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197 revista de la facultad de filosofía y letras M I S C E L Á N E A Mediación autorial en Tomóchic de Heriberto Frías Daniel Orizaga Doguim La prensa mexicana de finales del siglo xix no sólo es el medio masivo por el cual se informa sobre eventos ocurridos dentro del país y fuera de éste, en la se dan a conocer los adelantos tecnológicos del momento o se ofrecen productos para el consumo, sino que también forma la consciencia intelectual y nacional de los ciudadanos, aspiración que se puede rastrear desde los inicios del perio- dismo nacional. Letrados como Guillermo Prieto, Manuel Payno, José Tomás de Cuéllar, Ignacio Ramírez, Ignacio Manuel Altamirano, Ángel del Campo, jun- to con Heriberto Frías, 1 sienten que su principal labor está en el periodismo al que consideran como una variante de su narrativa “mayor”. 2 El periódico es el lugar de encuentro en el que se pone en contacto lo oral y lo escrito, la alta cultura con la popular: donde el chisme convertido en relato convive con la crónica literaria, el anuncio comercial y el poema modernista. La circulación de ideas sociales, programas políticos, de versiones y contraversio- nes de la modernidad inoculada desde el poder, encontró en las publicaciones periódicas un espacio tanto para reforzar las posiciones positivistas y exclusivis- tas del Estado, como para cuestionarlo, en la medida de lo posible, dentro de la frágil libertad de prensa durante la dictadura liberal del Porfiriato, 3 en la cual: el Porfirio Díaz de 1876, continuador del “ala renovadora” del juarismo … se va des- plazando hacia una política contemporizadora con la jerarquía eclesiástica, a una retorización de lo más crítico del discurso de los liberales y a una categórica alian- za con el latifundista. (Viñas 24) La consciencia de la posición privilegiada del periodista entre los discur- sos de la modernidad y su funcionamiento puede leerse, desde sus primeras * Licenciado en Lenguas Modernas en Español (Universidad Autónoma de Querétaro). Miembro del Consejo de Redacción de la Revista de Literatura Mexicana Contemporánea (The University of Texas en El Paso / Ediciones Eón). 1. Cuya labor como periodista destaca en los diarios El Combate, del general Sóstenes Rocha; en Gil Blas, El Demócrata, El Imparcial , Revista Moderna, El Mundo, de México, D. F. ; El Correo de Mazatlán y La Voz de Sonora, de Hermosillo. Fue editor de La Convención, publicada en 1914 en Aguascalientes, después en San Luis Potosí, en México, D.F., y por último en Cuernavaca, Morelos (Carrasco 215). 2. Complementa esta afirmación Juan Domingo Argüelles: [A] menudo se olvida que la literatura del siglo XIX mexicano, es decir, la literatura de apenas ayer, nació en las páginas de las revistas y los periódicos, y que los autores no desdeñaban su oficio ni su condición al pensar en el soporte hiperperecedero en el que llegaría al público lector. Muy por el contrario, veían en el periodismo una vía óptima, un medio extraordinario, por su carácter ecuménico y económico, para proponer un diálogo cultural en un país de analfabetos, y con ello comenzar a construir verdaderamente la nación. La gran novela del siglo XIX es una descomunal obra colectiva cuyos capítulos son todos aquellos que cada uno de los más significativos cronistas le fue sumando con su obra y, sin exageración, con su vida misma. (11) 3. Buena parte de los esfuerzos y la energía de la prensa independiente y antigobernista se enfocaba en la lucha por lograr espacios libres y en evitar que los medios fueran clausurados, así como en la excarcelación de los periodistas en prisión (Arenas Guzmán página).

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revista de la facultad de filosofía y letras

M I S C E L Á N E A

Mediación autorial en Tomóchic de Heriberto Frías

Daniel Orizaga Doguim∗

La prensa mexicana de finales del siglo xix no sólo es el medio masivo por el cual se informa sobre eventos ocurridos dentro del país y fuera de éste, en la se dan a conocer los adelantos tecnológicos del momento o se ofrecen productos para el consumo, sino que también forma la consciencia intelectual y nacional de los ciudadanos, aspiración que se puede rastrear desde los inicios del perio-dismo nacional. Letrados como Guillermo Prieto, Manuel Payno, José Tomás de Cuéllar, Ignacio Ramírez, Ignacio Manuel Altamirano, Ángel del Campo, jun-to con Heriberto Frías,1 sienten que su principal labor está en el periodismo al que consideran como una variante de su narrativa “mayor”.2

