markwart el abad malefico r. a. salvatore

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Una nueva y siniestra amenaza secierne sobre Corona, pues el poderdel Dáctilo no fue vencido porcompleto mediante el sacrificio delmonje Avelyn Desbris. Las tinieblasse han infiltrado en los lugares mássagrados y un jerarca espiritual,antaño admirado, cambia el rumbode su vida para entregarse a la másperversa e insidiosa venganzacontra las fuerzas del Bien. Y altener las gemas en su poder, nadapuede detener la propagación delfunesto mal. Este cuarto volumen deLas Guerras Demoníacas retrata

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con un estilo épico el choque entrela inocencia y la malevolencia másterrible.

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R. A. Salvatore

Markwart: Elabad maléfico

Las guerras demoniacas - 04

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ePub r1.0pipatapalo 09.09.14

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Título original: The Demon SpiritR. A. Salvatore, 1998Traducción: Mª José VázquezDiseño de cubierta: Víctor Viano

Editor digital: pipatapaloePub base r1.1

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Dedico este libro a ScottSiegel y Jim Cegeilski,

dos tipos que han conseguidoque este asunto

me haya resultado tanagradable.

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Primera Parte

La esencia demoníaca

Lloré la muerte delhermano Justicia.

No era su verdaderonombre, naturalmente. Sunombre verdadero eraQuintall; ignoro si se trataba

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de su apellido o de su nombrede pila o incluso si tenía otronombre. Sólo Quintall.

No creo que lo matara,tío Mather, por lo menos nocuando era humano. Creo quesu cuerpo humano murió comoconsecuencia del extrañobroche que llevaba, un enlacemágico con el perverso y

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maligno demonio, segúndescubrió Avelyn.

Pero lloré por elhombre, por su muerte, en laque desempeñé un importantepapel. Actué en defensa deAvelyn, de Pony y de mímismo, y, si se repitiera lamisma situación, no dudaríaen obrar como lo hice y

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pelearía con el hermanoJusticia sin escuchar los gritosde protesta de mi conciencia.

Pero lloré por elhombre, por su muerte, portodo el potencial perdido,malgastado, pervertido en uncamino maligno. Alreflexionar sobre ello, me doycuenta de que se trata de

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genuina tristeza, de auténticapérdida, pues en todosnosotros arde una vela deesperanza, una luz desacrificio y de solidaridad quenos permite hacer grandescosas para mejorar el mundo.En todos nosotros, en todoslos hombres y mujeres, seencuentra de forma subyacente

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esa posibilidad de obrar congrandeza.

¡Qué cosa tan terrible lehicieron al pobre Quintall losjerarcas de la abadía deAvelyn al pervertirlo ytransformarlo en ese monstruollamado hermano Justicia!

Después de la muerte deQuintall, por primera vez me

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sentí como si tuviera lasmanos manchadas de sangre.Hasta entonces mi únicapelea con humanos había sidocon los tres tramperos, y conellos me mostré clemente, unaclemencia recompensada concreces. Pero para Quintallno hubo clemencia; no podíahaberla ni siquiera en el caso

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de que hubiera sobrevivido alimpacto de mi flecha y a suposterior caída, incluso en elcaso de que el demonioDáctilo y el broche mágicono hubiesen robado su espíritude su cuerpo. De ningún otromodo, excepto con la muerte,habríamos podido disuadir alhermano Justicia de su misión

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de matar a Avelyn. Aquelpropósito eliminaba todo lodemás, ardía en todos suspensamientos mediante unlargo y arduo proceso quehabía ido doblegando su librevoluntad hasta romperla, quele había eliminado laconciencia y le había llenadoel corazón de odio.

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Tal vez por esa razón eldemonio Dáctilo lo encontróy se apoderó de él.

Que lástima, tíoMather, cuánto potencialmalgastado.

En mis años deguardabosque, e incluso antes,en la batalla de Dundalis, hematado muchas criaturas —

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trasgos, powris, gigantes—pero no he derramadolágrima alguna por ellas; lehe dado muchas vueltas a lavista de mis sentimientos conrespecto a la muerte deQuintall. ¿Se debían mislágrimas sólo a una elevaciónde mi propia raza por encimade todas las demás y, si era

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así, no es esa la peor clase deorgullo?

No; y lo digo con ciertaconfianza, ya que conseguridad lloraría si el crueldestino llevara alguna vez miespada contra un Touel’alfar;con seguridad consideraría lamuerte de un elfo tan trágicay tan digna de compasión

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como la de un ser humano.¿Dónde está entonces, la

diferencia?Creo que se trata de una

cuestión de principios, pues aligual que los humanos, tal vezincluso más, los Touel’alfarposeen la capacidad y lainclinación para elegir el buencamino. No así los trasgos,

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ni mucho menos los vilespowris. No estoy tan seguroen el caso de los gigantes, yaque es posible quesimplemente fueran demasiadoestúpidos para comprendersiquiera el sufrimiento que susacciones belicosas infligen. Encualquier caso, no derramarélágrima alguna ni tendré el

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mínimo remordimiento por losmonstruos caídos por un cortede Tempestad o un pinchazode Ala de Halcón. Supropia maldad les ocasionó lamuerte. Son criaturas delDáctilo, la encarnación delmal, que siembran la muerteentre los humanos —y amenudo entre ellas— sólo

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por el simple placer dehacerlo.

He hablado sobre ellocon Pony, quien me planteóuna interesante cuestión. Sepreguntaba si una cría detrasgo, educada entre loshumanos, o entre los Touel’alfar en el maravillosoAndur’Blough Inninness,

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sería tan vil como los de susalvaje especie. ¿La maldadde tales seres es innata,endógena y permanente o esuna cuestión de educación?

Mi amigo, nuestroam igo, Belli’mar Juravielconocía la respuesta a lapregunta de la mujer, ya quesu gente hace muchos años

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acogió una cría de trasgo ensu encantadora tierra y laeducó como a uno de lossuyos. Al crecer, el trasgo nofue menos perverso ni menospeligroso que uno de suespecie criado en lashondonadas oscuras de lasmontañas lejanas. Los elfos,siempre curiosos, intentaron lo

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mismo con una cría powri, ylos resultados fueron aúnpeores.

Así pues, no lloraré portrasgos, powris ni gigantes, tíoMather; no derramaré niuna sola lágrima por unacriatura del Dáctilo. Perolloro por Quintall, que cayóen las garras del demonio.

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Lloro por el potencialperdido, por la terribleelección que lo empujó hacialas tinieblas.

Y creo, tío Mather,que en ese llanto porQuintall, o por cualquier otrohumano o elfo que el crueldestino me obligue a matar,preservo mi propia

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humanidad.Me temo que esa es la

cicatriz de las batallas, unamarca que perdurará parasiempre.

Elbryan, el Pájaro de la Noche

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Enemigos de la iglesia

El único poder mágico que llevabanera un granate para detectar el uso degemas hechizadas, y una piedra solar, lapiedra de la antimagia. En realidad,ninguno de los dos era muy experto en lautilización de las gemas, pues habíandedicado la mayor parte de los pocosaños pasados en Saint Mere Abelle a unriguroso entrenamiento físico y a lamanipulación mental necesaria para

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quien pretenda recibir el nombre dehermano Justicia.

Aquella mañana la caravana habíavuelto hacia el este, mientras los dosmonjes, después de cambiarse de ropapara parecer vulgares aldeanos, sehabían ido hacia el sur, hacia eltransbordador de Palmaris; se habíanembarcado en el primero de los tresviajes diarios, que cruzaba el MasurDelaval al romper el alba. Llegaron a laciudad por la tarde e inmediatamentesiguieron camino hacia el norte salvandola muralla, sin perder tiempo endesplazarse hasta la puerta. Cuando elsol se acercaba al ocaso, Youseff y

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Dandelion avistaron sus primeraspresas: una banda de cuatro monstruos—tres powris y un trasgo— que estabanmontando un campamento en medio deun conjunto de rocas desprendidas aunos quince quilómetros de Palmaris.Enseguida advirtieron que el trasgo erael esclavo de los otros tres monstruos,ya que realizaba casi todo el trabajo y,cuando lo hacía con menos ritmo, uno delos powris le daba un golpe seco en lanuca espoleándolo para que se movieramás deprisa. Y algo aún mássignificativo: los monjes advirtieron queel trasgo llevaba una cuerda, una traílla,atada a un tobillo.

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Youseff se volvió hacia Dandelion yasintió con la cabeza: podríanaprovechar la ventaja que esa situaciónles brindaba.

Cuando el sol se ocultaba tras elhorizonte, el trasgo salió del campo,seguido de cerca por un powri queagarraba el extremo de la cuerda. En elbosque, el trasgo empezó a buscar leña,mientras el powri rondabatranquilamente por allí. Sigilosos comosombras alargadas, Youseff yDandelion, tomaron posiciones: elmonje más delgado se subió a un árbol,y el pesado Dandelion fue deslizándosede un tronco a otro, para acercarse al

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powri.—¡Vamos, date prisa, estúpida

criatura! —reñía el powri al trasgo,mientras pateaba las hojas y el barro—.¡Mis amigos se van a comer todo elconejo, y a mí no me quedarán más quelos huesos para roer!

El trasgo, una criatura realmentemaltratada, echaba furtivas miradashacia atrás y luego se apresuraba arecoger más leña menuda.

—Por favor, amo —se quejó—. Yano me cabe más leña en los brazos y meduele mucho la espalda.

—¡Cierra el pico! —gruñó el powri—. Te crees que ya llevas todo lo que

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puedes cargar, pero no es suficiente parael fuego de esta noche. ¿Quieres quetenga que recorrer otra vez todo elcamino hasta aquí? ¡Te azotaré hastadejarte la piel roja, apestoso canalla!

Youseff saltó justo al lado delasustado powri, al tiempo que dejabacaer una pesada bolsa sobre su cabezaen un abrir y cerrar de sus sorprendidosojos. Un instante después y tras unarápida carrera, Dandelion golpeó alenano por detrás, lo alzó con un abrazode oso y se precipitó a toda velocidadcon la cabeza del monstruo por delantecontra el tronco del árbol más cercano.

Pero el terco powri se revolvió y

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lanzó un codazo a la garganta deDandelion. El corpulento monje apenaslo notó, y apretó con todas sus fuerzas alpowri; cuando vio que su compañero seacercaba, pasó el brazo por debajo delde la criatura y se lo levantó muy arribahasta dejar bien visibles las costillas.

La daga de Youseff, perfectamentedirigida, se deslizó entre dos costillas yatravesó el corazón del tenaz powri.Dandelion aguantó con firmeza aldespreciable enano y se las arregló paratener una mano libre con objeto detaponar la herida pues no quería que sederramara mucha sangre.

No allí.

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Youseff, entretanto, se volvió haciael trasgo.

—Eres libre —murmuró excitadomientras le hacía señales con la manopara que se marchara.

El trasgo, a punto de estallar, miróprimero al humano con curiosidad yluego su brazada de leña. Temblandopor la excitación, arrojó la leña al suelo,se desprendió de la cuerda del tobillo yse internó a toda prisa en la oscuridaddel bosque.

—¿Muerto? —preguntó Youseff,mientras Dandelion dejaba que el powriinerte se desplomara al suelo.

El corpulento hombre inclinó la

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cabeza para asentir y luego vendó laherida. Era imprescindible que no sederramara sangre cuando ambosregresaran a Palmaris y, en particular,cuando entraran en Saint Precious.Youseff le quitó el arma al powri, unaespada curvada y dentada de aspectosiniestro, tan larga y recia como suantebrazo, y Dandelion metió al enanoen un pesado saco forrado. Después deechar un vistazo alrededor paraasegurarse que los otros powris no sehabían dado cuenta de la emboscada,prosiguieron el camino hacia el sur; lacarga era sólo una pequeña molestiapara el forzudo Dandelion.

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—¿No deberíamos haber cogido altrasgo para Connor Bildeborough? —preguntó Dandelion al tiempo queaflojaban la marcha al aproximarse almuro norte de la ciudad.

Youseff consideró la preguntadurante unos instantes, intentando noreírse de que el imbécil de su amigo nolo hubiera mencionado hasta entonces,cuando hacía más de una hora quehabían dejado escapar al trasgo.

—Sólo necesitamos uno —leaseguró.

El padre abad había dejado muyclaro al hermano Youseff lo que quería.Cualquier acción contra Dobrinion tenía

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que parecer un simple accidente odespertar sospechas en direcciones muyalejadas de Markwart, pues lasimplicaciones para la iglesia, si SaintMere Abelle parecía estar relacionadade algún modo, serían muy graves.Connor Bildeborough, no obstante, eraun problema muy distinto. Si su tío, elbarón de Palmaris, alguna vezsospechaba la responsabilidad de laiglesia en la muerte de Connor, en suignorancia de las rivalidades entre lasabadías, probablemente culparía tanto aSaint Precious como a Saint MereAbelle, y en el caso de que dirigiera suatención hacia la abadía de la bahía de

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Todos los Santos, poco, muy pocopodría hacer.

No representó esfuerzo alguno paralos adiestrados asesinos salvar lamuralla de la ciudad y pasar ante losojos de la débil guardia. El frente debatalla había retrocedido y, aunquebandas de truhanes como la que losmonjes habían encontrado todavíaandaban por allí, no se creían en peligroal encontrarse protegidos por unaguarnición atrincherada en la ciudad,una guarnición reforzada hacía pocosdías por una brigada completa de loshombres del rey llegada desde Ursal.

Ahora Dandelion y Youseff

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volvieron a vestirse con sus hábitosmarrones y, con las cabezashumildemente inclinadas, iniciaron susolemne marcha por las calles. Sólofueron importunados en una ocasión, porun pordiosero que no dejaba demolestarlos e incluso llegó aamenazarlos si no le daban una monedade plata; el hermano Dandelion, sinperder la calma, lo sacudió contra lapared de un callejón.

Era mucho después de vísperas ySaint Precious estaba tranquila y oscura,pero a los monjes eso no les tranquilizómucho, pues sabían que los hombres desu orden resultarían ser mejores

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vigilantes que los perezosos guardias dela ciudad. No obstante, el padre abaduna vez más les había dado lasinstrucciones adecuadas. En la murallasur de la abadía, donde la muralla dehecho formaba parte del edificioprincipal, no había ventanas ni puertasvisibles.

Sólo había una puerta, hábilmentedisimulada, desde la cual lostrabajadores de la cocina tiraban losrestos de las comidas del día. Elhermano Youseff sacó el granate y loutilizó para encontrar la puerta invisible,ya que el portal, además de estarmágicamente sellado para que no

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pudiera abrirse desde afuera, tambiénestaba mágicamente oculto.

Además, la puerta estabateóricamente cerrada —o debía haberloestado—, pero antes de que los monjesde Saint Mere Abelle se hubieranmarchado de Saint Precious, el hermanoYouseff había ido a la cocina con laexcusa de buscar provisiones, aunque enrealidad lo había hecho para destruir elmecanismo que bloqueaba la puerta.Ahora, al considerar que, por lo visto, elpadre abad había tenido en cuenta laposibilidad de que necesitaran unaforma discreta de entrar en SaintPrecious, estaba impresionado por la

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previsión de su director.Mediante el uso de la piedra solar,

Youseff venció la exigua magia quebloqueaba la puerta y la empujó concuidado para abrirla. Sólo había unapersona en el interior, una joven quecanturreaba mientras fregaba un pote enuna pila con agua hirviendo.

Youseff se colocó detrás de ella yescuchó la despreocupada cancióndisfrutando con la ironía maliciosa de laalegre melodía.

Al advertir su presencia, la mujerdejó de cantar.

Youseff se deleitó con su miedo sóloun momento; la agarró por el pelo y le

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metió la cabeza debajo del agua; lajoven se resistió y se debatió, pero denada le valieron sus esfuerzos ante eleficiente asesino. Youseff sonrió cuandola pobre desgraciada se desplomó en elsuelo. Se suponía que tenía que ser unfrío asesino, un mero instrumento de lavoluntad del padre abad, pero enrealidad el monje se daba cuenta de quedisfrutaba al matar, disfrutaba al ver elmiedo de sus víctimas, disfrutaba conaquel poder absoluto. Al mirar a lajoven muerta en el suelo, deseó haberpodido disponer de más tiempo parasaborear los prolegómenos y el terrorcreciente que precede a la muerte.

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La muerte, en comparación, erasuave y fácil.

Saint Precious estaba tranquilaaquella noche, como si el lugar, lamisma abadía, se hubiera tomado unrespiro después de las tensiones de lavisita del padre abad. Youseff yDandelion, los hermanos Justicia,cruzaron con paso decidido losvestíbulos; delante iba el forzudoDandelion, cargando en la espalda elsaco con el powri. En todo el trayectohasta los aposentos del abad Dobrinion,sólo vieron a otro monje, que no los vio.

Youseff puso una rodilla en el sueloante la puerta; tenía un pequeño cuchillo

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en la mano. Aunque podía abrir confacilidad el sencillo cerrojo, raspó yarañó la madera, rebajándolagradualmente, para que pareciera que lapuerta había sido forzada.

Después atravesaron otra puerta,más liviana y sin cerrojo, y entraron enel dormitorio de Dobrinion.

El abad se despertó sobresaltado yempezó a gritar, pero enseguida sehundió en un extraño silencio al ver alos dos monjes y la pesada espadadentada que ondeaba de formaamenazadora a pocos centímetros de sucara, brillando bajo la tenue luz de laluna que penetraba a través de la única

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ventana de la habitación.—Sabías que vendríamos por ti —

dijo Youseff para atormentarlo.Dobrinion sacudió la cabeza.—Hablaré con el padre abad —

imploró—; se trata de un malentendido,eso es todo.

Youseff se puso un dedo sobre loslabios fruncidos, mientras sonreíaperversamente, pero Dobrinion insistía.

—Los Chilichunks son criminales,eso es evidente —dijo, y odió aquellaspalabras mientras las pronunciaba, seodió a sí mismo por su cobardía.Entonces su espíritu emprendió una granbatalla: su conciencia luchaba con el

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instinto primario de conservación.Youseff y Dandelion observaban

aquel tormento sin comprender la causa,pero Youseff, sin duda, estabadisfrutando.

Entonces Dobrinion se calmó y mirófijamente a Youseff; de pronto parecíaque había superado por completo elmiedo.

—Tu Markwart es un hombremalvado —afirmó—. Nunca fuerealmente padre abad de la iglesiaabellicana. Ahora apelo a ti, en elnombre de los solemnes votos de nuestraorden, piedad, dignidad y pobreza, paraque te rebeles contra esa empresa

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maligna, para que encuentres de nuevola luz…

Su frase acabó en un gorjeo, ya queYouseff, demasiado perdido paraescuchar tales apelaciones a laconciencia, desgarró con la puntadentada de la espada la garganta delabad y se la abrió de un solo tajo.

Los dos cogieron el saco y echaronel powri al suelo. Dandelion le quitó lavenda, le abrió la herida e hizodesaparecer todas las costras; entretantoYouseff revolvía los aposentos delabad. Encontró al fin un pequeñocuchillo, usado para abrir las cartaslacradas. Su hoja no era tan ancha como

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la de la daga, pero resultabaperfectamente adecuada para la heridamortal del powri.

—Sácalo de la cama —ordenóYouseff a Dandelion. Mientras elcorpulento hombre arrastraba aDobrinion hacia el escritorio, Youseffiba a su lado practicando una serie deheridas de menor importancia en elcadáver de Dobrinion, para quepareciera que el abad había entabladouna feroz pelea.

Luego los dos asesinos se fueron; enun silencio mortal dos sombrassurgieron de Saint Precious y seperdieron en la oscuridad de la noche.

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La noticia del asesinato del abad seextendió por toda la ciudad a la mañanasiguiente; gritos frenéticos resonaron porlas murallas fortificadas, y soldados conlos ojos bañados en lágrimas seculpaban por haber dejado que un powrise hubiera colado en la abadía. Lasmurmuraciones sobre la muertecircularon de una taberna a otra, de unacalle a otra, y cada vez la historia semodificaba y se embellecía. Entretanto,Connor Bildeborough se despertaba enuna cama de un prostíbulo infame, laCasa Battlebrow, y oía una historiasobre un ejército de powris que seencontraba en las afueras de Palmaris,

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listo para entrar en la población y matara todos los habitantes en aquella horaaciaga.

Medio desnudo, vistiéndose sobre lamarcha, Connor salió de la casa, detuvoun carruaje y le pidió al cochero que lollevara enseguida a Chasewind Manor,la casa de su tío.

Las verjas estaban cerradas; unadocena de soldados armados, con lasarmas preparadas para atacar, rodearonel carruaje mientras el caballo patinabaal detenerse bruscamente; tanto Connorcomo el pobre cochero asustadosintieron cómo les clavaban las miradaslos arqueros.

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Al reconocer a Connor, los guardiasse tranquilizaron y lo ayudaron a bajar;luego ordenaron al cochero que semarchara en términos inequívocos.

—¿Está bien mi tío? —preguntódesesperadamente Connor, mientras losguardias lo escoltaban al otro lado de laverja.

—Acobardado, maese Connor —contestó un hombre—. ¡Pensar que unpowri haya podido abrirse paso contanta facilidad a través de nuestrasdefensas y matar al abad Dobrinion! ¡Ytodo esto justo después de losproblemas en la abadía! ¡Oh, quétiempos tan oscuros nos caen encima!

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Connor no hizo la menor intenciónde responder, pero escuchó con sumaatención las palabras del hombre, y susimplicaciones no verbalizadas y,probablemente, inconscientes. Despuésentró deprisa en la casa y atravesó losvestíbulos, rigurosamente protegidos,hasta llegar a la sala de audiencias de sutío.

El soldado que montaba guardiajunto al escritorio del barón RochefortBildeborough era el rudo hombretón,con la cara totalmente vendada, cuyanariz había aplastado en un ataquemágico el mismísimo padre abadDalebert Markwart.

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—¿Sabe mi tío que estoy aquí? —lepreguntó Connor.

—Se reunirá enseguida con nosotros—respondió el guardia; supronunciación era deficiente puestambién su boca había sufrido lasconsecuencias del proyectil demagnetita.

No había acabado de responder,cuando entró en la sala el tío de Connorpor una puerta lateral; se le iluminó elrostro al ver a su sobrino.

—Gracias a Dios que estás sano ysalvo —lo saludó afablemente. Connorhabía sido siempre el favorito deRochefort Bildeborough y, dado que el

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barón no tenía hijos, en Palmaris todoscreían que Connor heredaría el título.

—¿Acaso no debería estarlo? —preguntó Connor con su proverbialindiferencia.

—Han conseguido entrar y matar alabad Dobrinion —replicó Rochefort,mientras se sentaba en el escritorio,frente a Connor.

A Connor no le pasó inadvertido elesfuerzo de su tío para realizar la simpleacción de sentarse. Rochefort estabademasiado gordo y sufría agudosdolores en las articulaciones. Hasta elverano anterior, el hombre habíarecorrido a caballo sus campos todos

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los días con sol o con lluvia, pero esteaño sólo había salido un par de días yno consecutivos. También sus ojosmostraban un envejecimiento súbito.Siempre habían sido de color gris, peroahora se habían apagado, como veladospor una fina película.

Connor había deseado el título debarón de Palmaris desde que tuvo edadsuficiente para comprender el prestigioy los derechos que comportaba; pero,cuando parecía que se acercaba elmomento de heredarlo, habíadescubierto que podía esperar, inclusomuchos años. Prefería mantener suposición actual y que su querido tío, el

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hombre que le había hecho de padre,siguiera viviendo con buena salud.

—¿Cómo iban a saber los monstruosdónde buscarme? —respondió concalma Connor—. El abad es un claroobjetivo para nuestros enemigos, ¿peroyo?

—El abad y el barón —recordóRochefort.

—Y, por supuesto, me complace verque has tomado las precaucionesadecuadas —repuso con rapidez Connor—. Tú puedes ser un objetivo, pero yono. Para nuestros enemigos, no soy másque un vulgar cazador de taberna.

El barón Rochefort asintió con la

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cabeza y pareció aliviado por la lógicade los razonamientos de su sobrino. Aligual que un padre protector, no sentíapor sí mismo ni la mitad del temor quesentía por Connor.

No obstante, Connor no estabarealmente convencido de sus propiaspalabras. Que un powri se hubieracolado en Saint Precious en aquellosdías llenos de tensiones, al cabo de tanpoco tiempo de la marcha del nefastopadre abad, olía a chamusquina, y cadavez que miraba la cara rota del jefe dela guardia de su tío se sentía másintranquilo.

—Quiero que te quedes en

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Chasewind Manor —dijo Rochefort.Connor sacudió la cabeza.—Tengo varios asuntos en la ciudad,

tío —respondió—. Y llevo mesespeleando con powris. No temas por mí.—Mientras pronunciaba las últimaspalabras dio una palmada a Defensora,cómodamente envainada a su costado.

Rochefort miró largo y tendido alconfiado joven. Aquello era lo que legustaba de Connor: su confianza, sujactancia. De joven, él había sido muyparecido a Connor; había saltado de unataberna a otra, de un prostíbulo a otro,viviendo la vida con mucha intensidad yaprovechando todos los momentos hasta

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el borde mismo del peligro. Resultabairónico que ahora, ya viejo, con menosplaceres, menos emociones y menosvida por delante, tuviera que protegermás su propia vida. En cambio, Connor,sin duda parecido a Rochefort de joven,con mucho más que perder, pensabapoco en los peligros potenciales y sesentía inmortal e invulnerable.

El barón se rio y olvidó la idea deobligar a Connor a permanecer enChasewind Manor, ya que se dio cuentade que de ese modo coartaría todo loque le gustaba del brioso joven.

—Llévate contigo a uno de missoldados —le propuso como solución

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de compromiso.De nuevo Connor sacudió la cabeza

con resolución.—Eso sólo contribuiría a

destacarme como objetivo potencial —razonó—. Conozco la ciudad, tío. Sédónde obtener información y dóndeesconderme.

—¡Vete! ¡Vete! —gritó el barónaceptando la derrota, sin dejar de reír—, pero recuerda que tienes unaresponsabilidad mayor que la de tupropia vida —añadió mientras selevantaba con mucha menos dificultadque la que había experimentado alsentarse; se apresuró a rodear el

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escritorio, dio un par de bruscaspalmadas en el hombro de Connor yluego dejó descansar su manazaafectuosamente sobre el cuello de susobrino—. Te llevas mi corazóncontigo, muchacho —le dijo consolemnidad—. Si te encuentran tal comoencontraron a Dobrinion, ten por seguroque moriré, pues se me partirá elcorazón.

Connor lo creyó a pies juntillas. Ledio un abrazo y una palmada y luego,con pasos largos y seguros, abandonó lasala.

—Pronto será tu barón —dijoRochefort al soldado.

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El hombre se cuadró e inclinó lacabeza en señal de clara aprobaciónante aquella decisión.

—Ábrelo.—Pero maese Bildeborough, no veo

razón alguna para perturbar el sueño deldifunto —replicó el monje—. El ataúdha sido bendecido por el hermanoTalumus, el de mayor rango…

—Ábrelo —repitió Connorparalizando al joven con su implacablemirada.

El joven monje todavía dudaba.—¿Acaso tendré que traer a mi tío?El monje se mordió el labio, pero se

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rindió ante la amenaza y se inclinó paraagarrar la tapa de madera. Volvió amirar al decidido Connor y deslizó latapa hacia un lado. En el ataúd yacía lamujer; su cutis tenía la lividez de lamuerte.

Ante la mirada horrorizada delmonje, Connor alargó el brazo, cogió elcadáver por el hombro y lo incorporó,volviéndolo hacia él. Insensible alhedor, acercó su rostro, para examinarlocon detenimiento.

—¿Heridas? —preguntó.—Murió ahogada —repuso el monje

—. En el fregadero. En agua caliente. Surostro al principio estaba completamente

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rojo, pero ahora ya han desaparecido lasangre y cualquier otro vestigio de vida.

Connor volvió a poner el cuerpo condelicadeza en la posición inicial, seirguió e hizo una señal al monje paraque cerrara el ataúd. Se llevó la mano ala boca y se pasó la uña del pulgar entrelos dientes tratando de encontrar sentidoa todo aquello. Los monjes de SaintPrecious habían sido muy atentos con élcuando se presentó ante su verja. Sabíaque estaban asustados y confusos, y lapresencia de tan importanterepresentante del barón Bildeboroughlos había ayudado a sosegarse.

Previamente, en la habitación del

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abad Dobrinion, Connor habíaencontrado pocas pistas y pocointeresantes. Ambos cuerpos todavíapermanecían allí; los monjes habíanlimpiado y colocado el cuerpo del abadcon sumo cuidado en la cama, y habíandejado el del powri donde lo habíanencontrado. Había sangre de amboscuerpos por toda la habitación, a pesarde los esfuerzos por limpiar el lugar.Cuando Connor protestó por loscambios efectuados en el dormitorio, losmonjes pusieron especial cuidado endescribir la lucha, tal como la habíaninterpretado, con gran detalle: el abadhabía sido herido en primer lugar, varias

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veces, probablemente cogido porsorpresa mientras dormía en la cama.Una de las heridas era mortal, unacuchillada en la garganta, pero el bravoDobrinion aún había podido reaccionary con un gran esfuerzo había cruzado lahabitación para coger el pequeñocuchillo.

¡Qué orgullosos estaban los monjesde Saint Precious de que su abadhubiera sido capaz de vengarse de suasesino!

A Connor, que había peleado con losresistentes powris, en el mejor de loscasos, le parecía poco probable que ellanzamiento de un solo cuchillo pudiera

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haber acabado con uno de ellos, y queDobrinion, dada la gravedad de laherida de la garganta, hubieraconseguido llegar al escritorio. Sinembargo, lo que le contaron, no eraimposible, de modo que se guardó susdudas y aceptó aquella versión con unainclinación de cabeza evasiva y conunas sencillas palabras de elogio para elvaleroso Dobrinion.

Cuando Connor preguntó cómo habíaconseguido el powri entrar en la abadía,el monje le explicó que seguía siendo unmisterio, ya que la puerta estabaprotegida mágicamente para impedir suapertura por la parte de afuera; además

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pocos conocían su existencia, puesestaba muy bien camuflada en la murallade ladrillo de la abadía. La únicaexplicación que encontraron fue que laestúpida chica se había aliado con elpowri o, más probablemente, había sidoengañada por él y lo había dejadoentrar.

También aquello, aunque un pocoforzado, le pareció creíble a Connor, sibien la ausencia de heridas en la piel dela chica despertó sus temores ysospechas. Sin embargo no dijo nada alos monjes, al comprender que pocopodía hacer sin la guía del único hombreque tenía autoridad en la abadía.

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—Pobre chica —murmuró; mientrasel monje lo escoltaba desde la cava dela abadía, Connor no dejaba de pensarque se encontraba sólo un par de tramosde escalera más arriba de donde habíanestado presos los Chilichunks.

—¿Nos ayudará su tío a proteger laabadía de otras incursiones? —lepreguntó uno de los monjes queesperaban en la iglesia.

Connor pidió un pergamino y unapluma y escribió con prisas una peticiónen tal sentido.

—Llevadlo a Chasewind Manor —pidió—. Naturalmente, la familiaBildeborough hará todo lo que esté en

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sus manos por la seguridad de SaintPrecious.

Luego se despidió de los monjes ydesapareció por las calles de Palmaris,escenario de murmuraciones y rumores,donde podría realmente encontrarrespuestas.

Durante toda la tarde le rondaronpreguntas e imágenes. ¿Por qué lospowris habían escogido al abadDobrinion, que no se había distinguidoespecialmente en la lucha contra ellos?Sólo un puñado de monjes habían salidode Saint Precious para luchar en el nortey, por otra parte, no habían participadoen las batallas decisivas. A eso se

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añadía el hecho de que Saint Precioushabía realizado más bien funciones dehospital en aquella guerra, lo cual hacíapoco probable que alguno de los actosde Dobrinion hubiera incitado a lospowris a una acción tan drástica.

La única explicación posible queConnor halló fue que los monjes deSaint Mere Abelle, quienes, según todoslos informes, habían llegado del norte,habían tenido escaramuzas con losmonstruos y probablemente habríancausado muchas víctimas,involuntariamente habrían convertido alabad en un candidato a ser asesinado.

Pero después de sus experiencias

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con Markwart, no creía que esahipótesis fuera razonable. Las palabras«olía a chamusquina» le resonaban en lacabeza siempre que examinaba todas laspruebas o las conclusionesaparentemente lógicas.

Aquella noche, Connor se dirigió alCamino de la Amistad; la noche anteriorhabía convencido a Dainsey Aucombpara que volviera a abrir la taberna, conel argumento de que los Chilichunks seencontrarían en una situacióndesesperada al regresar a Palmaris si nose les había conservado el local abierto,aunque el propio Connor creía que novolverían jamás. El lugar estaba

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animado; la gente estaba impaciente porconocer los rumores acerca de lo que lehabía ocurrido al abad Dobrinion y aKeleigh Leigh, la pobre chica ahogadaen la cocina. Connor guardó silencio lamayor parte de la discusión, másinteresado en escuchar que en hablar,esperando encontrar alguien que leaportara alguna información válida eimportante y no chismes irrelevantes enaquel mar de rumores. Aunque seesforzó por mantener una actituddiscreta, se le acercaban con frecuencia,pues la gente sospechaba que el noblesabría más que ellos.

Ante cada pregunta, Connor se

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limitaba a sonreír y a mover la cabeza.—Sólo sé lo que he oído desde que

he entrado en el Camino —explicaba.La noche avanzó sin progreso

alguno; frustrado, Connor apoyó laespalda contra la pared y cerró los ojos.Sólo el grito de «gente nueva», que erala forma coloquial de llamar a losvisitantes que nunca antes habían estadoen el Camino, lo sacó de su descanso.

Tardó unos instantes en concentrar lavista y desplazar su mirada a través dela multitud y fijarla en los dos hombresque aparecieron en la puerta: uno eracorpulento, y el otro, bajo y delgado,pero capaz de andar con el equilibrio

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perfecto y la actitud vigilante quecaracterizan a los guerreros bienadiestrados. Connor abrió los ojosdesmesuradamente. Conocía a aquelloshombres y se dio cuenta de que suvestimenta, de aldeanos corrientes noera adecuada para ellos.

¿Dónde estaban sus hábitos?La simple presencia de Youseff hizo

que Connor sintiera una punzada dedolor en el estómago. Teniendo encuenta lo ocurrido la última vez quehabía estado con aquellos dos hombres,el noble creyó prudente camuflarse aúnmás entre la muchedumbre. Hizo unaseña a Dainsey para que se situara frente

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a él, al otro lado de la barra.—Averigua qué quieren —pidió,

señalando a los dos «nuevos»—. Ydiles que no he estado en el Camino entoda la semana.

Dainsey asintió con la cabeza y sealejó en sentido contrario, mientrasConnor se camuflaba por el fondo de lasala. Intentó permanecer suficientementecerca para pescar retazos de laconversación entre Dainsey y los doshombres, pero el bullicio de la tabernaatiborrada de gente no permitía captarcasi nada.

Pero Dainsey, la maravillosaDainsey, levantó la voz y exclamó:

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—¡Vaya, no ha estado aquí en todala semana!

Las sospechas de Connor seconfirmaron: los monjes lo estabanbuscando, y no era difícil suponer porqué. Ahora sabía por qué Keleigh Leighno había sufrido ninguna herida y porqué el powri no había empapado sugorra en la sangre derramada, unatradición que, según lo que Connorsiempre había oído, ningún powridejaba de cumplir. Se atrevió a darse lavuelta y a mirar de soslayo a Dainsey; lamujer le devolvió la mirada con elrabillo del ojo y entonces,«involuntariamente», se pasó una mano

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por la parte delantera de la blusa,dejando a la vista un amplio escote queatrajo las miradas de los hombres queestaban por allí cerca, incluidas las delos dos monjes.

«Buena chica», pensó Connor, yaprovechó aquella distracción paraalejarse y deslizarse serpenteando haciala puerta. Le costó más de un minutorecorrer los siete metros hasta ella,debido a lo abarrotado que estaba elCamino, pero al fin se encontró fuera, enla salada atmósfera de las noches dePalmaris; el ancho cielo estabadespejado y el aire era estimulante.

Echó una ojeada a la taberna y vio

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que la muchedumbre rebullía como sialguien estuviera intentando alcanzar lapuerta.

Connor no esperó para comprobarde quién se trataba; si los monjes sedaban cuenta de que la exhibición«involuntaria» de Dainsey había tenidocomo finalidad distraerlos,comprenderían dónde tendrían que irinmediatamente. El noble corrió hacia laesquina del Camino y la dobló sinperder de vista la puerta.

En efecto, Youseff y Dandelion selanzaron a la calle.

Connor corrió callejón abajomientras los pensamientos le daban

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vueltas en la cabeza. Sin perder tiempo,trepó por un canalón hasta el tejado, setumbó boca abajo y sacudió la cabezamientras los dos monjes doblaban laesquina siguiéndole la pista. Connor semovió a rastras sigilosamente.

En el tejado, con el cielo queparecía tan cerca y las luces de la nochede la ciudad por debajo, Connor nopudo evitar sentirse transportado haciaatrás en el tiempo. Aquel lugar habíasido un sitio especial para Jill, suescondrijo para aislarse del mundo.Había subido allí a menudo, para estar asolas con sus pensamientos y rememoraracontecimientos pasados demasiado

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dolorosos para que su delicadasensibilidad pudiera afrontarlos.

Un ruido metálico borró aquellosrecuerdos de Jill; uno de los monjes,Youseff, había empezado a trepar.

Connor se apresuró a marcharse,salvando de un salto la callejuela haciael tejado del edificio vecino; seencaramó hasta el caballete del tejado,se deslizó por el otro lado dándose lavuelta, se agarró al alero sobre lamarcha y al fin cayó a la calle. Continuóhuyendo desordenadamente, presa delpánico, pensando en Jill, pensando entodas las locuras que habían ocurrido ensu pequeño mundo.

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El abad Dobrinion había muerto.¡Muerto! Y ningún powri lo había hecho.

No; habían sido aquellos dos, loslacayos del padre abad DalebertMarkwart, el supremo jerarca de laiglesia abellicana. Markwart habíamatado a Dobrinion por haberse opuestoa él, y ahora había enviado a aquellosasesinos contra él.

La monstruosidad de aquella seriede razonamientos produjo tal impacto enConnor que poco faltó para que cayeraal suelo. Después, al considerar sufuturo inmediato, se preguntó si debíabuscar refugio en Chasewind Manor.

Pero desechó la idea, pues no quería

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implicar a su tío. Si Markwart se habíacargado a Dobrinion, ¿acaso podíaalguien, incluso el barón de Palmaris,estar seguro? Connor comprendió que setrataba de enemigos poderosos; si todaslas legiones del rey de Honce el Oso sevolvieran contra él, no serían unenemigo tan peligroso como los monjesde la iglesia abellicana; desde luego,por muchas razones —entre ellas, losmisteriosos y poco comprendidospoderes mágicos—, el padre abad eraun hombre más poderoso que el rey.

La idea de que el padre abadpudiera haber ordenado, mejor dicho,hubiera ordenado el asesinato de

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Dobrinion, repugnaba la sensibilidaddel noble y hacía que su cabeza le dieravueltas mientras se perdía en la nochede Palmaris.

Pero Connor sabía que se leacabarían los escondrijos. Aquellos doshombres, y otros, en el caso de quehubiera más en la ciudad, eran asesinosprofesionales. Lo encontrarían y lomatarían.

Necesitaba respuestas y creía saberdónde encontrarlas. Además, alguienmás estaba en peligro: el verdaderoobjetivo de la cólera de Markwart. Sedirigió a Chasewind Manor, cruzó laverja y entró en el patio, pero, en lugar

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de dirigirse al edificio principal, seencaminó hacia las caballerizas. Allíensilló a toda prisa a Piedra Gris, sucaballo de caza favorito, un magníficoejemplar rubio de músculos recios ylarga crin dorada. Montado a lomos delimpaciente Piedra Gris, Connor saliópor la puerta norte de Palmaris antes deque hubiera transcurrido la mitad de lanoche.

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2

Cambio de dirección

El viaje era fácil, o debería haberlosido, pues la carretera que se extendía alo largo de la orilla oeste del MasurDelaval, al sur de Palmaris, era lacalzada mejor cuidada de todo elmundo. Jojonah no tardó en conseguirque una caravana lo llevara, durante dosjornadas, día y noche. No obstante,maese Jojonah no lo estaba pasandobien; sus huesos envejecidos le dolían

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mucho, y cuando se hallaba a unostrescientos quilómetros al sur dePalmaris cayó enfermo, aquejado porcalambres y náuseas terribles y por unaligera fiebre que lo hacía sudarcontinuamente.

Supuso que se debía a la malaalimentación y, por un momento, temióque aquel viaje y aquella enfermedadacabaran con él. Había muchas cosasque quería hacer antes de morir y, encualquier caso, morir solo en lacarretera a medio camino entre Ursal yPalmaris, dos ciudades que nunca lehabían gustado demasiado, no eraprecisamente muy atractivo. De modo

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que, con su estoicismo característico, elanciano padre continuó su camino a pie,con pasos lentos e inseguros, de unpueblo a otro, apoyándose pesadamenteen un resistente bastón y regañándose así mismo por haber dejado que labarriga le engordara tanto.

—Piedad, dignidad, pobreza —dijocon sarcasmo, pues realmente se sentíamuy poco digno y parecía que estaballevando su voto de pobreza demasiadolejos. En cuanto a la piedad, Jojonah noestaba totalmente seguro de que aquellapalabra continuara significando algo.¿Quería decir que había que seguirciegamente el liderazgo del padre abad

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Markwart? ¿O tenía que seguir losdictados de su corazón y aprovechar lasintuiciones que Avelyn, por ejemplo, lehabía inspirado?

Se decidió por la segunda opción,pero, en realidad, con ella nosolucionaba gran cosa, pues Jojonah notenía nada claro qué podía hacer paraconseguir algún cambio significativo enel mundo. Probablemente sólo lograríaque lo degradasen dentro de la jerarquíade la iglesia; tal vez lo desterraran oquizá llegarían a quemarlo por hereje; laiglesia tenía una larga tradición deconductas propias de un animalfamélico, consistentes en torturar hasta

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la muerte a quienes consideraba herejes.Un escalofrío recorrió el espinazo deJojonah al considerar aquellaposibilidad, como una especie de gravepremonición. Sí, últimamente el padreabad Markwart estaba de muy malhumor, y ese estado de ánimo seagudizaba muchísimo ante la solamención del nombre de Avelyn Desbris.Así, el padre encontró un nuevoenemigo, la desesperanza, en aquel largotrayecto hacia Ursal. Pero no sedesanimó y decidió seguir adelante pasoa paso.

El sexto día se despertó bajo uncielo espeso y con negros nubarrones; a

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media mañana empezó a caer una lluviafina. Al principio, Jojonah se alegró alver el cielo encapotado, ya que lavíspera había sido muy calurosa. Perocuando empezaron a caer las primerasgotas, cuando el agua fría se deslizósobre su piel caliente, se sintió muydesgraciado, e incluso consideró laposibilidad de regresar al pueblo dondehabía dormido la noche precedente.

Sin embargo, no cambió dedirección, sino que se limitó a avanzarpenosamente por la encharcadacarretera, centrando sus pensamientos enAvelyn y en Markwart, en el rumbo dela iglesia y en lo que podría hacer él

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para alterar aquella tenebrosa ruta.Pasaron los minutos, pasó una hora, ycuando ya habían transcurrido dos horasel padre estaba tan enfrascado en suspensamientos que en ningún momentoadvirtió que un carruaje se acercaba pordetrás.

—¡Deje paso! —gritó el cochero,sujetando con energía las riendas, yluego tirando de ellas hacia un lado. Elcoche se desvió bruscamente y esquivóa Jojonah en el último momento,salpicándolo copiosamente mientras elmonje caía al enlodado suelo, presa demiedo y sorpresa.

El carruaje se salió del camino y se

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hundió profundamente en el barro;agarrado a las ruedas como si fuera unser vivo, el barro impidió que elcarruaje volcara mientras el conductor,frenético, intentaba controlarlo. Al finlos caballos redujeron la marcha y lasruedas patinaron hasta detenerse. Elconductor se apresuró a saltar, echó unrápido vistazo al carruaje atascado yluego cruzó la carretera para reunirsecon Jojonah, que estaba sentado al otrolado.

—Perdona —tartamudeó el monjemientras el hombre, un tipo bienparecido de unos veinte años, le salpicóal acercarse—. Con la lluvia, no te he

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oído.—No es preciso que se disculpe —

repuso amablemente el hombre, mientrasayudaba a Jojonah a levantarse y lequitaba parte del barro que empapaba suhábito—. Desde luego temía que meocurriera esto desde que tomé lacarretera que sale de Palmaris.

—Palmaris —repitió Jojonah—. Yotambién vengo de esa maravillosaciudad.

El monje advirtió que la expresióndel hombre se ensombreció al oír lapalabra «maravillosa», de modo que elfraile se calló pensando que era másprudente escuchar que hablar.

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—Bueno, yo vengo a toda velocidadde allí mismo —repuso el hombre,mientras echaba un vistazodesesperanzado al carruaje—; mejordicho, venía —añadió, abatido.

—Me temo que no nos será fácilsacarlo del barro —asintió maeseJojonah.

El hombre asintió con la cabeza.—Pero encontraré aldeanos que me

ayudarán —dijo—. Hay una aldea cincoquilómetros atrás.

—Es gente dispuesta a ayudar —señaló Jojonah con esperanza—. Tal vezdebería acompañarte; con seguridad, seapresurarán a ayudar a un sacerdote de

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la iglesia; fueron muy amables conmigola pasada noche, ya que es allí dondedormí. Cuando hayamos sacado elcoche, quizá me permitirás ir contigo.Voy a Ursal, y me temo que me esperaun largo camino; a mi cuerpo ya no leconvienen esos trajines.

—También Ursal es mi destino —declaró el joven—. Y podría ustedayudarme a comunicar el mensaje queme han encargado que transmita, dadoque concierne a su propia iglesia.

Jojonah aguzó el oído ante aquelcomentario y enarcó una ceja.

—Oh —exclamó.—Verdaderamente es un día triste

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—prosiguió el hombre—. Un día muytriste, puesto que ha muerto el abadDobrinion.

Los ojos de Jojonah parecieronsalirse de las órbitas; se tambaleó y tuvoque agarrarse de las mangas del jovenpara sostenerse.

—¿Dobrinion? ¿Cómo?—Un powri —respondió el hombre

—. Esas pequeñas ratas malignas. Unode ellos se coló en la abadía y lo dejóbien muerto.

Jojonah no daba crédito a sus oídos.Su mente se puso en movimiento, perose sentía demasiado enfermo ydemasiado confuso. Se dejó caer de

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nuevo en la carretera embarrada, hundióla cabeza en las manos y sollozó sinsaber muy bien si lloraba por el abadDobrinion o por él mismo y su queridaorden.

El conductor apoyó una mano en suhombro para consolarlo. Luego los dosse encaminaron hacia aldea; el hombrele aseguró que pasarían la noche allíaunque los lugareños se las arreglaranpara sacar el coche del barro.

—Lo llevaré conmigo el resto delcamino hasta Ursal —anunció con unasonrisa llena de esperanza—. Leconseguiremos mantas para que estécalentito, padre, y buena comida, mucha

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y buena comida, para el viaje.Una de las familias de la pequeña

aldea los alojó por aquella noche y lesproporcionó una cama confortable. Elmonje se retiró temprano, pero no pudodormirse enseguida, pues unamuchedumbre se agolpó en la casa; todoel mundo de la región había acudidopara oír el triste relato del cocherosobre la muerte del abad Dobrinion.Jojonah, que yacía en silencio, losescuchó durante un buen rato; al fin,temblando y empapado de sudor,consiguió dormirse.

Youseff y Dandelion no hicieron elviaje de vuelta.

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Maese Jojonah se despertósobresaltado. La casa estaba tranquila yoscura, dado que fuera había nubesbajas. Jojonah miró alrededor y fruncióel entrecejo.

—¿Quién anda por ahí? —preguntó.—¡Youseff y Dandelion no hicieron

el viaje de vuelta! —oyó de nuevo, conmayor énfasis.

No, no había oído nada, advirtióJojonah, ya que no se había producido elmenor sonido, salvo el pesado gotear dela lluvia en el tejado. Había sentidoaquellas palabras en su mente y habíareconocido al hombre que las habíametido allí.

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—¿Hermano Braumin? —preguntó.—Me temo que el padre abad los

ponga tras de ti —dictaron lospensamientos—. Corre, amigo mío,mentor mío; vuelve a Palmaris, si noestás muy lejos, vuelve a la sede delabad Dobrinion y no permitas que loshermanos Youseff y Dandelion entrenen Saint Precious.

La comunicación era débil, cosa queno extrañó a Jojonah, pues Braumin notenía mucha práctica con la hematites yprobablemente no la estaría utilizandoen las mejores circunstancias.

—¿Dónde estás? —le preguntótelepáticamente—. ¿En Saint Mere

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Abelle?—¡Por favor, maese Jojonah!

Debes oír mi aviso. ¡Youseff yDandelion no hicieron el viaje devuelta!

El contacto se estaba desvaneciendo;Jojonah se dio cuenta de que Brauminestaba fatigado. Entonces, de pronto, elcontacto se interrumpió, y Jojonah temióque Markwart o Francis se hubieranacercado a Braumin. Si realmente setrataba de Braumin, pensó. Si era algomás que un delirio provocado por lafiebre.

—No lo saben —susurró el padre,pues hasta ese momento no se había

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dado cuenta de que el mensaje deBraumin no había dicho nada sobreDobrinion.

Jojonah saltó de la cama,refunfuñando a causa del esfuerzo, yatravesó la casa en silencio. Asustó enprimer lugar a la mujer, pues poco lefaltó para tropezar con el colchón demantas apiladas en el suelo de la salacomún donde estaba durmiendo. Jojonahse dio cuenta de que la mujer le habíacedido su propia cama, y realmente ledisgustaba en gran manera molestarla.Pero algunas cosas simplemente nopodían esperar.

—¿El cochero está aquí o se ha

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alojado con alguna otra familia? —preguntó.

—Oh, no —respondió la mujer tanafablemente como pudo—, seguro queestá durmiendo en la habitación con mischicos. Están como piojos en costura,según se dice.

—Avísele, por favor —pidió maeseJojonah—, enseguida.

—Sí, padre, lo que usted mande —respondió la mujer, desembarazándosede su saco de dormir. Medio a rastrasmedio andando atravesó la habitación.Regresó al cabo de unos momentos,acompañada por el cochero, con losojos legañosos.

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—Debería estar durmiendo —dijo elhombre—. No es bueno para su fiebrepermanecer levantado hasta tan tarde.

—Una pregunta —le indicó Jojonah,sacudiendo las manos para calmarlo ypara asegurarse de que le prestabaatención—. Cuando el abad Dobrinionfue asesinado, ¿dónde estaba lacaravana de Saint Mere Abelle?

El hombre ladeó la cabeza como sino comprendiera.

—Ya sabe que monjes de mi abadíavisitaron Saint Precious —insistióJojonah.

—Hicieron algo más que visitar, ajuzgar por los problemas que causaron

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—replicó el hombre con un bufido.—Desde luego —concedió Jojonah

—, pero ¿dónde estaban cuando elpowri mató al abad Dobrinion?

—Se habían ido.—¿De la ciudad?—Algunos dijeron que habían salido

hacia el norte, aunque he oído quecruzaron el río, y no con eltransbordador —respondió el cochero—. Hacía más de un día que se habíanmarchado cuando el abad fue asesinadopor el powri.

Sorprendido, maese Jojonah se frotóel amplio mentón con la mano. Elconductor se disponía a hablar, pero el

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monje ya había oído bastante y losilenció con un ademán.

—Volved a la cama —les pidió alhombre y a la dueña de la casa—. Yotambién lo haré.

De nuevo en la soledad de su oscurahabitación, maese Jojonah no se durmió.Convencido ahora de que el contactocon Braumin no era fruto de suimaginación ni de un sueño, teníamuchas cosas en que pensar. Adiferencia de Braumin, no temía queYouseff y Dandelion estuvieransiguiéndole la pista. Markwart estabademasiado cerca de su objetivo, o almenos el obsesivo hombre así lo creía,

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como para demorar a los asesinos. No,irían hacia el norte de Palmaris, nohacia el sur, hacia los campos de batallaen busca de las piedras.

Pero, aparentemente, habíanefectuado una breve parada en elcamino, lo bastante prolongada comopara solucionar algún problema deMarkwart en Palmaris.

Maese Jojonah se precipitó hacia laventana de la habitación, la empujó paraabrir las contraventanas y vomitó sobrela hierba, mareado ante la simple ideade que su padre abad hubiese ordenadola ejecución de otro abad.

¡Parecía tan absurdo! Pero todos los

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detalles que se filtraban en la mente deJojonah lo llevaban irremediablementeen esa dirección. ¿Tal vez estabadistorsionando los detalles con suspropios juicios?, se preguntó. ¡Youseff yDandelion no hicieron el viaje devuelta!

Y el hermano Braumin no tenía niidea de que el abad Dobrinion habíaencontrado tan prematuro final.

Realmente, maese Jojonah esperabaestar equivocado, esperaba que sustemores y su delirio febril se hubierandesbocado, esperaba que el supremojerarca de su orden jamás hubiera hechoalgo semejante. En cualquier caso, ahora

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parecía tener ante él una sola carretera:la que regresaba al norte, no la del sur,la que regresaba a Saint Mere Abelle.

Finalmente, los doscientos sepusieron en marcha y se dirigieronprimero hacia el oeste y luego hacia elsur de los dos pueblos en poder de lospowris. Elbryan conducía la expedición;envió exploradores por delante de lacaravana y mantuvo a sus cuarentamejores combatientes en un grupocompacto. De toda aquella harapientacaravana, sólo la mitad estaba encondiciones de luchar si era preciso; laotra mitad estaba formada por

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individuos demasiado viejos odemasiados jóvenes o demasiadoenfermos. No obstante, en general lasalud del grupo era buena, gracias sobretodo a los esfuerzos incansables de Ponycon su valiosa piedra del alma.

Atravesaron los dos pueblos sinencontrar resistencia y, cuando la tardedel quinto día empezó a declinar, sehallaban casi a medio camino dePalmaris.

—Hay una casa y un granero —explicó Roger Descerrajador, cuandoregresó para reunirse con Elbryan—,más adelante, a sólo un quilómetro ymedio. El pozo está intacto y he oído las

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gallinas.Varios de los que estaban por allí

gruñeron, chasquearon la lengua y serelamieron al pensar en huevos frescos.

—Pero ¿no había nadie? —preguntóel guardabosque, escéptico.

—Nadie, afuera —replicó Roger, alparecer un tanto desconcertado por nohaber podido averiguar más cosas—.Yo no me adelanté demasiado —explicócon impaciencia—, pues temía que, sitardaba demasiado, llegarais a ver esasconstrucciones y cualquier monstruodesde el interior, si había alguno,también os habría visto.

Elbryan hizo un gesto de

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asentimiento y sonrió.—Hiciste bien —convino—. Mantén

el grupo alerta aquí, mientras Pony y yovamos allá y vemos qué podemosaveriguar.

Roger inclinó la cabeza y ayudó aPony a montar a lomos de Sinfonía,detrás del guardabosque.

—Refuerza la vigilancia, enparticular por el norte —indicó Elbryanal joven—; encuentra a Juraviel y diledónde puede encontrarnos.

Roger manifestó su acuerdo con unainclinación de cabeza. Dio una palmadaa Sinfonía en la grupa y el caballo saliócorriendo. Roger apenas lo miró

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mientras se alejaba, pues se apresuró aacercarse a la caravana para disponer asus miembros en posición defensiva.

El guardabosque encontró conbastante facilidad las construcciones yPony se puso inmediatamente manos a laobra; empleó la piedra del alma paradesplazar a su espíritu y hacerlo entrarprimero en el granero y luego en la casa.

—Hay powris en la casa —explicócuando el espíritu hubo regresado a sucuerpo—. Tres, aunque uno de ellos estádurmiendo en el dormitorio de la partede atrás. Unos trasgos ocupan elgranero, pero no están en estado dealerta.

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Elbryan cerró los ojos en pos de unacalma profunda y meditativa y setransformó de forma poco menos quevisible en su alter ego adiestrado porlos elfos. Tras señalar un pequeñobosquecillo a la izquierda del granero,desmontó y ayudó a Pony a hacer lopropio. Dejaron el caballo y ambos sedirigieron sigilosamente hacia lassombras del bosquecillo; luego elguardabosque prosiguió en solitario ycontinuó su avance aprovechandotocones, un abrevadero, cualquier cosaque pudiera protegerlo. No tardó enllegar a la casa; pegó la espalda a lapared exterior, al lado de una ventana.

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En su mano estaba listo Ala de Halcón.Escrutó alrededor y volvió a mirar endirección a Pony; asintió con la cabezamientras preparaba una flecha.

Se dio la vuelta bruscamente ydisparó; alcanzó en la nuca a un enanodesprevenido que estaba preparando lacomida en la cocina. El impulso empujóla cabeza del powri hacia adelante demodo que su cara fue a dar contra lachisporroteante grasa de la sartén.

—¿Qué haces? —aulló sucompañero powri, precipitándose haciala cocina.

El enano patinó al detenerse y viocómo se estremecía el astil de la flecha;

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luego se dio la vuelta para encontrarseal Pájaro de la Noche y a Tempestadque lo aguardaban.

La temible espada cayó pesadamentemientras el enano buscaba su arma. Altiempo que el brazo se le desprendía delcuerpo, el enano, aullando, trató decargar hacia adelante, abalanzándosesobre el guardabosque.

Una certera estocada de Tempestadatravesó a la criatura hasta el corazón;el diestro guardabosque hundió la hojahasta la empuñadura. Después de un parde espasmos violentos, el powri sedesplomó muerto en el suelo.

—¡Yach, me habéis despertado! —

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rugió una voz desde el dormitorio.El Pájaro de la Noche sonrió, esperó

unos instantes y se deslizó sigilosamentehacia la puerta. Esperó todavía unosinstantes para estar seguro de que elenano había vuelto a dormirse; luegoempujó la puerta y la abrió muydespacio.

El powri estaba tumbado deespaldas a él.

El guardabosque salió de la casapoco después y agitó brevemente lamano saludando a Pony. Recogió a Alade Halcón e inició una sigilosa ronda entorno al granero. El henil le llamó laatención pues tenía una puerta abierta

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que crujía y una cuerda que colgabahasta el suelo.

El guardabosque echó un vistazo yobservó que Pony había cambiado deposición para poder vigilar a la vez lapuerta principal y el henil. Sabía que erarealmente muy afortunado por tener auna compañera tan competente, puespodía contar siempre con ella si teníaproblemas.

Ahora, los dos habían comprendidoel plan. Pony habría podido, desdeluego, empezar por atacar el graneromediante la serpentina y el explosivorubí, con lo cual habría hecho volar laconstrucción, pero el humo de semejante

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fuego no habría sido nada prudente. Enlugar de eso, permaneció en su puesto,con la magnetita y el grafito a punto,para apoyar al Pájaro de la Noche.

El guardabosque no infravaloraba ladisciplina necesaria para que la mujerasumiera aquel papel. Cada mañana, lachica realizaba la danza de la espadacon él, y su trabajo con la hoja estaballegando a ser realmente espléndido.Tenía ganas de pelear, de estar junto aElbryan, de bailar de verdad. Pero Ponyera verdaderamente disciplinada ypaciente. El guardabosque le habíaasegurado que tendría ocasión deemplear las nuevas técnicas, y ambos

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sabían que ya estaba casi preparadapara hacerlo.

Pero aún no.El Pájaro de la Noche comprobó la

cuerda del henil y empezó a trepar concautela y sigilo. Se detuvo justo debajode la puerta, escuchó, atisbó el interior ylevantó y agitó un dedo para que Pony loviera.

Subió hasta el nivel de la puerta, ycon mucho tiento, puso un pie en lapequeña hendidura, aunque tuvo quecontinuar sujetándose a la cuerda. Se diocuenta de que debía moverse aprisa y deque probablemente no dispondría detiempo para preparar arma alguna.

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El guardabosque volvió a respirarregular y profundamente, para encontrarla calma y el equilibrio necesarios.Entonces pasó el pie por debajo de lapuerta, tiró de ella hacia fuera y se lanzóal interior del henil sorprendiendo altrasgo que estaba de guardia de formaharto negligente.

El trasgo pegó un grito, casiinmediatamente acallado por lapoderosa mano del guardabosque que leagarró la boca, mientras con el otrobrazo le sujetaba con fuerza la manoarmada. El Pájaro de la Noche agarró lacara de la criatura, la apretó con fuerza,giró su muñeca y forzó al monstruo a

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ponerse de rodillas.Un grito proveniente de abajo le

advirtió que no podía perder tiempo.Con un súbito tirón, el Pájaro de la

Noche obligó al trasgo a levantarse denuevo, lo hizo girar y lo lanzó a travésde la puerta abierta hasta que dio consus huesos en tierra después de caer decabeza más de tres metros. El impactofue duro; el trasgo gruñó, luego intentóincorporarse y, por último, trató depedir ayuda. Entonces vio a Pony, queestaba tranquila, con la mano abierta.

Una piedra imán, a mayor velocidadque el proyectil de una honda, chocó delleno contra el amuleto que la criatura

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llevaba colgado del cuello, una joyarobada a una mujer que en vano habíaimplorado por su vida.

En el interior del granero, el Pájarode la Noche puso a trabajar de formaletal a Ala de Halcón: derribaba a untrasgo tras otro a medida que intentabanalcanzar el henil desde la despensa. Alcabo de un rato, el sorprendidoguardabosque se dio cuenta de que noestaba solo: se había unido a él unsegundo arquero.

—Roger me contó tus planes —explicó Belli’mar Juraviel—. ¡Un buencomienzo! —añadió, mientras clavabauna flecha a un trasgo que

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insensatamente se le había puesto a tiro.Al darse cuenta de que no había

manera de subir de la despensa al henil,los trasgos que quedaban se dirigieron ala puerta principal, la empujaron paraabrirla del todo y salieron a toda prisa ala luz del día.

La descarga de un rayo vertiginosolos derribó a casi todos.

Enseguida, el elfo se aprestó aatacarlos: desde la puerta del henil,disparó a los que todavía trataban deescapar.

El guardabosque no se reunió con suamigo, sino que tomó un camino distintopara bajar hasta la despensa. Aterrizó

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con una voltereta para evitar una lanzaque le había arrojado una de aquellascriaturas; mientras se incorporaba,disparó Ala de Halcón y alcanzó altrasgo en plena cara; luego dejó a otrofuera de combate mientras el monstruocorría hacia la puerta.

Entonces todo quedó en calma, porlo menos en el interior, pero el Pájarode la Noche intuyó que no estaba solo.Puso el arco en el suelo, desenvainó laespada y se movió despacio y ensilencio.

Fuera, los gritos disminuían. ElPájaro de la Noche se acercó a una pacade heno, apoyó la espalda en ella y

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escuchó con suma atención.Una respiración.De un salto salió de detrás de la

paca y moderó su impulso paracerciorarse de que no se trataba de uninfortunado prisionero sino de otrotrasgo; entonces separó la repugnantecabeza de la criatura de sus hombroscon un solo corte. Después, salió a la luzdel día y encontró a Pony y a Juravielconduciendo a Sinfonía hacia elgranero: habían acabado el trabajo.

El elfo se quedó con Elbryan paraexplorar los alrededores, mientras Ponygalopaba a lomos de Sinfonía parareunirse de nuevo con el grupo.

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—Ahora no puedo volver atrás —replicó el conductor cuando Jojonah lecontó los planes para la mañanasiguiente—. Aunque me gustaría muchopoder ayudarlo; pero misobligaciones…

—Son importantes, desde luego —acabó por él Jojonah, excusándolo.

—Lo mejor que puede hacer pararegresar es tomar un barco —prosiguióel cochero—. La mayoría se dirige alnorte y hacia mar abierto para latemporada de verano. Yo mismo hubieratomado uno para bajar, pero son pocoslos que ahora van hacia el sur.

Maese Jojonah se pasó la mano por

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el mentón con barba de tres días. Notenía dinero, pero tal vez podríaencontrar una solución.

—Entonces, ¿cuál es el puerto máscercano? —preguntó al cochero.

—Al sur y al este —respondió elhombre—. Se llama Bristole. Un puebloconstruido para atracar y aprovisionarlos buques y poca cosa más. No estádemasiado lejos de mi camino.

—Le estaría muy agradecido —contestó el monje.

Así, se pusieron de nuevo enmarcha, después de un abundantedesayuno, ofrecido gratuitamente por laamable gente del pueblo. Hasta que el

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carruaje no hubo empezado a avanzarpor la carretera, maese Jojonah noadvirtió que se sentía mucho mejorfísicamente. A pesar de los múltiplesbaches de la carretera, el desayuno lehabía sentado muy bien. Era como si lasnoticias de la noche anterior, el hechode que las cosas fueran muchísimo peorde lo imaginable, hubieran inyectadonuevas fuerzas a su delicado cuerpo.Simplemente, en aquellos momentos nopodía sentirse débil.

Bristole era el pueblo más pequeñoque Jojonah había visto nunca y lepareció extrañamente desequilibrado. Lazona portuaria era extensa, con largos

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muelles capaces de albergar diez barcosgrandes, pero el resto estaba constituidosólo por unos pocos edificios,incluyendo un par de pequeñosalmacenes. Hasta que el carruaje llegóal centro de aquel grupo de casas,Jojonah no empezó a comprender.

Los barcos que iban río arriba o ríoabajo no necesitaban provisiones enaquel punto, pues el trayecto de Ursal aPalmaris no era largo. No obstante, losmarineros podían desear un poco dedistracción y, por consiguiente, losbarcos atracaban allí para abastecersede muy distinta manera.

De los siete edificios agrupados, dos

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eran tabernas, y otros dos, prostíbulos.Maese Jojonah rezó una breve

plegaria, pero no estaba afectado enabsoluto. Era un hombre tolerante,siempre predispuesto a perdonar lospecados de la carne. Después de todo,era la fortaleza del alma lo que contaba.

Deseó un buen viaje al generosocochero, mientras lamentaba no poderofrecerle algo más que buenas palabraspor su amabilidad, y luego se dedicó denuevo a sus asuntos inmediatos. Habíatres barcos atracados; otro seaproximaba por el sur. El monje bajóhasta la orilla del río; al caminar por ellargo entablado, sus sandalias producían

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un ruido seco.—¡Salud, buena gente! —saludó

Jojonah al acercarse a un par dehombres que se encontraban en el barcomás próximo; estaban inclinados sobreel pasamano de la borda, utilizandomartillos para resolver algún problemaque no pudo ver. Jojonah advirtió que elbarco estaba situado de popa, hechoatípico, y confió en que fuera unpresagio de que pronto iba a zarpar.

—¡Salud, buena gente! —gritóJojonah más fuerte, agitando las manospara llamar la atención.

El martilleo cesó y uno de los viejoslobos de mar, de piel morena y arrugada

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por el sol y sin dientes miró hacia arribapara observar al monje.

—Y para usted, padre —dijo.—¿Van hacia el norte? —preguntó

maese Jojonah—. ¿Tal vez a Palmaris?—A Palmaris y al golfo —contestó

el hombre—, pero por el momento nopodemos ir a ninguna parte. La cadenadel áncora no aguantaría; está muyestropeada.

Jojonah comprendió por qué elbarco estaba atracado al revés; miróalrededor, luego hacia el pueblo, enbusca de una solución que permitiera albarco navegar. Cualquier puerto que sepreciara de serlo, estaría adecuadamente

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equipado; incluso los pequeños muellesde Saint Mere Abelle estaban provistosde suministros como cadenas y áncoras.Pero Bristole no era un pueblo parareparar barcos, sino más bien un lugarpara «reparar tripulaciones».

—Espere un nuevo barco que vengade Ursal —prosiguió el viejo marinero—. Debería llegar en dos días; estábuscando quién lo lleve, ¿no?

—Sí, pero no puedo esperar.—Bueno, lo llevaremos; por cinco

monedas de oro del rey —dijo el viejo—; un buen precio, padre.

—Lo es, sin duda, pero me temo queno tengo dinero para pagarles —repuso

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Jojonah— ni tiempo para esperarme.—¿Dos días? —dijo burlón el lobo

de mar.—Dos días que no puedo perder —

contestó Jojonah.—Perdone, padre —pronunció una

voz desde el siguiente barco, una anchay pesada carabela—. Nosotroszarparemos hacia el norte hoy mismo.

Maese Jojonah agitó las manos hacialos dos hombres del bajel averiado yavanzó para ver mejor al que acababade hablar. El hombre era alto y flaco, depiel oscura, no por efecto del sol sino denacimiento. Era behrenés y, por suaspecto, probablemente de una zona del

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sur de Behren, muy al sur de Cinturón yHebilla.

—Lo siento pero no tengo dineropara pagarle —respondió Jojonah.

Una sonrisa perlina iluminó la caradel hombre de piel oscura.

—Pero padre —dijo—, ¿para quéquiere el dinero?

—Trabajaré para pagarme el pasaje—propuso Jojonah.

—Todo el mundo en mi barco puedenecesitar un buen cura, padre —replicóel hombre de la región de Behren—. Metemo que mucho más, después de haberestado atracados aquí. Suba a bordo, selo ruego. No teníamos previsto zarpar

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hasta última hora de hoy, pero sólotengo un hombre en tierra y será fácilencontrarlo. ¡Si usted tiene prisa,nosotros también!

—Es muy amable, buen señor…—Al’u’met —contestó el hombre—.

Capitán Al’u’met del buen barco SaudiJacintha.

Jojonah ladeó la cabeza ante elcurioso nombre.

—Significa Joya del Desierto —explicó Al’u’met—. Es una pequeñabroma dedicada a mi padre, que queríaque me dedicara a cabalgar las dunasdel desierto y no las olas del mar.

—También mi padre quería que

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ofreciera cervezas en lugar de oraciones—repuso Jojonah riendo.

Estaba sorprendido por haberencontrado un hombre de piel oscura dela región de Behren al mando de unbarco de Ursal, y aún más sorprendidoal ver el respeto que aquel hombresentía por un miembro de la ordenabellicana. La iglesia de Jojonah no erahegemónica en el sur del reino; desdeluego, sus misioneros habían sido objetode muchas carnicerías al tratar deimponer su visión de la divinidad a los amenudo intolerantes sacerdotes —yatolsen la lengua de Behren— de aquellosdesiertos.

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El capitán Al’u’met ayudó a Jojonaha subir el último peldaño de la plancha,y luego envió a dos miembros de latripulación para que localizaran almarinero que faltaba.

—¿Tiene equipaje? —le preguntó aJojonah.

—Sólo lo que llevo puesto —respondió el monje.

—¿Hasta dónde va?—Hasta Palmaris —respondió

Jojonah—. En realidad, hasta el otrolado del río; puedo tomar eltransbordador. Necesito estar en SaintMere Abelle con la máxima urgencia.

—Nosotros pasaremos frente a la

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bahía de Todos los Santos —explicó elc a p i t á n Al’u’met—. Aunque ustedperdería una semana al menos si hicierael viaje en barco.

—Entonces pueden llevarme aPalmaris —dijo el monje.

—Es exactamente a donde nosdirigíamos —respondió el capitán Al’u’met y, sonriendo aún, le indicó lapuerta de los camarotes situados bajo lacubierta de popa—. Dispongo de doshabitaciones —explicó—. Ciertamente,puedo compartir una con usted duranteuno o dos días.

—¿Es abellicano?La sonrisa de Al’u’met se ensanchó.

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—Desde hace tres años —explicó—. Encontré a su Dios en SaintGwendolyn de Mar, y Al’u’met quedócautivado como jamás lo había estado.

—Pero fue otro disgusto para supadre —dedujo Jojonah.

Al’u’met se llevó un dedo a susfruncidos labios.

—No hace falta que él sepa talescosas, padre —dijo maliciosamente—.En el Miriánico, cuando las tormentassoplan fuerte y las olas rompen con unaaltura dos veces la de un hombre porencima de la borda de proa, escojo a mipropio Dios. Además —añadió con unguiño—, no son tan diferentes, sabe, el

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Dios de su tierra y el de la mía. Si secambiara de hábito se convertiría en unsacerdote de los nuestros, un yatol.

—De modo que su conversión fuepor conveniencia —bromeó Jojonah.

—Escojo a mi propio Dios —repitióAl’u’met mientras se encogía dehombros.

Jojonah inclinó la cabeza y ledevolvió la ancha sonrisa; luego sedirigió a paso lento hacia los camarotesdel capitán.

—Mi chico le enseñará elalojamiento —gritó detrás de él.

