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--------------! M üIEB LE--------------- cer se puede intentar escribir: «Más de una vez, confiesa, se sorprendió a sí mismo deseando matar a alguien, a su mujer por ejemplo». Y aunque en ninguno de mis relatos he llegado a escribir un par de líneas semejantes, lo cierto es que en esta «elaboración» conseguí superar la «vergüenza del texto» en aras de la ncionali- dad espectacular, de la síntesis simplificadora, de la luz didascálica: catorce lios me- canografiados ente a las 360 apretadas •� páginas de El planeta azul. EL PLANETA UL Luigi Malerba E l protagonista de esta película se encuen- tra inmeo en una situación personal que los psicólogos de la escuela husser- liana denominan «existencia ausente»: una existencia en negativo. Demetrio es una de esas peonas incapaces de establecer relación con la realidad de las cosas, las peonas y los hechos; victimas más o menos conscientes de su propia vo- cación negativa, de las peidias del inrtunio o de lo que el emismo llama caprichos del desti- no. Atraviesa el momento más intenso de su vida: intenta rebelarse con un gesto criminal contra la realidad que lo rodea, aunque tal vez ser mejor decir el vacío que lo rodea. El problema es que sus «tiempos» nunca coinciden con el estado de las co- sas, que nunca toma sus decisiones en sincron con las situaciones que las provocan. Lo mismo sucede con sus deseos, iras y tentativas de acción, destinados siempre a caer en el vacío. En la histo- ria, su drama pesonal oscila entre la tragedia y la a, en una alteancia grotesca y contradicto- ria. Se trata de una situación poco lotada por el cine pero muy presente en una sociedad que por sistema desprecia no sólo las tradicionales nor- mas de convivencia sino también las motivaciones profundas que deberían dar sentido a nuestros comportamientos. El estilo de la película ha de ser paradójico, más ligero y fluido cuanto más graves sean los temas de la conveación, las decisiones y gestos del protagonista. 62 E 1 ingeniero hidráulico Demetrio F. está con su mujer, Saveria, en la playa de la Caletta de Porto Santo Steno. Tendi- do en la poltrona, bajo la sombrilla, y ella a su lado, en la arena, tendida al sol. A De- metrio no le gusta el mar, la arena ni el sol. Si hace calor asegura no desear otra cosa que la sombra. El sol te sentará mal, advierte, te nace- rán arrugas o algo peor. Una discusión que en realidad esconde un prondo desacuerdo gene- ral, sin remedio ni esperanza. Son dos extraños que conviven por costumbre y pereza. Rondando los cuarenta y sin parar de hablar, Esther llega a la playa. La acompaña un guapo joven que Demetrio y Saveria conocen de servir el agua mineral a los domicilios de los veranean- tes. A Esther sólo le gustan por debajo de los treinta y no tiene ningún inconveniente en pa- garles, cuenta Demetrio. Parece ser una nin- mana desatada que los somete a extenuantes prestaciones, además bajo los ectos de poten- tes aodisíacos. Esther y la presa suben a una motora de alquiler y se pierden rumbo a una playa solitaria. Sin darle importancia Saveria anuncia que al día siguiente se irá a Florencia por unos días pa- ra ayudar a una amiga a montar una exposición. Demetrio no pone peros aunque es muy eviden- te que, sin atreverse a objetar, la partida lo saca de quicio. Al día siguiente la acompaña a la estación de Orbetello. Siempre dices que te gusta estar solo, le reprocha en el coche, irritada por su mutismo. Por si acaso he llenado el igorífico. Y el restau- rante lo tienes a dos pasos. Llegan al compartimento, Demetrio se ocupa del equipaje, se despide y baja del tren. Un últi- mo saludo por la ventanilla y, con una cómica pirueta, desaparece tras una columna del andén. En vez de dirigirse a la salida, vuelve a subirse al mismo tren, que acaba de ponerse en marcha. Demetrio no hace más que cometer patosas extravagancias que innden inquietantes sos- pechas a sus vecinos de viaje y lo precipitan al borde de ser descubierto por su mujer. A Saveria no la espera en la estación de Flo- rencia la amiga, sino el marido de la amiga. Pri- mera confirmación de sus sospechas. Al ver que se besan cariñosamente y que cogen un coche, se dirige sin perder el tiempo a una armería y compra un silenciador para la Browning que lle- va en el bolso. De sobra sabe que está compor- tándose como una bestia pero no puede impe- dirlo, es más erte que él. Totalmente incapaz de aontar racionalmente la crisis de su matri- monio, negado a toda relación con Saveria, se deja arrastrar por primarios instintos de agresivi- dad que finalmente le permiten sustraerse al va- cío que lo rodea y reaccionar. Habla solo, co- menta sus propios comportamientos y sobre to- do se empuja a sí mismo a actuar. Frente a la distraída inexperiencia de Deme- trio, Saveria y el arquitecto florentino, el marido

