mañana mi nombre

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1 © Alvaro Salazar Safe Creative: 1305155108090 Mañana mi nombre Mañana mi nombre saltará a los teletipos y recorrerá las redes sociales para ser manoseado hasta lo indecible. Para unos seré un nuevo triunfador, para otros no seré sino un canalla más; en cualquier caso, me convertiré en una nueva luminaria que habrá de agitar, durante un tiempo al menos, el gran tea- tro de las luces y las sombra. Es natural entonces que me conceda unos instantes para echar la vista atrás y contemplar el camino que he dejado a mi espalda, pues mis pasos me han traído hasta aquí y, en gran medida, soy mis propios pa- sos. Para ello, me valdré de la metáfora, ya que el fiel relato de los hechos raramente permite descubrir el significado y alcance de los mismos (además, de los detalles de mi biograf-

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Este es el relato del ascenso al poder narrado por un hombre de acción. Primero, sus pasos titubeantes; después, los tiempos nómadas; más adelante, la época de las alianzas... La lucha siempre.

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Page 1: Mañana mi nombre

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© Alvaro Salazar

Safe Creative: 1305155108090

Mañana mi nombre

Mañana mi nombre saltará a los teletipos y recorrerá las redes

sociales para ser manoseado hasta lo indecible. Para unos

seré un nuevo triunfador, para otros no seré sino un canalla

más; en cualquier caso, me convertiré en una nueva luminaria

que habrá de agitar, durante un tiempo al menos, el gran tea-

tro de las luces y las sombra. Es natural entonces que me

conceda unos instantes para echar la vista atrás y contemplar

el camino que he dejado a mi espalda, pues mis pasos me

han traído hasta aquí y, en gran medida, soy mis propios pa-

sos. Para ello, me valdré de la metáfora, ya que el fiel relato

de los hechos raramente permite descubrir el significado y

alcance de los mismos (además, de los detalles de mi biograf-

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ía se ocuparán mañana los profesionales de los medios). Aho-

ra, hablaré para mí. Comenzaré por el principio.

Nací un día cualquiera en un lugar adecuado y, cuando pude

caminar por mi cuenta (yo tardé demasiado, si bien la mayoría

de la gente muere sin conseguirlo y, de éstos, la mayor parte

habrá vivido ignorándolo), salí al camino con pasos titubean-

tes. Y no lo fueron a causa de la duda (pues, careciendo de

destino, no tendría caminos entre los que poder elegir), sino

por simple temor ante la intemperie. Mis primeros pasos fue-

ron, a la sazón, ciegos. Y penetré entre maizales.

Es posible (hace ya tanto tiempo de aquello) que me de-

jara llevar por la rectilínea disposición de los plantíos y por la

robusta arquitectura de sus formas mucho más fiables que la

de los campos de mijo, cebada o centeno que habría recorrido

hasta entonces. Además, aquellos cultivos me ofrecerían el

amparo de su altura frente a la desnuda amenaza de las no-

ches y los días, contra la de los cielos abiertos y los inciertos

horizontes. Y, aunque mis pasos seguirían siendo ciegos, es

posible que ya no fueran titubeantes, pues, por fin, caminaría

a cubierto.

Ya digo, hace ya mucho tiempo de aquello, sin embargo,

aún resuenan en mis oídos las voces que escuché entonces.

Ocurría que aquellos sembrados tenían dueño o había quien

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creía serlo (ésto es ahora intrascendente) y, al descubrir mi

paso en el cimbreo de las cañas, me lanzaban increpaciones

llamándome intruso o, aún peor, advenedizo (que me llamaran

así me ponía malo, lo confieso), y he de decir que faltó muy

poco para que lograran su propósito y me obligaran a volver

por donde había venido. Pero resistí, y terminé por acostum-

brarme a sus voces y, con el tiempo, incluso llegaron a ala-

garme: ladran, luego cabalgamos, me decía disfrutando de mi

recién estrenado protagonismo (hasta es posible que les pro-

vocara caminando en diagonal o dando saltitos para romper la

íntegra rectitud de las formas). Me había convertido en una

amenaza y mis pasos, aunque entonces lo ignorara, iban to-

mando cierto sentido. Y seguí caminando y, ya por fin, salí a

campo abierto.

Había dejado atrás los sembrados y las recriminaciones de los

labradores, y avanzaba con las velas henchidas por la rutina:

un paso y después otro, siempre hacia adelante, sin conce-

derle demasiado espacio a la reflexión tantas veces paralizan-

te (creo recordar que mi desconfianza hacia la reflexión viene

de lejos). Por aquel entonces, la llanada me ofrecía su fiso-

nomía ondulante y, ya digo, caminaba sin hacerme demasia-

das preguntas y sin mayores preocupaciones, más allá de ir

evitando, en lo posible, los arañazos que, de vez en vez, me

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propinaban los cardos que crecían entre las piedras. Recuer-

do cielos rojos de sangre y horizontes lejanos (lejanos porque

lo eran) cincelados por magníficas cordilleras grises ya sin

rastro de amenaza, y el aire corría limpio y, además de respi-

rarlo, era posible degustarlo, y el espíritu se nutría con ese

aire y esos cielos y horizontes; aquellos amaneceres… No lo

negaré: aún hoy me asalta la nostalgia de esos amplios días,

soleados tantas veces, en los que el impulso vertical de una

montaña alentaba mi mirada y la visión de una simple hormiga

la alentaba también. Caminaba alucinado.