El chico del servicio de camarotesestaba precisamente en la habitación,

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jugando con dados de hueso, cuandomaese Jojonah abrió la puerta. Elmuchacho, de unos diez años de edad,gateó con frenesí, recogió sus dados ymiró al monje con aire culpable; Jojonahse dio cuenta de que el muchacho habíasido atrapado desatendiendo sus tareasdomésticas.

—Acomoda a nuestro amigo,Matthew —exclamó el capitán Al’u’met—. Atiende a sus necesidades.

Jojonah y Matthew se quedaronmirándose el uno al otro, midiéndosecon la vista durante un buen rato. Lasropas de Matthew estaban raídas, comolas de cualquiera que trabaja a bordo de

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un barco. Pero estaban bienconfeccionadas, mejor que los atavíosde la mayoría de la tripulación que elmonje había visto. Y el muchacho ibamás limpio que la mayoría de los chicosdel servicio de camarotes; tenía el peloaclarado por el sol y pulcramentecortado, y la piel de un moreno dorado;no obstante, tenía una mancha negravisible en el antebrazo.

Jojonah advirtió la cicatriz eimaginó el dolor que habría sentido elchico. La mancha había sido producidapor el segundo de los tres líquidos«medicinales» —ron, brea y orina—que llevaban los barcos de vela. El ron

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se utilizaba para matar los gusanos queinevitablemente albergaban losalimentos, para eliminar lasconsecuencias de la ingestión de comidaen mal estado y, simplemente, paraolvidar las larguísimas y vacías horas.La orina se usaba para lavar las ropas yel pelo, y por desagradable que pudieraparecer, no era nada comparada con labrea líquida, que se empleaba paracubrir las heridas abiertas.Evidentemente, Matthew se habíadesgarrado el brazo, y los marineros lehabían puesto brea para sellar la herida.

—¿Puedo? —preguntó con calmaJojonah, extendiendo la mano hacia el

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brazo del muchacho.Matthew vaciló, pero no se atrevió a

desobedecer y, cautelosamente, levantóel brazo para que lo examinara.

«Buen trabajo», pensó el monje. Labrea se había aplicado formando unafina capa sobre la piel, una perfectamancha negra.

—¿Te duele? —preguntó Jojonah.Matthew sacudió la cabeza con

énfasis.—No habla —dijo la voz del

capitán Al’u’met, que se había acercadoal distraído monje por detrás.

—¿Es obra suya? —preguntóJojonah señalando el brazo.

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—No, de Cody Bellaway —contestóAl’u’met—; se encarga de curarnoscuando estamos lejos de puerto.

Maese Jojonah asintió con la cabezay se olvidó del tema, por lo menos enapariencia, pero en su cabeza la imagendel brazo ennegrecido de Matthew no sedesvanecería tan fácilmente. ¿Cuántashematites se guardaban bajo llave enSaint Mere Abelle? ¿Quinientas? ¿Unmillar? Jojonah sabía que habíamuchísimas, pues cuando era jovenprecisamente había hecho un inventariode esas piedras, probablemente la máscomún de las recogidas en Pimaninicuita lo largo de los años. La mayoría de

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esas piedras del alma eran mucho menospoderosas que la que se había llevado lacaravana a Barbacan, pero Jojonah nopudo menos que preguntarse cuánto bienpodrían hacer si se entregaban a losbarcos de vela y en cada uno de ellos seadiestraba a uno o dos hombres para quesupieran extraer sus poderes curativos.Sin duda, la herida de Matthew habíasido de consideración, pero Jojonahhabría podido sellarla fácilmente con sumagia, sin necesidad de brea. Sin apenasesfuerzo, podrían haberse evitadomuchísimos sufrimientos.

Sus pensamientos lo condujeron acuestiones de mayor importancia. ¿Por

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qué no disponían todas las comunidades,o por lo menos una comunidad en cadaregión del reino, de una hematites y delos correspondientes expertos en sumanejo?

Nunca había comentado nada alrespecto con Avelyn, por supuesto, peromaese Jojonah sabía que si la decisiónhubiera estado en manos de AvelynDesbris, sin la menor vacilación habríadistribuido hematites pequeñas entre lagente, habría puesto los enormesrecursos mágicos de Saint Mere Abelleal servicio del bien común o, por lomenos, habría distribuido las hematitesmás pequeñas, pues eran piedras poco

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potentes para utilizarlas con propósitosdiabólicos como la posesión o paracualquier otro fin realmente maligno.

Sí, Jojonah lo sabía, Avelyn habríaprocedido de ese modo si hubiera tenidola oportunidad, pero, por supuesto, elpadre abad Markwart jamás se la habríaproporcionado.

Jojonah acarició la rubia melena deMatthew y le hizo una seña para que leenseñara su habitación. Al’u’met losdejó a solas y llamó a sus hombres paraque prepararan el barco para zarpar.

Al cabo de un rato, el SaudiJacintha se alejaba de Bristole, con lasvelas al viento venciendo la

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considerable corriente. Harían unatravesía rápida, prometió Al’u’metcuando se acercó al monje, pues losvientos del sur eran fuertes, no habíaindicios de tormenta y, cuando el MasurDelaval se ensanchaba, la corriente noera tan potente.

El monje pasó la mayor parte del díaen su camarote, durmiendo, haciendoacopio de las energías que sin duda ibaa necesitar. Luego se levantó y, con unaamistosa inclinación de cabeza,convenció a Matthew para que jugaracon él a los dados, después deprometerle que al capitán no leimportaría que hiciera una pequeña

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pausa en sus tareas domésticas.Jojonah deseó que aquel muchacho

pudiera hablar o incluso reír durante lahora que pasaron tirando los dados;quería saber de dónde había salido ycómo había ido a parar a un barco a tantemprana edad.

El monje sabía que probablementesus padres, acosados por la pobreza, lohabrían vendido, y se estremeció alpensarlo. Esa era la forma habitual quetenían los barcos de conseguir chicospara el servicio de camarotes, aunquemaese Jojonah esperaba que Al’u’metno fuera quien lo había comprado. Elcapitán proclamaba ser un hombre

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religioso, y los hombres que creían enDios no hacían tales cosas.

Por la noche cayó una lluvia fina,pero no impidió el avance del SaudiJacintha. La tripulación estaba bienadiestrada y conocía todos los recodosdel gran río, y el barco continuósurcando las aguas, salpicando con laproa espuma blanca a la luz de la luna.Fue en la borda de proa, esa mismanoche después de la lluvia, cuandomaese Jojonah aceptó las verdades queestaban gestándose en su corazón. Enaquella oscuridad, acompañado sólo porel ruido de la proa al hendir el agua, porlos gruñidos de los animales en la ribera

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y por el aleteo del viento en las velas,maese Jojonah comprendió con claridadlo que tenía que hacer.

Sintió como si Avelyn estuviera conél, suspendido en el aire que lo rodeaba,recordándole los tres votos —no sólolas vacías palabras que se recitaban,sino el profundo significado queencerraban—, que supuestamenteguiaban la orden abellicana.

Permaneció allí toda la noche y,justo antes del amanecer, se fue a lacama, después de halagar a un Matthewde ojos somnolientos para que le llevaraun buen plato de comida.

Se levantó a la hora de la cena y se

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sentó al lado del capitán Al’u’met, elcual le informó de que llegarían a sudestino a primera hora de la mañanasiguiente.

—Tal vez no desee quedarselevantado toda la noche otra vez —dijoel capitán con una sonrisa—. Por lamañana estará en tierra, y no irá muylejos, supongo, si está dormido.

Sin embargo, era noche cerradacuando el capitán Al’u’met encontró denuevo a Jojonah en la borda de proa,con la mirada clavada en la oscuridad,en su propio corazón.

—Es usted un hombre reflexivo —dijo el capitán, acercándose al monje—.

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Eso me gusta.—¿Lo dice simplemente porque me

quedo solo aquí fuera? —replicóJojonah—. A lo mejor estoy aquí sinpensar nada en absoluto.

—No en la cubierta de proa —repuso el capitán Al’u’met, situándosejunto al monje apoyado en la borda—.También yo conozco la inspiración deeste lugar.

—¿Cómo encontró a Matthew? —preguntó de repente Jojonah, soltandoaquellas palabras sin siquiera darsecuenta de lo que estaba diciendo.

Al’u’met lo miró de soslayo,sorprendido por la pregunta. Miró de

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nuevo la espuma de la proa y sonrió.—No le hace gracia pensar que yo,

un hombre de su iglesia, lo hayacomprado a sus padres —dedujo aquelhombre perspicaz—. Pero lo hice —añadió Al’u’met, irguiéndose y mirandoal monje de frente.

Maese Jojonah no le devolvió lamirada.

—Eran muy pobres; vivían cerca deSaint Gwendolyn y sobrevivían graciasa las sobras que sus hermanos de laiglesia abellicana se molestaban entirarles —prosiguió el capitán con untono cada vez más profundo y sombrío.

Jojonah se dio la vuelta y lo miró

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con aire grave.—Aun así es la iglesia que usted

escogió —puntualizó.—Eso no quiere decir que esté de

acuerdo con todos los que ahoraadministran la doctrina de la iglesia —replicó con calma Al’u’met—. Por loque respecta a Matthew, lo compré, y aun bonito precio, porque llegué aconsiderarlo como a mi propio hijo.Siempre andaba por los muelles ¿sabe?,o por lo menos estaba por allí siempreque podía escaparse de su coléricopadre. Aquel hombre le pegaba sinrazón alguna, aunque el pequeñoMatthew en aquel tiempo todavía no

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había cumplido siete años. Así que locompré y lo subí a bordo para enseñarleun oficio honesto.

—Una vida difícil —comentóJojonah, pero en su voz no quedabavestigio alguno de animosidad o dereproche.

—Desde luego —asintió ellarguirucho hombre de la región deBehren—. Una vida que algunos adorany que otros detestan. Matthew seformará su propia opinión cuando sea lobastante mayor para darse cuenta. Sillega a gustarle el mar, como a mí, suúnica opción será estar a bordo de unbarco, y confío que elegirá quedarse

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conmigo. Me temo que el SaudiJacintha me sobrevivirá, y estaría muybien que Matthew me sucediera a bordo.

Al’u’met volvió su rostro hacia elmonje y se quedó callado, esperandoque Jojonah lo mirara de frente.

—Y si no le gustan ni el olor ni elmovimiento de las olas, será libre deirse —continuó el hombre con todasinceridad—. Y me aseguraré de quetenga un buen comienzo allá dondedecida vivir. Le doy mi palabra, maeseJojonah de Saint Mere Abelle.

Maese Jojonah le creyó y le brindóuna sonrisa sincera. Entre los rudosmarineros de aquellos días, el capitán

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Al’u’met brillaba con luz propia.Ambos volvieron a mirar el agua y

permanecieron en silencio durante unbuen rato; sólo se oía la proa cortandoel agua y el viento.

—Conocí al abad Dobrinion —dijoal fin el capitán Al’u’met—, era un buenhombre.

Jojonah lo miró con curiosidad.—Su compañero, el conductor del

carruaje, me contó la tragedia enBristole, mientras usted estaba buscandopasaje —explicó el capitán.

—Dobrinion era desde luego unbuen hombre —respondió Jojonah—. Sumuerte ha sido una gran pérdida para la

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iglesia.—Una gran pérdida para todo el

mundo —asintió Al’u’met.—¿Cómo lo conoció?—Conozco a muchas personalidades

de la iglesia, pues, debido a miitinerante profesión, paso muchas horasen muchas iglesias, entre ellas SaintPrecious.

—¿Ha estado alguna vez en SaintMere Abelle? —preguntó Jojonah,aunque no creía que hubiera estadopuesto que, en ese caso, lo recordaría.

—Entramos en el puerto una vez —respondió el capitán—, pero el tiempoempezó a cambiar y teníamos que ir

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lejos, por lo que no bajé a los muelles.Saint Gwendolyn no estaba a tantadistancia, de todos modos.

Jojonah sonrió.—No obstante, me encontré con su

padre abad —prosiguió el capitán—.Sólo una vez. Fue en el 819, o quizás enel 820; con el tiempo los años parecenconfundirse. El padre abad Markwarthabía anunciado un concurso parabarcos de vela capaces de navegar enalta mar. Yo no soy realmente unnavegante fluvial, pero el año pasadosufrimos ciertos daños a causa de lospowris, pues los horribles enanosparecían estar por doquier, y esta

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primavera salimos de puerto muy tarde.—Se presentó usted al concurso del

padre abad —insinuó Jojonah.—Sí, pero mi barco no resultó

elegido —respondió con indiferencia Al’u’met—. A decir verdad, creo que elcolor de mi piel tuvo algo que ver. Nocreo que su padre abad confiara en unmarino behrenés, sobre todo porqueentonces no había sido aún ungido comomiembro de su iglesia.

Jojonah inclinó la cabeza paraasentir; era imposible que Markwarthubiese aceptado un hombre de lareligión del sur para el viaje aPimaninicuit. El monje encontró irónica

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aquella idea, absurda incluso, dados loscuidadosamente planificados asesinatoscon los que culminó aquel viaje.

—El capitán Adjonas y su Corredordel Viento eran los mejores —admitió Al’u’met—. Ya navegaba en alta mar,por el Miriánico, antes de que yohubiera aprendido a remar.

—Entonces, ¿conoce a Adjonas? —preguntó Jojonah—. ¿Y sabe cómoacabó el Corredor del Viento?

—Todos los marineros de la CostaRota están enterados de su pérdida —replicó el capitán Al’u’met—. Dicenque ocurrió justo a la salida de la bahíade Todos los Santos. Había muy poca

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agua, claro; aunque me sorprende que unhombre tan curtido en el mar comoAdjonas quedara atrapado en un bancode arena.

Jojonah se limitó a asentir con lacabeza; no podía afrontar la revelaciónde la espantosa verdad, no podíacontarle que Adjonas y su tripulaciónhabían sido asesinados en las protegidasaguas de la bahía de Todos los Santospor los santos varones de la religión qued e s p ué s Al’u’met había escogidolibremente. Ahora, al rememorar elpasado, maese Jojonah apenas podíacreer que había participado en el plan,en aquella terrible tradición. ¿Siempre

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había sido así, tal como la iglesiapretendía?

—Una tripulación y un barcomagníficos —acabó diciendo Al’u’metrespetuosamente.

Jojonah inclinó la cabeza paramostrar su acuerdo, aunque en realidadapenas conocía a ninguno de aquellosmarineros; sólo había conocido alcapitán Adjonas y a su segundo, BunkusSmealy, un hombre que no le gustó enabsoluto.

—Váyase a dormir, padre —sugirióel capitán Al’u’met—. Le espera unduro día de marcha.

También Jojonah pensaba que era un

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buen momento para interrumpir laconversación. Sin saberlo, Al’u’met lehabía dado mucho en que pensar, habíareavivado recuerdos y los había situadobajo una nueva perspectiva. Eso noquiere decir que esté de acuerdo contodos los que ahora administran ladoctrina de la iglesia, había dicho Al’u’met, y aquellas palabras le sonabanrealmente proféticas al desilusionadopadre.

Aquella noche Jojonah durmió bien,mejor de lo que lo había hecho desde sullegada a Palmaris por primera vez,desde que el mundo parecía habersevuelto del revés. Un grito relativo a las

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luces del muelle lo despertó al alba;Jojonah recogió sus escasaspertenencias y se apresuró a subir acubierta, esperando ver los largosmuelles de Palmaris.

Lo único que vio fue niebla, undenso manto gris. Toda la tripulaciónestaba en la cubierta. La mayoría de losmarineros se hallaban asomados a laborda, con faroles, escrutandoatentamente en la penumbra. Jojonah sedio cuenta de que vigilaban la presenciade rocas o incluso de otros barcos y unescalofrío le recorrió el espinazo. Noobstante, se calmó al ver al capitán Al’u’met; aquel hombre alto permanecía

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sereno, como si la situación no tuvieranada de particular. Jojonah se reuniócon él.

—He oído un grito que pedía lasluces del muelle —explicó el monje—,aunque en realidad dudo que puedadivisarse luz alguna con esta niebla.

—Nosotros sí las vemos —leaseguró Al’u’met con una sonrisa—;estamos cerca, y a cada instante loestamos más.

Jojonah siguió la mirada del capitánpor encima de la borda de proa, hacia laespesa niebla. Algo que no fue capaz deidentificar le pareció fuera de lugar,como si su sentido interno de la

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orientación estuviera alterado.Permaneció inmóvil durante mucho rato,intentando entender qué le ocurría,observando la posición del sol, unamancha gris frente al barco algo másluminosa que el resto del cielo.

—Estamos navegando hacia el este—dijo de repente, dirigiéndose a Al’u’met—, pero Palmaris está en la orillaoeste.

—Creí que le ahorraría las horas deviaje en un transbordador atiborrado degente —explicó Al’u’met—. Podría serincluso que el transbordador nonavegara en esta oscuridad.

—Capitán, no tenía que…

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—No hay problema, amigo mío —repuso Al’u’met—. En cualquier caso,no nos habrían autorizado a entrar en elpuerto de Palmaris hasta que hubieralevantado esta niebla; así que, en lugarde echar el ancla, nos hemos desviadohacia Amvoy, un pequeño puerto y conmenos reglamentos.

—¡Tierra a la vista! —gritó una vozdesde lo alto.

—¡El largo muelle de Amvoy! —asintió otro marinero.

Jojonah miró a Al’u’met, quien selimitó a guiñarle un ojo y a sonreír.

Poco después, el Saudi Jacintha sedeslizaba suavemente para atracar en el

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largo muelle de Amvoy; los expertosmarinos realizaron la maniobra con grandestreza.

—Le deseo suerte, maese Jojonah deSaint Mere Abelle —dijo cons i n c e r i d a d Al’u’met, mientrasacompañaba al monje hasta la plancha—. Que la pérdida del buen abadDobrinion nos fortalezca a todos —añadió al estrechar con firmeza la manode Jojonah.

El monje se dio la vuelta para irse.En el extremo de la plancha se detuvo:en su interior, la prudencia luchabadesesperadamente contra su conciencia.

— Ca p i tá n Al’u’met —dijo de

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pronto dándose la vuelta. Advirtió quevarios marineros lo escuchaban conatención, pero no dejó que aquello lofrenara—, en los próximos meses oiráhistorias acerca de un hombre llamadoAvelyn Desbris. El hermano Avelyn,que perteneció a Saint Mere Abelle.

—No me suena ese nombre —respondió el capitán Al’u’met.

—Ya le sonará —le aseguró maeseJojonah—; oirá historias terribles sobreél, que lo tacharán de ladrón, asesino yhereje. Verá su nombre arrastrado hastael fuego del infierno.

El capitán Al’u’met permanecióabsolutamente callado mientras Jojonah

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hacía una pausa y tragaba saliva despuésde pronunciar aquellas palabras.

—Le digo esto con total sinceridad—prosiguió el monje, advirtiendo queestaba rebasando una frontera muydelicada. De nuevo reflexionó y tragósaliva con energía—. Esas historias noson verdaderas, o por lo menos, no loserá la manera en que las contarán, pueslo harán de forma totalmente tendenciosacontra los actos del hermano Avelyn,que fue, se lo aseguro, un hombre quesiguió siempre su conciencia inspiradapor Dios.

Varios miembros de la tripulación selimitaron a encogerse de hombros

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juzgando que aquellas palabras nosignificaban gran cosa para ellos, peroel capitán Al’u’met reconoció sugravedad en la voz del monje ycomprendió que aquel era un momentocrucial para Jojonah; por el tono de voz,Al’u’met fue lo bastante perspicaz paracomprender que las historias sobreaquel monje al que no conocía podíanafectarle y también a todos losmiembros de la iglesia abellicana.Inclinó la cabeza sin sonreír.

—Nunca la iglesia abellicana hacontado con un hombre mejor queAvelyn Desbris —dijo con firmezaJojonah; se dio la vuelta y abandonó el

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Saudi Jacintha.El monje comprendió el riesgo que

acababa de asumir al darse cuenta deque probablemente el Saudi Jacinthavolvería algún día a Saint Mere Abelley que el capitán Al’u’met, o másprobablemente alguno de los miembrosde la tripulación que lo habíaescuchado, hablaría con la gente de laabadía o, tal vez, con el padre abadMarkwart en persona. Pero por algunarazón, Jojonah no trató de matizar surelato, ni de retractarse. Había habladosin tapujos. Como debe ser.

Aquellas palabras seguíanrondándole por la cabeza y llenándolo

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de dudas cuando entró en Amvoy. Seaseguró un viaje en coche hacia el estey, aunque el conductor era miembro dela iglesia y tan amistoso y generosocomo el capitán Al’u’met, los tres díasque duró el viaje, que culminó a unospocos quilómetros de las puertas deSaint Mere Abelle, maese Jojonah novolvió a contar la historia de Avelyn.

Cuando la abadía apareció ante suvista, las dudas de maese Jojonah sedesvanecieron. Desde cualquierperspectiva, Saint Mere Abelle, con susmurallas antiguas y sólidas, era un lugarimpresionante que formaba parte de lamontañosa costa. Siempre que

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contemplaba la abadía desde el exterior,Jojonah se acordaba de la antiquísimahistoria de la iglesia, de las tradicionesanteriores a Markwart e, incluso, de losdoce abades que lo habían precedido.De nuevo, Jojonah sintió el espíritu deAvelyn de forma tangible, como siestuviera alrededor y en su interior, y sesintió superado por un deseo desumergirse más profundamente en elpasado de la orden para averiguar cómohabían sido las cosas muchos siglosantes. En efecto, maese Jojonah no creíaposible que la iglesia, tal como era en laactualidad, hubiera llegado a ser unareligión tan hegemónica. Ahora, las

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gentes eran miembros de la iglesia porherencia; se convertían en «creyentes»porque sus padres lo eran, porque susabuelos lo habían sido y los padres desus abuelos también. Advirtió que habíamuy pocos como Al’u’met: conversosrecientes, que llegaban a ser miembrospor convicción y no por herencia.

Jojonah dedujo que las cosas nohabrían sido así al principio; Saint MereAbelle, tan grande e impresionante, nohabría podido edificarse con los pocosfieles que hoy se adherían de corazón alas doctrinas de la iglesia.

Alentado por su meditación, maeseJojonah se acercó a las pesadas puertas

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de Saint Mere Abelle, un lugar quehabía considerado su casa durante másde dos tercios de su vida, un lugar queahora le parecía sólo una fachada.Todavía no comprendía la verdad de laabadía, pero con la ayuda y la guía delespíritu de Avelyn tenía el firmepropósito de averiguarla.

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3

Siguiendo el cebo

Connor Bildeborough no estabanervioso en absoluto cuando dejó atráslos confines de Palmaris, hasta entoncesfamiliares y seguros. Había estado enlas amplias tierras septentrionalesmuchas veces durante los últimos mesesy confiaba en que podría evitarcualquier problema con los numerososmonstruos que todavía permanecían porallí. Los gigantes, con su peligrosa

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habilidad para lanzar rocas, eran muyescasos, y los trasgos y powris nomontaban a caballo y jamás alcanzaríana Piedra Gris.

El noble ni siquiera se sintiópreocupado cuando montó elcampamento aquella primera noche apoco menos de cincuenta quilómetros alnorte de la ciudad. Sabía cómo ocultarsey, dado que era verano, ni siquieranecesitó encender fuego. Se acostódebajo de unas ramas de una pícea conaspecto de arbusto, mientras el caballodaba débiles relinchos cerca de él.

El día y la noche siguientes fueronparecidos. Connor evitó la única

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carretera que subía en esa dirección,pero sabía por dónde estaba pasando yencontró un terreno bastante despejado ypracticable para poder mantener unamarcha rápida.

Al tercer día, a poco más de cientocincuenta quilómetros al norte dePalmaris, llegó hasta las ruinas de unacasa y un granero; las huellas queencontró indicaron con exactitud alexperto cazador lo que había ocurrido:una banda de trasgos, unos veinte por lomenos, habían llegado allí hacía un parde días como mucho. Temía que fuera allover y que las huellas se borraran,pues el cielo estaba muy oscuro, por lo

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que Connor se apresuró a cabalgar denuevo y seguir aquel fácil sendero.Alcanzó a la banda invasora a mediatarde, cuando empezaba a caer unalluvia suave. Aunque Connor se alegróde que sólo hubiera trasgos, su númeroera el doble del que había calculado,estaban bien equipados para la guerra yorganizados con cierta disciplina. Elnoble examinó su ruta, nornoroeste, ycreyó prudente seguirlos. Si sussospechas y los rumores que había oídoeran ciertos, esos trasgos estúpidospodrían conducirlo hasta el grupo decombatientes y hasta la persona queutilizaba las gemas en aquella región.

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Permaneció a menos de mil metrosdel ruidoso campamento de los trasgos.En plena noche, en un momento dado, seatrevió a acercarse furtivamente hasta ellímite del campamento, y se asombró denuevo ante la profesionalidad quemostraban aquellas criaturas,habitualmente descuidadas. Connor selas apañó para acercarse lo suficientepara oír retazos de variasconversaciones, quejas por lo general, yconfirmó que la mayoría de los gigantesse habían ido a sus casas y que lospowris estaban demasiado ocupados consus propios asuntos como parapreocuparse de los trasgos.

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Luego escuchó con gran interés a unpar de trasgos que discutían sobre sudestino: uno quería ir hacia el norte;Connor advirtió que se refería alcampamento cercano a los pueblos deCaer Tinella y Tierras Bajas.

—¡Argh! —lo reprendió el otro—.¡Sabes de sobra que Kos-kosio estámuerto y que también lo está MaiyerDek! ¡Allá arriba no hay nada, salvo esePájaro de la Noche y sus asesinos! ¡Lospueblos están perdidos, imbécil, y todoslos días los atacan con bolas de fuego!

Una amplia sonrisa se dibujó en elrostro de Connor. Regresó alimprovisado campamento junto a su

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caballo; consiguió dormir unas horas,pero un poco antes del alba ya estabalevantado y listo para partir. Continuótras la banda de trasgos, pensandoseguirlos, por precaución, cuando dieranun amplio rodeo hacia el oeste y luegovolver atrás para explorar la zonapróxima a Caer Tinella y Tierras Bajas.

Llovía de nuevo, ahora con másfuerza, pero a Connor no le importaba.

Descansaron bajo la protección delos edificios; utilizaron el pozo e inclusopudieron deleitarse con huevos frescos yleche fresca. También encontraron uncarro en el granero, un buey para tirar de

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él, algunas piedras de amolar para afilarlas hojas, y una horca, que quedaría muybien clavada en la barriga de un gigante,pensó Tomás. Roger fisgoneó por todoslos rincones del granero y encontró unacuerda delgada pero resistente y unaparejo de poleas pequeño; era tanpequeño que pudo llevárselo sinproblema, aunque no tenía ni idea depara qué lo utilizaría, tal vez para sacarel carro del barro; en cualquier caso selo llevó.

Así, cuando más tarde, aquellamisma noche, los refugiadosabandonaron la casa, se encontrarondescansados y preparados para

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emprender la última etapa de su huidahacia un lugar seguro.

Como de costumbre, Roger yJuraviel ocuparon posiciones clave: elelfo trepaba con agilidad por las ramasbajas de los árboles, y el infatigable yjoven Roger recorría un amplio arco,siempre alerta, siempre en busca deseñales de peligro.

—Hoy te has portado bien —dijoinesperadamente Juraviel cogiendodesprevenido a Roger.

El joven miró con curiosidad haciaarriba; no había hablado muchas vecescon el elfo desde que este lo habíaderrotado, salvo para manifestar su

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acuerdo con lo planificado para las rutasde exploración comunes.

—Después de que descubriste lacasa y el granero, aceptaste sin rechistarla responsabilidad que el Pájaro de laNoche te asignó —explicó el elfo.

—¿Qué podía hacer?—Podías haber discutido —replicó

el elfo—. Desde luego, el RogerDescerrajador que conocí al principiohabría considerado la obligación dequedarse con la caravana como uninsulto a sus cualidades, habríarefunfuñado, se habría quejado y,probablemente, habría acabado por ircorriendo hacia la casa de labranza. De

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hecho, el Roger Descerrajador queconocí al principio ni siquiera habríainformado al Pájaro de la Noche y a losdemás; no hasta que primero se hubierasalido con la suya con los trasgos y lospowris.

Roger analizó aquellas palabras unmomento y consideró que no podía estaren desacuerdo con ellas. Su primerimpulso al descubrir la casa de labranzafue entrar para echar una ojeada más decerca y, tal vez, para divertirse un pococon algún hurto. Pero le había parecidopeligroso, no tanto para él mismo comopara los demás, que se iban acercando yya no estaban a mucha distancia.

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Aunque no lo atraparan —de lo queestaba casi seguro, independientementedel número de monstruos que hubieradentro— habría tenido que agazaparse yquedarse escondido, de forma que nohabría podido avisar a tiempo a lacaravana, lo cual habría ocasionado unabatalla en condiciones desfavorables.

—Sin duda lo comprendes —prosiguió el elfo.

—Sé lo que hice —replicó Rogersecamente.

—Y sabes que obraste bien —dijoJuraviel, y entonces, con una maliciosasonrisa, añadió—. Aprendes rápido.

Roger frunció el entrecejo mientras

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clavaba una mirada enojada en el elfo;ciertamente no necesitaba que lerecordaran la «lección».

No obstante, la inalterable sonrisade Juraviel lo desarmó y relegó suorgullo al lugar adecuado. Roger supoentonces que el elfo y él habían llegadoa comprenderse. La lección había sidoútil, tenía que admitirlo. El coste de unerror en aquella situación era mayor queel de su propia vida y, por lo tanto, teníaque aceptar directrices de gente con másexperiencia que él. Borró el enojo de sumirada e incluso consiguió inclinar lacabeza y sonreír.

De pronto Juraviel aguzó los oídos,

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mientras sus ojos escrutaban hacia unlado.

—Alguien se acerca —dijo, ydesapareció internándose en la espesuracon tanta celeridad que Roger se quedóparpadeando.

El joven se movió aprisa paraponerse a cubierto. Poco después divisó«al que se acercaba», y se tranquilizó alreconocer que se trataba de una mujer desu grupo que también se dedicaba aexplorar. La asustó tanto cuando salió dedetrás de un árbol, que poco faltó paraque ella le clavara la daga en el pecho.

—Algo te ha alarmado —insinuóRoger.

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—Un grupo de enemigos —respondió la mujer—. Van hacia eloeste, al sur de donde estamos.

—¿Cuántos son?—No muchos, tal vez unos cuarenta

—contestó.—¿Y qué clase de enemigos? —

exclamó una voz desde las copas de losárboles.

La mujer levantó la vista, aunquesabía que no conseguiría ver al siempreesquivo amigo del Pájaro de la Noche.Sólo unos pocos exploradores expertoshabían visto a Juraviel, aunque todoshabían oído su voz melódica de vez encuando.

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—Trasgos —respondió—, sólotrasgos.

—En ese caso, regresa a tu sitio —le pidió el elfo—. Encuentra al siguienteexplorador, y este al siguiente, y asísucesivamente para que todos esténadvertidos de la forma más rápidaposible.

La mujer asintió y se alejócorriendo.

—Podríamos dejarlos pasar —propuso Roger a Juraviel cuando este sedejó ver en una rama más baja.

El elfo no lo miró; estaba oteando alo lejos.

—Vuelve y dile al Pájaro de la

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Noche que prepare una sorpresa —leordenó.

—Según lo dicho por el propioPájaro de la Noche, no tenemos queentrar en combate —arguyó Roger.

—Sólo son trasgos —repusoJuraviel—. Y si forman parte de unabanda mayor, podrían rodearnos yvencernos rápidamente. Dile al Pájarode la Noche que insisto en queataquemos.

Roger se quedó mirándolo, y por unmomento el elfo pensó que no iba acumplir la orden. Eso era precisamentelo que Roger estaba pensando. Sinembargo, el joven se tragó la respuesta,

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hizo un gesto de asentimiento con lacabeza y se fue corriendo.

—¡Roger! —lo llamó Juraviel,deteniéndolo antes de que hubiera dadocinco zancadas. El muchacho se volvió ylo miró—. Dile al Pájaro de la Nocheque este era tu plan, y que yo lo apruebopor completo. Dile que crees quedebemos atacar rápido y duro a esostrasgos; te toca a ti defender el plan.

—Pero sería una mentira —protestóRoger.

—¿De veras? —le preguntó el elfo—. Cuando oíste hablar de trasgos,¿acaso lo primero que pensaste no fueque deberíamos atacarlos? ¿Acaso no ha

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sido sólo tu respeto a las palabras delguardabosque lo que te ha impedidodecirlo?

El joven se mordió los labiosmientras analizaba aquellas palabras yla sencilla verdad que encerraban.

—No hay nada malo en el hecho deno estar de acuerdo —prosiguió Juraviel—. Has demostrado repetidas veces quetu opinión en estos temas es realmentevaliosa, y el Pájaro de la Noche locomprenderá, tanto como Pony, o comoyo mismo.

De nuevo Roger se dio la vuelta yechó a correr; esta vez con notablevivacidad.

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—¡Mi niña! —chilló la mujer—.¡Oh, no le hagan daño, se lo ruego!

—¿Duh? —preguntó un trasgo a sulíder, mientras se rascaba la cabeza aloír aquella voz inesperada. La bandahabía llegado de los Páramos y no eramuy versada en el conocimiento de lalengua del país. No obstante, de surelación con los powris habíanaprendido lo suficiente para comprendervagamente el significado general.

El jefe de los trasgos vio que labanda se rebullía con ansiedad. Estabansedientos de sangre, pero sin coraje paraentablar batalla alguna, y al parecer loque les había caído ahora entre las

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manos era una presa fácil. La luna llenarompió, al fin, el manto de nubes quecubría el cielo y su brillante luz iluminóla noche.

—Por favor —prosiguió la mujer,invisible todavía para los trasgos—.Son sólo unos niños.

Era lo que les faltaba por oír; antesde que el jefe de la banda diera laorden, salieron en estampida y corrieronpor el bosque; todos querían presumirde ser el primero en cobrarse unavíctima.

Otro grito se oyó entre las sombras,pero no parecía cercano. Los trasgoscontinuaron su ciega carrera: aplastaban

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arbustos y tropezaban con raíces, perose incorporaban de nuevo para seguircorriendo. Al fin llegaron a un pequeñoclaro bordeado en su parte posterior porunas cuantas rocas, a la izquierda por ungrupo de pinos y a la derecha por unaequilibrada mezcla de robles y arces.

Desde algún lugar situado detrás deaquellos pinos llegó la voz de la mujer,pero ahora cantaba y no parecía tanangustiada:

Trasgos, trasgos, a todocorrer,

canciones a los bardoslleváis.

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Vuestra locura os ha hechocantar

pero todos vosotros ese díamoriréis.

—¿Duh? —preguntó de nuevo eltrasgo al jefe.

Otra voz, melodiosa y clara, la vozde un elfo, retomó la improvisadamelodía desde algún lugar bajo lasombra de un roble.

Muertos por flechas,muertos por espadas,

atrapados por magias, elpeaje está pagado.

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De todas las personas quefueron asesinadas,

por vuestras sucias manosal recorrer estas tierras,nos vengamos, limpiamos la

noche,y el amanecer una gran luz

traerá.

Inmediatamente llegaron más versosa los oídos de los confundidosmonstruos, ya que otras voces retomaronla canción; algunas estrofas erancoreadas por sonoras carcajadas, enparticular las que insultaban a lostrasgos. Por último, una voz resonante y

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potente intervino en un tono pausado ymortalmente grave. Se produjo unprofundo silencio en todo el bosque, quepareció hecho adrede para escucharaquellas palabras:

Por vuestra propia maldados ha llegado la hora.

Y ante mis manos y mipoder,

no imploréis gracia, lasentencia está dictada.

Hasta el último de vosotroscaerá.

Cuando terminó, el hombre hizo salir

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a su negro y reluciente semental de entrelas sombras de las rocas y apareció antela vista de los asombrados trasgos.

—El Pájaro de la Noche —murmurómás de una criatura. Entonces todoscomprendieron que estabanirremisiblemente condenados.

Desde un monte no lejos de allí,Connor Bildeborough observaba elespectáculo con interés. Aquellaprimera voz, la de mujer, loobsesionaba: era una voz que había oídodurante muchos y maravillosos meses.

—Os daría la oportunidad derendiros —dijo el guardabosque a los

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trasgos—. Pero lamento no tener sitiopara colocaros ni la menor confianza envuestros instintos nauseabundos.

El jefe de los trasgos avanzóaudazmente una zancada, sujetando elarma con firmeza.

—¿Eres el jefe de esta harapientabanda? —le preguntó el guardabosque.

No hubo respuesta.—¡Qué impertinencia! —gritó el

Pájaro de la Noche apuntando con eldedo a la cabeza del trasgo protegidacon un casco—. ¡Muere! —ordenó.

La brutal respuesta sobrecogió atodos los trasgos, que inmediatamente sequedaron de piedra al ver cómo la

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cabeza de su líder se separabaviolentamente de su cuerpo, y elpoderoso trasgo, que los habíaintimidado hasta conseguir una posiciónpreeminente en la banda, caía muerto.

—¿Y ahora quién es el jefe? —preguntó amenazador el guardabosque.

Los trasgos emprendieron unafrenética y desordenada huida; lamayoría se dio la vuelta en un intento dealejarse por donde habían venido. Peroel grupo del Pájaro de la Noche nohabía permanecido inactivo durante losminutos de la burlona canción, y unpotente contingente de arqueros habíatomado posiciones en el bosque situado

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detrás de los monstruos. Cuando estos sedieron la vuelta hacia los árboles, seencontraron con una lluvia depuntiagudas flechas y, al tratar deescapar por otro lado, la fulminantedescarga de un rayo atronó desde lospinos, los cegó a todos y mató a varios.

El Pájaro de la Noche y susguerreros se lanzaron a la carga contrala confusa y desorganizada banda.

También Connor Bildeborough selanzó a la carga, empuñando Defensora,pues ya había oído y visto lo suficiente.Galopó a toda velocidad hacia el campode batalla; el nombre de Jilly palpitabaen sus labios.

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El Pájaro de la Noche parecía estarsiempre donde hacía más falta,animando a sus soldados cuando lasituación indicaba que los trasgospodían obtener alguna ventaja.

Desde el roble, Belli’mar Juraviel,cuyo pulso era tan acertado como suvista, acribillaba a los monstruos consus pequeñas flechas, siempre dirigidasa los que estaban luchando cuerpo acuerpo.

Al otro lado del camino, Ponyreservaba su magia y sus fuerzas con laconvicción o, mejor dicho, con el temorde que no tardaría en necesitar lospoderes curativos de la piedra del alma.

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Cuando llegó cerca del claro,Connor quedó vivamente impresionado.¡Aquellos combatientes no eran chusma!Los rayos, las flechas, la perfectasincronización de la emboscada, lehicieron pensar que si los soldados delrey estuvieran tan bien adiestrados,aquella guerra habría terminado tiempoha.

Esperaba encontrar a Jilly al llegaral claro, pero la mujer no estaba allí, yConnor no podía dedicarse a buscarla.Había llegado el momento de servirsede la espada: espoleó a Piedra Grispara que diera una corta carrera,acuchilló a un trasgo sobre la marcha y

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luego pisoteó pesadamente a otro quehabía derribado a un hombre.

El caballo tropezó y Connor saliódespedido de la silla y se estrellóviolentamente contra el suelo. Pero lacaída no tuvo mayor importancia, puestoque no sufrió ningún golpe peligroso, yen un instante ya estaba en pie y con laespada lista.

Sin embargo, no tenía la suerte decara, pues varios trasgos habían elegidoaquel sitio para escapar y Connor seencontró solo entre ellos y el bosque.Levantó la espada y, con bravura,adoptó una posición defensiva mientrasdirigía sus pensamientos hacia las

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magnetitas para activar su poder deatracción.

Un trasgo intentó acuchillarle con suespada, pero Defensora le salió al pasocon facilidad: las hojas chocaronbruscamente. Cuando el trasgo trató deretirar su arma, comprobó que su hojaparecía estar pegada a la espada delnoble.

Un hábil giro y un rápidomovimiento de Defensora, combinadoscon la liberación de la magia de lamagnetita, enviaron por los aires laespada del trasgo.

Pero Connor distaba mucho dehallarse a salvo, ya que otros trasgos se

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le estaban acercando; muchos llevabangruesos palos de madera en lugar dearmas metálicas.

Una pequeña flecha silbó desdedetrás de Connor y se clavó en el ojo deun trasgo. Antes de que el noble pudieraechar un vistazo hacia atrás paradescubrir el origen del disparo,apareció ante él el guerrero a horcajadasdel semental, con la magnífica espadareluciendo con una mágica luz propia.

Los trasgos se dieron la vuelta entregritos de «¡El Pájaro de la Noche!» y«¡Maldición!». Con tal de huir deaquellos dos hombres, al parecer,preferían dirigirse hacia las espadas que

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blandían otros cuarenta.En cuestión de minutos la lucha

había terminado, y los heridos —nomuchos, y sólo uno o dos de gravedad—fueron acomodados enseguida en laparte norte del bosque, bajo los pinos.

Connor se acercó a su caballo y leexaminó con cuidado las patas; dio unprofundo suspiro de alivio al comprobarque el maravilloso Piedra Gris no sufríaningún daño de consideración.

—¿Quién eres? —le preguntó elhombre montado en el semental,mientras se acercaba. Su tono no eraamenazador, ni siquiera receloso.

Al levantar la vista, Connor se vio

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rodeado por muchos guerreros que loobservaban llenos de curiosidad.

—Perdónanos, pero no abundan losaliados tan lejos de las ciudades —añadió el guardabosque con calma.

—Podría decirse que soy un amigode Palmaris —contestó Connor—; hesalido a cazar trasgos.

—¿Solo?—Cabalgar solo tiene sus ventajas

—respondió Connor.—Bienvenido —dijo Elbryan.

Desmontó de Sinfonía, avanzó hastasituarse ante Connor y le estrechó confirmeza la mano—. Tenemos comida ybebida, pero no nos detendremos mucho

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rato; nos dirigimos a Palmaris y tenemosprevisto emplear las horas nocturnaspara aprovechar nuestra ventaja.

—Eso parece —dijo Connorsecamente, mirando a los numerosostrasgos muertos.

—Nos agradaría que vinieras connosotros —declaró Elbryan—; sería unhonor y una gran deferencia.

—No he demostrado ser un granluchador en esta batalla —admitióConnor—. Sobre todo comparado con elllamado Pájaro de la Noche —añadiódedicando una sonrisa al guardabosque.

Elbryan se limitó a sonreír y echó aandar; Connor se le puso al lado. El

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guardabosque se dirigió hacia dondeestaba el primer muerto, el trasgo quelideraba la banda, se inclinó y le quitóel doblado y desgarrado casco.

—¿A qué distancia está la ciudad?—preguntó un hombre joven y delgado.

—A tres días —repuso Connor—.Cuatro, si encontráis a alguien que osretrase.

—Cuatro, entonces —concluyóRoger.

Connor dirigió su mirada primero aRoger y después al guardabosque en elpreciso momento en que el corpulentohombre extraía una gema del aplastadocasco del trasgo.

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—O sea que tú eres el que tienespoderes mágicos —dedujo el noble.

—Yo no —replicó Elbryan—;puedo utilizar las piedras hasta ciertopunto, pero eso no es nada comparadocon lo que puede hacer quien tieneverdaderos poderes.

—¿Una mujer? —preguntó Connorsin aliento.

Elbryan se dio la vuelta, seincorporó y miró a Connor cara a cara;este se dio cuenta de que había tocadoalguna fibra sensible del guardabosque ylo había inquietado tan profundamentecomo una amenaza. A pesar de suimpaciencia, Connor fue lo bastante

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prudente para olvidarse del asunto porel momento; aquella gente, por lo menoslos conocedores de magias, eran unosproscritos a los ojos de la iglesia, y talvez lo sabían y recelaban antecualquiera que hiciera demasiadaspreguntas.

—He oído la canción de la mujer —prosiguió Connor, desviando sus realesintenciones—. Soy noble y ya habíavisto magias antes, pero jamás habíasido testigo de tan magnífica exhibición.

Elbryan no contestó, pero su rostrose suavizó en cierto modo. Miróalrededor para comprobar que losrefugiados estuvieran acabando de

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forma eficiente con los sufrimientos delos trasgos que no habían sucumbido alas heridas, y luego se dedicó a buscartodas las provisiones que pudoencontrar entre los muertos.

—Ven —le indicó al forastero—;tengo que conseguir que la gente seprepare para reanudar la marcha.

Condujo a Connor —Roger losseguía de cerca— al interior del bosque,hacia una zona de sotobosque pocoespeso, donde varias fogatas iluminabanlas tareas de la gente. Al resplandor deuna de ellas Connor la vio.

Jilly estaba trabajando con losheridos. Su Jilly, tan bella —más bella

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— como cuando vivía en Palmaris, antesde la guerra, antes de todo aquel dolor.El pelo rubio le llegaba ahora hasta loshombros, y era tan espeso que Connorsentía que podría perderse en suinterior. Incluso bajo la débil luz de lasfogatas, sus ojos tenían un preciosocolor azul brillante y una gran viveza.

El color se esfumó del hermosorostro de Connor, que se adelantó aElbryan y caminó hacia ella comodeslumbrado.

El guardabosque lo alcanzó en uninstante y lo cogió por el brazo.

—¿Estás herido? —le preguntóElbryan.

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—La conozco —replicó Connor sinaliento—. La conozco.

—¿Pony?—Jilly.El guardabosque seguía sujetándolo

con fuerza, con mayor fuerza; lo obligó aencararse con él y lo miró a los ojos.Elbryan sabía que Pony se había casadocon un noble en Palmaris y que sumatrimonio había acabado de formadesastrosa.

—Tu nombre, señor —inquirió elguardabosque.

El noble se enderezó.—Connor Bildeborough de

Chasewind Manor —contestó con tono

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enérgico.Elbryan no supo cómo reaccionar.

Por una parte quería pegarle unpuñetazo, derribarlo, ¿acaso porquehabía hecho daño a Pony? No, esa noera la razón, tuvo que admitir elguardabosque ante sí mismo ya que noabiertamente. Quería pegar a Connor porsus tremendos celos, porque, al menosdurante un tiempo, aquel hombre habíaencontrado un lugar en el corazón dePony. Tal vez ella no hubiera estadoenamorada de Connor del mismo modoque ahora lo estaba de él; era posibleque su relación ni siquiera hubierallegado a consumarse, pero era

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indudable que Connor Bildeborough lehabía importado mucho, pues ¡habíallegado a casarse con él!

El guardabosque cerró los ojos unosinstantes, intentando centrarse ycalmarse. Tenía que considerar cómo sesentiría Pony si ahora la emprendía agolpes contra aquel hombre. Tenía queconsiderar cómo se sentiría ella por elsolo hecho de ver a ConnorBildeborough.

—Es mejor que esperemos a quetermine con los heridos —repuso concalma.

—Debo verla y hablar con ella —tartamudeó Connor.

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—En detrimento de los que acabande luchar contra los trasgos junto a ella—afirmó el guardabosque con firmeza—; sería distraerla, maeseBildeborough, y el trabajo con laspiedras requiere una concentraciónabsoluta.

Connor miró de nuevo a la mujer,incluso dio un paso hacia ella, pero elguardabosque tiró insistentemente de élhacia atrás con una fuerza que lo asustó.Se dio la vuelta para encararse conElbryan, pero comprendió que tendríaque esperar para ver a Jilly, pues aquelhombre, si fuera preciso, lo alejaría deella a rastras.

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—En menos de una hora ya habráacabado —dijo Elbryan—. Entoncespodrás verla.

Connor examinó la cara delguardabosque mientras este le hablaba;hasta aquel momento no se había dadocuenta de que había algo más queamistad entre aquel hombre y la mujerque había sido su esposa. Analizó aElbryan a la luz de esta nuevaobservación y se imaginó cómo sería sillegaban a las manos.

La perspectiva no le gustó enabsoluto.

Así pues, siguió al guardabosquemientras este se ocupaba de los

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preparativos de la marcha. Connormiraba a menudo hacia Jill, y lo mismohacía el Pájaro de la Noche; ninguno delos dos dudaba de que ambos estabanpensando lo mismo. Finalmente, Connorse separó del guardabosque y se dirigióal extremo más alejado del campamento,a fin de que hubiera la mayor distancia yel mayor número de personas posiblesentre él y Jill. Verla, darse cuenta de queotra vez estaba tan cerca había acabadopor serenarlo; había sobrepasado losrecuerdos agradables hasta llegar aaquella noche horrible, la noche debodas, cuando poco faltó para queviolara a su poco dispuesta esposa.

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Después había pagado para que seanulara el matrimonio y habíapresentado cargos contra Jill porhaberlo rechazado, una acusación quehabía separado a la chica de su familia yla había obligado a ingresar en elejército del rey. ¿Cómo se sentiría alvolver a verlo?, se preguntaba conpreocupación, pues Connor no podíacreer que la muchacha correspondiera asu melancólica sonrisa.

Llevaban en la carretera poco menosde media hora cuando, por fin, Connorhizo acopio de fuerzas y cabalgó hastasituarse al lado de la mujer, que ibamontada en Sinfonía; el guardabosque

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iba a su lado.Elbryan fue el primero que lo vio

acercarse. Miró a Pony y sostuvo lamirada de la mujer.

—Puedes contar conmigo para dartesoporte —dijo—, para cualquier cosaque necesites de mí, incluso si esosignifica que deba dejarte sola.

Pony lo miró con curiosidad, sincomprender; luego oyó el ruido de loscascos del caballo. Sabía que en labatalla se les había unido un forastero,un noble de Palmaris, pero Palmaris erauna ciudad grande y jamás habíaimaginado que aquello pudieraocurrir…

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Connor.Poco faltó para que Pony se cayera

d e Sinfonía al verlo; le flaquearon losbrazos y las piernas y se le revolvió elestómago. Las negras alas del dolor delpasado se desplegaron sobre su cabeza yamenazaron con enterrarla. Era una partede su vida que no quería rememorar,unas vivencias que deseaba olvidar.Había sobrevivido a aquella aflicción,incluso había madurado al hacerlo, perono deseaba revivirla, y mucho menos enaquel momento ante un futuro tanincierto y tan lleno de retos.

Pero no pudo evitar aquellasimágenes. Había sido tumbada como un

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animal, le habían arrancado la ropa y lehabían sujetado brazos y piernas. Yentonces, cuando él, el hombre que lehabía declarado su amor, no pudoconsumar el acto, la había echado sincontemplaciones del dormitorio. Pero nose contentó con eso, pues ese hombre,esa figura galante y apuesta en suacicalado caballo, provisto de unenjoyado cinto para la espada y devestidos confeccionados con las másfinas telas, había ordenado a las doscriadas que fueran a su cama paradivertirlo, disparando cruelmente laflecha en lo más profundo de su corazón.

Y allí estaba a su lado, a horcajadas

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sobre el caballo, con una sonrisa que leiluminaba su innegablemente agraciadorostro.

—Jilly —exclamó, dominado por laemoción.

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4

En las entrañas deSaint Mere Abelle

—¿Vas a permitir que tu amadoesposo sea torturado a causa de unaproscrita como tu hija adoptiva? —preguntó el padre abad Markwart a lapobre mujer.

Pettibwa Chilichunk ofrecía unaspecto lamentable. Bolsas moradas lerodeaban los ojos y parecía que la piel

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le sobraba por todas partes, pues nohabía dormido más que unas pocas horasen muchos días desde de que Gradyhabía muerto en la carretera. Pettibwahabía sido durante muchos años unamujer gruesa, pero siempre habíallevado sus redondeadas formas congracia y con unos andares ligeramentepresumidos. Ya no. Durante aquellosdías en que caía al suelo de purocansancio, acababa por despertarse acausa de horribles pesadillas o de susraptores, los cuales parecían ser tanperversos como el peor de los sueñosimaginables.

—Primero le cortaremos la nariz —

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prosiguió el padre abad—, justo poraquí —añadió, al tiempo que se pasabael dedo por el abocinado pliegue de unaventana de la nariz—. Por supuesto, lahorripilante cicatriz convertirá al pobreGraevis en un proscrito por siemprejamás.

—¿Por qué motivo haría ustedsemejante cosa, si pretende ser unhombre de Dios? —gritó Pettibwa.Sabía que el anciano no estabamintiendo, que cumpliría estrictamentesus amenazas. Lo había oído sólo hacíaunos minutos en la sala contigua, en lasbodegas situadas en el ala más al sur deSaint Mere Abelle, una zona usada

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antiguamente como almacén y ahoradestinada a albergar a los dosChilichunks y a Bradwarden. Markwartse había encargado primero de Graevis,y Pettibwa oyó los gritos de dolor contoda claridad a través del muro detierra. Ahora la mujer gimoteaba y hacíala señal sagrada de los árboles de hojaperenne, el símbolo de la iglesiaabellicana.

Markwart se mantenía impenitente eimpertérrito. De repente, avanzó conenergía y acercó tanto su rostroimpúdico a la cara de Pettibwa queentre ambos apenas cabía un cabello.

—¡Por qué, preguntas! —rugió—.

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¡Por tu hija, estúpida mujer! ¡Por que lamaligna alianza de tu querida Jilly conel herético Avelyn podría significar elfin del mundo!

—¡Jilly es una buena chica! —lechilló Pettibwa—. Ella nunca haría…

—¡Pues lo ha hecho! —lainterrumpió Markwart, refunfuñando acada palabra—. Ha robado las gemas, yharé todo lo necesario, pobre Graevis,para recuperarlas. Entonces podráscontemplar a tu desfigurado y proscritomarido y saber que tu propia estupidezha condenado a tu hombre del mismomodo que condenó a tu hijo.

—¡Usted lo mató! —gritó Pettibwa

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llorando a lágrima viva—. ¡Usted matóa mi hijo!

Markwart dejó ver en su rostro unaabsoluta y pétrea frialdad, que parecióparalizar a la mujer, prisionera de sumirada.

—Te aseguro —dijo el padre abaden tono neutro— que tu marido, y luegotú, no tardaréis en envidiar a Grady.

La mujer gimió y cayó hacia atrás, yhabría ido a parar al suelo si el hermanoFrancis, que estaba detrás, no la hubierasostenido.

—Oh, ¿qué quiere de la pobrePettibwa, padre? —gritó la mujer—. ¡Selo diré, se lo diré!

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Una sonrisa perversa se dibujó en lacara del padre abad, aunque se habíailusionado con la idea de cortarle lanariz al estúpido Graevis.

Saint Mere Abelle estaba cerrada acal y canto; guardias, monjes jóvenesarmados con ballestas y algún estudiantemás veterano provisto de gemaspoderosas, grafito o rubí, patrullabanpor todas las secciones de la muralla.No obstante, maese Jojonah, al quetodos conocían y casi todos querían, notuvo el menor problema para entrar en laabadía.

La noticia de su llegada le había

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precedido y poco después de entrar enel vestíbulo principal se encontró con elhermano Francis, que mostraba unaactitud muy poco afable; también sehallaban allí muchos otros monjes,muertos de curiosidad por conocer lacausa del regreso de Jojonah.

—El padre abad quiere hablarcontigo —dijo el joven monje conbrusquedad. Mientras hablaba no dejóde mirar alrededor, como si se dirigieraal auditorio para dejarles muy claro cuálde ellos, él o Jojonah, contaba con elfavor de Markwart.

—Pareces haber olvidado el debidorespeto a tus superiores —replicó maese

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Jojonah sin retroceder ni un milímetro.Francis resopló y se dispuso a

contestarle, pero Jojonah le cortó enseco.

—Te prevengo, hermano Francis —dijo con gravedad—; estoy enfermo. Hepasado demasiado tiempo en lacarretera y demasiado tiempo en estavida. Sé que te crees el hijo adoptivodel padre abad Markwart, pero sicontinúas con esta actitud hacia quieneshan alcanzado un rango superior al tuyo,hacia quienes por sus años de estudio ypor la sabiduría propia de la edad semerecen tu respeto, te llevaré ante laasamblea de abades. El padre abad

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Markwart allí podrá protegerte, enúltima instancia, pero su turbación seráconsiderable, tanto como su venganzacontra ti.

El vestíbulo quedó sumido en unsilencio mortal; maese Jojonah se abriópaso ante un atónito hermano Francis yse marchó. No necesitaba escolta parallegar a los aposentos de Markwart.

El hermano Francis reflexionó unbuen rato, mientras notaba cómo losdemás monjes de la sala de repenteempezaban a mirarlo con cierto aire desuperioridad. Les respondió con unadura mirada amenazadora, pero, almenos por el momento, maese Jojonah

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había dejado a aquel perro ladrador sinposibilidad de morder. Francis salióprecipitadamente del vestíbulo principalsintiendo las miradas de sussubordinados clavadas en él.

Maese Jojonah entró en la habitacióndel padre abad sin apenas llamar.Empujó la puerta entornada y se dirigiódirectamente al escritorio del anciano.

Markwart apartó algunos papelesque había estado estudiando y se recostóen la silla, midiéndolo con la mirada.

—Te encargué un asunto muyimportante —especificó el padre abad—; es imposible que hayas tenidotiempo de acabar tu misión en Ursal y

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regresar.—Ni me he acercado a Ursal —

admitió Jojonah—; caí enfermo por elcamino.

—No pareces tan enfermo —observó Markwart en un tono noprecisamente amable.

—Durante el viaje encontré a unhombre que me informó de la tragediade Palmaris —explicó maese Jojonahcon la mirada clavada en Markwart.Mientras hablaba, intentaba averiguar siel padre abad le daba inadvertidamentealguna pista de que la muerte del abadDobrinion no había sido inesperada.

El anciano era demasiado avispado

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para caer en tal descuido.—No hubo tal tragedia —replicó—;

la cuestión quedó zanjada con el barónde forma amistosa y se le devolvió a susobrino.

Una astuta mueca apareció en elrostro de Jojonah.

—Me refería al asesinato del abadDobrinion —dijo.

Markwart abrió los ojos comoplatos y se inclinó hacia adelante.

—¿Dobrinion? —repitió.—Entonces la noticia no ha llegado

a Saint Mere Abelle —dedujo Jojonah,continuando la evidente farsa—; menosmal que he vuelto.

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El hermano Francis entróatropelladamente en la habitación.

—Sí, padre abad —prosiguióJojonah, sin hacer caso del reciénllegado—. Powris o, como mínimo, unpowri entró en Saint Precious y asesinóal abad Dobrinion.

Detrás de él, el hermano Francisprofirió un grito sofocado y a maeseJojonah le pareció que la noticia era unaauténtica sorpresa para el joven monje.

—Tan pronto como me enteré,naturalmente, emprendí el regreso aSaint Mere Abelle —prosiguió Jojonah—. Debemos procurar que no nos cojandesprevenidos; parece lógico pensar que

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nuestros enemigos han seleccionado a supresa y, si el abad Dobrinion era unobjetivo, la deducción obvia es que elpadre abad de la orden abellicana…

—Ya basta —lo interrumpióMarkwart, apoyando la cabeza en losbrazos. Se daba cuenta de lo queacababa de suceder: comprendió queJojonah, siempre tan inteligente, habíavuelto su fingida sorpresa contra él,había justificado su retornoincuestionable a Saint Mere Abelle—.Has hecho bien en regresar —dijoMarkwart instantes después, volviendo amirarlo—. Y, desde luego, ha sido unatragedia que el abad Dobrinion tuviera

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tan prematuro fin. Pero tu trabajo aquí haterminado, por lo tanto prepárate denuevo para emprender viaje.

—No estoy en condiciones físicasde ir a Ursal —repuso Jojonah.Markwart fijó su mirada en él conincredulidad—. Y, además, creo queahora ya no tiene sentido, dada lapérdida del principal patrocinador de lacanonización del hermano Allabarnet.Sin el apoyo de Dobrinion, el procesose demorará durante varios años, por lomenos.

—Si te ordeno que vayas a SaintHonce, irás a Saint Honce —replicóMarkwart, cuya ira empezaba a aflorar

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bruscamente en su expresión.Pero maese Jojonah no dio su brazo

a torcer.—Por supuesto, padre abad —

repuso—. Y de acuerdo con el códigode la orden abellicana, cuandoencuentres alguna justificación paraenviar a un padre enfermo a recorrermedio reino, aceptaré ir de buen grado.Pero ahora no hay ninguna razón paraello, ninguna justificación. Alégratesimplemente de que haya podidoregresar a tiempo de prevenirte delposible peligro de los powris.

Jojonah giró de forma súbita sobresus talones y, sonriendo afectadamente,

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se encaró con el hermano Francis.—Un paso atrás, hermano —le dijo

majestuosamente.Francis miró más allá de él, hacia el

padre abad Markwart.—Este monje joven está

peligrosamente cerca de ser convocadoa un proceso ante la asamblea de abades—dijo Jojonah sin inmutarse.

Detrás de él, el padre abadMarkwart hizo señas al hermano Francispara que se apartara y dejara pasar alpadre. Cuando Jojonah ya se había ido,Markwart hizo un signo al confusomonje para que cerrara la puerta.

—Deberías haberlo enviado de

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nuevo a la carretera —argumentóenseguida el hermano Francis.

—¿Porque a ti te conviene? —replicó con sarcasmo Markwart—. Yono soy el supremo dictador de la ordenabellicana, sino sólo el sumo jerarcaque han nombrado y estoy obligado aactuar de acuerdo con las reglasprevistas. No puedo sin más obligar a unpadre, sobre todo si está enfermo, aemprender un viaje.

—Bien lo hiciste antes —osóresponder el joven monje.

—Había una razón —explicóMarkwart levantándose de la silla ydando la vuelta a la mesa—. El proceso

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de canonización era bien real, peromaese Jojonah está en lo cierto cuandoafirma que el abad Dobrinion era suprincipal patrocinador.

—¿Y es verdad que el abadDobrinion ha muerto?

Markwart dirigió una mirada agriaal joven.

—Eso parece —replicó—. Y, porconsiguiente, maese Jojonah hizo bien envolver a Saint Mere Abelle, y está en suderecho de rechazar ahora un nuevoviaje.

—No parecía tan enfermo —comentó el hermano Francis.

Markwart apenas lo escuchaba. Las

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cosas no se habían desarrollado comolas había previsto; quería que Jojonah seencontrara en Saint Honce de Ursalmucho antes de que se enterara de lamuerte del abad. Luego, habríacomunicado al abad Je’howith quepodía disponer libremente del padre,nombrándolo para algún cargo temporalen Saint Honce; un cargo temporal queMarkwart tenía la intención de quedurase hasta que el rechoncho monjehubiera muerto. Pero la situación no leparecía tan terrible. Jojonah era unaespina clavada, que probablemente día adía se haría más punzante, pero al estarcerca de él, por lo menos, podía

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controlarlo.Por otra parte, Markwart no se

inquietaba fácilmente. Al menos,Youseff y Dandelion habían realizadoparte de su misión en Palmaris; sin duda,la más peligrosa. Según las propiaspalabras de Jojonah, las culpas habíanrecaído en un powri. Un formidableenemigo había sido eliminado y el otrono tenía pruebas de que Markwarthubiera estado implicado. Lo único queel padre abad necesitaba ahora erarecuperar las gemas robadas y suposición quedaría consolidada. ConJojonah podría negociar y, si erapreciso, podría destruirlo.

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—Intentaré establecer contacto conlos hermanos Justicia —propuso elhermano Francis—. Debemosmantenernos al corriente de susprogresos.

—¡No! —exclamó Markwartrepentina y ásperamente—. Si el ladrónde las piedras está alerta, podríadetectar ese contacto —mintió, sintiendola mirada suspicaz del hermano Francis.De hecho, Markwart quería utilizar unapiedra del alma para hablarpersonalmente con Youseff y Dandelion;no quería que nadie más, ni siquiera elhermano Francis, estableciera contactocon ellos tal vez para averiguar sus

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andanzas en Palmaris.—No pierdas de vista ni por un

momento a maese Jojonah, ni nada de loque diga —ordenó a Francis—. Y tencuidado también con su colega, elhermano Braumin Herde. Quiero sabercon quiénes hablan en su tiempo libre;hazme una lista completa.

El hermano Francis vaciló unosinstantes antes de manifestar con ungesto que lo había comprendido. Se diocuenta de que le rondaban demasiadascosas por la cabeza, cosas de las queapenas sabía nada. Pero de nuevo, comoera característico de su personalidad,vio la oportunidad de impresionar al

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padre abad, vio que su carrera personalpodía progresar y se propuso no fallar.

La noticia no desconcertó tanto alpadre abad Markwart como el hermanoYouseff había temido. ConnorBildeborough había escapado y no habíaforma de encontrarlo. Habíadesaparecido en las entrañas de laciudad, o tal vez se había ido hacia elnorte.

Id en busca de las gemas, ordenótelepáticamente Markwart al jovenmonje, al tiempo que le proporcionabaun detallado retrato de la mujer querespondía a los variados apelativos de

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Jill, Jilly, Pony y Gata Extraviada.Pettibwa había resultado de muchautilidad aquella mañana. Olvidad alsobrino del barón.

Tan pronto como recibió larespuesta de Youseff indicando que lohabía entendido todo, el padre abad,fatigado, cortó la conexión y dejó que suespíritu regresara a su propio cuerpo.

Pero había algo más…Otra presencia, temía Markwart,

pensando que la mentira que le habíacontado al hermano Francis sobre ladetección de la magia de la piedra delalma por parte de la protegida deAvelyn podría serlo mucho menos de lo

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que en un principio había pensado.No obstante, se relajó enseguida,

pues logró identificar esa presenciacomo una parte de su propiosubconsciente. Los monjes habíanutilizado tradicionalmente las piedrasdel alma como método de meditación yde introspección más profundas, aunquerara vez se hacía en la actualidad; y aMarkwart le pareció que sin quererhabía avanzado de forma titubeante poraquel camino.

De modo que siguió aquel rumbohacia su destino, pensando que se estabaaproximando a sus sentimientos másíntimos, pensando tal vez que en aquel

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estado podría encontrar los tannecesarios momentos de prístinaclaridad.

En su mente vio a maese Jojonah y alotro monje más joven, el hermanoBraumin Herde, conspirando contra él.Desde luego, Markwart no sesorprendió; ¿no acababa de decirle alhermano Francis que no les quitara lavista de encima?

Pero entonces algo más apareció enescena: maese Jojonah con un puñado depiedras caminando hacia la puerta, unapuerta que Markwart conocía, la propiapuerta de Markwart. Y en la mano delpadre… grafito.

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Jojonah abría la puerta de unapatada y lanzaba una tremenda descargade energía contra el padre abad, quepermanecía sentado, inmóvil, en su silla.Markwart sintió aquel repentinodestello, la quemadura, la sacudida, sucorazón palpitando, su vida que se leescapaba…

A Markwart le costó variosdolorosos segundos separar loimaginado de lo real, darse cuenta deque se trataba sólo de una visión interiory no de algo que realmente hubieraocurrido. ¡Hasta ese momento declarividencia interior jamás habíaimaginado lo peligrosos que Jojonah y

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sus perversas cohortes podían ser!Sí, los vigilaría de cerca y actuaría

contra ellos de forma brutal y definitivaen caso necesario.

Pero se harían cada vez máspoderosos, le susurraba una voz interior.Al acabar la guerra con una granvictoria, el todavía poco conocidocombate en la montaña de Aida sedifundiría y se comentaría abiertamente,y, con el impulso de Jojonah, AvelynDesbris llegaría a ser considerado unhéroe. Markwart no podía admitir esaposibilidad y comprendió que tenía queactuar rápidamente contra el recuerdo deaquel ladrón y asesino; era preciso que

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pintara un retrato nefasto de Avelyn —un retrato que pusiera de manifiesto sualianza con el demonio Dáctilo— paraque los rumores se refirieran a lasbeneficiosas consecuencias de la peleaentre los enemigos en Aida, en lugar dea las heroicas acciones de Avelyn.

Sí, tenía que desacreditarabiertamente al monje y colocarlo en ellugar que como hereje le correspondíaen las creencias de la gente y en losanales de la historia de la iglesia.

Markwart salió de repente del trancey entonces advirtió la fuerza con la queapretaba la piedra del alma: losarrugados y viejos nudillos se le habían

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vuelto blancos por la tensión.Sonrió ante su inteligencia, que le

permitía alcanzar semejantes niveles deconcentración; luego metió de nuevo lapiedra en el cajón secreto del escritorio.Se sentía mucho mejor; no lepreocupaba en absoluto que, al parecer,el molesto Connor hubiera escapado,pues aquel hombre ya no podía hacerledaño en ningún caso. Dobrinion, laverdadera amenaza en Palmaris, habíasido eliminado, y ahora Markwartcomprendía la auténtica naturaleza deJojonah y de sus acólitos. Tan prontocomo los hermanos Justicia leentregaran las piedras, su propia

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posición estaría asegurada, y desde talposición de poder, Markwart sabía queresolvería con facilidad cualquierproblema que Jojonah le ocasionara. Sí,decidió; pronto empezaría el ataquepreventivo contra Jojonah; hablaría con Je’howith, amigo suyo desde hacíamuchos años y hombre tan dedicado a lapreservación de la orden como él, y,según creía, mediante la influencia delabad de Saint Honce podría conseguir laayuda del rey.

Al otro lado de la interrumpidaconexión, el espíritu de Bestesbulzibar,el demonio Dáctilo, estaba satisfecho.El supuesto director espiritual del

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género humano estaba en sus manos yaceptaba los preceptos queBestesbulzibar le infundía como sifueran sus propios pensamientos ycreencias.

El demonio estaba resentido por eldesastre de Aida, por la pérdida de suforma corpórea —que todavía no sabíade qué manera podría sustituir orecuperar—, pero al manejar como untítere al padre abad de la iglesiaabellicana, la institución que siemprehabía sido el mayor enemigo deldemonio, encontraba una agradabledistracción que le permitía olvidar laderrota.

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Casi.

—¿Por qué estamos aquí abajo? —preguntó el hermano Braumin mientrasobservaba nerviosamente las vacilantessombras proyectadas por su antorcha.Hileras de estantes repletos de antiguostextos polvorientos se apiñaban en tornoa los dos hombres; también el techoparecía oprimirlos, pues era bajo ygrueso.

—Porque este es el lugar dondeencontraré las respuestas que busco —repuso maese Jojonah sin inmutarse ysin que parecieran afectarlo lastoneladas y toneladas de gruesas rocas

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que se erguían sobre su cabeza.Maese Jojonah y el hermano

Braumin se encontraban en la bibliotecasubterránea de Saint Mere Abelle;constituía la parte más antigua de laabadía y se hallaba enterrada a granprofundidad, por debajo de las plantasmás recientes, casi al nivel del agua dela bahía de Todos los Santos. De hecho,en los primeros tiempos de la abadía,había habido una salida directa desdelas salas de aquella parte a la playarocosa, un túnel que comunicaba con elcorredor y con el rastrillo que maese De’Unnero había defendido del asaltode los powris; pero ese antiguo pasadizo

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se había cerrado cuando lasconstrucciones nuevas de la abadíafueron creciendo por el lado de lamontaña.

—Dado que el abad Dobrinion hamuerto y que el proceso decanonización, como mínimo, sedemorará, el padre abad ya no tieneningún pretexto para hacerme salir deSaint Mere Abelle —explicó Jojonah—.Pero me mantendrá ocupado a todashoras, si encuentra la manera, y sin dudael hermano Francis o algún otrocontrolarán todos mis movimientos.

—Tal vez el hermano Francis noserá tan listo como para bajar hasta aquí

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—razonó el hermano Braumin.—Lo será —repuso Jojonah—. De

hecho, ya lo ha sido, y no hace mucho.En esas antiguas salas, el hermanoFrancis encontró los mapas y los textosque nos guiaron en nuestro viaje a Aida.Algunos de esos mapas, amigo mío,fueron dibujados por el mismísimohermano Allabarnet de Saint Precious.

El hermano Braumin ladeó la cabezasin comprender del todo.

—Asumiré la dirección de lospatrocinadores de la canonización delhermano Allabarnet —explicó maeseJojonah—. Eso me permitirá un margende maniobra frente a las intromisiones

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del padre abad, pues sin duda intentarámantenerme ocupado a fin de que apenasme quede tiempo para tramar nada.Cuando proclame públicamente que voya patrocinar a Allabarnet, el padre abaddeberá concederme tiempo o arriesgarsea la enemistad de Saint Precious, por loque incluso me veré libre de misobligaciones habituales.

—¿Podrías pasarte la vida aquíabajo? —preguntó con incredulidad elhermano Braumin, pues no veía ventajaalguna en el hecho de recluirse allí.

