martín velasco. el malestar religioso. anexo 1

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JUAN MARTÍN VELASCO, El malestar religioso de nuestra cultura, Editorial San Pablo, Madrid 1993 CAPÍTULO 1. EL MALESTAR RELIGIOSO DE NUESTRA CULTURA CAPÍTULO 7. EL CASO ESPAÑOL: EL MALESTAR RELIGIOSO DE UNA IGLESIA SOMETIDA A UNA TRIPLE TRANSICIÓN CAPÍTULO 1 EL MALESTAR RELIGIOSO DE NUESTRA CULTURA Cualquier intento de descripción de la situación contemporánea desde el punto de vista religioso tropieza, como primera dificultad, con una variedad tal de aspectos que hace imposible en la práctica una visión sintética y parece autorizar los diagnósticos más variados e incluso contradictorios. En efecto, por una parte, contra las previsiones de muchos análisis del proceso de secularización, y a pesar de la aparentemente inapelable lógica de las sucesivas críticas filosóficas, sociológicas y psicológicas de la religión a lo largo de casi dos siglos, la religión no ha desaparecido del horizonte personal, social y cultural de esta última década del segundo milenio que estamos viviendo. Más aún, no es solo que la religión siga presente. Es que, como veremos con más detenimiento más adelante, da muestras de una extraordinaria vitalidad que se manifiesta en la proliferación de nuevos movimientos religiosos que ha llevado a algunos a calificar nuestro tiempo de una época de efervescencia religiosa. En el mismo sentido, cabe observar que cuando algunos anunciaban o decretaban “el desencantamiento del mundo” y el fin, al menos social, de la religión, el análisis de los conflictos sociopolíticos más importantes de los últimos años, desde la revolución de Irán al derrumbamiento de los regímenes del socialismo real de los países de la Europa llamada del Este, descubre entre los factores que los han desencadenado un componente religioso. Pero junto a estos hechos, que están haciendo revisar no pocas de las interpretaciones de la secularización, existen otros no menos importantes, presentes sobre todo en los países occidentales, es decir, en las llamadas sociedades avanzadas, que parecen justificar los veredictos sobre una problematización creciente del factor religioso y las previsiones de su pronta desaparición. Me refiero a la pérdida de influjo de las instituciones religiosas , el alejamiento de la práctica de sus adeptos , la disminución de sus efectivos más ______________________________________________________________________________ ____________ Tema I.1 - PROBLEMÁTICA ACTUAL DE LA FE – Material complementario 1

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La modernidad y la fe católica. un diagnóstico sobre la Iglesia y el mundo moderno

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Page 1: Martín Velasco. El Malestar Religioso. Anexo 1

JUAN MARTÍN VELASCO, El malestar religioso de nuestra cultura, Editorial San Pablo, Madrid 1993 CAPÍTULO 1. EL MALESTAR RELIGIOSO DE NUESTRA CULTURA

CAPÍTULO 7. EL CASO ESPAÑOL: EL MALESTAR RELIGIOSO DE UNA IGLESIA SOMETIDA A UNA TRIPLE TRANSICIÓN

CAPÍTULO 1EL MALESTAR RELIGIOSO DE NUESTRA CULTURA

Cualquier intento de descripción de la situación contemporánea desde el punto de vista religioso tropieza, como primera dificultad, con una variedad tal de aspectos que hace imposible en la práctica una visión sintética y parece autorizar los diagnósticos más variados e incluso contradictorios. En efecto, por una parte, contra las previsiones de muchos análisis del proceso de secularización, y a pesar de la aparentemente inapelable lógica de las sucesivas críticas filosóficas, sociológicas y psicológicas de la religión a lo largo de casi dos siglos, la religión no ha desaparecido del horizonte personal, social y cultural de esta última década del segundo milenio que estamos viviendo. Más aún, no es solo que la religión siga presente. Es que, como veremos con más detenimiento más adelante, da muestras de una extraordinaria vitalidad que se manifiesta en la proliferación de nuevos movimientos religiosos que ha llevado a algunos a calificar nuestro tiempo de una época de efervescencia religiosa. En el mismo sentido, cabe observar que cuando algunos anunciaban o decretaban “el desencantamiento del mundo” y el fin, al menos social, de la religión, el análisis de los conflictos sociopolíticos más importantes de los últimos años, desde la revolución de Irán al derrumbamiento de los regímenes del socialismo real de los países de la Europa llamada del Este, descubre entre los factores que los han desencadenado un componente religioso.

Pero junto a estos hechos, que están haciendo revisar no pocas de las interpretaciones de la secularización, existen otros no menos importantes, presentes sobre todo en los países occidentales, es decir, en las llamadas sociedades avanzadas, que parecen justificar los veredictos sobre una problema-tización creciente del factor religioso y las previsiones de su pronta desaparición. Me refiero a la pérdida de influjo de las instituciones religiosas, el alejamiento de la práctica de sus adeptos, la disminución de sus efectivos más comprometidos, etc. Fijándose más bien en estos aspectos, no pocos cristianos vienen preguntándose con inquietud si no habrá una especie de incompatibilidad entre situación de modernidad y cristianismo. Así, hace ya bastantes años, el P. Teilhard de Chardin hablaba de una insatisfacción generalizada en materia de religión y manifestaba la impresión de que algo no va entre el hombre moderno y el Dios que le anunciamos . Parece, se escribe en una enciclopedia reciente, como si no se pudiera ser religioso y moderno a la vez, a menos que se realicen no pocas acomodaciones. O, con palabras de W. Pannenberg: “El cristianismo ya no es algo que pertenezca connatural y aproblemáticamente a nuestro mundo. Muchos hombres y mujeres de hoy no ven en las Iglesias cristianas sino reliquias de un pasado ya muerto. ¿Es que la modernidad se ha desprendido realmente del cristianismo?, ¿o, por el contrario, la herencia cristiana es todavía constitutiva -aunque no parezca así- para la forma

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de vida del llamado mundo occidental, forma de vida que, sin embargo, aparece como totalmente secularizada? La respuesta a estas preguntas decide sobre el problema de si el hombre moderno puede todavía ser moderno, sin sufrir un resquebrajamiento dualista de su conciencia, y de si un cristiano puede ser un hombre moderno sin perder por ello su identidad cristiana”. Estas últimas valoraciones muestran al menos que, sea cual sea su vitalidad, la situación de lo religioso en la modernidad no es clara; que el factor religioso no termina de encontrar su lugar en la cultura moderna. Que existe en relación con lo religioso una verdadera confusión.

A esta situación compleja nos vamos a referir en lo que sigue con la expresión utilizada como título para estas reflexiones: el malestar religioso de nuestra cultura. Se trata de una imagen -ya utilizada por Freud para referirse a la cultura moderna- con la que trasladamos a la situación religiosa de nuestro tiempo la impresión de "desazón e incomodidad indefinible" que designa el término "malestar" aplicado a las personas. Al mismo hecho se refieren otros análisis con la categoría de "crisis". Otros, más preocupados por la situación de las personas en esas circunstancias, se referirán a "la dificultad de ser cristiano" en el mundo moderno.

El hecho a que nos referimos es que la religión sigue estando presente, pero resulta difícil de integrar. Da la impresión de que los sujetos solo se refieren a ella como a algo que se echa de menos o se echa de más, es decir, se rechaza como indebido. Algo con lo que solo cabe relacionarse bajo la forma de la nostalgia o algo que se quisiera eliminar.

De este hecho nos vamos a ocupar en las reflexiones que siguen intentando describirlo, interpretarlo y, en la medida de lo posible, ofrecer pistas para superarlo.

1. El hecho del malestar.Por tratarse de una situación de "desazón indefinible" los únicos caminos para

establecer con certeza su existencia son, por una parte, las confesiones de los sujetos religiosos y de los responsables de sus instituciones y, por otra, la enumeración de los síntomas en que se manifiesta. No es difícil recoger testimonios de lo primero. De hecho, el discurso religioso refleja en la actualidad el predominio del desánimo, la conciencia de la dificultad, la sensación de remar contra corriente en la actual sociedad, de estar sumido en un clima religiosamente irrespirable. Con frecuencia ese discurso se torna queja amarga de reales o supuestas campañas, de planes de descristianización del pueblo, atribuidos a los responsables políticos, a los medios de comunicación o a los centros generadores del discurso cultural dominante.

En cuanto a los síntomas de la situación de malestar, el análisis social los ofrece con profusión. El más evidente es el retroceso de la religión institucionalizada, manifestado en indicadores como el descenso continuo de la práctica religiosa, la erosión de la fe, tanto en sus contenidos como en la firmeza de la adhesión, la desviación incluso teórica en relación con la moral oficialmente predicada por la Iglesia, y la pérdida de credibilidad en diferentes ámbitos de la vida de las instituciones eclesiásticas y sus representantes. En la misma dirección apuntan el envejecimiento de la población practicante y la falta de relevo vocacional de sus "dirigentes".

Todos estos síntomas se resumen en dos más significativos: la dificultad de la comunicación del mensaje religioso, a pesar de los esfuerzos constantes, desde hace decenios, de acomodación o aggiornamento de todas las formas de lenguaje:

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teología, predicación, liturgia, catequesis, etc., y, sobre todo, la evidente crisis de la transmisión de la fe en todos los ámbitos en que hasta ahora venía produciéndose: familia, escuela, instituciones eclesiásticas, etc., y la dificultad para encontrar medios nuevos que se correspondan con la nueva situación de ruptura de la identificación entre socialización y transmisión del cristianismo. Todos estos síntomas hacen difícil mantener dudas sobre la existencia del hecho. Por si quedase alguna, aludiré a otro síntoma extraordinariamente significativo: los símbolos en los que se expresan los diagnósticos sobre la situación espiritual de nuestro tiempo y aquellos otros con los que se expresa la conciencia y la situación de la misma Iglesia. Entre los primeros, recordemos la recurrencia de símbolos como el eclipse de Dios, el silencio de Dios, la huida de los dioses, la noche oscura, para caracterizar a nuestro tiempo. En relación con los segundos remitiré tan solo a la frecuencia con que se ha recurrido al símbolo del invierno para caracterizar la situación de la sociedad desde el punto de vista religioso y la propia Iglesia. Otros análisis, en términos también figurados, prefieren hablar de la crisis radical o crisis epocal como situación de la religión en los países occidentales.

Los indicios del malestar, por otra parte, no afectan tan solo a las instituciones religiosas. Hay indicios de malestar de origen "religioso" en la propia cultura. En efecto, aunque no faltan testimonios de una perfecta indiferencia como la que corresponde a quien "se ha instalado en la finitud", no es raro escuchar voces desde la cultura más secularizada que expresan la dificultad de esa instalación, se hacen eco de secretas nostalgias y abogan por formas muy peculiares de teología o recurren a manifestaciones de lo sagrado revestidas de formas seculares. Por otra parte, no faltan quienes interpretan la profusión de nuevos movimientos religiosos como una expresión de las carencias de una cultura centrada en lo científico--técnico para responder a los anhelos más profundos del hombre, anhelos que buscarían su satisfacción en el recurso a lo oculto, el cultivo de lo maravilloso y el retorno a lo mágico.

El hecho es, pues, evidente. Todas estas referencias sirven tan solo para actualizarlo en nuestra conciencia y disponernos para una descripción más rigurosa como primer paso hacia su interpretación.

2. Hacia una interpretación del malestar religioso.En las personas adultas, tanto cristianas como no creyentes, está muy

extendida la impresión de que ese malestar es un hecho histórico que se ha producido a partir de un momento determinado que coincidiría con el cambio sociocultural que ha producido el proceso, relativamente reciente, al menos en sus últimas consecuencias, de la modernización de nuestra sociedad. Es probable que tal impresión esté justificada, aunque solo hasta cierto punto.

Conviene, en efecto, tener en cuenta que un cierto malestar cultural es componente ineludible de toda experiencia religiosa, ya que tal experiencia comporta una inevitable tensión escatológica originada por el carácter trascendente de la realidad -Dios- a la que esa experiencia se refiere. Tal vez por eso, el hombre religioso de todos los tiempos tiende con frecuencia a soñar un paraíso como situación ideal de la que se procede y con la que contrastan los tiempos recios que le ha tocado vivir. En todo caso, en el cristianismo, Jesús ad -vierte a sus discípulos que tienen que contar con la dificultad como un elemento ineludible de su paso por el mundo: "Mirad que os envío como ovejas en medio de lobos".

Con todo, la dificultad no se identifica con la sensación de malestar: Los cristianos han podido en otros tiempos ir cantando salmos a la hoguera; es decir, se han enfrentado con los "lobos" del discurso apostólico sin que ese

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enfrentamiento pusiera en cuestión su identidad. Y la confesión de la identidad que suponía el martirio hacía del cristianismo un fenómeno socialmente relevante y lleno de significación. Mientras que nuestra situación es otra: parece que no podemos realizar nuestra identidad sin perder la relevancia y que no podemos tener relevancia más que a costa de la afirmación de nuestra identidad. Situado así el malestar, parece que, aunque los cristianos lo hayan sufrido a lo largo de todas las épocas de la historia, en la nuestra se ha producido una ruptura epocal que coincide con el advenimiento de la modernidad y que origina una nueva situación determinante de la nueva forma de malestar religioso que reina en ella.

La clave de la interpretación del fenómeno estaría, por tanto, en la interpretación de las consecuencias de la modernidad sobre el cristianismo. Desde el punto de vista que ahora nos interesa, esas consecuencias se expresan globalmente con la categoría sociohistórica de "secularización". Por lo que la clave de la interpretación del malestar religioso estará en la interpretación que se ofrezca del fenómeno de la secularización.

3. La ruptura de la modernidad con el cristianismo.Sin entrar todavía en los detalles de las diferentes interpretaciones teóricas y

las consiguientes valoraciones prácticas del fenómeno, nos contentaremos con observar que la secularización, de acuerdo con el parecer general de todos los observadores, ha supuesto un impacto sociocultural que ha llevado, de una situación en la que la religión dominaba el conjunto de los sectores de la vida personal y social, a otra en que estos, uno tras otro, se han ido independizando de su tutela, para pasar después, en algunos casos al menos, de la independencia al conflicto con la instancia que antes los había tutelado. Esto ha originado la falta de lugar de la religión en la sociedad y en la cultura y el consiguiente malestar. Así, pues, de forma general y sin entrar todavía en detalles, la secularización ha producido la ruptura de la cultura y la sociedad surgidas de la modernidad con el cristianismo, ruptura experimentada tanto por las instancias modernizadoras como por el cristianismo, aunque valoradas por ambos de forma contraria.

