mejorando lo presente
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El reinicio de la historia y el siguiente hombre
Martín Rodríguez-Gaona: Mejorando lo presente. Poesía española última: posmodernidad,
humanismo y redes. Ed. Caballo de Troya, Barcelona, 2010.
Humanismo y posmodernidad son dos conceptos que a menudo han sido
vistos como contrarios. De hecho, se suele considerar la posmodernidad como una
superación del humanismo moderno, al que se tendría como excesivamente ingenuo
(e incluso malintencionado) en su intento de liberar al hombre mediante “grandes
relatos”, siendo el comunismo el último de sus fracasos. Así, hemos asistido a un gran
auge de teorías deconstructivas que, en mayor o menor medida, aspiraban no sólo a
la muerte del humanismo, sino incluso a la “muerte del hombre”. Una tendencia a la
muerte que, por cierto, resulta en parte coincidente con los deseos de Fukuyama en su
famoso intento de acabar con la Historia.
Sin embargo, parece obvio que el cuestionamiento radical de los pensadores
posmodernos no se puede entender sin considerarlo parte de la espíritu crítico
humanista, como reconoce el propio Derrida en su reflexion sobre Marx. Y, más allá de
cuestiones teóricas, importa analizar las consecuencias que está teniendo en nuestra
sociedad una versión acomodaticia y mayoritaria de la posmodernidad, donde un
relativismo malentendido y una consecuente falta de compromiso dejan el campo
abierto a los intereses de los más poderosos, perjudicando a la mayoría de la
población de una manera muy poco relativa. Muerto el hombre, se acabó la rabia, y ya
es posible imponer sin reservas la dictadura de los números más altos en todas las
áreas de la vida, hasta llegar a un tiempo, el nuestro, donde la escasa sección cultural
de los telediarios consiste en hacer publicidad gratuita de los productos más vendidos.
“Estamos en derrota, nunca en doma”, dijo Claudio Rodríguez en un famoso
verso que hoy nos suena algo optimista. Y es que el triunfo absoluto (y absolutista) del
capitalismo avanzado (un triunfo que se hace tristemente evidente en la falta de lucha
por las alternativas ante su estruendosa crisis global) ha supuesto la asunción de sus
valores incluso en campos que parecían del todo ajenos, e incluso contrarios, como la
poesía.
Ya no se trata tan sólo del divorcio entre el arte y la sociedad (un divorcio que
se remonta a los orígenes del mundo moderno, con el ascenso de los valores
burgueses, como refleja magistralmente Baudelaire), o de la especial marginación de
la poesía en relación a otras disciplinas artísticas (como el cine, la música o la novela)
que, convenientemente simplificadas y estandarizadas, resultan más fácilmente
aprovechables por la llamada “industria cultural” (valiente oxímoron al nivel del “dolce
amaro” petrarquista).
Más preocupante resulta el hecho de que el poco espacio público que se le
reserva a la poesía sea convertido en una suerte de simulacro donde el llamado
“periodismo cultural” (en camino de convertirse en un nuevo oxímoron) se ocupa de
los poetas como si de una mercancía más se tratara (primando lo joven y reluciente, lo
fácilmente digerible y olvidable, el espectáculo fugaz, cuando no se reproducen
estereotipos decimonónicos1), con muchos críticos convertidos en pregoneros
laudatorios de previsibles novedades (recordando al inefable José Luis Moreno en
“Noche de fiesta”), una industria editorial muy limitada por las exigencias del mercado
y por el habitual clientelismo, y un sistema institucional de premios y subvenciones
que, además de corrompido, resulta poco imaginativo y completamente ineficaz (no se
entiende, por ejemplo, la gran cantidad de premios de poesía joven consistentes en
dar propina al autor y editar un libro que, en la inmensa mayoría de los casos, resulta
inmaduro e innecesario, cuando sería más útil estimular a los jóvenes con becas,
estancias y talleres con los que pudieran desarrollar sus potencialidades).
