiranía del Go
bierno. Quién me contaba que años antes de mi llegada todas las
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202
Memorias de Benito Hortelano
noches se degollaban cientos de ciudadanos, sin saberse quiénes
fuesen los asesinos; que las cabezas de las víctimas las paseaban
por las calles, gritando los que las conducían: "¡A los buenos du
raznos " Quién, que no tuviese confianza con nadie, porque si decía
lo más mínimo respecto
1
a la marcha del Gobierno me asesinarían
una noche en mi propia casa. Me contaron el asesinato del presi
dente de la Sala, Dr. Maza, asegurándome, como si lo hubieran
visto, que Rosas personalmente fué a la Sala y lo asesinó. Me hicie
ron relación de los cientos de españoles que habían sido degollados
por robarlos, y con colores tétricos me contaron la muerte de Mar
tínez de Eguílaz, asegurándome haber sido D. Adolfo Mansilla el
asesino, por quedarse con 2.000 onzas de oro que le debía. Me
pintaban como un monstruo sediento de sangre al general Uribe, y
como unos santos, virtuosos y honrados ciudadanos a los emigrados
unitarios y colorados de Montevideo, diciéndome que había un ge
neral Paz, hombre honrado, virtuoso, liberal y de gran capacidad.
Y, por último, me rogaban me pusiese chaleco colorado, cintillo
ídem en el sombrero y la divisa con los lemas de: "¡Viva la Con
federación Argentina ¡Mueran los inmundos salvajes unitarios
¡Viva el restaurador de las leyes "
Con estos colorines y cintajos iban adornados los argentinos y
españoles en aquella época, estando prohibidos los colores azul ce
leste y verde, porque decían eran de los salvajes unitarios. A la ver
dad, era bien ridículo todo esto; obligar a un pueblo, a una nación, a
que use tales o cuales colores, se vista de este o aquel modo, pare
ce que sólo un pueblo envilecido puede tolerarlo. Sin embargo, exa
minadas despacio estas ridiculeces, no dejaban de ser efecto de
un plan combinado que estaba en completa relación con un sistema
de política y educación meditados.
Algún efecto produjeron todas estas precauciones que me ha
cían, y por un momento llegué a asustarme; pero fué mientras no
pude estar en relación y observar más de cerca las costumbres,
tratando a algunos empleados y personas notables, entre otras a
don Pedro Angelis, sujeto de gran capacidad, franco en sus apre
ciaciones sobre el sistema de Rosas, quien me impuso de la verdad,
tanto en pro como en contra, dándome razones convincentes que
me valieron mucho.
Al paso que en secreto todos así me prevenían, los mismos indi
viduos, en público, eran ardientes partidarios del Gobierno, fede
rales a macho, como decían. Confieso que me daba asco semejante
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Memorias de Benito Hortelano
203
modo de vivir en sociedad, diciendo en público lo que no sentían
en su corazón, o al menos esta era la consecuencia que se debía
sacar de aquel proceder. Pero no se crea que fuese así; lo que
contaban en secreto, ellos mismos no lo creían, o por lo menos abul
taban mucho los hechos, porque por más que entonces y después
he procurado con instancia averiguar el número de degollados, que
a tantos miles hacían subir, no llegan a 80 los que en realidad su
cumbieron. Por otra parte, cuando cayó Rosas no dio esta pobla
ción muestras de alegría, al menos tantas como se debían esperar
de un pueblo que ha estado veintidós años sufriendo una espanto
sa tiranía y que le viene la libertad cuando menos lo esperaba y
sin contribuir en nada para obtenerla; antes al contrario, ya el
tirano estaba derrotado y se había refugiado en la ciudad para,
desde ella, embarcarse, y la Guardia Nacional seguía en los can
tones esperando la orden para defender al tirano que estaba impo
tente para tiranizar. El pueblo que quiere ser libre lo es: Buenos
Aires,
si sufrió tiranía, la sufrió con gusto, pues o no hubo tiranía
o, si la hubo, esta República se conformaba con aquel sistema de
gobierno cuando no lo derrocó.
Yo venía acostumbrado a decir en público y a voz en cuello
mi modo de pensar en política, y a pesar de que tengo dicho que
Narváez y el partido moderado fueron tiranos, respetaban las opi
niones, la Prensa, mientras no se conspirase, que entonces era infle
xible, como lo son todos los Gobiernos con quien conspira, y aun
no teniendo pruebas o ser tomados con las armas en la mano los
enemigos, los respetan. Con esta educación política que yo había
recibido, no hay que extrañar el efecto que me causaría lo que veía
en un país republicano, por lo que, y lo que había visto en la Re
pública francesa, abdiqué mis locas ideas republicanas, convirtién
dome en monárquico constitucional fuerte, al uso que lo estableció
Narváez.
Con motivo de mi sociedad con Arzal, y después con la publica
ción de
El Agente,
fui haciendo relaciones, como tengo dicho, con
las autoridades y altos funcionarios, y conociendo que la tiranía no
era tan fea como me la habían pintado. En los teatros tenía entra
da franca; a los bailes patrióticos era invitado siempre, y fuera de
las ridiculeces de los vivas y mueras de orden, o sean proclamas
federales, lo demás el público se divertía, los negocios iban bien,
se vivía muy barato y la paz más completa era el orden de la na
ción. A pesar de los anuncios y prevenciones que los tímidos egoís-
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204 Memorias de Benito Hortelano
tas, jesuítas de dos caras, me habían hecho para que usase divisa
y chaleco colorado, que como español estaba obligado a usar, so
pena de ser
degollado' o,
por lo menos,
encarcelado,
no los quise
usar; todos sabían que era español, pero todos me respetaron: los
altos empleados, el jefe de Policía, los comisarios y hasta los que
se decían de la Sociedad de la Mas-horca. Entraba en la casa de
general Rosas con frecuencia a recoger noticias, decretos o dispo
siciones que debían publicarse, y jamás me preguntaron por qué
no usaba divisas. Refiero lo que conmigo pasó; ignoro lo que habrá
pasado a otros.
También las señoras usaban divisa, consistiendo ésta en un
lazo de cinta punzó al lado izquierdo de la cabeza.
'Otra de las ridiculeces de aquella época era la de que en los
teatros, antes de empezar la función, salían todos los artistas, ves
tidos con los trajes que en la función debían sacar, y sobre el traje
de Carlos V, por ejemplo, o Nabucodonosor, pendía la consabida
divisa. Se formaban en ala dando frente al público, y el director
gr ita ba : "¡Viva la Confederación Argentina ¡Mueran los salvajes
unitarios ¡Viva el restaurador de las leyes ¡Muera el pendejón
Rivera ¡Mueran los enemigos de la causa am ericana, Santa Cruz
y Flores " Caía el telón y empezaba la orquesta.
Los sacerdotes, las Comunidades religiosas y el ministro del
altar en el acto de celebrar la misa, tenían sobre su pecho la divisa
de sangre y muerte.
¿Qué más? En el teatro Argentino, una compañía de franceses
que hacía cuadros plásticos, en uno de ellos, que representaba a
Jesús clavado en la cruz en medio del bueno y mal ladrón, pendían
del pecho de Jesucristo y de los ladrones las divisas federales, lo
que fué la profanación y farsa más completa de la pasión del Cru
cificado, del Redentor del mundo.
El 1." de mayo de 1851, el general Urquiza, gobernador de la
provinoia de Entre Ríos y lugarteniente de los ejércitos federales
de Rosas, el que más le había servido y más se había ensangren
tado contra los salvajes unitarios, dio el grito de insurrección con
tra él, proclamando en su bandera la organización de la nación,
llamando a su lado a todos los que quisieran contribuir a tan justa
y necesaria cruzada.
Cuando se supo en Buenos Aires el pronunciamiento de Urqui
za la sorpresa fué grande, así como el anatema fué general (en
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Memorias ie Benito Hortelano
205
público); pero en privado, cada cual de los de dos caras se frotaba
las manos y ya veía a Rosas perdido.
Aun no se había dado oficialmente la noticia de la rebelión.
Una noche, a las diez, nos mandan un decreto para publicar en el
diario y en él venía cambiado o aumentado el lema, añadiendo
a los mueras de orden el "¡Muera el loco traidor, salvaje unitario
Urquiza " Como siempre he tenido pensamientos tan oportunos,
en el acto de leer el nuevo lema se me ocurrió una especulación y,
como siempre, fui un imbécil dando participación a mis socios.
Consistía esta idea en imprimir en aquella misma noche nuevas
divisas con el muera Urquiza agregado, seguro de que al día
siguiente el público se precipitaría a comprarlas. Mis consocios,
naturalmente, comprendieron la importancia de la idea, y acto
continuo unos se pusieron a hacer el molde, otros el anuncio, y
yo salí a comprar toda la cinta que encontrase en las mercerías.
A las doce de la noche ya había reunido miles de varas de cinta,
y acto continuo la prensa empezó a imprimir.
Al siguiente día la gente se agrupaba ante mi librería; la Recoba
Nueva estaba invadida por los
furiosos federales,
que les faltaba
tiempo para arrancarse la antigua divisa y colocarse la nueva.
¡Oh pueblo envilecido ¡Un insignificante anuncio de diario, que
creían oficial, bastó para aglomerarse precipitadamente a comprar
un cintajo, con el que se creían garantido s Sin embargo, Rosas
no mandó a nadie que usase la nueva divisa; sólo sus documentos
iban encabezados con el nuevo lema, pero nada más.
Desde el día que Rosas declaró a Urquiza traidor con el agre
gado del lema, las manifestaciones se sucedieron unas a otras.
Primero empezaron las corporaciones en comunidad dando mani
festaciones públicas, ofreciendo "su vida, bienes, fama y familia
al ilustre restaurador". Siguieron después los empleados, los abo
gados, médicos y, por último, los ciudadanos, que todos se queda
ron sin fama, porque se la habían entregado al tirano. ¡Gracias
pueden dar que éste no dispuso ni de sus bienes ni de su vida, y
se contentó sólo con quedarse con la fama, si es que fama tiene
el hombre que así se prostituye
El general Urquiza se había preparado sólidamente antes de
hacer el pronunciamiento. El ¡Brasil temía a Rosas, no sin funda
mento, porque éste, con el ejército que tenía en el sitio de Monte
video y con más de 20.000 hombres en Santos Lugares, podía, el
día que hubiese querido, presentar 40 ó 50.000 hombres en la
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2 0 6 Memorias de Benito Hortelano
frontera del Brasil, invadiendo el imperio por la provincia de Río
Grande, auxiliando al partido republicano y, dando libertad a la
esclavitud, hacer bambolear al Emperador brasileño.
El Gobierno del Emperador comprendió la política de Rosas,
la temía; sabía que era un enemigo fuerte, por lo que no perdonaba
medio ni sacrificio para derribarlo. Había dado auxilios a los uni
tarios de Montevideo; pero éstos eran muy pocos e incapaces para
por sí solos derribar a Rosas, pues ya en tiempos más favorables,
teniendo al general Lavalle de caudillo, hombre a quien el partido
unitario adoraba y los federales respetaban, no habían conseguido
más que perecer en las tentativas que años anteriores habían
hecho. Los unitarios refugiados en Montevideo eran impotentes.
Comprendiendo el Gobierno del Brasil esta impotencia de los
unitarios, eligió entre los generales más acreditados de Rosas aquel
que tuviese más ambición de gloria y más audacia para la gran
empresa, y poniendo sus puntos en el general Urquiza, éste com
prendió no sólo el papel que iba a representar en el país, sino la
situación en que la nación se encontraba, cansada de tantas gue
rras y en una situación anómala, sin constitución fundamental.
Urquiza aceptó las propuestas del Brasil; éste, por su parte,
hizo efectivas las ofertas poniendo a disposición del general Urqui
za gruesas sumas de dinero, vapores y todos los elementos bélicos
que fueron necesarios. Además de estos elementos materiales, su
diplomacia se condujo con gran habilidad, facilitando el camino
para entenderse unitarios y federales de Entre Ríos y aun de los
mismos que mandaban fuerzas en los ejércitos de Rosas.
Sólo con tales elementos era posible derrocar a Rosas. Los
unitarios se plegaron a la bandera de Urquiza, porque en ella
veían una probabilidad casi cierta de volver a su patria y gobernar
en su país, lo que de otro modo no hubieran logrado. La provincia
de Corrientes siguió en el pronunciamiento a la de Entre Ríos, que
son las dos más belicosas de la Confederación. Parecía natural
que todas las provincias hubiesen seguido el ejemplo de las pro
nunciadas; pero, muy al contrario, todos sus gobernadores seapresuraron a ofrecer sus vidas, haciendas y fama al general
Rosas.
Este iba comprendiendo que la situación era crítica; que la
insurrección, apoyada por el Brasil, era potente cual ninguna
de las muchas insurrecciones anteriores lo habían sido. Después de
ordenar a las provincias hiciesen pronunciamientos en contrario
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Memorias de Benito Hortelano
207
al de Urquiza, preparó las cosas para que le acordase la nación el
Poder supremo y dictatorial.
La Prensa, las corporaciones, los ciudadanos, todos pidieron
se le diese el Poder supremo. La Cámara se reunió, y en medio del
mayor entusiasmo, de patrióticos discursos, votó por unanimidad
la investidura de Jefe supremo de la nación al general Rosas,
poniendo a su disposición tesoros, vidas, fama, familia y hasta
los hijos por nacer. El día de San Martín el pueblo en masa acudió
a Palermo a felicitar a Rosas. Este se paseaba por los jardines
cuando la multitud invadió aquella posesión, rodeándole, abrazán
dole y desgañifándose en aclamaciones y locuras al gran Rosas.
En este día conocí más de cerca al general Rosas. Vestía pan
talón y chaqueta azul con vivo encarnado, chaleco de merino
punzó y una gorrita de paño con visera. El pobre hombre estaba
conmovido y sofocado en medio de aquel tumulto, de aquella ova
ción popular, de corazón, pues son bien distintas las demostra
ciones oficiales de las que el pueblo hace de entusiasmo por el ob
jeto que aprecia.
Los teatros también preparaban sus funciones patrióticas. Don
Pedro Lacasa compuso una pieza, cuyo argumento era la traición
y derrota de Urquiza. Otra compuso D. Miguel García Fernández
sobre el mismo objeto. En una y otra función el entusiasmo llegó
a su colmo. Don Lorenzo y D. Enrique Torres, el doctor Gondra y
otros muchos patriotas federales pronunciaron discursos entusiás
ticos,
pidiendo sangre, exterminio y pulverización de las provincias
de Entre Ríos y Corrientes, del Imperio del Brasil y de todos los
salvajes inmundos, asquerosos unitarios.
A la salida del teatro,
Manolita Rosas, hija del Jefe supremo, que presidía todas las ova
ciones a nombre de su padre, fué conducida en su coche, quitados
los caballos, tirando de él los patriotas federales. Entre los que
vi tirar del coche recuerdo a D. Santiago Calzadilla, al hijo, al
doctor Agrelo, a D. Rufino Elizalde, a Gimeno, a D. Rosendo La-
barden y a Toro y Pareja; yo también empujé de la rueda derecha
al partir el carru aje. No recuerdo los nom bres de; otro s m uchos fe
derales que tiraron, porque no los conocía entonces y hoy son muy
unitarios.
En El Agente Comercial no nos quedábamos atrás en adular a
Rosas y pedir exterminio de los salvajes unitarios. Agregamos al
diario un periódico semanal, titulado
El Infierno,
escrito por Toro
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2oá Memorias de Benito Hortelano
y Pareja, que vomitó veneno contra los salvajes unitarios e incien
so en obsequio a Rosas*
Por fin las cosas se iban precipitando. El general Urquiza pasó
el Uruguay con 2*000 hombres para levantar el sitio de Montevi
deo, que el general Oribe tenía asediado, hacía ocho aflos, con más
de 14.000 hombres. Cuáles serían las circunstancias y cómo estaría
minado el ejército de Oribe, que con sólo estos 2.000 hombres des
barató el sitio, entró en Montevideo y en menos de quince días de
campaña concluyó con una guerra que había durado ocho años.
Este resultado fué debido en gran parte a la influencia del general
Garzón.
Los acontecimientos de la Banda Oriental debieron haber hecho
comprender al general Rosas que su poder vacilaba, que sus tropas
estaban cansadas, que los jefes no querían pelear y deseaban des
cansar, después de catorce años de continua lucha. Rosas debió
anticiparse a los sucesos, debió haber reunido un Congreso y
presentado una Constitución, dando una completa amnistía, olvido
de lo pasado y restituido los bienes embargados o confiscados a
sus enemigos. Con esta medida la insurrección de Urquiza hubiese
sucumbido en su nacimiento, porque los pueblos aun lo respetaban
y no tenían confianza en Urquiza. Se ofuscó, erró y ya no hubo
remedio; había llegado el fin de su reinado. La Providencia así lo
había decretado.
El general Urquiza, después de pacificada la Banda Oriental,
volvió a Entre Ríos, reunió su ejército y pasó el Paraná. Un ejér
cito brasileño de 6.000 hombres se puso a las órdenes de Urquiza,
y otro ejército de 20.000 quedaba de reserva en la frontera del
Brasil. Los vapores imperiales subían y bajaban conduciendo tro
pas y pertrechos, hasta que, ya Urquiza a este lado del Paraná,
bloquearon el puerto.
Rosas había reunido un ejército de 24.000 hombres en los Santos
Lugares, mandados por los jefes que habían capitulado en el sitio
de Montevideo, asumiendo el mismo Rosas el mando en jefe.
La ciudad se puso en asamblea. La Guardia Nacional, en nume
ra de 12 a 15.000 hombres, ocupaba diferentes puntos estratégicos.
El mando de la plaza estaba a cargo del general D. Lucio Mansilla;
pero para que todo fuese mal dispuesto, para que todo conspirase
a la caída de Rosas, que parecía estar ya cansado de gobernar o
a quien una confianza mal fundada cegaba, ni se le ocurrió siquiera
fortificar la ciudad, abastecerla y preparar la retirada y resistencia
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Memorias de Benito Hortelano 209
en caso de derrota, con lo que hubiera podido, por lo menos, hacer
una capitulación honrosa, salvando el honor del país y cíe su
ejército.
Todo era terror en la ciudad al aproximarse el ejército invasor.
Se temía una derrota, porque se creía que Urquiza entraría a degüe
llo, y se temía que triunfase Rosas, porque después del triunfo y
no teniendo ya enemigos se cebaría en la población, empezando los
degüellos como en el 40 y 42, para aterrorizar de nuevo al país;
pero, en'realidad, lo que había era mucho miedo en la población.
Llegó el 3 de febrero de 1852 y el ejército de Urquiza, después
de haber derrotado la víspera la vanguardia de Rosas en el puente
de Márquez, se encontró frente a frente, en los campos de Monte
Caseros, con el ejército del tirano, mandado por él en persona.
Jamás habíase visto en la América del Sur un número igual de
hombres reunidos en batalla; no bajaría de 50.000 hombres, entre
ambos ejércitos, con más de 200 piezas de artillería y de 80 a
100.000 caballos.
Pocas horas duró la batalla. El ejército de Rosas, bien disci
plinado, aguerrido, bien armado y uniformado, con jefes que en
cien combates habían probado su valor, desapareció como por en
canto,
pasándose algunos, rindiéndose otros, sin descargar sus
armas, y cayendo prisionero el resto. Sólo la artillería, mandada
por el coronel Chilacurt, hizo prodigios de valor; pero esta sola
arma, por más esfuerzos que hicieron, no podía conseguir sino
morir matando, y así sucedió.
Rosas huyó sin haber sabido disponer la batalla, sin dar órde
nes oportunas, anonadado de su propia obra.
El día 4 de febrero, como a las ocho de la mañana, el coronel
Virasoso entró en la plaza de la Victoria, seguido de una escolta,
y a su lado el general Mansilla, a quien algunos ciudadanos insul
taron.
Tenía yo colocada en la plaza, sobre la fachada de mi librería,
una magnífica muestra que decía: "¡Viva la Confederación Argen
tina ¡Mueran los salvajes un itarios ¡Muera el loco, traidor, sal
vaje unitario Urquiza " El Agente Com ercial del Plata. Como se
decían tantas cosas del general Urquiza, temía que las venganzas
no respetarían ni a las muestras, por lo que, con no poco susto y
precipitación, descolgué la muestra, ayudado de varios amigos y
dependientes, en el mismo momento que Virasoso entraba en la pla
za con su escolta. ínterin se verificaba el descendimiento de la mués-
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<Zio Memorias de Benito Hortelano
tra, mi dependiente Federico de la Llosa tiraba al lugar excusado
gran cantidad de gruesas de divisas, temeroso que éstas nos com
prometieran si los vencedores entraban en la librería. Afortunada
mente, nada sucedió de lo que temíamos; sólo una parte de las
escenas que se temían vino a realizarse; pero no fueron las tropas
vencedoras, sino Jas vencidas las que cometieron los crímenes de
aque'l día.
El coronel Virasoso, después de dar una vuelta por la plaza,
se retiró hacia la plaza del Retiro, sin tomar ninguna disposición
para mantener el orden.
No sé cómo calificar lo ocurrido en esta época en Buenos Aires,
pues no se comprende cómo una ciudad que se decía oprimida
y tiranizada por veinte años, ya que no pudo o no tuvo valor para
hacer la reacción cuando se aproximó el ejército libertador, al
menos después que éste perdió la batalla y en ella todo su ejér
cito, no dio este pueblo la'más mínima muestra de regocijo ni la
menor prueba de que deseaba la caída del tirano. La historia del
mundo nos describe los regocijos con que los pueblos oprimidos
han recibido siempre a los ejércitos libertadores, y yo práctica
mente lo había visto en Madrid, en donde una compañía que en
trase a auxiliarnos en las diferentes peripecias por que allí pasa
mos del 34 al 48, los soldados eran recibidos con un entusiasmo
que rayaba en delirio, regalándolos y 'obsequiándolos el pueblo
con toda clase de demostraciones; pero aquí, ni hubo quien salie
se a dar un peso ni convidar a una copa a los pobres soldados;
todos se encerraron en sus casas, Como si fuese un enemigo el
que había triunfado. Si un ejército extranjero hubiera sido el ven
cedor, no habría hecho otro tanto el pueblo.
Pero lo que no tiene excusa es que en una población como Bue
nos Aires, de 100.000 habitantes, no hubiese una docena de perso
nas de respeto, por su posición o riqueza, que no saliesen inmedia
tamente a ofrecer las llaves de la ciudad al vencedor, como es de
costumbre, para acordar con él las primeras medidas que en seme
jantes casos deben tomarse para conservar el orden interior y sumi
nistrar las raciones y recursos que el vencedor ha de menester para
sus tropas.
La ciudad quedó acéfala; las autoridades de Rosas abandona
ron sus puestos en cuanto aquél se embarcó; las fuerzas ciudada
nas,
cuya misión principal es la de garantir el sosiego y la propie
dad, habían abandonado sus cantones y con ellos las armas. El
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Memorias de Benito Hortelano
2 1 1
fuerte, punto principal, quedó a merced de quien quisiese apode
rarse de él, todo lleno de armas y pertrechos de guerra, con gran
cantidad de municiones tiradas por los patios. Las cárceles fueron
también abandonadas y, por consiguiente, todos los presos, crimi
nales y no criminales, se escaparon, lo que ocasionaba otro con
flicto no pequeño.
Sucedió en este desbarajuste lo que debía suceder. A las
diez de la mañana, los dispersos del ejército de Rosas, algunos sol
dados de Urquiza y la gente de los arrabales se lanzaron a las
calles del centro de la ciudad, primero a las platerías y después
indistintamente; el saqueo se hizo general y el espanto llegó a
apoderarse de todos los habitantes. Una circunstancia hizo renacer
el espíritu, y fué que los soldados norteamericanos que daban la
guardia al cónsul, viendo que estaban saqueando una platería inme
diata, acometieron a los ladrones, dejando tendidos a dos, lo que
dio ánimo a los vecinos extranjeros para armarse y lanzarse a las
calles en persecución de los ladrones.
Las once de la mañana serían cuando esta escena; a la una
era ya general el saqueo y la persecución. Veíanse los vecinos for
mando grupos, armados unos con escopetas, pistolas, chuzos y
cuanto había a las manos, cazando como en una cacería de jabalíes
a cuantos se encontraba robando.
Yo, con,unos cuantos vecinos de la Recoba, auxiliados de don
Cristóbal Gasaíta, vizcaíno valiente e intrépido, tomamos posesión
del fuerte, de donde sacamos fusiles y municiones, con los que
armábamos a los que iban llegando, ordenando patrullas de a ocho
hombres, nombrábamos un jefe de cada una y dábamos instruccio
nes para que saliesen en persecución de los ladrones.
Como a las dos de la tarde un batallón del ejército vino a
situarse delante del Cabildo para dar auxilio a la población; de
él salieron varias patrullas, quedando una fuera para custodia
de la cárcel y de la Comisión militar que en ella se estableció por
orden de Urquiza. Esta Comisión juzgaba en el acto a los que
traían presos los ciudadanos, e, identificada la persona, eran en el
acto pasados por las armas en el patio de la cárcel, durando esta
operación dieciséis horas.
Con estas medidas la tranquilidad se restableció. Se calcula
en 500 personas las que murieron en las calles y fusiladas por la
Comisión militar.
Lo admirable de este saqueo es que en cinco horas que duró
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Memorias de Benito Hortelano
se necesitaron después, para recoger los efectos de bulto robados,
más de 300 carros, llenando varios almacenes para que de allí fue
sen recogiendo sus dueños lo que les pertenecía.
Por la tarde de este día 4 de febrero salió el obispo, acompa
ñado con tres comerciantes, al campamento del general Urquiza,
que era en Palermo, y al día siguiente fué nombrado gobernador
interino D. Vicente López, abogado honrado, autor de la canción
nacional, formando éste su Ministerio con los señores D. Valentín
Alsina, D. Fidel López y el Dr. Gorostiazu.
Desde el día 1 de febrero nuestro diario, El Agente Comercial,
no había vuelto a aparecer; tampoco el
Diario
de Avisos,
ni el
Dia
rio dé la Tarde.
El día 5 propuse a los socios que debíamos conti
nuar, en lo que encontré resistencia por algunos; pero, al fin, mis
razones los decidieron y dimos por la tarde una hoja suelta, que
fué leída con avidez y entusiasmo por el nuevo lenguaje que en
ella empleábamos. Al siguiente día salió el número completo, ini
ciando una política arreglada a la nueva situación, anatematizando
lo que cuatro días antes habíamos santificado. ¡Así es y será en
todos tiempos y en todas las naciones la Prensa Hacer bueno hoy
lo que ayer era malo, y viceversa.
Como era consiguiente, y como yo esperaba al aconsejar la
continuación del diario, éste tomó una popularidad extraordinaria.
Era el único diario y, por consiguiente, las muchas disposiciones
gobernativas de aquellos días interesaban a todos, por lo que se
hizo necesario a la población.
Había venido en el ejército un joven precedido de alguna fama
como periodista y hombre de esperanzas; este joven era el coman
dante D. Bartolomé Mitre, quien pronto se puso en relaciones con
nosotros y a quien encomendamos la dirección del diario con la
asignación de 4.000 pesos papel mensuales, Propuso, al hacerse
cargo de la redacción, el cambio del nombre de El Agente por el
de
Los Debates,
para que no tuviese punto de relación ninguna con
las doctrinas que El Agente había sostenido. El 1 de marzo se hizo
cargo con tan brillante éxito, que el público corrió a subscribirse al
diario de moda, y a fe que lo merecía, porque fué un diario como
no había habido otro, ni después ninguno lo ha igualado. Dos mil
trescientos subscriptores llegamos a contar en nuestros libros, cosa
sin ejemplo en estos países. Los Debates han dejado nombre, pero
lo que nosotros trabajamos en aquella época es incalculable y a
ello más que a otra cosa se debió tan magnífico éxito.
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Memorias de Benito Hortelano
Decía que el desbarajuste en que había caído esta población
con la caída de Rosas y las nuevas ideas hacían prever conse
cuencias fatales, las que no se dejaron esperar.
Publicaba yo por esta época un periodiquito en papel de estra
cilla, titulado La Avispa, en el que me propuse dar palos a unos
y a otros, porque todos marchaban mal en mi concepto, que, por
cierto, no me equivoqué. En él daba consejos al general Urquiza,
le hacía comprender su posición, le criticaba satíricamente lo que
me parecía ridículo, y al propio tiempo decía algunas verdades a
los unitarios que estaban en el Poder.
