mas no me rindo, ni desespero · la religión hecha poesía. juan ramón jiménez, o la poesía...

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PLIEGO JUAN CARLOS RODRÍGUEZ MAS NO ME RINDO, NI DESESPERO Dios en la poesía española del siglo XXI (y II) 2.785. 21-27 de enero de 2012

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PLIEGO

JUAN CARLOS RODRÍGUEZ

MAS NO ME RINDO, NI DESESPERO

Dios en la poesía española del siglo XXI (y II)

2.785. 21-27 de enero de 2012

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La plenitud del poeta-sacerdoteinterpretaciones –afirmaba también– de Dios: “Son las tres grandes columnas del pórtico que da entrada a la poesía española del siglo XX. Unamuno, o la religión hecha poesía. Juan Ramón Jiménez, o la poesía hecha religión. Antonio Machado, o el Dios que se sueña”. Detrás de ellos, y ahí es donde Leopoldo de Luis quería llegar, se ha de entender toda poesía religiosa que se escribe con posterioridad en España. No solo la de Rubén Darío, Manuel Machado, Ángel Ganivet o la Generación del 27, además de José María Pemán, Dámaso Alonso, Leopoldo Panero, Alfonso Canales o Carmen Conde, sino también los versos de sus 38 antologados, desde José María Valverde y su “concepción católica de la vida” a José García Nieto, Manuel Pinillos, Concha Zardoya, Blas de Otero, Vicente Gaos, Rafael Morales, Rafael Montesinos, José Hierro, Claudio Rodríguez, Manuel Alcántara, Paco Garfias, Antonio y Carlos Murciano, Manuel Mantero o José Luis Tejada. Pero, además –y quizás haya pasado entre nosotros sin la suficiente reivindicación–, otros antologados tanto por De Luis como por Ernestina de Champourcin en su Dios en la poesía actual: José Luis Martín Descalzo, Pedro Casaldáliga, Juan Bautista Bertrán, José Crecente Vega, Jesús Tomé, Carlos de la Rica, incluso el Víctor Manuel Arbeloa de los 70… Todos poetas que consagraron su vida al sacerdocio. O poetas que encontraron en la poesía otro modo de estar con y ante Dios.

El jesuita Ángel Martínez Baigorri (Lodosa, Navarra, 1899-Managua, Nicaragua, 1971) fue otro, con libros luminosos como Dios en la blancura, poemario en el que explicó que la poesía No es la atracción sagrada del arte,/ como un día creí: solo es el modo/ secreto de buscarte (A Dios). De Martínez Baigorri ha acabado de publicarse Con el hijo del hombre (Universidad Centroamericana, 2011),

En los orígenes, poeta y sacerdote eran uno. Las épocas posteriores los separaron, pero el verdadero

poeta ha permanecido siendo sacerdote, como el verdadero sacerdote ha permanecido siendo poeta. ¿El futuro no debería restaurar a su antiguo orden las cosas?”, afirma Novalis en su Estudios sobre Fichte y otros escritos (Akal). La concepción del poeta-sacerdote, inherente a la doctrina del romanticismo, ha dado muchas vueltas en la teoría y en el símbolo. No hay que reiterar lo ya dicho en el Pliego Ábside de nuestros labios. Dios en la poesía española del siglo XXI (I) –Vida Nueva, nº 2.762, 16-22 de julio de 2011– acerca de si es o no lo promulgado por Vicente Gaos, de acuerdo con Vicente Aleixandre, de que toda poesía es religiosa; ni siquiera abrir de nuevo debate alguno recordando los versos del jesuita y poeta Jorge Blajot (Barcelona, 1921-1992), muy sensible al misterio y a la paradoja de la fe, en su poema “Sacerdote-poeta”: (…) Porque creas belleza inaprensible,/ porque traes el perdón,/ sacerdote, tú eres el poeta esencial.// Más sacerdote aún por ser poeta,/ que a tu mirar se transparenta el cosmos. Lo único que perseguimos acudiendo a la famosa cita de Novalis es reiterar que la palabra poética es, sigue siendo, una vía de acceso a Dios. En la anterior exégesis de lecturas y poetas quisimos dar cuenta de que, desde la Generación de los 50, no se ha dejado de escribir en España poesía religiosa, en contra de lo que se difunde, y que, como constatan poetas del grupo Númenor, por ejemplo, hoy se están escribiendo versos de altos vuelos, sorprendentes y vivificantes.

