manuel diez de velazco - instituciones de derecho internacional - punto 03 y 04 bolilla 05 1

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a , l \ ) > > 5 T - 3f 4 CAPITULO XXII * RÉGIMEN JURÍDICO DE LOS ESPACIOS MARÍTIMOS (I): AGUAS INTERIORES, MAR TERRITORIAL Y ZONA CONTIGUA 1. INTRODUCCIÓN El primer dato que debemos recordar, para acceder al estudio de este sector del ordenamiento internacional, es una evidencia geográfica. La superficie de nuestro planeta ofrece la oposición entre un continente homogéneo y continuo, que son los océanos y mares, y un contenido de apariencia heterogénea, diversa y fraccionada, los continentes e islas. La impresión original y objetiva al ojear nuestro globo es la de que las aguas constituyen una serie o cadena ininterrumpida en longitud y lati- tud, mientras que los continentes más extensos son sólo islas grandes. En definitiva, la tierra es más bien un planeta marino, eminentemente líquido, donde las aguas ocupan aproximadamente las siete décimas partes de su superficie (CHALIAND y R ageau: 51 y ss.). Esta reflexión evita cualquier otra aclaración sobre la trascen- dencia material que encierra la regulación jurídica de esos inmensos espacios, o lo que es lo mismo, la reglamentación de las relaciones estatales respecto del medio marino. También es sabido que durante muchos siglos, y hasta que no fueron eficaces las técnicas a disposición del hombre para el dominio y control de espacios distin- tos del terrestre, la influencia humana fue insignificante y pasajera en los espacios marinos, reduciéndose a actos limitados y particulares llevados a cabo en la superfi- cie. De modo que la necesidad social de una cierta valoración jurídica de los espa- cios marinos, en particular su calificación como territorio y el régimen de su utili- zación, fue aflorando con lentitud y en estrecha relación con los primeros usos humanos del mar, especialmente el militar y el económico. De hecho, el primer uso soberano de las aguas costeras en Occidente fue militar, la policía contra la piratería que asolaba fas costas. A. partir de estos primeros balbuceos, la adaptación progre- siva de las sociedades humanas al mar se ha visto siempre correspondida*por un fe- nómeno formal que es corolario inseparable de la acción humana sobre el entorno, a saber, la inmediata valoración jurídica de dicho espacio (SCHOENBORN: 126-127; GlDEL: 1, 47). * El presente Capítulo ha sido redactado por el Dr. C arlos Jiménez Piernas, Catedrático de Dere- cho Internacional Público de látíniversidad de Alicante. ( 410] I

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a , l \ ) > > 5T - 3 f 4CAPITULO XXII *

RÉGIMEN JURÍDICO DE LOS ESPACIOS MARÍTIMOS (I): AGUAS INTERIORES, MAR TERRITORIAL

Y ZONA CONTIGUA

1. INTRODUCCIÓN

El primer dato que debemos recordar, para acceder al estudio de este sector del ordenamiento internacional, es una evidencia geográfica. La superficie de nuestro planeta ofrece la oposición entre un continente homogéneo y continuo, que son los océanos y mares, y un contenido de apariencia heterogénea, diversa y fraccionada, los continentes e islas. La impresión original y objetiva al ojear nuestro globo es la de que las aguas constituyen una serie o cadena ininterrumpida en longitud y lati­tud, mientras que los continentes más extensos son sólo islas grandes. En definitiva, la tierra es más bien un planeta marino, eminentemente líquido, donde las aguas ocupan aproximadamente las siete décimas partes de su superficie (CHALIAND y Rageau: 51 y ss.). Esta reflexión evita cualquier otra aclaración sobre la trascen­dencia material que encierra la regulación jurídica de esos inmensos espacios, o lo que es lo mismo, la reglamentación de las relaciones estatales respecto del medio marino.

También es sabido que durante muchos siglos, y hasta que no fueron eficaces las técnicas a disposición del hombre para el dominio y control de espacios distin­tos del terrestre, la influencia humana fue insignificante y pasajera en los espacios marinos, reduciéndose a actos limitados y particulares llevados a cabo en la superfi­cie. De modo que la necesidad social de una cierta valoración jurídica de los espa­cios marinos, en particular su calificación como territorio y el régimen de su utili­zación, fue aflorando con lentitud y en estrecha relación con los primeros usos humanos del mar, especialmente el militar y el económico. De hecho, el primer uso soberano de las aguas costeras en Occidente fue militar, la policía contra la piratería que asolaba fas costas. A. partir de estos primeros balbuceos, la adaptación progre­siva de las sociedades humanas al mar se ha visto siempre correspondida*por un fe­nómeno formal que es corolario inseparable de la acción humana sobre el entorno, a saber, la inmediata valoración jurídica de dicho espacio (SCHOENBORN: 1 26-127; GlDEL: 1, 4 7 ).

* El presente Capítulo ha sido redactado por el Dr. C arlos Jiménez Piernas, Catedrático de Dere­cho Internacional Público de lá tín iversidad de Alicante.

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A ) Or ig e n h ist ó r ic o d e l De r e c h o d e l M a r : e l p r in c ip io d e l a l ib e r t a d

DE LOS MARES

Los intereses encontrados de las potencias europeas al iniciarse la carrera colo­nial en el siglo X VI fueron el punto de partida tanto de la formación de fuerzas na­vales estatales permanentes como de una evolución significativa del régimen jurí­dico de los mares (ver, para lo que sigue, C i a l d e a : I, 87-88, 280 y ss., 394 y ss.). En concreto, el origen del poder naval y del conjunto de principios y normas que constituyen el vigente ordenamiento marítimo- internacional radica en la contradic­ción de intereses entre España y Portugal de ún lado, potencias defensoras de su monopolio de comercio y navegación con las nuevas tierras descubiertas, y de otro lado las potencias impugnadoras-del mismo (Países Bajos, Gran Bretaña y Francia), que sostenían el principio de la libertad de los mares, es decir, la libertad de nave­gación por los mismos de los buques de su bandera, principio doctrinalmente ex­puesto por el holandés Hugo G r o c i o en su famoso opúsculo Mare liberum (c. 1608) siguiendo paradójicamente a autores españoles, sobre todo a Femando V Á ZQ U EZ DE M EN C H A C A .

Esta primera etapa fue seguida por la rivalidad anglo-holandesa, que desembocó en las tres guerras navales de la segunda mitad del siglo xvn que concedieron la su­premacía marítima a Gran Bretaña, gracias a la forzada reducción de la capacidad comercial holandesa tras la pérdida del control de las rutas vitales para su marina que pasaban por los mares vecinos de las Islas Británicas. De tal guisa, los británi­cos impusieron primero por la fuerza su monopolio de iure en los mares vecinos, y después de conseguir a lo largo del siglo xvm una fuerza naval suficiente para con- trolarsin oposición el tráfico mercantil y las grandes rutas oceánicas, llegando asi a detentar un monopolio de fa d o sobre el comercio y navegación marítimos mundia­les, propugnaron decididamente el principio formal de la libertad de los mares (FULTON: 9-10, 15 y 21), con tan buena política y fortuna que hasta los años cin­cuenta de este siglo todos los Estados recitaron el principio, pero sólo unas pocas potencias y particularmente Gran Bretaña, poseedoras de los medios económicos, técnicos y humanos adecuados para el uso comercial o militar de los mares, disfru­taron realmente del mismo.

La aceptación del principio de ¡a libertad de los mares por la S.I. acarreaba como consecuencia formal la calificación del mar como res communis omnium, cuya propia naturaleza impedía que fuera objeto de ocupación y posesión. De modo que el espacio marino no sometido a la soberanía estatal y denominado genérica­mente alta mar, a saber, todo el que quedaba fuera de las entonces reducidas aguas interiores y mar territorial, gozaba de un régimen de libertad de uso regido por el principio del mare liberum, ejerciendo cada Estado la jurisdicción exclusiva sobre los buques de su pabellón.

Por tanto, el proceso de creación y desarrollo del Derecho del Mar hasta nues­tros días ha sido eminentemente consuetudinario, gestándose desde e l siglo XVI me­diante los usos y prácticas d e las flotas mercantes y de guerra de Estados europeos con similares grados de desarrollo económico y concepciones políticas. Ello ex­plica los rasgos aristocráticos, la estabilidad, la uniformidad material y la simplici­dad técnica que han definido el Derecho del Mar hasta la segunda, posguerra mun­

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dial, como consecuencia de la convergencia de intereses de esos Estados en el uso del medio marino como vía de comunicación para el comercio y la colonización.

Las primeras matizaciones y revisiones del principio de la libertad de los mares surgieron ya en el mismo siglo XIX, al calor de la denuncia de ciertas prácticas abu­sivas en que degeneraba esa libertad entendida de forma absoluta, como era el caso de la trata de personas; pero se resolvieron por la vía consuetudinaria o convencio­nal mediante la fiscalización de las actividades de buques bajo otro pabellón, el apresamiento de buques dedicados a la trata y la persecución penal de los negreros, sin que se alterase sustancialmente el contenido y simplicidad técnica del mencio­nado principio (O ’CONNELL: I, 19-20; II, 796 in fin e y ss., sobre todo 801-803).

Así las cosas, el primer punto de verdadera inflexión del ordenamiento marí­timo tal como queda instaurado desde finales del siglo xvni lo constituirá el fracaso total de la Conferencia para la Codificación del Derecho Internacional, celebrada en La Haya en 1930 bajo los auspicios de la Sociedad de Naciones, uno de cuyos objetivos era precisamente la codificación del régimen jurídico del mar territorial. Los desacuerdos más importantes en el seno de la Conferencia versaron sobre la extensión del mar territorial y la zona contigua, así como sobre la determinación y régimen de las bahías y aguas históricas (HUDSON: 456-457), lo que delataba la presencia de posturas y prácticas enfrentadas ya con anterioridad a la Conferencia, salvo en el caso de la zona contigua, institución propuesta por vez primera.

En particular, la regla de las tres millas de extensión del mar territorial, apoyada decididamente por las potencias marítimas en la Conferencia, no logrará su consoli­dación convencional, y en cambio se introducirá en la Conferencia la idea de una zona contigua al mar territorial, favorecedora de la ampliación de competencias del Estado ribereño, y que devendrá con el tiempo en institución. El fracaso de la Con­ferencia afectó especialmente, por tanto, a los partidarios de un mar territorial estre­cho o del mar libre más amplio posible, en otros términos, a los Estados defensores del ordenamiento marítimo clásico basado en el conocido principio de la libertad de los mares, que rechazaban la soberanía de los ribereños sobre una extensión apre- ciable de aguas costeras porque significaba el ejercicio de la jurisdicción de esos ri­bereños en espacios donde tradicionalmente, en tiempo de paz, sus barcos sólo se encontraban sometidos a la ley de su propio pabellón, y en tiempo de guerra, sus flotas ejercían una serie de derechos que serían restringidos por cualquier extensión de la zona neutral más allá de las tres millas propugnada entonces por las potencias marítimas como limite máximo en vigor del mar territorial (ViSSCHER: 2 3 3 ).

B ) E l p r o c e s o c o d if ic a d o r d e l D e r e c h o d e l M a r : l a s C o n f e r e n c ia s d e G in e b r a d e 1958 y 1960

Dos décadas después de este primer fracaso codificador, la A.G. de la O.N.U. propuso a su órgano técnico codificador (te Comisión de Derecho Internacional, C.D.I.), con motivo del'inicio de sus trabajos, el estudio de los regímenes del mar territorial y el alta mar, pidiendo prioridad para el tema por Res. 374 (IV) de la A.G., de 6 de diciembre de 1950. La C.D.I. culminó su labor en 1956, transmi­tiendo a la A.G. un Proyecto único articulado de sesenta y tres artículos que regu­

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laba el mar territorial y el alta mar, incluidos temas conexos como la zona contigua, la plataforma continental, la pesca y otros, y donde todavía se apreciaba cierta ins­piración e influencia de la Conferencia de 1930 a través de la personalidad del ho­landés J. P. A. F r a n ç o i s , designado Ponente Especial por la C.D.!., que ya había participado activamente en aquella Conferencia.

Por Res. 1105 (XI) de la A.G., de 21 de febrero de 1957, se solicitó de los Go­biernos el envío de Observaciones al último informe de la C.D.I., al tiempo que se convocaba una Conferencia Internacional para codificar el Derecho del Mar utili­zando como textos básicos los trabajos y el Proyecto de la C.D.I. Esta Conferencia, en la que participaron ochenta y cinco Estados, tuvo lugar en Ginebra del 24 de fe­brero al 27 de abril de 1958, preparándose cuatro Convenios abiertos a la firma el 29 de abril. Sin solución de continuidad, la A.G. convocó por Res. 1307 (XIII) una segunda Conferencia para resolver definitivamente los problemas que habían que­dado pendientes en la primera (especialmente, la extensión del mar territorial y los límites de las pesquerías), reunida también en Ginebra desde el 17 de marzo hasta el 26 de abril de 1960, en la que participaron ochenta y ocho Estados, pero sin que se lograra ningún resultado positivo.

A pesar de la falta de culminación del proceso codificador en 1960, premonito­ria del fenómeno revisor del Derecho del Mar desatado en esa misma década, los cuatro Convenios de Ginebra de 1958 entraron en vigor en corto espacio de tiempo; el Convenio sobre el Alta Mar fue primero en hacerlo, el 30 de septiembre de 1962; seguido por el de la Plataforma Continental, el 10 de junio de 1964; el del Mar Te­rritorial y la Zona Contigua, el 10 de septiembre del mismo año; y finalmente, el 20 de marzo de 1966, entró en vigor el Convenio sobre la Pesca y Conservación de los Recursos Vivos del Alta Mar. España se adhirió a estos cuatro Convenios el 25 de febrero de 1971, entrando en vigor para ella el 27 de marzo de 1971 (ver B.O.E. de 24, 25 y 27 de diciembre de 1971).