Este periodiquito ha dejado fama, en muchos conceptos, por la
sátira, que confieso me dio bien en aquella época; por los secretos
que reveló sin dañar a nadie en su lenguaje ni ultrapasar los lími
tes de la vida privada; todo reunido hizo que alcanzase una subs
cripción cual antes ni después ha conseguido ningún diario, pues
llegó a reunir 3.600 subscriptores.
Creé La Avispa con dos objetos: con el de favorecer a un
paisano con quien trabajé en la imprenta de Arzal, a quien puse
al frente del diario, porque a mí no me convenía dar la cara en
razón a que, siendo socio de Los Debates, mis compañeros lo hu
biesen tomado a mal. La otra razón que tuve fué el deseo de sati
rizar muchas cosas ridiculas que veía desde que pisé países repu
blicanos, por quienes yo tenía muchas simpatías, creyendo que era
la mejor forma de gobierno, en lo que me he llevado un solemne
chasco y renuncio a ella.
Nadie sabía quién era el autor de La Avispa; a varias plumas
se les colgó el santo, pero en quien más recayó la sospecha fué
en Toro y Pareja, hasta que éste tuvo que dar un desmentido en
los diarios.
Era tanto más interesante este diario, cuanto que tuve la feliz
ocurrencia de prevenir en el prospecto que todos los que tuviesen
que denunciar algún abuso o quisiesen hacer conocer alguna cosa
echasen las cartas por una ventana de la redacción, que quedaría
abierta toda la noche. Esto bastó para que diariamente recibiese
una cantidad de cartas, curiosísimas algunas, poniéndome por este
medio al corriente de los secretos del Gobierno, de los partidos y
hasta de amores y disensiones de familia, porque hubo quien pedía
que abogase por el divorcio en razón a que el obispo no le había
permitido al remitente separarse de su mujer, a quien odiaba, por
mil circunstancias que me explicaba.
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Memorias de Benito Hortelano
215
El cómo me valía para escribir diariamente
La Avispa,
voy a
explicarlo.
Salía de
Los Debates
a las tres o cuatro de la madrugada, ren
dido de trabajar. A aquella hora recogía las cartas que habían de
jado en la redacción y que Santos Martín colocaba todas las noches
en el hueco de la reja que tenía yo dado orden dejasen abierta.
Abría aquel cúmulo de correspondencia e iba apuntando lo que me
convenía, y de allí formaba los artículos y sátiras, concluyendo esta
operación diaria a las seis o siete de la mañana, en que un mucha
cho iba y tomaba de la ventana el original que yo dejaba prepa
rado para el día inmediato o, mejor dicho, para aquel mismo día.
Claro es que con este míétodo La Avispa era de mayor interés
cada día, esperándola el público con ansia. La subscripción sólo cos
taba cinco pesos mensuales, lo que hacía que hasta la última clase
la leyese.
Los acontecimientos políticos se iban encapotando; una nube
cercana se dejaba ver, y la tormenta debía estallar. Era el 20 de
junio cuando fui llamado por el cónsul español, D. José Zambrano.
Fui al llamamiento, y me dijo: "Amigo Hortelano, como amigo lo
he llamado para darle un consejo y pedirle un favor. Usted es el
redactor de La Avispa; el general Urquiza lo sabe, y me ha pedido
ruegue a usted desista de esa publicación, pues sentiría que las
medidas que se ve precisado a tomar alcanzasen a usted. Igual
recomendación me ha hecho para Toro y Pareja."
No creía yo que hubiese llegado a noticia del general Urquiza
ni de nadie el que yo redactaba
La Avispa;
pero una vez que ya lo
sabía el general y que me daba aquel aviso amistoso, comprendí lo
que importaba y dije a Zambrano que desde aquel momento cesaba
La Avispa, como así lo verifiqué. Pareja no accedió, contestando
que él defendía los derechos del pueblo y que nada le arredraría.
¡Caro le costó al pobre
El 24 de junio, cansado Urquiza de las pretensiones de un círcu
lo que había logrado fascinar a la juventud y, sobre todo, de la
influencia de las mujeres, cerró las Cámaras y asumió el mando
de la provincia, con otras medidas de gobierno que en tales casos
se acostumbra. El ministro D. Fidel López había demostrado bas
tante energía en la Cámara, pronunciando un discurso anatemati
zando el proceder de aquel círculo, dirigiéndose al pueblo que des
de la barra le silbaba y apostrofaba, y le dijo verdades que no de-
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2l6
Memorias de Benito Hortelano
seaban oír, pero que después han venido a ser una realidad; lo que
prueba que previo desde entonces lo que después ha sucedido.
Eran las doce de la noche del 23 de junio cuando una compañía
de soldados, al mando de un oficial y precedida de un comisario,
se dirigieron a la imprenta de Los Debates, situada en la calle de
la Defensa, esquina a la de Chile, y llamando a la puerta, salió a
abrir D. Manuel Toro y Pareja, a quien llevaban orden de condu
cir, vivo o muerto. El comisario le intimó la orden, a lo que Pareja
contestó que estaba pronto, pero que le permitiesen vestirse, porque
estaba en mangas de camisa.
Se entró Pareja para vestirse, quedando a la puerta la tropa
esperándolo. Pasó media hora y Pareja no salía, por lo que, gol
peando a la puerta con señales de disgusto, salió mi sobrino Pepe,
que trabajaba en la prensa, y contra él descargaron el enojo de la
tardanza cuando éste les dijo que Pareja se había fugado por la
azotea. Precipitadamente entraron, atrepellando a Pepe; se dirigie
ron al interior de la casa en momentos que bajaba de la azotea
D. Demetrio Cabrera, socio de la imprenta y que había enseñado a
Pareja por dónde debía bajar. El oficial amartilló una pistola, des
cerrajando a quemarropa sobre Cabrera; por fortuna, no salió
el tiro y dio lugar a que varias personas de la casa sacasen del
error al oficial, que había tomado a Cabrera por Pareja. Este salió
a la calle por la de Chile, en mangas de camisa, sin sombrero, pero
con 16.000 pesos que había en la caja, que tuvo buen cuidado de
tomar en su fuga.
Al propio tiempo que esto sucedía otra partida había ido a
prender a Mitre, quien también se salvó, porque a él, como hijo
del país, los amigos le habían avisado con anticipación, lo que no
se hizo con Pareja.
La imprenta fué sellada al día siguiente;
Los Debates
murie
ron, y con este suceso perdimos no sólo las pingües utilidades que
empezaba a producir, sino 68.000 pesos, importe de subscripciones
atrasadas y del mes corriente, pues es sabido que el ilustrado pú
blico de Buenos Aires no paga la subscripción del último mes de
ningún periódico que muere, porque es, sin duda, de buen tono el
tirar de la cuerda de los ahorcados.
Me quedé sin diarios a consecuencia de este suceso, y emprendí
la publicación de la Historia de España por La Fuente, al propio
tiempo que creé el periódico El Español para separarme de la polí
tica del país, porque creí convencerme que esto no hacía cuenta a
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Memorias de Benito Hortelano 217
ningún extranjero; sin embargo, por mi desgracia, no lo he cumpli
do después.
Las cosas políticas quedaron en calma durante dos meses, en
cuya época, en unión con D. Vicente Rosa, D. Francisco Gómez
Diez y D. José Miguel Bravo, establecí la Sala Española, de que ya
tendré que ocuparme en adelante. También tomé a mi cargo la
imprenta de Arque.
El general Urquiza debía salir para San Nicolás de los Arro
yos a la reunión de gobernadores que debía tener lugar para acor
dar las bases de la organización nacional.
Entretanto que se preparaba la marcha de Urquiza y la del
gobernador D. Vicente López, secretamente se urdía una conspira
ción para evadirse de la influencia del Libertador, y aun se trataba
de asesinarlo. El general Urquiza salió el 8 de septiembre para
San Nicolás y el 11 fué hecha la revolución.
Este pronunciamiento trajo consecuencias muy fatales para
Buenos Aires, que ha llorado por mucho tiempo con lágrimas de
sangre y torrentes de dinero que, aplicado a objetos útiles, hubiera
producido muchos beneficios al país. Pues los que encabezaron el
movimiento reunieron en la plaza pública a las tropas y, presidien
do el acto el Gobierno, se repartieron entre ellas buenas sumas de
dinero al son de los himnos marciales que entonaban las bandas.
Una casualidad me ha proporcionado el estado de las cantida
des que entre los vampiros políticos de aquella revolución se repar
tieron. Helo aquí, reducido a pesos fuertes:
A los generales y coroneles, 85.000 duros.
A los tenientes coroneles se les dio a cada uno 750 duros; a los
mayores, 650; a los capitanes y demás oficialidad, 250.
Además se dio un año de sueldo a todos, desde general hasta
el último soldado.
Pero en medio de este escándalo, de este saqueo oficial, hubo
hambres dignos que rehusaron el pedazo de la capa de Cristo que
se repartía. Estos fueron los siguientes, que con gusto consigno
aquí sus nombres para honor de esta tierra.
Don Valentín Alsina rechazó dignamente la parte del botín, no
queriendo recibir los treinta dineros de la cuenta.
El general Pacheco también rechazó su parte de botín. Este no
es tan noble rechazo como el de Alsina, porque Pacheco era extre
madamente rico y Alsina extremadamente pobre.
El coronel Pelliza también rechazó los 200.000 pesos que le
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Memorias de Benito Hortelano
ofrecieron; pero, en cambio, pidió un terreno de chacra, que después
se lo quitaron.
El general Galán, que había quedado de gobernador delegado,
se retiró con sus tropas para Santa Fe sin oponer resistencia
al movimiento, que si tal hubiese hecho, la revolución habría su
cumbido.
Las Cámaras nombraron gobernador a D. Valentín Alsina, y
éste propendió a la fusión de los partidos, para lo cual hubo una
reunión en el local que hoy ocupa el teatro de Colón, en donde se
abrazaron mutuamente los hombres de Rosas con los llamados uni
tarios, estando todos muy conformes en odiar al general Urquiza y
hacerle la guerra a todo trance.
Se preparó una invasión a la provincia de Entre Ríos, y so
pretexto de conducir a su provincia las tropas correntinas, que
fueron las fuerzas que más habían contribuido a la revolución, las
embarcaron; pero no fué así, porque, tomando el río Uruguay,
desembarcaron en la ciudad de la Concepción, proclamando la ex
pulsión del general Urquiza de la provincia de Entre Ríos. Esta
triste expedición, mandada por el general Madariaga, fué recha
zada, perseguida e ignominiosamente derrotada, teniendo la inhu
manidad de partir el vapor sin tomar a bordo a los pobres solda
dos,
los que, arrojándose al agua para ganar el vapor, éste los
despedazó con sus hélices.
Otra expedición simultánea, mandada por el general Hornos,
desembarcó en el pueblo de Gualeguaychú; pero como la de Ma
dariaga había fracasado, Hornos tuvo que refugiarse en el Brasil.
Esta imprudente expedición trajo después humillaciones dolo-
rosas para Buenos Aires y una guerra que duró siete meses.
El 2 de diciembre se pronunció el coronel Lagos, que estaba
ejerciendo el cargo de comandante general del Norte. Pronto reunió
el paisanaje de la campaña, vino sobre la ciudad y el Gobierno de
Alsina dimitió el mando, quedando la ciudad acéfala de autorida
des y en el mayor conflicto. Lagos cometió la estupidez de no apo
derarse de la ciudad, contentándose con tomar el parque y algunos
cuarteles, que después abandonó.
El coronel Mitre comprendió que la revolución carecía de direc
ción, y, reuniendo algunos guardias nacionales, se fué a hostilizar
a los sublevados, que bien pronto se retiraron sin hacer resisten
cia, abandonando el parque y todos los puntos que ocupaban.
Poco se necesitó para poner la plaza en un estado inexpugna-
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Memorias de Benito Hortelano 219
ble de defensa: unas zanjas en algunas calles, empalizadas en
otras, fué lo suficiente para que durante siete meses no pudiesen
penetrar 14.000 hombres que la sitiaban. El coronel, hoy general,
Mitre resolvió un problema para con él dominar a los numerosos
y ágiles gauchos. Desde entonces ya nadie duda que los gauchos
de Buenos Aires son vencidos siempre que haya una débil tapia o
zanja por la que el caballo no pueda saltar.
Siete meses duró el asedio, al cabo de los cuales el ejército
sitiador se disolvió por sí, sin que nadie le atacase, estando ven
cedor sobre la píaza, pues cuantas veces las tropas sitiadas salie
ron fueron derrotadas, como asimismo un ejército que al Sur levan
tó el Gobierno, a las órdenes del general Acosta y D. Pedro Rosas,
muriendo el primero, con otros muchos, y cayendo prisionero Rosas
y todo su ejército, a excepción de los indios.
Han gritado mucho los llamados unitarios porque Urquiza se
valió de los indios contra Buenos Aires, sin acordarse éstos que
ellos fueron los primeros que dieron el mal ejemplo, halagando a
los salvajes, introduciéndolos en la provincia, enseñándoles el ca
mino, que no conocían, para las depredaciones que después han
cometido, asolando la campaña, apoderándose de miles de leguas
de terreno y de millones de cabezas de ganado.
Los de Lagos también cometieron una inconsecuencia, que des
pués la han pagado y la están pagando con usura. Me refiero a la
felonía cometida con el general Urquiza, a quien llamaron en su
auxilio y a quien después vendieron, poniéndole en el caso de tener
que embarcarse precipitadamente, y gracias a los ministros extran
jeros no cayó en poder de sus enemigos de la plaza entregado por
sus amigos los sitiadores. Urquiza se ha vengado perfectamente
de todos, humillando a unos y dejando impotentes a los otros.
Durante el sitio, y por la renuncia de Alsina, fué nombrado go
bernador el general Pinto; pero, habiendo muerto éste, quedó inte
rino el Dr. D. Pastor Obligado. Concluido el sitio, se formó una
Constitución, primera vez que se constituía la provincia después de
cincuenta años de independiente, siendo reelegido en propiedad el
mismo Obligado.
Quedó constituido el país y afirmado el partido unitario, que
por tantos años había andado errante.
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IV
Mi familia y mis negocios desde el año 1852 a 1860
Perfectamente estaban echadas las bases para mi futura fortu
na, que veía en lontananza, haciéndome mil halagos, a fines de
1851 y principios del 52.
Rodeado de mi cara familia; con una subscripción a la Biblioteca
Universal que debía dejarme 1.000 pesos diarios; con una empresa
como la de
El Agente
Comercial
del Plata,
que estaba anunciando
un porvenir lucrativo y de una importancia social envidiable; con
una librería establecida, en: la que tenía la exclusiva en las obras
modernas, y, en fin, la librería de moda, porque era la que recibía
las producciones españolas no conocidas aquí todavía, en lo que
presté un servicio de suma importancia a la literatura de mi patria,
haciendo variar la triste opinión que de la literatura española y las
cosas de España se tenía por nacionales y extranjeros en el Río
de la Plata. Tal era el aspecto que mi porvenir presentaba. ¡Ay,
qué pronto había de eclipsarse mi buena estrella
Eran los primeros días del mes de enero de 1852 y hacía once
meses que yo había librado a Madrid, a la orden de D. Ángel Fer
nández de los Ríos, editor de la Biblioteca Universal, cuatro mil
duros para que me remitiese las subscripciones que le pedía, según
las órdenes que le había dado. No estaba la correspondencia para
España tan bien servida como hoy, lo que era una dificultad de gran
consideración para mis especulaciones. Sin embargo, para facilitar
la buena organización en las remesas, era más fácil desde aquí
allanar las dificultades que había que desde Madrid, pues es sabido
que hasta hace poco tiempo, y aun hoy mismo, los habitantes de
Madrid tienen las mismas noticias de estos países que de la
China,
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Memorias de Benito Hortelano
2 2 1
ignorando hasta el modo como habían de mandar la correspon
dencia.
Había yo dado órdenes para que las remesas llegaran con toda
regularidad, como las de Francia e Inglaterra; que me dirigiesen
mensualmente, por la vía de Lisboa, todas las entregas que se
hubiesen publicado en el mes, para de este modo hacer yo el
reparto a los subscriptores, como lo hacía el Correo de Ultramar,
Creo que no habrá nadie que pueda calificar de descabellado este
plan; pero, por mi desgraciadlo fué, porque el Destino fatal que me
persigue así lo había dispuesto.
Fernández de los Ríos remitió a Lisboa la primer remesa, con
sistente en 42 grandes cajones, cuyo peso ascendía a más de 500
arrobas, importando los fletes de Madrid a Lisboa 16.000 reales
vellón; primer mal paso, porque yo ignoraba fuesen tantas las en
tregas y tan caro el flete. Sin embargo, esto lo daba por bien em
pleado, porque lo que perdía en fletes lo ganaba en tiempo y orga
nización del negocio.
Pero una fatalidad, o una mala fé del corresponsal de Lisboa y
mala disposición de Ríos, o lo que fuese, hizo que hasta los ocho
meses no llegasen a mi poder las cartas de aviso y facturas de la
remesa. Yo me volvía loco con esta demora; no sabía a qué atri
buir el silencio de Ríos, y sospechaba lo que cualquiera hubiese sos
pechado: o que mis cartas y letras de giro se habían extraviado, a
pesar de las medidas que tomé para el efecto, o que Ríos me había
jugado alguna trastada. Escribí furioso a Ríos increpándole su
conducta, cuando a los ocho meses recibo sus cartas y facturas
avisándome la remisión de mi pedido a Lisboa, de donde debió
haber salido en el paquete de junio, es decir, a los cinco meses.
Esto vino a confundirme más, porque, siendo ciertos los avisos,
debían estar en mi poder los cajones hacía dos meses, y, sin em
bargo, yo nada había recibido.
Volví a escribir más enojado, y Ríos me contesta, también eno
jado,
diciéndome que hacía mucho tiempo que los libros habían sido
embarcados y que ya debían estar en mi poder. En estas preguntas
y respuestas pasaban los meses, los subscriptores desconfiaban y
muchos me exigieron la devolución de lo anticipado. Este era un
nuevo conflicto, porque, habiendo yo remitido aquel dinero a Ma
drid, me era imposible devolverlo. De aquí las cuestiones, y, por
último, la Prensa me empezó a atacar. Tuve que dar su dinero a
los más exigentes y sufrir.
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2 2 2
Memorias de Benito Hortelano
Por fin, al terminar el mes de enero del 52, llegó el bergantín
holandés Osear, procedente de Lisboa, y en él los 42 cajones de
libros y una carta del corresponsal de Lisboa en que me decía "que,
no habiendo querido admitir los paquetes ingleses los 42 cajones
de libros, por ser mucha carga, y no habiendo salido de aquel puer
to para el de Buenos Aires, desde que llegaron los cajones, más
que el
Osear,
se había apresurado a remitírmelos". Véase por qué
circunstancia imprevista vino a malograrse este negocio y a darme
tantos disgustos en los doce meses que para la primera remesa se
había tardado.
Por otra coincidencia, la batalla de Caseros y el desquiciamien
to en que todo vino a parar me imposibilitaron de repartir a los
subscriptores sus respectivas entregas y las de un año más, que
habían venido y por las que tenían que abonar 156 pesos cada uno,
lo que importaba más de 7.000 duros. ínterin las cosas volvían a
su centro pasó un mes, y como con el cambio político muchos subs
criptores emigraron y otros se quedaron sin recursos, no pudieron
renovar la subscripción, lo que me perjudicaba no sólo por esta
parte, sino porque las obras no acabadas quedaban truncas y me
imposibilitaba disponer de las conclusiones.
La remesa que Ríos me había remitido importaba mucho más
que los fondos mandados por mí, por lo que me comunicaba que
no me remitiría más entregas ínterin no librase el importe de lo que
me había anticipado, porque, habiendo transcurrido tanto tiempo
desde que hizo la remesa (cuya tardanza queda explicada), no
podía anticipar más capital. Yo no le exigí nunca que anticipase,
y si se encontraba en este descubierto de sus fondos, yo me había
encontrado durante un año sin poder disponer de los míos; uno y
otro sufrimos las demoras de Lisboa, y para el negoció fué una
fatalidad por mil conceptos, siendo uno de ellos la desconfianza
mutua en que nos pusimos y que tanto nos perjudicó.
Además de todos estos trastornos, que me pusieron en apuros
para remitir fondos y que no se suspendiesen las remesas, hubo
otro de no menos consideración, y fué que, habiendo pedido 1.500
ejemplares del
Semanario Pintoresco
para regalar a los subscripto
res de El Agente Comercial, éstos vinieron; pero como se aumen
tase la subscripción cuando tomó el nombre de L,os Debates, acor
damos la sociedad pedir hasta 2.000 del año 1852, como así lo veri
fiqué, escribiendo a Ríos ,ai propio tiempo que le mandaba nuevos
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Memorias de Benito Hortelano
m
fondos, que, por cierto, tuve que tomar a interés 1.000 pesos para
contestar al editor con 2.000 más que acompañé.
Con la caída de Rosas cambiamos el título al diario, bautizán
dolo con el de
Los Debates,
cuyo redactor principal fué D. Barto
lomé Mitre. Reunió este diario hasta 2.300 subscriptores, que, a 30
pesos,
importaban 69.000 pesos mensuales, más 10.000 entre avisos
y remitidos; veníamos a recaudar como 80.000; gastábamos 45.000,
quedando libres 35.000 para repartir entre seis, o sea a unos 6.000
pesos mensuales cada socio.
El aspecto de mis negocios no podía ser más halagüeño a prin
cipios del 52: 6.000 pesos de
Los Debates,
otros 6.000 que me deja
ba la librería, eran de 10 a 12.000 pesos mensuales la renta que yo
reunía, al parecer de una manera bien sólida, en sólo estos dos ra
mos. De La Avispa no recibí nada, porque, a pesar de la gran subs
cripción, la persona a quien puse al frente nunca me dio cuentas ni
pude sacarle un real. Tampoco cuento 1.000 pesos diarios que la
¡Biblioteca me dejaba.
Pocos meses duró esta felicidad en los negocios. A consecuen
cia de las cosas políticas, el general Urquiza nos cerró la imprenta,
teniendo que emigrar los dos redactores principales, Mitre y Pareja,
y, por consiguiente, el diario murió.
íbamos dejando un fondo para, cuando llegase el semanario,
abonar su importe, que ascendería a 60.000 pesos al año. Dieciséis
mil pesos había en caja, los cuales dicen que Pareja se llevó, y
que se le perdieron al saltar las azoteas; sea lo que quiera, ello
es que se perdieron para algunos socios.
Además de dicha pérdida, hubo la de 68.000 pesos, que impor
taban los veinticuatro días de junio, en que murió el diario, y comjo
5.000
pesos de subscripciones atrasadas; con todo fueron las pérdi
das unos 89.000 pesos, suma mayor que lo que nos habíamos re
partido >en los meses de marzo, abril y mayo, únicos meses que
habíamos repartido utilidades, pues en los años anteriores no hici
mos más que cubrir gastos; aunque a mí me costó cada mes 500
pesos de pérdida, porque no pudiendo atender de día, pagaba a un
operario las horas que yo faltaba, para no perjudicar a los com
pañeros. •
Si al menos el negocio no hubiese ocasionado otras pérdidas
a mis intereses, poco importaba hasta entonces el trabajo personal
y 6.000 ó 7.000 pesos que me costó el operario; pero otra pérdida
de más consideración cayó sobre mí. Con la muerte de Los Debates
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Memorias de Benito Hortelano
la sociedad se disolvió, y los socios no quisieron garantirme las
consecuencias de los 2.000 ejemplares del semanario, contentán
dose con decirme que diese contraorden para que no mandasen
lo pedido, y como no teníamos hecho ningún compromiso a este
respecto y Pareja estaba emigrado y parte de los socios eran
pobres, tuve que cargar con los 2.000 ejemplares pedidos, que no
hubiese sido de gran consideración la pérdida sin lo que después
sucedió y diré en su lugar.
Heme ya enteramente desligado de la política, que con tan feos
colores se iba presentando, y perdidas las ilusiones de las grandes
utilidades que Los Debates prometían.
Me dediqué con ahinco a organizar los corresponsales que don
Jaime Hernández me había proporcionado en Entre Ríos y Mon
tevideo, a los que ¡hice las remesas de la manera que pude, de lo
que no quedaron muy contentos, y tenían razón, cuya causa expli
caré.
Cuando pedí a Ríos 1.000 subscripciones de la Biblioteca, iban
ya de ésta publicadas algunas novelas y estaban en publicación
otras. No tenía el número de ejemplares que me pedía, y sólo me
remitió 430 de cada obra. ¿Cómo cumplía yo con los 1.000 subscrip
tores no teniendo más que para 430? Escribí a Ríos que inmediata
mente completase el número pedido para poder cumplir con los
subscriptores. Ocho meses tardó en llegar la segunda remesa, y en
vez de 1.000 vinieron 300, y en vez de novelas e historias, que era
lo ofrecido, remitió cuatro secciones que no se habían ni anunciado
aquí ni pedido por mí, y eran 300 obras de Medicina, 300 de Histo
ria natural, 300 de Educación y 450 de Biblias, todo incompleto y
obras tan largas, que tardaría dos o tres años para concluirlas.
Este era un golpe fatal para sostener las subscripciones. A Entre
Ríos mandé, para cumplir con los subscriptores, todas las obras, y
el resultado fué que los subscriptores no quisieron recibirlas, y que
de unos 3.000 duros que importaba lo remitido a distintos pueblos
y con mil dificultades, no llegué a cobrar sino unos 600 duros, pre
firiendo perder las remesas mandadas y no tomadas a ordenar que
me las devolviesen, porque importarían más los fletes y gastos que
lo que aquellas obras, todas incompletas, valían. Por esta parte
perdí como 2.300 patacones, y las entregas aun existen en poder
de los corresponsales.
Dejemos la Biblioteca descansar para dar razón de mis otras
empresas.
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Memorias de Benito Hortelano 225
El mismo día de la batalla de Caseros se embarcó D. Joaquín
Oliver con dirección a Corrientes. Había yo conocido a este joven
de ayudante de D. Federico Hoppe, coronel español emigrado y
que se ocupaba en dar lecciones de florete. Oliver era un joven
modesto, callado y simpático; le tomé cariño y le habilité con unos
cajones de libros por valor de unos 2.000 duros, con cuya factura
se estableció en Corrientes. Si yo perdí la mitad de esta factura y
otras que le mandé después, en cambio Oliver supo aprovechar mi
habilitación, y con mi dinero, en vez de pedirme libros y procurar
por mis intereses, puso un almacén, haciéndome creer que no se
había vendido ningún libro, y era que negociaba con mi dinero,
hasta que cansado le obligué a darme cuentas a los dos años, rin
diéndomelas con gran pérdida, devolviéndome los restos de libre
ría que no había podido vender; pero hasta en esto fui desgraciado,
porque llegando el buque en ocasión que Buenos Aires estaba blo
queado, descargó en Montevideo y los libros se perdieron. Cuatro
años después, habiendo gastado mucho y hechas muchas diligen
cias, encontré estos libros en la Aduana de Montevideo, todos
podridos, teniendo que pagar el depósito de tantos años.
Con el ejército de Urquiza había venido un coronel llamado
D. Antonio Muñoz, español, vecino y casado en el Paraguay. Varias
personas me lo recomendaron e hice relaciones con él. Me habló
de que en el Paraguay se haría un gran negocio con libros, porque
aun nadie había llevado este artículo a aquella República. Tanto él
como otras personas me calentaron para que hiciese una prueba.
Muñoz se me ofreció a encargarse de la expendición y le hice una
factura de unos 500 duros. Cuando llegó el caso de embarcarse,
me dijo que no habiendo pagado el general Urquiza al ejército,
se encontraba sin recursos para prepararse al viaje. Le di 60 duros
y pagué el pasaje hasta el Paraguay. Además de mi factura, el
doctor Casagemas, dueño de la librería del Plata, le dio otra por
valor de 700 duros. Tanto mi factura y dinero como la de Casage
mas, todo se perdió; ni un real hemos visto. Muñoz vendió nuestros
libros y se comió el dinero.
Al poco tiempo de la muerte de
Los Debates,
como para reponer
la venta que había perdido de dicho diario y para tener en qué
ocupar mi imaginación y mi espíritu, siempre ávido de negocios y
movimiento, emprendí la publicación de la Historia de España, por
D. Modesto Lafuente, obra que tanto llamaba la atención por su
gran mérito, y calculé, no sin fundamento, que debía tener una
15
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Memorias de Benito Hortelano
subscripción numerosa. No me equivoqué. Di el prospecto, y reuní
480 suscritores, a 40 pesos papel cada tomo, o sean dos duros. Al
mismo tiempo empecé la publicación de un periódico titulado El
Español,
con el que, a la par que me servía para anunciar mis
obras,
llenaba un vacío que en la población española se notaba, y
era necesario levantar la nacionalidad abatida de los españoles,
humillados y hasta avergonzados de ser hijos de tan noble y gran
nación.
