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MarsolaireAmira de la Rosa 55

Lo que decían los cartelesEduardo Arango Piñeres 77

Cambio de climaAntonio Escribano Belmonte 81

El baileCarlos Flores Sierra 93

Recordando al viejo Wilbur'Julio Roca Baena 113

Los muchachosÁlvaro Medina 119

Retrato de una señora rubiadurante el sitio de ToledoAlberto Duque López 133

La Sala del Niño JesúsMárvel Moreno 149

El ocaso de un viudoRamón Molinares Sarmiento 165

Historia de un hombre pequeño«Guillermo Tedio» ..., 175

En la región de la oscuridadJaime Manrique Ardila 185

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Cuentos crueles brevesAlvaro Ramos ,

201

205La tercera alusiónWalter Fernández Emiliani

Un asunto de honorAntonio del Valle Ramón

Historia del vestidoJulio Olaciregui

Vamos a encontrartu paraguas negro, MargotJaime Cabrera Sánchez

Historia de Juan.Torralbo«Henry Stein» ...247

Vedados de ilusionesMiguel Falquez-Certain 261

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Recordando al. viejo Wilbur

JULIO ROCA BAENA 11-

Hijo de un agente de policía muerto en un enfrenta-miento con los atracadores de un banco, Wilbur Slicknace en San Diego, en 1896. Terminados sus estudiossecundarios, viaja a Nueva York e ingresa en Colum-bia University para estudiar periodismo, pero abando-na la facultad al cabo de un semestre. Más tarde asegu-rará que problemas «académicos» le impidieron conti-nuar la carrera. Lillian Hellman, testigo de su genera-ción, se encargará de revelar que la razón fue otra:

..Barranquilla, 1935-1992. Periodista, traductor, pintor y melómano.Fue subdirector del Diario del Caribe durante muchos años. Tambiénresidió por largos años en Estados Unidos y España, dedicado a laactividad editorial. Tradujo para la editorial Bruguera El castillo deOtranto de Hug Walpole, La noche del Uro de Dalton Trumba y Elcolmillo blanco de Jack London. Dejó inédita una serie de novelasagrupadas bajo el nombre Los cuadernos de Isabel, de la cual formaparte Un lobo en el jardín, que circuló en fotocopia en un reducidocírculo de sus amigos. La Cinema teca del Caribe tiene en prensa ellibro Añorando a Mr. Arkadin, que recoge todas sus críticascinematográficas. Recordando al viejo Wilbur fue tomado de Intermedio-Suplemento del Caribe, mayo 6 de 1984. Fue firmado con el seudónimo«Federico de la Torre».

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había una mujer en el asunto, la esposa de un saxofonista

dejazz.Slick trabaja para el Washington Star y es enviado a

Nueva Orleáns a cubrir el asesinato de un tratante deblancas. Terminada esta misión, decide establecerse enel French Quarter y actuar como corresponsal local delperiódico con una serie de reportajes sobre el bajomundo, que no escribió.

The Lady's End, la novela que surge de estas prime-ras experiencias es rechazada por los editores, que lajuzgan estrambótica. Ben Hetch intenta vanamenteconvertirla en un guión aceptable al rígido códigocinematográfico de la época. «Slick logra describirciertas situaciones fundamentales de la imaginaciónnorteamericana -escribió Hetch en 1945-: violacio-nes, interrogatorios policivos brutales, asaltos, vendettas,e incluso el deporte como una forma de agresión.» Esdecir, que en ese primer libro, hoy agotado, estaban ya,completos, los elementos de toda su obra posterior.

Su vida durante esa década en Nueva Orleáns ofre-ce un campo abonado para el biógrafo de talento queSlick está exigiendo. El ambiente era propicio a lasmaquinaciones sórdidas, nunca excesivamente crimi-nales, pero irresistiblemente exóticas para este mucha-cho de California. La entrada de los Estados Unidos enla guerra europea lo saca de esa atmósfera malsanapara arrojarlo, uniformado y de bruces, en las playasde Sicilia. Lleva un Diario -inédito- en donde anotatemas para libros futuros y saca cuentas incomprensi-bles de las relaciones que muy pronto establece con lossub-mundos de Palermo y de Nápoles. Es herido ydado de baja. Se establece en esta última ciudad y en 54

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días escribe The Dallar Murder, The Danieli Suitcase y.The Expensive Girlfriend, trilogía magistral del nihilis-

mo romántico que habría de ser su mayor contribuciónal género de la novela detectivesca. Estas tres novelas,sin embargo, plantean a la crítica -yespecíficamentea los aristotélicos de Chicago- un dilema no resueltotodavía: el trabajo de determinar quién huyó a quién,si Slick a Harnmett, o viceversa.

El ya mencionado Ben Hetch, paladín de la obra deSlick, considera sin embargo que la trilogía derivahacia un peligroso preciosismo de corte intelectual,amanerado y sutil, en detrimento de la antigua rudezaurbana de The Lady' s End y de los relatos breves escritosen Sicilia y publicados póstumamente como BitterDust.

En Roma, Slick conoce a Katharina Brandt, reporte-ra gráfica de The Assaciated Press, con quien se casa yregresa a los Estados Unidos. De vuelta en San Diego,en donde vive temporalmente con su madre, viaja confrecuencia a Hollywood y logra un espléndido contra-to con la Metro Golwyn Mayer para dos guiones: TheDall in the Mirrar y The Whar! Gambit, de los cuales sóloGambit sería llevado al cine, no sin que el guión sufrieradrástica alteraciones que Lillian Hellman atribuye a F.Scott Fitzgerald y a Aldous Huxley.

El divorcio de su mujer y el internamiento forzosode su madre en una clínica mental desencadenan unaserie de circunstancias adversas que ensombrecen lavida de Wilbur Slick: tiene problemas con el alcohol, ladroga, el juego y la administración de Hacienda. Pier-de rápidamente la fortuna que había logrado amasarcon el éxito de su trilogía y sus derechos cinematográ-

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ficos. Sobrevive publicando, con el seudónimo de EddieRogers, historietas detectivesas en varias revistas po-pulares, las mejores de ellas recogidas por su editor enel volumen titulado The Bloody Orchid.

A mediados de los 50 lo encontramos establecido enHollywood y asociado a la administración de un bar enSanta Mónica. Es allí donde lo conoce Lillian Hellman,quien traza de él este retrato sombrío:

«Wilbur Slick, a pesar de todo, conserva esa ciertaelegancia sartorial del hombre que ha conocido mejo-res tiempos y mejores mundos; incluso le sienta laextremada palidez que en otra persona habría resulta-do repulsiva. Los ojos, sombreados por las manchasprofundas de la disipación, parecían mirar desde elfondo de la más antigua sabiduría y arder como carbo-nes infernales. Era extremadamente cuidadoso de suaspecto, de sus camisas de seda y sus pantalones dej1annel. Anita Loos nos dijo que había terminado unanovela que no dejaba ver a nadie, aun sabiendo queBennett Cerf habría dado por ella una bonitá suma.»

Dinner Upstairs -"'-tal es el libro- aparece publicadoen 1965, con enorme éxito, y se mantiene durantevarias semanas en los primeros lugares de las listas delibros más vendidos. Se le traduce a media docena deidiomas y reaviva el.interés de la crítica por la obra deSlick, en quien se ve ahora a un escritor que trasciendelas miserias de la novela de género.

Pero Slick no alcanza a gozar de esta fama renovaday de las ventajas que le depara la tornadiza fortuna. El11 de agosto de 1965 se le encuentra muerto a los piesdesu cama en un cuarto de hotel, la cabeza destrozadapor un golpe contra el borde de una mesa metálica. Un

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admirador oculto lleva todos los años a su tumba enWhispering Gardens una orquídea sudamericana, talcomo sucede auno de los personajes de The Killer SleepsAlone, el cuento que más frecuentemente se incluye enlas antologías.

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Los muchachos

ÁL V ARO MEDINA 11-

l.tJr-O::O

Cualquier parecido de este cuento con hechos Z

fantásticos, es ciencia ficción en la afiebrada ijjmente del lector. a I

q I'::1:: f

Ahora el niño des~udo y de ombligo prominente ~e ~ ~agacha, toma dos pIedras -una en cada mano- y sm a: Qenderezarse lleva la mano izquierda empuñada al ojo, ~apunta a la lata de Avena Quaker que está en el tronco Zhecho muñón del matarratón cortado, y tira la piedra, ::J

'i '\

* Barranquilla, 1942. Arquitecto, narrador y crítico de arte. En los

años sesenta militó en el movimiento nadaísta y escribió en la prensabarranquillera con el seudónimo «José Gabriel Jorge». Integrante dela Comisión Coordinadora del Suplemento del Diario del Caribe, 1973-1979. Autor de Procesos del arte en Colombia, 1978; El arte colombiano delos años veinte y treinta, 1994, premio nacional de cultura Colcultura;Desierto en sol mayor (novela, 1993), y Édgar Negret (monografía). Haresidido gran parte de su vida en los Estados Unidos y Francia.Finalista en el Premio Biblioteca Breve Seix Barral con una novela tanmítica como inédita. Los muchachos fue tomado del libro Siete cuentistas,Colcultura, 1978.

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que describe una curva en el aire y pasa unos centíme-tros por encima de la lata. Al mismo tiempo, el Negrollevó la mano derecha también alojo y esperó ellanzamiento del niño desnudo. Cuando la piedra pasósin dar en el blanco, el negro lanzó la suya, recta,precisa, que chocó contra el metal, que dejó oír elsonido característico y que rebotó a un lado mientras lalata caía dando vueltas hasta la cerca.

-Ahí está -dijo el negro.-Qué va -dijo el niño desnudo-, ¿a que no le

vuelves a dar? El negro se lo quedó mirando fijo,ofendido, pero sin rabia.

-Ponla otra vez -dijo.-A mí me enseñó papá, que por algo juega béisbol

en el Filta -dijo.El niño desnudo salió corriendo, se agachó y tomó

la lata: al levantar la cabeza, todos sus movimientos secongelaron atentos. Después, volteó, llamó al negrocon un movimiento cómplice de cabeza, y con el rostrolleno de ojos asombrados siguió mirando por entre unahendija de las tablas desclavadas y torcidas que cerca-ban el patio de la casa.

El negro se acercó, se agachó junto a él y tambiénmiró.

-¿Quién es? ¿Quién es?, preguntó azorado.El niño desnudo no respondió. Se llevó el índice a

los labios, soltó aire indicándole silencio y continuómirando. Al rato, el negro volvió a preguntar:

-¿Quien es? ¿Tú sabes?-Parece un marciano -dijo el niño desnudo seca-

mente.-¿Un marciano? ¿Estás loco? -preguntó el negro.

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-Sí, un marciano, ahora estoy seguro.-¿Tú cómo sabes?-Mi mamá me habló una vez de ellos.-¿Tu mamá te dijo? -exclamó asombrado el ne-

gro. Entonces es verdad; papá dice que tu mamá es unabruja y las brujas saben muchas cosas raras.

Se miraron un momento, miraron por la hendija y sevolvieron a mirar.