No podemos ' detenemo's ahora en el análisis de estos Convenios. Pero, sin ánimo exhaustivo, debemos comentar ciertas aportaciones de esta nueva etapa del proceso codificador del Derecho del Mar advirtiendo previamente que los Conve­nios de 1958 codificaron el derecho consuetudinario preexistente tanto como desa­rrollaron progresivamente el mismo.

En primer lugar, no hubo acuerdo sobre la extensión del mar territorial, pero quedó claro el rechazo definitivo del límite de las tres millas y la tendencia a la ex­tensión de los derechos del ribereño, cuyo reflejo fue el significativo apoyo recibido por la propuesta de un límite de doce millas para el mar territorial. Sin olvidar, ade­más, la formalización de los derechas económicos soberanos del ribereño para la exploración y explotación de los recursos naturales de la plataforma continental ad­yacente al mar territorial (ver arts. 1 a 3 del Convenio sobre la Plataforma Conti­nental); y el inicio de la crisis en que se sumerge desde 1958 la libertad de pesca, una de las grandes libertades tradicionales de alta mar, afectada por los nuevos con­ceptos de conservación e interés vital o especial deí ribereño

«en el mantenimiento de la productividad de los recursos vivos en cualquier parte de la alta mar adyacente a su m ar territorial» (ver arts. 2 y 6.1 del Convenio sobre Pesca y Conserva­ción de los Recursos Vivos del Alta Mar),

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con independencia del poco éxito de las dos Conferencias en la exacta determina­ción de esa zona adyacente. ' . w

En segundo lugar, se vislumbra el nacimiento de un nacionalismo marítimo por parte de los Estados en desarrollo y recién descolonizados, que rechazan el régimen de primacía del principio de la libertad de los mares en cuya formulación ellos no habían participado, por encubrir en realidad una hegemonía de hecho de las anti­guas potencias coloniales en el terreno económico y militar. Ese nacionalismo emergente impedirá, in extremis, en la Conferencia de 1960 el triunfo de la pro­puesta transaccional de Canadá y Estados Unidos conocida por la fórmula 6 + 6 (seis millas de mar territorial más otras seis de zona exclusiva de pesca), máxima concesión que las potencias marítimas parecían entonces dispuestas a realizar frente a las pretensiones de los Estados ribereños para cerrar de una vez el proceso codifi­cador abierto en 1958. De manera que después de 1960, las extensiones del mar te-' rritorial y de las pesquerías bajo soberanía del ribereño seguirán poseyendo el ca­rácter de cuestiones abiertas, sometidas a las tensiones de una práctica estatal contradictoria.

Pero ¿en qué medida la práctica respetó y siguió al menos las estipulaciones de los cuatro Convenios de 1958? La realidad fue que la falta de solución de temas im­portantes, como los recién citados, la independencia de un gran número de Estados sobrevenida en los años sesenta, así como los avances técnicos y las crecientes ne­cesidades humanas, impusieron casi de inmediato el inicio de un amplio proceso de revisión de ese Derecho convencional apenas recién establecido, llevado a cabo por la práctica estatal unilateral o colectiva en el seno de los distintos ámbitos regiona­les, especialmente el americano y el afroasiático.

C ) L a T ercf.r a C o n f e r e n c ia s o b r é e l D e r e c h o d e l M a r y l a C o n v e n c ió n d e 1982

Tal como hemos someramente adelantado, los Convenios de 1958 adolecían de dos defectos principales: 'sufrían lagunas jurídicas jftUy aprecíables, entre otras la falta de extensión del mar territorial, la ausencia de tin'límite estable para la plata­forma continental y la inexistencia de un régimen jurídico para la explotación de los fondos marinos; y tampoco regulaban sistemática y satisfactoriamente otras ma­terias, como las pesquerías costeras y la conservación de los recursos vivos del alta mar. A estos datos se unían las nuevas circunstancias políticas, técnicas y económi­cas que determinaban la estructura de la S.I. de los años sesenta, y que destacamos a continuación sin ánimo exhaustivo:

1) El gran proceso descolonizador de la segunda posguerra supuso el acceso a la independencia de numerosos Estados, dato apreciable en el espectacular aumento de los Estados participantes en la Tercera Conferencia sobre el Derecho del Mar (en adelante, Tercera Conferencia) emprendida por las Naciones Unidas a comienzos de la década de los setenta. Estos nuevos Estados van a diversificar los intereses es­tatales en presencia dentro del ordenamiento marítimo vigente y a desarrollar ese embrionario nacionalismo detectado en las dos primeras Conferencias de 1958 y

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) 1960, basándose para ello en el principio de la soberanía permanente sobre sus re-5 cursos naturales y su derecho al desarrollo económico. De ahí su despego por el ré-l gimen convencional de 1958, en cuya elaboración no llegaron a tomar parte, por ser

contrario a la ampliación de sus competencias sobre los espacios marinos adyacen- ^ tes a sus costas tanto con fines políticos y de segufidad (caso de la propuesta de un

j h- mar territorial de doce millas),'como de explotación exclusiva o preferente de losi ^ < recursos vivos y no vivos del mar (caso de la nueva propuesta de una zona econó- ' O O mica exclusiva de doscientas millas).¡í ^ _j 2) La puesta en práctica de nuevas técnicas para la exploración y explotación ' 2 de ¡os recursos del suelo y subsuelo marinos fuera incluso de la plataforma conti-

^ nental, en los grandes fondos abisales, unida a la explotación masiva de los recursos q vivos a lo largo y ancho de los mares, planteaban por su parte el problema de la^ propiedad de esas riquezas recién descubiertas en los fondos oceánicos, así como elcm de la escasez y riesgos de agotamiento de los recursos y la contaminación o degra­

dación de un medio indiscriminadamente explotado. Todo ello propiciaba también la extensión de las jurisdicciones nacionales hacia el alta mar con el propósito aña­dido por parte-de los ribereños de controlar y evitar al menos en sus aguas adyacen­tes las peores secuelas del desarrollo técnico y económico.

3) También ha contribuido al desprestigio y revisión del ordenamiento marí- 10~)7 timo clásico la paulatina relativización del principio de la libertad de los mares de

la mano de una mayor intervención estatal en el alta mar protagonizada curiosa­mente por las propias potencias marítimas, celosas defensoras del principio. Ade­más del precedente de los liquor treaties celebrados por Estados Unidos en los años veinte, donde se establecían amplias zonas marítimas sometidas al control aduanero y fiscal de este país para impedir el contrabando de alcohol, hay que mencionar re­cientemente la realización de pruebas nucleares en el alta mar a cargo de Estados Unidos, Reino Unido y Francia, cuya licitud ha podido seriamente discutirse con­forme al ordenamiento vigente (GlDEL, 1957: 1 9 8 y ss.); o la creación de las llama­das zonas de identificación para la defensa aérea (Air Defense Identification I o ­nes), adoptadas por un grupo creciente de Estados, entre ellos Estados Unidos — que fue su creador en 1 9 5 0 — , Japón y Canadá, que penetran profundamente en el espa­cio aéreo suprayacente al alta mar, y en las que por razones de seguridad se exige información del plan de vuelo de las aeronaves que pretenden entrar en la zona, po­sición de entrada, posibles alteraciones del plan de vuelo y otros datos (P h a r a n d : 108 y ss.).

Pues bien, la tensión entre las normas en vigor, con las deficiencias reseñadas, y las nuevas realidades y necesidades recién comentadas se va a resolver en una pri­mera etapa que abarca la década de los sesenta por la vía de la acción unilateral par­ticular o colectiva, de la confrontación entre soberanías, y no por la vía de la coope­ración. Esta etapa se caracteriza por la anarquía jurídica imperante en; el medio marino, producto de la batalla legal entre los Estados partidarios del predominio del uso horizontal del mar, es decir, de su función como vía de comunicación.'para las marinas mercantes y de guerra, y tos del predominio del uso vertical del rriár, es de­cir, de su función como espacio de explotación de los recursos renovables y no re­novables del suelo y subsuelo marinos y de la columna de agua suprayacente;. si se

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quiere en términos formales, entre los partidarios de la libertad de los mares y los de la apropiación de los espacios marinos (DUPUY: 11 y ss., y Cap. III).

Esta contradicción principal se iba resolviendo a favor de la imposición del principio de soberanía del Estado ribereño sobre amplias zonas de agua adyacentes a las costas, alcanzando a veces este principio al calor de los intereses económicos un auge desmesurado y desnaturalizado desde una perspectiva lógico jurídica, como en el caso de las reivindicaciones de 200 millas de mar territorial por parte de ciertos Estados americanos, en rigor con fines exclusivamente económicos (V a r ­g a s C arjleÑO: Anexos, 138 y ss., además de 44, 52 y 64; y las aportaciones de Za CKLIN y PAOLILLO en Za CKLIN, comp.: 146 y 238, respectivamente). Por otro lado, la solución de esta confrontación no podía venir de la jurisdicción internacio­nal a causa del grave desfase de los valores y prácticas imperantes entre los Estados en relación con el medio marino, tal como lo demostraron las Sentencias del T.I.J. de 25 de julio de 1974 en el Caso de la competencia en materia de pesquerías, donde el Tribunal quedó peligrosamente dividido en casi dos mitades, representativas ambas de las prácticas estatales en conflicto (I.C.J., Reports 1974: 23 y ss., 46 y ss.).

El desfase del ordenamiento entonces vigente respecto de las nuevas realidades sociales y su impugnación por numerosos Estados reducía el problema, otra vez, a la codificación y desarrollo progresivo del D.I. más que a la aplicación judicial del mismo. Se trataba de volver a la vía de la cooperación y el acuerdo mediante la apertura de un nuevo proceso codificador, el cuarto desde el primer y fallido in­tento de la Sociedad de Naciones y el tercero auspiciado por las Naciones Unidas. Las labores preparatorias de la Tercera Conferencia comenzaron en 1969, en 1973 se celebró en Nueva York el primer periodo de sesiones, dando por concluidos sus trabajos en 1982 tras once periodos de sesiones, después de transcurridos catorce años desde su inicio, siendo hasta ahora la Conferencia codificadora más larga aus­piciada por una Organizáción Internacional, y la Convención resultante la más vo­luminosa de cuantas se han concluido.

El 30 de abril de 1982 se aprobó por la Conferencia la «Convención de las Na­ciones Unidas sobre el Derecho del Mar» por mayoría de 130 votos a favor, 4 en contra (Estados Unidos, Israel, Turquía y Venezuela) y 17 abstenciones (entre las que se encontraba España). La Convención fue firmada por 117 Delegaciones el 10 de diciembre de 1982 en Montego Bay (Jamaica), y abierta a la firma hasta el 9 de diciembre de 1984, en esa fecha la habían firmado 159 Estados pero sólo 13 la ha­bían ratificado, número que ha aumentado lentamente hasta alcanzar las 63 ratifica­ciones en febrero de 1994, teniendo prevista su entrada en vigor el 16 de noviembre de 1994, doce meses después de la fecha en que el Gobierno de Guyana depositó el sexagésimo instrumento de ratificación (art. 308.1 de la Convención) [I.L.M., Vol. XXXIII (1994): 309], España la firmó in extremis el 4 de diciembre de 1984, pero formuló unas declaraciones interpretativas donde sobre todo pretendía tibiamente salvar su posición contraria al régimen de sobrevuelo por los estrechos utilizados para la navegación internacional fijado en la Parte III de la Convención sin violen­tar la prohibición general de formular reservas y excepciones a la misma prevista en su art. 309, además de evitar el uso discrecional en perjuicio de terceros Estados de las competencias concedidas a los Estados ribereños en sus zonas económicas ex­clusivas (TORRES U q e n a , comp.: 357-358). De hecho, el régimen de los estrechos

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usados para la navegación, internacional, previsto en la Convención, parece consti­tuir el obstáculo principal a su futura ratificación por parte de España (R iq u e l m e C o r t a d o : 85-90), cuyo Gobierno no debió siquiera haber firmado la Convención para tratar de salvar algunos testos de nuestros intereses marítimos del naufragio que sufrieron en dicha Convención, como habrá ocasión de ver en los próximos Ca­pítulos.