Históricamente, en la ya prolongada historia de la confrontación de la modernidad con el cristianismo, se ha producido una doble interpretación y valoración del fenómeno de la ruptura. Para unos -tanto cristianos como promotores de la modernidad- la ruptura afecta a los contenidos mismos de la vida cristiana: creencias, prácticas y valores que las sustentan; la modernidad habría introducido una concepción del hombre, de su razón, de los valores, de la sociedad, opuesta en todo a la visión cristiana, por lo que entre modernidad y cristianismo no habría contacto ni compromiso posible. La modernidad, para algunos promotores de la modernidad, habría superado definitivamente el cristianismo, habría liberado al hombre de su dominio. La cultura moderna habría supuesto, para muchos analistas cristianos, un intento de eliminación del cristianismo y todo lo que representa en las sociedades que han entrado en su zona de influencia. El choque, históricamente evidente, entre modernidad e institución eclesiástica supondría un choque con los principios del cristianismo y un rechazo del Dios en él predicado. Para los analistas cristianos que hacen suya esta explicación global, el rechazo del cristianismo y de su Dios supondría, además, la constitución del hombre en señor de la realidad y le expondría a los peligros de totalitarismos, violencias y reduccionismos que la evolución de la modernidad se habría encargado de hacer realidad.

Como modelo de esta interpretación del choque modernidad-cristianismo y de la ruptura que produjo podemos remitir a la que propone un eminente representante de la Iglesia de Francia: "La razón quiso ser soberana, quiso darse a

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sí misma sus propias medidas, siendo así que está llamada a recibirlas de una objetividad procedente de otra parte y de una finalidad originaria". Para los analistas "modernos" que comparten esta interpretación global, el rechazo del cristianismo, la emancipación de toda revelación, en un primer momento y, después, la negación de toda trascendencia ajena al hombre, son las condiciones indispensables para el progreso de la sociedad.

Desde esta interpretación de la ruptura modernidad-cristianismo se imponen unas estrategias de respuesta que llevarán al rechazo mutuo y a la mutua condena. Imposible la reconciliación del cristianismo con la modernidad. Cada uno de los protagonistas exige la eliminación del otro. La supervivencia del cristianismo exige la recuperación de la situación anterior a la modernidad. La modernización de una sociedad exige la eliminación en ella del cristianismo.

Hay que reconocer que esta interpretación ha estado vigente durante demasiado tiempo, tanto en el lado cristiano, representado por las autoridades de la Iglesia y por algunos de sus pensadores, como en el lado moderno representado por figuras importantes del pensamiento y por diferentes corrientes políticas: liberales, socialistas y laicistas sobre todo, encargadas de encarnar socialmente sus principios.

Por el lado cristiano se cometió el error de identificar cristiandad, es decir, situación de predominio sociocultural y político de la Iglesia, con cristianismo; de cerrar los ojos a la convergencia de muchos de los valores instaurados por el proceso modernizador con los valores cristianos, y de confundir oposición a los privilegios sociopolíticos de la Iglesia con oposición al cristianismo. Por parte de las fuerzas modernizadoras se cometía paralelamente el error de confundir situación sociocultural de cristiandad con cristianismo; cerrar los ojos a la convergencia de los valores cristianos con los que promovía la modernidad, y suponer que la afirma-ción del hombre supone la negación de Dios y la exclusión de toda trascendencia.

Largos decenios de convivencia del pueblo cristiano con el proceso modernizador en los distintos países de Europa; la presencia de pensadores y hombres de acción cristianos que supieron descubrir las raíces cristianas de muchos valores modernos; y la colaboración de cristianos y promotores de la modernidad en un frente común contra peligros también comunes llevaron -probablemente con mucho retraso- a una reconciliación del cristianismo con la modernidad, y de algunas corrientes modernas con el cristianismo. En la misma dirección habría operado la toma de conciencia de la "dialéctica de la modernidad", producida por su fracaso en el intento de establecer la igualdad, la libertad y el progreso de los hombres y la relativización de la razón que esos fracasos produjeron.

A partir de ese momento la ruptura cristianismo-modernidad comienza a ser vista como un hecho histórico y a explicarse fundamentalmente de forma histórica. La modernidad habría supuesto un cambio radical de paradigma: es decir, de forma de pensar, valorar y organizar la vida social; y el cristianismo, inculturado en un paradigma premoderno e incapaz de asimilar el cambio producido, habría sido per-cibido por las fuerzas modernizadoras como hecho a superar, mientras él reaccionaba contra la modernidad como contra un peligro que evitar. La ruptura de la modernidad con el cristianismo estaría, pues, por una parte, en la forma en que el cristianismo se situaba socialmente y se hacía presente en la cultura; por otra, en la oposición, pretendida por la modernidad, pero no justificada en los hechos, entre afirmación de Dios y afirmación del hombre, y en la consiguiente pretensión de eliminar la presencia de Dios en la sociedad y en la persona como condición para la promoción y el progreso del hombre.

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La maduración de la conciencia de los dos contendientes del conflicto posibilita una convergencia de los mismos que, pese a la permanencia en los dos campos de personas o grupos, a veces importantes, aferrados a planteamientos superados, está convirtiendo en muchos casos a los antiguos contendientes en colaboradores para la solución de los muchos problemas humanos pendientes.

Pero los hechos de los que hemos partido no nos permiten hacernos ilusiones. A pesar de la clarificación de los planteamientos quedan no pocos problemas que resolver para superar la situación de malestar actual de que hemos partido.

Para avanzar hacia la clarificación de esos problemas propongo una doble reflexión. En primer lugar, me referiré a las discusiones teóricas sobre el proceso de secularización, intentando sacar de ellas conclusiones sobre las causas más precisas del malestar y posibles indicaciones para superarlo. En segundo lugar, me referiré a los aspectos concretos del mundo de la cultura en que sigue manifestándose el contencioso cristianismo-modernidad, e invitaré a la discusión y el diálogo en cada uno de ellos como camino para la clarificación de la situación.

4. El proceso de secularización. Interpretaciones y consecuencias de las mismas.

Es bien sabido que el término "secularización" fue utilizado por primera vez en la época moderna para designar el paso de la dependencia de una institución de la autoridad eclesiástica a la autoridad civil. Posteriormente, secularización se con-vierte en una categoría sociohistórica para interpretar la repercusión del proceso de modernización en sus distintas fases sobre el fenómeno religioso y, en el caso de los países occidentales, sobre el cristianismo. La complejidad del hecho y las múltiples etapas del mismo han originado una pluralidad de usos del término que le confieren una enorme polivalencia significativa y hasta una ambigüedad semántica que lo hace poco operativo para los análisis sociales.

Aunque el término se ha utilizado sobre todo para definir la situación del factor religioso en la época moderna, de suyo se refiere, lo mismo que el término paralelo "desacralización", a la relación sagrado-profano y a una modificación que se opera en ella. Por eso puede resultar esclarecedor referirse a las diferentes situaciones que presenta la historia en la relación sagrado-profano y a los momentos más importantes de su evolución. Sobre este punto ofrece no pocos datos una historia de las religiones elaborada desde las preocupaciones del hombre contemporáneo.

El estadio inicial de esta relación, que corresponde a las sociedades arcaicas, indiferenciadas, mal llamadas "primitivas", se caracteriza por la impregnación total de la vida social por lo sagrado. Lo sagrado procura en ellas la justificación y la orientación de todas las instituciones sociales y comportamientos de la persona. Constituye, como se ha dicho`, la ontología de esas sociedades; una ontología que abarca la moral, las normas jurídicas, la vida social y la misma vida cotidiana de las personas. En esas sociedades se produce, en palabras de M. Gauchet, "una desposesión radical de los hombres en cuanto a lo que determina su existencia (...). Los hombres en esas sociedades no pintamos nada en relación con lo que existe. Nuestra manera de vivir, nuestras reglas, nuestros usos, se los debemos a otros; son seres de otra naturaleza que nosotros: antepasados, héroes, dioses, los que los han establecido o instaurado. Los hombres no hacemos más que imitar o repetir lo que esos otros seres nos han enseñado".

Tal vez el afán de subrayar las diferencias de estas sociedades con las nuestras lleva a supravalorar su pretendido pansacralismo. Como han observado algunos antropólogos, también en ellas se observan comportamientos profanos

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emparentados con lo que nosotros llamamos ciencia y técnica, y ese pretendido pansacralismo se reduce a una especial referencia a lo sagrado de esas acciones profanas que ciertamente existen en su vida. Por tanto, más que del carácter enteramente sacral de la vida de esas sociedades hay que hablar de una relación de lo sagrado con lo profano en la que lo sagrado orienta y determina el conjunto de las acciones profanas.

El segundo estadio en la relación sagrado-profano está representado por las grandes culturas de la antigüedad. En ellas se produce una considerable diferenciación en la sociedad, que tiene su manifestación más importante en la aparición de un poder político separado, que da lugar al nacimiento del Estado. En la "ciudad antigua", prototipo de esa situación, lo religioso se especializa, se diferencia de otras dimensiones de la persona y la sociedad, y se organiza dentro de la diferenciación de roles y funciones. Aun así, en esta segunda etapa, representada por la "ciudad antigua", las instituciones y los roles ya diferenciados en relación con lo sagrado siguen manteniendo una relación estrecha con ello, en la medida en que lo sagrado constituye el horizonte de sentido último en que se inscriben el resto de las funciones sociales, y la instancia que los legitima y sanciona. De ahí que la religión, ya constituida en esfera aparte y fuertemente institucionalizada, siga ejerciendo un influjo decisivo sobre el resto de los sectores e instituciones de la vida social. A eso se refiere Fustel de Coulanges cuando escribe que en la ciudad antigua las instituciones sociales reflejan las creencias religiosas y que "las relaciones entre los hombres, la propiedad, la herencia, los procesos, todo se encontró regulado (...) por los dogmas de la religión, conforme a las necesidades de su culto. Todo procedía de la religión, es decir, de la idea que el hombre se había forjado de la divinidad".

Esta segunda fase de relación sagrado-profano hace posible y sirve de puente para la tercera, la vigente en las sociedades modernas, que es la que generalmente se designa como secularizada. En ellas la segmentación de la estructura social y la separación del Estado y de la economía del cosmos sagrado que todo lo envolvía han producido el desarrollo del capitalismo, el Estado nacional, la ciencia y la técnica, es decir, ese cúmulo de factores que provocan el proceso modernizador que conduce a la secularización.

¿Qué significa precisamente este término? Dada la complejidad del fenómeno a que remite es normal que la palabra cobre distintos significados según se refiera a uno u otro de sus aspectos fundamentales.

Así, la secularización podrá definirse como "decreciente poder social de las instituciones religiosas"", refiriéndose con ello al lugar de las instituciones; o como "liberación de las estructuras normativas (tanto individuales como sociales) de la autoridad religiosa tradicional", con lo que el fenómeno adquiere proporciones más amplias; o, en un sentido análogo, como "tendencia histórica de pérdida de significación de la donación religiosa de sentido en zonas cada vez más amplias de la vida".

En relación con las definiciones de religión que sirven de punto de partida, una comprensión de la religión teñida de sociologismo lleva a M. Gauchet a interpretar la secularización como una progresiva pérdida de presencia y eficacia de la religión en la sociedad, que recorre toda la historia de la religión y que desemboca, para las sociedades modernas, en el desencantamiento del mundo y el fin o la salida de la religión. De acuerdo con esta interpretación, la secularización significaría que " la trayectoria viva de lo religioso en cuanto a lo esencial está acabada en nuestro mundo".

Desde una definición funcional de la religión, que subraya la capacidad e incluso la necesidad del hombre de "trascender su situación inmediata y de

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construir universos de sentido" que la envuelvan y la orienten, la secularización significará tan solo las transformaciones de ese sistema o universo donador de sentido como consecuencia del proceso de modernización. En efecto, la capacidad de donación de sentido se ha manifestado en diferentes formas de presencia social a lo largo de la historia humana y está conduciendo a nuevas formas a partir de los hechos de la emancipación de las distintas esferas de la vida social y personal y el consiguiente pluralismo. El resultado en que parece desembocar ese proceso es una nueva forma de presencia del factor religioso que conduce a la privatización del ejercicio de la religión, su reducción a los ámbitos privados de la vida y su transformación en religión invisible con la consiguiente desinstitucionalización de las instituciones religiosas.

Otras interpretaciones de la secularización parten de una definición sustantiva de la religión, es decir, aquella que tiene en cuenta la referencia del hombre religioso a un orden superior, sea cual sea la forma concreta en que se lo represente: mundo sagrado, Dios, lo divino, lo sobrenatural, el misterio, etc. La secularización comporta, de acuerdo con esta comprensión de la religión, una progresiva desaparición de ese orden superior, tanto de las estructuras sociales como de la conciencia de las personas. Se identifica, pues, con la desacralización objetiva de las instituciones sociales y de los símbolos religiosos y con la desacralización subjetiva, es decir, con la pérdida de realidad o de plausibilidad de la donación de sentido religioso a las experiencias del sujeto.

Esta pérdida de vigencia tendría sus raíces en el influjo de una serie de factores determinantes del proceso modernizador. Dada la irreversibilidad de este proceso, el proceso de desacralización resultaría igualmente irreversible, sin que puedan poner un freno eficaz al mismo estrategias eclesiásticas para la recuperación de la relevancia tales como infundir al factor religioso contenidos políticos o sociales, o proponer proyectos voluntaristas de recuperación del influjo perdido sobre las estructuras sociales.

Contra esta forma de entender el proceso de secularización, y basándose sobre todo en la no verificación de los pronósticos sobre la desaparición de lo sagrado, algunos sociólogos, seguidos por teólogos y pensadores cristianos, interpretan la secularización, más que como proceso de desaparición de lo sagrado, como transformación de sus formas de presencia social, en el sentido, por ejemplo, de la diferenciación, que ha llevado a la religión a perder funciones que antes ejercía, con lo que se ha capacitado para ejercer de manera especializada tareas que le son propias, tales como la satisfacción de "necesidades religiosas". De esta alusiva enumeración de teorías sobre la secularización y sus repercusiones sobre la vida religiosa sacaré algunas conclusiones en relación con nuestro problema del malestar religioso.

En primer lugar, parece imponerse la conclusión de que la secularización significa, antes que nada, un cambio en la forma de presencia del factor religioso en el conjunto de la sociedad y, que, por tanto, afecta, sobre todo, a su institucio-nalización en el seno de la misma. Pero me parece evidente que la nueva situación, sobre todo institucional, de la religión, no siempre asumida, interiorizada y correctamente explicada por las propias instituciones religiosas, repercute negati-vamente también sobre la religiosidad personal, por no terminar de encontrar los sujetos religiosos la forma de realizar su vida religiosa y la forma de presencia en la sociedad que corresponde a la nueva situación. De ahí que para superar el malestar religioso sea indispensable preguntarse por la forma de realización y de institucionalización religiosa que corresponde a una situación social de secularización.

Por otra parte, los factores de modernización que han provocado la secularización: movilidad social, urbanización, elevación del nivel de vida, nueva

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organización del trabajo, cultura del ocio, etc., y, sobre todo, el cambio social acelerado que han producido, han supuesto de hecho tal impacto sobre las mediaciones de la vida religiosa, surgidas en un contexto muy diferente, que estas, o al menos muchas de ellas, resultan en la práctica inservibles. Ahora bien, la reacción demasiado lenta de la institución religiosa a ese impacto, y su terco aferrarse a algunas de ellas indebidamente absolutizadas, están originando la enorme crisis de la práctica religiosa, es decir, de las mediaciones históricas del cristianismo, que venimos lamentando desde hace varios decenios, crisis a la que no pocos sujetos religiosos responden con el abandono de esas prácticas, el recurso sincretista a mediaciones tomadas de los más variados contextos, y el paso casi insensible a la indiferencia religiosa.

