mauricio archila - problemas rurales · y tiempo diferentes, en parte por la violencia política...

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Mauricio ArchilaPh.D. en Historia, Universidad del Estado de Nueva York

(SUNY), Stony Brook, USA, y profesor titular del Departamento de Historia de la Universidad Nacional

de Colombia. Investigador asociado del Centro de Investigación y Educación Popular de Colombia. 

Principales publicaciones: Cultura e identidad obrera: Colombia 1910-1945, e Idas y venidas, vueltas y revueltas.

Los movimientos sociales latinoamericanos al inicio del siglo xxi

El caso colombianoEl artículo pretende acercarse a la dinámica reciente de los movimientos sociales en América Latina,

marcada por dos fenómenos aparentemente contradictorios: el neoliberalismo y la democratización. Se destaca la reactivación de luchas sociales en lo que va de este siglo sobre cuatro ejes renovadores: nuevas

identidades, resignificación de lo social, articulación de la acción directa con la institucional, e incursión en escenarios más amplios. Se enumeran algunos casos destacados en esas trayectorias como México,

Ecuador, Bolivia, Argentina, Brasil y Venezuela. En la segunda parte se aborda el caso colombiano que se presenta como distinto del resto del continente, pero que reproduce las tendencias comunes a un ritmo

y tiempo diferentes, en parte por la violencia política que lo azota y que produce polarizaciones sociales y políticas particulares.

Palabras claves: Movimientos sociales, neoliberalismo, democracia, Colombia, violencia

Latin American Social Movements at The Beginning of the Twenty First Century. The Colombian Case

The essay hopes to approach the recent dynamic of Latin American social movements as marked by two apparently contradictory phenomena: neoliberalism and democracy. The text emphasises the

reemergence of social struggles in recent years on the basis of four axes: new identities, resignifying the social, linking direct and institutional action, and interventions in wider fields. Several promi-

nent cases within these trajectories pertaining to Mexico, Ecuador, Bolivia, Argentina, Brazil and Venezuela are discussed. The second part of the study analyses the Colombian case, and despite its

apparent difference when compared to the rest of the continent, it replicates common tendencies, albeit with a different rhythm and tempo –partly due to the political violence characterising it, and

responsible for its particular politics and social polarization.Keywords: Social Movements, Neoliberalism, Democracy, Colombia, Violence

Os movimentos sociais na América Latina no início do século xxi. O caso colombiano

Neste artigo o autor visa se aproximar da dinâmica recente dos movimentos sociais na América Latina, marcada por dois fenômenos em aparência contraditórios: o neoliberalismo e a democratização. Tem

destaque a reativação de lutas sociais no que se refere ao século atual sobre quatro eixos renovadores: novas identidades, resignificação do social, articulação da ação direta com a ação institucional, e a incur-

são em cenários mais amplos. Alguns casos com destaque nessas trajetórias são enumerados, verbi gra-tia os do México, do Equador, da Bolívia, da Argentina, do Brasil e da Venezuela. Na segunda parte do

artigo, aborda-se o caso colombiano, sendo ele apresentado como singular a respeito do restante do con-tinente, bem que reproduzindo as tendências comuns, mas a um ritmo e tempo diferentes. Parte disto é

resultado da violência política que assola o país e que produz polarizações sociais e políticas peculiares. Palavras-chave: Movimentos sociais, neoliberalismo, democracia, Colômbia, violência

Somos mujeres y hombres: campesinas y campesinos, trabajadoras y trabajadores, profesionales, estudiantes, desempleadas y desempleados, pueblos indígenas y negros,

provenientes del Sur y del Norte, comprometidos a luchar por los derechos de los pueblos, la libertad, la seguridad, el empleo y la educación (…) El Foro Social Mundial de Porto Alegre es

un camino hacia la soberanía de los pueblos y un mundo justo

Foro Social Mundial de Porto Alegre, 2001 Declaración final

A fines de enero de 2001 se reunió en Porto Alegre, Brasil, el Primer Foro Social Mundial con una participación de más de 15.000 perso-nas provenientes de 117 países. Convergían allí las más diversas

organizaciones sociales y políticas, desde ambientalistas hasta sindicatos de trabajadores pasando por agrupaciones feministas, desde movimientos anar-quistas hasta partidos de izquierda democrática, todas con la mira de enfrentar la globalización neoliberal que campeaba en el planeta a la caída del “socia-lismo real”. Esta congregación de tan diversa procedencia expresaba el nuevo ciclo de protestas iniciado por los neozapatistas en la remota selva chapaneca en México a principios de 1994 y hecho visible en la llamada “batalla de Seattle” en noviembre de 1999. El Foro se realizó además en Porto Alegre, una ciudad intermedia brasilera en donde el gobierno local del Partido de los Trabajadores (PT), había impulsado con éxito la participación popular en la definición del presupuesto local.

Algunos puntos nos llaman la atención de la Declaración Final, titulada propiamente «Llamado de Porto Alegre para las próximas movilizaciones» 2: los actores que la firman se autoproclaman ante todo mujeres y hombres –en ese

Los movimientos sociales latinoamericanos al inicio del siglo xxi1

El caso colombiano Mauricio Archila

1/ Artículo basado en la ponencia al Taller “Social Movements Confronting Neoli-beralisms: Comparative Perspectives on Social Movements Theory and Practice in Asia and Latin America” en Chapel Hill (EEUU), abril 2010. Una versión en inglés salió publicada en la revista Labor, 8 (1), primavera de 2011.

2/ Estos puntos son temas que desarrollare-mos más adelante en este artículo.

SUR/versión 1 julio-diciembre 2011/ pp 177-206ISSN:2244-7946

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orden–, identidad que si bien se enmarca en la tradición humanista occidental no convoca sólo al género masculino y relega a un lugar secundario la apelación a las clases sociales. Hay con ello una ruptura con el tradicional discurso de las izquierdas mundiales, que no siempre valoraron el humanismo y que centraban su acción social y política en torno al conflicto en la esfera productiva. Pero la ruptura se profundiza con el énfasis en la lucha por los derechos, algo aparente-mente ajeno a las izquierdas latinoamericanas que propugnaban por el cambio a través de la toma revolucionaria del poder (Dagnino 1998).

Aunque habría otros aspectos para resaltar en la mencionada declaración, uno nos llama finalmente la atención: que el Foro Social Mundial –de ahora en adelante FSM– se considere un camino, no el único sino uno de tantos, para con-seguir «la soberanía de los pueblos y un mundo justo», consignas que luego se traducirán en la más simple, pero cargada de renovados contenidos: otro mundo es posible. Lo significativo es que el FSM da respuesta al marco estructural que enfrentan las fuerzas antineoliberales a nivel global, y en concreto en América Latina, caracterizado por la pérdida de soberanía estatal y la agudización de la desigualdad socioeconómica.

Con estas ideas en mente desarrollemos nuestra exposición, que en una primera sección mirará el contexto de los movimientos sociales en América Latina para examinar luego su significado3. En la segunda parte se abordará el caso colombiano, aparentemente en contravía de lo que ocurre en el resto del continente, pero por eso mismo lo consideramos un rico “laboratorio” para analizar los logros y desafíos de los movimientos sociales latinoamericanos en lo que va del siglo xxi.

