memoria e historia: la confusión · indispensable, propio de todo enfoque historiográfico. este...
TRANSCRIPT
Henry Rousso es historiador y director dellnsutut d'histoire du temps présent (CNRS), en París.
Es autor, enue otros obras, de Le Syndrome de Vichy ( 1987) y Vichy un passé qui ne passe
pas ( /994, con Éric Conan). Philippe Peut es (llóso(o y periodis!a.
La conversación aquí reprodu~ cida se publicó en el libro de Henry Rousso La hantise du
passé (Entretien avec Philippe Petit), Texlue/, 1998.
Jaromir Funke, sin título, de la serie «El tiempo perdura» ( 1932)
Memoria e historia: la confusión En conversación con Philippe Petit
Henry Rousso
EL PRESENTE EN lA HISTORIA
Cuando era usted un joven normalien [estudiante en la École Normale Supérieure],
a mediados de los m'ios setenta, sintió la necesidad de continuar sus estudios históricos
sobre la crisis de los al'ios 1940-1944 tras haber concluido La Francia de Vichy de Robert
Paxton. Desde entonces, su interés por este periodo no se ha visto desmentido, incluso se
ha convertido con Le Syndrome de Vichy de 1944 a nos jours ( 1987) en el analista de este
periodo, y no ha cesado de se11.alar hasta qué punto Francia está enferma a causa de su
pasado. Su rechazo a testificar en el proceso Papan le ha distinguido de sus colegas histo
riadores. Usted quiere ser un experto del pasado pero se niega a convertirse en un agita
dor de la memoria colectiva.
Actualmente, el pasado reciente se nos presenta con una intensidad sin igual. Reviste
una actualidad inédita, consecuencia de la dificultad de asumir las tragedias del siglo xx,
cuya dimensión total captamos con cierto retraso. Vivimos en el «tiempo de la memoria»,
es decir, en una relación afectiva, sensible, hasta dolorosa, con el pasado. El historiador,
como todo ciudadano, pertenece plenamente a este tiempo. Pero debe poder alejarse de él
tanto como le sea posible, situarlo a distancia o, al menos, ayudar a este distanciamiento
indispensable, propio de todo enfoque historiográfico. Este es uno de los retos mayores
de la «historia del tiempo presente», un campo disciplinar tan antiguo como la historia
misma pero que ha conocido una renovación específica en Europa en los últimos veinte
años. Esta aproximación, que hace del tiempo presente -el tiempo de los actores aún vivos,
de los testigos por tanto- un objeto de historia como cualquier otro, se ha enfrentado de
entrada a la necesidad de comprender acontecimientos que aparentemente pueden escapar
a toda racionalidad, el Genocidio y el nazismo en primera línea. Su emergencia misma
resulta de la necesidad de abordar ese pasado, pese a la inmensa dificultad, con la voluntad
de analizarlo y no únicamente de sufrir sus efectos. Esta es la razón por la cual la histmia
del tiempo presente, tal y como se practica hoy en día, ha hecho de la memoria uno de sus
temas predilectos, sin temer la paradoja, puesto que se trata de historiar la manera en que
las sociedades viven y piensan su propia historia retrospectivamente.
La tarea es tanto más ambiciosa cuanto que el pasado reciente forma parte hoy de nues
tra actualidad más candente. No es simplemente tema de investigaciones o reflexiones. Se
encuentra citado ante los tribunales, como en el proceso Papon, o atrapado en polémicas
llenas de intereses ideológicos o indentitarios, como todas aquellas que abordan la histo
ria de la Segunda Guerra Mundial y del comunismo. Frente a esta agitación, eco lejano de
las fracturas del pasado, creo, en efecto, que los historiadores deben abstenerse, en la medida
de lo posible, de actuar como agitadores de la memoria, aunque sólo sea para recordar
que la historia y la memoria no son lo mismo.
La distinción que se establece entre la memoria y el recuerdo es un habitus de la
filosofía. El recuerdo designa el hecho de reconocer algo conocido o una sensación. La
memoria significa al mismo tiempo el acto de recordar y el pasado en sí mismo. A menudo,
cuando hablamos de memoria histórica tendemos a confundir estos dos registros. Nos gus
taría que las ceremonias del recuerdo fueran ceremonias de la memoria y que el pasado en
general estuviera presente para siempre. Usted mismo ha hablado de «la memoria en todos
sus estados». Como historiador, ¿qué explicación da a este fenómeno?
La aprehensión del pasado, bajo la forma que sea, engendra hoy en día numerosas con
fusiones, entre ellas las que usted señala. En parte son el resultado de una nueva sensibili
dad, exacerbada, hacia todo aquello que atañe a la «memoria», un tema de actualidad recu
rrente en el debate público contemporáneo, tanto en Francia como en otros países. El término
es omnipresente y polivalente a la vez, ha invadido el vocabulmio mediático, cultural y esté
tico. Cuando se trata de evocar el pasado reciente o lejano, de hablar de la historia en el sen
tido más clásico del término, surge casi inevitablemente, como dotado de virtudes mágicas,
ofreciendo un suplemento de espiritualidad, tanto si las propuestas sostenidas son líricas
como si son triviales. Se utiliza igualmente en el lenguaje científico, de forma a veces estra
falaria, como en las recientes polémicas sobre la «memoria del agua» . Y cuando el Estado
y la Seguridad Social intentan convencer al ciudadano de la utilidad de la nueva tmjeta sani
tm"ia la presentan como la «memotia de su salud». Tales usos metafóricos traducen, sin duda,
realidades científicas y provienen del lenguaje de la genética o de la informática. Pero tam
bién reflejan un estado de ánimo más general, el ambiente de una época que ha visto con
vertirse a la memoria poco a poco en un «valor» y no ya simplemente en un fenómeno obje
tivo. Este espectaculm· avance de la memoria resulta igualmente, y hasta puede que en primer
lugar, del peso de las reminiscencias y de las secuelas que aún persisten de la Segunda Gue
rra Mundial y de las otras tragedias del siglo xx. Hasta la justicia se ha convertido, en
Alemania, en Francia y en otros países, en tribunal «en favor de la memoria», con los tar
díos procesos dirigidos contra antiguos nazis y antiguos colaboracionistas.
¿La memoria tiene también un lugar prominente en la agenda de las políticas públicas?
Desde principios de los años ochenta, tanto el Estado como las administraciones loca
les y regionales anuncian abiertamente su pretensión de llevar a cabo verdaderas «políticas
de la memoria», como un capítulo más de las nuevas políticas culturales. Esto se pone de
manifiesto en el frenesí de conmemoraciones al que asistimos desde hace unos veinte años.
Se pone de manifiesto en la revalorización de museos, bibliotecas y, pronto, de archivos;
en resumen, en la atención que se presta al «patrimonio», término indisociable del de «memo
ria». Hasta tal punto que la conservación a todos los niveles -de un edificio, de una fábrica,
de un barrio- se ha impuesto como una evidencia, afectando a ámbitos u objetos cada vez
más amplios. Hoy en día, pretender borrar cualquier huella del pasado parece sospechoso,
con independencia de que el objeto de conservación sea bello o feo , remarcable o sin inte
rés. Todo es susceptible de ser «archivado» y de convertirse así en un «lugar de memoria»
potencial. La relativa novedad estriba en el aspecto deliberado, obsesivo, de esta actitud y
en su carácter extensivo, que se proyecta tanto a objetos de conservación tradicionales como
a objetos de nuestra vida cotidiana y de nuestro entorno inmediato.
1. Saint Augustin, Con(essions, libro XI, cap. XXVI I, trad. de joseph Trabucco, París, GarnierRammarion, 1964, págs. 277-278. San Agustín es comentado por Paul Ricoeur en Temps et récit, tomo 1: L'lntrigue et le Récit historique, París, Seuil, 1983, cap. l.
¿Por qué esta obsesión por el pasado?