Aunque se me tache de demasiado amor propio, tengo la con
ciencia de haber prestado tantos servicios a mi patria, que dudo
me los eclipse nadie, por mucho que haga. Muchos disgustos me
ha costado este patriotismo, mucho se han perjudicado mis intere
ses; pero, a pesar de todo, no me pesa; tengo orgullo en ello, aun
que no hayan sido apreciados mis servicios. Quede esta honra para
mis hijos, que algún día llegará a apreciarse todo lo que por honor
de mi patria he hecho, como lo iré manifestando en el curso de
estas Memorias.
Don Jaime Hernández me remitió una prensa y algunos tipos
de su imprenta, en La Concepción del Uruguay, y con 1.200 libras
de entredós, que compré a D. Pedro de Ancheli, establecí una
imprenta en la calle de Santo Domingo, y en ella empecé las publi
caciones de la
Historia de España
y
El Español.
Este último ya
he dicho el objeto, y por eso sólo cobraba por la subscripción
cinco pesos papel mensuales, dando un número todas las sema
nas, dedicado exclusivamente a los intereses españoles, cosa que
desde que llegué a este país he procurado defender no sólo como
individuo, sino en todos los diarios que he publicado, en los que
hasta el fastidio y con perjuicio de mis intereses me he dedicado
a la defensa de mi nación y a hacer conocer sus buenas cosas.
Al poco tiempo de estas publicaciones y con la admisión, por
primera vez, de un cónsul español y con dos buques de guerra,
las corbetas
Mazarredo
y
Luisa Fernanda,
que también por pri
mera vez desde que se emanciparon estos países habían tocado
estas aguas, el espíritu español se había pronunciado haciendo
algunas manifestaciones en comunidad, siendo una de ellas la de
ir a Palermo a felicitar al general Urquiza, tocándome a mí la dis
tinción de ser de la Comisión con D. Esteban Ranas, D. Vicente
Casares, D. Vicente Rosa y D. Lázaro Elorton'do.
Después de esta manifestación y otras se hacía necesario es
trechar más y más los vínculos fraternales de los españoles, co-
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nocerse y dar la cara de frente, pues hasta entonces los mismos
españoles no se conocían, negando mutuamente su patria, pasando
unos por de Gibraltar, otros por italianos, y por franceses o de
otras naciones el resto; muchos que habían venido jóvenes decían
que eran hijos del país.
Pareja había trabajado algo en el sentido de formar una Aso
ciación; pero como tuvo que emigrar, dejó en embrión su proyecto,
y otro lo tomó a su cargo.
Un día del mes de agosto se presentaron en mi librería D. Vi
cente Rosa, D. Francisco Gómez Diez y D. José Miguel Bravo, todos
del comercio, invitándome a que los acompañase y ayudase a for
mar una Sociedad española, para cuyo objeto querían saliésemos
a recaudar fondos entre los nombres que en una lista tenían apun
tados como iniciados en la Asociación. Eran estos tres señores de
opinión que para empezar a establecer la casa, impresiones de ésta,
y para contar ya de una manera cierta con un número suficiente
de socios se hacía preciso que éstos empezasen por dar prendas,
para no llevarse chasco después. No iban mal fundados y estaban
por lo sólido; pero yo fui dé opinión contraria.
Objeté a estos señores que yo no les acompañaría a pedir limos
na y a sufrir las barbaridades que algunos quisiesen decirnos, pues
no siendo la mayoría de los españoles residentes de lo más ilus
trado, nos exponíamos a que creyesen que íbamos a explotarlos;
pero que sí les ayudaría con todas mis fuerzas y con mis intereses
a lo que les iba a proponer; esto era: que alquilásemos la casa
inmediatamente, que comprásemos los muebles y todo lo necesario,
y cuando tuviésemos la casa establecida y el Reglamento provisio
nal,
llamar a nuestros compatriotas y decirles: "Ahí tienen ustedes
su casa, ahí están las cuentas; ahora, dispongan lo que gusten y
entre el que quiera en la Sociedad." Aceptaron los dichos señores
mi plan, y pusimos manos a la obra.
Salimos aquel mismo día a ver la casa de Lastra, calle de Santa
Clara, en la cuadra del mercado. La casa era magnífica para el
objeto; pero el alquiler, de 4.500 pesos mensuales; no se atrevieron
mis compañeros a contraer tal compromiso. Una idea me vino a mí
en el instante y fué que, estando yo pagando tres casas, la de la
imprenta, la de la librería y la de la familia, me costaban muy
caras y carecía de comodidades, por lo que les propuse tomaría
yo la sección de la izquierda de dicha casa, independiente y mucho
menor que la sección de la derecha. Inmediatamente aceptaron mis
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228 Memorias de Benito Hortelano
compañeros y fuimos a ver al señor Lastra para arregla/ el con
trato. El señor Lastra nos dijo que a pesar de estar la sección de
la izquierda alquilada al señor De la Torre, en donde tenía su alma
cén, éste estaba obligado a dejarla, pues no querían entenderse
con dos inquilinos, sino con uno solo; que la parte ocupada por
el señor De la Torre valía 1.500 pesos mensuales, y la sección de
la derecha, 3.000; pero que había que dar tiempo para que se
mudase el señor De la Torre. Quedo así convenido con el señor
Lastra, es decir que la Sooiedad Española pagaría 3.000 pesos, y
la parte que yo alquilaba, 1.500, pero que fuese uno sólo con quien
él se entendiese, fuese yo o fuese la Sociedad; a él le era iguai.
Describo esta circunstancia con tanta minuciosidad, porque
después se verá lo que sucedió y con la injusticia que procedieron
conmigo.
En pocos días compramos todos los muebles y cosas necesarias
por valor de más de 80.000 pesos, bajo nuestra garantía, corriendo
el riesgo de perder si los españoles no hubiesen secundado nuestro
desprendimiento; sólo así podía llevarse a cabo la Asociación; de
otro modo, jamás se hubiera conseguido. ¡Cuántos disgustos nos
costó después esta generosidad ¡Ni la exposición, ni los muchos
días que empleamos, ni lo mucho que trabajamos hasta organizar
la casa y reunir la Sociedad, nada bastó para que después nos
desacreditasen y más tarde, corriendo el tiempo, para que se ensa
ñasen contra mí mis compatriotas, cuando me vieron agobiado por
los malos negocios
Por fin quedó todo concluido, y el día 5 de septiembre de 1852
fué el designado para la inauguración. Se formó un Reglamento
provisional, imprimí circulares, y en El Español escribí varios
artículos haciendo comprender a los españoles la conveniencia y
hasta la necesidad de asociarse.
Para dar más solemnidad al acto de apertura acordamos invitar
al general Urquiza, ofreciéndole la presidencia, y para el efecto
fuimos en comisión D. Vicente Rosa, D. Vicente Casares, D. Este
ban Ranas y yo a hacerle la invitación. El general Urquiza nos reci
bió con bastante agrado, manifestándonos el sentimiento que tenía
de no poder asistir por tener que tomar aquel día juramento a las
autoridades durante su viaje a San Nicolás; pero, para representar
su persona, comisionó a D. Ángel Elias, su secretario.
Vino este señor con nosotros desde Palermo, y ya en los salones
de la Sociedad estaban reunidos más de 300 españoles, las Comi-
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Memorias àe Benito Hortelano
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siones que habíamos nombrado ocupaban sus lugares y la de reci
bimiento salió a la puerta para hacer los honores al señor Elias,
como representante de la persona del general Urquiza. Introduci
dos en el salón principal, se dio principio a la lectura del acta de
inauguración, escrita por D. Vicente Rosa, siguiéndole después
otros señores, pronunciando algunos medianos y malos discursos.
Yo era secretario, y no pienso en mi vida pasar más sudores al
oír al presidente provisional, D. Antonio Santamaría, anciano cata
lán, a quien la ciega Fortuna había colmado de dinero, a pesar de
que el pobre hombre no sabía apenas leer el discurso que le habían
escrito, en el que, entre otras barbaridades, dijo que debíamos acla
mar a Doña Isabel Dos.
En medio del entusiasmo que reinaba en aquellos momentos,
los brindis, las protestas de puro españolismo de la mayoría, aun
que a muchos no les salía del corazón, porque no lo tienen sino
para atesorar, sin importárseles nada la humanidad ni la fraterni
dad, un hombre, digno de que su nombre sea conservado en letras
de oro para la posteridad por los muchos beneficios que la Huma
nidad le debe, levantó su voz, y aunque en mal castellano, pero
hablando con su corazón, dijo: "Señores, ya que por primera vez
nos vemos reunidos los españoles entre los brazos de la fraternidad,
de lo que habíamos estado prohibidos durante cincuenta años; ya
que tanto regocijo disfrutamos hoy y tantas palabras de patriotis
mo se oyen en este recinto, que no quede en palabras; que nuestros
compatriotas desgraciados tengan un recuerdo de la inauguración
de esta Sociedad, para lo cual brindo y propongo se abra ahora
mismo una subscripción para socorrer a los pobres españoles, y que
al propio tiempo sirva de base para la Sociedad de Beneficencia
Española, que a esta Asociación ha de unirse." Este brindis fué
acogido con entusiasmo por la parte joven de los españoles allí
reunidos, pero con caras avinagradas por los viejos, que veían
un ataque directo a sus apretados bolsillos, que todo el patriotismo
del mundo no les hace abrir.
Para que el brindis fuese una realidad, el proponente, que era
el siempre generoso y humanitario D. Esteban Ranas, pidió papel
para abrir la subscripción. Todos los viejos y no viejos, pero que
eran ricos, se apresuraron a rodearle, hablándole al oído, todo tem
blorosos como unos azogados, rogándole no los comprometiese
poniendo una suma fuerte. Cien mil pesos era la cantidad con que
D. Esteban Ranas iniciaba la subscripción; pero los ruegos y con-
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sejos de algunos dependientes le hicieron que desistiese de apun
tarse él el primero, para evitar compromisos. Ranas accedió, y la
lista se fué llenando. Pero , ¡cómo, Dios mío Los altos capitalistas
se suscribieron a 500 y 1.000 pesos, al paso que los dependientes
y artesanos ninguno bajó de aquellas cantidades. Don Esteban
Ranas, por las súplicas de los dependientes y otros comerciantes,
redujo su subscripción a 20.000 pesos. La suma recaudada fué, por
todo, 75.000 pesos.
Brillante perspectiva presentaba esta Sociedad, y teníamos de
recho los fundadores a estar enorgullecidos de nuestra obra; pero
bien pronto las rosas se convirtieron en espinas. Se formó una
coalición contra D. Vicente Rosa, y no pudiendo eclipsar sus im
portantes servicios y su reconocida capacidad, buen gusto y cons
tancia para ordenarlo todo, se valieron del pretexto de unos mue
bles y dos arañas que, teniéndolos él para vender, introdujo en
tre los efectos de la Sociedad, dejando que la Comisión directiva
aprobase o desaprobase las cuentas de todos los gastos, incluidos
los citados muebles. Llegó a tal punto la guerra que le hicieron,
que hasta por la Prensa lo trataron de ladrón.
Por el mes de noviembre trasladé a dicha casa de la calle de
Santa Clara, núm. 105, mi librería, imprenta y familia, gastándome
en arreglarla y en los armazones de la librería más de 30.000
pesos,
pero quedando todo con gran comodidad, y la librería la
más grande, clara y bien ordenada que había en Buenos Aires. Era
un establecimiento de los pocos que tuvieron competencia en todos
sentidos y que fué causa de envidias, que no tardaron en estallar.
Mi esposa, Tomasita, me había dado a luz el día 11 de sep
tiembre a mi niña Emilia. Desde que Tomasita llegó al país empezó
a sentirse de una tosecita que cada día se iba haciendo más sospe
chosa; pero con e'l parto la enfermedad se desarrolló, y la
tisis
pulmonar se presentó con todos sus caracteres. Los médicos me
aconsejaron la, mandase al campo, y al efecto alquilé una casa en
San José de las Flores, de la propiedad del señor Solveira.
Hacía dos meses que estaba en el campo toda la familia cuando
sobrevino la insurrección de Lagos y el sitio que por siete meses
se siguió. Yo iba todas las tardes, volviéndome por la mañana para
atender a mis negocios; mas cuando se estableció el sitio, quedé
incomunicado con la familia y en la mayor aflicción, teniendo a
mi mujer,- mis hijos y a Paca a merced de los soldados invasores,
que ignoraba si respetarían o no las familias. Afortunadamente, y
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Memorias de Benito Hortelano
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en honor de la verdad, debo decir que la gente de la campaña en
vano tienen aspecto repugnante a primera vista; el fondo es bueno,
y en nada molestaron a mi familia, tratándome a mí con el mayor
respeto cada vez que podía salir de trincheras afuera.
Hubo una suspensión de hostilidades el 23 de enero, y aprove
ché el momento para traerme a la familia, sacando permiso del jefe
sitiador y de los de la plaza. Me reuní con mi querida familia, pero
otras dificultades se me presentaban. Mi esposa no podía tomar
más que caldo de gallina y leche a todo pasto, ambas cosas difíci
les de conseguir en la plaza, porque los sitiadores impedían la en
trada de todo recurso por mar y tierra.
Cada copa de leche costaba cinco pesos y cada gallina 40 ó 50,
y para alimentar a mi pobre Tomasita se precisaban ocho copas de
leche diarias y una o dos gallinas, lo que, aparte de las visitas de
los médicos y del mucho gasto en la manutención de toda la fami
lia, tenía un gasto espantoso.
La publicación de la Historia de España me producía hasta la
revolución de Lagos de cinco a seis nuil pesos mensuales. Las fac
turas de libros que recibía daban a la librería una venta magnífica,
y podía calcular en cinco o seis mil pesos mensuales lo que la libre
ría me dejaba. De la Biblioteca había recibido otra gran reme
sa, y era la tercera, juntándome con más de 300.000 entregas cuan
do el sitio empezó, lo que me fué un gran perjuicio.
Así como con el golpe de Estado de Urquiza había perdido la
renta que
Los Debates
empezaba a producir, con el sitio de Lagos
vino todo mi edificio por tierra. Para tener a Ríos contento y que
me remitiese pronto las conclusiones de tantas obras pendientes, a
fines de noviembre del 52 libré una letra de 50.000 reales por la
casa de Soriano a favor de Ríos, cantidad, poco más o menos, que
importaría lo que en la última remesa me había mandado. En vano
le escribía diciéndole que la Biblia, las obras de medicina, la His
toria Natural, etc., no me convenían, no eran obras para este país,
ni en tanta cantidad; que los subscriptores se habían subscrito a no-
veías e
Historia
y no querían recibir lo demás; él se hacía el sordoy me mandaba lo que le sobraba, dejando de remitir lo que aquí
se deseaba, y como en las cubiertas veían los subscriptores las no
velas que iban publicadas sin que aquí hubiesen llegado, me recla
maban, y con justicia, el cumplimiento de las ofertas del prospecto.
Me había trastornado todo mi plan, toda mi excelente combinación,
y así fueron los resultados, viniendo a ser mi ruina lo que empe-
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Memorias de Benito Hortelano
zaba por ser mi fortuna. Mil pesos diarios debía dejarme esta pu
blicación; tenía 1.000 subscriptores, a dos reales y medio cada en
trega; salía una diaria; me costaban a mí un real en Madrid, y con
ios gastos venía a quedarme un real libre en cada entrega.
En el paquete de febrero del 53 me avisó la casa de Zumarán
de que tenía una letra de 60.000 reales contra mí y la casa de
Ochoa otra de 50.000. Recibí por aquel paquete una carta de Ríos
y unas facturas en las que me avisaba haber remitido a Cádiz, a
la orden de mi corresponsal, D. Pedro Nolasco Soto, una gran re
mesa con la conclusión de muchas obras, continuación de otras y
varias nuevas, diciéndome al mismo tiempo que, por si yo no había
librado a su favor los 50.000 reales de la factura anterior, había
dado una letra de 'igual cantidad contra mí por la casa de Ochoa
y otra de 60.000 por la de Zumarán; que abonase ambas aunque
hubiese yo librado alguna cantidad, porque la remesa remitida a
Cádiz, cuyas facturas me acompañaba, llegarían a mi poder poco
después que la carta, y que, importando dicha factura 80.000 rea
les, aun quedaba un saldo a su favor, que se había tomado la liber
tad de girar contra mí, no habiendo llegado los efectos por los
apuros en que se encontraba por tantos fondos como tenía distraí
dos y contando haría yo honor a su firma.
Con tantas peripecias como habían sucedido en esta publica
ción, con el deseo de que no tuviese ningún pretexto en lo sucesivo
y me remitiese con más regularidad las remesas, a pesar del estado
crítico por que pasábamos en Buenos Aires en aquellos momentos,
sitiados y bloqueados, los establecimientos cerrados, suspendidas
las transacciones comerciales, y a pesar también de las pocas es
peranzas que había de la pronta conclusión de la guerra, acepté
la letra de 60.000 reales que me presentó la casa de Zumarán y
protesté la de 50.000 de la casa de Ochoa, porque ya he dicho que
por la de Soriano había librado la misma cantidad.
No tenía yo los fondos suficientes para abonar los 3.000 duros
y la letra venía a quince días vista, y tuve necesidad de tomar a
interés 100 onzas, que me garantizó D. José Flores, como es cos
tumbre en plaza de dar dos firmas en las letras, y 1.000 duros que
tomé por otro conducto, también a interés.
Pasó febrero, marzo y abril y los cajones de Cádiz no llegaban,
y los subscriptores me reclamaban; yo tenía los almacenes llenos
de entregas de obras incompletas, sin poder repartirlas porque se
negaban a recibirlas ínterin no viniese la conclusión, y yo con un
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Memorias de Benito Hortelano
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capital de más de 300.000 pesos muerto, sin poder hacer uso de
él, ni siquiera llevarlo a remate o empeñarlo para tomar sobre ello
fondos. Escribí a Ríos, a mi corresponsal de Cádiz, a mi familia de
Madrid para averiguar la causa de tanta demora. Soto me contestó
que a Cádiz no habían llegado semejantes cajones; Ríos no me
contestó, y mi familia me escribió diciendo que Ríos les había con
testado que no tenía nada que remitirme; que me escribiesen dicién-
dome mandase más fondos, y que como no había abonado la letra
de 50.000 reales girada por la casa de Ochoa, no había podido
mandarme más remesas. Cuando recibí estas contestaciones estuve
decidido a ir a Madrid para hacerle pagar bien caro tan osada
maldad, estafa tan escandalosa. Mandé un comisionado con pode
res, pero cuando llegó éste, Ríos había quebrado y nada se pudo
conseguir. Este golpe me desconcertó para no volverme hasta hoy
a rehabilitar en mis negocios; quedé completamente comprometido,
con créditos en plaza y con un capital en almacén convertido en
papel para envolver.
Aun me quedaban otros recursos con que poder poco a poco
reponerme. Había pedido a Sevilla 20.000 tomos de una colección
de novelitas que allí se habían publicado a un real el tomo. Llega
ron estas novelas durante el sitio y cuando no se vendía nada de
nada; pero apenas anuncié esta colección de novelas a tres pesos
el tomo, cosa desconocida por su baratura, el público se apre
suró a comprar, y particularmente los guardias nacionales que es
taban en los cantones. En tres meses vendí casi los 20.000 tomos,
ganando en ellos como 2.000 duros, con los que pude reponer algomi crédito, que estaba muy próximo a fracasar.
Pero al lado de este buen negocio, los cinco o seis mil pesos
mensuales que la Historia de España me producía habían desapa
recido. De los 480 subscriptores habían quedado reducidos a 150,
con los que apenas alcanzaba su producto para los gastos de im
presión. El sitio se prolongaba; el ejemplo de los ocho años que
había durado el de Montevideo hizo a los hombres más precavi
dos,
y los negociantes que no tenían que estar sujetos a las armas
levantaron sus negocios de Buenos Aires, yendo a establecerse al
Rosario y otros puntos. Eran, como es consiguiente, españoles la
mayoría de los subscriptores, y precisamente los españoles fueron
los que en mayor número abandonaron la capital para ir a fundar
el Rosario. Con este cambio de domicilio, mis subscriptores se eclip
saron para no volver jamás, dejándome con algunos miles de tomos
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Memorias de Benito Hortelano
truncos, con el compromiso de la publicación, estando en el tomo
sexto,
faltando 20 tomos más. Este fué otro golpe de tan malas o
peores consecuencias que los anteriores.
Yo también procuré prevenirme, por si el sitio se prolongaba
más de lo que racionalmente podía esperarse. Al efecto, preparé
una factura de 3.500 patacones de libros y otros efectos de escri
torio y mandé a mi sobrino para que entre Montevideo y algunas
poblaciones' de Entre Ríos los realizase, para con este auxilio cu
brir las atenciones que iban venciendo. Mi sobrino Pepe salió, fué
a Montevideo y sólo recibí de lo que allí vendió creo que 11 onzas
de oro. Se dirigió después a Gualiguaycbú, adonde abrió casa para
la venta de los libros. El tiempo transcurría, fondos no me man
daba, hasta que, por último, apurándole para que se viniese y tra
jese los fondos o los libros, mi buen sobrino contesta que se ha
casado, que ha tenido una enfermedad larga y que se ha comido
las utilidades y 23.000 reales del capital. ¡Otro lindo negocio
Y va de buenos negocios. Durante el sitio me presentaron los
oficiales de la corbeta de guerra
Luisa Fernanda
a un individuo
llamado Pedro García, maestro de música y marido de la Marieta
Landa, prima donna de ópera, naturales ambos de España. Los
marinos me recomendaron mucho esta familia, que, habiendo lle
gado al país sin relaciones y con el objeto de trabajar, se había
encontrado que, por efecto de la guerra, no podían dar funciones,
encontrándose en los mayores apuros, sin tener para pagar el hotel.
Confieso que me condolió esta familia, y más que todo siendo artis
tas españoles, fuera de su patria. Fui a visitarlos. Los marinos
hicieroH que cantara la Landa alguna cosa al piano; cantó un aria,
y reconocí, con todos, que era de gran mérito aquella pobre señora.
Me manifestaron su situación; les auxilié, no recuerdo con qué can
tidad, y tomé a mi cargo levantar una subscripción. Hice que se ex
tendiese la voz en la Sociedad española, o sea "Sala Española de
Comercio", que es el título que tuvo aquella Asociación; invité a
que fuesen a oírla un domingo; fueron unos cuantos socios; cantó
la Landa y fué aplaudida calurosamente. Aproveché aquella cir
cunstancia para manifestarles la situación en que aquella familia
se hallaba, y al día siguiente había recolectado más de 3.000 pe
sos, los que con sumo entusiasmo puse a disposición de aquella
familia.
Con este motivo las relaciones se estrecharon más y más, hasta
que, habiendo dado a luz por aquel tiempo una niña la Landa, me
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Memorias de Benito Hortelano
23S
hicieron ser el padrino, y de madrina salió la señorita Emilia, hija
de la dueña del hotel de París, madame Renon.
Concluida la guerra, arribó una compañía lírica, y la Landa y
García se asociaron, tomando el teatro de la Victoria, dando la
fianza para el alquiler D. Francisco Gómez Diez.
La compañía García Olivieri, que así se tituló, empezó a fun
cionar con buen éxito; García era el tesorero, y un día que tuvo
necesidad de fondos para hacer algunos pagos vino a casa pidién
dome 10.000 pesos por dos días, ínterin recaudaban el abono. No
los tenía en aquel momento disponibles; pero al momento llamé a
mi corredor, D. Víctor Beláustegui, quien los proporcionó con mi
fianza. Ignoraba yo hasta entonces la clase de hombre que era
García, porque le veía muy poco desde que empezaron a trabajar
y sabía lo bien que marchaba la compañía, creyendo que mis pro
tegidos eran o habían sido desgraciados, pero no malvados. Supe
después que el tal García era un jugador, que había perdido los
fondos de la sociedad, y que, viéndose apretado por sus compañe
ros, me sorprendió para sacarme los 10.000 pesos.
La compañía se disolvió y quebró, quedando García en peor
posición que cuando le hice la subscripción y pesando sobre mí los
10.000 pesos más los intereses que iban corriendo. Se renovó la letra
en diferentes ocasiones, teniendo yo que abonar los intereses. Para
ver si de algún modo podía yo salvar la garantía que pesaba sobre
mí, les aconsejé se fueran al Paraná, de donde me habían escrito
que tendrían buena acogida; pero no tenían dinero para el pasaje,
y corrí el riesgo de perder unos pesos más por ver si salvaba lo
principal. Para este viaje tenían que asociarse con Carlos Rico,
tenor español, y tanto a éste como a la Landa, García y los hijos
los garanticé el pasaje, recomendándolos a los amigos del Paraná y
reuniéndoles algunos fondos para que pudiesen moverse. Al ir a
embarcarse detuvieron el pasaje a García por una cuenta de 1.300
pesos;
vino llorando a mí, y ya que había corrido otros riesgos
mayores, corrí aquél, garantizando los 1.300 pesos. No paró en
esto;
los carros y lanchas hasta a bordo también los pagué.
No puede un padre hacer más sacrificios por un hijo que los
que hice por esta familia. En el Paraná ganaron bastante plata;
Rico pagó su pasaje, pero mis protegidos no lo pagaron, y a su
vencimiento tuve que abonarlo. En esta ocasión fué cuando yo me
convencí de lo infame que era García, aunque no lo creía tanto
como después tuve ocasión de experimentarlo.
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2^6 Memorias de Benito Hortelano
Pasaron a la ciudad de Córdoba, en donde supe por Rico que
se estaban hartando de plata. Entonces ya se acabaron mis con
templaciones y mandé los documentos y un poder a D. Rosa An-
drade para que los hiciese efectivos. Cual no sería mi sorpresa e
indignación al recibir una carta abierta, remitida de mano en mano
por todas las personas de quien yo me había valido para hacer
efectivo el pago, en cuya carta me llenaba de improperios, lla
mándome picaro, diciendo que no me debía nada; que en el teatro
había dejado intereses por más de 60.000 pesos y que de ellos le
diese cuenta, y una porción de embrollos por el estilo. Seis onzas
fué toda la cantidad que recibí de más de 700 patacones a que
ascendía todo lo que yo había pagado por él. No he vuelto a saber
más de esta familia; Dios les haya ayudado.
Mi desgraciada Tomasita siguió enferma, y ya hacía cuatro
meses que los médicos me habían dado el pronóstico de que no
sobreviviría a la enfermedad. Después de un año de sufrimiento,
de tanto como padeció con la mayor resignación, sucumbió el
día 12 de agosto de 1853. ¡Dios la haya premiado tanto como sus
virtudes fueron en la tierra Tres criaturas me quedaron : Maña
nita, Agustín y Emilia, que tenía once meses. ¡La Providencia me
había deparado el que mi cuñada Paca viniese de España acom
pañando a la familia y fuese el consuelo y apoyo de su hermana
durante la enfermedad y en quien yo podía descansar para que mis
hijos tuviesen una segunda madre
Entre los gastos del viaje de la família, los de la enfermedad
y funerales gasté muy cerca de 5.000 duros. Todos eran golpes
terribles que iba recibiendo en mis negocios, tras de la pérdida de
mi querida esposa.
Pasados dos meses del fallecimiento de Tomasita, mi cuñada
me dijo que no convenía el que viviésemos juntos, pues siendo yo
joven y ella también, la sociedad nos criticaría, y, por lo tanto,
estaba decidida a marcharse a España llevándose los niños, porque
no quería que les diese madrastra a los hijos de su hermana, o
que, en caso de no acceder yo a entregárselos para llevárselos a
España, iba a separarse de casa, llevándoselos a vivir con ella.
Apenas haría ocho días que había muerto mi esposa algunos
amigos me habían aconsejado me casase con mi cuñada. No había
pensado en tal cosa, y además había una dificultad. Mi cuñada,
desde muy joven, tenía compromiso con un abogado; éste estaba
en La Habana y me había escrito en 1852 le dijese si vivía Paca
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Memorias de Benito Hortelano
237
y si estaba dispuesta a cumplir el compromiso. Le contesté afirma
tivamente, pero pasaron dieciocho meses y no tuvimos contestación,
ni hasta ahora hemos vuelto a saber de él.
Me resolví a proponer a mi cuñada el casarse conmigo, y me
dijo que, aunque jamás había pensado en mí, con tal de no ver
a sus sobrinos con otra madrastra, aceptaba, a pesar del compro
miso anterior. Como ella estaba resuelta a separarse de casa, con
sultamos a algunos amigos para que no extrañasen tan pronta
resolución. Todos nos aconsejaron que no hiciésemos caso del
mundo y que debíamos efectuarlo inmediatamente, pues el objeto
era santo. Se pidieron las dispensas necesarias y, concedidas éstas,
contraje matrimonio con mi cuñada y actual esposa, que con tanta
resignación ha compartido conmigo todas mis desgracias.