-¿Avisamos? -preguntó el niño desnudo.-No, espera -respondió el negro-, déjame pen-

sar.Después, el negro le dijo algo en el oído y espiaron

un rato atentamente por la misma hendija de las tablashasta que el negro dijo «ahora» y salieron corriendocon dirección al portón. Cuando salieron, el portónquedó con su única hoja explayada, y de la casa salióuna voz, femenina, cansada, que gritó haciendo ungran esfuerzo:

-Niños, no corran tanto que hace mucho sol.Pero ellos no la oyeron porque ya estaban en la calle

doblando por delante de la casa de alIado y corrían porel zanjón profundo atestado de basura que atravesabaen diagonal los solares de la manzana de enfrente.Cuando llegaron por detrás al patio de la casa del niñodesnudo, trotaron agitados a lo largo de la reventadacerca de zinc oxidado y guadua vieja, doblaron bus-cando el portillo, agitando los brazos, gritando emo-cionados «un marciano, un marciano» con una cara desusto el niño desnudo, y el negro con un gestointranscendente en los labios acariciando la idea devolverse notable.

El abuelo se sentaba en el taburete de cuero con un

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cigarro apagado en la mano y buscaba los fósforos enel bolsillo de la chaqueta de dril, blanca, limpia y raída,cuando escuchó la algarabía. Molesto, miró primerohacia la casa esperando encontrar lo que era allá den-tro, y sólo cuando ellos entraron al patio, el abuelovolteó y los vio venir de detrás de las matas de plátano,brincando como los canguros del cine. El abuelo, condificultad, se paró irritado, y su figura alta y recia conel bastón en la mano, recortada del tórax para arribapor el alar del corredor, detrás del taburete, junto alaguamanil de hierro fuera de uso y cerca de la columnaverde de madera, pareció una hermosa foto vieja confondo de árboles.

-Ajá, qué es la vaina -dijo.El abuelo levantó el bastón, los señaló con la punta

y cuidadosamente lo puso en contacto con el suelopara apoyarse en él.

-Un marciano raro caminando hacia el parque,abuelo -dijo el niño desnudo, y tendió la mano seña-lando.

El abuelo se lo quedó mirando fijo como si no lohubiera escuchado.

-Un marciano en el barrio -dijo el negro. Abriólos ojos y lo observó fijamente, sin mover un solomúsculo de la cara, sin apuro, atento a la expresión delabuelo, que repentinamente experimentó una sacudi-da.

-¿Un marciano? ¿Están locos?El negro se sobresaltó y brincó a un lado nervioso.-Sí, uno, nosotros lo vimos -dijo el niño desnudo.

Señaló al negro y se señaló a sí mismo varias veces conun movimiento mecánico en la mano.

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-No puede ser, ustedes han visto visiones -dijo elabuelo.

-El sol, ése es el sol, pobrecitos -dijo en voz bajael abuelo.

-Carajo, no corran tanto a esta hora -gritó.Pero los niños no se movieron, apenas espabilaron,

seguros de sí mismos.-No abue, lo vimos, lo vimos -dijo el niño desnu-

do insistiendo con el dedo puesto en la mejilla señalán-dose el ojo.

-Sí señor abuelo, seguro -dijo el negro convenci-do.

El abuelo se quedó un rato pensativo.-jMierda! -exclamó-, éste es un acontecimiento

grande,Se llevó una mano a la cabeza, se rascó los cabellos

canos y quedó con la vista fija en un punto de losárboles. El abuelo permaneció quieto, arrobado, pen-sando en la realidad de un sueño indefinido. Maqui-nalmente se llevó la mano al cuello deshilachado de lacamisa blanca, lo palpó inconscientemente como laculminación de un rito largamente repetido, y repen-tinamente todo su cuerpo se estremeció gritando «micorbata, se me olvidó la corbata.» Con una agilidaddesconocida, el abuelo caminó apresuradamente haciala casa por el corredor largo y sombreado.

-María -llamó-, tráeme la corbata que vayarecibir a ese señor.

Nadie contestó: la tarde, brillante y nueva, comen-zaba apenas revolviéndose en la siesta. El abuelo sevolvió hacia ellos, los llamó con el bastón agitandorepetidas veces en el aire como remo, «vamos, vamos»

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y entró en el cuarto. «María)), se oyó llamar con voznormal, se oyó el chirrido de la tapa del baúl y su golpeseco contra la pared de adobe, «¿bajo de un platillo oalgo así?)), se oyó un jadeo somnoliento y un revolverde sábanas, se oyó golpear repetidas veces el bastón, yluego se sintieron los pasos del abuelo que aparecióenseguida ante la puerta con la corbata vieja, roja yancha, deslustrada pero cuidadosamente conservadacomo si fuera una reliquia.

-¿A qué fiesta vamos, abue? -preguntó el niñodesnudo.

-¿Fiesta? Vamos al parque a recibirlo -respon-dió.

El abuelo caminó entre los muebles de la sala haciala puerta de la calle con la corbata en la mano, mientrastorpe pero seguramente levantaba el cuello de la cami-sa para colocarla, tirar entonces la piedra contra la latade Avena Quaker cuando le llegara el turno, y sentarseen el taburete a fumar con el extraño mientras losdemás dormitaban al calor.

-Pero abuelo, ésa no es tu corbata -dijo el niñodesnudo.

El abuelo se detuvo, le hizo una sena al extrañoindicándole que lo excusara un momento, se volvióhacia él sin mirar la punta de la corbata en su mano yle clavó fijamente los ojos, como poseído.

-Carajo, ¿tú no entiendes? -dijo-. ¿Cómo voy air de luto a recibirlo? I

El niño desnudo se sintió apenado y bajó los ojos. Elnegro lo imitó y ambos quedaron esperando la señaldel abuelo que indicara la salida hacia el parque, perola señal no se produjo. El abuelo caminó hacia la calle,

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salió anudando la corbata, caminó por la alta acera decemento, pero se detuvo cuando llegó al extremo.

-¿Vienen o no vienen? -gritó.El negro apareció primero, y el abuelo, sin esperar

más, dio media vuelta, bajó el sardinel sin ningúnesfuerzo apoyado apenas en el bastón, y tomó por elcamino angosto entre hojas secas y papeles regados enla calle. La luz era blanca, el sol no daba fuerte, pero latemperatura era alta. El abuelo se llevó la mano a lacabeza y recordó el sombrero. Entonces acortó su pasolargo y firme aprendido en el ejército y casi se detuvopensando que debía regresar por él, pero lo descartó ysiguió adelante inmediatamente, decidido.

El niño desnudo, que venía detrás, lo vio casi dete-nerse, se quedó parado esperando inútilmente y trotóahora hasta ponerse hombro a hombro con el negro, ala altura del abuelo. Cuando llegaron a la esquina, elabuelo dobló a la izquierda.

-¿A dónde va, señor abuelo? -preguntó el negro.El abuelo no se detuvo sino que respondió:-Al parque, ¿no ven que por aquí es más cerca?Los dos niños se miraron. El negro se llevó un dedo

al oído y, arrepentido, detuvo el movimiento y realizóun gesto interrogante. El niño desnudo comprendió yechando a caminar, dijo en voz alta sin temor:

-Es verdad, se está volviendo loco.Se echó a reír al mismo tiempo que corrieron hasta

alcanzarlo nuevamente. Entonces el abuelo los miróagradecido y sereno, deportivo, con un alegre brillo enlos ojos por primera vez, desprovisto de la solemnidadde estatua que había adquirido al comienzo. El abuelose inclinó hacia ellos y repitió su pregunta olvidada:

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-¿Bajó de un platillo o algo así?-¿Platillo? ¿Qué es eso? -preguntó el negro dan-

do un salto.-Un plato que vuela como los aviones -dijo el

abuelo y subrayó planeando la mano en el aire.-No, no -dijo el niño desnudo.El negro se le acercó, lo pellizcó disimuladamente,

«sí, sí, de un plato hondo tan grande que parecía unaolla», y el niño desnudo lo miró asombrado «<si lovimos pasar tuvo que llegar en eso, bobo») miró el cieloesperando encontrar una señal y miró al abuelo, quelos observaba atento.

-Él no se dio cuenta porque estaba distraído, peroyo sí -dijo el negro.

El abuelo, visiblemente nervioso de repente, sacóun cigarro, lo llevó a su boca y mordió la punta.

-Es que él es bobo -dijo el negro orgulloso de sí,y rió.

El abuelo no lo escuchó, ni se dio cuenta de queahora el niño desnudo le había dado una patada alnegro y que lo invitaba a la pelea. El abuelo quitó elcigarro apagado de sus labios, lo metió en el bolsillo desu chaqueta blanca, colgó el bastón de su antebrazo yse detuvo. Sacó los fósforos, «carajo, éste es un aconte-cimiento de padre y señor mío», abrió la caja, sacó uno,«¿alguien más lo sabe?», lo encendió, y cuando loacercó a los labios del extraño verde y antenado paraque encendiera, se dio cuenta de que ya no tenía elcigarro. Sin embargo, no se alteró. El abuelo sopló elfósforo y al arrojarlo repitió la pregunta:

-¿Alguien más lo sabe?-Nosotros y usted no más -dijo el negro. El abue-

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lo sacó el cigarro nuevamente y volvió a caminar.-Ajá, y ¿cómo es, cómo es?-Tiene barba, mucha barba -dijo el negro y tocó

toda su cara.-Peluda y de color negro -dijo el niño desnudo.«Barba, barba negra», repitió para sí mismo el abue-

lo. Descolgó el bastón del antebrazo y lo estremeció ensu puño como si acabara de comprobar la realidad deuna sospecha largamente discutida y meditada en sucerebro iluminado.

-Andemos rápido que debe estar solo esperándo-nos.

El abuelo dobló a la derecha y, caminando, se con-centró como si .enviara un mensaje telepático. En elesfuerzo, su frente se llenó de arrugas tratando derecordar de sus tiempos de maestro algunas olvidadaspalabras en inglés y otras en francés para evitar todaslas posibilidades de un malentendido. Inclusive se leoyó murmurar y, al rato, ya con los ojos abiertos, sinconvicción pero con la certeza de quien realiza unconjuro de palabras mágicas, se le escuchó decir clara-mente «vonjeil» y luego «chaubenvenuto»: sonrió conentusiasmo y su cara se volvió definitivamente joven.

A media cuadra del parque, el abuelo se detuvo, sevolvió hacia ellos, respiró hondo para normalizar laagitación del pecho.

-Cuando lleguemos allá se portan bien -dijo,levantó el bastón y señaló hacia el parque.

-¿Cuántas piernas tiene? -preguntó.-Dos -dijo el niño desnudo.-Sí, dos como nosotros -recalcó el negro.-¿Están seguros de que venía para acá? preguntó

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el abuelo.-Seguros -dijo el niño desnudo.-Sí, seguros -repitió el negro.El abuelo guardó el cigarrillo, sacudió el bastón

contra el suelo y apoyándose ligeramente en él, caminóen círculo, pensativo, delirante casi. Cuando se detu-vo, la solemnidad estaba nuevamente dentro de él,pero ahora era vital y calurosa.

-Atención -dijo-, cuando lleguemos allá levan-tan el brazo así para indicar paz.

El abuelo se puso recto en posición firme y alzó lamano mirando fijo al frente, al punto rojo en la cara delextraño azul que lo esperaba inmóvil.

-Es una señal universal que cualquiera entiende.Los niños también levantaron el brazo.-Pero no hay que quedarse parados. Se avanza

despacio, sin temor, con el brazo siempre arriba.El abuelo caminó, acompasado, rígido, como el

abanderado de una marcha mientras el extraño perma-necía quieto. En la calle solitaria del sector nuevo delbarrio formado por casas de madera idénticas, sufigura lucía fantástica pero no irreal, a pesar de sublancura recortada contra las paredes pintadas concarburo y del brillante polvo de la calle sin asfalto. Elabuelo fué y regresó. Ellos estaban maravillados y apesar de sus sonrisas había respeto en el silencio queobservaban. El abuelo llegó a donde ellos y muylentamente, bajó la mano sin hacer otro movimientocon los pies, ni con el brazo rígido que mantenía a lolargo del cuerpo, ni con la cabeza, sin el más mínimo

parpadeo sospechoso.-Paz -dijo.