Aunque la propuesta del Embajador maltés A. PARDO a la A.G. de la O.N.U., remoto origen formal de este último proceso codificador, se refería exclusivamente al estudio del tema del uso pacífico de los fondos marinos fuera de la jurisdicción nacional, y así se incluyó por vez primera en la agenda de la A.G. en 1967, era difí­cil la codificación del régimen de los fondos marinos dejando a salvo el Derecho tradicional aplicable en el resto de espacios marítimos. La propia entidad del pro­blema de los fondos marinos, sus repercusiones en otros espacios y aspectos me­diante la fijación, por ejemplo, de los límites de la zona de fondos marinos, los te­mas pendientes desde 1960 junto a los nuevos datos y circunstancias, y una decidida voluntad política por parte de gran número de Estados de aprovechar la ocasión para revisar a fondo y en su conjunto el Derecho del Mar clásico, conduci­rán naturalmente a que el inicial proceso codificador, de pretendido alcance parcial para un grupo de Estados (entre ellos, Estados Unidos y la Unión Soviética), que deseaban se partiera del Derecho en vigor (los Convenios de Ginebra de 1958) para retener de él lo máximo posible, desemboque ya en 1971 en un proceso global, ca­racterizado además por los siguientes puntos:

1) Por Res. 2467A (XXIII) de la A.G., de 21 de diciembre de 1968, se crea la «Comisión sobre la utilización con fines pacíficos de los fondos marinos y oceáni­cos fuera de los límites de la jurisdicción nacional» (en adelante, Comisión de Fon­dos Marinos), como órgano de naturaleza política dependiente de dicha A.G., inte­grado por delegados de los* Estados y encargado de la preparación de la Conferencia, cuya apertura fijaron para 1973 las Resoluciones 2750C (XXV) de la A.G., de 17 de diciembre de 1970, y 3029A (XXVII), de 18 de diciembre de 1972. Se quiebra así el procedimiento habitual del recurso previo a la labor técnica codifi­cadora de la C.D.I., tal como ocurriera en la Conferencia de 1958. Ahora bien, la reducida capacidad de compromiso de esos delegados dificultará demasiado esta la­bor preparatoria, debido a que los Estados no estaban dispuestos a ceder en sus in­tereses o recurrir a fórmulas transaccionales en una etapa tan temprana del proceso de negociación. Al final, la labor preparatoria no pasó del conocimiento y sistema­tización de las posiciones sostenidas por las partes.

2) El carácter general en extensión y profundidad que alcanzó enseguida el proceso codificador hizo muy compleja la labor negociadora y obligó a seguir adoptando procedimientos distintos de los tradicionales. Además del recurso a un órgano distinto de la C.D.I. a causa del contenido político del proceso que se presu­mía en su alcance total, aspecto ya comentado, debemos reseñar otros dos más: a) La negociación por acuerdo global {package deal), que exigía una negociación con­junta de grupos de problemas claves del régimen de los mares, con el fin de lograr mediante contrapartidas recíprocas una acomodación general de los intereses en presencia, b) El abandono del procedimiento de toma de decisiones previsto en el

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art. 9.2 del Convenio de Viena sobre el Derecho de los Tratados, consistente en el voto mayoritario de dos tercios de los Estados presentes y votantes, y su sustitución por el método del consenso, entendido como una nueva forma «relacional» de favo­recer el acuerdo en el marco de ¡a diplomacia de Conferencias, basada en la regla del acuerdo general frente tanto a la regla de la unanimidad como a la votación co­lectiva «institucional» o regia de la mayoría. Mediante el consenso, vía técnica de adopción de decisiones sobre la que ya hablamos~en el Capítulo I, se corrige el principio democrático del predominio de la mayoría para proteger ciertos intereses minoritarios. El contenido concreto de la regla del consenso en la Tercera Confe­rencia ha sido que las cuestiones de fondo o sustantivas debían adoptarse por este procedimiento, no pudiendo recurrirse a la votación hasta que se agotaran todas las posibilidades de alcanzar un consenso. Al final, la propia Convención de 1982, aunque negociada toda ella mediante consenso, tuvo que adoptarse por votación.

La alianza de todos estos factores contribuyó a la extrema lentitud de las nego­ciaciones y fue determinante de la precaria labor preparatoria, ya apuntada, que f i­nalizó sin lograr ningún proyecto o borrador de artículos, y del consiguiente alarga­miento de la labor sustantiva que se prolongará desde 1973 hasta 1982. El esfuerzo ha sido en parte baldío al haberse finalmente adoptado la Convención por votación y no por consenso, el día 30 de abril de 1982, a causa del desacuerdo básico entre las potencias marítimas y el Grupo de los 77 sobre la Parte XI de la misma, que trata de las instituciones y régimen de explotación de los recursos de la Zona de los Fondos Marinos, lo que ha impedido hasta hoy la firma de la Convención por Esta­dos Unidos, Reino Unido y República Federal de Alemania, entre otros Estados.

En conclusión, la Convención no aporta respuestas definitivas en algunos te­mas, ya por el desacuerdo sobre el régimen que propugna para la Zona Internacio­nal de los Fondos Marinos y Oceánicos (Parte XI de la Convención, arts. 133 y ss.), ya por la vaguedad y naturaleza programática del conjunto de sus normas sobre preservación del medio ambiente (Parte XII, arts. 192 y ss.), por citar dos ejemplos, lo que obligará en el futuro inmediato a atender al proceso de interacción entre sus normas convencionales y la práctica consuetudinaria al respecto para conocer el va­lor normativo real de esas disposiciones. Pero también es cierto que la Convención respeta partes importantes del Derecho codificado en 1958, como el régimen de las aguas interiores, mar territorial, zona contigua y alta mar; y constituye el punto de referencia más importante acerca del régimen jurídico de los mares en nuestros días, donde se aprecia con nitidez el cambio del elemento hegemóníco en la tensión principal que caracteriza al nuevo ordenamiento marítimo.

En efecto, la libertad de navegación como clave de bóveda del ordenamiento marítimo clásico, apenas restringida por la necesidad de seguridad del ribereño in­formadora de las instituciones del mar territorial y la zona contigua, ha sido paulati­namente sobrepasada por la expansión de las competencias estatales para la pose­sión y explotación exclusivas de los recursos marinos adyacentes a las costas, fenómeno que informa, entre otras, las instituciones de la plataforma continental y zona económica exclusiva; al tiempo que paralelamente se ha pretendido atribuir una propiedad y control colectivo sobre las riquezas de los fondos maripos y oceá­nicos fuera de la jurisdicción nacional, con el objetivo de que su explotación bene­

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RÉGIMEN JURÍDICO DE LOS ESPACIOS MARÍTIMOS (I) 4 1 9

ficie a todos los Estados de la C.I. y en particular a los menos desarrollados, y no sólo a los pocos Estados detentadores de los medios técnicos y económicos necesa­rios para llevar a cabo dicha explotación. Así pues, el reparto de los océanos, én ex­presión del profesor R. J. DUPUY, parece poseer a la luz de la propia Convención una naturaleza tanto relaciona^ y descentralizada como institucionalizada y comuni­taria (de nuevo DUPUY: Cap. rV), si usamos los conceptos ya avanzados en el Capí­tulo I de este Manual.

Por el momento es difícil predecir cuál será el camino seguido por la práctica respecto al conjunto de la Convención de 1982, si bien parece cierto que la Conven­ción — a punto de entrar en vigor— está sirviendo de pauta jurídica a los derechos internos y que sus caracteres principales se están reflejando en la práctica estatal, hasta el punto de que podemos afirma^ que instituciones como las de los Estados archipelágicos y la zona económica exclusiva forman parte del D.I. consuetudinario desde hace años, aunque ello no signifique que lo sean conforme estrictamente a lo estipulado en la Convención, sobre todo porque las legislaciones internas tienden a reflejar mejor los derechos otorgados a los ribereños que sus obligaciones para con los otros Estados (WOLFRUM: 143-144).

D ) Pl a n d e e s t u d io

El predominio general del elemento terrestre de la base física del Estado como hábitat donde se desarrolla principalmente la actividad humana, su más fácil pose­sión y delimitación frente a los otros dos elementos componentes del espacio esta­tal, y la tradicional calificación del mar en Occidente como un espacio dependiente, accesorio o marginal respecto del terrestre, han llevado a establecer la jurisdicción del Estado ribereño sobre sus espacios marinos adyacentes partiendo siempre de las aguas costeras en estrecha relación y dependencia de la térra firm a, de modo que el estudio de los regímenes de esos.espacios debe incluir lógicamente:

1) En primer lugar, el análisis de las aguas interiores e históricas, el mar terri­torial y la zona contigua, además de las plataforma continental y zona económica exclusiva, como conjunto de espacios e instituciones en orden de mayor a menor proximidad de la tierra firme sometidos a la jurisdicción del ribereño, generalmente hasta una distancia de 200 millas medidas desde las líneas de base desde las que se establece la anchura del mar territorial.

2) En segundo lugar, el análisis del resto de espacios situados fuera de la ju­risdicción del ribereño, calificados como espacios comunes o de interés internacio­nal (KiSH: 196-199), no sometidos a ninguna soberanía estatal aunque se ejerzan en ellos competencias concurrentes de naturaleza extraterritorial. Se trata, dentro del sector del ordenamiento marítimo, de la superficie y columna de agua situada fuera de las 200 millas, denominada alta mar; y del lecho y subsuelo del mar más allá de las 200 millas o del límite exterior de la plataforma continental, denominada Zona Internacional de los Fondos Marinos y Oceánicos, Zona calificada expresamente por la Res. 2749 (XXV) de la A.G., de 17 de diciembre de 1970, como patrimonio común de la Humanidad no susceptible de apropiación por parte de ningún Estado.

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2. LAS AGUAS INTERIORES

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Desde comienzos de este siglo se ha ido consolidando en la práctica internacio­nal que la autoridad ejercida por el Estado ribereño en su espacio marítimo adya­cente viene determinada esencialmente por la noción de soberanía, por el ius impe- rium del ribereño sobre ese espacio con el fin de proteger un conjunto de intereses de muy diversa índole. En definitiva, la soberanía del ribereño sobre sus aguas in­teriores y territoriales comprende un conjunto o haz de competencias (la legisla­tiva, administrativa y jurisdiccional) cuyo contenido se traduce en el ejercicio de su poder de coerción en esas aguas (observaciones de B a r b o s a DE M A G A LH A ES, en Annuaire, Vol. 45; I, 182-183). Dicho sea esto con carácter previo y general. Pero ahora se impone distinguir las aguas interiores de las territoriales, pues no nos basta saber que la competencia territorial del ribereño alcanza tanto a unas como a otras, sino que necesitamos conocer las diferencias entre uno y otro espacio con­forme al D I. •

A ) C o n c e p t o , d e l im it a c ió n y r é g im e n ju r íd ic o

Cuando el Instituí de Droit International se planteó el problema de la distinción entre aguas interiores y mar territorial años antes de la Conferencia de 1958, no fue posible llegar en su seno a un acuerdo sobre la definición y distinción de ambos es­pacios, aunque respecto a la delimitación de los mismos la opinión general era que la doctrina, la práctica y la codificación coincidían en considerar que el límite exte­rior de las aguas interiores coincidía con el límite interior del mar territorial (A n­nuaire, Vol. 47: II, 171-173 y 175-179, en relación con el vol. 45: I, 123 y ss.), tal como posteriormente se confirmaría en todos los órdenes. En efecto, tanto el Con­venio sobre Mar Territorial de 1958 como la Convención de 1982 definen las aguas interiores por exclusión: sé entienden por tales las aguas marinas o no continentales que tienen su límite exterior en el mar territorial y el interior en tierra firme (art.5.1 del Convenio de 1958; y art. 8.1 en relación con el art. 2.1 de la Convención). Salvo lo dispuesto en la Parte IV de la Convención, dedicada a los Estados archipe- lágicos, que será objeto de estudio en el Capítulo siguiente.

Si volvemos a los trabajos del Instituí, éste decidió entonces ocuparse exclusi­vamente del régimen jurídico aplicable en uno y otro espacio, en las aguas interio­res y el mar territorial, y llegó a la conclusión que la diferencia esencial radicaba en que el ribereño, salvo uso o convenio en contrario, puede rehusar el acceso a sus aguas interiores a los buques extranjeros excepto en caso de peligro, en tanto que en el mar territorial los buques extranjeros gozan de un derecho de paso inocente que comprende también parar o anclar si la navegación, un peligro o fuerza mayor así lo exigiera (Annuaire, Vol. 47: II, 473-476, en particular 474). Los trabajos de la C.D.I., el Convenio de 1958 y la Convención de 1982 confirman de nuevo este pa­recer del Instituí. Y la doctrina se muestra unánime en recoger la posibilidad o no del ejercicio del derecho de paso inocente como la distinción jurídica clave entre ambos espacios (sólo nos consta el desacuerdo de COLOMBOS: 120-121). La Sen­tencia del T.I.J. de 27 de junio de 1986 en el Caso de las actividades militares y pa-

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RÉGIMEN JURÍDICO DE LOS ESPACIOS MARÍTIMOS (I)

ramilitares en y contra Nicaragua (C.I.J., Recueil 1986: 111-112, párs. 212-214) confirma esta opinión general llegando a afirmar el Tribunal, tras sentar la soberar nía del ribereño sobre sus aguas interiores y mar territorial, que: ¡

»<dEs también gracias a su soberanía que eí Estado ribereño puede regular el acceso a sus

puertos» (ibíd.: 111, pár. 213).

Por otro lado y al mismo tiempo, el acceso a los puertos de buques extranjeros se beneficia del principio consuetudinario de la libertad de navegación y comercio, que prohíbe en tiempo de paz cualquier dificultad o impedimento por parte de ter­ceros a la navegación hacia o desde ellos (C.I.J., Recueil 1986'. 111-1 12, pár. 214, y 128-129, pár. 253). La razón principal por la que los ribereños han controlado rigu­rosamente el acceso a sus aguas interiores es que estas aguas se encuentran en ín­tima relación con la tierra y permiten un fácil acceso a ella, .con los riesgos consi­guientes para su seguridad. En otros términos, el concepto de aguas interiores se concibe como una extensión del territorio, afectando a las aguas de puertos, bahías y estuarios, es decir, a aguas estrechamente ligadas y subordinadas al dominio te­rrestre.