Dejando este segundo aspecto del malestar en esta breve indicación, me referiré con más detenimiento a una posible interpretación de la crisis de la institución del cristianismo, fuente importante del malestar religioso.

5. La crisis de las instituciones religiosas y su repercusión sobre la Iglesia como institución.

Todas las interpretaciones de la secularización se refieren a una transformación de la institución religiosa, en el sentido de una pérdida de vigencia social de las mismas. Tales interpretaciones coinciden con la constatación de que las sociedades modernas parecen querer relegar la religión al orden privado de la conciencia personal. En el mismo sentido abundan los resultados de los estudios sociales que señalan la institución religiosa como el elemento del factor religioso más afectado por la crisis y la fuente más importante del malestar.

¿Cómo interpretar este hecho? Algunos sociólogos concluyen de sus análisis sobre la secularización que la religión evoluciona hacia formas socialmente invisibles. Otros, como P. Berger, han señalado la previsible reducción de las instituciones religiosas a la condición de "minorías cognitivas", es decir, grupos cuyas representaciones de lo verdaderamente real se aleja significativamente de lo que tiene por tal el resto de la sociedad. Tal reducción comportaría consecuencias psicosociales para la propia conciencia, que se pueden resumir en una mayor dificultad para creer, y consecuencias socioestructurales que conducirán a las comunidades religiosas a organizarse bajo la forma de la secta. Las dos consecuencias parecen encontrar apoyo en los datos sobre la evolución de los grupos religiosos tradicionales en la actualidad y en los que ofrecen muchos de los nuevos movimientos religiosos.

Si aceptamos los análisis y las previsiones de estos sociólogos, la única salida a la situación de malestar reinante en relación con las instituciones religiosas sería que estas reformulasen su presencia institucional en términos de religiosidad privatizada, organizada, si acaso, socialmente según el modelo sectario. Ahora bien, en el caso del cristianismo, es indudable que una reformulación de su presencia institucional debe tener en cuenta los criterios que le procuran su propia tradición y las experiencias fundantes de las que procede. Y está claro que en la constitución misma de la vida religiosa, y desde luego en la cristiana, hay una exigencia de presencia social que no soporta la reducción a religión privatizada y una vocación de presencia transformadora en el mundo y una conciencia de misión universal que le impide resignarse a la condición de secta.

Pero esta consideración no creo que deba conducir a la perpetuación, contra viento y marea social y cultural, de formas de institucionalización que surgieron en contextos socioculturales diferentes del nuestro, que están condicionadas por ellos, y que la fidelidad a la experiencia originaria y a la propia tradición podría exigir transformar incluso radicalmente.

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Desde estos supuestos propongo la búsqueda de una salida a la situación de malestar en relación con la institucionalización social del cristianismo que no suponga abdicar sin más ante las conclusiones y las previsiones de los sociólogos, pero que tampoco signifique aferrarse obstinadamente a la perpetuación de formas de institucionalización tal vez superadas socialmente y, además, menos conformes de lo que estamos acostumbrados a pensar con la experiencia originaria cristiana.

Desde luego no se trata de sustituir la institucionalización del cristianismo bajo la forma de Iglesia por un cristianismo puramente personal, de relación directa con Dios y ejercido tan solo en la interioridad de la conciencia. Estoy convencido de que la dimensión eclesial es un elemento integrante de la identidad cristiana. La fe cristiana, que es teologal en su término, es eclesial en su forma de realización. Pero el problema comienza cuando se intenta precisar la forma de institucionalización que corresponde a esa dimensión eclesial.

Acudamos, para orientarnos en la respuesta a este problema, no desde la teología sino desde la fenomenología de la religión y la historia, a la historia del cristianismo. De acuerdo con los análisis bien conocidos de J. Wach, la forma de institucionalización religiosa que conocemos como Iglesia no es la más originaria en ninguna de las grandes religiones. Tanto en el cristianismo, como en el mazdeísmo, el budismo, el maniqueísmo y el islamismo, los discípulos, a la muerte del fundador, comienzan a organizarse bajo la forma institucional de la fraternidad, que se caracteriza por la libertad y la simplicidad de la organización, la dependencia de factores carismáticos, el predominio de la oración y el culto sobre la teología y la doctrina como factor de identificación, y el valor de los lazos interpersonales en la relación entre sus miembros.

Solo más tarde, por exigencias del crecimiento, de la coordinación de los grupos y de la necesidad de asegurar la presencia en la sociedad, habría surgido la organización social conocida como Iglesia. Esta forma de organización social sustituye la autoridad carismática por la constitución de unos poderes jerárquicos que intervienen en la gestión de los "recursos salvíficos": sistemas de creencias, sacramentos, orientación de la conciencia etc.; subraya como criterio de per-tenencia la aceptación de una doctrina común guardada por la autoridad; desarrolla los medios organizativos visibles y la distribución de funciones según los grados de autoridad; opera una centralización del poder sobre las distintas comuni-dades para asegurar su unidad; regula minuciosamente la vida de sus miembros a través de normas precisas y, así organizada, se sitúa en relación con la sociedad civil gestionada por el Estado. Así habría surgido la institucionalización religiosa sociológicamente conocida como Iglesia.

La institucionalización de la Iglesia ha evolucionado a lo largo de la historia, dando lugar a formas tan diversas como las ya notablemente plurales de los primeros siglos, la del giro constantiniano, la de la época carolingia, la de la cristiandad medieval y las que siguieron a la reforma protestante, hasta llegar a la época moderna. Naturalmente, cada una de estas formas de institucionalización ha ido acompañada de diferentes formulaciones de la propia conciencia de identidad, cristalizadas en las diferentes eclesiologías.

En este largo proceso se observa un fenómeno que puede denominarse movimiento de progresiva eclesiastización del cristianismo. El término ha sido utilizado recientemente para designar una forma concreta de organización de la institución eclesiástica como respuesta a las dificultades crecientes que ha experimentado la Iglesia para hacerse presente en las modernas sociedades secularizadas. El término designa una especie de reducción del cristianismo a la Iglesia como organización social, en medio de una sociedad con una pluralidad diferenciada de organizaciones. En este estadio de la encarnación social de la Iglesia, esta aparece sobre todo como una organización con todos los rasgos que la

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sociología atribuye a las organizaciones de un poder burocrático: existencia de un poder ejercido por personal oficial, jerarquización oficial fuertemente centralizada, rígida división de las competencias, etc.

Pero con el término "eclesiastización" del cristianismo podemos referirnos a otros aspectos de la autocomprensión y la realización de la Iglesia notablemente anteriores a la época de la eclesiastización en sentido sociológico. Puede hablarse de "eclesiastización" del cristianismo cuando la Iglesia, en lugar de ser tan solo la necesaria institucionalización de la dimensión comunitaria y comunitarizadora del cristianismo, se convierte en una magnitud que de alguna manera lo sustituye. En lugar de la visión sacramental, toda ella orientada hacia el misterio de Dios salvando a los hombres, se aísla la institución, se la comprende en sí misma y se la entiende como la agencia misma de la salvación. La Iglesia, y más concretamente las instancias que en ella ejercen el poder, es decir, la jerarquía, pasan a ocupar el lugar de la realidad misteriosa a la que deberían remitir. Se produce, pues, una es-pecie de absolutización de la mediación, tentación perenne de la vida religiosa, y se comienza a exigir en relación con la mediación una actitud que solo es legítima en relación con el misterio. Para ver hasta qué punto este peligro ha sido real en determinados momentos de la historia de la Iglesia, que han influido poderosamente sobre las épocas posteriores, basta con recoger la caracterización que el P. Congar hace de algunos aspectos de la reforma del siglo XI, que tanta influencia ejerció en la organización de la Iglesia y la eclesiología de épocas posteriores:

"Si lo que responde al orden querido por Dios es la obediencia, y si este orden se traduce principalmente en la institución papal, se comprende perfectamente que en Gregorio y en los gregorianos la fe tienda a identificarse con la obediencia al papa, que la reforma consista esencialmente en seguir la autoridad del papa, que la firmeza indefectible de la Iglesia romana funde la seguridad del orden sacramental y que Gregorio admita o rechace la validez de ordenaciones inficionadas de simonía, según que el interesado se someta o se resista a su autoridad".

La eclesiastización del cristianismo supone un endurecimiento de los rasgos propios de la organización religiosa conocida sociológicamente como Iglesia, la visibilización social de una autocomprensión de la comunidad cristiana en la que, como consecuencia del paso a primer término de la estructura eclesiástica en la comprensión del cristianismo, los elementos jurídicos, el sistema eclesiástico, las estructuras de autoridad, los órganos centrales de gobierno, pasan a dominar la comprensión de la comunidad cristiana, en detrimento del carácter sacramental, teológico y comunional del pueblo de Dios, y en detrimento de los principios internos de fe y caridad que le constituyen.

El rasgo fundamental del cristianismo eclesiastizado es el lugar desmesurado y preponderante que adquiere la estructura de la Iglesia en la comprensión de la economía salvífica. La Iglesia pasa a ser entendida como una estructura objetiva, compuesta sobre todo por las instancias jerárquicas de la misma, situada entre Dios y los hombres y que gestiona, aunque sea de una forma vicaria, la salvación, al disponer de los instrumentos y medios que la transmiten. Situada sobre los fieles que la componen, la estructura eclesiástica y los órganos de poder que la constituyen, pasan a ocupar el lugar mismo de Jesucristo, se ponen en el centro del sistema cristiano, se convierten en el objeto de la relación religiosa, de forma que la obediencia cristiana se refiere a su autoridad, esa autoridad es la que define y enseña lo que hay que creer y es la que administra los bienes de la salvación. Los fieles, teóricamente sus miembros, pasan a ser los súbditos de las autoridades de esa sociedad perfecta o los consumidores de los servicios religiosos que ella administra y dispensa.

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Eclesiastizado el cristianismo, la adhesión personal al Señor se torna pertenencia sociológica y la relación de fraternidad vigente entre sus miembros al principio se convierte en relación de dominio y dependencia según el lugar que se ocupe en la estructura. Al cristianismo eclesiastizado se integra el sujeto más por lazos de pertenencia jurídica y social que por la adhesión personal de la fe. El culto, que en los primeros tiempos constituía la celebración comunitaria de la fe común, pasa a ser acto oficial jurídicamente regulado y objeto de prescripciones precisas en el que se participa para cumplir un precepto.

En relación con el mundo exterior, con la sociedad civil, el cristianismo eclesiastizado se convierte en una sociedad en el seno de la sociedad, que reproduce todas sus instituciones y, por el hecho de agrupar a los miembros de la sociedad civil y proveer para el orden superior de la salvación de sus almas, pretende ejercer sobre la sociedad civil un control que le lleva a sancionar religiosamente la regulación de la misma que ejerce el Estado. Es decir, que un cristianismo eclesiastizado origina necesariamente los conflictos de poder y com-petencias con los órganos de la autoridad política: emperador, señores feudales, reyes, estados nacionales, que vienen atravesando todas las épocas de la historia de la Iglesia a partir del giro constantiniano.

La emancipación del poder civil de la tutela eclesiástica conmueve los cimientos del cristianismo eclesiastizado en su relación con la sociedad. Pero en realidad termina por favorecer una consolidación del mismo, que se atrinchera en su condición de sociedad perfecta que acoge a sus súbditos, los defiende de las amenazas que le vienen del exterior e incluso se constituye en defensor de sus derechos, mediante el establecimiento de pactos y convenios con el Estado. Esta situación es, precisamente, la que lleva en el siglo XIX al desarro llo de la organización de la Iglesia católica, al fortalecimiento de su centralismo y a las formulaciones más radicales del poder supremo del papado que llega, en tiempos de Pío IX, a tolerar o tal vez fomentar algo tan extraño como la "devoción al papa".

La profundización del fenómeno de la secularización por una parte, y el desarrollo de una mejor teología de la Iglesia, por otra, están poniendo en crisis esta forma de institucionalización del cristianismo, es decir, están haciendo socialmente inviable esta forma de institucionalización del cristianismo que las razones teológicas aducidas en su contra a lo largo de toda la historia no han conseguido superar. Es verdad que el Vaticano II ha supuesto una transformación importante en la conciencia de la Iglesia y una superación de la concepción "societaria-jurídica" predominante hasta los movimientos que anticiparon y prepararon ese Concilio en nuestro siglo. Pero la presencia de dos eclesiologías en el Concilio; la falta de adecuación efectiva de las estructuras eclesiásticas a la eclesiología de comunión propuesta por el Concilio, y las reacciones posconciliares surgidas en el interior del catolicismo contra esa eclesiología han hecho que en la actualidad perdure en la orientación oficial de la Iglesia una visión eclesiastizada del cristianismo que constituye una de las fuentes más manifiestas de malestar religioso tanto para una buena parte de los cristianos como para los que -sintiéndose más o menos próximos del espíritu del cristianismo- han chocado con esta forma de institucionalización religiosa a la que consideran incompatible con la concepción de la sociedad y la cultura que ha extendido el proceso modernizador.

Aquí tocamos, probablemente, uno de los puntos neurálgicos para comprender la actual situación de malestar religioso. En efecto, la evolución de las ideas y los comportamientos orientan indefectiblemente hacia una superación de la Iglesia como organización de masas, sociedad en el interior de la sociedad que encuadra a la inmensa mayoría de los miembros de un país y orienta su forma de pensar, de actuar y de vivir. Cada vez más, la secularización de la sociedad reduce los grupos religiosos a minorías cognitivas, a grupos minoritarios formados por la adhesión

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voluntaria y que perduran en virtud de una participación muy activa. En esta situación, es evidente que las Iglesias, o recuperan para sus fieles como factor determinante el elemento de la adhesión personal, y lo convierten en el centro de la comunitarización eclesial, o perderán toda posibilidad de supervivencia como comunidades.

Esta situación a la que conduce la secularización no tiene nada de trágico para la Iglesia, dado que le permite y le urge a realizarse de acuerdo con lo que son los principios teológicos de su misma constitución tal como la entienden muchos de sus miembros. De hecho, la corriente renovadora que a partir del Vaticano II ha animado a la Iglesia de muchos países bajo la forma de las comunidades eclesiales constituye un brote prometedor de lo que puede ser una renovada forma de institucionalización de la dimensión eclesial del cristianismo, que permite superar los peligros de la eclesiastización de otros tiempos, superando a la vez la tentación de un cristianismo sin Iglesia, o de una Iglesia puro carisma sin institución. Solo que la nostalgia hacia las formas pretéritas de una Iglesia que se identificaba de hecho con la estructura jerárquica y desde ella encuadraba a los fieles e influía sobre la sociedad civil, y el temor a las nuevas formas de realización de la dimensión eclesial está llevando a la jerarquía a obstaculizar el movimiento de las nuevas comunidades eclesiales, imponiendo al conjunto de la Iglesia una orientación que choca con todas las circunstancias socioculturales y que acrecienta el malestar religioso de nuestra situación al no encontrar para las comunidades creyentes la forma de presencia en la sociedad que se corresponde con la actual situación de secularización avanzada de la sociedad y que se corresponde con la concepción de la Iglesia alumbrada, en su vuelta a las fuentes cristianas, por la mejor teología.