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-Bienvenido a la tierra -dijo.-¿Entiende usted mi idioma?El abuelo miró atentamente esa rara pelusa dorada

de las antenas procurando no revelar orgullo ni tam-poco miedo, porque a pesar de todo tenía miedo. Peroéste se desvaneció cuando el extraño bajó la cabezaafirmativamente y dijo, en español, claramente, sinacento:

-Sí, entiendo, paz también a ti.El abuelo permaneció quieto, emocionado, sin sa-

ber qué hacer ni qué decir en tan histórico momento.Pensó que lo mejor era romper el protocolo inicial,pero los músculos se pusieron rígidos, y el abuelosintió que no podía moverse. Entonces ensayó unasonrisa amable, franca, clara, que revelara su alegría,pero la sonrisa no salió. El extraño estaba quieto,esperando algo, mientras los minutos pasaban a travésde la piel. El abuelo lo sentía y pensaba lo que queríadecir en un apretado desorden de palabras y frasesinconclusas, el abuelo quería brincar de júbilo, deseabamarcar la pauta del momento, pero no podía. Final-mente, haciendo un gran esfuerzo, tendió la manoinútilmente y tembló.

-¿Para eso no más venimos? -preguntó el niñodesnudo.

El abuelo se sobresaltó. Se puso rojo y sintió ver-

güenza.-Ustedes han venido porque también significan

paz -dijo, y caminó agitado hasta el sardinel más

próximo.-Aunque ellos son inteligentes, les puede parecer

un arma -dijo moviendo el bastón, que colocó cuida-

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dosamente recostado a la pared, junto a la reja demadera de una ventana grande de la casa.

-Ahora vamos y no olviden lo que he dicho.Cuando llegaron a la esquina y entraron en el par-

que, lo encontraron silencioso y desolado como todo elbarrio, sin ninguna señal reconocible del extraño en elsuelo, ni en las paredes de la casa, ni en las cercas de lospatios, el almendro o el cielo. Tampoco había sonidosdiferentes. El abuelo miró y escuchó atento. Y sindesanimarse, caminó hacia el centro, pero se detuvocuando vio una figura deslizarse por una de las calleslaterales.

-Parece que ahí va -dijo. Su voz fue extraña, delmismo tono de la de los detectives y capitanes de barcoen las películas. y su gesto igual.

Asustados, los dos niños se erizaron einstintivamente se acercaron agarrándose el uno alotro para sentirse protegidos, pero se aliviaron cuandoel abuelo dijo «no se asusten todavía, que aún no estoyseguro» y caminó hacia allá. Entonces se detuvo,señaló ampliamente el horizonte y miró al extraño detez metálica plateada, ahora sí nítido, ahora sí brillante,definitivo bajo la blanca luz del sol.

-Ésta la Tierra, la Tierra ser redonda, cinco conti-nentes y componerse de agua y tierra, ¿entiende? aguay tierra, de ahí ser su nombre.

El extraño agitó los cascabeles de las orejas indican-do que entendía y el abuelo continuó alegre.

-Nosotros estar en América, América ser conti-nente descubierto por Colón, ¿ entiende? , doce de octu-bre hace muchos años, ¿entiende?

El abuelo se sentía feliz. Recordaba sus tiempos de

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maestro y a medida que explicaba sentía nostalgia porlas aulas, el ruido de los niños, las campanadas de laescuela, y por un momento maldijo su inútil condiciónde jubilado. El abuelo fijó sus ojos en la luna opaca peroclara a pesar del día, pensó en Copérnico, matemáticas,Julio Verne, el Génesis, los árabes, la palabra alquimia,pensó en G. M. Bruño, el Mago de Oz y la torre deBabel, y finalmente pensó en Dios, en su grandezacomo creador de tanto asombro inacabable, infinito,inmenso. El extraño de cabellos de cobre entró en sunave y el abuelo se estremeció de miedo, como unacuerda. Comenzó a sudar. Secó su frente con el bordede la manga de su chaqueta blanca, vio el parque vacío,.volvió a sobresaltarse y volteó emocionado buscandoa los niños.

-¿Cómo me dijeron que es? -preguntó.-¿Quién? -respondió el niño desnudo.-El marciano, tonto -gritó el abuelo.-Tiene barba -dijo el negro.-Sí, barba, barba negra, ya sé que dos piernas, ¿qué

más? -dijo el abuelo y, deteniéndose debajo del al-mendro, se llevó la mano a la nariz como si de repentele hubiera llegado una idea no considerada y se quedóquieto, en silencio. El abuelo miró el suelo y miró elcielo con movimientos lentos como de rama seca,movió la mano por su cara secándose el sudor, restre-gando contra su frente la palma de la mano. El abuelomordió los labios, «no, no puede ser», giró los ojosnervioso y no porque buscara un punto determinadoen qué posarlos, agarró su oreja ahora, «no, unmarcianocon dos piernas nada más es imposible», y entonces,furioso, cojeando como lo había hecho siempre desde

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hacia treinta años y con voz fuerte pero terriblementeanciana, se abalanzó sobre ellos moviendo la manovacía como si tuviera una espada amenazante gritandouna y otra vez airado:

-Pendejos, me han tomado el pelo.

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Retrato de una señora rubiadurante el sitio de Toledo

ALBERTO DUQUE LÓPEZ*

Aunque vengas mañana, en tu au-sencia de hOy, perdí algún reino.

Jaime Sabines

«Hace calor. Siempre hace calor en julio.A través de las cortinas y las ventanas abiertas del

hotel, siento los ruidos de las calles de Madrid.Son ruidos familiares, como viejas postales que

repaso en la oscuridad.Tengo los pies hinchados. Me duelen.Me quedo tumbada en la cama, tratando de adivi-

~

.Barranquilla, 1943. Escritor y crítico de cine. Ha publicado lasnovelas Mateo el flautista (premio Esso 1968), Mi revólver es más largoque el tuyo, El pez en el espejo, Alejandra y Muriel, mi amor. Otros librosson Barranquilla, Por nuestros niños y Colombia, país de flores. Hacolaborado con los principales periódicos, revistas y noticieros deradio y televisión en Colombia, y ha desarrollado su labor docente enuniversidades nacionales y de los Estados Unidos.. Además, escribióy dirigió los cortometrajes Paloma (ganador de una medalla en el fes-tival de Moscú, un premio de Col cultura y la India Catalina enCartagena), Sebastián y Cenizas. Retrato de una señora rubia durante elsitio de Toledo fue tomado del libro 60 Concurso de cuento Carlos CastroSaavedra (Medellín, Fondo de Publicaciones Transempaques, 1995).En este certamen obtuvo el segundo premio.

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nar la hora sin tener que consultar el reloj eléctrico dela mesita.

Hace calor. Alguna vez, no sé cuándo, caminé porestas calles de la mano del abuelo.

Caminábamos despacio, con su barba blanca, susojos azules, su chaleco a cuadros escoceses, sus zapatosde alpinista y esas manos grandes, manos de leñadorque enloquecían a las mujeres cuando las abría.

El abuelo. Ya no estoy segura si 10 conocí.No estoy segura si los recuerdos que tengo de esos

sábados interminables con el agua a la cintura, mien-tras pescábamos en un río de corriente muy helada, oen una playa tibia, sentados en un muelle, sean reales.

No estoy segura si de tanto hablar del abuelo, heacabado por confundir los sueños, los recuerdos, laimaginación, los deseos y la realidad.

Cierro los ojos y siento su olor a sudor, fuerte,contagioso, como cuando me alzaba y me sentaba ensus piernas, y jugaba con mis bucles dorados.

El recuerdo de tu olor es tan fuerte que abro los ojosen la oscuridad, y tiemblo mientras separo con lasmanos, la fragancia de la lavanda que te untabas en elcuerpo, del olor a sudor que te quedaba después devarias horas en la playa.

Como si fueran las dos mitades de un melón o unasandía, separo su aliento mezclado con ron y tabaco,del olor de animal salvaje que siempre llevaba pegadoa las costuras de la ropa.

Me quedo con los ojos abiertos, buscándote en lapenumbra de la habitación y miro el reloj eléctricosobre la mesita de noche.

Me fijo en la fecha.»

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(El abuelo siente la tibieza de la piel sobre el suelo.Avanza a tientas, tratando de no hacer ruido.El sudor le baja por la espalda.El sudor provocado por el calor del verano y tam-

bién por el miedo.La noche anterior, mientras partía con los dientes

los huesos de un conejo guisado, pensó en el temor delanimalito perdido en medio del bosque y lo entendió,y sintió miedo, y supo que a la mañana siguiente,cuando bajara a la primera planta, se sentiría igual.)

«Me fijo en la fecha.Julio 2 de 1995.Otro 2 de julio, 34 años atrás, en otra madrugada, el

abuelo despertó en su casa de Ketchum, un pequeñopueblo en Idaho.

Tanteó en la oscuridad, fué hasta la planta baja,abrió la boca y se disparó una vez, con un rifle de matar

tigres.A veces me gusta repasar los periódicos de esa

semana.Me gusta mirar los rostros de centenares de perso-

nas, y otros escritores que estaban ahí, en el cemente-rio, junto a la abuela Mary y mis padres, mis tíos, misprimos, con los ojos llorosos.

El ataúd estaba cerrado porque tenías la cabezadestrozada, y la abuela no quiso que nadie viera eldesastre en que quedaste convertido.

Hoyes 2 de julio, hace calor y tengo que levantarme

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porque quiero ir hasta Toledo.¿Recuerdas que muchos años atrás, caminando por

estas mismas calles, me dijiste que nadie podía irse deEspaña, sin visitar Toledo?

Recuerdo que tenía hambre, quería comerme unochurros con café, pero te empecinaste en que fuéramoshasta la Puerta del Sol, en busca de una paella perfecta.

Recuerdas, hablaste de Toledo y la batalla del Alcá-zar, y me contaste el sitio que duró tres meses, y tepregunté si habías estado ahí, y me dijiste que no, queestabas en otro sitio de España, pero en la voz adivinéque siempre lamentaste habértelo perdido.

Mientras, ibas masticando las cabezas y las colas delos camarones y los langostinos, y escupías suavemen-te, para que nadie te viera, en la palma de la mano.

Después te quitabas el olor a mujer con una rodajade limón.

Movías la cabeza, como cuando en los pastizalesafricanos se escapaba una fiera, o uno de tus gallosperdía, o uno de tus amigos toreros era ensartados pordetrás.

Movías la cabeza, ves, no sé si fue así, no sé si lo estoyinventando, no sé si los recuerdos han podido salvarse,o sólo estoy aquí, tumbada en la cama de un hotel,junto al Paseo de la Castellana, con ganas de levantar-me y bajar y subirme a un autobús, rumbo a Toledo.»

(El abuelo mira por la ventana.Mira los caballos que no se mueven, como si estu-

vieran bajo el ojo de un tigre. Siente el viento que viene

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de las montañas cercanas. Alcanza a sentir la rugosi-dad de la boca del pozo que tiene agua muy fría. Elabuelo se siente solo. Acaricia el rifle, como si fuera unanimal impaciente por atacar, por matar.)

***

«Cuando bajo al comedor del hotel, está vacío todavía.Dos camareros se sorprenden al verme tan tempra-

no. Me preguntan hacia dónde voy y les digo. Entoncesme hablan de los autobuses que salen cada hora y medicen dónde debo tomarlos.