EL PRESENTE EN LA HISTORJA
~
Parece como si nuestra época careciera de confianza en sí misma y rechazara que se
haga de manera espontánea la selección de aquello que debe permanecer o desaparecer de
nuestras memorias. Este fenómeno se hace muy llamativo con la noción, cada vez más difun
dida, del «deber de memoria», o a la vista de cómo la necesidad de conocer o de rememo
rar las tragedias de la Segunda Guerra Mundial, la del Genocidio en primer lugar, se ha
transformado en conminación imperiosa y permanente, parte integrante de un nuevo sis
tema de referencias morales.
A menudo, el término «memoria» está mal definido. Su uso queda lejos de estar claro ...
El uso actual de la palabra «memoria» plantea múltiples problemas. Cuando se escu
cha el término «memoria» cada vez resulta más difícil distinguir si para quien habla se trata
de la memoria individual o de la memoria colectiva, de la memoria o de la historia. De
hecho, la memoria constituye la denominación actual, dominante, con la que se designa el
pasado, no ya de manera objetiva y racional, sino con la idea implícita de que hay que con
servar ese pasado, mantenerlo vivo, atribuyéndole un papel, sin precisarlo, por lo demás.
¿Podemos definir la memoria de manera sencilla? San Agustín explica así la manera
como la conciencia individual aprehende la medida del tiempo que pasa: «La impresión que
en ti producen las cosas que pasan -y que, aun cuando hayan pasado, permanece-, es la que
yo mido, la que está presente, no las cosas que la han producido y que han pasado: ésta es
la que mido cuando mido el tiempo».' Por tanto, la memmia es, en primer lugar, un fenó
meno que se conjuga en el presente. Es la clásica imagen de la «huella». La memoria es tan
diferente del pasado «tal como fue» como el paso es diferente de la marca que deja sobre
el suelo. Pero es una marca viva y activa, portada por sujetos, seres dotados de razón, de
la palabra y determinados por la experiencia. La memoria es una representación mental del
pasado que no mantiene con éste sino una relación parcial. Puede definirse como la presen
cia o el presente del pasado, una presencia reconstruida o reconstituida que se organiza
en el psiquismo de los individuos alrededor de una madeja de imágenes, palabras, sensa
ciones, compleja y que articula recuerdos, olvidos, negaciones, represiones -y por tanto su
retorno eventual-, términos que no tienen el mismo significado ni obedecen a los mis
mos mecanismos.
Este toque de atención sobre la memoria individual es necesario porque la palabra
«memoria» se usa hoy espontáneamente por oposición a la de «olvido», mientras que tanto
éste último como la represión (se trata de dos cosas distintas) son por definición parte cons
titutiva de toda memoria. El valor positivo que hoy se otorga al recuerdo, en contraste con
el valor negativo atribuido al olvido, no tiene por tanto ningún sentido en sí mismo, si
bien se trata de un elemento del imaginario contemporáneo que hay que intentar analizar.
El olvido remite a menudo al olvido del mal, a la mala conciencia. En Le Syndrome
de Vichy usted hace ref erencia principalmente al psicoanálisis.
En efecto, para describir las conflictivas relaciones de Francia con su pasado he tomado
prestados ciertos términos del psicoanálisis. No se trataba tanto de proponer un entra
mado teórico de interpretación como de organizar una narración histórica y de hacer uso de
2. Podemos referimos a una tesis reciente en psiquiatria que aborda de manera bastante correcta simultáneamente el trauma individual y el trauma histórico: jeanMarc Berthomé, Recherche pS}Ulonalytique sur la survivance des troumatismes concentmdonnaire et génocidaire de la Seconde Guerre mondiale, Université de París-XI, Facu~é de Médecine de París-Sud, 2 vals., 1997.
una metáfora. Cuando identifico, por ejemplo, un periodo de «duelo inacabado» recién ter
minada la guerra, un periodo de «represión» entre los años cincuenta y los años setenta con
referencia a los silencios o tabúes que pesaban sobre ciertos aspectos del periodo de la Ocu
pación, más tarde un progresivo abandono de esas represiones que se ha transformado en
verdadera «obsesión» por los años negros -una fase de la que aún no hemos salido-, tras
lado al plano colectivo conceptos que en principio sólo pueden aplicarse a escala indivi
dual. ¿Queda por ello falseada la perspectiva? Me sorprende ver que la analogía resulta efi
caz y explica el vínculo que une el trauma colectivo con los traumas individuales, derivados
de la deportación y de la guerra, que la clínica puede analizar.2 Por ejemplo, no cabe duda
de que para muchos supervivientes del Genocidio y de las tragedias de la Segunda Guerra
Mundial hubo un duelo que no pudo realizarse y un discurso que no pudo ser escuchado
después de la guerra, ya sea esto imputable a ellos mismos o al resto de la sociedad. Por
el contrario, desde hace una veintena de años, este discurso ha logrado encontrar un lugar
donde expresarse, e incluso un espacio público amplio para ser escuchado, lo que significa
que se ha producido un cambio radical en la percepción social de esta historia, casi como
si la «represión» hubiera sido levantada. La metáfora no carecía por tanto de interés, aun
que no hay que tomarla al pie de la letra porque estos préstamos, pese a todo, tienen sus
limitaciones: nadie ha conseguido identificar un «inconsciente colectivo» de manera cien
tífica. En cambio, al hablar de memoria se evoca inmediatamente el inconsciente, y éste
remite no solamente al registro individual sino también al social y colectivo. Como indi
viduos, estamos atravesados por las palabras y las imágenes de nuestro pasado y de nues
tro presente así como por las del pasado y el presente vividos por el grupo o los grupos a
los que pertenecemos.
Respecto a esto, ¿qué diferencia establece entre memoria individual y memoria
colectiva?
La memoria colectiva no puede entenderse sin la memoria individual. Recupera la pre
sencia activa del pasado a escala de un determinado grupo humano, ya sea caracte1izado por
un medio social-la «memoria obrera»- , por una pertenencia religiosa -la «memoria judía»
o por un vínculo nacional. Tanto la memoria individual como la memoria colectiva tienen
como particularidad el preservar una identidad. Permiten inscribirse en una secuencia tem
poral significativa, en un linaje, en una tradición, es decir, en un sistema de valores y expe
riencias perennes a las que el tiempo transcurrido confiere profundidad y densidad. Permi
ten afrontar el cambio, la alteridad del tiempo que pasa, asegurando una forma de continuidad.
Dice el proverbio: «No se puede ser y haber sido.» Por el contrario, desde Hegel sabemos
que «ser» es precisamente «haber sido». Es ser capaz de pensarse «como devenir», de pro
yectarse en el futuro. Ni los individuos ni los grupos pueden vivir sin una cierta concien
cia, sin una idea del pasado que les permitan situarse en el tiempo y en el espacio.
Además, una experiencia individual, y por tanto una memoria singular, puede even
tualmente transmitirse a otras personas, creando así un vínculo social y colectivo. Y habla
mos, sin prestar atención, de conservar la memoria de acontecimientos que no hemos vivido
directamente, lo que realmente significa que existen relaciones estrechas entre memoria
individual y memoria colectiva. Maurice Halbwachs fue de los primeros en poner de relieve
este fenómeno así como en interesarse en la memoria colectiva, especialmente en Les cadres
EL PRESENTE EN LA HISTORIA
sociaux de la mémoire, de 1925, y en La mémoire collective , obra publicada en 1950 tras
de su muerte en los campos nazis. Impresiona observar, por lo demás, que apenas ha tenido
discípulos hasta fechas muy recientes. El regreso de la memoria colectiva al campo de las
ciencias sociales y de la historiografía es de hace poco: durante mis estudios superiores, a
mediados de los años setenta, no recuerdo haberla oído nombrar nunca como concepto his
tórico a tener en cuenta. Maurice Halbwachs explicaba, principalmente, que no existe memo
ria individual que no se halle inscrita en marcos colectivos: la familia , la escuela, la profe
sión o aun la nación. Uno no se acuerda solo, se acuerda siempre «con» y de experiencias
que tienen todas, unas más otras menos, una dimensión social, compartida.