6. El cristianismo en una cultura secularizada.Pero el impacto de la secularización no se reduce a la encarnación social del

cristianismo que constituye la Iglesia. Afecta también, de manera determinante, al conjunto de la cultura y constituye así otra fuente importante de malestar religioso. Tal impacto se manifiesta en la crisis que supone la conciencia, tantas veces expresada, de ruptura de la cultura moderna con el cristianismo a la que se refería Pablo VI cuando escribía: "La ruptura entre evangelio y cultura es sin duda alguna el drama de nuestro tiempo, como lo fue también en otras épocas". Para medir el alcance de esa ruptura basta comparar la situación cultural del cristianismo en relación con la cultura en las etapas anteriores a la modernidad y la que ha surgido tras su extensión en los países occidentales. Exposiciones recientes del patrimonio cultural de la Iglesia y su comparación con las que haría posible la situación actual permiten percibir plásticamente el alcance de la ruptura. Frente a esa situación en la que el cristianismo ofrecía el suelo de creencias sobre el que crecía el pensamiento, el marco de referencia para el establecimiento de la escala de valores, el fin último al que se ordenaban todas las finalidades inmanentes y, por tanto, la fuente de inspiración para la inmensa mayoría de las realizaciones culturales, tras la ruptura de la modernidad la increencia ha adquirido una extraordinaria relevancia cultural y el cristianismo, en cambio, se debate en una falta de influencia sobre la cultura que los autores cristianos no dejan de lamentar con cierta amargura.

Ahí radica, sin duda, otra de las fuentes importantes del malestar religioso del que partíamos. Para buscar una respuesta al mismo puede ser útil referirse a las respuestas que los propios cristianos vienen intentando dar a lo largo de toda la época moderna.

Una respuesta que ha determinado los esfuerzos de numerosos cristianos a lo largo de muchos decenios viene condicionada por una especie de añoranza de la

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situación anterior a la modernidad identificada como situación de cultura cristiana, añoranza que origina el rechazo frontal de la situación moderna, calificada de situación de descristianización. Tales presupuestos alimentaron durante mucho tiempo los proyectos de restauración de la situación premoderna, de reacción a las corrientes modernizadoras condenadas por la jerarquía con todos los medios a su alcance, de repetición de los modelos culturales de la época de cristiandad, ligeramente actualizados. Recordemos como expresión más visible de tal actitud el llamado "intransigentismo" que recorre casi todo el siglo XIX, y que tiene su expresión característica en el Syllabus, así como la extensión de formas artísticas como el neogótico y sistemas de pensamiento como la neoescolástica. Tal postura, claramente reactiva, reanimada en momentos de crisis como la de los años 20 de nuestro siglo, tiene expresiones nítidas en obras como Antimoderne (1922) de J. Maritain y Un nouveau Moyen Age (1927) de N. Berdiaeff.

La razón de esas crisis del mundo moderno para tales autores está en su apostasía del cristianismo, iniciada en tiempos de la Reforma y que tiene su culmen en la revolución rusa. A pesar de sus diferencias, ambos autores proponen como solución el retorno a la Edad Media, para reconstruir una sociedad en la que las actividades y la cultura estén orientadas por la religión cristiana.

Pronto, en el curso de los años 30 de nuestro siglo surgirán voces que proponen el abandono del mito de la Edad Media sin abandonar el ideal de la cristiandad. H. J. Marrou, y el mismo J. Maritain, serán los principales representantes de esta propuesta que defiende la creación de una cultura inspirada en todos sus sectores por la Iglesia y obra principalmente de los fieles cristianos, que constituya no ya el retorno a la Edad Media sino "una nueva cristiandad".

Más importante, tal vez, que estas respuestas teóricas, pero surgida de los mismos supuestos y orientada en la misma dirección, es la respuesta práctica que consiste en la creación y promoción de medios socioculturales homogéneos, especies de subsistemas sociales o de subculturas católicas dotadas de todos los recursos que, tolerando la cultura oficial, se proponen prestar cobijo social y cultural a unos cristianos a los que la cultura oficial laica, y en algunos casos irreligiosa, somete a una especie de intemperie.

Se ha observado que el fenómeno de extensión de los resultados de la modernidad a la masa de la población de los países de tradición cristiana que ha tenido lugar después de la segunda guerra mundial, originada sobre todo por el impacto del fuerte cambio socioeconómico y cultural que produjeron la elevación del nivel de vida, las nuevas condiciones de vida, la extensión de los medios de comunicación, etc., fue el factor determinante en la ruptura de los diques de contención contra el influjo modernizador que las Iglesias habían levantado durante casi dos siglos. Este nuevo fenómeno es el que está requiriendo de los cristianos una respuesta nueva. Encontrar la más adecuada es la condición para superar la agudizada sensación de malestar que justamente después de esos años se ha extendido por todos esos países.

Presupuesto de la nueva respuesta es caer en la cuenta de un hecho que los historiadores nos están poniendo de manifiesto. La situación premoderna de cristiandad no constituía necesariamente una situación en la que la sociedad fuese cristiana y en la que estuviesen verdaderamente impregnados de cristianismo sus contenidos culturales. Basta referirse a la forma de vida del pueblo y a algunas de las empresas importantes de esas épocas para caer en la cuenta de ello. Consi-guientemente, cabe dudar de que el proceso de modernización pueda ser identificado como proceso de descristianización, y, sobre todo, que los contenidos culturales, los valores instaurados por la época moderna convierta a esta necesa-riamente en una cultura anticristiana.

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Si la época anterior recibía el nombre de cristiandad y la época moderna se llama postcristiana es, sobre todo, porque en ellas rige una forma diferente de relación entre religión cristiana, sociedad y cultura, que resume el término de "secularización". Por otra parte, el resultado del proceso modernizador no ha sido la sustitución de una cultura cristiana por otra cultura de la increencia. El resultado más importante de la modernidad ha sido la instauración de un pluralismo de cosmovisiones y culturas, y de una nueva forma de relacionarse todas ellas con la religión y las Iglesias.

Dada la irreversibilidad del proceso que ha desembocado en el pluralismo contemporáneo, resulta no ya utópico sino irrealizable el proyecto de instaurar una cultura cristiana moderna que venga a sustituir las culturas cristianas bizantina, medieval, o barroca de épocas anteriores. Pero, además, la interrelación, la comunicación vigente tras el cambio sociocultural de los últimos años, la enorme movilidad social, tampoco hacen posible el mantenimiento de una subcultura o un subsistema social determinado por el cristianismo.

La actual situación requiere, más bien, a mi modo de ver, la presencia de los cristianos en las diferentes corrientes culturales y su aportación crítica, impulsora y constructiva, a un tiempo, para poner esas corrientes al servicio de la solución de los problemas humanos. Para decidir cómo deba realizarse esa presencia y cómo pueden con ella contribuir los cristianos a la solución de los problemas humanos se exigirá descender del terreno general de los principios y estudiar en concreto las posibilidades para esa contribución en los diferentes sectores de la vida humana transformados por el proceso modernizador.

Me refiero, por ejemplo, a la nueva forma de pensar dominada por la racionalidad científica y la conciencia de la autonomía de la razón; la nueva forma de plantear el problema ético y los valores fundamentales resumidos en el ideal de la dignidad humana concretada en los derechos humanos fundamentales que han originado una verdadera ética civil; la nueva forma de organizar la convivencia política propia de los estados modernos democráticos y laicos; las nuevas formas de vida que ha hecho posible el desarrollo técnico y económico y su impacto sobre el conjunto de las mediaciones cristianas; y el ideal de justicia social derivado de las nuevas formas de producción de bienes y de los desequilibrios producidos en su reparto, sobre todo a escala mundial.

En el terreno del pensamiento, la modernidad ha instaurado una nueva forma de pensar manifestada en dos rasgos principales: la vigencia del pensar científico y su aplicación a la solución de los problemas humanos en todas las áreas de la vida; y la exigencia de un pensamiento autónomo, componente del proyecto de la Ilustración, frente al pensamiento ejercido en dependencia de la revelación y las tradiciones.

El advenimiento de la modernidad comportó en un principio dificultades considerables para el pensamiento cristiano, acostumbrado a veces a confundir la iluminación de la revelación con la sustitución por la misma de las competencias racionales. El programa moderno en este terreno supuso, como primer paso, la autonomización del pensamiento científico ejercido anteriormente en dependencia inmediata del pensamiento teológico y del magisterio de la Iglesia. Pronto esta autonomía desembocó en unos resultados aparentemente opuestos a las conclusiones del saber teológico sobre los mismos problemas: cosmología, origen de la vida y del hombre, etc., y originó los conocidos conflictos entre la ciencia y la teología que han jalonado la época moderna. El último paso en este proceso de autonomización consiste en el intento por imponer el pensamiento científico como única forma de pensamiento, característico de las diferentes formas de positivismo.

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Una consideración atenta de los problemas muestra el avance considerable que se ha experimentado en este terreno. Por una parte y por otra se ha caído en la cuenta del diferente lugar en que se sitúa el saber científico y la pretensión cog-noscitiva de la fe, y de la consiguiente imposibilidad de conflicto entre los resultados a que llegan. Se va tomando conciencia, por una parte, de la desmesura que supone la constitución del saber científico como única forma de conocimiento y, por otra, de la legitimidad y el valor de esa forma de conocimiento. Pero sería iluso pensar que el conflicto está superado. Siguen apareciendo de vez en cuando tentaciones de concordismo entre ciencia moderna y fe cristiana, y no faltan manifestaciones esporádicas de esa tendencia al imperialismo de la ciencia que constituyen las diferentes formas de cientifismo. Por último, aunque el problema se ha situado muy adecuadamente como necesidad de "articulación de los sentidos" falta mucho para conseguir una adecuada realización de la misma.

También en relación con el conflicto que ha supuesto el proyecto ilustrado de autonomía del pensamiento se han dado pasos importantes hacia una reconciliación de lo que en un primer momento apareció como irreconciliable. La Iglesia, por una parte, ha hecho suyo el convencimiento, nunca ausente del todo en su historia, de que lo que se puede conocer por los propios medios racionales no tiene por qué ser revelado, y ha reconocido expresamente una recta autonomía de los diferentes niveles naturales. Por otra, en el seno de la Ilustración, se ha reconocido la "dialéctica" de sus resultados; se han operado aperturas de la razón a formas más o menos perfectas de trascendencia; y se han vivido experiencias de un más allá del hombre en el terreno de la estética y de la fe, entendida al menos como fe filosófica. En definitiva, parece que se está llegando -en el interior mismo de los movimientos ilustrados- a la conclusión de que una razón finita no es capaz de dar razón de todo y necesita la apertura a un más allá de sí misma, aunque sea bajo la forma puramente negativa de lo "totalmente otro".

Con todo, sería otra vez iluso pensar que ya se ha conseguido la reconciliación de la fe cristiana y la Iglesia con el pensamiento moderno. La fe, que durante siglos se ha pensado a sí misma con la mediación de una filosofía segregada desde sus principios, sigue teniendo dificultades inmensas para formularse en un pensamiento coherente con la cultura moderna, en una época en la que el pensamiento profano se formula en cosmovisiones refractarias a la afirmación de la trascendencia, o en formas de pensar incapaces de toda cosmovisión, o decididamente nihilistas. Por otra parte, aunque de una y otra parte se están produciendo aproximaciones entre pensar autónomo y pensamiento creyente, estamos todavía lejos de haber formulado con precisión la posibilidad de un pensamiento teónomo que se distancie igualmente de toda forma de autonomía absoluta y ele toda forma de heteronomía.

Otra área del conflicto entre modernidad y cristianismo es el de la vida moral y la reflexión ética. La ética, en efecto, ha sido otra de las áreas importantes de la vida humana que el proyecto moderno, sobre todo a partir de la Ilustración, ha sustraído a la tutela a que lo habían sometido siglos de subordinación completa al influjo y la dirección de la fe y de la autoridad de la Iglesia.

El punto crucial del conflicto me parece residir en la cuestión de la posibilidad de una ética plenamente autónoma. Las éticas modernas, ya se orienten desde la aspiración a la felicidad o desde la obediencia a la norma, proceden desde el supuesto de que la atención al hombre, a su dignidad, como algo que debe ser reconocido por todos, a la mayor felicidad posible para todos, es base suficiente y única posible para su constitución. Desde este fundamento autónomo las éticas modernas proponen la constitución de una ética civil como base mínima de consenso moral sobre el que edificar la convivencia de una sociedad pluralista.

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También en este área se han producido avances notables en la clarificación de la cuestión. El más importante es sin duda, el reconocimiento del núcleo fundamental de ética civil, resumido en los valores en los que se desgrana el reconocimiento de la dignidad del hombre y de los derechos fundamentales de la persona, como conjunto de valores comúnmente admitidos. Pero tampoco en este área cabe pensar que han sido eliminados todos los conflictos. Los aspectos en los que el diálogo deberá todavía progresar, si se quiere llegar a posturas comunes para creyentes y no creyentes, me parece que se sitúan en la aplicación de los valores fundamentales de esa ética civil a las situaciones problemáticas que plantea el progreso científico, técnico y económico; la búsqueda de solución de los muchos casos de conflicto de valores que plantea la actual sociedad plural y diferenciada; la cuestión de la fundamentación última de la moral y el esclarecimiento de la cuestión de si cabe una fundamentación perfectamente autónoma o si, por el contrario, una ética así fundada desemboca necesariamente en la falta de justificación de su sistema de valores; el valor que se concede a la ética civil y la cuestión de las limitaciones de la misma en relación con los códigos religiosos; la legitimidad del recurso a una ley pretendidamente natural y las instancias llamadas a interpretarla; y el valor y alcance de las intervenciones del magisterio eclesiástico en el terreno de "las costumbres", es decir, en el orden de la moralidad, en el interior de una sociedad laica y pluralista.

Como tercer área de conflicto del cristianismo con la modernidad podemos señalar el área política. También aquí el origen del conflicto está en el paso de una situación de subordinación de la autoridad civil a la autoridad eclesiástica, a otra de completa independencia de la primera, de perfecta separación del Estado en relación con la Iglesia y el establecimiento de la laicidad como uno de los rasgos de todo Estado moderno.