Poesía religiosa, por lo demás, en toda la amplitud que el término admite. Leopoldo de Luis abría en 1969 su antología Poesía Religiosa proclamando el inicio de la poesía contemporánea con Miguel de Unamuno, Juan Ramón Jiménez y Antonio Machado, tres

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En Ábside de nuestros labios (Vida Nueva,

nº 2.762) mostramos cómo la poesía

religiosa crece –y se multiplica– entre los

poetas contemporáneos españoles aunando

calidad, fervor y tradición. Ahora,

completamos aquella exégesis de lecturas

atentos especialmente a la presencia del poeta-sacerdote desde finales del siglo XX a nuestros

días y a la selección de otros autores laicos que, de algún modo, los complementan, incluidos algunos

místicos como el joven Enrique Barrero, quien

proclama en uno de sus versos: “Mas no me rindo, Dios, ni

desespero”, y que nos sirve para enmarcar

esta segunda entrega, de nuevo, sin voluntad

alguna de crítica ni ánimo antológico, sino

de reseñar algunas publicaciones recientes.

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compendio de sus poesías y cartas, bajo la edición de otro poeta antologado, el jesuita Emilio del Río (Valdanzo, Soria, 1928), quien hizo de Dios y la naturaleza la constante predominante en su poética. “Con esos dos ejes crea una trenza de motivos que recogen la experiencia humana esencializada, reflexiva y celebradora del vivir religado y trascendente. Una poesía aérea que late entre la raíz telúrica y el cielo. El aire es quien sacude nuestro ser más azul, el aire que presenta al ser niño que fuimos, capaz aún de estremecer a los pájaros, es el espacio de sus poemas”, según escribe Mª Ángeles Maeso a propósito de la antología Tu nombre ha florecido (Ediciones Vitrubio, 2008), que supera el cerco en el que, muchas veces, se encierra la poesía religiosa. Basta con unos versos del soneto “Tierra de mi raíz” para comprender que la voz poética y religiosa es una: Porque todo mi ser está en el tuyo/ y flota y siente el mundo tuyo suyo./ Porque el más hondo corazón señala// tu mar y mi raíz tu tierra cala./ Porque eres Dios y yo soy hombre solo, mi ser de rosa te pronuncia en todo.

Ese Dios que se “pronuncia en todo” a través del poeta-sacerdote ha adolecido de lo que apunta Florencio Martínez Ruiz en el prólogo a la antología reunida por Juan Polo Laso con el título de Palabra y misterio. 31 poetas frente a Dios (Ediciones Vitrubio, 2003): “En España, el peso ritual y pastoral, si no asfixió la necesidad de establecer una religación con Dios y los atributos espirituales, sí la contuvo en los estrictos términos de una ortodoxia equivocadamente constreñida. De ahí, la mala opinión de buena parte de la poesía religiosa de posguerra –mucha en cantidad, más escasa en innovaciones estéticas– que lejos de explorar los horizontes abiertos por la tensión de los graves acontecimientos, se encerró en la lírica lustral y devota o se pasó al camino del exabrupto, que también lo hubo”. Aunque Martínez Ruiz no se refiere

en concreto al poeta-sacerdote, ciertamente ese “constreñimiento ortodoxo” le afectó más radicalmente. En cierto modo, viene a enlazar con aquello que decía Martín Descalzo: “No creo que existan poetas religiosos, sino hombres religiosos que no dejan de serlo cuando hacen poesía. Con todo esto creo que ya está dicho que la poesía religiosa no se diferencia de la profana en el qué, sino en el cómo. Un poema de la Asunción también puede ser radicalmente profano. (…) Dios libre a todos los poetas de la doble ceguera de creer que un poema es un buen poema por el simple hecho de que hable de Dios. Y de la de pensar que cuando un poema habla de Dios, habla sin más,

del Dios verdadero, Padre de todos los hombres”. La cuestión es entonces ese “cómo”, que para Martín Descalzo había de superar una “serie de peligros”, tales como “la sentimentalización (que degrada el acto religioso, serio por su propia naturaleza), el conceptualismo religioso (que llevaría esa seriedad a la sequedad) o el apologetismo (que convertiría la poesía en

predicación bienintencionada pero poéticamente nula)”. La clave de ese “cómo” estaba, según Martín Descalzo, en afrontar una poesía religiosa que trascendiera la individualidad para centrarse en otra “plural y comunitaria”, en la que, al modo de la gran poesía bíblica y litúrgica, “los hombres juntos buscan un camino y su enlace con Dios”.

Punto y aparte merecen, indudablemente, otros nombres como el diocesano José Mascaraque Díaz-Mingo (Madridejos, Toledo, 1946), que quizás sea quien mejor compendia lo que afirmaba Martín Descalzo y, a la vez, lo que sostiene Enrique García