Pero quizás la más triste consecuencia sea la rendición de los propios poetas
a los valores dominantes. Es curioso observar cómo incluso los poetas más valiosos,
si quieren tener resonancia (y siempre se escribe para los demás), se ven obligados a
entablar una continua lucha por la visibilidad (el poeta convertido en anuncio de sí
mismo). Lo que llega al ridículo en los numerosos casos de aspirantes a poeta que
han cambiado el sistema de referencia de su narcisismo: del tradicional deseo de crear
una obra inmortal al actual empeño de lograr ser reconocido como poeta al margen de
la poesía, queriendo copiar el modelo “Operación Triunfo” y, en ocasiones,
pretendiendo sonar infantilmente provocadores. Cuando la auténtica rebeldía ya no
consiste en contradecir los consejos de nuestros entrañables padres y abuelos, sino
más bien en lo contrario: el esfuerzo, la constancia, la fidelidad, la austeridad, la
discreción, son, hoy en día, valores completamente revolucionarios y antisistema, en el
1 Ambos extremos han sido llevados a un punto de insuperable ridículo en un reciente reportaje de “El País semanal” (13/06/2010) firmado por Jesús Ruiz Mantilla donde, bajo el titular “Poetas de aquí y ahora”, se pretende presentar a “una brillante generación de jóvenes poetas” que posan en un paisaje bucólico (porque “de vez en cuando escapan al campo a por las musas”) con elegantes vestimentas que los pies de foto se encargan de exaltar (así, vemos a estos buscadores de la “autenticidad poética” con ropa de Armand Basi, Lacoste, Tommy Hilfiger...).
pleno sentido de la palabra. Sólo desde estas premisas se puede llegar a cambiar el
rumbo, o deriva, de la cultura.
De muchos de estos asuntos se ocupa el ensayo de Rodríguez-Gaona, un libro
nada complaciente con el estado actual de las cosas pero que, lejos de quedarse en
una simple denuncia, nos aporta la ilusión de que no toda la poesía española está en
doma, ni siquiera en derrota, y que, de hecho, el camino de la renovación (de la poesía
y de cuanto la rodea, si es que se puede establecer una distinción) ya está abierto. El
propio ensayo, sólidamente argumentado, de carácter humilde y constructivo, sin caer
en excesos espectaculares, es una buena muestra de ello. A su lado, el famoso
Postpoesía, de Fernández Mallo (un gran novelista y poeta, por otra parte), muestra
una enorme endeblez teórica y un excesivo deseo de epatar (si bien es cierto que este
libro se entiende mejor como artefacto literario, en la estela del manifiesto
vanguardista, que como ensayo).
La obra de Rodríguez-Gaona se divide en tres partes, claramente
diferenciadas, aunque la tercera (y, a mi juicio, la más interesante) guarda una
estrecha relación con la primera, a modo de conclusión y apertura desde la poesía
hacia otros campos del presente, mientras que la segunda (una serie de críticas a
libros recientes) viene a ser una especie de interludio donde se desciende a lo
concreto antes de volver a tomar el vuelo. El objetivo principal del conjunto es, sin
duda, mostrar que otra poesía (y, en última instancia, otro mundo) es posible. Y,
además, necesario.
La primera parte, la más amplia, nos ofrece una caracterización detallada de
este nuevo grupo de poetas atendiendo no sólo a criterios estéticos sino también a
cuestiones históricas y socio-culturales. En cuanto a las primeras, se propone un
repaso a la poesía española desde la época de las vanguardias, con especial énfasis
en las últimas décadas, interpretando el conservadurismo español no como una
ausencia de propuestas renovadoras sino como una continua lucha por su visibilidad
en un entorno francamente hostil, coronado por el dominio de una corriente tan
reaccionaria como la llamada “poesía de la experiencia”, en cuyos años de mayor
auge empezarían a asomar las primeras señales de la necesaria renovación.
Una renovación silenciosa que realiza un grupo crecido en unas condiciones
materiales y culturales muy diferentes de las de sus padres. Son personas que se han
desarrollado ya en democracia, en años de bonanza económica y, lo que resulta más
influyente, en pleno auge del consumismo globalizado y tecnológico, del triunfo de los
productos “pop” y los “mass media”. Sus referentes culturales ya no son los del
marxismo, sino los diversos discursos posmodernos, notándose también una notable
apertura y multiplicación de sus fuentes. Por último, destaca su relativo
posicionamiento al margen del mercado, intentando aprovechar las oportunidades de
Internet para crear un sistema de comunicación con los lectores más horizontal y
democrático (como veremos, este punto será clave en la tercera parte del ensayo).