Y tanto caminé, que las montañas terminaron por

acercárseme, y los horizontes se fueron cerrando dulcemente

sobre mí. Un día, el camino me llevó a un apacible valle reco-

rrido por los meandros de un risueño riachuelo donde pasta-

ban los corzos. Me detuve, me senté sobre una piedra y me

dije que aquel podría ser un buen lugar para descansar y has-

ta para permanecer una larga temporada. Pero, de pronto, los

corzos, que hasta entonces habían ignorado mi presencia,

levantaron la cabeza y se quedaron muy quietos olisqueando

el aire. Antes de que yo viera aparecer al grupo de hombres

por detrás de unas rocas a media ladera de la montaña que

abrazaba el valle hacia el norte, los corzos ya habían echado

a correr y, en un instante, habrían desaparecido. Yo, en cam-

bio, permanecí sentado en la piedra observando cómo aque-

llos hombres se iban aproximando a paso lento. Vestían pie-

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les, portaban lanzas y palos y algunos llevaban zurrones col-

gados del hombro. Desde luego, en nada se parecían a los

agricultores con los que había mantenido trato en el llano.

Cuando pasaron a mi lado, apenas me miraron. Esa ac-

titud me tranquilizó y, relajado, dediqué la tarde a observarlos.

Algunos pescaban y otros iban de mata en mata recogiendo

frutos rojos que guardaban en sus zurrones; les imité y comí

de esos frutos: eran dulces y jugosos. Al atardecer, el aire se

perfumó con el aroma del pescado asado y la boca se me hizo

agua.

Transcurrieron los días y seguía siendo trasparente para

ellos, lo cual ya no era una ventaja: su habilidad para cazar y

pescar era evidente y yo ya estaba cansado de mi monótona

dieta a base de frutos y raíces. Nada tuvo de raro que, para

entonces, deseara ser aceptado en el grupo, para lo cual, me

vi obligado a llamar su atención aceptando, así, el riesgo de

ser expulsado del valle. Comencé por acercarme a uno de los

recolectores y arrojé en su morral los frutos que había recogi-

do, al tiempo que le ofrecía la mejor de mis sonrisas; y, aun-

que mi contribución a la recolecta no fue rechazada, ni sus

gestos, ni su semblante dejaron entrever reacción alguna:

seguía siendo transparente. Sin embargo, obtuve mejores

resultados con el segundo de mis intentos de aproximación al

grupo. Me encontraba entregado a mis ejercicios matinales,

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cuando vi que uno de aquellos cazadores estaba acosando

con su lanza la madriguera de una liebre. Me aproximé con

intención de ayudarle y llegué a tiempo de arrojarme sobre el

animal que había salido como una centella de su madriguera

esquivando el lanzazo del cazador con un zigzag de gavilán

en pleno picado. Y, aunque únicamente pude atrapar el polvo

del suelo, mi fallida maniobra arrancó grandes risotadas a

cuantos la habían presenciado. Aquella tarde, el cazador al

que intenté ayudar me acercó un muslo de liebre asado.

Era, por fin, uno de ellos; y mi vida comenzó a dar un

vuelco radical.

Una mañana radiante, abandonamos el valle declive arriba sin

motivo aparente; pues la tierra nos ofrecería sus presentes y,

para recogerlos, únicamente tendríamos que extender los

brazos y alargar las manos. Pero claro, ésto no era exacta-

mente así, pues para disfrutar de sus dones la tierra nos re-

clamaba intrepidez y arrojo y habilidad y perseverancia en el

empeño. No obstante, aquellos tiempos nómadas plenos de

incertidumbre, de complicidad y de ayuda mutua en el esfuer-

zo, de ansiedad ante el incierto resultado que no siempre lle-

gaba, de alegría en el éxito y de decepción en el fracaso, fue-

ron, desde el principio, un milagro. Me recuerdo, feliz, entre-

gado con confianza casi ciega al descubrimiento cotidiano,

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como nunca antes lo había hecho, como jamás volvió a suce-

der. Sentía que abarcábamos el mundo...

Sin embargo, aquel sentimiento de asombro y dicha

duró justo hasta el invierno siguiente, cuando el jefe del grupo

(resultó ser el mismo cazador del episodio de la liebre; desde

entonces, habíamos ido forjando una creciente y recíproca

complicidad) me hizo ver que el mundo era mucho más ancho

de lo que yo entonces creía y que, por supuesto, quedaba

fuera del alcance de nuestra corta y estrecha solidaridad co-

munitaria. Recuerdo que, llevándome a un aparte, me confesó

que estaba pensando en unir fuerzas con otros grupos para

poder, así, alcanzar los amplios valles que quedaban más allá

de las montañas que acostumbrábamos recorrer; se llevaría

consigo a dos o a tres de nosotros, a los mejores y más dies-

tros, y yo sería uno de ellos. Aquella confidencia me resultó

una revelación, pues era la primera vez que confiaban en mí y

aquella confianza me mostraba mis propias capacidades (tan

inseguro era yo entonces).