El monje sintió el impulso repentinode echar a correr hacia la luz del sol o,por lo menos, hacia las salas de la parte

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superior de la abadía, mejor iluminadasy más acogedoras. Para su gusto, aquellugar era muy parecido a una cripta; dehecho, había una cripta por allí cerca, enalgunas de las salas contiguas. Aúnpeor, en la esquina más alejada de labiblioteca había un estante de libros muyantiguos, viejos tomos de brujería ymagia demoníaca, que la iglesia habíaprohibido. Todos los ejemplaresdescubiertos, salvo aquellos —conservados para que la iglesia pudieraestudiar mejor las obras de susenemigos—, habían sido quemados.Braumin deseó que no se hubieraconservado ninguno, pues la simple

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presencia de aquellos tomos antiguos leproducía escalofríos, una sensaciónpalpable de la fría maldad.

—Aquí es donde debo estar —explicó maese Jojonah.

El hermano Braumin separó losbrazos con una expresión de totalincredulidad.

—¿Qué esperas encontrar aquíabajo? —preguntó, dirigiendoinconscientemente la mirada hacia elestante donde estaban aquellos horriblestomos.

—Sinceramente, no lo sé —admitióJojonah. No le pasó por alto la miradade Braumin, pero no tenía la menor

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intención de acercarse a los volúmenesdemoníacos. Braumin advirtió que elanciano se dirigía al estante más cercanoy con gran reverencia cogía un enormevolumen cuya cubierta estaba casitotalmente desencuadernada—. Sólo séque aquí, en la historia de la iglesia,encontraré las respuestas.

—¿Respuestas?—Veré qué vio Avelyn —razonó

Jojonah—. Las actitudes actuales de loshombres supuestamente sagrados nopueden ser las mismas que las de losque fundaron nuestra orden. ¿Quiénseguiría ahora a Markwart, si no fuerapor tradiciones que tienen raíces de mil

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años o más? ¿Quién adheriría a lasdoctrinas de los jerarcas de la iglesiaabellicana si pudieran ver más allá de suceguera y reconocieran que esoshombres son simplemente hombres,llenos de faltas en la observancia delmás alto mandato de Dios que se suponeellos deberían hacer cumplir?

—Duras palabras, padre —dijo concalma el hermano Braumin.

—Tal vez ha llegado la hora de quealguien las pronuncie —repuso Jojonah—. Son palabras tan duras como lashazañas de Avelyn.

—Las hazañas del hermano Avelynlo han señalado como ladrón y asesino

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—le recordó el joven monje.—Pero ahora sabemos más cosas —

se apresuró a contestar Jojonah.Observó de nuevo el antiguo libro ysacó el polvo de la maltrecha cubierta—. Y creo que ellos también sabíanmás; los fundadores de la orden, loshombres y las mujeres que vieron porprimera vez la luz de Dios. Ellostambién sabían más.

Jojonah guardó silencio y elhermano Braumin pasó un buen ratointentando asimilar aquellas palabras.No obstante, sabía cuál era su lugar yera consciente de que su papel consistíaen poner obstáculos.

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—¿Y si tus estudios demuestran queellos no sabían más que nosotros y quela iglesia es como siempre ha sido? —preguntó.

Sus palabras causaron un fuerteefecto en Jojonah, y el hermano Brauminse asustó al ver cómo se hundíanrepentina y visiblemente los hombrosredondeados del anciano.

—En tal caso habría desperdiciadomi vida —admitió Jojonah—. En talcaso habría seguido un camino desviadoque no sería sagrado sino sólo humano.

—También los herejes se hanexpresado en esos términos —advirtióel hermano Braumin.

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Maese Jojonah se dio la vuelta y lomiró fijamente a los ojos, con la miradamás intensa e hipnótica que elinmaculado jamás había visto en elrostro habitualmente alegre del anciano.

—En tal caso esperemos que seanlos herejes quienes se expresenincorrectamente —dijo Jojonah congravedad.

El padre se volvió hacia los textos, yBraumin se entregó de nuevo a suspensamientos dejando que las palabraspenetraran en su interior. Decidió que yahabía insistido bastante en aquel punto;maese Jojonah se había embarcado en unviaje sin retorno en pos de una

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iluminación espiritual que lo conduciríaa la justificación o al desespero.

—El hermano Dellman ha estadoplanteando muchas cuestiones desde quesalimos de Saint Precious —comentó elhermano Braumin intentando aligerar laconversación.

Sus palabras suscitaron una sonrisade complacencia en el rostro de Jojonah.

—Desde luego, la conducta delpadre abad en relación con losprisioneros parece fuera de lugar —continuó Braumin.

—¿Prisioneros? —lo interrumpióJojonah—. ¿Los ha traído?

—Los Chilichunk y el centauro —

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explicó el hermano Braumin—. Nosabemos dónde los tiene encerrados.

Maese Jojonah reflexionó. Se diocuenta de que debía haberlo sospechado,pero la conmoción por la muerte delabad Dobrinion casi le había hechoolvidar a los infortunados prisioneros.

—¿Saint Precious no protestó por elhecho de que se llevaran ciudadanos dePalmaris? —preguntó.

—Según se rumoreaba, el abadDobrinion no estaba de acuerdo enabsoluto —repuso el hermano Braumin—. Hubo una confrontación con loshombres del barón Bildeborough a causade su sobrino; este, según todos los

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informes, estuvo casado con la mujerque acompañó al hermano Avelyn. Ymuchos dicen que el abad Dobrinion sehabía aliado con el barón en contra delpadre abad.

Jojonah soltó una risita deimpotencia. Desde luego, todo aquellotenía sentido y ahora estaba todavía másseguro de que ningún powri habíaasesinado al abad Dobrinion. Poco faltópara que se lo dijera al hermanoBraumin, pero prudentemente se mordióla lengua al comprender que tan terribleinformación podría destrozarlo olanzarlo a una empresa temeraria que lecausara la muerte.

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—¿El hermano Dellman se ha dadocuenta de lo sucedido? —preguntó—.¿No ha cerrado los ojos ni ha hechooídos sordos ante la realidad que teníaante sus propias narices?

—Ha planteado muchas cuestiones—reiteró el hermano Braumin—.Algunas rozaban la crítica abierta alpadre abad. Y, naturalmente, todosestamos preocupados por los doshermanos que no emprendieron el viajede regreso a Saint Mere Abelle. No esun secreto que gozaban de la más altaconsideración del padre abad, y suconducta ha sido incluso tema deconversación entre los hermanos más

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jóvenes.—Es conveniente que todos

vigilemos estrechamente a los perros depresa del padre abad Markwart —manifestó maese Jojonah con gravedad—. No nos fiemos del hermano Youseffni del hermano Dandelion. Ahora vete acumplir con tus obligaciones y no mevisites a menos que tus noticias sean dela máxima urgencia. Me pondré encontacto contigo en cuanto tengaoportunidad; me gustará oír losprogresos del hermano Dellman. Teruego que pidas al hermano Viscenti quele ofrezca su amistad. Viscenti está lobastante lejos de mí como para que sus

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conversaciones con el hermano Dellmanno sean advertidas por el padre abad. Yhermano Braumin, averigua lo quepuedas sobre los prisioneros, dónde seencuentran y qué trato reciben.

El hermano Braumin inclinó lacabeza y se dio la vuelta para irse, perose detuvo al oír que maese Jojonah lollamaba de nuevo.

—Y ten presente, amigo mío —alertó Jojonah—, que el hermanoFrancis y algunos otros, que no son tandeclaradamente perros de caza delpadre abad Markwart, siempre estaráncerca.

Luego maese Jojonah se quedó a

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solas con los textos antiguos de la ordenabellicana; había pergaminos y libros,muchos de los cuales no se leían desdehacía siglos. Jojonah sintió losfantasmas de la iglesia en las criptascontiguas. Estaba a solas con aquellahistoria, a solas con aquello a lo quehabía dedicado su vida aceptándolocomo guía divina.

Rezó para no resultar defraudado.

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5

Jilly

—Jilly —repitió Connor, con tantasuavidad y ternura como pudo. El rostrode la mujer se quedó a medio caminoentre la incredulidad y el horror másabsolutos; era la expresión de unchiquillo enfrentado a circunstanciasimposibles y terribles.

Elbryan, que observaba a su amada,sólo había visto aquella expresión enuna ocasión, en lo alto de la ladera que

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domina Dundalis por el norte, cuando suprimer beso había sido interrumpido porlos estertores de agonía de su pueblo.Posó con firmeza una mano en el muslode Pony para darle ánimo y parasostenerla, pues ciertamente setambaleaba sobre el amplio lomo deSinfonía.

Aquel momento pasó; Pony apartólas turbadoras emociones y recuperó lamisma resolución interior que la habíaacompañado en las dificultades a lolargo de tantos años.

—Jilseponie —lo corrigió—. Minombre es Jilseponie, Jilseponie Ault —añadió, y lanzó una mirada hacia

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Elbryan, sacando fuerzas de su infinitoamor—; en realidad, Jilseponie Wyndon—rectificó.

—Y en otro tiempo, JillyBildeborough —dijo Connor con calma.

—Nunca —espetó la mujer con másbrusquedad de la que habría querido—.Borraste ese nombre al proclamar antela ley y ante Dios que nunca habíaexistido. ¿Le conviene ahora al nobleConnor reclamar lo que desechó?

El guardabosque volvió a posar sumano con firmeza sobre Pony paracalmarla.

Las palabras de la mujer causaronuna profunda impresión a Connor, pero

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las aceptó al considerar que se lasmerecía.

—Era joven y alocado —replicó—.Nuestra noche de bodas… tu conductame hirió, Jilly… Jilseponie —corrigiórápidamente al ver la mueca de Pony—.Yo…

Pony levantó la mano paraimponerle silencio y miró a Elbryan.Advirtió lo doloroso que aquello debíaresultarle. ¡Realmente no hacía falta quetuviera que soportar el relato de sunoche de bodas con otro hombre!

Pero el guardabosque no se inmutó;sus ojos brillantes sólo mostrabancomprensión hacia la mujer a la que

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tanto quería. Ni siquiera dejó que susojos verdes reflejaran su enfado conConnor, su enfado por celos, pues sabíaque si lo hacía sería injusto con Pony.

—Los dos tenéis mucho de quehablar —dijo—. Y yo tengo que vigilaruna caravana.

Dio una palmada en el muslo dePony, esta vez con ternura, casialegremente, para demostrarle queestaba seguro de su amor, y se alejó trasdedicarle un guiño juguetón, el gestomás adecuado para rebajar la tensión.

Pony lo observó mientras se alejaba,sintiendo cómo crecía su amor por él.Luego miró alrededor y, al ver que había

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gente demasiado cerca que podríaoírlos, espoleó a Sinfonía para ponerloal paso. Connor y su montura lasiguieron de cerca.

—Aquello no iba contra ti —intentóexplicar Connor cuando estuvieron solos—. No quería herirte.

—Me niego a hablar de aquellanoche —dijo Pony de modo terminante.Sabía muy bien qué había sucedido;sabía que, desde luego, Connor habíatratado de ofenderla, pero únicamenteporque ella había herido su orgullo alnegarse a hacer el amor con él.

—¿Tan fácilmente puedes olvidarlo?—preguntó él.

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—Si la alternativa es explayarse enlo que no necesita explicación alguna ysólo puede traer dolor, entonces, sí —contestó ella—. Lo pasado no es tanimportante como lo que tiene que venir.

—Entonces, con el olvido otorga tuperdón —pidió Connor.

Pony lo miró a la cara: observóprofundamente sus ojos grises y recordólos tiempos en que habían sido amigos yconfidentes, antes de la desastrosa nochede bodas.

—¿Te acuerdas cuando nos vimospor primera vez? —preguntó Connoradivinando su expresión—. ¿Cuandosalí al callejón para protegerte y me

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encontré con una lluvia de canallas quese me venían encima?

Pony consiguió sonreír; habíabuenos recuerdos, muchos buenosrecuerdos mezclados con el definitivo ydoloroso final.

—Nunca fue amor, Connor —dijocon sinceridad.

El hombre la miró como si lehubiera pegado un duro golpe.

—No supe lo que era el amor hastaque regresé y encontré a Elbryan —prosiguió Pony.

—Estuvimos muy unidos —protestóel hombre.

—Fuimos amigos —corrigió Pony

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—. Y tendré en gran estima el recuerdode aquella amistad siempre que nointentemos convertirla en algo más. Telo prometo.

—Entonces todavía podemos seramigos —razonó Connor.

—No —fue la respuesta que a Ponyle surgió desde el fondo del corazón ysin haberla meditado un solo instante—.Eras amigo de otra persona, de unachiquilla perdida que no sabía de dóndehabía venido ni tampoco a dónde iba.Ya no soy aquella persona. Ni Jilly, nien realidad tampoco Jilseponie, sinoPony, la compañera, la amante, laesposa de Elbryan Wyndon. Mi corazón

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es suyo y sólo suyo.—¿Y no hay espacio en ese corazón

para Connor, tu amigo? —preguntó elhombre con afecto.

Pony sonrió otra vez sintiéndose máscómoda.

—Ni siquiera me conoces —replicó.—Claro que sí —arguyó el noble—.

Incluso cuando eras aquella chiquillaperdida, como proclamas, había fuegoen tu interior. Incluso cuando eras másvulnerable, cuando estabas más perdida,detrás de tus ojos maravillosos habíauna energía que la mayoría de la gentenunca llegará a conocer.

Verdaderamente Pony apreció tan

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emotivas consideraciones. Su relacióncon Connor nunca se había resuelto deforma adecuada, se había roto de unaforma demasiado amarga que no hacíajusticia a los agradables meses quehabían pasado juntos. Ahora, al oíraquellas simples palabras, experimentóuna sensación de conclusión, unaauténtica sensación de sosiego.

—¿Por qué viniste hasta aquí? —preguntó.

—Llevo varios meses en esteterritorio al norte de la ciudad —repusoConnor, recuperando en parte sujactancia—, dedicado a cazar trasgos ypowris e, incluso me atrevería a decir,

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algún gigante.—¿Por qué viniste hasta aquí

precisamente ahora? —le urgió lasensible mujer. Lo había notado en lacara del hombre: Connor se habíasorprendido al verla muchísimo menosque ella al verlo a él y, dado el tiempoque hacía que no sabían nada uno delotro, la sorpresa del hombre habríatenido que ser mucho mayor.

—Sabías que estaba aquí, ¿verdad?—Lo sospechaba —admitió Connor

—. Había oído hablar del empleo demagia contra los monstruos por estastierras, y a ti se te había relacionado conlas gemas encantadas.

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Aquello hizo reflexionar a Pony.—Llama a tu… marido —dijo

Connor—, si estás, como dices,dispuesta a olvidar el pasado y aocuparte del futuro. Por supuesto, vinehasta aquí por una razón, Jill… Pony.Por otra razón además de por verte denuevo, aunque habría recorrido Honce elOso a lo largo y a lo ancho sólo paraeso.

Pony se tragó su réplica,preguntándose por qué, entonces,Connor no la había buscado en todosaquellos años en que había estadoalistada en el ejército. Ahora aquelencuentro no tenía mucho sentido, no

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había necesidad alguna de reabrir viejasheridas.

Poco después se reunieron los doscon Elbryan; en las protectoras ramas deun árbol cercano Juraviel habíaencontrado un cómodo refugio.

—¿Te acuerdas del abad DobrinionCalislas? —empezó diciendo Connor,después de pasear nerviosamentedurante un rato que le pareció una hora,pensando por dónde comenzar su relato.

—El abad de Saint Precious —dijoPony, asintiendo con la cabeza.

—Ya no lo es —explicó Connor—.Fue asesinado hace algunas noches, ensu propia habitación de la abadía.

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Hizo una pausa para examinar lareacción de Pony y de Elbryan y, en unprincipio, se sorprendió al ver queninguno de los dos parecía demasiadopreocupado. Connor advirtió que, desdeluego, no conocían bien a Dobrinion nila bondad de su corazón; sus relacionescon la iglesia no eran precisamentebuenas.

—Dijeron que lo había hecho unpowri —continuó Connor.

—Desde luego, qué tiempos mássiniestros si un powri puede entrar contanta facilidad en lo que debería ser eledificio más seguro de una ciudad en piede guerra —intervino Elbryan.

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—Creo que lo mataron los de sumisma iglesia —dijo Connor confranqueza, mientras observabaatentamente al guardabosque; entoncesElbryan, intrigado, se inclinó haciaadelante—. Los monjes de Saint MereAbelle estuvieron en Palmaris —explicóConnor—. Una nutrida representación,incluyendo al mismísimo padre abad; sedice que un buen número de ellosacababan de llegar del lejano norte, deBarbacan.

Ahora sí había captado su atención.—Roger Descerrajador vio esa

caravana a la altura de Caer Tinella yTierras Bajas viajando a toda velocidad

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hacia el sur —recordó Pony.—Ahora te buscan a ti —dijo

Connor sin tapujos, señalando a Pony—.A causa de las gemas que, según ellos,fueron robadas de Saint Mere Abelle.

Los ojos de Pony se abrierondesmesuradamente; pronunciótartamudeando unas pocas palabrasininteligibles mientras se daba la vueltahacia su amado en busca de apoyo.

—Nos lo temíamos —admitióElbryan—. Esa es la razón por la cualinsistimos en llevar a la gente a un sitioseguro como Palmaris —explicó aConnor—. Pony y yo no podemos seguircon ellos, pues el riesgo al que los

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expondríamos sería excesivo. Losdejaremos en un lugar seguro y luegoemprenderemos nuestro propio camino.

—El riesgo es mayor del que creéis—puntualizó Connor—. El padre abad yla mayoría de sus colegas se marcharonde regreso a su propia abadía, pero handejado, como mínimo, a un par dehombres adiestrados para matar, no lodudéis. Creo que fueron ellos quienesmataron al abad Dobrinion. También mepersiguieron a mí, pues conocían mirelación con Pony, pero me las apañépara eludirlos y ahora os buscarán avosotros.

—Hermano Justicia —dedujo el

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guardabosque, y se estremeció al pensarque tendría que habérselas con otro serparecido a Quintall… y esta vez, alparecer, con dos a falta de uno.

—Pero ¿por qué querían asesinar alabad Dobrinion? —preguntó Pony—. ¿Ypor qué te perseguían de ese modo?

—Porque nos oponíamos a losmétodos del padre abad —repusoConnor—. Porque… —empezó a decirpero se interrumpió y lanzó una miradade sincero afecto hacia Pony; aquellasnoticias no le gustarían en absoluto, perotenía que comunicárselas—. Porque noaprobamos el trato dado a losChilichunk, un trato que también me

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habrían dado a mí de no ser por laintervención de mi tío, el barón.

—¿Trato? —replicó Ponyponiéndose en pie de un salto—. ¿Quétrato? ¿Qué quieres decir?

—Se los llevaron encadenados,Pony —explicó Connor—, cuandoregresaron a Saint Mere Abelle, juntocon un tal Bradwarden, el centauro.

Ahora fue el asombrado Elbryan,demasiado abrumado para verbalizar lapregunta, quien se puso en pie de unsalto y se situó frente a Connor.

—Bradwarden está muerto —afirmóla voz de Juraviel entre los árboles.

Connor miró alrededor pero no vio

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nada.—Murió en Aida —prosiguió el elfo

—. Cuando fue derrotado el demonioDáctilo.

—No murió —insistió Connor— o,si lo hizo, los monjes encontraron lamanera de resucitarlo. Lo he visto conmis propios ojos: se encontraba en unestado lastimoso y deplorable, pero sinninguna duda vivía.

—Yo también lo vi —indicó RogerDescerrajador, que acababa de salir deentre los árboles para reunirse con elgrupo. Se detuvo junto a Elbryan y lepuso una mano en el poderoso hombro—. En la caravana, en la parte de atrás

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de la caravana; ya os lo dije.Elbryan asintió, pues recordaba

perfectamente la descripción de Roger,al igual que sus propias emocionescuando Roger le había contado el pasode los monjes por los dos pueblos. Sevolvió hacia Pony, que lo estabamirando fijamente: en sus iris azulesardía un familiar y expresivo fuego.

—Debemos ir a por ellos —dijoPony, y el guardabosque asintió: surumbo de repente parecía muy claro.

—¿Por los monjes? —preguntóRoger sin comprender.

—Sí —intervino Connor—; y yo irécon vosotros.

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—No es tu problema —dijo elguardabosque súbitamente, y mientras lodecía se arrepintió de sus palabras, puessólo estaban motivados por el deseo dealejar a aquel hombre de Pony lo antesposible.

—El abad Dobrinion era mi amigo—arguyó el noble—, y también losChilichunk, los tres. Tú lo sabes —sedirigió a Pony en busca de apoyo; lamujer asintió con la cabeza—. Pero enprimer lugar, nosotros o, mejor dicho,vosotros debéis ocuparos de losasesinos. No podéis tomarlos a la ligera.Atraparon a Dobrinion e hicieron creerque el criminal era un powri para

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desviar la atención. Son astutos ymortalmente peligrosos.

—Y no tardarán en estar muertos —sentenció el guardabosque con taldeterminación que ninguno de lospresentes se atrevió a dudarlo.

—Volveremos a encontrarnos —aseguró Elbryan a Belster O’Comely aprimera hora de la mañana siguiente,mientras le estrechaba la mano confirmeza. Sabía que Belster se esforzabapor retener las lágrimas, puessospechaba, y Elbryan no podía disentir,que aquella era la última vez que seveían—. Cuando acabe la guerra y abras

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de nuevo tu taberna en las TierrasBoscosas, ten por seguro que el Pájarode la Noche irá para beber tu agua yahuyentar a tus clientes.

En el rostro de Belster se dibujó unacálida sonrisa, pero no esperaba poderregresar a Dundalis aunque losmonstruos se marcharan pronto. Ya noera joven y el dolor que le produciríanlos recuerdos sería demasiado intenso.Belster había huido de Palmaris a causade una deuda que había contraído, y sóloa causa de esa deuda, pero, teniendo encuenta todo lo que había ocurrido,parecía que hacía siglos de todo aquelloy estaba seguro de que podría abrir un

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establecimiento en la ciudad sin temerque lo persiguiera su pasado. Noobstante, no había razón para contarletodo eso al guardabosque, por lo menosen aquel momento, y por esa razón selimitó a brindarle una tranquilizadorasonrisa.

—Guíalos bien, Tomás —dijo elguardabosque al hombre que estabajunto a Belster—. La carretera deberíaestar despejada, pero si encontráis algúnproblema antes de llegar a Palmaris,confío en que conseguirás superarlo.

Tomás Gingerwart inclinó la cabezacon gravedad y golpeó el suelo con sunueva arma, una horca.

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—Te debemos mucho, Pájaro de laNoche —declaró—. Y también debemosmucho a Pony y a tu pequeño e invisibleamigo.

—No olvides a Roger —se aprestóa responder el guardabosque—. Tal vezes a él a quien debe más la gente deCaer Tinella y Tierras Bajas.

—¡Roger jamás nos dejaría olvidara Roger! —dijo de repente Belsteralegremente, con una voz que a Elbryanle recordó mucho a la de Avelyn.

Todos estallaron en carcajadas: unbuen punto final para la conversación.Se estrecharon las manos y se separaroncomo buenos amigos; Tomás corrió

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hacia la cabeza de la caravana y les diola señal de que se pusieran en marcha.

Pony, Connor y Juraviel no tardaronen reunirse con Elbryan, y todos juntosobservaron la marcha de los carruajes;pero, después de recorrer una cortadistancia, Tomás detuvo al grupo unmomento, y una figura solitaria seseparó de ellos y corrió hacia elguardabosque y sus amigos.

—Roger Descerrajador —dijo Pony,sin sorprenderse, mientras la caravanareemprendía la marcha hacia el sur.

—Tenías que servir de guíaprincipal a Tomás —dijo Elbryancuando Roger llegó junto a ellos.

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—Tiene otros que puedendesempeñar esa misión —replicó eljoven.

La mirada del guardabosque erasevera e intransigente.

—¿Por qué se queda él? —protestóRoger señalando a Connor—. ¿Por quéos quedáis vosotros, estando Palmarissólo a tres días de viaje? ¿Acaso noserían Pony y Elbryan de gran valor parala guarnición de la ciudad, en estostiempos oscuros?

—Hay otros asuntos que nocomprendes —repuso Elbryan concalma.

—¿Asuntos que le conciernen a él?

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—preguntó Roger señalando de nuevo aConnor, que reprimió el impulso de irhacia el joven y pegarle un buenpuñetazo.

Elbryan movió la cabeza congravedad en un gesto de asentimiento.

—Deberías ir con ellos, Roger —ledijo en un tono de voz amistoso—.Nosotros no podemos, pues debemosresolver un asunto antes de que ningunode nosotros se deje ver por la ciudad.Pero confía en mí cuando te digo queaquí el peligro es mucho mayor para tique cualquiera que puedas encontrar enPalmaris. Ahora, date prisa y alcanza aTomás y a Belster.

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Roger sacudió la cabeza conresolución.

—No —contestó—. Si vosotros osquedáis aquí para continuar la lucha enel norte, yo también me quedo.

—No tienes nada que demostrar —puntualizó Pony—. Tu nombre y tureputación son sólidos y bien ganados.

—¿Mi nombre? —discrepó Roger—. Bien pronto en Palmaris volveré aser Roger Billingsbury. Sólo RogerBillingsbury, un huérfano, un niñoabandonado, un marginado.

—Una de tus cualidades en especialinteresaría a mi tío el barón —declaróConnor.

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—Entonces, cuando puedas regresarjunto a tu tío para hablarle de mí, mereuniré contigo —repuso el jovenrápidamente con una sonrisa afectada.Sin embargo, esa actitud frívoladesapareció de golpe y miró a Elbryancon una expresión muy seria.

—No me hagas volver —imploró—.No puedo regresar y ser de nuevo RogerBillingsbury. Todavía no. Aquí,peleando contra los monstruos, fui capazde encontrar una parte de mí mismo quejamás creí que existiera. Esa parte de míme gusta y tengo miedo de perderla en lavida mundana de una ciudad segura.

—No tan segura —bromeó en voz

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baja Connor.—No perderás el prestigio ganado

—dijo muy serio el guardabosque—.Jamás volverás a ser aquella personaque fuiste antes del asalto a tu hogar. Losé por experiencia, mejor de lo quepuedas imaginar. Te aseguro con todasinceridad que, aquí o en Palmaris, eresy seguirás siendo Roger Descerrajador,héroe del norte. —Elbryan observó aPony, consideró el peso de talresponsabilidad, pensó en el celibato aque se habían visto obligados él y suamante, forzados por las circunstancias,y añadió—: Puede resultar menosgrandioso de lo que crees, Roger.

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El joven se puso un poco rígido y selas arregló para asentir con la cabeza,pero su expresión, que imploraba seraceptado, no cambió y dejó la decisióndirectamente sobre las espaldas delguardabosque.

Elbryan miró a Pony, quien hizo ungesto de asentimiento.

—Hay dos hombres que nospersiguen a Pony y a mí —explicó elguardabosque—, y también a Connor, alque intentaron matar en Palmaris; poresa razón salió en nuestra búsqueda.

—¿Os conoce? —preguntó Roger—.¿Sabía que estabais aquí en el norte?

—Me conoce a mí —precisó Pony.

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—Vino siguiendo la pista de alguiencon poderes mágicos, aunque no sabíade quién se trataba —continuó elguardabosque—. Nosotros estamosfuera de la ley, Roger, tanto Pony comoyo. Nos lo oíste decir aquella vez quehablamos con Juraviel poco después deque la caravana pasara por los pueblosdel norte. La iglesia quiere recuperar lasgemas mágicas; sin embargo, por latumba de nuestro amigo Avelyn no lasdevolveremos. De modo que hanordenado a los asesinos que nospersigan; me temo que no deben deandar lejos. —A pesar de la gravedadde sus palabras, el guardabosque brindó

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a Roger una reconfortante sonrisa—.Pero nuestra tarea será más fácil siRoger Descerrajador desea unirse anuestra causa.

Roger sonrió de oreja a oreja.—Tienes que comprender que

también tú serás considerado fuera de laley a los ojos de la iglesia —comentóPony.

—Aunque mi tío remediará esasituación cuando esto acabe —seapresuró a añadir Connor.

—¿Tienes previsto huir o plantarlescara en tu propio terreno? —preguntóRoger con determinación.

—No voy a perder el tiempo

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mirando alrededor por si me acechanunos asesinos —replicó elguardabosque en un tono tan severo queprovocó un escalofrío a lo largo delespinazo de Connor—. Que sean ellosquienes miren atrás por si yo los acecho.

Su espíritu recorrió el sombríobosque. Pony vio a Belli’mar Juravielavanzando a media altura, de rama enrama, en un bosquecillo y lo adelantó. Elsensible elfo enderezó las orejas, pues,aunque el espíritu de Pony era invisibley silencioso, los agudos sentidos deJuraviel percibieron algo.

Luego la mujer bajó a ras del suelo,

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volando como llevada por el viento.Encontró a Connor, vigilando los límitesdel pequeño campamento montado en sudorado caballo. Incluso vio su propiocuerpo, sentado con las piernascruzadas, a considerable distanciadetrás del hombre. Y aún más lejos,detrás de su forma corporal, vio ungrueso olmo con una oscura abertura enla base del tronco. Elbryan habíapenetrado por aquella abertura y estabaconsultando al Oráculo; Pony no seatrevió a entrar y perturbar susprofundas meditaciones.

En lugar de eso, sus pensamientossiguieron dedicados a Connor,

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intentando conseguir cierta perspectivacon respecto a lo ocurrido entre los dos.En cierto modo, encontrabareconfortante su forma de protegerlavigilando a caballo el pequeñocampamento, y por supuesto el noble lahabía impresionado con su decisión desalir en su búsqueda para avisarle delpeligro. Durante todo aquel tiempoConnor había sabido que ella tenía lasgemas, o por lo menos lo habíasospechado, y sabiendo además queaquellas gemas eran el objetivoprincipal de la iglesia, habría podido irhacia el sur, hacia regiones máspobladas para huir de los asesinos.

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También habría podido traicionarla, conlo cual habría podido quedarseconfortablemente en Palmaris, pues laiglesia ya no lo habría consideradoenemigo. Pero no lo había hecho; sehabía dirigido hacia el norte paraavisarle, y se había puesto del lado desus amigos, los Chilichunk.

Pony nunca había odiado a Connor,ni siquiera la mañana siguiente a latrágica noche de bodas. Creía con todosu corazón que el hombre se habíaequivocado, pero que sus accioneshabían sido propiciadas por unaauténtica frustración desencadenada porella. Y en un último análisis de lo

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sucedido aquella noche había llegado ala conclusión de que Connor no habíasido capaz de seguir controlando sudeseo por ella, pero la queríademasiado para hacerla suya de aquelmodo.

Pony lo había perdonado hacíamucho, desde sus primeros días alservicio del ejército del rey.

Pero ¿qué sentía ahora cuandomiraba al hombre que había sido sumarido?

Se daba cuenta de que no era amor,de que nunca lo había sido, pues sabíacómo se sentía cuando miraba a Elbryan,y era algo muy diferente, sin duda algo

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muy particular. Pero quería a Connor.Había sido su amigo cuando más lonecesitaba; gracias a su afabilidaddurante los meses en que la cortejó, ellahabía empezado a recorrer el camino dela recuperación de sus recuerdos y de susalud emocional. Si las cosas hubieransalido mejor en la noche de bodas, ellahabría podido seguir casada con él, lehabría dado hijos, habría…

El hilo del pensamiento de Pony seinterrumpió bruscamente, cuando se diocuenta de que ya no lamentaba losucedido en la noche de bodas. Por vezprimera llegó a comprender las ventajasde lo que había considerado una

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horrible experiencia. Aquella noche lahabía situado en una trayectoria que lallevaría a ser lo que ahora era, la habíaalistado en el ejército, donde recibió unadiestramiento y una disciplinasoberbiamente adecuados a sus naturalescualidades para la lucha. Aquellaexperiencia la llevó luego junto aAvelyn, con el que aprendió lasverdades más profundas y con el queganó espiritualidad. Y el giro de losacontecimientos en Palmaris la había,por fin, llevado de nuevo hasta Elbryan.Sólo ahora, al analizar sus sentimientospor el guardabosque y compararlos conlo que había sentido por otro hombre en

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otro tiempo, Pony se daba cuenta dehasta qué punto su amor era algorealmente especial.

Habían peleado durante mesescontra los monstruos invasores, habíanperdido a amigos muy queridos, y ahorasu familia adoptiva y otro amigo estabanal parecer en peligro. Pero Pony no secambiaría por nadie, ni cambiaría aquelpreciso momento, ni aquel preciso lugar,por ninguna otra alternativa posible. Laslecciones de la vida a menudo eranamargas, pero constituían piezasindispensables para la formación.

Así, Pony se sintió reconfortada alver a Connor Bildeborough montando

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una estoica guardia en torno a ella y aElbryan. Y en aquel momento sereconcilió con su pasado.

Pero, consciente de que no podíademorarse y saborear el momento, suespíritu se fue de nuevo hacia el bosque.Encontró a Roger y, cerca de él, aJuraviel saltando de árbol en árbol, perosiguió adelante escrutando las sombrasen busca de alguna señal.

Tengo miedo de la influencia de laiglesia, tío Mather, admitió Elbryan.Estaba sentado sobre una roca en laestrecha cueva, mirando hacia lasprofundidades del apenas visibleespejo. ¿Cuántos de esos asesinos nos

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perseguirán?El guardabosque se recostó y

suspiró; era evidente que la iglesia nocesaría en su empeño y, al final, algúndía en algún lugar remoto, él y Ponyperderían. O perderían en Saint MereAbelle, adonde Elbryan sabía que teníanque ir a causa de Bradwarden y de losChilichunk, la familia adoptiva de Pony.

Pero tengo que continuar la lucha,dijo al fantasma de su tío. Tenemos quecontinuar la lucha en honor de lamemoria de Avelyn, en honor de laverdad que encontró entre losintrincados caminos de su orden. Y,para continuar esa lucha, no

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tardaremos en meternos en la boca dellobo.

Pero primero… ah, tío Mather,poco faltó para que antes un hermanoJusticia me venciera, y también a Ponyy a Avelyn. ¿Cómo nos apañaremos conasesinos tan expertos?

Elbryan se frotó los ojos y clavó lamirada en el espejo. Aparecieron ante éllas imágenes de su primera lucha contrala iglesia, cuando Quintall, el antiguocompañero de clase de Avelyn, con elsobrenombre de hermano Justicia, habíapeleado con él en una cueva. El asesinohabía preservado la cueva de cualquiermagia mediante una piedra solar, la

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misma gema que había en la empuñadurade la espada de Elbryan.

Y había utilizado un granate paralocalizar a Avelyn, pues esa piedradetectaba la magia.

Un granate…En la cara de Elbryan se dibujó una

sonrisa: la respuesta se le apareció conclaridad. Saltó de la silla y se escabullópor el estrecho agujero de salida de lacueva, corrió hacia Pony y la sacudióvigorosamente para hacerla salir de sutrance.

El espíritu de la chica percibió lassacudidas de su forma corpórea yregresó al cuerpo; en unos instantes sus

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ojos físicos empezaron a parpadear.Elbryan la observó con atención;

detrás de él, Connor desmontó delcaballo y se acercó para ver quéocurría.

—No hay que volver a utilizar lapiedra del alma —explicó elguardabosque.

—Con mi espíritu liberado, puedoexplorar a mucha más distancia que losdemás —argumentó la mujer.

—Pero si nuestros enemigos utilizanel granate, percibirán las vibraciones detu magia —razonó Elbryan. Pony asintiócon la cabeza; ya habían hablado deaquel posible problema—. Tenemos un

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granate —prosiguió Elbryan—, el que lequitamos a Quintall. ¿En qué medidaserá tu exploración más eficaz con elvasto poder de detección de esta piedra?

—Si es que están utilizando magia—señaló Pony.

—¿Cómo podrían esperarencontrarnos en este extenso territoriosin tal ayuda? —expuso elguardabosque.

Pony reflexionó y lo examinó unbuen rato; Elbryan advirtió la miradallena de curiosidad que le dirigía lamujer.

—De repente pareces muy seguro deti mismo —comentó.

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La sonrisa de Elbryan se ensanchó.—Quintall fue un enemigo

mortalmente peligroso —recordó Pony—. Él solo casi acaba conmigo, contigoy con Avelyn.

—Únicamente porque planteó labatalla de la forma que más le convenía—replicó el guardabosque—. Contó conel factor sorpresa y con la ventaja deelegir y preparar el lugar. Esos dosasesinos podrán ser formidablesluchadores, pero si contamos con elfactor sorpresa y con la ventaja deescoger el lugar, entonces la batalla sedecidirá pronto, no me cabe la menorduda.

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Pony no parecía convencida.—Un fallo del plan de Quintall fue

la arrogancia —continuó elguardabosque—. Jugó su baza muypronto, en el Aullido de Sheila, porquese sintió invencible y creyó que suadiestramiento para la lucha lo habíaelevado por encima de todos los demás.

—En parte no le faltaba razón —dijo Pony.

—Pero su adiestramiento y el denuestros actuales enemigos no iguala alque recibí de manos de los Touel’alfar,ni el que has recibido tú de mí y deAvelyn, ni el que hemos obtenido a lolargo de meses de luchas. Y contamos

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con tres poderosos aliados. No, mitemor ante tal situación ha disminuidoconsiderablemente. Si puedes utilizar elgranate para seguir la pista de nuestrosadversarios, los llevaremos a un lugarque previamente habremos preparado ylos haremos pelear de un modo para elque no estén preparados.

A Pony aquello le pareció muylógico y, desde luego, estaba segura deque podría seguir la pista de losasesinos de la manera que Elbryan habíadescrito. Los monjes estaríansirviéndose de magia para detectarmagia y, por consiguiente, ella podríautilizar magia para detectar la que ellos

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estarían empleando.—Una vez que los hayamos

localizado, sabremos que también ellosnos habrán descubierto —prosiguió elguardabosque—; conoceremos sudestino, pero apenas sabrán nada denosotros.

—Podremos escoger el momento yel lugar —declaró Pony. Inmediatamentese puso manos a la obra y no tardó enpercibir que alguien estaba utilizandomagia; probablemente se trataba delgranate de los monjes. No obstante, fueuna percepción efímera y Pony seimaginó que los dos monjes tambiénhabían detectado que ella estaba

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utilizando magia y, por lo tanto, habíancambiado de táctica.

—Me parece que han levantado unescudo protector con la piedra solar —explicó la mujer a Belli’mar Juraviel, alver que el elfo se había reunido con ella.

—Pero ¿acaso no se trata también deutilización de magia? —inquirió el elfo—. ¿No puedes detectarlo?

La cara de Pony se arrugó anteaquella sencilla pero en cierto modoengañosa lógica.

—No es lo mismo, la piedra solar esantimagia —explicó—. Yo podríaactivar un escudo semejante utilizandola piedra que hay en la empuñadura de

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Tempestad y, aunque nuestros enemigosutilizaran el granate, no les serviría denada.

Juraviel sacudió su delicada cabezasin creer una palabra de todo aquello.

—Para los elfos, el mundo entero esmágico —explicó—; todas las plantas,todos los animales, poseen energíamágica.

Pony se encogió de hombros, puesconsideró absurdo discutir aquel punto.

—Si la piedra solar anula todamagia, habrá un agujero en lacontinuidad mágica —prosiguió Juraviel—, una zona vacía, un hueco en la capade magia que se extiende por doquier.

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—No puedo… —empezó a decirPony.

—Porque no has aprendido a ver elmundo a través de los ojos de los Touel’alfar —la interrumpió el elfo—.Únete a mí espiritualmente, como solíashacer con Avelyn, de forma quepodamos explorar juntos para encontrarel agujero y, por consiguiente, a nuestrosenemigos.

Pony lo pensó sólo un minuto. Suunión con Avelyn mediante la hematiteshabía sido personal, íntima, y la habíadejado increíblemente vulnerable; peroal considerar su amistad con el elfo, novio ningún peligro en absoluto. No creía

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que Juraviel tuviera razón en aquelpunto, pensaba que la perspectiva delelfo no era más que eso: una diferentemanera de mirar las mismas cosas. Perosacó la piedra del alma y los dos sedispusieron a explorar con el granate.

Pony quedó inmediatamenteasombrada al percibir que el mundoparecía mucho más vibrante, al sentir unfulgor mágico en torno a todas lasplantas y a todos los animales. Pronto,muy pronto, encontraron el agujero alque Juraviel se había referido ypudieron seguir la pista a los monjes conla misma facilidad que si hubieranutilizado granate en lugar de piedra

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solar.Guíame, le comunicó Juraviel, y ella

sintió que el elfo había salidofísicamente de aquel punto y seguía lapista para encontrar a sus enemigos.

Cuando regresó al campamento,apenas tres horas después, lo que contósobre los monjes superaba todo lo queElbryan podía haber esperado. El elfolos había encontrado y observado,oculto entre las ramas de los árboles.Era particularmente importante el hechode que no disponían de armas de largoalcance, salvo una o dos pequeñas dagasy algunas piedras mágicas. Juravielincluso había podido oír a escondidas

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una conversación sobre la captura dePony, a la que llevarían viva ante elpadre abad Markwart.

El guardabosque sonrió; con susarcos y las gemas de Pony podrían másque contrarrestar cualquier ataque delargo alcance, y la conversación de losdos monjes acerca de capturar a Ponydemostraba que no se habían enteradode lo que les esperaba.

—Conduzcámoslos hacia nosotros—le pidió a Pony—. Preparemos elcampo de batalla.

El pequeño altiplano parecía unlugar adecuado para un campamento,

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pues estaba situado en la plataforma deun monte rocoso y tenía sólo un posibleacceso, que además era escarpado ypeligrosamente desprotegido.

Había una zona despejada, con unapequeña hoguera encendida, rodeada derocas por los cuatro costados salvo poruno, donde había un bosquecillo.

El hermano Youseff sonrióperversamente; el granate indicaba quealguien estaba utilizando magia enaquellos andurriales. Guardó la piedraen una bolsa que pendía del cinturón decuerda del hábito marrón, que él yDandelion habían vuelto a ponerse encuanto hubieron salido de la ciudad.

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Tomó la piedra solar y pidió aDandelion que le diera la mano paraaunar sus poderes y así conseguir unescudo antimagia más potente.

—Se proponen utilizar magia contranosotros —explicó Youseff—. Es suprincipal arma, sin duda; pero si somoslo bastante fuertes para inhibir susefectos, de poco les servirán sus armasconvencionales frente a nuestro superioradiestramiento.

Dandelion, muy fuerte físicamente ymuy bien entrenado, esbozó una sonrisaburlona ante la perspectiva de uncombate cuerpo a cuerpo.

—Primero mataremos a los

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compañeros de la mujer —explicóYouseff—. Luego iremos por ella. Sitenemos que matarla, lo haremos. Encaso contrario, nos la llevaremos juntocon las gemas y emprenderemos elregreso.

—¿A Palmaris, primero? —preguntóDandelion, pues ansiaba otraoportunidad con Connor Bildeborough.

Youseff, comprendiendo la supremaimportancia de aquella parte de sumisión, sacudió la cabeza.

—Nos limitaremos a cruzar laciudad para regresar a Saint MereAbelle —anunció. Cerró su mano sobrela de Dandelion y le ordenó—:

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Concéntrate.Pocos minutos más tarde, con el

eficaz escudo antimagia bien situado, losdos monjes empezaron a trepar por elrisco rocoso, avanzando en silencio yllenos de confianza.

Cuando estaban casi arriba atisbaronpor encima del saliente y sonrieronsatisfechos, pues en aquel lugar, sentadojunto a la mujer, estaba ConnorBildeborough: parecía que podríanmatar dos pájaros de un tiro.

Tras intercambiar una mirada paracoordinar el avance, se lanzaron porencima del saliente y aterrizaronsuavemente adoptando una postura

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defensiva.—¡Bienvenidos! —exclamó Connor

con un tono de voz despreocupado, quedesconcertó a los monjes—. ¿Osacordáis de mí?

Youseff lanzó una rápida mirada aDandelion y dio una súbita zancadahacia adelante, con la cual salvó unatercera parte de la distancia que loseparaba del noble, que todavíapermanecía sentado. Inmediatamentedespués se tambaleó: una pequeñaflecha se le había clavado en la parteposterior de la pantorrilla y le habíacortado un tendón.

—Oh, me parece que mis amigos no

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dejarán que os acerquéis —dijo Connoralegremente.

—No os podéis imaginar loperdidos que estáis —añadió RogerDescerrajador avanzando desde detrásde unas rocas para situarse justo detrásde Pony y Connor—. ¿Por casualidad noos habéis tropezado con alguien a quienllaman el Pájaro de la Noche?

Aprovechando aquella oportunidad,el guardabosque, con un soberbioaspecto, a lomos de Sinfonía y con Alade Halcón en la mano, salió delbosquecillo.

—¿Qué vamos a hacer? —murmuróDandelion.

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Youseff clavó su furiosa mirada enConnor.

—Has desacreditado y deshonrado atu tío y a toda tu familia —gruñó—.Ahora eres un proscrito, al igual queesos estúpidos harapientos a los quellamas amigos.

—Valientes palabras para alguienque se encuentra en tu situación —replicó Connor con indiferencia.

—¿Eso crees? —inquirió Youseff,con súbita calma. Con la mano queapretaba su pierna herida, hizo una señasubrepticia a Dandelion.

Repentina y brutalmente Dandelioncargó por delante de su compañero y

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saltó hacia Connor, al tiempo que este selevantaba y desenvainaba la espada contal rapidez que impidió cualquierreacción. Dandelion apartó a un lado laespada de Connor y, con un terriblegolpe de antebrazo en la garganta, loderribó al suelo. Luego saltó por encimade él obligando a Roger a retrocederhasta las rocas.

Youseff saltó con su pierna sanadetrás de Dandelion, con la intención dealcanzar a la mujer y hacerle una presamortal que le permitiría pactar laretirada. Pero, al igual que en el ataqueinicial, el confiado monje infravaloró asu oponente, pues no contaba con el

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enorme poder de Pony con las piedras.El escudo antimagia resistía todavía,aunque no tanto como al principio, pueslos dos que lo habían construido estabanocupados en otras cosas; no obstante,aunque Youseff y Dandelion se hubieranconcentrado sólo en la piedra solar, nohabrían podido neutralizar el poder dePony.

Youseff sintió que sus pies sedeslizaban, no para hacerlo caer, sinomás bien para elevarlo, de formainofensiva, en el aire. La inerciacontinuó impulsándolo hacia adelante,hacia Pony, pero cuando llegó hasta ellaen aquel extraño estado de ingravidez,

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cayó de cabeza con un medio saltomortal. Entonces sintió un súbitopinchazo en la espalda, pues Pony diouna voltereta, le propinó un golpecontundente con ambos pies y lo impulsóde nuevo por encima del risco pordonde había aparecido, dejándolocolgado e inofensivo en el saliente.

Abrumado por el ataque, Roger noestaba en situación de contrarrestarlocuando Dandelion se dio la vuelta paragolpear de nuevo a Connor, mientraseste hacía esfuerzos por levantarse. Elmonje se le echó encima y lo forzó acaer al suelo. A continuación, alzó supoderoso brazo con los dedos de la

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mano rígidos y rectos, dispuestos paraasestar un golpe mortal contra eldesprotegido cuello de Connor.

El noble gruñó, intentó gritar yretorcerse para librarse de su agresor.Cerró los ojos sólo un instante.

Pero el golpe no se produjo. Connorabrió los ojos y vio a Dandelion todavíaen actitud de descargar el golpe,esforzándose por hacerlo y con unaexpresión en el rostro de absolutaincredulidad ante lo que retenía de aquelmodo su poderoso brazo.

El Pájaro de la Noche lo sujetabacon fuerza por la muñeca.

Dandelion se dio la vuelta con una

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agilidad increíble para alguien tanrobusto, al tiempo que inclinaba elhombro hacia abajo para tumbar alguardabosque. Pero Elbryan también semovió: se dio la vuelta por debajo delbrazo de Dandelion y lo retorció con talfuerza que desencajó el codo del monje.

Aullando de dolor, Dandelionrealizó un giro y lanzó un contundentepuñetazo, pero este distó mucho dealcanzar al Pájaro de la Noche, pues elguardabosque se había echado a un lado.Inmediatamente arremetió de nuevocontra Dandelion con una potentecombinación de golpes en la cara y en elpecho.

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El robusto monje avanzó gruñendopor el dolor del brazo y encajando losgolpes para poder acercarse losuficiente a Elbryan y dominarlo con unaapretada llave.

El guardabosque agarró a Dandelionpor la barbilla con una mano, y con laotra le tiró el pelo de la nuca con objetode mantenerlo a raya. De repente, sedetuvo al advertir una curiosaprotuberancia en el pecho del monje. Alprincipio creyó que Dandelion lo habíaengañado en cierto modo y que llevabauna daga para atacarlo, pero cuandomiró más allá, hacia ConnorBildeborough que estaba detrás del

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monje, el guardabosque lo comprendió.Dandelion, con la espada de Connor

atravesada en la espalda y el pecho, sedesplomó en brazos del guardabosque.

—Bastardo —murmuró Connor conseveridad, dando un paso atrás pararecobrar la espada mientras Dandelionrodaba muerto por el suelo.

El Pájaro de la Noche lo dejó caer,se fue hacia Sinfonía y cogió Ala deHalcón; puso una flecha y se dirigióhacia Youseff. Apuntó y tensó el arco.

Pero la amenaza había desaparecidoy los monjes habían sido derrotados;Elbryan simplemente no podía matarlo.

—No lo hagas —dijo Pony en

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completa sintonía con el guardabosquemientras este aflojaba la cuerda delarco.

—Lo mataré yo —dijo Connor conaire grave.

—¿Mientras está ahí colgandodesvalido? —preguntó con escepticismoPony.

Connor pateó el suelo.—Entonces, hagámoslo caer sobre

las rocas —dijo. No hablaba en serio; aligual que Elbryan, él tampoco podíamatar a aquel hombre inerme.

Pony se alegró al constatarlo.—Vamos a rescatar a nuestros

amigos —dijo el guardabosque a

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Youseff—, a quienes el padre abad haencarcelado injustamente.

Youseff se burló de la absolutalocura de tal pretensión.

—Y tú nos guiarás, paso a paso —acabó diciendo el guardabosque.

—¿A Saint Mere Abelle? —preguntó, incrédulo, el monje—. ¡Quéinsensatez! No podéis ni siquieraimaginaros el poder de semejantefortaleza.

—Tampoco tú pudiste ni siquieraimaginar lo que habíamos preparadocontra vosotros —replicó Elbryan sininmutarse.

Sus palabras alteraron

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profundamente a Youseff, que frunció elentrecejo con gesto amenazador y clavóla mirada en Elbryan.

—¿Cuánto tiempo vais a dejarmeaquí colgado? —preguntó con vozuniforme y mortalmente fría—. Acabadconmigo, imbéciles, de lo contrario osprometo vengarme…

Pero su bravata se interrumpióbruscamente al pasar por delante de éluna figura diminuta que lo hizo girar enel aire. El monje se resistió e intentóresponder; entonces advirtió que ya notenía en la mano la piedra solar. Cuandoal fin dejó de girar, Youseff vio al aladoelfo que aterrizaba suavemente en la

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plataforma junto a los demás.—Una piedra solar, como suponías,

Pájaro de la Noche —dijo Juraviel,mientras mostraba la piedra que acababade hurtar—. Sospecho que el granateestá en la bolsa del cinturón, a menosque la tenga el hombre muerto.

Mientras Juraviel hablaba, Elbryanobservaba atentamente a Youseff;comprobó que las palabras del elfohabían acobardado al monje.

—Quizá tiene también una piedradel alma —puntualizó Pony—. Unmedio para estar en contacto con susjefes.

—Naturalmente, no dejaremos que

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la utilice —dijo Connor con una risita; acontinuación, se dirigió al guardabosquey añadió—: Pero permíteme quediscrepe de tu decisión. No nosconducirá a Saint Mere Abelle sino quelo devolveremos a Saint Precious,donde deberá responder por el asesinatodel abad Dobrinion. Yo lo llevarépersonalmente, en compañía de RogerDescerrajador, y haré que la iglesiaconozca la verdad sobre el padre abad.

Elbryan se quedó pensativo mirandoa Connor, mientras consideraba por unosinstantes las consecuencias de su acción,con la que le había salvado la vida. Sihubiera vacilado un solo momento,

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Connor Bildeborough, el hombre que taninjustamente había tratado a Pony,también habría muerto.

El guardabosque no podía permitirsesemejantes debilidades de espíritu, porlo que se apresuró a desechar esososcuros pensamientos; en lo másprofundo de su corazón sabía que sehubiera interpuesto en la trayectoria delgolpe mortal del monje, si esa era laúnica forma de salvarlo a él o acualquiera de sus compañeros.

Miró de nuevo a Youseff y analizó sieran acertadas las palabras de Connor.Recordó el fanatismo del primerhermano Justicia y comprendió que

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Youseff no sería un guía bienpredispuesto, por mucho que loamenazaran. En cambio, si hacían lo queConnor sugería, tal vez no estarían solosen la empresa de liberar a sus amigos.¿Acaso la iglesia no tendría que admitirsu complicidad para desacreditar así alpadre abad?

Parecía verosímil.—Llévatelo —le ordenó el

guardabosque.Belli’mar Juraviel voló por encima

de la plataforma hasta situarse detrás delsuspendido Youseff. Empleando su arcocomo si fuera un palo, el elfo lo empujóhacia la plataforma. Al principio el

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hombre no ofreció resistencia, pero alacercarse al saliente y quedar a menosaltura, dio un giro brusco, adelantó lamano hacia el elfo y cogió el arcomientras Juraviel, prudentemente, losoltaba. Sin embargo, el monje noencontró modo de contener su impulso,por lo que siguió girando.

Y se encontró con Elbryan en elsaliente, con el puño cerrado.

El golpe lo hizo rodar de cabezahacia fuera de la plataforma y lo dejóinconsciente.

Entre risas por el lamentableespectáculo, Juraviel recuperó el arco yempujó al desmayado monje hasta la

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plataforma.

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6

El otro hermanoFrancis

De todas las obligaciones de losmonjes jóvenes de Saint Mere Abelle, elhermano Dellman juzgaba que aquellaera la más dura. Él y otros dos monjesse afanaban con los radios de una ruedagigante: inclinaban la espalda para hacergirar el artefacto, gruñían y gemían, yapretaban los talones en el suelo, aunque

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a menudo resbalaban a causa del enormepeso.

Abajo, mucho más abajo, sostenidopor pesadas cadenas que, por sí solas,ya pesaban casi media tonelada, habíaun enorme bloque de piedra. Buenapiedra, sólida, proveniente de unacantera subterránea situada bajo elextremo sur del patio de Saint MereAbelle. Se llegaba a la enorme extensiónde aquella cantera a través de lostúneles inferiores de la abadía primitiva—maese Jojonah, acurrucado en lasbibliotecas de las plantas inferiores, enocasiones podía oír cómo picaban laspiedras—, pero el mejor sistema para

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transportar las que se necesitaban en lasmurallas de la parte alta de la abadía eraaquel artefacto.

Los maeses y el padre abad juzgabanque el dolor y el esfuerzo eranconvenientes para los monjes jóvenes.

En otra ocasión, el hermano Dellmanposiblemente habría estado de acuerdocon ese criterio. El cansancio físico erabueno para el alma. Pero noprecisamente aquel día, recién llegadosde un largo y difícil viaje. Su únicodeseo era retirarse a su habitación, uncuadrado de dos metros y medio delado, y hacerse un ovillo en su camastro.

—Empuja, hermano Dellman —le

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reprendió maese De’Unnero con su vozaguda—. ¿Acaso quieres que loshermanos Callan y Seumo hagan eltrabajo solos?

—No, maese De’Unnero —gruñó elhermano Dellman inclinando el hombropara empujar con más fuerza el radio yhacerlo girar. Tenía fatigados ydoloridos los músculos de las piernas yde la espalda; cerró los ojos y emitió unprolongado y flojo gemido.

Pero entonces el peso parecióincrementarse súbitamente; la ruedaparecía empeñada en retroceder.Dellman abrió los ojosdesmesuradamente.

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—¡Agárrate bien, hermano!Dellman oyó el grito de Callan y lo

vio tumbado en el suelo; luego advirtióque Seumo perdía el equilibrio y seresbalaba hacia un lado.

—¡Trabadlo! —gritó maese De’Unnero, para que alguien, quienfuera, colocara la clavija bloqueadoradel artefacto.

El pobre Dellman se esforzó todo loque pudo y empujó la rueda con todassus fuerzas, pero inevitablemente suspies empezaron a resbalar. ¿Por qué nohabía vuelto Callan a la rueda?, sepreguntaba. ¿Por qué Seumo no selevantaba? ¿Por qué se movían con tanta

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parsimonia?Pensó en soltar la rueda y salir

corriendo para librarse de aquellatortura, pero sabía que era imposible. Sinadie la sujetaba, el giro de la ruedasería demasiado rápido, demasiadorepentino, y él recibiría un tremendogolpe.

—¡Trabadlo! —gritó de nuevomaese De’Unnero; Dellman lo oyó, perotodos parecían moverse con una lentitudexasperante.

Y la rueda lo venció: los músculosde Dellman habían sobrepasado ellímite de la máxima fatiga.

Entonces retrocedió doblándose

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hacia atrás; todas las articulacionesparecían ir por donde no debían. Oyó ungolpe repentino, como un latigazo,mientras una pierna le estallaba dedolor, y se vio forzado a dar unavoltereta hacia atrás. Sin embargo, unbrazo le quedó enganchado y la rueda, algirar, lo obligó a efectuar un violentomovimiento que al fin lo arrojó muylejos, hasta chocar bruscamente contrauna pila de agua, que se quebró por unlado y le rompió el hombro.

Quedó tumbado en el suelo, apenasconsciente, empapado y cubierto debarro y sangre.

—Llevadlo a mis aposentos

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particulares —dijo una voz; Dellmanpensó que podía ser la De’Unnero.

El padre se acercó a toda prisa y seinclinó sobre él; parecía realmentepreocupado.

—No temas, joven hermano Dellman—dijo De’Unnero. Aunque parecía queintentaba consolarlo, su voz tenía undeje perverso—. Dios está conmigo, ycon su poder te ayudaré a curar tucuerpo maltrecho.

Cuando Callan y Seumo cogieron almagullado joven monje por los brazos ylo levantaron, el sufrimiento se hizo aúnmás intenso. Oleadas de dolor sepropagaron por el cuerpo del pobre

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hermano Dellman: sentía que todos losmúsculos le ardían. Entonces empezó ahundirse más y más en una profundanegrura.

Todos los días parecían haberconfluido en uno solo, pues no se diocuenta de cómo pasaban. El tiempocarecía de sentido para maese Jojonah.Abandonaba la biblioteca inferior sólocuando las necesidades fisiológicas leobligaban a ello y regresaba tan prontocomo podía. No había encontrado nadaútil entre las pilas y pilas de tomos ypergaminos, pero sabía que estabacerca. Lo sentía en su corazón y en su

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alma.De vez en cuando echaba una ojeada

a la estantería de libros prohibidospreguntándose si habrían sido colocadosallí no a causa de algún escrito maligno,sino porque guardaban alguna verdadque resultaría perjudicial a los actualesjerarcas de la orden abellicana. Despuésde repetidas reflexiones de esta índole,en una ocasión incluso se levantó yavanzó unos pasos hacia la estantería,pero maese Jojonah se rio ante su propiaparanoia. Conocía aquellos libros, pueshabía ayudado a hacer su inventario; esehabía sido uno de los trabajosrequeridos para alcanzar la categoría de

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inmaculado. En ellos no había verdadesocultas; eran libros sobre el mal, sobrela magia negra del Dáctilo y sobre laperversión de los poderes de las piedrassagradas para propósitos malignos, paraconvocar demonios o resucitarcadáveres, para producir plagas odestruir cosechas, prácticas inaceptablesincluso en tiempos de guerra. En unaasamblea privada de padres, Jojonahdescubrió que uno de esos libros, enconcreto, describía una destrucciónmasiva de cosechas que la iglesia habíarealizado en el sureño reino de Behrenen el año 67 del Señor, cuando Behren yHonce el Oso se hallaban enzarzados en

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una cruenta guerra por el control de lospasos a través de la cordillera deCinturón y Hebilla. La hambruna habíacambiado el sentido de la batalla, pero,al considerarlo retrospectivamente, elcoste en vidas inocentes y enemistadesduraderas no había compensado lavictoria.

No, aquellos libros ubicados en eloscuro rincón de la biblioteca inferiorno ofrecían ninguna muestra de justicia ode verdad, a menos que se aprovecharanlas lecciones que podían aprenderse delos terribles errores del pasado.

Pero Jojonah tenía que recordárselomuy a menudo, mientras los días se

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sucedían sin ninguna novedaddestacable. Otra cosa empezó aperturbar la sensibilidad del afablepadre, de modo que su preocupación fuecreciendo hasta abrumarlo: lainquietante situación de los prisionerosde Markwart. Lo estaban pagando caro,quizás incluso ya habían pagado elprecio supremo, por culpa de su demoraen la biblioteca. Una parte considerablede su conciencia le decía que fuera acomprobar cómo estaban aquella pobregente y el centauro, el cual, si habíaestado con Avelyn cuando este habíaderrotado al demonio Dáctilo, era porsupuesto un héroe.

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Pero Jojonah no podía salir de allí,todavía no, y por lo tanto tuvo quesuperar su preocupación por losprisioneros. Tal vez su trabajo allí lossalvaría, se dijo a sí mismo, o quizásimpediría que la iglesia cometiera másadelante alguna de aquellas atrocidades.

Por lo menos, había realizadoalgunos progresos. La biblioteca noestaba tan dispuesta al azar como habíacreído al principio. Estaba dividida ensecciones, y estas se hallaban ordenadascronológicamente, desde los primerosdías de la iglesia hasta unos dos siglosantes, cuando construyeron las nuevasbibliotecas y aquel lugar se convirtió en

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un almacén y dejó de ser una zonadestinada al trabajo. Afortunadamentepara Jojonah, la mayoría de los escritosdel período en que vivía el hermanoAllabarnet, por lo menos los que sehabían obtenido extramuros de SaintMere Abelle, estaban guardados alláabajo.

Tan pronto como descubrió laestructura general de la biblioteca,maese Jojonah empezó a inspeccionarlos tomos más antiguos, los datadosantes del año 1 del Señor, la GranEpifanía, la Renovación, que dividió laiglesia en Viejo Canon y Nuevo Canon.Jojonah imaginó que sus respuestas

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podrían encontrarse en la época anteriora la Renovación, en los comienzos de laorganización de la iglesia, en lostiempos de San Abelle.

Pero no encontró nada; los pocosdocumentos que quedaban —y aún eranmenos los legibles— eran decorosostrabajos, sobre todo canciones, queloaban la gloria de Dios. Muchos sehabían escrito en pergaminos tan frágilesque Jojonah no se atrevió ni siquiera atocarlos, y otros se hallaban grabados entablas de piedra. Los escritos de SanAbelle no se encontraban allá abajo,naturalmente, sino que podían verse enla biblioteca superior. Jojonah se los

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sabía de memoria y no recordaba nadaque pudiera ayudarlo en suinvestigación. Las enseñanzas eran, ensu mayor parte, de carácter general,sabias palabras acerca de normasgenerales de conducta, abiertas amúltiples interpretaciones. Pero el padrehizo votos para volver a revisarlos otravez cuando se presentara la ocasión,para comprobar si podía leerlos bajouna nueva luz gracias a sus nuevasreflexiones, para verificar si leaportaban alguna señal de losverdaderos preceptos de la iglesia.

El mayor deseo de Jojonah eraencontrar la Doctrina de los Abades en

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el trascendental año de la Gran Epifanía,pero sabía que no era posible. Una delas cosas más grotescas de la ordenabellicana era que el original de laDoctrina de los Abades se habíaperdido hacía siglos.

Así pues, el padre prosiguió con loque tenía a mano y se dedicó a las obrasescritas inmediatamente después de lacreación del Nuevo Canon. Pero noencontró nada. Absolutamente nada.

Un hombre con menos coraje sehabría rendido ante aquella tareadesalentadora, pero la idea deabandonar no cabía en la cabeza deJojonah. Continuó su exploración

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cronológica y encontró algunos indiciosprometedores entre los escritos de losprimeros padres abades, el sentido dealgunas frases, por ejemplo, que jamáspodría imaginar en boca de Markwart.

Entonces encontró el tomo másinteresante: un pequeño libroencuadernado en tela roja, escrito por unjoven monje, el hermano FrancisGouliard en el año 130 del Señor, elaño siguiente al primer viaje aPimaninicuit tras la Gran Epifanía.

Las manos de Jojonah temblabanmientras pasaba las páginascautelosamente. El hermano Francis —qué irónico que parecía aquel nombre—

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había sido uno de los preparadores deaquel viaje y, al regresar, había escritola historia de la expedición.

Este solo hecho impresionóprofundamente a Jojonah; en laactualidad a los monjes que regresabande Pimaninicuit se les aconsejaba o,mejor dicho, se les prohibía inclusomencionar aquel lugar. El hermanoPellimar había regresado con la lenguademasiado suelta y, no por casualidad,no había vivido mucho para contarlo.Sin embargo, en la época de FrancisGouliard, se animaba a lospreparadores, según el texto, a detallarlas incidencias del viaje.

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Aunque en la oscura habitaciónhacía frío, Jojonah sintió que el sudor lebajaba por la frente, y tuvo que evitarque las gotas le cayeran sobre aquellaspáginas tan delicadas. Le temblaban losdedos cuando con gran precauciónvolvió la página y leyó:

… para encontrartus más pequeñaspiedras grises yrojas y prepararlasa conciencia conobjeto de conseguirpiadosascuraciones para

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todo el mundo.

Maese Jojonah se recostó en la sillay exhaló un profundo y tranquilizadorsuspiro. ¡Ahora comprendía por quéhabía en la abadía una cantidad tanenorme de pequeñas hematites,pequeñas piedras grises y rojas! Elpasaje siguiente, en el cual el hermanoFrancis Gouliard escribía acerca de suscompañeros de viaje, todavía leimpresionó más profundamente:

Treinta y treshermanostripularon el Mar

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Abelle, hombresjóvenes, fuertes ymuy bienadiestrados,encargados dellevar a los dospreparadores a laisla dePimaninicuit yregresar.Y luego los treintay uno (pues dosmurieron) sereunieron para lacatalogación ypreparación final.

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—Hermanos —murmuró Jojonah envoz baja—. En el Mar Abelle.Empleaban monjes.

El padre se había quedado sinaliento y era incapaz de articularpalabra alguna. Un torrente de lágrimasinundó su rostro al recordar el destinod e l Corredor del Viento y de sudesgraciada tripulación, hombrescontratados —y además una mujer—, enlugar de hermanos. Le llevó largo ratorecuperarse y continuar la lectura. Elhermano Francis Gouliard tenía un estilomuy difícil; muchas palabras eranarcanos que Jojonah no sabía descifrar,y el hombre tenía tendencia a escribir

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según le venían las cosas a la mente, enlugar de seguir un orden cronológico.Unas pocas páginas más adelante, elhermano Francis se dedicaba a describirla partida de Saint Mere Abelle, elinicio del viaje.

Y allí estaba un edicto del padreabad Benuto Concarron, en suparlamento de despedida al barco y a latripulación, en el que pedía que la ordenabellicana difundiera los dones de Dios,las gemas, junto con la palabra de Dios.

Piedad, dignidad, pobreza.Jojonah lloró sin contenerse; aquella

era la iglesia en la que él podía creer, laiglesia que había arraigado en un

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hombre tan puro de corazón comoAvelyn Desbris. Pero ¿qué habíasucedido para que alterara tanto surumbo? ¿Por qué estaban las piedrasgrises y rojas todavía en Saint MereAbelle? ¿Dónde estaba la caridad?

—¿Y dónde está ahora? —sepreguntó Jojonah en voz alta, pensandode nuevo en los pobres prisioneros.¿Adónde había ido a parar la iglesia delhermano Francis Gouliard y del padreabad Benuto Concarron?

»Maldito seas, Markwart —murmuró maese Jojonah, concentrándoseen el significado de cada palabra.Escondió el libro debajo de sus

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voluminosos hábitos, salió de lossótanos y se encaminó directamente a suhabitación en busca de intimidad. Pensóque tenía que ver al hermano Braumin,pero decidió que eso podía esperar,pues había otro asunto que loobsesionaba desde hacía varios días.

Así pues, bajó sin tardanza otra veza las plantas inferiores de Saint MereAbelle, al otro extremo de la inmensaabadía, a las salas que el padre abadhabía convertido en mazmorras. No sesorprendió demasiado al ver que habíaun monje montando guardia; el joven sele interpuso para impedirle el paso.

—No voy a perder el tiempo

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discutiendo contigo, joven hermano —fanfarroneó Jojonah, tratando deimpresionarlo—. ¿Cuántos años hantranscurrido desde que pasaste por lavía de los que sufren de buen grado?

¡Por supuesto el formidable padrehabía impresionado al pobre y jovenhermano!

—Un año, padre —respondió casien un susurro—, y cuatro meses.

—¿Un año? —tronó Jojonah—. ¿Yte atreves a impedirme el paso? Alcancéla categoría de padre antes de quenacieras, y aún te atreves a ponertefrente a mí y a decirme que no puedopasar.

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—El padre abad…Jojonah ya había oído bastante.

Extendió el brazo y apartó al jovenabriéndose paso con violencia, mientrasclavaba la mirada en el monje,desafiándolo a que intentara detenerlo.

El joven tartamudeó una débilprotesta, pero no pudo hacer otra cosamás que patear el suelo con frustración eimpotencia, mientras Jojonah continuababajando las escaleras. Al fondo habíaotros dos monjes jóvenes de guardia,pero Jojonah ni siquiera se dignódirigirles la palabra; siguió adelante,empujándolos, y tampoco ellos seatrevieron a impedirle el paso por la

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fuerza. No obstante, uno de ellos se fuedetrás de él, quejándose a cada paso,mientras el otro se marchaba corriendoen sentido contrario; Jojonah estabaseguro de que iba a avisar al padreabad.

También estaba seguro de que estabapisando un terreno peligroso, tal vezobligando al padre abad a ir demasiadolejos. Pero el libro que había encontradono había hecho más que fortalecer suresolución de oponerse con firmeza a lasinjusticias del padre abad. Hizo votos ensilencio para no dar su brazo a torcer,fuese cual fuese el castigo, y paracomprobar el estado de los pobres

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prisioneros, a fin de verificar si seguíanvivos y su trato era pasable. Jojonah seestaba arriesgando en grado sumo yracionalmente podía argüir que a largoplazo era más ventajoso quedarse en lasombra sin hacer nada. Pero esa actitudno serviría de mucho a los pobresChilichunk y al heroico centauro;además, Jojonah sabía que aquelargumento era uno de los que hombrescomo Markwart utilizaban a menudopara justificar acciones impías ocobardes.

De modo que no se preocupó enabsoluto por analizar si sucomportamiento podía llevar la rabia de

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Markwart a una situación límite. Empujóuna puerta y luego a otro alarmado jovenmonje, y bajó por otra escalera.Entonces se detuvo: el hermano Francisestaba frente a él.

—No deberías estar aquí abajo —declaró Francis.

—¿Quién lo dice?—El padre abad Markwart —

contestó Francis sin vacilar—. Sólo él,yo mismo y maese De’Unnero estamosautorizados a bajar por las escalerasinferiores.

—Un meritorio equipo —dijo consarcasmo maese Jojonah—. Y ¿por quées así, hermano Francis? ¿Para que

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podáis torturar a los pobres e inocentesprisioneros en privado? —dijo en vozalta, y experimentó cierta alegría al oírque un joven vigilante detrás de élarrastraba los pies con manifiestaincomodidad.

—¿Inocentes? —repitió Francis conescepticismo.

—¿Estáis tan avergonzados devuestros actos que debéis realizarlosaquí abajo, lejos de la vista de los querezan? —insistió maese Jojonah,avanzando un paso más mientras hablaba—. Sí, he oído la historia de GradyChilichunk.

—Un accidente en la carretera —

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protestó Francis.—¡Oculta tus pecados, hermano

Francis! —replicó Jojonah—. ¡Pero pormucho que los ocultes, siempre seguiránsiendo pecados!

Francis sonrió despectivamente.—No puedes entender el significado

de la guerra que estamos librando —protestó—. ¡Te apiadas de criminales,mientras gente inocente paga caro porculpa de sus crímenes contra la iglesia,contra toda la humanidad!

La respuesta de Jojonah llegó enforma de un pesado gancho de izquierda.Este no pilló totalmente desprevenido alhermano Francis, que se las apañó para

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dar un giro, por lo que el golpe sólo lerozó la cara. Al fallar, maese Jojonahperdió el equilibrio, y el hermanoFrancis saltó encima de él, lo inmovilizócon una apretada llave en la garganta ylo torció con fuerza.