América LatinaEl final del “corto” siglo xx –comienzos de los años noventa según Hobsbawm (1994)–, que a nivel global significó el derrumbe del socialismo real y el triunfo del neoliberalismo; en América Latina estuvo acompañado de otros complejos procesos estructurales que enmarcan la acción social colectiva en el conti-nente. Nos referimos a dos procesos aparentemente contradictorios: de una

3/ Como lo hemos desarrollado en otra parte (Archila 2003) concebimos a los movi-mientos sociales como aquellas formas de acción social colectiva que, con cierta permanencia en el tiempo, se enfrentan a injusticias, desigualdades y exclusiones, en marcos espacio-temporales concretos. Los distinguimos de las protestas socia-les, al considerar que éstas son una forma puntual de hacer visibles los movimientos sociales, mas no la única y por momentos ni siquiera la principal. Así, no todo movi-miento social acude a la protesta como tampoco toda lucha social se proyecta como movimiento más duradero o, en términos de Sidney Tarrow (1994), no todo lo que se mueve es movimiento social.

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parte, la crisis del modelo de desarrollo que marcó su historia en gran parte del siglo pasado –la Industrialización por la vía de la Sustitución de Importaciones (ISI)– y la concomitante pérdida de soberanía del estado nacional; de otra parte, la creciente democratización de la vida pública en nuestras sociedades. Eran luces y sombras que anunciaban el fin de la incompleta modernidad latinoame-ricana y el cierre de la lógica de la acción social colectiva centrada en las clases sociales, especialmente la obrera (Calderón 1995). Analicemos estos procesos.

La crisis de la deuda externa durante los años ochenta, que fue calificada como la “década perdida” en América Latina, fue el detonante para cuestio-nar en forma definitiva el modelo de desarrollo ISI –“nacional-popular” en términos de Touraine (1989)–. En efecto, dicho modelo le apostaba a la indus-trialización como motor de crecimiento económico y de distribución de riqueza a través de políticas tímidamente fordistas traducidas en relaciones laborales cimentadas sobre el empleo formal, la existencia de sindicatos y la conquista de algunos derechos sociales y económicos. Este modelo es reemplazado en los años noventa por una apertura económica supuestamente orientada a esti-mular las exportaciones, pero en el fondo son “aperturas para adentro” que permiten el ingreso, sin mayores trabas, de capitales y productos de los países centrales del sistema capitalista.

La nueva expansión económica planetaria que tocó a América Latina a finales del siglo xx estuvo acompañada también por una globalización cultu-ral y en las telecomunicaciones4, que arrinconó las identidades nacionales y los productos culturales autóctonos. Claro que no todo fue negativo en estos procesos, pues de una parte hubo un mayor acceso a tecnologías comunicati-vas como la internet, y se difundió con mayor fuerza no sólo el discurso de los derechos humanos sino que se implementaron instituciones globales que los defienden, como la Corte Penal Internacional y, en el continente, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (Santos y García 2004). También han sido importantes las disposiciones de protección social dictadas por la OIT (Organización Internacional del Trabajo), como la Convención 169, que exige

4/ La globalización de la que hablamos es un fenómeno complejo que abarca dimen-siones más allá de lo económico y tiene aspectos regresivos, pero también puede favorecer el empoderamiento de los movi-mientos sociales, como veremos luego.

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de los gobiernos signatarios la consulta a las comunidades originarias cuando existan macroproyectos o actividades extractivas que afecten sus territorios.

A su vez el estado, actor clave en el modelo de desarrollo ISI y en las polí-ticas “nacional-populares”, también fue debilitado en los años noventa, si no fue antes, tanto desde fuera por la creciente globalización neoliberal, como desde dentro vía las privatizaciones de empresas estatales, la descentralización que transfiere recursos a las provincias y localidades, para no abundar en mane-jos privados que no eran nuevos, pero que se exacerbaron en esos años, como el clientelismo y la corrupción. De esta forma, lo poco logrado en términos de estado de bienestar, propio del anterior modelo de desarrollo, se desmontó en áreas claves para la vida ciudadana como salud, educación, cobertura de servicios públicos domiciliarios, políticas de empleo y de seguridad ciudadana. La resultante de ese desmonte estatal es la creciente brecha social y el aumento de la pobreza e indigencia a finales del siglo xx (Ocampo 2004). De esta forma la apertura neoliberal en América Latina, como en otras partes del globo, reforzó tendencias de larga duración en términos de desigualdad y exclusión socioeco-nómica para amplios sectores de la población.

En forma aparentemente contradictoria con los anteriores procesos, en especial con el debilitamiento de la soberanía estatal, durante los años noventa los países latinoamericanos profundizaban la democracia representativa. En Centroamérica y en el Cono Sur se dieron, con distintos tiempos y ritmos, transiciones democráticas tras la derrota de las dictaduras militares. Otros países que no las tuvieron, como México, Venezuela y Colombia, vivieron tam-bién procesos de democratización ante gobiernos autoritarios impregnados de viejo caudillismo en medio de una estabilidad electoral. En cualquier caso, lo ocurrido en América Latina fue una democratización limitada, porque se implementó en medio de la apertura neoliberal, y porque fueron excluidos amplios sectores de la población como los pueblos originarios5, los afrodescen-dientes, las mujeres, los jóvenes, así como crecientes capas urbanas y rurales empobrecidas. Todo ello produciría un aumento de la protesta social a finales de los noventa, pero no nos adelantemos.

5/ Que por lo común son minorías nacionales, cosa que no ocurre en países como Bolivia, Perú, Ecuador y Guatemala en donde representan un alto porcentaje de la pobla-ción (Postero y Zamosc 2005).

Finalmente, los estados latinoamericanos no han logrado el total control de la fuerza en sus territorios –según la conocida fórmula weberiana–, a pesar de lograr que los militares retornasen a los cuarteles y de la derrota de la insurgencia izquierdista en el Cono Sur o de forzarla a la negociación en Cen-troamérica (Martí y Figueroa 2006). En efecto, la pervivencia de inequidades y exclusiones es el caldo de cultivo para la aparición de nuevas formas de vio-lencia desde abajo, a veces también alimentadas por respuestas autoritarias desde arriba. La economía del rebusque, la creciente informalidad del mundo del trabajo hacen que muchas capas sociales latinoamericanas acudan a los cul-tivos ilícitos. Un nuevo actor surge en nuestras sociedades: el narcotráfico, que infiltra no sólo la economía sino toda la sociedad, pasando por las instituciones. Por ello el espectro de una violencia soterrada, menos política y con rasgos de “limpieza social”, campea por nuestras barriadas y favelas. Igualmente se proyecta al control de territorios para sus rentables negocios, como ocurre en varios países andinos, centroamericanos y recientemente en provincias ente-ras como ocurre en torno a ciudad Juárez en México. Incluso las guerrillas que subsisten en Colombia y Perú al cambio de siglo, también han mutado sus fines y medios de lucha debido al acceso a los cultivos ilícitos.

Ante esta incapacidad de controlar la violencia narcotraficante por muchos de nuestros estados nacionales, los últimos gobiernos norteamericanos han acudido a presiones para forzarlos por medio de sanciones –restricciones comerciales y la “certificación” de dicha lucha usada especialmente por la admi-nistración Clinton– o “estímulos” de ayuda financiera, dentro de los cuales se destaca el Plan Colombia, que se inició para contener la expansión de cultivos ilícitos pero pronto se transformó en estrategia contrainsurgente, afectando no sólo la guerra interna colombiana sino la estabilidad de los países vecinos.

En síntesis, el contexto que enfrentaban los movimientos sociales latinoa-mericanos al cambio de siglo estaba marcado por una paradoja que oponía dos procesos aparentemente contradictorios: neoliberalismo (con la consiguiente pérdida de soberanía estatal) y democratización. Pero en el fondo ambos se articulaban produciendo un recorte en los derechos ciudadanos, pues la

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democratización tomó la vía liberal del restablecimiento del ejercicio electoral, pero descuidó la inclusión participativa de vastas capas de la población, para no hablar del franco deterioro en los derechos sociales, económicos y culturales (Oxhorn 2003).