Había llegado a esta ciudad el tipógrafo D. Antonio Serra y
Oliveros, conocido antiguo de Madrid. Estaba la ciudad sitiada a
su arribo y se encontraba sin tener en qué ocuparse ni quien le
comprase unos cajones de libros que traía. Hice con él lo que siem
pre he hecho con todos los paisanos que se me han presentado en
desgracia: favorecerles, ayudarles, procurarles medios para vivir
y empezar a trabajar. Le coloqué de regente en mi imprenta y se
portó como todos, abusando de mi confianza, estafándome, lo que
sería largo enumerar minuciosamente. Se fué para Chile, y creo allá
continúa.
Había yo recibido 300 clisés y algunas colecciones de lindas
letras de encabezamiento de las fundiciones francesas, y siempre
empeñado en presentar adelantos y probar a los americanos que
los españoles no estaban tan atrasados como ellos nos considera
ban, quise demostrarles cómo los españoles son y han sido los
que han introducido los adelantos en las ciencias y las artes. Para
el efecto, y aprovechando la inteligencia de Serra en la tipogra
fía, fundé el periódico La Ilustración, adornado con grabados, con
magnífica impresión, siendo la parte tipográfica lo más acabado
que hasta entonces se había impreso en el Plata y donde tarda
rán muchos años en llegar a aquella perfección.
No sucedió así con la parte literaria, a pesar de mis nobles
intenciones. Creí que con la creación de un periódico literario de
aquellas circunstancias se crearían algunos jóvenes de provecho en
el género literario, bien crítico, de costumbres o de cualquier gé
nero. ¡Qué solemne chasco me llevé Salieron unos insignes cala
bazas todos los jóvenes de que me valí para la redacción, además
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238
Memorias de Benito Hortelano
de dejar abiertas las columnas para todos los que quisieron escri
bir. Me convencí en aquella ocasión de que la literatura está reñida
con el comercio, con el modo de ser de Buenos Aires, donde no son
otra cosa que politicastros y comerciantes. Los redactores de La
Ilustración
fueron D. Palemón Huerge, D. Juan Agustín García,
hoy diputado y juez de primera instancia; D. José María Gutiérrez,
diputado, convencional y oficial mayor del ministerio de Hacienda;
D. Ángel Julio Blanco, hoy comisario de Policía; D. Bartolomé
Mitre, hoy gobernador de Buenos Aires y brigadier general, y los
señores D. Manuel y D. Augusto Montes de Oca, hoy diputados y
doctores en Medicina. Cinco meses puse o, mejor dicho, sacrifiqué
dinero para sostenerlo, y convencido que con tales redactores no
podía hacer más que perder, los despedí, dando otra forma al dia
rio, y, copiando buenos artículos de los periódicos españoles, di más
importancia al periódico.
Quise probar un método que en España había dado opimos
resultados, y fué el de ofrecer por cada 100 subscripciones 20 bille
tes de lotería. Otro petardo me llevé en esta nueva combinación; el
público no acudió al aliciente, pues no dejaba de serlo tener opción
a los premios que resultasen cuando no aumentaba en nada el pre
cio de subscripción, sino que era un regalo que yo quería hacer a
los subscriptores. Gasté muy buenos pesos en billetes; éstos que
daban depositados en la administración, para garantía de los subs
criptores, y los números que se jugaban se publicaban en La Ilus
tración, además de ir escritos al dorso de los recibos, con cuyo
documento era suficiente para presentarse en la administración a
cobrar los premios. Ni caso hizo el público de esta combinación;
ni un subscriptor se aumentó a los pocos que había.
Ya estaba dispuesto a hacer cesar el periódico, cuando varios
amigos, entre ellos el teniente coronel D. Carlos Terrada y el canó
nigo Pinero, me propusieron hacerlo diario político aprovechando
los 350 a 400 subscriptores que tenía. Accedí a esta petición, a con
dición de no aparecer yo en nada, ni como redactor ni como editor,
a lo que se convinieron, buscando al pobre D. José María Buter
para editor responsable. El diario fué de oposición, como hasta
entonces no se había creado ninguno; el Gobierno se asustó, y el
gobernador, Obligado, por medio de su ministro, el Dr. Pórtela, se
presentó a las Cámaras pidiendo autorización para suspender el
diario La Ilustración y desterrar a sus redactores, teniendo el cinis
mo de asegurar a las Cámaras que tenía pruebas para acreditar
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Memorias de Benito Hortelano
m
que era un diario pagado por el general Urquiza y que se repartían
a millares por la campiña los números de
La Ilustración.
Las Cá
maras-carneros autorizaron al Gobierno para ejecutar lo que pedía,
y al día siguiente los redactores Terrada, Pinero, D. Marcos Sas
tre y el editor Bater fueron desterrados y el diario suspendido. ¡Lás
tima que tan pronto hubiese muerto esta publicación, porque el nú
mero de subscriptores aumentaba por centenares y hubiera llega
do a ser el primer diario, aspiración que me ha dominado por mu
cho tiempo: acreditar un diario. Se me dirá que haciendo la opo
sición debe esperarse igual resultado; lo sé muy bien, y mi plan
ha sido empezar haciendo la oposición, porque es el único medio
de crear pronto un diario, y cuando está acreditado, ir contempo
rizando poco a poco hasta venir a su verdadero centro, convertido
en negocio.
Voy a describir otro rasgo mío de patriotismo, que me ha cos
tado la enemistad de un hombre que ha llegado al Poder y ha teni
do ocasión de vengarse. Hablo de El sarmenticidio. Tenía yo en
venta las obras de Sarmiento por comisión de D. Ecequiel Castro, y
entre estas obras estaba los
Viajes de Sarmiento por Europa, Am é
rica y África.
En estos viajes trata a España y a los españoles de
una manera irritante para el que tenga un poco de amor patrio. Un
día, los oficiales de los buques: de guerra españoles me mandaron
pedir, como de costumbre, algunos libros para leer. Estaba yo muy
ocupado, con bastante gente en la librería, y el guardia marina
me apuraba para que le despachase. Con objeto de que me dejase
en paz tomé el primer libro que se me presentó a la vista, que era
los
Viajes de Sarmiento,
cuya obra nunca había querido darles
para que la leyesen porque comprendía el mal efecto que iba a
causar. Al entregar la obra me acuerdo que dije: "Diga usted que
ahí va la mejor obra que se ha escrito en América; que la lean
despacio y después me darán su opinión."
Pasaron unos días y, contra la costumbre, los oficiales no ba
jaron a tierra, o al menos no fueron por mi librería, como tenían
de costumbre apenas llegaban a la ciudad; pero el mismo guardia
marina que había llevado la obra, de que ya ni me acordaba, me
entregó una carta del comandante, D. Maximino Posse, en la que
se me invitaba por toda la oficialidad a que pasase el domingo a
bordo, porque tenían gusto les acompañase a comer, de lo cual
recibirían un favor. Dije que aceptaba y que el bote viniese a bus
carme al siguiente día, domingo, a las once de la mañana. No
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ÏLO Memorias de Benito Hortelano
faltó el bote, y a las doce bogábamos hacia balizas exteriores, lle
gando a bordo de la corbeta Luisa Fernando a las tres de la tarde.
Con la franqueza y buen humor de costumbre saludé a los ofi
ciales; pero no dejó de extrañarme la frialdad y gravedad con que
me recibieron, cosa no acostumbrada, porque nos tratábamos con
la confianza y franqueza más amplias. Llegó la hora de comer;
bajamos a la cámara; comimos con todas las ceremonias de la
etiqueta, y aunque yo procuraba animar la conversación, no por
eso lograba hacerlos entrar en discusión, y sólo algunos monosí
labos eran las contestaciones. No podía comprender la causa de
tal conducta, pero muy pronto vino el desenlace.
Levantaron los sirvientes el servicio de mesa y sirvieron el café.
Al mismo tiempo que traían las tazas, un sargento con dos solda
dos armados presentaron sobre la mesa una bandeja cubierta con
hojas despedazadas de un libro impreso, y los centinelas quedaron,
arma al brazo, a la puerta de la cámara. En seguida el segundo
comandante, Sr. Pita, tomó la palabra y, dirigiéndose a mí, dijo:
"Señor Hortelano, ¿conoce usted lo contenido en esa bandeja?"
"Veo un libro en fragmentos •—dije—, y por las líneas de los
folios veo que es la obra Viajes de Sarmiento." "¿Esa obra es
la que usted mandó a bordo de un buque de guerra de Su Majes
tad Católica?", dijo el Sr. Pita. "Supongo que será la misma, y
extraño verla en tal estado", contesté. "¿Luego usted está convicto
y confeso de haber cometido el crimen de lesa patria introduciendo
un libelo infamatorio de la nación española en donde ondea el pabe
llón de España?" A toda esta escena se agregaba la actitud seria
y grave de oficiales y soldados, y confieso que ya no me gustaba
la cosa, y mucho menos cuando, tomando la palabra un oficial,
dijo que, como fiscal nombrado para el Consejo de guerra que el
señor comandante había ordenado levantar sobre aquel hecho, me
condenaba a 25 azotes atado a un cañón. Ya no podían contener
la risa todos los oficiales, que se reprimían por no perder la gra
vedad. Tomé la palabra para defenderme; alegué las razones que
me sugirió el caso, haciéndome también el serio y como que la cosa
era formal. No recuerdo qué ocurrencia fué la que tuve tan opor
tuna, que todos a una lanzaron la comprimida risa, convirtiéndose
en una algazara la seria comida.
Entre el champaña, el café y el coñac se formuló un juramento
por el cual se comprometían todos los oficiales a batirse, uno a
uno, con Sarmiento dondequiera que se le hallase y en cualquier
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Memorias
de Benito
Hortelano 24I
tiempo, para vengar las inexactitudes que dice de España en sus
Viajes. El Sr. Pita, en la peroración, tuvo una idea feliz. Dirigién
dose a mí, dijo: "Usted es amigo de Villergas; voy a hacer una
proposición. Pido que el Sr. Hortelano escriba a Villergas para
que con su satírica pluma haga una refutación a los Viajes de
Sarmiento, y que el importe de la edición sea costeado entre los
oficiales de la estación española en el Río de la Plata." Fué acep
tada por aclamación la propuesta y yo di mi asentimiento, rele
vándoles de los gastos, cargando yo con ellos.
En el primer paquete que salió para Europa escribí a Viller
gas,
remitiéndole un ejemplar de la obra en cuestión. Partía para
Francia D. Nicolás Soraluce, y éste se ofreció hacer el encargo de
mi parte, viendo a Villergas personalmente en París, que era donde,
a la sazón residía. A los cuatro meses recibí 500 ejemplares de la
refutación, con el título de El sarmenticidio, o A mal sarmiento,
buena podadera. Mucho esperaba yo de la venenosa pluma de Vi
llergas, pero no podía figurarme hiciese un trabajo de tanto mé
rito como el que en tan corto tiempo hizo. Es lo mejor que ha es
crito; estuvo verdaderamente inspirado. En pocos días vendí los 500
ejemplares, y en breve fué reproducido en varios diarios de Bue
nos Aires y las provincias de la Confederación. Varias ediciones
se han hecho de El sarmenticidio, habiendo logrado los honores
de ser leído por todos los habitantes del Río de la Plata y del
Pacífico, en donde Sarmiento es muy conocido.
Con motivo de los siete meses de sitio y bloqueo que sufrió
Buenos Aires, los españoles, en gran número, se fueron a estable
cer a diferentes pueblos de los ríos interiores. Con este suceso la
subscripción de la H istoria de España había disminuido a 100 subs
criptores, que, a 40 pesos tomo, importaban 4.000 pesos. Los cos
tos que tenía cada tomo eran 11.000 pesos; por consiguiente, per
día 7.000 pesos en cada uno. Estaba publicando el tomo quinto; el
compromiso que sobre mí pesaba era grave, pues la obra debía
constar de 25 tomos; por consiguiente, tenía a la vista una pérdida
real de 170.000 pesos si había de cumplir con el público, a pesar
de que a éste le había importado un bledo dejar la subscripción
cuando lo tuvo por conveniente. Sin embargo, mi honor y mi cré
dito me obligaban a continuar y continué hasta la mitad del tomo
décimo, en que me fué imposible continuar por falta de recursos,
que los necesitaba para otras atenciones más apremiantes.
i ó
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24 2
Memorias de Benito Hortelano
Con motivo del chasco sufrido en la Biblioteca había tomado a
interés 50.000 pesos, que D. Esteban Rana me había prestado con
mi sola firma. Otras cantidades me vi precisado a tomar para cu
brir el vacío que había quedado con tan fatales golpes como había
recibido; pero todo esto no era sino alargar la agonía; estaban
heridos de muerte mis negocios desde la infamia de Ríos. ¿Qué
importaban mis almacenes llenos de libros incompletos, mi librería
bien surtida y acreditada si no podía reducirlos a metálico para
pagar mis compromisos, aunque me hubiera quedado sin nada?
Mi espíritu, si no estaba abatido, estaba agitado; mi fecunda
imaginación para inventar recursos trabajaba sin cesar. Por findi con la idea que buscaba, idea que debía sacarme de apuros
y sobrarme un capital de 300.000 pesos en menos de dos años.
La idea fué ésta. El capital en libros encuadernados era de
300.000 pesos, sin incluir las 300.000 entregas de la Biblioteca ni
los 4.000 tomos de la
H istoria de España
que iba dejando de fondo,
lo que formaba un capital nominal de cerca de 500.000 reales de
vellón esto último. Mis créditos ascendían a 240.000 pesos, y los
que tenía a mi favor, pero la mayor parte incobrables, a 272.000.
De modo que el capital nominal en efectos y créditos pasaba de
un millón de pesos papel, o sean como 50.000 patacones, y mis
deudas, como dejo dicho, 240.000 pesos, o sean como 12.000 pata
cones,
que me comían muy cerca de 3.000 pesos mensuales de inte
reses.
Esto era a mediados de 1854.
Formulé los Estatutos que habían de regir en la Sociedad
que había meditado, los consulté con D. Rufino Elizalde, hoy minis
tro de Hacienda, con el entonces coronel D. Bartolomé Mitre y
con otras personas; todos aplaudieron mi proyecto y. se admiraban
de mis excelentes combinaciones, aunque ellos no estaban al alcance
de todo lo que yo me proponía y hasta dónde llevaba la idea. El
título fué Casino Bibliográfico.
Las bases, poco más o menos, en que se fundó la Sociedad
fueron:
1.* El capital social era de 1.000.000 de pesos, dividido en 1.000
acciones, a 1.000 pesos cada una.
2.
a
El pago de estas acciones era en veinte meses, a 50 pesos
cada mes.
3.' El 1.000.000 de pesos debía emplearse: 600.000 pesos en
libros para la Sociedad, y 400.000 en efectos de librería y escri
torio,
por cuenta de la misma.
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Memorias de Benito Hortelano
H3
4.
a
Los socios tenían opción al capital de la Sociedad, a las
utilidades y a la lectura de todas las obras y periódicos de la
Biblioteca.
5.
a
La base de la Asociación la formaba los 300.000 pesos en
libros que yo introducía, a cobrarlos de los fondos que fuesen
entrando, pertenecientes a las acciones.
6.
a
La Asociación no tenía término fijo de duración; si algún
día la mayoría de los socios quería disolverla, se repartirían las
existencias por partes iguales.
7.
a
Con las utilidades del capital en giro pa ra negocio se
pagarían los gastos de casa, alumbrado, dependientes, subscripcio
nes a periódicos y se pagarían las publicaciones nuevas que de
Europa o de otra parte viniesen, y si a la Sociedad convenía se
repartirían anualmente los fondos que sobrasen del negocio.
Tal era, en resumen, el objeto y tendencia de la Sociedad del
Casino Bibliográfico.
Mi plan era excelente; llenaba el objeto que me había propues
to,
si el público correspondía a tan útil Asociación, sin ejemplo
en el mundo, porque ¿qué Sociedad se ha formado ni formará que
antes de desembolsar un real empiecen sus asociados a disfrutar
los beneficios? Pues en ésta así fué.
Preparé un gran salón, con vista a la calle, teniendo 50 pies de
largo por 15 de ancho. Daba entrada a este salón una portada de
cristales, que dejaba ver desde la calle todo su espacio. Al lado
derecho, una línea de estantes de nueve paños, atestados simétri
camente con exquisitas obras de ciencias, artes y literatura. AI
frente y fondo, dividido por otra puerta de cristales, había un
retrete, perfectamente confortable, con todos los útiles para escribir
y en donde los socios podían tomar café o refrescos de un café
bien servido que en la misma casa había, perteneciente a la Sala
Española.
Al costado izquierdo del salón, los espacios dejados por tres
grandes ventanas que la comunicaban la luz, estaban cubiertos de
mapas, planisferios, cuadros sinópticos y otros objetos científicos.
En medio, una mesa corrida, de nueve varas de largo por dos de
ancho, contenía los diarios de la capital y los más importantes del
extranjero, con todos los semanarios, ilustraciones y demás publi
caciones ilustrada de Europa. Sobre las mesas había dos grandes
quinqués de reverbero, y a su entrada un quinqué de tres luces,
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244 Memorias de Benito Hortelano
que daban un aspecto serio y elegante cuando por la noche se ilu
minaba el Casino.
Treinta mil pesos gasté en empapelar, cielos rasos, pintura, por
tadas, estantería, grandes mapas, dos máquinas eléctricas, sillas,
mesas, alfombra, etc., etc. Era un establecimiento sin rival en su
elegancia sencilla y aspecto grave.
Imposible parecerá lo que sucedió. Ciento cuarenta y siete socios
era el número que había para su inauguración, lo que, si no cubría
la tercera parte del número fijado para constituir la Sociedad,
había la justa y fundada esperanza de que se llenarían por lo
menos la mitad de las acciones apenas viesen abiertos los salones
del Casino.
A los pocos días de abierto el establecimiento, con capital exclu
sivamente mío, pedí a la Comisión directiva, compuesta de D. Bar
tolomé Mitre, presidente; el doctor D. Rufino Elizalde, D. Antonio
Pillado y el doctor D. Antonio Cruz Obligado, me autorizasen para
cobrar la primera mensualidad y siguientes, pues los gastos hechos
por mí y e*l capital en libros estaba a la vista. De los 147 socios,
pagaron 92, excusándose los demás. Al segundo mes sólo paga
ron 85, y sucesivamente fueron evadiéndose, hasta quedar el núme
ro reducido a 29, que fueron los que completaron sus cuotas y
cubrieron sus compromisos.
Todo lo que vine a recaudar en los dos años que duró tan
magnífico establecimiento fueron 45.000 pesos. Enumeraré ahora
los gastos:
30.000 pesos para abrir el salón, en todo lo que queda descrito.
14.000 " en dependientes, bibliotecario y un criado.
15.400 " alquiler de casa en dos años, a 700 pesos men
suales.
12.000 " subscripciones a dia rios, a 500 pesos mensuales.
14.000 " en obras que me dejaron incompletas o robaron.
son 85.400 pesos.
No incluyo el sueldo que, como director, debí ganar. Tampoco
el demérito de las obras por haberlas leído, roto, ensuciado, etc.,
que,
por lo menos, debía cargar en 30 por 100 sobre un capital
de más de 200.000 pesos; además, estuve privado de hacer negocio
con el capital destinado al Casino. Si pongo la pérdida que me
ocasionó en todos conceptos, no bajaría de 150.000 pesos.
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Memorias de Benito Hortelano
245
Creo no habrá quien diga que fué descabellado este plan, pues
si en vez de en Buenos Aires, con los mismos elementos lo hubiese
puesto en ejecución en Madrid o cualquiera otra ciudad de Europa,
mi fortuna estaba asegurada.
He ahora manifestado mi proyecto cuando lo concebí; por
cierto, en parte, no era mío, sino que me acordé de lo que Rivade-
neyra había hecho con su imprenta en Madrid, que encontrándose
para quebrar formó con sus tipos y prensas una Sociedad titulada
La Publicidad, incluyó su imprenta y libracos como capital efec
tivo,
emitió acciones, fueron llenadas inmediatamente, embolsó su
capital y quedó de director, con un sueldo pingüe.
Yo decía: "Puedo presentar 300.000 pesos de capital útil, que
dándome los almacenes para darles, cuando estuviese desahogado,
una mediana salida; en fin, era una reserva. Estos 300.000 pesos
los haré efectivos en seis meses, cobrándome un 60 por 100 de las
entradas por acciones, aplicando el resto a los objetos que los
Estatutos designaban. Además de realizar mis libros, me pondré
un sueldo de 2.000 pesos mensuales y una utilidad en los negocios
de la librería. Sucederá que de las 1.000 acciones no se llenen
más que 500, o aunque no fuesen más que 300, con lo que había
para realizar mi negocio, y al fin de este tiempo mis socios tendrían
que arbitrar recursos o se repartirían los libros, disolviendo la
Sociedad."
Pero suponiendo que fuesen 500 ó 600 las acciones que se emi
tiesen, hacía yo el cálculo prudente y decía: "Los tres primeros
meses pagarán 500; a los seis, 300; al año, 200; al año y me
dio,
100, y al final, 40 ó 50. Como todo el que dejase de abonar
un mes perdía lo desembolsado, no me quedaban más que 40 ó
50.000 pesos gravitando sobre la Sociedad, los que poco a poco
hubiera ido amortizando o hubiera hecho un arreglo con los 40 ó 50
socios constantes para quedarme con la librería y Casino, con lo
que hubiera hecho una brillante operación comercial, que era vender
mis libros sin pérdida, cubrir mis compromisos, vivir del sueldo
como director, y a los dos o tres años quedarme con mis propios
libros, más el aumento que hubieran tenido."
Todo me salió al revés, como es costumbre en todo cuanto
pongo mano; ¡que oro que toque se convierte en arena Paciencia.
Cada empresa que yo ponía en juego para parar la tormenta
que veía sobre mis negocios, venía a convertirse en un enemigo
que me creaba para perseguirme. ¿Por qué tanta fatalidad en mis
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2^6
Memorias de Benito Hortelano
negocios? ¿Era yo abandonado? ¿Era holgazán? Nunca lo he sido.
¿Sería jugador? No sé jugar ni a la brisca. ¿Tal vez el lujo, los
caballos, coche, teatros? Desafío que haya otro hombre más modes
to para vestir; no me he comprado nunca ni una sortija que valiese
dos reales, ni una cadena, ni aun reloj. Coche ni caballos, jamás
los he tenido, y sólo los he alquilado tres o cuatro veces. ¿Alguna
querida debía ser la que me absorbiese los fondos destinados para
otros negocios? No puede ninguna mujer decir que ha recibido de
mí un obsequio; no he tenido jamás querida, ni de soltero ni de
casado. "Pues si nada de esto has hecho —me decía—, ¿cómo es
que te has arruinado? Vaya, entonces será que tu mujer y familia
habrán gastado mucho lujo, habrán tenido muchos sirvientes, dado
tertulias, ricos muebles y opípara mesa." ¡Pobrecitas, tanto una
como otra Seis vestidos de seda es todo el gasto que entre las dos
me han hecho. ¿Sirvientes? Cuando ha habido una mala criada, no
ha sido por mucho tiempo. Planchado, cosido, ropa para los niños
y mucha para mí, ellas lo han hecho; jamás han dado a planchar
ni coser ni una camisa. ¿Diversiones? Cuidar de los niños, y sólo
cuando yo fui empresario fueron al teatro. ¿Tertulias? Mi casa no
la visitó nadie, ni mi familia visita. ¿Mesa? Bien parca ha sido siem
pre; eso sí, bien condimentado por ellas mismas, porque a mí no
me gusta otra comida; servido todo con decencia, pero sin lujo.
¿Muebles? 5.000 pesos valen todos los que ha habido y hay, y eso
porque Paca, al casarnos, empleó unos pesos que tenía en unas
sillas, dos espejos, un sofá y una cómoda. He ahí todo lo que he
gastado en mi casa; he aquí el modo de vivir de mi familia, lo que
hoy me pesa, pues si hubieran disfrutado, al menos les quedaría
ese dulce recuerdo, y algo hubiera quedado para la desgracia si se
hubiesen provisto de ricos trajes, brillantes y buenos muebles.
Vendí la imprenta a los de la imprenta Americana, a cuenta de
trabajo de la
Historia de España,
que era un empeño especial el
que tenía en no suspenderla.
Los créditos, en vez de disminuir, iban aumentando; Tos inte
reses me comían; cada vencimiento me trastornaba y me hacía
perder muchos días, abriendo una puerta para cerrar otras, a
fuerza de sacrificios. No deseo a nadie tal posición; compadezco
a los que se ven en igualdad de circunstancias, que por cierto son
muchos en todas partes, pero muy especialmente en Buenos Aires.
¡Qué aflicciones en cada vencimiento ¡Qué días tan angustiosos
los sábados, cuando no hay con qué cubrir los compromisos Es
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Memorias de Benito Hortelano
247
una agonía terrible. El hombre se ve humillado, acobardado. Los
sentidos se embotan, la energía languidece, la consunción lenta
lo asesina. ¿Quién se lo evita al que se ve en sus negocios sin
culpa, sin derrochar, sin más débitos que las combinaciones de la
fortuna, tratado de embrollón, mal pagador y hasta parece que
todos tienen derecho de humillarlo? Reniego de los negocios a tanta
costa. El puntillo del qué dirán, de no declarar a sus acreedores a
tiempo su situación, hablándoJes con franqueza, es la causa de que
muchos hombres sean desgraciados para toda su vida, y muchos
que no tienen la suficiente filosofía para sobrellevar el golpe se
suiciden o cometan cualquier otro crimen.
Por fortuna, Dios me ha dado la suficiente filosofía para sobre
llevar los golpes de fortuna con resignación; siempre he confiado
en la Providencia.
Tenía por octubre de 1854, entre otros vencimientos, unas letras
por valor de 75.000 pesos que, por conducto de D. Víctor Beláus-
tegui, había tomado a interés. Me avisó que no podía renovar; bus
qué fondos para cubrirlas, pero en balde. El día del vencimiento
llegó y con él el de tener que manifestar mi estado de no poder
satisfacer la deuda. ¡Qué estúpido fui, pues en vez de hacer lo que
otros,
que pasan en el comercio por hombres de bien después de
haber quebrado fraudulentamente, yo debí haber quebrado de bue
na fe, pues podía presentar un pasivo cuatro veces mayor que el
activo Me anonadé porque creía que comprometía con mi quie
bra a varios amigos; me fui a la casa-habitación, y allí sufrí un
síncope, que pudo costarme caro. ¡Estúpido No tenía necesidad
de tal acaloramiento, si hubiese mirado con más filosofía los nego
cios y la Sociedad. Las letras se cubrieron; D. Miguel Bravo, amigo
a quien nunca había molestado, y D. José Flores, que ya otras
veces me había servido, como tengo dicho, me dieron sus firmas
y saqué fondos del Banco por primera vez, que por cierto pagué
sin violentarme, porque el sistema de amortizar las deudas del
Banco es muy cómodo. No tuve necesidad de declarar a nadie más
que a estos amigos mis apuros. ¿Pero había mejorado mi situación
por esto? No había hecho sino hacer crisis la enfermedad para
después desarrollarse con peores síntomas.
Yo veía clara mi situación, no me hacía ilusiones y, sin embargo,
quien veía mi gran establecimiento, mis negocios, me envidiaría,
como realmente tenía enemigos encubiertos, que no esperaban más
que verme declinar un poco para caer sobre mí como buitres, No
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Memorias de Benito Hortelano
me remuerde la conciencia de haber hecho daño a ninguno de mis
enemigos; no sabía por qué lo eran; hoy ya lo comprendo.
Voy a entrar en una época de barullos, laberintos, enredos, dis
gustos, ruina y todo cuanto peor pueda al hombre venirle en los
negocios de la vida. Voy, por fin, a entrar en la época de las
empresas de teatro, caja de Pandora, monstruo de cien cabezas,
que me horripila al pensar en ello.