Estoy cansada. Más que cansada, adolorida, como sise hubiera reabierto una antigua herida, o como si unacicatriz, se renovara de repente.

No tengo mucha hambre, pero como no alcancé acenar anoche, le pido al mesero un jugo de naranja,unos huevos revueltos con jamón, café con leche ypanecillos.

¿Recuerdas, recuerdo, el sabor de la carne ripiada ymezclada con huevos, el arroz de fríjoles de cabecitanegra, y los plátanos maduros,fritos que comimos unanoche en La Habana?

Yo había estado jugando con tus gatos en FincaVigía, bajaste de la torre pintada de blanco, dondeescribías de pie durante varias horas, untado en sudory tabaco y ron, y me hiciste una pregunta curiosa:¿Sabes lo que son moros y cristianos?

No supe qué responder y los muchachos que esta-ban cortando la hierba con uno machetes, se echaron areír, divertidos.

Entonces el abuelo me dijo, me dijiste, cámbiate que

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vamos a cenar como personas decentes que estánhambrientas. Me cambié.

Parto uno de los panes, le unto mantequilla con uncuchillo pequeño de plata, me 10 llevo a la boca, ysiento el sabor de la carne ripiada con el huevo, unsabor fuerte porque está preparada con un guiso detomates, cebollas, perejiles, pan rallado y ajos.

Cierros los ojos y te escucho, hablándome de lacomida cubana, hablándome de unos tamales quepreparan en Santiago, y unos dulces que hacen enMatanzas, me hablas con ganas, como haces todo,como escribes tus cuentos sobre el escritor que estáacostado con una pierna gangrena da y sabe que allá enla altura, en medio de la nieve, está el leopardo.

Gregory la hizo, me dices.Te pregunto: ¿ Gregory?Me respondes: Gregory Peck con A va Gardner y

Susan Hayward.Te digo: Ya recuerdo.Cierro los ojos y el camarero se lleva el plato con

unas cuantas hilachas de carne rezagadas en medio deun poco de arroz.»

(El abuelo siempre manchada la alfombra con suszapatones de cazador.

Por eso mi madre 10 detestaba.El abuelo: ahora recuerda que debe evitar la sangre

sobre la piel extendida en el suelo, sigue mirando porla ventana y de repente gira la cabeza hacia la penum-bra, como si oyera un roce de patas diminutas en

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medio del pastizal. Se queda quieto y descubre elleopardo pequeño que se arrastra en la maleza. Elabuelo sonríe porque la jornada ha comenzado bien.)

***

«Siempre me decía, siempre me hacía una promesa:cuando 10 vea, le preguntaré qué se siente cuando semata algo, cuando se dispara contra alguien que semueve, pero se me olvidaba.

Me hablabas de tantas cosas, me contabas tantashistorias. Como soy mayor que Mariel y Margaux y losdemás primos, entonces era una de tus favoritas. Creoque era tu preferida.

Cuando nos veamos de nuevo, recuérdame pregun-tarte dónde quedó el rifle para matar tigres, si acaso 10vendieron o está en un museo.»

***

(El abuelo pasa la mano por el metal del rifle.Trata de recordar cuál fue el último animal cazado

con esta belleza, mira hacia las paredes pero en Ketchumno tiene tantas cabezas como en Finca Vigía.

Recuerda otra madrugada: A va desnuda y echadasobre las sábanas manchadas de semen, sangre, orinay defecaciones, llorando, amenazando con matarse siel abuelo no le juraba que era fiel, que le eras fiel.

Recuerda el hermoso pelo negro de la mujer, susojos azules, sus senos hermosos su pubis escaso y elolor de hembra en celo que brotaba de la seda y elnylon.

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Mientras coloca los dos cartuchos, el abuelo sientetristeza porque ahora ya no puede repetir, ni siquieraevocar la erección de esa otra madrugada, cuandomiró a la mujer, húmeda de llanto y celos y deseos, seacercó a la cama, le dio una bofetada, la hizo ponerseboca abajo y la penetró, como varios años atrás habíapenetrado a Lola Flores.)

***

«El autobús está refrigerado.Va lleno de turistas, como yo. Repleto de mujeres

rubias y gordas, como yo.Soy rubia, como la abuela Mary. Dicen que nos

parecemos mucho. Quizás por eso me amabas tanto,abuelo.

Por eso, y porque hablábamos mucho de los toros,los toreros, la sangre, los trajes de luces, las velasencendidas a la Virgen, porque alguna vez me llevastea una corrida y mis padres se molestaron contigo.

Recuerdo, recuerdas, tu risa cuando mi padre, tuhijo, te dijo que una plaza de toros no era el sitioadecuado para una señorita decente.

Lo miraste sonriente, desafiante, pensando en el.terror que sentí cuando descubrí, colgando, sudorosasy brillantes, las enormes bolas del toro, cuando intentédescubrir el miembro que después se asomó, sucio dearena, y cuando me dijiste que ojalá esa noche notuviera fantasías con el animal.

Las tuve, por supuesto, abierta de piernas en lacama fui penetrada, una y otra vez, por un animalincansable y oloroso a estiércol.

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Sonrío y una mujer que está sentada en la fila deadelante, piensa que estoy haciéndole algún gesto yme dice: Ya vamos allegar.

Le digo: Gracias.Me pregunta: ¿Ya conoces el Alcázar?Le digo: Por fotos y por libros.Me dice: Es una historia terrible, imagínese toda esa

pobre gente, sitiada, sin poder comer ni beber agua, sinelectricidad, sin municiones, resistiendo el ataque delos rojos.

Rojos: alguna vez me explicaste por qué habíaspeleado en la guerra civil española, por qué habíasdisparado, por qué habías estado con las BrigadasInternacionales y otros escritores, por qué habías esta-do en las trincheras, aguantando hambre mientrasenviabas tus artículos a los periódicos de EstadosUnidos y Canadá.

Creo que en ese momento no le entendí, como nopuede entender mi obsesión con los genitales del toroy el bulto que se le formaba al torero entre las piernas,y miraba la corrida, pero en verdad anhelaba el mo-mento sublime en que, milagrosamente, el cuerporozara la tela, abriera una herida y brotara el gajo suavey tierno que yo quería recibir en mis manos.

La mujer me hace otra pregunta que no alcanzo aescuchar, porque, en ese momento, cuando AvaGardneryyonos alistamos a ser penetradas, el guía delautobús dice con orgullo: Esa mole que ven allá, es elAlcázar.»

"""

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(El abuelo se siente cansado.Tan cansado que preferiría que alguien llegara en

ese momento a la casa, y 10 ayudara a dispararse el riflepara tigres. Lo liberara.

Basta con apretar el gatillo. Basta con sentir el frío yel sabor metálico contra la lengua, los dientes, el pala-dar, las encías y el alma.

El anciano sonríe, no debería sonreír porque en estemomento, cuando el cazador se alista a disparar sobresu presa, debe seguir muy serio, pero no puede evitar-10.

Recuerda una entrevista que le hizo un periodistaalemán, mucho años atrás, antes del Nobel, antes desus libros convertidos en películas.

El periodista le preguntó: ¿Para usted qué es lamuerte?

El abuelo sonríe mientras recuerda la respuesta quele dio en ese momento, porque nunca más volvería arepetirla.

El abuelo le respondió: La muerte es una puta más.Entonces mira por última vez los caballos,los patos,

las gallinas, los conejos, los unicomios y otras bestiasque están despertándose porque 10 sintieron cerca, ytoma el rifle para tigres, con la mano derecha.)

***

«Me muero por conocer el Alcázar, pero tengo miedo.Recuerdo las historias que me contaste, sobre hom-

bres y mujeres devorándose los unos a los otros.La historia de los franquistas sitiados por el ejército

republicano durante noventa días.

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También fue en julio, casi sesenta años atrás.Tengo miedo. A pesar del aire refrigerado del auto-

bús, siento un sudor que me recorre el cuerpo.Pienso en la muerte.Pienso en el olor de la muerte que tantas veces he

sentido. Algunas veces alIado tuyo, cuando cazába-mos en Kenya o pescábamos en la corriente del Golfo.Es un olor que no puede olvidarse.

Pienso en Robert Jordan y Pilar hablando de lamuerte, y cómo ella le dice al otro que, cuando esté enToledo, aquí, busque el olor en ese puente que se veallá, en la madrugada, cuando todavía está oscuro.

La mujer le ~ice que se quede parado allí, en elempedrado, mientras la neblina suba del Manzanares,y espere a las ancianas que van antes del alba, a beberla sangre de las reses sacrificadas en la mataderocercano.

Le dice yeso es 10 que me asusta, porque cerca alautobús, pasan varias ancianas vestidas de negro.

Le dice que cuando una de ellas salga del matadero,envuelta en su chal, con rostro gris, con ojos hundidos,con los bigotes de la vejez sobre su barbilla surgiendode su rostro blanco de cera, como los brotes surgen delos frijoles germinados, pálidos brotes de la muerte desu cara, entonces, Robert debe abrazarla y apretarlacontra sí y besarla en la boca, y sentirá, y descubrirá elolor de la muerte.

Recuerdas, abuelo, que muchas veces hablamos dela muerte.

Te dije que la palabra Muerte me fascinaba, megustaba.

Entonces hicimos una lista con las palabras favori-

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tas de cada uno, y recuerdo que entre las mías estaban:susurros,senos,lluvia,ángel,pubis,alba,tigre,gato,soledad.

No recuerdo tus palabras favoritas. Papa; no lasrecuerdo.

Te gustaba que te dijera Papa, me decías que a vecesA va o cualquiera de tus amigas, cuando se aproxima-ban al orgasmo, repetían Papa centenares de ve(:~s.

Te pregunté: ¿Cómo son tus orgasmos?Me dijiste: Como cuando estoy en la llanura y

descubro que un león está mirándome, entonces sientoun corrientazo en las ingles, y aprieto el gatillo, y elanimal da un salto en el aire, y cae. Entonces, me sientotriste y también vacío, porque el animal que era tanhermoso yalno respira, y la hembra que estaba jadean.,do, ahora parece muerta.

Después de tantos años esperando, por fin estoy enT oledo y no quiero bajarme del autobús. Tengo miedo.

Pienso que en cualquier momento, los republicanosvan a atacar con aviones y sus tanques.

Quieren que los franquistas se rindan.»

***

(El abuelo siente el sabor del cañón del rifle para tigres.

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Siente la dureza. Siente frío. Recuerda lo que le dijohace pocos días a unos de sus mejores amigos deapellido Hotchner: «¿Qué es lo que le importa a unhombre? ¿Mantenerse en buena salud. Trabajar bien.Comer y beber con sus amigos. Gozar en la cama...? Notengo nada de eso. ¿Comprendes, maldita sea? ...Nadade eso...»)

«Recorremos varias calles de T oledo.Hace calor. Siempre hace calor para esta época.

Tengo la ropa empapada de un sudor frío, incómodo.Me siento mareada, pero como dejamos el Alcázarpara visitarlo de último, quiero aprovechar este reco-rrido.

La voz del guía me llega tamizada, como a través deuna gasa que me rodeara y con sus palabrasentrecortadas, descubro que pasamos junto al hospitalde Tavera, la Sinagoga del Tránsito, la Catedral, elhospital de Santa Cruz, la casa y museo del Greco, y laiglesia de Santo Tomé. Decido entrar.

Ahí está, terrible, angustioso, El entierro del conde de

Orgaz.Mientras los demás salen de la iglesia, me quedo en

una de las bancas, me siento, trato de entender laexplicación que le hacen a otro grupo.

Tengo miedo. Descubro que las rodillas me tiem-blan. Me paso la mano por la frente y la siento ardien-do.