El periódico es el lugar de encuentro en el que se pone en contacto lo oral y lo escrito, la alta cultura con la popular: donde el chisme convertido en relato convive con la crónica literaria, el anuncio comercial y el poema modernista. La circulación de ideas sociales, programas políticos, de versiones y contraversio-nes de la modernidad inoculada desde el poder, encontró en las publicaciones periódicas un espacio tanto para reforzar las posiciones positivistas y exclusivis-tas del Estado, como para cuestionarlo, en la medida de lo posible, dentro de la frágil libertad de prensa durante la dictadura liberal del Porfiriato,3 en la cual:

el Porfirio Díaz de 1876, continuador del “ala renovadora” del juarismo … se va des-plazando hacia una política contemporizadora con la jerarquía eclesiástica, a una retorización de lo más crítico del discurso de los liberales y a una categórica alian-za con el latifundista. (Viñas 24)

La consciencia de la posición privilegiada del periodista entre los discur-sos de la modernidad y su funcionamiento puede leerse, desde sus primeras

* Licenciado en Lenguas Modernas en Español (Universidad Autónoma de Querétaro). Miembro del Consejo de Redacción de la Revista de Literatura Mexicana Contemporánea (The University of Texas en El Paso / Ediciones Eón). 1. Cuya labor como periodista destaca en los diarios El Combate, del general Sóstenes Rocha; en Gil Blas, El Demócrata, El Imparcial , Revista Moderna, El Mundo, de México, D. F. ; El Correo de Mazatlán y La Voz de Sonora, de Hermosillo. Fue editor de La Convención, publicada en 1914 en Aguascalientes, después en San Luis Potosí, en México, D.F., y por último en Cuernavaca, Morelos (Carrasco 215).

2. Complementa esta afirmación Juan Domingo Argüelles:[A] menudo se olvida que la literatura del siglo xix mexicano, es decir, la literatura de apenas ayer, nació en las páginas de las revistas y los periódicos, y que los autores no desdeñaban su oficio ni su condición al pensar en el soporte hiperperecedero en el que llegaría al público lector. Muy por el contrario, veían en el periodismo una vía óptima, un medio extraordinario, por su carácter ecuménico y económico, para proponer un diálogo cultural en un país de analfabetos, y con ello comenzar a construir verdaderamente la nación.

La gran novela del siglo xix es una descomunal obra colectiva cuyos capítulos son todos aquellos que cada uno de los más significativos cronistas le fue sumando con su obra y, sin exageración, con su vida misma. (11)

3. Buena parte de los esfuerzos y la energía de la prensa independiente y antigobernista se enfocaba en la lucha por lograr espacios libres y en evitar que los medios fueran clausurados, así como en la excarcelación de los periodistas en prisión (Arenas Guzmán página).

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páginas, en Tomóchic (1893)4 de Heriberto Frías. Podemos arriesgarnos a seña-lar que las constantes reescrituras de la novela están motivadas por un intento de reformar esa tensión. Buena parte de la vigencia literaria de Tomóchic está en esa proximidad con el estilo periodístico, que de alguna manera diluye la pesa-dez que identificamos en otras novelas decimonónicas, y la haría más cercano, hasta cierto punto, a las modernas novelas de “non-fiction”, aunque es eviden-te en la composición, en el uso del lenguaje y en las convenciones que es una obra plenamente representativa de su periodo, en el que distintas escuelas lite-rarias convivían en Hispanoamérica (y por momentos en un mismo escritor).

El desgarre entre lo testimonial —la fidelidad al referente— y lo literario —la fidelidad a la forma y a ciertos modelos—, es lo que pone en juego diver-sos códigos narrativos. El pacto de lectura pone sus propias condiciones. En To-móchic la figura privilegiada es la del militar periodista —el personaje Miguel Mercado en la novela—, testigo vivencial de los sucesos, que funciona como un mediador, un traductor que explica los acontecimientos caóticos a través del lenguaje al gran público lector. Frías encarnaría la condición que Julio Ramos detecta en el intelectual de finales del siglo xix, que “se repolitiza en la crítica a lo político. Y establece, precisamente a raíz de su lugar descentrado, alianzas, afiliaciones, en los márgenes de la cultura dominante” (74).