Desde que en malhora había conocido a la Landa y García tuve
que ponerme en contacto con gente de teatro, relación que jamás
había tenido; pero que habiendo Gómez Díaz dado la fianza para
el alquiler del teatro de la Victoria y yo la de la letra de 10.000
pesos a García, nos veíamos enredados en asuntos de teatro, mal
nuestro grado. Gómez Diez, con D. Francisco Gambía, se hicieron
empresarios de una mala compañía de cómicos, dirigida por un
joven español llamado Pitaluga; imprimí los carteles, programas
y todo cuanto necesitaron, en la inteligencia de que eran los empre
sarios los dos señores citados, y también porque Gómez Diez per
sonalmente me los mandó imprimir. La compañía no gustó, los em
presarios, para evadirse 'de los créditos que Contra ella pesaban, se
convinieron en decir que no eran empresarios, sino amigos, que ha
bían ayudado con algunos fondos a los malos artistas. Estos des
aparecieron; pero antes reclamé de los empresarios el pago. Dijeron
que era el director, Pitaluga, quien debía pagar. Fui a éste en mo
mentos en que iba a embarcarse, y me dijo que él nada me había
hecho trabajar, y que los empresarios debían pagarme, en lo que
reconocí tenía razón. Resultado: que perdí 3.500 pesos, porque
Gómez Diez se había negado a pagar.
Con estas relaciones con gente de teatro y con el compromiso
que Gómez Diez tenía de diez meses de alquiler, a 8.000 pesos, que
había de pagar con el teatro cerrado, buscaba éste cómo hacer
menos gravoso su compromiso. Pronto se presentó ocasión, que
ojalá no se hubiese presentado.
Por el paquete de Montevideo vino D. Fernando Quijano, tra
yendo una carta para mí de mi amigo D. Jaime Hernández, reco
mendándome a Quijano en la pretensión que traía. Era ésta: que
habiendo recibido una carta del primer actor y director de una
compañía dramática española, con baile y zarzuela, D. Francisco
Torres, se ofrecía, con su compañía, a pasar al Río de la Plata
si había una empresa que garantizase los pasajes y anticipase
2.000 duros, a pagarlos con intereses a su llegada, Estábamos
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Memorias de Benito Hortelano
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tomando café en la Sala Española Gómez Díez, D. Esteban Seño
rans y yo, cuando Quijano se presentó con la carta. A Gómez Diez
le agradó el negocio, porque en él veía modo de alquilar el teatro
y resarcirse de los quebrantos que le iba proporcionando el alquiler.
A D. Esteban Señorans también le agradó, porque estando de
cajero de la casa de D. Esteban Rana, no se conformaba con el
sueldo y deseaba emprender algún negocio que no le distrajese de
su obligación y le proporcionase utilidades. Quijano supo pintar
tan halagüeño el negocio, que su discurso tuvo efecto. A mí tam
poco me disgustaba, por dos razones: primera, porque tenía deseo
de que en estos países se conociesen los adelantos de la literatura
dramática española, la zarzuela y la nueva escuela de declamación;
la segunda razón, porque calculaba que una compañía tan com
pleta como la que se ofrecía, con un cuerpo de baile completo y
todas las demás circunstancias debía hacer una revolución en el
gusto de los espectáculos, porque no conocían aquí más que la
mala compañía del país y la ópera, de que ya estaban cansados, y,
por consiguiente, el primer año debía dar pingües resultados el
negocio. Por otra parte, en el estado que mis negocios se encon
traban no debía dudar en tomar parte en la empresa con dos
socios que podían disponer de los fondos necesarios para anticipar
cualquier cantidad, relevándome de la parte de anticipos que hubie
se que hacer, pero a condición de ser yo el que diese la cara en
la empresa, por no convenirles a ellos, por razones especiales. For
mamos la Sociedad, compuesta de los tres, reservando una cuarta
parte, a petición de Señorans, para D. Antonio Pillado, que por
estar enfermo no podía reunirse en el momento. Hice yo un borra
dor de contrato de Sociedad, el que no llegó a firmarse en aquellos
momentos por estar próximo a salir el paquete y tener que mandar
las instrucciones para que inmediatamente viniese la compañía.
El contrato entre amigos y personas todas de formalidad y crédito
no era de primera necesidad, al menos yo así lo había creído siem
pre, porque jamás se me ha pasado por la imaginación retractarme
del compromiso que de palabra he contraído, y he dado más valor
a mi palabra que a mi firma; esto al menos entre los castellanos
es de costumbre, y sólo para malvados y hombres sin fe debe exi
girse la firma. Pero el tiempo y la experiencia me han enseñado
lo contrario entre los negociantes que pasan por hombres hon
rados y cumplen sólo lo que les trae cuenta o lo que han firmado;
pero encontrando un agujero por donde evadirse, con la mayor
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Memorias de Benito Hortelano
desfachatez niegan lo que de palabra prometieron. Hubo también
otra causa, y fué que, estando enfermo, como dejo dicho, el señor
Pillado, no podía firmarse por todos.
Ninguno de mis socios tenía relaciones en Europa; me enco
mendaron escribiese a mi corresponsal en Cádiz, D. Pedro Noíasco
Soto,
armador de la barca Unión, para que arreglase el pasaje con
la compañía, a pagar en Buenos Aires el importe. Al propio tiempo
otorgué un poder en el Consulado español a favor del capitán de
la
Unión,
D. José Pérez, para que contratase la compañía d ramá
tica, de zarzuela y baile que D. Jerónimo Torres había ofrecido,
según la carta del mismo que le adjuntaba, autorizándole al pro
pio tiempo para que anticipase hasta 2.000 patacones, los que yo
le abonaría con intereses y comisión de contrato en Buenos Aires.
El presupuesto de sueldos que ordené como máximum para toda
la compañía era el de 4.000 duros mensuales, y el de 2.000 duros
como anticipo, cuyo importe les sería descontado de los sueldos
cuando empezasen a trabajar. El contrato, por un año, y caso de
no agradarnos la compañía quedábamos desligados del compromiso,
perdiendo únicamente los 2.000 patacones de anticipo.
Los pasajes fueron garantizados por Gómez Diez a D. Saturnino
Soriano.
Partió el paquete el 1 de julio de 1854, con las órdenes y todos
los requisitos llenos; ya no nos quedaba más que esperar tres o
cuatro meses hasta que llegase la compañía. ,
Don José Colodro había tomado en arrendamiento el café y
confitería de enfrente del teatro de la Victoria, y como ya he dicho
que Gómez Diez corría con el alquiler, aunque yo tenía el contrato,
por habérmelo dejado García, hizo relaciones con él o, al menos, las
estrechó más, y confió a Colodro nuestro proyecto a los pocos días
de salido el paquete. Colodro, hombre emprendedor y osado, com
prendió la importancia del negocio y rogó a Diez le admitiésemos
como socio; éste nos lo propuso, y yo me negué, manifestando que
a Colodro lo apreciaba como amigo, le debía favores y estaba siem
pre dispuesto a servirle si de mí necesitase algún día cualquier fa
vor; pero que como socio para el negocio en cuestión no era de
parecer admitirlo, porque nos dominaría a todos, quedando él solo,
a la larga, con la empresa. El estúpido Gómez Diez le refirió a Colo
dro mis palabras, dichas en el seno de la amistad, no para que se
las contase al otro. Desde aquel momento juró Colodro vengarse de
mis palabras, y a fe que lo cumplió.
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Memorias
de Benito
Hortelano
2
5
i
Formó su proyecto y lo empezó a poner en ejecución. Tomó por
su cuenta a Gómez Diez, después a Señorans, y con dos capitanes
de Cádiz, que decían conocer a los actores en cuestión, les hizo ver
tan claro que la compañía era tan mala, presentándoles un pano
rama tan horripilante de las consecuencias que sobrevendrían a
los empresarios con gente de tan poco mérito, que la ruina y la
burla pública de los empresarios era inevitable. Toda esta trama
la preparó sin que yo me percatase de nada. Por supuesto que
el contrato de Sociedad no se firmaba con diversos pretextos, y
cuando yo les estrechaba para que de una vez se constituyese la
Sociedad, porque en realidad yo era el único comprometido hasta
entonces en el negocio y sobre mí pesaba una gran responsabilidad.
A fines de julio fui citado para concurrir a una reunión que debía
tener lugar en la casa de D. Antonio Pillado, convaleciente aún
de la enfermedad, y a quien sólo conocía de acudir a mi libre
ría a comprar algunos libros. En la reunión estaban Pillado, Gó
mez Diez, Señorans y Colodro. Apenas entré y vi a Colodro calcu
lé alguna intriga, porque Gómez Diez y Señorans hacía algunos
días que procuraban evadir mi presencia, lo que me iba haciendo
entrar en desconfianza.
"Señor Hortelano —me dijeron—, es necesario que esta noche
o mañana temprano escriba usted una contraorden a Cádiz para
que no venga la compañía; estamos informados que es muy mala,
y no queremos correr el riesgo en este negocio. Nosotros vamos a
mandar un comisionado a España para que forme una buena com
pañía con la que no se arriesgue la plata como con la que usted ha
pedido. Si usted quiere tomar parte en la nueva Sociedad que he
mos formado apronte usted 20.000 pesos, que es la suma que
cada uno hemos puesto para que el comisionado lleve los fondos
suficiente." Estupefacto me dejaron con este discurso, y más al oír
los improperios, sarcasmos y desprecios que Colodro hacía de la
compañía que habíamos pedido.
Les manifesté lo que cualquier hombre honrado hubiese mani
festado: que mientras no se supiese si la contraorden llegaba a
tiempo era arriesgado mandar otro comisionado, pues muy bien
podría acontecer que se cruzasen en el camino la compañía pedida
y el comisionado que se quería mandar. Además, las instrucciones
dadas al capitán Pérez y al consignatario Soto eran terminantes
para que si la compañía no era digna para una población como
Buenos Aires, y no tenía las condiciones propuestas por Torres,
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252 Memorias de Benito Hortelano
no se comprometiesen a mandarla, porque no reconoceríamos el
contrato y ellos perderían pasaje y anticipo que hubiesen hecho.
Por otra parte, el dueño del buque era un comerciante de mucho
crédito y casa de gran responsabilidad para que se comprometiese
a embarcar una compañía que no fuese a satisfacción, y también
había la circunstancia de que el capitán conocía a Buenos Aires,
conocía a todos los actores de Andalucía, y con un presupuesto
como del que podía disponer y facultades para traer a su gusto
los actores que eligiese, no podía cometerse la torpeza que CoJodro
había hecho tragar a los otros socios. Y, en fin, consideraba un
absurdo lo que querían hacer, por lo que yo no admitía la Sociedad
que me proponían. Mis socios Señorans y Gómez Diez se negaron
a reconocer y a responder de las consecuencias que sobrevinie
sen por la Sociedad que teníamos formada y que yo sería el único
responsable, pues que ellos no me habían autorizado por escrito.
Me retiré con un desengaño más de lo malvados que son los hom
bres de negocios que pasan por honrados, escribí la contraorden
a Cádiz y no volví a pensar más hasta saber lo que me contesta
ban Soto y el capitán Pérez.
Colodro, Pillado y mis dos falsos socios formaron la Sociedad,
y en vez de 20.000 pesos de capital que a mí me dijeron tenía
que aprontar, sólo desembolsaron 8.000 cada uno, mandando comi
sionado a D. Víctor Belaústegui para contratar otra compañía, sin
esperar la contestación de Soto.
Como lo había previsto, así sucedió: la contraorden no llegó a
tiempo y la compañía se cruzó en el camino con el comisionado
Belaústegui. Pero ahora viene lo bueno: aquí de las intrigas, de las
infamias en que me envuelven, combinados no sólo los cuatro so
cios, sino todos sus amigos, prestándose a servir de instrumento
D. Saturnino Soriano, dueño y consignatario del buque, y hasta
ganaron al capitán Pérez y al mismo Torres para llevar la farsa
adelante.
Era el 28 de noviembre de 1854 cuando fui avisado de que es
taba en el puerto la barca española Unión, a cuyo bordo venía
la compañía de Torres. Yo no había recibido carta alguna ni
de D. Pedro Nolasco Soto ni del capitán Pérez, mi apoderado;
Soriano se las había entregado a Colodro, violando el sagrado de
la correspondencia, y así yo ignoraba lo que había en el particular.
Voy a la Capitanía para informarme y sacar un permiso para
ir a bordo; pero me dijeron que Colodro había ido al amanecer a
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Memorias de Benito Hortelano 253
bordo y había ya desembarcado con Torres. Hasta el segundo día
no pude ver a éste, porque Colodro lo había llevado a su casa para
evitar hablase conmigo. Tampoco pude verle solo, sino que fué en
el coche desde la calle de la Defensa hasta el teatro en compañía
de Colodro, por lo que no tuve ocasión de preguntarle qué era lo
que pasaba, cómo era que no me había avisado y de qué manera
venía la compañía. Procuré ver al capitán, y en más de veinte días
no lo pude lograr; se me ocultaba. Fui a pedir explicaciones a So
riano, y éste me contestó que ignoraba; que lo único que podía de
cirme era que los pasajes y anticipos los tenía él ya asegurados.
Cada vez me iba confundiendo más con estas peripecias; buscaba a
Gómez Diez, y éste me decía que ignoraba; que creía venía por
cuenta de Colodro.
Dieron las primeras funciones y el éxito fué brillante, causando
tal novedad en el público el efecto que yo me había figurado al pedir
que viniese la compañía. Naturalmente, los celos, la rabia que de
mí se apoderó, cualquiera lo comprenderá al ver una empresa de
que yo había sido el iniciador y el que había corrido el riesgo ex
plotada por otros. Hice relaciones con algunos actores, e indirec
tamente fui preguntándoles cómo venían, si por su cuenta o por la
de Colodro. Se admiraban, y con justicia, de mi pregunta, contes
tándome que si no era yo su principal empresario, porque ellos se
habían contratado en mi nombre, pero que creían que mis ocupa
ciones no me permitirían presentarme en las reuniones de los em
presarios, que era lo que habían calculado.
Con estos antecedentes consulté a D. Miguel Valencia el caso,
y no pudo menos de sorprenderse, porque decía que no conocía
un caso igual ñi parecido al que a mí me pasaba, cual era haber
pedido un cargamento, adelantado los fondos o dado orden para
que los anticipasen y otros apropiárselo cuando supieron que el
género era bueno. Me aconsejó escribir una carta a los titulados
empresarios solicitando una entrevista para pedirles explicaciones.
Me citaron a una reunión en el teatro el día 1 de enero de 1855,
en la que estaban los cuatro titulados empresarios, el capitán
Pérez y Torres. Tomé la palabra, y, dirigiéndome al capitán Pé
rez, le dije: "Señor Pérez, ¿recibió usted un poder otorgado por
mí,
por el cual le autorizaba para contratar con el Sr. Torres la
compañía que había ofrecido por la carta que también le adjunté?"
"Sí, señor" —contestó—. "¿Qué uso ha hecho usted de la misión
que le confié y del poder" —le dije—. "Ninguno —replicó—; como
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usted mandó contraorden y al propio tiempo recibía instrucciones
del Sr. Colodro para que hiciese los contratos por su cuenta, así lo
he verificado." "Pues devuélvame usted el poder." "Es que —dijotodo azorado—•, es que me lo dejé en Cádiz."
"Ahora dígame usted, Sr. Torres •—dije, encarándome con él—;
contésteme a lo que voy a preguntarle: Cuando usted llegó al puer
to de Buenos Aires con su compañía, antes que el Sr. Colodro fue
se a bordo, ¿a quién venía usted a buscar, por orden de quién
había usted embarcado su compañía?" Torres quedó sorprendido
con mi pregunta; miraba a los empresarios, y éstos bajaban la
cabeza, avergonzados de la escena que estaba pasando, si es que
vergüenza tiene quien procede tan villanamente. "Venía buscando
al Sr. Hortelano; pero como el Sr. Colodro fué a bordo y..." Aquí
Colodro no le dejó concluir y, levantándose, dijo: "Quiere decir,
Sr. Hortelano, que usted quiere ser empresario; yo le cedo mi par
te." "No necesito me obsequien con lo que es mío —repuse—; lo
que quiero es aclarar este embrollo, saber si tengo o no alguna res
ponsabilidad en lo sucesivo, y para ponerme a cubierto exijo un
documento de ustedes por el cual me releven de toda ulterior res
ponsabilidad en este negocio; ustedes que lo explotan, carguen con
las consecuencias."
Los semblantes de toda la reunión radiaron de alegría al ver
que yo mismo les sacaba de la ridicula posición en que se encon
traban. Colodro se levantó y escribió un documento por el cual
me relevaban de toda responsabilidad en lo concerniente al nego
cio en cuestión. Ifja él a firmarlo, cuando Pillado dijo: "Yo no tengo
por qué firmar nada, porque nada he tratado nunca con el señor
Hortelano; los que hayan tenido algún compromiso con él, que
firmen." Entonces Gómez Diez y Señorans firmaron, como asimis
mo Torres y el capitán Pérez. Doblé mi documento y me despedí
para no pensar más en el teatro.
¿Ni qué otra cosa podía hacer? Ellos eran cuatro, con relacio
nes fuertes, en posesión de la compañía y en posesión del teatro;
¿cómo iba yo a meterme en pleito contra elementos tan contrarios,
por más que me sobrase la razón?
Me retiré a mis negocios, no pensando más en la compañía,
por más que las grandes entradas y el entusiasmo público me cau
sasen disgusto y un tanto de celos.
Tres meses habían transcurrido desde la llegada de la compa
ñía, y en este tiempo Colodro había preparado los negocios de
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Memorias de Benito Hortelano
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modo que viniese a quedarse único explotador, deshaciéndose de
sus compañeros después que la empresa estaba asegurada. Em
pezó por convencerlos que no debía pagarse a los cómicos durante
la Cuaresma; que, no teniendo ellos compromiso firmado con la
compañía y no habiendo más teatro que él de la empresa, los có
micos tendrían que someterse a las condiciones que la empresa les
impusiese. Con tan halagüeñas palabras, los empresarios reunieron
la compañía, y, tomando Colodro la palabra, expresó que la em
presa no podía pagar sueldos durante la Cuaresma; que había
tres actores de más, a quienes la empresa no podía ni quería se
guir abonándoles los sueldos y, en fin, otras economías.
Los actores, al oír estas reformas, se sublevaron, protestaron,
alegando que en sus contratos no se hablaba nada de retiro de
sueldo en la Cuaresma, y que en cuanto a que se expulsasen algu
nos compañeros, no lo permitirían, porque tenían un contrato es
pecial para no separar a ninguno. El barullo llegó a su colmo, que
es lo que Colodro deseaba para disolver la empresa y la compa
ñía; los actores se apoyaban en su contrato, y Colodro cerró la
discusión diciendo: "Señores, ustedes se apoyan en su contrato; la
empresa no tiene ninguno con ustedes; por consiguiente, apelen a
que se lo cumpla quien les haya contratado."
Salieron los cómicos en tropel, vomitando improperios contra
los empresarios. El público y la Prensa tomaron la defensa de los
cómicos, y el escándalo fué tan ruidoso, que hasta las autoridades
tuvieron que tomar medidas, conduciendo a la cárcel a varios jóve
nes que habían dado una cencerrada a Colodro.
La compañía se presentó ante el juez de teatros pidiendo hicie
se cumplir el contrato por el cual habían venido al país. Esto fué
al día siguiente de la escena de la empresa con los cómicos, de lo
que yo estaba ignorante. Fui citado ante el juez de teatros; acudí
a la cita y me encontré con todos los actores y los empresarios,
que también habían sido citados.
El juez se dirigió a mí y me dijo: "Es usted llamado, a petición
de la compañía dramática, para que les cumpla usted el contrato
que, por poder de usted, celebró en Cádiz D. José Pérez, cuyo ori
ginal está a la vista. Véalo usted y diga si reconoce el poder unido
a la escritura." Por primera vez vi mi poder y la escritura que se
me había negado. Contesté al juez lo que había sobre el particu
lar; que por primera vez veía aquellos documentos, que había recla
mado a tiempo y se me había negado la existencia del documento
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que tenía a la vista, y que en prueba de ello tenía un documento
otorgado por dos de los empresarios por el cual se hacían únicos
responsables de todo lo que sobreviniese en el asunto de la com
pañía.
El juez, si no estaba enterado del embrollo, se enteró con mij
contestación, y falló que, no siendo ya ¡el asunto de la compe
tencia de la Policía, acudiesen ante el juez de primera instancia
para alegar cada cual sus razones. Heme enredado en un pleito y
en un cúmulo de embrollos difícil de describir. A los dos días del
juicio ante el juez de teatros fui citado al Juzgado de primera
instancia. Yo pude haber concluido el pleito ante aquel juez, por
que con presentar el documento mi responsabilidad terminaba para
recaer contra Gómez Díaz y Señorans, que debían responder de
todo. Pero aquí empieza la intriga y la maldad con más feos ca
racteres.
' '•
Eran las diez de la noche de la víspera del juicio ante el juez
de primera instancia, y estábamos celebrando el bautizo de mi hija
Tomasiía, de la que fué padrino D. José Flores. Un sirviente de
Colodro llegó a la sazón a pedir al Sr. Flores hiciese el favor de
pasarse inmediatamente por la casa de Colodro. Flores fué, y la
reunión continuó hasta las once de la noche, en que se despidieron.
A las once y media volvió el Sr. Flores todo azorado, me llamó al
salón del Casino y me dijo: "Compadre, vengo a pedirle un favor,
si quiere salvarse; por sus hijos, por su esposa, por su bienestar,
es necesario que me entregue usted el documento que tiene sobre
el teatro para devolvérselo a Diez y Señorans, que están esperando
en casa de Colodro la contestación. Si usted no lo devuelve, para
romperlo, dentro de pocos días su casa será cerrada, declarado en
quiebra y conducido a la cárcel, pues Señorans me ha dicho que,
de no acceder usted, la letra de 50.000 pesos que vence pasado ma
ñana será protestada. Han visto a las personas que tienen crédi
tos contra usted para que todas se presenten reclamando el pago;
usted no puede pagar, porque, aunque tiene usted en libros mucho
más de lo que debe, no es artículo que pueda realizarse inmedia
tamente." Me quedé frío de rabia y de indignación al oír semejan
tes palabras, valiéndose para aquella comisión de un hombre hon
rado, de quien sabían podía influir en mí por la gran amistad y
cariño que le tenía y por los favores que en diferentes ocasiones
me había prestado, como dejo dicho en otro lugar.
Después de un momento de silencio, consecuencia del estado
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de agitación en que mi espíritu estaba al comprender todo lo que
importaba lo que acababa de oír, dije al Sr. Flores: "Comprendo
hasta dónde llega el cinismo de esos hombres sin pudor que, no
contentos con haberme hecho toda clase de infamias, no respetan
siquiera mi silencio, mi numerosa familia, mi situación en los ne
gocios. ¿Qué garantías me dan para librarme de las consecuencias
del pleito, que indudablemente serán malas, porque existe un do
cumento público en toda forma?" "Me han autorizado para decir a
usted que ellos le salvarán de todos los compromisos que sobre
vengan; pero que el documento debe desaparecer, porque les com
promete, no sóJo en los gastos, sino ante el público", contestó el se
ñor Flores. "¿Y cómo he de fiarme yo de la palabra de esos hom
bres que tantas veces me han faltado a ella? ¿Qué fe puede darse a
los que han faltado a lo más sagrado, a los que no ven más que
su interés, sin importárseles nada ni de los amigos, ni de la socie
dad, ni de lo que han firmado por medio de la Prensa?" "Veo que
tiene usted razón —me dijo Flores—; pero medite el asunto ínterin
yo voy a hacerles algunas observaciones; pero tenga usted presen
te sus hijos, su crédito."
Volvió como a las doce y media de la noche más exigente aún,
diciendo que eligiese entre romper el documento o declararme en
quiebra. Mi pobre esposa había oído toda la conversación, y, afli
gida, vino a tomar parte en la escena, toda indignada. "Compadre
—Je dije—, voy a hacer un sacrificio en honor a mi mujer y mis
hijos, pues de otro modo yo les contestaría a esos malvados. Voy
a entregar a usted el documento, a condición de que usted lo ha
de conservar, y usted me es garante a la conclusión del pleito para
devolvérmelo y salvar con él mi honor y mis intereses, porque estoy
bien persuadido que esos malvados me dejarían colgado sin en ellos
confiase. Mañana me presentaré en el juicio; diré que tengo un
documento, como es público y notorio, pero que se me ha traspa
pelado y que lo presentaré cuando lo encuentre." Se lo entregué y
se fué a mostrárselo a los infames que esperaban.
Al siguiente día fui al juicio; los cómicos esperaban ansiosos
el documento, porque con él el juez haría que les cumpliesen el
contrato. Tuve que pasar por el bochorno de decir que se me había
perdido, pero que lo presentaría cuando lo encontrase. Los cómi
cos se indignaron; comprendieron la intriga, porque yo también
procuré hacérsela comprender para que no cayese sobre mí su odio
sidad y para que ellos publicasen la infamia de la empresa. El
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Memorias de Benito Hortelano
pleito siguió sus trámites; tuve que buscar abogado para entrete
ner más que para defender, y entretanto los cómicos se encontra
ban sin empresa, sin teatro donde ganar su subsistencia y con
un pleito a los tres meses de permanencia en el país.
Con este acontecimiento, la Prensa toda, el público y, sobre
todo, el sexo femenino tomaron la defensa de los cómicos. Tam
bién las autoridades se pusieron del lado de la razón. Colodro
deshizo la Sociedad, liquidaron y se quedó libre para completar su
diabólico plan. Como tenía el teatro asegurado en combinación con
Plaza Montero, asociados para otras picardías que después diré,
y Como al mismo tiempo tenían celebrado un contrato Pestulardo
y Colodro para que en la Victoria no se permitiese compañía lírica,
ni en el teatro Argentino dramática, únicos teatros que había; los
cómicos no tenían donde ejercer su industria ni el público donde
distraerse, porque Colodro cerró el teatro. El objeto de esto era
reducir por hambre a los cómicos para que se sometiesen a las
condiciones que les impusiese, lo que por segunda mano proponía
por medio de otro bribón que se le asoció como testaferro, don
Martín Rivadavia.
Los cómicos se presentaron a las autoridades para que obliga
ran a Colodro a que les alquilase el teatro para poder ganar su
subsistencia. La Prensa apoyó la petición; el negocio era grave,
pues aunque era una infamia premeditada por Colodro, las leyes
le protegían, porque cada cual puede hacer el uso que quiera de
su propiedad, y Colodro podía tener cerrado el teatro sin que pu
diese nadie obligarle a abrirlo. Sin embargo, las autoridades, a
quienes nunca les faltan modos de interpretar las leyes, le obliga
ron a alquilar el teatro, fundadas en que era un establecimiento
público y en que la equidad y el orden público están interesados en
que por un capricho de un particular no se perjudiquen tantas
familias como con aquel capricho se perjudicaban; pero dejando
libre a Colodro para pedir el alquiler que tuviese por conveniente
por su teatro.
Por último, Colodro alquiló el teatro por
tres mil pesos
cada
noche de función, por sólo las paredes y las pocas decoraciones
que había. Los cómicos aceptaron inmediatamente; anunciaron fun
ciones y el público acudió de una manera cual nunca lo había
hecho, colmando a los actores de ramilletes, aplausos y dinero en
tres funciones seguidas que dieron, con lo que resarcieron los quin
ce días que habían perdido en todos estos accidentes que dejo
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descritos. A pesar de tan monstruoso alquiler, que importaba 75.000
pesos mensuales por el número de funciones que se daban, las en
tradas eran grandes a no caber más, lo que hizo despertar la am
bición de los empresarios. Rivadavia, por comisión de Colodro, ase
diaba a los actores con propuestas de contratos, lo que halagaba
a éstos, porque es a lo que aspiran siempre: a encontrar empresa
rio a quien desplumar, y la ocasión no podía ser más tentadora en
vista de la protección del público y el gusto por lo dramático que
se había despertado. Rivadavia había logrado entenderse con los
principales actores, reduciendo el presupuesto a 3.000 patacones en
vez de 4.000 que importaba, y en vez de quincenas anticipadas,
como estaba establecido por mi contrato, los redujo a quincenas
vencidas. Torres comprendió la situación y se propuso explotarla.
Al efecto, fué a ver a D. Esteban Rana para que le prestase 35.000
pesos por quince días, término que calculaba suficiente para devol
vérselos. Le expuso el plan, y D. Esteban se los facilitó, a condi
ción de dar un beneficio para los hospitales.
Estaban citados los cómicos para firmar los contratos con Riva
davia, o sea Colodro; ya iban a firmar, cuando Torres se presenta,
y echando sobre una mesa los 35.000 pesos, les dijo: "Compañeros,
una persona respetable, que no quiere dar su nombre, me acaba de
dar esta plata para que, si aceptáis el mismo contrato que habéis
convenido con el Sr. Rivadavia, lo firméis ahora mismo, cobrando
por quincenas anticipadas, empezando a repartir en el acto la
plata."