Maíquez, una de las voces de Númenor: “Como a los españoles nos ha enseñado por activa y por pasiva Miguel d’Ors, el poema religioso no puede anquilosarse en formas del pasado sin dar la imagen de que la fe es una reliquia. Tiene que ser muy de su tiempo, porque la eternidad no es de ningún tiempo o, mejor dicho, lo es de todos”. De Mascaraque, un

tanto olvidado, son poemarios como Ciudadano Job (1975), Arrepentido Sísifo (1975), Lucero Lucifer (1979), Ensalmos de la supervivencia (1985), Pentateuco poético (1997), Poemas próximos (2007) o un magnífico Poema misal (Vision Libros, 2010), del que Valentín Arteaga afirma que “sus páginas son, aparte de un inapreciable regalo exquisito para la meditación, un conjunto admirable de sugerencias para ayudarnos a entrar en la Celebración de los Sagrados Misterios. Tal vez hoy en las parroquias el personal ande verdaderamente necesitado de poemas misales”. Dedicado el poemario a los monaguillos, en él Mascaraque escribe, por ejemplo, estos magníficos versos: Con los ojos fijos en sus blancas manos/ el infante ensaya una postura estatutaria/ para orar, y estatua de mármol es/ o de granito o de caoba o de olivo o de cedro/ o quién sabe si un ángel de Botticelli/ o un amorcillo de una fuente de jardín./ Cuando inclina la cabeza/ los siglos lentos de Europa le pertenecen/ y

Martín Descalzo

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además de nuestra iluminación interior, una conciencia moral en absoluto menospreciable”, según el prólogo de Florencio Martínez Ruiz a su antología Palabra y misterio. Un buen ejemplo es el poema “Un jardín en la sombra”: (…) No todo se perdió, quedó el anhelo,/ oculto y vivo detrás de las pestañas./ Vamos hacia la luz/ por caminos inciertos,/ y aunque gimen los pies/ se yergue la promesa como estrella incesante./ Es la sombra de Dios/ que alienta nuestro vuelo./ Su fuerza nos empapa/ y oxigena de lirios y rumores/ los músculos cansados./ Queremos rescatar los verdores y el sueño/ y la cresta dorada de los soles antiguos,/ recuperar la vida que dejamos/ en blancas rebanadas./ Recuperarla toda/ para una plenitud inacabable.

Un poeta y sacerdote que también tuvo una amplia prevalencia más allá de antologías fue Manuel Fernández Calvo (Valencia de Don Juan, 1927-Sevilla, 2007), fundador de la sevillana Colección Ángaro, teniente coronel y capellán de la Base Aérea de Morón de la Frontera (Sevilla). Autor de una poesía “honda, humana, pero siempre esperanzada en el Dios que se encontrará con él en el momento de su muerte”, según su amigo, el también poeta Francisco Mena Cantero. Ya lo escribió en “Dadme noticia”, soneto publicado en su primer poemario Los hermanos, de 1963: ¿Cómo es Dios? ¿A qué luz de ruiseñores/ sabe la voz azul de su caricia?/ ¿Qué pleamar satisfecha de codicia/ sacia en sus ojos plenitud de amores?// Decidme cómo es Dios, oh surtidores/ de gracia eternamente vitalicia;/ dadme vosotros su cabal

la alta calidad lírica a la que el poeta-sacerdote puede aspirar.

Como, sin voluntad de crítica literaria alguna, lo han hecho otros muchos, entre los que no habría que olvidar al recientemente fallecido Jacinto Herrero Esteban (Langa, Ávila, 1931-Ávila, 2011), misionero y poeta, profesor de Literatura del Colegio Diocesano de Ávila, creador de la colección El toro de granito y autor casi oculto que exige reediciones. Entre sus poemarios, destacan Ávila sin ira, La trampa del cazador, La golondrina en el cabrio y Analecta última, además de Tierra de conejos y La herida de Odiseo, que en 2005 obtuvo el Premio Fray Luis de León, poeta por el que tenía una especial predilección, como también por san Juan de la Cruz y santa Teresa, a la que le dedicó su último poema, “Al margen de Teresa”, insistiendo en el sentido profundo del constante viaje de esta santa inquieta: Esta mujer tenía su raíz en la tierra:/ tal vez vio al hortelano mullendo los terrones/ del breve huertecillo, preparar para el riego/ un caz de agua limpia donde beben palomas/ de su palomarcito y menudos gorriones/ que en el salmo aparecen solos en el tejado;/ pían en soledad en busca de refugio/ para una Noche larga esperando el Sol nuevo:/ contempladlo de frente y quedaréis radiantes./ Ella ha viajado

con vientos y tormentas,/ vadeado los ríos en viejos carromatos/ por llegar a ciudades de noche sin dineros./ Y no tenemos casa. Conviene no hacer ruido/ en esta pobre ruina hasta que no amanezca.

Del mismo modo, habría que acudir al propio Juan Polo Laso (Salamanca, 1935-Madrid, 2010), sacerdote, misionero, poeta y un proverbial antólogo. Autor, entre

otros, del poemario El temblor de las rosas. La suya era una poesía que intentaba “llegar a la verdad última de las cosas, una confesión en toda regla la que de alguna manera hay metales de nuestra experiencia, fundidos a fuerza de ir embarcados todos en una sola dirección, en esta peregrinación de la existencia, capaces de atizar

al alzar sus ojos azules al cielo/ los ecos de Tebas, Jerusalén, Atenas y Roma/ le reviven el amor de lo imposible,/ mas en el momento en que el sacerdote/ implora: Escucha, Señor, mi oración,/ y llegue a ti mi clamor,/ en su tierno corazón se oyen/ desde la lejanía de los siglos/ las soledades del desierto,/ las palmeras temblorosas,/ la voz de los profetas/ y el silencio de los anacoretas/ semejantes a los movimientos vacilantes/ de sus inocentes labios infantiles al decir: Amén.