A otros momentos de conflicto manifiesto ha sucedido también aquí una situación en la que la regulación de la relación en términos de laicidad es aceptada por las dos partes. Baste recordar en este sentido el decreto del Vaticano II Dignitatis humanae sobre la libertad religiosa, y manifestaciones públicas de los responsables de la Iglesia como la de Juan Pablo II ante el Parlamento europeo en la que, tras deplorar, por una parte, la actitud de los que conciben la laicidad como marginación de la religión en la sociedad o como supresión pura y simple de la misma, y por otra, la actitud de los creyentes que no ven otra salida a la actual situación que la vuelta al orden antiguo, afirma que "estas dos actitudes anta -gónicas no aportan una solución compatible con el mensaje cristiano y el genio de Europa".

Desde el otro "frente", el de la defensa de la laicidad, se han elevado voces que reclaman la necesidad de superar el planteamiento puramente polémico del problema de la relación con la Iglesia y se muestran dispuestas a reconocer el papel de la religión en la configuración de la cultura de los países occidentales.

Por ambas partes se propone como ideal una concepción abierta que, partiendo del estatuto de laicidad, evite convertirse en sistema exclusivo y marginalizador de las cosmovisiones religiosas en el seno de la sociedad.

Pero es evidente que estos principios de convergencia no bastan para disipar todas las dificultades que todavía experimentan nuestras sociedades laicas para aceptar el carácter público, la condición social del hecho religioso, las dificultades de la institución eclesiástica para aceptar la independencia efectiva del ordenamiento de la sociedad en relación con la institución eclesiástica, y la dificultad de renunciar a toda pretensión de influencia sobre el ordenamiento civil, sobre todo a través del dominio de la cultura y la determinación de la moral que ha de regir en la sociedad. Un repaso somero a la presencia del factor religioso en los

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medios de comunicación muestra hasta qué punto sigue siendo este sector político fuente permanente de conflictos en la relación de las Iglesias con la sociedad.

A caballo entre lo ético y lo político se sitúa el terreno de lo social. También en él se hacen presentes las dificultades que comporta la relación del cristianismo con la modernidad. Hasta hace poco tiempo el contendiente en este terreno era sobre todo el marxismo, con un proyecto social cuyos contenidos tenían una clara convergencia con el ideal cristiano, pero cuya ideología atea y cuyo comportamiento con las Iglesias en los países en que había sido implantado han hecho que el cristianismo lo considerase como el adversario por excelencia de la visión cristiana. La caída de los regímenes marxistas de la antigua Unión Soviética y la llamada Europa del Este, desplazará sin duda las preocupaciones del cristianismo en este terreno hacia su convivencia con las formas de organización del Estado presentes en los países con un sistema de mercado libre. La dificultad en este caso radica especialmente en el hecho de que, aunque dotados de una preocupación social, estos Estados organizan su economía dentro de una "raciona-lidad" económica, que impone el orden económico que sirve de marco, señala las prioridades en los objetivos a alcanzar, los ritmos y las estrategias en la solución de los problemas, elementos todos que terminan por crear o consolidar una situación de hecho con diferencias tan enormes como las que resumen la existencia de los llamados tercer y cuarto mundo y los problemas cristalizados en torno al eje norte-sur.

Las Iglesias cristianas no pueden, sin renunciar a su propia identidad, dejar de denunciar esa situación de injusticia e incluso movilizar a sus fieles a luchar contra ellas; pero, por otra parte, no están en disposición de ofrecer una alternativa económica a las teorías vigentes que han conducido a esa situación y, cuando intervienen desde principios éticos y religiosos, son acusadas de no respetar la "racionalidad" vigente en este orden de la actividad humana. Lo que en esta discusión se hace presente no es ya tan solo la presencia del cristianismo en la modernidad, sino, en el interior de esta, la articulación de la racionalidad científica en el terreno de la economía con la aspiración ética.

Aludamos para terminar este breve elenco de los lugares en los que se experimenta más vivamente la confrontación entre modernidad y cristianismo a las formas de vida que ha originado el cambio socioeconómico y su aparente incompatibilidad con la práctica del cristianismo. Es un hecho que la extensión a todas las capas sociales de la forma de vida derivada del crecimiento económico y la elevación del nivel de vida; la disposición de bienes de consumo en grandes proporciones; el cambio y la movilidad social; las aglomeraciones urbanas; las nuevas condiciones de trabajo y la diferente organización del ocio; la invasión de unos medios de comunicación y de diversión muy poderosos, son la causa más importante de la crisis de las mediaciones de la vida cristiana surgidas en una situación sociocultural muy diferente y solo retocadas por el movimiento de reforma surgido del Vaticano II.

Es posible que esa crisis se deba en parte al clima "materialista", hedonista, individualista que esas nuevas condiciones imponen en las sociedades avanzadas. Sobre eso insisten en sus diagnósticos sobre la situación actual los responsables de la institución eclesiástica. Pero hay que reconocer, además, que la Iglesia está haciendo poco por repensar el sistema de mediaciones de la vida cristiana en el terreno de las formulaciones racionales, de las normas éticas, de la organización de las instituciones, de la celebración litúrgica, para hacerlo compatible con las nuevas condiciones de vida y para que sirvan de medio de expresión a los hombres y mujeres que viven en ellas. Baste pensar en casos como la disciplina de los sacramentos, la relación entre celibato y ejercicio de los ministerios ordenados, la conservación a toda costa del estatuto clerical para los que ejercen el ministerio

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ordenado, la marginación de la mujer en la Iglesia, el mantenimiento de lenguajes arcaicos en la teología y la catequesis, la perduración de anacronismos ridículos en los gestos, palabras y ornamentos en la celebración litúrgica, la perpetuación en el ejercicio del poder eclesiástico de formas que más que al evangelio corresponden a situaciones sociales felizmente superadas.

Sin duda, aquí tocamos los aspectos más accidentales de la confrontación del cristianismo con la situación de modernidad, pero justamente por eso, ellos son los más visibles y los que sería más fácil eliminar. Para ello no son necesarias arduas discusiones teóricas. Sería suficiente un poco de sentido común y otro poco de fidelidad al evangelio.

Naturalmente, no basta señalar dónde se sitúan los problemas para obtener la difícil solución a los mismos. Pero estoy convencido de que aclarar el planteamiento general de los problemas en el terreno de los principios y buscar con honestidad la mejor ubicación de los cristianos en cada uno de los campos concretos nos permitiría superar la fase del malestar religioso indefinido que ahora padecemos y entrar en la fase mucho más fecunda del planteamiento de los problemas humanos comunes y la colaboración en la solución de los retos que esos problemas suponen para la humanidad actual.

De algunos de los problemas solo anunciados en este primer capítulo nos ocuparemos con más detenimiento en los que siguen.

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CAPÍTULO 7EL CASOESPAÑOL:

EL MALESTAR RELIGIOSO DE UNA IGLESIA SOMETIDA A UNA TRIPLE TRANSICIÓN

Como hemos podido ver, una de las razones del malestar religioso es el impacto que operan sobre las sociedades religiosas los cambios de todo orden: económico, social, cultural, político, sobre todo cuando se producen de forma rápida y profunda y afectan a esas sociedades de forma generalizada. Pues bien, la Iglesia española constituye un caso privilegiado para percibir las repercusiones de una de esas situaciones de cambio. En efecto, en el espacio de poco más de un decenio la sociedad española se ha visto sacudida por una formidable mutación sociocultural, por una rápida transición política de un régimen autoritario a una democracia, y por la rápida transformación religiosa que impulsó el Vaticano II. Por otra parte, la relación de la Iglesia con los acontecimientos que han provocado los cambios es tan estrecha que su papel en ella ha sido a la vez el de agente y víctima de las transformaciones. Además, las condiciones peculiares en que se produjeron las diferentes transiciones en un breve espacio de tiempo permiten captar tanto la participación en un primer momento de la Iglesia española en los cambios, como la reacción angustiada ante los efectos no previstos y no deseados que esos cambios producían en la vida religiosa.

Por todo ello, el análisis del malestar religioso de nuestra cultura, hecho desde España, gana mucho en concreción refiriéndose a los cambios recientes de nuestra historia y a su repercusión sobre la vida de la Iglesia. Resumiremos los cambios en torno a tres ejes: la transición política, la mutación sociocultural y la transformación religiosa y nos preguntaremos al final por los resultados desde el punto de vista religioso.

1. La transición política.A estas alturas ya no es necesario detenerse a describir o analizar este

hecho verdaderamente capital en la historia reciente de los españoles. Pero, cuando se trata como en nuestro caso de medir su influencia sobre la vida de la Iglesia, es indispensable aludir a las razones por las que correspondió a la Iglesia un papel importante en ese acontecimiento de carácter político, razones que explican a la vez la repercusión del mismo sobre la situación de la Iglesia.

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La Iglesia española estaba estrechamente comprometida con el régimen que surgió de la guerra civil española. Por haber influido decisivamente en el curso de esa guerra y en la implantación del régimen al tomar partido en ella y su interpretación en términos de cruzada; por haberle servido de legitimación ideológico-religiosa al aceptar la identificación con el régimen organizado en términos de estado confesional. Y también por haber aparecido como beneficiaria en ese régimen, en virtud de una legislación que le otorgaba determinados privilegios y le concedía algunos derechos que se tornaban también privilegios, al ser disfrutados en exclusiva.

También es un hecho que el fracaso del nacional catolicismo y las críticas internas que desde muy pronto suscita, así como los impulsos liberalizadores surgidos del Vaticano II llevaron a la Iglesia, a partir de los años sesenta a un progresivo distanciamiento del régimen y a colaborar desde movimientos nacidos en su seno en la crítica del mismo y en la preparación de su posterior sustitución. Felizmente, además, los responsables de la Iglesia en los años de la transición comprendieron lo negativo del anterior alineamiento político de la Iglesia y apoyaron decididamente el proceso democratizador y, logrado este, respetaron y aceptaron el pluralismo político resultante y evitaron la identificación de los cristianos con ningún partido político, desautorizando incluso la apariencia de partidos confesionales.

¿Qué ha sucedido después? ¿Qué está sucediendo en la actualidad con la Iglesia en relación con la situación democrática resultado de esa transición política? Es notorio que en los últimos meses (1989) corren rumores, tibiamente desmentidos, de intentos de intervención eclesiástica en la reorganización de las fuerzas políticas con el fin de facilitar el acceso al poder a fuerzas políticas más afines ideológicamente a determinados miembros de la jerarquía y que estos presumen que salvaguardarían mejor lo que ellos llaman los derechos de la Iglesia. Esto es lo que explica que el Programa 2000 del partido en el poder, en un breve y precipitado capítulo dedicado a la Iglesia, haya sentenciado que la Iglesia no encuentra su lugar en la situación democrática. ¿Qué pensar de esta afirmación? Si por encontrar su lugar se entiende aceptar el nuevo régimen político, me parece una injusticia no reconocer la aportación de la Iglesia a su advenimiento. Es unánime el reconocimiento de la colaboración de la Iglesia jerárquica con el resto de las fuerzas sociales y con los partidos políticos en la pacífica transición a la democracia. Se ha subrayado menos, pero es igualmente importante, la influencia de numerosos cristianos populares presentes entre los militantes de los partidos de izquierda para que se evitase la identificación de los católicos con las fuerzas de la derecha y la polarización de las dos Españas en torno al factor religioso. De hecho solo una minoría insignificante ha mantenido una nostálgica identificación con el régimen anterior so pretexto de catolicismo, pero tal minoría no ha tenido casi ningún respaldo jerárquico. Así pues, hay un primer sentido en el que resulta hasta hiriente por injusto que se pregunte si la Iglesia ha encontrado su lugar en la democracia.

Pero conviene añadir que encontrar su lugar en la democracia puede tener otros significados en los que tal vez la pregunta resulte menos ociosa. Así, una situación políticamente democrática comporta una sociedad pluralista con un pluralismo que no se agota en los proyectos inmediatamente políticos, sino que comporta cosmovisiones, sistemas de valores y comprensiones de la cultura diferentes. Y es posible que la situación de predominio en las cuestiones últimas, las valoraciones y las orientaciones morales hayan dejado en algunos hombres de Iglesia hábitos que les llevan a ver menosprecio de los valores religiosos, ataques a la Iglesia y heridas a los sentimientos de los católicos donde no hay otra cosa que una expresión legítima de ese pluralismo para el que la visión __________________________________________________________________________________________

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católica de la realidad y la cultura en que se expresa son una visión entre otras y una cultura entre otras aun cuando esté representada por un número muy importante de ciudadanos. Esto explicaría, al menos en parte, el malestar de la jerarquía en relación con los medios de comunicación y con la cultura promovida por el partido socialista. De esta misma manera ven algunos en determinadas intervenciones de la jerarquía, a propósito de la promulgación de algunas leyes, no tanto la expresión del derecho a discrepar de unas iniciativas que son perfectamente criticables, cuanto una muestra de esa nostalgia de que el legislador imponga al conjunto de la población una cosmovisión propia de los católicos, como ha podido suceder en la legislación reguladora del matrimonio civil o en la de la reforma de la enseñanza. Así también se explicarían otras declaraciones desafortunadas de algunos obispos sobre la marginación de los católicos y su reducción a ciudadanos de segunda categoría. Como resumía perfectamente un editorial de Razón y Fe a propósito de ellas, por debajo de la anécdota de las declaraciones en cuestión estaba el problema de fondo de la ubicación de la Iglesia en la nueva situación democrática y se corría el peligro de que "la Iglesia (que) ha disfrutado, al parecer sin grandes escrúpulos de conciencia, de una situación de privilegio (...), ahora precisamente cuando se la quiere poner en su lugar, vendría u hacerse la víctima y a sentirse discriminada ( ... )", cuando tal vez se trate tan solo de que "acostumbrada a situaciones de privilegio, puede en ocasiones juzgar como una discriminación expresa lo que no es sino la supresión de lo que era excepcional”.

Señalemos un último aspecto en el que parece mostrarse que la situación democrática no le sienta bien a la Iglesia. La instauración de la democracia política ha extendido en la población los hábitos de la transparencia, la participación y la corresponsabilidad, al menos como exigencias, en la gestión de los asuntos de todos. Ahora bien, la Iglesia que no necesitaba del advenimiento de la democracia para tener que organizarse por exigencias evangélicas como una organización fraterna y por tanto, de iguales, corresponsable y participativa, de hecho, por haberse contaminado en su organización con formas de gobierno dogmatizantes, autoritarias, intolerantes, tolera difícilmente la exigencia por parte de sus miembros de un trato que no sea el de súbditos, y la exigencia de esa corresponsabilidad y participación que exige la participación por todos del mismo Espíritu. En esa exigencia cree descubrir la Iglesia jerárquica una contaminación del espíritu democrático y con ello da muestras de no sentirse a gusto con el espíritu y el estilo de la democracia.

Por eso no faltan razones para que nos preguntemos seriamente si la Iglesia ha encontrado su lugar en la situación democrática, y, sobre todo, para que nos propongamos avanzar en una ubicación menos conflictiva con una forma de organización perfectamente compatible con el espíritu evangélico.