Por tanto, el Estado ribereño ejerce en principio sin limitaciones sus competen­cias sobre las aguas interiores, lo mismo que sobre su territorio terrestre. Y puede reservarlas exclusivamente para la pesca en favor de sus nacionales y la navegación de buques de su bandera. Ahora bien, como excepción que confirma la regla de que las aguas interiores pueden incluso cerrarse a la navegación de buques extranjeros, el art. 5.2 del Convenio de 1958 sobre el Mar Territorial y el art. 8.2 de la Conven-

A , ción de 1982, que se expresa en el mismo sentido, imponen la limitación del dere­cho de paso inocente en los casos que, por aplicación del criterio de la línea de base recta para delimitar el mar territorial, pasen a ser aguas interiores zonas de agua que con anterioridad, por aplicación del criterio de la línea de base normal o línea de bajamar a lo largo de la costa, eran consideradas como partes del mar territorial o del alta mar.

Esta excepción se inscribe dentro del conjunto de restricciones impuestas esca­lonadamente por la C.D.I. y la Conferencia de 1 95 8 a las consecuencias del fallo del T.I.J. en el Caso de las pesquerías anglo-noruegas (1 9 5 1 ) . En concreto, y desde un punto de vista estrictamente lógico, la salvedad jurídica del mantenimiento del derecho de paso inocente por aguas interiores que antes fueran mar territorial o alta mar desnaturaliza la calificación como interiores de las aguas encerradas por las lí­neas de base rectas, al someterlas al derecho de paso inocente, como observara SÓ- R £N SE N (1958: 2 4 0 ).

Dentro de la categoría de aguas interiores también pueden quedar comprendidos in extenso no solamente los puertos y las bahías cuyas costas pertenezcan a un solo Estado, sino los lagos y ríos no internacionales (ver arts. 9 a 11 de la Convención). Se consideran igualmente aguas interiores los llamados mares interiores, siempre que sus Otilias pertenezcan en su integridad a un solo Estado, y la anchura del estre­cho o paso áte acceso al mismo no supere el doble de la anchura del mar territorial. Pero de todos estos fenómenos geográficos el que más problemas plantea en cuanto a su concepto y delimitación es la bahía. - ;. •

■ Se entiende por bahía una penetración o hendidura del mar en la costa que

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tenga limitada extensión; y por golfo, una penetración o hendidura de mucha mayor extensión. Sin embargo, la tradición geográfica no ha respetado este matiz y ambos términos se utilizan indistintamente y hasta se invierte su significado. Así, la Bahía de Hudson tiene una enorme extensión, mientras que el Golfo de Saint-Tropez es de extensión reducidísima. Lo más conveniente sería utilizar el nombre corriente que la tradición ha dado a determinados accidentes geográficos, aunque se tienda al uso genérico del término «bahía», usado tradicionalmente por el D I.

Tanto en el Convenio de 1958 sobre el Mar Territorial como en la Convención de 1982 se establece idéntica condición matemática para calificar jurídicamente como bahía una escotadura, que su superficie sea igual o superior a la de un semi­círculo que tenga por diámetro la boca de dicha escotadura (arts. 7.2 del Convenio y 10.2 de la Convención). Esta exigencia debe relacionarse con una segunda condi­ción numérica, de aparente carácter delimitador pero de naturaleza realmente con­ceptual, consistente en que la distancia entre las líneas de bajamar de los puntos naturales de entrada de la bahía no exceda las 24 millas, es decir, el doble de la mayor extensión de mar territorial que puede fijarse de acuerdo con el Convenio en vigor y la Convención de ¡982 (arts. 7.4 del Convenio y 10.4 de la Convención). En este caso, prosiguen los artículos recién citados,

«se podrá trazar una línea de demarcación entre las dos líneas de bajamar, y las aguas que queden asi encerradas serán consideradas aguas interiores».

Por último, en el caso de los ríos, la línea de base desde donde se mida el mar territorial será una línea recta trazada a través de su desembocadura entre los puntos de !a línea de bajamar de sus orillas (arts. 13 del Convenio de 1958 sobre Mar Te­rritorial y 9 de la Convención). Y en cuanto a los puertos, las construcciones por­tuarias permanentes más alejadas de la costa se considerarán parte de ésta a los efectos delimitadores (arts. 8 del mismo Convenio y 11 de la Convención).

Respecto al régimen jurídico de las aguas interiores, es una cuestión que queda en principio confiada a la reglamentación de cada uno de los Estados, según el D.I. Habrá que recurrir generalmente al Derecho'interno para conocer su regulación concreta, salvo los puntos particulares que hayan sido objeto de un acuerdo interna­cional- Si bien, en relación con los buques extranjeros sean de guerra o mercantes, los poderes del Estado ribereño no se ejercen sin matización lo mismo que en tierra firme, lo que hace necesario apuntar los rasgos principales del status de estos bu­ques en las aguas interiores y en los puertos.

B ) Ré g im e n d e l a s n a v e s e x t r a n j e r a s e n l a s a g u a s in t e r io r e s

Y, EN ESPECIAL, LOS PUERTOS

En primer lugar, conviene distinguir si se trata de buques de guerra o mercantes. Se entiende por buque de guerra el que pertenece a las fuerzas armadas de un Es­tado y lleva sus signos exteriores distintivos, se encuentra bajo el mando de un ofi­cial designado por el gobierno del Estado y cuya dotación está sometida a la disci­plina militar (arts. 8.2 del Convenio de 1958 sobre Alta Mar y 29 de la Convención de 1982).

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En tiempo de paz, la entrada de buques de guerra extranjeros en ios puertos Kf O queda sometida a ciertas condiciones. Cada Estado puede, por medio de su legisla-

CO ción, imponer las suyas. Lo más generalizado al respecto es que, en tiempo de paz,q_ la arribada de un buque de guerra esté subordinada a la notificación previa por víao diplomática de su visita, que deberá ser autorizada por el órgano competente, gene-

raímente el Ministerio de Asúntos Exteriores. Así lo establece, por ejemplo, nuestro H ^ 10 ordenamiento interno de acuerdo con los arts. 7 y 8 de la Orden 25/1985, de 23 de

abril, del Ministerio de Defensa, por la que se aprueban las «Normas para las esca-o o o ¡- o

<t toQ<

ca O O las de buques de guerra extranjeros en puertos o fondeaderos españoles y su paso2 Por mar territorial español, en tiempo de paz» (3.O.E. de 14 de mayo de 1985). A

^ los buques de características especiales, como los de propulsión nuclear y los que transportan armamento nuclear u otras sustancias intrínsecamente peligrosas o no­

li ̂ civas, no es habitual que se les permita ia entrada o visita salvo acuerdo en contra-rio, tal como existe entre Estados Unidos y España en el marco de su Convenio so-

cn bre Cooperación para la Defensa de 1 de diciembre de 1988 y en vigor desde el 4de mayo de 1989 (ver art. 12 de la citada Orden Ministerial; y las normas 6 y 7 del Anejo 3, sobre Normas complementarias para escalas de buques, del citado Conve­nio, en B.O.E. de 6 de mayo de 1989).

En tiempo de guerra, en los puertos de Estados neutrales se requiere siempre unaprevia autorización, salvo en caso de peligro de destrucción del buque. En este su­puesto, sin embargo, también puede el Estado negar la entrada, si .bien como excep­ción se permite en los casos de arribada forzosa por avería del barco, limitándose la duración de la estadía a veinticuatro horas, salvo que la legislación interna disponga otra cosa. Esta última regla la encontramos en el art. 12 del Convenio XIII de La Haya, relativo a los derechos y deberes de los neutrales en la guerra marítima.

Tanto en las aguas interiores como en los puertos, los buques de guerra tienen la obligación de observar, entre otras, las leyes de policía, sanitarias, de preservación del medio y de navegación del Estado huésped, y no pueden ejercer actos de autori­dad en los puertos — ver art. 9 de la Orden Ministerial, en especial sus apartados b) y g)— . La práctica más generalizada es que las autoridades locales no conocen de los hechos ocurridos a bordo, pero sí pueden intervenir respecto de los ocurridos en tierra. En resumen, los buques de guerra tíerten la obligación de respetar la sobera­nía territorial del Estado en cuyas aguas se encuentran y el deber de acatar los usos de cortesía y el ceremonial correspondiente, si bien es cierto que éstas últimas obli­gaciones no derivan del D.I. y no son exigibles en virtud del mismo.

Salvo por razones sanitarias o de orden público, los Estados no suelen cerrar el acceso a sus puertos de los buques mercantes extranjeros, garantizado para los Es­tados parte en el Convenio de Ginebra de 9 de diciembre de 1923 sobre régimen in­ternacional de los puertos marítimos. Los buques mercantes tendrán la obligación de respetar las leyes y reglamentos del Estado a cuyo puerto arriban y mientras per­manezcan en él durante su estadía. Por lo que se refiere al ejercicio de la jurisdic­ción penal por el Estado huésped, la mayoría de las legislaciones admite que en los casos de faltas y delitos cometidos a bordo entre tripulantes extranjeros, sin reper­cusión exterior y sin intervención de ningún nacional, se abstengan las autoridades locales de conocer e intervenir en favor de los cónsules del Estado del pabellón del buque.

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4 2 4 INSTITUCIONES DE DERECHO INTERNACIONAL PÚBLICO

C ) B a h ía s y a g u a s h is t ó r ic a s .

El tema de las aguas históricas ha vuelto a cobrar nuevo auge en el Derecho del Mar contemporáneo a pesar tanto del silencio que ha guardado al respecto el pro­ceso codificador, incluida la Tercera Conferencia, como de la antipatía demostrada por las Delegaciones de los nuevos Estados hacia las pesquerías históricas y, en ge­neral, hacia cualquier tipo de título económico adquirido por el largo uso, con el consiguiente perjuicio para Estados con poblaciones tradicionalmente dedicadas a la pesca de altura, caso de España. Pero los datos de la afición creciente a esta insti­tución por parte de Estados tan dispares entre sí como la antigua Unión Soviética, Canadá, Filipinas o Libia, y las connotaciones económicas y ecológicas que junto a las políticas y de seguridad poseen las pretensiones históricas, siempre en favor de la extensión de las competencias del ribereño sobre sus aguas adyacentes, han reno­vado el interés de los Estados por la misma.

Las referencias a los títulos históricos en los textos convencionales que venimos citando no pueden ser, en efecto, más escuetas. La primera referencia se encuentra en los arts. 7.6 del Convenio de 1958 sobre el Mar Territorial y 10.6 de la Conven­ción de 1982, que excluyen del tratamiento establecido para-las bahías a las llama­das históricas, exclusión que al menos nos sirve para afirmar el reconocimiento convencional implícito de las mismas. La segunda referencia se recoge también tanto en el Convenio de 1958 como en la Convención (arts. 12.1 y 15, respectiva­mente), que establecen la excepción de la presencia de derechos históricos o cir­cunstancias especiales para no aplicar la regla de la línea media equidistante en caso de delimitación del mar territorial entre Estados opuestos o adyacentes. Y la tercera, que se recoge por vez primera en la Convención [art. 46.6,)], tiene que ver con la definición de Estado archipelágico: se entiende por archipiélago un grupo de islas, incluidas partes de islas, las aguas que las conectan y otros elementos natura­les, que históricamente hayan sido considerados como formando una entidad geo­gráfica, económica y política. Lo que ha significado trasladar el problema de las pretensiones archipelágicas históricas de ciertos. .Estados al ámbito del Derecho consuetudinario. -s.

La explicación más congruente de esta falta de tratamiento convencional de los títulos históricos sobre las aguas no radica sólo en su inherente dificultad técnica, sino también en el hecho, ya adelantado, de que los títulos históricos han sido mal vistos por la mayoría de las Delegaciones presentes en las tres Conferencias habidas desde 1958, reticentes a la aceptación o consolidación de privilegios .procedentes en la mayoría de los casos de épocas en las que los Estados a los que representaban no existían como entes independientes o estaban sometidos a colonización. En la Con­ferencia de 1958, cuando la Primera Comisión trató el tema de las bahías históricas, se abrió paso un Proyecto de Resolución patrocinado por India y Panamá, que tras ser revisado fue aprobado por amplia mayoría tanto en la Comisión como en el Ple- nario de la Conferenciá^onvirtiéndose en la Resolución VII de su Acta Final, que en esencia postergaba el tema a la espera de un detenido estudio del mismo por parte de la Secretaría General de las Naciones Unidas, que debía ser comunicado a los Estados miembros. Y en la Tercera Conferencia aún ha preocupado menos este tema, quizás porque el consensus logrado sobre la anchura de 12 millas del mar te-

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RÉGIMEN JURÍDICO DE LOS ESPACIOS MARÍTIMOS (I)

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rritorial y sobre las instituciones de la plataforma continental y zona econórriicarex ̂elusiva contribuyó a mitigar las pretensiones históricas, al dejarlas sin causa ó-raizán de ser tanto de naturaleza económica como de seguridad. De ahí que sea obligado recurrir al Derecho consuetudinario para dar contenido a este apartado. s.-.

Para empezar, conviene insistir en las razones materiales de la existencia de esta institución, porque ellas nos permitirán evitar su inadecuada o desproporcionada aplicación. La expresión aguas históricas se aplica genéricamente a aquellas áreas marítimas que, a pesar de estar situadas fuera de los límites normales de la jurisdic­ción de un Estado ribereño, poseen un régimen jurídico como si formaran parte de dicho Estado debido a razones de diversa clase subyacentes en el uso económico, estratégico o de otra índole que el Estado ribereño ha hecho históricamente de esas aguas. Aunque la doctrina de las bahías históricas se incluye actualmente dentro de la más general sobre las aguas históricas, lo cierto es que cronológicamente esta úl­tima no ha sido más que una extensión práctica y doctrinal de la noción de bahía histórica a la que ya se recurría con frecuencia en el siglo XIX (MoOR£: IV, 4332- 4341), y de la que tenemos un testimonio fidedigno en la opinión dei árbitro Luis M. DRAGO disintiendo de la Sentencia arbitral de 7 de septiembre de 1910 en el Caso de las pesquerías costeras del Atlántico Norte, al sostener que

«cierta clase de bahías, que debieran llamarse con propiedad bahías históricas, como las Ba­hías de Chesapeake y Delaware en América del Norte y el gran estuario del Río de la Plata en América del Sur, forman una categoría distinta y separada y pertenecen indudablemente al Estado ribereño, cualquiera que fuera su penetración y anchura de su boca, cuando dicho país ha afirmado su soberanía sobre estas aguas y circunstancias particulares, como su configura­ción geográfica, el uso inmemorial y sobre todo las exigencias de defensa, justifican tal pre­tensión» (P ermanent Courtof Akaitration: 151).