Bajo mi punto de vista, acudiendo a las lecturas de algunos poeta-sacerdotes plenamente activos –y a los que ya se les dio voz en el Pliego anterior–, como el sacerdote salesiano Rafael Alfaro (Cuenca, 1930) o el teatino Valentín Arteaga (Campo de Criptana, 1936), junto a otros más jóvenes, como el diocesano Teodoro Rubio (Peñaranda de Duero, 1958) y el fraile dominico Antonio Praena Segura (Purullena, Granada, 1973) –el más interesante entre las nuevas voces–, han sabido crear una poesía que se acerca a Dios sin olvidarse del compromiso con la renovación lingüística, tampoco con el hombre y con el mundo. Como en el verso de Dámaso Alonso, en esta última poesía está presente “Dios mío, tú, todo: la ola y la ribera”. Es decir, “se trataría así de una poesía en la cual la temática de corte existencial, con una certera indagación acerca del papel del hombre en el mundo y frente al Creador”, según el filólogo Mario Paz González. Y ese camino se ha recorrido siguiendo los versos, imprescindibles y contemporáneos, de un Jan Twardowski, el gran poeta-sacerdote del siglo XX. De un Ernesto Cardenal o un José Miguel Martínez Langlois, referentes incuestionables de la mejor poesía hispanoamericana que se está escribiendo hoy; y, por supuesto, de la religiosa. Del nombrado Martín Descalzo o Pedro Casaldáliga, cuyas obras son suficientemente conocidas y leídas. Ellos han ejemplarizado –Cardenal y Martínez Langlois lo siguen haciendo, cada uno a su modo, ambos complementarios–

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Jacinto Herrero Esteban

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noticia (…). De emotivo canto a las cosas sencillas, intenso en lo sagrado y en ascetismo cristiano, es un poeta de posguerra que ha dejado su impronta en poemarios como Arena y Dios, La palabra infinita o Están lejos los álamos, como resalta el profesor de la Universidad de Sevilla José Cenizo Jiménez en La palabra y la espera. Visión poética de Manuel Fernández Calvo (Ateneo de Sevilla-Ángaro, 2007). “Toda su escritura gira en torno al choque o, mejor, encuentro de lo humano con lo divino, del mundo y la eternidad”, afirma. A través del Premio Ángaro, Fernández Calvo influyó en un notable grupo de poetas que le eran contemporáneos, mayormente sevillanos, como Manuel Barrios Masero, José Molero Cruz, Sebastián Blanch o Mariló Naval. No puede hablarse de grupo, no obstante, del

mismo modo que cuarenta años después se nombra, también en el eje sevillano, a Númenor.

Más allá de los citados Rafael Alfaro, Valentín Arteaga, Teodoro Rubio o Jorge Mascaraque, entre los poetas que siguen estando presentes destaca Jesús Mauleón (Arroriz, Navarra, 1936), poeta y cura, como él se presenta en su propio blog. En 2005, reunió en un único volumen toda su Obra poética, 1954-2005 (Gobierno de Navarra). Después, ha publicado Este debido llanto (Ediciones Vitruvio, 2010), escrito tras la muerte de su madre: “Tenía noventa y cuatro años largos. Yo la cuidé hasta el final. Di gracias a Dios por su vida larga y feliz. Pero eso no evita el dolor

y la mudez iniciales. San Agustín habla de las lágrimas ante la muerte de su madre, santa Mónica, aunque la sabe en el cielo…”. Y es que en la poesía de Mauleón “Dios está siempre al fondo”. Por eso admite: “La fuente de inspiración de mi poesía es la vida misma. Lo que siento y lo que vivo. Mi mundo en torno. Todo lo que me sorprende, me conmueve, me alegra… o me irrita. Para un creyente y sacerdote, Dios es el último sentido de nuestra vida. El tema religioso cubre una parte importante de mi producción, tanto en prosa como en verso. Pero he cultivado también el tema solidario –La luna del emigrante–, la sátira de los fatuos poderosos, el paso del tiempo y lo que los clásicos llamaban ‘la fugacidad de la vida’. El tema de la muerte, tan vecino al anterior, si no es el mismo, me ha llevado a escribir quizá mis mejores versos…”. Lo vemos en el poema “Miro acercarse a Dios”: Mientras estabas tú,/ te tuve como un dique/ parándome la muerte./ Ahora que tú te fuiste/ veo venir las aguas/ tronando de alta mar hacia mi pecho./ Aquí, quieto y en pie,/ miro acercarse a Dios,/ blancura poderosa de la espuma/ resonando en las olas que anochecen.