Me levanto para no desmayarme.Es entonces cuando todos levantamos las cabezas

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sorprendidos: a lo lejos, muy a lo lejos, se acercabanvarios aviones.»

***

El abuelo sonríe de nuevo.Somíe porque recuerda al rey entregándole el di-

ploma y la medalla del premio Nobel.Recuerda el primer trabajo que vendió para un

periódico deportivo de Toronto.Recuerda su entrada a París, a bordo de un tanque

del general Patton, rumbo a la suite que mantenía en elhotel Ritz.

Recuerda el nacimiento de cada uno de sus hijos.Recuerda la primera noche con cada una de sus espo-sas, y la primera copulación con cada una de susamantes.

Recuerda los daiquiris en el bar Florida, y los mojitos,'; en La Bodeguita del Medio, y los tiburones cazados

junto a las playas de Cojímar.Recuerda la única tarde que pasó pescando con

Fidel Castro.Recuerda el verano sangriento compartido con

Antonio Ordóñez y Luis Miguel Dominguín. Recuer-da los puentes volados y los campesinos fusilados y lasmujeres agonizando con sus trajes negros.

Recuerda la pelea de Santiago con el pez enorme, ycon los tiburones que se comieron su pez enorme.

El abuelo recuerda y sonríe de nuevo.Mientras aprieta el gatillo, siente la quemazón que

le entra por la' boca.El abuelo siente que se le murió el olvido de repente.)

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«Cuando subo a la explanada que da acceso al Alcázar,el cielo está muy azul y el río está tranquilo y los ruidosde la ciudad llegan suavemente.

Uno de los guardias que está junto a la enormebandera española, sonríe cortésmente, y decido tomar-le una foto.

Quiero tomar una foto antesque comience el ata-l.l.!

que. 1-Busco que el sol me quede a la espalda, enfoco sin :s

afán: aparecen en cuadro el guardia, parte de la bande- Zra y la fachada ci.el castillo. t-:iJ

A través del lente observo el rostro del guardia, Ojoven, con bigotes negros. O

Descubro que la sonrisa se va trocando en un gesto, gprimero de sorpresa, luego de inquietud y enseguida mde miedo. ffi

Ambos sentimos el ruido inconfundible de los avio- >nes. Z

~A pesar del temblor de las manos, alcanzo a tomarle

una foto y siento que los aviones comienzan a dispararcontra el Alcázar.

Las balas rebotan contra el empedrado.Busco al guardia y lo encuentro en el suelo, con el

rostro ensangrentado.Los aviones pasan por encima del Alcázar, arrojan

sus bombas y disparan, siguen de largo, reordenan suinformación y vuelven a atacar.

Desde las almenas y el techo del Alcázar, respondenal fuego.

No puedo moverme. Busco el autobús que me trajo

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de Madrid y lo veo envuelto en llamas. Miro hacia elresto de Toledo y descubro que por las estrechas calle-citas, suben columnas de milicianos republicanos.

Desde el interior del Alcázar me hacen señas, megritan, me dicen que me ponga a salvo, que corra haciauna de las pequeñas puertas que mantienen abierta, enmedio del humo y el incendio, para que yo pueda pasary salvarme.

Pienso en el abuelo que hace 34 años se destrozó lacabeza con un rifle para tigres.

Pienso en la batalla que apenas está comenzandoaquí en el Alcázar, pienso en ti, Papa, en lo mucho quehubieras querido estar aquí, y entonces, corro hacia lapuerta, corro mientras todos gritan que me dé prisa,que ahí vienen los aviones, que los rojos están dispa-rando de nuevo, que ya me miran, que me estánapuntando, que están disparando contra esta turistarubia, nieta de escritor, asustada, indefensa, enloque-cida ante la posibilidad de excitarse de nuevo ante lasbolas de un toro.»

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La Sala del Niño Jesús

MARVEL MORENO'"

Aquella era la primera mentira que había dicho en suvida, pensó la Hermana Elisa cerrando tras de sí lapuerta de la Clausura. En fin, estaba hecho. La Superio-ra se ocuparía de otra cosa y la pobre novicia tenía todala noche para arrepentirse: lloraría, invocaría a la Vir-gen jurando que nunca más se dejaría llevar por latentación. En vano se preguntaría qué había pasado.Esas cosas se entendían mejor cuando una empezaba a

..Barranquilla, 1939 -París, 1995. Escritora. Hizo estudios deeconomía que no concluyó. Fue reina del carnaval de Barranquilla en1959. Sus primeros relatos los publicó en revistas de Bogotá y de lalocalidad, antes de radicarse definitivamente en el extranjero. PublicóAlgo tan feo en la vida de una señora bien (cuentos, Bogotá, La Pluma,1981), En diciembre llegaban las brisas (novela, Barcelona, Plaza y Janés,1987), con esta obra ganó en Italia el premio Grinzane Cavour en 1989,y El encuentro y otros relatos (cuentos, Bogotá, El Áncora, 1992). Dejóinédita la novela El tiempo de las amazonas y otro libro de cuentos sintítulo. Su cuento Oriane, tía Oriane sirvió de base para el film Orianade la directora venezolana Fina Torres, premiado internacionalmente.La sala del niño Jesúsiue tomado de Obra en marcha 2 (Bogotá, InstitutoColombiano de Cultura, 1976).

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olvidarse de sí misma, a aceptarse sin grandes frases niaspavientos: pero a su edad Dios nos miraba a cadainstante y a cada instante un demonio acechaba laocasión para perdemos. Si lo sabría ella. Tambiénhabía tenido veinte años. Y había sido linda. Podíaimaginarse a la novicia Beatriz pensando con langui-dez en el sacrificio: el suyo, el de los otros apenas si lovería.

De todos modos le había molestado mentir. O notanto mentir como notar aquel relámpago de ira en losojos azules de la Superiora cuando su afirmación pusoa salvo a la novicia que estaba a punto de venirse alsuelo.

-¿Está segura, Hermana Elisa? -le había pregun-tado.

y ella había respondido imperturbable:-Le repito que fui yo la que recibió el paquete: tuvo

que ser un error de la vendedora.Los ojos de la Superiora la habían seguido airada-

mente mientras recogía la prenda diciendo que seencargaría de botarla. Cuando volvió a encontrarloscomprendió que nada más tenía qué añadir. No por-que la Superiora la hubiera creído o entendiera sugesto. Simplemente lo había aceptado. Como veníaaceptando sus decisiones desde hacía tiempo, con esasoberbia desidia que poco a poco la había ganado.¿Qué más podía hacer? Treinta años tenía de haberllegado de Medellín y de repente había empezado aagobiarla el calor: siesta de dos horas todas las tardesy una tanda de reumatismo en cada octubre: los médi-cos le hablaban ya con un aire sonriente y prevenido.Moriría pronto, para siempre extraña a la gente que se

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había movido a su alrededor, los dientes apretados porla existencia de la ciudad, una ciudad que sólo conusted se entiende, le había dicho un día.

La Hermana. Elisa se detuvo al salir al corredor ypercibir un fuerte olor a mercuriocromo. Otra vez lapuerta de la botica abierta, nada se le podía confiar a laHermana Julia, qué desastre. Buscó elcandado dondesolían ponerlo, sobre el marco de la puerta. Al noencontrarlo se alzó de hombros y reanudó su caminopensando a su pesar que debía advertir a alguien. ¿Aquién? A cualquiera que no le fuera con el cuento a laSuperiora, sería servirle en bandeja la oportunidad devolver a fastidiar a la Hermana Julia, de regresar a suidea de la casa de salud. Qué falta de comprensión,Señor, qué necedad. Problemas con la una porquetenía veinte años, con la otra porque tenía cincuenta. Aese paso y en el hospital no quedarían sino los niñosenfermos.

Rápida, imprecisa, una imagen cruzó su mente: lade una Hermana desprendiendo con suavidad losvendajes de un niño quemado del cuello a los pies. Loslabios de la Hermana se movían como si contara unahistoria y de pronto el niño dejó de llorar para sonreír-le. Ella estaba recién entrada al convento y la escena laconmovió. Entonces la Superiora parecía diferente.Era, la recordaba, una religiosa de ojos diáfanos quesoportaba la fatiga con indiferencia; horas y horas enUrgencia, en Cirugía, de aquí para allá, el tintinear desu rosario se oía por todas partes. Un muro de cortesíapara los demás, se le había acercado, pensaba ahora,por complicidad de clase. Le había enseñado cuantosabía, ayudar a vivir y a morir sin preguntarse nada,

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sin preguntarle nada a nadie. ¿De cuándo acá el desga-no, la indiferencia? Del cansancio, tal vez, de la falta defe en lo que hacía. Aunque intransigente se habíamostrado siempre, reconoció. ¿Cómo podía afirmarque una religiosa debía ver lo menos posible a sumadre porque se trataba de una mujer casada? Quétontería. Pero así era. Después de cada cena se ponía enpie, y a la lectura de textos prehistóricos añadía re-flexiones de su propia cosecha. Lo venía haciendodesde que la habían nombrado superiora, a la muertede aquella gordita bondadosa, pero completamenteineficaz, que tenía una verruga en la barbilla y no habíapuesto en su vida una inyección. Sólo entonces habíarevelado su obsesión por la virtud, porque de obsesiónse trataba, no había otro nombre que darle. Yeso lahabía ido dominando, poseyendo hasta que dejó dever la realidad de los otros, el dolor de los otros, y elbien se redujo en su mente a la ausencia de todo lo quede lejos o de cerca recordara el deseo. Sí, así había sido,el nombramiento le había despertado el temor. ¿Temorde qué?, se preguntó la Hermana Elisa con un súbitointerés que la dejo inmóvil frente al largo corredorapenas iluminado por dos bombillos burbujeantes demosquitos. Intuyendo la respuesta sonrió. Nunca lohabía pensado, no de la Superiora en todo caso. Por elazul de sus ojos, reflexionó, por su figura escueta ylarga como un cadillo. Pero, ¿qué otra cosa podíasuscitar aquel recelo de gallina clueca alrededor de lasnovicias? También la Superiora tenía sus recuerdos,había conocido también la ansiedad. Por eso apenas lasvio entrar en el hospital había fijado las pupilas en labolsa que la novicia Beatriz sostenía, empuñaba, mejor

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dicho: los nudillos blancos, una contracción en la mano,algo la había delatado. Algo que por leve que fuerahabía dado a la Superiora la señal de alerta.

-¿Qué trae en ese saco, Hermana Beatriz?Ella había sentido en su cuerpo el sobresalto de la

novicia. Lo había sentido ya antes, cuando la noviciahizo aquel disparate, y todo el tiempo que duraronatravesando el almacén hasta encontrar la salida. Leocurría a veces llegar a sentir el miedo ajeno en supropio cuerpo, el miedo o la angustia, como si pudierameterse en la piel de los otros y mirar con sus ojos. Peroera una impresión más próxima a la solidaridad que ala compasión. Lu.ego todo pasaba y se quedaba comoahora con las manos vacías, incapaz de hacer el menorgesto, de subir a la celda de la novicia y decirle, ¿qué?Nada tenía que decirle. Ni hablando mil años podríaexplicarle lo que sabía, que debía perderse a sí mismapara encontrar a los otros, que había escogido esa víay en toda elección había una renuncia, en fin de cuentasnada, nada sino palabras, pensó burlándose, tocandodivertida el paquete que abultaba su manga.

