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Marcela Ternavasio “ La revolución del voto”
Capítulo seis: Guerra y política: entre la legalidad electoral y la práctica
pactista.
La constitución de 1826, sancionada en un contexto absolutamente
desfavorable marcó la crisis final del Congreso y con ella la de parte de un
grupo dirigente que poco a poco, quedo aislado de la escena política
rioplatense. La renuncia de Rivadavia a la presidencia fue seguida por la
restitución de la provincia de Buenos Aires a su antiguo jurisdicción,
decretándose la reinstalación de la junta de representantes por orden del
presidente provisorio, Vicente López y planes. Las divisiones producidas en el
interior de la elite dirigente a raíz de las discusiones suscitadas en el congreso
habían profundizado la división facciosa y realineado a sus miembros según
una lógica que combinaba la política facciosa con la de los intereses
personales. La nueva legislatura designó gobernador a Dorrego y pocos días
después removió a los diputados por Buenos Aires del Congreso General
constituyente, dando así el golpe de gracia que culminó con su disolución.
Buenos Aires reasumió, nuevamente, la dirección de la guerra y Relaciones
Exteriores, quedando Dorrego al frente de la conflictiva paz con el Brasil y de la
no menos problemática situación que imperaba internamente en el recién
restituido estado provincial. Las elecciones celebradas después de 1827
reflejan la dificultad por separar aquello que en la feliz experiencia había
logrado deslindarse: el plano de la política de la lógica de la guerra.
De la feliz experiencia a la revolución decembrista
Las elecciones se realizaron en un clima de creciente tensión. Una lista de
tendencia Federal obtuvo la mayoría de sufragios. Indudablemente, la
fragmentación en dos campos, unitarios y federales, después de la reunión del
Congreso representaba un clivaje nuevo en el espacio electoral, aunque esto
no debe ocultar la complejidad de los realineamientos políticos. Los miembros
de las elites se enfrentan siguiendo una lógica típica de notables combinada
con una lógica facciosa. El nuevo clima vivido en estas elecciones se diferencio
de aquel predominante en la feliz experiencia no solo por la exacerbación del
espíritu de facción sino por la violencia e intolerancia que impregno los
diferentes momento del acto electoral. Sancion de la ley de prensa de 1828:
abre un periodo de transición hacia una prensa controlada por el estado. Por un
lado, los estratos inferiores de la pirámide electoral comenzaron a expresar
signos de una división. La forma de ir vestido a votar, donde el frac y la levita
presuponía el voto unitario mientras que la chaqueta el voto federal, o las
consignas que los sufragantes proclamaban a viva voz identificándose, en cada
caso con alguna de las dos facciones expresa los cambios producidos en el
universo de los votantes. Por otro lado, una violencia inédita en el ejercicio del
sufragio subraya el segundo elemento de transformación en los comicios; la
violencia fue acompañada por una catarata de denuncias respecto de los
abusos cometidos en el acto de votar. A partir de 1827, la discusión giró
alrededor de nuevos tópicos: la coacción física ejercida por diferentes tipos de
líderes intermedios, la atención entre ley y práctica electoral y los vicios
manifiestos en los momentos de formar la mesa, controlar el voto y realizar el
escrutinio. Todos ellos, al tiempo que obligaban a cuestión la legalidad del acto.
A esto se le sumo la presencia de practicas que, ahora si, podían
catalogarse dentro de la esfera de la corrupción. La suplantación de votos
como la introducción de pliegos una vez concluidas las elecciones, dejaba a las
mesas electorales con una atribución que podía transformar el mas rotundo
triunfo en un fracaso sin precedentes. Las elecciones del 4 de mayo de 1828
constituyeron, en este sentido, el escenario propicio en el que se concentraron
todo los rasgos ya perfilados durante las elecciones de 1827: manipulación,
violencia, vicios, todo fue denunciado en ellas. Las denuncias reflejaban, por
otro lado, la presencia de todos los estratos en las mesas electorales.