El enfrentamiento en la población de Tomóchic, Chihuahua, no pudo evitar-se: el movimiento milenarista y religioso, de raigambre en la devoción popular unido a una condición sociogeopolítica de aislamiento y resistencia antiquí-sima, configura Tomóchic como espacio alterno a los intereses del porfirismo y sus subalternos. Una versión historiográfica cuenta someramente el suceso:

El noveno batallón del ejército federal partió el 3 de octubre de 1892 de la capital de la república hacia el norte para unirse a otras fuerzas del ejército que estaba en campaña contra los habitantes “revoltosos” de Tomóchic, en el estado de Chihua-hua. En las batallas que siguieron ese pueblo serrano fue aniquilado.5 (Illanes 11)

Para el narrador de Tomóchic, el episodio se resume como:

Un núcleo de hombres demasiado fuertes y demasiado ignorantes aunque inteli-gentes; falta de silabario y sobra de “imágenes”; mucho orgullo en almas místicas, extrañamente místicas, que se desbordaron, y rompiendo hasta el cisma, entregán-dose al delirio; la Santa de Cabora y los que le soplaban como a funesta pitonisa; las demasías de las autoridades mínimas, el lúgubre caciquismo, los desmanes de la soldadesca, misteriosos atizamientos políticos, causas grandes por dentro y pe-queñas chispas por fuera. (141)

La violencia se espera desde el comienzo de la novela. El recorrido a lo des-habitado, al espacio natural o no codificado —que no es tal, como veremos— también implica, como en un relato místico, un aprendizaje. Al principio de la

4. Dabove rastrea los cambios en el título de la obra, tema trascendental para establecer nuestra lectura: La narrativa de El Demócrata se titula ¡Tomóchic! Episodios de campaña (relación escrita por un testigo presencial). La edición tejana de 1894 fue titulada ¡Tomóchic! Episodios de la campaña de Chihuahua. En 1899 la novela sólo se llamó (y así es recordada) Tomóchic. Finalmente, en la edición de 1906, el título es Tomóchic: novela histórica mexicana. (367)

5. Más detalles nos brinda Adriana Sandoval: Entre el 6 de diciembre de 1891 y el 20 de octubre de 1892, se llevó a cabo el asedio militar, los enfrentamientos y el aniquilamiento de los habitantes de Tomóchic, en el estado de Chihuahua. Cuatro meses después del inicio de la campaña, a partir del 14 de marzo de 1892, el periódico El Demócrata, de la ciudad de México, empezó a publicar, sin firma, una serie de entregas sobre los sucesos en el norte del país (la última entrega del periódico fue el 16 de abril de 1893). (263)

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novela los tomochitecos son vistos como la personificación de la barbarie y des-critos como “adustos hombres … de enmarañada cabeza y áspera barba eriza, [que muestran un] gesto de desprecio [e] idéntica fiereza altiva” (Frías 1) por oposición con el militar civilizador,6 ejemplificado en el “simpático tenientillo del Estado Mayor, de aspecto infantil … , un buen chico que apreciaba sincera-mente, por franco, ingenuo y recto” (2).

Mercado sabe que ha incursionado en un territorio marginal en el que sus conocimientos de la urbe no sirven y reconoce que “no podía penetrar la cau-sa del alzamiento obstinado de ese pueblo ignorante, y el espíritu a veces ma-licioso y desconfiado de Miguel entreveía algo tenebroso y podrido” (5). Sin embargo, la ironía comienza ya a fracturar las visiones esquematizadas del mi-litar como dador de civilización para un pueblo “primitivo” al que se debe do-mar o eliminar, pues el narrador nos dice que:

[S]e brindó por los que iban como valientes a defender al Gobierno, que según el mayor significaba “la causa del orden, la paz, la civilización, etc.”

El mayor brindó respetuosamente “por el general Porfirio Díaz, por el victorio-so regenerador de la Patria, etc.” (5)7

Esta ironía lograda por la citación “etc., etc.” comienza a postular la deses-tabilización del monólogo del poder que no soporta el humor.8 Lo podrido vie-ne de muy cerca. ¿Quién es el bárbaro? Los papeles se intercambian o, mejor, se confunden al convivir en el mismo espacio: “Y Miguel seguía escuchando, taciturno, devorando un trozo sanguinolento de carne asada”. Los otros habi-tantes de las zonas cercanas miraban a los insurrectos como “admirables tirado-res, heroicos, inteligentes, caballerescos, inauditos”. Este recurso —enfatizado a partir de la segunda edición— muestra la contradicción entre el discurso de la ley “universal” del Estado y la realidad mexicana. El dictador Díaz, a pesar de no estar presente físicamente en el campo de batalla, siempre se considera como el centro de enunciación del logocentrismo militarista apoyándose —mu-tuamente— en la doctrina liberal-positivista.