Sorprende que ante estos procesos estructurales en los años noventa haya disminuido la agitación social en América Latina. Ello se debió a la pérdida de dinamismo de muchas organizaciones de derechos humanos, una vez se entró en la transición democrática; pero más de fondo contaron factores ligados con el neoliberalismo como el debilitamiento de las organizaciones sociales, la fragmentación de las luchas, su orientación localista y la disminución de la solidaridad. Contó también el debilitamiento del horizonte utópico de los movimientos sociales, fruto de la caída del “socialismo real” y del arrincona-miento del pensamiento crítico, en especial del marxismo, así como la crisis de partidos y organizaciones sociales identificadas con la izquierda tradicional.

En medio de este aparente letargo en la lucha social continental, en la selva chiapaneca se levantaban los indígenas neozapatistas contra el Tratado de Libre Comercio de Norte América –Nafta por sus siglas en inglés– en enero de 1994. Con su irrupción se insinuaba un nuevo ciclo de luchas sociales contra la glo-balización y por la efectiva democratización de nuestras sociedades, aunque tal ciclo sólo se hace presente como tal al cambio de siglo. En efecto, los signos de recesión económica en esos años muestran la debilidad del neoliberalismo, que es ahora abiertamente contestado desde abajo a partir de la ya mencionada “Batalla de Seattle” en 1999 y las protestas que siguen contra el nuevo orden global. Aunque débil, el neoliberalismo no está muerto e incluso revive en forma militar a raíz de la respuesta estadounidense al ataque a las Torres Gemelas en septiembre de 2001 (Negri y Hardt 2004). La “doctrina Bush” enfrentó un supuesto terrorismo transnacional, convirtiendo a todo el planeta en esce-nario de guerra, comenzando por donde en teoría se ubicaban los atacantes de las Torres Gemelas: Afganistán, Irak y el Oriente Medio en general, sin que se excluyeran las selvas y montañas latinoamericanas.

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Pues bien, los actores sociales y políticos latinoamericanos no son pasivos ante estas mutaciones, como se constata en el Gráfico 1. Siguiendo los análisis del Observatorio Social de América Latina –Osal– (reproducidos en Seoane y Taddei 2001 y Seoane y Taddei, Algranati 2006) podemos mencionar algunas de las principales expresiones de lucha contra la globalización neoliberal en lo que va del nuevo siglo.

En México, luego del levantamiento chapaneco hubo unos primeros acuer-dos con el gobierno, que no sólo lograron frenar la guerra contra las comunidades indígenas, sino abrir posibilidades de inclusión a otros sectores populares, pues los neozapatistas no se limitaron a reclamar por sus condiciones particulares sino que reivindicaban una amplia ciudadanía, aun de corte global. Pero el Partido Revolucionario Institucional (PRI) no estaba dispuesto a ceder su hegemonía

Gráfico 1 Evolución de la conflictividad social en América Latina, Mayo de 2000 - Abril de 2004 Fuente: Observatorio Social de América Latina (OSAL), en Seoane, Taddei y Algranati 2006, p. 229.

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y desconoció los acuerdos para reformar la Constitución. Esto provoca nue-vas movilizaciones indígenas y populares desde 2001 como la Caravana de la Dignidad encabezada por la comandancia neozapatista. El cambio de gobierno a comienzos de siglo hacia la derecha no favoreció la negociación, por lo que los neozapatistas se han centrado en ejercer la “autonomía de hecho” dentro de las comunidades (Bartra 2004). Desafortunadamente esto significa también tomar distancia de los procesos electorales despreciando incluso a la izquierda democrática que ha gobernado el Distrito Federal por varios periodos y en 2006 estuvo a las puertas de la presidencia con el candidato Andrés Manuel López Obrador.

En Ecuador, también desde inicios de los noventa, los pueblos indígenas se dotaron de organizaciones de carácter nacional, incluso crearon un apa-rato electoral –el partido Pachakutik– y se opusieron a los sucesivos gobiernos que intentaron imponer la agenda neoliberal en el cambio de siglo. Y aunque accedieron temporalmente al poder, no lo hicieron en forma autónoma por lo que fueron instrumentalizados y parcialmente deslegitimados en sus luchas. Así ocurrió a la caída del presidente Jamil Mahuad en 2000, cuando, luego de ser un actor central en el levantamiento popular, hace una alianza con el coronel Lucio Gutiérrez, quien sube al poder dos años después. Pero pasados escasos ocho meses los indígenas rompen con Gutiérrez al éste hacer evidente su inclinación a la derecha, y si bien eventualmente el coronel cae en 2005 ya los movimientos indígenas están desprestigiados y no tienen mayor figuración en el nuevo levantamiento popular. El actual gobernante, Rafael Correa, no los desconoce pero no se pliega a sus demandas de autonomía territorial, especial-mente cuando está en juego la política petrolera (Dávalos 2004 y Albó 2008).

En Bolivia, en cambio, el proceso organizativo indígena ha sido más reciente pero con mayor radicalidad y con un impacto más duradero. Si bien desde los años setenta comenzó a reelaborarse la identidad indígena, especialmente aymara, más allá de la de clase campesina, sólo en los noventa adquiere un contorno efectivo. Y ello ocurre por la convergencia de la movilización de los recogedores de hoja de coca del oriente, de la que saldrá el actual presidente

Evo Morales, con las grandes luchas populares de la parte andina que enfrentan la entrega de los recursos naturales a multinacionales en lo que se ha cono-cido como las “guerras” del agua en 2000 y del gas en 2003 (Albó 2008). Estas movilizaciones, en las que se destacan los indígenas aymaras, especialmente los asentados en áreas urbanas como El Alto cerca de La Paz (Zibechi 2007), no sólo reversan dichas entregas, sino que tumban al gobierno neoliberal de Rodrigo Sánchez de Losada y, con el tiempo, logran elegir a uno de los suyos como presidente de la república en 2006. Si bien Evo Morales ha tenido que enfrentar la oposición de algunas élites regionalistas que buscan desmembrar el país, fue reelegido con sobrado margen, afianzando su desafío al neoliberalismo.

En Argentina, los protagonistas principales de las luchas contra la globa-lización neoliberal al inicio del siglo xxi fueron los desempleados –llamados “piqueteros”– y las capas medias empobrecidas y limitadas en su capacidad de consumo, ambos víctimas de las políticas de ajuste neoliberal de los gobier-nos de Carlos Menem y especialmente de su sucesor Fernando de la Rua. En efecto, en diciembre de 2001 y a raíz de la revuelta popular liderada por los sectores señalados, De la Rua renunció, con lo que se produce un interregno de sucesivas cabezas de gobierno hasta que asciende por elecciones el peronista Néstor Kirchner, quien luego fue sucedido por su esposa Cristina Fernández. Esto no quiere decir que el conflicto social se haya aplacado, por el contario sigue vivo, pero está siendo liderado nuevamente por trabajadores estatales y productores agrarios, entre los que se filtran algunos sectores empresariales rurales (Schuster 2004).