¿Y qué pasa con la «memoria histórica»? Maurice Halbwachs, ya que hablamos de
él, pensaba que la expresión no resulta muy afortunada puesto que «asocia dos términos
que se oponen en más de un aspecto».
Efectivamente, Maurice Halbwachs distingue entre la «memoria histórica» y la «memo
ria colectiva». De hecho, aquello que las diferencia es también aquello que distingue a la
historia de la memoria, aun cuando la expresión «memoria histórica» señale claramente que
existe entre ellas una relación, una jerarquía incluso. La distinción es clásica, si bien hoy en
día aparece borrosa al sentido común. La memoria se apoya por definición en una expe
riencia vivida o transmitida, es decir, en un pasado que ha dejado marcas vivas, percepti
bles para los actores y acarreadas por ellos. La historia, entendida aquí como una recons
trucción erudita del pasado, se interesa por individuos y por hechos sociales que pueden
haber desaparecido por completo de la memoria colectiva, aun cuando subsistan marcas
que el historiador debe identificar e interpretar.
La historia de los historiadores es un proceso de conocimiento. Resulta de la voluntad
de saber, obedece a protocolos y postulados, se fundamenta en procedimientos de estable
cimiento de pruebas, verificables y por tanto eventualmente refutables. La historia recons
truye periodos significativos y delimita el tiempo pasado en función de criterios, raciona
les o ideológicos, que pueden ser muy distintos de aquellos que el propio contemporáneo
da por sentados: el acontecimiento «memorable», «histórico» en el sentido familiar del tér
mino, puede ser muy diferente del acontecimiento tal y como lo concibe el historiador de
la posteridad. La historia, erudita o vulgarizada, es además una narración, en el sentido de
que se transmite a través de una relato organizado, ya sea próximo a la ficción o a la demos
tración científica. Así, este relato posee una lógica interna y desarrolla un discurso propio,
que no son sino una visión parcial de la realidad histórica.
Esto lleva a decir a Paul Veyne que la idea de historia es una frontera inaccesible.
¿Podría decirse lo mismo de la memoria?
La memoria se inscribe en el registro de la identidad, entraña afecto. Tiende a recons
truir un pasado ideal o demonizado. Puede comprimir o dilatar el tiempo e ignorar toda
forma de cronología, al menos racional. No es un proceso de conocimiento, sino signo de
lo existencial, incluso de lo incontrolable: ¿puede uno dominar sus propios recuerdos y sus
propios olvidos, controlar su inconsciente, imponerle, por ejemplo, un deber de memoria?
La memoria se caracteriza por preservar una continuidad y permitir al individuo o al grupo
3. Maurice Halbwachs, Lo Mémo~ re co//ective, Paris, PUF. 1968, págs. 77-78 (l.' ed., 1950). De Marc Bloch, véase especialmente «Que demander· á l'histoire'>>, conferencia en el Centr-o politécnico de estudios económicos (el grupo <<X-Crise» ), enero de 1937, incluida en Marc Bloch, Histoire et historiens. Textes réunis por Étienne Bloch, París,Armand Col in, 1995, págs. 29-43.
4. Sobre esta distinción, véase Marie-Ciaire L.avabr·e, «Du poids et du choix du passé. Lecture critique du "syndmme de Vichy"», en Denis Peschanski, Michael Pollak y Henry Rousso (dirs.), Histoire poli tique et sciences socia/es, Bruselas, Complexe-IHTP. 199 1, págs. 265-278, así como Le Fil rouge. Socio/ogie de lo mémoire communiste, París, Presses de la FNSP, 1994.
absorber las rupturas, integrarlas en una permanencia. Maurice Halbwachs piensa que la
memoria es un «cuadro de semejanzas», se halla del lado de «lo mismo», mientras que la
historia es un «cuadro de cambios». Se aproxima en esto a Marc Bloch, quien define la his
toria como la «ciencia del cambio». 3 La memoria tiende a acercarnos al pasado de forma
imaginaria, ya que restablece una parte reconstruida, selectiva, de ese pasado en la concien
cia y en la acción presentes. Además, la memoria puede revelarse como una carga: «el peso
del pasado», del cual resulta difícil desembarazarse simplemente efectuando elecciones
voluntarias de aquello que habría que recordar y aquello que habría que olvidar.4 La histo
ria, por el contrario, se supone que reintroduce el pasado en el presente pero para apre
hender mejor la distancia que nos separa de él, para dar cuenta de la alteridad, del cambio
acontecido. Podemos incluso avanzar que la única lección real que puede proporcionar la
historia, como estudio de la Historia, es la toma de conciencia de que el hombre y las socie
dades pueden cambiar, lenta o rápidamente, e incluso que el cambio como tal puede obe
decer a modalidades diferentes según las épocas. Es, por tanto, un aprendizaje de la liber
tad puesto que el ser histórico es aquel que se emancipa de la fatalidad del tiempo, de origen
divino o materialista, para imponer su propio curso.
Sin embargo, ¿admite usted que puede existir una relación dialéctica entre memoria
e historia?
La historia y la memoria no son dos fenómenos heterogéneos. El ejercicio que con
siste en enumerar sus diferencias o insistir en sus conflictos de interpretación se ve pronto
limitado , aunque distinguirlas sea esencial. Del mismo modo que no es posible separar
memoria individual y memoria colectiva, no es posible separar netamente historia y memo
ria. Y esto resulta aún más evidente respecto de la «historia del tiempo presente», es decir,
un periodo en el que la memoria del pasado reciente, por definición, es portada por la pala
bra de individuos vivos, que han vivido directamente los periodos sobre los que trabaja el
historiador.
Si es cierto que la memoria es una huella sensible y afectiva del pasado, por tanto en
primer lugar una verdad del presente o en el presente, y si la historia erudita pretende res
tituir la verdad del pasado, no es menos cierto que ambas son igualmente anacrónicas por
definición: se encuentran situadas fuera del tiempo del que se supone que deben rendir cuen
tas. El recuerdo, individual o colectivo, y la representación erudita de la historia se expre
san en otro contexto diferente al del pasado, lo cual es prácticamente una perogrullada. Los
relatos que ambas proponen se dirigen a sus contemporáneos, con un lenguaje y un sistema
de representaciones que son los del presente y no los del pasado, aun cuando puedan exis
tir en la materia continuidades de mayor o menor consideración. Tanto la memoria como la
histmia son dos maneras de tender un puente entre el pasado, el presente y por tanto el futuro.
El interés que concedemos a la historia, independientemente de nuestra facultad para recor
dar, significa que existe realmente un deseo de conservar un vínculo con un pasado lejano,
incluido aquel que ha podido desaparecer por completo de la memoria colectiva. El pro
pio procedimiento histórico es una reposición de la memoria, una anamnesia.
Finalmente, la historia erudita, sobre todo la escritura de la historia nacional, no es un
proceso libre de toda función social o identitaria. También acarrea ideología, afecto por
tanto, aunque en el pasado siglo conquistó el estatus de ciencia social y ya no acepta verse
EL PRESENTE EN lA HISTORIA
----sJl
relegada a la tarea de edificación del buen ciudadano. De hecho, memoria colectiva y memo
ria histórica se entrecruzan. En cierta medida, la histmia erudita es en sí misma un vector
de memoria resultado de un proceso que tiene como finalidad aprehender el pasado y darle
una inteligibilidad, al igual que otros vectores de memoria tales como las conmemoracio
nes, la creación literaria y artística, o incluso las asociaciones de ex combatientes, de resis
tentes, de deportados. Lo cual no significa que se confundan ni que se considere que las res
pectivas modalidades y los posibles usos de estos vectores de memoria sean intercambiables.
En efecto, la historia erudita, como toda actuación dirigida al conocimiento del pasado,
aporta una dimensión particular y esencial. Destaca e incluso descubre individuos, hechos,
prácticas, tendencias de peso que quizás el contemporáneo jamás ha percibido ni compren
dido y que únicamente la mirada retrospectiva y la posteridad pueden captar. Confundir his
toria y memoria es desconocer esta evidencia: se olvida o se recuerda aquello que se ha
conocido o vivido y no aquello que se ha ignorado.