2. La transición como cambio sociocultural.Se trata de una transición anterior a la política y que afecta a zonas más

amplias de la vida social y niveles más profundos de la vida personal y que por eso ha tenido una repercusión más honda sobre la vida religiosa. Nos referimos a los cambios que se resumen en el paso de una sociedad a una forma de vida determinada por los principios de la Ilustración, los resultados de la industrialización y las consecuencias de las revoluciones sociales y políticas desde el siglo XVIII. La importancia de esta transición en España radica en el hecho de que, tras un intento de aplicación selectiva de estos principios de la modernidad a lo largo de los primeros decenios del régimen del general Franco, la introducción del país en el proceso de industrialización, el aumento del nivel __________________________________________________________________________________________

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económico de vida, el contacto con el resto de los países europeos por medio de la emigración y el turismo, el proceso de urbanización de las zonas rurales y la extensión de la cultura desencadenaron unos cambios que no es exagerado calificar de una nueva cultura que poco a poco ha ido introduciendo a los españoles en la forma de vida propia de los países occidentales más desarrollados. Aspectos de este cambio son la extensión de una nueva forma de vida y de trabajo, la generalización de la mentalidad científico-técnica, la extensión de los principios de la Ilustración con el consiguiente desprestigio de los maestros naturales y de los argumentos de autoridad y tradición, y la democratización del principio ilustrado del pensar por uno mismo, del "atrévete a pensar"; y el consiguiente cambio de mores, los hábitos de comportamiento y los sistemas de valores.

Desde el punto de vista religioso la consecuencia más visible de esta profunda transformación fue la extensión del proceso de desacralización y secularización de la sociedad y la cultura. Y en este punto conviene anotar que el paso rápido de la vigencia de la teología de la secularización y su sustitución por el llamado retorno de lo sagrado y la recuperación de la religiosidad popular por una parte, y, por otra, las críticas de la misma teoría social al concepto de secularización por su escasa operatividad ha podido conducir a algunos responsables de la Iglesia u creer que la misma secularización no fue más que una moda pasajera y que pueden por tanto prescindir de su influjo a la hora de pensar en la realización actual de la Iglesia. Y la verdad es que, sea lo que sea del concepto de secularización y de las valoraciones teológicas del mismo, el proceso de secularización está muy lejos de haber terminado y está determinando una nueva forma de vivencia de lo religioso por las personas y sobre todo una nueva forma de presencia de la religión y sus instituciones en el seno de nuestras sociedades.

No es posible detenerse aquí a enumerar todos los aspectos del influjo de la secularización sobre la vida religiosa ni mucho menos entrar en las valoraciones teológicas y de praxis cristiana que pueden ofrecerse del mismo. Anotemos, en cambio, el aspecto que nos parece fundamental. El proceso de secularización, con la progresiva autonomización de las distintas esferas de la vida del influjo directo y de la tutela religiosa, ha originado una situación de pluralismo en la que, en primer lugar, las diferentes preguntas y los diferentes problemas del hombre comienzan a tener la posibilidad de ser respondidas desde la cada vez mayor pluralidad de saberes y de técnicas; y, en segundo lugar, las mismas preguntas relativas al valor y al sentido de la vida comienzan a ser planteadas y a ser respondidas desde esta pluralidad de creencias, cosmovisiones e ideologías que origina el pluralismo religioso, moral y filosófico de las sociedades secularizadas. El cristianismo ha dejado así de ser el sistema único de todas las posibles respuestas a los problemas del sentido y comparte con cosmovisiones seculares y con otras creencias la función de la donación de sentido. Naturalmente, este cambio en la forma de presencia de la religión en la vida ha originado el consiguiente cambio en la forma de presencia de la Iglesia en la sociedad. De ser la institución que legitimaba la sociedad en última instancia, por ser la que respondía a las cuestiones personales y sociales de valores y sentido, ha pasado a ser la institución que gestiona la vida del colectivo de los creyentes y solo en su condición de creyentes.

Pues bien, ¿ha encontrado la Iglesia española la forma de presencia que corresponde a esta situación secular y pluralista? Sin duda el Vaticano II, más allá de su condición de momento de recuperación de la identidad y de renovación de la conciencia de la Iglesia, fue sobre todo el instrumento para la reconciliación de la Iglesia con la nueva sociedad y la nueva cultura surgidas del __________________________________________________________________________________________

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proceso de modernización. Pero no faltan indicios que nos llevan a pensar que, a pesar del concilio, la Iglesia española está lejos de haber encontrado su lugar en la actual situación sociocultural. Señalemos entre otros, el evidente anacronismo cultural de algunas instituciones eclesiásticas, de sus formas de funcionamiento y de presencia que las hace aparecer a veces como restos medievales; la inadaptación del lenguaje eclesiástico, que lleva a los dirigentes a patéticas confesiones de aislamiento por falta de capacidad para comunicarse; la falta de inculturación del catolicismo que, a pesar de ser mayoritario en la población española, le lleva a la esterilidad en el terreno de la creación cultural y a la marginación tantas veces denunciada por los mismos eclesiásticos; la falta de peso específico de los católicos en la vida pública a pesar de todas las invitaciones de la jerarquía a que se hagan presentes personal y asociadamente en ella.

Pero, junto a estos indicios, sobre los que volveremos desde otra perspectiva, existen otros más preocupantes porque muestran una especie de nostalgia de la situación cultural anterior de predominio casi absoluto y de monopolio del sentido, y de insatisfacción con la nueva forma de presencia en régimen de pluralidad y de competencia. Señalemos como ejemplos la permanente queja y condena de los medios laicos de comunicación cada vez que tratan el fenómeno cristiano sin el respeto que es propio solo de los creyentes; las batallas ridículas para mantener determinadas fiestas y regular desde el respeto a ellas el calendario laboral; el mantenimiento de la figura de un Estado pontificio y la regulación de las relaciones con el Estado español a través de su representante; el intento de imposición de un magisterio moral al conjunto de la sociedad mediante la pretensión de un derecho de interpretación infalible de la moral natural. Falta mucho para que los cristianos y sobre todo los eclesiásticos nos reconozcamos en expresiones como esta: "El cristianismo es hoy en occidente una oferta cultural de sentido, pero lo es al lado de otras ofertas que no son cristianas (...). Se ofrecerá amistosamente a todos pero no pretenderá imponerse abusivamente a nadie. Los cristianos tenemos conciencia de haber recibido la Verdad. Fácilmente pasamos a considerarnos nosotros la encarnación de la Verdad o sus administradores exclusivos”. Y mientras este no sea un discurso normal en el lenguaje eclesiástico y mientras no se traduzca además en la praxis diaria del diálogo y la colaboración en plano de igualdad con la sociedad, no podremos decir que la Iglesia ha encontrado su lugar, en la nueva situación sociocultural.

3. La transición religiosa del catolicismo español a partir del concilio Vaticano II.

El catolicismo español ha sufrido el impacto de una tercera transición, la transición religiosa operada por el Vaticano II. También esta ha resultado especialmente traumática para la Iglesia española por las condiciones en que se produjo. Se trata en efecto de una transición que se había ido fraguando en otros países europeos durante casi un siglo gracias a los movimientos bíblico, litúrgico, ecuménico, teológico y a los impulsos de renovación social y apostólica. En algunas Iglesias vecinas, el Vaticano II había venido a sancionar y extender al conjunto de los fieles, ideas y estados de conciencia que ya predominaban entre los teólogos, buena parte de los obispos y no pocos movimientos laicales. En España no fue así. El episcopado español en su conjunto se alineó durante todas

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las sesiones en la minoría refractaria a las nuevas orientaciones, fiel reflejo de una Iglesia nada preparada para recibirlas. Por eso los documentos conciliares y las reformas que propiciaron tenían que producir en la Iglesia española un impacto mayor y originar un cambio que no es exagerado calificar de verdadera mutación en la vida de los católicos. Basta recordar el estilo preconciliar de las celebraciones y de la piedad de los católicos españoles; la teología estrictamente neoescolástica de los centros de formación; la forma de organización de los seminarios y noviciados; las relaciones de la Iglesia y el Estado, con altos cargos eclesiásticos en las Cortes de diputados e intervención del Jefe del Estado en el nombramiento de los obispos; la comprensión de la Iglesia como sociedad perfecta y su consiguiente organización; la falta casi absoluta de libertad religiosa para los no católicos y la práctica imposición del catolicismo a todos los españoles como religión del Estado y tantos otros rasgos de la forma española de vivir el catolicismo untes del concilio para percibir la magnitud de la transi-ción que supuso para la Iglesia española la promulgación de los documentos conciliares y su aplicación.

La Iglesia española, en términos generales, acepto generosamente este concilio que ella no había hecho. No supo acompañar suficientemente al pueblo fiel en su recepción ni realizar con la necesaria pedagogía su aplicación. Aceptó con valentía la efervescencia religiosa y teológica que produjo sin promover en su seno los mecanismos que permitieran el debido discernimiento. Transformó, aunque tímidamente y con lentitud, algunas estructuras eclesiásticas; reformó los sistemas de catequización, sobre todo entre los jóvenes, promoviendo una gran movilización catequética; y, en la asamblea conjunta obispos-sacerdotes, abrió un cauce -muy pronto cegado por oscuras maniobras de fuerzas que se resistían a la aplicación del concilio- para el diálogo con un clero en el que comenzaba a manifestarse una crisis profunda.

Resumiendo, el resultado de estas tres transiciones sobre la vida de la Iglesia española se tradujo en una renovación providencial de la Iglesia manifestada en hechos como el cambio del perfil del creyente, que de católico practicante pasó a comprenderse a sí mismo como un cristiano militante; el desarrollo del movimiento comunitario con una floración abundante de pequeñas comunidades de vida cristiana; el desarrollo en algunas regiones de nuevos movimientos apostólicos; la elevación sensible del nivel de formación tanto en laicos como en el clero y las comunidades religiosas.

Pero al mismo tiempo que estos resultados positivos, la conjunción de las tres transiciones produjo en el conjunto del pueblo católico un sordo malestar que estaba producido por el hecho de que se había derrumbado el cuerpo de mediaciones en que se había encarnado el catolicismo español durante siglos y no se encontraban las mediaciones en que encarnarlo en las nuevas circunstancias históricas. Y ese malestar comenzó a manifestarse en una serie de crisis que afectaron a todos los sectores de la Iglesia. Crisis, en primer lugar, de una práctica religiosa fundada más en convenciones culturales y en presiones sociales que en convencimientos y experiencias personales; crisis de no pocos militantes cristianos que sustituyeron la adhesión a la fe por la militancia política y fueron abandonados por una jerarquía incapaz de apoyar sus opciones políticas; crisis de un clero formado para un mundo y una Iglesia y que de la noche a la mañana se encontró en otra Iglesia y en otro mundo; crisis de las vocaciones sacerdotales y religiosas, muy dependientes de las precarias condiciones culturales del campo español y de unos métodos inadecuados de reclutamiento vocacional.

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Con una imagen empleada por el padre Congar en otro contexto, el resultado de esta triple transición sobre el catolicismo español podría expresarse en estos términos: durante mucho tiempo este catolicismo había vivido protegido por un poderoso caparazón hecho de apoyos políticos, condicionamientos culturales, presiones sociales, y poderosas instituciones eclesiásticas, olvidándose de generar el esqueleto interior capaz de mantenerlo vivo. La eliminación del caparazón había hecho posible una discreta renovación orientada a revitalizar el organismo, pero también había puesto en evidencia las debilidades de un catolicismo heredado, cultural, sociológico al transformarse radicalmente las condiciones culturales y sociales de vida.

En esas circunstancias sobrevino, un poco como la primavera: sin que nadie supiera cómo había sido, un golpe de timón que vino a reinterpretar todo el proceso anterior y a cambiar radicalmente su rumbo.

4. El golpe de timón de los años 80.No es fácil encontrar hechos y sobre todo declaraciones que nos permitan

situar con precisión el momento en el que se inicia el cambio de rumbo. Aunque se trate de un cambio radical parece estar programado de forma que se produzca insensiblemente, como si se temiera alarmar al pasaje. Por eso es tan frecuente que las orientaciones prácticas de clara involución se acompañen de declaraciones en las que se niega, a veces muy torpemente, que exista tal involución, como los cambios en la lectura del concilio son declarados interpretaciones correctas o lecturas completas del concilio. Pero aun así, existen documentos que permiten constatar sin lugar a dudas la existencia de una decisión de someter a la barca de Pedro y a partir de ahí a las Iglesias locales a un rudo golpe de timón. Basta leer el célebre Documento sobre la fe del cardenal Ratzinger o esta declaración -nunca desmentida- a un periodista eclesiástico del actual (1989 –cardenal Suquía-) presidente de la Conferencia episcopal española, agente principal de la aplicación en la Iglesia de España del cambio de rumbo impuesto a la Iglesia universal: "Efectivamente yo soy consciente de que la Iglesia española necesita un cambio. Hace quince años -el texto es de 1987-, nuestra conferencia asumió un cambio al pasar de monseñor Morcillo a monseñor Tarancón. Con ello se adaptaba al cambio que entonces había experimentado la Iglesia. Ahora otra vez ha cambiado la Iglesia en su con-junto, pero no la Iglesia española. Hay así una (...) distonía que no es buena. Los años de monseñor Díaz Merchán no son sino la continuación de los de monseñor Tarancón. Han sido buenos para este período, pero ahora es necesario un cambio. Si vosotros -se refería a un grupo de obispos que le proponían para presidente de la Conferencia- creéis que yo soy el candidato para realizarlo, estoy dispuesto"'. Dejemos, reprimamos, el cúmulo de preguntas y de reflexiones que suscita un texto como este y quedémonos con lo esencial: ha habido un cambio en la Iglesia y la Iglesia española todavía no se ha adaptado satisfactoriamente al mismo en 1987, pero a partir de ese momento se va a adaptar. El hecho, por tanto, es innegable.

Enseguida trataremos de adivinar hacia dónde conduce el nuevo rumbo que se ha querido imponer a nuestra marcha. Pero antes intentemos descubrir las razones que según el criterio de los que lo han marcado lo han hecho necesario.

La primera es, sin duda, una determinada lectura de la modernidad y la nueva presencia social de la religión y la Iglesia que supone. Ya sabíamos que la Iglesia ha tardado en hacer suyo el cambio de mentalidad que supuso la época moderna. Pero ahora comienza a manifestarse que esa aceptación no era

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generalizada. Y comienzan a aparecer las nostalgias del antiguo régimen de cristiandad anterior a la época moderna y de la situación de cultura cristiana que reinaba en Europa antes de que el mundo moderno, alejándose de Dios, introdujese todos los males. La base de las posturas restauradoras que han determinado el cambio de rumbo está en esa interpretación pesimista de la época moderna según la cual esta solo habría acarreado a la humanidad males que ahora se manifiestan en forma de individualismo, hedonismo, narcisismo, relativismo, materialismo, frutos todos del alejamiento de Dios y la religión, "toxinas o enfermedades" que ha desarrollado inevitablemente la modernidad. Desde tales interpretaciones se explican afirmaciones como esta: "La identidad cristiana ha sido devastada por la cultura contemporánea" y se comprende que se proponga a los cristianos la movilización para restaurar una situación premoderna.