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cer se puede intentar escribir: «Más de una vez, confiesa, se sorprendió a sí mismo deseando matar a alguien, a su mujer por ejemplo». Y aunque en ninguno de mis relatos he llegado a escribir un par de líneas semejantes, lo cierto es que en esta «elaboración» conseguí superar la «vergüenza del texto» en aras de la funcionali­dad espectacular, de la síntesis simplificadora, de la luz didascálica: catorce folios me- .iia..canografiados frente a las 360 apretadas •� páginas de El planeta azul. �

EL PLANETA AZUL

Luigi Malerba

El protagonista de esta película se encuen­tra inmerso en una situación personalque los psicólogos de la escuela husser­liana denominan «existencia ausente»:

una existencia en negativo. Demetrio es una de esas personas incapaces de establecer relación con la realidad de las cosas, las personas y los hechos; victimas más o menos conscientes de su propia vo­cación negativa, de las pe,fidias del infortunio o de lo que el eufemismo llama caprichos del desti­no. Atraviesa el momento más intenso de su vida: intenta rebelarse con un gesto criminal contra la realidad que lo rodea, aunque tal vez sería mejor decir el vacío que lo rodea. El problema es que sus «tiempos» nunca coinciden con el estado de las co­sas, que nunca toma sus decisiones en sincronía con las situaciones que las provocan. Lo mismo sucede con sus deseos, iras y tentativas de acción, destinados siempre a caer en el vacío. En la histo­ria, su drama pesonal oscila entre la tragedia y la farsa, en una alternancia grotesca y contradicto­ria. Se trata de una situación poco explotada por el cine pero muy presente en una sociedad que por sistema desprecia no sólo las tradicionales nor­mas de convivencia sino también las motivaciones profundas que deberían dar sentido a nuestros comportamientos. El estilo de la película ha de ser paradójico, más ligero y fluido cuanto más graves sean los temas de la conversación, las decisiones y gestos del protagonista.

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E1 ingeniero hidráulico Demetrio F. está con su mujer, Saveria, en la playa de la Caletta de Porto Santo Stefano. Tendi­do en la poltrona, bajo la sombrilla, y

ella a su lado, en la arena, tendida al sol. A De­metrio no le gusta el mar, la arena ni el sol. Si hace calor asegura no desear otra cosa que la sombra. El sol te sentará mal, advierte, te nace­rán arrugas o algo peor. Una discusión que en realidad esconde un profundo desacuerdo gene­ral, sin remedio ni esperanza. Son dos extraños que conviven por costumbre y pereza.

Rondando los cuarenta y sin parar de hablar, Esther llega a la playa. La acompaña un guapo joven que Demetrio y Saveria conocen de servir el agua mineral a los domicilios de los veranean­tes. A Esther sólo le gustan por debajo de los treinta y no tiene ningún inconveniente en pa­garles, cuenta Demetrio. Parece ser una ninfó­mana desatada que los somete a extenuantes prestaciones, además bajo los efectos de poten­tes afrodisíacos. Esther y la presa suben a una motora de alquiler y se pierden rumbo a una playa solitaria.

Sin darle importancia Saveria anuncia que al día siguiente se irá a Florencia por unos días pa­ra ayudar a una amiga a montar una exposición. Demetrio no pone peros aunque es muy eviden­te que, sin atreverse a objetar, la partida lo saca de quicio.

