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Manos de agua Francisca Meza Bernstein Desde que tengo ocho años mis manos sudan. No es un sudor leve, son ríos profusos que corren y se vuelven goterones que caen de mis manos al suelo. Por supuesto no siempre es así, sería insufrible. Digo que esto partió a los ocho años porque desde ese momento recuerdo claramente mis diversas peripecias para sobrellevar este “asunto”. Tengo una foto que lo demuestra. Aparezco en el auditorio de mi colegio y tengo un micrófono en la mano derecha. Sé que es una foto de segundo básico porque recuerdo que mi profesora jefe era la Sandra Frabasile, una mujer que a primera vista parecía dura y estricta, pero que aunque lo era en cierto modo, temprano uno se daba cuenta de que era más bien una impostura de su profesión. Al lado mío estaba el Francisco Díaz y un poco más allá, la Anita Rodríguez. El Francisco me mira de reojo con una sonrisa que no se si calificar de cómplice o burlesca. Y la Anita muestra una mueca bastante fea, que denota lo absorta que estaba en sus pensamientos. Probablemente pensaba en lo que diría después de mí y de Díaz, pues nos encontrábamos dando nuestras opiniones acerca de lo que nos parecía el colegio. Recuerdo exactamente lo que dije: “No me gusta que el colegio sea tan competitivo”. El fotógrafo me captó en el preciso instante en que pronunciaba la “o”, no sé si de colegiO o de competitivO, que para el caso venía a ser lo mismo. El fotógrafo también captó mi mano, la que sostenía el micrófono. Estaba brillante de sudor. Esa es la prueba de que este asunto comenzó-al menos- en aquella época.

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Cuento. 2013.

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Page 1: Manos

Manos de agua Francisca Meza Bernstein

Desde que tengo ocho años mis manos sudan. No es un sudor leve, son ríos profusos que corren y se vuelven goterones que caen de mis manos al suelo. Por supuesto no siempre es así, sería insufrible.

Digo que esto partió a los ocho años porque desde ese momento recuerdo claramente mis diversas peripecias para sobrellevar este “asunto”. Tengo una foto que lo demuestra. Aparezco en el auditorio de mi colegio y tengo un micrófono en la mano derecha. Sé que es una foto de segundo básico porque recuerdo que mi profesora jefe era la Sandra Frabasile, una mujer que a primera vista parecía dura y estricta, pero que aunque lo era en cierto modo, temprano uno se daba cuenta de que era más bien una impostura de su profesión.

Al lado mío estaba el Francisco Díaz y un poco más allá, la Anita Rodríguez. El Francisco me mira de reojo con una sonrisa que no se si calificar de cómplice o burlesca. Y la Anita muestra una mueca bastante fea, que denota lo absorta que estaba en sus pensamientos. Probablemente pensaba en lo que diría después de mí y de Díaz, pues nos encontrábamos dando nuestras opiniones acerca de lo que nos parecía el colegio.

Recuerdo exactamente lo que dije: “No me gusta que el colegio sea tan competitivo”. El fotógrafo me captó en el preciso instante en que pronunciaba la “o”, no sé si de colegiO o de competitivO, que para el caso venía a ser lo mismo.

El fotógrafo también captó mi mano, la que sostenía el micrófono. Estaba brillante de sudor. Esa es la prueba de que este asunto comenzó-al menos- en aquella época.

Cuando escribía en mis cuadernos, quedaban tan mojados que a las hojas se les hacían agujeros. Yo, tan preocupada del orden de mis materiales escolares no tardé en darme cuenta de que debía encontrar una rápida y eficaz solución al problema.

Mi ingeniosa solución consistió en proveerme de una regla, del ancho del borde de mi mano, en la cual me apoyaba para escribir. La deslizaba con destreza por el cuaderno y así protegía a la hoja de la corrosión del agua salina que emanaba de mis manos.

La primera regla que ocupé fue una que me trajeron mis padres de un viaje a Jamaica que hicieron solos. La regla decía Jamaica, JaMAIca, Jamaica, JamaicA, en toda su superficie, en diferentes tamaños de letras y diversas tipografías.