Por su parte, Brasil venía desde los años ochenta viviendo un profundo proceso de organización popular a la caída de la dictadura militar. En efecto, fruto de la convergencia de sectores sindicales, comunidades eclesiales de base y organizaciones campesinas se gestó el mencionado PT, que llevó al poder al líder metalúrgico Luiz Inacio “Lula” da Silva en 2002. Bajo la bandera de la lucha contra el neoliberalismo, agenciado especialmente por el antiguo teórico dependentista, Fernando Henrique Cardoso, Lula ha dado pasos en disminuir las profundas desigualdades socio-económicas y democratizar la sociedad

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(Avritzer 2004). Con todo, las demandas populares no se han visto satisfechas por los gobiernos del PT, especialmente en cuanto a la reforma agraria, lo que agrava tensiones con los campesinos sin tierra, para no hablar de escándalos de corrupción en las filas del mismo partido.

Un caso paradigmático pero complicado de analizar, por las disímiles fuer-zas que se enfrentan, es el venezolano. Para enmarcarlo hay que remontarse a 1989, cuando, ante la crisis de los precios del petróleo y de la deuda externa, el gobierno de Carlos Andrés Pérez, contrariando su promesa electoral, impuso un ajuste económico de corte neoliberal que afectaba los ingresos de los sectores populares. Eso produjo un levantamiento masivo, conocido como “Caracazo”, que si bien no depuso al gobernante lo dejó en difíciles condiciones de goberna-bilidad. Tres años después un grupo de oficiales dirigidos por el coronel Hugo Chávez Frías intentó dar un golpe militar, que fracasó pero dejó una imagen de dignidad. Luego de sufrir prisión por unos años, Chávez retorna al esce-nario político y gana las elecciones en 1999. A partir de ese momento inicia un proceso revolucionario, bajo el ideario “bolivariano” y con claro carácter antineoliberal –ahora llamado “socialismo del siglo xxi”– afectando la tenencia de la tierra, nacionalizando los recursos naturales y las empresas antes privati-zadas, y mejorando las condiciones de vida de la población más pobre. En una clara continuidad con la tradición caudillista venezolana y sin quebrar la lógica rentística petrolera, se ha mantenido en el poder, a pesar de un intento de golpe en 2002 y de sucesivas jornadas electorales, de las cuales sólo ha perdido una. Aunque hay evidentes logros en los derechos sociales y económicos de amplias capas de la población, hay un retroceso en la libertad de prensa. El modelo de partido único y la gran influencia cubana en su gobierno son también moti-vos de recelo en propios y ajenos (Lander 2004). Pero no sólo las altas élites han reaccionado en su contra, el sindicalismo, especialmente el petrolero, se le opuso y crecientemente el movimiento estudiantil. No obstante, el chavismo sigue teniendo una gran capacidad de movilización en los sectores populares urbanos y rurales. La polarización interna rebasa las fronteras cuando Chávez

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189Los movimientos/ Archila

impulsa iniciativas regionales antiimperialistas, pero también cuando se inmis-cuye en asuntos de cada nación a favor de quienes le son proclives.

Podríamos seguir enumerando la cantidad de luchas sociales que se han librado en América Latina en lo que va del siglo xxi, pero es hora de detenernos a mirar su sentido a partir de cuatro ejes explicativos: cambios en las identi-dades, el significado de lo social, la incursión en la política y los espacios más amplios de encuentro y convergencia.

Ante todo resalta la aparición de nuevas identidades o, más propiamente, la transformación de los referentes identitarios. Como en el resto del planeta, en América Latina pierde centralidad el conflicto social visto desde la contradic-ción de clase en la esfera productiva, mientras se hacen visibles otros campos de conflicto. Nuevos actores o antiguos con nuevas identidades, buscan reno-var las luchas sociales desde las dimensiones étnicas, de género, territoriales, generacionales y, en general, en torno al alcance de los derechos humanos en sentido integral. La dimensión de clase, en cuanto a la lucha por la igualdad socio-económica, no desaparece, y menos con la vigencia del neoliberalismo, pero no es el único eje conflictivo en las sociedades latinoamericanas.

En este panorama, la clase obrera sigue siendo un actor clave, claro que ahora ya no se le atribuye el papel de “sujeto revolucionario”. En todo el con-tinente se destaca la participación masiva de los trabajadores públicos para enfrentar el desmonte del estado y las políticas de bienestar –por más pre-carias que sean–, así como los desempleados, ya vistos en Argentina. A su vez, los campesinos y en particular los pueblos originarios, adquieren visi-bilidad en sus disputas por la tierra y la preservación de la autonomía de sus territorios y sus culturas. Lugar destacado lo siguen teniendo los estudiantes en la defensa de la educación pública de calidad; los pobladores urbanos por el acceso a servicios públicos domiciliarios y al equipamiento urbano; y los ambientalistas de todas las clases por la preservación del medio ambiente y por una reconciliación con la naturaleza. Por último, pero no menos impor-tante, las mujeres irrumpen en la escena latinoamericana en los últimos años,

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no sólo reclamando sus derechos reproductivos, sino luchando por mejorar las condiciones de sobrevivencia y oponiéndose a todas las formas de violen-cia desde la familiar y sexual –en lo que se tocan con los homosexuales– hasta la social y política6. Estas variadas identidades ya no responden a esencias preestablecidas –de nación, raza, clase o género– sino que son construcciones históricas que mutan según la coyuntura.

Las nuevas identidades, y los campos de conflicto en que se inscriben, resig-nifican lo social en América Latina. El terreno de lucha de los movimientos sociales se extiende a lo cultural y lo político –tal vez siempre ocurrió así pero ahora se hace visible– (Álvarez y otros 1998). Encontramos así que muchas luchas sociales se dan en ámbitos cada vez más amplios –nacionales y globales–, e implican una politización creciente de sus demandas al plantearlas como dere-chos exigibles a los poderes de turno, comenzando por los estados nacionales. Son derechos que si bien se anclan en el viejo anhelo occidental de la igualdad ciudadana en todos los terrenos de su existencia –civiles y políticos, pero tam-bién sociales y económicos– hoy se combinan con la exigencia del respeto a la diferencia –derechos culturales–. En últimas estas demandas traducen el anhelo del «derecho a tener derechos» (ibíd.).

Si bien la anterior dinámica lleva a los movimientos sociales latinoamerica-nos a copar los escenarios políticos no institucionales, también hay una tendencia reciente a incursionar, con relativo “éxito”, en los institucionales. Tal vez, más que en otras partes del mundo, en el subcontinente se ha producido un cues-tionamiento radical a la vieja separación que hacía la izquierda marxista entre reforma y revolución. Hoy se habla de reformas revolucionarias7. No se trata solamente de la aceptación mayoritaria de que la lucha armada no está al orden del día para la transformación social, sino de un compromiso decidido en defensa de la democracia. Pero no se trata de una democracia meramente representativa, se exige la amplia participación en la consecución de una ciu-dadanía integral y plena. Esta “democratización de la democracia” implica una nueva relación con el estado, sometido a distintos fuegos que lo debilitan, como

6/ Destacamos los actores más visibles en el continente, pero somos conscientes de que no agotan la riqueza de su moviliza-ción social.

7/ Piénsese en los presupuestos participativos ya señalados, y analizados con detalle por la autorizada voz de Marta Harnecker (1999).

191Los movimientos/ Archila

hemos visto. En sentido estricto, para los movimientos sociales de la región el estado nacional ya no es el “enemigo” radical sino el adversario con el que se puede negociar a pesar del antagonismo que persiste.

De esta forma, los movimientos sociales renuevan el ideario de la izquierda en compañía de nuevas fuerzas políticas lejanas del vanguardismo de otras épo-cas (Rodríguez y otros 2004). Se crean así “instrumentos” políticos que intentan tener vasos comunicantes con las bases sociales. Estas nuevas organizaciones, que hemos llamado sociopolíticas (Archila y otros 2009), incursionaron primero escenarios locales de ciudades pequeñas e intermedias, como Porto Alegre, para luego conquistar algunas capitales. La experiencia de los presupuestos parti-cipativos, el manejo pulcro del gasto municipal y la inversión en programas sociales les han dado credibilidad para proyectarse al ámbito nacional.