Otro poeta-sacerdote que está presente aún entre las novedades y en la red es Vicente García Hernández (Molina de Segura, Murcia, 1935), que tuvo cierto eco ya con un primer poemario para mí aún vigente: Dios se llama forastero (1963), que acaba con un soneto titulado “Final”: Si un ciervo ha sacudido su alegría/ y al mundo se le ha abierto una ventana,/ un ala, un hombre en paz, un nuevo día,// es que es la hora del vino y de la danza,/ de la feria de Dios en la mañana./ Es la hora de esperar en la esperanza. Poco después, con Los pájaros, ganó un accésit del Adonais de 1965. Siguió publicando hasta Navidad poética, poemario de 1997, a partir del cual se ha dedicado a la novela y el ensayo; aunque promete en breve, al menos, otros dos poemarios: Materia elemental y Del verdor callado. Porque García Hernández siempre tuvo

claro que era antes sacerdote que poeta, lo explica sugestivamente: “Mas he de decir que este anhelo por ser palabra (y darla, decirla) es solo un hobby, una afición; nunca (así lo creo) una vocación. Porque escribo con el fin de que el espíritu viva aleteando en mi interior cuando la materialidad me asedia; por esta razón escribo de tarde en tarde, como los otoños, que no duran todo un año, sino un de vez en cuando melancólico. Escribo poemas cuando entro en crisis, o en alegría, o creo amar; entonces hago poemas, y es como un afianzarme en la noche de la fe del hombre y la trascendencia, por la palabra, tocar sin ver (intentándolo hasta el llanto), adivinar la figura o la voz de aquel (amigo, ¿Dios?) que apenas es brisa o susurro, espalda en todo caso de una presencia que pasa, por lo cual creo en lo que digo y cómo lo digo. Así me afirmo hombre y me hago comunión, es decir, grito que pide auxilio, o plegaria que susurra alabanza, o saludo que humildemente roza la amistad y la hace momentaneidad amorosa”. Poeta-sacerdote en red es también el marianista José Luis Martínez (Aguilar de Bureba, Burgos, 1923), quien publica un blog con el título evidente

de “Poesía Religiosa”, en donde ofrece una muestra amplia de sus poemas más recientes, desde 2007 a la actualidad. Ha publicado poemarios como Retablo (2001), Fuentes en el camino (2002), La tarde era un grito verde (2003), Ciento un sonetos (2004) o El salterio asonetado (2009). Igualmente tiene blog y poemarios el fraile dominico Emilio Rodríguez González (Villar de

Jesús Mauleón

Vicente García Hernández

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inabarcable. Por eso a veces su canto son balbuceos. Y a veces canta, a veces adora, a veces duda, a veces niega. Y todo ello es perfectamente compatible. Solo tiene que ser fiel a lo que se le va revelando. Mientras no se cierre, orgulloso, al misterio, cuanto reciba y cante es positivo y hermoso, y sirve a los hombres para acercarse al misterio y

encontrarse a sí mismo”.Es lo que sucede

también con Antonio Colinas (La Bañeza, León, 1946) y su “ebriedad de sentirse invadido por algo”. Si Carriedo, por su peculiaridad, expresa en sí mismo todos los estados posibles entre el poeta y Dios, Colinas encierra la aceptación de la verdad revelada, aunque no la llame Dios. Su obra, reunida en un único y magistral volumen por

Tusquets, se apoya en la concepción de que la poesía –suma de intensidad emocional, de hondo conocimiento y elaboración verbal– es, afirma él mismo, “un medio para sentir, interpretar y valorar la realidad y nuestra propia experiencia humana. Pero no solo esa realidad aparente que los ojos ven, sino la que yo he llamado en otros momentos una realidad transcendida o trascendente”. Basta acaso un poema, capital eso sí, en la propia trayectoria de Colinas para reivindicarle como un poeta de entonación trascendente, cercano a la divinidad. Son algunos versos del “Canto XXXV” de Noche más allá de la noche (Tusquets): Me he sentado a sentir cómo pasa en el cauce/ sombrío de mis venas toda la luz del mundo./ Y, al fin, era un gran sol de luz que respiraba./ Pulmón el firmamento contenido en mi pecho/ que inspirando la luz va espirando la sombra,/ que nos anuncia el día y desprende la noche,/ que inspirando la vida va espirando la muerte./ Inspirar, espirar, respirar: la fusión/ de contrarios, el círculo de perfecta consciencia./ Ebriedad de sentirse invadido por algo/ sin color ni sustancia y verse derrotado/ en un mundo visible por esencia invisible.

En otro ángulo, aunque con una poesía muy cercana a Colinas, está

a través del poeta y en la que puedan llegar a ser uno Dios, el poeta mismo y los hombres (la sal de la tierra): Este es el dulce cántaro y el asa,/ pues al hablar mi voz, Tú hablas en tanto,/ y al escribir mi cántico. Tú escribes.