El único problema de esa regla es que era muy larga, por lo que era algo incómoda y demasiado vistosa.

No recuerdo si fue este inconveniente u otro motivo el que me hizo cambiarla por un nuevo ejemplar. Esta nueva regla era mucho más pequeña y cabía perfectamente en mi estuche.

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Era del mismo ancho que la anterior, lo cual la hacía idónea para la labor que realizaría. Era de color rosado. Tuve esa regla hasta cuarto medio, e incluso los primeros años de fallidos intentos universitarios. Nunca la dejé de ocupar.

Hubo un año- quinto básico- en que sentía que la regla era un aporte para amainar las incomodidades de tan acuosa existencia, pero aún así no lograba olvidar el asunto. Es por eso que probé el truco del pañuelo de abuelo. El clásico pañuelo de género que –incomprensible - usaban los abuelos una y otra vez, para limpiarse los mocos… con más mocos. En fin. La idea era secarme lo más frecuentemente posible las manos con el pañuelo.

La profesora Ana María Cerda (¡que acierto del destino haberle puesto ese apellido!) era nuestra profesora de inglés en ese tiempo. Era vieja, usaba unos grandes y horribles lentes y sus blusas abotonadas hasta el cuello siempre lograban desabrocharse a la altura de sus pechos, dejando relucir su ropa interior que estábamos obligados a apreciar clase a clase. No sé si mi pañuelo la ponía nerviosa o simplemente gustaba de herir a sus alumnos, como pudimos comprobar en numerosas ocasiones (se le llegó a acusar incluso de acoso sexual a un compañero del curso paralelo), pero me prohibió seguir usándolo sin mediar mayor explicaión. Yo, con un nudo en la garganta quise explicarle que lo necesitaba, pero no pude. Y ahí termino mi intento con el pañuelo.

En ese tiempo yo no sólo tenía este problema, sino que tenía diversos tics nerviosos que hicieron que mi madre me llevara a una psicóloga. Flora se llamaba. Me grabó un casete de relajación que yo escuchaba sagradamente todas las noches y me recetó una pastillita que supuestamente calmaría mis nervios. Los tics tardaron unos ocho años en solucionarse. Las manos nunca pararon de sudar.

Probé todos los desodorantes especializados que me recomendaron, entre ellos Hidrofugal y Feysan. No funcionaron. Revise foros sobre “hiperhidrosis” (así se llama técnicamente este asunto de que las manos de uno se crean río) en internet. Algunos mencionaban la posibilidad de operarse. Describían dos tipos de operaciones: la primera, en la que te queman un cierto tipo de terminales nerviosos de las manos; la segunda, en la que te cortan un nervio que se ubica debajo de la axila. Ninguna de las dos me parecía lo suficientemente terrorífica como para amedrentarme. Lo que sí me pareció espeluznante, fue la posibilidad de que me ocurriera lo que varios participantes de los foros señalaban: manos secas, pero sudor compensatorio en otras partes del cuerpo. Me vislumbré con la cara empapada sin poder detener las gotas, sudando como cerda en verano. Imaginé mi espalda hecha agua, las poleras todas manchadas. Pensé en mis muslos, entrepierna y abdomen mojados sin parar. Desistí. Más vale diablo conocido que por conocer.

Pasaron los años y el sudor no se detuvo. Tuve algunos pololos bastante comprensivos que nunca me dijeron nada malo por mis manos de agua, como sí ocurrió de chica cuando en

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más de una ronda mi compañero de al lado me soltó la mano bruscamente con una expresión de asco en su rostro.

Mis manos aún sudan cuando canto en público, cuando doy una prueba y cuando hago el amor. Cuando hablo con alguien desconocido, cuando estoy apurada, cuando tengo que firmar un papel legal. Cuando quiero darle una sorpresa a alguien y cuando tengo que decir algo que me da vergüenza. No hay nada a lo que uno no termine acostumbrándose.