Maese Jojonah se revolvió y seretorció, pero sólo por un instante, yaque la interrupción brusca del flujo desangre al cerebro, le hizo perder laconciencia.

—¡Hermano Francis! —chilló eljoven monje, presa de pánico, corriendoa toda prisa para separarlos. Francis lodejó hacer de buen grado y Jojonah sedesplomó pesadamente sobre el suelo.

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Oyó un fuerte ruido de pasos sobrela madera. Paso a paso, fuesumergiéndose en el ritmo de aquellaszancadas, las siguió y se dejó llevar porellas de nuevo al mundo de los vivos. Laluz pareció deslumbrarlo, pues sus ojosse habían habituado durante los últimosdías a la oscuridad; en cuanto consiguióque su vista se adaptara, supoexactamente dónde se hallaba: recostadoen una silla en la habitación privada delpadre abad Markwart.

Markwart y el hermano Francisestaban de pie frente a él; ninguno de losdos parecía demasiado contento.

—Atacaste a un monje —empezó

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diciendo con brusquedad el padre abadMarkwart.

—Era un subordinado impertinenteque necesitaba una reprimenda —replicó maese Jojonah mientras sefrotaba las legañas de los ojos—. Unhermano que necesitaba imperiosamenteuna buena zurra.

Markwart miró al presuntuosohermano Francis.

—Tal vez —asintió, simplementepara rebajar los humos del engreídojoven monje—. Pero —continuóvolviendo a dirigirse a Jojonah—, nohacía más que cumplir mis órdenes.

Maese Jojonah hizo enormes

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esfuerzos para controlarse, pues teníaganas, unas ganas imperiosas, de mandara paseo su prudente pragmatismo y dedecirle a Markwart, al perversoMarkwart, exactamente qué pensaba deél y de su desviada iglesia. Se limitó amorderse el labio y dejó que el ancianocontinuara.

—Abandonaste tus obligacionespara impulsar la causa del hermanoAllabarnet —le reprochó el padre abad—. Una meritoria causa, creo yo, dadoel destino del pobre abad Dobrinion,pues los monjes de Saint Preciousnecesitan algo que les levante la moralen estos tiempos tan oscuros. Y, sin

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embargo, abusas del tiempo libre que teconcedí y atraviesas toda la abadía paramezclarte en asuntos que no son de tuincumbencia.

—¿Acaso no tengo que preocuparmede que haya prisioneros inocentes en lasmazmorras? —replicó maese Jojonahcon voz firme y potente—. ¿Acaso notengo que preocuparme por sereshumanos que no han cometido delito nipecado alguno y por un centauro, quequizás es un héroe, cuando todos ellosestán encadenados en las mazmorras deeste supuesto santuario sagrado ysometidos a torturas?

—¿Torturas? —se burló el padre

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abad—. No sabes nada al respecto.—Por eso mismo intenté enterarme

—explicó Jojonah—. Pero tú me loimpediste, se lo impedirías a cualquiera.

Markwart se burló de nuevo.—No sometería a los asustados

Chilichunk y al potencialmente peligrosoBradwarden a interrogatorios de otros.Son responsabilidad mía.

—Son tus prisioneros —corrigióJojonah.

El padre abad Markwart reflexionóy suspiró profundamente.

—Prisioneros —repitió—. Sí, loson. Dices que no han pecado, pero sonaliados de los ladrones que tienen las

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gemas robadas. Dices que no hancometido ningún delito, pero tenemosmuy buenas razones para creer que elcentauro estaba aliado con el demonioDáctilo, y sólo la destrucción accidentalde Aida le impidió reunirse con él paradesbocarse contra la gente de bien detodo el mundo.

—Destrucción accidental —repitióJojonah con incredulidad y sarcasmo.

—¡Ese ha sido el resultado de miinvestigación! —chilló súbitamenteMarkwart, mientras se acercaba tanto ala silla de Jojonah que este, por unmomento, creyó que iba a pegarle—. Yahora tú te dedicas a emprender otras

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pesquisas.Si por lo menos comprendieras la

verdad, replicó sin verbalizarloJojonah, y se alegró de haber escondidoel libro antiguo en su habitación antes deintentar llegar hasta los prisioneros.

—¡Ni siquiera fuiste capaz decumplir con tu deber! —prosiguióMarkwart—. Y mientras trabajabas,enterrado en obras antiguas que carecende importancia en la peligrosa situaciónactual, poco faltó para que uno denuestros hermanos más jóvenes sematara.

Jojonah aguzó los oídos.—En el patio —prosiguió Markwart

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—. Mientras realizaba un trabajo quehabitualmente controlas tú, pero quemaese De’Unnero tuvo que supervisar,además de ocuparse de los jornalerosque está dirigiendo. Tal vez esa fue lacausa que le impidió reaccionar atiempo cuando dos de los tres hermanosque empujaban la rueda resbalaron.Faltó poco para que la repentinatracción partiera por la mitad al tercero,al pobre Dellman.

—¡Dellman! —gritó Jojonah, casisaltando de la silla y obligando aMarkwart a retroceder. El pánico hizopresa de la mente de Jojonah;súbitamente se preocupó por el hermano

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Braumin, al que hacía días que no veía.¿Cuántos «accidentes» habríanocurrido?

No obstante, se dio cuenta de que suexcitación no hacía más que implicar aDellman en la conspiración y, porconsiguiente, se esforzó al máximo porcontrolarse y se recostó de nuevo en lasilla.

—¿El mismo hermano Dellman quenos acompañó a Aida? —preguntó.

—El único hermano Dellman —replicó severamente Markwart,advirtiendo la argucia.

—Qué lástima —comentó Jojonah—. ¿Está vivo, pese a todo?

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—Apenas, y quizá no por muchotiempo —contestó el padre abad,reanudando sus paseos.

—Iré a verlo.—¡No irás! —espetó el padre abad

—. Está bajo la custodia de maese De’Unnero; te prohíbo que intentes nisiquiera hablarle. No necesita oír tusdisculpas, maese Jojonah. Que la culpade tu ausencia pese sobre tu cabeza.Quizás eso te encauce de nuevo en tusverdaderos deberes y objetivos.

La idea de que él tuviera algunaresponsabilidad era absurda, porsupuesto, pero Jojonah comprendió lasutil intención subyacente en las

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palabras del padre abad. Markwartestaba utilizando ese pretexto paramantenerlo apartado del hermanoDellman, para evitar que influyera sobreel joven, mientras De’Unnero, tan eficazpara deformar la mente de los hermanosque salieron en busca de Avelyn,realizaba su perverso trabajo.

—Me servirás de testigo, hermanoFrancis —dijo Markwart—. Te aviso,maese Jojonah, si oigo que te acercas alhermano Dellman, las consecuenciastanto para ti como para él seránterribles.

A Jojonah le sorprendió queMarkwart hubiera mostrado sus cartas,

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que lo hubiera amenazado casiabiertamente. Todo se estabadesarrollando de acuerdo con losintereses del padre abad, le parecía aJojonah; así que ¿por qué había dadoaquel paso tan temerario?

No se esforzó por descubrir larespuesta; simplemente inclinó la cabezay se fue, sin la menor intención dedesobedecer, por el momento, aquellaorden de Markwart. Razonó que seríamejor para el hermano Dellman querompiera toda conexión con él durantelos días siguientes. Además, sólo estabaempezando su trabajo. Tomó una frugalcomida, se fue a su habitación y suspiró

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profundamente aliviado al comprobarque el tomo seguía allí. Luego volvió alas escaleras inferiores y se dirigió otravez hacia las antiguas bibliotecas, enbusca de otras piezas del rompecabezas,que cada vez resultaba más apasionante.

Las puertas estaban selladas,bloqueadas por pesadas tablas. Un jovenmonje, al que Jojonah no conocía, estabamontando guardia.

—¿Qué significa esto? —preguntó elpadre.

—Ya no se permite la entrada a lasbibliotecas inferiores —replicó deforma mecánica el hombre—. Por ordende…

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Incluso antes de que terminara,maese Jojonah se alejó precipitadamentey subió los peldaños de dos en dos. Nose sorprendió al encontrar al padre abadMarkwart esperándolo en sus aposentosparticulares; en aquella ocasión estabasolo.

—No me dijiste nada acerca de lasuspensión de mi trabajo —empezódiciendo maese Jojonah, mientras conmucha cautela buscaba la estrategia másadecuada para aquella lucha, puesestaba convencido de que podríaresultar decisiva.

—Ahora no es el momento depreocuparse por la santidad del hermano

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Allabarnet —replicó el padre abadserenamente—. No puedo permitirmetener a uno de mis padres malgastandoun tiempo precioso en esossubterráneos.

—Una palabra curiosamente bienelegida —respondió Jojonah—, siconsideramos que tienes a muchos de tushermanos de mayor confianzamalgastando el tiempo en subterráneosde otra índole.

Percibió el brillo de la cólera en losojos del anciano, pero Markwartrecuperó la calma enseguida.

—El proceso de canonización tendráque esperar hasta que acabe la guerra —

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dijo.—Según dicen todos, es posible que

ya haya acabado —se aprestó aresponder Jojonah.

—Y hasta que se acaben lasamenazas contra nuestra orden —añadióel padre abad Markwart—. Es razonablesuponer que si un powri pudo entrar enlos aposentos del abad Dobrinion, nadiepuede sentirse seguro. Nuestrosenemigos están desesperados en estosmomentos, pues la guerra les va mal, yes lógico pensar que puedan empezaruna larga campaña de asesinatos denuestros jerarcas más importantes.

Jojonah tuvo que hacer denodados

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esfuerzos para que la lengua no se lesoltara, para reprimirse y no acusar aMarkwart, allí mismo y en aquel mismomomento, de complicidad en elasesinato de Dobrinion. Ya no leimportaba ni un ápice su bienestarpersonal, y habría presentado cargoscontra el padre abad de forma directa ypública iniciando una lucha interna queprobablemente le costaría la vida. Perono podía hacerlo, se recordó a sí mismomuchas veces durante unos pocossegundos. Tenía que pensar en losdemás: Dellman, Braumin Herde,Marlboro Viscenti y los pobresprisioneros. Por ellos, y no por él

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mismo, no podía entablar una batallaabierta contra Markwart.

—El proceso también tendrá queaguardar a que recuperemos las gemasrobadas —prosiguió Markwart.

—O sea que tendré que quedarmesin hacer nada en las plantas superiores—se atrevió a observar Jojonah.

—No; tengo otros planes para ti —replicó Markwart—. Asuntos másimportantes. Es evidente que ya estásrestablecido y en forma como paraatacar a otro monje, por lo que debesprepararte para emprender otro viaje.

—Pero si acabas de decir que lacanonización se demoraría —respondió

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Jojonah.—Eso dije —repuso Markwart—.

Pero tu destino ya no es Saint Honce;irás a Palmaris, a Saint Precious, paraser testigo del nombramiento de unnuevo abad.

Maese Jojonah no pudo disimular susorpresa. No había ningún monje en laabadía preparado para ocupar aquelcargo; por lo que él sabía, ni siquiera sehabía hablado de la sucesión, tema que,lógicamente, se trataría en la asambleade abades que se celebraría más tarde,aquel mismo año.

—Maese De’Unnero —contestó elpadre abad Markwart a su pregunta no

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formulada.—¿De’Unnero? —repitió Jojonah

con incredulidad—. ¿El padre másjoven de todo Saint Mere Abelle, unhombre prematuramente promocionadodebido a la muerte de maese Siherton?

—Debido al asesinato de maeseSiherton a manos de Avelyn Desbris —se apresuró a recordarle Markwart.

—¿Asumirá la dirección de SaintPrecious? —continuó Jojonah,demasiado absorto para ni siquiera notarel último puyazo verbal—. Ciertamentees un cargo de gran importancia, dadoque Palmaris está muy cerca del frentede batalla.

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—Exactamente por esa razón escogía De’Unnero —replicó con calmaMarkwart.

—¿Escogiste? —repitió Jojonah.Había muy pocos precedentes de algosemejante; el nombramiento de un abad,incluso el de un monje de la mismaabadía afectada, no era un tema menor yse dejaba al criterio colectivo de laasamblea de abades.

—No hay tiempo para convocar laasamblea con la premura necesaria —explicó Markwart—. Tampoco podemosesperar hasta la convocatoria previstapara Calember. Hasta entonces,actuando en lo que considero

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condiciones de emergencia, henombrado a maese De’Unnero comosustituto de Dobrinion.

—Temporalmente —dijo Jojonah.—Permanentemente —replicó con

severidad—, y tú, maese Jojonah, loacompañarás.

—Acabo de regresar después demuchas semanas en la carretera —protestó Jojonah, pero sabía que estabavencido.

Comprendió que se habíaequivocado al intentar visitar a losprisioneros, al presionar demasiado aMarkwart. Ahora lo pagaría. El padreabad se había mantenido dentro de la

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legalidad al detener el proceso decanonización durante un tiempo; si elnombramiento para abad de De’Unneroa cargo del padre abad sería permanenteo no, era algo que se decidiría en lapróxima asamblea de abades y no antes.Jojonah se encontraba sin pretextos y sincapacidad de maniobra.

—Permanecerás en Saint Preciouspara ayudar al padre… al abad De’Unnero, en calidad de su segundo —prosiguió Markwart—. Si él lo desea,podrás regresar a Saint Mere Abelle conél para la asamblea.

—Tengo más categoría que él.—Ya no —replicó Markwart.

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—Yo… la asamblea no estará deacuerdo —protestó Jojonah.

—Eso se verá a mediados deCalember —replicó Markwart—. Si losdemás abades y los votos de sussegundos creen conveniente rechazar mipropuesta, entonces tal vez serásnombrado abad de Saint Precious.

Pero Jojonah sabía que, paraentonces, Markwart probablemente yahabría recuperado las gemas y que todoslos monjes aliados con la causa deJojonah o, incluso, sus fervientesdefensores se habrían visto obligados airse de Saint Mere Abelle o habrían sidovíctimas de «accidentes» como el del

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hermano Dellman, o se habríanconvertido a la forma de pensar deMarkwart mediante toda clase dementiras y amenazas. Para aquelloshermanos de profundas convicciones,como él mismo, Markwart encontraríamisiones en remotas y peligrosas tierras.Hasta aquel momento maese Jojonah nose había dado verdadera cuenta delterrible enemigo que el viejo padre abadpodía ser.

—Quizá volvamos a vernos —dijoMarkwart, sacudiendo la mano en señalde despedida—. En atención a la paz denuestros espíritus, espero que no.

«Se acabó», pensó maese Jojonah.

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7

Resolución

Avistaron agrupaciones de casas,granjas en su mayor parte, al norte dePalmaris, y se sintieron reconfortados alver que mucha gente había abandonadola protección de las murallas de laciudad y había regresado a sus hogares.

—La región está volviendo a lanormalidad —observó Connor. Ibamontado a horcajadas sobre su caballo,cerca de Pony, que montaba a Sinfonía

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junto con Belli’mar Juraviel. Elbryan yRoger caminaban delante flanqueando alhermano Youseff, que tenía las manosestrechamente atadas a la espalda—.Pronto recuperaremos la paz —prometióConnor. Su vaticinio les pareció muyfactible a los demás, pues no habíanvisto ningún monstruo durante todo elcamino hasta allí.

—Es posible que Caer Tinella yTierras Bajas hayan sido los últimosbaluartes de monstruos en la región —dedujo el guardabosque—. La presenciade algunos de ellos no resultaría un granproblema para la guarnición dePalmaris. —El guardabosque hizo un

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alto, tomó la brida de Sinfonía y lodetuvo. Miró hacia sus dos amigos, yambos, Pony y Juraviel, comprendieron.

»No cometeremos la temeridad deentrar en la ciudad —declaró Elbryan aConnor—. Ni siquiera la de acercarnospara que la gente de las granjas puedavernos —añadió mirando al hermanoYouseff—. El solo hecho de saber algode nosotros podría ocasionarlesproblemas.

—Porque admites que estáisseñalados como proscritos —comentóaguda y ásperamente el hermano Youseff—. ¿Creéis que la iglesia dejará deperseguiros? —preguntó con una sonrisa

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perversa, totalmente impropia de unprisionero.

—Es posible que la iglesia tengaotros problemas más urgentes cuando sesepa la verdad de lo que hicisteis enSaint Precious —indicó Connor,haciendo avanzar a Piedra Gris hastasituarlo entre el monje y elguardabosque.

—¿Y qué pruebas tenéis de esasabsurdas acusaciones? —se apresuró areplicar el hermano Youseff.

—Ya veremos —contestó Connor.Se volvió hacia Elbryan y hacia los dosque montaban a Sinfonía—. Roger y yolo entregaremos a mi tío —explicó—.

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Utilizaremos los cauces del podersecular antes de intentar determinarcuántos miembros de la iglesia tomaránpartido por este perro y sus amos.

—Podrías estar empezando unapequeña guerra —razonó Pony, pues erabien sabido que la iglesia era casi tanpoderosa como el estado, y algunos delos que habían sido testigos de lospoderes mágicos de la abadía SaintMere Abelle incluso creían que laiglesia era más poderosa.

—Si la guerra ha de empezar, hayque dejar claro que la iniciaron los queasesinaron al abad Dobrinion, no yo nimi tío —repuso Connor con convicción

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—. Yo me limito a cumplir con mi deberen respuesta a ese acto atroz y endefensa de mi propia vida.

—Esperaremos noticias vuestras —indicó Elbryan, que no tenía ganas deincidir más en aquella cuestión.

—Roger y yo nos reuniremos convosotros tan pronto como podamos —asintió Connor—. Sé que estásimpaciente por seguir tu camino.

Se detuvo en aquel punto porprecaución, pues no quería que elpeligroso monje que llevaban prisionerosupiera que Elbryan se proponía ir lomás pronto posible a Saint Mere Abelle.Había visto tantos prodigios producidos

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por la magia de las piedras, que Connorpensó que sería una insensatez que elguardabosque declarara abiertamente aYouseff que irían en socorro de susamigos prisioneros. Cuanto menosinformación concreta conociera aquelpeligroso monje, mejor para todos ellos.

Connor hizo una seña a Elbryan ydesvió su caballo; el guardabosque echóa andar a su lado y se alejaron de losdemás.

—Quiero desearte buena suerte,Pájaro de la Noche, por si no pudieravolver —dijo el noble con todasinceridad. Elbryan siguió la mirada delnoble hacia Pony—. Sería un mentiroso

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si no admitiera que te envidio —prosiguió Connor—. Yo también la amé;¿quién no lo haría, después de haberadmirado su belleza?

Elbryan no sabía qué decir, y no dijonada.

—Pero es evidente quién es eldueño del corazón de Jill… de Pony —añadió Connor después de unaprolongada e incómoda pausa—. Sucorazón te pertenece —dijo mirándolo alos ojos.

—No tienes intención de regresar —dijo Elbryan comprendiéndolo derepente—. Entregarás al monje ydespués te quedarás en Palmaris.

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El hombre se encogió de hombrossin comprometerse.

—Es doloroso verla —admitió—,doloroso y, a la vez, maravilloso.Todavía no he averiguado cuál de lasdos emociones prevalece.

—Que tengas suerte —respondióElbryan.

—Lo mismo digo —dijo Connor.Miró otra vez a Pony—. ¿Puedodespedirme de ella en privado? —preguntó.

Elbryan contestó con una sonrisa deaprobación, aunque consideraba queaquello no era decisión suya enabsoluto. Si Pony quería hablar en

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privado con Connor, lo haría, al margende lo que él, Elbryan, pensara alrespecto. Para ponerle las cosas másfáciles a Connor, pues sentía una sincerasimpatía hacia él, volvió junto a Ponypara transmitirle la petición. Trasesperar a que Juraviel bajara deSinfonía, la mujer espoleó al caballopara reunirse con el noble.

—Tal vez no vuelva —explicóConnor.

Pony asintió, insegura aún de porqué Connor había aparecido en subúsqueda.

—Tenía que volver a verte —prosiguió comprendiendo la pregunta no

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verbalizada de Pony—. Tenía que saberque estabas bien; tenía que…

Hizo una pausa y exhaló un profundosuspiro.

—¿Qué quieres de mí? —preguntóPony con brusquedad—. ¿Qué podemosdecirnos que no nos hayamos dichoantes?

—Tienes que perdonarme —declaróConnor, y entonces intentódesesperadamente explicárselo—. Mesentí herido… mi orgullo. No queríaenviarte lejos, pero no podía soportarverte, saber que no me amabas…

La sonrisa de Pony lo hizo callar.—Jamás te he culpado, o sea que no

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tengo nada que perdonarte —respondióserenamente—. Creo que lo ocurridoentre nosotros fue trágico para los dos.La nuestra es una amistad muy especial ysiempre la guardaré como un tesoro.

—Pero lo que hice en nuestra nochede bodas… —protestó Connor.

—Es lo que no hiciste lo que mepermite no culparte —repuso Pony—.Habrías podido poseerme y, si lohubieras hecho, jamás te lo habríaperdonado, desde luego; habría utilizadomi magia para derribarte en el prado laprimera vez que volví a verte —añadió.En cuanto las palabras salieron de suboca se dio cuenta de que estaba

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mintiendo. Cualesquiera que fuesen sussentimientos hacia Connor, no podíautilizar las gemas, los dones sagrados deDios, con objeto de vengarse.

—Lo siento —dijo Connor consinceridad.

—Yo también —respondió Pony; seinclinó hacia él y lo besó en la mejilla—. Buena suerte, Connor Bildeborough.Ahora ya sabes quién es el enemigo.Suerte en la pelea —añadió antes degirar al caballo y regresar junto aElbryan.

Poco después, Pony, Elbryan yJuraviel se dirigían de nuevo hacia elnorte, llenos de esperanza, pero

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haciendo planes para un viaje quesabían podría resultar tan siniestro comola expedición a Aida para enfrentarse aldemonio Dáctilo. Confiaban en que lamisión de Connor sería fructífera yrápida, y que el rey y los miembrossensatos y piadosos de la ordenabellicana, si es que quedaba alguno, sevolverían contra aquel perverso padreabad que tan injustificadamente habíahecho prisioneros a Bradwarden y a losChilichunk. También abrigaban laesperanza de encontrar a sus amigossanos y libres antes incluso de que ellosllegaran a Saint Mere Abelle.

Pero la experiencia indicaba algo

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muy distinto, ya que las accionespolíticas de esa índole tardaban meses,incluso años. Bradwarden y losChilichunk no podían esperar, no se lospodía hacer esperar, y por consiguientelos tres decidieron que saldrían hacia laabadía de la bahía de Todos los Santostan pronto como Roger, tal vez encompañía de Connor, estuviera deregreso.

Con la misma determinación, Rogery Connor partieron hacia Palmaris.Connor tenía mucha fe en su tíoRochefort. Desde que era un chiquillo,siempre había considerado que eraalguien que podía realizar grandes

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cosas, un hombre importante que influíaen la vida de la ciudad. En lasnumerosas ocasiones en las que Connorse había metido en líos, su tío Rochefortse había ocupado del asunto condiscreción y eficacia.

El hermano Youseff percibió laconfianza de Connor, tanto porquepresumía de lo que su tío llevaría a cabocomo por la manera jactanciosa de irmontado en la silla.

—Deberías comprender, maeseBildeborough, las consecuencias deestar aliado con esos dos —echó en carael monje.

—Si no cierras el pico, te pondré

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una mordaza —prometió Connor.—¡Qué situación embarazosa para tu

tío! —insistió Youseff—. Será divertidocuando el rey descubra que el sobrinodel barón Bildeborough viaja conproscritos.

—Desde luego —respondió Connor,mirándolo—. Ahora mismo lo estoyhaciendo.

Al hermano Youseff no le hizogracia.

—Por supuesto, tu acusación esridícula —dijo—. Y tu tío lo reconoceráy pedirá disculpas a la iglesia… y talvez logre persuadirla para que aceptesus disculpas y no lo excomulgue.

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Connor se burló abiertamente sindejarse impresionar y, desde luego, sindar el menor crédito a las palabras delpeligroso monje. No obstante, el miedoimpregnaba sus pensamientos, por élmismo y por su tío. Se esforzó pormantener firme su confianza en aquelhombre importante, el barón dePalmaris, pero no pudo menos querepetirse muchas veces a sí mismo queno debía subestimar el poder de laiglesia.

—Tal vez incluso os podríanperdonar también a vosotros dos —prosiguió Youseff astutamente.

—¿Perdonarnos por defendernos?

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—bromeó Roger.—Ninguno de los dos estuvisteis

implicados —repuso Youseff—. Sólo lachica y el otro, y tal vez el elfo; nosabíamos de su existencia y, por lotanto, su destino está por determinar.

De nuevo Connor se burló. Queaquel hombre que lo había acechado enel Camino, que había intentado darlecaza y matarlo, insistiera en que él noestaba implicado era realmentegrotesco.

—Ah sí, la chica —prosiguió elhermano Youseff, cambiando de tono ymirando hacia arriba, a Connor, con elrabillo del ojo para evaluar su reacción

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—. Qué dulce resultará capturarla —dijo obscenamente—. Quizá tendrétiempo de divertirme con ella antes deentregarla a mis superiores.

El monje vio venir el golpe, que sinduda había provocado, y en esa ocasiónno lo rehuyó, sino que dejó que Connorlo alcanzara en la nuca. No fue un golpefuerte, pero permitió a Youseffaprovecharlo para caerse de cabeza deforma convincente, de modo que suhombro izquierdo chocó contra el sueloy se dislocó a causa del impacto. Elchasquido del hueso le produjo unintenso dolor, y gritó, aparentemente acausa del sufrimiento, pero en realidad

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para disimular los movimientos que hizocon objeto de acercar al máximo losbrazos por detrás de la espalda,cambiando así el ángulo de las ataduras.

—¡Estamos casi en la ciudad! —leriñó Roger—. ¿Por qué le has pegado?

—¿No tenías tú ganas de hacerexactamente lo mismo? —replicóConnor, y Roger no supo qué contestar.El joven se acercó al derribado monje, yotro tanto hizo Connor después dedesmontar de Piedra Gris.

La seguridad de las ataduras deYouseff se basaba en que no lepermitían separar los brazos de laespalda, pero ahora, con el hombro

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desplazado de su lugar, ya no era así. Elmonje no tardó en conseguir tener librela mano izquierda, pero mantuvo laposición conservando las manos bienjuntas, sin hacer caso del agudo dolorque sentía en el hombro del mismo lado.

Roger se inclinó para sujetarlo.Youseff planeó la táctica: el

muchacho no era el más peligroso de losdos.

A continuación, Connor ayudó aRoger a levantarlo para ponerlo en pie.

Con una rapidez que ninguno de losdos alcanzó a comprender, el hermanoYouseff afirmó los pies en el suelo y seincorporó; las cuerdas que lo sujetaban

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salieron volando en el preciso instanteen que el brazo derecho dibujó unviolento giro con los dedos rígidos enforma de C. El gancho mortal alcanzó delleno la garganta del desprevenidoConnor y permitió a Youseff cogerlo porla tráquea con la mano.

El monje miró fijamente a los ojosdel noble, sin parpadear, indiferente, yle partió la garganta.

Connor Bildeborough cayóapretándose la mortal herida,esforzándose por aspirar un aire que nollegaría, intentando en vano detener laexplosión de sangre que ascendía enforma de una niebla carmesí y que le

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hundía la tráquea abierta en losespasmódicos pulmones.

Youseff se dio la vuelta y, con ungolpe, derribó al atónito Roger al suelo.

El joven advirtió que nada podíahacer por el pobre Connor y poca cosacontra el imponente monje. En el mismoinstante en que se estrellaba contra elsuelo, mientras Youseff se daba lavuelta para mofarse del agonizanteConnor, se las apañó para llegar hasta elcaballo.

—Creo que lo que voy a hacer acontinuación será matar a tu tío —dijoYouseff con una malvada mueca.

Connor le oyó, pero sólo desde

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lejos, muy lejos. Sentía que estabacayendo, deslizándose más y másprofundamente en una negrura, más ymás profundamente dentro de sí mismo.Sintió frío y se sintió solo; los sonidosfueron disminuyendo hasta extinguirse;la visión se le estrechó hasta convertirseen un punto de luz.

Brillante y cálido.Halló un lugar de consuelo, un lugar

de esperanza: había hecho las paces conJill.

Ahora todo había desaparecido,salvo la luz, la calidez. El espíritu deConnor se dirigía hacia allí.

Roger se agarró a un estribo, pero el

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asustado caballo de Connor se desbocóy lo arrastró. Tras él oía al monjecorriendo deprisa. Youseff habíaemprendido la caza.

Gruñendo de dolor, Roger hizoesfuerzos por acercarse al caballomientras corría a su lado; con una manose cogió de la silla, y con el otro brazotendido hacia atrás, dio una fuertepalmada a Piedra Gris animándolo acorrer aún más; mientras lo hacía, echóun vistazo hacia atrás para mirar aYouseff, que avanzaba veloz acortandodistancias.

Con toda su agilidad y todas susfuerzas, Roger intentaba

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desesperadamente encaramarse alcaballo. A duras penas consiguió treparun poco para despegar los pies delsuelo. El caballo, al no tener ya pesoque arrastrar, puso tierra por medioentre él y el perseguidor.

Roger ni siquiera intentó sentarse enla silla, sino que se limitó a tumbarsesobre ella transversalmente, con lacabeza colgando; en su rostro sedibujaban muecas de dolor a cada saltodel animal.

El valiente caballo dejó atrás almonje.

El hermano Youseff, frustrado, pateó

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el suelo con violencia. Miró caminoarriba y camino abajo, en ambossentidos, mientras se preguntaba quédirección tomar. Podía volver aPalmaris, pues, muerto Connor,probablemente nadie lo relacionaría conel asesinato del abad. Sin duda, lapalabra de aquellos truhanes del norteno sería suficiente para que acusacionestan graves recayeran sobre la iglesiaabellicana.

Aunque no tenía miedo al barón dePalmaris ni a los monjes de SaintPrecious, la sola idea de informar alpadre abad Markwart acerca de loocurrido le ponía los pelos de punta.

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Dandelion había muerto, pero también elfastidioso maese Bildeborough.

Youseff miró hacia el norte, pordonde había desaparecido Roger. Teníaque darle alcance antes de que el jovenpudiera reunirse con los otros; tenía queasegurarse de contar con el factorsorpresa cuando atacara de nuevo a lachica. Y Youseff sabía que desde luegotenía que perseguir a la chica y a sus doscompañeros. La primera vez lo habíanvencido sólo porque estabanprevenidos, pero ahora…

Luego ya podría informar al padreabad.

El hermano Youseff empezó a

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correr: las piernas le impulsabanincansablemente devorando quilómetrotras quilómetro.

Roger cabalgaba deprisa.Sospechaba que el monje no habíaabandonado la persecución, pues ambossabían que el propósito de Roger eraregresar junto a Elbryan y Pony, cosaque Youseff no podía permitir. Noobstante, el muchacho no estabademasiado preocupado, puesto que,gracias al caballo, podía mantenerse encabeza con facilidad.

Sin embargo, no ocurría asíexactamente: cuando trepó por la ladera

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de un monte, al mirar hacia atrás, divisóal monje en la carretera, lejos, ¡perotodavía corriendo!

—Imposible —murmuró Roger,calculando que ya habría recorrido másde ocho quilómetros. ¡Y la velocidaddel monje parecía la misma que sihubiera empezado la persecución enaquel instante!

Roger siguió trepando y obligó alcaballo a acelerar la marcha. Eraevidente que el animal estaba cansado,pues por el pelo dorado se deslizaba elsudor, pero el chico no podía permitirseq u e Piedra Gris aflojara el ritmo.Varias veces echó ojeadas hacia atrás,

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esperando, rogando que el monje nopudiera aguantar más que el corcel.Siguió adelante sin salirse de lacarretera, más preocupado por lavelocidad que por esconderse, puessabía que el monje, por extraordinariaque fuera su resistencia, no podríaseguir el ritmo del caballo.

No tardó en volver a cabalgarsosegadamente, confiando en que habríadejado muy atrás a su perseguidor,mientras intentaba seguir la ruta másadecuada para encontrar a sus amigos;habían quedado de acuerdo parareunirse en una granja abandonada, aunos quince quilómetros de allí.

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El caballo tropezó y los ojos deRoger se desorbitaron cuando vio eldestello del metal a un lado de lacarretera. Piedra Gris cojeaba debido aque había perdido una herradura.

Roger desmontó en un instante; de unsalto recuperó la herradura y se dispusoa volver junto al caballo para ver de quépata se le había desprendido. Larespuesta le resultó evidente mientras seacercaba, pues el caballo cojeabaostensiblemente de la pata traseraizquierda. Con suma cautela, Roger pasósu brazo por aquella extremidad y se ladobló hacia arriba por la rodilla.

La pezuña estaba en mal estado.

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Roger no entendía mucho de caballos,pero se dio cuenta de que no podríacontinuar a menos que se le colocaranuevamente la herradura, algo que notenía manera de conseguir.

—Condenada suerte de powri —maldijo el joven mirando nerviosamentecarretera abajo. Tenía que utilizar todasu fuerza de voluntad para no ser presadel pánico y obligarse a sí mismo apensar con claridad para encontrar unasalida. Primero pensó en correr, perodesechó la idea al considerar que elmonje lo alcanzaría mucho antes de quepudiera reunirse con Elbryan y losdemás. Entonces se preguntó si alguna

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casa en aquel lejano norte habría vueltoa estar habitada, confiando en quepodría encontrar a alguien quereemplazara la herradura; pero de nuevocomprendió que no tenía tiempo.

—Tengo que apañármelas yo solo—declaró Roger en voz alta, ya quenecesitaba oír aquellas palabrasmientras continuaba mirando hacia atráspor la carretera. Entonces, recurrió a lasalforjas en busca de algo, cualquiercosa, que pudiera ayudarlo, pues él yConnor habían guardado muchosutensilios en el viaje hacia el sur.

La mayoría de ellos eran suministrossencillos para el camino: cuerdas y una

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pequeña áncora de múltiples puntas, unapala pequeña, ollas y peroles, prendasde vestir y otras cosas por el estilo.Algo, sin embargo, le llamó la atención.En la última parada, en la granja dondeElbryan y los demás lo estaríanesperando, Roger había cogido unartilugio, una especie de aparejo depoleas que los granjeros utilizaban paraalzar fardos o incluso para manejar a lostozudos toros.

Roger cogió aquel artilugio paraexaminarlo e intentar encontrar algunamanera de aprovecharlo. Se leocurrieron varias posibilidades, perofinalmente se concentró en una concreta,

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una para la que harían falta suscualidades. Sabía que no podía superaral monje en una pelea, pero tal vezpodía vencerlo con la inteligencia.

Cuando el hermano Youseff llegó aaquel lugar, Roger y el caballo se habíanido, pero la herradura seguía en mediode la carretera. El monje se detuvo yexaminó la herradura; se puso en pie ycon gran curiosidad miró alrededor. Nopodía imaginar que el joven hubierasido tan estúpido como para dejar tras élalgo tan revelador.

Youseff exploró la carretera haciaadelante y no vio huellas recientes más

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allá de unos cuatro metros. A un ladodel camino identificó claramente señalesdel paso de un caballo que cojeaba y, alotro lado, una mancha de sangre y unaspocas huellas, las pisadas de un hombredelgado. Entonces el monje lo vio claro:el caballo había hecho saltar laherradura y luego había hecho saltar aljoven. Sonriendo de oreja a oreja, elmonje empezó a bajar por la pendiente,en dirección a un bosquecillo, dondepensaba encontrar a su segunda víctima.

Desde lo alto de uno de aquellosárboles, Roger Descerrajador, con lacuerda, el áncora y el aparejo de poleas

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preparados, observaba al monje que seacercaba confiado. Youseff aflojó elpaso al aproximarse a los árboles yluego avanzó con más cautela,moviéndose rápido desde un lugarprotegido al siguiente.

Roger lo perdió de vista cuando elmonje se internó en el bosquecillo. Sesorprendió de nuevo cuando volvió averlo en otro sitio, ya muy adentrado enel bosque, pues había conseguidoavanzar muchos metros sin ni siquieraremover la espesa maleza. Roger mirósus objetos, su dedo pinchado adredepara dejar un rastro de sangre, y sepreguntó si sus argucias serían

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suficientes.No obstante, ya era demasiado tarde

para cambiar de planes, puesto queYouseff estaba justo al pie del árbol yhabía advertido la última gota de sangre.

La cabeza del monje se moviólentamente hacia arriba, escudriñandolas sombras de las frondosas ramas, y sumirada se detuvo al fin sobre una oscurafigura situada en la parte alta, pegada altronco.

—Si bajas, te perdonaré la vida —gritó el monje.

Roger lo dudaba pero, sin embargo,poco faltó para que empezara anegociar.

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—Si me obligas a trepar parabajarte de ahí arriba, ten por seguro queencontrarás una muerte muydesagradable —prosiguió Youseff.

—¡Jamás he hecho nada contra tuiglesia! —repuso Roger, representandoel papel de un chiquillo asustado, locual en aquel momento no le pareciódemasiado difícil.

—Bueno, por eso mismo teperdonaré la vida —repitió Youseff—.Ahora, baja.

—Vete —gritó Roger.—Baja —aulló Youseff—. Es tu

última oportunidad.Roger no contestó y se limitó a

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lloriquear de forma que el monjepudiera oírlo.

Mientras Youseff empezaba a trepar,siguiendo un previsible itinerario porlas ramas, Roger lo observabaatentamente. Tiró de una cuerda porcentésima vez con objeto de probarla.Un extremo de ella estaba atado alárbol, y el otro fijado a un extremo delaparejo de poleas; una segunda cuerda,que sujetaba el áncora, estaba atada alotro extremo del aparejo.

Los nudos eran seguros y las cuerdastenían la longitud adecuada, se repetíaRoger una y otra vez; a pesar de todo, alconsiderar la complejidad de su plan, el

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grado de sincronización necesario y lacuota de suerte que necesitaba, pocofaltó para que se desmayara.

Youseff ya había recorrido más demedio camino y se hallaba a unos sietemetros del suelo.

—Una rama más —murmuró Roger.El monje siguió subiendo: puso los

pies en la última rama firme de la partebaja del tronco. Roger sabía que allítenía que detenerse y observar pordónde seguir trepando, pues estaba enuna zona abierta, sin ramas fácilmentealcanzables.

Tan pronto como Youseff hubollegado a aquella altura, Roger

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Descerrajador agarró la cuerda confirmeza y pegó un brinco. Cayó a plomopor entre dos ramas y, al hacerlo, sufrióalgunos feos arañazos. Luego, a unospocos palmos de distancia del tronco,chocó con otra rama, tal como teníaprevisto, se dio impulso con el pie yempezó a girar alrededor del tronco.Chocó y se balanceó en repetidasocasiones, pero mantuvo su trayectoriacircular y descendente, y pasó pordelante del sobrecogido Youseff aapenas un brazo de distancia.

Mientras seguía girando, Roger diosuspiro de alivio, pues el hermanoYouseff se había quedado tan

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sorprendido que no había podidosaltarle encima.

—¡Maldito seas! —gritó el monje.Al principio, Youseff creyó que Rogerutilizaba la cuerda para alcanzar elsuelo mucho antes de que él pudierahacerlo, pero, de repente, cuando el lazoempezó a ceñirlo con fuerza pegándoloal tronco, mientras Roger seguía girandoy bajando, lo comprendió todo.

En la última vuelta, Roger, quesujetaba la cuerda con una sola mano,tomó la otra cuerda y lanzó el áncorahacia un grupo de blancos abedules.Confiando en que esta se habríaagarrado, aseguró los pies al tiempo que

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llegaba a la base del tronco: la primeracuerda había dado de sí toda su longitud.Entonces se situó para poder tirar contodas sus fuerzas, con el fin de mantenerla cuerda apretada en torno a Youseff.

Sabía que no disponía de muchotiempo, pues debido a las abundantesramas que interferían en el tensado de lacuerda, el monje, ágil y fuerte, notardaría en liberarse de ella.

Pero aún no.Roger tiró de la cuerda colgada en

los abedules con una mano, y con la otradio una vuelta a la manivela del aparejoy consiguió tensar la cuerda un poco.Soltó un violento gruñido al sentir que el

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áncora se deslizaba entre el follaje. Alfin, sin embargo, quedó bien agarrada.

Arriba, Youseff se reía y trataba deliberarse; ya tenía la cuerda por encimade los codos y no tardaría en deslizarsepor debajo de ella.

Roger dio un último tirón y, alconstatar que la tensión era insuficiente,se concentró en el aparejo y dio vueltasa la manivela con las dos manos y contodas sus fuerzas.

Youseff había empezado a levantarla cuerda por encima de la cabezacuando, al tensarse aquella, lo golpeó ylo hizo chocar contra el tronco del árbol.

—¿Qué pasa? —preguntó, pues

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sabía que el escuálido hombrecito nopodía tirar con tanta fuerza. Miró haciaabajo y pudo ver con suficiente claridadentre las ramas que allí no había ningúncaballo. Con gran tenacidad, siguióempujando la cuerda.

Oyó el crujido de una rama situadadebajo de él, que se quebró al no resistirla tensión, y durante un instante el monjequedó suelto, pero, inmediatamentedespués, la cuerda se tensó de nuevo ylo lanzó violentamente contra el tronco.En esta ocasión, el brazo izquierdo deYouseff quedó libre y por debajo de lacuerda, pero el lazo le bajaba endiagonal desde el hombro hasta el otro

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brazo y lo estrechaba con fuerza. Elmonje prosiguió su tozuda lucha, pero lacuerda lo iba apretando cada vez más.

Roger no miraba hacia arriba, sinoque se limitaba a dar vueltas a lamanivela con todas sus fuerzas. Lacuerda ya ni siquiera vibraba, y estabatensa y recta; por fin, Roger se detuvopues temía derribar alguno de losabedules.

Se apartó del árbol, para observar alretorcido, desvalido y atrapado monje.Entonces, sonrió aliviado.

—Volveré —prometió—. Con misamigos. ¡Parece que ahora tienes queresponder de dos muertes! —exclamó.

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Se dio la vuelta y se marchó.Youseff no prestó atención a sus

palabras, pues seguía haciendodenodados esfuerzos pordesembarazarse de aquel lazoimposible. Se retorció y se desplazó conobjeto de deslizarse por debajo de lacuerda.

Casi inmediatamente se dio cuentade que era un movimiento inútil, pero yaera demasiado tarde: la cuerda se habíadeslizado hacia arriba unos pocoscentímetros, lo suficiente para romperleel cuello.

Belli’mar Juraviel fue el primero en

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llegar al bosquecillo, antes que Elbryan,Pony y Roger. El sol ya estaba muy bajo,y su parte inferior se hundía en elhorizonte. El grupo se había apresuradoen acudir al lugar tan pronto como Rogerse había reunido con ellos, deseosos decapturar y retener de forma segura alpeligroso monje antes de que cayera lanoche.

Elbryan y los demás esperaron fueradel bosquecillo; el guardabosque no lequitaba la vista de encima a Pony: lamujer había guardado silencio durantetodo el camino, pues la noticia de lamuerte de Connor le había causado unafuerte impresión.

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La aflicción de Pony, curiosamente,no hacía que Elbryan sintiera celos, sinoque se sentía muy identificado con ella.Comprendía, comprendía de verdad, larelación entre la mujer y el noble, ysabía que con la muerte de Connor ellahabía perdido una parte de sí misma,había perdido aquella parte de su vidadurante la cual cicatrizaron muchasheridas. Elbryan se prometió en silencioque guardaría para sí sus sentimientosnegativos y se concentraría en lasnecesidades de Pony.

La joven, montada muy erguidasobre Sinfonía, componía una estoica yfirme figura bajo la luz crepuscular.

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Quería superarlo, como había superadola primera masacre de Dundalis, laamarga guerra y todas las desgracias, enparticular la muerte de Avelyn. Una vezmás, el guardabosque no pudo menosque asombrarse ante la fortaleza y elcoraje de Pony. La quería todavía máspor ello.

—Está muerto —anunció Juravielentre las altas hierbas. Regresó junto alos demás y, tras lanzar una mirada aRoger, que no pasó inadvertida a lasensibilidad de Elbryan, explicó—:Cuando llegué junto a él, estaba a puntode soltarse; se encontraba sujeto al árboltal como nos dijiste. Tuve que disparar

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varias flechas para conseguir derribarlo.—¿Estás seguro de que está muerto?

—preguntó Roger nerviosamente, sin lasmenores ganas de volvérselas a ver conel maldito monje.

—Está muerto —aseguró Juraviel—.Y creo que tu caballo, mejor dicho, elcaballo de Connor, está precisamentepor allí. —El elfo señaló al otro lado dela carretera.

—Perdió una herradura —recordóRoger.

—Pero puede reponerse confacilidad —repuso Juraviel—. Ve abuscarlo.

Roger asintió y se dispuso a irse;

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Pony, a una señal de Elbryan, espoleó aSinfonía para que trotara tras elmuchacho.

—Tu carcaj está lleno —observó elguardabosque una vez se quedó a solascon el elfo.

—He recuperado las flechas —repuso Juraviel.

—Los elfos no recuperan las flechasque han alcanzado el objetivo —replicóel guardabosque—. Salvo en el caso deque la situación sea desesperada; perola nuestra, ahora que nos hemos libradode los dos monjes, no lo es.

—¿Qué insinúas? —preguntóJuraviel secamente.

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—El hombre ya estaba muertocuando llegaste al bosquecillo —dedujoElbryan.

Juraviel asintió con la cabeza.—Al intentar liberarse de las

ataduras, al parecer, él mismo seestranguló —explicó—. Nuestro jovenRoger hizo bien en apretar con fuerzalos lazos y demostró ser muy listo alcapturarlo. Demasiado listo, quizás.

—Yo ya había peleado antes conotro de los llamados hermanos Justicia—indicó Elbryan—, y tú comprobastesu fanatismo en nuestra emboscada.¿Acaso dudas de que esto pudieraacabar de otra forma que no fuera con la

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muerte del monje?—No me gusta que haya muerto a

manos del joven Roger —repusoJuraviel—. No creo que esté preparadopara eso.

Elbryan miró hacia la carretera yobservó a Pony y Roger, que conducíana Sinfonía y al caballo de Connor, quecojeaba visiblemente.

—Hay que decirle la verdad —decidió el guardabosque, y dirigió lavista hacia Juraviel en espera de unarespuesta.

—No se lo tomará bien —advirtió elelfo, aunque no estaba en desacuerdocon el guardabosque; sin duda, lo que

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los esperaba era siniestro, y tal vez erapreferible que el muchacho se enfrentaraa aquella terrible experiencia sin másdilaciones.

Cuando la pareja llegó con loscaballos, Juraviel tomó a Piedra Gris y,después de examinar el casco dañado,se llevó al animal e hizo una señal aPony para que lo siguiera con Sinfonía.

—Juraviel no mató al monje —dijoElbryan a Roger, tan pronto como losotros se fueron.

Roger abrió los ojos, desorbitados,y, presa del pánico, miró en derredor,como si temiera que el hermano Justiciafuera a abalanzarse sobre él en cualquier

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momento. Aquel hombre habíaconseguido aterrorizar a Roger más queningún otro enemigo, incluso más que Kos-kosio.

—Lo hiciste tú —explicó Elbryan.—Quieres decir que fui yo quien lo

venció —corrigió Roger— y que aJuraviel le fue fácil acabar con él.

—Quiero decir que tú lo mataste —repuso con firmeza el guardabosque—.Quiero decir que tensaste la cuerda yque, al intentar zafarse, la cuerda lerodeó el cuello y lo estranguló hastadejarlo sin vida.

Los ojos de Roger volvieron aabrirse desmesuradamente.

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—Pero Juraviel dijo… —empezó aprotestar.

—Juraviel temía herir tusensibilidad —replicó bruscamenteElbryan—. No sabía si podrías aceptarla cruda realidad y, por consiguiente, noquería que supieras la verdad.

La boca de Roger se movió pero nopronunció palabra alguna. Elbryanadvirtió que el peso de la verdad habíacausado un fuerte impacto en Roger yque este se tambaleaba.

—Tenía que decírtelo —explicóElbryan, esta vez en voz baja—.Merecías conocer la realidad y debesconseguir superarla si quieres asumir las

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responsabilidades que ahora recaeránsobre tus jóvenes hombros.

Roger apenas lo escuchaba; setambaleaba de forma más ostensible yparecía que iba a caerse.

—Luego hablaremos —concluyóElbryan, mientras se le acercaba y leponía una mano en el hombro paraanimarlo.

El guardabosque avanzó hastareunirse con Pony y Juraviel, dejando aRoger a solas con sus pensamientos.

Y con su dolor, pues realmenteRoger Billingsbury —y de repentereclamó otra vez aquel apellido y no elpretencioso apelativo de Roger

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Descerrajador— jamás había sufridouna impresión semejante. Durante sucorta vida, en muchas ocasiones —demasiadas— había sentido pena, peroera algo diferente; era un dolor que lepermitía mantenerse en lo alto de unpedestal, que le permitía continuarviéndose como el centro del universo,como si de alguna manera fuera mejorque los demás. En todas las situacionesdolorosas y en todas las dificultades enlas que el joven Roger se habíaencontrado, había podido mantener, encierto modo, su visión infantilmenteegocéntrica del mundo.

Ahora, súbitamente, aquel pedestal

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había sido derribado. Había matado a unhombre.

¡Había matado a un hombre!Sin darse cuenta, Roger se sentó en

la hierba. Desesperadamente, su parteracional batallaba contra su conciencia.Era cierto, había matado a un hombre,pero ¿qué otra opción le había dejadoese hombre? El monje era un asesino,pura y simplemente. ¡El monje habíamatado a Connor hacía muy poco, antesus propios ojos, con brutalidad yperversidad! ¡El monje había asesinadoal abad Dobrinion!

Pero incluso aquellas reflexionespoco podían hacer para disminuir el

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repentino sentimiento de culpa delmuchacho. Cualesquiera que fuesen lasjustificaciones, y a pesar de que nohabía dado muerte intencionadamente alhermano Justicia, aquel hombre estabamuerto y él tenía las manos manchadascon su sangre.

Bajó la cabeza; le costaba respirar.Suplicó por todas aquellas cosas que lehabían sido arrebatadas a muy tempranaedad: el calor del hogar y las palabrasrazonables y reconfortantes de adultos aquienes respetar. Con aquelpensamiento, miró por encima delhombro hacia sus tres amigos, hacia elguardabosque que tan bruscamente le

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había contado su crimen y luego lo habíadejado solo.

Durante unos instantes, Roger odió aElbryan por ello. Pero sólo durante unosinstantes; no tardó en comprender que elguardabosque lo había hecho porrespeto a él, porque confiaba en él, yluego lo había dejado solo porque unadulto —y ahora él ya lo era— tenía queasimilar el dolor, por lo menos en parte,en solitario.

Poco después Pony fue a buscarlo;no le mencionó la muerte del monje,pero le explicó que recogerían elcadáver y luego se dirigirían hacia el surpara recuperar el cuerpo de Connor.

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En silencio, Roger ocupó su lugar enla hilera; deliberadamente, apartaba lavista del espectáculo que ofrecía elhermano Justicia, colgado del lomo dePiedra Gris. Aunque el caballo seencontraba mejor, pues Juraviel le habíalimado el casco para nivelárselo,todavía marchaba a paso lento. La nochehabía caído, y ellos seguían avanzando,decididos a recuperar el cuerpo deConnor antes de que fuera desgarradopor algún animal carroñero.

Con cierta dificultad, pues la nocheera muy oscura, al fin consiguieronencontrarlo.

Pony fue la primera en acercarse a

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Connor. Con suavidad, le cerró los ojosy luego se alejó.

—Ve con ella —indicó Juraviel aElbryan.

—Sabes lo que tienes que hacer conél —repuso el guardabosque. El elfoasintió con la cabeza. Seguidamente,Elbryan se dirigió a Roger—: Tienesque ser fuerte y firme; tu papel es ahoratal vez el más importante.

El guardabosque se alejó, mientrasRoger se quedaba mirando a Juraviel enbusca de una explicación.

—Tienes que llevarte a Connor, almonje y al caballo y dirigirte a Palmaris—explicó el elfo.

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Involuntariamente, Roger echó unvistazo al monje muerto, a la imagen quetanto había alterado la percepción quetenía de sí mismo.

—Tienes que hablar con el barón, nocon los monjes de la abadía —continuóel elfo—. Cuéntale lo ocurrido. Dile queConnor estaba convencido de que esosmonjes, y no un powri, asesinaron alabad Dobrinion, y que los monjespersiguieron a Connor fuera dePalmaris, pues también él, sin darsecuenta, se había convertido en unenemigo de los perversos jerarcas de laiglesia.

—Y luego ¿qué hago? —inquirió el

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joven, preguntándose si aquella sería laúltima vez que vería a sus tres amigos.

Juraviel miró alrededor.—Podríamos utilizar otro caballo —

razonó el elfo— o bien otros dos, sitienes previsto venir con nosotros.

—¿A él le parece bien? —preguntóRoger, señalando con la cabeza aElbryan.

—¿Crees que si no le pareciera biente habría contado la verdad? —manifestó Juraviel.

—¿Y por qué no lo hiciste tú,entonces? —quiso saber Roger—. ¿Porqué me mentiste? ¿Crees que soy unchiquillo estúpido, incapaz de aceptar

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responsabilidades?—Creo que eres un hombre que ha

madurado mucho en las últimas semanas—replicó con sinceridad el elfo—. Note lo dije porque no sabía con certezaqué había previsto el Pájaro de la Nochepara ti, y no dudes de que él es el líderdel grupo. Si nuestro propósito hubierasido dejarte en Palmaris a salvo conTomás y Belster, si hubiéramosdecidido que tu papel en esta luchahabía llegado a su fin, ¿qué necesidadhabía de contarte que tenías las manosmanchadas con la sangre de un hombre?

—¿Acaso la verdad no es absoluta?—preguntó Roger—. ¿Representas a

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Dios, elfo?—Si la verdad no es constructiva en

modo alguno, puede esperar tiemposmejores —replicó Juraviel—, peronecesitas conocerla desde el precisomomento en que tu destino depende deti. Nuestro viaje será sombrío, amigomío, y no dudo de que encontraremosotros hermanos Justicia en nuestrocamino, tal vez durante años.

—¿Y matar al siguiente es siempremás fácil? —preguntó con sarcasmoRoger.

—Ruega para que ese no sea el caso—replicó Juraviel en tono severo,clavando sin parpadear su mirada en

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Roger.Aquella respuesta volvió a poner al

joven en su sitio.—El Pájaro de la Noche creyó que

emocionalmente eras lo bastante fuertepara conocer la verdad. Considéralo unelogio.

Juraviel se dispuso a irse.—No sé si estaba en lo cierto —

admitió Roger de repente.El elfo se dio la vuelta y vio a un

Roger cabizbajo y sollozante. Se leacercó y puso su mano en la espalda deRoger.

—El otro monje era el segundohombre que mataba el Pájaro de la

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Noche —dijo—. En aquella ocasión nolloró, porque ya había derramado todaslas lágrimas después de matar alprimero, al primer hermano Justicia.

Pensar que el estoico y poderosoguardabosque había sufrido unaimpresión semejante le produjo a Rogerun gran impacto. Se enjugó las lágrimas,se incorporó, miró a Juraviel e inclinóla cabeza con aire grave.

Después se puso en marcha hacia elsur, demasiado agitado para sentarse yesperar el resto de la noche. Tenía queavanzar muy despacio, pues el heridoPiedra Gris transportaba los doscuerpos, pero el joven se había

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propuesto hablar con el barónBildeborough antes de la hora de lacomida.

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Segunda PartePor un camino sombrío

Segunda Parte

Por un camino sombrío

A medida que conocíamás cosas acerca de la iglesiaa la que Avelyn servía —la

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iglesia de mis padres y detodos los seres humanos quehe conocido— y a medida queconocía a más monjesabellicanos, empecé a darmecuenta de cuán sutil podíallegar a ser la naturaleza delmal. Jamás me habíaplanteado esta cuestión conanterioridad: ¿el hombre

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malo es intrínsecamentemalo? ¿Se da cuenta de lamaldad de sus actos? ¿Creeque son malos o, por elcontrario distorsiona superspectiva de forma que creeque actúa correctamente?

En estos tiempos en queel Dáctilo ha despertado y elmundo ha conocido el caos,

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parece que muchos hanllegado a cuestionarse laauténtica esencia del mal.¿Quién soy yo —o quién escualquiera—, podrían argüir,para juzgar si un hombrepuede considerarse malo obueno? Cuando me preguntosi el hombre malo esintrínsecamente malo, doy por

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supuesta una distinciónabsoluta que muchos se niegana admitir. Su concepto demoralidad es relativo y,aunque acepto que lasimplicaciones morales demuchos actos pueden dependerde ciertas circunstancias, ladistinción moral global esindependiente de ellas.

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En efecto, en el seno deesa verdad, sé que existe otrade mayor alcance. Sé que,por supuesto, existe unadiferencia absoluta entre elbien y el mal, sin que esosignifique oponerse ajustificaciones y perspectivasindividuales. Para los Touel’alfar, el bien común es

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la vara de medir, y anteponensiempre el bien del puebloélfico, aunque también tienenen cuenta los interesesparticulares de todos losdemás. Aunque a los elfosles gusta poco la relación conlos humanos, desde hace sigloshan tomado humanos bajo sututela y los han adiestrado

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como guardabosques, no conobjeto de conseguir ventajasp a r a Andur’BloughInninness, ya que esa tierraestá lejos de la influencia delos guardabosques, sino paramejorar el mundo en general.El pueblo élfico jamás esagresivo. Pelean cuando esnecesario, para defenderse y

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contra el imperialismo. Si lostrasgos no hubieran ido aDundalis, los elfos nunca loshabrían perseguido, pues,aunque no sienten la menorsimpatía por trasgos, powris ogigantes, y desde luegoconsideran que esas tres razasson una auténtica calamidadpara el mundo, los elfos los

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habrían dejado tranquilos. Ira las montañas y atacar a esosmonstruos, según las normasde los elfos, rebajaría a los Touel’alfar al nivel deaquellos a quienes desprecianpor encima de todo.

Por el contrario, lospowris y los trasgos handemostrado ser criaturas

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guerreras y perversas.Atacan siempre que cuentancon ventaja, y poco puedesorprender que el demonioDáctilo los escogiera comosecuaces. Tengo tendencia aconsiderar que los gigantesson un poco distintos, y mepregunto si son malos pornaturaleza o si, simplemente,

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miran el mundo de formadistinta. Un gigante puedemirar a un humano y, al igualque un felino cazadorhambriento, ver en él sólo unsuculento manjar. Pero, lomismo que me sucede contrasgos y powris, no tengoremordimientos por matargigantes.

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En absoluto.De las cinco razas de

Corona, considero a la de loshumanos la más misteriosa.Algunos de los mejores seresdel mundo —el hermanoAvelyn sería el primerejemplo— eran humanos,igual que lo fueron, yposiblemente lo son, algunos

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de los mayores tiranos de lahistoria. En general, mipropia raza es buena, perociertamente no es tanpredecible y disciplinada comola de los Touel’alfar. Noobstante, nuestrotemperamento y nuestrascreencias están en generalmucho más cerca de los elfos

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que de las razas de powris,trasgos y gigantes.

Pero esos tonos grises…Tal vez en ningún otro

lugar el desconcertanteconcepto del mal es másevidente que en el seno de laiglesia abellicana, laautoridad moral aceptada porla mayor parte de la

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humanidad.Probablemente ello se

deba a que se ha confiado aesa orden la misión máselevada, nada menos queservir de vanguardia a lasalmas humanas. Un error deperspectiva entre los jerarcasde la iglesia puede tenerconsecuencias desastrosas,

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como demuestra el caso delhermano Avelyn. Para estosjerarcas él era un hereje,aunque, en realidad, dudo deque haya existido alguien máspiadoso, caritativo, generoso ymás dispuesto a sacrificarsehasta donde hiciera falta porel bien común.

Quizás el padre abad,

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que envió al hermano Justiciacontra Avelyn, puedajustificar sus actos —ante élmismo, por lo menos— con elpretexto de que pretendenalcanzar un bien mayor. Alfin y al cabo, un padre resultómuerto durante la fuga deAvelyn, y este no teníaningún amparo legal para

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llevarse las gemas.Pero afirmo que el

padre abad no tiene razón,puesto que, aunque Avelynpodría legalmente ser tachadode ladrón, las piedras eransuyas en términosestrictamente morales. Alanalizar lo que hizo, inclusoantes de sacrificarse él mismo

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para liberar al mundo deldemonio Dáctilo, mereafirmo en ello.

La capacidad de todoslos individuos para justificarsus actos particulares me temoque siempre me sorprenderá.

Elbryan Wyndon

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8

La decisión de Roger

Mientras se aproximaba a la puertanorte de la ciudad de Palmaris, RogerDescerrajador y su fúnebre equipajehabían llamado considerablemente laatención. Varios granjeros y susfamilias, siempre alerta en aquellostiempos peligrosos, ante el menormovimiento que se produjera en lascercanías, habían advertido el paso deljoven y lo habían seguido, abrumándolo

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con múltiples preguntas.Durante el camino hacia la puerta,

Roger dio pocas explicaciones ycontestó con gruñidos a las preguntas decarácter general, como «¿Viene delnorte?» o «¿Hay trasgos por alláarriba?». Los granjeros aceptaron lasvagas respuestas sin protestar, pero losguardianes de la puerta resultaron sermucho más insistentes. En cuanto Rogerse acercó y quedó claro quetransportaba dos cuerpos humanosatravesados sobre el caballo renqueante,una de las dos grandes verjas de laciudad crujió y dos soldados conarmaduras se apresuraron a cerrarle el

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paso.Roger estaba mucho más preocupado

por el hecho de que otros guardianes lovigilaban desde la muralla, con losarcos preparados apuntando a su cabeza.

—¿Te los has cargado tú? —leespetó uno de los soldados avanzandopara inspeccionar los cuerpos.

—A ese, no —se apresuró acontestar Roger cuando el soldadolevantó la cabeza de Connor y sus ojosse desorbitaron de horror alreconocerlo.

Al instante el otro soldado se acercóa Roger con la espada desenvainada y sela puso a la altura del cuello.

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—¿Crees que entraría a plena luz deldía en Palmaris con el cuerpo delsobrino del barón si lo hubiera matadoyo? —preguntó Roger sin inmutarse,deseando que los soldadoscomprendieran que conocía la identidaddel noble—. Me han llamado de muchasmaneras, pero jamás me han tratado debobo. Y, además, Connor Bildeboroughera un buen amigo. Esta es la razón porla cual, aunque tengo otros asuntosurgentes, no podía abandonarlo en lacarretera para que trasgos y avesdepredadoras picotearan su cadáver.

—¿Y de dónde sale ese? —inquirióel soldado que estaba junto al caballo

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—. Es de la abadía, ¿no?—No de Saint Precious —respondió

Roger—. Es de Saint Mere Abelle.Los dos soldados, visiblemente

turbados, se miraron; a ninguno de elloslo habían enviado a Saint Precious aliniciarse el conflicto con el padre abad,pero ambos habían oído hablarampliamente del asunto; aquello dabasin duda un siniestro giro a lassospechas suscitadas por los doscuerpos tumbados sobre el caballo deRoger.

—¿Mataste a ese otro? —preguntóel soldado.

—Sí, lo hice —replicó Roger

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prontamente.—¿Te reconoces culpable? —se

apresuró a interrumpir el otro soldado.—Si no lo hubiera matado, me

habría matado él a mí —concluyó pordecir Roger, sin perder la calma,mientras miraba al soldado acusadordirectamente a los ojos—. Dada laidentidad de los dos cadáveres, sugieroque lo más adecuado es sostener estaconversación en casa del barón. —Alver que los soldados se miraban, sinsaber qué hacer, Roger añadió con undeje cortante en la voz—: A menos quecreáis más adecuado que el pueblo llanoempiece a manosear a Connor

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Bildeborough. Tal vez alguien juzgueque es una buena ocasión para utilizar aDefensora. O podría ocurrir que losrumores de la turba llegaran hasta elbarón o hasta el abad de Saint Precious;¿quién puede predecir las intrigas queeso ocasionaría?

—Abrid las verjas —gritó elsoldado que se hallaba junto al caballo alos guardianes de la muralla. Hizo unaseña a su compañero, y este apartó laespada—. Volved a vuestros hogares —reprendió a los excitados ymurmuradores curiosos. Él y sucompañero escoltaron a Roger hacia laciudad, seguidos por la fúnebre carga.

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Se detuvieron después de traspasar lapuerta, mientras otros guardianescerraban la verja tras ellos. Lejos de lavista de los granjeros, pues suponíanque el extranjero podía contar con algúnaliado entre ellos, agarraronbruscamente a Roger, lo lanzaron contrael muro, lo cachearon sin olvidar unmilímetro de su cuerpo y le quitarontodo lo que remotamente pudieraparecer un arma.

Un tercer guardián cubrió loscuerpos con unas mantas y, acontinuación, cogió las riendas delcaballo y guio al animal, mientras losdos primeros agarraban sin

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contemplaciones a Roger por los codosy, medio a rastras medio a cuestas, loconducían por las calles de la ciudad.

Roger pasó un buen rato solo enChasewind Manor, el palacio que servíade hogar al barón RochefortBildeborough. No estaba físicamentesolo, pero los dos soldados de rostrosevero que habían destinado paravigilarlo no parecían tener ganas decharla. Así que permaneció sentado yesperó: se cantaba canciones a sí mismoe incluso llegó a contar tres veces lastablas del suelo de madera, mientraspasaban las horas.

Cuando el barón entró por fin, Roger

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comprendió el retraso. El hombre teníala cara hinchada, los ojos hundidos y unestado general de profundo abatimiento.La noticia de la muerte de Connor lehabía producido un dolor intenso, muyintenso; Connor no exageraba cuando seenorgullecía de la alta consideración enque lo tenía su tío.

—¿Quién ha matado a mi sobrino?—preguntó el barón Bildeboroughincluso antes de tomar asiento en la sillasituada frente a la de Roger.

—Su asesino le ha sido entregado —repuso Roger.

—El monje —afirmó, más quepreguntó el barón Bildeborough, como si

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aquel hecho apenas le sorprendiera.—Ese hombre y otro, también de

Saint Mere Abelle, nos atacaron —empezó a decir Roger.

—¿Nos?—A Connor y a mí, y… —vaciló

Roger.—Continúa con tu historia sobre

Connor —interrumpió el barón conimpaciencia—. Los detalles puedenesperar.

—Durante la lucha, el compañerodel monje resultó muerto —explicóRoger—, y a él lo hicimos prisionero.Connor y yo se lo traíamos a usted. Yaestábamos en las afueras de la ciudad,

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pero consiguió librarse de sus ataduras ymatar a su sobrino con un simple golpede sus dedos en la garganta.

—Mi médico me ha dicho queConnor lleva muerto más tiempo del quesugiere tu historia —puntualizó el barón—, si es cierto que tú mataste al monjeen las afueras de mi ciudad.

—No ocurrió exactamente así —tartamudeó Roger—. Connor murióinmediatamente; lo vi con mis propiosojos y, como no podía medirme cara acara con el monje, cogí su caballo y huí.

—Piedra Gris —indicó Rochefort—. El caballo se llama Piedra Gris.

Roger asintió con la cabeza.

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—El monje me persiguió y, cuandoPiedra Gris perdió una herradura, supeque me iba a atrapar. Pero le gané conastucia, ya que con fuerza no podía, yaunque me había propuesto sólo hacerloprisionero para que no pudiera seguir sucarrera criminal, resultó muerto en latrampa que le tendí.

—He sido informado de que eresmuy ingenioso para preparar toda clasede argucias, Roger Billingsbury —dijoel barón—. ¿O prefieres que te llameDescerrajador?

El asombrado joven se quedó sinpalabras.

—No temas —lo tranquilizó el

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barón Bildeborough—. He hablado conuno de tus antiguos compañeros, unhombre que te tiene en la más altaconsideración y no me ocultó tushazañas contra los powris en CaerTinella.

Sin poder articular palabra, Rogerse limitó a sacudir la cabeza.

—Por una simple coincidencia, unaempleada mía es hija de la señora Kelso—explicó Rochefort.

Roger se tranquilizó e incluso fuecapaz de sonreír. Si el barónBildeborough confiaba en la señoraKelso, entonces él no tenía nada quetemer.

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—Previne a Connor. ¡Pero era unjoven tan impetuoso y atrevido! —susurró Rochefort, cabizbajo—. Si lospowris pudieron llegar hasta Dobrinion,ninguno de nosotros estaba a salvo, ledije; pero ese monje renegado… —añadió, sacudiendo la cabeza— ¿cómopodía mi sobrino haber sospechado unasesino semejante? No tiene sentido.

—No fueron powris quienes mataronal abad Dobrinion —repuso Roger confirmeza, captando la atención del barón—, y ese monje no era un renegado.

El rostro del barón expresaba enparte ira y en parte confusión mientrasmiraba fijamente al sorprendente Roger.

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—Esa es la razón por la cual Connory yo veníamos a verlo a usted a todaprisa —explicó Roger—. Connor sabíaque fueron monjes y no powris los queasesinaron al abad Dobrinion. Creía quepodría demostrarlo trayendo prisioneroal monje.

—¿Un monje de la orden abellicanamató a Dobrinion? —preguntó Rochefortcon escepticismo.

—Es algo mucho más grave que lamuerte del abad Dobrinion —intentóexplicar Roger; sabía que debía tenercuidado de no irse demasiado de lalengua contando cosas de sus trescompañeros—. Se trata de gemas

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robadas y de la lucha por el poder en elseno de la iglesia. Todo esto mesobrepasa —admitió—, es demasiadocomplicado y se relaciona con asuntosde los cuales conozco muy poco. Perolos dos monjes que en el norte nosatacaron a mis amigos y a mí fueron losmismos que dieron muerte al abadDobrinion. Connor estaba seguro deello.

—¿Qué estaba haciendo en el norte?—quiso saber Rochefort—. ¿Loconocías antes de este incidente?

—Yo no, pero sí alguien del grupo—declaró Roger. Respiróprofundamente y se arriesgó—: Una

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mujer que estuvo casada con Connordurante muy poco tiempo.

—Jilly —susurró Rochefort con unsuspiro.

—No puedo decirle más, y le ruegoque por ella, por mí mismo, por todosnosotros, no me pregunte nada más —dijo Roger—. Connor fue en nuestrabúsqueda para prevenirnos, es todo loque necesita saber. Y al salvarnos anosotros, perdió su propia vida.

El barón Bildeborough se recostó enla silla; iba asimilando todo lo queacababa de oír y lo relacionaba con losrecientes disturbios en Saint Preciousconcernientes al padre abad y a sus

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hombres de Saint Mere Abelle. Al cabode un buen rato, miró de nuevo a Rogery luego pegó una patada a una silla vacíaque estaba a su lado.

—Ven, siéntate junto a mí como unamigo —propuso con sinceridad—.Quiero saberlo todo sobre los últimosdías de Connor, y quiero saberlo todosobre Roger Billingsbury para que entrelos dos podamos decidir mejor quéconviene hacer.

Roger acercó tímidamente la silla ala del barón, esperanzado porque elbarón se había referido a ellos dos comoun equipo.

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—Es él —insistió Juraviel, oteandodesde el altozano con sus agudos ojos—. Puedo asegurártelo por ladesgarbada manera de sentarse en lasilla —añadió el elfo con una risadisimulada—; me asombra que unapersona tan ágil como Roger puedamontar de forma tan desmañada.

—No ha entendido al animal —explicó Elbryan.

—Porque no ha querido —replicó elelfo.

—No todo el mundo ha sidoadiestrado por los Touel’alfar —declaró el guardabosque con una

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sonrisa.—Ni tampoco a todo el mundo se le

ha concedido una piedra turquesa paraque pueda guiar el corazón de su caballo—intervino Pony, mientras daba unamable golpecito en el cuello deSinfonía.

El caballo relinchó suavemente.Los tres amigos y Sinfonía bajaron

desde el altozano en diagonal para saliral encuentro de Roger.

—¡Todo fue bien! —gritó el joven,emocionado y contento por haberlosencontrado. Espoleó el caballo para quetrotara más aprisa y tiró con fuerza delas riendas del caballo que corría detrás

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de él, un caballo que sus compañeroshabían visto antes.

—Te reuniste con el barónBildeborough —dedujo Elbryan.

—Me dio los caballos —explicóRoger—, incluso este, Fielder —añadió, dando una palmada al caballoque había sido el favorito de Rochefort.A Roger le había sorprendido lagenerosidad del barón, una generosidadmás bien propia de un mentor.

—Piedra Gris es para ti —anuncióRoger a Pony, tirando hacia adelante delhermoso corcel dorado—. El barón deBildeborough insistió en que Connorquería que tú te quedaras con él, y

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también esto —añadió mientras sacabauna espada de un costado de la silla:Defensora, la magnífica arma deConnor.