Tomóchic es un documento inmejorable para observar la transiciones entre corrientes literarias como el Romanticismo de principios de siglo, el Realismo —o mejor, en el caso de Frías, Naturalismo— y el Modernismo, ya que compar-ten el mismo soporte material, el periódico y, principalmente, para entender las transformaciones del periodismo desde mediados del siglo xix hasta principios del xx, aparejados con cambios mercantiles, tecnológicos y sociales.

Dos géneros (según la terminología bajtiniana) son importantísimos en la factura de Tomóchic: el periodismo político, aunado al reportaje, y la novela re-alista —aunque no los únicos—. Podríamos pensar que el primero, referencial y directo —en la primera versión por entregas— resulta más que el que presta

6. Los tomochitecos no eran indios tarahumaras, pues éstos habían sido desplazados hacia las sierras, ni mayos ni apaches:

Antes de finalizar el siglo xvii los asentamientos coloniales eran concentraciones sumamente inestables; fue hasta principios del xviii cuando los habitantes no indios consideraron al sur de la cuenca del Papigochic como un lugar apto para establecerse. (Illades 33)

El error de considerarlos como tales fue extensivo a Azuela y Carballo, e incluso para Viñas, Heriberto Frías cuestiona la actitud represiva contra el indio (27).

7. Los oficiales, sin embargo, son vistos con alguna consideración:¿Qué culpa tenían aquellos seres que sufrían y luchaban anónimamente por cosas tan vagas, tan altas, tan incom-prensibles para ellos como la tranquilidad del país, el Orden, la Paz, la Patria, el Progreso? (10)

8. El ejemplo más claro es la persecución que ejerció el régimen contra El Ahuizote y El Hijo del Ahuizote (Arenas Guzmán pàgina).

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mayor atención a las condiciones de verosimilitud, desarrollo psicológico de personajes y manejo artístico del lenguaje —en la versión definitiva—, bajo la égida de la novela como la concebía Zola. Buena parte de la cuestión radica en que las dos líneas siguen estando activas en cada concreción, en cada corrección del hipotexto. La llamada crítica genética mostraría aquí su oportunidad teóri-ca y metodológica, pero esta necesidad sale de los límites analíticos del acerca-miento que proponemos por carecer de material de primera mano.9

Juan Pablo Dabove adelanta una interpretación:

Tomóchic como tragedia desafía la representación, nos dice Frías: pero ese desafío es una cuestión de número. Tomóchic como trauma sería irrepresentable. Así, mientras la primera versión de Tomóchic (considerada “poco literaria”) es una herida en la con-ciencia nacional, Tomóchic en tanto novela histórica se propone como una cura, don-de la violencia se reincorpora en la trama de la historia de la subjetividad nacional, no la repetición (reactualización) fantasmática del trauma, sino la recitación melan-cólica de la pérdida. (365)

Definitivamente, el ensayo de Dabove ha abierto nuevas rutas en el análisis de Tomóchic. Sin embargo, pueden hacerse precisiones. Más bien, amparados bajo el análisis que Antonio Saborit (1994) hace de la novela como tal y como un suceso histórico —doble operación en la que su análisis muestra una ventaja sobre el de Dabove— vemos cómo Tomóchic es un caso específico que sirve para reflexionar sobre la función autor. Más allá de una mención apropiada para el anecdotario de la literatura mexicana, la cuestión de la autoría está en el centro de la discusión sobre el texto, como certeramente apunta Saborit en su mono-grafía. El vínculo etimológico autor-autoridad cobra relevancia indiscutible. Poco después de la publicación por entregas en el periódico oposicionista El Demócrata, Frías fue arrestado militarmente y a él y a su editor en la ciudad de México, Joaquín Clausell, se les abrieron procesos penales. El quid radicaba en la posición que tiene determinado emisor en la sociedad, en la cultura letrada de finales del siglo xix: la función autor cambia de signo,10 ya que “[the] journal-ism undermines the idea of the ‘author’ —so vital to nineteenth-century litera-ture and philology— because what matters most in journalism is information itself and not the individual who transmits it” (González 85).