No tuvo que esperar mucho tiempo la contestación; todos aceptaron a Torres como representante de un gran empresario, dejando
a Rivadavia con un palmo de narices.
Dos meses estuvo Torres de empresario y en ellos ganó como
200.000 pesos, los cuales iba depositando en la caja de D, Este
ban Rana. No sé si este resultado que el Sr. Rana veía le desper
tó la ambición, o lo que sería; ello es que pasó lo que voy a referir:
Ya he dicho que debía 50.000 pesos a D. Esteban Rana y que
Senorans era su cajero y a más futuro yerno, y que había tomado
la empresa de teatros sin el consentimiento de su patrón. Además,
el Sr. Rana no permanecía en el país constantemente, sino que
estaba en el Paraná. Senorans también hacía frecuentes viajes, y
durante las escenas, o al menos en algunas, no estuvo presente;
pero aunque tratase de ocultar a Rana su participación en la em
presa y ocurrencias del teatro, los diarios habían publicado su nom-
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bre con los demás empresarios, por lo que no creo posible que don
Esteban ignorase todo.
Fui llamado a casa de D. Esteban a los dos meses de ser Torres
empresario y siguiendo el pleito sus trámites. Don Esteban me dijo
estas palabras: "Lo he llamado para preguntarle qué diablo de ne
gocio o embrollo hay sobre teatros, que he visto en los diarios que
a usted lo han comprometido y que Señorans tiene parte en ello."
"Extraño mucho esa pregunta —le repliqué—, pues usted debe
estar perfectamente impuesto de todo desde que hace como dos
meses que usted me mandó amenazar con que me cerraría la casa,
protestándome la letra que le debo." "¿Quién ha tomado mi nom
bre para esa infamia? —dijo—>. Dígamelo usted." "Señor, don
José Plores, por mandado de Señorans y Colodro, a nombre de
usted." ¡Infames, canallas ¿Y Señorans tiene participación en tan
infame intriga? Ahora mismo, al momento, quiero probarle a usted
cuánto le aprecio: un millón de pesos tiene usted a su disposición
para tapar la boca a esos canallas; llámeme usted al abogado para,
inmediatamente, concluir tan escandaloso pleito; no quiero que cai
ga una mancha infame sobre un dependiente a quien yo protejo y
quiero; hay que cumplir ese contrato, supuesto que se hizo con
anuencia de Señorans."
Inmediatamente busqué al Dr. Valencia; trajo éste los autos,
informó a Rana del negocio y aconsejó que el modo de lavar lo
que se había hedió era presentar un escrito al juez pidiendo la
cesación del pleito, reconociendo la escritura. Señorans estaba en
el Paraná; pero vino a los dos días. Se presentó el escrito, el juez
decretó como se pedía y las partes fueron notificadas.
Ahora se presentaba el reverso de la medalla. A Torres, inicia
dor del pleito, no le convenía ganarlo, porque perdía los pingües
frutos que la empresa le estaba dando. Los demás actores estaban
por nosotros, porque, además de que los sueldos aumentaban en
una tercera parte, veían asegurado por un año el contrato con una
empresa tan fuerte y un empresario como Rana.
Ya soy empresario; ¡pero en qué circunstancias, con qué cargas
Primeramente no teníamos teatro, y hubo que aceptar el contrato
de Torres por cuatro meses que le faltaban, a 3.000 pesos cada
noche de función. Además, el alumbrado era onerosísimo, porque
también Había un contrato que aceptar de 750 pesos por función.
No teníamos guardarropa, ni muebles, ni telones, y tuvimos que
emplear más de 150.000 pesos. La orquesta nos impuso la ley, son-
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sacados los profesores por Colodro y Pestulardo; cada noche de
función nos costaba 1.800 pesos. No quedaban más que dos meses
de invierno, única época en que el público va al teatro. Tuvimos que
contratar a la Alvara García como dama joven, porque la que había
no servía, en 4.500 pesos mensuales. Tuvimos que contratar a Rico
para tenor, porque el que había venido no servía, y pagarle 4.000
pesos.
Después de todas estas calamidades, enfermaron doce acto
res tan luego como cobraron la primera quincena anticipada. El
contrato estaba hecho a pesos fuertes y las onzas estaban a 370
pesos. Y, por último, no teníamos teatro más que por cuatro meses
y sabíamos que, concluido este plazo, Colodro nos le cerraba.
Con tales auspicios empezamos nuestra carrera de empresarios.
Mi socio Sefiorans, como era el que anticipaba los fondos, su voz
era sólo oída, y tan perjudicial como me fué antes, como dejo dicho,
me fué ahora de fatal, por los innumerables disparates que come
tía, despilfarro en el negocio y caprichos estúpidos que tenía que
tolerarle.
Un cajero con 2.000 pesos, un escribiente con 1.000, un sena
dor con 500, un boletero con
1.000,
un encargado del guardarropa
con lo que quiso robar, que no bajaría de 3.000 pesos; todo lo cual,
agregado a 96.000 que importaban los sueldos mensuales de la
compañía, daba un presupuesto de todo gasto de más de 240.000
pesos.
Las entradas fueron a no caber más; pero, por las cuentas
que conservo, no llegó la entrada ningún mes a 200.000 pesos, lo
que muy pronto me hizo comprender lo ruinoso del negocio, sin
esperanza de mejorarlo, antes al contrario, en el verano sería una
pérdida infalible de 100.000 a 140.000 pesos mensuales.
En diferentes ocasiones hice presente esto a D. Esteban Rana y
a D. Salvador Carbó, socio de la casa, aunque siempre sin herir ni
dar a entender que Sefiorans era la causa de tan espantosa pérdi
da, hasta que, por último, me animé a manifestar por escrito las
causas que motivaban las pérdidas, modo de evitarlas, y hasta el
de abandonar la empresa.
Se me ocurrió poner en juego una intriga para asustar a Colodro y Rivadavia, que nos amenazaban a cada instante con cerrar
nos el teatro o cobrarnos 5.000 pesos por función. Esto último era
lo más cierto, y no teníamos más remedio que pagarlos.
Hice publicar en los diarios la noticia de que el general Urqui-
za se había empeñado con D. Esteban Rana para que la compañía
pasase al Paraná, subvencionándola el Gobierno nacional con mo-
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tivo de estar reunidas las Cámaras. La noticia se la tragaron, y
Colodro y> Rivadavia se asustaron. Comuniqué a Señorans mi plan
y lo aprobó, a pesar de que se reía, creyendo no tendría efecto.
A los dos días, cuando todo el público manifestaba el sentimiento
de que abandonásemos a Rueños Aires, supe explotar este sen
timiento haciendo recaer la odiosidad sobre Colodro y Rivadavia
por la usura que cometían con nosotros y la amenaza de cerrar el
teatro. Ello es que Rivadavia me buscó para proponerme el tras
paso de la llave del teatro por los diez meses que le quedaban y
por lo que, decía, tenía adelantados los alquileres. Me hice el indi
ferente; le hice comprender el compromiso que ya teníamos contraí
do con Urquiza y que no necesitábamos su teatro para nada. Pero
al mismo tiempo le dejé entrever una esperanza de posibilidad si
las condiciones eran razonables.
Al día siguiente volvió a mi casa, proponiéndome el traspaso
con todos los útiles del teatro, 30 docenas de sillas y los diez meses
de alquiler anticipados por 150.000 pesos. Me reí de su petición/
aunque para nosotros era brillante, y él, con el temor de quedarse
con el teatro cerrado y perdidos 150.000 pesos que decía había
dado a Colodro por el traspaso (creo fué a medias el negocio, pero
Colodro no quería aparecer), bajó hasta 120.000. Le contesté que
consultaría a Señorans y nos veríamos al día siguiente.
No había ni que pensar nada, sino cerrar los ojos y tomar la
llave; el negocio aquel nos salvaba. Ciento veinte mil pesos por
diez meses salían a 12.000 pesos mensuales, quedando además las
sillas y otros muchos útiles. Nosotros estábamos pagando 3.000
pesos por función; se daban 18 ó 20, por lo menos, cada mes; por
consiguiente, eran como 60.000 pesos mensuales, es decir, que con
lo que nos costaban dos meses íbamos a pagar diez, problema que
no necesitaba de mucho cálculo, además de la independencia en
que quedábamos y la tranquilidad para lo sucesivo teniendo el tea
tro asegurado. Veo a Señorans, le participo lo ocurrido y me manda
aceptar; que pida el boleto de compromiso a Rivadavia. Este me
lo da; voy a ver a Señorans para entregarle el boleto y proceder
a la consumación del negocio, y me dice que no acepta, porque en
el convenio que yo había hecho había la condición de conservar los
dos palcos que ocupaban Colodro y Rivadavia. Vuelvo a dar a éste
la contestación de Señorans y, como es natural, se incomoda por
la poca formalidad,
Al siguiente día Señorans comprende la barbaridad que hizo
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en no aceptar; va a ver a Rivadavia para celebrar el contrato, y
éste le dice que ya no quiere tratos.
Consecuencias de esta estupidez: En aquel día salió en el paquete un Sr. Villalobos, que vino agregado a la compañía de Torres
y que se había pegado a Colodro, adulándolo. El objeto del viaje
era una venganza por lo que había pasado. Cuatro meses después
la compañía Duelos, con un personal de más mérito que el de nues
tra compañía, vino a rivalizar con ella y a traer trastornos y pér
didas hasta la ruina.
Fracasado este buen negocio, había que pensar en buscar tea
tro,
porque ya no faltaba más que mes y medio de contrato y ahora
más que nunca podíamos contar con que no nos dejarían ni un solo
día más. Escribí a mi amigo Hernández, de Montevideo, para que,
sin que se apercibiese nadie, tratase con el dueño del teatro de San
Felipe y Santiago. Hernández desempeñó mi encargo a satisfac
ción, escribiéndome que le autorizásemos para contratarlo en 150
patacones mensuales; pero que debía ser pronto, porque había
varios interesados para tomado con objeto de explotarnos.
Pasé esta carta inmediatamente a mi socio Señorans para que
dispusiese en consecuencia. No hizo caso, a pesar de los temores
de Hernández. Yo le insté para autorizar a Hernández a que hicie
se el contrato; pero, como siempre, con una pedantería que me
hacía pasar sofocos, contestó que no había cuidado, que Hernán
dez y yo veíamos visiones. Hernández escribía que no nos durmié
semos, que el dueño del teatro nos prefería por la seguridad y ga
rantía de la empresa; pero que estaba tan asediado por varios indi
viduos, que sólo podía esperar ocho días. Nada bastó. Lorini con
trató el teatro, y a los ocho días vino a ofrecernos por 1.000 pa
tacones mensuales lo que no habíamos querido por 150. Quince días
nos quedaban solamente del contrato de la Victoria y, por consi
guiente, no quedaba más remedio que aceptar la propuesta de Lori
ni en 800 patacones mensuales, con más la obligación de refaccio
nar el teatro. Pasé a Montevideo a mandar hacer la obra, en lo que
se gastaron como 600 patacones.
Listo el teatro y terminado el contrato de la Victoria, se fletó el
vapor Constitución para conducir la compañía, que había aumen
tado,
entre agregados, curas y sacristanes que ganaban sueldo,
hasta 80 personas.
Las cosas políticas de Montevideo estaban enredadas, y al
tercer día de llegar la compañía estalló la revolución conocida por
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Memorias de Benito Hortelano
de Muñoz o del 28 de noviembre, en que hubo muchas víctimas y
como 300 personas desterradas, precisamente de las que más pro
ducto debían dar al teatro. ¡Buen principio
Me vine para atender a mis negocios, abandonados desde que
era empresario, quedando Señorans al cargo de la compañía. El
despilfarro que allí hizo mi socio, el desorden y anarquía en que
puso todo, llegó a tal extremo, que algunos me escribieron para
que fuese a poner coto a tanto desorden. Hice presente a Carbó lo
que pasaba, así como a D. Esteban Rana, y les hablé seriamente
de la necesidad de dar un corte al negocio, presentando un pro
yecto para el efecto, que consistía en romper el contrato, pues por
la escritura sólo con perder los 2.000 patacones de anticipo con
cluía el compromiso y los 2.000 patacones estaban ya perdidos. Don
Esteban no admitió mi proyecto por honor a su nombre, pues aun
que veía claro lo que decía yo, sin embargo, el crédito y amor pro
pio de su casa no le permitían romper, y era preciso cumplir el
año de contrato. Entonces propuse reducir los gastos en una mitad,
cosa que no podía creer el Sr. Rana, pero me autorizó para ir a
hacerme cargo de la compañía.
Llegué a Montevideo cuando aun faltaban dos meses de los
cuatro por que habíamos contratado el teatro. Señorans, como siem
pre, se rió de mi plan; pero como era orden de D. Esteban, tuvo
que ceder y dejarme obrar. Se había rodeado mi socio de una tur
ba de parásitos, de ladrones aduladores, que nada bastaba para
pagar tanto ganapán. Las pérdidas eran espantosas, y en los dos
meses que faltaban se presentaba el negocio con un carácter alar
mante.
Hablé en particular con algunos actores, haciéndoles ver las
pérdidas en que estaba la empresa, cosa que no ignoraban, y les
hice entrever la posibilidad de terminar la empresa, en razón al
estado de sitio en que la ciudad estaba, lo que era fuerza mayor
que el contrato prevenía. Estas insinuaciones causaron el efecto
que yo había previsto; se vieron unos a otros todos los artistas y
comisionaron a uno para que viniese a proponer algún medio equi
tativo antes que dejar la empresa. Entonces les dije que el único
medio, para que ellos no se quedasen en la calle y la empresa no
perder tanto, era poner a medio sueldo a la compañía por el tiempo
que nos restaba de contrato en Montevideo. Todos aceptaron con
alegría este convenio; vi a mi socio Señorans y le dije lo que
había
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convenido. No podía convencerse de que con tan pocos inconve
nientes hubiese dado un golpe tan maestro.
Señorans citó para el siguiente día a la compañía, tomó un
borrador del convenio que yo había escrito y, con mucho énfasis,
propuso a la compañía, como idea propia, lo que ya estaba conve
nido conmigo. Todos firmaron en el acto; Señorans volvió a Buenos
Aires en el mismo día, trayendo el documento firmado para darse
importancia ante su futuro suegro y patrón, D. Esteban Rana.
Apenas quedé solo, sin la presencia de mi socio, empecé a dar
cortes al presupuesto, despidiendo tanto gaznápiro como le había
rodeado. La fortuna vino en auxilio de mi plan, pues a los pocos
días las cosas políticas se arreglaron con el nombramiento de Pe-
reira para Presidente, y las entradas fueron soberbias, contribu
yendo no poco a ello la colección de funciones que, apoyado por
Torres, se pusieron en escena. Nueve mil patacones se economiza
ron en los dos meses de mis reformas; pero tuvimos que venirnos
a Buenos Aires cuando empezaba el negocio a presentar buen as
pecto en Montevideo; otra barbaridad más de mi socio.
Propuse el quedarnos allá, por dos razones: primera, porque
las entradas eran buenas; segunda, porque, habiendo llegado a
Buenos Aires la compañía Duelos, el público la había aceptado y
la gente de tono se había decidido por ella. Además, en Montevi
deo estábamos solos y en Buenos Aires se iban a reunir dos com
pañías, cuando apenas puede sostener una. En fin, vinimos a ocu
par el teatro Argentino, contratado por 9.000 pesos mensuales, pero
que tuvimos que gastar algunos miles en arreglarlo.
Entró la competencia; el público se dividió; la Prensa, también,
porque Colodro había ganado a La Tribuna, que antes tanta gue
rra le había hecho. Las cuestiones e intrigas se empezaron con tal
tesón por ambas partes, que las consecuencias no eran difíciles de
prever. Nuestras entradas flaquearon; la compañía Duelos se lle
vaba la palma, y, por otra parte, nuestros cómicos nos ponían tan
tas trabas, tantos obstáculos, tantas exigencias, en fin, que no
nos entendíamos. Colodro ganó a algunos actores; les pagaba
para que nos pusiesen obstáculos; uno de los espías fué Lutgardo
Gómez, en el que más confianza teníamos, el que más nos adulaba
y el que estaba más impuesto de nuestros proyectos, que comuni
caba a Colodro.
Para detener el golpe del abandono que el público hacía de
nuestro teatro echamos mano de las comedias de magia. Al efecto,
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Memorias de Benito Hortelano
pintó Torres La pata de cabra, y arregló su mecanismo con tanta
habilidad, que se logró el objeto. Trece veces seguidas se dio, con
un brillante éxito, y muchas más hubiera podido darse si a Torres
no se le hubiese ocurrido poner para su beneficio otra comedia de
magia: Em bajador y hechicero.
Un nuevo disparate de Señorans vino a hacernos perder como
30.000 pesos en dos meses. Se empeñó en contratar otro tenor
porque era maestro de canto de su futura esposa. Una sola zarzue
la cantó, que fué lo único que pudo estudiar, porque no había sa
lido nunca al teatro; no hubo apenas gente y, sin embargo, los
30.000 pesos se los chupó con mucha exigencia el consabido tenor,
de quien no recuerdo el nombre.
En fin, concluímos nuestro año de compromiso resultando una
pérdida de ¡33.000 pesos fuertes , con más de 33.000 disgustos, pe
loteras, juicios y escándalos por la Prensa. ¡Cuánto sufrió mi espí
ritu en este tiempo desde la llegada de la compañía
Sin embargo, debí retirarme, para no volver más a acordarme
de los cómicos ni de teatros; pero la llaga que Colodro y comparsa
habían abierto en mi pecho no estaba cicatrizada y el rencor me
condujo a asociarme con los cómicos para seguir haciendo la gue
rra a Colodro. Este, por su parte, no perdonaba medio de hostili
dad; apenas concluyó nuestro contrato con el teatro Argentino lo
alquiló para tenerlo cerrado, dejando a los cómicos en la calle, que
por cierto bien lo merecían, y que cada cual tenía ya 3.000 ó 4.000
patacones, que habían salido de nuestras costillas.
Tan a pecho tomamos varios amigos la defensa de los cómicos
y con tanto entusiasmo, cuanto estos malvados nos pagaron con
ingratitud y falsía. Pero sea lo que fuese lo que nos impulsó, viendo
la tenacidad de Colodro y estando reunidos una noche en un casino
varios amigos, entre ellos D. Francisco Mayo, redactor de
El Na
cional, hombre dé un talento elevado y que hab ía hecho la guerra
más fuerte a Colodro y defendido a nuestros cómicos, se le ocurrió
a éste proponer la creación de un teatro. No fué la propuesta fuera
de base, porque entre los que concurrían a nuestro palco de em
presa se había soltado la idea de formar una Sociedad para sostener
la compañía y que Colodro no lograse su intento de venganza, por
que la causa de los cómicos se había hecho de una parte numerosa
del público.
Don Pablo Ramón, viejo comerciante y rico capitalista, fué el
iniciador de la idea, ofreciendo una suma fuerte. D. Federico Civils,
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Memorias de Benito Hortelano
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otro rico capitalista, también ofreció. El escribano Saldías y el
estanciero D. Juan Antonio Cascallares también ofrecieron, y otros
muchos.
Con todos estos elementos hizo Mayo unos estatutos para una
Sociedad por acciones, encabezada como gerentes por Torres y
por mí. Cascallares y Saldías dieron 20.000 pesos para mandar a
buscar en España una dama joven y un tenor; partió, y al mes
le remitimos 2.000 patacones más. Las acciones de la Sociedad se
emitieron, llenándose 36 a 2.000 pesos cada una. Con el objeto de
no perder tiempo, en la misma noche que Mayo propuso la creación
de un teatro fuimos a ver el local de la cancha de pelota, en la
calle de las Piedras; convinimos con el dueño en pagarle por el
local 6.000 pesos mensuales, y dos días después se empezó la obra.
Dieciocho días fueron suficientes para dar por concluido el teatro
más bonito y elegante que Buenos Aires ha conocido, y de una
capacidad para 800 personas, inaugurándose con el entusiasmo y
admiración dignos de tanto trabajo, tanto gusto y comodidad, eje
cutado en tan corto tiempo.
Mientras duró la obra y en las primeras funciones los socios
que habían manipulado más todo lo querían gobernar y lo gober
naron: pagaban, cobraban, y a mí sólo me guardaron la respon
sabilidad. Apenas vieron que el teatro, en vez de utilidades, ofrecía
pérdidas, todos se fueron evadiendo, dejando sobre mis hombros
y los de Torres todos los compromisos. Dos meses tuvo de vida
esta empresa, quebrando con un activo de 360.000 pesos, a más
de 50.000 pesos que habíamos introducido los gerentes en guarda
rropa, que todo se perdió. Además de la pérdida que me ocasionó
esta locura de Sociedad, de los disgustos con los socios y de los
desengaños que sufrí con los cómicos por mi empeño en meterme a
redentor, hubo una acción algo equívoca de D. Pablo Ramón. Este
había anticipado 40.000 pesos, con las firmas de 17 socios, inclusos
Torres y yo. Pero éste, no sé por qué, se empeñó en que yo se
los había de pagar, cuando ni yo vi aquella cantidad ni ninguna
de las que se giraron en la Sociedad, pues él, Franqui y Azpiazu
fueron los que manejaron los fondos. Me puso pleito, que duró
dos años, el que gané, y en vez de los 40.000 pesos que me que
ría cargar, sin comerlo ni beberlo, como vulgarmente se dice, pa
gué 2.700, que era lo que me correspondía, como a cada uno de
los que firmaron el documento.
Se estaba construyendo el teatro Colón, y los empresarios que
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Memorias de Benito Hortelano
lo habían subarrendado para cuando estuviese concluido, cuyos
individuos eran D. José Ramón Oygla, D. Hilario Ascasuli, D. Joa
quín Lavalle y Lorini, nos ofrecieron asociarse con Torres y conmigo para inaugurarlo con la compañía que estaba a nuestras
órdenes, con los actores que esperábamos. Torres y yo, para des
quiciar a Colodro, asociamos a nuestro contrato a los actores
Jover, Pardiñas y García. Además contábamos con las dos actrices
Segura y con su hermano, con lo que dejábamos en cuadro a la
compañía Duelos. El capital de la Sociedad eran 12.000 patacones,
6.000 dados pof Torres y por mí, y los otros 6.000 por los tres ar
tistas citados.
Llegó García Delgado con los artistas que le habíamos comi
sionado; nos había gastado 3.000 duros y nos trajo tres gatos
desollados en vez de lo que se le había encargado. Estos artistas
eran la célebre Buil, la dama más estrepitosa del teatro; Pombo,
el más díscolo de todos los cómicos, y la Manuela Bueno, muy
bonita, joven y honrada, pero de escaso mérito artístico.
Colón se concluyó, se inauguró; pero nosotros no pudimos inau
gurarlo, porque a los actores que pertenecían a la compañía Du
elos, Colodro no les dejó trabajar, a pesar de estar ya éste fundido
y la compañía con dos meses de atraso en los sueldos; pero tal
maña se dio para embrollar el negocio, que no fué posible orga
nizar la compañía.
Entretanto, los actores que había traído Delgado, no sabíamos
a qué género pertenecían, pues por un artículo del contrato se nos
prohibía inaugurarlos en otro teatro que no fuese Colón, y ya iban
corridos tres meses pagándoles no sólo el sueldo sino todo lo con
tratado; la fonda y otros gastos corrían por cuenta de Torres y mía.
Lorini y Oyuela, con pretexto de que la compañía que teníamos
no era digna del Colón, no nos dejaron empezar hasta que no se
unieran Jover, García y Pardiñas.
Resultado final: que Lorini y Oyuela quebraron a los tres meses,
teniendo que fugarse, con una deuda de 800.000 pesos que les
había dado la compañía de ópera, con la Gorna y Tamberlit, y yo
no tuve el gusto de verme empresario del Colón más que de nom
bre, borrándoseme tantas ilusiones como había concebido.
La compañía Duelos, desligados de Colodro, trabajaron por su
cuenta, y mis socios Torres, Jover, etc., me vendieron.
Estaba hacía años en pleito el teatro de la Victoria entre don
Luis Latorre y Plaza Montero. El primero había conseguido una
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orden de embargo de los alquileres al poco tiempo de tomar el tea
tro Señorans y yo. Vino un día el escribano con el alguacil del Con
sulado a notificar la orden de embargo; estaba yo en la administra
ción del teatro, y a mí se dirigieron; opuse alguna dificultad, por
que el teatro se lo teníamos alquilado a Rivadavia, y la orden era
para Colodro; pero el alguacil dijo que nada importaba eso, que
yo obedeciese el mandato y entregase los alquileres al Sr. D. Pedro
Robre, depositario judicial, y que después las partes reclamarían.
Obedecí, y desde entonces Montero, Colodro y Rivadavia me decla
raron la guerra que más tarde me hicieron.
Latorre logró, por fin, ganar el pleito que Colodro interpuso
presentando una escritura falsa de cuatro años de alquileres anti
cipados, y el Tribunal de Comercio la hizo nula, declarando falsa
rios a Colodro y Montero. Con este motivo, D. Luis Latorre vino
a buscarme y me pidió me hiciese cargo del teatro. Accedí, hacien
do un contrato de 1.500 pesos por función, no llegando a ocho, y si
pasaban, 11.000 pesos al mes. Me fui a vivir al teatro con mi fami
lia, en una casita agregada al edificio. De los restos de cómicos
que habían quedado formé una compañía; empezó a trabajar con
bastante éxito, a tal extremo que derrocaron a la del Colón, y como
al mismo tiempo quebraron Lorini y Oyuela y se cerrase aquel
teatro, vinieron a que les alquilase el de la Victoria. Una falta de
carácter en mí o, mejor dicho, las consideraciones que siempre he
guardado a la amistad, fué la causa de ello. Mi compadre Labarden
vino a afearme el que hubiese alquilado el teatro a la compañía Du
elos, dejando sin él a los restos que había reunido. Mi señora tam
bién influyó en mí y tuve que sufrir palabras desagradables de los
dos más insignificantes actores: la Buil, amiga de Labarden, y el
enamorado. Perdí con no haber firmado este contrato o, mejor
dicho, con haberme retractado, cosa que por primera vez hacía,
el haber ganado algunos miles de pesos, y en vez de esto contraté
los malos actores y en un mes perdí 17.000 pesos. Al poco tiem
po Montero se arregló con Latorre, y dejé el teatro, para no vol
ver más a acordarme de ser empresario.
Defecciones, traiciones, insultos, pleitos, riñas, disgustos en mi
casa, todo vino con el teatro y, como es consiguiente, mi librería
abandonada, entregada a un D. José Maroto, taimado, derrocha
dor, adulador y todo cuanto hay que ser.
Volveré a reanudar los negocios de mi librería y de la Sala
Española.
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270 Memorias de Benito Hortelano
Ya dejo dicho que en los dos años de empresas teatrales mi
negocio de librería no estaba tan atendido como debía; pero no fué
la culpa del teatro, sino que de las pérdidas que me habían oca
sionado, la baja de subscriptores de la
Historia de España,
las
de La Ilustración, los 15.000 pesos 'de La Landa y García; lo del
Paraguay, que importaba como 500 duros; lo de Corrientes, que
serían como 700; lo de mi sobrino, que eran 23.000 reales de vellón;
toda la subscripción de Entre Ríos, que de 2.000 duros no cobré
más que 300, por no haber servido la conclusión de la Biblioteca,
y cuyas entregas aun están en poder de los corresponsales, y, por
último, la estafa de Fernández de los Ríos, dejándome 300.000 en
tregas incompletas, y todos los demás trastornos que quedan con
signados. Todo esto fué causa de mi empeño de buscar alguna
empresa que me sacase de apuros, y como todas me salían mal,
los recursos me faltaban para surtir la casa como debía. No puedo
quejarme de que el público me abandonase; tal forma de noveda
des y precios económicos había logrado, que el que tenía que com
prar un libro, primero iba a mi librería, y sólo no hallándolo iba
a las demás. De las provincias y la campaña sucedía otro tanto;
mi librería era conocida más que todas juntas.
Desde el año 52 era yo corresponsal y comisionado de la em
presa de El Eco de Ambos M andos, periódico que en París publica
ba D. Ignacio Boix. Este periódico, si hubiese sido bien administra
do en París, hubiese llegado a ser el primero que de su clase se
publicara para Ultramar. Me prometía buena comisión este Eco, y
además la Empresa hacía otras publicaciones, que me remitía en co
misión. Además de lo muy conocido que por mis publicaciones era
mi nombre, con este periódico se extendió por todo el mundo, y de
muchas partes me vinieron comisiones. Era un recurso que me deja
ba bastante utilidad y manejo de fondos; pero a los tres años
Boix quebró y con su quiebra perdí las utilidades, y por no haber
concluido el año, muchos subscriptores no quisieron pagar. Dio bue
nos regalos, entre ellos un Diccionario de la lengua, y la Biblia,
con ricas láminas en acero y exquisita encuademación.