En el análisis de la situación que ha llevado a la necesidad del cambio de rumbo ha pesado decisivamente una segunda razón, estrechamente relacionada con la primera. La causa de todos los males que bajo forma de crisis afectan al catolicismo actual está en el concilio y las reformas apresuradas e ingenuas que suscitó. Si es verdad, como nosotros creemos, que el Vaticano II ha supuesto la aceptación matizada de la modernidad por la Iglesia, y si es verdad, como piensan los promotores de este cambio, que la modernidad es la suma de las desgracias, se comprende que con la modernidad –nuevo caballo de Troya- se hayan introducido en la ciudadela de Dios todos los enemigos que están ahora disolviéndola desde dentro.

Pero, por debajo de todas estas razones, se adivina, como motivación fundamental de la vuelta al viejo rumbo, un miedo no asumido y no confesado. ¿Dónde va a parar el descenso de la práctica religiosa? ¿Hasta dónde va a llegar el descenso de las vocaciones y el envejecimiento del clero? ¿Qué va a quedar de la autoridad si se sigue avanzando en el camino de la colegialidad, la sinodalidad y la participación? Doble miedo: a las consecuencias de la crisis sobre la vida cristiana de los llamados fieles sencillos y a las repercusiones de las reformas apenas iniciadas sobre unas estructuras eclesiásticas envejecidas que se han puesto a crujir ante la irrupción de un viento tan impetuoso.

5. Los objetivos y las estrategias del cambio de rumbo.No es fácil encontrar expresiones claras y precisas de los objetivos del

cambio, del hacia dónde de la nueva orientación. Pero la lectura de los documentos, el seguimiento de las iniciativas, y las acciones y la consideración del clima que se ha conseguido extender en la Iglesia nos permiten señalar algunos detalles con relativa facilidad. Se trata ante todo de reforzar la identidad católica de la Iglesia en su conjunto y de los movimientos y comunidades que las componen. Se refuerzan las formulaciones comunes en las que identificarse; de allí las batallas en torno al movimiento catequético en algunos países; el proyecto, ya realizado, del catecismo universal; la lucha contra las desviaciones en la enseñanza teológica o moral y la necesidad de contar con formulaciones idénticas sobre las cuestiones más particulares. Para ello se recortan las atribuciones a las Conferencias episcopales y se cambia de orientación a algunas de ellas mediante el nombramiento de obispos de una determinada tendencia y de unas características muy especiales. Para ello se refuerza por todos los medios la centralización en el ejercicio del poder. Se interviene en el gobierno de las Congregaciones religiosas masculinas y sobre todo femeninas, cuya marcha podía poner en peligro ese acompasamiento al paso marcado por la autoridad central. Se urgen las normas disciplinares en todos los órdenes de la vida __________________________________________________________________________________________

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cristiana: enseñanza, culto, clero. Se concede todo el apoyo a las instituciones y movimientos neoconservadores orientados por una ideología afín, y que se caracterizan por una disciplinada adhesión a todas las directrices e iniciativas del actual magisterio eclesiástico y se margina a los movimientos y las personas que representan análisis diferentes de la realidad y orientaciones distintas y que conservan su libertad de juicio. Se insiste en la comunión eclesial como valor supremo y se la confunde con la identificación acrítica del conjunto de la Iglesia con las orientaciones del magisterio eclesiástico incluso en sus más insignificantes manifestaciones y en relación con las cuestiones más legítimamente discutibles. Para ello, por fin, se comprende el pluralismo en términos peyorativos: "Yuxtaposición de posturas fundamentales opuestas (que) conduce a la disolución, a la destrucción, a la pérdida de la propia identidad", para verse forzado a rechazarlo, y sustituirlo por una pluriformidad, única postu-ra que "es verdadera riqueza y comporta una plenitud", pero en la que no parece caber la verdadera diversidad, esencial para la realización de una Iglesia que solo será católica en la medida en que consienta enriquecerse con la variedad de los que por raza, cultura, tradición y educación son diferentes.

Esta búsqueda de la identidad, esta obsesión "identitaria" está originando la preocupación por volver al interior de la Iglesia, por emprender el camino de vuelta del mundo cuando apenas se había iniciado el de ida, la tendencia al robustecimiento de las estructuras, la recuperación del catolicismo oficial y de una cierta religiosidad popular. Pero el robustecimiento de la identidad en el interior de la Iglesia se propone también fortalecer su acción hacia afuera. Solo que a partir de la visión fundamentalmente negativa de la modernidad y la secularización de la sociedad y la cultura que ha comportado, esta salida de la Iglesia se encamina sobre todo a recuperar las zonas que los movimientos secularizadores habían arrebatado a la Iglesia o que los propios cristianos habían abandonado. Se trata, pues, de conseguir para la Iglesia la visibilidad que procuran la relevancia social, las plataformas de influjo y de poder, la presencia confesional y sobre todo la recuperación de la cultura cristiana. Recuperación que no significa tan solo dotar a la vida cristiana de eficacia cultural, sino reconquistar la situación cultural en la que el cristianismo procuraba a Europa su identidad, las creencias y las evidencias desde las que se generaba el pensamiento y los criterios y valores que orientaban la vida social en su conjunto.

6. Resultados provisionales de la nueva orientación.Esta, creemos, es la situación de la Iglesia española en sus instancias

oficiales al término de las tres transiciones por las que ha ido pasando. El resultado de esta situación en el conjunto del pueblo cristiano es su división en una serie de grupos y corrientes fuertemente enfrentados entre sí y muy di-ferentemente situados en relación con el conjunto de la jerarquía.

Si nos atenemos u las encuestas muy numerosas sobre la situación religiosa y a sus datos, hay en la Iglesia un grupo mayoritario de cristianos que va poco a poco desentendiéndose de la Iglesia oficial y que ha emprendido hace ya tiempo el camino del alejamiento. Su perfil podría ser descrito con estos rasgos: constituyen un bloque muy numeroso y en crecimiento constante (en los últimos quince años los no practicantes en la población adulta se han multiplicado por cuatro y entre los jóvenes han pasado de ser apenas un 10% a superar el 55%). Desertan del culto o acuden a él tan solo esporádicamente y por razones sociales o reminiscencias culturales. Tienen un sistema de creencias seriamente erosionadas en relación con el conjunto del credo cristiano y van viendo __________________________________________________________________________________________

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disminuir la intensidad de su adhesión. Organizan su vida sin tener en cuenta las normas morales de la jerarquía. Se han alejado abiertamente de la pertenencia a la Iglesia y confían escasamente en ella. Mantienen preguntas y necesidades religiosas y seleccionan entre las mediaciones cristianas y otras procedentes de otros horizontes las mediaciones que mejor encajan en su forma de vida y resultan más fácilmente compatibles con las creencias vigentes en su medio ambiente. Son pues cristianos, pero con un cristianismo light, barniz sobre una vida que el cristianismo no llega a transformar de verdad.

En el catolicismo actual perdura, además, un grupo de cristianos practicantes. Son un colectivo todavía importante de católicos de toda la vida, que siguen acudiendo al culto; han encajado bien que mal las reformas del concilio; son ajenos a las discusiones suscitadas en el interior de la Iglesia; se identifican, aunque solo hasta cierto punto, con las normas de la jerarquía y siguen creyendo lo que la santa madre Iglesia enseña, aunque, a la vista de esas discusiones de las que les llegan los ecos, están bastante desconcertados y les resulta difícil saber lo que realmente enseña. La edad media notablemente avanzada de este grupo y la evolución de la situación entre los jóvenes hace pensar que este colectivo, que alimenta una de las formas del catolicismo popular, está llamado a decrecer considerablemente en los próximos años.

Junto a estos dos grupos mayoritarios existen en la Iglesia otras pequeñas minorías significativas que se disputan la representación del cristianismo. Unos se muestran como católicos fervorosos. Se agrupan en movimientos de orientación conservadora o restauradora en lo social y en lo religioso. Están perfectamente de acuerdo con la orientación que ha imprimido a la Iglesia el giro de los años 80. Proclaman su fidelidad incondicional al Papa y se sienten agentes de sus consignas. Sueñan con la restauración de una sociedad y una cultura cristiana y disfrutan en las concentraciones que les permiten demostrar su, solo aparentemente, considerable número y su supuesta importancia y fuerza social. Viven agrupados en movimientos en torno a líderes carismáticos, con una disciplina férrea y unos lazos personales muy estrechos. Cultivan lo religioso de forma explícita y lo expresan en formas de piedad tradicionales, oficiales o entusiastas. Se consideran la reserva que evitará la desaparición de vocaciones sacerdotales y religiosas en la Iglesia y se creen depositarios del encargo por la jerarquía de organizar la nueva evangelización del mundo moderno.

Frente a este último grupo, existe otra parte minoritaria de la Iglesia española que discurre por caminos bien diferentes y que intenta también realizar y hacer presentes las opciones cristianas en la nueva situación. Está compuesta por subgrupos notablemente diferentes entre sí pero que comparten algunos rasgos comunes y a los que las nuevas orientaciones de la jerarquía estarían "ayudando" a converger. Son los grupos cristianos herederos de los pocos cristianos que en España prepararon el concilio o lo acogieron con entusiasmo. De él aprendieron sobre todo una nueva forma de eclesialidad en el interior de comunidades de diferente signo pero que intentan hacer realidad la condición de fraternidades. Del Vaticano II aprendieron también una nueva forma de relación con la sociedad en la que priman la encarnación, el diálogo y la colaboración sobre el temor, la desconfianza y la condena. Durante bastantes años privilegiaron el compromiso social y político como mediación por excelencia de la vida cristiana y después han hecho suyo el programa de la opción por los pobres, tomada de los sectores más vivos de la Iglesia latinoamericana y han adaptado su modelo sobre todo a los barrios periféricos de las ciudades. Su interpretación de la fe se inspira con variedades muy notables en los procedimientos de la teología de la liberación, y en los últimos años dan muestras de estar a la búsqueda de una espiritualidad propia que supere los falsos espiritualismos, las __________________________________________________________________________________________

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realizaciones de lo religioso como magnitud paralela a la vida y las formas evasivas de religiosidad. La relación de estos grupos cristianos con la jerarquía actual de la Iglesia no resulta fácil, y, aunque no es idéntica en todas las diócesis, puede hablarse en general de un distanciamiento más o menos tolerante y de una cierta marginación. Algunos de estos grupos viven más o menos dolorosamente su pertenencia a la Iglesia de forma crítica, debido a la orientación pastoral, según ellos equivocada, de las actuales directrices jerárquicas, y trabajan sin tener en cuenta esas directrices. A pesar de todas sus limitaciones, estos grupos cristianos gracias sobre todo a su condición de populares o a su cercanía al pueblo, al cultivo de la fraternidad, a sus gestos de solidaridad con los pobres, a su capacidad de diálogo y colaboración con la sociedad y a su búsqueda de una espiritualidad encarnada difunden, en los barrios generalmente populares en los que viven, un "aroma evangélico" que está aproximando los valores cristianos a las capas populares, es decir, que está evangelizando sin alardes proselitistas.

A nadie extrañaría que, en una sociedad tan diversificada como la española en los últimos años, los cristianos presenten una tan considerable variedad de grupos eclesiales. Si siempre ha habido diversidad de familias, movimientos, espiritualidades y teologías en la Iglesia, no es nada extraño que en una situación sociocultural que se caracteriza por la movilidad y el pluralismo, esa diversidad aparezca acentuada. De hecho, ni en la más reducida unidad de la Iglesia, la comunidad o la parroquia, será posible en la actualidad una encarnación del cristianismo perfectamente uniforme en la formulación de las creencias, la justificación de las conductas, la práctica ritual, la sensibilidad espiritual y la comprensión de la relación con el mundo. Tal uniformidad solo podría conseguirse a base de reducir las expresiones de fe a esquemas puramente formales, las de la ritualidad cristiana, a rúbricas rutinarias, y la vida cristiana, a rigidez disciplinar.

Pero parece claro que la articulación de pluralismos y comunión indispensable para una auténtica vida eclesial exigiría un diálogo, una comprensión y una colaboración entre todos estos grupos que desgraciadamente no se están dando. También exigirían, todo hay que decirlo, un ejercicio del ministerio jerárquico que, en lugar de identificarse con uno de los grupos y marginar más o menos explícitamente a los demás, se centrase en el servicio de la unidad, ayudando a todos a la convergencia, asumiendo lo mejor de cada uno de ellos y aceptando como un bien el pluralismo. Pero para no recaer una vez más en la crítica estéril de los demás, propongo a continuación algunos puntos de autocrítica para el último de los grupos cristianos, que, además, me parece el que encarna mejor las posibilidades de futuro para la Iglesia.

7. Reflexiones para la autocrítica de las comunidades eclesiales de base y propuesta para la realización de la dimensión eclesial del cristianismo en situación de conflicto.

Comenzando por las tentaciones: la tendencia a marginarnos que observamos en una buena parte de la jerarquía; el sometimiento de nuestras ideas y nuestras actitudes a una permanente actitud de sospecha por una parte de no pocos de los responsables de la Iglesia; la actitud de seguridad y de prepotencia con que se manifiestan algunos grupos conservadores en virtud del apoyo jerárquico de que gozan; todos estos factores pueden conducirnos a dedicar demasiado tiempo y demasiadas energías a discusiones estériles y a disputas internas que producen crispaciones y endurecimientos en nuestras posturas y nos restan unas energías y un tiempo que necesitamos para lo __________________________________________________________________________________________

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esencial: hacer presente el cristianismo en un mundo que tiene tanta hambre de evangelio como de pan y que tal vez dependa de comunidades como las nuestras para entrar en contacto con él. Si miramos las cosas con serenidad, tenemos que reconocer que todos los golpes de timón dados hasta ahora y los que puedan venir no van a impedir a nuestras comunidades ser testigos de Jesucristo en los medios en los que vivimos si conseguimos encarnar nuestro cristianismo en formas de vida que transparenten de verdad los valores del Reino. Y por eso, aunque tengamos el derecho y el deber de defender nuestro lugar en la Iglesia, no debemos caer en la trampa de dedicar tantos esfuerzos a ello que nos esterilicemos para la tarea fundamental de hacer avanzar el Reino en medio de nuestra historia.