De esta forma, desde 1999, se ha producido un giro a la izquierda en los gobiernos de América Latina8. Si descontamos a Cuba, el actual panorama del continente es radicalmente distinto de lo que ocurría en los años previos. De esta forma (y sin seguir un orden estrictamente cronológico) fuerzas de izquierda han ascendido al gobierno por medios electorales en Venezuela, Brasil, Uruguay, Ecuador, Bolivia, Paraguay, Nicaragua y El Salvador. Son más discutibles los casos de Argentina, por el ambiguo significado del peronismo en el poder, y sobre todo Chile, país en el que la coalición de “centro-izquierda” perdió recientemente la presidencia. En Honduras y Panamá, gobiernos con alguna simpatía de izquierda, han sido reemplazados recientemente por coa-liciones de derecha. Pero aun en países como Perú y México la izquierda se ha fortalecido y representa un serio desafío electoral.

Aunque éste no es el espacio para hacer un balance de los gobiernos de izquierda en América Latina, no podemos dejar de señalar algunos rasgos comunes y las principales diferencias. Ante todo hay una gran identidad en el rechazo al neoliberalismo, debilitado pero no muerto, como hemos visto. Ahora bien, dicho rechazo se asume en la práctica con distintos grados de coherencia y radicalidad. El ritmo temporal y la profundidad de las reformas, que de todas

8/ Por ahora no calificamos a estas izquier-das, aunque hay evidentes diferencias. Estos aspectos, así como la distinción con las derechas, los hemos desarrollado en el texto ya citado (Archila y otros 2009).

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maneras se vienen realizando, también marca diferencias. Pero tal vez lo más protuberante es la mayor o menor incorporación de las demandas populares en los respectivos gobiernos, aspecto que no es fácil de realizar pero sin el cual es difícil sostener una legitimidad de “izquierda”. La distancia de algunos gobier-nos respecto a sus bases ha generado, en no pocos casos, la radicalización de movimientos sociales –antiguos aliados y hoy adversarios–, hasta el extremo de que en muchas movilizaciones en el continente brota la consigna “que se vayan todos”.

Por último, la actual coyuntura ha favorecido la creación de nuevos espacios de encuentro y convergencia continentales e internacionales. Nos referimos no sólo a los creados por los gobiernos, como la integración comercial en Mercosur y más recientemente la iniciativa del Alba (Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América/Tratado de Comercio de los Pueblos) para oponerse al Alca (Área de Libre Comercio de las Américas) y a los Tratados de Libre Comercio (TLC) con los países centrales, sino a procesos organizativos de real integración entre los movimientos sociales del continente. Tal es el caso, para los trabajadores asalariados, de la renovada confederación sindical Orit (Organización Regional Interamericana de Trabajadores), de la CSA (Confederación Sindical de Tra-bajadores y Trabajadoras de las Américas)9, y de las coordinadoras regionales –como la del Cono Sur–, y sectoriales –como la de sindicatos bananeros que agrupa a trabajadores centroamericanos y de los países andinos–. En cuanto a los trabajadores rurales, es de destacar la Vía Campesina en el plano mundial y la Cloc (Coordinadora Latinoamericana de Organizaciones del Campo) en el continental. Incluso entre los pueblos originarios se alientan articulaciones como la Coordinadora Indígena Andina. Esto para no hablar de redes comu-nicativas como la Minga Informativa de Movimientos Sociales, que coordina a diversos medios comunicativos de los distintos actores sociales de la región.

Y, por último, resalta el papel integrador que juegan los Foros Sociales Mundiales desde su iniciación en 2001 en Porto Alegre que han continuado bianualmente hasta el presente, como ocurrió el año pasado en Belem, también Brasil. Si bien hoy ya no hay la euforia de los primeros encuentros, en donde se

9/ Llamamos la atención a la novedosa ape-lación a las mujeres en las siglas de esta confederación, surgida en 2008 al abrigo de los vientos de integración sindical mundial.

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llegó a decir que el FSM era la “nueva internacional” de los pobres y oprimidos (Moreno 2001), éste sigue siendo, a juicio del autorizado analista Francois Hou-tart, un importante espacio continental y global de construcción de conciencia colectiva de los movimientos sociales, de reconsideración de la acción política de las izquierdas y de nuevas redes, especialmente de jóvenes (Houtart 2009). En estos foros se siente realmente que “otro mundo es posible”.

Colombia En el contexto latinoamericano antes descrito, el caso colombiano parece atí-pico en más de un sentido. Lo más evidente en los medios de comunicación es que, mientras en los países vecinos suben gobiernos autoproclamados de izquierda y críticos de la política exterior norteamericana, mandatarios como Álvaro Uribe Vélez (2002-2010) y Juan Manuel Santos (2010), se sitúan en la derecha y se precian de ser fieles aliados de los Estados Unidos, hasta aceptar en 2009 la instalación de siete bases militares en reemplazo de la cancelada en Manta, Ecuador. Esto para no hablar de que Colombia recibe la mayor ayuda militar norteamericana en el continente y una de las más grandes del orbe10.

Pero más de fondo, la excepcionalidad del caso colombiano radica en las altas cifras de violencia común, y especialmente política, que soporta y la consiguiente militarización de su vida cotidiana11. De esta forma Colombia ostenta el poco honroso título de ser el país con más sindicalistas asesinados en el orbe, para no hablar de genocidios como el ocurrido contra la agrupación de izquierda Unión Patriótica en los años ochenta y noventa, y ahora los enfocados contra líderes de oposición, dirigentes sociales y comunidades indígenas12. A ello se agrega el impresionante volumen de desplazados internos como fruto del conflicto armado, que llega cuatro millones de personas, cerca del 10% de la población, afectando especialmente a mujeres cabeza de familia, ancianos y niños.

Esta dramática crisis humanitaria contrasta con la aparente estabili-dad democrática, casi única en el continente. En efecto, durante el siglo xx sólo hubo una dictadura militar y no fue muy duradera (1953-1957). Pero de nuevo el caso colombiano demuestra que la democracia formal no da cuenta

10/ En ese sentido Antonio Negri y Guiseppe Cocco, dicen que en América Latina «la excepción no es [Salvador] Allende, sino [Álvaro] Uribe, el fantoche norteamericano» (2006, p. 232).

11/ La tasa de homicidios en Colombia pasó de 33 por 10.000 habitantes en 1960 a 86 en 1990 para bajar en los últimos años a niveles cercanos a los de hace cincuenta años (Archila 2003, p. 239). Según infor-mación de internet, la tasa de 2009 fue de 37 por 10.000 habitantes, y se ubicó por debajo de la de El Salvador, Honduras, Jamaica, Guatemala y Venezuela, pero muy por encima de las del resto del con-tinente. Baste decir que es seis veces la de Estados Unidos, que fue del 5,7 (consulta en internet www.spaniards.es el 18 de marzo de 2010).

12/ Unas cifras ilustran lo indicado: desde 1996 hasta 2006 la violencia sociopolítica cobra la vida de 3.145 personas al año –casi la misma cifra que causó la dictadura militar en Chile en sus 17 años de existencia–. Para los sindicalistas el número de asesinatos entre 1986 y 2006 se remonta a 2.515, mientras para los indígenas en el periodo 1974-2004 la cifra de violaciones de dere-chos humanos es de 6.745, de los cuales más de 2.000 son asesinatos (Archila 2008, p. 364). Los datos sobre el genocidio de la UP son más imprecisos pero se suele hablar de unos 3.000 militantes asesinados desde 1986.