Esto remite inmediatamente a las preocupaciones por definir al autor que Foucault desarrolla en “¿Qué es un autor?”: al poder le interesa identificar al emi-sor de un discurso subversivo para poder castigarlo (351-356). Brown adelanta que la “cuestión Tomóchic” le sirvió a Díaz para acallar las críticas que a través de El Demócrata eran lanzadas, y las entregas aparecidas fueron una causal más de ese proceso legal contra Clausell y contra Frías. Esto explicaría la displicen-cia, los equívocos y errores al recolectar las pruebas en el “caso Frías” que le per-mitieron ser absuelto el 22 de agosto de 1893 y salvar la vida (Saborit pàgina).

El argumento principal del editor en el juicio no fue ni siquiera negar la co-rrespondencia con Frías —que lo hizo en un principio y tuvo que aceptar después por la declaración de un testigo— sino que él había compuesto el manuscrito con los datos de un informante que le hacía llegar periódicos de la zona norte (Chi-

9. Dabove y Brown postulan la necesidad de una edición comentada de la obra, que consigne estos avatares como condición previa de un análisis profundo. Brown, en la edición de 1968 de Porrúa, propone una parcialmente, y Dabove menciona en su artículo estar en la preparación de la segunda.

10. Aunque el artículo de Dabove explora la cuestión del intelectual en Tomóchic, nuestra intención es explorar este tema en un sentido diferente, como se verá adelante; sin embargo, reconocemos nuestras deudas con el citado texto.

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huahua, El Paso y otros lugares de los Estados Unidos).11 No se trataría entonces del relato de un testigo, como se presumía en el subtítulo de la primera entrega, sino de una ficción, tomando como modelo La debâcle de Zola, texto ampliamen-te difundido y leído en la época (Sandoval 264). Su intención sería, en ese caso, novelizar para obtener un beneficio económico, no hacer una denuncia del ejérci-to, susceptible de persecución, sino un material vendible para el entretenimiento, actividad no sancionada —de entrada— por el paradigma liberal-mercantilista:

Como director del periódico El Demócrata, concebí la idea de escribir y publicar una novela, tomando por modelo La debacle de Zola, aprovechando los acontecimientos de la guerra de Tomóchic. Pensé que por lo reciente del caso y el estilo en que se iba a escribir tendría aceptación en el público. (Citado en Saborit 64)

Esto es síntoma de “la radical dependencia que tiene la literatura de la prensa en el fin de siglo” (Ramos 60) con el mercado. En efecto, Tomóchic no fue leído por su calidad artística —reconocida como poco relevante—, sino por su carácter informativo de actualidad, interesante para un gran público. La vi-sión del “texto como mercancía” enlaza a la novela con las crónicas modernis-tas que acapararán las páginas en los diarios en el cambio del siglo xix al xix.12 También el cuestionamiento de la función de autor es tomado por modernis-tas, como Gutiérrez Nájera, por el constante ocultamiento bajo pseudónimos con los que escribía (González 94).

Si, como afirma Clausell, la información ha sido tomada de distintas fuentes periodísticas e informantes —previamente mediatizada— el editor se convierte en la autoridad recomponiendo los textos de otros, y, por lo tanto, es suscep-tible del “castigo” que le corresponde como un autor “cualitativamente” dife-rente. Esta división, en contexto moderno-liberal es también significativa: los espacios discursivos también se dividen y se especializan.

Frías pertenecía a la clase media surgida en el porfiriato, que pudo edu-carse bajo los patrones y limitaciones del positivismo en la Escuela Nacional Preparatoria, planeada por Gabino Barreda con la bendición de Benito Juárez (Brown pàgina).13 La deficiente formación académica, el estilo a veces vacilan-te y la intención estética de Frías no pueden competir con aquellos de los mo-dernistas más ilustres. Se ha señalado, por otro lado, que el autor de Tomóchic

14 se tomó muchas libertades en ciertos pasajes de la novela, para no ahondar en el tono: no existe una correspondencia entre el espacio narrado y el espacio real.15 Clausell se defiende —o defiende a Frías— al afirmar que copió pasajes

11. Brown cuenta que el manuscrito “escrito de puño y letra de Frías y … ¡en papel sellado del Noveno Batallón!” fueron apropiadamente escondidos o destruidos antes de los cateos (xii).