La Sala Española, que ocupaba la misma casa que yo, me fué
muy perjudicial, debiendo ser todo lo contrario. Los partidos que
se formaron se hicieron una guerra escandalosa. Yo sostenía a los
viejos, que no querían barullo, y eran una fuerte palanca. El partido
contrario era intolerante, no perdonaba medio de hostilizarme. Con
motivo de haber muerto un español desconocido, se dieron tal maña
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Memorias de Benito Hortelano 271
D. Vicente Rosa y D. Vicente Casares, que, teniendo testamento
hecho en favor de un escribano, le hicieron anularlo y dejar la
casa de su propiedad a favor de la Sociedad de Beneficencia Espa
ñola, que debía crearse según los Estatutos de la Sala.
Con esta adquisición los partidos se agitaron más para tener
cada cual el derecho de manejar los fondos de los pobres. Se invitó
al cónsul de España, D. José Zambrano, para que, con arreglo a los
Estatutos, presidiera la reunión en que había de tratarse de la crea
ción del Asilo Español. En mal hora concurrió el Sr. Zambrano
a la Sala.
Acudieron a la reunión más socios de los que nunca habíanse
reunido; pero era porque había un partido que a todo trance que
ría dominar la Sociedad. Este partido lo componían montañeses
y gallegos, que, habiendo venido de España de cargazón, aquí se
educan tras un mostrador o en una barraca, aprenden unos cuan
tos términos bombásticos para hablar con las señoritas que a sus
tiendas concurren y se creen ya prohombres de ciencia y catego
ría, porque les dan don y tienen alfombra en su casa. Esta era
la clase de españoles que querían predominar en la Sala, pues
como ni en su casa ni en el país pueden aspirar a ser algo, se
les presentaba una oportunidad brillante para ser miembros de
la Junta directiva. No podían tolerar que yo, con dos años de
residencia en el país, sin tener estancia de vacas o casado con
familia del país, fuese nombrado para todas las Comisiones, se
me consultase y se me tuviese por los viejos en mucha consideración.
Además, los oficiales y comandantes de los buques de guerra,
como todos los cónsules, ministros o personas notables de España
que arribaban a este país, iban a visitar la Sala como una curio
sidad; pero primero me visitaban a mí y concurrían a mi casa dia
riamente.
Llegó el día de la reunión. Zambrano presidió; propuso los me
dios que consideraba oportunos para llevar a cabo el Asilo Espa
ñol; pero como una gran mayoría iba dispuesta a hacer la opo
sición a todo cuanto propusiera, la discusión tomó un carácter
borrascoso; el presidente llamó al orden diferentes veces, pero los
gritos e insultos se redoblaban entonces. Viendo que como presi
dente no se hacía respetar, quiso hacerlo como caballero y como
cónsul, como representante de S. M. la Reina. En esto no estuvo
cuerdo Zambrano; olvidó que muchos de los circunstantes, aun
que nacidos en España, no tenían nada de españoles, y pronto ense-
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Memorias de Benito Hortelano
ñaron las orejas. Entre los que gritaban, insultaban y escandaliza
ban aquel recinto sobresalía un individuo, Marcos Muñoz, vasco
venido de cargazón y que, no teniendo oficio ni conocimiento de
ninguna cosa, se había hecho mozo de cordel o changador, como
aquí los llaman. Después fué peón de saladero, donde fué aumen
tando un pequeño caudal con el sueldo exorbitante que aquí se
paga al trabajo bruto de los saladeros, o sean matachines, que es
el verdadero nombre, y aprovechando las desgracias de este país
cuando fué sitiado siete meses, compraba las vacas robadas por
los sitiadores, las mataba, embarcaba las carnes y cueros, salvan
do el bloqueo, con lo que al concluir el sitio se encontró dueño
de una fortuna de 6 a 8.000.000 de pesos, o sean 300 a 400.000
duros, habidos del modo que dejo dicho. Tal era el hombre que tenía
la aspiración de ser presidente de la Sociedad, pues ya que había
logrado hacerse rico, deseaba hacerse notable en sociedad. Este
individuo, con voz chillona y palabras propias de él, tuvo valor de
insultar al representante de España, y no contento con esto vertió
palabras insultantes y groseras a la Reina, teniendo el atrevimien
to de decir que la Reina para él era una
m...,
y que él, en Buenos
Aires y en aquella reunión, era más que Isabel II.
Zambrano se encolerizó, los amigos tuvimos que calmarlo, sin
podernos calmar nosotros, y Zambrano salió de la Sala, para no
volver más.
Como no se había podido acordar nada en aquella reunión, el
domingo inmediato hubo otra. Si borrascosa fué la primera, la
segunda no hay palabras para calificarla. Las groserías más soeces
se dijeron allí, particularmente por un viejo malagueño que no re
cuerdo cómo se llamaba.
Aquí ya no pude sufrir más. Me levanté, los apostrofé, desafié
a todos y cada uno de los que habían tenido el atrevimiento de
insultar a mi Reina y en un recinto en que estaba el retrato de ésta
presidiendo y las armas de España en los testeros, que era la burla
más grosera que podía hacerse. Hasta qué extremo llegaría la falta
de respeto a lo más sagrado que tienen los españoles, sus Reyes y
sus armas, que un hijo de América, D. Braulio Vidal, indignado de
tanto desacato, tomó la palabra, y con voz y expresiones enérgicas
les dijo: "Aunque no he nacido en España, por honor a la patria
de mis padres, no puedo tolerar que en un recinto donde ondea
el pabellón español y en una Sociedad de españoles se ultraje tan
miserablemente a la que es cabeza del Estado. No quiero pertenecer
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Memorias de Benito Hortelano
273
a una Sociedad tan grosera." Se levantó y abandonó el salón. A mí
me tuvieron que sacar algunos amigos, porque tal era mi indigna
ción, que no sé ni lo que dije, ni adonde hubiera ido a parar. Des
pués vinieron muchos a darme satisfacción y pedirme no recordase
lo que había pasado.
Al siguiente día, D. José Zambrano, como representante de Es
paña y enterado de lo ocurrido, me pasó una comunicación, dán
dome las gracias en nombre de S. M. C, y diciéndome que con
aquella misma fecha daba cuenta a S. M. para que me acordase el
premio a que me había hecho acreedor. Los oficiales y comandantes
de las estaciones españoles me felicitaron. Esto fué una satisfac
ción para mí; pero los pulperos me la guardaron y se vengaron a
su satisfacción.
A los pocos días de estos sucesos había que nombrar nueva Jun
ta, según los Estatutos. Los socios que en algo tenían su dignidad
no concurrieron a la elección; yo tampoco, lo que fué el triunfo
para los díscolos. Muñoz, el matachín, fué nombrado presidente, y
toda la Junta de los suyos, por lo que quedaron dueños del campo
y también de la Sociedad. Todos los socios de respeto se borraron,
no volviendo a poner más los pies en los salones.
Había Muñoz embaucado a los que le siguieron con regalar para
el Asilo 500.000 pesos; pero nombrado presidente, ya no se acordó
más del Asilo ni de los pesos ofrecidos; se dedicó solamente a
hacerme mal por todos los medios bajos y rastreros que se le ocu
rrieron.
Su primer paso de hostilidad fué subirme el alquiler de la casa
a 2.000 pesos, lo que me causó risa, porque no tenía tal derecho;
insistió; insistí, alegando mis justas razones. Se nombraron por
una y otra parte amigables componedores. Los nombrados por él
eran de su parcialidad y no estaban o no querían estar impuestos
en lo que había ocurrido al tomar la casa. Los nombrados por mi
parte fueron los mismos que en mi compañía la habíamos alquilado
al dueño de ella; por consiguiente, estaban perfectamente impues
tos y declararon la sinrazón que el presidente tenía. Después pasó
el asunto en comunicaciones de la Junta conmigo, y cuando se vie
ron perdidos tuvieron la villanía de expulsarme de la Sala por
medio de una comunicación y citarme a juicio. Acudimos al juicio;
el juez oyó las razones, y no pudo resolver; era materia de pleito,
y decretó acudiésemos por escrito; pero que abonase, en el término
de tres días, los tres meses corridos, y que yo no quise abonar por
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Memorias de Benito Hortelano
la cuestión pendiente. No aboné, y al tercer día, el mismo Muñoz,
con un escribano y orden de embargo, me embargaron un almacén
de libros en la misma Sala. El pleito ha seguido desde 1855 hasta
hoy, 1860, y aun no se ha concluido. Pero no paró en esto la hos
tilidad. Desde que empezamos el pleito fué una guerra continua;
me querían privar del agua del aljibe, que pertenecía a todos los
vecinos; me prohibían usar de la puerta de calle; me desacredita
ban bajo todos conceptos. Yo no me descuidaba en ponerles en
ridículo y en desacreditar la administración de la Sala, que era tan
mala, tan desordenada, que por último tuvieron que disolver la
Sociedad. Sin embargo, antes de disolverse lograron sorprender
al dueño de la casa, que ignoraba lo que pasaba; le pidieron hiciese
un contrato a nombre de la Sociedad; el Sr. Lastra lo hizo, y con
el contrato pidieron el desalojo de la casa, lo que tuve que hacer
judicialmente, vengándose tan infamemente que teniendo una niña
muñéndose y estando lloviendo a cántaros, tuve que mudar la
familia, levantar tantos armazones como tenía, teniendo que meter
los libros y efectos en las casas de los vecinos, que por cierto se
portaron, siendo extranjeros y porteños, con más humanidad que
mis paisanos. Todo el adorno de los salones, vidrieras, portadas y,
en fin, tanto capital como tenía empleado en aquella casa, que
hasta el piso lo había entarimado, lo perdí. Lo que quedó embarga
do, para 9.000 pesos que debía, importa 180.000 pesos, que hoy
está perdido por la humedad y comido por los ratones.
Los que tal hicieron conmigo y los que hicieron sucumbir la
Sociedad Española y el Asilo, que nunca se creó, fueron los mis
mos que insultaron al cónsul, a Su Majestad y a todos los hombres
de respeto que fundaron la Sala Española. Los fondos destinados
para el Asilo no se sabe qué se hicieron; los muebles se remata
ron; tomó el dinero el mariscal Alvaro de la Riestra, y la casa
la está disfrutando un tal Sinforiano Qórgolas, a quien Muñoz se
la dio. ¡¡Y, sin embargo, estos hombres pasan por hombres de
crédito
Se me había olvidado referir un disgusto, un mal negocio que
después me trajo muchos disgustos.
Cuando establecí el Casino, los socios me decían que si no había
accionistas era porque había pocas novelas en el catálogo, pues los
que se asociaban era más por leer novelas que por las obras de
fondo, de lo que estaba bien surtido. Para que no quedase ningún
pretexto pedí a D. Vicente Oliva, librero y corresponsal mío en Pa-
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Memorias de Benito Hortelano
7S
rís,
de quien había recibido algunos libros, me remitiese todas las
novelas buenas que pudiese reunir. Seis meses después recibí 800
novelas, cuyo importe ascendía a 14.000 francos. Examiné el catá
logo y me encontré con que las novelas que me mandaba eran de las
más antiguas y a unos precios tan exorbitantes que no quise reci
birlas.
Le escribí diciéndole que no me convenían por las dos cir
cunstancias dichas y que podía disponer de ellas. Escribió Oliva a
un D. Ramón Pujol, casado en esta ciudad con una vieja rica, se
tentona y enferma, para que hiciese un arreglo conmigo, rebajando
un 25 por 100. Tuve que salir para Montevideo y dejé encargado a
Maroto de abrir los cajones y revisar las novelas. Como éste no
era inteligente, no pudo notar la mala clase, lo incompletas que es
taban la mayor parte; vio que la encuademación era bonita, y se
dio por satisfecho. Extendieron los pagarés en la cantidad conve
nida, me los remitieron a Montevideo, los firmé y mandé.
En el mismo día que le fueron entregados a Pujol los pagarés
éste los quiso negociar y, no pudíendo efectuarlo, los dejó a un co
rredor para que los realizase. En el paquete que salió aquel día se
fugó de esta ciudad con su vieja, habiendo dejado infinitas perso
nas a quienes habían pedido gruesas sumas para fugarse después
de haber vendido la magnífica casa que la vieja tenía.
Recibí en Montevideo la noticia de esta fuga y la de que los
acreedores les habían seguido e impedido el viaje para Europa.
Esta noticia me alarmó, porque había tomado las letras y no había
dejado recibo, lo que me ponía en el compromiso de, si pagaba las
letras, como éstas habían sido negociadas, me vería a descubierto
con Oliva, que con justicia me cobraría sus libros. Escribí a éste
noticiándole de lo ocurrido y la determinación que había tomado
de no abonarlas mientras él no me autorizase. Las letras fueron
presentadas al cobro por un corredor y las protesté. Vino la auto
rización de Oliva para que las pagase a D. Carlos Mon, y como
ya estaban todas vencidas, no pude pagar de una vez toda la suma.
Di 3.000 francos en dinero y
5.500
en pagarés firmados por Van
Hale,
librero alemán, a quien vendí el resto de los libros de mi
librería con este objeto y con una pérdida de un 60 por 100. A los
cuatro días de firmar las letras, Van-Hale murió de repente. Tenía
éste un acreedor, no sé por qué suma que le había garantizado en el
Banco, y se hizo cargo de la librería y efectos del muerto, incluso
mis libros. Era éste un tal D. Carlos, representante de la casa
de comercio alemana de Dikson y C." Entramos en arreglos, y con
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Memorias de Benito Hortelano
motivo de haber tenido éste que hacer un viaje al Uruguay, quedó
el negocio para su vuelta. Volvió a los dos meses, y cuando yo creía
que íbamos a concluir este asunto, quiebra la casa de Dikson, com
prometida por especulaciones que D. Carlos había hecho; se fuga
éste y heme sin haber visto un real de mis libros, estando éstos de
positados, que ya estarán comidos de los ratones y podridos de la
humedad. Era lo último que me faltaba para completar el cúmulo
efe contratiempos que en seis años no me habían abandonado.
Otro mal negocio. BI año 56 recibí una carta de D. Gregorio
Rubio, librero de Valparaíso, Chile, pidiéndome una factura de
libros con arreglo al catálogo que acompañaba, dicién'dome que don
Gregorio de las Carreras me abonaría su importe. Hice la factura,
lo encajoné, embarqué y llegaron a Chile. El importe de la remesa
era como de 700 pesos fuertes; pero cuando los libros estuvieron
allí puso los precios que quiso a las obras y eligió lo que le pare
ció, mandando abonarme el importe de lo que había tomado, cuyo
total sólo ascendió a 10 onzas de oro. Este fué el capital que
recibí de los 700 patacones. El resto que no quiso tomar aún está
en poder del Sr. Rubio, porque el hacerlo conducir importaba más
el flete que su valor.
Otro petardo. Se presentó en mi librería un señor Santa Olalla,
coronel que se decía del regimiento de Córdoba, que había hecho
la revolución en Zaragoza en 1853. Venía de Chile, y como a todos
los paisanos que se me presentaban favorecía en lo que podía, éste
supo engatusarme sin yo apercibirme que era un truhán. Traía
algún dinero; me dijo era casado en Lima y que, habiendo tomado
parte, con el general Castilla, en la revolución que éste hizo, había
tenido que emigrar. Quería trabajar para adelantar algo y volver
a Lima. Compró una partida de relojes; pagó 20 onzas, pero, im
portando 36, me pidió le garantizase las 16 restantes, con condición,
que impuse al relojero, de si no vendía todos los relojes en el plazo
de dos meses, tomaría los que quedasen, rebajándolos de las 16
onzas. Salió mi coronel para Entre Ríos; pero, no inspirándome en
tera confianza, mandé con él a Maroto para que al propio tiempo
vendiese algunos libros y antes de los dos meses de plazo viese
si no se habían vendido los relojes para devolverlos y levantar la
fianza o, en caso contrario, cobrar las 16 onzas.
Apenas llegaron a Entre Ríos cuando ya el coronel enseñó las
uñas, queriéndose fugar. Maroto anduvo vivo, y judicialmente le
hizo devolver los relojes por valor de las 16 onzas. No había trans-
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Memorias de Benito Hortelano 277
currido más que un mes cuando los relojes le fueron entregados al
relojero, pero éste me dijo que tenía que registrarlos para ver cómo
venían, porque los habían tratado mal y tenía que pagar las com
posturas, que era cosa de dos días. Pasados estos dos días el relo
jero se había fugado, dejando la tienda cerrada y apoderado de
la casa el Consulado francés por orden de los acreedores.
Yo me encontraba sin relojes y con una garantía dada y pró
xima a' vencer; pero me quedaba la confianza de que el pagaré se
lo habría llevado o roto. Pronto me convencí de lo contrario, pre
sentándose el caribe Mr. Basson, corredor de picardías y cómplice
en la fuga, a, cobrarme el pagaré. No quise pagarlo, alegando las
razones que tenía para ello; me armó pleito; me embargaron y
vendieron a remate para pagar por valor de más de 10.000 pesos.
Siguiendo las investigaciones del pleito púdose averiguar, por los
libros del relojero, de la entrega de los relojes hecha por mí, y que,
por fortuna, había tenido, sin duda por descuido, la honradez de
apuntarlo en su libro diario. Las 16 onzas me fueron devueltas, y
el bribón de Basson se quedó corrido; pero lo que se había rema
tado con pérdida tan grande rematado se quedó.
Otra catástrofe. Como me veía agobiado por los créditos que
sobre mí ¡pesaban, a pesar de que ya he dicho que mi capital en
libros ascendía a mucho más que mis créditos, no perdonaba medio
de buscar modo de dar salida a tantas existencias que no me saca
ban de apuros. Formé una factura de 40.000 pesos como para ven
der en Córdoba; eran libros aparentes para dicho punto. Saqué el
permiso para embarcarlos en el vapor Asunción con destino a
Rosario; los mandé a la Aduana para su embarque en las lanchas
de D. Carlos Guerrero. La lancha en que se embarcaron para con
ducirlos al vapor fué a otros buques a descargar parte de la carga;
el viento faltó y no pudo llegar a tiempo de la salida del vapor.
Maroto, que era el encargado de los libros para su venta, se em
barcó en el mismo vapor para Rosario; salió, llegó a Rosario
para desde allí ir a Córdoba; pidió los cajones para desembarcar
los, pero como no estaban a bordo, el hombre se volvía loco, sin
saber qué era aquello. Yo no supe esta ocurrencia hasta dos días
después, en que Guerrero me informó de lo sucedido. Maroto me
escribió inmediatamente, pidiéndome instrucciones.
Estaba cargando para Rosario un buque despachado por Ber
nal y Càrrega; me avisó Guerrero si quería que transbordase los
cajones a aquel buque y le dije lo hiciese. Càrrega me dio los cono-
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2jB Memorias de Benito Hortelano
cimientos como para Rosario; escribo a Maroto dándole cuenta
que en el pailebot Rosario recibiría los cajones; que se esperase.
El pailebot
Rosario,
que había estado anunciado para Rosario,
sin duda tuvo mejor flete para el Paraguay y anunció su salida
para este último punto, sin acordarse que mis cajones estaban a
bordo para Rosario. Mando a mi sobrino a la Agencia de Càrre
ga con el conocimiento para averiguar qué había; Carrega toma el
conocimiento y lo rompe; mi sobrino se pelea con él, y Càrrega
dice que ha sido una equivocación al escribir el manifiesto; que el
buque no se había anunciado para Rosario, sino para la Asun
ción y que la equivocación era el haber confundido el nombre del
buque con el destino. En fin, sea lo que fuere, él había roto el cono
cimiento, único documento por el cual podía yo reclamar; tenía que
entrar en un pleito para probar el engaño que me habían hecho, y
ya estaba harto de pleitos y convencido de mi fatal estrella en los
negocios. Se trató de sacar los cajones de a bordo; Guerrero mandó
dos lanchas para descargar el pailebot, pero los cajones estaban
abajo y no se pudieron encontrar. ¿Qué remedio quedaba? El me
nos malo, al parecer: que el buque tocase en Rosario, tomase a
Maroto a bordo y se fuese al Paraguay tras de los cajones. Así se
hizo; llegó al Paraguay; pero como tuviese que pagar el 20 por 100
de derechos por la introducción de libros que no habían de venderse,
tuvo que esperarse hasta que el buque descargase y volviese a
cargar para abajo, perdiendo cuatro meses, gastando como es con
siguiente, y después, a la vuelta, tocó en Corrientes, donde vendió
algunos, volviendo con el resto a los seis meses, con un gasto de
600 patacones. ¿Puede darse destino más fatal? ¿Tuve yo la culpa
de todos estos accidentes? ¿Hubo algún descuido por mi parte que
fuese causa de este trastorno? No. Es que así debía ser y fué.
Se me había olvidado referir otra expedición que mandé al Pa
raguay en 1853, que, unida a la anterior del 52, en la que perdí
todo, no me habían quedado ganas de mandar a aquel destino más
libros.
¡Estaba dispuesto que el Paraguay me había de ser fatal
Durante el sitio de Buenos Aires, como se iba alargando tanto
y el aspecto se presentaba con caracteres de durar tanto como el
de Montevideo, dije ya que había mandado a mi sobrino con una
gran factura y lo mal que salí; en la misma época me escribió don
Pedro Rivas, socio que fué de la Imprenta Americana y con quien
yo había simpatizado, para que mandase algunos libros y efectos
de escritorio a San Fernando; que estando él encargado de una
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28o
Memorias de Benito Hortelano
una pieza de lo interior, haciéndole me encuadernase algunas cosas
para que se entretuviese. Le señalé, además de mi mesa y casa, 300
pesos mensuales. Encargué a los amigos trabajo para el nuevo
taller de encuademación; pronto lo tuve. Estaban imprimiendo en
la Imprenta Americana las poesías de Mármol y me propusieron los
de la imprenta la encuademación a la rústica, cosa que ellos podían
pedir a Mármol, pues ya tenía convenio con otro encuadernador
a 75 pesos el 100. Yo rebajé a 50, y con esta rebaja, hecha por con
ducto de los de la Americana, Manuel aceptó. Se empezó la encua
demación, con lo que se iba entreteniendo Muñoz. Este, cada parti
da de libros que concluía la llevaba a la casa de Mármol, y con este
motivo se dio a conocer de éste. Se concluyó lo pendiente y empezó
otro trabajo del mismo autor. Muñoz creyó que ya no me necesi
taba y que podía por sí solo manejarse. Pasó la cuenta a Mármol
por sí y ante sí; ajustó el nuevo trabajo, y cuando yo pasé a cobrar
lo encuadernado me encontré que mi protegido lo ¡había cobrado.
De modo que yo ponía las herramientas, la casa, la comida y bus
caba el trabajo, y mi protegido lo cobraba para sí. Lo despedí con
cajas destempladas y no volví a verle hasta un año después, que
se presentó a la puerta de la librería todo destrozado, y viéndolo
Maroto en tal estado, sabiendo que no tenía qué comer, le daba,
sin que yo lo supiese, 10 pesos todos los días.
Una noche me esperó en la calle, y, acercándoseme, me dijo:
"Le estaba esperando para decirle que su dependiente, Maroto, le
está robando; tiene en tal parte tantos libros, y yo creo que los ha
sacado sin usted saberlo." Efectivamente, los libros habían salido,
pero fué con mi consentimiento, para un joven Antonio, amigo de
Maroto, que los había llevado a pagar un tanto cada mes. Con este
motivo empezó a concurrir a la librería, y como yo no sé guardar
rencor, y menos cuando veo a un hombre en desgracia, se me olvidó
la mala partida que me había jugado el Muñoz.
Tenía yo una porción de libros sueltos, truncos unos, antiguos
otros, repetidos muchos y de difícil venta. En mis cavilaciones para
convertir ios libros en dinero para atender a los compromisos se
me ocurrió hacer un baratillo de libros; pero si lo hacía en la libre
ría las obras buenas perdían, porque el público se acostumbraría
a los precios del baratillo. Por otra parte, creerían que mis nego
cios estaban mucho peor de lo que parecía, y se me ocurrió abrir
una almoneda. Al efecto, tomé una tienda en la calle del Perú, nú
mero 13. Necesitaba un hombre para poner al frente, y no veía nin-
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guno aparente que tuviese algunos conocimientos en el negocio.
Contra toda mi voluntad, y como previendo lo que iba a sucederme,
tuve la estupidez de poner al frente a Muñoz. Antes le llamé; le
dije lo que iba a hacer; que tenía presente lo que me había hecho
un año antes, y que ya debía estar arrepentido. Me juró y pro
metió portarse honradamente, y lo que en otro caso no hubiera
hecho con nadie hice con él, que fué imponerle la condición de que
todas las noches, a la oración, viniese a darme cuenta de las ope
raciones del día, sin dejar ni un peso de la venta que se hubie
ra hecho.
Surtí la almoneda, hice los anuncios como yo me los sé hacer,
y el público acudió a la novedad. Los doce primeros días vino a
darme las cuentas con toda escrupulosidad, trayéndome cada día
tres o cuatro mil pesos de venta hecha. Al decimotercio día ya no
vino;
le reñí al día siguiente y se excusó. A los dos días me avisan
de que Muñoz hacía negocios por su cuenta; me alarmó esto, y al
decimoctavo día, habiendo pasado la hora sin venir, me fui por
la almoneda y lo sorprendo comprando libros usados por su cuenta
y con mi dinero. Le reñí y le despedí; pero como no tenía a quién
poner para seguir el negocio y ya quedaban muy pocos libros, acce
dí a una propuesta que me hizo de quedarse con la tienda. Ya no
quería yo saber nada de aquel hombre ni de la tienda, y lasí fué
que hicimos balance; había 11.000 pesos de capital y se los dejé
por 5.000.
Este hombre que dejo descrito ha sido el incansable enemigo
que he tenido, hablando mal de mí para que no se creyesen los
favores que le había hecho. Sin embargo, como eran públicos, no
faltaron muchos que le abochornaron. Dos años estuvo con el ne
gocio, se equipó bien y se fué para España con un capital de 200
onzas de oro.
Historia de otro muchacho: Manuel Carrillo Aguirre, oficial es
capado del Ejército español por haber hecho no sé qué cosa; ha
cía varios años que conocía su nombre, por haber sido de la
legión española que se formó durante el sitio. No le conocía, pero
me hablaron varios amigos interesándose por él para que le co
locase cuando abrí el Casino. Estaba tan pobre, tan hambriento,
que en cuanto lo vi me interesé, y más que era de alguna ilustra
ción. Le puse de bibliotecario, con 700 pesos mensuales. La única
obligación que tenía era apuntar los libros que se daban para leer;
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Memorias ¿e Benito Hortelano
el resto del día lo ocupaba en traducir algunos trabajitos para su
peculio.
Pasaba una vida como un bajá, sin yo molestarle nada, adqui
riendo relaciones de importancia y alternando con lo más principal
de esta capital. Tomé por esta época la empresa del teatro, y Ca
rrillo me pidió le diese la plaza de boletero con una asignación de
1.000 pesos mensuales; lo consulté con mi socio, Señorans, y vino
en ello, a pesar de tener ya otro compromiso; pero por ser este el
único empleado que por mi parte había pedido, se le dio. Siguió en
este empleo con algunos disgustos y quejas que me daba Señorans
por el carácter orgulloso de Carrillo.
Pasó la compañía a Montevideo, y Carrillo también. Cada día
iba éste echando más orgullo, y en vez de ponerse en las cuestio
nes de parte de los empresarios, como era su deber, conspiraba con
los cómicos. Gastaba mucho; se vistió bien, compró reloj y se enfa
tuó; pero, a pesar de todo esto, le tolerábamos sin decirle nada.
Cuando yo fui a hacerme cargo de la compañía, apenas llegué, los
oficiales de los buques de guerra españoles y otros amigos me pre
vinieron que en la boletería se nos robaba; que se vendían billetes
fuera de ella en gran cantidad. Me propuse averiguarlo; tomé va
rias medidas, pero no pude conseguir nada. Entonces adopté otro
plan: llamé a Carrillo y le dije de qué modo se podían vender bille
tes sin que se notase por los empleados puestos por Señorans. Ca
rrillo me dijo que, no contando con él, no era posible hacerlo. Con
este dato ya casi no me quedaba duda que él tenía parte en lo que
me habían denunciando; pero no pude averiguar nada. Un depen
diente, D. Joaquín Novell, encargado de contrasellar los boletos, se
dio por ofendido al saber que yo indagaba sobre el robo, creyó que
se sospechaba de él y se despidió. No consentí saliese de la em
presa; le tranquilicé, haciéndole ver que no recaía sobre él la sos
pecha.