Al día siguiente la acompaña a la estación de Orbetello. Siempre dices que te gusta estar solo, le reprocha en el coche, irritada por su mutismo. Por si acaso he llenado el frigorífico. Y el restau­rante lo tienes a dos pasos.

Llegan al compartimento, Demetrio se ocupa del equipaje, se despide y baja del tren. Un últi­mo saludo por la ventanilla y, con una cómica pirueta, desaparece tras una columna del andén. En vez de dirigirse a la salida, vuelve a subirse al mismo tren, que acaba de ponerse en marcha.

Demetrio no hace más que cometer patosas extravagancias que infunden inquietantes sos­pechas a sus vecinos de viaje y lo precipitan al borde de ser descubierto por su mujer.

A Saveria no la espera en la estación de Flo­rencia la amiga, sino el marido de la amiga. Pri­mera confirmación de sus sospechas. Al ver que se besan cariñosamente y que cogen un coche, se dirige sin perder el tiempo a una armería y compra un silenciador para la Browning que lle­va en el bolso. De sobra sabe que está compor­tándose como una bestia pero no puede impe­dirlo, es más fuerte que él. Totalmente incapaz de afrontar racionalmente la crisis de su matri­monio, negado a toda relación con Saveria, se deja arrastrar por primarios instintos de agresivi­dad que finalmente le permiten sustraerse al va­cío que lo rodea y reaccionar. Habla solo, co­menta sus propios comportamientos y sobre to­do se empuja a sí mismo a actuar.

Frente a la distraída inexperiencia de Deme­trio, Saveria y el arquitecto florentino, el marido

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de la amiga, actúan con tranquila naturalidad, se exponen sin precauciones. Demetrio los sigue al Giardino di Boboli, por el que la pareja pasea su amor. A punto de tropezarse con ellos cara a ca­ra, se esconde en un seto y los ve pasar a un me­tro de distancia, por fortuna demasiado ajenos a su presencia. Al fin saca la pistola con el silen­ciador, la dirige hacia ellos, apunta, y entonces, ambos a tiro y la frente empapada en sudor, le asalta una duda imprevista: lA quién mata pri­mero? Apunta al apuesto arquitecto, luego a la traidora, luego otra vez al seductor. Se decide y aprieta el gatillo. Ningún disparo. El maldito se­guro. Los otros ya están demasiado lejos cuando se le viene encima un grupo de turistas japone­ses a la caza de fotografías, también la de Deme­trio dentro del seto de boj.

Así pues ningún muerto, pero una emoción tan grande que sale de su escondite y se da a la fuga exactamente igual que si no se hubiese ol­vidado del seguro. Por poco no lo atropellan al cruzar la calle, fuera del parque, para atrapar al vuelo un taxi y precipitarse a la estación a tiem­po de coger el tren de vuelta a Orbetello.

Regresa a casa en su propio coche, que lo es­pera en el aparcamiento de la estación. Conduce como un loco. A la mañana siguiente busca en las páginas de los periódicos de Florencia la no­ticia del delito que no cometió. Una búsqueda absurda, y también lamentable por el estado de desorientación que padece, a merced de alucina­ciones y espejismos, como perdido en el desier­to. Ni siquiera el diálogo consigo mismo le acla­ra las ideas. Una llamada telefónica de Saveria interrumpe la búsqueda. Le dice que ha llamado más veces sin encontrarlo en casa, le monta casi una escena de celos. Sintiéndose culpable, De­metrio trata de justificarse, tartamudea, se con­tradice.

Al regresar a Porto Santo Stefano un día antes de lo previsto, Saveria se encuentra a Demetrio disparando a un blanco en la gran bodega de la casa, con su Browning provista de silenciador. Lo sorprende de espaldas, él no la ve, y observa el blanco: dos cabezas pintadas de rojo sobre una tabla. Los perfiles guardan un vago parecido con el suyo y el del arquitecto. Deja que dispare algunos tiros más, se le acerca y le dice: Dispa­ras verdaderamente mal. Demetrio se sobresal­ta, sigue sintiéndose culpable, pero se recobra rápido y explica que se trata de un pasatiempo. En el mar no sabe qué hacer, detesta pasear por la playa y no sabe nadar. De ahí la ocurrencia de encerrarte en el sótano, dice ella, con lo diverti­do que resulta disparar a esos dos. Estoy de va­caciones y me divierto como puedo, replica.