Triunfante la lista que apoyaba el gobierno, todos parecieron estar presentes
ese día en los atrios de las iglesias. Las repercusiones que tuvieron los
escandalosos introducidos se manifestaron, en forma inmediata, a través de la
reactualización del viejo dicho de petición y, en el mediano plazo, en el
descrédito de la legalidad electoral. Apenas concluía las elecciones, un grupo
de ciudadanos suscribió una petición que presentaron a la sala de
representantes. En ella, luego de denunciar los escándalos producidos en las
elecciones, solicitaban que éstas fueran anuladas.El nuevo estilo de
participación electoral generó seria preocupación en el interior de los grupos
que conformaban la elite dirigente presentándose como una seria amenaza
para la estabilidad política. La violencia y la corrupción electoral se habían
instalado como problemas y, al mismo tiempo, como argumentos de la
oposición para avalar la primera ruptura de la legalidad electoral producida
luego de 1821.
Revolución y pacto
El 1 de diciembre de 1828 estalló en Buenos Aires una revolución militar,
liderada por el general Lavalle y alentada por algunos dirigentes del unitarismo.
El ejército, recién retornado de la guerra contra el Brasil y disconforme con los
términos de la paz que finalmente debió firmar el gobernador Dorrego, se alió al
descontento previo de los grupos opositores. Las elecciones, viciada por la
corrupción y la violencia, constituyeron el eje de su discurso, tendiente a
fundamentar la ilegitimidad de origen del gobierno derrotado y en
consecuencia, la necesidad de intervenir a través de un movimiento que se
negaba a llamarse a sí mismo revolucionario. El voto consentimiento, por
aclamación de una asamblea, estaba en las antípodas del régimen
representativo que el movimiento pretendía restaurar y cuyo nombre se había
derrocado al gobierno de Dorrego. El problema, en verdad, consistía, como en
el pasado, en revestir de legitimidad un acto que nacía rompiendo con la
legalidad electoral establecida. Esta legitimidad, considerada provisoria debía
adoptar alguna modalidad que pusiera en juego el sufragio. De lo que no se
podía prescindir, entonces, era del voto, finalmente, pese a que la revolución se
hizo en nombre del renacimiento de la provincia, con ella se quebró el inestable
equilibrio que aún se mantenía entre 1827 y 1828 en el estado de Buenos
Aires. La guerra, luego de algunos años de paz suplantaba nuevamente a la
política. La emergencia del liderazgo de rosas dentro de la facción Federal
fueron el vacio de poder producido entre los grupos federales bonaerenses con
el fusilamiento de Dorrego y la movilización rural genera por el golpe
decembrino, abrió nuevos rumbos para la política provincial
El pacto de Cañuelas, firmado entre la base de rosas intentaba concretar la
paz a través del restablecimiento de la legalidad electoral. Este primer intento
por suprimir la competencia y establecer una unanimidad electoral basada en el
mecanismo de la lista única, no resultó fácil de implementar; sobre todo en el
espacio urbano, donde la práctica de la candidatura está muy consolidada.
Diversos grupos de la elite se negaban a aceptar la exclusión a la que habían
sido sometidos. Era claro, que ni rosas ni la base podían representar
respectivamente a las dos facciones en pugna, por las propias divisiones que
existían en el interior de cada una de esas. Menos aún representarles en
aquello que sus miembros no estaban dispuestos a conceder: la deliberación
por la lista de candidatos.
El problema clave era, indudablemente, el momento de la deliberación del
proceso electoral, practicado en el interior de las Elites al discutir las listas.
Esto comenzó ser visualizado como la fuente de conflictividad política más
amenazante. Si se suprimía esta instancia del proceso eleccionario y se
mantenía el momento de la autorización se podrían evitar los males que
aquejaban a la provincia y que impedían fundar un régimen estable de
gobierno. Como en el pasado, el conflicto provenia del espacio urbano: la elite
no acordaba en listas unificadas, ni siquiera dentro de cada facción. Los
sectores llamados unitarios se negaban a aceptar la propuesta expresada en el
pacto de cañuelas que suponía fundir o amalgamar los partidos en uno solo.