Pony se volvió hacia Elbryan conuna mirada atónita; este se limitó aencogerse de hombros y a decir:

—Parece lógico.—Pero eso significa que le has

hablado de nosotros al barón —dedujoJuraviel en un tono menos eufórico— o,por lo menos, de Pony.

—No le dije gran cosa —replicóRoger—, lo juro, pero el barónnecesitaba respuestas. Connor era comoun hijo para él y, cuando lo vio muerto,

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poco faltó para que se derrumbara. —Hizo una pausa y, dirigiéndose aElbryan, pues creía que sería quien loiba a juzgar con más severidad, añadió—: He llegado a apreciarlo y me fío deél: no creo que sea nuestro enemigo, enespecial si tenemos en cuenta laidentidad del asesino de Connor.

—Parece que el barón también hallegado a apreciar a RogerDescerrajador —observó elguardabosque— y a confiar en él: no setrata de regalos cualesquiera.

—Comprendió el mensaje y elpropósito del mensajero —respondióRoger—. El barón Bildeborough sabe

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que se encuentra en una situaciónapurada pues tendrá que medir susfuerzas contra las de la iglesiaabellicana; necesita aliados tanto comonosotros.

—¿Qué le has contado exactamentede nosotros? —lo interrumpió Juraviel,en un tono todavía serio.

—No preguntó gran cosa, ni muchomenos —respondió Roger sin inmutarse—. Pasó a considerarme un amigo y unenemigo de sus enemigos. No preguntóquiénes éramos y sólo sabe lo que leconté sobre ti —dijo, señalando a Pony.

—Hiciste bien —decidió Elbryan alcabo de unos instantes—. ¿Y ahora

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cómo están las cosas?Roger se encogió de hombros,

temiendo enfrentarse a aquella pregunta.—El barón no se olvidará del

asunto, de eso estoy seguro —afirmó—.Me prometió que nosotrosinformaríamos al rey, si es preciso;aunque creo que tiene miedo deprovocar una guerra entre la corona y laiglesia.

—¿Nosotros? —preguntó Ponyextrañada.

—Quiere que yo haga de testigo —explicó Roger—. Me pidió que vuelvacon él para planificar un viaje a Ursal,en el caso de que sus conversaciones

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privadas con ciertos monjes deconfianza de Saint Precious no resultensatisfactorias. —Al ver la expresión decuriosidad de sus amigos, añadió—:Desde luego le dije que no podía.

Roger permaneció en silencio,confuso al ver que la expresión decuriosidad de sus amigos setransformaba en desaprobación.

—Nos vamos a Saint Mere Abelle,¿verdad? —dijo Roger—. El barónBildeborough quiere estar en Ursal antesdel cambio de estación, pues se haenterado de que se celebrará unaasamblea de abades a mitad deCalember y está decidido a hablar con

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el rey antes de que el abad Je’howith deSaint Honce emprenda viaje al norte. Nohay manera alguna de que pueda ir convosotros a Saint Mere Abelle, hacer loque tengamos que hacer y regresar aPalmaris a tiempo para salir de viajecon el barón.

A juzgar por sus expresiones,seguían dudando.

—¡No queréis que vaya convosotros! —dedujo horrorizado Roger.

—Claro que queremos —respondióPony.

—Pero si es más útil quepermanezcas junto al barónBildeborough, deberías quedarte a su

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lado —añadió Elbryan, y tanto Ponycomo Juraviel movieron la cabeza paramostrar su conformidad.

—Me he ganado mi lugar a vuestrolado —protestó Roger reaccionando denuevo como un niño. El orgullo infantillo llevaba a considerar que no ir conellos era una afrenta—. Hemosconseguido luchar muy bien juntos. ¡Yomaté al hermano Justicia!

—Todo lo que dices es verdad —convino Pony, mientras se acercaba aljoven y lo rodeaba con el brazo—.Absolutamente todo —insistió—. Te hasganado tu lugar, y nos sentimoscontentos y agradecidos por tenerte a

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nuestro lado. Seguro que nos sería másfácil entrar en Saint Mere Abelle graciasa tus especiales habilidades.

—Pero… —objetó Roger.—Pero no creemos que podamos

ganar —lo interrumpió Pony, y sufranqueza cogió a Roger desprevenido.

—Pero vais a ir a pesar de todo.—Son amigos nuestros —explicó

Elbryan—. Debemos ir. Debemosintentar por todos los medios posiblesliberar a Bradwarden y los Chilichunkde las garras del padre abad.

—Por todos los medios —enfatizóJuraviel.

Roger se disponía a discutir, pero se

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detuvo en seco y cerró con firmeza losojos y la boca hasta que por fin pudoexpresar lo que quería:

—Y si no podéis rescatarlos por lafuerza, entonces vuestra únicaoportunidad será la intervención del reyo de otras fuerzas de la iglesia que noestén bajo la influencia perversa delpadre abad —razonó.

—Puedes venir con nosotros si lodeseas —dijo Elbryan sinceramente—.Y nos alegraremos de tenerte a nuestrolado. Pero eres tú quien ha hablado conel barón Bildeborough y, porconsiguiente, sólo tú puedes decidir cuáles la misión más importante para Roger

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Descerrajador.—Sólo yo puedo decidir cuál es la

misión más importante para Bradwardeny los Chilichunk —corrigió Roger.Luego permaneció en silencio, y lomismo hicieron los demás para dejarloreflexionar con tranquilidad. Quería ir aSaint Mere Abelle para tomar parte enaquella gran aventura. Lo deseabadesesperadamente.

Pero su razón superó ese deseo. Elbarón Bildeborough lo necesitaba másque Elbryan, Pony y Juraviel. Juravielpodía sustituirlo de sobra en las tareasde exploración y, si entraban encombate, cualquier cosa que él pudiera

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hacer sería de poca monta, en el mejorde los casos, al lado de la espada deElbryan y la magia de Pony.

—Tenéis que prometerme que mebuscaréis cuando volváis a pasar porPalmaris —dijo el joven atragantándosea cada palabra.

—¿Cómo puedes dudarlo? —dijoElbryan sonriendo—. Juraviel debepasar por Palmaris de vuelta hacia suhogar.

—Lo mismo que Elbryan y yo —añadió Pony—. Pues cuando esto sehaya acabado, cuando por finencontremos la paz, volveremos aDundalis, nuestro hogar y el de

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Bradwarden. Y por el camino,dejaremos a mi familia de nuevo enPalmaris, en el Camino de la Amistad.—Pony le dedicó una serena sonrisa,mientras lo abrazaba estrechamentehasta casi hacerlo caer de la silla—. Yaunque nuestro destino hubiera estado enla dirección opuesta, tampocohabríamos abandonado a RogerDescerrajador.

Pony le dio un beso en la mejilla, yel joven se ruborizó.

—Todos nosotros tenemos delanteun deber que cumplir —prosiguió Pony—. Dos caminos para derrotar a unenemigo común. Ganaremos y luego lo

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celebraremos juntos.Emocionado y demasiado abrumado

para responder con palabras, Rogerasintió con la cabeza. Elbryan se leacercó y le dio una palmada en elhombro; el muchacho miró más allá delguardabosque y vio que Juraviel lededicaba una aprobatoria inclinación decabeza. ¡No quería separarse de ellos!¿Cómo podía alejarse de los primerosamigos verdaderos que tenía, losprimeros amigos que se habíanpreocupado por igual de poner derelieve sus errores y alabar suscualidades?

Y, sin embargo, precisamente por

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aquella razón, porque sus auténticosamigos se encontraban en un graveconflicto con la poderosa iglesiaabellicana, sabía que tenía que volvercon el barón Bildeborough. Había tenidoque pasar por muchas dificultades en suvida, pero jamás hasta aquel momento suconciencia le había exigido sacrificartanto voluntariamente. En aquellaocasión, a diferencia de su incursión enCaer Tinella antes del asalto de Elbryan,su decisión estaba dictada por elaltruismo, y no por celos, ni por miedo aser superado por el guardabosque. Enaquella ocasión Roger actuaba movidopor su amistad hacia Pony, hacia

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Elbryan y hacia Juraviel, el amigo másfranco de los tres.

Sin pronunciar una sola palabra,tomó la mano de Elbryan paraestrechársela, pero acabó abrazándolo;luego cogió las riendas de Fielder y sealejó.

—Ha madurado —señaló Belli’marJuraviel.

Pony y Elbryan asintieron ensilencio; ambos estaban tan trastornadospor la despedida como Roger. Ponydesmontó de Sinfonía y se acercó aPiedra Gris; el guardabosque tomó aSinfonía por la brida y condujo denuevo a los caballos al pequeño

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campamento.Prepararon los escasos suministros

que necesitaban y marcharon hacia elsur. Juraviel iba envuelto en una mantapara esconder sus alas y sus armas;parecía un muchacho montado en PiedraGris, detrás de Pony. Decidieron entraren Palmaris por la puerta norte, pues,dado que los monstruos se batían enretirada, la ciudad en los últimostiempos se había vuelto más franqueabley no esperaban que les impidieran elpaso.

Apenas hablaron entre ellos mientrascruzaban las afueras del norte de laciudad; la mayoría de las casas

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permanecían vacías, aunque algunasfamilias ya habían regresado a sushogares. En varias ocasiones divisaron aRoger, que los precedía en la carretera,pero creyeron que era preferible dejarlosolo. Teniendo en cuenta lo que acababade suceder entre Roger y el barónBildeborough, si se acercaban a lapuerta junto al muchacho, podíandespertar curiosidades no deseables.

De modo que, siguiendo el consejode Juraviel, aquella noche decidieroninstalar el campamento fuera de laciudad, esperar un día y dejar que losguardianes de la ciudad se olvidaran porcompleto de Roger Descerrajador.

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Pero seguían muy callados, enparticular Elbryan, que parecía muytaciturno.

—¿Es por Bradwarden? —lepreguntó Pony mientras cenaban unsuculento estofado de conejo queJuraviel había cazado.

El guardabosque asintió con lacabeza.

—Me acuerdo de los días enDundalis, antes de que volvieras. Oincluso antes de eso, cuando tú y yoestábamos en la ladera norte esperandoque nuestros padres regresaran de lacacería y oímos la música del fantasmadel bosque.

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Pony sonrió al evocar aquel remotopasado, aquel tiempo inocente. Sinembargo, comprendió que la melancolíade Elbryan no se debía sólo a lanostalgia; comprendió y compartió elagudo dolor de la culpa que resonaba encada palabra de su amado.

Sentado en un rincón, Juravieltambién lo advirtió y se apresuró aintervenir en la conversación.

—Creísteis que estaba muerto —señaló el elfo.

Tanto Pony como Elbryan lomiraron.

—Es estúpido que os sintáisculpables —prosiguió Juraviel—.

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Creísteis que la montaña se le habíacaído encima. ¿Qué podíais hacer?¿Empezar a excavar con sólo vuestrasmanos para abrir un camino de vuelta?¿Y tú, Pájaro de la Noche, con un brazodesgarrado y roto?

—Claro que no nos sentimosculpables —arguyó Pony, pero suspalabras sonaron vacías, incluso paraella.

—¡Claro que sí! —replicó Juravielcon un ataque de risa burlona—. Asíocurre con los humanos. Y demasiado amenudo, para mi gusto, su sentimiento deculpa está justificado. Pero no en estaocasión, y no con vosotros dos.

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Hicisteis todo lo que pudisteis, conlealtad y valor. Incluso con todo lo quehabéis oído, no dudáis de que seaBradwarden.

—Las pruebas parecen claras —declaró Elbryan.

—Pero también lo eran las queindicaban que el centauro había muerto—replicó Juraviel—. Hay algo en esteasunto que no comprendéis, y con razón.Si se trata realmente de Bradwarden,alguna fuerza más allá de vuestracomprensión lo ha mantenido con vida ose la ha devuelto después de muerto, ¿noes cierto?

Elbryan miró a Pony, y luego ambos

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se volvieron hacia Juraviel e inclinaronla cabeza para mostrar su acuerdo.

—Ese solo hecho debería mitigarvuestra culpa —dedujo el elfoaprisionándolos en su propia trampalógica—. Si estabais tan seguros de queBradwarden estaba muerto, ¿cómo esposible que alguien, vosotros mismosincluidos, pueda culparos por haberabandonado aquel horrible lugar?

—También en esto tienes razón —admitió Elbryan esbozando una sonrisay, desde luego, contento de que lasabiduría del Touel’alfar siguieraayudándolo.

—Entonces no mires hacia atrás —

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dijo Juraviel—, sino hacia adelante. Sirealmente se trata de Bradwarden, sirealmente está vivo, te necesita. Ycuando hayamos acabado, cuando elcentauro esté libre, todo será muchomejor.

—Y podremos volver a Dundaliscon él —puntualizó Pony—. Y todos loshijos de aquellos que vuelvan al pueblopara reconstruirlo conocerán la magiade la canción del fantasma del bosque.

Por fin se sentían aliviados;acabaron de cenar, hablaron de los díasque disfrutarían cuando aquel siniestroviaje hubiera acabado y hubieraquedado atrás e hicieron planes para

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cuando la paz reinara de nuevo enHonce el Oso, para cuando las TierrasBoscosas estuvieran reconquistadas,para cuando la iglesia hubierarecobrado el recto camino.

Luego se fueron a dormir y seprometieron cruzar la puerta antes deromper el alba; tanto Pony como Elbryandurmieron a pierna suelta, mientras suamigo elfo montaba una estrictavigilancia.

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9

El recién nombradoabad

Un frustrado y furioso maese Jojonahcaminaba arrastrando los pies por elcorredor principal del nivel más alto deSaint Mere Abelle, un largo y ampliopasillo que recorría la parte superior dela muralla que daba al acantilado ydesde la que se dominaba la bahía deTodos los Santos. A la derecha del

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monje había ventanas cada pocospalmos orientadas al este; en la pared dela izquierda había de vez en cuandopuertas de madera en cuyos cuarteronesse habían realizado tallas conintrincados detalles; cada una de laspuertas narraba una historia distinta,leyendas que constituían la base de laiglesia abellicana. En otro momentoJojonah, que sólo había examinado enprofundidad una veintena de lascincuenta puertas durante los años quellevaba en Saint Mere Abelle, se habríadetenido a observar alguna de las quetodavía le faltaban; después de una horade cuidadoso examen, habría analizado

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concienzudamente un cuarterón de unoscuarenta centímetros cuadrados y habríareflexionado acerca de todos sus ocultossignificados. No obstante, aquel día sesentía particularmente espeso y sinhumor para reflexionar sobre suextraviada orden; por eso se limitó abajar la cabeza y a seguir adelante,mientras se mordía los labios paraevitar refunfuñar en voz alta.

Sumido en sus pensamientos, elhombre que le salió al paso lo cogiótotalmente desprevenido. Jojonah dio unbrinco hacia atrás, alarmado; al alzar lamirada vio la cara sonriente delhermano Braumin Herde.

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—El hermano Dellman estáevolucionando bien —le informó eljoven monje—. Creo que vivirá y podráandar de nuevo, aunque no con agilidad.

Maese Jojonah no parpadeó; susojos conservaban una expresión enojaday, casi sin quererlo, se clavaron en elhermano Braumin.

—¿Algo va mal? —inquirióBraumin.

—¿Por qué tendría quepreocuparme? —dijo sin pensar, antesde poder meditar una respuesta.

Inmediatamente se culpó en silencioa sí mismo. Su áspera e irreflexivarespuesta le sirvió como lección

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personal, pues indicaba el nivel dedescontrol y de cólera que había llegadoa alcanzar. Había incurrido en un graveerror porque aquella cólera y aquellafrustración habían lanzado a Markwartdemasiado lejos. ¡Naturalmente queestaba preocupado por el hermanoDellman! Naturalmente que se alegrabade que el sincero y joven monje seencontrara mejor. Y, por supuesto,maese Jojonah no quería que sumalhumor explotara contra el hermanoBraumin, que era, en efecto, su mejoramigo. Contempló la expresión herida ysorprendida de Braumin y le pidióperdón.

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Sin embargo, maese Jojonah notardó en interrumpir su discurso alrecordar otra imagen del hermanoBraumin: la de un hombre que yacía sinvida en una caja de madera. Aquellaimagen sin duda impresionó al ancianocon un dolor comparable al que un padresentiría por un hijo.

—Hermano Braumin, asumesdemasiadas responsabilidades —prosiguió Jojonah en voz alta e incisiva.

Braumin miró alrededornerviosamente temiendo que alguien losestuviera escuchando a hurtadillas, pues,por supuesto, había otros monjes en ellargo corredor, aunque ninguno cerca de

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ellos.—El hermano Dellman sufrió

heridas de mucha consideración —admitió Jojonah—. Por culpa de supropia insensatez, me han dicho. Bueno,los hombres mueren, hermano Braumin:esta es la mayor verdad, el único hechoinapelable de nuestra existencia. Y si elhermano Dellman hubiera muerto…bueno, así sea. Hombres mejores que élse han muerto antes.

—¿Qué despropósitos son esos? —se atrevió a preguntar el hermanoBraumin, tranquilo, con calma.

—El despropósito de tu propioengreimiento —le espetó Jojonah con

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crudeza—. El despropósito de creer quecualquier hombre puede influir, influirde verdad, en el desarrollo de losacontecimientos humanos. —El padresoltó un bufido y agitó la mano en señalde despedida y se dispuso a partir. Elhermano Braumin extendió el brazo paradetenerlo, pero Jojonah con brusquedadlo rechazó—. Ocúpate de tu vida,hermano Braumin —lo reprendió—.¡Encuentra el modo de asegurarte tupropio rinconcito en ese mundodemasiado grande!

Los pasos de Jojonah sonaronpesadamente en el corredor, mientras elpobre Braumin Herde se quedaba

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perplejo y con el corazón herido.Y maese Jojonah también se sentía

herido; a mitad de su breve discurso,poco había faltado para que sucumbieraa la desesperación que escupían suspalabras. Pero todo aquello lo hacía poruna noble causa, se recordó entonces,recuperando de nuevo su punto dearmonía interior y eliminando todas susjactancias y buena parte de su cóleragracias a un ímprobo esfuerzo mental.Había reñido a Braumin, en voz alta, enpúblico, porque lo apreciaba, porquequería mantenerlo suficientementeapartado de él para que el joven monjeni siquiera se imaginara que él se había

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ido cuando emprendiera el viaje conmaese De’Unnero.

Jojonah sabía que era lo másprudente, dada la siniestra actitud deMarkwart y su creciente paranoia.Braumin tenía que mantenerse en unsegundo plano durante los próximosdías, tal vez durante muchos días.Habida cuenta del «accidente» sufridopor el hermano Dellman, el rumbo quehabía hecho tomar a Braumin —alhablarle de Avelyn y de los errores dela iglesia y de su visita a la sagradatumba de aquel monje—, de repente, lepareció una muestra increíble deegoísmo. Atormentado por su propia

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conciencia, había necesitado el soportede Braumin, y así, en su desesperación,lo había implicado de lleno en supequeña guerra secreta.

Las consecuencias para el hermanoBraumin Herde que de ello podríanderivarse aguijoneaban a Jojonahprofundamente. Markwart había ganado,y eso parecía, y él había sido uninsensato al pensar que podría derrotar aun hombre tan poderoso.

La negrura de la desesperación loinvadió de nuevo. Se sintió débil yenfermo, aquejado de la mismaenfermedad que había padecido en suviaje a Ursal, cuando lo abandonaron la

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energía y la justa determinación.No estaba seguro de vivir para

volver a ver las grandes puertas de SaintPrecious.

En el largo corredor, el trato brutalde maese Jojonah dejó al hermanoBraumin paralizado por la perplejidad.¿Qué había ocurrido para que seprodujera un cambio tan brusco deactitud?

Los ojos del hermano Braumin aúnestaban abiertos como platos. Llegó apreguntarse si realmente había estadohablando con maese Jojonah o si tal vezMarkwart o incluso Francis habían

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tomado el control del cuerpo delanciano.

Braumin se calmó enseguida ydescartó aquella posibilidad: laposesión ya era bastante difícil de llevara cabo con personas desprevenidas quejamás habían sido adiestradas en el usode las piedras, y dado que Jojonah podíautilizar la piedra del alma y sabíahacerlo bien, sin duda habría aprendidoa manipular su espíritu con el fin deimpedir cualquier intrusión.

Pero entonces, ¿qué había ocurrido?¿Por qué el padre, después de todosaquellos días, le había hablado de formatan colérica y ruda? ¿Por qué el padre

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había prácticamente abdicado de todo loque ambos habían intentado conseguir,de todo lo que consideraban la herenciade Avelyn?

Braumin pensó en el pobre Dellmany en el desgraciado «accidente». Entrelos monjes más jóvenes corrían rumoresde que no había sido un accidente enabsoluto, sino una maniobra coordinadapor De’Unnero y los otros dos monjesque estaban trabajando en la rueda juntoa Dellman. Siguiendo el hilo de estepensamiento, Braumin llegó a la únicarespuesta posible: tal vez Jojonahintentaba protegerlo.

Braumin era lo bastante sensato y

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comprendía suficientemente lasensibilidad de Jojonah para pasar poralto su enfado y creer que aquella era lacausa real de la conducta del anciano.Pero seguía sin encontrarle sentido. ¿Porqué maese Jojonah había cambiado deopinión, precisamente en esosmomentos? Habían hablado ampliamentedel rumbo que la rebelión silenciosatenía que tomar, y ese rumbo no suponíaun gran riesgo para el hermano Braumin.

El monje seguía en el largo corredormirando a través de una ventana lasoscuras aguas de la fría bahía que seabría debajo, mientras pensaba quéhacer, cuando se alarmó al oír una voz

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aguda por detrás. Se dio la vuelta y seencontró frente al hermano Francis; alechar un vistazo alrededor, tuvo elpresentimiento de que el monje habíaestado merodeando por allí desde hacíaun buen rato. Quizá Jojonah habíaadvertido que Francis los espiaba,confiaba Braumin.

—¿Te estabas despidiendo? —inquirió Francis, con un sonrisa afectadasubrayando cada palabra.

Braumin miró de nuevo hacia laventana.

—¿De quién? —preguntó—. ¿O dequé? ¿Del mundo? ¿Acaso crees quetengo intención de saltar? ¿O tal vez

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esperabas que lo hiciera?El hermano Francis se rio.—Ahora ven, hermano Braumin —

dijo—. Realmente, no deberíamosdiscutir entre nosotros, no ahora que sevislumbran grandes posibilidades en unhorizonte muy cercano.

—Admito que jamás te había vistode tan buen humor, hermano Francis —replicó Braumin—. ¿Se ha muertoalguien?

Francis hizo oídos sordos alsarcasmo.

—Es probable que tú y yocolaboremos juntos en los próximosaños —manifestó—. Sin duda tendremos

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que conocernos mejor si queremoscoordinar adecuadamente la formaciónde los estudiantes de primer año.

—¿Estudiantes de primer año? —repitió Braumin—. Ese es un trabajo delos padres, no de los inmaculados… —Tan pronto como oyó sus propiaspalabras, advirtió a dónde conducíatodo aquello y no le preocupó enabsoluto el camino por recorrer—. ¿Quées lo que sabes? —preguntó.

—Sé que pronto habrá dos plazas depadre vacantes en Saint Mere Abelle —repuso Francis con aire de suficiencia—. Dado que pocos del grupo actualparecen merecer el cargo, el padre abad

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se encontrará con dificultades paradecidir; quizás incluso espere hasta queaquellos de mi clase, que sí lo merecen,promocionen a inmaculados enprimavera. Yo había creído que tuascenso a padre era seguro, ya que eresel inmaculado de mayor rango y fuisteelegido segundo en la importantísimaexpedición a Aida; pero, sinceramente,parece un tanto dudoso —acabó pordecir, soltó otra risita y se dio la vueltapara irse. Pero Braumin no queríadejarlo marchar tan fácilmente; lo agarróbruscamente por el hombro y lo obligó agirar—. ¿Otra marca en tu contra? —preguntó, mirando la mano de Braumin

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que lo sostenía por el hombro.—¿Quiénes son los dos padres? —

exigió Braumin; no era difícil adivinarque una de las vacantes sería lacorrespondiente a Jojonah.

—¿No te lo ha dicho tu mentor? —repuso el hermano Francis—. Te hevisto hablando con él, ¿no es cierto?

—¿Quiénes son los dos padres? —exigió Braumin con más premura,tirando fuerte del hábito de Francismientras hablaba.

—Jojonah —respondió Francismientras lo apartaba.

—¿Cómo?—Se va mañana a Saint Precious

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para acompañar a maese De’Unnero,que se convertirá en el nuevo abad —explicó Francis exultante de alegría, queaumentó al ver la alicaída expresión delhermano Braumin.

—¡Mientes! —gritó Braumin. Seesforzaba mucho para no perder elcontrol, recordándose a sí mismo que nodebía manifestar abiertamente suaflicción por la marcha de Jojonah, peroaquello era más de lo que podíasoportar—. ¡Mientes! —repitió dándoleun empujón que por poco lo tumba en elsuelo.

—Ah, mi temperamental inmaculadohermano Braumin —lo reprendió

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Francis—. Me temo que esto significaotra marca en contra de tu hipotéticapromoción.

Braumin ni siquiera lo escuchaba.Empujó a Francis y avanzó por elcorredor en dirección hacia dondeJojonah se había ido, pero, demasiadoherido y ofuscado para pensar en unadiscusión con él, no tardó en dar mediavuelta y dirigirse con paso rápido yluego a la carrera hacia su habitación.

El hermano Francis se relamió degusto al ver su confusión.

A pesar de sus protestas, el hermanoBraumin sabía que Francis no mentía;parecía que el padre abad había

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propinado un buen golpe a Jojonah, deuna manera por lo menos tan efectivacomo el accidente del hermano Dellman.Con maese Jojonah lejos, en SaintPrecious, una abadía cuyo prestigiohabía disminuido muchísimo con lamuerte del respetado abad Dobrinion, ybajo el ojo avizor del perverso De’Unnero, el padre abad Markwart lotenía casi neutralizado.

Ahora Braumin comprendía mejorpor qué maese Jojonah lo había tratadode aquella manera en el corredor y seexplicaba la brusca abdicación de loque ambos habían esperado conseguir.Consciente de que el anciano estaba

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derrotado y desesperado, Braumin hizocaso omiso de sus propias heridas y desu enfado y salió a buscarlo. Loencontró en sus habitacionesparticulares.

—Me cuesta trabajo creer quepuedas ser tan estúpido como para veniraquí —dijo Jojonah con frialdad a modode saludo.

—¿Debería abandonar a mis amigoscuando más me necesitan? —preguntóBraumin con escepticismo.

—¿Te necesitan? —repitió,incrédulo, Jojonah.

—Tu corazón y tu espíritu se hanllenado de tinieblas —insistió Braumin

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—. Veo tu aflicción claramente dibujadaen tu rostro, pues yo, mucho mejor quenadie, conozco ese rostro.

—Tú no conoces nada y parloteascomo un tonto —lo riñó Jojonah. Enverdad le dolía muchísimo hablarle así.Se recordó a sí mismo que era por elpropio bien del joven monje y siguióinsistiendo—. Ahora vete, vuelve a tusobligaciones antes de que informe de tial padre abad y él te ponga aún másabajo en la lista de promocionables.

El hermano Braumin reflexionó yconsideró aquellas palabrascuidadosamente; entonces comprendióalgo nuevo: Jojonah le hablaba de la

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lista de promocionables y de susituación en ella, y relacionando estocon su última conversación antes de quese encontraran en el corredor, elhermano Braumin entendió que elanciano había emprendido un nuevorumbo.

—Había creído que te había vencidola desesperanza —dijo con calma—.Sólo he venido a verte por esta razón.

El cambio de tono afectóprofundamente a Jojonah.

—No se trata de desesperanza,amigo mío —dijo para reconfortarlo—.Es puro pragmatismo; al parecer, miestancia aquí ha llegado a su fin y mi

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camino hacia el hermano Avelyn hatomado un giro imprevisto. Este cambiopuede hacer que mi viaje sea más largo,pero no dejaré de caminar. No obstante,nuestra oportunidad de caminar juntosparece que se ha terminado.

—Entonces ¿qué tengo que hacer?—preguntó Braumin.

—Nada —repuso maese Jojonahsombríamente pero sin vacilar, pueshabía meditado esa cuestión con sumocuidado.

El hermano Braumin soltó un bufidoincrédulo, incluso burlón.

—La situación ha cambiado —explicó maese Jojonah—. Ah, Braumin,

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amigo mío, es culpa mía. Cuando meenteré del inquietante estado de losdesgraciados prisioneros del padreabad, no pude mantenerme al margen.

—¿Fuiste a visitarlos?—Lo intenté, pero me impidieron el

paso de forma brusca —explicó Jojonah—. Subestimé la reacción del padreabad; en mi insensata osadía he idomucho más allá de los límites delsentido común y he empujado aMarkwart a hacerlo también.

—Jamás la compasión puedecalificarse de insensata osadía —seapresuró a puntualizar Braumin.

—Sin embargo, mis acciones han

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forzado a Markwart a actuar —respondió Jojonah—. El padre abad esdemasiado poderoso y está bienatrincherado; no he perdido el coraje niel propósito, te lo aseguro, y me lanzaréabiertamente contra el padre abadcuando lo considere oportuno, perodebes prometerme aquí y ahora que notomarás parte en esta batalla.

—¿Cómo podría hacerte semejantepromesa? —repuso con firmeza elhermano Braumin.

—Si alguna vez me has querido,encontrarás el modo —replicó maeseJojonah—. Si crees en lo que Avelynnos dijo desde su tumba, encontrarás

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algún modo. Porque si no puedesprometerme eso, has de saber que miviaje ha llegado a su fin, has de saberque no continuaré mi tarea de oposicióna Markwart. Debo estar solo en estamisión; debo saber que nadie sufrirá acausa de mis actos.

Se hizo un largo silencio y, al fin, elhermano Braumin asintió con la cabeza.

—No voy a interferir, aunque meparece que tu exigencia es ridícula.

—No es ridícula, amigo mío, sinopráctica —respondió Jojonah—. Irécontra Markwart, pero no puedo ganar.Lo sé, y tú también lo sabes, si erescapaz de apartar tu envalentonamiento y

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ser sincero contigo mismo.—Si no puedes ganar, ¿para qué

empezar la lucha?Jojonah rio entre dientes.—Porque eso debilitará a Markwart

—explicó—, y saldrán a la luzcuestiones que pueden hacer germinar laverdad en los corazones de muchosmiembros de la orden. Imagínate que soyel hermano Allabarnet plantandosemillas con la esperanza de que un día,cuando ya no esté, vivan y fructifiquenpara todos los que siguieron mis pasos.Imagínate que soy uno de los primerosconstructores de Saint Mere Abelle, queeran conscientes de que no vivirían lo

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suficiente para ver terminada la abadía,pero que, a pesar de ello, se entregarona su trabajo con enorme dedicación;algunos se pasaron la vida enteradecorando los intrincados labrados deuna sola puerta o cortando la piedrapara los cimientos originales de estamagnífica construcción.

Aquellas poéticas palabrasimpresionaron profundamente aBraumin, pero no impidieron ni su deseode participar en la batalla ni suaspiración a ganarla.

—Si creemos de verdad en elmensaje del hermano Avelyn, nopodemos quedarnos aislados. Debemos

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emprender la lucha…—Claro que creemos, y al final

ganaremos —lo interrumpió maeseJojonah, al ver a dónde conducía aquelrazonamiento y sabiendo que era unainsensatez acabar de aquel modo—.Tengo que mantener mi fe en esemensaje; pero si ahora ambos noslanzamos contra Markwart,perjudicaríamos mucho, muchísimo,nuestra causa, tal vez para siempre. Soyun anciano y cada día me siento másviejo, te lo aseguro. Empezaré la guerracontra Markwart y contra el actualrumbo de la iglesia misma; eso hará, talvez, que algunos miembros de la orden

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empiecen a mirar nuestras costumbres,nuestras supuestas tradiciones bajo unanueva luz.

—¿Y cuál es mi lugar en esta guerrasin esperanza? —preguntó Brauminintentando eliminar de su voz cualquiervestigio de sarcasmo.

—Eres joven y, sin duda,sobrevivirás a Dalebert Markwart —explicó maese Jojonah con calma—, siconsigues evitar desafortunadosaccidentes, claro. —No le hizo faltamencionar el nombre de Dellman paraconjurar en la mente de Brauminaquellas horribles imágenes.

—¿Y entonces? —preguntó Braumin

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en un tono cada vez más tranquilo.—Difundirás serenamente el

mensaje —respondió maese Jojonah—.A Viscenti Marlboro, al hermanoDellman, a todos los que quieranescucharlo. Despacito y con buena letra;así encontrarás aliados donde te haganfalta. Pero pon mucho cuidado en nocrearte enemigos. Y por encima de todo—dijo Jojonah, mientras se dirigía haciauna esquina de la alfombra situada juntoal escritorio y tiraba de ella paradesvelar un secreto compartimiento enel suelo—, protegerás esto. —Sacó elantiguo texto del lugar donde lo habíaescondido y se lo entregó a Braumin,

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cuyos ojos estaban abiertos de par enpar.

—¿Qué es esto? —preguntó el jovenmonje sin aliento. Comprendió que setrataba de algo de suma importancia, queaquel viejo libro tenía que ver con lassorprendentes decisiones de maeseJojonah.

—Es la respuesta —dijocrípticamente maese Jojonah—. Léelotranquila y secretamente. Luego ponlo abuen recaudo y bórralo de tu mente, perono de tu corazón —añadió, mientras ledaba una palmada en su fuerte hombro—. Sigue la corriente al padre abadMarkwart, si es preciso, incluso al

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ambicioso hermano Francis.Braumin frunció el entrecejo.—Cuento contigo para que llegues a

ser padre de Saint Mere Abelle —declaró con firmeza maese Jojonah a lamirada del joven—. Y pronto, tal vezincluso como sustituto mío. No estádescartado, porque Markwart quierehacer ver que no está enzarzado enninguna batalla contra mí, y nuestraamistad es ampliamente conocida.Debes encontrar la manera de alcanzarese objetivo y dedicar tus años aconsolidar tu posición de forma quetengas posibilidades de llegar a abad dealguna de las otras abadías o, quizás,

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incluso de llegar a padre abad. Apuntaalto, joven amigo, porque los obstáculosson trágicamente altos. Tu reputaciónpermanece intachable y excelente fuerade la camarilla de Markwart. Una vezque hayas alcanzado la cumbre de tupoder, por alta que haya sido, conservaa tus amigos y decide cómo continuar lasagrada guerra que empezó el hermanoAvelyn. Esto puede significar que tengasque entregar el libro y los sueños a otrojoven aliado tuyo, y que tengas quetomar un rumbo similar al mío. O, quizá,la situación puede llamaros a ti y a tusaliados a emprender la batallaabiertamente en el seno de la iglesia;

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sólo tú podrás juzgarlo.—Me exiges mucho.—No más de lo que me he exigido a

mí mismo —repuso Jojonah con unarisita sofocada y con aire de quitarimportancia al asunto—. ¡Y creo queeres un hombre mejor de lo que Jojonahha sido jamás!

El hermano Braumin se burló deaquel comentario, pero Jojonah sacudióla cabeza y no se retractó.

—A mí me costó seis décadasaprender lo que tú ya tienes sólidamenteasentado en el corazón —explicó elanciano padre.

—Pero he tenido un buen maestro —

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replicó el hermano Braumin con unasonrisa.

Eso provocó otra sonrisa en lafláccida cara del angustiado Jojonah.

Braumin fijó su atención en el libroy lo alzó entre él y el padre.

—Cuéntame más cosas —insistió—,¿qué es lo que contiene?

—La esencia del pensamiento delhermano Avelyn —respondió Jojonah—. Y la verdad sobre lo que ocurrió enotros tiempos.

Braumin bajó el libro y lo escondiódebajo de su voluminoso hábito, cercade su corazón.

—Recuerda todo lo que te he

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contado acerca del destino del Corredordel Viento , y compáralo con las normasde los primeros tiempos de nuestraorden —indicó Jojonah.

Braumin apretó el libro con másfuerza todavía e inclinó la cabeza consolemnidad.

—Adiós, amigo y maestro —dijo aJojonah, temiendo que jamás volvería averlo.

—No temas por mí —repuso maeseJojonah—, pues si tuviera que morirmehoy, me moriría contento; he encontradomi esencia y mi verdad y he transferidoesa verdad a manos muy capaces. Alfinal, la victoria será nuestra.

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El hermano Braumin se adelantó derepente y lo estrechó con un fuerteabrazo que se prolongó durante mucho,mucho rato. Luego se dio la vueltabruscamente, pues no quería que maeseJojonah viera la humedad queimpregnaba sus ojos, y salióapresuradamente de la habitación.

Jojonah se enjugó las lágrimas y, ensilencio, cerró la puerta de lahabitación. Aquel mismo día, más tarde,é l , De’Unnero y veinticinco monjesescoltas cruzaban la gran puerta de SaintMere Abelle y se ponían en camino. Erauna fuerza formidable para acompañaral futuro abad, advirtió Jojonah:

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veinticinco monjes, estudiantes decuarto y quinto año, con pesadasprotecciones de piel y armados conespadas y potentes arcos. El ancianosuspiró al verlos; sabía que aquel grupose dedicaría más a asegurar el dominioinmediato y absoluto de De’Unnero enSaint Precious que a proteger al futuroabad durante el viaje.

Pero ¿qué más daba? Jojonah no sesentía con mucha capacidad de lucha; elsolo hecho de viajar a Saint Precious yaera suficiente para abrumarlo.

Mientras las puertas de la abadíagiraban y se cerraban tras él, dudaba yse preguntaba si debía volver y

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enfrentarse abiertamente a Markwart, sidebía aprovechar su última oportunidady acabar con todo, porque aquel día sesentía por encima de todo, como siestuviera viviendo fuera del tiempo.

Pero también se sentía débil yenfermo, y no se dio la vuelta para ir alencuentro de Markwart.

Bajó la cabeza, avergonzado yabatido, y gradualmente fue prestandoatención al discurso que la afiladalengua de De’Unnero dirigía a todo elgrupo, incluido él mismo. El hombreestaba dando con brusquedadinstrucciones acerca de cómo actuarían,del orden de la marcha, del protocolo

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del viaje, e insistía para que todos ycada uno de ellos, y particularmenteJojonah, pues acababa de avanzar hastasituarse frente al anciano, se dirigieran aél con el tratamiento de abad De’Unnero.

Aquello hirió profundamente lasensibilidad de Jojonah.

—Aún no eres abad —le recordó.—Pero quizás alguno de vosotros

necesite practicar para poder darme esetratamiento —replicó con aspereza De’Unnero. Jojonah se mantuvo firmemientras el hombre se le acercabaagresivamente—. Es una disposiciónque viene directamente del padre abad

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— p r e c i s ó De’Unnero, mientrasdesplegaba un pergamino con un gestobrusco. Allí estaba escrito el últimoedicto de Markwart, que proclamabaque en lo sucesivo, el hermano Marcalo De’Unnero sería llamado abad De’Unnero—. ¿Tienes algo más queobjetar, maese Jojonah? —preguntó elhombre con presunción.

—No.—¿Sólo no?Maese Jojonah no contestó y

tampoco parpadeó al perforar con lamirada aquel infausto documento.

—¿Maese Jojonah? —exclamó De’Unnero, en un tono que evidenciaba

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lo que estaba esperando.Maese Jojonah levantó la vista y vio

su perversa sonrisa. Comprendió elpropósito de De’Unnero: ponerlo aprueba delante de los monjes jóvenes.

—No, abad De’Unnero —repusoJojonah por fin, maldiciendo cadapalabra pero consciente de que aquellano era la lucha que tenía que librar.

Una vez hubo puesto en su sitio aJojonah, De’Unnero hizo una señal a lacomitiva para que emprendiera lamarcha, y en perfecto orden sedirigieron hacia el oeste.

A maese Jojonah le pareció que lacarretera se había hecho muchísimo más

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larga.

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10

La escapada

—¿Se han ido? —preguntó el padreabad Markwart al hermano Francisaquella misma tarde.

El anciano había permanecido en suhabitación privada la mayor parte deldía, pues no quería discutir con maeseJojonah, al que creía a punto deexplotar. Él mismo lo había llevado aese estado adrede y luego lo habíaquitado de en medio, pues temía que al

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anciano padre aún le quedara ciertacapacidad de lucha, y lo que el abad noquería en modo alguno era unaconfrontación pública. ¡Que Jojonah sefuera a Palmaris y se peleara con De’Unnero!

—El padre… el abad De’Unneroencabezaba la marcha —explicó elhermano Francis.

—Tal vez ahora podamos empezarel interrogatorio a fondo de losprisioneros —dijo Markwart, con talfrialdad que el hermano Francis sintióque un escalofrío le recorría el espinazo—. ¿Tienes el brazal encantado que lequitamos al centauro?

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El hermano Francis se metió la manoen un bolsillo y sacó la cinta élfica.

—Bien —señaló Markwart mientrasinclinaba la cabeza—. Lo necesitarápara sobrevivir al interrogatorio.

El padre abad se dirigió hacia lapuerta, mientras Francis se apresurabatras él para no rezagarse.

—Me temo que los otros prisioneroslo necesitarán aún más —explicó eljoven monje—, en particular la mujer,pues parece gravemente enferma.

—Ellos lo necesitan, pero nosotrosno los necesitamos a ellos —declaróMarkwart con tono feroz, mientras sedaba la vuelta hacia el joven.

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—Quizás alguien podría atenderloscon la piedra del alma —tartamudeóFrancis.

La carcajada de Markwart le rompióel corazón.

—¿Es que no me has oído? —lepreguntó—. No los necesitamos.

—Sin embargo, todavía no losdejaremos marchar —razonó el hermanoFrancis.

—Por supuesto que sí —corrigióMarkwart. Antes de que se dibujara unasonrisa en el rostro del joven hermano,añadió—: Dejaremos que se marchen aenfrentarse con la cólera de Dios; losabandonaremos en sus oscuros agujeros.

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—Pero padre abad…La mirada de Markwart le impuso

silencio.—Te preocupas por unos simples

individuos, cuando está en juego laiglesia entera —lo reprendió el anciano.

—Si no los necesitamos, ¿por quélos mantenemos en prisión?

—Porque si la mujer que buscamoscree que los tenemos en nuestro poder,quizá venga en su busca y caiga ennuestras manos —explicó Markwart—.Poco importa que estén vivos o muertossi la mujer que buscamos cree que estánvivos.

—En tal caso, ¿por qué no los

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mantenemos con vida?—¡Porque podrían contar lo que han

vivido! —gruñó el padre abad, mientrasacercaba su arrugada cara a la delhermano Francis, de forma que susnarices casi se tocaban—. ¿Cómo seríainterpretado su relato? ¿Comprenderíanquienes los escucharan que sussufrimientos servían a un interéssuperior? ¿Y qué ocurriría cuando seconociera el destino del hijo de lamujer? ¿Acaso te gustaría tener quedefenderte de todos esos cargos?

El hermano Francis dejó escapar unprofundo suspiro e intentótranquilizarse; una vez más recordó la

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magnitud de la obsesión del ancianopadre abad y la de su propiaimplicación. De nuevo el joven monje seencontraba en una encrucijada, ya que ensu corazón, a pesar de lo que le dictabala obediencia al padre abad y a laiglesia, sabía que las torturas infligidasa los Chilichunk y al centauro eran algoperverso. Pero él mismo tambiénformaba parte insoslayablemente de esaperversidad y, a menos que Markwarttriunfara, su complicidad seríadesvelada ante los ojos de todo elmundo. La mujer estaba enferma comoconsecuencia de la muerte de su hijodurante el viaje, que le había destrozado

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el corazón.—Lo único que importa es lo que

crea la joven —prosiguió Markwart—;tanto da que sus padres estén realmentevivos o muertos.

—Que estén vivos o hayan sidoasesinados —corrigió Francistartamudeando y en un tono demasiadobajo como para que el padre abad, quese dirigía con paso airado hacia lasescaleras, pudiera oírlo.

El joven monje suspiró una vez más,pero, al exhalar el aire, la vacilantellama de la compasión que habíabrillado en su corazón ya se volvió aapagar. Era un asunto desagradable y

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repugnante, decidió, pero el fin que seperseguía era bueno, y él se limitaba acumplir los edictos del padre abad de laiglesia abellicana, el hombre máscercano a Dios de todo el mundo.

El hermano Francis avivó el paso yse adelantó a Markwart para abrirle lapuerta que daba al hueco de la escalera.

—¿Pettibwa? ¡Oh, Pettibwa!, ¿porqué no me respondes? —gritaba GraevisChilichunk una y otra vez. La nocheanterior había hablado con su esposa através de los muros de sus celdascontiguas y, aunque no había podidoverla pues la oscuridad era absoluta, su

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voz le había servido de consuelo.No habían sido las palabras de

Pettibwa las que lo habían consolado,sino el simple hecho de oírla; en efecto,Graevis sabía que la pena por la muertede Grady había crecido como un cánceren el corazón y en el alma de su mujer, yaunque a él le había tocado la peor partede las torturas, aunque se encontrabamaltrecho y medio muerto de hambre yle dolían los huesos al menormovimiento —estaba seguro de quetenía varios rotos—, su esposa seencontraba sin duda en mucho peorestado.

La llamó una y otra vez, implorando

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una respuesta.Pettibwa no podía oírlo, pues sus

pensamientos y su sensibilidad se habíanreplegado en su interior, se habíanbloqueado con la imagen de un largotúnel y una luz brillante al final de él: laimagen de Grady de pie a la salida deltúnel, saludándola con la mano.

—¡Lo veo! —gritó la mujer—. EsGrady, mi hijo.

—Pettibwa —repitió Graevis denuevo.

—¡Me está indicando el camino! —exclamó Pettibwa con una energía mayorque la que había mostrado durantemuchos, muchísimos días.

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Graevis comprendió lo que ocurríay, presa del pánico, abrió los ojosdesmesuradamente. ¡Pettibwa se estabamuriendo, estaba abandonándolo debuen grado, a él y a todo aquel horriblemundo! Su primera idea fue llamarla agritos, hacer que regresara a él,implorarle que no lo dejara.

Pero permaneció en silencio; acertóa darse cuenta que tal conducta habríasido muy egoísta por su parte. Pettibwaestaba lista para irse, y eso es lo quedebía hacer, pues seguro que la otravida sería un lugar mejor que aquel.

—Vete con él, Pettibwa —gritó elanciano con voz temblorosa, mientras de

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sus ojos embotados corrían lágrimas dedolor—. Vete con Grady y abrázalo ydile que yo también lo quiero.

Luego se quedó tranquilo; el mundoentero parecía guardar silencio para queGrady pudiera oír la respiración rítmicade la mujer en la celda contigua.

—Grady —murmuró Pettibwa una odos veces más. Luego se oyó un gransuspiro, y luego…

Silencio.El magullado cuerpo del anciano se

vio sacudido por los sollozos. Tiró delas cadenas con todas sus fuerzas hastaque una de las muñecas se descoyuntó yel intenso dolor lo obligó a apoyarse

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contra la pared. Se llevó una mano a lacara para enjugarse las lágrimas y losmocos. Luego, con una energía quejamás hubiera creído conservar, seirguió por completo. Comprendió quesería su último acto de rebeldía.

Se concentró conjurando imágenesde su mujer muerta para darse ánimos ytiró con toda su alma del grillete que leaprisionaba la mano herida; haciendocaso omiso del dolor, intentó deslizar lamano por el interior del grillete conreiterada insistencia. Ni siquiera oyó elcrujido del hueso, sino que se limitó aseguir tirando como un animal salvaje,mientras la piel se le desgarraba y la

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mano se le aplastaba contra el grillete.Al fin, después de unos minutos de

horrendo dolor, la mano quedó libre;entonces, las piernas empezaron aflaquearle.

—No lo hagáis —las riñó,incorporándose para emprenderla con lacadena que aún lo sujetaba.

Mediante un solo movimiento saltópor encima de la mano extendida, setorció y giró y se pasó el brazo con elgrillete por encima de la cabeza, deforma que cuando hubo terminado elsalto, la cadena le quedó enlazada en elcuello. Como quedó de pie, de puntillas,la cadena no le oprimía la garganta.

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Pero no por mucho rato, pues denuevo empezaron a flaquearle laspiernas. Su cuerpo se desplomó y lacadena lo estranguló.

Quería encontrar aquel túnel, queríaver a Pettibwa y a Grady haciéndoleseñas.

—¡Te dije que era un malvado! —rugió el padre abad Markwart alhermano Francis cuando llegaron juntoal hombre colgado—. Pero, por lo visto,ni siquiera supe comprender hasta quépunto. ¡Quitarse la vida! ¡Qué cobardía!

El hermano Francis queríamanifestar su más sincero acuerdo, pero

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una persistente parte de su conciencia nose dejaba neutralizar tan fácilmente. Enla celda contigua habían encontrado a lamujer, Pettibwa, muerta, y no por suspropias manos. Francis no pudo menosque suponer que el anciano y maltrechoGraevis se había enterado de la muertede su mujer; aquello había sido superiora sus fuerzas y lo había llevado más alláde los límites de la cordura.

—No importa —manifestóMarkwart con desdén, algo calmadoahora que la primera impresión habíamenguado un poco. ¿Acaso no habíanhablado, él y Francis, precisamente deaquella probabilidad?—. Tal como te

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expliqué arriba, ninguno de los dos teníanada importante que decirnos.

—¿Cómo puedes estar tan seguro?—se atrevió a preguntar Francis.

—Porque eran débiles —le espetóMarkwart—. Y esto… —señaló con lamano la inerte figura colgada junto almuro— lo demuestra. Débiles. Sihubieran tenido alguna cosa quedecirnos, habrían cedido a la presión denuestros interrogatorios hace muchotiempo.

—Y ahora están muertos, los tres, lafamilia de esa mujer, de Pony —dijocon tono sombrío el hermano Francis.

—Pero mientras ella no sepa que

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han muerto, siguen siéndonos útiles —dijo el padre abad con totalinsensibilidad—. No hablarás a nadiede su muerte.

—¿A nadie? —repitió Francis conincredulidad—. ¿Tendré que enterrarlosyo solo? ¿Como hice con Grady en lacarretera?

—Grady Chilichunk fueresponsabilidad tuya por tus propiasacciones —le espetó Markwart.

El hermano Francis tartamudeó,mientras buscaba sin éxito unarespuesta.

—Dejémoslos donde están —añadióMarkwart tras considerar que el joven

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monje ya había sufrido bastante—. Losgusanos se los comerán aquí igual que siestuvieran bajo tierra.

Francis se disponía a intervenir paramencionar el problema del hedor, perose detuvo en seco al considerar lascaracterísticas del lugar. En aquellasolvidadas mazmorras el olor de un parde cadáveres putrefactos apenas seríapercibido y, ciertamente no alteraría elrepugnante ambiente. Pero la idea dedejar a aquellos dos seres sin enterrar ysin la pertinente ceremonia, en particulara la mujer, que no había hecho nada parapropiciar su muerte, causaba en Francisuna fuerte impresión.

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Pero el monje se dijo también que élya no estaba en un pedestal sagrado. Notenía las manos limpias y, por lo tanto,al igual que hizo con otrascontradicciones que asaltaron al hombreque sería el protegido de Markwart,quitó importancia al asunto, lo apartó dela mente y apagó una vez más la vela dela compasión.

Markwart señaló hacia la puerta yFrancis notó que lo hacía con ciertonerviosismo. Primero habían ido a lasceldas de los Chilichunk y, por lo tanto,les quedaba por comprobar si aúnestaba vivo Bradwarden, que según laopinión de Markwart era el prisionero

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más importante. Francis se apresuró asalir de la celda y a bajar por elahumado y sucio corredor de piedrarebuscando entre sus llaves al acercarsea la celda del centauro.

—¡Vete maldito perro! ¡No voy adecirte nada! —gritó una voz desdedentro en tono desafiante, mientrasFrancis, un Francis muy aliviado, poníala llave en el cerrojo.

—Ya veremos, centauro —murmurócon voz tranquila y perversa. Se dirigióa Francis y preguntó—: ¿Trajiste elbrazal?

Francis empezó a sacar la prenda desu bolsillo y, de repente, vaciló.

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Pero demasiado tarde, puesMarkwart vio el gesto y alargó el brazopara coger el brazal.

—Ocupémonos de nuestro deber —dijo el padre abad, al parecer muydivertido.

Su tono festivo produjo un escalofríoal hermano Francis, pues sabía que conla cinta encantada atada en torno albrazo, el centauro sufriría una larga yterrible experiencia.

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11

Cuando el deber llama

El viento soplaba con fuerza por lasextensas aguas del Masur Delavalcuando Elbryan, Pony y un disfrazadoJuraviel embarcaron en el transbordadorde Palmaris; el elfo provocaba miradasde curiosidad entre los viajeros. Sinembargo, Pony se mantenía junto a él ysimulaba que era hijo suyo, su hijoenfermo; como las enfermedades eranalgo muy común y muy temido en Honce

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el Oso, nadie se atrevía a acercárselesdemasiado.

De hecho, los gemidos de Juravieleran convincentes, puesto que la pesadamanta que le envolvía le doblabadolorosamente las alas.

Las enormes velas se desplegaron yel barco de cuatro cubiertas zarpó delpuerto de Palmaris mientras las maderascrujían y las olas chocaban contra laparte baja de los costados de laembarcación. En la amplia y planacubierta había más de cincuentapasajeros y siete tripulantes quetrabajaban lenta y metódicamente:habían realizado aquel trayecto dos

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veces por día, siempre que el tiempo lopermitía, durante muchos años.

—Dicen que un transbordador es unbuen sitio para obtener información —susurró Juraviel a Elbryan y a Pony—.La gente que cruza el río a menudo estáasustada, y la gente que tiene miedo confrecuencia repite en voz alta sus propiostemores con la esperanza de que otro leofrezca palabras de consuelo.

—Me voy a pasear entre ellos —propuso Elbryan, y se alejó de su«familia».

—¿Tu chico está enfermo? —lepreguntó casi inmediatamente una vozcuando el guardabosque se acercó a un

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grupo de cinco adultos, tres hombres ydos mujeres, que por el aspecto parecíanpescadores.

—Hemos estado en el norte —explicó el guardabosque—. Saquearonnuestra casa, así como todo el pueblo;durante más de un mes hemos estadoocultándonos de powris y trasgos,comiendo lo que podíamos, pasandohambre la mayoría de las veces. Mi hijoBelli… Belli comió algo malo, supongoque una seta, y todavía no se harecuperado y puede que no lo haganunca.

Aquello provocó comprensivasinclinaciones de cabeza, particularmente

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en las mujeres.—¿Adónde os dirigís? —preguntó el

mismo hombre.—Al este —contestó crípticamente

Elbryan—. ¿Y vosotros? —se apresuróa preguntar antes de que el hombre lepidiera más precisiones sobre sudestino.

—Hasta Amvoy —respondió elhombre refiriéndose a la ciudad situadaal otro lado del río, el puerto de llegadadel transbordador.

—Todos nosotros vivimos enAmvoy —puntualizó una de las mujeres.

—Sólo hemos ido a visitar a unosamigos en Palmaris, ahora que ya todo

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está en calma —añadió el hombre.Elbryan asintió con la cabeza y

dirigió la vista hacia las extensas aguas;los muelles de Palmaris se iban alejandodeprisa mientras el pesado barcoencontraba fuertes y favorables vientos.

—Tened cuidado si vais más allá deAmvoy —indicó la mujer.

—Vamos más allá.—A Saint Mere Abelle —dedujo el

pescador.Elbryan lanzó una mirada de

incredulidad hacia el hombre, pero fuesuficientemente prudente para disimularenseguida, pues no quería revelar nadaconcreto.

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—Allí es donde iría si tuviera unhijo enfermo —prosiguió el hombre; niél ni sus compañeros habían advertidola expresión del guardabosque—.¡Dicen que los monjes disponen deremedios para todo, aunque no se danmucha prisa en distribuirlos!

Aquel comentario provocó risasentre sus compañeros, excepto en lamujer que había estado hablando, quepermaneció mirando al guardabosquecon aire severo.

—Ten cuidado si vas al este deAmvoy —dijo de nuevo, con mayorénfasis—. Hay noticias de bandas depowris que recorren esas tierras, y no lo

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dudes, a esos monstruos les trae sincuidado si tu hijo está enfermo.

—Y una repugnante banda de trasgos—añadió el hombre—. Según serumorea, fueron abandonados por lospowris y ahora huyen asustados.

—No hay nada más peligroso quetrasgos asustados —intervino otrohombre.

—Os aseguro —dijo elguardabosque sonriendo agradecido—que he tenido abundantes encontronazoscon powris y trasgos.

Dicho esto, se inclinó y se alejó porla cubierta. Oyó de nuevo cómo la genteexpresaba su preocupación acerca de las

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bandas que recorrían el este, pero noconsiguió ninguna informaciónverdaderamente interesante.

Completó su vuelta y se reunió denuevo con Pony y Juraviel; el elfo estabarecostado, cobijado en la manta,mientras Pony se ocupaba de atender alos caballos, en especial a Piedra Grispues el nervioso corcel se encontrabamuy incómodo en el transbordador quesurcaba las encrespadas aguas. Elcaballo pateó repetidas veces, soltóbufidos y relinchó en varias ocasiones, yel musculoso cuello empezó aempaparse de sudor.

Elbryan fue hacia él y lo cogió con

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firmeza por la brida. Le dio un poderosotirón hacia abajo y consiguió calmarlo.No obstante, Piedra Gris tardó poco envolver a patear y a sacudir la cabeza.

Entretanto, Sinfonía permanecíabastante tranquilo. Elbryan observó alsemental y a Pony, que estaba inclinadasobre el cuello del caballo con lamejilla junto a la turquesa mágica, ycomprendió la razón. Pony habíaestablecido comunicación con Sinfonía,una especie de empatía, y se las habíaarreglado para infundir al bravosemental la calma necesaria.

Piedra Gris dio un tirón brusco ypoco faltó para que Elbryan saliera

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despedido; el caballo intentó piafar,pero el guardabosque le retuvo y tiró deél con todas sus fuerzas.

Otras personas, entre ellas un par detripulantes, se acercaron con intenciónde ayudarlo a calmar al animal, pues elnervioso caballo en la cubierta abiertade un barco era sin duda un peligrosocompañero.

Pero entonces Sinfonía se hizo cargode la situación; se abrió paso hastasituarse ante Elbryan y apoyó su cabezasobre la parte superior del cuello dePiedra Gris. Los dos caballosresoplaron y relincharon; Piedra Grispateó de nuevo la cubierta e intentó

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piafar, pero Sinfonía no estabadispuesto a permitírselo y lo empujóhacia abajo con fuerza e incluso pusouna pata delantera sobre el lomo delsemental, con objeto de mantenerlo en susitio.

A continuación, para asombro detodos los curiosos, Elbryan y Ponyincluidos, Sinfonía bajó la pata dellomo de Piedra Gris y lo acarició con elhocico, resoplando y sacudiendo lacabeza. Piedra Gris emitió algunasprotestas, pero sonaron pococonvincentes.

Y entonces ambos caballos sequedaron calmados.

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—Buen caballo —murmuró unhombre a Elbryan mientras se disponía aalejarse.

Otro preguntó al guardabosque siquería venderle a Sinfonía.

—Las piedras de Avelyn demuestransu utilidad de vez en cuando —comentóPony cuando los tres amigos sequedaron de nuevo solos con loscaballos.

—Comprendo la comunicación entreSinfonía y tú, pues ya lo hemosconseguido anteriormente cada uno pornuestro lado —declaró el guardabosque—, pero ¿me equivoco si creo querealmente Sinfonía transmitió tu mensaje

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a Piedra Gris?—Algo por el estilo, me parece —

respondió Pony, sacudiendo la cabeza,pues realmente no sabía qué contestarle.

—¡Qué arrogantes podéis llegar aser los humanos! —observó Juraviel,atrayendo las miradas de ambos—. ¿Quétiene de sorprendente que los caballospuedan comunicarse entre ellos, almenos de forma rudimentaria? ¿Cómohabrían sobrevivido durante tantossiglos de no ser así?

Vencidos ante tan simple lógica,Elbryan y Pony se limitaron a reír ydejar la cuestión en aquel punto. Laexpresión del guardabosque, no

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obstante, cambió rápidamente paravolverse seria de nuevo.

—Se dice que hay una banda depowris que recorre las tierras másorientales del reino —explicó— y unabanda de trasgos particularmenteconflictiva.

—¿Qué menos podíamos esperar?—replicó Juraviel.

—Por lo que he averiguado, nuestrosenemigos al este del río se encuentran enla misma situación caótica que los delnorte —prosiguió el guardabosque—.Se rumorea con insistencia que lospowris abandonan a los trasgos, y queestos están desbocados tanto por miedo

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como por su propia naturaleza perversa.Juraviel asintió con la cabeza, pero

Pony añadió enseguida:—Hablas como si algunos de

nuestros enemigos estuvierandesorganizados. Y, por lo que yo creo,ni trasgos ni powris en este momento secuentan entre nuestros principalesenemigos.

El doloroso recuerdo de su destino yel posible desastre que podían encontraren aquel lugar los dejó sin palabras ytendió un manto sombrío sobre los tres.Pasaron la siguiente y última hora deviaje en relativo silencio, atendiendo alas necesidades de los caballos, y se

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alegraron cuando el transbordadoratracó al fin en la pequeña ciudad deAmvoy.

El capitán del barco, de pie junto ala plancha de acceso, reiteraba lasadvertencias relativas a trasgos ypowris a todos los pasajeros mientrasdesembarcaban y les pedía que tuvieranmucho cuidado si salían fuera de laciudad.

Dado que no necesitabanprovisiones, los tres amigos atravesaronla amurallada ciudad hacia la puertaeste, donde de nuevo los alertaron delpeligro que representaba aventurarsepor aquellas tierras. No obstante, no les

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impidieron el paso; por consiguiente,salieron de Amvoy aquella misma tardey en poco tiempo los dos caballos sehabían alejado muchos quilómetros.

El terreno era mucho menos boscosoque al norte de Palmaris. La tierraestaba más cultivada, surcada poranchas carreteras, algunas cubiertas deguijarros, aunque realmente no hacíanfalta en ningún caso, pues los camposherbosos eran fáciles de atravesar.Aquel mismo día pasaron por un puebloavanzando en paralelo a la carreterapero a una distancia prudencial de ella;aunque el pueblo no estaba amurallado,comprobaron que se encontraba bien

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defendido, ya que disponía de arquerosen los tejados e incluso de una catapultaen la plaza.

Los campesinos que trabajabanestoicamente en los campos hacían unapausa al verlos pasar; algunos inclusoagitaban la mano o les gritaban parainvitarlos a comer. Pero los tres amigosno se detuvieron y, cuando el solempezaba a declinar, apareció ante suvista otro pueblo; era mucho máspequeño que el anterior, pues la regiónestaba menos poblada a medida que sealejaban del gran río.

Viraron hacia el este de aquelenclave y acamparon en un lugar desde

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donde se distinguían las negras siluetasde los edificios en lontananza, decididosa montar guardia aquella noche paraproteger a los aldeanos.

—¿Cuánto nos queda de viaje? —preguntó Juraviel cuando se sentaron acenar en torno a una fogata.

Elbryan miró a Pony, que habíapasado varios años en aquella región.

—No más de un par de días —respondió. Cogió una rama del fuego yesbozó un tosco mapa en el suelo en elque se veían el Masur Delaval y la bahíade Todos los Santos—. Saint MereAbelle está a unos ciento sesentaquilómetros del río, si recuerdo bien —

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explicó. Dibujó una zona más al este ehizo una marca para señalar la aldea deMacomber y, finalmente, otra paraPireth Tulme—. Estuve aquí, en PirethTulme, pero después de encontrarme conAvelyn nos volvimos al río por unitinerario al sur de la abadía, evitandopasar cerca de Saint Mere Abelle.

—Dos días —refunfuñó Elbryan—,tal vez tres. Deberíamos empezar atrazar planes.

—Hay poco que decidir —dijoJuraviel con arrogante intuición—.¡Llegaremos a las puertas de la abadía yexigiremos que nos devuelvan a nuestrosamigos. Y, si no lo hacen enseguida, la

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derribaremos!Aquel conato de humor provocó

sonrisas, pero nada más, pues todos,incluido Juraviel, empezaban areconocer lo arriesgado de su empresa.Sabían que Saint Mere Abelle era elhogar de cientos de monjes, muchos deellos expertos en el uso de las gemasmágicas. Si Elbryan y sobre todo Ponyeran descubiertos y reconocidos, laexpedición fracasaría enseguida.

—No deberíamos entrar en la abadíacon las gemas —sugirió Elbryan.

Pony lo miró boquiabierta; suhabilidad con las piedras era una de susmejores armas, y también un eficaz

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medio de exploración e infiltración.—Pueden detectar el menor uso que

hagamos de ellas —explicó elguardabosque—; podrían incluso sercapaces de percibir la presencia de laspiedras aunque no las utilizásemos.

—Un ataque por sorpresa es nuestraúnica posibilidad —declaró Juraviel.

Pony inclinó la cabeza paramanifestar su acuerdo; en aquellosmomentos no quería discutir ese punto.

—Y si nos descubren —prosiguió elguardabosque en tono severo, dedicandosu observación especialmente a Pony—,tú y yo nos rendiremos, de formapública y notoria, y pediremos un canje.

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—Nosotros dos a cambio de lalibertad de los Chilichunk y deBradwarden —dedujo Pony.

—Entonces Juraviel recuperará laspiedras de Avelyn y conducirá a todoshacia el oeste —continuó Elbryan—;luego volverá a Dundalis conBradwarden y llevará las piedras a Andur’Blough Inninness y le pedirá a laseñora Dasslerond que las ponga a buenrecaudo.

Juraviel sacudió la cabeza antes deque Elbryan acabara.

— L o s Touel’alfar no seinvolucrarán en el asunto de las piedras—dijo.

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—¡Ya estáis involucrados! —insistió Pony.

—No es así —contradijo Juraviel—; yo ayudo a mis amigos para pagardeudas pendientes, nada más.

—Entonces, ayúdanos en este asunto—continuó Pony, pero Elbryan, quecomprendía mejor las reservas de loselfos, no quiso entrar en la discusión.

—Exiges un compromiso político —explicó Juraviel—; eso no podemoshacerlo.

—Te pido que defiendas la memoriade Avelyn —arguyó Pony.

—Ese es un tema que la iglesia tieneque resolver —respondió enseguida

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Juraviel—. Ellos, y no los Touel’alfar,deben decidir su propio rumbo.

—Es, en efecto, un tema que tienenque resolver los humanos —asintióElbryan, poniendo la mano sobre elbrazo de Pony para tranquilizarla. Lamujer lo miró fijamente a los ojos y élsacudió la cabeza lentamente, de formadeliberada, admitiendo la desesperanzade semejante argumento. Elguardabosque se dirigió entonces al elfoy añadió—: Tengo que pedirte, pues,que recuperes las piedras y se las des aBradwarden. Que él se las lleve lejos ylas entierre a mucha profundidad.

Juraviel inclinó la cabeza para

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mostrar su acuerdo.—Y luego devuelve Piedra Gris a

Roger —prosiguió Pony—, y Sinfoníaal bosque allende Dundalis, su hogar.

De nuevo el elfo inclinó la cabeza.Se produjo un largo silencio, que no sequebró hasta que Juraviel de repente seechó a reír.

—¡Ah, vaya moral de victoriatenemos! —dijo el elfo—. Estamosplanificando nuestra derrota, no nuestrotriunfo. ¿Esto es lo que te enseñamos,Pájaro de la Noche?

La barba de tres días ensombreció laamplia sonrisa de Elbryan.

—Me enseñasteis a ganar —afirmó

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— y encontraremos la manera de entraren Saint Mere Abelle y salir conBradwarden y los Chilichunk antes deque los monjes se enteren siquiera deque hemos estado allí.

Festejaron aquel pronóstico con unaración extra de comida y bebida; luegoterminaron de cenar y organizaron elcampamento y su defensa; Juraviel saliópara efectuar una exploración nocturna ydejó solos a Pony y Elbryan.

—Tengo miedo —admitió Pony—.Siento como si fuera el final de un largoviaje que empecé cuando encontré aAvelyn Desbris por primera vez.

A pesar de su reciente bravuconada,

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Elbryan no pudo discrepar. Pony se leacercó y él la rodeó con los brazos. Lamujer lo miró a los ojos, se puso depuntillas y lo besó con ternura. LuegoPony, retrocedió paralizándolo con sumirada, mientras la excitación crecía; sele acercó y lo besó de nuevo, de modomás apremiante, y él le devolvió elbeso: deslizó sus labios sobre los deella y sintió la firme espalda de la mujerbajo la presión de sus brazos, mientrassus manos le acariciaban los músculos.

—¿Qué pasa con nuestro pacto? —empezó a preguntar el hombre. Ponypuso un dedo sobre los labios paraacallarlo. Lo besó de nuevo, una y otra

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vez, y suavemente lo empujó hacia elsuelo hasta recostarlo junto a ella.

A Elbryan le pareció que estaban losdos solos en el ancho mundo, bajo lasestrellas titilantes mientras la suavebrisa del verano soplaba a través de suscuerpos, les acariciaba la piel, les hacíacosquillas y los refrescaba.

Al día siguiente se pusieron enmarcha temprano; sus caballos yacorrían raudos cuando el alba teñía derosa la parte este del cielo, a susespaldas. Las discusiones sobre cómoentrarían en Saint Mere Abelle fueronaplazadas tácitamente, puesto que notendrían un conocimiento empírico del

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lugar hasta que echaran una ojeada a laabadía y vieran sus fortificaciones y elgrado de alerta de la vigilancia.¿Estaban abiertas las puertas para losrefugiados de los pueblos cercanos, oestaban cerradas a cal y canto y disponíala abadía de docenas de vigilantesarmados que patrullaban las murallas?

No podían saberlo y, porconsiguiente, aplazaron la discusiónhasta que de ella se pudiera derivaralguna conclusión práctica; apretaron elpaso, decididos a llegar a la abadía a lamañana siguiente.

Pero entonces vieron humo queemergía como los dedos del demonio

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por encima de una sierra coronada poruna hilera de árboles. Los tres habíanvisto semejantes penachos anteriormentey sabían que no se trataba de fuegos decampamento ni de chimeneas.

A pesar de la urgencia de su misióny de la dificultad de la empresa, ningunode ellos dudó ni un segundo. Elbryan yPony dirigieron sus monturas hacia elsur y corrieron a toda prisa hacia lasierra; luego subieron por la pendienteherbosa hasta una hilera de árboles.Juraviel, con el arco en la mano, agitólas alas y despegó de Piedra Gris tanpronto como llegaron para ganar altura yexplorar mejor la zona.

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Elbryan y Pony aminoraron lamarcha, desmontaron y echaron a andarpor el borde de la sierra con grancautela. Allá abajo, esparcidos a lolargo de la carretera que atravesaba unvalle en forma de cuenco, vieron loscarruajes de una caravana, cargados demercancías y dispuestos en unaformación defensiva, vagamentecircular. Varios carruajes estabanardiendo, y Elbryan y Pony oyeron losgritos de hombres pidiendo agua otratando de organizar la defensa. Lapareja vio, también, mucha gente en elsuelo: los chillidos de dolor de losheridos resonaban en todo el valle.

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—Mercaderes —comentó elguardabosque.

—Deberíamos bajar e intentarayudarlos —dijo Pony—. O, por lomenos, debería ir yo con la piedra delalma.

Elbryan la miró con aire escéptico;no quería que utilizara aquella piedra nininguna otra tan cerca de Saint MereAbelle.

—Espera a que regrese Juraviel —le pidió—. No veo monstruos muertosen torno al anillo y, por lo tanto, esprobable que la lucha no haya hecho másque empezar.

Pony movió la cabeza en un gesto de

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asentimiento, aunque los gemidos de losheridos la apenaban profundamente.

Juraviel no tardó en regresaragitando las alas sobre la rama de unárbol justo encima de sus cabezas.

—El panorama es a la vez bueno ymalo —explicó—. En primer lugar, ycomo punto más importante, losatacantes son trasgos y no powris, unenemigo mucho menos temible. Pero sonunos ochenta y preparan un segundoasalto —añadió señalando al otro ladodel vallecito, hacia la sierra sur—. Másallá de los árboles.

Elbryan, siempre encargado de latáctica y buen conocedor de las

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artimañas de los trasgos, exploró lazona.

—¿Están confiados? —preguntó alelfo.