Bajo este punto de vista, ¿qué significa hacer historia de la memoria?
No todas las sociedades recuerdan de la misma manera ni mantienen el mismo tipo de
relación con el pasado. Además, tanto la historia erudita como la memoria evolucionan con
el tiempo. Sus enunciados -las representaciones o interpretaciones que proponen- así como
sus modalidades -la manera de recordar o escribir la historia- cambian. Tanto la memoria
colectiva como la historia erudita son por tanto tributarias en sí mismas de una historia, por
paradójico que esto pueda parecer. Un mismo acontecimiento o un mismo periodo no ten
drán la misma significación una década, un siglo o un milenio más tarde. Esta idea ya era
comúnmente admitida en el caso de la disciplina histórica, y todo historiador se interesa,
en mayor o menor medida, por la historiografía, es decir, la historia de la historia erudita,
la evolución de su propia práctica y de los sucesivos enunciados que ha producido sobre tal
o cual periodo o de manera global. El mismo enfoque podría aplicarse al conjunto de las
representaciones sociales del pasado, y por lo tanto a la memoria colectiva, cosa que, por
otra parte, practican ya desde hace tiempo los etnólogos o los antropólogos.
Además, esta tendencia, en la línea de los análisis de Maurice Halbwachs, es contem
poránea de la propia emergencia de la noción de memoria en el campo social y cultural, y
tiene como pretensión crear las condiciones para comprender cómo funciona la memoria
colectiva en la actualidad y en el pasado. También resultaba ser una forma privilegiada de
hacer historia del tiempo presente puesto que la memoria era una preocupación contem
poránea. Por lo tanto, no sorprende que la renovación de la historia del tiempo presente y
la emergencia de una historia de la memoria hayan sido dos fenómenos íntimamente liga
dos y sintomáticos ambos del «tiempo de la memoria» del que estamos hablando, siendo
preciso no obstante añadir que nj un fenómeno ni el otro son , propiamente hablando, inven
ciones epistemológicas recientes. Ya no significan únicamente un deseo de tomar distancia
en relación con el pasado en sí, como ocurre con todo procedimiento histórico, sino en rela
ción igualmente con las modalidades a través de las cuales las sociedades contemporá
neas aprehenden el pasado, reciente o lejano.
Por ejemplo, en Les lieux de mémoire Pien·e Nora y sus colaboradores ofrecieron
una mirada inédita y muy novedosa sobre la naturaleza del hecho conmemorativo en Fran
cia, observada en una perspectiva de longue durée. De este modo, desde los orígenes del
5. Pien-e Nora, «Lére de la commemoratiom>, en Pierre Nora (dir.), Les üeux de la mémoire, tomo 111: Les France, vol. 3: De /'archive o l'embleme, París, Gallimard, 1992, pág. 977.
6. Pierce Nora, «Le syndrome, son passé, son avenir», en «For·um: the Vichy Syndrome». French Historica/ Studies, vol. 19, 11° 2, otoño 1995, págs. 487-493, un dossier que incluye asimismo artículos de John Hellman y de Bertram M. Gordon, así como mi prupia respuesta: «Le syndrome de !'historien>>, págs. 519-526.
proyecto a principios de los años ochenta sus creadores tuvieron la intuición de que habí
amos entrado en la «era de la conmemoración», título de la conclusión del director del pro
yecto en el último volumen de la serie aparecido en 1992. Así pues, emprender la historia
de este proceso era, además de desarrollar una innovación científica, pretender lanzar una
mirada crítica hacia el presente y hacia el peso creciente, invasor, de la noción de memo
ria en nuestra sociedad. No obstante, de creer al propio Pien·e Nora, los resultados o, más
bien, los efectos sociales de semejante empresa no fueron los que se había previsto en un
principio. La noción «lugar de memoria» ha sido recuperada por el frenesí conmemorativo.
«Extraño destino el de estos lugares de memoria: han querido ser por su enfoque, su método
y su mismo título, una historia de tipo anticonmemorativo, pero la conmemoración los ha
atrapado». Y añade: «La herramienta fmjada para hacer más visible la distancia critica se
ha convertido en el instrumento por excelencia de la conmemoración.»5
¿Pero no ha sido usted a su manera recuperado? ¿Por qué sintió la necesidad de jus
tificarse escribiendo, tras Le Syndrome de Vichy ( 1987), Vichy, un passé qui ne passe pas?
Lo que me motivaba no era tanto el deseo de justificarme como la voluntad de poner
las cosas en su sitio. A escala mucho más modesta, viví un fenómeno análogo al descrito
por Pien·e Nora, una proximidad a situaciones que él mismo ha señalado.6 Cuando escri
bía Le Syndrome de Vichy no imaginaba que esta obra pudiera ser instrumentalizada por
la ideología en alza del deber de memoria, en la que, por otra lado, me hallaba inmerso
como buena parte de mi generación. Por el contrario, este libro pretendía ser una mirada
histórica, por consiguiente crítica, sobre la evolución de la memoria de Vichy en Francia
desde 1944 hasta finales de los años ochenta, momento en que se publicó. No solamente
sacaba a la luz los olvidos, los tabúes o las ignorancias de la posguerra y de los años sesenta,
sino que intentaba señalar el carácter a partir de ese momento obsesivo de esta memoria
de Vichy, observada a finales de los años ochenta. Creo que este aspecto del libro fue poco
leído, si no pura y simplemente ocultado, en beneficio del que pone de relieve la represión
o los olvidos anteriores, ya que esta lectura parcial y sesgada servía a la causa en alza del
deber de memoria. Este motivo me impulsó a publicar en 1994, junto a Éric Conan, Vichy,
un passé qui ne passe pos, que prolongaba mi reflexión sobre la memoria de la guerra pero
formulaba una crítica más decidida sobre el deber de memoria. Tanto Éric Conan, quien
también en cierta manera había seguido al deber de memoria con sus investigaciones y sus
escritos periodísticos, como yo mismo, tuvimos la impresión, pese a las críticas a veces
intensas que recibimos -era mucho antes del proceso Papon y sus efectos deletéreos ... -,
de seguir siendo fieles a cierta posición intelectual. Por lo que a mí respecta, en este
libro intenté llevar a cabo un análisis tan alejado como me fue posible de esta permanen
cia obsesiva del pasado, con la diferencia de que, para entonces, ésta era evidente para todo
el mundo, lo cual no era el caso cuando publiqué la obra anterior. Del mismo modo que
yo había intentado señalar en Le Syndrome de Vichy los problemas que entrañaban los des
fases entre los acontecimientos reales y su interpretación , en particular durante la fase de
«represión» en los años cincuenta y sesenta, en Vichy, un passé qui ne passe pas, señalá
bamos las contradicciones y las derivas del deber de memoria a principios de los años
noventa, que habían llegado al paroxismo, superado más tarde por la agitación producida
en torno al proceso Papon en 1997-1998. En otras palabras, ni el periodista ni el historia-
7. Friedrich Nietzsche, «De l'utilité et des inconvénients de l'histoire pour la vie», Considérations inoctuelles, t rad. de Pi erre Rusch, Paris, Gallimard, 1990, col. «Folio-Essais», pág. 97.
EL PRESE~ITE EN LA HISTORIA
---sJl
dor habían cambiado de opinión, el fenómeno en sí mismo era lo que había cambiado y
había asumido un alcance mayor, desarrollando nuevas ignorancias, un nuevo lenguaje
estereotipado, nuevos tabúes, casi tan fuertes como los que estuvieron en boga en Francia
cuarenta años antes, pero en el sentido contrario.
¿En qué sentido esta revalorización de la memoria supone un problema?