Cierto que, como describe Paz González, el poeta trata de explicar el significado de Dios adoptando perspectivas muy diferentes, no siempre satisfactorias, algunas heterodoxas. Recurre, en cambio, a otras más próximas a la fe como en “Dios desde el niño”, un diálogo entre un maestro y sus pequeños pupilos que tratan de comprender la abstracción que supone el concepto de Dios, que, como el de Poesía, se manifiesta en todo lo circundante: El vaso desprovisto de agua y música,/ el simple labio que a parlar aprende,/ el huevo azul que la gallina puso.// (…) el aire en la mejilla, el hoyo, el surco/ de la mejilla, el aire que se entibia,/ que se pone de gala (…).// Dios es tal veis en las cerradas páginas/ del libro de los hombres; Dios es todo. Carriedo, poeta inmenso y no justamente conocido, nos sirve, no obstante, como poeta ejemplar desde el que mostrar todas las posibles interacciones entre el poeta y Dios, según explicó Juan Polo Laso: “Cuando el poeta se enfrenta a la realidad misteriosa de Dios –escribió en 2003–, se encuentra doblemente confundido. Primero porque el Deus absconditus se revela cuando quiere y como quiere, y segundo porque es una realidad

Adralés, Asturias, 1938). Y no son los únicos.

El diálogo con Dios, lo absoluto, el misterio, la celebración, lo comparten otros poetas ajenos al ejercicio del sacerdocio. Sin duda. Es inevitable acudir a ellos también para fijar este fotograma de la poesía religiosa de hoy. Sus voces complementan y enriquecen lo que ya ha dicho el sacerdote-poeta. Uno, por ejemplo, tan lejano como pudiera parecer Gabino-Alejandro Carriedo (Palencia, 1923-San Sebastián de los Reyes, Madrid, 1981), uno de los seis genuinos postistas españoles, según los enumera Amador Palacios, es decir, junto a Eduardo Chicharro, Carlos Edmundo de Ory, Silvano Sernesi, Félix Casanova de Ayala y Ángel Crespo. Un poeta, por tanto, en el otro extremo de lo que Martínez Ruiz apunta en el prólogo de Palabra y misterio. 31 poetas frente a Dios: “(…) Nuestra poesía en los compases pararreligiosos se forjaba según los patrones formales de la tradición, ni siquiera se aceptaba el cambio de épocas y momentos. Y por lo tanto, lejos de innovar, de perseguir y roturar otros campos de concepción y de expresión, se remedaba la riquísima lírica sacra, ya sin la vibración de los momentos de esplendor de los siglos XVI y XVII. Se trataba de una poesía al servicio de la devoción, aunque con escasa inmersión en las preocupaciones humanas”. El filólogo Mario Paz González ha llamado la atención sobre “la poesía trascendente” de Carriedo, inédito hasta la publicación en 2006 de su poesía completa por la Fundación Jorge Guillén: La sal de Dios, escrito entre 1947 y 1948, en una sintonía confesada con Miguel de Unamuno, Antonio Machado, Miguel Hernández, incluso con Dámaso Alonso y Blas de Otero: “Podríamos decir perfectamente que este libro de Carriedo se incluye sin duda dentro de esta lírica de temática existencial basada en un tipo de imaginería retórica deudora de la poesía sacra, pero sin llegar a vincularse, en su trasfondo más profundo, a esta”, según advierte Paz González. Aun así, hay poemas en los que hay un Dios muy cercano. A Él se dirige el yo lírico buscando un diálogo, una cercanía coloquial y una identificación que se pretende plena, en la que Dios hable

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Antonio Colinas

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José Manuel Suárez (Villoria de Laviana, Asturias, 1949), profesor de Ética y Filosofía en la Fundación Universitaria San Pablo-CEU, autor de una consolidada trayectoria poética con títulos como Oigo unos ojos: Misereres y payasos de Rouault (Tansonville, 2010) y La velocidad de los muertos (Pre-Textos, 2010), además de En sigilo de llama, Desde más luz, La tierra en tantas manos, Que en pan crecía, En sed de alianza o Tras la huella de un ala, con el que ganó el Premio Ciudad de Salamanca en 2008. Poeta de gran tensión espiritual y de gran perfección formal, Suárez enarbola desde la fe una poesía religiosa de intensa calidad que resume, sin ir más lejos, su poemario dedicado al expresionismo espiritual y católico de Georges Rouault. Del pintor francés extrae Suárez el símbolo, la Pasión de Cristo como corolario de todo dolor humano: Reinaron/ los despojos, atrincherados en el altar vacío,/ sobre todos los días que vinieron. Sus versos, sin embargo, van mucho más allá, como demuestra con La velocidad de los muertos, en donde ahonda en el amor que alcanza a la compasión, la tensión del espíritu como determinante de lo humano y la sencillez como forma de estar en el mundo. Mirando esos misereres soberbios de Rouault, en Oigo unos ojos, escribe: Pisas tú sobre un mar –pero no/ tú./ Sobre las hojas caídas das tus pasos,/ flotas. Bracea tu desconsuelo– no,/ no tú.// Te están llamando. De más abajo/ te están llamando a gritos —nadie, nadie/ escucha. Tú sí escuchas.// Otro mar, dentro, te quema:/ fuego tuyo en tus ojos./ Un fuego para ver –no luz, ni claridad ninguna–.// A gritos/ te llamaban. Tu nombre allí acampó.