12. Con respecto a los modernistas, se ha notado que:The journalistic text was never written solely to satisfy aesthetic criteria; rather, it was tailored to what the editors of the newspaper or journal considered the public would pay to read about … Significantly, the term used in Spanish to refer to a member of the editorial staff of a newspaper is redactor, which means “writer” but in a sense is closer to the notion of “scribe” or notary than of “author”. (González 89)

13. Sobre la dictadura porfirista (1877-1910), pueden aplicarse también estas palabras de Viñas (1983:19) sobre el también general Julio Argentino Roca en su presidencia durante 1880-1916:

Su positivismo se manifestaba, sobre todo, en su severa economía de tácticas: monopolio de las tierras expropiadas a los indios, capitalización de un prestigio pulcro obtenido sobre los desmanes de sus subalternos —que se cues-tionaría precisamente con la tragedia de Tomóchic [D.O.D]— centralización, conservadurismo modernista, feroz “homogeneización” racial, fuerte estatización, sintonización con los ritos del capitalismo mundial …, reafirmación de fronteras [y] articulación de los ferrocarriles [y] los telégrafos.

14. “Es hasta 1899, en la tercera edición, cuando aparece el nombre de Heriberto Frías en la portada de la novela”. (Illanes 11)

15. En las memorias de José Carlos Chávez, capitán del ejército federal en la campaña, sostiene en su libro de 1943 que Frías “dejándose llevar por su pródiga imaginación pasó los límites de la realidad y asentó muchas falsedades”

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exactos del libro de Zola y los adaptó por desconocer ciertos detalles (Sandoval pàgina). Esta ambigüedad permitió la liberación de Frías, que había negado la autoría de la obra. Rigurosamente, Clausell es quien mejor se apega a la noción de letrado, según la conciben Ángel Rama (en La ciudad letrada) y Julio Ramos. De profesión periodista, fundador y director de periódicos, desarrolla una só-lida carrera que Frías no logra. La cultura literaria de Clausell es mayor y su sensibilidad para entender el momento, clave para las letras nacionales. Así, el editor toma una relevancia indiscutible.16

Es necesario entender que el porfiriato también crea una ficción sobre los hechos de Tomóchic,17 pues se reactuliza, entre otros, el tópico de la campa-ña al desierto: paradójicamente, el lugar periférico vacío es peligroso por ser centro de posibilidades que rompen con la visión única del Estado liberal. El Estado porfirista pretende llenar todos los intersticios, incluso los espacios a los que niega una constitución propia. Tomóchic es entonces una zona discur-sivamente vaciada y por lo tanto propicia para ser rellenada.18 Pero la región de Tomóchic, Temósachic y del distrito de Guerrero está imbuida en conflictos te-rritoriales y fundacionales desde la época de la conquista y la colonización —incompleta— de la zona.19 Las rebeliones serranas del occidente chihuahuense, de carácter autonomista, “forman parte de los movimientos de protesta rural de sociedades preindustriales ante el advenimiento de la economía moderna, con la que se quebrantaba el equilibrio de la sociedad tradicional, lo que pro-duciría efectos catastróficos en ésta” (Illanes 14).

Uno de los argumentos para la intervención fue que los rebeldes eran in-dios, y por lo tanto, afectaban los intereses de los mexicanos —mestizos—, haciendo el gobierno gala de su indofobia, contagiable a buena parte de la sociedad nacional. Era más fácil esencializar el conflicto en cuestión de razas, apoyados en conflictos bélicos anteriores, que aceptar la arbitrariedad y el abu-so del poder contra ciudadanos mexicanos por parte de subalternos porfiristas.

Según la versión oficial, el tejido social homogéneo, mantenido “sano” por medios “científicos” mostró un desequilibrio que debía ser corregido por la campaña, ya que con ella “[e]l peligroso histerismo de Tomóchic, supurando y sangrando como un tumor, iba a ser extirpado” (Frías 32). El narrador de la novela reconoce la pertenencia de Tomóchic como integrante del cuerpo de la

(Illades12).