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del pleno disfrute de la ciudadanía, no sólo en términos de los derechos civiles y políticos, altamente vulnerados como hemos visto, sino por los económicos y sociales, en cuyo incumplimiento el país también ocupa los primeros lugares de la región. Así, el gasto público en el área social (educación y salud) ha bajado del 40% del PIB en los ochenta al 12% en los noventa para ubicarse hoy cerca del 16%, mientras aumenta el gasto militar y el pago en la deuda externa en proporciones inversas. La flexibilización de la mano de obra ha significado des-empleo –que llegó al 20% en 2000 para ubicarse hoy cerca del 11%–, lo que a su vez debilita al sindicalismo –la tasa de sindicalización está en el 4% y los mecanismos de negociación sólo cubren el 2% de los empleados formales–. La resultante de estos procesos es el deterioro en la distribución del ingreso y el empobrecimiento de la gente, lo que ubica a Colombia como uno de los países más inequitativos del orbe13.

Con todo, la especificidad del caso colombiano se diluye cuando se constata, como hemos señalado en la anterior sección, que la violencia acecha también a otros países de la región, tal vez no en la proporción dramática que allí se vive. Esta percepción se afianza cuando se observa la dinámica de sus movimientos sociales, afectada sin duda por la violencia, pero muy similar a la de otros países latinoamericanos. En ese sentido el caso colombiano es un buen laboratorio para ver las tensiones y desafíos de los movimientos sociales en la región. Vea-mos, a grandes rasgos, esta dinámica.

Lo primero que salta a la vista en el Gráfico 2 es la coincidencia de la tenden-cia de protestas en Colombia con la vista para el conjunto latinoamericano. Por ejemplo, también allí hubo un descenso en los años noventa, que es prolonga-ción de la caída desde mediados de los años setenta, cuando se recrudeció la violencia en el país, especialmente por la irrupción del paramilitarismo. A fines del siglo pasado hay igualmente un repunte que, con vaivenes, se proyecta en lo que va del siglo xxi.

Hay otros cambios en la dinámica de las protestas en Colombia que interesa destacar, pues no son visibles a primera vista. En términos de actores lo primero que sobresale es la relativa pérdida de peso durante los últimos años de los

13/ En 2002 el coeficiente Gini era de 0,60 y el de la línea de pobreza marcaba 0,66. Estas cifras fueron consultadas en distin-tos sitios de internet el 18 de marzo. Las estadísticas oficiales tienden a mostrar una disminución del Gini y de la línea de pobre-za en los últimos años, pero no son cifras consolidadas y críticamente construidas, por lo que distan de ser confiables.

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portadores de una identidad de clase, que tradicionalmente habían figurado en la historia social del país, como es el caso de los obreros y los campesinos, a los que se sumaría el sector estudiantil –que nunca tuvo identidad de clase a pesar de que se la quiso atribuir–. Los que más pierden visibilidad son los campesinos, cuya caída en la protesta se explica por el recrudecimiento de la violencia en los campos que los convierte en desplazados, pero también por una transformación en su economía y formas de participación ciudadana (Sal-gado y Prada 2000). Así, además de clamar por una reforma agraria con acceso a tierra en condiciones de sostenibilidad y un nuevo ordenamiento territorial, hoy reivindican temas como la defensa de los intereses nacionales, la seguridad alimentaria, el rechazo a la guerra y al desplazamiento forzado (Novoa y otros 2002). Establecen alianzas con otros productores rurales y aun con pequeños y medianos empresarios, mientras al mismo tiempo se articulan a redes globales como Vía Campesina.

Gráfico 2 Trayectoria de las protestas sociales en Colombia,1975-2009 Fuente: Base de Datos de Luchas Socia-les de Cinep (Centro de Investigación y Educación Popular).

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En todo caso, contrasta la pérdida de visibilidad de los campesinos con la creciente presencia pública de los indígenas. Si bien no son más del 3% de la población colombiana, han librado valerosas luchas no sólo por la recupera-ción de la “madre tierra”, reactivada con fuerza en el sur del país desde 2005, sino por la preservación de su autonomía territorial y cultural. Igualmente son enérgicos en rechazar la presencia de todos los actores armados en sus territorios y el que se los quiera involucrar en el conflicto armado. En tiem-pos recientes han adelantado marchas –“mingas”– desde sus territorios hacia las grandes ciudades, incluida la capital, agitando reivindicaciones que desbordan sus intereses particulares. Como sus congéneres del continente, se abren a amplias alianzas con otros sectores populares nacionales. Por ello es uno de los actores más dinámicos de las protestas en Colombia, como lo hemos mostrado en detalle en otra parte (Archila y otros 2009). La mutación de iden-tidades y demandas en el campo colombiano también se puede percibir con la irrupción de protestas de los recogedores de hoja de coca en el segundo lustro de los noventa, quienes exigían reconocimiento como ciudadanos en el pleno sen-tido de la palabra, además del cese de las fumigaciones de sus cultivos (Ramírez 2001). En ese sentido no estaba distante de las movilizaciones que se dieron por temas similares en Bolivia.

Quienes recogen los mayores incrementos de protestas en los últimos tiempos son los pobladores urbano-regionales. Hoy en día es el sector que más se moviliza, incluso por encima de los obreros, que eran históricamente los más visibles. Los movimientos urbano-regionales, que venían en ascenso desde los años ochenta, tienen la particularidad de integrar a muchos actores sociales y culturales desde un referente territorial. Lo anterior puede significar la urbanización creciente de las luchas sociales en el país, fenómeno ligado al recrudecimiento de la violencia en los campos, así como a los límites de las polí-ticas de descentralización implementadas desde fines de los ochenta. Pero más de fondo, esta mutación refleja la pérdida de centralidad de los movimientos sociales apoyados en una identidad homogénea de clase, común a América

Latina. Veamos el caso obrero, pues ya hemos analizado a los campesinos.Para nadie es un secreto que las formas organizativas propias de la moder-

nidad capitalista están hoy en crisis en todo el planeta. Se trata no sólo de la desconfianza creciente hacia los partidos políticos de derecha e izquierda, sino de la pérdida de afiliados de los sindicatos. El fenómeno global de la descon-fianza de las formas organizativas en el mundo del trabajo, se manifiesta con crudeza en Colombia. Si en los años setenta la tasa de sindicalización bordeaba el 15%, hoy los cálculos no superan el 5% y eso que la mano de obra sigue en aumento. La negociación colectiva, forma institucional de la acción de los tra-bajadores asalariados, ha entrado en franco declive desde el decenio pasado (Delgado 2002). En ese contexto se entiende que la huelga haya perdido efi-cacia, aunque evidentemente no ha desaparecido. De hecho, el sindicalismo, muy golpeado por la violencia y la apertura neoliberal, sigue siendo el gran convocante de jornadas unitarias de protesta ciudadana.

En efecto, en los últimos años se percibe la aparición de alianzas ante temas que atraviesan la vida cotidiana de muchos sectores populares colombianos. De esta forma, asuntos como los planes nacionales de desarrollo, la discusión de los TLC y del Alca, la oposición al referendo de 2003 –que pretendía cambiar la Constitución–, y la reelección de Uribe tanto en 2004 como en 2009, así como el rechazo a toda forma de violencia política a principios de 2008, provocaron la convergencia de organizaciones sociales y políticas en masivas movilizaciones. Estas alianzas se han traducido en la creación de redes en donde convergen sectores que antes difícilmente se unían, como los sindicalistas y los Lgbt (lesbianas, gays, bisexuales y transexuales). A pesar de la ofensiva neoliberal contra las formas de solidaridad entre los subalternos, éstas siguen manifes-tándose en el país, aunque no en forma permanente.