Esto significaba continuar con la tradición fundada en 1821 y un régimen de
notables que en esta perspectiva, podía aceptar la nueva división facciosa
producirá luego de la reunión del Congreso. Pero Rosas se negaba a esto;
convencido de las bondades que podían derivar de una práctica pactista, se
preparaba a hacer cumplir lo convenido en canelas.
Los resultados en la ciudad de mostrar el fracaso de la lista pactada entre
Lavalle y rosas. Los llamados unitarios triunfaron. Rosas suspendió las
elecciones de la campaña. Las razones no eran otras que el incumplimiento de
lo acordado en canelas. Esta situación, que colocaba nuevamente a la
provincia al borde de la guerra civil, condujo a la firma de un nuevo pacto en
barracas. Se acordaba, anular las elecciones realizadas en la ciudad y designar
un gobernador provisorio que restableciera la paz para luego convocar
inmediatamente a nuevas elecciones. A partir de ese momento, el movimiento
liderado por Lavalle fue identificado desde el discurso oficial como responsable
de haber quebrado la legalidad representativa. Dicha responsabilidad era
adjudicada, en bloque, a quienes comenzaron a ser llamados salvajes
unitarios. En este marco, el nuevo gobernador electo en 1829, Juan Manuel de
rosas, recibió el título de restaurador de leyes. El papel de la prensa en las
elecciones realizadas entre 1827 y 1828 fue extremadamente significativo. Por
un lado, contribuyó a agudizar las divisiones facciosas existentes y, en
consecuencia, la conflictividad política resultante del fracaso del Congreso. Por
otro lado se convirtió en el testigo más implacable de los abusos cometidos en
los actos electorales. Finalmente, la prensa se erigió en el medio más poderoso
de desconocimiento de los pactos concertados y en la promotora de reeditar la
práctica de las candidaturas en unas elecciones en las que Rosas pretendía
imponer una lista única.
El proceso abierto con el ascenso de Rosas al poder, expresa paulatinos
cambios que encontraran su máxima expresión después de 1835. Tales
cambios estuvieron absolutamente ligados a la percepción que el nuevo
gobernador tuvo de la dinámica politca previa y del papel que las elecciones
habían jugado en ella. En esta perspectiva , el problema radicaba en
transformar las practicas que eran visualizadas como mas amenazantes para el
momento crucial del orden político: la sucesión de las autoridades. La disputa
por las candidaturas era, indudablemente, la que aparecia en el ojo de la
tormenta: su implementación tendia a generar un estado de deliberación
permanente en el interior de la elite, promoviendo divisiones, a no solo en su
propio seno, sino también en el interior de los estratos inferiores de la pirámide
electoral. La existencia de diferentes listas de candidatos dividia las lealtades
de los sectores intermedios. Amplios sectores de la ley se resistieron a aceptar
un subordinado y poco decoroso segundo plano en el control de la sucesión
política. Se necesitarán varios años más para qué Rosas logró imponer,
definitivamente, un sistema de lista única.