16. Recuérdese, por ejemplo, la labor de Vanegas Arroyo. Véanse trabajos en Olea Franco (ed.).

17. Saborit inicia su monografía con una proposición fundamental cuando critica que habrá de desarrollar la versión de Tomóchic como:

pueblo de fanáticos que la autoridad porfírica inventó en esa parte de Chihuahua a fin de justificar sus acciones [pues] creo que hay que pensar dos veces el argumento religioso para explicar lo que sucedió en la Sierra Ta-rahumara hace cien años; en primer lugar porque ese argumento está en la desconfiable historia oficial de este episodio y enseguida porque es preferible ver las manifestaciones religiosas como algo menos extraordinario o estudiarlas con pies fríos. (12)

18. Baste anotar algunos de los estudios de distinta índole que se han escrito sobre el episodio: Plácido Chávez Calde-rón (1964), La defensa de Tomóchic; Fernando Jordán (1978), Crónica de un país bárbaro; José Carlos Chávez (1979), Peleando en Tomóchi; Alan Knight (1985), “Caudillos y campesinos en el México revolucionario 1910-1917”; Enrique Krauze (1986), “Chihuahua ida y vuelta”; y la bibliografía de este trabajo.

19. Remitimos nuevamente a las monografías de Illades y Saborit. Por otro lado, el tema de la Santa de Cabora, Teresa Urrea (1875-1906) —así como la de otros “santos” en la región— y su relación directa o no con los acontecimientos de Tomóchic ya ha sido ampliamente debatido; no tocaremos aquí la cuestión. Remitimos a la bibliografía. En la misma no-vela, en el capítulo VIII, “Las causas ostensibles”, y en el capítulo xxxVIII, “La santa de Cabora” se discute el asunto:

¿Qué papel había desempeñado aquella pobre muchacha histérica cuya epilepsia pacífica sugería tales embria-gueces bélicas en los aislados hombres fieras en las montañas, qué juego inconsciente desarrolló en el miestrio primitivo de la épica rebelión de Tomóchic?

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nación, aunque como célula atípica.20 No puede identificarse plenamente con sus habitantes —a pesar de lo que ciertos críticos han señalado.

Hay una declaración ambigua: “Miguel reconocía otra vez que la Suprema Autoridad Nacional había cumplido con su deber de sofocar de golpe, a san-gre y fuego, aquella rebelión, por la férrea mano del general Díaz” (141) que de algún modo es explicada por la anotación de Dabove sobre la “soledad me-lancólica” del Frías letrado, donde:

la plenitud del sentido de nacional se pierde, pero no hay otra plenitud que la re-emplace, donde lo que se repite (lo que Frías repetirá en cada una de sus obras, casi hasta su muerte), como un trauma no es Tomóchic, sino la escena de su fracaso como escritor capaz de crear comunidad. (256-257) 21

Fenómenos como las rebeliones de Tomóchic o Canudos (en el noreste bra-sileño, 1893-189722) argumentan en favor de las revisitaciones al siglo xix, no como estéril ejercicio nostálgico, sino como momentos en los que el proyecto liberal ha mostrado su fragilidad.

La “barbarie” tomochiteca reclama un proyecto reconfigurativo de la na-ción, más ecuánime que el modelo centralista porfiriano y, al mismo tiempo, pide su capacidad negada de autorrepresentación, tanto por el gobierno que enturbia las “causas ostensibles” evidentes, como por la mediación de una capa letrada de la sociedad. El que la campaña de Tomóchic se haya constituido en texto, hizo posible su uso ideológico, incluso por la naciente revolución —ver-bigracia, la mención que hace Francisco I. Madero en La sucesión presidencial (Saborit 181). Ciertas lecturas contemporáneas tienden a exaltar los conflictos milenaristas más que a buscar las causas, consecuencias y desgarres en un epi-sodio que en su reescritura literaria muestra marcas latentes de las contradic-ciones nacionales (aún visibles).

B I B L I O G R A F Í A

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Cuántos… núm. 92, 1968. ix-xxi).

Brown, J. Heriberto Frías. TWA 486. Boston: Twayne Publishers, 1978.

20. La “metástasis” revolucionaria agrada y preocupa a la vez a Frías; agrada, por ser un cuestionamiento al porfirismo, preocupa porque no puede compartir sus premisas.

21. Para Dabove: “esta es la ‘jaula de la melancolía’ del letrado latinoamericano, en la que hoy, más de un siglo después, todavía nos encontramos” (pàgina).

22. Episodio narrado por Euclydes da Cunha en Os sertoes, y cuya relación con Tomóchic ya ha sido señalada por la crítica.

Page 8: Mediación autorial en Tomóchic decmas.siu.buap.mx/portal_pprd/work/sites/filosofia/... · y lo escrito, la alta cultura con la popular: donde el chisme convertido en relato convive

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