Saveria no parece muy tranquila en la playa, tendida al sol como de costumbre, y bajo la sombrilla Demetrio. Vuelve a sacar el tema del tiro al blanco. En resumidas cuentas, pregunta, la quién disparabas? lqué pareja es esa que has elegido para entretenerte? Con parsimoniosa ironía, Demetrio explica que efectivamente ha-

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bía decidido eliminar de la faz del planeta a dos personas, y está claro de quien habla, aunque después llegó a la conclusión de que no merecía la pena. Exponerse al peligro, y al ridículo, por esos dos que no le importan absolutamente na­da, tan insignificantes además, hubiese sido una grandísima estupidez. Tanto como un crimen pasional, más o menos justificado, algo así como un gesto de amor. Y aquí el amor no interviene para nada. Saveria se da perfecta cuenta de que se refiere a ella y al arquitecto, pero el discurso de Demetrio va más lejos.

Siguen hablando en una motora alquilada en la Caletta. Para Demetrio el peor momento no es el de matar sino el de llegar a la decisión de matar. Superada esta barrera, y sobre todo ahora que estoy empezando a afinar la puntería, no queda más que apuntar y elegir un buen blanco. Sin olvidar que a más riesgo, mayores emocio­nes. Por lo demás, aparte de un gesto liberador, lqué otra cosa es un delito que la búsqueda de emoción? Hay que defenderse del horror coti­diano que tenemos que soportar y en el que, con el simple consentimiento y hasta con nues­tra desaprobación, siempre estamos implicados. Mira a esa, por ejemplo, refiriéndose a Esther que regresa en la lancha con otro de sus acom­pañantes. Mírese como se mire, es la mala de la película, un peligro. lPor qué? lPorque paga sus polvos? lPorque dicen que los droga? Claro que no, responde Demetrio. La tal Esther es la prin­cipal cómplice y testaferro del Profesor que pre­cisamente se hospeda estos días en la Villa Ver­de del alcalde. Cabeza de la Supermasonería y responsable de inconfesables tramas negras, el Profesor está detrás de todos los escándalos de la república y, cuando uno de éstos sale a la luz en los períodicos, hace estallar entonces una bomba en un tren o en una estación para que el escándalo anterior quede silenciado por el nue­vo. Así que como Esther es su cómplice, añade Saveria, ella podría ser un buen blanco. Deme­trio no dice nada pero se muestra de acuerdo.

Por un colega Demetrio se entera de que la mayoría de las acciones de la empresa en la que trabajan acaba de ser adquirida por un grupo fi­nanciero canadiense encabezado por el Profesor y representado en Italia precisamente por Esther. Ella será la encargada de renovar los cuadros dirigentes italianos y todo parece indi­car que Demetrio se verá excluido de la nueva nómina. El colega le aconseja hacer lo mis­mo que él: apuntarse inmediatamente a la Ma­sonería.

La nueva situación trastoca todos los planes de Demetrio con respecto a Esther. El colega le pone al tanto de lo necesario y viaja a Roma para la ceremonia de iniciación masónica. Entre apu­ros físicos y psicológicos, supera las pruebas del «recorrido» de la ceremonia, grotesca y sinies­tra. Con lo melindroso que es, ha de disimular la repulsión que le provoca el Cáliz de la Amar­gura y el beso en la boca al Gran Maestro.

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Cuando al final de la ceremonia le quitan la venda para el juramento, entre los Hermanos de la Logia que asisten a su iniciación, Demetrio reconoce a Esther. Ante sus ojos sucede enton­ces un imprevisto, inmediatamente después del juramento. La ninfómana, que ha pedido un ca­fé, cae fulminada en el centro del gran salón del Templo. Envenenada, matiza uno de los Her­manos, que es médico. Pánico en la Logia, don­de el Gran Maestro impone silencio y, tras rápi­das consultas, decide trasladar, esa misma noche y en secreto, el cadáver de Esther a su aparta­mento de Porto Santo Stefano. Encomienda la misión a dos Hermanos Terribles cuyo rostro, cubierto por la negra capucha, Demetrio tampo­co puede ver.