Que nuestras sociedades se preocupen por conservar el pasado, por exhumar sus aspec
tos más difíciles, no es un problema en sí, todo lo contrario. Lo que crea un problema son
las modalidades mediante las cuales se expresa hoy la memoria en el campo social y, más
aún, los objetivos que persiguen aquellas y aquellos que han hecho de la memoria un valor,
a menudo incluso una especie de religión laica. «Hay un grado de insomnio, de rumiar, de
sentido histórico, más allá del cual el ser vivo se petjudica y finalmente sucumbe, ya se trate
de un individuo, de un pueblo o de una civilización», escribía Nietzsche. 7 El exceso de
pasado, que es tanto causa como efecto de la ideología de la memoria, pensándolo bien, me
parece cuando menos tan preocupante como la negación del pasado. Por lo demás, ambos
son síntomas inversos de una misma dificultad para asumirlo, por consiguiente para afron
tar el presente e imaginar el futuro. Podemos avanzar varias razones para explicar este fenó
meno, y aquí estoy hablando más de intuiciones que de la posibilidad de ofrecer una inter
pretación estructurada.
Si la obsesión por el pasado se manifiesta como exaltación de la memoria y no sim
plemente como un aumento del interés por la historia de los historiadores o por la tradi
ción en sentido clásico, es sin duda debido a la redefinición de los contornos del espacio
público. Lo vemos particularmente en la cuestión de las minorías, ya sean sexuales - en
primer lugar, la emergencia de las mujeres como categoría singular-, religiosas o étni
cas, ya sean regionales o locales. Ocurre así que desde hace años y a través de procedi
mientos sin precedentes, nuevos grupos o nuevas entidades, más o menos fáciles de deli
mitar, reales o fruto de un nuevo sistema de representaciones sociales, reivindican un lugar
en el espacio público del cual consideran, con razón o sin ella , que fueron apartados .
Este asedio a la escena pública por parte de los excluidos de la Historia se manifiesta casi
siempre no sólo por una acción política sino también, lo que va aparejado, por la reapro
piación de un pasado, de una historia específica, pensada como singular y distinta de la
historia general, por ejemplo de la historia nacional. Desde ese momento, está más soli
citada la memoria, es decir, la tradición viva, como por ejemplo la tradición oral, que la
historia en el sentido clásico del término, porque precisamente ésta sería la que teórica
mente habría ocultado, o la que efectivamente ocultó, la participación específica de deter
minados actores. La identidad reencontrada o buscada fundamenta su acción casi siem
pre en el arraigo -más o menos justificado, más o menos reinventado- en el pasado, en
una secuencia temporal prolongada que le proporcionará legitimidad, necesaria para los
actores que reivindican esa identidad, tanto frente a ellos mismos como frente a los demás.
De ahí que ciertos grupos tiendan a querer escribir su historia ellos mismos, fuera de los
circuitos habituales , oficiales, de la Universidad, aun cuando a menudo sus reivindicacio
nes han encontrado en ella un eco favorable . La emergencia de la noción de memoria en
el campo de las ciencias sociales e incluso la expansión espectacular de la historia del
tiempo presente son, en parte, consecuencia de este fenómeno.
No podemos cerrar los ojos al agotamiento del legado derivado a la vez del gaullismo
y del comunismo. Pierre Nora habla, en. Les Lieux de mémoire, de una Francia a la carta.
Desde 1968 el pasado se ha convertido en objeto de codicia para los grupos, las adminis
traciones locales, las regiones. La Francia girondina se ha impuesto a la Francia jacobina ...
Quizás, pero observe como usted mismo utiliza espontáneamente categorías históri
cas tradicionales que están justificadas, ciertamente, pero que también pueden resultar dudo
sas teniendo en cuenta el contexto en el que vivimos: los girondinos no imaginaron que
un día pudiera existir Europa o la globalización, y dirigían su mirada tanto hacia el pasado
como hacia el futuro en el fragor de un momento revolucionario en el que éste último abría
toda una infinidad de posibilidades, incluidas las peores. Pero no podemos escapar -¿sería
deseable?- a la metáfora o a la analogía histórica precisamente porque el pasado continúa
viviendo en nosotros, aunque sea a través de categorías del imaginario. De igual modo creo,
sin ser un materialista convencido, que la decadencia de un legado político no es tanto la
causa como la consecuencia de cambios sociales, económicos, internacionales que lo supe
ran y que no consigue retraducir ya en términos de proyecto. Respecto a esto tiene usted
razón. La fragmentación del pasado nacional en múltiples tradiciones inventadas o redes
cubiertas va en paralelo a la crisis del llamado modelo republicano, aunque, por supuesto,
Francia no es el único país donde este fenómeno se desarrolla. El fenómeno en sí merece
además ser analizado de cerca, en relación con la historia concreta del susodicho modelo
y no de su expresión idealizada: no hay modelo político que quede al margen de las restric
ciones de lo real. Las lamentaciones actuales sobre la decadencia republicana responden a
la misma lógica nostálgica que la invocación del pasado que hacen algunos grupos o que
se encuentra en las ideas que se reclaman del multiculturalismo y de la diferencia.
Hecha esta reserva, pienso no obstante que la aproximación al pasado en términos de
memoria y no ya en términos de historia ha podido desarrollarse en la medida en que las
grandes tradiciones políticas, sindicales y nacionales han perdido su atractivo y su capaci
dad de captación, aparentemente al menos. Lo cual conlleva extrañas inversiones respecto
de lo que ocurría en otro tiempo. La memoria del Genocidio ha salido del círculo restrin
gido de las comunidades judías en las que estuvo confinada durante largo tiempo para inva
dir el espacio público, aunque no sin contradicciones puesto que la expresión de esta memo
ria vacila entre la voluntad de conseguir que el recuerdo sea tenido en cuenta por la
colectividad, nacional e internacional, y la tendencia a mantenerlo en el seno comunitario,
como un cimiento identitario de vocación interna.
¿No es ese el precio de la democratización de la cultura? ¿No es esto consecuencia
del «efecto Spielberg», quien ha llegado a mancillar hasta la memoria del Genocidio?
Probablemente, aunque yo soy menos severo que usted con Steven Spielberg. Al fin
y al cabo, podemos preguntarnos si series de televisión o películas criticables, puede que
incluso detestables, como Holocausto (1978) o La lista de Schindler (1993) no han tenido,
de hecho, un impacto mucho mayor sobre la opinión pública que procesos como el de Paul
Touvier o Maurice Papan. Por otra parte, ni las unas ni los otros pueden pretender rivalizar
con la excepcional obra de Claude Lanzmann, Shoah, que se sitúa en un registro comple
tamente distinto, tan singular como el acontecimiento del que nos habla, y cuya influencia
se mide a largo plazo. El problema se debe en realidad a la desaparición de las jerarquías
EL PRESENTE EN LA HISTORIA
o de las diferencias existentes entre las diversas formas de representaciones del pasado,
entre los diferentes vectores de memoria, mencionados con anterioridad. Hoy percibimos
claramente que, para el sentido común, una película, una obra de historia, un programa de
televisión o un artículo de periódico pueden tener el mismo alcance pedagógico y pueden
hablar del pasado con una capacidad equivalente. Este tipo de competencia resulta espe
cialmente agresiva para la historia contemporánea, en la medida en que ciertos temas se han
convertido en la presa de verdaderos mercados editoriales, cinematográficos, audiovisua
les, etc. El pasado, declinado en la forma de memoria, tiene un valor. En nuestra sociedad
alberga, por tanto, un valor comercial.
Podemos lamentarnos o felicitarnos por ello. Pero esta ausencia de jerarquía genera
un sentimiento de confusión y de pérdida de referencias, y las responsabilidades están muy
repartidas. Algunos historiadores pueden expresarse como científicos y como militantes de
la memoria creyendo que su legitimidad es la misma tanto en un registro como en el otro.