Su poesía (que se analiza de forma general en el cuarto apartado de la primera
parte, y de manera más concreta en las reseñas de la segunda) resultaría demasiado
heterogénea para ser unitariamente definida, una opinión muy repetida entre los
diversos analistas pero que, sin embargo, no resulta del todo cierta. De hecho, el
propio Rodríguez-Gaona acierta a extraer algunos rasgos que, en mayor o menor
medida, caracterizan a casi todos los autores, y los distinguen de otros grupos
anteriores, como la preferencia por lo fragmentario, lo indeterminado, la polifonía, el
humor irónico, la intertextualidad, el pastiche, la desconfianza en el lenguaje, el
cosmopolitismo o el interés por la obra de Ashbery. Todos testimonian la confusión del
hombre en la era posmoderna, pero con un espíritu moderado y reflexivo que, por lo
general, les hace más sutiles que radicales.
Sin entrar a valorar la oportunidad y acierto de la clasificación que realiza el
ensayista de estos nuevos poetas, es necesario polemizar con el hecho de que dos de
estos grupos se definan por el uso de formatos no convencionales para la difusión, e
incluso creación, de poesía. Del primero de estos grupos, los “poetas preformativos”,
se podría replicar que, lejos de mostrar una forma de “disconformidad”, como afirma el
ensayista, podrían suponer lo contrario, es decir, una manera de plegarse a las
exigencias del mercado proponiendo productos más espectaculares y accesibles2. En
cuanto al uso de las nuevas tecnologías (en los “poetas del diálogo interdisciplinario”)
hay que decir que, si bien es indudable que suponen una gran oportunidad de explorar
nuevas formas de creación, y que estas formas podrían alcanzar una excelencia no
inferior a la de la poesía, conviene no confundir los términos. Incluso disciplinas más
2 En este sentido resulta estimable un artículo de Alberto Santamaría en su blog donde, bajo el título “No me mola tu teatrillo”, afirma: “en estos espectáculos poéticos, como en una perfecta táctica de distracción, se tiende a incidir más en el soporte que en el lenguaje. Parece que poco importan lo que digan sino a través de lo que lo dicen. Así podemos observar verdaderas atrocidades pasadas de moda, verdaderas ridiculeces cursis que, filtradas a través de una pantalla, gritadas a pleno pulmón, u ocultas bajo una guitarra eléctrica, disimulan su escaso interés literario”, y continúa: “no son más que fórmulas de sometimiento al mercado desde la idea -vaga y ridícula- de querer reflejar lo contrario” (http://albertosantamaria.blogspot.com/2010/05/no-me-mola-tu-teatrillo.html).
estrechamente emparentadas, que también tuvieron una confusa convivencia inicial,
como el teatro y el cine, han demostrado ser dos opciones creativas por completo
independientes e irreductibles.
Resulta especialmente llamativa esta confusión en un ensayista que, en otros
momentos, se muestra tan cauto con la alianza de la poesía y de otros campos más
espectaculares, como sería “la tradición pop”. En este sentido, destaca su
recuperacion de la Escuela de Frankfurt para mostrar los peligros de la celebrada
unión de alta y baja cultura que caracteriza a la posmodernidad. Claro que la literatura
debe estar atenta a la “cultura pop”, pero no para alabarla o para seguirle el juego con
obras igualmente superficiales y olvidables, sino precisamente para mostrar las
debilidades y las amenazas que conlleva, aprovechando alguno de sus recursos de
forma creativa y paródica3. Hay que ser muy cuidadoso con esto, porque incluso desde
el mundo académico, con la supremacía de los “Estudios Culturales”, se está
procediendo a una deconstrucción de la “alta cultura” que, en la práctica, permite la
igualación (e incluso entronización) de los productos industriales y, de este modo,
favorece doblemente al poder mercantilista, por aumentar las ventas y, sobre todo, por
embrutecer a la sociedad y, en consecuencia, debilitar la resistencia.