De otra parte, los movimientos de clase viven interesantes procesos de reno-vación en sus agendas, como la incorporación creciente de dimensiones de género, étnicas y ambientales, así como la idea de vincular al mundo infor-mal y de trabajadores independientes por parte del sindicalismo. También hay

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intentos de democratizar la vida interna de las organizaciones, buscando meca-nismos de representación menos centralizados y burocráticos. Esta renovación –tímida, es cierto, pero importante– ratifica lo artificial que representa para los países latinoamericanos la distinción entre “viejos” y “nuevos” movimientos sociales, cuando gran parte de la mutación de la acción social colectiva proviene de los primeros.

Ahora bien, contrasta la relativa crisis organizativa de los actores con iden-tidad de clase, con la relativa fortaleza de quienes no eran muy visibles en esos terrenos públicos, algunos por su bajo peso demográfico –minorías étnicas–, otros porque privilegian diversas formas de visibilidad –los movimientos de mujeres–. Los grupos étnicos, especialmente indígenas, han sido claves en la renovación de las formas de protesta que, apelando a mecanismos simbólicos, buscan mayor impacto nacional. Tal fue el caso de las mencionadas marchas o “mingas” indígenas de 2004 y 2008. A propósito de los indígenas del Cauca, resalta también como novedosa la “guardia indígena”, organización de comu-neros armada sólo con sus bastones de mando, que según algunos analistas es una herramienta de defensa de las comunidades (García Villegas 2005). Igual-mente es llamativo el proceso participativo que han desarrollado los pueblos originarios como ocurrió con la consulta sobre el TLC a principios de 2005, cuando no sólo hubo alta participación sino un masivo rechazo al Tratado. Los actos de “resistencia civil” de las comunidades indígenas y algunas afro-descendientes, para oponerse a la presencia de los actores armados de cualquier tipo, son otro ejemplo de las nuevas formas de organización y lucha social que tienen gran impacto nacional e internacional. Del mismo tenor han sido las luchas que han librado los grupos originarios por la defensa de sus territorios ante megaproyectos como represas, los intentos de extracción petrolera y en general la presencia depredadora de multinacionales (Santos y García 2004).

Por su parte, la dimensión de género y de orientación sexual marca los movi-mientos de las mujeres y, más recientemente, del sector Lgbt. En las mujeres populares hay también una creciente movilización por las precarias condiciones económicas a que son sometidas, así como por el papel de víctimas del conflicto

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armado. Con la degradación de la guerra interna, ellas han desplegado un sinnú-mero de acciones que van desde el cabildeo, la realización de foros y encuentros públicos, hasta la celebración permanente de actos rituales en las que se visten de luto o marchan silenciosas en las principales plazas del país. Denuncian la muerte, desaparición o secuestro de sus padres, maridos, hermanos o hijos, pero también la violencia que se ejerce contra ellas, violencia que a veces es física y a veces simbólica. Así no sólo socializan su maternidad, otorgándole una dimensión emancipadora, sino que, desde su condición de género, enfrentan con mucho vigor y éxito –al menos más que otros movimientos sociales– a los poderosos de cualquier signo.

Los movimientos estudiantiles, a pesar de disminuir parcialmente en su nivel de protesta, siguen siendo cantera de innovación en la acción social colec-tiva en Colombia como en el resto del mundo. En recientes conflictos contra la disminución de presupuesto para la educación pública o la implantación inconsulta de reformas proclives al neoliberalismo en las aulas, los estudiantes han desplegado variadas formas de protesta que van desde las tradicionales asambleas permanentes con bloqueo de edificios y la realización de marchas, hasta la realización de carnavales por las calles de las grandes ciudades y la convocatoria a enviar miles de mensajes por internet a las autoridades univer-sitarias y gubernamentales.

A su vez, los ambientalistas, aunque no muestran altos indicadores de pro-testa en Colombia, cuentan con una profusión de organizaciones de base y en algunos casos se proyectan nacionalmente. Lo crucial en este punto ha sido el trabajo silencioso y local para consolidar grupos defensores de la naturaleza que postulan formas de desarrollo sostenible y se proyectan hacia el mundo académico, las esferas estatales y las redes internacionales en pos de la preser-vación del medio ambiente. En ese sentido los logros no han sido pocos, así públicamente no sean muy evidentes.

En términos de las demandas que se expresan en las luchas sociales colom-bianas de los últimos años, resalta el cambio vivido desde mediados de los noventa y profundizado en lo que va del siglo xxi: de un énfasis en los motivos

14/ Una ampliación de estos temas en Archila (2003).

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más materiales a los más políticos y culturales. Así, han ido perdiendo peso pro-porcional los motivos como mejores salarios y estabilidad en el empleo, acceso a la tierra y la vivienda, y cobertura, calidad y tarifas de los servicios públicos domiciliarios. En cambio ganan más fuerza porcentual las demandas que podemos considerar “políticas”, como el respeto a los derechos humanos y el llamado a la negociación política del conflicto armado, la oposición a decisio-nes estatales en sus distintos niveles, y la denuncia de incumplimientos de leyes y acuerdos fruto de previos procesos de negociación. También afloran reclamos “culturales” ligados a los asuntos étnicos, de género y sexualidad. Este cambio en los motivos del repertorio de la protesta, más que un resultado voluntario de los actores, es una respuesta a las transformaciones estructura-les ya aludidas para el continente, y especialmente al desborde y degradación de la violencia en el caso colombiano.

Sin embargo, los efectos de la violencia son complejos para los movimientos sociales colombianos: tanto los inhibe como los puede estimular. Sin limitarse a la denuncia, especialmente del impacto mortal del paramilitarismo, la gente es proactiva y promueve diversas actividades en pos de la solución política del conflicto armado. Según Mauricio García Durán (2006), las acciones por la paz se escalaron a fines del siglo pasado hasta el fracaso de los diálogos de paz con las Farc en 2002, a raíz de lo cual se estancaron durante el largo mandato de Uribe Vélez, pero parecen reverdecer de nuevo en los últimos dos años. Aunque hay un indudable efecto negativo de la vieja práctica de los partidos de derecha e izquierda de intentar manipular a las organizaciones sociales, prác-tica que hoy reviven en forma más extrema los actores armados, también es cierto que tampoco se puede hablar de una “instrumentalización” total de las pro-testas, porque siempre hay resquicios de autonomía de parte de los sectores subalternos colombianos.

Tres consecuencias se derivan de la señalada mutación en los motivos de las protestas de lo más material a lo político y cultural14. De una parte hay una creciente “politización” de lo social desde las mismas demandas. Se debe

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aclarar que Colombia dista de haber resuelto las carencias “materiales” deri-vadas de su condición de país ubicado en la periferia capitalista y sometida al neoliberalismo. Pero la prioridad “política” otorgada a la vigencia de los dere-chos humanos responde a la necesidad de velar por el respeto a la vida. Dicho esto, no deja de ser significativo este proceso de “politización” de las luchas sociales, proceso que se amplía con la expedición de la Constitución de 1991, especialmente al transformar las viejas demandas en derechos “exigibles” al estado. Pero eso mismo puede fortalecer el papel de la ley como instrumento de integración de los movimientos sociales a la democracia liberal. Esto hace que el campo legal sea más explícitamente un terreno de confrontación entre las intenciones integradoras de las élites dominantes y los resquicios favorables que aprovechan los movimientos sociales (Santos y García 2004).