Algunos militantes pueden pretender rivalizar con los historiadores por el simple hecho
de haber abierto algunas cajas de archivos. Algunos periodistas o documentalistas podrán
abalanzarse sobre un tema de historia pretendiendo que «nada ha sido escrito nunca sobre
la cuestión», ignorando la amplitud de su ignorancia y aprovechándose del hecho de que su
audiencia será, en cualquier caso, incomparablemente mayor que la de los universitarios.
Algunos historiadores (y no me excluyo) no escapan tampoco a la ilusión de que pueden
expresarse con la misma legitimidad en una aula magna universitaria, en un plató de tele
visión o en una sala de justicia. Finalmente, algunos actores de la historia reciente podrán
confundir la necesidad de testificar, la posibilidad (a veces real) de transformarse en his
toriadores y la tentación de cincelar su propia leyenda aún en vida. Por otra parte, la con
fusión viene tanto de la oferta como de la demanda, tanto de las posturas que hoy adoptan
aquellos que pretenden hablar del pasado con cierta autoridad como de las expectativas
de aquellos que les leen o les escuchan.
Esta falta de distinción, que opera entre los diferentes niveles de discurso, se hace espe
cialmente evidente en la televisión: imágenes del presente, imágenes del pasado inmediato,
imágenes de un pasado más lejano, todas son vertidas con la misma intensidad, el mismo
ritmo, el mismo montaje, el de una puesta en escena de la urgencia. De este modo, la tele
visión, al menos como la conciben las grandes cadenas, aplasta o suprime lo extraño del
pasado, creando la ilusión, con la simple proyección de imágenes animadas venidas de otra
época, de que está vivo.
La historia no logra ya superarse ... La historia implosiona en la actualidad, como
gusta decir lean Baudrillard.
No sé si la historia implosiona pero sí que cambia de estatus, puesto que el tiempo en
su conjunto es percibido de otro modo. Vivimos en la era de la velocidad, de lo instantá
neo, de lo inmediato. El valor de una información ya no se mide en términos de fiabilidad
sino de rapidez, e incluso de anticipación: queremos saber el contenido de una decisión pública
antes de cualquier deliberación o el resultado de un conflicto antes incluso de que haya esta
llado. La misma noción de duración parece cada vez más intolerable. Por ende, el pasado
parece desvanecerse, de ahí ese deseo de devolverlo permanentemente a la actualidad, de
devolverlo al presente, más que de observarlo desde nuestra posición a la suya. Se comprende
entonces por qué la memoria parece albergar un mayor valor que la historia. En efecto,
esta última es una toma de distancia, una tentativa dirigida a recrear y a hacer comprender
la densidad del tiempo pasado, la complejidad de los hechos pasados. Por el contrario, la
memoria, como se ha visto, es una puesta al presente, una relación sensible y afectiva con el
pasado, que ignora las jerarquías del tiempo ya que, precisamente, ha abolido la distancia.
En cierto modo, la actual revalorización de la memoria, al menos de ciertos actos y
discursos que pretenden hablar en su nombre, obtiene un resultado inverso al que persigue.
Esta revalorización impide un aprendizaje real del pasado, de la duración, del tiempo trans
currido, y pesa sobre nuestra capacidad de mirar hacia el futuro. Vivimos en la era del ima
ginario en la que lo simbólico, entendido aquí como la percepción de uno mismo y de la
colectividad situada en un universo delimitado por el tiempo y el espacio, ha perdido su
valor estructurante.
En un artículo reciente, Zaki Lai'di escribe: «Paul Ricoeur llegaba a decir que las uto
pías más fuertes eran aquellas que lograban hallar algo incumplido en las tradiciones de
una sociedad y que este algo incumplido constituía una reserva de sentido. Sin embargo,
al conmemorar el pasado nos alejamos de este enfoque en la medida en que identifica
mos este pasado con una "edad de oro" consumada a la cual queremos regresar y que no
queremos actualizm: Por aíiadidura, nos damos cuenta, cuando se trata de problemas eco
nómicos y sociales, de que las soluciones del pasado son inoperantes, como pone de relieve
el debate social sobre la globalización. Paralelamente, el futuro parece demasiado poco
prometedor como para provocar una inversión temporal hacia el futuro. Nos encontrarí
amos, por tanto, en una situación temporal cercenada de su pasado pero incapaz de vin
cularse a un futuro. Recientemente, Pierre Nora seíialaba que había que remontarse al Bajo
Imperio para encontrar una situación similm:» ¿Comparte este sentimiento?
Sí, pero con reservas. Suscribo la idea de que nuestras sociedades parecen incapaces
de encontrar una cierta representación de la continuidad histórica. Viven una crisis de futuro,
es decir, una dificultad para pensar el futuro en términos tranquilizadores, incluso para pen
sarlo sin más. Se constata sin problemas, sin caer en la vulgata posmoderna, que la retros
pectiva está más valorada que la prospectiva. Pero esta mirada retrospectiva se dirige con
más naturalidad hacia el pasado reciente, fuente de angustiosos interrogantes, que hacia el
pasado lejano y acabado. Cuando este último reaparece es más objeto de diversión, de curio
sidad folclórica, que fuente de inspiración, basta pensar en las palinodias alrededor del mile
nario del bautismo de Clodoveo en 1997. De ahí la hipótesis de que la perspectiva del tiempo
-entendido aquí como devenir histórico- se ha estrechado de forma singular. Tanto la mirada
hacia adelante (hacia un futuro cada vez más incierto) como la mirada hacia atrás (hacia un
pasado aún muy reciente) son de corto alcance.
Pero encontramos una excepción de peso. En efecto, existe tradicionalmente una nos
talgia del pasado, de una edad de oro cuyos lejanos fuegos aún brillarían ante nuestros ojos
en contraste con el espectáculo de nuestra «decadencia» actual; es lo que ocurre, en mi opi
nión, cuando se invoca el «modelo laico y republicano» como si de un catecismo se tratara.
Pero sobre todo, se constata que el pasado que nos acosa no es el de una edad de oro sino
el de una edad de hierro, fuego y sangre. En este sentido, la memoria de Auschwitz ha sido,
sin lugar a dudas, la causa primera del advenimiento del tiempo de la memoria.
8. Yosef Hayim Yerushalmi, Zokhor. Histoire juive et mémoire jui~ ve, 1.' ed., Washington, 1982, 2' ed., París, La Découverte, 1984, tr·ad. de Éric Vigne.
EL PRESENTE EN LA HISTORIA
«Pensar Auschwitz es intentar comprende!; a pesar de la arrogancia y las aporías de
la razón, lejos de las conmemoraciones oficiales y más allá de las prohibiciones dogmáti
cas; intentar comprender para "moralizar la historia", para no olvidar a los vencidos, para
aprender finalmente, según la expresión de Ernst Bloch, "el caminar derecho de la huma
nidad"», escribe Enzo Traversa en L'Histoire déchirée. ¿Podemos comprender Auschwitz?
No lo sé -a fin de cuentas, ¿quién sería capaz de responder a esa pregunta?-, pero al
igual que Enzo Traversa estoy convencido de que debemos intentarlo. La dificultad para
comprender tanto la historia como la memoria de este acontecimiento es enorme en más de
un aspecto. A su singularidad histórica propiamente dicha le sigue una singularidad memo
rial. La carga actual, incluso la reiteración de este pasado de todas las maneras posibles,
es proporcional a los silencios, la incomprensión, incluso la negación que siguieron al des
cubrimiento de los crímenes nazis. La memoria inconsolable es proporcional a la memo
ria del traumatismo vivido o inflingido. ¿Cuántas generaciones harán falta para pasar la
página y asignar a este acontecimiento un lugar «aceptable» en la historia, sin que continúe
supurando en nuestra conciencia? Otra pregunta sin respuesta.