Echó a andar por el corredor, los ojos fijos en lasbaldosas negras y blancas recién lavadas con creolina.Del otro lado del hospital, en la capilla que olía aazucenas marchitas, las Hermanas rezaban las letaníasdel atardecer. Oía el lento, interminable murmullo desus voces. Hubiera querido que siempre fuera así, unsolo silencio, una sola oración subiendo al cielo. Legustaba aquella hora en que la luz se desvanecía comoel humo y la obscuridad llegaba de repente. Le habíagustado toda la vida. De niña, apenas las letras seperdían entre las hojas del cuaderno y los primeros

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mosquitos le atacaban las rodillas, corría a buscar a sumadre, y mientras sus hermanos peleaban y gritabanen el patio, su madre y ella, abrazadas en la penumbrade la terraza, veían caer la noche, las últimas ayascruzando el sardinel, la luz del farol que se encendíadetrás del caoba. Entonces tenía la impresión de existiren un mundo quieto: no había más nada que el olor desu madre, el hueco de su hombro. Ni los cinco herma-nos que una hora después se disputarían alrededor dela mesa, ni aquel padre que de todos modos regresaría,borracho, vomitando sobre el pasillo del baño, desper-tando a su madre para que le oyera declamar losdiscursos políticos que pasaba el radio. Qué vida, quéduro había sido. Y su madre sin quejarse, contenta derescatar aquellos minutos después de haber trabajadoel día entero enseñando a niñas ricas cuando había sidoeducada por una institutriz inglesa y hablaba tresidiomas. Pero en fin, se dijo la Hermana Elisa al entraren la Sala del Niño Jesús, cada quien cargaba lo suyo enesta tierra.

Allí estaba, aquel olor que pocas Hermanas podíansoportar, peor que la diarrea, pobredumbre, intestinosde niños disolviéndose entre tules azules. No se oían,ni fuerzas tenían para llorar. Día y noche con los ojosabiertos pero incapaces de fijar la atención en nada,terminando de descomponerse en aquella agua fétidaque cada diez minutos manchaba sus pañales. Decirque habían nacido para agonizar tres, cuatro años, yluego morir en una cuna entre sábanas limpias. Ella noculpaba a nadie: los años, la experiencia la habíanllevado a aceptar y callarse. A nadie, pensó recorrien-do la hilera de cunas con la mirada: ni a las madres que

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los dejaban morir dándoles cuando lloraban dos dedosde agua de panela, ni a los hombres que los habíanengendrado. ¿Eran acaso dueños de sus actos? Duran-te años había trabajado en Urgencia: la puerta se abríaa las siete, pero las colas empezaban a formarse doshoras antes: mujeres que venían de chozas de paja ybarro, macilentas, los pechos caídos, un hijo en elvientre y otro en el brazo, con la edad de la tierra, conel olor de una tierra no lavada nunca por la lluvia.Inútil hablarles: no porque no entendieran, al contra-rio, entendían demasiado. Sabían, sin que nadie se loshubiera explicado, tal vez sin conocer las palabrasnecesarias para, explicarlo, que cierta cosas, ciertossentimientos, por ejemplo, eran un lujo. Se lo habíadicho al Padre José, años atrás, recordó, arrodillada enel confesionario, llorando, porque entonces creía quela piedad de Dios era infinita y podía tocar cualquieralma, ¿cómo aceptar que frente a aquel cansancio desiglos de miseria nada contara? El Padre José le habíarespondido que los designios de Dios eran impenetra-bles, sólo eso, dejándola en la duda, admitiendo encierta forma la contradicción encerrada en su duda. yella había cerrado los ojos: nunca más había intentadoconvencer a aquellas infelices que mejor la abstinenciaantes que traer al mundo un niño que a ciencia ypaciencia dejarían morir: nunca más les había pedidosu dirección, ¿acaso no llevaban al niño en ese estadopara que el hospital se encargara de su entierro? Enton-ces, sólo entonces había podido traspasar la barrera: nomás pupilas mudas ni actitud servil. Una quieta com-plicidad, algo así como tú nos entiendes yeso nosbasta.

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Silenciosamente, caminando casi en puntillas alre-dedor de las cunas, la Hermana Elisa había comenzadola primera ronda de esa noche. Cada niño debía serlavado en una ponchera de agua tibia para desprenderlas llagas de las baticas de algodón que ella mismahabía cosido. Luego rociarlo de polvo, untarlo depomada, según los casos, y tener mucho cuidado conlos fundillitos que daban grima. Sólo Dios sabía quehacía 10 imposible por no causarles daño. La expresiónde sus ojos le indicaba cuando sufrían, a veces un levequejido, un brusco espasmo, pero era sobre todo en susojos donde había que buscar el dolor. En el fondo nadapodía hacer por ellos: doce niños, doce niñas que cadadía iban muriendo y que siempre serían los mismos,destinados a apagarse en sus brazos porque la Supe-riora 10 había decidido así, ya había olvidado cuando,el Señor te dio la fuerza, había dicho, y ella sin contra-decirla, pensando que más bien se trataba de resigna-ción. Sin embargo había sido ella la que había luchadopara que conservaran la sala dirigiéndose al PadreJosé, y a sus antiguas condiscípulas, y a cuanta almacaritativa pudo encontrar, aunque los médicos, en susinconsciencia, hablaran de inutilidad y desperdicio derecursos. Increíble. Como si los recursos no sirvierantambién para que la gente muriera con dignidad. Porlos menos todos los niños que entraban a la Sala delNiño Jesús comían, descansaban, a veces conseguía (orobaba, ¿qué otra solución había?) para ellos un pocode morfina. y luego, contaba 10 otro, eso que no habíaquerido decir mientras insistía como un porfiado ha-blando con el mundo entero, discutiendo, explicando.Iban a irse, sí, pero por una vez, aunque fuera una sola

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vez, alguien se ocuparía de ellos, alguien que lostomaría en sus brazos sin aversión, sin considerarlosun estorbo, el quinto hijo que no se alimenta porque nohay cómo hacerlo.

Más valía, sí, no mirarlos demasiado, quererlos atodos sin fijarse en ninguno, se había dado por reglapensando en la Hermana Cecilia. Porque su experien-cia le había servido de lección. Qué envejecida le habíaparecido esa tarde la Hermana Cecilia, qué perdida ensu nostalgia. Era un error confiarle el cuidado de la Saladel Niño Jesús, se 10 había dicho mil veces a la Superio,-ra, pero ésta, con su manía de la eficacia se saltaba 10que fuera. De regreso, pasando frente al Depósito lavio, a la Hermana Cecilia, el aire ausente junto a unniño ya amortajado. De no haber tenido a su lado a lanovicia, se habría detenido a hablarle: porque sabíadistraerla, encontrar las palabras que la hacían pensaren Andrés sonriendo. Andrés, ¿qué edad tendría aho-ra? Un hombre ya, un vago más seguramente, reco-rriendo la plaza de San Nicolás con un rollo de loteríaen la mano, inventando cada día el modo de vivir. Bienpodía venir al hospital ahora que era mayor, visitar ala Hermana Cecilia, quizás la había olvidado. ¿O pre-fería no recordarla, quién iba a saberlo? Pero a ella, laHermana Elisa, nadie la sacaba de sus trece: si laHermana Cecilia volviera a ver 10, un minuto siquiera,se liberaría de la imagen de aquel niño moreno, quedurante cuatro años había andado detrás de ella aga-rrado a su hábito. Era bello Andrés, pocos niños tanlindos había visto en su vida. Dormía en un catre delona a la entrada de la Clausura. ¿Ya se despertó ella?le preguntaba todo ojos y rizos negros. Hasta en la

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capilla debían dejarlo junto a la Hermana Cecilia, si noformaba el bochinche, qué consentido estaba. Y pensarque fue justamente a ella a quien le tocó dar la noticiaa la Hermana Cecilia: una mujer pregunta por Andrés.Una mujer de pelo raído que había llegado envalento-nada y a la tercera frase se derrumbó: su padre trabajaahora, le había dicho llorando, si sabe que el niño viveme dará algo. ¿Qué responderle? Que Andrés quería ala Hermana Cecilia? ¿Que gracias a sus cuidados era elúnico sobreviviente de la Sala del Niño Jesús? Nada deeso pesaba más que la arepa de un desayuno. LaHermana Cecilia 10 había entendido, mejor no se habíapodido portar: tomó a Andrés de la mano, y de la mano10 condujo a su madre. Le dio un dulce y mientrasAndrés se distraía quitándole el papel, desapareciópresintiendo tal vez la escena que seguiría: Andrésranchando,llamándola a gritos, la mujer de pelo raídoarrastrándolo, hasta que estuvo 10 bastante lejos delhospital para callarlo de un pescozón. Eso, la HermanaCecilia no 10 había visto, pero imaginación no le falta-ba. A nadie le sorprendió que cayera enferma dos díasdespués: que si gastritis, que si disentería y luegoúlceras y cuanta enfermedad del estómago ha inventa-do el cuerpo para protestar.

y su propio cuerpo, ¿de qué protestaba?, se pregun-tó la Hermana Elisa al sentir de pronto un amago devértigo. A nadie echaba de menos, no había sido nuncadesdichada. No realmente, tendría que responder sialguien le hiciera la pregunta. Sin nostalgia recordabasu casa y sus hermanos, a su madre no la había perdi-do: venía a verla cada sábado al atardecer y se sentabanjuntas en la Sala de Espera a esa hora vacía. Cómo le

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gustaba oír hablar a su madre, eres el eco del mundo,le decía. Porque su madre sabía todo lo que pasaba enla ciudad, y leía periódicos y compraba libros. Ahoraque estaba sola, sin marido ni hijos que la fastidiaran,había recobrado, no sabía qué: algo que debió deanimarla en su juventud, una chispa maliciosa, unasonrisa. Estaban de acuerdo en todo yeso era maravi-lloso. Maravilloso que con edades y vidas diferentespudieran entenderse tan bien. Aunque a veces sumadre no la comprendía, no comprendía eso que lla-maba su sacrificio. Ella, la Hermana Elisa, no tenía laimpresión de sacrificarse por nadie. Curar a un niño oacompañarlo a 11l0rir, era, en cierta forma, estar en lacorriente de la vida. Su trabajo la acercaba al corazóndel mundo, a ese sordo latido que a veces creía oírcuando salía al aire libre de la noche y miraba el cieloobscuro. Entonces se decía, como ahora, que algún díalas cosas cambiarían, cambiarían, estaba segura. Mien-tras tanto -un ligero ruido la hizo acercarse a la otrahilera de cunas- mientras tanto, sí, alguien tenía quedar la cara a lo que andaba torcido. Y la Hermana Elisacerró los ojos de una niña que acababa de entregar elalma con la expresión atónita de un miquito. Porque lahumanidad se le antojaba un inmenso animal queevoluciona en el dolor (¿qué cuna era?), sin haberencontrando todavía su forma definitiva (la quince),sin haber aprendido a vivir de acuerdo consigo mismo.A visaría al día siguiente que había dos cunas libres. Laniña quince, el niño doce, hasta sus nombres preferíaignorar: que no le tocara nunca vivir la pesadilla de laHermana Cecilia. y volvió a decirse que no debíanenviar allí a la Hermana Cecilia, y se repitió que

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hubiera debido hablarle un rato. Entonces sintió unatristeza inexplicable.