No debe pensarse por esto que Rodríguez-Gaona se sitúe entre lo que Eco
llamaba los “apocalípticos”, puesto que su propuesta de futuro está basada,
precisamente, en potenciar las posibilidades de las nuevas tecnologías para construir
un sistema cultural más plenamente humanista. Y es que, según el autor, la presente
crisis de las humanidades no está directamente relacionada con el auge de las
tecnologías, sino con una clara voluntad política, y son las “redes”, precisamente, la
mejor oportunidad de cambiar las cosas, aprovechando el dinamismo horizontal e
interactivo que las caracteriza.
Así, en la tercera parte del ensayo, el autor defiende la posibilidad de mejorar
el sistema poético a través de redes sociales de creadores y lectores, en la línea de
algunos proyectos incipientes. Lo más interesante de esta iniciativa, desde mi punto de
vista, es que supondría poner en práctica una suerte de “poder distribuido” donde se
pudieran negociar consensos sobre la calidad de las obras, oponiéndose así tanto al
3 En una entrevista muy reciente con Vicente Luis Mora, Diego Doncel afirmaba: “creo que la cultura debe ser un medio para vigilar la realidad que quiere crear ese hipercapitalismo, no para convertirse en su portavoz o en su cómplice”, agregando de forma significativa: “por cierto, el hipercapitalismo no es sólo una concepción económica, es una concepción social y una cosmovisión” (http://vicenteluismora.blogspot.com/2010/06/entrevista-diego-doncel-sobre-mujeres.html).
“poder autoritario” de la crítica tradicional como al “no poder” (o, mejor dicho, “poder
del mercado”) del relativismo radical. Es estimulante imaginar una aplicación de esta
misma idea al campo de la política tradicional, con lo que estaríamos ante la
oportunidad de profundizar (o de descubrir) la democracia.
De esta manera podríamos caminar hacia “la construcción de un imprescindible
Humanismo digital” (p.230), como concluye el autor. “Humanismo”, sí, siguiendo la
línea de los ilustrados, pero con una necesaria ampliación del concepto de
racionalidad. Un humanismo, en palabras del ensayista, “más tolerante, con espacio
para la duda y que no se fundamente exclusivamente en la razón lógica (…), un
humanismo transcultural” (p.214). Por tanto, un humanismo que aprenda de los
errores del pasado pero se enfrente sin complejos al futuro, con un proyecto colectivo
y optimista que pueda hacer frente al mercantilismo dominante hoy en día. Y, como
decíamos, un humanismo “digital”, pero sin olvidar la necesidad de la lectura
tradicional, sea en libro de papel o en libro electrónico, ya que no podemos prescindir
ni de la herencia de siglos de cultura letrada ni de los beneficios que nos aporta la
práctica de una lectura vertical, reflexiva y profunda.
Se puede comprobar, por tanto, que los objetivos que plantea Rodríguez-
Gaona resultan suficientemente ambiciosos e ilusionantes. Sin embargo, peca de
ingenuo a la hora de proponer los medios para lograrlo. Centrándonos en la poesía,
podemos conceder que el establecimiento de comunidades virtuales sea una buena
manera de cambiar los medios de difusión y de crítica, pero no parece que sea
suficiente para crear nuevos lectores de poesía. El plegarse a “teatrillos” para
estimular la recepción de la poesía, bajando así el nivel de exigencia con el ánimo de
seducir a más personas, tampoco parece ser una opción adecuada. Ni los hipócritas
planes de fomento de lectura de las instituciones (de los empresarios mejor ni
hablamos), con un “Ministerio de la Culpa” (como brillantemente lo denominó David
Trueba) que reparte limosnas y bonitas palabras como tiritas y parches que sólo sirven
para acallar su propio remordimiento.
Lo que necesitamos es una sociedad que por fin se decida a ser egoísta. Con
un egoísmo tan radical que no permita que le roben sus posibilidades de pleno
desarrollo humano, siendo la poesía, el arte, y la cultura en general, medios
irrenunciables para alcanzarlo. Que cada persona, egoístamente, reclame su derecho
a realizarse como persona, lo que sólo será posible formando parte de una sociedad
realmente culta y democrática. La idea de un “humanismo digital”, como el que
propone el autor, es un buen aliciente para reiniciar el camino. Hoy, más que nunca, la
utopía es necesaria.
Guillermo Molina Morales