Respecto a esto, no deja de ser importante recordar que la memoria como aproxima
ción al pasado pertenece plenamente, y específicamente, a la tradición judía. Lo ha expli
cado YosefYerushalmi con acuidad inigualable, mostrando cómo la historia, la escritura del
pasado erudita y distanciada, jamás ha desempeñado un papel preeminente en la cultura y
la transmisión de la herencia judía de una generación a otra. Siempre ha ocupado un segundo
lugar tras la memoria colectiva, en el sentido que le atribuye Maurice Halbwachs cuya impor
tancia Yosef Yerushalmi fue uno de los primeros en redescubrir hará unos quince años. Ni
siquiera la «Shoah» ni la creación del Estado de Israel modificaron en profundidad esta tra
dición, siendo, no obstante, los dilemas que se presentaban en el seno de las comunidades
judías aún más agudos que en el pasado.8 Por lo tanto, se puede pensar -y esto es tanto
una constatación como un juicio moral- que es un justo retorno de las cosas, casi un des
quite contra la Historia, que esta tradición judía ejerza hoy a través de la revalorización uni
versal de la memoria, y de la memoria de Auschwitz, una fuerte influencia en un mundo del
que estuvo a punto de ser erradicada por completo.
Sin embargo, usted se muestra crítico con este justo retorno de las cosas ...
Si, porque una aculturación semejante tiene sus límites, por más justificada que esté
en el plano moral. El recuerdo del Genocidio, no como tal sino de la manera en que se lo
mantiene y concibe hoy en día, no puede convertirse, sin grandes riesgos, en una nueva
forma de religiosidad. En primer lugar, mencionaré para desecharlo el riesgo de una reac
ción antisemita: no tendría demasiado alcance ya que todo comportamiento atribuido a
los judíos, real o imaginario, es fuente inagotable de antisemitismo. En cambio, existe otro
riesgo, más serio a mi entender, que es el de afirmar permanentemente que este hecho es
singular -en lo que concierne al pasado, porque respecto del futuro nadie puede decirlo
y hacer de esta singularidad un dogma que lleve a negar toda posibilidad de comparar el
Genocidio con otras masacres en masa de este siglo y, por lo tanto, a retirarle su fuerza ejem
plificadora. Existe aún otro riesgo que es el de ver a los judíos relacionados en el imagi
nario únicamente con la figura de la víctima, sobre todo si esta «religión» la practican no
ya los supervivientes directos de la tragedia, que están totalmente legitimados para defen-
9. Véase Florence Heyman (dir.), «Les nouveaux enjeux de l'historiographie israélienne>>, Lettre d'in{ormation du Centre de recherche {ran<;ais de jérusalem, m0 12, diciembr·e 1995.
der su recuerdo, sino sus descendientes, para quienes esta memoria, cuando es mantenida
con fervor, resulta más de una búsqueda de identidad que de una inscripción del Genocidio
en el devenir histórico.
Lo digo con conciencia plena: no se puede fundamentar eternamente una identidad
judía en el sufrimiento experimentado por los mayores, dentro de nada por los ancestros.
En un momento u otro hay que volver a darle un proyecto, un futuro, un contenido activo.
Después de todo, el Estado de Israel se construyó en gran parte contra esa imagen del judío
víctima. Y, contrariamente a una idea preconcebida, el joven Estado de los judíos no cono
ció hasta más tarde, con el proceso Eichmann en 1961, el retorno de la memoria y la toma
de conciencia de lo que había sido la tragedia. Y no fue hasta más tarde aún, en los años
setenta, en un periodo de agudas crisis para Israel, cuando la memoria del Genocidio se ins
taló en el debate público, a semejanza de lo que se estaba produciendo en otros países, con
virtiéndose en un elemento activo del imaginario político - esto es lo que trata de resaltar
toda una corriente actual de la historiografía israelU Por tanto, el Estado hebreo no se fundó
en la victimización, todo lo contrario, se apoyó en un proyecto, sin duda discutible y ampHa
mente superado hoy en día. Un proyecto que se apoyaba en parte sobre el olvido, como la
mayoría de las comunidades judías de la Diáspora. Porque a menudo se ignora el hecho
de que el deber de memoria, el de los supervivientes, no era compartido por igual por todos
los judíos después de la guena. Nada más lejos. En Francia, especialmente, el deseo de rein
tegrarse en la comunidad nacional, a veces coaccionado y forzado, fue un sentimiento amplia
mente extendido, si no dominante.
No pretendo decir que haya que volver a este estado de cosas, lo que no tendría nin
gún sentido. Pero sí creo que es necesario inventar una manera de afirmar e integrar un juda
ísmo que se inscriba en los desafíos de nuestra época y que no se fundamente exclusiva
mente en el recuerdo del Genocidio. Y esto concierne tanto a los judíos como al resto.
¿Cuáles son para usted las consecuencias más generales de esta singularidad de la
memoria de la Shoah?
La gestión tan difícil, por no decir imposible, de este pasado ha tenido consecuen
cias sobre la propia percepción del tiempo histórico y sobre la manera de concebir la histo
ria. Esto es ya una evidencia. Contrariamente a los análisis de Maurice Halbwachs, quien
por los años treinta pensaba en la larga historia de la humanidad sin poder imaginar cuál
sería su suerte en un futuro próximo, la memoria no ha podido cumplir aquí su papel tra
dicional, es decir, preservar la identidad y la continuidad de los individuos y de los grupos.
La ruptura provocada por este acontecimiento sin precedentes ha sido y es, probablemente,
insalvable. La memoria colectiva puede como máximo liberar un discurso, organizarlo,
hacerlo circular y procurar que el sufrimiento y las responsabilidades se repartan un poco.
Este es, a mi entender, el único interés de los procesos por crímenes contra la humanidad,
siempre con la condición de que no se considere las salas de audiencia como los únicos
lugares de expresión donde pueden ser escuchados estos discursos. Pero la memoria colec
tiva no puede ir más allá, a juzgar al menos por lo que ha ocurrido desde hace unos treinta
años, desde que despertó el recuerdo del Genocidio.
Dicho esto, no resulta deseable, sobre todo para un historiador, el limitarse a esta cons
tatación de imposibilidad. Afirmar repetida y mecánicamente que el acontecimiento per-
1 O. jorge Semprún, L'Écriture ou la vie, París, Gallimard, 1994, págs. 23-24.
EL PRESENTE EN LA HISTORJA
tenece al orden de lo indecible significa situarse precisamente en el registro de la fe o, aún
peor, presentar una coartada inconsciente precisamente para no escuchar. Resulta vano pre
tender, ignorando todo lo que se ha dicho, escrito, expresado desde hace cincuenta años,
que toda aproximación racional, histórica, critica a este acontecimiento estaría condenada
al fracaso, incluso que sería criminal porque banalizaría el acontecimiento. El Genocidio lo
cometieron humanos, puede ser explicado por humanos, aun cuando cualquier explicación
quede sin duda muy por debajo de la realidad. Por otra parte, ¿quién puede, a excepción de
los supervivientes, pretender poseer un patrón de medida? Precisamente, la historia tiene el
deber de intentar explicar, sean cuales sean las aporías de un proceso semejante.
¿Y qué hay del deber de memoria?