Otro notable ejemplo de la conjunción de fe y poesía, plena de calidad, es José Julio Cabanillas (Granada, 1958), autor que ha escrito una obra personalísima, volcada en la memoria y, más allá, en la recuperación trascendente de lo vivido. Para él, según afirma otro poeta y editor muy cercano, Abel Feu, “la poesía viene a ser un anticipo de la resurrección”, que es definición del gran

Lezama Lima. La visión trascendente de Cabanillas se refleja en poemarios como Las canciones del alba (1990), Palabras de demora (1994), En lugar del mundo (1998), Lo que devuelve el mar (2005) o Cuatro estaciones (2008), sobre todo, a través de pasajes evangélicos (la Anunciación, María Magdalena, la misma Resurrección) o en monólogos dramáticos, como en “Teresa”, dedicado a santa Teresa de Lisieux. Si bien vamos a quedarnos con un soneto, “Jano de enero” de Después de la noticia (Ediciones Metropolisiana, 2011), su último libro, que en cierto modo le representa bastante bien y viene al vuelo: Jano de enero vuelve sus dos caras./ Con una ve los meses que

ya han muerto./ Con otra el porvenir de un tiempo incierto./ Una vez y otra vez gira y no para.// El gozne del planeta da en su frente./ Mientras, los hombres siembran en el barro./ Mientras, las Osas pasan en su carro./ Pasan la luna sabia, el sol ardiente.// Loco enero de pelo en remolino/ de tanta vuelta, ¿es ese tu destino?/ De tanto ir y venir, ¿qué has aprendido?// Tal vez

lleva en la espalda a Dios prendido/ igual que un monigote de papel./Por eso el mundo gira en busca de Él.

Es una poesía muy cercana a la que cultiva también Diego Sabiote (Macael, Almería, 1944), también profesor de Filosofía, aunque en la Universitat de les Illes Balears. Sabiote describe muy bien la poesía que cree en Dios, la de Cabanillas o la de Suárez: “Voy a contrapelo de

algunos poetas contemporáneos que no tienen inconveniente en hablar de trascendencia de la poesía. Sin embargo, veo que luego todo eso no va a más. Yo, a la trascendencia, le pongo nombre y cara: es Dios”. Lo ha hecho en poemarios como La escalera de Jacob (Lleonard Muntaner Editor), homenaje a los monasterios de Montserrat, Solius y Poblet, en Y, pese a todo, la luz (La Lucerna), en La noche encinta (Lleonard Muntaner Editor). En este último poemario se puede leer, por ejemplo, “El ciprés de Poblet”: En el corazón mismo de Poblet,/ el Claustro,/ su almendra abierta.// No te acerques, contempla./ No pidas cuentas./ Déjalo, que así es el ciprés:/ un modesto árbol, un místico/ lugar de encuentro/ donde se dan cita/ el cielo y la tierra,/ y donde, jubilosos, los pájaros/ cantan a la gloria. La naturaleza y lo divino se reflejan en la poesía de Sabiote como un intenso poder transfigurador y consolador. Lo mismo que lo hace la necesidad de admirar, de iluminar, de proclamar un gozo de vivir que es regalo, don, gracia, agua que se derrama, fuente, arroyo, jarra… y que conecta con otro poeta y católico, insigne Premio Cervantes, bien conocido: José Jiménez Lozano (Langa, Ávila, 1930). Se lee claramente en los versos escogidos de la antología Domingo de la vida (Instituto de Estudios Almerienses, 2005): Acoger la vida como regalo,/ como gratuito don,/ como gracia,/ como la recibe y da el agua,/ que se derrama en fuentes,/ arroyos, cántaras, jarras,/ sin pedir nada,/ y siempre, en sus labios,/ la canción nostálgica y callada/ que se esconde en la risueña,/ clara transparencia del agua.

La poesía mística completa, indudablemente, este diálogo entre Dios y el poeta. Porque, “¿qué es la José Julio Cabanillas

José Jiménez Lozano

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desespero./ Tenaz y decidido, solo quiero/ cruzar el mundo a nado hasta tu orilla.