Pero lo que comenzó siendo en origen una doctrina sobre las bahías históricas ha alcanzado con el paso del tiempo un valor y aplicación generales en el D.I., ex­tendiéndose a otros espacios marítimos que nada tienen que ver con el fenómeno geográfico que hemos dado en llamar bahía: es el caso de estrechos, archipiélagos costeros y oceánicos, mares litorales y otros espacios adyacentes a la tierra firme Al ampliarse las reivindicaciones de carácter histórico sobre otros espacios distintos de las bahías, se impuso la utilización de una expresión también más amplia para referirse a la problemática-que estos espacios plantean, la de aguas históricas, como propuso en su día la Memoria sobre «Las bahías históricas» preparada por la Secretaría General de la O.N.U. con motivo de la Conferencia de 1958 (Doc. Of. 1958: I, Doc. preparatorio A/CONF.13/1, p. 2).

Un primer ejemplo de ese fenómeno de ampliación de las reivindicaciones his­tóricas en el Derecho del Mar lo constituye la posición de Noruega en su litigio con el Reino Unido sobre sus pesquerías costeras. Noruega utilizó entre otros argumen­tos la presencia de títulos históricos sobre la zona de pesca en disputa. Alegaba que esos caladeros habían sido tradicionalmente usados por los pescadores noruegos y satisfecho las necesidades económicas de la población costera del norte del país; es más, la zona de pesca exclusiva era aún mucho más extensa en épocas pretéritas, añadían los noruegos (C.I.J., Memoires: I, 562-563 y 571-572). Y pedían al T.I.J. que reconociera la consolidación histórica por un largo e indisputado uso del sis­

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426 INSTITUCIONES D6 DERECHO INTERNACIONAL PÚBLICO

tema de límites noruego que permitía englobar como aguas interiores buena parte de los ricos caladeros del norte del país.

El Tribunal, en su Sentencia de 18 de diciembre de 1951, reconocerá ese pro­ceso de consolidación histórica imprescindible para poder oponer el sistema delimi­tador noruego al resto de Estados interesados, estimando que la notoriedad de la ac­titud noruega, la tolerancia con que contó, y el propio silencio del Reino Unido, potencia marítima con importantes intereses en el Mar del Norte, respaldaban sufi­cientemente la posición histórica noruega (C.I.J., Recueil 1951: 138-139). El propio Tribunal, finalmente, ofrecerá también una definición de aguas históricas como aquellas

«que se consideran aguas interiores, pero que eo ausencia de un título histórico no tendrían este carácter» (ibíd.; 130; cf. Blum: 296 y ss.; y Bouchez:,28I).

Otro significativo ejemplo de ampliación de la primitiva doctrina de las bahías históricas lo proporciona la antigua Unión Soviética, sin que nos conste hasta el momento ningún cambio de posición a este respecto por parte del Estado sucesor, la Federación Rusa. Para este Estado, buena parte de las aguas árticas adyacentes a los ciento sesenta grados que abarca el espacio terrestre de la actual Federación Rusa, que da cara a este Océano, no son alta mar o mar libre. La antigua doctrina soviética ha hablado del carácter especial de estas aguas, muy difíciles o imposibles de surcar sin la ayuda del ribereño. Estas aguas son ahora practicables gracias a los seculares esfuerzos rusos que, desde el siglo XVI, se han empleado en la conquista y colonización de las tierras y costas de Siberia; los intereses rusos en esas aguas son permanentes y muy diversos, aunque destacan los económicos, ecológicos y estra­tégicos. Sobre todo, la importancia de la Ruta del Noroeste para el transporte de las materias primas de Siberia, región muy pobre aún en vías de comunicación, motiva a los rusos a declarar que las aguas árticas están estrechamente ligadas a la vida del continente y que la Ruta del Norte, como ellos la denominan, no es una ruta abierta a la líbrs; navegación de todos los Estados (B U T L E R : 104 y ss.; TuhiKIN: II, 18-19, 28 y 50). ;

Respondían plenamente a la doctrina recién expuesta la Ley soviética de 1971, por la que se creaba la Administración de la Ruta Marítima del Norte con el objeto de controlar y regular el tráfico marítimo y aéreo por dicha ruta, que ni siquiera se determinaba, además de prevenir y eliminar la contaminación del medio en aque­llos parajes [I.L.M., Vol. X I (1972): 645-646]. Y más recientemente, otra Ley de 1983, sobre las fronteras de la antigua U.R.S.S., evidenciaba la persistencia de esta postura al calificar taxativamente como aguas interiores, en su art. 6.4,

«las aguas de bahías, calas, ensenadas y estuarios, mares y estrechos que han pertenecido his­tóricamente a ta U.R.S.S.» vol. XXII (1983): 1057].

Es cierto que una de las mejores formas de defender jurídicamente el uso priva­tivo, tanto económico como estratégico, de las aguas adyacentes a las costas sibe­rianas consiste en alejar de ellas lo más posible las fronteras marítimas y aplicar un régimen de estricto control de esas aguas por parte del ribereño. Y a ello se habían aplicado la doctrina y la práctica soviéticas. A pesar del importante cambio habido

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en la posición de la todavía Unión Soviética sobre temas como el régimen de la na­vegación de los buques de guerra extranjeros por sus aguas interiores y mar territo­rial, ya plenamente adaptado al de la Convención de 1982 como luego veremos, no se ha constatado por ahora variación en la posición soviética (ahora rusa) sobre sus aguas árticas, tema que no ha merecido comentarios con ocasión dei acuerdo de 23 de septiembre de 1989, entre Esfcados Unidos y la Unión Soviética, del que nos ocu­paremos en el apartado sobre el régimen jurídico del mar territorial.

A la luz de estos datos y teniendo presente lo sostenido por el T.I J. en su Senten­cia de 1951, las aguas históricas son aquellas que normalmente se considerarían for­mando parte del alta mar si no fuera porque en razón de circunstancias excepciona­les gozaran de un status especial. Si la existencia de esas circunstancias poco usuales fuera probada, el Estado que reclama para algún espacio adyacente ese status estaría legitimado para que se le reconocieran ciertos derechos que van más allá de los que tradicionalmente se aceptan en favor de los Estados ribereños (BLUM: 247).

Como los títulos históricos se establecen a expensas o en detrimento del princi­pio de la libertad de los mares que rige en el alta mar, que provee a éste espacio de una naturaleza jurídica de res communis de interés internacional, es lógico que cualquier cambio que se pretenda en una parte de este espacio afecte normalmente al conjunto de Estados de la S.I. (de nuevo BLUM: 248 y 251-253; JENNINGS: 23 y 39-40). De forma que ninguna pretensión histórica sobre dicho espacio puede acep­tarse si no es mediando ante todo la aquiescencia de los Estados afectados por la misma, es decir, del conjunto de Estados de la S.I.

La aquiescencia necesaria para la consolidación de un título histórico debe en­tenderse como una tolerancia generalizada o ausencia de oposición o protesta res­pecto a una situación que requeriría de las mismas con el objeto de evidenciar la re­acción frente a cierto estado de cosas contrario a derecho (BLUM: 60 y ss.; BOUCHEZ: 273 y ss.). Ahora bien, si se produjera un acto positivo de aceptación de la situación por parte de terceros estaríamos en presencia de un reconocimiento, acto que debe distinguirse de la ausencia de reacción contraria al uso particular que conduciría con el paso del tiempo e su consolidación (aquiescencia).

Pero la aquiescencia de terceros debe ir siempre referida a una situación obje­tiva, constituida por la manifestación de la autoridad efectiva, continua y notoria de un Estado sobre un área determinada de agua como condición o requisito de va­lidez de cualquier presunción de aquiescencia; aunque la naturaleza física del me­dio marino obligue a una aplicación laxa de esta condición, ya que la autoridad es­tatal se ejerce en el mar de forma más esporádica y aislada que sobre el espacio terrestre, de modo que no hace falta que el Estado ribereño ejerza todos los dere­chos y cumpla todas las obligaciones que comporta la noción de soberanía, conten­tándose tradicionalmente con reglamentar la pesca en esas aguas y prohibirla, en todo caso, a los extranjeros (BLUM: 254-255 y 261; BOUCHEZ: 244-250; RlGALDIES: 102-103; contra, O ’CONNELL: I, 428 y 434). Además, el control efec­tivo de una determinada área de agua no es ni puede ser nunca un fin en sí mismo, sino una simple condición que debe someterse a la prueba del reconocimiento o aquiescencia de la pretensión por parte del resto de Estados interesados, ya que afecta a un espacio común de todos los Estados, el alta mar; de modo que es la acti­tud de esos Estados, más que el control efectivo y el paso del tiempo, el elemento

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ese n c ia l d e la co n so lid a c ió n de un tirulo h istórico (BOUCHEZ, 1962: 1 7 3 -1 7 4 y 182; GOLDIE: 2 2 0 in fine-116).

Por último, ai tratarse de derogaciones del ordenamiento común cuya consolida­ción depende del comportamiento del resto de Estados, requieren el paso del tiempo para llegar a conocer su alcance real y asegurar la certeza de la presunción de aquiescencia por silencio o ausencia de reacción contraria (BOUCHEZ: 2 5 0 -2 5 7 ). En este sentido, los intereses o necesidades vitales, aunque puedan demostrarse y evidencien la vinculación entre aguas y tierras, siendo motivo para el uso de un de­terminado espacio de agua por parte de un Estado, nunca llegarán a ser elementos suficientes para la consolidáción histórica de un título soberano sobre esas aguas, que seguirá exigiendo del uso presente y el paso del tiempo, condiciones — eso sí— para cuya evaluación concreta desempeñarán un papel importante esos intereses o necesidades. En caso contrario, no estaríamos en presencia de un título histórico (JENNINGS: 2 5 -2 6 y 7 1 -7 3 ; O ’CONNELL: 1 ,4 3 8 ) .

Precisamente esta condición temporal, junto a la publicidad en una fecha muy tardía (1955) de la pretensión histórica filipina sobre las aguas comprendidas den­tro de las coordenadas fijadas en el art. III del Tratado de París de 1898 entre Es­paña y Estados Unidos, además de la contestación expresa que ha sufrido, impiden, por ejemplo, conceder valor jurídico a dicha pretensión. En cambio, puede acep­tarse la consolidación histórica de la delimitación tradicional del Reino de Tonga fi­jada en 1887, consistente en cuatro coordenadas geográficas en forma de rectán­gulo con puntos de base marinos en lugar de terrestres, que encierran una amplia extensión de agua en tomo al archipiélago principal. Ya que cumple con el requisito del paso de un periodo de tiempo suficiente, y no ha sido impugnada por ningún Estado a pesar de su publicidad, sobre todo desde 1971, fecha en que la Proclama de 1887 fue distribuida a todas las Delegaciones de la Comisión de Fondos Marinos (ver la Proclama en U.N.t»oc. ST/LEG/SER.B/18: 32).

Además de las ya mencionadas de Chesapeake y Delaware, suele citarse como- ejemplo de bahia histórica la de Fonseca, reconocida como tal en ia Sentencia del Tribunal Centroamericano de 9 de marzo de 1917f^ue la sometió al condominio de sus tres Estados ribereños (El Salvador, Honduras y Nicaragua); este régimen ha sido respetado y consolidado por la Sentencia del T.I.J. (Sala), de 11 de septiembre de 1992, en el Caso de la diferencia fronteriza terrestre, insular y marítima entre El Salvador y Honduras. Por otro lado, la declaración unilateral del Gobierno libio de 10 de octubre de 1973 que proclamaba su plena soberanía sobre todo el Golfo de Sidra y el cierre de sus aguas mediante una única línea de base recta de unas 300 millas de longitud entre Bengasi y Misurata, alegando entre otros argumentos unos pretendidos títulos históricos sobre dichas aguas, ha sido radicalmente contestada diplomática y materialmente desde esa misma fecha por parte de algunas potencias occidentales, entre ellas Estados Unidos, cuyas, fuerzas armadas se han visto involu­cradas en enfrentamientos aeronavales con fuerzas libias en agosto de 1981 y marzo de 1984 con ocasión de maniobras realizadas por la VI Flota en aguas de dicho Golfo (F r a n c io n i: 85 y ss.; S p in n a TO: 65-70). Al margen de la calificación de es­tos incidentes, la pretensión libia carece de todo fundamento si atendemos a las condiciones de validez de los títulos históricos ya expuestas (B l u m , 1986: 671-675; Fr a n c io n i , 96-101; S p in n a t o , 76-77).