Existe un espacio, un abismo incluso, entre la memoria como necesidad ética y el deber
de memoria tal y como se practica en la actualidad. En sus orígenes, la conminación al
«deber de memoria», nacida de la pluma de Primo Levi y otros, se inscribía en la conti
nuidad misma del acontecimiento. Era un llamamiento a testimoniar dirigido a los super
vivientes, es decir, no solamente a que transmitieran tanto como fuera posible su expe
riencia sino a que lucharan contra el miedo a no ser escuchados y, más aún, a que resistieran
a su propia tentación de olvidar, que en la memoria se pone en marcha desde el momento
en que el individuo intenta encontrar el hilo de una continuidad cortada de forma tan radi
cal. Describiendo su encuentro con unos oficiales aliados el12 de ablil de 1945, el día des
pués de la liberación del campo de Buchenwald, Jorge Semprún escribe: «Se puede decir
todo de esta experiencia. Basta con pensarlo. Y con ponerse. Disponer del tiempo, sin duda,
y del valor para un relato ilimitado, interminable probablemente, iluminado -también
acotado, por supuesto- por la posibilidad de continuar hasta el infinito. Aun a riesgo de caer
en la repetición y la machaconería. Aun a riesgo de no lograrlo, de prolongar la muerte, lle
gado el caso, de hacerla revivir sin cesar en cada pliegue y cada recoveco del relato, de no
ser sino el lenguaje de esta muerte, de vivir a sus expensas, mortalmente. Pero, ¿puede oírse
todo, imaginarse todo? ¿Podrá hacerse? ¿Tendrán la paciencia, la pasión, la compasión, el
rigor necesarios? La duda me asalta desde ese primer instante, desde ese primer encuentro
con hombres de antes, de fuera -venidos de la vida-, al ver la mirada horrorizada, casi hos
til, desconfiada al menos, de los tres oficiales». 10
De ser en un principio una conminación que un superviviente podía dirigirse a sí mismo
a fin de no olvidar, de no olvidarse, el deber de memoria se ha transformado hoy en día en
una conminación que dirigen, de manera perentoria, las jóvenes generaciones que no vivie
ron directamente el acontecimiento a sus contemporáneos, olvidando a veces que, entre
ellos, algunos también han vivido la tragedia, aunque en condiciones diferentes a los per
seguidos. Recuerdo una de esas innumerables emisiones de televisión en la que una ado
lescente, recién salida de la escuela secundaria, explicaba con bastante convicción que iba
a «transmitir el recuerdo de Auschwitz» a los hijos que un día tendría ...
Cuando el deber de memoria se traduce en empresas como la de Serge Klarsfeld y su
Mémorial de la déportation des juifs de France o su Mémorial des enfants, se mantiene
plenamente en su registro, el de la conservación del recuerdo de los muertos , que les
devuelve una identidad y les ofrece una sepultura simbólica, que se materializa en el nom
bre, esencial en una tradición judía ancestral. Cuando el deber de memoria se convierte en
moral de sustitución y pretende erigir en norma la conciencia permanente, imprescripti
ble y universal del crimen cometido, desemboca en un impasse. No se puede obligar a una
sociedad entera a permanecer eternamente con la mirada puesta en el pasado, por trágico
que haya sido, e imputarle sin precaución ni discriminación la plena y total responsabili
dad de los crímenes cometidos. Esto resulta aún más evidente cuando los medios utiliza
dos para conservar el deber de memoria ya no tienen mucho que ver con la moral sino que
están salpicados de agit-prop, de provocación o de un soberano desprecio por una justicia
que, por otra parte, se ha solicitado y reclamado a grandes voces sin cesar: se puede res
petar sin reservas la obra de Serge Klarsfeld como historiador y como militante de la memo
ria en el sentido más noble del término, sin embargo, ¿tenía derecho a creerse por encima
de las leyes y de la moral común, como dieron la impresión tanto él como su hijo Arno
durante el proceso Papon?
¿Hasta tal punto son incompatibles la moral y la historia?
La moral, o más bien el moralismo, no hace muy buenas migas con la verdad histó
rica. Para conservar su poder de edificación acaba haciendo trampas con los hechos y
naufragando en un relato desconectado de la realidad. Basta con leer algunos periódicos
con reputación de serios que han hecho del deber de memoria una rúbrica permanente o un
leitmotiv editorial : publican repetidamente aproximaciones, inexactitudes, a veces invero
similitudes históricas, no sin presunción, soberbia y con la arrogancia de quienes se atribu
yen el derecho de impartir lecciones de moral y de civismo. Por otra parte, los historiado
res no están a salvo de tales derivas. Lo realmente inquietante no es tanto la ligereza de
las informaciones o la ausencia de verificación -defecto ampliamente extendido hoy en día
como el hecho de que son consecuencia de una vigilancia elevada a la categoría de ideo
logía que no teme caer a veces en la desinformación histórica a fin de mantener los espíri
tus movilizados. A la larga, esta actitud contribuye a socavar el objetivo expuesto y a hacer
del deber de memoria un combate sectario, contrario al deber imperativo de verdad que
Primo Levi asignaba prioritariamente al deber de memoria, a lo verdadero.
¿Y qué hay del problema de la reparación?
He ahí la cuestión de fondo. Cuando se pretende reparar, cincuenta años después y
en un contexto diferente, en nombre del deber de memoria, aquello que no pudo ser repa
rado tras la guerra, o cuando se instaura un concepto jurídico como el de imprescriptibi
lidad, se está originando una paradoja difícilmente salvable puesto que también se afirma
que los crímenes cometidos durante el Genocidio son irreparables. Pedir una reparación
moral, simbólica, material o jurídica cuando ya no se está en el fragor de los acontecimien
tos significa implícitamente que la deuda todavía tiene un coste, que una vez abonado puede
permitir invocar el olvido, el perdón o simplemente pasar página. No obstante, esta posi
bilidad también parece ser rechazada y probablemente sea imposible. Se reclama, legíti
mamente, una reparación al tiempo que se proclama que el crimen es irreparable. Desde
el momento en que el deber de memoria rechaza elegir entre ambas posturas queda prisio
nero de un dilema sin solución. La imprescriptibilidad ha pasado de ser una noción jurí
dica con un sentido preciso -la posibilidad de demandar o llevar ante los tribunales a un
presunto criminal mientras continúe vivo- a ser una noción moral, aplicable a un tiempo
El PRESENTE El'i LA HISTORJA
y a un espacio que ya no están claramente delimitados. Conduce a crear por ello una deuda
inagotable -<<Una deuda imprescriptible» dijo Jacques Chirac en su discurso del16 de julio
de 1995- dando al mismo tiempo la sensación de que podría ser saldada. De ahí el conti
nuo encadenamiento de actos necesario para mantener el proceso que parece abando
nado a su suerte: tras el proceso de Paul Touvier el de Maurice Papon, hasta -¿por qué
no?- el de cualquier otro antiguo subprefecto de Vichy aún con vida, como han reclamado
algunos antes incluso del veredicto de Burdeos; tras la instauración de la conmemora
ción del 16 de julio -una excepción en la historia de Francia, puesto que celebra el recuerdo
de un crimen de Estado, el de la «redada del Vel ' d'Hiv'»-, el solemne discurso de Jac
ques Chirac sobre la responsabilidad de Vichy y de Francia; tras los tan esperados gestos
y palabras presidenciales, la petición de reparación a propósito de los bienes «judíos» expo
liados, y así sucesivamente.
Esta demanda quizá sea imposible de satisfacer pero es legítima ...
Son dos cosas diferentes. El proceso que aquí describo me parece vano e incluso arries
gado ya que otorga a la memoria judía un estatus cada vez más separado de la memoria
nacional. La prueba más clara de ello la tenemos en el hecho de que el presidente de la Repú
blica decidiera incorporar los diversos ficheros organizados por el régimen de Vichy para
censar y vigilar a la población judía al Centro de Documentación Judía Contemporánea, un
organismo privado, asunto que dio lugar a una amplia polémica. Aquí la paradoja alcanzaba
su punto culminante: el deber de memoria no había cesado de proclamar, con todo derecho,
que la historia de Vichy, de sus crímenes y fechorías, debía recuperar su lugar en la histo
ria y la memoria nacionales, y he aquí que esto conduce en cierta manera a privatizar un
fragmento completo de esta memoria, como si el recuerdo de aquel crimen no concerniera
más que a la comunidad judía y no a la comunidad nacional en su conjunto.
En definitiva, considero preferible reflexionar sobre las modalidades, los rituales, las
formas de transmisión del pasado que nos permiten vivir con el recuerdo de la tragedia más
que intentar vivir sin él, como tras la guerra, o contra él, como hoy en día. Y aquí la histo
ria puede actuar como elemento distanciador, intentando ser menos tributaria de los intere
ses políticos, comunitarios e identitarios que se ocultan tras el deber de memoria. En un
momento u otro, el tiempo de la memoria dará paso al tiempo de la historia, y entonces será
necesario concebir de una manera diferente la conservación del recuerdo •
D Traducción de Eva Montero