Volvimos para Buenos Aires; en el camino se tomó mucho cham
pagne;
las cabezas se calentaron, y en la calentura a Joaquín Novell
le da por llorar y declara que sabe quiénes eran los ladrones; que
al irnos a embarcar el confitero del teatro le había dicho que para
que en Buenos Aires no sucediese lo que en Montevideo debía reve
larle quiénes eran los que robaban a la empresa. Que el portero de
la cazuela, en combinación con el boletero y por medio del hijo del
acomodador, vendían en las esquinas y tiendas inmediatas las
entradas a mitad de precio. Yo tomé nota de estas palabras, que,
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Memorias de Benito Hortelano 283
aunque dichas en estado de embriaguez, no dejaban de ser impor
tantes.
A nuestra llegada, y cuando se iba a dar la primera función,
le pregunté a Novell si era cierto lo que en el viaje había dicho;
lo afirmó e interesó que se averiguase la verdad. Lo consulté con
Señorans; pero, no pudiendo probar que Carrillo tuviese participa
ción en el asunto, no le dije nada de éste. Despedimos al portero,
llamado Leal; éste negó, y quiso que Novell probase la sospecha.
Continuó Carrillo de boletero, cada día más insolente, no sólo
con nosotros, sino con el público. Terminamos la empresa; Carrillo
quedó cesante; vino otra vez a acogerse bajo mi protección. For
mamos la Sociedad del Porvenir, de la que era yo gerente con To
rres. Carrillo, inmediatamente, me pidió colocación, no como bole
tero, sino como tenedor de libros. Le admití, señalándole 1.500 pe
sos de sueldo mensuales. Estábamos llenando las acciones; los subs
criptores venían a las horas que habíamos citado por los diarios
para inscribirse, pero el tenedor de libros casi nunca estaba. Le dije
cumpliese con más exactitud, y no le gustó que le reprendiese.
A los pocos días mi socio fué a que se le apartasen algunas loca
lidades para la primera función, que era al siguiente día. Carrillo
no le atendió; el socio le dijo que tenía derecho a exigirle le aten
diese, pues siendo un dependiente de la Sociedad, a quien se pa
gaba, debía tener más atención con los socios. Carrillo le insultó,
le desafió y dio un escándalo. Yo le afeé su proceder. Tenía al si
guiente día, a las nueve, que presentar a la Sociedad toda la loca
lidad numerada para que los socios eligiesen antes que el público.
Así lo convino Carrillo con todos los socios; pero al día siguiente
Carrillo no pareció; se había ido al campo, y la localidad no pare
cía, y los socios gritaban y me hacían cargos por haber admitido
un dependiente que así faltaba a sus deberes.
Pusimos de boletero a un tal D. Manuel Leal, hombre que se
prestó a servir este cargo por unas cuantas funciones porque estaba
para partir para España. Este D. Manuel era amigo mío y teníamos
un negocio que después referiré, y el pobre hombre, de la mejor bue
na fe, se comprometió a lo que no entendía; pero se dieron la pri
mera y segunda función en dos días seguidos, y D. Manuel salió
perdiendo en ambas 700 pesos por el barullo y su poca inteligencia.
El infame Carrillo creyó, sin duda, que yo le había despedido
e impuesto mal a los socios de su conducta, cuando por la relación
que dejo hecha se comprenderá que sólo yo le había colocado; que
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ninguno le conocía más que de verlo como boletero, pero sin rela
ción ninguna. Su conducta fué la que dio lugar a que le despidiese
y, al mismo tiempo, dar una satisfacción al socio a quien había
faltado.
Desde aquel momento se dedicó a hacerme mal; inventó el ab
surdo de que D. Manuel Leal estaba puesto por mí para robar a
la Sociedad. A fe que vivo está este pobre hombre, y ya he dicho
que sólo dos funciones fué boletero y partió para España a los po
cos días. Después este ingrato Carrillo se unió con el otro ingrato
Muñoz para hacerme la guerra sorda más infame. Los perdono.
¿Pero qué hay en mí para que todos a cuantos he hecho beneficios
hayan sido mis enemigos en la desgracia? Comprendo que no se
agradezcan los favores, o al menos pierdan mucho de su mérito,
cuando los que los hacen lo pregonan, avergüenzan a sus favore
cidos, recordándoles siempre el favor; pero yo por primera vez lo
consigno; si se sabía por muchos es porque, como eran públicos,
no podían ocultarse.
Otro buen negocio. Don Manuel Leal me propuso un negocio
al parecer brillantísimo. Estaba Arguelles presente y también tomó
parte. Se necesitaban tres o cuatro mil patacones y yo no podía
disponer de ellos, por lo que Arguelles propuso a D. Pedro Zubiría
si quería tomar participación en él. Lo examinó, se tomaron algu
nos datos y lo aceptó. El negocio era éste: Leal había averiguado
que un gallego llamado Fandiño, muerto en 1842, había dejado a
su muerte 11 casas, varias herramientas de carpintería, créditos,
alhajas, dinero y un corralón de madera. ¿Buscamos el testamento;
lo encontramos, y en él dejaba por único heredero a su padre, que
residía en un pueblo de Galicia, y de albacea a D. Casimiro Rufi
no. Este Rufino era un viejo hipócrita que había llegado a reunir
una colosal fortuna por medio de albaceazgos, con los cuales dicen
se quedaba, no dando cumplimiento al mandato cuando los here
deros estaban en España, pues hay que advertir que buscaba espa
ñoles viejos y ricos, solterones, de ese número infinito de plantas
parásitas que vienen a América con sólo el objeto de hacer dinero
a fuerza de economía, que comen mal, visten peor y toda su ambi
ción es enterrar las onzas que reúnen.
El testamento estaba, después de dieciséis años de muerto el
testamentario, sin dársele cumplimiento, y todos los bienes los tenía
usurpados Rufino. Averiguado todo esto, conocidas las fincas, sa
camos copia del testamento; se averiguó dónde residía la familia;
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Memorias de Benito Hortelano
285
hicimos un contrato entre los cuatro socios a partes iguales, com
prometiéndose Zubiría a adelantar los fondos. El plan nuestro se
reducía a comprar a la familia la herencia por un tanto, o, en caso
no quisiese vender, otorgase poder a favor de Leal para remover
aquí el negocio, para lo que había que mover un pleito costoso por
la clase de persona de posición y enredadora que era el albacea.
Partió Leal para Galicia; tomó informes, averiguó quiénes eran
los herederos, resultando ser 15, por haber muerto el padre de Fan-
diño y recaer los derechos sobre los hijos y nietos. Leal vio a Fan-
difio;
cerró los ojos y compró dos terceras partes de la herencia,
no queriendo vender la tercera restante el heredero a quien le per
tenecía. Leal nos mandó copias de las fes de vida de los herederos,
copias de las escrituras de compra y otros papeles. Entablamos la
demanda contra el albacea, pidiéndole rindiese cuentas. Para no
correr riesgo en los gastos del pleito, asociamos con una quinta
parte al Dr. Pinedo y éste siguió con el asunto. Desde que recibi
mos los papeles que Leal nos mandó notamos una duda bastante
grave, y era que, habiendo muerto el testador en 1842, dejando al
padre por heredero, aparecía, por la fe de muerto del padre, haber
fallecido éste en 1792, cosa que no podía ser, pues el Fandiño tes
tamentario había nacido por el año 1810. Escribimos a Leal sobre
esta duda y al propio tiempo para que averiguase de otros Fandi-
ños que existían en Galicia, cerca de Santiago, y viese quiénes
eran los verdaderos herederos. En todo esto pasaron dos años; el
albacea se apresuró a entenderse con los herederos de Santiago, y
cuando nosotros acudimos era tarde.
Resultado de este negocio: D. Manuel Leal, socio y apoderado
nuestro, anduvo muy torpe; perdió el tiempo; no sé en qué pensó al
comprar a unos herederos que no lo eran. Los Fandiños a quienes
compró eran de Vigo y los Fandiños herederos, de Santiago. El
albacea compró a éstos, y nosotros nos quedamos con un palmo
de narices, perdiendo cada socio 18.000 pesos, dos años de pleito
y el viaje de Leal. Este se paseó, fué un torpe... o no sé qué decir.
La herencia valía como tres millones de pesos; habíamos compra
do dos terceras partes por 2.000 duros y contábamos ya con una
utilidad de 500.000 pesos cada uno. Paciencia.
Otro negocio frustrado. Está decidido que no pueda yo empren
der lo que los demás hombres sin que algún acontecimiento, algu
na peripecia venga a echar por tierra los mejores proyectos o la
empresa o especulación mejor calculada,
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Memorias
de Benito
Hortelano
Va he dicho que la empresa Lorini-Oyuela, que tenían el teatro
de Colón, a los tres meses quebraron. Pues bien. Estos empresa
rios gastaron enormes sumas en decoraciones de lo más exquisito,
en muebles y todo lo necesario para la escena, habiendo muchos
de estos efectos servido sólo una vez y estando otros muchos sin
esfrenar. El teatro de Colón, recién construido, no tenía ninguna de
coración propia y, por consiguiente, todas las compañías que en lo
sucesivo viniesen a trabajar en él tendrían necesidad de los efectos
de Lorini-Oyuela, so pena de hacer otros iguales y arruinarse como
aquellos se arruinaron.
El Tribunal de Comercio ordenó el remate por cuenta de los
acreedores. Yo comprendí la importancia de este negocio; calculé
que no habría opositores, pues los que podían hacer propuestas
estaban fundidos, que eran Colodro y Pestalardo. Los empresarios
del teatro, que eran los que debían comprar todo esto, estaban tan
agobiados, tan asustados con los compromisos que sobre ellos pe
saban, que no tuvieron valor ni cálculo para arriesgar algunos pe
sos más para completar lo que faltaba a su teatro para poder alqui
larlo. Llegó el día del remate, y como lo había calculado así suce
dió: ni un postor hubo; me encontré solo y rematé por 21.000 pesos
papel lo que valía 480.000. El público que de curioso acudió, los
acreedores presentes, todos estaban estupefactos al ver el negocio
que había realizado. Felicitaciones, envidias de no habérsele a nin
guno ocurrido hacer posturas, todo vino a ponerme a mí más satis
fecho. El síndico de los acreedores me propuso tomar el negocio a
medias, encargándose él de pagar el importe y gastos de traslación
y alquiler de casa-almacén donde se condujo aquel mundo de efec
tos, que se emplearon tres días y doce peones para trasladarlo. Al
rematar estos efectos tuve en vista otro negocio. El teatro de Solís,
en Montevideo, se encontraba desprovisto, como el de Colón. Me
trasladé a Montevideo para proponer lo que había rematado. Tuve
en esto dos objetos: primero, el que, sabiendo yo lo pesarosos que
estaban los de Colón por haber dejado escapar esta ganga, se
echaban la culpa unos a otros, y viendo que yo iba a Montevideo
a proponer los efectos, calculaba que ellos se apresurarían a hacer
me propuestas; pero no se atrevieron. Hice propuestas a los socios
de Solís; también estaban escasos de fondos, pero tomaron efectos
por valor de 5.000 patacones a seis meses de plazo. Debía venir un
comisionado para elegir; esperaba yo al comisionado cuando estalla
la revolución que concluyó con los fusilamientos de Quinteros y el
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Memorias de Benito Hortelano
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quedar el país sobrecogido de espanto con estos acontecimientos.
Consecuencia de esta revolución: que el convenio con los de Solís
no tuvo efecto y yo me quedé con la esperanza. El almacén costa
ba 700 pesos mensuales; el teatro de Colón estaba cerrado, por
haberse dispersado todas las compañías, y tuve que dejar al síndi
co propietario del negocio de telones, muebles, etc., para evitar
me de pagar alquileres que no podía. ¡Así se evaporó este negocio
que tantas esperanzas me hizo concebir
Por este mismo tiempo, fines de 1857, quise recoger tres cajo
nes de libros que Maroto había dejado en Montevideo en una ex
pedición, los que, no pudiendo venderlos, dejó por dos onzas que
tuvo necesidad para sus gastos. Valían los libros 300 pesos fuertes,
y tuve que darlos por las dos onzas de Maroto y otra más.
Viéndome tan contrariado en todas mis empresas, no quedán
dome nada de que disponer, pensé en hacer un viaje al Paraguay.
Tenía yo allí dos amigos, D. Ildefonso A. Bermejo y D. Dionisio
Lirio,
y ambos en buena posición. Bermejo era amigo desde Ma
drid, y cuando vino a América en 1854 paró en mi casa. Después
seguimos carteándonos y en buenas relaciones. Lirio vino recomen
dado de D. Ignacio Boix, y también paró en mi casa dos meses,
hasta pasar al Paraguay, adonde llevó unos libros y efectos que le
di para ayudarle a trabajar. Con estos dos amigos contaba para
que me ayudaran en mi nueva tarea de trabajar de nuevo.
Cuando ya tenía la resolución hecha, me encontré con D. Juan
José Pérez, antiguo marchante ruso y negociante en el Azul. Le
tenía yo dado a éste un documento de 6.000 pesos para que me
los cobrase de un D. Antonio Leirós, español, y a quien le garanticé
esta suma y tuve que pagar a su vencimiento. Pérez la había cobra
do, pero yo no había visto un real. Le dije mi proyecto de viaje, y
él me propuso si quería que nos asociásemos, llevando una factura
de algunos efectos. Nos convinimos, se arregló una factura de 2.000
patacones en lienzos, muselinas y pañolería. Se le agregaron a últi
ma hora unos relojes de plata, zarcillos, prendedores y otros efectos
de bisutería, saliendo todo reunido a 2.200 pesos fuertes.
Tomé pasaje en el vapor paraguayo Salto de Guisa hasta Co
rrientes. Desembarqué en esta ciudad para probar qué tal estaba
el negocio; estuve un mes y vendí 283 patacones en remate y a
plazo. Otro objeto me llevó al desembarcar en Corrientes: era el
de ver si mi antiguo protegido Joaquín Olivares, rico en aquella
fecha, me abonaba lo atrasado y me ayudaba con algo para traba-
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Memorias de Benito Hortelano
jar. Me llevé chasco, porque estaba en su estancia, a 80 leguas de
la capital; le escribí para que viniese a visitarme, y contestó la vís
pera de dejar yo aquella capital. Tomé el vapor paraguayo
Ipora,
y llegué a la Asunción el 16 de marzo. La factura de los géneros
aun no había llegado; un mes tardó en arribar el buque conductor.
Desembarqué los efectos, los aforaron, abrí un registro, y viendo
que no podía salir de mis "clavos", se remataron, perdiendo en este
negocio 500 patacones, o sea la cuarta parte del capital, y ocho
meses de tiempo. ¡Diamantes que toquen mis manos se convierten
en piedras ordinarias
Filosofía y peripecias de esta expedición. Fui bien recibido de
mis amigos; me obsequiaron, no me costó nada la manutención
y casa, pues D. Dionisio Lirio, en cuya casa paré, me retribuyó el
tiempo que él en la mía se había hospedado, Gracias a esto, que
si no me como todo el capital.
Mientras estuve en la Asunción propuse a Bermejo un nego
cio de lotería, a medias las utilidades. Creo que se hubiera hecho
algo en esta empresa, a pesar de la pobreza de aquel país. Ber
mejo quedó en sacar el privilegio por cinco años. Dijo que se lo
había propuesto al Presidente, y éste lo había admitido con buenas
señales de aprobación; pero sea lo que fuere, el permiso nunca
salió,
a pesar de las esperanzas que diariamente me daba Bermejo.
Tenía yo unos restos de trajes de teatro y los propuso Bermejo
a aquel Gobierno, el que los aceptó por la suma de 590 pesos fuer
tes,
de los que di a Bermejo 90 duros como gratificación. Gracias
a este negocio tuve para mandar a mi familia, con lo que se man
tuvo los ocho meses de mi viaje.
Estando en el Paraguay me escribió el actor Reina ofreciendo
ir a esta capital con una compañía. Bermejo lo propuso al Gobier
no; éste aceptó, concediendo buenas condiciones, y se le escribieron
a Reina. Este anduvo torpe, y se aprovecharon de su descuido
Juan García Ramos y otros actores, presentándose allí para que yo
interpusiese mi valimiento para que les cediesen a ellos las condi
ciones propuestas a Reina.
Pude haberme hecho empresario de esta compañía y haber
ganado muy buenas sumas; pero era tal el terror que tenía a los
cómicos, que no quise admitir nada; antes al contrario, apenas
llegaron los dejé instalados, vi la primera función y me fui. En
cuatro meses que estuvo esta compañía ganaron más de 12,000
patacones.
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Mi socio, Juan José Pérez, sin duda desconfiando del gran capi
tal que me había entregado, llegó al Paraguay al poco tiempo de
mi arribo. El tomó los fondos que importó la venta de los efectos,gastó inútilmente, compró 500.000 cigarros y se embarcó en el vapor
inglés
Liti-Palli.
A las seis horas de viaje chocó este vapor con el
paraguayo Tamarí, yéndose a pique en tres minutos, pudiendo ape
nas salvarse la tripulación y pasajeros. Mi socio Pérez volvió al
siguiente día con las manos en los bolsillos. Gracias a que la carga
la había dejado para un buque de vela en que yo debía partir.
Durante la estancia de Pérez en el Paraguay paró en casa de
D.
Juan Moreno, comerciante fuerte, que habiendo sido habilitado
por la casa de Lerica, llevó una recomendación mía para Bermejo,
y quiso cumplir conmigo por este favor cuando yo llegué a la Asun
ción; pero como tenía otros amigos, no acepté su casa, y sí la acepté
para mi socio, que pasó en ella todo el tiempo que estuvo en aque
lla ciudad. No paró ahí su actuación, sino que por mi atención
prestó 16 onzas de oro a Pérez, las cuales no ha llegado a pagár
selas, como tampoco a mí parte ide los 6.000 pesos de Leirós, que
le cobró en el Azul.
El 23 de julio me embarqué en el patacho Rio de Oro, propie
dad y mandado por D. Tomás Lubari. Llegamos a Corrientes; des
embarqué para cobrar lo que había dejado. Cobré y dejé algunos
efectos encargados al Sr. Miranda, los cuales aun no he cobrado.
Salimos de Corrientes, tocando en Bellavista, La Paz y el Para
ná. En esta última ciudad saltamos a tierra con objeto de infor
marnos de los precios de los frutos paraguayos; vendí unas barri
cas de cigarros, cuyo importe entregué a Lubari, con 16 onzas
de oro para D. Juan José Pérez, a su llegada a Buenos Aires. Yo me
quedé en el Paraná por el asunto siguiente:
Estaban en aquellos momentos ocupadas las Cámaras en revi
sar el contrato que D. Lucio Mansilla y el Barón Du Grati tenían
en el Gobierno nacional para la impresión del Diario Oficial y los
documentos del Gobierno, con la administración de la imprenta.
Apenas me vieron en el Paraná varios amigos, me instaron a
que ¡hiciese propuestas, con las que sacaría al Gobierno del emba
razo en que se encontraba para romper el contrato en cuestión.
Hice las propuestas; el ministro se valió de ellas para apoyarse
más en su petición a las Cámaras, probando que el contrato Man
silla era leonino, pues tenía la cláusula de ocho pesos fuertes por
página de impresión, y en el que yo presenté me comprometía a
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hacerlas en 14 reales. En cuanto al Diario, me comprometía a ha
cerlo en 15.000 patacones anuales y además me comprometía a
estereotipar los documentos oficiales. Mi contrato fué admitido por
el ministro del Gobierno y el de Mansilla Du Grati roto por las
Cámaras. Dos meses me hicieron esperar, sin resolver, cuándo me
hacía cargo de la imprenta, y al cabo de este término me resolví
a interrogar al ministro sobre la tardanza y que no podía esperar
más.
El ministro, que lo era el actual presidente, doctor Duqui, me
dijo que si no podía esperar me viniese a ver a mi familia, y que
me avisaría por conducto de D. Ramón Puig, amigo que se había
interesado mucho.
No me avisó el ministro, ni nada me han vuelto a hablar del
asunto. La causa de no haberse cumplido este contrato fué que el
Presidente Urquiza quiso favorecer a Mansilla, y si no pudo opo
nerse a la resolución de las Cámaras, hizo que la imprenta fuese
administrada por el Gobierno, dejando a Mansilla de administra
dor, con 200 pesos plata de sueldo mensuales.
En este asunto me sucedió lo que en todos mis negocios, que
es:
cuando estoy para tocar resultados, se interpone una mano
fatal, que lo destruye todo. Yo no había pensado jamás que pudiese
hacer negocio de esta clase con aquel Gobierno; la casualidad hizo
que arribase al Paraná en momentos como los que acabo de referir;
me instaron para que hiciese propuestas; las aceptó el Gobierno,
y con ellas pude haber hecho una fortuna en los'dnco años por que
era el contrato; pero precisamente porque debía tener utilidad es
por lo que sucedió lo que dejo dicho. Si el contrato hubiese sido
malo, con el que me hubiera comprometido, no pudiendo cumplirlo,
a buen seguro que no se habría quedado en nada. Perdí dos meses
de tiempo; gasté como 100 duros, y gracias que D. Salvador Carbó
me ofreció su casa y la acepté, con lo que me ahorré gasfar 100
duros más. ¡Paciencia
Bajé a Buenos Aires, tocando en Rosario. Aquí me sucedió un
fracaso, que era cuanto me faltaba, y no sé por qué no tuvo peores
consecuencias. Me habían entregado dos cantidades de onzas para
darlas en Buenos Aires a las personas que venían consignadas. Yo
también traía algún dinero, único con que contaba para sostener
la familia a mi llegada. Salté a tierra en Rosario para ver si cobra
ba un dinero que me debía un joven Garita y saludar algunos ami
gos. Encargué a los criados de a bordo no tocasen mi baúl, porque
yo seguía viaje para abajo. Hice mis visitas en las tres horas que
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el vapor se detiene; me fui a bordo, y no encuentro el baúl. Se
revolvió todo; nadie sabía dar razón. Salto otra vez a tierra para
ver si algún pasajero lo había desembarcado por equivocación;
pero los pasajeros acababan de tomar la diligencia para las pro
vincias en el momento de desembarcar. Busco en la Aduana, en la
Capitanía del puerto, en el Resguardo; nadie sabía de mi baúl.
El vapor tocaba ya el pito de salida; ya no me quedaba espe
ranza; me volvía para a bordo sofocado, afligido, desesperado,
cuando un amigo me dice si no he preguntado al gobernador de
Santa Fe, que había venido también en el vapor, si entre su equi
paje, que era mucho, no había ido mi baúl. Voy a la Jefatura polí
tica y allí estaban todas las autoridades felicitando al gobernador.
Me introducen a una pieza donde estaban los equipajes, ¡y lo pri
mero que veo es mi ba úl Creo que si alg un a vez me toca el premio
mayor de la lotería no tendré más alegría. El asunto no era para
menos. ¿Quién iba. a creer que yo había perdido el baúl, trayendo
dinero para entregar a otras personas? Cuando al hombre le son
contrariados todos sus negocios, son pocas las personas que refle
xionan y que hacen justicia al que sufre contratiempos. Ven las
causas y nada les importa averiguar los efectos. Perdió un hombre
sus intereses, manejados con honradez, sin derrocharlos ni malver
sar los ; ya no merece la confianza y, por consiguiente, si le sucede
una desgracia como la que estuve expuesto no hubieran dicho: "Es
posible, sucede con frecuencia en esos viajes donde el vapor toca
en diferentes puntos, tomando y dejando pasajeros", sino que
hubiesen dicho: "Se ha quedado con ello, y dice le han robado."
¡Ah mundo, mundo
Por fin llegué con felicidad a mi casa, después de ocho meses
de ausencia. Había comido mi familia, pero me había quedado sin
los efectos de teatro. Mejor; así no volveré a pensar en él.
Ahora esperaba tener de un día a otro aviso del Paraná para
hacerme cargo de la imprenta; pero en vano esperé; no me vol
vieron a decir palabra; ya he dicho la causa.
FIN
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Í N D I C E
Páginas
P R I M E R A P A R T E
PKÓLOGO 5
I .—Co ns ide rac iones gene ra l e s 11
I I .—Mi nac imien to . Mis padre s . Ante s de nace r yo , ya e ra t í o
ca rn a l dos veces 13
III .—La vi l l a de Chinchón. Su descr ipc ión. Not ic ias de mis padres
y de mis hermanos . Aparece una cuadr i l l a de malhechores .
Pr imera apl icac ión de la pena de muer te en garrote . Mi
miedo a los muer tos . Mi pr imera i rebe ldía . Mi marcha
a M adr id 14
IV.-—De mi l l egada a la cor te y de cómo me rec ibie ron mi herma
na y mi cufiado 22
V.—Vuelvo a Chinchón. Mi cuñado inte rcede con mi padre y és te
me pe rdona . Cont inúo de l abrador , y mi padre empieza
a ma ni fes ta rm e más car ino 25
VI .—El có l e ra en España . í dem en Chinchón . Muer t e de mi padre ,
de mi he rmana mayor y de va r ios pa r i en t e s . Pa r t i c iones
y pe l eas en t re mi s he rmanos y madras t ra por l a he renc i a .
Mi tutor
1
y curad or . Paso a v iv i r con mi he rm ano Fr an
cisco.
Mi cuñada Colasa . Genio y carác te r de és ta y mi
fuga a M adrid 31
V II .— M i a r r i bo a M adr id . Alegr í a de m i he r m ana C as imi ra . E n t ro
de aprendiz de sombrerero. Carác te r de mi maest ro y mis
pr imeras correr ías y conocimiento de lo bueno y malo de
la cor te . Ap rendiza je de s i l l e ro . íde m de imp resor . M i
casamiento 36
VII I .—Venganza que Mar í a t omó cuando supo mi p róx imo casamien
to .
Acontec imientos pol í t i cos . Quinta de
1
100.000 hombres .
Mis servicios en la mil icia y (diversos acontecimientos hasta
jun io de 1844 49
IX.—Pr imeros años de mi ma t r imonio . Nac imien to de mi h i j a
Mariani ta . Origen de la publ icac ión de la
Historia de
Espartero. As ocia ción y revo lución de los impresores*. Se
7/21/2019 Memorias de Benito Hortelano
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294
Índice
P á g i n a s
forma la Sociedad Tipográf ica de Operar ios , de la que
fui soc io . Compro imprenta . Publ icac iones que emprendí .
Socios que tuve . Apogeo de mi imprenta . Decadencia ,
por efecto de las denuncias sobre las publ icaciones que
hice . Persecuciones que sufrí . Abusos que cometieron los
que protegí. Sucesos polít icos desde el 44 al 49. Mi viaje
a Fr an c ia . M ovimiento y ade lantos que me deben las l e t ra s . 89
S E G U N D A P A R T E
I .—Mi sa l i da de Madr id . L l egada a Bayona . í dem a Burdeos ,
í dem a P a r í s . .Mi e s t an c i a en Pa r í s . Sa lgo pa r a vo lve r a
Madr id . Mi re s idenc i a en Burdeos , donde encont ré a lgunos
amigos . Me dec iden para embarcarme con e l los con des t ino
a Bue nos A i res . M i via je y a rr ibo a Bu eno s Ai re s 109
II .— Rec ibim iento qu e tuv e en Buenos* A i res . En t ro a t ra ba jar de
ca j i s ta en la imprenta de Araa l . Ci rculares que mando
1
a
mis corresponsa les . Tengo not ic ias de mi fami l ia , en las
que me anuncian la muer te de mi suegro. Rec ibo unos
prospec tos de la Bibl ioteca Universa l . Rec ibo l ibros de
Boix y de D. Ignac io Estevi l l , de Barce lona . Abro un depó
si to de l ibros y subscripciones. Mi sociedad con Arzal en
el Diario de Avisos. í d e m c on l a I m p r e n t a A m e r i c a n a .
Ar r ibo de mi fami l ia . (1850) 187
I I I .—Aspec to po l í t i co de l pa í s . C ruzada l evan t ada con t ra Rosas .
Caída de és te y t r iunfo de l genera l Urquiza . Gi ro que
dimes a SI Agente Com ercial del Plata: Tomamos de
redac tor a l t en i en t e corone l D . Ba r to lomé Mi t re .
Los
Dehates.
Golpe de Es tad o de Urq uiza y no s c ie rr a l a im
pren t a . Publ i co La Avispa. Rev olución del 11 de sept iem
bre de 1852. Revolución y si t io de Lagos. (1851-1852-
1853-1854) 199
IV .— M i famil ia y mis negocios desde el año 1852 a 1860 220
7/21/2019 Memorias de Benito Hortelano
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7/21/2019 Memorias de Benito Hortelano
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