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3. EL MAR TERRITORIAL . _ . :

A) C o n c e p t o

#La soberanía del Estado ribereño se extiende, más allá de su territorio y aguas

interiores, a una franja de mar adyacente tradicionalmente denominada mar territo­rial. La expresión mar territorial es hoy generalmente admitida y ha sustituido a otras como «aguas jurisdiccionales» o «territoriales». Los hitos más significativos del proceso de consolidación de la institución del mar territorial han sido, sin duda, las Conferencias de 1930 y 1958, ya citadas, a pesar del fracaso de la primera y de las ambigüedades y lagunas de la segunda. Én 1930 se acepta explícitamente en un foro colectivo la soberanía del ribereño sobre su mar territorial (S. de N., Con/é- rence: III, 43-44 y 65, y arts. 1 y 3 del Informe Final de la Comisión de Aguas Te­rritoriales, en 212-213). Y en 1958 se consagra formalmente qüe dicha soberanía se ejerce sobre el mar territorial, su espacio aéreo suprayacente, y el lecho y subsuelo de ese mar (arts. 1 y 2 del Convenio de 1958 sobre el Mar Territorial). Acuerdo que se ha mantenido en su integridad en la Tercera Conferencia (art. 2 de la Convención de 1982). •

B ) A n c h u r a y l ím it e s

A .Ya sabemos que el desacuerdo sobre la anchura del mar territorial constituyo

una de las principales razones del fracaso de la Conferencia de 1930. A pesar de la pretensión de las Delegaciones de Estados Unidos y Reino Unido de que la Confe­rencia aceptara la anchura de tres millas como regla en vigor, lo cierto es que al me­nos dieciocho de las Delegaciones presentes rechazaron esta regla, frente a sólo diez Delegaciones partidarias decididas de la misma (S. de N., Conférence\ III, 123- 125). De cualquier forma, al término de la Conferencia podía afirmarse desde cierta perspectiva que la anchura aceptada para el mar territorial en 1930 era, al me­nos, de tres millas.

En la Conferencia de 1958 tampoco se logrará determinar esta anchura, si bien del texto de los arts. 1 y 24.2 del Convenio sobre el Mar Territorial se induce que la extensión del mar territorial más la zona contigua, espacio que estudiaremos des­pués y que es continuación geográfica del mar territorial, no podía sobrepasar las doce millas. Puede afirmarse también que en 1958 se abandona en favor de límites mayores, como el que nos ocupa de las doce millas y otro de seis millas, todo in­tento de imponer la regla de las tres millas.

En la Tercera Conferencia se acordó, finalmente, una extensión máxima de doee millas (algo más de veintidós kilómetros) para el mar territorial, con indepen­dencia de la extensión de la zona contigua (art. 3 de la Convención); lo que ha su­puesto un nuevo avance de los partidarios de la ampliación de los espacios marinos sujetos a la soberanía del ribereño. A doce años de la fuma de la Convención, que entrará en vigor próximamente, la anchura de doce millas constituye ya una regla consuetudinaria en virtud de la práctica estatal concordante incluso de los Estados más opuestos en su origen a dicha extensión [I.L.M., Vol. XXV111 (1989):'284;

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«United Kingdom Materials», 1989: 663-666]. Pero caben excepciones. Así, salvo acuerdo en contrario, los Estados adyacentes o con costas situadas frente a frente no podrán extender su mar territorial más allá de una línea media determinada de forma tal que todos sus puntos equidisten de los puntos del mar territorial de cada Estado; aunque la presencia de derechos históricos u otras circunstancias especiales podrá hacer inaplicable esta disposición y obligar a los Estados implicados a deli­mitar su mar territorial de otra forma (art. 12.1 deí Convenio de 1958 sobre Mar Te­rritorial, recogido textualmente en el art. 15 de la Convención).

Nos queda ahora averiguar desdé dónde se mide exactamente dicha anchura, sa­ber con exactitud cuáles son la línea de base o límite interior del mar territorial y la línea o límite exterior de dicho mar.

La línea de base normal desde donde se ha medido generalmente el mar territo­rial es «la línea de bajamar a lo largo de la costa» (art. 3 del Convenio de 1958), es decir, aquella que sigue el trazado actual de la costa en marea baja. La práctica deli- mitadora de los Estados no suele especificar qué línea de bajamar, ya que hay va­rias opciones, se emplea para medir la anchura del mar territorial; cuando se con­creta, suele ser la línea de bajamar media durante las mareas vivas, en otros términos, la altura media de la línea de bajamar en la época que se producen las mareas más altas y bajas del año, calculada por ciclos de unos diecinueve años de duración. España, como veremos infra, se inclina en su práctica por medir la an­chura del mar territorial, si no se establecen líneas de base rectas, desde la línea de bajamar escorada, o línea de bajamar más baja de todas, que se produce en los equi­noccios de invierno y otoño. En cuanto al límite exterior del mar territorial, debe correr paralelo y a una distancia de esa linea de base que sea siempre igual a la an­chura de! mar territorial; pero no se especifica ni aconseja método alguno para el trazado de ese límite exterior (art..6 del Convenio de 1958). Estas mismas reglas se mantienen en los arts. 4 y 5 de la Convención.

También se regula el trazado de lineas de base recias en tanto que excepción a la línea de bajamar como límite interior normal del mar territorial, aceptada por el T.l.J. en su conocida Sentencia en el Caso de las¿pesquerías (ChjI.I, Recueil 1951:116). De acuerdo con los arts. 4 del Convenio de 1958 y 7 de la Convención de 1982, podrá utilizarse excepcionalmente este nuevo sistema consistente en el tra­zado de lineas rectas que unan los puntos de referencia apropiados de la costa, cuando ésta tenga profundas aberturas y escotaduras, o haya una franja de islas a lo largo de ella situadas en su proximidad inmediata, pudiendo tenerse en cuenta sólo para el trazado de determinadas líneas los intereses económicos de la región si su realidad e importancia están demostradas por un prolongado uso de las aguas. Pero la validez juridico-intemacional de este trazado depende de que se cumplan los si­guientes requisitos:

1) Las líneas rectas no deben apartarse de forma apreciable de la dirección ge­neral de la costa.

2) Las zonas de mar encerradas por esas líneas, situadas entre éstas y la tierra firme, deben estar suficientemente vinculadas al dominio terrestre para someterlas al régimen de las aguas interiores.

3) Las líneas rectas no pueden trazarse hacia o desde elevaciones que emerjan

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en la bajamar, a menos que se hayan construido sobre ellas faros o instalaciones análogas que se encuentren constantemente sobre el nivel del agua.

4) El trazado de líneas rectas no puede aislar del alta mar o zona económica exclusiva el mar territorial de otro Estado.

5) La delimitación deberá publicarse en cartas marinas y el ribereño les dará adecuada publicidad, en participar depositando ejemplares de las mismas en la Se­cretaría General de la O.N.U.; esta obligación se amplía a toda delimitación prevista para fijar la anchura del mar territorial (art 16 de la Convención).

Como casos particulares a efectos delimitadores pueden citarse las islas y las elevaciones o fondos que emergen en bajamar. El art. 10 del Convenio de 1958, se­guido por el art. 12Í.1 de la Convención, concede un tratamiento clásico a la isla: la define como una extensión natural de tierra rodeada de agua, que se encuentra so­bre el nivel de ésta en pleamar. Su mar territorial se mide de acuerdo con las dispo­siciones ya expuestas. En cambio, el art. 121.3 de la Convención introduce la res­tricción de no considerar como islas las rocas no aptas para mantener habitación humana o vida económica propia; igualmente, el pár. 2.° del mismo artículo se re­fiere a otras disposiciones de la Convención (caso de los arts. 74 y 83), donde tam­bién se establecen restricciones a los plenos efectos delimitadores de las islas a la hora de fijar su zona económica exclusiva y plataforma continental. De estas res­tricciones nos ocuparemos en el Capítulo correspondiente.

Las elevaciones o fondos que emergen en la bajamar para quedar sumergidos en pleamar no tendrán mar territorial propio, salvo que se encuentren total o parcial­mente dentro del mar territorial de un continente o isla, en cuyo caso podrán utili­zarse para medir dicho mar territorial (arts. 11 del Convenio de 1958 y 13 de la Convención). Por último, otra novedad y contribución de la Convención de 1982 al desarrollo progresivo del Derecho del Mar es la regulación que ofrece su art. 6 de los límites del mar territorial en atolones e islas con arrecifes costeros, estable­ciendo en estas circunstancias geográficas como línea de base para medir la an­chura del mar territorial la líneavde bajamar del lado del arrecife que da a mar abierto (NACIONES UNIDAS, Líneas de base: 6-15). Esta regla es de aplicación en diversos parajes del planeta donde abundan las formaciones coralinas, bien atolones o islas con arrecifes coralinos próximos a la costa.

Sólo nos queda advertir, antes de entrar en la valoración de las normas que aca­bamos de exponer, que los métodos delimitadores recién expuestos no tienen carác­ter excluyente, y pueden combinarse a discreción del ribereño siempre que éste res­pete las reglas aquí recogidas (ver art. 14 de la Convención, donde se ha otorgado carta de naturaleza a una posibilidad ya implícita en el Convenio de 1958).

Caben, al menos, dos observaciones generales del proceso codificador sobre la anchura y delimitación del mar territorial. En primer lugar, respecto a las reglas de- limitadoras, el Convenio de 1958 codificó o declaró dos normas consuetudinarias, a saber, la regla de la línea de bajamar y la delimitación tradicional de las islas, asi­milándolas a la térra firm a continental. En cambio, los arts. 4 y 5 de ese mismo Convenio, dedicados al nuevo sistema de líneas de base rectas, constituyeron en re­lación con las reglas tradicionales sobre delimitación de los espacios marítimos un desarrollo progresivo del D.l. bajo la forma de una interacción cristalizadora entre

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costumbre y tratado cuyo origen fue la Sentencia de 1951. También representa un desarrollo bajo esa misma forma cristalizadora la norma sobre los arrecifes del art.6 de la Convención, que en el resto de cuestiones delimitadoras ha respetado en ge­neral incluso el tenor literal del Convenio de 1958.

En segundo lugar, también conviene reseñar las restricciones más importantes establecidas en el Convenio de 1958, y por ende en ¡a Convención, respecto del contenido en materia delimitadora de la Sentencia del T.I.J. en el Caso de las pes­querías: además de la ya comentada desnaturalización de la calificación como inte­riores de las aguas encerradas al estar éstas sometidas al derecho de paso inocente, ahora nos interesa destacar la consideración que se hace de los intereses económi­cos de una región sólo para el trazado de «determinadas líneas de base», siempre y cuando este trazado se justifique previamente por razones geográficas (ver arts. 4.4 del Convenio y 7.5 de la Convención). Por tanto, no se considerarán las razones económicas argumento principal para el trazado de líneas de base rectas, aunque junto a las circunstancias geográficas puedan propiciar restringidamente dicho tra­zado.

C) R é g i m e n j u r í d i c o

La regulación del mar territorial se establece en el Convenio de 1958 sobre el Mar Territorial y la Zona Contigua y en la Convención de 1982. Nos ocuparemos sólo del régimen de las aguas, pero conviene recordar que el espacio aéreo supraya- cente al mar territorial se encuentra sometido a la soberanía sin restricciones del Es­tado ribereño de acuerdo con los arts. 1 y 2 del Convenio de Chicago de 1944 aún en vigor, sin ningún derecho de paso para aeronaves civiles o militares de otro Es­tado. Si bien la práctica convencional es pródiga en concesiones taxativas y regla­mentadas de los ribereños para sobrevuelos y escalas técnicas de aeronaves extran­jeras, casi siempre bajo condición de reciprocidad, con el objetivo de favorecer y hacer más seguro el tráfico aéreo. Ni el Convenio de 195& ni la Convención de 1982 han aportado cambios a este respecto, hecha la sal vedad del régimen fijado en esta última para los estrechos utilizados para la navegación internacional, que estu­diaremos en el Capítulo siguiente.

El régimen jurídico del mar territorial viene determinado por el principio de la soberanía del ribereño sobre esas aguas, matizado por ciertas restricciones o excep­ciones fundamentadas en el principio de la libertad de comercio y navegación, siendo la excepción más importante el derecho de paso inocente‘(arts. 14.1 del Convenio de 1958 y 17.1 de la Convención). Sin desdeñar tampoco la regla de no aceptación de la jurisdicción civil y penal del ribereño en su mar territorial (arts.20.1 y 19.1 del Convenio, y arts. 28.1 y 27.1 de la Convención), salvo casos taxati­vamente fijados en esos mismos artículos.

El derecho de paso por el mar territorial, ya admitido en la Conferencia de 1930 (S. de N„ Conférence: II, 12-13, 15, 17-18, 21, 66-68, 70, 74-76 y ss.; y III, 59 y 187), comprende la navegación lateral, de paso o tránsito, y perpendicular, de entrada o salida, por dic».o mar (árts. 14.2 del Convenio y 18.1 de la Convención), debiendo ser el paso «rápido e ininterrumpido», abarcando también «el derecho a

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detenerse y fondear» en tanto que «incidentes normales» impuestos por la navega­ción o a causa de fuerza mayor (arts. 14.3 del Convenio y 18.2 de la Convención).

El paso se presume inocente mientras «no sea perjudicial para la paz, el buen orden o la seguridad del Estado ribereño» (arts. 14.4 del Convenio de 1958 y 19.1 de la Convención); adicionalmente, se exige a los submarinos que naveguen en su­perficie y muestren su pabellón para que su paso pueda calificarse como inocente (arts. 14.6 del Convenio de 1958 y 20 de la Convención). Esta vaga noción de ino­cencia, favorable a una interpretación discrecional dél ribereño, es completada en 1958 y también en 1982 con la facultad que se concede a éste para reglamentar el paso en materia de navegación y transportes [arts. 17 del Convenio de 1958 y21.1 .a) de la Convención]; para tomar las medidas necesarias, inclusive la expul­sión, a fin de impedir todo paso no inocente por su mar territorial (arts. 16.1 del Convenio de 1958 y 25.1 de la Convención); y hasta para «suspender temporal­mente, en determinadas áreas de su mar territorial», el mismo paso inocente, siem­pre que no se discrimine entre terceros y lo exija la seguridad del ribereño, quien en principio estimará unilateralmente la presencia de esta exigencia (arts. 16.3 del Convenio de 1958 y 25.3 de la Convención).