Quizás como contrapunto es interesante sondear la presencia de Dios en la poesía de Santiago Montobbio (Barcelona, 1966), profesor de ESADE y de Teoría de la Literatura de la UNED, autor de Hospital de inocentes, El anarquista de las bengalas y Absurdos principios verdaderos (March Editor, Barcelona, 2009). Y está presente aquí por poemas como “Para una teología del insomnio”: Minuciosamente sueño a Dios durante el día/ para por la noche poder creer que me perdona./ Desde la culpa de no ser feliz, de no haberlo sido,/ desencuaderno mis ojos huecos y de sobras sé/ que no dormir es un rastro del infierno. Frente a ello, Montobbio expresa, sin embargo, desconocer dónde arraiga ese Dios: “No sabría explicar exactamente el sentido de su presencia en mi poesía –afirma–, porque resulta misteriosa para mí, lo cual, por otra parte, no es extraño, ya que el arte, como decía Luis Buñuel, vive en el misterio, y quizá Dios está presente en el mío como tal. En cualquier caso, y como sabemos desde Platón, la palabra es sagrada, y es natural que en ella Dios aparezca convocado. No he reflexionado particularmente sobre su presencia en mi poesía, aunque creo que está presente como imagen, como personaje (o quizá como naturaleza), más que en un sentido estrictamente religioso, ni siquiera –digamos– ideológico, y para encontrar más razones tendría que preguntármelas, aunque siento que es mejor que no lo haga. Porque la poesía no se explica”.

trascendencia de Colomer: “Palabras que se levantan, que florecen, que se resisten a callar, palabras palpitantes de pulsar incesante. Palabras que flotan suspensas, palabras musicales, vibrantes. Palabras que traspasan el ámbito de los hombres, que desafían el entendimiento, palabras de ojos abiertos a los misterios del universo. Palabras de soledad, de comunión con el más allá, con el alma. Palabras enmascaradas, polisémicas, laberínticas”. Colomer reconoce que el anhelo del poema nace del deseo de Dios. Más aún, que de Él nace directamente su vocación de poeta: Sabes que a tu llamada/ anhelé recluirme en el silencio,/ y que fueran mis

días/ ofrenda de plegaria y penitencia./ Pero Tú me querías en el altar del mundo,/ inclinada ante aquellos que padecer./ Y guardé tu palabra./ Y supe que era bueno este camino.

“El hombre no puede vivir al margen de Dios –confiesa Colomer–. Su misión en la vida es reconocer la semilla divina que Él nos dejó. Uno de los problemas que podemos tener a lo largo de nuestra

existencia es el de la dispersión, o la falta de unificación del ser en torno a un centro espiritual, centro que se halla en el corazón. El primer paso para encontrar a Dios será el deseo de búsqueda que Él puso en nosotros antes del tiempo, y también, la humildad de reconocer que nada de lo humano puede colmar nuestras ansias de absoluto”. En busca de ese mismo Dios escribe otro joven poeta místico, Enrique Barrero Rodríguez (Sevilla, 1969), “artesano del verso de calado espiritual y contextura clásica”, según lo define José Cenizo Jiménez en Liturgia de la voz abandonada (Cajasur, 2009), poemario que prorroga El tiempo en las orillas (Rialp, 2000) y Fe de vida (Ángaro, 2007). Porque Barrero emprende, sobre todo, un diálogo con serenidad con el Señor desde “el viejo cansancio de ser hombre”. Lo hace en el soneto V, que concluye: Nado en pos de la luz, contracorriente,/ y siento, salpicándome en la frente,/ entre juncos de sed, oscura arcilla.// Mas no me rindo, Dios, ni

mística sino el itinerario que conduce hacia Dios?”, se pregunta la clarisa María Victoria Triviño. Ella misma responde: “Es místico quien deja aposentar a Dios en el centro del ser, allí donde acaecen abrazo y besos”. Lo hace aludiendo a la “mística del deseo, de la luz y la noche en vuelo hacia el azul que inquieta y colma. Mística del amor nupcial que embriaga y besa”, que es como describe los versos del Libro de la suavidad (Huerga & Fierro), de Mariana Colomer (Barcelona, 1962). “Se puede decir que nadie desde Rubén Darío hasta ella –y en ella, tal vez, con admirable superación– haya recreado la posibilidad del alejandrino con creatividad tan limpia”, añade María Victoria Triviño –autora de La palabra en odres nuevos, presencia y latido (Desclée De Brouwer)–, que prologa el poemario de Colomer, intenso y lúcido, místico y trascendente, en el que la poetisa barcelonesa le habla directamente a Dios reconociéndole como hacedor del verso: Dejo que seas Tú quien me otorgue el poema,/ que la palabra fluya/ de tu suavidad a mi mano,/ sin luchar por llevarme su fulgor,/ sin confiar en mí.// Te la pido y ofrezco./ Tan solo escribiré y me ocultaré,/ porque es tu palabra/ y harás que no se pierda.

He aquí la conexión a la poesía de sor Juana Inés de la Cruz, en la definición que un día hizo Juan Ladrón de Guevara Parra en “Lo que no queda en las voces, queda en el silencio” (Revista Speculo, nº 35), y que nos sirven a la hora de definir la

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Santiago Montobbio

Mariana Colomer