8. El déficit de mística cristiana en los grupos eclesiales.En relación con lo fundamental, me parece que nuestras comunidades

cristianas presentan todavía un déficit considerable de experiencia de fe, de desarrollo de la dimensión teologal o del lado místico de la vida cristiana. Durante mucho tiempo hemos sido muy sensibles a las formas deficientes de realización de este núcleo del cristianismo que hacían de él un ritualismo rutinario mantenido por mera obligación, una práctica cúltica ajena a la vida y paralela a su discurrir real, una disculpa para evadirse de las urgentes tareas históricas de transformación de la sociedad, una mera proyección interior de nuestros deseos de una paz interior baratamente adquirida. Y como reacción a esas formas pervertidas de la experiencia cristiana hemos declarado que la oración se reducía a la vida, hemos proclamado que creer se reduce a comprometerse y hemos abandonado el ejercicio personal y comunitario de la experiencia de la fe. Estoy seguro de que casi todos estamos de vuelta de estas posturas simplistas y puramente reactivas. Hoy seguramente no somos modelo de oración, pero casi todos la echamos de menos y experimentamos una verdadera necesidad de profundizar en ella. Pero debemos reconocer que ni nuestra teología ha desarrollado suficientemente los principios de la experiencia cristiana ni nuestras comunidades han dado pasos importantes para encarnar esa experiencia en las nuevas circunstancias que nos ha tocado vivir. Por eso necesitamos en primer lugar ahondar en el convencimiento incluso teórico y teológicamente fundado del lugar central de este elemento de la vida cristiana. Necesitamos tener en cuenta que solo comienza a haber un cristiano cuando en la vida de una persona ha irrumpido la presencia de Jesucristo, la ha interpelado llamándola por su nombre y esa persona ha respondido como los primeros testigos: "Es el Señor", "Señor mío y Dios mío", o más simplemente: "Maestro". Necesitamos convencernos de verdad de que en esto consiste la vida eterna: "En que te conozcan a ti único Dios verdadero y a quien enviaste, Jesucristo".

Pero más importante todavía que el convencimiento razonado será que demos, a fuerza de práctica, con las formas de ejercicio de esta experiencia que corresponden a nuestras actuales circunstancias. Porque la verdad es que vivimos en el desierto de las grandes ciudades, pero seguimos añorando unas formas de espiritualidad propias del oasis del claustro, del contacto idílico con la naturaleza y de los momentos de intenso silencio. Vivimos en medio del mundo y nos perdemos en la nostalgia de formas de espiritualidad que suponen el retiro y el abandono del mundanal ruido. Sobre todo, vivimos en una situación de eclipse cultural de Dios, de ocultamiento social de su presencia y nos empeñamos en intentar el encuentro con él en los mismos términos que en los momentos de visibilidad aparente y de unánime reconocimiento social. Sin caer en la cuenta de que Dios tiene muchas maneras de hacerse presente y que el silencio sobre

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él es una forma de palabra suya y hay momentos en los que el encuentro se tiene que realizar bajo la forma de la pregunta, de la nostalgia y de la espera. Es decir, que nuestras comunidades y nosotros personalmente necesitamos encarnar la indispensable experiencia del Señor en una espiritualidad que corresponda a los tiempos que corren, con una sociedad secularizada, una forma de vida profundamente transformada y un predominio cultural de la increencia; una espiritualidad para laicos, gente que vive en medio del mundo, pero que no por eso tiene que resignarse a vivir de la experiencia que hagan otros o contentarse con una experiencia de fe por procuración. Y aunque es muy bueno el diálogo con otras tradiciones, sería una lástima que las personas que quieren satisfacer la necesidad que casi todos experimentamos de oración tuvieran que buscar los métodos y los maestros en otras tradiciones -yoga, zen, meditación trascendental, etc.- por falta de cultivo de esa dimensión en el interior de nuestras comunidades populares.

9. Por una presencia significativa y testimonial de los cristianos: del diálogo al testimonio.

Las comunidades representadas por los grupos cristianos a los que nos estamos refiriendo tienen en este aspecto de la presencia en el mundo su signo distintivo en el conjunto de los grupos cristianos. Y hay que reconocer que, gracias a estas comunidades, se ha reducido la distancia entre la Iglesia y sectores importantes de la sociedad actual, y la Iglesia ha comenzado a estar presente en ese mundo, de cuya deserción se venía quejando desde hace siglos, que es el mundo del trabajo. Gracias a estas comunidades no se ha roto por completo la comunicación con amplios sectores del mundo surgido durante la época moderna y se ha iniciado el diálogo con la cultura que reina en él.

Pero reconocido esto, tal vez debamos reconocer también que nuestra presencia no resulta suficientemente significativa desde el punto de vista cristiano. Que tal vez el temor a las presencias triunfalistas y conquistadoras de otros cristianos y de otras épocas nos haya llevado a una realización del cristia-nismo al estilo de Nicodemo, a una presencia de incógnito y a un diálogo en el que no siempre se muestra con claridad nuestra propia identidad. Temiendo una forma de presencia impositiva, no hemos dado con una presencia que, convencida de su valor, proponga discretamente pero eficazmente la buena noticia con la que hemos sido agraciados. Por eso nuestras comunidades, sin abandonar el diálogo deberían pasar a ser más decididamente testigos del evangelio de Jesucristo que, habiendo creído, hablan de la abundancia del corazón; que "habiendo visto y oído", no pueden callar, y que anuncian lo que han palpado del Verbo de la vida. Y para eso sabemos que lo decisivo no son nuestros discursos, que fácilmente se convierten en retórica, sino una forma de vida que encarne los valores del evangelio, que manifieste el seguimiento de Jesús y que se presente como alternativa a una forma de orientación de la vida y de organización de la sociedad que todos percibimos como insatisfactoria.

Pero tal vez nuestra falta de significatividad cristiana no se debe tan solo a la falta de vida interior, de experiencia. Tal vez la luz de la vida cristiana haya prendido en nosotros y la falta de poder testimonial se deba a que la tenemos ocultada por el pesado celemín de una cultura y de unas estructuras escasamente transparentes. Por eso necesitamos preguntarnos por nuestra capacidad de inculturación del cristianismo.

10. La dificultad de la inculturación del cristianismo en nuestra sociedad.__________________________________________________________________________________________

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También este es un tema en el que nuestras palabras van muy por delante de los hechos. Todos somos conscientes de que el cristianismo necesita inculturarse en las culturas del Extremo Oriente, de África y de América Latina si queremos que esos continentes lleguen a ser efectivamente cristianos. Pero parece que percibimos menos que en el mundo occidental se han producido cambios profundos que han hecho surgir una pluralidad de culturas y subculturas tan alejadas de la cultura grecorromana y medieval en las que se encarnaron de hecho el cristianismo y la Iglesia como lo puedan estar la cultura oriental o la africana. Y parece que esperamos que la necesaria inculturación se produzca por grandes transformaciones estructurales que debe operar la jerarquía eclesiástica. Y es cierto que tales transformaciones deberán producirse. Pero también lo es que la historia muestra que esas transformaciones dependen de que grupos de Iglesia -generalmente periféricos, y por eso más cercanos a los lugares donde van surgiendo las nuevas formas culturales- comiencen a vivir efectivamente el cristianismo desde su implantación en esas culturas y desde su colaboración a su progreso. Se trata de que vayamos haciendo el esfuerzo por vivir el cristianismo pensándolo desde nuestra mentalidad, expresándolo desde nuestra sensibilidad, encarnándolo en formas de organización, aunque sean mínimas, coherentes con las nuevas culturas.

Para ello es indispensable la cercanía, la familiaridad con nuestro tiempo; pero es también necesaria la fidelidad, la intensidad de la vida cristiana y un esfuerzo de formación teológica, de sensibilidad litúrgica, de conocimiento de la historia del cristianismo que aseguren una encarnación fiel que no traicione la identidad cristiana. Y si es verdad que las comunidades cristianas han avanzado sin duda en el terreno de la formación cristiana, todavía están lejos de prestar toda la atención y de contar con todos los medios necesarios para asegurar a sus miembros la madurez que requiere el reto de inculturación que supone nuestra sociedad para el cristianismo.

11. Deficiencias de nuestras comunidades cristianas en el compromiso efectivo por los pobres.

Pero el discurso sobre la inculturación puede resultar meramente ideológico o evasivo si no somos conscientes de que en una situación de injusticia como la de nuestro mundo la inculturación del cristianismo y el anuncio del evangelio pa-san por la lucha decidida por la justicia y la opción por los pobres. También aquí es de justicia dejar constancia de que gracias a grupos de pensamiento y comunidades cristianas, no siempre suficientemente reconocidas por las instancias oficiales, por primera vez la Iglesia se encuentra, en los enfrenta-mientos sociales, presente también entre los oprimidos que luchan por su liberación y que esto ha originado el hecho no muy frecuente de mártires cristianos que han sido sacrificados por su solidaridad con los pobres. Pero los cristianos que desde los países ricos miramos con simpatía a estas comunidades y defendemos su causa tenemos que preguntarnos si estamos dando todos los pasos que nuestra conciencia cristiana nos urge dar. Tenemos que caer en la cuenta de que la situación de increencia generalizada que padecemos los países del norte no es más que la manifestación de las últimas consecuencias de la lógica del evangelio: "Los que no aman al hermano, no conocen a Dios". Y, por tanto, que la evangelización de este mundo pasa necesariamente por su conversión, nuestra conversión efectiva, al amor de los hermanos, amor que se traduce en la lucha contra la injusticia y la colaboración en la implantación de estructuras más justas.

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Pero aunque pensamos que en estos puntos está lo decisivo para nosotros, no sería razonable pasar por alto la incomodidad de estas comunidades en relación con determinados representantes de la jerarquía y nuestro disentimiento de no pocas de sus orientaciones y normas. Por eso creo necesario que pongamos en común algunas reflexiones sobre la forma de vivir el cristianismo sin renunciar a su dimensión eclesial, desde una situación de disentimiento y de conflicto en aspectos importantes de la vida cristiana.

12. Pequeña guía para situaciones de conflicto en el interior de la Iglesia.

Conviene en primer lugar constatar que tales situaciones han existido a lo largo de toda la historia de la Iglesia desde sus mismos orígenes. El concilio de Jerusalén y la oposición de Pablo a Pedro son buenas muestras de ello. La historia está llena de acontecimientos en los que el enfrentamiento a deter-minadas orientaciones vigentes y la innovación reformadora después de superar casi siempre fuertes resistencias de la autoridad, ha conducido a situaciones que luego han sido vistas como progresos providenciales para la vida cristiana.

Cuando el conflicto se produce, la actitud cristiana no consiste en disimularlo, echar tierra encima o dejar que pase el tiempo, ni por preservar un pretendido testimonio de unidad, ni por salvaguardar ante todo la paz. Porque, aunque el testimonio de la unidad sea necesario y la paz un valor impor tante, nada asegura que el disimulo de los conflictos reales sea el mejor camino para preservarlos. No siempre los conflictos se deben a simples malentendidos; en ellos pueden estar en juego valores contrapuestos, y de su solución puede depender el progreso en la verdad. Y es bien notorio que el disimulo de los problemas no los resuelve, como no los resuelve simplemente el paso del tiempo.

La solución al conflicto no se encuentra en principios de pretendida validez universal y apriórica, del estilo del tantas veces utilizado: "El que obedece nunca se equivoca". Porque la obediencia cristiana es, además, una actitud compleja que no se agota en el sometimiento a la autoridad, ya que en ella están en juego, además, la escucha de la propia conciencia que también es voz de Dios y la obediencia a Dios y al evangelio, principios reguladores de toda autoridad cristiana. Por otra parte, la única obediencia digna del hombre es la obediencia razonable, la que se atiene a las razones y no renuncia perezosa o miedosamente a ellas.

Además, en una situación como la actual, el conflicto deberá de ordinario ser abordado públicamente. Solo la discusión abierta de las razones en que se basa un juicio; los análisis de la situación que están por debajo; la clarificación de los intereses en juego evitará que la parte que tiene más poder sea tentada a ejercerlo indebidamente, y que la toma de decisión -al no aparecer en público las razones que la justifican- se muestre ante la opinión como arbitraria y falta de respeto para los derechos de quien la padece. En esta discusión pública de las razones deben entrar todos. También los que se creen dotados de una asistencia especial, ya que esa asistencia no les exime de los esfuerzos por buscar la verdad y de recurrir a todas las razones que llevan a asentir a ella. En las discusiones habrá que confrontar con seriedad y con honradez las razones en juego y sopesar con cuidado su valor en el terreno racional. Sin "teologizar" prematuramente la visión de las cosas; sin recurrir a ese cortocircuito sobrenaturalista que consiste en recurrir a los principios sobrenaturales sin poner en juego todas las mediaciones racionales que intervienen en la cuestión y

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aplicando siempre la criteriología teológica y espiritual sin eliminar los criterios que aportan las visiones científicas y filosóficas de la cuestión.

Rehusar la clarificación racional descalifica una postura por muy de acuerdo con la ley que esté. Nadie tiene la garantía de que su visión de la verdad sea la única posible. En el caso de la Iglesia sabemos, por el contrario, que todos sus miembros gozan de la asistencia del Espíritu. Más generalmente, todo hombre cuenta en su interior con el testimonio de la verdad. Por eso solo puede pretender que se escuche su palabra quien escucha a los demás en el momento de decir la suya. Y los cristianos haremos bien, además en apreciar la verdad, sea quien sea el que la propone, porque sabemos que en definitiva procede de Dios.

Desde estos principios generales no es difícil concretar algunas normas para el tratamiento de las situaciones de conflicto. Cada uno debemos desde la escucha de la visión del otro estar dispuestos a relativizar la nuestra. La verdad está en la discusión y el diálogo y solo en ese diálogo progresa la revelación de la verdad. Todos nos debemos dejar aleccionar por la historia, pero abiertos al futuro para mejor captar las nuevas situaciones y sin temor a incorporar los elementos antes ignorados que aportan. Por último, en el diálogo y la discusión será bueno que estemos atentos a la presencia de los intereses para que desenmascaremos su velada influencia sobre la captación de lo real.

Ciertamente hay un estilo de tratamiento del conflicto y de ejercicio del disentimiento propio de los cristianos en relación con la Iglesia. Pero su peculiaridad no debería residir en los métodos ultrasecretos, el uso de un lenguaje alejado de la realidad, el sometimiento de unos y el autoritarismo de otros. Debería más bien distinguirse por la sencillez del sí y el no, por la conciencia de la radical igualdad de los interlocutores que les confiere el hecho de formar una fraternidad, por el amor mutuo sin fingimientos ni retóricas vacías, y por la presencia de un principio de regulación, de una instancia de apelación abierta a todos, el evangelio, leído con los ojos del Espíritu que anima a la Iglesia.

Y cuando, con todas estas circunstancias o sin ellas, la autoridad decida en última instancia, la historia de la Iglesia nos muestra que es posible una obediencia que no sea simple sometimiento ni renuncia al ejercicio de la libertad. Y que sea obediencia que no renuncia a la libertad y al uso de la propia razón; que sabe, después de haber hablado, que callar y esperar resulta mucho más provechoso, para ese cristiano y para el conjunto de la comunidad, que la ruptura de la comunión y la autoexclusión interior o exterior de la Iglesia. Hay un tiempo para sembrar y un tiempo para recolectar. En el Vaticano II florecieron para la Iglesia no pocas siembras calladas o indebidamente acalladas en los decenios anteriores. Tal vez la captación de las dificultades que no pocas comunidades padecen, purificadas por la prueba de la falta de reconocimiento y de la marginación oficial, produzcan -sin que a nosotros nos sea dado fijar el momento- la cosecha de una nueva forma de vida cristiana capaz de seguir haciendo fermentar la historia humana hacia el advenimiento del Reino.

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