Ahora bien, el Convenio de 1958 sobre el Mar Territorial estableció excepcio­nalmente que no podría suspenderse el paso inocente «en los estrechos que se utili­zan para la navegación internacional» (art. 16.4), rigiéndose en lo demás el paso inocente por estos estrechos conforme a lo convenido en los artículos recién cita­dos, incluida la prohibición del sobrevuelo de aeronaves civiles y militares por los mismos, pues, como sabemos, el derecho de paso inocente no afecta en absoluto al espacio aéreo. Aunque no es el momento de exponer siquiera la definición de estre­cho usado para la navegación internacional, o más sencillamente estrecho internan cional, advirtamos al menos que en 1958 el régimen de paso inocente abarcaba por igual al mar territorial incluidos los estrechos internacionales, hecha la salvedad de la prohibición de suspender el paso en éstos. En otros términos, había una unidad de régimen.

Tanto en el Convenio de 1958 como en la Convención de 1982 se reconoce el derecho de paso inocente a los buques mercantes; a los barcos de pesca, siempre que cumplan las leyes y reglamentos dictados y publicados por el Estado ribereño para evitar que tales buques pesquen en el mar territorial [arts. 14.5 del Convenio y 19.2.i) de la Convención]; a los submarinos bajo las condiciones ya vistas; a los bu­ques de Estado -—no privados— afectos o no a actividades comerciales; y, final­mente, a los buques de guerra; siempre que cumplan las disposiciones establecidas al efecto por el Estado ribereño (arts. 23 del Convenio y 30 de la Convención). En 1958 se consagró formalmente el derecho de los buques de guerra al paso inocuo por el mar territorial,-consolidado en 1982; este derecho, rechazado por la Delega­ción de Estados Unidos en la Conferencia de 1930, fue defendido en la Conferencia de 1958 por la mayoría de Delegaciones occidentales, en especial la estadouni­dense. Y su inclusión en el Convenio de’ 1958 ocasionó cierto número de reservas al mismo como prueba de que no se trataba de la mera declaración de una regla con­suetudinaria previa.

Si bien la Convención de 1982 no ha entrado aún en vigor, el derecho de paso inocente de los buques de guerra por el mar territorial es hoy una regla consuetudi*

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nana general cuya aplicación auspician ya celosamente, entre otros Estados, las dos mayores potencias marítimas en virtud del acuerdo de 23 de septiembre de 1989, entre Estados Unidos y la Unión Soviética, sobre interpretación uniforme del régi­men establecido en la Convención de 1982 para el paso inocente de buques, inclui­dos los buques de guerra, por el mar territorial; acuerdo que fue posible gracias a la previa adaptación en 1983 de la legislación soviética en esta materia al régimen consensuado en la Convención de 1982 [Treves: 43-44; Queneudec, 1985: 786- 787; Vol. XXIV (1985): 1715-1717 y ss.; y Vol. XXVIII (1989), 1444-1447.«Practice of the U.S.», 1990: 239-242].

Entre las novedades aportadas por la nueva Convención de 1982 destaca la lista cerrada de actos no inocentes, que comprende doce posibilidades, a la que habrá de atenerse el ribereño para calificar como no inocente ,el paso por su mar territorial de un buque extranjero (art. 19), alejando así los riesgos interpretativos a los que antes exponía la fórmula ambigua de que el paso no perjudicara la paz, el orden o la se­guridad del ribereño. En la lista se refieren, entre otros, la prohibición de ciertas ac­tividades de los buques de Estado, como la amenaza o el uso de la fuerza, los ejer­cicios o prácticas con armas, el movimiento de aeronaves u otros dispositivos militares, las actividades de investigación, o la perturbación de las comunicaciones del ribereño, y como cajón de sastre la fórmula genérica de «cualesquiera otras ac­tividades que no estén directamente relacionadas con el paso» [art. 19.2.1)].

Otra novedad, también restrictiva para el ribereño, es que la ordenación del paso por su parte se someta a una lista cerrada de materias que puedan ser objeto de las leyes y reglamentos dictados a ese fin (art. 21), excluyendo o exceptuando expresamente todo lo relacionado con el

« d is e ñ o , construcción, dotación o equipo de buques extranjeros, a m enos que (las leyes y reglam entos) pongan en efecto reglas o norm as Internacionales generalm ente aceptadas»(art. 21.2);

lo que supone rechazar por el momento cualquier acción de naturaleza estructural, preventiva y unilateral por parte del ribereño contra ciertos riesgos o peligros que pueda correr su medio marino, por ejemplo su contaminación grave.

En relación con el control de la seguridad de la navegación y la reglamentación del tráfico, primer apartado de la lista de materias del art. 21 que están sujetas a la voluntad reguladora del ribereño, esta cláusula representa la facultad del ribereño para establecer vías marítimas y esquemas de separación del tráfico aplicables en principio a cualquier buque extranjero que pase por su mar territorial, y en particu­lar a los buques de características especiales, como los de propulsión nuclear. A la hora de fijar las vías y esquemas, el ribereño debe tener en cuenta las «recomenda­ciones» de la Organización Marítima Internacional (O.M.I.; ver su Convenio consti­tutivo en B O E . del 10 de marzo de 1989), los canales tradicionalmente usados para la navegación internacional, tas características de ciertos buques y canales y, en fin, la «densidad del tráfico», pero sin quedar nunca bajo el control de esa Organización Internacional la fijación concreta de dichas vías y esquemas (art. 22).

Las condiciones exigidas por los Estados ribereños en la Tercera Conferencia para el paso de buques de guerra y de características especiales apenas se recogen en la Convención de 1982, salvo — en primer lugar— la obligación para estos últi­

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mos dé «tener a bordo los documentos y observar las medidas especiales de precau­ción que para tales.buques se hayan establecido en acuerdos internacionales»..(ait 23). En segundo lugar, la responsabilidad del Estado del pabellón de los buques jíe guerra y públicos dedicados a fines no comerciales por daños causados al ribereño durante su paso, «como resultado del incumplimiento... de las leyes y reglamentos» sobre dicho paso (art. 31). Y*en tercer lugar, la consabida facultad de exigir a los buques de guerra que abandonen el mar territorial, interrumpiendo o suspendiendo su paso, cuando incumplan esas leyes y reglamentos y no acaten la invitación a ha­cerlo (art. 30), regla ésta ya incluida en el Convenio de 1958 (art. 23).

El Convenio de Ginebra de 1958 imponía al Estado ribereño determinadas obli­gaciones respecto al derecho de paso inocente, que ha respetado lá Convención de 1982. Son las de no poner dificultades para el ejercicio del mismo (arts. 15.1 del Convenio y 24.1 de la Convención); no imponer gravámenes o tasas por el solo he­cho del paso (arts. 18 del Convenio y 26 de la Convención); y hacer conocer de ma­nera apropiada los peligros que amenacen la navegación en su maí territorial (arts.15.2 del Convenio y 24.2 de la Convención).

La segunda gran excepción al principio de la soberanía del ribereño sobre su mar territorial afecta al ejercicio de su jurisdicción civil y penal en estas aguas. El Convenio de Ginebra de 1958 y la Convención de 1982 prescriben lo siguiente:

1.°) Respecto a la jurisdicción civil, la regla general contenida en los arts. 20.1 del Convenio y 28.1 de la Convención dice:

«El Estado ribereño no deberá detener ni desviar de su rata 3 un buque extranjero que pase por su m ar territorial, para ejercer su jurisdicción civil sobre una persona que se encuen­tre a bordó.»

Dicha regla tiene dos excepciones: a) la posibilidad de llevar a cabo medidas de ejecución o precautorias en materia civil por obligaciones o responsabilidades con­traídas por el buque con motivo ,de o durante su paso por las aguas del Estado ribe­reño (arts. 20.2 y 28.2, respectivamente); y b) la posibilidad de tomar medidas pre­cautorias y de ejecución que la legislación del Estado ribereño permita en los casos de detención en el mar territorial o de paso por el mismo procedente de aguas inte­riores (arts. 20.3 y 28.3, respectivamente).

2.°) ■ Respecto al ejercicio de la jurisdicción penal, la regla general contenida en los arts. 19.1 del Convenio y 27.1 de la Convención, es en principio negativa para el Estado ribereño; pero admite las cuatro excepciones siguientes: a) si la in­fracción tiene consecuencias en el Estado ribereño; b) si es de tal naturaleza que pueda perturbar la paz del país o el orden en el mar territorial; c) si el capitán del buque o el cónsul del Estado cuyo pabellón enarbola el buque pide la intervención de las autoridades locales; y d) si es necesario para la represión del tráfico de estu­pefacientes (arts. 19.1 y 27.1, respectivamente).

El Convenio y la Convención distinguen, finalmente, si el buque procede de aguas interiores, en cuyo caso es posible hacer-detenciones a bordo o instruir las di­ligencias que prescriba la legislación del Estado ribereño (arts. 19.2 y 27.2, respec­tivamente). Por el contrario, si el buque procede de un puerto extranjero y se en­cuentra solamente de paso por el mar territorial, sin entrar en aguas interiores, no

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está facultado el Estado ribereño para proceder a detenciones o a la instrucción de diligencias por las infracciones penales cometidas antes de que el buque entre en su mar territorial (arts. 19.4 y 27.5, respectivamente), salvo lo dispuesto en caso de violación de leyes y reglamentos dictados de conformidad con la Parte V («Zona Económica Exclusiva») y en la Parte XII («Protección y preservación del medio marino») de la Convención de 1982.

Por último, es sabido que, hasta que no entre en vigor la Convención de 1982, todas sus disposiciones que no repitan y desarrollen, sino que modifiquen o contra­digan lo prescrito en el Convenio sobre el Mar Territorial de 1958, condicionan su valor jurídico a cuál haya sido la práctica estatal posterior a 1982, que se ha incli­nado claramente durante esta década por la consolidación del régimen jurídico esta­blecido en 1982. Una vez en vigor la Convención de 1982, a partir de noviembre de 1994, su art. 311.1 establece que prevalecerá sobre éste y los otros tres Convenios de Ginebra de 1958 en las relaciones entre los Estados partes.

D ) R e g l a m e n t a c i ó n e s p a ñ o l a s o b r e s u m a r t e r r i t o r i a l

La reglamentación española se remonta a la Real Cédula de 17 de diciembre de 1760. Recientemente, nuestra legislación ha recogido la tendencia a ampliar a 12 millas náuticas (22.222 metros) la extensión de la jurisdicción del ribereño. El pro­ceso de ampliación de la jurisdicción española más allá del límite tradicional de las sets millas que habían alcanzado al menos las competencias fiscal y pesquera ejer­cidas por el Estado español, lo inició la Ley 20/1967, de 8 de abril (B.O.E. de 11 de abril de 1967), y el Decreto del Ministerio de Hacienda 3281/1968, de 26 de di­ciembre (B.O.E. de 20 de enero de 1969), que modificó el art. 33 de la Ordenanza de la renta de aduanas, que extendieron a doce millas las aguas españolas a efectos pesqueros y fiscales (aduaneros y de represión del contrabando), respectivamente.

Posteriormente, España reguló ya coa carácter general su mar territorial por me­dio de la Ley 10/1977, de 4 de enero (B.O.E.^áe 8 de enero de 1977), donde se fijan doce millas de extensión para dicho mar (art. 3), ejerciendo el Estado español su so­beranía «sobre la columna de agua, el lecho, el subsuelo y los recursos de ese mar, así como el espacio suprayacente» (art. 1). Se considera como su límite interior la línea de bajamar escorada o las líneas de base rectas que el Gobierno decidiera es­tablecer en el futuro (art. 2), aduciéndose en favor del uso de las líneas rectas las ventajas técnicas que reportan para la delimitación de una costa irregular como la española y para la determinación de la línea de equidistancia con loá Estados veci­nos (ver Preámbulo). Ya que la delimitación del mar territorial con los países veci­nos o situados frente a 'lás costas españolas se hará por medio de tratados, o a falta de éstos, no se extenderá

«más allá de una linea media determinada de forma tal que todos sus puntos sean equidistan­tes de ios punios más próximos de las lineas de base a partir de las cuales se tnide la anchura del m ar territorial de cada uno de dichos países, trazadas de conformidad coo el Derecho In­ternacional» (art. 4).

En los demás casos, el límite exterior del mar territorial español estará determi­

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nado por una línea en la que todos sus puntos se encuentren a doce millas de los puntos más próximos de las líneas de base (de nuevo art. 3).

Apenas unos meses después, por Real Decreto 2510/1977, de 5 de agosto (B.O.E. de 30 de septiembre*de 1977), se procedió precisamente a la delimitación de la línea interior de todas las aguas ((jurisdiccionales» españolas a efectos pesque­ros medíante un sistema de líneas de base rectas (Preámbulo y art. 1), sustituyén­dose el trazado de la línea de bajamar escorada establecida en la Ley de 1967 tam­bién a efectos exclusivamente pesqueros. En este Real Decreto no se hace ninguna referencia a la Ley de 4 de enero de 1977 ya citada, sino a la de 1967 donde, ade­más de extenderse a doce millas las aguas pesqueras españolas, se fijaba el método delimitador de la línea de bajamar, que ahora era sustituido.