Rápido, rápido, algo en qué pensar, nada de tonte-rías o regresaría la náusea, el dolor en la nuca. Al díasiguiente tendría que mantener la cabeza fría parainstrumentar en Cirugía. Todas las noches durmiendotres horas, a veces, en plena operación sentía calam-bres de cansancio. Por fortuna la novicia iba cogiendoel ritmo, en un par de años podría reemplazarla. A ésala entrenaría hasta que fuera capaz de instrumentar aciegas, de atender la Sala, de hacer cuanto ella hacía. Eltiempo se encargaría de enseñarle el resto. Aprenderíaque para cada cosa hay una época, y si no les habíatocado la mejor época, ¿a qué entonces correr detrás desueños, enredarse en fantasías? Nada sino la realidadde turno, los gestos de cada noche: lavar la ponchera ycalentar más agua, poner a un lado la primera tanda deropa sucia. Pasado el asombro, apagada la emoción,todo se reducía a un eterno repetir de gestos, quefueran unos u otros, lo mismo daba. jAh!, le era fácilverlo así ahora que la vieja inquietud dormía. Perocuántas madrugadas había pasado en ese hospital, unniño agónico en las piernas, concentrándose en laoración para rechazar las imágenes que la asaltaban derepente, de repente, sí, violentamente, como la tenta-ción había alcanzado a la novicia aquella tarde. Todohabía ocurrido tan de prisa, ni siquiera presintiendo loque iba a pasar habría podido impedirlo: allí estabanambas entre el gentío, la novicia y ella, empujadas,sofocadas de calor, aturdidas por la bullaranga delaltoparlante, miren, compren, como en la ciudad dehierro, y de pronto alzó los ojos y vio aquel maniquí

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semidesnudo, es de plástico, alcanzó a pensar antes deadvertir que la novicia contemplaba hipnotizada elrevoltillo de sedas. Después, claro, mejor pasar porciega y sorda, ya bastante pánico tenía la novicia,Virgen María ayúdame, le había oído decir mientrasbuscaban la salida. A punto había estado de aconsejar-le: no es cuestión de virgen, sino de tiempo. Pero a suturno, la novicia lo aprendería.

La Hermana Elisa terminó de estirar la sábana deuna cuna y se cercioró de que no había un sólo mosqui-to antes de cubrirla con el toldo de tul. Mirando su relojpensó que debía darse prisa si quería terminar a lasocho. Para ese momento no quedaría ni rastros de

..pañales sucios, y la ponchera y la estufita donde calen-taba el agua estarrnn guardadas en la última gaveta delarmario. Sentía un placer especial en mantener su Salaen orden, una vieja vanidad de la que no alcanzaba adesprenderse. De lejos venía, de la época en que eranovicia y reemplazaba a la Hermana Cecilia para quellevara a Andrés a comer. A esa hora el doctorHernández pasaba por el hospital si al otro día teníaque operar un caso difícil. Entonces entraba a la Sala adarle instrucciones, a saludarla, decía sonriendo, yhablaban mientras él sacaba y hundía la punta de subolígrafo. Porque el doctor Hernández era así: susmanos no podían estar quietas un segundo, aquellasmanos gruesas, de vellos negros, tan ágiles en la mesade cirugía. Viéndolo bien, sus manos era lo único querecordaba de él: abiertas para recibir el bisturí, impa-cientes al devolver una pinza, acariciando los rizos deAndrés, encendiendo un cigarrillo. Un magnífico ciru-jano, un poco estrafalario para el gusto de la gente.

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Había partido un día, a la guerrilla, decían, cansado decurar con cuentagotas, de que las salas se sostengancon bingos y juego de canasta, le gustaba repetir. Laverdad era que nadie sabía dónde andaba, ni siquierasi estaba vivo o muerto. Había partido sin despedirsede nadie, tampoco de ella, la única per~ona sensata eneste moridero, decía, la única con los pies sobre latierra. ¿Sensata ella? ¿Sensata entonces? Qué ilusión,se dijo la Hermana Elisa, ¿pero cómo iba a saberlo eldoctor Hernández? Su locura (así la llamaba en esaépoca) venía por ráfagas: podía hablar con él sin sentirnada, instrumentarle sin sentir nada. y de pronto,advertir su pierna forrada en el pantalón blanco, susbrazos desnudos bajo el grifo del agua, y un deseoanimal le golpeaba el vientre, la dejaba inerme, aterra-da de sí misma. No, él nunca se había dado cuenta.Recordaba aquella vez que con los labios resecos evita-ba mirarlo, y él, pasándose la mano por la frente habíadicho, usted, Hermana Elisa, me hace el efecto de unValium. En fin, así había sido, así era. La gente lanecesitaba tranquila, tranquila se había vuelto.

Humana, decían las religiosas, humana, repetían-y de un extremo de la Sala se volteó a mirar las cunasen orden- capaz de escuchar a los demás (qué lindasse veían con los tules), de comprenderlos. A ella solahabía llamado la Hermana Julia durante su crisis, a ellasola quiso ver. Cuatro días pasó a su lado oyéndolarenegar del mundo entero, de su vida, de aquellamadre que se permitió un amor prohibido, hundién-dome en el fango, repetía mientras sus puños golpea-ban los bordes de la cama y sus lágrimas, qué forma dellorar, qué desolada estaba. La creyeron loca, pero no

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ella, ella nunca lo pensó: se podía tocar fondo y des-pués salir, lo sabía por haberlo visto. Tanta gente veníaa hablarle, las mujeres del pueblo, sus amigas, hastasus cuñadas. Venían sobre todo cuando no podíansoportar más lo que habían callado durante años, sinreconocer que lo callaban. y sus palabras se parecían ala lluvia de agosto, un cuchicheo, una vacilación, luegola rabia inundándolo todo. Qué sentido tenía si nadaiba a cambiar, si ninguna se atrevía a dar el salto. Pero 1:::había un momento en que cada quien necesitaba con- o::tarse, contarse delante de alguien que supiera escu- ~char. Como ella. E inclinada sobre la sábana dentro de -!la cual había echado la pila de pañales sucios, mientras ~enlazaba los extremos diagonalmente y los anudaba Ocon una energía inusitada, la Hermana Elisa se pre- ~guntó por primera vez qué representaba ella para los ffidemás, y en su imaginación vio una gruta en penum- ~bras, una caverna sin eco, algo obscuro y definitiva- ~mente silencioso, silencioso, murmuró arrastrando el Zbulto de ropa hacia el corredor. :=1

Del jardín le vino una quieta humedad y el eternoalgarabear de las chicharras. Con los brazos cruzadossobre el pecho se paró bajo un arco buscando en el cielouna luna que no encontró. Inmóvil, de repente cansa-da,la conciencia de su soledad le fue llegando gradual-mente sin despertar en ella la menor piedad. Habíaaprendido a no condolerse de sí misma, por miedo,reconoció, porque era el primer paso en falso. Ni mirarhacia atrás ni demasiado afanarse: cada día traía larepetición y el desconcierto, mejor aceptar ambos conserenidad. Dentro de un rato bajaría la novicia a encar-garse de los niños, avergonzada, evitando encontrar

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sus ojos. Dentro de diez años, cuando la última inquie-tud hubiera huido de su cuerpo, la novicia recordaríasonriendo que una tarde había robado compulsiva-mente un sostén, el mismo que exhibía un maniquí deplástico, el mismo que esa madrugada, ella, la Herma-na Elisa, sacaría de su manga para botarlo entre losvendajes y algodones que salieran de la Sala del NiñoJesús. Porque sólo contaba resistir, resistir al precioque fuera. La Hermana Elisa recordó la casa dondepasaba de niña vacaciones con su madre. Recordó lostroncos que había sobre la playa: el mar subía cadanoche tronando hasta el jardín, y al día siguiente lostroncos aparecían impávidos, más grandes, con sustrofeos de cabellera verde y arena dorada. Resistiendoal sol y al viento. Sí, nada más tenía importancia:alguien debía reemplazarla, alguien debía quedar allí,mientras todos los días llegaran al hospital niños conhambre, niños muriendo.

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El ocaso de un viudo

RAMÓN MOLINARES SARMIENTO""

Conocí a Estela cuando ya se notaba un tanto cansadade los cuartos de hoteles para un rato. Supongo que aellos había llegaQo primero por curiosidad, en algúnmomento por amor, y después, cuando ya vio rotasmuchas de sus ilusiones, en busca de alguien que laprotegiera de la soledad y el desempleo.

La primera vez que intenté llevarla por los lados dela carretera que va al mar, en donde, saliendo de laciudad, se encuentran uno tras otro moteles para amo-res ocasionales, la muchacha no lo consintió. Temblabay, de pronto, las manos se le pusieron frías ygelatino-sas. Poco antes de este repentino malestar, me habíadado dos o tres besos largos y apasionados en el

.Santo Tomás, Atlántico, 1943. Profesor, especializado en culturay literatura francesas. Estudió en la universidades Libre de Bogotá, yLille y Montpellier, Francia. Obras: Exiliados en Lille (novela, 1982), Elsaxofón del cautivo (novela, 1988), Un hombre destinado a mentir (novela,1993). Sus cuentos, Carne de varón tierno y Chartier fueron premiadosen el Concurso 90 años del El Espectador. Tiene una novela inédita. Elocaso de un viudo fue tomado de unos originales prestados por el autor.

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cinema; comentó con alegría algunas escenas de lapelícula que había visto y comió con apetito en elrestaurante de Carlos.

Cuando salimos de allí -ella muy contenta y des-prevenida- y se dio cuenta de que yo no la conduciríaa su casa sino por la carretera que va al mar, pareciótrastomársele el corazón. Decepcionada, me suplicóque regresáramos. La súplica me pareció tan débil...tan afligida... que yo, al no encontrar resistencia quevencer para dar pábulo a mi vanidad y mi machismo,acabé por desconcertarme. Comprendí que aquellacarretera no le traía gratos recuerdos a Estela, que sabíade memoria todas sus curvas y que podía presentirdesde cualquier recodo esos olores depravados de loslechos para encuentros fugaces, con el mismo pavorcon que los animales ventean a los lejos el olor a sangrepodrida de los mataderos. La sensación, tantas vecesexperimentada, de que la llevaban para sacrificarla acambio de una cena, un cine, una noche de baile y, enocasiones, algunos pesos, la hacía sentir humillada yultrajada.

Tanto más cuanto que, como en mi caso, creía habercalculado bien, resignándose a un modesto empleadode banco viudo y con hijos, que tenía casi tres veces suedad y que suponía sin las pretensiones apresuradasde los que la habían paseado en automóviles de lujo enlos días en que se sentía la más hermosa y no habíaconocido aún las consecuencias terribles de esos des-cuidos en los actos de amor que tantos estragos causanen el semblante de las muchachas.

Todos son lo mismo, «todos quieren un beso y a lacama», me dijo casi con lágrimas, cu~do detuve mi

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auto de segunda frente a las puertas de su casa. Eracierto, yo creo que todos los que besaron la bocaespléndida de Estela debieron sentir la urgencia dedilatar en todo el cuerpo la fiebre que experimentabanen los labios.

La noche en que disfruté de sus favores por primeravez, supe que había encontrado a alguien que me haríaperder los estribos.

Estela era de cuerpo escuálido y senos escasos.Desnuda, tendida sobre la cama, parecía un paisajedesolado, sin relieves protuberante s pero con muchostesoros ocultos. Tesoros que desde muy adentro leiluminaban los ojos y le encendían la piel cuando misbesos de viudo sediento, después de relamer las zonasdesérticas de su largo cuerpo, topaban con oasis desombra tibia yaguas sin sosiego. En aquellos oasis medemoraba, ansioso por ensanchar en ellos los últimosaños de luz que me quedaban y atemorizado por esoscrepúsculos de la tarde que enfrían las arenas deldesierto y encogen el corazón de los hombres que sesaben cercanos a la jubilación, a la vejez y a la muerte.A veces pienso que la proximidad de mi jubilación, esamanera de decirle a uno que ya no sirve para nada, losatrevidos vestidos de Estela, su excesiva discrecióncuando me hablaba en público y el cuchicheo de lassecretarias cuando la veían entrar al banco, me hacíansentir más viejo de lo que en realidad estaba. La Estelaque se me daba con fervor en la intimidad se mostrabadistante en presencia de los directivos del banco; loscajeros inexpertos y los aprendices de contabilidad lamiraban con tanta candidez que era casi imposible quesospecharan la pasión que me animaba.