Juraviel asintió con la cabeza.—He visto pocos heridos, y nadie

parece oponerse a un ulterior asalto.—Entonces atacarán justo por

encima de aquella sierra —dedujo elguardabosque— y bajarán por la laderapara cargar con más violencia contra losmercaderes. Los trasgos nunca se hanpreocupado de sus bajas. No van aperder el tiempo en coordinarse paraefectuar un ataque más eficaz.

—Ni falta que les hace —añadió

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Juraviel mientras observaba loscarruajes y los lamentables intentosdefensivos.

—Los mercaderes y sus guardias notienen ninguna posibilidad derechazarlos.

—A menos que los ayudemos —seapresuró a puntualizar Pony, mientras sumano se deslizaba inconscientementepor el interior de la bolsa de laspiedras, gesto que no pasó inadvertido aElbryan.

El guardabosque miró a Pony a losojos y negó con la cabeza.

—No utilices las piedras a menosque sea estrictamente imprescindible —

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ordenó.—Son ochenta —señaló Juraviel.—Pero son sólo trasgos —dijo el

guardabosque—. Si podemos matar auno de cada cuatro, los demásseguramente huirán enseguida. Vamos aprepararnos para la batalla.

—Me voy a vigilar a los trasgos —dijo el elfo, y desapareció de la vista tanrápidamente que Elbryan y Ponyparpadearon con incredulidad.

Los dos condujeron a los caballosdando un rodeo: bajaron y atravesaronla carretera fuera de la vista de loscarruajes de los mercaderes y luegosubieron por la ladera sur hasta la hilera

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de árboles.—Tienen hambre y miedo —

observó Elbryan.—¿Los mercaderes o los trasgos?—Ambos, probablemente —repuso

el guardabosque—. Pero me refería alos trasgos; están hambrientos, asustadosy desesperados, lo cual los hacedoblemente peligrosos.

—Bueno, pero si matamos a uno decuatro, los demás huirán, ¿no? —preguntó Pony.

El guardabosque se encogió dehombros.

—Están demasiado lejos de su casay sin perspectivas de regresar; sospecho

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que los rumores son ciertos y que lospowris los han abandonado aquí, enunas tierras llenas de enemigos.

—¿Pretendes perdonarlos? —preguntó Pony, mirándolo de soslayo.

El guardabosque soltó una risita antela pregunta.

—No hay perdón para los trasgos —repuso con firmeza—. No después deldesastre de Dundalis. Ojalá no puedanhuir, pues vivirían para causar másdesgracias; que los ochenta vengan porencima de la colina y que los ochentamueran en nuestras manos.

Por aquel entonces ya habíanalcanzado la parte superior de la sierra

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y los trasgos ya estaban ante su vista,amontonados en una ladera a algo menosde un quilómetro hacia el sur. No habíamuchos árboles entre ellos y los trasgos,pero tanto Pony como Elbryan enseguidadescartaron cualquier posibilidad de veral elfo mientras bajaba hacia ellos. Sedieron la vuelta hacia la hilera deárboles, para ver qué sorpresas podríanpreparar los dos juntos contra la hordaque no tardaría en atacar. Pony sedirigió hacia el sotobosque en busca deárboles jóvenes que fueran adecuadospara construir trampas, mientras elguardabosque centró su atención en ungrueso olmo muerto, precariamente

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colgado del mismo borde de la sierra.—Si pudiéramos arrojarlo encima

de ellos, causaríamos una gran confusión—comentó el guardabosque cuandoPony se reunió con él.

—Si tuviéramos un equipo decaballos de tiro, sin duda loconseguiríamos —respondió Pony consarcasmo, pues el árbol muerto eradesde luego enorme.

Pero Elbryan tenía una respuesta:introdujo su mano en el bolsillo y sacóun paquete de gel de color rojo.

—Un regalo de los elfos —explicó—. Y creo que el tronco estarásuficientemente podrido para que esto

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funcione.Pony asintió con la cabeza. Ya había

visto a Elbryan utilizar el mismo gel enAida para debilitar una barra metálica yluego partirla limpiamente con un simplecorte de su espada.

—Ya he preparado una trampa, yveo factible preparar algunas más —anunció la mujer—. Asimismo, algunospalos afilados ocultos entre la malezapodrían causarles algún disgusto.

El guardabosque asintió con aireausente, demasiado inmerso en supropio trabajo para darse cuentasiquiera de que Pony había vuelto alsuyo.

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Elbryan encontró el punto más débildel tronco y examinó su anchura yresistencia. Estaba convencido de quecon varios golpes enérgicos deTempestad podía abatir el árbol, peroaquello no bastaría, pues no tendríatiempo de lanzarlo en medio de la hordade trasgos. Pero, si antes pudieraprepararlo adecuadamente…

Levantó la espada y propinó ungolpe ligero; con cautela se agachó paraescuchar los crujidos de la madera alceder. De nuevo encontró el lugar másadecuado y pegó un golpe cortante, yluego otro. Después tomó el paquete, loabrió y untó con la sustancia rojiza —

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una mezcla que los elfos utilizaban paradebilitar objetos— la zona crítica,alineándola con un par de árbolessituados ladera abajo.

Cuando estaba acabando, Ponyregresó junto a él, montada en PiedraGris.

—Deberíamos avisarles —dijo lamujer, señalando hacia la caravana demercaderes.

—Ya saben que hay alguien aquíarriba —respondió el guardabosque.

—Pero deberían conocer nuestrosplanes para ayudarlos —razonó Pony—,para preparar adecuadamente unadefensa complementaria; no podemos

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confiar en que detendremos a todos lostrasgos, independientemente de laeficacia de nuestras trampas y nuestrasespadas —añadió, mientras señalabahacia la parte baja de la ladera, dondehabía un tocón que apenas emergía porencima de la hierba alta—. La pendienteallí es pronunciada, y los trasgosbajarán de cabeza a toda velocidad yestarán al alcance de los arcos que losmercaderes puedan tener —explicó—.Ese es un punto crítico; si pudiera tenderuna cuerda de viaje, podríamosaminorar la velocidad de los trasgos ypermitir que los mercaderes tenganocasión de efectuar más disparos.

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—Unos cien metros —respondióElbryan calculando la distancia entre eltocón y el lugar protegido más cercano.

—Es muy probable que losmercaderes dispongan de una cuerda deesa longitud —razonó Pony; esperó aque el hombre asintiera, volvió grupas aPiedra Gris y bajó con cautela por laladera. Había recorrido dos tercios delcamino y se encontraba desprotegida enmedio del prado, a menos de cincuentametros de la caravana, cuando advirtiómuchos arcos apuntados hacia ella, perouno tras otro fueron bajando al darsecuenta los arqueros de que no se tratabade un trasgo.

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—Buenos días —saludó la mujer,mientras se acercaba a los carruajes y sedirigía hacia un hombre robustoelegantemente vestido que parecía porsu actitud uno de los jefes del grupo debatalla—. No soy enemiga vuestra, sinoaliada.

El hombre inclinó la cabeza concautela, pero no respondió.

—Los trasgos no están lejos y seestán preparando para volver —anuncióPony dándose la vuelta para señalarhacia lo alto de la ladera—. Desde allí—explicó—. Mi amigo y yo les estamospreparando algunas trampas, pero metemo que no podremos detenerlos del

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todo.—¿Desde cuándo habéis

considerado esta batalla como propia?—preguntó, desconfiado, el mercader.

—Siempre consideramos comopropias las batallas contra trasgos —respondió la joven sin vacilar—. Amenos que prefiráis que no os ayudemosy dejemos que los ochenta trasgoscaigan sobre vosotros.

Aquella respuesta eliminó buenaparte de la jactancia del hombre.

—¿Cómo sabéis que vendrán desdeel sur? —preguntó el desconfiadomercader.

—Conocemos a los trasgos —

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repuso Pony—. Conocemos sus tácticas,y también su falta de tácticas. Se hanreunido en el sur y no tienen pacienciapara dar un rodeo y coordinar un ataquedesde diferentes direcciones; no cuandoestán convencidos de que su presa estáacorralada y derrotada.

—¡Les haremos frente! —declaró unarquero, mientras agitaba el arco en elaire. Ese movimiento fue seguido conpoco entusiasmo por losaproximadamente diez hombres quedisponían de arcos.

En resumidas cuentas, la caravanacontaba con menos de cuarenta hombrescapaces de pelear, supuso Pony, y con

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unos veinte arcos, aunque manejados porarqueros sin adiestramiento niexperiencia, por lo que apenas haríanmella en la embestida de los trasgosantes de que el combate cuerpo a cuerpose iniciara en torno a los carruajes.Elbryan podía luchar contra tres trasgosa la vez, incluso contra cuatro, con unarazonable esperanza de vencerlos, peropara mujeres y hombres normales unsolo trasgo podía resultar un enemigodemasiado duro.

Pony lo sabía y, al parecer, tambiénel mercader, pues se le hundieron loshombros de abatimiento.

—¿Qué nos propones? —preguntó.

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—¿Tenéis una cuerda?El mercader hizo una señal hacia un

hombre que estaba cerca, y este corrióhasta un carruaje y apartó la lona:apareció un considerable acopio decuerda enrollada, de buena calidad,delgada y fuerte. Pony le indicó que latrajera.

—Intentaremos equilibrar las fuerzas—explicó—. Frenaré su carga allí, a laaltura de aquel tocón, al alcance devuestros arcos. Disparad bien.

Cogió la cuerda que le llevó elhombre, la puso en la silla, detrás deella, e hizo que Piedra Gris se pusieraen marcha.

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—Mujer, ¿cómo te llamas? —preguntó el mercader.

—Ya tendremos tiempo de hablar deeso más adelante —respondió ellaespoleando al caballo para que sedirigiera a medio galope hacia el tocón.

En lo alto de la colina, Elbryan dabalos últimos toques a su conjunto detrampas. Hizo un lazo y lo pasó por laparte superior de las ramas del árbolmuerto, consiguiendo con gran destrezaenlazarlo con la cuerda; luego la ató enla silla de Sinfonía. Seguidamente, elguardabosque guio al caballo hasta unespeso bosquecillo bastante apartado yse dispuso a disimular la cuerda, pues

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no quería que los trasgos la vieran.—Tenemos más compañía —oyó la

voz de Juraviel desde lo alto cuandoElbryan ultimaba su trabajo.

Miró hacia arriba explorando conatención y, al fin, descubrió la ligerafigura del elfo.

—Por el este —explicó Juraviel—.Un grupo de monjes, tal vez una docena,se acercan cautelosamente.

—¿Llegarán a tiempo para labatalla?

Juraviel echó una ojeada hacia elsur.

—Los trasgos ya han empezado amoverse —comunicó—. Quizá los

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monjes llegarían a tiempo si se dieranprisa, pero no creo que se proponganhacerlo. No pueden no haber visto elhumo, pero no sé si están muy ansiosospor entrar en combate.

Elbryan sonrió sin sorprenderse encierto modo.

—Avísale a Pony —le pidió—. Dileque mantenga las piedras bien guardadasy que no las utilice.

—Si la situación lo exige, no dejaráde hacerlo —razonó Juraviel—, nidebería dejar de hacerlo.

—Pero si las utiliza, me temo quepoco después de haber despachado a lostrasgos, nos tocará pelear con una

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docena de monjes —replicó elguardabosque con un gesto severo.

El elfo se apresuró a lo largo delborde de la sierra procurando quedarfuera de la vista de los hombres delcírculo de carruajes. Comunicó elmensaje a Pony y luego corrió hastaalcanzar una posición adecuada en unárbol —medio volando y mediotrepando, pues sus alas delgadas yfrágiles estaban cada vez más fatigadas—, mientras los trasgos de cabeza seiban aproximando. Con cierto alivio,aunque con escasa sorpresa, Juraviel sedio cuenta de su caótica formación: noeran más que una turba impaciente por

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entrar en combate. Como habíanimaginado los tres amigos, los trasgosno se detuvieron al coronar la sierra,sino que siguieron adelante e iniciaronla carga ladera abajo, sin preocuparse nisiquiera por evaluar las defensas de lapresa que codiciaban.

Y sin apenas darse cuenta de suspropios infortunios, ya que uno de lostrasgos, advirtió el elfo, cayó en una delas trampas de Pony al pisar y liberar elarbolito inclinado. El chillido delmonstruo apenas se oyó en medio de losgritos de batalla de sus compañeros, y eltrasgo fue lanzado al aire girando cabezaabajo hasta quedar colgado e indefenso

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a poco más de un metro del suelo.Varios trasgos pasaron por delante

de su compañero atrapado sin hacerlecaso, mientras otros se burlaron de suinfortunio.

En otro lugar, un trasgo chilló desusto y dolor mientras caía en una de laspequeñas y peligrosas zanjas que Ponyhabía excavado y disimulado a todaprisa. La pierna de la criatura se pusosúbitamente rígida y luego se doblóhacia adelante, quebrándole el huesojusto por debajo de la rótula. El trasgocayó hacia atrás mientras con las manosintentaba detener el temblor de la piernay aullaba furiosamente, pero tampoco

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esta vez sus camaradas se detuvieron aauxiliarlo.

Un tercero quedó atrapado rugiendode dolor al clavarse en el pie unapuntiaguda estaca cuidadosamenteescondida.

Confiado en la falta de atención delos trasgos, Juraviel tomó el pequeñoarco y empezó a disparar sus flechas. Uninfortunado trasgo se detuvo justo al piedel árbol del elfo y se apoyó en eltronco mientras recobraba el aliento; laflecha de Juraviel lo alcanzó en plenocráneo y, tras dejarlo sin sentido, lo hizocaer de rodillas agarrado todavía conuna mano al tronco. Murió en esa

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posición.Sin embargo, a pesar de todos los

esfuerzos, sólo habían conseguido frenara uno de cada veinte trasgos y los quecorrían en cabeza continuabanavanzando por la ladera herbosa.Juraviel disparó de nuevo y paralizó aotro trasgo que se le puso a tiro; miróentonces hacia el oeste, a ciertadistancia, donde había un par de árbolesen la parte baja de la colina y donde elPájaro de la Noche preparaba la mayorde las sorpresas.

Con una rodilla apoyada en tierra,detrás de la protección que le

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proporcionaban los árboles, elguardabosque sostenía el arco enposición horizontal, entre los troncos.Dejó que los trasgos de cabezarebasaran la trampa, pues quería atraparal grueso del grupo. Además decausarles un daño mayor, esperaba quetal estrategia pondría a los trasgos alalcance de los mercaderes de forma másrepartida, unos pocos cada vez.

Una docena de trasgos pasó a la vezpor los árboles y, detrás de ellos,seguían otros doce.

El Pájaro de la Noche disparó, perosu acertada flecha fue interceptada en elúltimo momento por un desprevenido

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trasgo que fue alcanzado en el costado.Impertérrito, pues había previsto queocurriera algo por el estilo, el Pájaro dela Noche disparó inmediatamente unasegunda flecha, que esta vez atravesó lamultitud y fue a clavarse con fuerza en eltronco preparado.

En ese preciso momento, elguardabosque llamó con un silbido alcaballo, en quien tanto confiaba;Sinfonía dio un brusco salto haciaadelante y la cuerda se tensó.

El árbol muerto emitió una serie detremendos crujidos, como si protestarasonoramente, y muchos trasgos sequedaron paralizados por el pánico.

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Entonces, toneladas de madera condocenas de largas y gruesas ramaspuntiagudas se precipitaron sobre ellos.

Los trasgos se echaron de cabeza aderecha e izquierda, chillaron eintentaron escapar, pero lasincronización del guardabosque habíasido perfecta. Tres murieron en el acto,y muchos más, unos dieciséis, sufrierongraves heridas a causa de las astillas oresultaron aplastados contra el suelo yaprisionados por intrincadas ramas.Aproximadamente una cuarta parte delos trasgos ya había conseguido rebasarla zona de la trampa y seguía avanzandohacia los carruajes a todo correr. La

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mayoría de los trasgos que habíanquedado atrapados por el árbol caído ose hallaban detrás de él se limitaron asaltar aquel obstáculo surgido de súbito,demasiado sedientos de sangre humanapara ni siquiera pararse a considerarque podía tratarse de una emboscada;otros, confusos y cautos, se dispersabanpor doquier o intentaban ponerse acubierto. Aquella confusión, aquellafalta de cohesión en las filas enemigas,era exactamente el resultado esperadopor el Pájaro de la Noche.

Dispuesto a aprovechar laoportunidad, el guardabosque tomó denuevo Ala de Halcón y disparó una

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flecha a un trasgo que se habíaaventurado demasiado cerca; actoseguido el guardabosque disparó otravez y alcanzó a un trasgo que trataba delibrarse de las punzantes ramas.

En lo alto de la colina, Sinfonía diorepetidos tirones hasta conseguir romperla parte del tronco enlazada por lacuerda. Un trasgo se acercó a la espesamaleza que ocultaba al imponentesemental para averiguar la causa delestruendo, pero el Pájaro de la Noche deun solo tiro lo abatió al instante.

Sinfonía salió del bosquecillo, perovarios trasgos lo avistaron y se pusierona aullar. El caballo se lanzó ladera

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abajo, deseoso de reunirse con elguardabosque.

El Pájaro de la Noche, blandiendoTempestad, salió corriendo al encuentrodel semental, llegó junto a la cuerda y lacortó de un solo tajo con la espadamágica. Se encaramó a la silla, cruzóTempestad sobre el regazo, empuñó denuevo Ala de Halcón y le puso unaflecha mientras se acomodaba en lasilla.

¡Había que ver cómo salieroncorriendo los trasgos más cercanoscuando vieron que el arco se levantabade nuevo!

El Pájaro de la Noche derribó a uno

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y, con un rugido de desafío, espoleó aSinfonía para que se lanzara a una cortacarrera que le llevó a campo abierto;sobre la marcha, el guardabosque hizovolar otra flecha y consiguió otra diana.

Los trasgos más cercanos sedetuvieron bruscamente; algunos learrojaron lanzas, pero el Pájaro de laNoche era demasiado rápido para seralcanzado: hizo girar Ala de Halcón ensus manos y lo utilizó como un palo,moviéndolo de un lado a otro paradesviar los proyectiles de los trasgosque, sin causar daño alguno, ibancayendo a los lados.

Con un rápido gesto, levantó el arco

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sujetándolo firmemente por el centro conla mano izquierda, mientras con laderecha colocaba otra flecha. Unafracción de segundo después, otro trasgose retorcía en el suelo.

El guardabosque se lanzó a la carga.Disparó una vez más, luego colgó Ala deHalcón en la silla, empuñó Tempestad yavanzó amenazadoramente hacia ungrupo de tres enemigos.

En el último segundo hizo virar aSinfonía bruscamente hacia un lado ysaltó de la silla; aterrizó dando unavoltereta, cargó con una corta carrera yaprovechó el tremendo impulso paraatravesar con la espada el palo que un

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trasgo le interpuso y luego hundirla hastala mitad en la cabeza de la criatura.

Un brusco movimiento de muñecahizo volar al trasgo por los aires ydevolvió Tempestad a la mano delPájaro de la Noche tras describir unrepentino giro. Inmediatamente, elhombre apuñaló hacia adelante yconsiguió matar al segundo enemigo;luego desclavó la espada y la moviójusto a tiempo para desviar un corte dela espada del tercero.

En una pelea singular, el trasgo noera rival para el Pájaro de la Noche. Elguardabosque rechazó otro ataque, luegoun tercero, al tiempo que golpeaba con

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tanta fuerza la espada del trasgo que ladesvió hacia arriba. Aprovechando laocasión, el Pájaro de la Noche avanzóun paso y, utilizando Tempestad pararetener la espada del trasgo por encimade la cabeza del monstruo, con la manolibre lo agarró por el escuálido cuello.

El guardabosque forzó al trasgo adoblarse hacia atrás, y los poderososmúsculos del brazo se le hincharon y sele pusieron tensos. Con un gruñido y unasúbita y brusca sacudida, el Pájaro de laNoche rompió el cuello del monstruo,que cayó muerto al suelo.

Se le acercaron más trasgos; elguardabosque les dio la bienvenida.

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El grupo de vanguardia de lostrasgos oyó el fragor del combate, peroen ningún momento se molestó en mirarhacia atrás, ansioso por conseguir laaparentemente fácil presa que constituíala caravana de mercaderes. Bajaroncorriendo por la ladera a todavelocidad, ululando ávida ysalvajemente. Las flechas que lesllovían —uno de ellos fue alcanzado—apenas consiguieron aminorar sumarcha.

Pero entonces, de repente, los queiban delante fueron derribados; los quelos seguían se tambalearon y el grupoentero se convirtió en un amasijo

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atascado en el lodo.A un lado, en la maleza, Pony

incitaba a Piedra Gris a avanzarmanteniendo la cuerda tirante mientrasun trasgo tras otro iban tropezando conella. La muchacha había atado unextremo de la cuerda al tocón, y luego lahabía tendido por el prado hacia losárboles calculando el ángulocuidadosamente para que, cuando elcaballo tirara, la cuerda quedara justo ala altura de las rodillas de los trasgos.Antes de atar el otro extremo a sumontura, la había enlazado a una raízque sobresalía para impedir que lostirones de los trasgos atrapados en ella

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afectaran a Piedra Gris directamente.Ahora, el poderoso semental tirabahacia adelante y mantenía la cuerdatensa.

Desde abajo, los cuarenta arquerosde la caravana tenían más tiempo parapreparar los disparos y buscar objetivosrelativamente fijos; la descarga siguientefue mucho más efectiva. La situación secomplicó aún más para los trasgos, pueslos que conseguían levantarse habíanperdido su impulso y tenían que empezara correr a menos de cuarenta metros delos arqueros.

Aunque no eran verdaderosguerreros, los mercaderes y sus

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vigilantes no eran tontos, y varios deellos no participaban en la lluvia deflechas, sino que reservaban susdisparos para los trasgos que lograbanaventurarse demasiado cerca. Losmonstruos llegaban a los carruajes deforma aleatoria, uno o dos a la vez, y sininspirar el pánico de una llegadamasiva. Por consiguiente, los arqueroseran capaces de concentrarse mucho másy la mayoría de sus tiros daban en elblanco.

Pony comprendió que allí ya habíaterminado el trabajo. Tomó de nuevo laespada y cortó la cuerda de la que tirabaPiedra Gris. Hizo dar la vuelta al

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caballo con la intención de cargar contralos trasgos que todavía se debatían entrela hierba, pero entonces miró hacia loalto de la colina y vio a su amado enmedio de un grupo de monstruos.Resistiendo la tentación de utilizar lasgemas mágicas, hundió los talones en losflancos de Piedra Gris y el caballosalió corriendo, disparado hacia lo altode la colina.

Mientras el grueso de la horda detrasgos avanzaba más allá de la sierradejando tras de sí unos pocos muertos yheridos, Juraviel pudo seleccionar sustiros con mayor libertad. Al principio se

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dedicó a las criaturas que luchaban conel guardabosque, pero cuando lamagnitud del desastre empezó a hacermella en los trasgos, varios se dieron lavuelta e intentaron huir. Se dirigieron denuevo hacia lo alto de la colina ypasaron justo por debajo de la posicióndel elfo sin intención de detenerse ni deaminorar la marcha.

El arco de Juraviel silbaba sinparar: una flecha tras otra aguijoneaba alos monstruos que huían asustados.Disparó a todos los trasgos que vio y,cuando casi había vaciado su carcaj, unacriatura se detuvo bruscamente al pie desu árbol y se puso a dar brincos con gran

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excitación y a señalarlo.Juraviel se apresuró a disparar una

flecha contra su repugnante cara, y eltrasgo cayó derribado junto al cadáverde su compañero arrodillado. Acontinuación disparó contra otras doscriaturas que se habían acercado paraaveriguar por qué había gritado eltrasgo.

Juraviel rebuscó metódicamente ensu carcaj y comprobó que sólo lequedaba una flecha. Se encogió dehombros y disparó contra otro monstruo;luego colgó el arco en un saliente de unarama, desenvainó su ligera espada ybajó del árbol, buscando el momento

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adecuado para atacar con fuerza.Sin embargo, se dio cuenta de que la

pelea ya estaba tocando a su fin, puesmás de veinte trasgos yacían muertos enla colina, otros veinte agonizaban frentea la caravana de los mercaderes, varioshabían huido al otro lado de la sierra yotro grupo considerable bajabacorriendo por la ladera perodesviándose hacia el este. Alcontemplar aquel panorama Juraviel sesintió lleno de esperanza, pues aquelloseran los trasgos de antaño: unoscobardes enemigos a los que era fácildesconcertar y que eran incapaces demantener una formación ordenada ante

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una resistencia inesperada; aquelloseran los trasgos que, aunque mucho másnumerosos que los humanos y los elfosde Corona, jamás habían supuesto unaauténtica amenaza.

La impaciencia de los trasgos porabatir al guerrero que luchaba a campoabierto no tardó en desvanecerse, puesuno tras otro fueron cayendo muertosbajo la deslumbrante espada del Pájarode la Noche.

Rodeado por cinco monstruos, elguardabosque avanzó con decisión; alver que los que tenía delanteretrocedían, se volvió bruscamente puessabía que los que estaban detrás se

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abalanzarían sobre él; al girar sobre símismo, propinó un violento barrido conla espada y desvió hacia un lado un paloy una lanza dirigidos contra él. Con elperfecto equilibrio conseguido a lolargo de años de bi’nelle dasada, lospies del guardabosque se deslizaron conrapidez antes de que los trasgos queahora habían quedado detrás de élpudieran atacarlo por la espalda y, alcoger por sorpresa a los dos que teníadelante con su repentino desplazamiento,consiguió propinar un potente golpe deespada en el pecho del que llevaba elpalo.

Mientras la criatura caía

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apretándose la herida en un vano intentode retener la vida que se le escapabacon la sangre que le brotaba aborbotones, su compañero echó la lanzahacia atrás y se la arrojó.

Fue un buen lanzamiento, biendirigido a la cabeza del Pájaro de laNoche, pero el guardabosque torció yagachó la cabeza con gran astucia; sugesto, combinado con el movimientotransversal de Tempestad, hizo que lalanza se desviara por encima de suhombro y pasara sin rozarlo; el proyectilcontinuó su recorrido y obligó a lostrasgos situados tras el guardabosque aecharse a un lado frenéticamente, lo cual

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frenó su avance y proporcionó alhombre tiempo suficiente para prepararun nuevo ataque.

El ahora desarmado trasgo levantólos brazos en una débil posicióndefensiva. Tempestad golpeó tres vecesseguidas: la primera lo hirió en unbrazo, la segunda en el otro hombro,inutilizándoselo para una posibledefensa, y la tercera lo alcanzó en lagarganta.

El Pájaro de la Noche se dio lavuelta a tiempo para rechazar la cargade los tres trasgos que quedaban y seagachó todo lo que pudo, pero enperfecto equilibrio, para adoptar una

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posición defensiva; entretanto, dosnuevos camaradas que sustituían a loscaídos rodearon de nuevo alguardabosque, pero en esta ocasiónparecían tener menos prisa en lanzar elprimer ataque.

El Pájaro de la Noche continuó sugiro, preparado para defenderse desdetodos los ángulos. De vez en cuandoatacaba de forma controlada conTempestad, no para herirlos sino conobjeto de provocar el ataque de lostrasgos objeto de su embestida. Pensabajugar con sus errores, dejar quedominaran y que, inevitablemente,cometieran alguna equivocación; pero

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entonces vio otra posibilidad y en surostro se dibujó una amplia sonrisa deconfianza, lo cual desconcertó a lostrasgos.

Comprendieron el motivo de sualegría poco después, cuando PiedraGris irrumpió en medio de ellos conviolencia y los arrojó hacia un lado,mientras Pony les provocaba terriblesheridas con la espada y los derribaba alsuelo uno tras otro. Al principio lamujer se dirigió apresuradamente haciasu amado e incluso soltó las riendaspara tenderle la mano y ayudarlo amontar sobre el caballo, detrás de ella.

Pero el guardabosque le hizo señas

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para que desmontara y se uniera a lafiesta.

Pony pasó la pierna por encima de lasilla y, con un movimiento rápido,intercambió la posición de los pies deforma que el pie más pegado al caballofuera el que tenía metido en el estribo.Esperó a que otros dos trasgos searrojaran de cabeza a un lado ante latemible embestida de Piedra Gris yentonces pegó una palmada al caballopara que continuara corriendo y saltó alsuelo cargando con fiereza.

Entre ella y el Pájaro de la Nochehabía un trasgo con la espada preparadapara atacar.

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La embestida de Pony fuerapidísima. Se agachó y se levantó conla velocidad de un rayo y, blandiendo suespada, lanzó la del trasgo muy arriba yla hizo volar junto con dos dedos delmonstruo. Continuó su carrera junto a lacriatura y varió el ángulo de la espadapara que se hundiera en el pecho deltrasgo mientras lo adelantaba.

El trasgo pegó un chillido agudo y setambaleó cuando Pony desclavó laespada; la mujer prosiguió la cargaacuchillando con furia con la espadaensangrentada.

El Pájaro de la Noche no habíaestado ocioso, sino que, moviéndose con

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ferocidad, para asombro de susenemigos, consiguió abrirse paso yalcanzar una posición a la que Ponypodía llegar sin mayores dificultades. Alcabo de unos segundos, los dos amantesestaban espalda contra espalda.

—Creí que pelearías en la parte bajade la colina para ayudar a losmercaderes —dijo el Pájaro de laNoche, al parecer no demasiadocontento de que Pony se encontrara conél en aquella peligrosa situación.

—Y yo pensé que ya era hora de queprobara esa danza de la espada que mehas estado enseñando —respondió ellacon aire indiferente.

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—¿Tienes las piedras preparadas?—No las necesitaremos.La determinación de su voz animó al

guardabosque que, incluso, esbozó unasonrisa en su cara.

Los trasgos los rodearon con objetode tantearlos. Los muchos compañerosmuertos que yacían por doquier lesrecordaban las consecuencias de unataque temerario. Pero seguían siendosuperiores en número: ahora en unaproporción de cinco a uno.

Una criatura ululó, avanzóprecipitadamente y arrojó una lanza aPony; la muchacha alzó su espada en elúltimo momento y el arma del monstruo

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se desvió hacia arriba, por encima delhombro de la mujer, después de haberperdido casi todo el impulso. Pony nohabía gritado en absoluto, pero no eranecesario, pues el Pájaro de la Nochesintió los músculos de la chica sobre suespalda y se dio cuenta de lo que hacíacomo si lo hubiera hecho él mismo. Diomedia vuelta mientras la lanza rebotabapor encima del hombro de Pony y laatrapó con un rápido golpe seco de lamano; aprovechó el ágil movimientopara hacer que la lanza pasara pordelante de él y arrojarla con fuerzacontra el pecho de un trasgo que habíaosado acercarse demasiado.

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—¿Cómo lo conseguiste? —preguntó Pony, aunque en ningúnmomento había mirado hacia atrás paraver qué hacía el guardabosque.

El Pájaro de la Noche se limitó anegar con la cabeza; Pony captó el gestoy también guardó silencio mientrasambos iban sintiéndose más cómodos ensu postura defensiva. Notaban que entreellos se desarrollaba una asombrosasimbiosis, como si a través de losmúsculos pudieran comunicarse con lamisma claridad que con el lenguajehablado. Pony percibía la mínimacontracción, el mínimo cambio deposición del Pájaro de la Noche.

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El guardabosque tenía la mismapercepción y, sin duda, se sorprendía deaquella compenetración. A pesar de loslógicos temores, Elbryan sabía losuficiente como para confiar en aquellaextraña extensión de la bi’nelle dasada.Se preguntó si los elfos sabrían que ladanza de la espada podía llevarse hastaaquel extremo. Su reflexión duró sólo uninstante, pues los trasgos se estabanponiendo nerviosos, y algunos se ibanacercando. Uno de ellos preparó unalanza para arrojarla, aunque a lostrasgos del otro lado del camino, quehabían sido testigos del desastre delprimer intento, no pareció gustarles la

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idea.Pony comprendió que el Pájaro de la

Noche quería que ella fuera hacia laizquierda. Tras una rápida ojeada haciaallí, comprendió la razón: un trasgoparticularmente atrevido necesitabarecibir una rápida y contundente lección.Respiró profundamente para eliminarcualquier vestigio de duda en su mente,pues sabía que la duda conllevabavacilación y que la vacilación conducíaal desastre. Se dio cuenta de que ese erael auténtico significado del ritomatutino, una danza tan íntima comohacer el amor; había llegado el momentode poner a prueba su fe en aquella

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danza. Su amado quería que fuese haciala izquierda.

El Pájaro de la Noche percibió latensión en la espalda de Pony y luego elrepentino empuje; mientras ella semovía, él se dio la vuelta en torno al piemás atrasado de ella, un giro completoque cogió totalmente desprevenidos alos trasgos que se apresuraban a atacaraprovechando la oportunidad. El trasgomás cercano dirigía una lanza contraPony cuando Tempestad le cortó ambosbrazos a la altura de los codos.

El segundo trasgo se las apañó paraorientar su palo en la direcciónadecuada, pero el guardabosque se

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limitó a apartar a un lado el arma quepretendía bloquearlo y apuñaló almonstruo en el vientre.

Luego Pony se dio la vuelta en tornoal pie más atrasado del Pájaro de laNoche, del mismo modo que él lo habíahecho antes alrededor del de la mujer.De nuevo, los trasgos que atacaban antela aparente desprotección que lesproporcionaba el movimiento del Pájarode la Noche fueron cogidos por sorpresay por la cortante espada de Pony. Uno deellos cayó al suelo cubriéndose ladesgarrada garganta con las manos,mientras otros dos pegaron un brinco yemprendieron una brusca y apresurada

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retirada.Pony y el Pájaro de la Noche

quedaron de nuevo espalda contraespalda, agachados en una perfectapostura defensiva y en perfecta armonía.

Desde la hilera de árboles, Belli’mar Juraviel observaba consatisfacción cómo Sinfonía llevaba aPiedra Gris, que iba sin jinete, a unlugar seguro. Muchas veces el elfo habíasido testigo de la inteligencia deSinfonía, y siempre, como en esaocasión, experimentaba un gran respetoy una profunda emoción ante talconstatación.

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Aún más impresionante fue elespectáculo que presenció Juraviel almirar hacia atrás, hacia el lugar dondesus amigos humanos hacían gala de laarmonía de sus movimientos: Pony y elPájaro de la Noche se complementabancon absoluta perfección. Para el Touel’alfar, la bi’nelle dasada era unadanza personal, la meditación privadade un guerrero, pero ahora, al verlos,Juraviel comprendió enseguida por quéel Pájaro de la Noche se la habíaenseñado a Pony y por qué danzabanjuntos.

En aquel momento, en la herbosaladera —una pendiente que se estaba

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tiñendo de rojo con la sangre derramadade los trasgos—, Pony y el Pájaro de laNoche eran como un único y singularguerrero.

Juraviel advirtió que su arco nopodía descansar y que tenía que ayudar asus amigos. No obstante, ellos apenasparecían necesitarlo, ya que susmovimientos eran tan ágiles ysincronizados que el círculo de trasgosse iba ensanchando en lugar deestrecharse, pues aquellas repugnantescriaturas iban cediendo más y másterreno.

Juraviel salió al fin de su pasmo contiempo suficiente para coger una flecha:

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su disparo alcanzó a un trasgo en lanuca, justo debajo del cráneo.

La circunferencia de trasgos en tornoal Pájaro de la Noche y a Pony era cadavez más delgada, y cada vez eran másnumerosos los trasgos que se daban lavuelta y huían que los que caían ante ladanza armoniosa de la pareja. Ponyconsiguió matar a uno, y elguardabosque derribó a otro queestúpidamente intentó atacarla de nuevopor la espalda cuando la mujer se dio lavuelta; luego todo pareció quedar encalma, sin monstruos dispuestos aatacarlos.

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El Pájaro de la Noche percibió latensión y el miedo crecientes de lostrasgos, que miraban hacia atrás y haciaadelante. Todos, sin excepción, queríanabandonar el ataque y huir; la batallaestaba a punto de entrar en la fase máscrítica. Se dispuso a comunicárselo aPony, pero, apenas hubo empezado, ellalo interrumpió enseguida:

—Ya lo sé —dijo simplemente.El Pájaro de la Noche se dio cuenta

de que, en efecto, lo sabía por los sutilesmovimientos de los músculos de lachica al agacharse, buscar una posturaequilibrada y preparar las piernas paraun rápido desplazamiento.

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Las lanzas les llovieron sincoordinación alguna; el primer trasgoarrojó una, se dio la vuelta y huyó; luegosobrevino una lluvia de proyectiles quelos monstruos utilizaron para cubrir suretirada.

El Pájaro de la Noche y Ponygiraron, se agacharon y luego selevantaron empuñando las espadas paradesviar y esquivar las lanzas. No huboun instante de tregua para elguardabosque ni para su compañeramientras se abrían paso a través deaquella peligrosa lluvia sin sufrir dañoalguno, atacando a los trasgos máscercanos y derribándolos con certeros

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golpes para, acto seguido, avanzar hastala siguiente hilera de enemigos. Notardaron en dejar de luchar de formaconcertada, pero tampoco lo hacían lostrasgos, por lo que la batalla seconvirtió en una sucesión de peleasindividuales. Pony manejaba la espadamaravillosamente bien, dibujandocírculos en torno a su oponente hastaencontrar una abertura; entonces atacabacon precisión con una firme estocada ysu segundo o tercer golpe casi siempreacababa el trabajo.

El Pájaro de la Noche, más fuerte ymás experto, iba más al grano yaprovechaba su impresionante fortaleza.

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Los trasgos levantaban las armas pararechazar su ataque y el hombre selimitaba a golpearlas; generalmente elmismo golpe fatal le permitía alcanzar almonstruo. Se lanzaba hacia atrás y haciaadelante, corría precipitadamente y dabavueltas completas, es decir, hacía todolo necesario para alcanzar a su siguientevíctima; los trasgos hubieran tenido queserenarse y organizar una resistenciacoordinada, pero eran seres estúpidos y,además, estaban asustados.

Pronto sucumbieron.Los pocos que consiguieron llegar a

lo alto de la colina, hasta la hilera deárboles situada frente al guardabosque,

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se encontraron con un enemigoinesperado, una criatura pequeña y ágil,apenas de la estatura de un trasgo, queempuñaba una espada tan diminuta queparecía más adecuada para una mesa decomedor que para el campo de batalla.

El trasgo que iba en cabeza sedesvió bruscamente para enfrentarse aaquel nuevo enemigo creyendo que eraun cachorro humano, convencido de queacabaría con él enseguida.

La espada de Juraviel golpeó lapunta de la hoja del trasgo hasta cuatroveces seguidas con tal rapidez que elmonstruo no tuvo tiempo de reaccionar;con cada golpe, el elfo avanzaba unos

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centímetros, de forma que cuando elasombrado trasgo tuvo que defendersedel cuarto golpe, Juraviel estaba sólo aun palmo y medio de él.

La espada del elfo se movió denuevo con una serie rápida de golpes:uno, dos, tres; en el pecho del trasgoaparecieron tres mortales agujeros.

Juraviel siguió a la carga y alcanzóal siguiente; iba desarmado pues habíatirado la lanza contra el guardabosque.El trasgo levantó las manos.

P e r o Belli’mar Juraviel de los Touel’alfar no tenía piedad con lostrasgos.

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La fuga desordenada por la laderaterminó casi al mismo tiempo que la quese produjo junto a los carruajes. Elgrupo de cabeza de los trasgos, a los quePony había hecho tropezar, cayeronmuertos uno tras otro sin siquieraconseguir entrar en el anillo.

Sin embargo, el grupo más nutridoque quedaba, corrió carretera abajohacia el este para salir del valle.

Pony divisó primero a Juraviel:estaba sentado tranquilamente en unarama baja en lo alto de la colina,limpiando la sangre de la espada con untrozo de vestido de un trasgo.

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—He contado hasta cuatro que hanpasado por delante de mí —les gritó asus amigos—. Huían a todo correr por laladera al otro lado de la sierra.

El Pájaro de la Noche silbó, peroSinfonía ya iba hacia él antes de que lohiciera.

—¿No dejaremos escapar a nadiepara propagar la leyenda del Pájaro dela Noche? —bromeó Pony mientras elhombre se disponía a agarrarse a lasilla. En la guerra del norte, el Pájaro dela Noche a menudo había dejadoescapar a uno o dos monstruos, para quesusurraran su nombre con pavor.

—Esos trasgos sólo causarán más

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desgracias —explicó el guardabosque,montando con un solo movimiento—.Hay demasiados inocentes por doquier alos que podrían causar daño.

Pony lo miró burlona, luego dirigióla vista hacia Piedra Gris, mientras sepreguntaba si debería acompañarlo.

—Cuida de los mercaderes —indicóel guardabosque—. Probablementenecesitarán tus habilidades curativas.

—Si veo alguno en peligro demuerte utilizaré la piedra del alma —explicó Pony.

El guardabosque accedió.—¿Y qué pasará con esos? —

preguntó Pony, señalando a la banda que

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huía hacia el este—. Deben de ser comomínimo una veintena de criaturas, quizátreinta o incluso más.

El guardabosque examinó lasalternativas y sonrió.

—Me parece que los monjes puedenencargarse de ellos —repuso—. Si no,daremos caza a la banda cuandoacabemos aquí; en cualquier casonuestro camino es hacia el este.

Antes de que Pony asintiera con lacabeza, el guardabosque ya se habíamarchado. Sinfonía coronó la sierra ybajó por el otro lado a la velocidad delrayo, mientras el hombre preparaba Alade Halcón sobre la marcha. Divisó al

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primero de los trasgos, que corría entrela hierba; pronto acortó distancias conél, con la intención de rebasarlo yatacarlo con la espada. Entonces vio aun segundo monstruo que huía en otradirección completamente distinta: elgrupo se había dispersado.

No había tiempo para utilizarTempestad, decidió el guardabosque, ylevantó el arco.

Sólo quedaban tres.

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12

Hambrientos de lucha

—Si rezamos juntos, una soladescarga del rayo de la mano de Dioslos destruirá —propuso un joven monjeque había participado en la expedición aAida y también en la batalla a lasafueras de la aldea alpinadorana.

M a e s e De’Unnero frunció elentrecejo mientras observaba al joven ylos gestos de asentimiento de los otrosmonjes, hombres que habían oído el

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relato de la gran victoria en las tierrasdel norte, el relato de dedos chispeantesque emergían de las filas de los monjespara derrotar a los enemigos.

De’Unnero reconocía que había algomás que inspiraba aquellos gestos: elmiedo. Querían un ataque limpio yrápido contra la fuerza de los trasgosque se iban acercando, porque temíanenzarzarse con aquellos seresrelativamente desconocidos en una luchacuerpo a cuerpo. El futuro abad seacercó resueltamente al monje que habíatomado la palabra y lo miró de tal formaque lo dejó sobrecogido y con lasmejillas sin color.

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—Sólo maese Jojonah utilizará lamagia —espetó; torció la cabeza de unlado a otro para que todos pudieran versu expresión, para que nadie se atrevieraa rechistar—. Es demasiado viejo y estádemasiado enfermo para pelear.

Al mirar al perverso monje, Jojonahsintió un deseo poco menos queirresistible de lanzarse contra él ydemostrarle que estaba equivocado.

—Por lo que concierne a los demás—prosiguió De’Unnero en un tono muybrusco—, considerémoslo como unejercicio de gran valor formativo; esposible que todavía tengamos que lucharen nuestro nuevo hogar de Palmaris.

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—Ese «ejercicio» podría resultarmortal —puntualizó maese Jojonah,subrayando el sarcasmo con laserenidad de su pausada voz.

—En tal caso, mayor será su valorformativo —repuso sin vacilar De’Unnero. Al ver que Jojonah negabacon la cabeza, se precipitó hacia él enactitud desafiante cruzando suspoderosos brazos sobre su bien torneadopecho.

Maese Jojonah se repitió a sí mismoque no era momento de enfrentamientos,pues no deseaba poner a De’Unnero enuna situación embarazosa que sólohubiera servido para que su enemigo se

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empecinara aún más.—Te pido que actuemos frente a esa

banda que se acerca con eficacia ydestreza —dijo Jojonah—.Derribémosla con una sola descarga deun rayo y veamos quién está al otro ladode esa ladera —señaló por detrás de De’Unnero un penacho de humo negroque se elevaba perezosamente en el aire.

Como respuesta, De’Unnero leentregó una sola piedra, un trozo degrafito.

—Utilízala bien, hermano —ordenó—, pero no demasiado bien, pues quieroque mis nuevos asistentes reciban unentrenamiento adecuado con los

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placeres de la batalla.—¿Placeres de la batalla? —repitió

Jojonah pero en voz baja, mientras De’Unnero se alejaba precipitadamentey gritaba a los hermanos que prepararanlos arcos.

El anciano padre se limitó a moverla cabeza con incredulidad. Frotó elgrafito sobre la palma de la mano conintención de atacar violenta yrápidamente a la horda de trasgos, a finde matarlos o ponerlos en fuga, para quesólo unos pocos jóvenes monjes, oninguno, se vieran envueltos en unverdadero combate. Cuando elexplorador delantero hizo señas de que

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los trasgos se estaban acercando, maeseJojonah frotó la piedra con mayorinsistencia pues todavía no sentía elpoder del grafito.

El padre se concentró para buscar ellugar especial de la magia en su mente,aquel lugar especial de Dios. Procuró nopensar en De’Unnero, convencido deque tales pensamientos negativospodrían tener un efecto adverso. Frotó elgrafito entre los dedos y percibió hastael menor de sus surcos.

Pero no su magia. Jojonah abrió losojos y vio que estaba solo en lacarretera. Al borde del pánico, echó unvistazo alrededor y se tranquilizó en

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cierto modo al ver que De’Unnero habíadispuesto a los demás entre la malezaque había a los lados. Avistó a lostrasgos de cabeza que aparecieroncorriendo por un viraje de la carretera.Jojonah miró el grafito, conincredulidad, sintiéndose traicionado.

Los trasgos atacaban; su carrera dejóde ser una huida para convertirse en unahambrienta carga.

Jojonah levantó el brazo y cerró losojos invocando a la piedra.

Nada, ningún rayo se descargó, nisiquiera una chispa; los trasgos yaestaban muy cerca: Jojonah lo intentóotra vez, pero no encontró ninguna fuente

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de magia en el grafito. Entoncescomprendió qué ocurría: aquella piedrano estaba encantada, era sólo un vulgarpedrusco. El miedo lo paralizó; ¡De’Unnero lo había enviado a lamuerte, allí en la carretera! Era unanciano desarmado y no tenía la menorposibilidad de hacerles frente. Soltó ungrito, se dio la vuelta y echó a andar,cojeando, tan rápido como lepermitieron las gruesas piernas que losostenían.

Oía los gritos de los trasgos que seacercaban más y más. Sabía que encualquier momento una lanza se leclavaría en la espalda.

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Pero entonces De’Unnero y loshermanos atacaron con decisión a laturba de trasgos: los monjes saltarondesde la maleza que había a amboslados de la carretera disparandopesadas ballestas, diseñadas para abatirpowris, o incluso gigantes, a cortadistancia. Gruesos cuadrillosdesgarraron la carne de los trasgos,abrieron agujeros en aquellos serespequeñajos y, algunas veces, incluso entrasgos situados detrás de la primeravíctima. La turba de trasgos saltaba,giraba, caía; los gritos de ataque de losmonstruos no tardaron en convertirse enchillidos de sorpresa y dolor.

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Jojonah se atrevió a aminorar elpaso y a echar una ojeada hacia atrás: lamitad de los trasgos habían sidoderribados; algunos se retorcían, otrosestaban muertos, y maese De’Unnerohabía saltado a la carretera justo enmedio de los que quedaban. Se habíaconvertido en una perfecta máquina dematar y daba saltos y giros con granprecisión. Con los dedos extendidos y lamano rígida pegó un golpe seco en lagarganta de un trasgo. Se dio la vueltacuando otro enemigo intentaba partirlela cabeza con un palo: De’Unnerolevantó los brazos y formó con ellos unafirme cruz por encima de la cabeza,

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deteniendo el golpe con los antebrazos.Lanzó los brazos hacia fuera y consiguióque el asustado trasgo soltara el palo; seapoderó del arma mientras giraba y ladescargó con fuerza contra la cara de lacriatura; el segundo golpe fue un revéspotente, aún más demoledor que elprimero.

De’Unnero siguió corriendo y,sirviéndose del palo, desvió una lanzadirigida contra él; luego se dio la vueltade nuevo para atizar por tercera vez alprimer trasgo, que aún estaba de piepero casi inconsciente, y lo derribó alsuelo.

Volvió a la carga, arrojó el palo

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contra el portador de la lanza y,siguiendo el vuelo del arma con unrápido desplazamiento, se coló en elradio de acción de la lanza, la apartó ycon la mano libre descargó una pesadalluvia de golpes sobre la cara y lagarganta de la criatura.

Ya había otros monjes en lacarretera, que arrollaron a los trasgos ydividieron al grupo. Unos pocosmonstruos, gimoteando, huyeronprecipitadamente hacia un lado, pero De’Unnero había apostado allí a variosguerreros que ya tenían las ballestasperfectamente preparadas.

Y entonces, con la horda de trasgos

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ya muy desmoronada, sobrevino quizásel peor ataque de todos. El brutal De’Unnero se sumergió en su gemafavorita, la zarpa de tigre, y sus brazos,normalmente ya temibles, setransformaron en los terribles miembrosde un tigre y empezaron a destrozar a lostrasgos más cercanos.

Antes de que maese Jojonah llegaraa reunirse con sus compañeros, todohabía acabado.

Cuando regresó, resoplandoostensiblemente, encontró a De’Unneroen un estado de gran excitación, casifrenético; el hombre iba de un lado aotro de la hilera de jóvenes monjes,

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dándoles fuertes palmadas en la espalda,realmente trastornado por la granvictoria.

Sólo unos pocos monjes habíanresultado heridos; el más grave habíarecibido un cuadrillo desde el otro ladode la carretera, disparado por un monjeque no calculó bien el ángulo de tiro.Varios trasgos todavía permanecían convida en la carretera, pero no estaban encondiciones de continuar la lucha, y ungrupo más numeroso había escapado atoda carrera por los prados a amboslados del camino.

A De’Unnero no parecía importarle.El hombre incluso fue capaz de sonreír a

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Jojonah.—No podía haber sido más rápido,

ni siquiera con la utilización de magia—dijo el futuro abad.

—Algo que obviamente nunca tepropusiste hacer, exceptuando, claroestá, tu piedra personal —replicóJojonah en tono áspero, mientras letiraba el grafito inservible—. No megusta servir de cebo, maese De’Unnero.

De’Unnero echó una ojeada a losjóvenes monjes, y a Jojonah no le pasóinadvertida la sonrisa burlona queapareció en su cara.

—Desempeñaste un papel necesario—arguyó De’Unnero, sin molestarse en

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reprenderlo por haberse referido a élcomo a un simple maese.

—Con una gema auténtica podríahaber sido más útil.

—No es cierto —replicó De’Unnero—. La descarga de tu rayo podía habermatado a unos pocos, pero el restohabría huido y habría hecho mucho másdifícil nuestra tarea.

—También ha habido monstruos quehan conseguido escapar —le recordóJojonah.

—No los suficientes como paracausar daños sustanciales —repuso De’Unnero rechazando su argumento.

—O sea que querías verme asustado

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y corriendo.—Para atraerlos —argumentó

De’Unnero.—¿A mí? ¿Un padre de Saint Mere

Abelle? —insistió Jojonah,comprendiendo el verdadero y sutilmotivo de Marcalo De’Unnero. Elhombre lo había humillado delante delos monjes jóvenes y, de esa forma,reforzaba su propio rango entre ellos;mientras Jojonah había corrido como unchiquillo asustado, De’Unnero habíasaltado en medio de los enemigos yhabía matado como mínimo a un buenpuñado con sus propias manos.

—Perdóname, hermano —dijo

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De’Unnero sin ninguna sinceridad—.Eres el único que tiene un aspectosuficientemente achacoso para atraer alos trasgos. Si hubieran visto a unhombre más joven y vigoroso, como yomismo, habrían huido.

Jojonah se calló y lo miró fijamente:sería su venganza. Un acto semejante,una humillación semejante a un padreabellicano, podía llevarse anteautoridades superiores; sin duda, comoresultado, De’Unnero sería severamentecastigado por su presunción y porhaberlo humillado de aquel modo. Pero¿a qué autoridades superiores podíaacudir?, se preguntó maese Jojonah. ¿Al

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padre abad Markwart? Desde luego queno.

De’Unnero aquel día había ganado,aceptó Jojonah, pero allí y en aquelpreciso momento también decidió que subatalla personal sería una lucha larga,muy larga.

—La hematites, por favor —pidió a De’Unnero—. Los heridos necesitanasistencia.

De’Unnero echó un vistazoalrededor; no parecía impresionado porla gravedad de las heridas.

—De nuevo demuestras servir paraalgo —dijo, mientras entregaba lapiedra a Jojonah.

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El padre Jojonah se limitó aalejarse.

—Se la enseñaste —declaróJuraviel, sentado en un árbol, en tonoacusador cuando Elbryan volvió de lasierra después de completarsatisfactoriamente su cacería.

Al guardabosque no le hizo faltapreguntar de qué estaba hablando elelfo, pues sabía que Juraviel habíacontemplado su danza con Pony y queninguna pareja de humanos podíaalcanzar aquel grado de gracia yarmonía sin la bi’nelle dasada. Sinréplica alguna, Elbryan pasó por alto la

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acusación. Miró al círculo de carruajesy vio a Pony que se movía entre losmercaderes para ayudarlos.

Juraviel dejó escapar un profundosuspiro y se apoyó en el tronco.

—¿Ni siquiera vas a admitirlo? —preguntó.

Ahora el guardabosque clavó lamirada en el elfo.

—¿Admitirlo? —repitió conincredulidad—. Hablas como si setratara de un delito.

—¿Acaso no lo es?—¿No es digna de ello? —disparó

Elbryan como respuesta, mientrasseñalaba con la mano hacia los

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carruajes donde estaba Pony.El enfado del elfo disminuyó en

cierto modo; pero siguió insistiendo:—¿Y quién es Elbryan para juzgar

quién es digno y quién no lo es? —argumentó—. ¿Es Elbryan, entonces, elque se ha convertido en profesor enlugar de los Touel’alfar, queperfeccionaron la bi’nelle dasadacuando el mundo todavía era joven?

—No —repuso con severidad elguardabosque—, Elbryan no, pero sí elPájaro de la Noche.

—Eso es mucho suponer —replicóJuraviel.

—Vosotros me disteis ese nombre.

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—Te dimos la vida y mucho más —dijo con aspereza el elfo—. Ten cuidadode no abusar de los dones que te hemosdado, Pájaro de la Noche. La señoraDasslerond no toleraría semejanteafrenta.

—¿Afrenta? —repitió elguardabosque, como si todo aquellofuera ridículo—. Considera la situaciónen la que yo, mejor dicho, nosotros nosencontramos. Pony y yo habíamosdestruido al Dáctilo y, para abrirnospaso, tuvimos que luchar contra hordasde monstruos, eso sólo para poder llegarhasta Dundalis. Por lo tanto, sí, compartícon ella el don que me disteis, tanto en

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su honor como en el vuestro, del mismomodo que ella compartió conmigo el donque le había dado Avelyn, en honor deambos.

—Te enseñó a utilizar las piedras —dedujo Juraviel.

—Estoy muy lejos del grado deconocimiento que ella tiene —admitió elguardabosque.

—También ella está muy lejos de tucapacidad de lucha —dijo el elfo.

Elbryan estuvo a punto de respondercon agresividad, pues no podía tolerarsemejante insulto a Pony, especialmenteuno tan ridículo, pero Juraviel continuóhablando.

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—No obstante, un humano que puedemoverse con tanta gracia, que puedeacoplarse tan maravillosamente con otroadiestrado por los Touel’alfar, es desdeluego algo insólito —prosiguió el elfo—. Jilseponie danza como si hubierapasado años en Caer’alfar.

La cara de Elbryan se iluminó conuna sonrisa.

—La enseñó un experto —dijo conexpresión burlona.

Juraviel ni siquiera hizo caso deaquella broma jactanciosa.

—Hiciste bien —decidió el elfo—.Sí, Jilseponie es digna de la danza, tandigna como el humano que más lo haya

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sido.Satisfecho con el resultado de la

charla, el guardabosque miró valleabajo hacia el este.

—Un grupo numeroso se va por allí—comentó.

—Probablemente se encontrarán conlos monjes que vienen en direccióncontraria.

—A menos que los monjes decidanesconderse y dejar que los trasgos pasende largo —sugirió Elbryan.

Juraviel comprendió la indicación.—Reúnete con tu compañera y cuida

de los mercaderes —propuso—. Iré aexplorar por el este y averiguaré qué ha

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sido de nuestros amigos trasgos.El guardabosque condujo a Sinfonía

ladera abajo hasta los carruajes. Unhombre asustado alzó un arma como siquisiera hacer retroceder al reciénllegado, pero otro le pegó un cachete.

—¡Eh, estúpido! —exclamó elsegundo hombre—. Precisamente estetipo ha salvado tu apestosa vida. ¡Élsolito se ha cargado a la mitad de lostrasgos!

El otro tiró el arma al suelo e inicióuna serie de ridículas reverencias.Elbryan se limitó a sonreír e hizo queSinfonía pasara por delante de él yentrara en el anillo de los carruajes. De

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repente vio a Pony y bajó del caballo;confió las riendas a una mujer joven,casi una chiquilla, que se le acercóapresuradamente para ayudarlo.

—Hay muchos con heridas graves—explicó Pony, sin dejar de ocuparsede un hombre que parecía herido demuerte—. Lo hirieron en la primeralucha, no en la última.

Elbryan levantó la vista y dirigió unamirada inquieta hacia el este.

—Los monjes no están lejos, metemo —dijo con calma. Cuando volvióla vista hacia Pony, advirtió que lajoven se mordía el carnoso labiosuperior y lo interrogaba con sus ojos

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azules muy abiertos. Sabía qué seproponía hacer su amada, tanto si élargumentaba en contra como si no, y sedio cuenta de que ella sólo esperaba queél le expusiera su punto de vista sobre lacuestión.

—Deja la piedra del alma —leindicó—. Cuida las heridas de formaconvencional, y utiliza la gema sólo…

Elbryan se detuvo al ver cómocambiaba la expresión de Pony. Lamujer quería saber su opinión, porrespeto, pero no necesitaba sus órdenes.Entonces el guardabosque se calló ybajó la cabeza para mostrar queconfiaba en su criterio.

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La miró mientras ella sacaba laPiedra Gris de la bolsa, la apretaba confuerza y se inclinaba sobre el hombreherido. El guardabosque se agachó,tomó una venda y empezó a envolver laherida del hombre: una cuchillada en elcostado derecho del pecho, entre lascostillas, bastante profunda, que quizásincluso afectaba al pulmón. Elbryanvendó firmemente la herida; no queríacausar más dolor a aquel hombre, peroera necesario que llorara un poco paradisimular el trabajo secreto de Pony.

El hombre jadeaba, y Elbryan ledirigía palabras de consuelo. Encuestión de segundos, el hombre se

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tranquilizó y miró hacia el guardabosquecon aire burlón.

—¿Cómo? —preguntó sin aliento.—Tu herida no era tan mala como

parecía —mintió Elbryan—. La hoja noatravesó el hueso de la costilla.

El hombre lo miró con incredulidad,pero lo dejó correr, aliviado por ladesaparición del dolor, o poco menos, yporque empezaba a respirar connormalidad.

Elbryan y Pony recorrieron luego elcampamento en busca de heridos a losque no bastaran los métodosconvencionales. Sólo encontraron otromás, una anciana herida en la cabeza;

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tenía la mirada perdida y la bocababeante.

—Está sin sentido —dijo un hombreque la atendía—. Lo he visto antes; eltrasgo le rompió la cabeza con el palo.Morirá esta noche mientras duerma.

Pony se inclinó y examinó la herida.—No ocurrirá tal cosa —replicó—.

No, si la vendamos adecuadamente.—¿Qué? —preguntó con

escepticismo el hombre, pero se callóenseguida cuando vio que Pony yElbryan se ponían a trabajar.

El guardabosque aplicó unosvendajes alrededor de la cabeza de lamujer, mientras Pony, con la piedra del

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alma escondida bajo la palma de lamano, colocaba las manos cerca de laherida como si estuviera sujetando lacabeza mientras se la vendaban.

Pony cerró los ojos, se concentró enla piedra y envió la magia curativa através de sus dedos. Sintió las punzadasde dolor, las partes sensibilizadas ytumefactas, pero se había ocupado deheridas mucho peores en las batallas delnorte.

Cuando salió del trance, al cabo deunos instantes, la herida se habíareducido hasta el punto de norepresentar un peligro para la vida de lamujer. Entonces se oyeron gritos:

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—¡Se acercan! ¡Por el este!—¡Trasgos! —chilló un mercader

asustado.—¡No! —gritó otro—. ¡Hermanos!

¡Saint Mere Abelle ha venido en nuestraayuda!

Elbryan lanzó una mirada nerviosa aPony, que enseguida guardó la gema.

—No sé cómo lo hiciste, pero hassalvado la vida a Timmy —dijo unamujer, precipitándose hacia Elbryan. Elguardabosque y Pony siguieron lamirada de la mujer que se dirigía alhombre herido en el pecho, que ahoraestaba de pie hablando tranquilamente e,incluso, sonriendo.

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—No era tan grave —indicó Pony.—Llegaba hasta el pulmón —

insistió la mujer—. Yo misma locomprobé, y estaba convencida de queno llegaría a la cena.

—Estabas nerviosa y sobresaltada—sugirió Pony— y, además, angustiadapues sabías que los trasgos volverían.

La cara de la mujer se iluminó conuna sonrisa conciliadora. Era mayor queellos dos, tal vez de unos treinta y cincoaños, con el porte fatigado peroagradable de una trabajadora honradaque había tenido una vida dura perosatisfactoria. Dejó de mirarlos paradirigir la vista hacia la anciana herida,

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que estaba sentada en el suelo y cuyosojos ya mostraban de nuevo señales devida.

—No tan sobresaltada —repuso consuavidad—. He visto muchas cosas enlas batallas estas últimas semanas, y heperdido a un hijo, aunque mis otroscinco están bien, gracias a Dios. Mepidieron que me uniera a la caravanaque se dirige a Amvoy sólo por mi famaen reparar huesos rotos.

El guardabosque y Ponyintercambiaron miradas depreocupación, algo que no pasóinadvertido a la mujer.

—Ignoro lo que estáis ocultando —

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siguió diciendo con calma—. Pero nome voy a ir de la lengua. Os he visto enlo alto de la colina luchando pornosotros, aunque, por lo que he oído, noconocéis a nadie del grupo. No ostraicionaré.

Para acabar, les guiñó el ojo y sealejó para unirse al tumulto que se habíaformado ante la inminente llegada de losmonjes por la carretera del este.

—¿Dónde está nuestro hijo? —preguntó Pony a Elbryan con una sonrisasatisfecha.

El guardabosque miró alrededor,aunque, naturalmente, no se veía aJuraviel por ningún lado.

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—Probablemente detrás de losmonjes —contestó secamente—, odebajo de uno de sus hábitos.

Pony, nerviosa al pensar que elempleo de las piedras podía haberatraído a aquellos monjes y que labúsqueda podía pronto llegar a su fin,agradeció la broma. Puso la mano en lade su amado y lo condujo hacia dondeestaba todo el mundo.

—Soy el abad De’Unnero, en viajede Saint Mere Abelle a Saint Precious—dijo el monje que encabezaba elgrupo, un hombre rebosante de energía,como expresaba claramente el brillo desus ojos—. ¿Quién manda aquí? —

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inquirió.Antes de que nadie pudiera

contestar, la perspicaz mirada de De’Unnero se fijó en Elbryan y en Pony.Su modo de andar, a grandes zancadas, ysus armas los distinguían del resto. Elfuturo abad se dirigió hacia ellos,mirándolos con insistencia.

—Somos unos recién llegados algrupo como vosotros, querido fraile —dijo el guardabosque con humildad.

—¿Y os encontrasteis con ellos porpura casualidad? —preguntó De’Unnerocon aire de sospecha.

—Vimos la columna de humo, delmismo modo que vosotros la habéis

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visto en el este —respondió Pony entono cortante y mostrando con claridadque no estaba intimidada—. Y comosomos gente de buen corazón, nosapresuramos para ver si podíamosayudarlos; cuando llegamos se estabapreparando la segunda lucha, de modoque participamos en ella como si fueranuestra propia batalla.

Los oscuros ojos de De’Unnerocentellearon, y tanto a Pony como aElbryan les pareció que el abad ardía endeseos de pegar a la chica por laacusación implícita. En efecto, eraevidente que Pony había preguntado almonje por qué él y sus compañeros no

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se habían dado prisa para reunirse conellos.

—Nesk Reaches —dijo la voz de unhombre corpulento, vestidoelegantemente, el mismo que habíahablado con Pony cuando la muchachase había acercado por primera vez a lacaravana antes de la lucha. El mercaderavanzó con presteza y extendió la manoizquierda, pues la derecha la llevabavendada—. Nesk Reaches, delmunicipio de Dillaman —dijo—. Estaes mi caravana, y nos alegramos deveros.

De’Unnero hizo caso omiso de lamano que le tendía el hombre; su mirada

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afilada todavía escrutaba a Elbryan y aPony.

—Maese De’Unnero —interrumpióun anciano y gordo fraile, mientras seacercaba para situarse junto al forzudohombre—, hay personas heridas; teruego me des la piedra del alma parapoder atenderlos.

Elbryan y Pony se dieron perfectacuenta del destello de desprecio quecruzó por el rostro aguileño de De’Unnero; era obvio que no le habíagustado que el otro monje ofrecieraayuda tan abiertamente y, además, ayudamágica. Pero, para evitar ser puesto enevidencia delante de todos los

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mercaderes y de su propia comitiva, De’Unnero no tuvo más remedio quemeter la mano en su bolsa, sacar unahematites y entregársela.

—Abad De’Unnero —corrigió.El monje gordo se inclinó y se

apartó de él; miró y sonrió a Pony y aElbryan mientras avanzaba en medio delgrupo.

Como Pony había previsto, pues yase había formado una idea de lapersonalidad de aquel hombre, NeskReaches se dirigió hacia el monje gordoy levantó la mano levementecontusionada, fingiendo que la heridarequería los mayores cuidados.

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De’Unnero, sin embargo, no estabadispuesto a dejar marchar al jefe de losmercaderes tan fácilmente; agarró aReaches bruscamente por el hombro y loobligó a darse la vuelta.

—¿Admites que esta es tu caravana?—preguntó el abad. El mercader bajó lacabeza con humildad—. ¿Cómo puedesser tan insensato para exponer a tu gentea semejante peligro? —lo riñó De’Unnero—. Esta zona está infectadade monstruos, y son cazadoreshambrientos. Se ha avisado por todo elpaís, y aquí estáis vosotros, solitarios ysin apenas protección.

—Por favor, buen hermano —

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tartamudeó Nesk Reaches—,necesitábamos provisiones; no teníamosmuchas alternativas.

—Probablemente lo que necesitabaseran unas buenas ganancias —le espetó De’Unnero—. Pensabas obtener algunasmonedas de oro en unos tiempos en quecirculan pocas caravanas y lasprovisiones son más caras.

Las murmuraciones de la genteindicaron a Elbryan y Pony, y también a De’Unnero, que aquel razonamientoestaba bien fundado.

Entonces De’Unnero dejó que NeskReaches se fuera y llamó al monjegordo.

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—¡Date prisa! Ya nos hemosretrasado demasiado —dijo. Se dirigióa Reaches y añadió—: ¿Adónde vais?

—A Amvoy —tartamudeó elmercader completamente intimidado.

—Pronto seré consagrado abad deSaint Precious —explicó De’Unnero envoz alta.

—¿Saint Precious? —repitió NeskReaches—. Pero el abad Dobrinion…

—El abad Dobrinion murió —aclarócon crudeza De’Unnero—. Y yo losustituiré. Dado que estáis en deudaconmigo, mercader Reaches, espero quetú y tu caravana asistáis a la ceremonia.Insisto en ello, y te recuerdo que sería

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prudente que fueras generoso con tusofrendas.

Se dirigió hacia su comitiva e hizoseña a los monjes para que abandonaranel anillo de carruajes.

—Apresúrate —ordenó a maeseJojonah dándose la vuelta—. No voy aperder un día entero en esto.

Elbryan aprovechó la distracciónpara dirigirse hacia los caballos, puesse acordó de que Sinfonía llevaba unagema en el pecho que podría seraltamente significativa y reveladora paralos monjes de Saint Mere Abelle.

Entretanto, Pony no apartaba la vistadel monje gordo que atendía

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cuidadosamente a los numerososheridos. Cuando el grupo de De’Unneroestuvo lo bastante lejos, la mujer seacercó a aquel hombre y le ofrecióayuda con métodos convencionalescomo vendajes y cosas por el estilo.

El monje miró la espada de la chicay la sangre que le salpicaba lospantalones y las botas.

—Tal vez deberías descansar —sugirió—. Por hoy, tú y tu compañerohabéis trabajado bastante, por lo que heoído.

—No estoy cansada —respondióPony con una sonrisa, mientrasexperimentaba una creciente simpatía

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hacia aquel hombre, inversamenteequiparable a la progresiva antipatíaque le había suscitado De’Unnero. Nopudo menos que establecer unacomparación entre él y el abadDobrinion, al que al parecer iba asustituir, y el contraste le produjo unescalofrío en la espalda. En cambio,aquel otro monje, tan sinceramenteentregado a su trabajo para aliviar eldolor de los heridos, le pareció muchomás parecido al antiguo abad de SaintPrecious, con quien Pony habíacoincidido en un par de ocasiones. Seinclinó y tomó la mano del hombre queel fraile estaba atendiendo, apretando en

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el punto exacto para detener la pérdidade sangre de su mano desgarrada.

Observó que el monje no la mirabani tampoco miraba al hombre herido,sino que observaba a Elbryan y a loscaballos.

—¿Cómo te llamas? —preguntó aPony, mirándola fijamente.

—Carralee —mintió Pony,utilizando el nombre de una prima suyaque había muerto en el primer asalto aDundalis.

—Soy maese Jojonah —repuso elmonje—. Me parece que ha sido un felizencuentro. Esa pobre gente ha tenidosuerte de que nosotros, y en particular tú

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y tu compañero, pasáramos por aquí enel momento preciso.

Pony apenas oyó las últimaspalabras. Miró fijamente al monjegordo. Jojonah. Conocía aquel nombre,el nombre de uno de los padres de quienAvelyn le había hablado con cariño, laúnica persona de Saint Mere Abelle, ajuicio de Avelyn, que lo habíacomprendido. Avelyn no había habladomucho con Pony sobre sus colegas de laabadía, pero aquel había sido el tema deconversación una noche después dedemasiadas «pociones de coraje», comoAvelyn llamaba a su licor. Laconversación se había centrado

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exclusivamente en Jojonah. Ese solohecho revelaba a la mujer lo mucho queAvelyn había llegado a querer alanciano.

—Tu trabajo es realmenteasombroso, padre —observó mientrasmaese Jojonah utilizaba una piedra delalma con un hombre herido.

En realidad, Pony había advertidoenseguida que ella tenía más poder conlas gemas que aquel padre de la abadía,cosa que le recordó vivamente lopoderoso que Avelyn Desbris había sidocon las gemas.

—Es una herida de poca monta —respondió maese Jojonah cuando la

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cuchillada del hombre estuvo curada.—No para mí —dijo el hombre, y se

rio aunque más bien pareció que tosiera.—¡Qué bondadoso eres al dedicarte

a estas tareas! —exclamó Pony conentusiasmo. Se comportaba con totalespontaneidad, seguía los dictados de sucorazón, aunque su razón le gritaba quefuera prudente y se callara. Echó unaojeada nerviosa alrededor paraasegurarse de que ningún otro monjeandaba dentro del círculo de carruajes, ycontinuó en voz baja.

—En una ocasión encontré a otromiembro de tu iglesia… Saint MereAbelle, ¿no es cierto?

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—Así es —respondió maeseJojonah con aire ausente, mientrasmiraba en derredor en busca de algúnotro que necesitara sus habilidadescurativas.

—Era un buen hombre —prosiguióPony—. ¡Oh, qué hombre másbondadoso!

Maese Jojonah sonrió coneducación, pero se dispuso a marcharse.

—Se llamaba Aberly, creo —dijoPony.

El monje de detuvo en seco y se diola vuelta para mirarla mientras suexpresión cambiaba de educadatolerancia a sincera intriga.