Al abrir, con la llave que tenía en el bolso, la puerta del apartamento de Esther en el Com­plesso delle Ginestre, los Hermanos encuentran a un hombre durmiendo en la cama. La está es­perando, evidentemente. Casi no tienen tiempo de escapar sin ser descubiertos.

Atraviesan en coche la Strada Panoramica, se desvían por una secundaria que lleva al mar y abandonan el cadáver en una cala solitaria, entre las rocas y la noche.

Demetrio, que ya lo sabe todo al día siguien­te, vuelve a enterarse de la muerte de Esther, en un bar del Vecchio Porto. La chica de la mesa de al lado, que no es la primera vez que se interesa por él, no obstante la considerable diferencia de edad, muestra tanta curiosidad por la macabra excursión que Demetrio confiesa querer hacer al lugar donde la policía encontró el cadáver, que terminan yendo juntos.

Alquilan una lancha. Otros curiosos, llegados también por mar o a pie desde la Panoramica, son mantenidos a distancia por la policía, que aún no ha movido el cadáver, en espera del juez y del forense del Grosseto. La policía y los pre­sentes, que responden a la morbosa curiosidad de Demetrio, susurran el nombre del Profesor como posible responsable. Todos están conven­cidos de que no se trata de un accidente sino de un delito. Y desde luego, la excesiva curiosidad de Demetrio está a punto de atraer las sospechas de la policía.

De regreso en la lancha Demetrio trata de convencer a la chica de que el delito, en reali­dad, no tiene nada de excepcional, si se tiene en cuenta que también los hay perfectos, es decir los que quedan impunes. Más de una vez, con­fiesa, se sorprendió a sí mismo deseando matar a alguien, a su mujer por ejemplo. Ella sonríe in­crédula para luego admitir que también conoce a dos o tres bichos que aplastaría con gusto. El intercambio de confidencias satura de morbo el ambiente, provoca una tensión que los termina arrastrando a los brazos del otro, en el fondo de la embarcación. Demetrio no dejará de volver a constatar su imposibilidad de relacionarse sin problemas y el ansiado abrazo se resuelve en otro fiasco a añadir a sus frustraciones.

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La policía intenta primero atribuir la muerte de Esther a una desgraciada casualidad pero la autopsia confirma definitivamente la hipótesis de delito.

En Porto Santo Stefano no se habla de otra cosa. La culpabilidad del profesor es el rumor más extendido. Se traían entre manos oscuros negocios y a ella se le pudo haber escapado al­gún secreto delator para correr la misma suerte de quienes se atrevieron a amenazar con revela­ciones o a entorpecer cualquier proyecto de tan venenoso personaje.

En la bodega Demetrio sigue practicando el tiro al blanco con empeño y una nueva e impor­tante determinación. En lugar de dos cabezas, en la tabla de madera ahora se recorta una sola, la del Profesor, con sus inconfundibles gafas. Entre disparos, se abandona a arrebatos de ira, a ridículas imprecaciones, a desahogos de violen­cia reprimida, presa de un insaciable deseo de venganza.

Saveria echa un vistazo a la bodega y se tran­quiliza al ver la nueva figura pintada de blanco. Desde más cerca comprueba los progresos de Demetrio: casi todos los impactos han dado en la diana.

Sin otra meta en el mundo que el Profesor, Demetrio merodea por la Villa Verde donde se hospeda, espía la terraza a través de la reja del jardín, consigue verlo una noche sentado al fres­co de la terraza, con su amigo el alcalde, contro­la el horario del gorila que acecha la cancela y acaba entablando conversación con un descono­cido con el que suele cruzarse en la Strada dei Fari, la calle de la casa, de la que saca a pasear al perro. Las noticias del Profesor que llegan a sus oídos son extrañas, contradictorias, fantásticas, siempre relacionadas con oscuros delitos y ne­gocios, entre la Mafia y la Masonería.