Capítulo ocho: La unanimidad rosista
El siete de marzo de 1835, la sala de representantes depositó toda la suma del
poder público en la figura de Juan Manuel rozas. Se abandonaba la costumbre
impuesta en el gobierno anterior de limitar a un año el ejercicio de poderes
extraordinarios. Rosas, no quiso correr riesgos, exigió a la sala someter las
condiciones de su nombramiento a un plebiscito. El nuevo gobernador buscaba
superar el principal obstáculo que había sufrido en su primera gestión. La
capacidad de otorgar poderes extraordinarios al ejecutivo dejaba de ser asunto
privativo de la sala de representantes. El aval que se buscaba en el mundo
elector intentaba sortear el riesgo siempre latente de una elite dividida que
discutia en la legislatura la conveniencia de renovar o no las famosas
facultades extraordinarias. La legitimidad que ofrecia la via plebiscitaria podía
remplazar a la tan temida deliberación facciosa. Toda la retorica publicistica,
sumada a las declaraciones del propio Rosas, agregaban al ya munido
argumento del peligro que amenazaba a la provincia para justificar el
otorgamiento de poderes extraordinarios, un nuevo elemento: la legitimidad
emanada del pronunciamiento popular. Una legitimidad que se fundaba no sólo
en el acto de sufragar, sino básicamente en la uniformidad del voto. La
unanimidad, identificada ahora con la voluntad general se constituyó a partir de
1835, en la base de sustentación del nuevo régimen.
De la disputa por las candidaturas a la lista única
La unanimidad electoral lograda durante el régimen racista fue producto de un
proceso de construcción que acompañó el pulso de los acontecimientos que se
fueron escalonando durante más de 15 años de ejercicio del poder. En el
campo electoral, aunque sin pulso la lista única elaborada desde el gobierno y
desapareció aquella práctica que caracterizó la dinámica electoral durante casi
15 años, dicha imposición requirió, por un lado, una justificación discursiva a
través de la prensa y, por otro, una creciente explicitación por parte del propio
gobernador de la necesidad de suprimir la competencia. La diferencia entre la
retórica de Rivadavia y la publicística rosista posterior a 1835, estaba en la
contundencia de la respuesta.. Frente a la prudencia de aquellos que en la
década del 20, aún advirtiendo los peligros a los que conducía la competencia
electoral, trataban de mantener cierta coherencia entre los principios de libertad
proclamados y la práctica política concreta, los rocistas no dudaban en levantar
el fantasma de la anarquía para justificar la supresión de la oposición.
La opción se planteaba en términos de orden o anarquía. La amenaza
del exilio, la violencia ejercida hacia quienes se manifestaban disidentes el
creciente control de la prensa, hicieron desaparecer a tan característica disputa
de las candidaturas en los días previos a la elección. Esta deliberación fue
reemplazada por el reparto de listas confeccionadas por el propio gobernador
al conjunto de las autoridades provinciales de lo que dan testimonio ciertos
documentos cuya fecha se remonta a las elecciones de 1836. Reducida a
publicar documentos oficiales y anuncios de comercio la prensa dejó de ser,
entonces, uno de los principales escenarios en los que se desarrollaban los
primeros pasos del acto electoral; el protagonismo pasó directamente al
entorno más cercano al gobernador, remplazando a través de las listas únicas
a la vieja práctica de las candidaturas. Luego de 1835, se produjo un
importante recambio dentro del elenco de representantes. Existió una profunda
limpieza producida dentro de la elite dirigente. Los nuevos diputados
constituyeron un grupo leal al gobernador, no estando presentes aquellos
federales que entre 1829 y 1835 le disputaron en el seno de la sala el
otorgamiento de las facultades extraordinarias.
Una vez culminado el primer paso del proceso electoral( la confeccion de la
lista de candidatos) se pasaba a la segunda fase que precedia a la realización
del acto de sufragar y que consistía en la emisión de boletas con la lista oficial
y la circulación de las mismas en un conjunto reducido de autoridades
intermedias. La descripción de esta fase es quizá la que expresa con mayor
exactitud las características asumidas por la maquina electoral. El gobernador
desocupado en persona de cuidar a todos los detalles para cada elección,
controlando desde las pruebas de impresión de las boletas hasta el modo y los
tiempos de distribución de las mismas. El reparto quedaba en manos de
funcionarios del gobierno Una vez que el régimen cobra fuerza, las elecciones
se rutinizaron perdiendo impulso de antaño.
Expansion de la frontera política e inversión representativa entre ciudad y
campo.