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—No, Avenbrook —fingió Pony—.¡Oh!, me temo que no conseguirérecordar su nombre; hace muchos años,¿sabe? Y aunque no puedo recordar sunombre, jamás olvidaré al monje. Loconocí en una oportunidad en que estabaayudando a un pobre pordiosero en lascalles de Palmaris, como tú has ayudadoa ese hombre. Y cuando el pobrehombre quiso pagarle con unas monedasque sacó del bolsillo de sus harapos,Aberly o Avenbrook, o cualquiera quefuera su nombre, aceptó gentilmente,pero se las apañó para que aquellasmonedas, junto con algunas suyas,volvieran al pordiosero de forma apenas

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visible.—Vaya —murmuró Jojonah, que

había asentido con la cabeza a cadapalabra de la chica.

—Le pregunté por qué lo habíahecho, lo de las monedas, quiero decir—prosiguió Pony—. Podía simplementehaber rehusado que le pagara, despuésde todo. Me respondió que era tanimportante preservar la dignidad delhombre como su salud —añadió, yacabó su relato con una amplia sonrisa.La historia era auténtica, aunque habíaocurrido en una pequeña aldea lejanadel sur, y no en Palmaris.

—¿Estás segura de que no puedes

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recordar el nombre del hermano? —preguntó Jojonah.

—Aberly, Aberlyn, algo así —respondió Pony sacudiendo la cabeza.

—¿Avelyn? —inquirió Jojonah.—Podría ser, padre —replicó Pony,

sin querer ser todavía demasiadoexplícita. Sin embargo, se sentíaanimada por la cálida expresión delrostro de Jojonah.

—¡Dije que te dieras prisa! —ladróásperamente la voz del nuevo abad deSaint Precious desde fuera del anillo delos carruajes.

—Avelyn —repitió maese Jojonah aPony—. Era Avelyn. —Echó a andar y,

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dándole una palmada en el hombro,añadió—: Nunca olvides ese nombre.

Pony lo observó mientras se iba y,por alguna misteriosa razón, se sintió unpoco más reconciliada con el mundo.Entonces se dirigió hacia donde estabaElbryan; el guardabosque se hallabatodavía junto a Sinfonía para ocultar lareveladora turquesa.

—¿Ya podemos irnos? —preguntócon impaciencia a la mujer.

Pony asintió con la cabeza y montó aPiedra Gris; la pareja agitó las manospara despedirse de los mercaderes ysalió trotando del círculo de carruajes.Se dirigían de nuevo hacia el sur, ladera

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arriba, alejándose de los monjes, quehabían vuelto a la carretera y seencaminaban hacia el oeste. Una vez enlo alto de la sierra, Elbryan y Ponyencontraron a Juraviel; enseguida seencaminaron hacia el este y pusieronentre ellos y los monjes la mayordistancia posible.

De’Unnero empezó a reprender amaese Jojonah tan pronto como elanciano se unió a la comitiva de monjes.La diatriba se prolongó muchísimo,hasta mucho después de que el gruposaliera del valle.

Jojonah la olvidó casi

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inmediatamente, pues sus pensamientosseguían con la mujer que lo habíaayudado a atender a los heridos. En suinterior se sentía reconfortado, en calmay lleno de confianza en que el mensajede Avelyn sin duda había sidoescuchado. El relato de la mujer lohabía impresionado profundamente,había reforzado la buena opinión quetenía de Avelyn, le había recordado unavez más todo lo que era justo —o todolo que podría serlo— en su iglesia.

Mientras consideraba aquel relato,su sonrisa, naturalmente, no hizo másque enfurecer aún más a De’Unnero,pero a Jojonah no le importaba en

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absoluto. Al menos, con aquella diatriba—que parecía rozar la anormalidadp s í q u i c a — De’Unnero mostrabaabiertamente su temperamento a losimpresionables monjes más jóvenes.Podían sentir respeto ante las proezasdel hombre en las batallas, inclusoJojonah estaba asombrado por ello, perosus latigazos verbales contra un ancianoimpasible probablemente habían agriadono pocos estómagos.

Por fin, al advertir que la serenidadde Jojonah era demasiado firme comopara alterarla, el inestable abadabandonó sus improperios y la comitivaprosiguió su camino; maese Jojonah se

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situó a la cola de la hilera de monjescon aire ausente, mientras intentabaconjurar las imágenes de la labor delhermano Avelyn con aquel pobreenfermo. Pensó de nuevo en la mujer yse alegró; pero a medida que analizabalo que ella le había contado, a medidaque consideraba el temible papel queaquella chica y su compañero habíantenido en la batalla, su alegría setransformó en curiosidad. Tenía pocosentido que un hombre y una mujer, quesin duda eran poderosos guerreros, seencaminaran hacia el este desdePalmaris, en lugar de formar parte de lavigilancia de alguna de las escasas y

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valiosas caravanas que intentaban cruzarel país. La mayoría de los héroesconseguían fama y renombre en el norte,donde los frentes de batalla estaban másdefinidos. Maese Jojonah pensó queaquella circunstancia necesitaba unaulterior investigación.

—¡La piedra! —le gritó el abad De’Unnero desde la cabeza de lacomitiva.

Como el hombre apenas le prestabaatención, Jojonah se agachó y,tranquilamente, recogió una piedra detamaño similar y la metió en la bolsa, enlugar de la hematites. A continuación, seapresuró a reunirse con De’Unnero con

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aire obediente y le entregó la bolsa.Suspiró aliviado cuando el perversomonje, al que no le importaba otra magiamás que la zarpa de tigre, cogió la bolsasin mirarla.

Continuaron la marcha hasta lapuesta de sol; cuando montaron elcampamento, habían recorrido bastantesquilómetros. Plantaron una tiendaindividual para De’Unnero, y este,inmediatamente después de comer, entróen ella con pergaminos y tinta, conobjeto de ultimar los planes para la granceremonia de su nombramiento comoabad.

Maese Jojonah casi no habló con sus

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compañeros; se apartó en silencio y seacomodó entre unas cuantas mantasgruesas. Esperó hasta que elcampamento estuviera totalmentetranquilo, hasta que los hermanosroncaran a gusto, y entonces sacó lahematites de su bolsillo. Echó un últimovistazo alrededor para estar seguro deque nadie lo observaba y se concentróen la piedra; conectó su espíritu a lamagia de la gema y luego utilizó esamagia para liberar su espíritu de suforma corpórea.

Desprovisto de las limitacionesfísicas de su viejo y pesado cuerpo, elpadre recorrió una gran distancia en

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cuestión de minutos. Pasó por delante dela caravana de mercaderes, que seguíatodavía formando un círculo en el valle.

La mujer y su compañero no estabanallí. El espíritu de Jojonah no se quedócon los mercaderes, sino que se elevó enel aire por encima de los altozanos.Atisbó un par de fuegos de campamento,uno en el norte y otro en el este, y porpuro azar decidió investigar primero eldel este.

En absoluto silencio y totalmenteinvisible, el espíritu se escurrió haciaallí. No tardó en divisar dos caballos, elgran semental negro y otro caballomusculoso y dorado; más allá de las

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monturas, en torno al fuego, vio a losdos guerreros que hablaban con alguienque no conocía. Con suma cautela y conel debido respeto se acercó aún más ydescribió un círculo en torno alcampamento para observar mejor altercer personaje del grupo.

Si hubiera estado con su formacorporal, el grito sofocado de Jojonah alver la diminuta figura de faccionesangulosas y alas translúcidas, sin duda,habría sido perceptible.

¡Un elfo! ¡Un Touel’alfar! Jojonahhabía visto esculturas y dibujos deaquellos diminutos seres en Saint MereAbelle, pero los escritos sobre los

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Touel’alfar que había en la abadía eranpoco precisos en cuanto a suscaracterísticas reales e, incluso,llegaban a preguntarse si no eran másque una leyenda. Después de habertropezado con trasgos y powris y de oírhistorias sobre gigantes fomorianos,Jojonah no se sorprendió lógicamente dela existencia real de los Touel’alfar,pero ver a uno de ellos le causó unaprofunda impresión. Pasó un buen ratorondando el campamento sin dejar demirar ni un momento a Juraviel ni deescuchar la conversación.

Estaban hablando de Saint MereAbelle, de los prisioneros que Markwart

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tenía encerrados, y en particular delcentauro.

—El hombre era eficiente con lahematites —estaba diciendo la mujer.

—¿Podrías ganarle en una batallacon magia? —preguntó el corpulentohombre.

Jojonah tuvo que tragarse su orgullocuando la mujer asintió con la cabezaconfiadamente; pero la menor expresiónde enfado que hubiera podido tenerdesapareció tan pronto como ellaempezó a explicarse:

—Avelyn me enseñó bien, mejor delo que me había imaginado —dijo—.Ese hombre era un padre, sin duda el

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que Avelyn consideraba su mentor, laúnica persona a quien Avelyn habíaquerido en Saint Mere Abelle; Avelynhablaba siempre con grandes elogios demaese Jojonah, pero, en realidad, ladestreza del hombre con las piedras noera tanta, por lo menos comparada conla de Avelyn o con la mía.

No lo había dicho con altivez, sinocomo una simple constatación dehechos, por lo que Jojonah no se sintióofendido. En lugar de eso, consideró lasinteresantes y profundas implicacionesde todo aquello. ¡Avelyn la habíaadiestrado! Y bajo su tutela, aquellamujer, que todavía parecía estar lejos de

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cumplir los treinta, era más poderosaque un padre de Saint Mere Abelle.Aquella constatación —el tono de lamujer reflejaba sin la menor duda quecreía en lo que decía— le sirvió parafortalecer el respeto que sentía porAvelyn, un sentimiento que no cesaba decrecer.

Sintió deseos de quedarse allí ycontinuar escuchando a escondidas, perose le había acabado el tiempo y aúntenía que recorrer un buen trecho antesdel amanecer. Su espíritu se sumergió denuevo en su cuerpo; cuando recuperóotra vez su forma corporal, suspiróaliviado al comprobar que su excursión

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espiritual no había sido advertida. Elcampamento estaba absolutamente encalma.

Jojonah miró la piedra del alma y sepreguntó cómo proceder. Podríanecesitarla, pero, si se quedaba con ella,De’Unnero probablemente consideraríasu persecución una prioridad aún mayorque la del viaje a Saint Precious. Porotra parte, si no se la llevaba, podríanutilizarla de forma similar a como él lohabía hecho esa noche, para buscarlo.

Jojonah encontró una tercera opción.Sacó un pergamino y tinta de entre lospliegues de su voluminoso hábito y sepuso a escribir una breve nota, donde

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explicaba que había decidido regresarcon la caravana de mercaderes paraescoltarlos hasta Palmaris. Explicó quese llevaba la piedra del alma pues, sinduda, la necesitarían mucho más que losmonjes, especialmente —Jojonah pusogran esmero en que esa idea quedarabien destacada— porque los monjestenían a la cabeza a maese De’Unnero,seguramente el mejor guerrero salido deSaint Mere Abelle. Asimismo, Jojonahaseguraba a De’Unnero que seencargaría de conseguir que losmercaderes y el mayor número decompatriotas posible asistieran a laceremonia de Saint Precious y aportaran

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valiosas ofrendas. Para terminar,escribió: «Mi conciencia no me permitedejar a esas personas solas allí. Es undeber de la iglesia ayudar al necesitadoy, al hacerlo, ganamos para la greycolaboradores bien dispuestos».

Esperaba que aquel énfasis en lariqueza y el poder calmaría la reacciónprevisible del malvado De’Unnero. Enrealidad, ahora ya no tenía quepreocuparse porque estaba muy cerca deaquellas tres personas tan importantespara conseguir cualquiera de susobjetivos más queridos. Cogió sólo lapiedra del alma y un pequeño cuchillo yabandonó sigilosamente el campamento

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para que nadie advirtiera su marcha; sedirigió de nuevo hacia el este, tanrápidamente como le permitía su viejocorpachón.

Su primer destino era el valle dondelos mercaderes se habían instalado, paraconseguir orientarse y también por undeseo sincero de incorporarse a lamaltrecha caravana. Cuando llegó cercadel lugar, se le ocurrió otra posibleventaja. Cortó un trozo de tela de suhábito, cosa que no le resultó difícildado el desgaste que había sufridodespués de tantos días de viaje. Rompióunas ramas bajas y arrastró los pies deun lado a otro para simular que se había

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producido una pelea; seguidamente sehizo un corte en el dedo y, con muchocuidado, empapó de sangre la telacortada y procuró que el lugar quedarasalpicado de manchas rojas por todaspartes. Enseguida cerró la herida con lahematites. Coronando la sierra, sedirigió hacia la ladera que dominaba elvalle. El campamento parecía bastantetranquilo; había un par de fuegosardiendo y varias figuras se movían deun lado a otro en perfecta calma, por loque el monje se detuvo un momento paracalibrar su situación; acto seguidoreemprendió la marcha.

Antes del amanecer apareció ante su

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vista el mortecino fuego delcampamento, al que se acercósigilosamente. No quería asustar aaquella gente, ni mucho menosalarmarlos, pero pensó que lo mejor quepodía hacer era aproximarse losuficiente para que la mujer pudierareconocerlo.

No tardó en llegar a los arbustos querodeaban el pequeño campamento; elfuego apareció claramente ante su vista.Creía no haber hecho el menor ruido yse alegró al ver los dos sacos de dormirllenos con figuras humanas. ¿Cómodespertarlos, se preguntó, sin alarmarlospeligrosamente?

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Decidió esperar hasta el alba y dejarque se despertaran por su cuenta, peroen el preciso instante en que se disponíaa instalarse para esperar tal vez duranteuna hora, se dio cuenta de que alguien lovigilaba.

Maese Jojonah se dio la vueltamientras una figura enorme chocabacontra él. Aunque maese Jojonah, aligual que todos los monjes de SaintMere Abelle, era un diestro luchador, enun abrir y cerrar de ojos se encontrótumbado de espaldas y con la punta deuna afilada espada contra la garganta; elforzudo guerrero que tenía encima losujetaba sin dejarle posibilidad de

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réplica.Jojonah no se resistió y el hombre,

después de reconocerlo, retrocedió unospasos.

—No hay nadie más —pronuncióuna voz melódica.

Jojonah supuso que era el elfo.—Maese Jojonah —dijo la mujer

apareciendo ante él. Se acercó conpresteza y puso una mano sobre elpoderoso hombro del guardabosque; conuna mirada y una inclinación de cabeza,Elbryan se separó del monje y le tendióla mano.

Jojonah la cogió y se encontró de piecon tal facilidad que quedó asombrado

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de la fuerza y la agilidad de aquelhombre.

—¿Qué haces aquí? —preguntó lamujer.

Jojonah la miró fijamente a los ojos,cuya belleza y profundidad no habíandisminuido bajo aquella incipiente luz.

—¿Y vosotros? —preguntó.Su tono, lleno de comprensión, dio

que pensar tanto a Elbryan como a Pony.

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13

En busca de respuestas

—Hermano Talumus —prosiguió elbarón de Bildeborough lenta ypausadamente en un tono que intentabaen vano ocultar la agitación que hervíaen su interior—, cuéntame otra vez lavisita de Connor a este lugar, dimeexactamente dónde se detuvo, todo loque examinó.

El joven monje, completamenteconfuso, pues era evidente que no estaba

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facilitando al barón la información quequería, empezó a hablar tan rápido y detantas cosas a la vez que sólo emitió unrevoltijo de palabras incomprensible.Una palmada del barón para calmarlo lepermitió hacer una pausa y respirarprofunda y regularmente.

—Primero estuvo en la habitacióndel abad —dijo despacio Talumus—.No le gustó que la hubiéramos limpiado,pero ¿qué podíamos hacer? —Mientrasacababa la frase, volvió a elevar la voza causa de la excitación—. El abad debeser una dignidad accesible, la tradiciónasí lo exige. Y si teníamos que recibirinvitados en la abadía, ¡montones de

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invitados!, no podíamos dejar lahabitación ensangrentada y revuelta.

—Desde luego que no. Desde luegoque no —repitió el barón Bildeboroughcon ánimo de tranquilizar al monje.

Roger observaba detalladamente asu nuevo mentor; le impresionaba supaciencia, su forma de mantenercontrolado de algún modo allloriqueante monje. Pero Roger percibíala tensión que subyacía en el rostro deRochefort, pues el hombre ahoracomprendía, al igual que Roger, que enla abadía iban a obtener pocasrespuestas y satisfacciones a susinquietudes. En Saint Precious, sin

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ningún padre que pudiera suceder alabad Dobrinion, reinaba un absolutodesorden; los monjes iban cada uno porsu lado y discutían sobre tal o cualrumor incluso en las horas de oración.Una noticia confirmada había resultadoespecialmente preocupante para Roger yRochefort: Saint Precious no tardaría endisponer de un nuevo abad, un padre deSaint Mere Abelle.

Para Roger y Rochefort aquel hechoparecía otorgar mayor credibilidad a lassospechas de Connor de que el padreabad en persona había estado detrás delasesinato.

—No obstante, dejamos al powri —

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prosiguió Talumus—, al menos hastaque se hubiera ido maese Connor.

—¿Y después Connor se fue a lacocina? —inquirió Rochefortamablemente.

—Sí, donde estaba Keleigh Leigh —respondió Talumus—. Pobre chica.

—¿Y no tenía otras lesiones apartede las causadas por el ahogamiento? —osó preguntar Roger sin dejar de mirar aRochefort, aunque era obvio que lapregunta iba dirigida a Talumus. Rogerhabía explicado previamente aRochefort que la ausencia de cortes enel cuerpo de Keleigh Leigh había sidouna pista básica para Connor, que le

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indicó que los powris no habíancometido aquellos crímenes, puesto queello significaba que no habían cumplidoel rito de empapar con sangre susgorras.

—No —respondió Talumus.—¿No había sangre de la mujer por

ningún lado?—No.—Vete y busca a la persona que

descubrió el cuerpo —ordenó el barónBildeborough—. Y date prisa.

El hermano Talumus se apresuró aponerse en pie, saludó, se inclinó y saliócorriendo de la habitación.

—El monje que descubrió el

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cadáver de la chica probablementetendrá poco que decirnos —comentóRoger, sorprendido por la petición delbarón.

—Olvídate del monje —repusoRochefort—. Sólo quería que elhermano Talumus nos dejara solos unosminutos. Tenemos que decidir quévamos a hacer, amigo mío, y sintardanza.

—No deberíamos mencionarles lassospechas de Connor, ni tampoco sumuerte —señaló Roger tras una brevepausa. Mientras el barón Bildeboroughhacía un gesto de asentimiento, el jovenprosiguió—: Frente a este asunto se

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encuentran desvalidos. Ni un solomonje, si Talumus es el de mayor rangode los que quedan, puede hacer nadacontra el padre que venga de Saint MereAbelle.

—Al parecer, el abad Dobriniondescuidó el desarrollo de las cualidadesde sus inferiores —declaró Rochefortsoltando un bufido—. Aunque megustaría ver el tremendo alboroto que seproduciría si les contáramos a Talumusy a los demás que Saint Mere Abelleasesinó a su querido abad.

—No se armaría demasiado barullo—puntualizó Roger secamente—. Por loque Connor me contó sobre la iglesia,

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Saint Mere Abelle desmantelaríaenseguida la orden en Saint Precious y,después, el padre abad se atrincheraríaen Palmaris aún más de lo que estarácuando llegue el nuevo abad.

—Es cierto —admitió el barónBildeborough con un suspiro.

Su mirada se iluminóinmediatamente al ver que entraban en lahabitación dos monjes inquietos,Talumus y el primer testigo. Decidióseguir con el interrogatorio, pero sólopara guardar las apariencias, ya quetanto él como Roger sabían que nosacarían nada en claro ni de aquel monjeni de ningún otro de Saint Precious.

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Poco después, ambos estaban deregreso en Chasewind Manor; Rochefortpaseaba de un lado a otro, mientrasRoger permanecía sentado en su sillaacolchada favorita.

—El viaje a Ursal es largo —dijoRochefort—. Desde luego, quiero quevengas conmigo.

—¿Es cierto que nos reuniremos conel rey? —preguntó Roger un pocodesbordado ante tal posibilidad.

—No te preocupes, Roger, el reyDanube Brock Ursal es muy amigo mío—respondió el barón—. Un buen amigo.Me concederá audiencia y me creerá, nolo dudes. Si será capaz, o no, de

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emprender alguna acción pública dadala ausencia de pruebas…

—¡Yo fui testigo! —protestó Roger—. Vi cómo el monje mataba a Connor.

—Quizá tu testimonio sea falso.—¿Acaso no me cree?—¡Claro que te creo! —replicó el

barón, y otra vez dio su habitualpalmada en el aire con su rechonchamano—. Por supuesto, muchacho. Encaso contrario, ¿por qué me habríabuscado tantos problemas? ¿Por qué tehabría dado Piedra Gris y Defensora?Si no confiara en ti, muchacho, estaríasencadenado y te torturaría hastaconvencerme de que decías la verdad.

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—El barón hizo una pausa. Miró aRoger con mayor atención y luegopreguntó—: ¿Dónde está la espada? —preguntó.

Roger se rebulló incómodo. ¿Habíatraicionado aquella confianza?, sepreguntó.

—Tanto la espada como el caballoestán en buenas manos —explicó.

—¿En manos de quién? —exigió elbarón.

—De Jilly —se apresuró a contestarRoger—. Su viaje es todavía mástenebroso que el nuestro y, me temo,plagado de batallas. Se los entreguépues no soy ni un buen jinete ni un buen

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espadachín.—Las dos cosas pueden aprenderse

—gruñó el barón.—Pero no tenemos tiempo —

respondió Roger—. Y Jilly puedeutilizarlos a la perfección enseguida. Nodude de su destreza… —Roger hizo unapausa para evaluar la reacción delhombre.

—Una vez más confío en tu buencriterio —dijo el barón al fin—. Demodo que no volveremos a hablar deeste tema. Ocupémonos ahora de lo quenos importa de verdad. Te creo, porsupuesto que te creo. Pero la aceptaciónde Danube Brock Ursal será más

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cautelosa, no lo dudes. ¿Te das cuentade lo que implica nuestra denuncia? Siel rey Danube la acepta como verdaderay la hace pública, podría empezar unaguerra entre la iglesia y el estado, unbaño de sangre no deseado por ningúnbando.

—Pero que el padre abad Markwarthabría iniciado —recordó Roger.

El rostro del barón Bildeborough seensombreció y Roger lo encontró muyviejo y cansado.

—Así pues, parece que tenemos queir hacia el sur —admitió el noble.

Alguien llamó a la puerta einterrumpió en seco la respuesta de

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Roger.—Barón —dijo un asistente mientras

entraba—, acabamos de saber que elnuevo abad de Saint Precious hallegado; se llama De’Unnero.

—¿Sabes algo de él? —preguntó elbarón a Roger, que se limitó a negar conla cabeza.

—Ya ha solicitado audiencia —prosiguió el asistente—. En SaintPrecious esta misma tarde, para tomaruna merienda-cena.

Bildeborough hizo un gesto deasentimiento y el asistente salió de lahabitación.

—Parece que debo darme prisa —

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observó el barón, mientras echaba unvistazo por la ventana hacia un sol yaubicado en el oeste.

—Lo acompañaré —anunció Roger,mientras se levantaba de la sillaacolchada.

—No —respondió Bildeborough—.Aunque por supuesto me gustaríaconocer qué impresión te causa esehombre, si el alcance de su atrozconspiración es tan amplio como metemo, es mejor que vaya solo. Dejemosque el nombre y la cara de RogerBillingsbury permanezcan desconocidospara el abad De’Unnero.

Roger sintió deseos de discutir, pero

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sabía que el noble tenía razón, y tambiénsabía que la respuesta de Bildeboroughpara no llevarlo con él expresaba sólola mitad de sus motivos. Rogercomprendió que era todavía muy joven yfalto de experiencia en asuntos políticos,y que Bildeborough temía —y Rogersabía honestamente que sus temores noeran errados— que el nuevo abadobtuviera demasiados datos de lamerienda-cena.

Así pues, Roger se sentó y esperó enChasewind Manor durante el resto de latarde.

Faltaba poco para llegar a mitad de

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Calember cuando el padre abadMarkwart comenzó los preparativosnecesarios para la trascendentalproclamación que se había propuesto. Elanciano y arrugado hombre iba de unlado a otro de su despacho en SaintMere Abelle y cada vez que pasaba antela ventana se detenía para ver el verdorestival. Los acontecimientos de lasúltimas semanas, en particular eldescubrimiento de Barbacan y losproblemas en Palmaris, lo habíanobligado a cambiar de idea en muchostemas o, por lo menos, a acelerar lasmaniobras tendentes a la consecución desus objetivos a largo plazo.

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Una vez eliminado Dobrinion, lacomposición de la asamblea de abadeshabía cambiado sustancialmente.A unq ue De’Unnero sería un abadnovato, por el mero hecho de presidirSaint Precious contaría con una vozpotente en la asamblea, posiblemente latercera, por detrás sólo de Markwart yde Je’howith de Saint Honce. Eso daríaa Markwart un gran poder para atacar afondo.

El anciano clérigo sonreíaperversamente mientras fantaseaba conaquella reunión. En la asamblea deabades desacreditaría a Avelyn Desbrispara siempre, lo tacharía

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inexorablemente de hereje. Sí, se tratabade algo importante, advirtió Markwart,pues si no sancionaba a Avelyn de esemodo, los actos del monje quedaríansujetos a múltiples interpretaciones.Mientras no fuera formalmente acusadode hereje, todos los monjes, incluidoslos hermanos de primer año, seríanlibres de discutir lo sucedido en ocasiónde la huida de Avelyn, y aquello eraalgo peligroso. ¿Se mostraría alguiencomprensivo con él? ¿Se pronunciaría lapalabra «escapada» en tales discusionesen lugar de las habituales de robo yasesinato?

Sí, cuanto antes hiciera la

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declaración de herejía y consiguiera laaprobación de los jerarcas de la iglesia,mucho mejor. Una vez formalizada laacusación, no se toleraría discusiónalguna sobre Avelyn Desbris entérminos no condenatorios en ningunaabadía ni en ningún templo. Una vez queAvelyn fuera declarado hereje, sumención en los anales de la historia dela iglesia se habría completado con unacondena definitiva.

Markwart suspiró al considerar elcamino por recorrer hasta aquelcodiciado objetivo. Suponía quetropezaría con la oposición del tozudomaese Jojonah, si es que todavía estaba

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vivo.Markwart descartó la posibilidad de

un asesinato más; si todos sus enemigosconocidos empezaban a morir,probablemente comenzarían a lloverlesospechas. Además, sabía que más deuno compartía los principios de Jojonah.No podía atacar tan duramente. Todavíano.

No obstante, tenía que estarpreparado por si estallaba la batalla.Tenía que ser capaz de demostrar sutesis acerca de la herejía de Avelyn,pues la devastación de Barbacanciertamente se prestaba a múltiplesinterpretaciones. Era una verdad

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indiscutible que habían matado aSiherton la noche que Avelyn huyó deSaint Mere Abelle, pero también en esepunto Jojonah podría ser capaz deencontrar algún argumento. La intención,y no sólo la pura acción, determinabaqué era pecado, y sólo un auténticopecado podía hacer que se tachara a unhombre de hereje.

Por consiguiente, Markwart se diocuenta de que tenía que demostrar algomás que su interpretación de los hechosocurridos la noche en que Avelyn sefugó con las piedras. Para conseguir unacompleta confirmación de la acusación—una acusación que la iglesia jamás

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había llevado a cabo con rapidez—tendría que demostrar que Avelyn habíautilizado posteriormente aquellaspiedras con propósitos malignos y habíacaído en el abismo más tenebroso de lanaturaleza humana. Pero Markwart eraconsciente de que nunca conseguiríahacer callar a Jojonah. En la cuestión deAvelyn Desbris, Jojonah lucharía contraél, rechazaría hasta el último de susplanes. Sí, lo veía claro; Jojonahvolvería a la asamblea de abades y seenfrentaría con él. Hacía mucho tiempoque tenían aquella confrontaciónpendiente. De modo que Markwartdecidió que tendría que destruir al

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padre, y no sólo sus argumentos.Sabía exactamente dónde podía

encontrar aliados para aquella causa,para asestar un golpe a Jojonah conobjeto de impedir su posterior ataque.El abad Je’howith, de Saint Honce,ostentaba el cargo de asesor deconfianza del rey y tenía acceso a esepoder a través de la fanática BrigadaTodo Corazón. Lo único que tenía quehacer, pensaba Markwart, era prepararadecuadamente a Je’howith, hacerleaportar unos cuantos de aquellosdespiadados guerreros…

Satisfecho, el padre abad volvió suspensamientos a la cuestión de Avelyn.

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Disponía de un testimonio de los actosdel monje: Bradwarden; sin embargo,tras los interrogatorios del centauro,tanto verbales como mediante la piedradel alma, concluyó que aquella bestiatenía una considerable fuerza devoluntad y, probablemente, no cedería,por brutales que fueran las torturas a quelo sometiera.

Con esa idea en la cabeza, el padreabad se dirigió a su escritorio y preparóuna nota para el hermano Francis, en laque le indicaba que debería trabajar sincesar con el centauro hasta que fueraconvocada la asamblea. Si no podíanconseguir doblegar a Bradwarden y

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hacer que dijera lo que ellos querían,entonces tendrían que matar al centauroantes de la llegada de los distinguidosinvitados.

Mientras escribía aquella nota,Markwart se dio cuenta de otroproblema: Francis era un hermano delnoveno año, pero sólo inmaculados yabades estaban autorizados a asistir a laasamblea. Y Markwart quería queFrancis participara en ella; era unhombre con algunas limitaciones, peromuy leal.

El padre abad rompió una esquinadel pergamino, anotó un recordatoriopara sí mismo, «HFI», y luego lo ocultó.

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Así como se había saltado el protocoloa causa de la emergencia de la guerra alnombrar abad de Saint Precious a De’Unnero y al enviar a Jojonah a laabadía de Palmaris para servirle desegundo, promocionaría al hermanoFrancis a la dignidad de inmaculado.

El inmaculado hermano Francis.A Markwart le gustaba cómo

sonaba, le gustaba pensar en el crecientepoder de aquellos que lo obedecían sincuestionar nada. Su explicación ante esenombramiento prematuro sería sencillay, sin duda, aceptada: al haber enviadodos padres a Saint Precious, Saint MereAbelle se había quedado desguarnecida

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en los rangos más altos de la jerarquía.Aunque la abadía contaba connumerosos inmaculados, pocos habíanconseguido los requisitos necesariospara promocionar a la dignidad depadres, e incluso pocos continuabanesforzándose para alcanzar tal rango;Francis, dado el trabajo de vitalimportancia que había desempeñado enla caravana a Barbacan, fortaleceríaaquella categoría considerablemente.

Sí, rumió el padre abad.Promocionaría a Francis antes de laasamblea, y luego otra vez, pocodespués, lo promocionaría al rango depadre, para sustituir a…

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A Jojonah, decidió, en lugar de a De’Unnero. Para sustituir a De’Unneroelegiría alguno de los numerososinmaculados, tal vez incluso se decidiríapor Braumin Herde, que se lo merecía, apesar de que la elección de sus mentoreshabía dejado mucho que desear. Pero,dado que Jojonah se hallaba tan lejos yque su retorno no era nada probable —salvo para las tres semanas de laasamblea—, Markwart imaginaba quepodría atraerse a Braumin tentándolocon aquella dignidad tan codiciada.

Los pasos del padre abad seagilizaban a medida que vadeaba losproblemas y se iban clarificando las

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soluciones. Aquella nueva introspecciónque había alcanzado, aquel nuevo nivelde guía interior, parecía tener algo demilagroso. Los muros de incertidumbreparecían haberse derrumbadoproporcionándole respuestas de purezacristalina.

«Excepto en la cuestión de laacusación rápida de Avelyn», serecordó a sí mismo, y pegó una palmadade frustración sobre el escritorio. No,Bradwarden no cedería, permaneceríadesafiante hasta el amargo final. Porprimera vez, Markwart lamentó lapérdida de los Chilichunk, pues leconstaba que ellos habrían sido mucho

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más fáciles de controlar.Entonces le apareció la imagen de un

librito en el que Jojonah había estadobuscando información sobre el hermanoAllabarnet. Markwart vio con todaclaridad aquella habitación en suimaginación y no pudo comprender porqué… hasta que un lugar en la esquinadel fondo, una repisa alejada yrecóndita, se hizo claramenteperceptible en la imagen.

Markwart siguió sus instintos, siguiósu guía interior; primero se dirigió a suescritorio para buscar algunas gemas, yluego bajó desde su despacho por laescalera húmeda y oscura que conducía

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a la antigua biblioteca. Ya no habíaningún guarda apostado allí, pues sesuponía que Jojonah estaba muy lejos;Markwart, con un reluciente diamante enla mano, entró cautelosamente en la sala.Pasó delante de los estantes de libros yse dirigió hacia una repisa situada en laesquina del fondo, donde se hallaban loslibros que la iglesia había prohibidomuchos años antes. Sabía, lógicamente,que incluso él, el padre abad, no debíaexaminarlos, pero aquella voz interior leprometía respuestas a su dilema.

Examinó la repisa durante unosminutos; echó un vistazo a todos lostomos, a las etiquetas de todos los

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pergaminos enrollados, y luego cerró losojos y reprodujo aquellas imágenes.

Permaneció con los ojos cerrados,pero levantó la mano confiando quehabía sido guiado hasta el libro quenecesitaba. Lo cogió delicada perofirmemente, lo ocultó debajo del brazo yse fue arrastrando los pies; llegó denuevo a la intimidad de su despacho sinsiquiera haber ojeado la obra, Losencantamientos de brujería.

Roger suponía que el barón estaríafuera hasta última hora de la tarde, porlo que le sorprendió bastante verlo deregreso mucho antes de que el sol

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hubiera tocado la línea del horizonte.Fue a su encuentro confiando plenamenteen que todo habría ido bien, pero susesperanzas se desvanecieron deinmediato al ver al corpulento hombreresoplando, con la cara roja y a punto deexplotar de rabia.

—¡En toda mi vida jamás me heencontrado con un hombre, y muchomenos con un supuesto hombre de Dios,más desagradable! —exclamóenfurecido Rochefort Bildeborough,abandonando bruscamente el vestíbulopara entrar en la sala de audiencias.

Roger fue tras él, aunque en aquellaocasión tuvo que buscarse otra silla

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pues el barón se instaló en la acolchada,favorita del muchacho. Pero elcorpulento noble no tardó en ponerse denuevo en pie y andar de un lado a otroansiosamente; Roger se apresuró aocupar el que se estaba convirtiendo ensu asiento habitual.

—¡Se atrevió a hacermeadvertencias! —exclamó enfurecido elbarón Bildeborough—. ¡A mí! ¡El barónde Palmaris, amigo del mismísimoDanube Brock Ursal!

—¿Qué dijo?—Oh, empezó bien —explicó

Bildeborough dando una palmada conlas dos manos—. Con mucha corrección,

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De’Unnero expresó su confianza en queel período transitorio mientras él sehacía cargo de la abadía de SaintPrecious sería muy tranquilo. Dijo quepodríamos trabajar juntos… —Bildeborough hizo una pausa y Rogercontuvo el aliento al presentir queestaba a punto de formular unadeclaración importante—, a pesar de losevidentes defectos y de la conductadelictiva de mi sobrino —acabódiciendo de forma explosiva el barón,mientras pateaba el suelo con rabia ydaba puñetazos en el aire.

No tardó en verse desbordado por laexcitación, por lo que Roger se apresuró

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a acudir a su lado y lo ayudó aacomodarse en la confortable silla.

—¡Perro sarnoso! —prosiguióBildeborough—. Estoy seguro de queignora que Connor ha muerto, aunque sinduda no tardará en saberlo. Prometióperdonar a Connor, si yo le daba mipalabra de que mi sobrino enmendaríasu conducta en el futuro. ¡Perdonarlo!

Roger intentó calmar al noble, puestemía que aquel ataque de cólera leocasionara la muerte. El noble tenía lacara congestionada y enrojecida desangre, y los ojos desorbitados.

—Lo mejor que podemos hacer es ira visitar al rey —dijo Roger con calma

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—. Contamos con aliados que el nuevoabad no puede superar; podemos limpiarel nombre de Connor y, por supuesto,culpar de todos esos desastres a quienrealmente corresponde.

La exposición clara de los hechoscalmó considerablemente al barón.

—Vámonos —dijo—. Hacia el sur,a toda marcha; diles a mis asistentes quepreparen mi carruaje.

De’Unnero no subestimó en absolutoal barón Bildeborough. En la reuniónhabía mantenido deliberadamente unaactitud implacable con objeto de obtenerinformación acerca del barón y de susposibles apoyos políticos, y para la

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aguda perspicacia de De’Unnero laconversación había sido en extremoprovechosa en ambos aspectos. La erade Bildeborough demostraba quetambién él podría ser un enemigodeclarado de la iglesia, más temibleincluso que su sobrino o que el abadDobrinion.

Y De’Unnero era suficientementeinteligente para darse cuenta de quiénera el verdadero responsable deaquellos problemas.

Pues, a pesar de lo que dijo en lareunión, De’Unnero por supuesto sabíaque Connor Bildeborough había muertoy también sabía que un joven había

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llevado su cuerpo a Palmaris junto conel de un hombre vestido con el hábito delos monjes abellicanos. De nuevo, elairado abad se lamentó de que el padreabad Markwart hubiera cometido elerror de no enviarlo a él a la misión másimportante para la recuperación de laspiedras. Si él hubiera ido en busca deAvelyn, aquel asunto se habríasolucionado mucho tiempo atrás, habríansido recuperadas las gemas y Avelyn ytodos sus amigos estarían muertos. ¡Quéinsignificante problema sería entoncesBildeborough para él y para la iglesia!

Pues ahora, en opinión de De’Unnero, Markwart y la iglesia tenían

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un problema, un gran problema. Segúnlos monjes de Saint Precious conquienes De’Unnero ya había hablado, ysegún los de Saint Mere Abelle quehabían sido testigos del conato de peleaen el patio de Saint Precious, el barónBildeborough había reaccionado comosi Connor fuera su hijo. La acusación deasesinato había caído, sin duda alguna,sobre la iglesia, y Bildeborough, cuyainfluencia iba mucho más allá dePalmaris, no permanecería de brazoscruzados en aquel asunto.

El nuevo abad no se sorprendiócuando uno de los suyos, un monje quehabía hecho el viaje con él desde Saint

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Mere Abelle, regresó de su puesto deexplorador para informar de que uncarruaje había salido de ChasewindManor, se dirigía hacia el sur yabandonaba Palmaris por la carreteradel río.

Pronto regresaron otros espías delnuevo abad y confirmaron el relato; unode ellos insistía en que el barónBildeborough en persona iba en elcarruaje.

De’Unnero no dejó que lotraicionaran las emociones; permanecióen calma y se ocupó de los pocos ritospendientes de la tarde como si nadaimportante sucediera. Se retiró temprano

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a su habitación con la excusa de queestaba fatigado por el viaje, un pretextoperfectamente verosímil.

—Esta es la razón por la que inclusotengo ventaja sobre ti, padre abad —dijo el abad de Saint Precious mientrasmiraba por la ventana hacia la noche dePalmaris—. No necesito lacayos paramis trabajos sucios.

Se quitó el revelador hábito y sepuso un traje holgado de tela negra,luego empujó e hizo rechinar la ventanapara abrirla, se deslizó muro abajo ydesapareció en la noche. Momentosdespués, el nuevo abad de SaintPrecious se encontraba agazapado en un

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callejón; en la mano tenía su piedrafavorita.

De’Unnero se sumergió en la piedra,sintió el exquisito dolor en los huesosmientras las manos y los brazosempezaban a cambiar de forma y atorcerse. Espoleado por la absolutaexcitación de la inmediata cacería, porel absoluto éxtasis que le producíapensar que al fin iba a entrar en acción,se sumergió más profundamente, yrápidamente se quitó los zapatos con lospies, mientras también las piernas y lospies se transformaban en las patastraseras y en las zarpas de un tigre. Sesintió como si él mismo se hubiera

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perdido dentro de la magia, como si él yla piedra fueran una misma cosa. Todoel cuerpo se retorció y se contrajoespasmódicamente. Se pasó una zarpapor el pecho causándose un grandesgarrón en la ropa.

Entonces se encontró en cuatro patasy, cuando iba a protestar, un grangruñido salió de sus felinas fauces.

¡Jamás había llegado tan lejos!¡Pero era maravilloso!¡El poder, oh, el poder! Su cuerpo

era el de un tigre cazador y todo aquelenorme poder estaba bajo su absolutocontrol. No tardó en echar a corrersilenciosamente con sus pies mullidos.

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Saltó la alta muralla de Palmaris confacilidad y se lanzó a la carrera por lacarretera del sur.

Bastaron las primeras páginas, elresumen global del libro, para que elpadre abad comprendiera. Sólo unosmeses antes, el padre abad DalebertMarkwart se habría horrorizado alpensarlo.

Pero eso era antes de que hubieraencontrado la «guía interior» deBestesbulzibar.

Con gran reverencia colocó en libroen el cajón inferior de su escritorio y locerró con llave.

—Procedamos por orden —dijo en

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voz alta, mientras sacaba de un cajón unpergamino sin usar y, de otro, un frascode tinta negra. Desenrolló el pergamino,fijó sus esquinas con pesos y se quedómirándolo fijamente intentandodeterminar la mejor manera de redactarel escrito. Tras un gesto de asentimientoescribió el siguiente título:

Promoción delhermano FrancisDellacourt ahermanoinmaculado de laorden de SaintMere Abelle

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Markwart pasó mucho rato en lapreparación de aquel importantedocumento, aunque la versión definitivano tenía más de trescientas palabras.Cuando acabó, el día estaba llegando asu fin y los monjes se reunían paracenar. Markwart salió rápidamente de sudespacho y se fue hacia el ala de SaintMere Abelle que servía de residencia alos estudiantes más nuevos. Encontró alos tres que quería y se los llevó a unahabitación privada.

—Cada uno de vosotros meproporcionará cinco copias de estedocumento —explicó; uno de losjóvenes hermanos se movía

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nerviosamente.»Di lo que piensas —indicó

Markwart.—No estoy muy versado, ni soy muy

hábil en iluminación, padre abad —tartamudeó el hombre con la cabezainclinada. De hecho, los tres estabanabrumados por aquel encargo. SaintMere Abelle contaba con muchos de losmejores copistas de todo el mundo. Lamayoría de los inmaculados que noalcanzarían nunca la dignidad de padreshabían elegido la carrera de copistas.

—No os he preguntado si soishábiles —replicó Markwartdirigiéndose a los tres—. ¿Sabéis leer y

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escribir?—Desde luego, padre abad —

afirmaron.—Entonces haced lo que os he

pedido —dijo el anciano—. Sinrechistar.

—Sí, padre abad.Markwart dirigió una mirada

agresiva a cada uno de ellos, uno trasotro, y entonces, después de lo queparecieron largos minutos de silencio,los amenazó:

—Si alguno de vosotros dice unasola palabra de esto, si alguno se atrevea la mínima insinuación sobre elcontenido de este documento, los tres

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seréis quemados en la hoguera.De nuevo se hizo un profundo

silencio, mientras Markwart losobservaba fijamente. Había decididoutilizar estudiantes del primer año, y enconcreto a aquellos tres, porque estabaseguro de que tales amenazas producíanun efecto considerable. Luego se marchócon la convicción de que no seatreverían a desobedecer su mandato.

La siguiente parada de Markwart fuela habitación del hermano Francis. Elmonje ya se había ido a cenar, pero elanciano no se desalentó y deslizó pordebajo de la puerta las instruccionesrelativas a Bradwarden.

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Poco después, de nuevo en susaposentos particulares, en una sala pocousada al lado del dormitorio, el padreabad se dispuso a preparar su próximaacción. En primer lugar quitó de lahabitación todos los objetos, incluidoslos muebles. Luego fue en busca dellibro antiguo, un cuchillo y velas decolores y regresó a la sala; allí empezóa trazar en el suelo de madera un dibujoque estaba descrito con gran detalle enel viejo tomo.

El bosque parecía un lugar tranquilo,lleno de calma y paz, pensó Roger.Había algo en el aire que era distinto

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allí que en las tierras del norte, unaserenidad, como si todos los animalesde las tierras boscosas, todos losárboles y todas las flores supieran queno había monstruos alrededor.

Roger se había apartado delpequeño campamento al lado delcarruaje para hacer sus necesidades,pero se había demorado mientrastranscurrían los minutos, ensimismadoen sus pensamientos, bajo el firmamentorepleto de estrellas. Intentó no pensar enla próxima reunión con el rey Danube;ya había ensayado muchas veces sudiscurso. Intentó no preocuparse por susamigos, aunque sospechaba que en

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aquellos momentos probablementedebían de estar muy cerca de Saint MereAbelle, tal vez ya habían entrado encombate con la iglesia a causa de losprisioneros. Por el momento, Rogertenía ganas de descansar, de gozar de lacalmada paz de una noche de verano.

¿Cuántas veces había apoyado lacabeza en una rama en el bosquecercano a Caer Tinella, solo, en laquietud de la noche? Muchas veces, si eltiempo era agradable. La señora Kelsolo veía a la hora de la cena y despuésvolvía a verlo durante el desayuno, yaunque la mujer creía que pasaba lanoche confortablemente acurrucado en el

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granero, a menudo el chico pasaba lanoche en el bosque.

Pero ahora Roger no pudo encontrar,por mucho que lo intentó, aquella calma,aquella profundidad, aquella serenidadintrospectiva. En los rincones de laconciencia se arrastraban demasiadaspreocupaciones: había visto y vividodemasiado.

Se apoyó pesadamente contra unárbol y miró las estrellas lamentando lapérdida de la inocencia. Durante eltiempo que había estado con Elbryan,Pony y Juraviel, ellos habían celebradosu maduración, le habían mostrado suaprobación a medida que sus decisiones

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iban siendo más responsables. AhoraRoger comprendía que, al aceptar esasresponsabilidades, había pagado unpeaje, pues las estrellas ya no titilabancon tanto brillo y su corazón sin duda sehabía vuelto menos ligero.

Suspiró de nuevo y se dijo a símismo que las cosas irían mejor, que elrey Danube enderezaría el rumbo delmundo, que los monstruos seríanexpulsados muy lejos y que podríavolver a su hogar y a su vida anterior enCaer Tinella.

Pero no lo creía. Se encogió dehombros y se dispuso a regresar alcarruaje para discutir otra vez de temas

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importantes, para retomar otra vez susresponsabilidades.

Antes de llegar al campamento sedetuvo; se le erizaron los pelos de lanuca.

El bosque se había quedadoextrañamente tranquilo y misterioso.

Entonces llegó hasta él un grave yatronador gruñido, como jamás habíaoído. El joven se quedó helado,escuchando con suma atención, paraintentar determinar su dirección, aunqueel sonoro rugido parecía llenar el aire,como si llegara a la vez de todas partes.Roger permaneció inmóvil y contuvo elaliento.

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Oyó que desenvainaban una espada,oyó otro rugido, en esta ocasión másenérgico, y luego unos chillidoshorribles. Echó a correr a ciegas,tropezó con raíces y muchas ramas legolpearon la cara. Vio el resplandor delfuego del campamento, y unas siluetasque se movían precipitadamente delantedel fuego de un lado a otro.

Los chillidos continuaban: gritos demiedo y después de dolor.

Roger se acercó al campamento yvio a los guardianes: los tres yacían entorno al fuego desgarrados ydestrozados. Sin embargo, apenas se fijóen ellos, pues el barón estaba con medio

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cuerpo dentro del carruaje y mediocuerpo fuera, haciendo denodadosesfuerzos para conseguir entrar del todoy así poder cerrar la puerta.

Aunque lo hubiera logrado, Rogersabía que la puerta no serviría para nadafrente a aquel ser, un felino gigantescoanaranjado con rayas negras, que habíaclavado su garra en la bota del noble.

El barón se dio la vuelta y pegó unapatada, y el tigre le dejó el tiemposuficiente para que el hombreconsiguiera entrar. Pero nunca iba aconseguir cerrar la puerta del carruaje,pues el felino sólo lo había soltado paraafirmarse sobre sus patas; antes de que

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Bildeborough hubiera cruzado siquierael umbral de la puerta, el tigre saltó alinterior del carruaje y se le echó encimacon las garras extendidas.

El carruaje sufrió una violentasacudida y el barón soltó un horriblechillido, mientras Roger miraba sinpoder hacer nada. Tenía un arma, unapequeña espada, apenas mayor que unadaga, pero sabía que no podía llegarhasta Bildeborough a tiempo de salvarlela vida, y que en cualquier caso tampocopodría vencer, ni siquiera herir degravedad, al enorme felino.

Se dio la vuelta y echó a correr; porsu cara bajaban torrentes de lágrimas y

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su respiración se convirtió en difíciles yforzados jadeos. ¡Había vuelto a ocurrir!¡Exactamente igual que en el caso deConnor! De nuevo se vio reducido alpapel de impotente espectador, detestigo de la muerte de un amigo. Corrióa ciegas tropezando con ramas yarbustos durante interminables minutos;después de más de una hora cayórendido e incluso entonces continuóavanzando a rastras, demasiadoaterrorizado para mirar atrás con objetode comprobar si lo perseguían.

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14

Rutas alternativas

Iluminada desde atrás por el solnaciente y envuelta por un velo de nieblamatinal, la imponente fortaleza de SaintMere Abelle surgió en la lejaníaextendiéndose por el acantilado quedominaba la bahía de Todos los Santos.Sólo entonces, al contemplar lasenormes dimensiones y la solidezantigua del lugar, Elbryan, Pony yJuraviel llegaron a apreciar realmente el

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poder de sus enemigos y la magnitud desu tarea. Habían informado a Jojonah desu empresa al rato de que llegara alcampamento.

Y entonces el anciano había contadoa Pony la muerte de Grady, su hermano.

La noticia la impresionó mucho,pues había pasado muchos años a sulado, aunque ella y el joven nuncaestuvieron muy unidos. Aquella nocheno durmió bien, pero antes del albaestaba perfectamente preparada para elviaje, un viaje que los había llevadohasta allí, hasta aquella fortaleza queparecía inexpugnable y que ahora servíade prisión a sus padres y a su amigo el

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centauro.Las grandes puertas estaban cerradas

a cal y canto, las murallas eran altas ygruesas.

—¿Cuántos vivirán aquí? —preguntó Pony a Jojonah sin aliento.

—Sólo los hermanos ya llegan asetecientos —respondió—. E inclusolos de la última promoción, la que entróla pasada primavera, han sidoadiestrados en la lucha. No entraríais enSaint Mere Abelle utilizando la fuerza,ni aunque contarais con el apoyo delejército del rey. En tiempos mástranquilos, quizá podríais encontrar lamanera de entrar fingiendo ser

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campesinos o trabajadores, pero ahora,eso no es posible.

—¿Cuál es tu plan? —preguntó elguardabosque, pues parecía evidenteque si maese Jojonah no conseguíahacerlos entrar, su misión no saldríaadelante.

Después de reunirse con ellos en elbosque, Jojonah les había prometidoprecisamente hacer eso, y les habíaasegurado que él no era enemigo suyosino un muy valioso aliado. Los cuatrohabían partido muy temprano al díasiguiente; Jojonah encabezó la marchahacia el este, hacia el lugar que habíaconsiderado su hogar durante muchas

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décadas.—Hay pocas maneras de entrar en

una construcción de esas dimensiones —respondió Jojonah—. Yo conozco una.

El monje los condujo hacia el norte;era un camino tortuoso que los llevólejos, hacia el extremo norte de la granconstrucción, y luego hacia abajo, através de un saliente rocoso castigadopor el viento, hasta una estrecha playa.El agua llegaba hasta las rocas, las olaslamían la base de las piedras, una danzaque continuaba desde tiemposinmemoriales. Pero la playa era sin dudatransitable, por lo que el guardabosquemetió un pie en el agua para comprobar

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la profundidad.—Ahora no —explicó el monje—;

la marea está subiendo y, aunquepodríamos pasar antes de que el aguallegara muy arriba, dudo de quetuviéramos tiempo de regresar. Cuandola marea baje, hoy mismo pero mástarde, podremos recorrer la orilla hastala zona del muelle de la abadía, un lugarpoco utilizado y poco vigilado.

—¿Y entretanto? —preguntó el elfo.Jojonah señaló una concavidad junto

a la que habían pasado, y los cuatroestuvieron de acuerdo en que podíaservirles de refugio para descansardespués de un largo día y una larga

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noche de duro viaje. Montaron unpequeño campamento al abrigo de la fríabrisa marina, y Juraviel preparó lacomida, su primera comida en muchashoras.

La conversación en aquellascircunstancias fue ágil; Pony era la quemás hablaba para contar al impacientepadre detalles de su viaje con Avelyn ypara repetir episodios una y otra vez apetición de Jojonah. El monje parecía nocansarse nunca de escuchar sushistorias, pues se entretenía con elmenor detalle y no cesaba de solicitar ala mujer que profundizara más y más conobjeto de añadir sus propios

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sentimientos y observaciones, para quele contara todo sobre Avelyn Desbris.Cuando Pony al fin llegó al punto en queella y Avelyn se habían encontrado conElbryan, el guardabosque la ayudó consus propias observaciones, y tambiénJuraviel añadió abundantes pormenoressobre las luchas contra los monstruos enDundalis y sobre el inicio del viaje aBarbacan.

Jojonah se estremeció cuando el elfodescribió su encuentro conBestesbulzibar, y luego otra vez cuandoPony y Elbryan le relataron la batalla enel monte Aida, la caída de Tuntun y lafinal y brutal confrontación con el

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demonio Dáctilo.Entonces le tocó a Jojonah el turno

de hablar, entre bocado y bocado, puesel elfo había preparado una suculentacomida. Habló de cuando descubrierona Bradwarden, del lastimoso estado enque se encontraba el centauro, que, sinembargo, se había recuperadoincreíblemente bien gracias a lainfluencia del brazal élfico.

—Ni siquiera yo, y sospecho que nisiquiera la señora Dasslerond, conocíael poder real de ese brazal —admitióJuraviel—. Se trata de una magia muyrara, de lo contrario todos nosotrosllevaríamos uno.

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—¿Como este? —dijo Elbryan conuna sonrisa, y se dio la vuelta paramostrar claramente su brazo izquierdocon el brazal élfico de color verde quele ceñía los músculos.

Por toda respuesta, Juraviel selimitó a sonreír.

—Hay una cosa que todavía no heentendido —interrumpió Jojonah,mientras dirigía su mirada a Pony—.¿Avelyn te ofreció su amistad?

—Tal como te dije —respondió lamujer.

—Y cuando murió, ¿cogiste lasgemas?

Pony se sintió incómoda y miró a

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Elbryan.—Sé que las piedras se las había

llevado Avelyn —prosiguió el monje—.Cuando buscaba su cuerpo…

—¿Lo exhumasteis? —preguntó,horrorizado, Elbryan.

—¡Jamás! —exclamó Jojonah—. Lobusqué con la piedra del alma y con elgranate.

—Para detectar la magia —dedujoPony.

—Y había muy poca magia en torno—dijo Jojonah—, aunque estoy seguro,y más aún después de vuestros relatossobre el viaje, de que fue a aquel lugarcon un buen alijo de gemas. Sé por qué

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tenía la mano levantada hacia lo alto ysé quiénes fueron los primeros enencontrarlo.

De nuevo Pony miró a Elbryan; laexpresión de su amado no era menosinsegura que la suya.

—Me gustaría verlas —indicóJojonah de forma terminante—. Quizápara llevarlas en la próxima batalla, sila hay. Soy muy diestro con las gemas ylas utilizaré con mucha eficacia, os loaseguro.

—No tanta como Pony —replicóElbryan, y provocó una mirada desorpresa del monje.

A pesar de todo, Pony cogió su

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bolsa, sacó una bolsita de su interior yla abrió.

Los ojos de Jojonah chispearon alcontemplar las piedras: el rubí, elgrafito, el granate —que habían cogidodel hermano Youseff—, la serpentina ytodas las demás. Extendió la mano haciaellas, pero Pony apartó la suya paraponer la bolsita fuera del alcance delmonje.

—Avelyn me las dio y, porconsiguiente, son responsabilidad mía—explicó la mujer.

—¿Y si puedo utilizarlas mejor quetú en la próxima lucha?

—No puedes —repuso Pony sin

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inmutarse—. Avelyn en persona fue mimaestro.

—He pasado años… —empezó aprotestar Jojonah.

—Vi cómo te desenvolvías en lacaravana de mercaderes —le recordóPony—. Las heridas no eran deconsideración, pero te costó un esfuerzotremendo curarlas. He medido tuspoderes, maese Jojonah, y te hablo sin lamenor intención de ofenderte o defanfarronear. Pero soy más poderosa conlas piedras, no lo dudes, pues Avelyn yyo encontramos una conexión, una uniónde nuestros espíritus, y en ese enlacellegué a un altísimo grado de

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conocimiento.—Gracias al uso de la magia Pony

me salvó la vida y salvó la de muchosotros en repetidas ocasiones —añadióElbryan—. No está alardeando; se limitaa decir la pura verdad.

Jojonah los miró, uno después deotro, y luego miró a Juraviel, que asentíacon la cabeza.

—No las utilicé para defender lacaravana de mercaderes porquesabíamos que había muchos monjes en lazona y temíamos que nos detectaran —explicó Pony.

Jojonah alzó la mano para indicarque no necesitaba más explicaciones;

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había oído aquella misma historia antes,cuando espiritualmente estuvoespiándolos.

—Muy bien —admitió—, pero nocreo que debas llevarlas al interior deSaint Mere Abelle, por lo menos notodas.

Pony miró otra vez a Elbryan; eljoven se encogió de hombros y luegoasintió con la cabeza; pensaba que elrazonamiento del monje, que se basabaen los mismos argumentos que Juraviel yél mismo habían explicado a Pony, erasensato.

—No sabemos si podremos salir denuevo —razonó Juraviel—. Pero ¿es

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preferible que las piedras esténescondidas aquí que en manos de losmonjes de tu abadía? —preguntó aJojonah.

Jojonah ni siquiera había pensado enello.

—Sí —dijo con firmeza—. Espreferible lanzarlas al fondo del mar quepermitir que caigan en manos del padreabad Markwart. Por lo tanto, os ruegoque las dejéis aquí, del mismo modo queabandonaremos a esos magníficoscaballos.

—Ya veremos —fue todo lo quePony prometió.

La conversación giró entonces en

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torno a cuestiones más prácticas einmediatas; el guardabosque preguntóqué cabía esperar de los guardianes enla puerta del lado mar.

—Dudo que haya alguno allí abajo—respondió Jojonah con confianza.Prosiguió con la descripción de lapuerta maciza, protegida por un enormerastrillo e incluso por otra puertamaciza, aunque esta últimahabitualmente se dejaba abierta.

—No parece precisamente unaentrada para nosotros —comentóJuraviel.

—Es posible que por aquí hayaaccesos más pequeños —repuso Jojonah

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—, dado que esta es una parte muyantigua de la abadía y antes los muellesse utilizaban con mucha frecuencia. Laspuertas grandes son bastante recientes,no tienen más de dos siglos, pero enotros tiempos había muchas otrasmaneras de entrar en el edificio desdelos muelles.

—Y tú esperas encontrar una de esasmaneras en una noche oscura como esta—dijo, incrédulo, el elfo.

—Es posible que pueda abrir laspuertas grandes con las gemas —dijoJojonah, mientras miraba a Pony—.Saint Mere Abelle no ha tomado muchasprecauciones frente a ataques mágicos.

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Si estuvieran esperando un barco, elrastrillo, que constituye el únicoobstáculo ante una utilizaciónsatisfactoria de las piedras, podría estarabierto.

Pony no contestó.—Tenemos la barriga llena y la

hoguera nos calienta —dijo elguardabosque—. Intentemos descansarun poco hasta que llegue la hora.

Jojonah miró a Sheila, la brillanteluna, e hizo esfuerzos por recordar loúltimo que había oído relativo a lasmareas. Se levantó y pidió alguardabosque que lo acompañara a laorilla del mar; una vez allí, vieron que

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el agua estaba mucho más calmada ycasi al nivel de la base de las rocas.

—Dos horas —dedujo Jojonah—. Yentonces dispondremos del tiemposuficiente para entrar en Saint MereAbelle y acabar nuestro trabajo.

Elbryan observó que en boca delanciano todo parecía muy fácil.

—No deberías venir aquí —dijoMarkwart al hermano Francis cuando elhombre se presentó en las habitacionesprivadas del padre abad, un lugar quehabía frecuentado a menudo en lasúltimas semanas—. Todavía no.

El hermano Francis abrió y extendió

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las brazos, realmente perplejo poraquella actitud hostil.

—Debemos concentrar toda nuestraatención en la asamblea de abades —explicó Markwart—. Estarás allí, ytambién estará el centauro, si tenemoséxito.

La cara del hermano Francis searrugó todavía más por la confusión.

—¿Yo? —preguntó—, pero si notengo derecho a ello, padre abad. Nisiquiera soy inmaculado y no voy aconseguir esa dignidad hasta la próximaprimavera, cuando todos los abadeshayan regresado a sus respectivasabadías.

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En el arrugado y marchito rostro delpadre abad se dibujó una sonrisa deoreja a oreja.

—¿Qué ocurre? —preguntó elhermano Francis en un tono quereflejaba excitación.

—Estarás allí —dijo de nuevoMarkwart—. El hermano inmaculadoFrancis estará junto a mí.

—Pero… pero… —tartamudeóFrancis, abrumadísimo—. Pero no hellegado a mis diez años. Mi preparaciónpara promocionar a hermano inmaculadoes correcta, te lo aseguro, pero esadignidad no puede alcanzarla alguienque no lleve una década completa…

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—Del mismo modo que maese De’Unnero se convirtió en el abad másjoven de la iglesia moderna, tú teconvertirás en el hermano inmaculadomás joven —repuso, flemático,Markwart—. Vivimos tiempospeligrosos, y a veces las reglas debenflexibilizarse para adaptarse a lasnecesidades inmediatas de la iglesia.

—¿Qué pasará con los demás de mipromoción? —preguntó Francis—. ¿Quépasará con el hermano Viscenti?

Markwart se rio ante aquella idea.—Muchos alcanzarán la nueva

categoría en primavera, como estabaprevisto. En cuanto al hermano

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Viscenti… —hizo una pausa y su sonrisase ensanchó aún más—. Bueno, digamossimplemente que las compañías quetiene bien podrían determinar su futuro.Pero por lo que a ti concierne —prosiguió el padre abad—, no puedehaber demoras. Debo promocionarte ainmaculado antes de que puedaascenderte a padre; la doctrina de laiglesia es inflexible en este punto,independientemente de cualquiercircunstancia.

Francis se tambaleó y se sintiódesfallecer. Por supuesto, habíapronosticado aquello a Braumin Herdeaquel día en el corredor de la muralla

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del lado mar, pero no tenía la menoridea de que su mentor fuera a darse tantaprisa. Y ahora que había oído sunombramiento de viva voz, que habíaoído de labios del padre abad Markwartque en efecto tenía intención depromocionarlo a una de las dos plazasde padre vacantes, estaba ciertamenteabrumado.

El hermano Francis se sintió como siestuviera reconstruyendo el pedestal dela santidad que había roto al matar aGrady Chilichunk, como si, por el merohecho de ascender dentro de la orden, seestuviera redimiendo a sí mismo o,incluso, no tuviera necesidad de

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redención alguna, como si aquellamuerte no hubiera sido más que uninfortunado accidente.

—Pero debes permanecer alejado demí hasta que finalice tu promoción —explicó el padre abad Markwart—. Esmejor para el protocolo. En cualquiercaso, tengo para ti un trabajo muyimportante: vencer la resistencia deBradwarden. El centauro hablará anuestro favor, en contra de Avelyn y encontra de esa mujer que ahora tiene lasgemas.

El hermano Francis negó con lacabeza.

—Los considera como si fueran

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familiares suyos —dijo atreviéndose adiscrepar.

Markwart echó por tierra esa idea.—Todos los hombres, todas las

bestias, tienen un límite —insistió—;dado que Bradwarden dispone delbrazal mágico puedes infligirle torturastan horrorosas que implorará que lomates y considerará a sus amigos comoenemigos de la iglesia ante la simplepromesa de que lo matarás enseguida.¡Ten imaginación, hermano inmaculado!

Aquel título era en efecto incitante,pero la cara de Francis, en cualquiercaso, se ensombreció ante la perspectivade aquel desagradable trabajo.

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—No me falles en esto —dijo contono severo Markwart—. Esa bestiahorrible puede ser la piedra angular denuestra declaración contra Avelyn, y nodudes que esa declaración es vital parala supervivencia de la iglesiaabellicana.

Francis se mordió el labio,visiblemente angustiado por susemociones.

—Sin el testimonio del centaurocontra Avelyn, maese Jojonah y otros senos opondrán y, en el mejor de loscasos, podremos esperar que el procesode confirmación como hereje de AvelynDesbris se tome en consideración —

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explicó Markwart—. Tal«consideración» significará un procesoque se prolongará durante años antes dellegar a su fin.

—Pero si realmente fuera un hereje,y lo era —añadió enseguida Francis, alver los ojos del padre abaddesorbitados por la cólera—, el tiempoes nuestro aliado. Las propias accionesde Avelyn lo condenarán tanto a los ojosde Dios como a los de la iglesia.

—¡Imbécil! —le espetó Markwart.El padre abad se dio la vuelta como sino pudiera soportar verlo, gesto quecausó un gran impacto en el joven monje—. Cada día que pasa juega en nuestra

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contra, en mi contra, si no recuperamoslas gemas. Y si Avelyn no espúblicamente declarado hereje, entoncesel populacho y el ejército del rey no nosayudarán en nuestra búsqueda paraencontrar a la mujer y llevarla ante lostribunales.

Francis escuchó aquel razonamiento;cualquiera oficialmente tachado dehereje se convertía en un proscrito nosólo para la iglesia sino también para elreino.

—¡Tendré de nuevo las gemas! —exclamó Markwart—. No soy un hombrejoven; ¿te gustaría que me fuera a latumba sin resolver este asunto? ¿Te

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gustaría ver mi mandato en Saint MereAbelle mancillado por esa manchanegra?

—Por supuesto que no, padre abad—respondió Francis.

—Entonces, ocúpate del centauro —dijo Markwart con tal frialdad que aFrancis se le pusieron los pelos de punta—. Reclútalo.

El hermano Francis saliótambaleándose de la habitación,estremecido como si Markwart lehubiera pegado físicamente. Se pasó lamano por los cabellos y bajó a lasmazmorras inferiores, decidido a nodefraudar al padre abad.

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Markwart fue hasta la puerta y lacerró con llave; se reprendió a sí mismoen silencio por haber dejado sudespacho abierto con aquel secreto yrevelador dibujo en el suelo de la salaadjunta. Se dirigió a aquella sala yadmiró su obra. La estrella de cincopuntas era perfecta, exactamente igual ala que aparecía en el libro; estabagrabada en el suelo y las rayas estabanrellenas de ceras de colores.

El padre abad hacía más de un díaque no dormía, dedicado por completoal trabajo y a los misterios que elextraño tomo le revelaba. Tal vez losChilichunk también podrían asistir a la

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asamblea de abades; Markwart podíainvocar espíritus y conseguir quevolvieran a sus cuerpos, y con lahematites casi podía eliminar la naturalputrefacción.

Sabía que era una jugada arriesgada,pero había precedentes. Losencantamientos de brujería explicabacon todo detalle una argucia similarutilizada contra la segunda abadesa deSaint Gwendolyn. Dos de los padres deSaint Gwendolyn se habían alzadocontra la abadesa, arguyendo queninguna mujer podía detentar semejanteposición de poder; en efecto, conexcepción de la abadía de Saint

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Gwendolyn, las mujeres tenían puestosde poca importancia en la iglesia.Cuando uno de esos padres se encontrócon que el otro había muerto de viejo,comprendió que se hallaba en seriosapuros, pues sabía que en solitario nopodía enfrentarse a la abadesa. Sinembargo, gracias a la utilizaciónprudente de Los encantamientos debrujería, el padre no había estado solo.Había invocado un espíritu malévolomenor para que habitara el cuerpo de suamigo, y juntos habían emprendido unaguerra contra la abadesa durante casi unaño.

Markwart regresó al escritorio, pues

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necesitaba estar sentado para analizar lasituación. Bastaba con que los falsosChilichunk estuvieran un breve lapso detiempo ante la asamblea; era factible queel engaño surtiera efecto, ya que sólo ély Francis sabían con certeza que lapareja había muerto; eso significaría quedispondrían de dos sólidos testigoscontra la mujer.

¿Pero cuál sería el precio quedeberían pagar si la argucia salía mal?Markwart no pudo menos quepreguntárselo y, en efecto, las posiblesconsecuencias presentaban mal cariz.

—Pero no las conoceré hasta quevea cómo se mueven los cuerpos —dijo

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en voz alta asintiendo con la cabeza.Decidió seguir adelante con su idea.

Haría que los Chilichunk volvieran —por lo menos, sus cuerpos—, bajo sucontrol, y comprobaría la verosimilituddel truco. Entonces podría decidir, enfunción de los progresos delinterrogatorio de Bradwarden, si lospresentaba o no ante la asamblea.

Sonriendo y frotándose las manoscon impaciencia, Markwart se levantó,tomó el libro negro y un par de velas yse dirigió a la sala contigua. Colocó lasvelas en las posiciones adecuadas y lasencendió; luego utilizó la magia deldiamante para cambiar su resplandor y

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consiguió que produjeran una luz negraen lugar de la amarilla. Se sentó entrelas dos luces, dentro de la estrella, conlas piernas cruzadas.

En una mano tenía la piedra delalma, y en la otra, Los encantamientosde brujería; a continuación se liberó desu cuerpo.

La sala adquirió unas dimensionesraras: con sus ojos espirituales la veíaalabeada y torcida. Vio la salida física,luego otra: una trampilla en el suelo queconducía a una galería larga, enpendiente.

Tomó aquel oscuro pasadizo; sualma bajaba más y más.

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Sheila se hallaba en línea recta porencima de la abadía y el agua estabalejos, pues el nivel había bajado, cuandoJojonah condujo al guardabosque y a suscompañeros hacia los muelles y laspuertas inferiores. Habían dejado aSinfonía y a Piedra Gris muy atrás, aligual que la mayor parte de las gemas;Pony había cogido sólo las que podríanser imprescindibles. Se quedó con lamalaquita, la piedra de la levitación y latelequinesia, y con una piedra imán.

Jojonah abría la marcha hacia lasgrandes puertas frente a los muelles; trasexaminarlas con detalle tomó la espadadel guardabosque y la deslizó por

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debajo de una parte desgastada; mientrasmovía la hoja hacia atrás y haciaadelante percibió la barrera: el rastrilloestaba bajado.

—Deberíamos buscar por el sur a lolargo de la parte frontal del acantilado—razonó Jojonah, hablando consusurros y señalando la posiblepresencia de vigilantes en lo alto de lamuralla, aunque esta se encontrabamuchas decenas de metros por encimade ellos—. Es el lugar más adecuadopara encontrar una puerta más accesible.

—¿No temes que haya algúnvigilante en ese portal? —preguntóPony.

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—A esta hora de la noche no creoque haya ninguno por debajo delsegundo nivel de la abadía —replicócon confianza Jojonah—. Salvo, tal vez,los vigilantes que Markwart hayaapostado cerca de los prisioneros.

—En ese caso vamos a intentarlopor aquí —repuso Pony.

—El rastrillo está bajado —explicóJojonah, intentando por todos losmedios, pero vanamente, mantener unapunta de esperanza en su voz.

Pony sacó la malaquita, pero laexpresión del monje fue de completaincredulidad.

—Demasiado grande —explicó—,

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quizá mil cuatrocientos quilos; esa es larazón por la que esta entrada apenas estávigilada. Las hojas de la puerta frontalse abren hacia dentro, pero no puedenhacerlo si el rastrillo está bajado. Y,desde luego, mientras la sólida puertaesté cerrada, el rastrillo es inaccesible acualquier palanca que pudiéramosconstruir.

—Pero no inaccesible a la magia —argumentó Pony. Antes de que el padrepudiera protestar, extrajo la piedra delalma y no tardó en salir del cuerpo ycolarse por la rendija que había entrelas dos hojas para inspeccionar elrastrillo. Enseguida regresó a su soporte

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corporal, pues no quería gastardemasiada energía—. Ese es el camino—anunció—. La puerta interior no estácerrada, y no he visto ningún vigilanteen el vestíbulo situado más allá.

Jojonah no dudó de sus palabras;había practicado suficientes salidasespirituales para conocer su poder ysaber que incluso en los túneles másoscuros la mujer era capaz de «ver» conbastante claridad.

—Además del rastrillo, las puertasfrontales están protegidas con una barra—explicó Pony—. Preparad unaantorcha, acercaos a la puerta yescuchad con suma atención para

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percibir cuando se levanten la barra y elrastrillo; cuando oigáis que suben, tenéisque daros prisa pues no sé cuánto podréresistir.