Está claro que Demetrio, a pesar de su lábil carácter, anda madurando la idea del atentado. Escondido en la espesura, espía durante horas y horas con anteojos la terraza de Villa Verde, donde por la mañana, a eso del aperitivo, y tam­bién al anochecer, se deja ver el Profesor. Tras­tornado por el deseo de matar, ve por los anteo­jos a la víctima, incluso cuando no está. Su men­te encadena truculentas fantasías: el Profesor aplastado por un rodillo en el asfalto, el Profesor cayendo desde un quinto piso, el Profesor alcan­zado en la frente por una bala en un bar de Lun­gomare; una interminable lista de muertes.

Mientras que su comportamiento en la vida cotidiana es normal, cortés y afable, Demetrio sigue perfeccionando los detalles del plan. Cro­nometra el recorrido de la fuga de Villa Verde hasta el sendero que conduce, a través de un breve tramo de matorrales, al Vecchio Faro; y desciende luego por un despeñadero al arrecife desde el que alcanza el Siluripedio en una balsa de remos.

La pieza clave será sin embargo el hombre del perro, sobre el que dirigirá, al principio, la aten-

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ción de la policía. Con hábiles pretextos, lo em­puja a espiar la terraza de Villa Verde, y de esa guisa lo retrata a escondidas, reuniendo una se­rie de comprometedoras fotografías.

Demetrio estudia el Manual del asesino y hace un ensayo según sus instrucciones: se acerca al lugar correspondiente controlando la respira­ción, adopta un aire desenvuelto, aleja la náusea mediante el adecuado masaje en el estómago, ti­ra el cigarrillo, empuña el arma y dispara. Apare­ce el del perro, en plena representación. Deme­trio aprovecha para regalarle el Manual, por si la policía registra su casa después del atentado, que no falte así otra prueba.

La noche anterior al día elegido esparce cla­vos de cuatro puntas alrededor del coche del go­rila de la cancela, para inmovilizarlo en caso de persecución.

A las doce y media de la mañana siguiente, de la que Saveria está en la playa, Demetrio ultima los preparativos. Se pone el chaleco antibalas que tenía escondido en el armario, enrosca el si­lenciador a la Browning, inserta el cargador, ac­ciona el resorte del obturador que introduce la bala en el cañón y luego el del seguro, con el pulgar, arriba y abajo, unas cuantas veces, no se vaya a repetir el olvido de Florencia. Finalmente ajusta a la mano derecha un finísimo guante de piel negra, extiende el brazo y comprueba un li­gero temblor. Un par de calmantes con un trago de agua, la pistola al bolsillo y en marcha.

A la hora de la playa la Strada dei Fari está ca­si desierta. Demetrio se encamina al lugar elegi­do para disparar. Tira el cigarrillo, se da el masa­je y se seca el sudor de la frente. A continuación comienzan a oírse por todas partes las sirenas de la policía, cada vez más cerca. Y no tardan en aparecer los helicópteros de los carabinieri. Re­vuelo general: gente que llega corriendo desde la Caletta en traje de baño, otros más prudentes que se alejan. Demetrio no entiende nada, tam­poco los curiosos a los que pregunta.

Ante la cancela se forma un pequeño grupo de interesados en las explicaciones de la policía. Demetrio sale de dudas: alguien ha disparado al Profesor mientras tomaba el aperitivo en la te­rraza. lDesde dónde? Parece ser que desde el mar, a bordo de una pequeña embarcación de pes­ca, otros hablan de un motoscafo dado a la fuga. Entre los curiosos no falta el señor del perro, según el cual dispararon desde la tapia, a través de la reja. Señala el lugar elegido por Demetrio. · Se abre la cancela para que entre la ambulan­cia, que sale poco después sin necesidad de sire­na, seguida de un coche de la policía.

Demetrio vuelve abatido a casa. Saveria está en la terraza, extrañada ante tanto alboroto. lQué ha pasado? Que he matado al Profesor, contesta Demetrio. La mujer se ríe, no se lo cree. Y le dice: Si fueses capaz de algo

... así, podría enamorarme de ti. ._...,

Traducción: Manuel González

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