En segunda instancia, dicha politización también refleja una nueva rela-ción con el estado, como ya veíamos para el conjunto de América Latina. Por ende, éste hoy no siempre es visto por los actores sociales como enemigo, lo cual posibilita la búsqueda de salidas concertadas a las tensiones sociales. En Colombia también la gente ha tomado distancia de la engañosa dicotomía que oponía luchas por las reformas y acciones revolucionarias, y más bien intenta responder de forma adecuada a sus intereses y necesidades, incluso cuando ello significa emprender acciones sociales colectivas más radicales.

Por último, al igual que otros países latinoamericanos, se percibe un giro de énfasis de la tradicional búsqueda de la igualdad de clase o socio-económica, hacia una amplia ciudadanía que incorpore también el respeto a la diferencia cultural. No se abandona la lucha por la igualdad socio-económica –menos en un país marcado por profundas desigualdades como Colombia–, más bien se trata de mostrar que ella no es suficiente y de exigir que, además, se reconozcan y valoren las diferencias en la sociedad.

Esto nos lleva a la relación entre lo social y lo político en Colombia que, como anunciábamos, no dista de lo que ocurre en los países vecinos. Ya señalába-mos la tendencia a la creciente politización de las luchas sociales desde los

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años ochenta. Pues bien, si de nuevo se mira con cuidado el Gráfico 2, hay tres momentos de aumento del promedio de luchas en los últimos años: 1999, 2004 y 2007. Lo que llama la atención de estos tres momentos no es sólo el número de protestas, sino los asuntos que se han debatido en la esfera pública: el Plan de Desarrollo del gobierno de Andrés Pastrana en 1999, las propuestas de referendo y primera reelección de Uribe Vélez en 2004, y su segundo Plan de Desarrollo y su eventual segunda reelección en 2007, que fue enterrada por la Corte Suprema de Justicia a inicios de 2010.

La coyuntura de 1999 sirvió para aclimatar la propuesta lanzada desde el sindicalismo de crear un Frente Social y Político (FSP). A su vez, el referendo oficialista de 2003 propició la gestación de la Gran Coalición Democrática, una convergencia de organizaciones sindicales, sociales y políticas, que se atribuyó la derrota del proyecto uribista e intentó enfrentar la reelección del presi-dente, pero ha perdido impulso en tiempos recientes. En cambio, el FSP fue una expresión de las izquierdas sociopolíticas que se proyectó en el actual Polo Democrático Alternativo (PDA).

Fruto de estos impulsos y de otros menos visibles por estar inscritos en el ámbito local, hay nuevos elementos en la política actual que replantean todavía más su separación de lo social. Desde la reforma descentralizadora de finales de los ochenta y principios de los noventa, líderes de los movimientos sociales han llegado no sólo a los escaños de los cuerpos representativos locales y nacionales, sino que han accedido por voto popular a alcaldías y gobernaciones. Esto responde a la búsqueda de representación directa de los actores sociales ante la crisis de la política, cosa que no es exclusiva de Colombia ni del conti-nente. Un aparente logro de las izquierdas sociopolíticas fue la conquista por el PDA, en octubre de 2003 y refrendada cuatro años después, de algunos de los cargos más importantes después de la presidencia de la república, como es el caso de la alcaldía de Bogotá y de algunos gobiernos departamentales. No sobra recordar que muchos de los partidos de izquierda que están en el poder en

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el continente comenzaron con experiencias locales similares y con guarismos electorales bajos. Pero la consolidación electoral de la izquierda colombiana es un proceso muy distante, porque el PDA se ha dividido en tiempos recientes, algunas de sus principales figuras han abandonado sus toldas15, y el último alcalde de Bogotá, Samuel Moreno Díaz, ¡está hoy acusado de corrupción!

Pero la expresión de las izquierdas socio-políticas en Colombia no se agota en el PDA. Hay figuras de izquierda en los partidos de centro, especialmente el liberal, los “verdes” y los “progresistas”16. Muchos de los movimientos políticos de indígenas y afrodescendientes recogen, a su modo, idearios de izquierda, y sobre todo llevan la representación de sus intereses a ámbitos públicos más amplios. Algo similar ocurre con algunos movimientos cívicos locales y regionales.

En todo caso, la irrupción de actores sociales en la política electoral puede servir a la ampliación de sus horizontes de lucha y de consolidación de proce-sos organizativos, lo que renueva la política. No obstante, este tipo de acción, con el paso del tiempo requerirá la existencia de partidos como tales –“instru-mentos” políticos–, ya que los movimientos sociales como tales no pueden enfrentar permanentemente estas tareas, a riesgo de descuidar sus bases. Con todo, el mayor riesgo de la lucha electoral es quedarse en ella, desconociendo que hay un horizonte de luchas cotidianas –económicas, sociales y culturales– que se libran en las calles y veredas del país. Así como la política no se agota en el parlamento, la lucha no se libra siempre por los canales de la institucionali-dad. Eso lo saben los movimientos sociales colombianos y por eso se la juegan, sabiendo los riesgos que corren.

ConclusionesHemos visto como en América Latina a comienzos del siglo xxi, las luchas sociales se han reactivado y renovado después del letargo de los años noventa, oponiéndose a los efectos complejos de la globalización y profundizando los procesos de democratización de nuestras sociedades. Colombia aparece como

15/ Las pasadas elecciones parlamentarias del 14 de marzo de 2010 muestran un retroceso del PDA al bajar de 10 a 8 sena-dores. Sin embargo, no todo es negativo: el volumen de votación se mantuvo (8% del total) y nuevas figuras fueron elegidas como Iván Cepeda, reconocido activista de derechos humanos. El desprendimiento del ex alcalde de Bogotá ,“Lucho” Garzón, del PDA también significó la pérdida de un importante caudal electoral, a favor de los “verdes”. Pero tal vez lo más negativo de la pasada jornada electoral en Colombia fue el triunfo de los partidos uribistas, muchos de ellos con nexos con los grupos paramili-tares (Corporación Nuevo Arco Iris, 2007).

16/ En el liberalismo sobresale la luchadora por la paz y los derechos humanos, Piedad Córdoba. A su vez los “verdes” son una nueva expresión política que recoge gentes provenientes del centro (los ex alcaldes de Bogotá, Antanas Mockus y Enrique Peñalosa) y de la izquierda (el mencionado Lucho Garzón). Obtuvieron sorpresiva-mente cinco escaños en el senado. Otro ex alcalde, esta vez de Medellín, Sergio Fajar-do, se unió a los “verdes”. De paso es bueno aclarar que ellos no son ecologistas sino que escogieron el color verde para identifi-carse. Los “progresistas” son quienes apo-yan al ex candidato presidencial del PDA, Gustavo Petro, otra de las figuras que se retiró del partido por disputas ideológicas y apetitos personales.

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una excepción por la persistencia de la violencia y el tipo de gobierno que la preside. Pero si nos atenemos a la dinámica de las luchas sociales, las diferencias se desdibujan y nos asemejan a la suerte de nuestros vecinos.

Para los movimientos sociales colombianos, en consonancia con sus vecinos latinoamericanos, sigue pendiente la tarea de «democratizar nuestra demo-cracia». Y obviamente me refiero no sólo al escenario electoral, que sin duda cuenta, sino al amplio campo de las luchas sociales por «la soberanía de los pueblos y un mundo justo», en las que, afortunadamente, no estamos solos.

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