La unanimidad Rosita se basó, fundamentalmente, en un proceso de
ruralización de la política. Dicho concepto incluye componentes muy diversos:
la movilización de amplios sectores rurales en apoyo al régimen, el creciente
poder de los hacendados en la nueva estructura estatal bonaerense, la
identificación del gobernador de Buenos Aires con la figura del caudillo-
estanciero, emergencia de un nuevo estilo político fundado en símbolos y
costumbres precedentes del mundo rural. Ahora bien, la realización de la
política implicó, además de todo esto, una creciente institucionalización del
poder del campo. La transformación de la vieja desigualdad representativa
entre ciudad y campaña a favor de esta última, implicó la incorporación de
nuevos partidos rurales a la representación política y la inversión de la fórmula
que otorgaba mayoría de diputados a la ciudad para pasar a tener el mundo
rural una representación superior a la del mundo urbano. La campaña fue el
contrapeso utilizado en el régimen racista para domesticar el espacio que fue
foco de toda disidencia: la ciudad para este proceso se contó con autoridades
intermedias que hicieron posible encauzar y disciplinar la movilización y
participación del mundo rural por los estrechos senderos que el régimen
imponía como legítimos. Los jueces de paz volvieron a absorber prácticamente
las mismas atribuciones de los alcaldes de hermandad.
Voto rural y sectores intermedios
Rosas reformó aún más la autoridad de los jueces de paz con el objeto de
centralizar el control social, económico y político del territorio que estaba bajo
su tutela y lo convirtió en los principales engranajes de su maquinaria en el
campo. La no selectividad del presidente de mesa en el mundo rural constituía
una de las llaves del control electoral en el campo. El mundo rural bonaerense
era bastante heterogéneo. Las evidencias hablan de que en la campaña
convivieron diversas formas de explotación y que la estructura social resultante
fue bastante mas diversas de lo que se pensó. En segundo lugar, subestima la
figura del vecino miliciano en el avance de la nueva frontera al identificar los
comportamientos de estos con los de las fuerzas regulares y deducir, entre
otras cosas, que el voto de las milicias respondia a la misma lógica que la
expresada por las tropas frente a sus jefes. En tercer lugar desconoce que los
jueces de paz no fueron todos hacendados y que, aun en el caso de los
hacendados, la obediencia de la que eran receptores no se debía tanto a dicha
condición sino al hecho de monopolizar en sus manos todas las atribuciones
del poder publico en su juridiccion.
La frontera en el territorio bonaerense se incorporó así, por la vía
electoral, como parte de un proyecto que obtuvo resultados innegables en
aquello en lo que parecía haber fracasado la elite post revolucionaria: imponer
un orden político estable legitimado a través del sufragio. En esta perspectiva,
la creciente preeminencia de la campaña en el régimen Rosis6ta no derivó,
exclusivamente de la pertenencia de rosas y su séquito más cercano al
segmento social en ascenso que convertía a la expansión ganadera en la
principal fuente de riqueza del estado provincial, sino además de la necesidad
de subordinar y domesticar políticamente a la ciudad, foco siempre de toda
disidencia. El campo se convirtió en la base de un régimen plebiscitario al
ofrecer al gobierno un ejército de votantes capaz de avalar, con su
participación, el montaje escenificado por la maquinaria electoral, a la vez que
un modelo de orden social y político que debía extenderse a toda la provincia.
La ruralización de la política durante la época de rosas significó, entonces,
llevar a la ciudad la lógica representativa del campo. El voto por unanimidad,
que en la campaña precedió al ascenso de rosas al poder, se resistía a ser
implementado el más heterogéneo y complejo espacio urbano, donde hasta
1835 la elite no dejó de reivindicar el papel que la ocupaba en la deliberación
de los candidatos. Rozas buscó, con éxito, a suprimir esta tendencia,
absorbiendo la legalidad liberal heredada del espacio urbano para
institucionalizarla con el signo inverso.