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Sin embargo, no todos resultaron, a la larga, igual-mente cándidos, condescendientes y comprensivoscon el «viejo verde», como sé que me llamaban secre-tamente. Las frecuentes visitas de Estela terminaronpor despertar la ira en algunas mujeres, el odio en loscolegas con familias bien establecidas y la envidia enlos jóvenes, deseosos de aventura.

Uno de ellos, José Luis, un soltero que tenía undefecto en la pierna izquierda y a quien yo le habíafrustrado un ascenso en el banco, encontró en Estela lamejor manera de vengarse de mí, y comenzó a asediarlacon requiebros que me parecían de una cursileríaintolerable pero que obraban con cierta eficacia en elcorazón dúctil de la muchacha.

«Pensé que era su nietecita», don Miguel, me dijo unlunes porJa mañana, con la seguridad propia de quienya había conquistado sus favores y podía permitirsehablar de elJa con familiaridad. Esa mañana tuve de-seos de romperle a golpes su frágil sonrisa pero logrécontenerme, seguro de que todos los que me odiabangozarían con el escándalo y encontrarían en él unabuena razón para escarnecerme. Preferí soportar lahumillación en silencio, muy a pesar de que el soberbiomuchacho continuaba de pie frente a mi escritorio ydebía observar burlonamente, mientras yo simulabaleer un informe, los escasos cabellos que yo peinabacuidadosamente para ocultar los amplios espacios demi calva otoñal.

En la noche de aquel lunes, tendido en mi anchacama de viudo, pensé en los pormenores de la jornadade trabajo y en lo mucho que me había recompensadola tarde del fatigoso día. Del habitual encuentro vespe-

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ral con Estela había salido con la moral en alto y conmuchos deseos de vivir, de hacerle frente a esos jóve-nes que me querían empujar antes de tiempo cuestaabajo. Casi extasiado pensé en el instante en que mimasculinidad hizo fondo en los tesoros ocultos deEstela y, por una vez más, le vi los ojos iluminados y lesentí encendida la piel. Esa noche me felicité por nohaberle reprochado su ausencia durante el fin de sema-na y llegué al convencimiento íntimo de que el sábadoy el domingo enteros no le habían sido suficientes aJosé Luis para apaciguar con sus besos de leche tiernamis resuellos de viudo rancio. Por esta razón, al díasiguiente tuve fuerzas para soportar con dignidad lacomplicidad secreta y feliz de los que conspirabancontra mi pasión postrera y veían en José Luis al jovenque por fin me había sabido poner en mi puesto.

Con temor, pero también con instantes de alegríaque no podía compartir con nadie, los veía removién-dose con inquietud en sus asientos, esperando ansio-sos el instante en que Estela empujaría la puerta,dejaría en vilo el ruido de las calculadoras y caminaríacon lentitud hasta la pasarela, en donde, desmayadade amor, esperaría la sonrisa triunfal de José Luis antemis ojos atónitos y envejecidos por el golpe.

Aquellos días fueron intensos, pero no vino Estela.La tensa espera acabó por desconcertar a los emplea-dos y comenzó a avivar la pasión embrionaria que segestaba en el corazón duro de José Luis. Herido en suamor propio y avergonzado frente a su jóvenes cole-gas, el muchacho buscó con ansiedad encuentrosfurtivos en los que Estela sólo le ofrecía una escasaración de sus encantos. Sospecho que en esos contactos

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fugaces llegó a cristalizarse la sangre que se revolvíacon violencia en su venas.

Una mañana, toda llena de rumores y apretadossilencios, nos sorprendimos todos al ver instalado en elrostro bello y perfecto de José Luis, la palidez lánguiday febril de los enamorados de corazón joven. Nuestrasorpresa fue aún más conmovedora cuando en la tardede ese mismo día vimos entrar a Estela intempestiva-mente y nos encontramos con un José Luis atolondra-do que no supo cómo recoger los papeles que se lecayeron de sus manos endebles.

Cuando la mujer salió airosa del banco, después dehaberle dado yo un sobre que contenía unos billetes demi última quincena, el muchacho conspiró contra mí.Se acercó con el pretexto de que le ayudara a revisar unextracto de cuentas y me dijo entre dientes y con aireprovocador: «Ya está usted casi desentechado; ¿cuán-do va a comprar la peluca?»

-Cuando usted deje de cojear, le respondí.-Sé que a usted no debe interesarle mucho, pero es

bueno que sepa que ni a Estela ni a mí nos incomoda lacojera cuando nos revolcamos en la cama.

Estas últimas palabras de José Luis me sacaron dequicio y me hicieron levantar bruscamente del asiento,pero al encararlo encontré tanto amor en sus ojos queno fue difícil entender que no eran más que las de unmuchacho que se sentía a la defensiva.

Contemplando la luz que se desprendía de su mira-da a pesar de la confusión del momento, llegué aconstatar que entre dos seres es siempre más perfectoel corazón del que ama. Esta perfección que encontréen el rostro apacible de José Luis me llevó a pensar que

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quizás había algo de turbio en mi pasión por Estela. Sinembargo, no tardé en consolarme con la idea de que lasformas del amor cambian con el tiempo; que cuandoamé por primera vez mi rostro debió ser tan diáfanocomo el de José Luis, y que lo turbio no estaba en mísino en la mezquindad de mis compañeros de trabajo.

Cuando, después de haberse casado el último demis hijos, comencé a convivir con Estela en un aparta-mento del barrio San José, mis impulsos de viudo sevieron prontamente saciados y desbordados por unaternura que me hacía pensar que había reencontrado elcalor de mi compañera fallecida. Sólo que la risa juve-nil de Estela no estaba todavía para ternezas; que eracorto el camino que yo recorrería con ella y que eraimposible que llegáramos juntos a ese punto en el quela pareja se asemeja a dos hermanos solterones quedeciden envejecer unidos por miedo a abandonar eltecho de sus mayores. Estos pensamientos me acosa-ban en las noches de mi felicidad insomne, pero losfines de semana yo sacaba fuerzas para llevar a Estelaa los bailes que se celebraban al aire libre, con orquestasprovenientes de toda el área del Caribe. Allí competíacon muchachos que bailaban hasta el amanecer con lacamisa pegada a la espalda, exageraba hasta el cansan-cio mis pasos de rumba y me divertía a ratos, conven-cido de que mi pareja estaba hecha de arriba a abajopara la farra y que era necesario que yo le siguiera suacelerado ritmo si no quería encontrarla aburrida ytediosa después de mis jornadas de trabajo. A ella lefascinaban aquellos bailes a pesar de que yo no podíaocultar la amargura que me producía el no tener cabe-llos que contuvieran ese sudor que brotaba a chorros

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de mi cráneo desnudo, descendía de mi frente ampliay arrugada e inundaba la cara de Estela dejándole unmolesto sabor salobre en los labios.

Con todo, confieso que fui casi feliz durante los tresaños que conviví con Estela. Sobre todo desde el ins-tante en que José Luis se supo sin la suficiente dosis decinismo que significaba para él usurparle unos besos ala mujer del «viejo verde», como él decía, y decidióabandonar el banco y echarse su carga de amor alhombro.

No obstante, sin quererlo, alentaba con su ausenciael rencor de los que me imaginaban colmado de unafelicidad inmerecida. Viejos colegas que yo creía indi-ferentes a mi suerte me fustigaban con sus miradas desoslayo, se dirigían a mí para decirme lo estrictamentenecesario y me excluían de las reuniones sociales queorganizaba el banco.

Sin embargo, una mañana de mediados de agosto,la señora Eulalia me sorprendió con una sonrisa en elmomento en que depositaba el pocillo de café sobre miescritorio. Yo le respondí un tanto perplejo su inhabi-tual manifestación de afecto y continué revisandopapeles. Sólo cuando levanté el rostro, recosté micolumna vertebral al espaldar del asiento y tomé elprimer sorbo de café, me di cuenta de que la sonrisa dela señora Eulalia era la misma que colgaba de los labiosy los ojos de todos mis compañeros de trabajo.

Era tan exacta la dimensión de cada sonrisa que nopude evitar el vértigo cuando mi mirada pasó de unrostro a otro en busca de una explicación posible.Entonces comprendí que la mañana entera había sidoalegre para todos y constaté que nadie se sentía moles-

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to por el ruido de un radio mal sintonizado en el que unjoven empleado seguía los incidentes de la vuelta aFrancia en bicicleta. «Debe ser que están ganando loscolombianos», pensé en un comienzo, pero casi ense-guida advertí que el ambiente de fiesta que dominabael banco no tenía nada que ver con aquello.

Durante el almuerzo le conté todo a Estela. Le dijeque los empleados habían pasado de un extremo aotro, que parecían contentos de verme, que quizáshabían decidido cambiar conmigo y que algunos mehabían dado golpecitos en el hombro para despedirsea la hora de la salida. «A 10 mejor nos invitan a la fiestadel cumpleaños de la subgerente», agregué entusias-mado.

-No seas iluso Miguel, me dijo Estela, yo no creoque esa gente tenga razones para cambiar contigo. Depronto es que saben que te van a matar y están felicesporque ya te dan por muerto.

Eso me dijo Estela con una expresión fría y malignaque hasta entonces yo le desconocía. En su voz noté porprimera vez el resentimiento de la muchacha que sehabía visto obligada a torcerle el cuello a sus senti-mientos para considerarse un tanto protegida. Sor-prendido, dejé en suspenso la cuchara del caldo queme llevaba a la boca, y me la quedé mirando como siestuviera a muchos años de distancia. Me quité con losdedos el sudor que inundaba a chorros mi frente y, sinque pudiera evitarlo, le sonreí con esa misma sonrisitanerviosa de viejo cretino que se apoderó de mí cuandoen la tarde el gerente me entregó la carta en que se meinformaba que el banco había decidido pensionarme,una manera de decirme decentemente que yo salía

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sobrando en esta perra vida.Comprendí entonces que la sonrisa de los emplea-

dos no era más que una de las formas del rencor.Humillado, menos por los años que llevaban a

cuestas que por la satisfacción que mi despido causabaen los otros, abandoné el banco. Salí aturdido por elcuchicheo de las secretarias y las imágenes que acu-dían a mi mente desde la mañana remota en que meinicié como patinador; me vi flaco, risueño, feliz tara-reando canciones mientras llevaba papeles de un escri-torio a otro. En la noche me emborraché de tristeza enun cafetín de tangos de la calle San BIas y lloré en algúnmomento de la borrachera sin poder precisar la causa.

Los meses que siguieron me parecieron lánguidos einterminables, Estela se cansaba de verme todo el díaen casa, no disimulaba el fastidio que le producían eldescuido de mi apariencia, mi ocio obligado, el pesoinocultable de mis años y la desesperación de convivircon un hombre que ya no tenía a dónde ir.

Un día, al regresar de una larga caminata por elparque San José encontré el apartamento desmantela-do. Estela se había ido con todo. Sólo eché de menos sustesoros ocultos y su cuerpo de paisaje sin flores.

Yo sigo yendo al banco por mi mesada, siempre conla impresión de que he comenzado a vivir mi muertepor cuotas mensuales.

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