De nuevo me encontraba en marcha, esta vez converti-

do en un hombre nuevo en pos de un tiempo nuevo también

en el que las montañas se abrirían a valles inmensos y éstos

darían paso a nuevos horizontes. Para recorrer aquellas bas-

tedades, debíamos sellar alianzas que no dudábamos en

romper a conveniencia, lo cual fue dejando a nuestras espal-

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das una buena cantidad de voluntades rendidas o quebradas,

de odios y afectos, de pasmo ante nuestra audacia. Habíamos

dejado de ser nómadas para convertirnos en conquistadores.

Al principio, para estar a la altura, necesité del sostén del

hombre que me llevó consigo, pero llegó el día en el que hube

de afrontar un reto con mis propias fuerzas. Fui elegido para

consolidar nuestra posición en una aparcería que acabába-

mos de sumar a nuestra red (para entonces, palabras como

red, posicionamiento, estrategia o sinergia habían pasado a

formar parte de nuestro vocabulario y las empleábamos en

nuestras conversaciones con creciente frecuencia).

He de decir que aquella misión no me agradó, pues su-

puse que exigiría del empleo de cierta dosis de violencia y mi

carácter carecía, y aún carece, del más mínimo atisbo de ella

(siempre que me fue posible, rehuí su uso); pero era el primer

cometido que me confiaban y no podía fallar. De manera que

ejercí el mando con mano de hierro. Y reconozco que tuve

suerte de que, en aquella ocasión, el uso de la fuerza no re-

sultara gratuito. Así, cuando mis compañeros regresaron, las

cosechas se hallaban recogidas y la autoridad del lugar pre-

sentó su más humilde y entregado juramento de lealtad. Re-

cibí mis primeros parabienes. Y llegaron nuevas misiones.

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El nombre de la alianza a la que me debía, era conocido del

uno al otro confín y nuestra fama comenzó a precedernos.

Muchos se opusieron a nuestro avance, pero otros (cada vez

fueron más) vieron en él una oportunidad para medrar y, claro,

lo apoyaron e, incluso, lo propiciaron. Y, entonces, comencé a

verme como forjador de futuros colectivos (yo, que había ca-

recido de destino propio). Fueron años duros. Y ahora pienso

que lo fueron, no tanto por las arduas y largas jornadas de

trabajo o por las dolorosas (en ocasiones) y transcendentes

(casi siempre) decisiones que me vi obligado a tomar o a

asumir como propias, sino porque a lo largo de esos años

tuve que despojarme de esa moral de ave de corral que mis

padres me legaron: la estrecha y pordiosera humildad y la

piedad castradora, la honradez del pobre y su corta mirada de

jugador de ventaja, el ansia de justicia que no es sino mera

ilusión y dislate, la desconfianza y censura del poder propia de

quienes no levantan medio palmo del suelo… (escribir estas

líneas sin que me tiemble la mano, no es sino el fruto de

aquellos años de metamorfosis).

Caigo en la cuenta ahora que he salido del terreno de

las metáforas para agarrar las cosas por el pescuezo; y está

bien que así sea. De manera que continuaré ya sin ambages.

Hasta el final.

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Yo, que en estos años de ascenso al poder he recurrido

a los grandes valores de la cooperación y el trabajo en equipo,

a los vacuos conceptos de la inteligencia colectiva y la emo-

cional (¡Santo Dios!), a los del liderazgo distribuido y la demo-

cratización del poder, lo he hecho en beneficio propio, pues sé

bien que no son sino simples florecillas silvestres que adornan

los salones (mientras perfumen el aire, las seguiré regando).

Y es que la vida es lucha y la realidad se forja desde el triunfo

del fuerte sobre el débil, así de terribles son la realidad y la

vida. ¿O acaso alguien piensa en serio que hemos abandona-

do las cavernas que nos vieron nacer como especie entonan-

do los aleluyas de la humana fraternidad? No. La ambición de

poder, el poder de la ambición, la voluntad inquebrantable de

poder: éste y no otro es el motor de eso que llamamos pro-

greso. Se precisa fortaleza de ánimo para comprenderlo y

aceptarlo; vivir en esta verdad es, a la postre, un proyecto

moral.

Y esto es todo. Los hechos que me han traído hasta

aquí (los últimos), al igual que la suerte que ha corrido mi an-

tiguo jefe (nadie debiera llorar por él: tuvo su momento y aho-

ra tiene una indemnización cercana a las ocho cifras) no son

sino esos pequeños detalles que mañana recogerán los noti-

ciarios junto con mi nombre. Y, aunque sé que a partir de ma-

ñana comenzará mi declive, pues es ley de vida (quien haya

de recoger mi testigo se encuentra agazapado en la sombra,

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tal y como yo lo estuve), seguiré en la lucha. Que nadie lo

dude.