—No podrás levantarlo… —empezóa protestar Jojonah, pero Pony ya habíaalzado la mano con la malaquita y sehabía sumergido en las profundidades dela piedra verdosa.

Elbryan se acercó al padre y apoyóla mano en su hombro invitándolo aestar tranquilo y a observar.

—Oigo cómo sube el rastrillo —susurró Juraviel al cabo de unosinstantes; el elfo tenía el oído pegadocontra la enorme puerta.

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Elbryan y un asombrado Jojonah seapresuraron a acudir a su lado y, a pesarde las protestas de incredulidad delmonje, él mismo pudo oír el chirrianteruido de la gran verja subiendo hacia eltecho.

Pony experimentaba una tremendatensión. Antes había levantado gigantes,pero nada parecido a aquello. Seconcentró en su imagen de aquelrastrillo y descendió profundamente,muy profundamente, dentro del poder dela piedra, para encauzar su energía. Lepareció que el rastrillo se levantaba losuficiente, por encima de la partesuperior de las dos hojas de la puerta;

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pero todavía tenía que concentrarse másprofundamente para agarrar la barra quelas bloqueaba y, de alguna manera,levantarla.

Su cuerpo temblaba; el sudor lebañaba la frente, y los ojos leempezaron a parpadear aceleradamente.Se imaginó la barra, la encontró en surepresentación mental y la agarró contoda la fuerza que le quedaba.

Juraviel apretó aún más la orejacontra la puerta y oyó el desplazamientode la barra y cómo se levantaba por unode los extremos.

—¡Ahora, Pájaro de la Noche! —dijo.

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El guardabosque apoyó el hombrocontra la enorme puerta y empujó contodas sus fuerzas. La barra ya no labloqueaba y las hojas giraron; Elbryanse introdujo en el pasadizo apoyandouna rodilla en el suelo y se dispuso aencender su antorcha.

—El mecanismo de bloqueo está enun chiribitil a la derecha —dijo elmonje al elfo, mientras Juraviel seadelantaba a Elbryan.

Un instante después, la antorchareapareció y el elfo anunció que elrastrillo estaba fijado. Jojonah, de nuevoal lado de Pony, sacudió bruscamente ala mujer para sacarla del trance. La

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muchacha lo consiguió y empezó atambalearse e incluso estuvo a punto decaerse, falta de fuerzas.

—No he visto jamás a nadie consemejante poder, salvo a una persona —admitió Jojonah mientras la conducíapor el pasadizo.

—Esa persona está conmigo —respondió con calma Pony.

El padre sonrió sin dudar de aquellaafirmación, sintiéndose reconfortadoante tal posibilidad. En silencio, cerrólas puertas interiores y explicó que elagua llegaría a alcanzar granprofundidad en el interior de la abadíasi el pasadizo se dejaba abierto al mar.

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—¿Adónde vamos? —preguntó elguardabosque.

—Puedo llevaros a las mazmorras—dijo Jojonah tras reflexionar unmomento—, pero hay que subir variasplantas para luego en otro punto volver abajar.

—Llévanos allí —dijo Elbryan.Pero el monje sacudió la cabeza.—El riesgo es grande —explicó—.

Si encontramos a cualquier hermano,dará la alarma.

La idea de toparse con gente deSaint Mere Abelle le produjo auténticopánico, no por los tres duros luchadoresy por su misión, sino por los

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infortunados hermanos con los quepodían tropezarse.

—Os pido que no matéis a nadie —dijo de pronto Jojonah. Al ver lasmiradas de curiosidad de Elbryan yPony se apresuró a explicar—: A ningúnhermano, quiero decir. La mayoría deellos son, en el peor de los casos,peones de Markwart sin saberlo y no semerecen…

—No hemos venido aquí a matar anadie —le interrumpió Elbryan—, y nolo vamos a hacer, te doy mi palabra.

Pony asintió con la cabeza y Juravielhizo otro tanto, aunque el elfo no estabademasiado seguro de que el

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guardabosque hubiera hablado consensatez.

—Puede haber un camino mejor parallegar a las mazmorras —dijo Jojonah—. Hay antiguos túneles laterales, aunos treinta metros; casi todos estánbloqueados, pero podemos cruzar esasbarreras.

—¿Y sabes cuáles hay que tomar?—preguntó el guardabosque.

—No —admitió Jojonah—, perotodos comunican las zonas más antiguasde la abadía, y estoy convencido de quecualquier itinerario que elijamosacabará conduciéndonos bastante prontoa un lugar que podré reconocer.

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Elbryan miró a sus amigos en buscade una confirmación, y ambos asintieroncon la cabeza, pues preferían recorrerpasadizos en desuso a una alternativaque probablemente los haría topar conotros monjes. De entrada, a indicaciónde Juraviel, también cerraron el rastrillopara no dejar señal alguna de que laseguridad de la abadía había sidovulnerada.

No tardaron en encontrar el antiguopasadizo y, como Jojonah habíapronosticado, no tuvieron problemaalguno para atravesar la barrera que losmonjes habían construido. Pronto seencontraron recorriendo los antiguos

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pasadizos y salas de Saint Mere Abelle,unas zonas que no se habían utilizadodurante siglos. Los suelos y los murosestaban en pésimo estado: desigualesángulos de piedra proyectaban grandes yalargadas sombras a la luz de laantorcha. En muchos lugares el agua lesllegaba hasta la pantorrilla, y laslagartijas corrían con sus patitasmullidas por muros y techos. En unmomento dado, Elbryan tuvo quedesenvainar Tempestad para abrirsepaso a través de miríadas de espesastelarañas.

Eran unos intrusos, como cualquierotra persona lo hubiera sido en aquel

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lugar, pues aquella zona había sidoabandonada a las lagartijas y a lasarañas, a la humedad y al mayoradversario: el tiempo. Pero loscompañeros siguieron avanzandopenosamente a través de los a menudoestrechos y siempre tortuososcorredores, espoleados por lapreocupación por Bradwarden y losChilichunk.

El túnel era oscuro y no podíadistinguirse detalle alguno, sólo unamasa arremolinada, gris y negra.Alrededor del espíritu del erranteMarkwart se levantaba una espesa

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niebla y, a pesar de su estado nocorpóreo, sintió el frío contacto de labruma.

Por primera vez en mucho,muchísimo rato, Markwart consideró surumbo y se preguntó si no se estaríaalejando demasiado de la luz. Recordóla ocasión en que, siendo muy joven,entró por vez primera en Saint MereAbelle hacía medio siglo. Habíaalcanzado tal plenitud de idealismo y feque esas cualidades lo llevaron aascender por las distintas categorías y aconseguir la dignidad de inmaculado enel décimo aniversario de su entrada enla orden, y la de padre apenas tres años

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después. A diferencia de muchos padresabades anteriores, Markwart nuncahabía abandonado Saint Mere Abellepara ejercer de abad en otras abadías, yhabía pasado todos aquellos años enpresencia de las gemas, en la mássagrada de las casas de la iglesiaabellicana.

Y ahora, razonaba, las gemas lehabían mostrado un nuevo eimpresionante camino. Habíasobrepasado los límites de suspredecesores, vagando por regionesinexploradas e inexplotadas. Y así,después de un breve instante de duda, sesintió de nuevo lleno de orgullo,

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animado por su inexorable confianza ensí mismo, y continuó su descenso por eloscuro y frío túnel. Comprendió lospeligros que allí acechaban, pero estabaseguro de que sería capaz de aprovecharcualquier maldad que encontrara ytransformarla para la gracia del bien,convencido de que el fin justificaba losmedios.

El túnel se ensanchó en una zonaplana y negra llena de arremolinadaniebla gris, y por entre aquellas masasonduladas y brumas hediondas,Markwart vio unas formas amontonadas,unas sombras encorvadas y retorcidasque destacaban por su mayor negrura en

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aquella oscuridad.Varias sombras cercanas

percibieron el espíritu de Markwart y sele aproximaron con cara de hambre,extendiendo hacia él sus garras.

Markwart levantó la mano y lesordenó que retrocedieran; con gransatisfacción comprobó que le obedecían;luego, formaron un semicírculo en tornoa él y sus ojos voraces y de brillo rojizolo miraron fijamente.

—¿Queréis volver a ver el mundo delos vivos? —preguntó el espíritu a losdos que tenía más cerca.

Ellos saltaron hacia adelante y consus manos frías agarraron las

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fantasmales muñecas de Markwart.Un sentimiento jubiloso llenó el

espíritu del padre abad. ¡Qué fácil! Sedio la vuelta y ascendió por el túnel,seguido de cerca por los espíritus de losdemonios. Luego abrió los ojos, los ojosfísicos, parpadeó ante la repentina luzde las dos velas gemelas queresplandecían con rara intensidad;todavía conservaban su brillo negro,pero no por mucho tiempo, pues derepente se volvieron rojas y enormes:grandes llamaradas que surgían de laspequeñas velas oscilando, danzando,llenando toda la sala con una luz rojizaque aguijoneaba los ojos de Markwart.

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Pero él no apartó la vista, no podíaapartar la vista de allí, hechizado poraquellas formas negras que componían,dentro de las llamas, figurashumanoides, encorvadas y retorcidas.

Las dos hediondas figurasemergieron, una junto a otra, con susojos voraces de resplandor rojizoclavados en el padre abad. Las velasllamearon por última vez y volvieron asu estado normal; toda la sala quedó enabsoluto silencio.

Markwart sintió que aquellos seresdemoníacos podían abalanzarse sobre ély destrozarlo, pero no tenía miedo.

—Venid —les ordenó—. Os

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mostraré a vuestros nuevos huéspedes.Se sumergió de nuevo en la

hematites y su espíritu se liberó delcuerpo otra vez.

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15

La pesadilla de Pony

El guardabosque marcaba con sumocuidado los muros de cada cruce, yhabía un gran número de ellos en aquellaberinto de antiguos corredores endesuso. Los cuatro vagaron durante másde una hora; en un momento dadotuvieron que pegar golpes cortantescontra una puerta y derribar una barrerade ladrillo para abrirse paso; al finllegaron a una zona que maese Jojonah

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creyó reconocer.—Estamos cerca del centro de la

abadía —explicó el monje—. Al sur sehallan la cantera y las bibliotecas ycriptas antiguas; al norte, los corredoresque servían como habitaciones para loshermanos, pero que ahora sirven aMarkwart como celdas para losprisioneros.

Sin más indicaciones, el padreprosiguió la marcha avanzando concuidado y sigilo.

Poco después, Elbryan apagó laantorcha pues desde lejos les llegó elbrillo mortecino de una llama.

—Algunas de las celdas están por

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allí —explicó Jojonah.—¿Vigiladas? —preguntó el

guardabosque.—Es probable —respondió el monje

—. Es posible que el padre abad enpersona, o alguno de sus poderososlacayos, esté allí, interrogando a losprisioneros.

Elbryan hizo una seña a Juravielpara que se adelantara a inspeccionar.El elfo se alejó y al cabo de unosinstantes regresó y les contó que habíados hombres jóvenes montando guardiatranquilamente en la zona donde ardía laantorcha.

—No están alerta —explicó

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Juraviel.—No sospechan que pueda haber

algún problema aquí abajo —dijo conconfianza maese Jojonah.

—Quédate aquí —le dijo Elbryan almonje—. No sería prudente que tevieran; Pony y yo despejaremos elcamino.

Jojonah posó una angustiada manoen el antebrazo del guardabosque.

—No los mataremos —prometióElbryan.

—Son luchadores bien adiestrados—advirtió Jojonah, pero elguardabosque apenas lo oyó, pues yahabía echado a andar junto a Juraviel y

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Pony.Cuando se hubieron acercado a la

zona, Elbryan se adelantó, luego hincóuna rodilla en el suelo y atisbó por elrecodo.

Allí estaban los dos monjes jóvenes:uno desperezándose y bostezando, y elotro apoyado pesadamente en la pared,medio dormido.

De repente, el guardabosqueapareció entre los dos y, con el codo,propinó un latigazo al monje mediodormido que lo estrelló contra la pared.Por el otro lado, Elbryan pegó un golpede revés que derribó al monje quebostezaba sin ni siquiera darle tiempo a

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abrir los ojos ni a rechistar. Elguardabosque se dio la vuelta de nuevopara encararse con el que había quedadotumbado contra el muro; lo rodeó conlos brazos, le hizo dar la vuelta y lopuso boca abajo en el suelo, mientrasPony y Juraviel se ocupaban del otro,que estaba demasiado aturdido por elviolento golpe para ofrecer resistenciaalguna. Con el eficaz hilo élfico losataron, los amordazaron y les vendaronlos ojos empleando jirones de suspropios hábitos; luego el guardabosquelos arrastró hasta dejarlos en un oscuropasadizo lateral.

Cuando Elbryan regresó, Jojonah ya

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se había unido otra vez al grupo, y Ponyexaminaba atentamente la parte exteriorde una puerta de madera. Tan prontocomo Jojonah reconoció que era lacelda de Pettibwa, Pony se precipitóhacia la puerta con la intención deabrirla de golpe. Pero no pudo.

El hedor le hizo ver la verdad, elmismo olor que había percibido en elsaqueo de Dundalis hacía tantos años.

Elbryan acudió enseguida a su ladopara calmarla; la mujer al fin levantó elpestillo y empujó la puerta para abrirla.

La antorcha desparramó su luz en lainmunda estancia: allí, en medio de suspropios desechos, yacía Pettibwa; la

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piel de sus gruesos brazos colgabainerte, tenía la cara pálida yenormemente abotargada. Al verla, Ponyse tambaleó, cayó de rodillas junto aella y se dispuso a mover la cabeza dela mujer, pero el cuerpo no se flexionó;entonces Pony inclinó la cabeza haciaPettibwa, mientras todo su cuerpo seestremecía por los sollozos.

La chica sentía un profundo amorhacia su madre adoptiva, la mujer que lahabía conducido a la edad adulta, que lehabía enseñado tantas cosas sobre lavida, sobre el amor y sobre lagenerosidad. Cuando la había recogido,hacía tanto tiempo, ningún interés

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material había inducido a Pettibwa ahacerse cargo de la huérfana Pony. Másaún, la había aceptado en su familia sinlimitaciones, le había ofrecido tantoamor y soporte como a su propio hijo.

Y ahora estaba muerta, en gran partea causa de aquel amor generoso.Pettibwa había muerto porque habíasido buena con su chiquilla huérfana,porque había hecho de madre de quiense convirtió en una proscrita para laiglesia.

Elbryan se acercó a Pony y trató decontener las variadas emociones que searremolinaban en su corazón: culpa ydolor, absoluta tristeza y una gran

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sensación de vacío.—Necesito hablar con ella —no

cesaba de repetir Pony; las palabrasbrotaban entre jadeos y sollozos—.Necesito…

Elbryan intentó consolarla, intentóque conservara la calma, y la agarró porel brazo cuando la joven se disponía acoger la piedra del alma.

—Se ha ido demasiado lejos —dijoel guardabosque.

—Puedo encontrar su espíritu ydecirle adiós —razonó Pony.

—Aquí no, ahora no —respondióElbryan suavemente.

Pony se disponía a protestar, pero,

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al fin, con mano temblorosa, devolvió lapiedra a la bolsa, aunque no apartó lamano de la gema.

—Necesito hablar con ella —dijocon tono resuelto, y apartando la vistadel guardabosque se volvió de nuevohacia el cadáver; se inclinó sobre elcuerpo y susurró palabras de despedidaa su segunda madre.

Jojonah y Juraviel observaban desdeel umbral de la puerta; el monje estabahorrorizado, aunque seguramente nodemasiado sorprendido de que la mujerno hubiera sobrevivido a la crueldad deMarkwart. Asimismo, estabaavergonzado de que alguien de su orden,

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de hecho el más alto jerarca de su orden,hubiese hecho aquello a una mujerinocente.

—¿Dónde está el otro humano? —preguntó Juraviel.

Jojonah hizo un gesto con la cabezapara indicar la siguiente celda, y ambosse dirigieron rápidamente hacia allí;encontraron a Graevis muerto, colgadocon la cadena todavía enlazadaalrededor del cuello.

—Se escapó de la única manera quepudo —dijo sombríamente Jojonah.

Juraviel se acercó raudo hacia elahorcado y, con cuidado, lo liberó de lacadena que lo oprimía. El cuerpo de

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Graevis se deformó de un modo raro alcaer, el que le permitía la cadena quependía de un solo grillete, pero erapreferible que Pony lo viera así, y no enla posición en que encontró la muerte.

—Necesita estar sola —les dijoElbryan reuniéndose con Jojonah en elumbral de la puerta.

—Qué tremendo golpe —señalóJuraviel.

—¿Dónde está Bradwarden? —preguntó el guardabosque a Jojonah entono severo, lo que provocó que elmonje, dominado por la culpa, diera unpaso atrás. Elbryan se dio cuentaenseguida del horror de Jojonah y puso

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una mano en el ancho hombro del monjepara reconfortarlo—. Son tiemposdifíciles para todos nosotros —dijo entono amable.

—El centauro está bastante lejos,siguiendo el corredor —explicóJojonah.

—Si todavía vive —puntualizóJuraviel.

—Vamos a verlo —dijo elguardabosque al elfo, al tiempo quehacía una seña a Jojonah para que loguiara—. Quédate con Pony; protégelade los enemigos y de su propiaconmoción.

Juraviel asintió con la cabeza y salió

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de la celda, mientras Elbryan y Jojonahavanzaban sigilosamente por elcorredor. Juraviel regresó junto a Pony yle dijo con delicadeza que tambiénGraevis había muerto; luego la abrazómientras la mujer rompía a sollozar.

Jojonah seguía al guardabosque porel corredor; lo guiaba a cada cruce concontenidos susurros. Tomaron unaúltima curva y alcanzaron otra zonasombría iluminada por una antorcha, enla que vieron dos puertas: una en elmuro situado a la mano izquierda y otraal final del corredor.

—¡Crees que ya se ha acabado, peroesto sólo es el principio! —gritó un

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hombre. Acto seguido oyeron el ruido deun latigazo y un ronco y bestial gruñido.

—Es el hermano Francis —explicóJojonah—. Un lacayo del padre abad.

El guardabosque se disponía aavanzar, pero se detuvo en seco mientrasJojonah se camuflaba entre las sombrasal advertir que la puerta empezaba aabrirse.

El monje, un hombre deaproximadamente la misma edad queElbryan, avanzó látigo en mano y conuna expresión agria en la cara. Se quedóhelado y los ojos se le desorbitaroncuando advirtió la presencia de Elbryan,un desconocido que lo miraba impasible

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con la espada todavía envainada.—¿Dónde están los guardianes? —

preguntó el monje—. ¿Y tú quién eres?—Un amigo de Avelyn Desbris —

replicó Elbryan severamente y en vozalta—. Y un amigo de Bradwarden.

—¡Oh, por todos los dioses, bravo!—gritó una voz desde el interior de lacelda. El corazón de Elbryan saltó dealegría al oír de nuevo la retumbante vozde su amigo centauro—. ¡Ahora te vas allevar tu merecido, estúpido Francis!

—¡Cállate! —ordenó Francis alcentauro. Se frotó las manos y extendiótotalmente el látigo mientras Elbryanavanzaba un paso sin haberse molestado

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aún en desenvainar la espada.Francis levantó el látigo de forma

amenazadora.—Tus amistades bastan para

demostrar que eres un proscrito —dijocon un deje nervioso en la voz a pesarde que se esforzaba por aparentartranquilidad.

El guardabosque se dio cuenta desus esfuerzos, pero apenas le importabasi aquel hombre se sentía seguro o no.La voz de Bradwarden y el hecho desaber que el monje había utilizado ellátigo contra su amigo el centauroconsternaron al guardabosque ydespertaron vertiginosamente su ardor

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guerrero. Continuó adelante.Francis agitaba el brazo pero no

llegaba a descargar ningún latigazo; semovía inquieto y miraba por encima delhombro tan a menudo como haciaadelante.

El Pájaro de la Noche siguióavanzando con Tempestad todavía en lacadera.

Entonces, un asustado Francisintentó descargar un latigazo, pero elPájaro de la Noche se apresuró ameterse en el interior de la órbita dellátigo y lo apartó hacia un lado. Elmonje arrojó el arma, se dio la vuelta yechó a correr hacia la puerta situada al

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final del corredor. Agarró la manilla ytiró con fuerza; la puerta se abrió unpalmo y medio antes de que la mano delPájaro de la Noche cayera encima deella y la inmovilizara.

Con una férrea energía elguardabosque empujó la puerta hastacerrarla.

Advirtiendo la situacióndesprotegida del guardabosque, Francisse dio la vuelta y lanzó un puñetazo, undirecto de derecha, a las costillas delhombre.

Pero al tiempo que con la manoderecha empujaba la puerta, el Pájaro dela Noche puso rígida la mano izquierda,

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con los dedos extendidos yperpendiculares al cuerpo y a un palmoy medio de distancia de este. Un simpley ágil desplazamiento, perfectamentesincronizado, apartó con brusquedad lamano de Francis, y la izquierda delmonje se desvió inofensivamente pordebajo del brazo derecho delguardabosque.

Francis intentó conectar otroderechazo, pero de nuevo elguardabosque lo desvió apartándolo conla misma mano; en esta ocasión hizocontinuar el movimiento manteniendo laparte posterior de los dedos en contactocon el brazo de Francis. A Francis todo

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le pareció demasiado lento y demasiadofácil, pero de repente el ritmo cambió:el Pájaro de la Noche pasó la mano porencima del antebrazo de Francis, loagarró con fuerza y tiró de él hacia atrás.Lo cogió por la muñeca, abarcándoselacon la mano derecha, y tiró con energía,con una temible e innegable potencia.

Francis dio un bandazo hacia unlado; tenía el brazo cruzado sobre elcuerpo y hacia abajo, y había perdido elaliento a causa de un golpe rápido queElbryan le propinó sin extender el brazo,un puñetazo de increíble contundencia,dado que el puño recorrió menos de unpalmo. Francis rebotó violentamente

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contra la puerta e intentó recuperarse,pero el Pájaro de la Noche, que sujetabacon fuerza el puño del monje, levantó subrazo por debajo del de Francis. Aquelsúbito movimiento con un ángulo taninsólito provocó un sonoro crujido delos huesos del codo de Francis, y elmonje se retorció de dolor. El brazoroto se torció hacia arriba mientras elmonje se estrellaba de nuevo contra lapuerta; el fornido guardabosquearremetió contra él y le golpeó elestómago con un derechazo que loobligó a doblarse hacia adelante; acontinuación, con un golpe de izquierda,de abajo arriba, contra el pecho, lo

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levantó en el aire.Acto seguido un devastador

vendaval de golpes, de izquierda y dederecha en rápida sucesión, arreciósobre Francis, que tan pronto se veíalanzado contra la puerta como volandopor los aires.

Aquel vendaval finalizó con lamisma brusquedad con la que habíaempezado: el Pájaro de la Noche dio unpaso atrás y abandonó a Francis dobladoante la puerta; con una mano se sujetabala barriga y la otra le colgaba inerte.Miró al guardabosque con el tiempojusto para ver el amplio gancho deizquierda que lo alcanzó en la parte

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lateral de la mandíbula, le desplazó conviolencia la cabeza hacia un lado y loderribó de espaldas sobre el duro suelo.

Francis se vio inmerso en unanegrura que daba vueltas, mientras lacorpulenta figura se le venía encima.

—¡No lo mates! —dijo una vozdesde lejos, muy lejos.

El Pájaro de la Noche acalló aJojonah inmediatamente, pues no queríaque se reconociera su voz. Setranquilizó cuando observó a su víctimacon más detenimiento y comprobó queestaba inconsciente. Con movimientosrápidos, el guardabosque le puso unsaco en la cabeza y pidió a Jojonah que

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se lo atara; luego se precipitó hacia lacelda de Bradwarden.

—Te ha costado bastanteencontrarme —dijo alegremente elcentauro.

Elbryan se quedó abrumado al verlo,y conmovido, pues Bradwarden estababien vivo y en unas condiciones físicasque el guardabosque jamás hubierasospechado.

—El brazal —explicó el centauro—.¡Vaya pedazo de magia!

Elbryan corrió a abrazar a su amigoy luego, al recordar que el tiempo nojugaba precisamente a su favor, seocupó de los grandes grilletes y

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cadenas.—Espero que encuentres una llave

—comentó el centauro—. ¡No podríasromperlos!

Elbryan metió la mano en su bolsa ysacó un paquete de una gelatina roja, lamisma sustancia que había empleado enel árbol contra los asaltantes trasgos.Abrió el paquete y aplicó la gelatinarojiza sobre las cuatro cadenas queaprisionaban al centauro.

—Ah, todavía te queda sustancia dela que utilizaste en Aida —dijo,encantado, el centauro.

—Debemos darnos prisa —advirtióJojonah al entrar en la celda. Al verlo

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Bradwarden se alarmó, pero Elbryan seapresuró a explicarle que no se tratabade un enemigo.

—Estaba con los que me cogieron enAida —explicó Bradwarden—. Con losque me encadenaron.

—Y con los que tratan de liberartede estas cadenas —se dio prisa encontestar el guardabosque.

El rostro de Bradwarden se suavizó.—Bueno, es cierto —admitió—. Y

me devolvió las gaitas durante el largoviaje.

—No soy tu enemigo, nobleBradwarden —dijo Jojonah con unareverencia.

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El centauro inclinó la cabeza paramostrar su acuerdo, y luego la giró yparpadeó extrañado cuando su brazoderecho se soltó del muro. Elbryan,empuñando Tempestad, se disponía agolpear la cadena que sujetaba la pataderecha trasera del centauro.

—Buena espada —observóBradwarden, y con un solo movimientosu pata se vio de nuevo libre.

—Vete a ver cómo le va a Elbryan—dijo Pony, arrodillada todavía junto alcuerpo de Pettibwa, pero manteniendoerguida la espalda con resolución.

—No creo que necesite ayuda alguna

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—respondió el elfo.Pony suspiró profundamente.—Yo tampoco —dijo.Juraviel comprendió que la chica

quería estar sola. Observó que Ponyhabía metido otra vez la mano en labolsa y que apretaba una piedra, lo cualera sin duda alarmante, pero comprendióque tenía que confiar en ella. Le dio unamable beso en la parte superior de lacabeza, pasó por detrás de ella, se fuehacia la puerta y salió de la celda; perono se alejó demasiado sino que se quedóde guardia en el corredor iluminado porla mortecina luz de una antorcha.

Pony trató de mantener la calma.

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Puso la mano sobre el pecho hinchadode Pettibwa y le dio unos golpecitostiernos, cariñosos; entonces tuvo laimpresión de que la muerta se sentíamejor, como si el pálido color de lamuerte no fuera tan patente.

Entonces, sintió algo, una sensación,una urgencia, un cosquilleo. Confusa, sepreguntó si en su ferviente anhelo porllegar hasta Pettibwa no había invocadosin querer el poder de la piedra del almaal poner la mano sobre la gema queapretaba con fuerza una vez más.Siguiendo con esa idea cerró los ojos eintentó concentrarse. Entonces los vio, ocreyó verlos: tres espíritus, uno de ellos

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el de un anciano, revoloteaban por lahabitación.

Tres espíritus: ¿Pettibwa, Graevis yGrady?

Pensar semejante posibilidad lasobrecogió tanto como la intrigó, peroseguía sin comprender; se asustó tantoque prudentemente rompió la conexióncon la piedra del alma. Abrió los ojos ymiró a Pettibwa…, y entonces vio que lamujer le devolvía la mirada.

—¿De qué magia puede tratarse? —murmuró Pony en voz alta. ¿Acaso deforma subconsciente había alcanzado talpoder con la piedra del alma que habíaatrapado el espíritu sin cuerpo de

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Pettibwa? ¿Era posible semejanteresurrección?

Obtuvo una terrorífica respuesta alver que los ojos de Pettibwa refulgíancon rojas llamas demoníacas y la carade la mujer se contorsionaba y de suboca abierta salía un gruñido gutural.

Pony se echó hacia atrás, demasiadoconfusa, demasiado abrumada, parapoder reaccionar, y su horror no hizomás que aumentar cuando los dientes delcadáver se prolongaron hastaconvertirse en afilados colmillos.

El cadáver se incorporó y se sentóbruscamente con los brazos rollizosextendidos hacia adelante, dirigidos con

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decisión y fuerza sobrehumana hacia lagarganta de Pony. La horrorizada jovenagitó los brazos con violencia, moviólas manos en todas las direccionesposibles para asir algo, pero noconsiguió desembarazarse de laspoderosas garras del demonio.

Pero Juraviel no tardó en aparecer.Su ligera espada acuchilló con fuerza elhinchado antebrazo de Pettibwa, y de losamplios cortes manó pus y sangre.

Elbryan se disponía precisamente acortar la última de las cadenas deBradwarden cuando los gritos de Ponyllegaron a sus oídos. Cortóviolentamente la cadena con Tempestad,

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giró sobre sus talones y dio variaszancadas antes de que la cadena llegaraal suelo; Jojonah lo seguía de cerca. Elguardabosque dobló el recodo a todavelocidad, oyó ruido dentro de la celdadonde estaba el cuerpo de Graevis yabrió la puerta de una patada.

Se detuvo, azorado: el cadáverestaba moviéndose. Se había mordido lamuñeca encadenada hasta cortársela yavanzaba hacia él con un brillante fuegorojo en los ojos y con el brazo amputadopor delante, chorreando sangre.

Elbryan quería reunirse con Pony —quería estar a su lado por encima detodo— pero no podría hacerlo

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inmediatamente, por lo que se consolóun tanto cuando vio a Jojonah corriendoa toda prisa hacia la celda de Pettibwa.El guardabosque desenvainó Tempestady atacó; fue al encuentro de la criaturademoníaca acuchillandodespiadadamente los brazos que tratabande alcanzarlo.

—Mamá —repitió Pony muchasveces, mientras retrocedía pegada almuro.

Juraviel seguía atacando a lacriatura. La joven sabía, racionalmente,que debía acudir en ayuda de Juraviel outilizar las piedras, quizá la piedra del

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alma, para expulsar el espíritu malignodel cuerpo de Pettibwa. Pero no podíahacer nada, no podía superar el horrorde ver a Pettibwa, su madre adoptiva, enaquel estado.

Se obligó a sí misma a calmarse y sedijo repetidas veces que, si conseguíaconcentrarse en la piedra del alma,podría conocer la verdadera naturalezade aquella criatura. Sin embargo, antesde que se hubiera empezado a mover,Juraviel lanzó una poderosa estocadapor entre los brazos levantados delcadáver y le hundió profundamente laespada en el corazón; Pony se quedóhelada al verlo.

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El demonio soltó una salvajecarcajada y golpeó la mano del elfo queempuñaba la espada, consiguiendo quela soltara; luego golpeó a Juraviel conun revés que lo lanzó cabeza abajo.

El elfo encajó el golpe, pues sehabía movido antes de que se lopropinara, con lo que consiguióamortiguar el impacto en buena medida.Batió las alas, efectuó un perfecto giroen el aire y aterrizó de pie sinproblemas frente a la demoníacacriatura, que aún tenía la espada clavadaen el pecho.

Alguien más entró a la carga en lapequeña celda pasando veloz delante

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del elfo. Sin frenar su impulso, Jojonahse abalanzó violentamente contra eldemonio enterrándolo bajo su inmensocorpachón y lo estrelló pesadamentecontra el muro.

Y entonces entró Bradwarden,quedando la celda repleta hasta lostopes.

—¿Qué pasa aquí? —masculló elcentauro.

Con un rugido de ultratumba, eldemonio se libró de Jojonah, peroBradwarden no tardó en encontrar laforma de responderle; mientras lacriatura se precipitaba hacia adelante, elcentauro se dio la vuelta y le propinó

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una doble patada que la estrellóimpetuosamente de nuevo contra lapared. Enseguida Bradwarden se encarócon aquel ser: los cascos delanteroslanzaron golpes por doquier y los puñospegaron con dureza; fue una lluvia degolpes tan repentina y brutal que no lepermitió al demonio la menor ocasiónde atacar.

—Sácala de aquí —indicó Juraviela Jojonah y, mientras el monje sellevaba a Pony en brazos, el elfo apuntóel arco y esperó el momento de poderefectuar un buen disparo.

Todos los meses de frustración queBradwarden había padecido afloraron

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en los siguientes segundos, durante loscuales el centauro descargó golpe trasgolpe sobre el diabólico ser,machacándolo, desgarrando su carnehinchada, reduciendo sus huesos apulpa. Pero, aunque realmente estabadestrozándolo, aquel ser no parecíaafectado por los golpes y se limitaba aintentar agarrar al centauro.

Pero entonces una flecha se hundióen uno de aquellos ojos de rojoresplandor… y ¡cómo se puso a aullar eldemonio!

—No te ha gustado esa flecha, ¿eh?—dijo el centauro, y aprovechó laoportunidad para girar sobre sí mismo y

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proyectar sus patas traseras contra lacara del demonio. Como el repugnanteser ya tenía la cabeza apoyada en elmuro de piedra, el cráneo le estalló enuna lluvia de sangre, pero el cuerposeguía aún luchando y agitando losbrazos salvajemente.

Jojonah llevó a Pony al vestíbulo yla recostó contra la pared.

—¡Maldito ser, cae y muérete! —dijo la voz de Elbryan en la celdavecina.

El monje corrió hacia la puerta;luego miró hacia atrás con expresión deasco e hizo señas a Pony para que no se

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acercara.En la celda, Elbryan acuchillaba

vigorosamente con Tempestad; habíaabandonado su habitual estilo deesgrima, ya que había pinchado a lacriatura en diversas ocasiones,hundiéndole la punta de la espadaprofundamente en la carne y los órganoscon escasas consecuencias. Por lo tanto,se había decidido por un estilo másconvencional; empuñaba la temibleespada con las dos manos y la movíapropinando devastadores tajos. Uno delos brazos del demonio resultóamputado a la altura del codo, y ungolpe de arriba abajo de Tempestad le

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cortó el otro por el hombro.No obstante, la criatura volvió al

ataque; pero un corte cruzado deTempestad detuvo el impulso quellevaba y dio al guardabosque tiemposuficiente para equilibrarse y propinarun golpe de revés.

Jojonah desvió la mirada alcomprender que el recorrido fulgurantede la enorme espada decapitaría a lacriatura. Cuando el monje volvió amirar, su repulsión fue todavía mayor,pues la cabeza, que yacía a un lado juntoa la pared, aún estaba mordiendo el airey tenía fuego en los ojos. Y el cuerpocontinuaba luchando.

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Elbryan le propinó un puñetazo quelo hizo retroceder, luego tomóTempestad con las dos manos, dio ungiro completo sobre sí mismo con laespada baja y le cortó una pierna. Elcadáver se desplomó hacia un lado conuna pierna destrozada y dando patadascon la otra, mientras la cabeza, a pocomenos de un palmo de distancia,castañeteaba al aire vanamente.

Sin embargo, los ojos ibanperdiendo fuego, y Elbryan no tardó enadvertir que la lucha había llegado a sufin. Se apresuró a regresar al vestíbulo;al salir de la primera celda pasó anteJojonah, Bradwarden y Juraviel, y tomó

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en sus brazos a Pony, que había sufridoun ataque de histeria.

—Todavía patea —explicóBradwarden a Jojonah cuando el monjevio el cuerpo de Pettibwa; los restosensangrentados de la cabeza oscilabansobre los hombros golpeteando aún lapared y arañando la piedra.

—Pero no sabe hacia qué lado debehacerlo —añadió el centauro, mientrascerraba la puerta.

Jojonah se reunió con elguardabosque y Pony.Sorprendentemente, la joven se estabarecuperando con rapidez.

—Espíritus demoníacos —explicó

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el monje mirando a Pony fijamente a losojos—, no eran las almas de Graevis yde Pettibwa.

—Los vi —tartamudeó Pony—, losvi llegar, pero eran tres.

—¿Tres?—Dos sombras y un anciano —

explicó—. Pensé que era Graevis,aunque no pude verlo con claridad.

—Markwart —suspiró Jojonah—.Él los trajo aquí. Y si tú los viste…

—Entonces él también te vio —dedujo Elbryan.

—Debemos abandonar este lugarenseguida —gritó Jojonah—. ¡Markwartestará en camino, no lo dudéis, y con un

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ejército de hermanos tras de él!—Corramos —dijo Elbryan

mientras empujaba a Jojonah hacia losantiguos corredores que los habíanllevado hasta aquel maldito lugar. Echóun vistazo al pasadizo lateral dondehabían dejado a los vigilantes y luego sesituó en retaguardia junto a Pony.Avanzaban tan rápido como lespermitían los a menudo estrechos yretorcidos corredores, y no tardaron enllegar a las puertas del muelle de laabadía; estaban cerradas y con elrastrillo bajado, como las habíandejado.

Maese Jojonah se disponía a utilizar

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la manivela, pero Pony, ahora mástranquila, con una gran determinaciónreflejada en su rostro, lo detuvo. Sacóuna vez más la malaquita y se sumergióen su magia; aunque se encontraba débily afectada por las emociones vividas,extrajo de su corazón un enorme caudalde cólera y lo encauzó hacia la piedra.Sin apenas esfuerzo aparente, el rastrillose deslizó hacia arriba y se encajó en laoquedad del techo.

Elbryan se precipitó raudo hacia laimponente puerta, levantó la barrabloqueadora y consiguió abrir una hoja.Cuando se disponía a apartar la barra,de nuevo intervino Pony, todavía bajo

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los influjos de la magia levitadora.—Mantén la barra sobre el soporte

—ordenó la joven—. Rápido.Al percibir el enorme esfuerzo que

reflejaba su voz, Bradwarden seapresuró a cruzar el umbral con maeseJojonah mientras Juraviel se quedabaatrás con Pony y, amablemente, tambiénla ayudaba a salir. Mientras atravesabala puerta y pasaba por delante deElbryan, Pony puso la otra mano, con laque sostenía la magnetita, sobre la parteexterior de la puerta metálica y sesumergió en la magia de la piedra.

El rastrillo descendíapeligrosamente hacia la cabeza de

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Elbryan, pero Jojonah, al darse cuentade lo que se proponía la inteligentemujer, se acercó a ella, tomó lamagnetita de su mano y fortaleció laatracción magnética, a través de lapuerta y sobre la barra bloqueadora. Denuevo, Pony se concentró totalmente enla malaquita, consiguió detener elrastrillo y Elbryan pudo también salir alexterior.

El guardabosque cerró la puerta;Jojonah aflojó la magia magnética yexhaló un suspiro de satisfacción cuandooyó que la barra bloqueadora caía sobrelos soportes de ambas puertas. EntoncesPony fue abandonando paulatinamente su

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magia, el rastrillo bajó con suavidad y,al fin, todo quedó como si por allí nohubiera pasado nadie.

La chica se dio la vuelta y parpadeórepetidas veces, lo mismo que los otros,pues tenía ante ella el sol lateral de lamañana, que les lanzaba rayos de luz através de la densa niebla que ascendíade la bahía de Todos los Santos. Aunquela marea no estaba alta, estaba subiendo,por lo que se apresuraron a marcharse y,a paso ligero, se dirigieron hacia laplaya para después, por el sendero,llegar hasta los caballos.

Gruñendo de rabia y pese a lasprotestas de las dos docenas de

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hermanos que corrían con él, el padreabad fue el primero en atravesarviolentamente las puertas de la zona delas mazmorras de las plantas inferiores.

Allí encontró a un maltrechohermano Francis, con la capucha todavíapuesta en la cabeza, esforzándose porponerse en pie con la ayuda de uno delos vigilantes que Elbryan habíaderrotado. Más adelante, en el corredor,en el interior de sus respectivas celdasyacían los cadáveres destrozados de losChilichunk; Pettibwa aún se debatía enel suelo mientras el espíritu del demonioluchaba hasta el final.

Markwart naturalmente no se

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sorprendió, dado que él había visto a laintrusa, a la mujer arrodillada junto aPettibwa, mientras acompañaba a losdemonios; pero los demás monjes nopodían esperarse tan horripilanteescena. Algunos gritaron y seapresuraron a alejarse, otros searrodillaron para rezar.

—Nuestros enemigos han enviadodemonios contra nosotros —gritóMarkwart, agitando la mano hacia elcuerpo rechoncho de la mujer—. ¡Buenapelea, hermano Francis!

Gracias a la ayuda de otro jovenhermano, al fin Francis se desembarazóde la capucha y de las ataduras; se

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disponía a explicar que apenas habíapodido luchar, cuando la durísimamirada de Markwart le detuvo en seco.Francis no sabía exactamente qué estabapasando, no había visto los cuerposanimados de los Chilichunk y no estabaseguro de quién había realmentedestruido a los demonios. No obstante,tuvo una brillante idea y a partir de ellase le fueron ocurriendo muchas otrascosas.

Elbryan se sentía cada vez másincómodo, incluso asustado, mientrasobservaba cómo Pony avanzaba por elsendero. Los gruñidos de la mujer no

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eran de debilidad, aunque sin dudadebía estar exhausta después de sushazañas mágicas, sino de cólera, derabia primigenia. El guardabosque iba asu lado y, cuando el sendero lo permitía,le cogía la mano, pero ella apenas lomiraba; se limitaba a parpadear paraeliminar el menor resto de lágrimas, amantener la barbilla erguida y la miradaal frente.

Cuando llegaron junto a loscaballos, Pony metódicamente buscó lasdemás piedras.

Jojonah se ofreció para usar lacurativa hematites con Bradwarden, si lamujer quería prestarle una, pero el

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centauro rechazó la idea antes de quePony pudiera contestar.

—Sólo necesito comer un poco —insistió. Su aspecto era bastante bueno,aunque estaba considerablemente másdelgado que la última vez que los otroslo habían visto. Se pasó la mano por elbrazo, por el brazal rojo de los elfos queseguía bien atado en su sitio, yguiñándole un ojo al guardabosque dijo—: Me hiciste un buen regalo.

—Nuestro viaje será largo y rápido—avisó Elbryan, pero Bradwarden selimitó a pasarse la mano por su menosvoluminosa barriga y se echó a reír.

—Correré todo lo que me permita

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mi falta de reservas —dijo alegremente.—Entonces vámonos —ordenó el

guardabosque—. Ahora mismo, antes deque los monjes salgan de la abadía ennuestra busca. Acompañaremos a maeseJojonah a Saint Precious para que lleguea tiempo.

—Monta a Piedra Gris —propusoPony al monje, mientras le daba lasriendas.

Jojonah las aceptó sin protestar,pues era lógico que la mujer, más ligera,subiera a lomos del centauro.

Pero Pony cogió a todos porsorpresa, cuando se dio la vuelta, nohacia Bradwarden, sino de nuevo hacia

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Saint Mere Abelle y echó a correr a todavelocidad con las gemas en la mano.

Elbryan la alcanzó después de unosveinte metros y tuvo que echárseleencima para conseguir que se detuviera.La chica lloraba y todo su cuerpo seestremecía con los sollozos, pero luchófuriosamente para librarse de él, paraconseguir volver a la abadía y vengarsede alguna manera.

—No podrás derrotarlos —dijo elguardabosque sujetándola con firmeza—. Son demasiados, y demasiadopoderosos. Ahora no. —Ponycontinuaba resistiéndose, e incluso sinquerer arañó la cara del hombre—. No

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puedes deshonrar a Avelyn de estemodo.

Aquello la detuvo. Entre jadeos ytorrentes de lágrimas que le bajaban porlas mejillas, la chica miró a Elbryan conescepticismo.

—Te confió las piedras para que lasconserves en lugar seguro —explicóElbryan—. Pero si vuelves ahora a laabadía, te vencerán y las gemas caeránen manos de nuestros enemigos, de losenemigos de Avelyn. Se quedará conellas el mismo que causó tanto tormentoy dolor a los Chilichunk. ¿Es quequieres entregárselas?

Entonces fue como si todas las

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fuerzas la abandonaran, y la mujer cayóen brazos de su amado y hundió lacabeza en su pecho. Con ternura, elhombre la condujo de nuevo junto a losdemás y la subió a lomos deBradwarden, mientras Juraviel detrás deella la ayudaba a mantenerse enequilibrio.

—Dame la piedra solar —pidió a lachica.

En cuanto tuvo la piedra en la mano,Elbryan se la entregó a Jojonah y leexplicó que debían desplegar un poco demagia protectora alrededor de ellos paraevitar que los localizaran por mediosmágicos. Jojonah les aseguró que

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aquello era bastante fácil, así que elguardabosque se dirigió hacia Sinfoníay se puso a la cabeza del grupo, que sealejó a galope tendido; Saint MereAbelle quedó atrás, muy atrás, antes deque el sol se elevara por la parteoriental del cielo.

—¡Encontradlos! —rugió el padreabad—. Buscad por todos loscorredores y por todas las habitaciones.¡Todas las puertas están bloqueadas yvigiladas! ¡Ya! ¡Ya!

Los monjes salieron a toda prisa, yalgunos volvieron por donde habíanvenido para alertar a los que estaban en

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la biblioteca.Cuando llegó hasta Markwart la

noticia de que aparentemente las puertasdel muelle no se habían abierto, seintensificó la búsqueda en la bibliotecay a media mañana se había escudriñadocasi todos los rincones del gran edificio.El ultrajado Markwart estableció unazona central de información en laenorme iglesia de la abadía, en la que élmismo se instaló rodeado por lospadres, cada uno de los cuales eraresponsable de un grupo de monjesencargados de la búsqueda.

—Tienen que haber entrado y salidoa través de las puertas del muelle —

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dedujo uno de los padres, una opiniónque compartieron otros muchos. Su jefede búsqueda acababa de regresar parainformarle de que ninguna otra puerta dela abadía presentaba la menor señal dehaber sido forzada.

—Pero las puertas están cerradas ybloqueadas; es una proeza imposibledesde fuera de la abadía —dedujo otropadre.

—A menos que utilicen magia —indicó alguien.

—O a menos que alguien desde elinterior de la abadía estuviera allí en elmomento de su llegada para abrirles laspuertas y volver a cerrarlas —dedujo

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Markwart. Aquella idea provocó unasensación de incomodidad en todos lospresentes.

Poco después, cuando ya eraevidente que sus enemigos hacía tiempoque se habían ido de la abadía,Markwart ordenó que la mitad de losmonjes se organizaran en grupos debúsqueda por el exterior y que otras dosdocenas utilizaran la magia del cuarzo yde la hematites.

Sin embargo, el padre abad sabíaque sus esfuerzos serían inútiles ya quehabía comprendido al fin la verdaderaastucia y potencia de sus enemigos.Junto con aquella sensación de

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desesperanza, se sintió hundido en unprofundo abismo de rabia, algo quejamás había experimentado y que contoda sinceridad creyó que lo abrumaríapara siempre.

No obstante, se sintió reconfortado amedia tarde, cuando hubo conversadocon Francis y los dos monjes que habíanmontado guardia cerca de las celdas, ysupo más cosas acerca de los intrusosque habían entrado en Saint MereAbelle, incluyendo a uno que no era unextraño en aquel lugar.

Después de todo, tal vez, ni elcentauro ni los Chilichunk le haríanfalta. Tal vez podría encontrar nuevos

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culpables, incluso para el robo de lasgemas perpetrado por Avelyn, y podríaformular la teoría de una granconspiración en el seno de la orden.Ahora lo entendía todo. Ahora habíaencontrado una cabeza de turco.

Y Je’howith le aportaría uncontingente de soldados de la BrigadaTodo Corazón.

Aquella noche Markwartpermaneció en sus aposentos privadosmirando por la ventana.

—Ya veremos —dijo, y en su carase insinuó una sonrisa burlona—. Yaveremos.

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—¿Ni siquiera vais a preguntar porlas piedras? —quiso saber Pony. Sehallaba con Elbryan y maese Jojonah enlas calles de Palmaris. El grupo habíadesembarcado a primera hora de lamañana al norte de la ciudad, despuésde cruzar el gran río a bordo del SaudiJacintha del capitán Al’u’met, a quien,por fortuna, todavía habían encontradoatracado en Amvoy. Al’u’met habíaatendido la petición de ayuda de Jojonahsin hacer preguntas y sin cobrarles nada,y además les prometió que no diría niuna palabra a nadie sobre la apresuradatravesía.

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Juraviel y Bradwarden se habíanquedado en el norte, mientras Elbryan,Pony y Jojonah entraban en Palmaris: elmonje para regresar a Saint Precious, ylos otros dos para hablar con viejosamigos.

—Las gemas sagradas fuerondepositadas en buenas manos —repusoJojonah con una sonrisa sincera—. Miiglesia os debe mucho, pero me temoque no conseguiréis recompensa algunade parte del padre abad Markwart.

—¿Y tú? —preguntó Elbryan.—Tengo que habérmelas con alguien

menos astuto pero igualmente perverso—explicó Jojonah—. Hay que

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compadecer a los pobres monjes deSaint Precious por tener al abad De’Unnero en lugar del abad Dobrinion.

Luego se separaron amistosamente:Jojonah se retiró a la abadía y los otrosdos recorrieron varias calles de laciudad en busca de alguna información.Por pura casualidad, poco después, secruzaron con Belster O’Comely, quiense puso a gritar de alegría al verlosvivos a los dos.

—¿Qué sabes de Roger? —preguntóel guardabosque.

—Se fue hacia el sur con el barón —explicó Belster—. Para visitar al rey,según he oído.

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Aquella noticia los llenó de alegríay esperanza, puesto que la informaciónde la muerte del barón aún no habíallegado al pueblo llano de Palmaris.

Con Pony a la cabeza y Belstercerrando la marcha se dirigieron alCamino de la Amistad, la taberna quehabía sido el hogar de la joven durantelos años difíciles que siguieron alprimer saqueo de Dundalis. Pony sintióuna pena muy profunda al contemplaraquel lugar; no podía resistirlo y pidió aElbryan que se la llevara fuera de laciudad, de nuevo hacia el norte, la tierraa la que ambos pertenecían.

El guardabosque se mostró de

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acuerdo, pero antes se volvió haciaBelster.

—Entra en el Camino —pidió alposadero—. Tienes intención dequedarte en Palmaris, según me dijiste.Necesitarán ayuda ahí dentro paramantener el negocio abierto yfuncionando correctamente. No se meocurre pensar en nadie mejor que tú paraese trabajo.

Antes de que el posadero rechazarala petición, fue lo bastante prudentecomo para examinar al guardabosque yadvertir la mirada que dirigió a Pony.

Entonces comprendió.—La mejor taberna en todo

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Palmaris, eso me han dicho —dijo.—Lo era —añadió Pony con

tristeza.—¡Y lo será de nuevo! —exclamó

Belster con entusiasmo. Dio unapalmada a Elbryan en el hombro y unfuerte abrazo a Pony y se dispuso aentrar en la taberna, un hito importanteen su vida.

Pony lo miró y consiguió sonreír;luego dirigió la mirada hacia Elbryan.

—Te quiero —dijo suavemente.El guardabosque le devolvió la

sonrisa y la besó con ternura en lafrente.

—Ven —dijo—, nos esperan

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nuestros amigos en la carretera de CaerTinella.

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Epílogo

La mañana era fresca a pesar de ladeslumbrante luz del sol que sederramaba desde el este. La brisa no erafuerte, pero Pony la sentía vivamente encada centímetro de su piel desnudamientras danzaba la bi’nelle dasada enmedio de una lluvia de hojasmulticolores. Aquella mañana no estabacon Elbryan, ni lo había estado durantemuchos días, pues ahora prefería danzarsola, por un tiempo, con objeto deaprovechar aquellos momentos deprofunda meditación como un medio de

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alejarse de su dolor y de su culpa.Veía a Pettibwa y a Graevis, incluso

a Grady, mientras realizaba sus piruetasentre la hojarasca amontonada;recordaba los días de su juventud, loscontemplaba de frente y los utilizabapara situar en el contexto adecuado losacontecimientos que le habían ocurridodespués. A pesar de su fuertesentimiento de culpa, racionalmentePony comprendía que no había hechonada malo, que no había tomado ningúncamino que ahora no tomaría si serepitiesen las mismas circunstancias.

Así, todas las mañanas danzaba, ytambién lloraba; cuando el dolor al fin

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empezó a disiparse y el sentido comúnempezó a imponerse frente alsentimiento de culpa, sólo le quedó…

La cólera.El jerarca máximo de la iglesia

abellicana era su enemigo, habíainiciado una guerra que Pony no teníaintención de eludir. Avelyn le habíadado las gemas y, gracias a aquel actode fe, se sentía bien armada.

Se apoyó sobre un pie y giró sobresí misma en perfecto equilibrio,mientras levantaba por los aires lahojarasca con el veloz movimiento delpie. La meditación era profunda eintensa, una sensación parecida a la que

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sentía cuando se hundía en lo más íntimode las piedras. Se encontraba cada vezmás fuerte.

No tenía intención de sofocar aqueltorrente de cólera; tenía intención deutilizar su fuerza destructora.

Aquel año el invierno se adelantó, ya mediados de Calember las charcas alnorte de Caer Tinella ya aparecían conuna brillante capa de hielo y a menudolas mañanas se adornaban con un mantode nieve.

Por el sur, las nubes se cerníanamenazadoras sobre la bahía de Todoslos Santos: empezaban a prepararse lostemporales de invierno. El mar se había

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vuelto más oscuro en violento contrastecon las crestas blancas que seestrellaban contra los acantilados. Sólodos de los treinta abades convocados ala asamblea de Saint Mere Abelle —Olin de Saint Bondabruce de Entel y laabadesa Delenia de Saint Gwendolyn—habían ido por mar, y ambos teníanprevisto quedarse como invitados deMarkwart durante todo el invierno, yaque en aquella época del año, las aguaseran peligrosas y pocos barcos seatrevían a hacerse a la mar.

A pesar de la concurrida reunión detantos dignatarios de la iglesia y de losinformes de que la guerra casi había

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terminado, el ambiente en la abadía erasombrío, tan gris como la estación.Muchos de los abades habían sidoamigos personales de Dobrinion.Además, reinaba la sensación,alimentada por múltiples rumores, deque aquella asamblea seríaimportantísima, incluso decisiva, para elfuturo de la iglesia. El nombramiento deMarcalo De’Unnero para dirigir SaintPrecious efectuado por el padre abad ylas últimas noticias sobre la promocióna inmaculado de un hermano del novenoaño eran temas que suscitaban oposicióny debate.

Y todos sabían que otros

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«invitados» estarían rondando por laasamblea; se trataba de un contingentede soldados de Ursal, hombres de laaguerrida Brigada Todo Corazón,proporcionada, según decían todos, porel rey al abad Je’howith de Saint Honce.La compañía de un ejército semejante noera ciertamente algo sin precedentes enla iglesia, pero casi siempre queríadecir que ocurría algo grave.

La tradición obligaba que laasamblea fuera convocada después devísperas, el decimoquinto día del mes;todos los participantes, abades y padres,tenían que dedicar el día entero a lameditación con objeto de preparar su

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espíritu para las sucesivas reuniones.Maese Jojonah se tomó aquellaobligación muy a pecho: se encerró en lapequeña habitación que le habíandestinado y se arrodilló junto a la camapara rogar que le fuera concedida algunainspiración divina que lo guiase. Habíapermanecido tranquilo e impasibledurante los meses que pasó bajo elmandato de De’Unnero en SaintPrecious; no hizo nada que pudieramolestar al nuevo abad o que pudieradelatar la subversión que anidaba en sucorazón. Naturalmente, De’Unnero lohabía reñido por haberlo abandonadodurante el viaje, pero después de una

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violenta discusión, no se había dichonada más sobre el asunto, por lo menosque hubiera llegado a oídos de Jojonah.

Sabía que ahora tenía suoportunidad, tal vez su últimaoportunidad, pero ¿encontraría el corajenecesario para hablar abiertamentecontra Markwart? No había oído grancosa sobre la relación de asuntos que setratarían en la asamblea, pero mucho setemía que Markwart aprovechara laocasión para conseguir una acusaciónformal de herejía contra Avelyn,especialmente considerando losacompañantes que el abad de SaintHonce había traído consigo.

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Aparentemente, Markwart contabacon aliados en aquella cuestión, aliadospoderosos, pero Jojonah sabía cuál seríael dictado de su conciencia en el caso deque la declaración de Markwart contraAvelyn llegara a aprobarse.

Pero ¿y si no era así?Como él había solicitado, le dejaban

la comida del mediodía al otro lado dela puerta y le avisaban con un sologolpe. Aquella vez, cuando salió abuscar la comida, se sorprendió al abrirla puerta pues se encontró con elhermano Francis de pie en el vestíbulo,con la bandeja de comida en la mano.

—Así que los rumores son ciertos

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—dijo Jojonah con desagrado—.Felicidades, hermano inmaculado. ¡Quésorpresa! —Jojonah tomó la bandejacon una mano y con la otra cogió elpomo de la puerta, como si tuvieraintención de cerrársela en las narices.

—Te oí —dijo Francis con calma.Jojonah ladeó la cabeza sin

comprender.—En las mazmorras —comentó

Francis.—Realmente, hermano, no sé de qué

me estás hablando —dijo educadamenteJojonah dando un paso atrás. Se dispusoa cerrar la puerta, pero Francis seintrodujo en la habitación con gran

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rapidez.—Cierra la puerta —indicó Francis

sin inmutarse.El primer impulso de Jojonah fue

censurar enérgicamente al presuntuosojoven, pero no podía pasar por alto laacusación de Francis. Por consiguiente,con toda cortesía cerró la puerta y seacercó a la cama para colocar labandeja en la mesita de noche.

—Sé que nos traicionaste aliándotecon los intrusos —dijo Francisásperamente—. Todavía no hedescubierto quién os abrió la puerta delmuelle y luego la cerró cuando hubisteissalido pero tengo testigos que apuntan

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hacia el hermano Braumin Herde.—Quizá fue Dios quien les franqueó

la entrada —repuso Jojonah secamente.Francis se volvió hacia él y no

pareció apreciar demasiado laocurrencia.

—Querrás decir, quien os franqueóla entrada —puntualizó con firmeza—.Te oí antes de quedar inconsciente y teaseguro que reconocí tu voz.

La sonrisa se desvaneció del rostrode Jojonah para dejar paso a una miradamuy especial.

—Quizás, habrías debido dejar queaquel hombre me matara —indicóFrancis.

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—Entonces sería precisamente comotú —replicó Jojonah serenamente—. Yeso es peor que cualquier castigo,incluso que la misma muerte.

—¿Cómo lo sabías? —preguntóFrancis temblando de rabia y avanzandoun paso, como si fuera a pegarle.

—¿Saber qué? —repitió el padre.—¡Que yo lo maté! —reveló

Francis, mientras retrocedía jadeando—. A Grady Chilichunk. ¿Cómo sabíasque fui yo quien lo mató en la carretera?

—No lo sabía —respondió unasqueado y sorprendido Jojonah.

—Pero precisamente acabas dedecir… —empezó Francis.

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—Estaba hablando de tu conducta engeneral, no de un acto concreto —lointerrumpió Jojonah. Hizo una pausapara examinar a Francis y advirtió queel hombre se sentía torturado.

—No importa —comentó Francisagitando la mano—. Fue un accidente.No podías saberlo.

Jojonah comprendió que elinmaculado no le había creído y noinsistió cuando Francis salió de lahabitación tambaleándose.

El padre no se molestó en ingerir lacomida, demasiado consternado por laspalabras de Francis. Sabía qué ocurriríaahora. Volvió junto a la cama y rezó: su

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oración era tanto la confesión de unhombre condenado como una petición deguía.

Aquella noche, la asamblea empezócon las largas y previsiblespresentaciones de los diferentes abadesy de los padres que los acompañaban; lapompa y las ceremonias previstas seprolongaron hasta el amanecer. Era elúnico acto al que estaban invitadostodos los monjes de la abadía sede de laasamblea; así, más de setecientos sehabían reunido en la enorme sala,además de los soldados de la BrigadaTodo Corazón que habían acudido paraacompañar al abad Je’howith.

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Jojonah, sentado en las últimas filas,cerca de la salida, no perdía detalle.Trató de no perder de vista a Markwart,quien, después de la plegaria y de lossaludos iniciales, se había retirado alextremo más oscuro de la sala. La sesiónera interminable y Jojonah incluso pensóen irse en más de una ocasión. ¿Cuántotiempo transcurriría antes de queMarkwart y los demás se dieran cuentade su ausencia?, se preguntaba.

Realmente aquello hubiera sido lomás fácil.

Suponía que la noche resultaríadesprovista de incidencias dignas demención y preveía otro largo día de

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rezos en su habitación, pero retuvo elaliento cuando, justo antes del alba, elpadre abad Markwart ocupó de nuevo elestrado.

—Hay un asunto que debería serresuelto antes del receso —empezódiciendo el padre abad—. Se trata deuna cuestión que de modo especial todoslos hermanos jóvenes deberían oír antesde abandonar la asamblea.

Jojonah reaccionó enseguida, dio lavuelta por detrás de la última hilera deasientos y avanzó hacia la zona central.Escogió ese recorrido para pasar junto aBraumin Herde.

—Escucha atentamente —indicó al

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inmaculado inclinándose al pasar junto aél—. Graba todas las palabras en tumemoria.

—No es un secreto para ninguno devosotros que un asunto del máximointerés, un gravísimo delito, se haabatido sobre Saint Mere Abelle y sobretoda nuestra orden desde hace variosaños, un delito que muestra la profundanaturaleza de su perversión con laaparición del demonio Dáctilo y de laterrible guerra que tanta miseria y tantossufrimientos ha ocasionado a nuestrastierras —proseguía Markwart en vozalta y tono dramático.

Jojonah continuó su lento avance

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hacia la parte frontal del vestíbulo.Muchas cabezas se dieron la vuelta paramirarlo y, a su paso, se suscitaron nopocos comentarios en voz baja, pero elpadre no se sorprendió, pues sabía quesu simpatía hacia Avelyn no era unsecreto, incluso fuera de las murallas deSaint Mere Abelle.

Vio a los soldados de Je’howith,secuaces de Markwart, agrupados a uncostado, en actitud impaciente.

—Esta es la declaración másimportante de esta asamblea de abades—anunció el padre abad—: el hombrellamado Avelyn Desbris debe sercondenado formal y públicamente por

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sus delitos contra la iglesia y el estado—finalizó con toda contundencia.

—¿Una acusación de herejía, padreabad? —preguntó el abad Je’howith deSaint Honce desde la primera fila.

—Ni más ni menos —confirmóMarkwart.

De todos los rincones de la salasurgieron rumores; algunos negaban conla cabeza, mientras que otros hacíangestos de asentimiento; los abades y lospadres se inclinaban para cambiarimpresiones en pequeños grupos.

Jojonah tragó saliva: se daba cuentade que el paso que iba a dar lo llevaríaal borde del abismo.

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—¿No se trata del mismo AvelynDesbris que en una ocasión recibió lamayor distinción de toda la iglesiaabellicana? —preguntó en voz altacaptando la atención de todos y, enespecial, la del hermano Braumin Herde—. ¿Acaso no fue el mismo padre abadDalebert Markwart quien nombró aAvelyn Desbris preparador de laspiedras sagradas?

—Eran otros tiempos —replicóMarkwart en tono frío y calmado—. Poreso, mayor es la pena y más dura lacaída.

—Más dura la caída, claro —respondió ásperamente Jojonah,

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mientras avanzaba con paso firme haciael centro del estrado para afrontar sudestino—. Pero no fue Avelyn quienperdió el estado de gracia.

En el fondo de la sala, el hermanoBraumin Herde se atrevió a sonreír y ainclinar la cabeza para mostrar suasentimiento; a juzgar por lo que semurmuraba y por las reacciones queobservaba alrededor, le pareció queJojonah lo estaba haciendo bien.

—¡Querrás decir que no fue sóloAvelyn! —dijo Markwart súbitamente, ycon gran agresividad.

Aquella simple y brusca interrupciónhizo que Jojonah se detuviera,

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circunstancia que proporcionó aMarkwart la oportunidad que necesitabapara difundir su proclama por todo elauditorio.

—Es público y notorio aquí y ahoraque la seguridad de Saint Mere Abellefue de nuevo violada este mismo verano—gritó el padre abad—. A losprisioneros que tenía a buen recaudopara que testimoniaran ante vosotroscontra Avelyn me los robaron de mispropias manos.

Entre el auditorio se oyeron másgritos sofocados que murmullos.

—Ahora quiero presentaros alhermano inmaculado Francis —explicó

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Markwart.Aquel nombre no resultaba

desconocido a los presentes, pues desdeluego uno de los esperados puntosconflictivos que iba a discutirseposteriormente en la asamblea era laprematura promoción de aquel hombre.

Braumin Herde se mordió el labiocon fuerza al advertir el dolor que sereflejaba en el rostro de Jojonah. Noobstante, recordó lo que le habíaprometido, sin dejar de repetirseangustiosamente una y otra vez queaquella era exactamente la situación queel anciano había previsto. Por amor yrespeto hacia Jojonah tenía que

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permanecer callado, aunque si hubieratenido algún indicio de que la asambleapodía inclinarse del lado de Jojonah, nohabría vacilado en acudir corriendo a sulado.

Pero tal indicio no se produjo. Laspreguntas de Markwart fueron rápidas yprecisas al exigir de Francisinformación relativa a la fuga de losprisioneros. Francis describió a Elbryancon gran detalle y prosiguió explicandoque, aparentemente, unos demonios sehabían introducido en los cuerpos de losdos Chilichunk.

Y entonces, clavó su vista enJojonah.

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Y entonces, se calló.¡Jojonah no podía creer que el

hombre no lo hubiera traicionado!Pero Markwart seguía jugando con

ventaja mientras daba las gracias alhermano y le indicaba que podíaretirarse, pues en realidad sólo lo habíautilizado como preámbulo de susiguiente testigo, uno de los vigilantesque Elbryan había conseguido reducir,pero que pudo arrastrarse por elpasadizo lateral y echar un vistazo a losintrusos, y que podía, y desde luego lohizo, identificar a maese Jojonah comouno de los conspiradores.

Jojonah se mantuvo en silencio;

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sabía que nadie lo escucharía en aquelmomento dijera lo que dijera.

El siguiente testigo fue el abad De’Unnero, quien detalló los sucesosque durante el viaje habían propiciadoque Jojonah abandonara la caravana yde ese modo puso de relieve que habíatenido tiempo de ir a Saint Mere Abelle.

—Hablé con el mercader, NeskReaches —insistió De’Unnero—, quienme confirmó que maese Jojonah nohabía vuelto a su campamento.

Una rara sensación de calma empezóa inundar a Jojonah, una aceptación deque aquella era una lucha que no podíaganar. Markwart había acudido a ella

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muy bien pertrechado.Miró a los fanáticos soldados de la

Brigada Todo Corazón y sonrió.A continuación Markwart llamó a

uno de los compañeros de Jojonah en elviaje a Aida, un monje que explicó sinvacilar a los allí reunidos cómo Jojonahse las había arreglado para alejarlos delcuerpo de Avelyn.

Todas las piezas parecían encajar encontra de él.

—¡Ya basta! —gritó Jojonahafrontando de lleno la situación—. ¡Yabasta! Claro que estuve en tusmazmorras, malvado Markwart.

Los gritos sofocados surgieron con

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más fuerza, acompañados por más de ungrito de cólera.

—Para liberar a los que estabanencarcelados ilegal e inmoralmente —aseveró Jojonah—. He visto demasiadasperversidades tuyas; constaté toda sucrudeza al ver cómo tratabas al bueno…sí, al bueno y piadoso Avelyn. Y las vicon toda claridad en el triste destino delCorredor del Viento.

Maese Jojonah se detuvo tras laúltima frase e incluso se riosonoramente. Todos los abades, padrese inmaculados de la sala comprendían yaprobaban el destino fatal del Corredordel Viento : todos los líderes de la sala

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eran cómplices de los asesinatos.Jojonah sabía que estaba perdido.

Tenía ganas de abroncar a Markwart, deenseñarle los textos antiguos quedescribían los primeros métodosempleados para recoger las piedras y degritar que el hermano Pellimar, quehabía participado en aquella expediciónen busca de gemas, también había sidoasesinado por la iglesia supuestamentesagrada. Pero no valía la pena y noquería tirarlo todo por la borda. Miró alhermano Braumin Herde, el hombre quetomaría el relevo, y sonrió.

Markwart proclamó a gritos, denuevo, la declaración de que Avelyn era

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un hereje, y luego añadió que Jojonah,por propia confesión, era un traidor a laiglesia.

Entonces el abad Je’howith, elsegundo en la jerarquía de la orden, selevantó y secundó la proposición; trasuna inclinación de cabeza de Markwartque indicaba su conformidad, hizo unaseñal a los soldados.

—De acuerdo con tus propiaspalabras has traicionado a la iglesia y alrey —proclamó Je’howith, mientras lossoldados rodeaban a Jojonah—. ¿Tienesalgo que alegar en tu defensa? —sevolvió hacia los allí congregados—.¿Alguien tiene algo que decir en favor

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de este hombre?Jojonah contempló a los reunidos y

luego miró a Braumin Herde; elhermano, vacilante, permaneció ensilencio.

Los soldados de la Brigada TodoCorazón se abalanzaron sobre el padre,y también otros muchos monjes con labendición de Markwart y de Je’howith;lo golpearon y lo arrastraron hacia lapuerta de la sala. Mientras se lollevaban, Jojonah vio al hermanoFrancis: el monje estaba en silencio, sinparticipar, y parecía angustiado ydesvalido.

—Te perdono —dijo Jojonah—. Al

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igual que Avelyn y que Dios.Poco le faltó para incluir también al

hermano Braumin, pero no podía confiartanto en Francis.

Fue arrastrado al exterior de la salamientras la multitud se enardecía más ymás.

Muchos permanecían todavía en susasientos, sin moverse, asombrados, entreellos el hermano Braumin. El jovenadvirtió que Francis lo estaba mirandofijamente, pero se limitó acorresponderle con una dura mirada.

Más tarde, durante aquel mismo fríodía de Calember, maese Jojonah,completamente desnudo y metido en una

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jaula en la parte trasera de un carro, fuellevado por las calles del pueblo deSaint Mere Abelle, mientras los que loconducían gritaban sin cesar a losinquietos aldeanos sus múltiplespecados y delitos.

Empezaron a insultarlo y a tirarlepiedras. Un hombre corrió hasta el carrocon un afilado palo y se lo clavó confuerza en el vientre causándole unagrave herida.

Los hermanos Herde, Viscenti yDellman, al igual que los demás monjesde Saint Mere Abelle y todos los abadesy padres visitantes, contemplabanimpresionados el espectáculo, algunos

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con horror, otros con satisfacción.Jojonah fue acarreado por las calles

durante más de una hora. Cuando lossoldados de la Brigada Todo Corazón alfin lo bajaron a rastras del carro y loataron a una estaca, era un pobre hombremagullado y destrozado, apenasconsciente.

—Tus actos te han condenado —proclamó Markwart por encima delfrenesí de la excitada turba—. Que Diosse apiade de ti.

Y encendieron la pira bajo los piesde Jojonah.

El anciano padre sintió el mordiscode las llamas en la piel, sintió que le

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hervía la sangre, y que los pulmones leardían cada vez que respiraba. Pero sólodurante unos momentos, pues entoncescerró los ojos y vio…

Al hermano Avelyn que le tendía losbrazos abiertos…

Jojonah no chilló, ni gritó enabsoluto.

Aquello, para Markwart, fue elmayor disgusto del día.

Braumin Herde miró la ejecucióncompleta: vio cómo las llamas trepabanhasta muy arriba y se tragaban a suamigo más querido. A su lado, Viscentiy Dellman hicieron ademán de irse, peroHerde los retuvo y no les dejó marchar.

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—Tenemos que ser testigos —dijo.Efectivamente, fueron los tres

últimos en abandonar el espantoso lugar.—Venid —les pidió Braumin Herde

cuando por fin todo terminó, cuando lasllamas se hubieron apagado porcompleto—. Tengo un libro que tenéisque ver.

En medio de la muchedumbre dealdeanos, Roger Descerrajador tambiénmiraba. Había aprendido muchas cosasdesde que había logrado escapar deaquel monstruo que había destrozado albarón Bildeborough en la carretera alsur de Palmaris. Hacía sólo unas horasque había sabido de Jojonah y de la

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liberación del prisionero medio caballomedio hombre, y si bien las noticias lehabían infundido esperanzas, aquelespectáculo no había hecho más quecausarle desesperación y repugnancia.

Pero lo miró; en aquel momentocomprendió que el padre abad de laorden abellicana era, sin duda alguna, suenemigo.

Muy lejos de aquel lugar, en lastierras del norte de Palmaris, Elbryanabrazaba estrechamente a Pony en unsolitario altozano, mientrascontemplaban la salida de Sheila. Laguerra contra los monstruos habíaterminado, pero ambos sabían que la

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guerra contra un enemigo mucho peor nohabía hecho más que empezar.