Si tenemos en cuenta el fallo del T.I.J. en el Caso de las pesquerías (1951), donde a pesar de tratarse de la delimitación noruega de su zona de pesca exclusiva el Tribunal entendió —siguiendo a ambas Partes— que, en rigor, los límites interior y exterior de esa zona representaban también los del mar territorial (C.I.J., Recueil 1951: 125), cabe pensar en el caso de España que esta nueva delimitación de las lí­neas interiores desde donde se mide la zona de pesca de las doce millas afecta o cu­bre también la extensión del mar territorial propio, sobre todo si atendemos al reen­vío que para conocer el límite interior de nuestro mar territorial hace la disposición transitoria de la Ley de 1977 al Decreto que desarrolla la Ley de 1967.

Por demás, la delimitación convencional del mar territorial español a que se re- fiere el art. 4 de la Ley de 1977 está compuesta por cierto número de tratados, entre los que destacaríamos el Tratado con Portugal de 27 de marzo de 1983 relativo al río Miño; el Convenio relativo a la pesca en el Bidasoa y Bahía de Higuer de 14 de julio de 1959, entre España y Francia (B.O.E. de 2 de febrero de 1965); el Convenio de París de 29 de enero de 1974 (B.O.E. de 4 de julio de 1975) sobre delimitación del mar territorial y la zona contigua en el Golfo de Vizcaya (Golfo de Gascuña); o el Convenio hispano-portugués sobre delimitación del mar territorial y la zona con­tigua en las desembocaduras de los ríos Miño y Guadiana, firmado en Guarda el 12 de febrero de 1976, sin ratificar por parte portuguesa.

En cuanto a Gibraltar, la disposición final 1.* de la Ley 19/1977, de 4 de enero, hace la salvedad de que

«el presente texto legal no puede ser interpretado como reconocimiento de cualesquiera dere­chos o situaciones relativos a tos espacios m arítim os de Gibraltar, que no estén comprendidos en ei art. 10 del Tratado de Utrecht de 13 de julio de 1713 entre las Coronas de España y Gran Bretaña».

Esta salvaguarda también es recogida en las «Declaraciones interpretativas formu­ladas por España en el momento de la firma de la Convención de las Naciones Uni­das sobre el Derecho del Mar, el día 5 de diciembre de 1984», donde además se añade que la Resolución III de la Tercera Conferencia sobre Derecho del Mar, que pretende proteger los legítimos intereses marítimos de los territorios cuyos pueblos aún no han accedido a la independencia,

«no es aplicable al caso de la Coloma de Gibraltar, la cual está som etida a un proceso de des­colonización en el que son aplicables exclusivamente las Resoluciones pertinentes adoptadas

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por la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas» (T orres Ug e n a : 357, para las «Declaraciones»; y United N attons, The Law o f the Sea: 183, para la Res. ¡1!; cf. L evie , 83-92).

Por otra parte, las plazas de soberanía de Ceuta y Melilla, los peñones de Vélez de la Gomera y Alhucemas y el archipiélagO de las Chafarinas siguen sin tener formal­mente establecida la delimitación de sus respectivos mares territoriales con los te­rritorios vecinos del Reino de Marruécos, y no es previsible un acuerdo al respecto por las diferencias entre ambas partes sobre las reglas delimitadoras aplicables al caso; la parte marroquí, en concreto, pretende desconocer la soberanía española so­bré esas posesiones al trazar las líneas de base rectas para medir la anchura de su mar territorial ( O r j h u e l a CA LATAYUD: 343 y 347).

Finalmente se establecía que «la nueva Ley [la Ley 10/1977] no afectará a los derechos de pesca reconocidos o establecidos en favor de buques extranjeros en vir­tud de Convenios internacionales» (art. 5). La prescripción era razonable, ya que España tenía suscritos convenios de pesca por los que se permitía ésta dentro del mar territorial a nácionales de otros Estados bajo ciertas condiciones, como era el caso del Convenio de Pesca de Londres de 9 de marzo de 1964 o del Acuerdo Ge­neral de Pesca con Francia de 20 de marzo de 1967 (B.O.E. de 8 de diciembre de 1970). Pero el Acuerdo marco de pesca entre España y la Comunidad Europea fir­mado el 15 de abril de 1980 y en vigor desde el 22 de mayo de 1981 (B.O.E, de 25 de marzo de 1982), y la posterior adhesión a la Comunidad por Tratado firmado en Mádrid el 12 de junio de 1985 y en vigor desde el 1 de enero de 1986 {B.O.E. de la misma fecha), han supuesto un cambio sustancial del régimen pesquero convencio­nal aplicable en nuestro mar territorial, del que sólo restan respecto de otros Esta­dos miembros de la Comunidad los derechos particulares recíprocamente concedi­dos a barcos franceses dentro de las doce millas de mar territoriál español en virtud de acuerdos y prácticas tradicionales, amén de las actividades.también recíprocas de pesqueros portugueses en nuestro mar territorial reducidas al ámbito de los acuerdos fronterizos del Miño y del GuadiaualfP ASTOR REDRUEJO: 614-615, 621 y 622).

Por última, hay que hacer notar que el Estado español ha regulado por la Ley 53/1982, de 13 de julio (B.O.E. de 30 de julio de 1982), las infracciones administra­tivas en majaría de pesca marítima que cometan los buques extranjeros en las aguas bajo jurisdicción española y los buques españoles. Las referidas infracciones son las previstas en las disposiciones legales y reglamentarias y en los Convenios de pesca en vigor.

Respecto al paso por el mar territorial español de buques de guerra extranjeros, nuestra reglamentación sigue fielmente lo convenido en-1958 y 1982. El art. 11 de la Orden Ministerial 25/1985, de 23 de abril, ya citada, establece que no se requiere autorización especial para el paso inocente de dichos buques, pero exige que osten­ten el pabellón de su nación y se abstengan de

«detenerse; arriar embarcaciones; poner en vuelo aeronaves; efectuar maniobras, ejercicios, trasvases o traslados de cualquier clase, ni realizar trabajos hidrográficos u oceanográficos. Los submarinos navegarán en superficie.»

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Igualmente, para «efectuar algún ejercicio o cualquier otra operación fuera, del simple paso», será preciso obtener por vía diplomática autorización previa del Go­bierno español.

4. LA ZONA CONTIGUA '

El Comité Preparatorio para la Conferencia Codificadora de 1930, una vez que hubo comprobado el desacuerdo de los Estados consultados sobre la extensión del mar territorial, propuso en su día, como Base de Discusión número 5 para los traba­jos de la Conferencia, la transacción del establecimiento de una zona adyacente al mar territorial limitada a una extensión máxima de doce millas medidas desde la costa, de modo que la suma de las extensiones del mar territorial, para el que se proponía en la Base número 3 una anchura mínima de tres millas, y de esa nueva zona adyacente o contigua no sobrepasara las doce millas (S. de N., Conférence: II, 34). Esta solución transaccional de una zona contigua, afecta a cierta jurisdicción del ribereño sin perder su naturaleza de alta mar, cobrará importancia en los debates de la Conferencia a pesar de que tampoco se alcanzara un acuerdo al respecto, lo que resulta explicable por ser tema muy relacionado con el de la extensión del mar territorial, no cabiendo más que una solución global de ambos (RAESTAD: 138).

Sí se consiguió, en cambio, aproximarse a una definición o delimitación jurídica de la nueva zona gracias a una propuesta del profesor GlDEL, miembro de la Dele­gación francesa, conforme a la que se mantenía la naturaleza de alta mar de las aguas adyacentes al mar territorial, sometiéndolas al mismo tiempo a derechos o competencias especiales, fragmentadas y limitadas en favor del ribereño (S. de N., Conférence: III, 31). No se avanzó más en la elaboración de la nueva institución porque la Delegación de Gran Bretaña se negó rotundamente a reconocer status ju­rídico a dicha zona por temor a que abriera paso a posteriores ampliaciones del mar territorial; en tanto que otras delegaciones, como las de Italia y Portugal, también la rechazaron pero por entender que la institución del mar territorial garantizaba efi­cazmente los intereses de los ribereños frente a una desconocida y ambigua pro­puesta de nueva institución (S. de N., Conférence'. III, 210 — Informe Final de la Comisión— ; GíDEL: III, 481 y 486).

Habrá que esperar a la Conferencia de 1958 para que esta noción se transforme en institución. La llamada «zona contigua» es recogida en el art. 24 del Convenio sobre el Mar Territorial y la Zona Contigua, que la define como

«una zona de alta m ar contigua al mar territorial»

donde el ribereño ejerce la vigilancia necesaria para prevenir o perseguir las viola­ciones de sus reglamentaciones aduanera, fiscal, de inmigración y sanitaria que puedan cometerse o se hayan cometido en su propio territorio o en su mar territorial (art. 24.1); pero sin poder aplicar en dicha zona su legislación pena! y administra­tiva (SÓRENSEN, 1960: 156).

La zona contigua se configura así como un nuevo espacio para la protección de ciertos intereses del ribereño en una extensión de mar más amplia, que mantiene la

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naturaleza ju r íd ica d e la s agu as de la z o n a co m o aguas lib res o alta mar, jr ev ita que el ribereño recurra en d efen sa de su s in te reses a ex p a n sio n es unila tera les de su m ar territorial. E sta ú ltim a es q u izás la fu n c ió n prim ordial a l m en o s para un se ctor d e la doctrina (M c D o u g a l y B ü RKE: 5 7 8 ) . E n este sen tid o , e l art. 2 4 .2 d el C o n v en io de 1958 p rescrib ió q u e la anchura de la zo n a con tig u a «n o se p u ed e exten d er m ás allá de d o ce m illa s , con tadas d esd e la lín ea de b ase d esd e d on d e se m id e la anchura del m ar territorial».

En otros términos, su extensión « é pQflHt w lia.pasaf, sumada a la del mar terri­torial, las doce millas. Ahora bien, la Convención de 1982, que ha mantenido el nú­cleo de esta institución en términos casi idénticos (ver su art. 33), ha modificado en cambio tanto su extensión como la naturaleza jurídica de sus aguas. En efecto, res­pecto a su extensión, el art. 33.1 de la Convención prevé que la

«zona contigua no podrá extenderse más allá de 24 millas marinas contadas desde las líneas de base, a partir de las cuales se mide la anchura del m ar territorial».

La ampliación es lógica consecuencia de la nueva anchura del mar territorial fi­jada por el art. 3 de la Convención de 1982 en un máximo de doce millas, lo que supone que los Estados que fijen dicho límite máximo quedarían en la práctica sin zona contigua por aplicación del art. 24.2 del Convenio de 1958. De ahi la amplia­ción de la anchura máxima permitida hasta veinticuatro millas.

En cuanto a la naturaleza jurídica de la zona contigua, observamos que en el Convenio de 1958, donde dicha zona se calificaba expresamente de alta mar, su ré­gimen residual quedaba inspirado por el principio de libertad de los mares propio de ese espacio. Pero la Convención de 1982, al autorizar su Parte V (arts. 55 y ss.) el establecimiento por el ribereño de una zona económica exclusiva de hasta 200 millas medidas desde las líneas de base también usadas para fijar la anchura del mar territorial, impide ya que la zona contigua forme parte del alta mar, siendo su régimen residual el de la zona económica exclusiva con la que.se superpone (ver en particular arts. 58 y 86 de la Convención). vtSwr

En España, el establecimiento de un mar territorial de doce millas por Ley 10/1977, de 4 de enero, dejó sin efecto el ya citado Decreto 3281/1968, de 26 de di­ciembre, donde se fijaba coffíines fiscales una zona de aguas jurisdiccionales de doce millas. Por tanto, era oportuno que España instaurara una zona contigua de doce millas para completar la anchura de veinticuatro millas de mar territorial y zona contigua que hoy autoriza el D.I., con el objeto sobre todo de contribuir más eficazmente a la represión del contrabando, tal y como ha hecho Francia por Ley número 87-1157, de 31 de diciembre de 1987, relativa a la lucha coñtra el tráfico dg estupefacientes (QUENEUDEC, 1987: 645-646).

El Gobierno español había optado hasta ahora por otras medidas. El Real De­creto 1119/1989, de 15 de septiembre (B.O.E. de 19 de septiembre), por el que se regulaba el tráfico de embarcaciones especiales de alta velocidad en las aguas marí­timas españolas, se había justificado en la aplicación de convenios internacionales sobre seguridad de la navegación de los que España es parte, y en la vigente Ley 22/1988, de 28 de julio, de Costas, que dispone el uso libre, público y gratuito de nuestro dominio público marítimo-terrestre siempre que dicho uso se realice de acuerdo con la legislación aplicable. En su virtud, el citado Real Decreto establecía

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un estricto control en nuestros puertos de embarcaciones especiales de alta veloci­dad susceptibles de ser empleadas para el ejercicio de actividades ilícitas gracias a su potencia y velocidad, como ha venido ocurriendo en las rías gallegas donde han sido utilizadas para introducir gran cantidad de estupefacientes en nuestro país. Fi­nalmente, el art. 7.1 de la Ley 27/1992, de 24 de noviembre, de Puertos del Estado y de la Marina Mercante (B.O.E. de 25 de noviembre), incluye la zona contigua dentro de las aguas «en las que España ejerce soberanía, derechos soberanos o ju­risdicción», y la

«extiende desde el límite exterior del m ar territorial hasta las veinticuatro millas naúncascontadas desde las líneas de base a partir de las cuales se mide la anchura del m ar territorial».

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