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LA DEMIRADA

LUISUna historia de crecimiento y fortaleza

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patricia zambrano

LA DEMIRADA

LUISUna historia de crecimiento y fortaleza

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LA MIRADA DE LUIS

Una historia de crecimiento y fortaleza

© Patricia Zambrano

Edición: Guadalupe Elósegui

Diseño: Alejandro Del Valle, Margarita Flores

Asesoría: Nicelia Buttén/Spica

Portada: Mujer en rojo,

Fernando Sánchez, mixta sobre tela, 60x70.

Colección particular.

Fotografía: Alejandro Del Valle, Mariana Niño

© D.R. Instituto Estatal de las Mujeres de Nuevo LeónMorelos 877 Ote., Barrio Antiguo, Monterrey, N.L., México, C.P. 64000Tels.: 2020 9773 al 76

© D.R. Sistema para el Desarrollo Integral de la Familia (DIF Nuevo León)Morones Prieto 600 Ote., Col. Independencia Monterrey, N.L., México, C.P. 64720Tel.: 2020 8400

ISBN: 978-607-488-031-1

Primera edición: junio de 2014Ninguna parte de esta obra puede ser reproducida o transmitida, mediante ningún sistema o método, electrónico o mecánico (incluyendo el fotocopiado, la grabación o cualquier sistema de recuperación y almacenamiento de información), sin consentimiento por escrito de la institución responsable de la edición.

EJEMPLAR GRATUITO. PROHIBIDA SU VENTA.Impreso en México. Printed in México.

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CONSEJO DE PARTICIPACIÓN

CIUDADANA 2013-2014

Luz Natalia Berrún Castañón

Presidenta

Aurora Esquivel Zamora

Vicepresidenta

Alba Tamara Anaya Rodríguez

Antonio Estrada Villarreal

Elsa Aguirre García

Jorge Abelardo Ramírez Garibay

Juan Antonio Rodríguez González

Manuel Aguilar Goytia

María del Carmen Peña Dorado

Martha Corrales Estrada

JUNTA DE GOBIERNOLic. Rodrigo Medina de la Cruz

Gobernador constitucional del Estado

Sra. Gretta Salinas de Medina

Invitada especial

Lic. Álvaro Ibarra Hinojosa

Gral. DEM Alfredo Gómez Flores

Lic. Adrián de la Garza Santos

C.P. Rodolfo Gómez Acosta

Lic. J. Aurora Cavazos Cavazos

Dr. Jesús Zacarías Villarreal Pérez

Dr. Rolando Zubirán Robles

Lic. Federico Vargas Rodríguez

C.P. José Ramón Carrales Batres

INVITADAS PERMANENTESDip. Carolina María Garza Guerra

Magda. María Inés Pedraza Montelongo

INVITADOS ESPECIALESIng. Jorge Domene Zambrano

Lic. Karla Morales Ponce

Lic. Melody Falcó Díaz

Lic. Héctor Morales Rivera

INSTITUTO ESTATAL DE LAS MUJERES · NUEVO LEÓN

María Elena Chapa H.Presidenta Ejecutiva

María del Refugio Avila Secretaria Ejecutiva

María del Consuelo Chapa Directora Operativa de Programas

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JUNTA DE GOBIERNO DIF

Lic. Alberto Santos Boesch

Lic. Carlos Bremer Gutiérrez

Lic. Eugenio Azcárraga López

Lic. Ian Armstrong Zambrano

Lic. Juan Manuel García Cañamar

Sra. Mariana Mendoza Sánchez

Dr. Mauro Muñoz Pérez

Sra. Gretta Salinas de MedinaPresidenta del Patronato DIF Nuevo León

C.P. José Ramón Carrales BatresDirector General Sistema DIF Nuevo León

Lic. Héctor Rodríguez RochaCoordinación Técnica

Lic. Ana Laura Martínez RodríguezDirección de Asistencia Social

Dr. Alejandro A. Morton MartínezDirección de Atención Integral al Menor y la Familia

Sylvia Patricia de la Garza CavazosCentro Estatal de Rehabilitación y Educación Especial

Ing. Carlos Alberto González GarzaDirección de Administración y Finanzas

Lic. Alfredo de la Torre InmanDirector de Comunicación y Prensa

Lic. Lorenza Herrera GarzaDirección de Voluntariado

Marco Antonio Leija MorenoProcuraduría de la Defensa del Adulto Mayor

Xóchitl F. Loredo Salazar

Procuraduría de la Defensa de las Personas con Discapacidad

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Para mis héroes verdaderos: mis hijos,

compañeros y maestros en el arte de vivir y ser feliz.

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Prólogo

Un amor para siempre

El nacimiento de un maestro

Disciplina militar

Una palabra sin futuro

En camino a hacernos ricos

Sin reglas, sin tregua

Al borde del precipicio

El sonido de mi voz

Salto cuántico

El regalo de Luis

En la montaña rusa

Felicidad

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Índice

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La mirada de Luis

Agradecemos a Patricia Zambrano por brindarnos la oportunidad de experimentar, a través de su libro La mirada de Luis, las muchas situaciones que una mujer afronta para sostener y criar una familia, en la que además, dos de sus hijos presentan una condición de discapacidad.

La discapacidad es una condición que nos plantea muchos retos como sociedad. Las personas con discapacidad, no solo tienen que enfrentar las deficiencias físicas, mentales, intelectuales o sensoriales que las aquejan, sino también tienen que sortear las barreras de accesibilidad que, a largo plazo, les afectan la forma de interactuar y participar plenamente en la sociedad.

El Sistema DIF Nuevo León centra una parte importante de sus esfuerzos en la lucha por el pleno reconocimiento de los derechos de las personas con

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discapacidad y de sus familias; como medio idóneo para lograr la inclusión de este grupo vulnerable en todos los ámbitos de la sociedad.

Por ello, reafirmamos nuestro compromiso de generar los espacios y las sinergias necesarias con los diferentes niveles de gobierno, las organizaciones de la sociedad civil y la iniciativa privada para contribuir a una sociedad mucho más justa, incluyente y unida.

CP José Ramón Carrales BatresDirector General del Sistema

DIF Nuevo León

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La mirada de Luis

Patricia Zambrano (Monterrey, 1963) es escritora, licenciada en Ciencias de la Educación, especialista en temas de discapacidad y administradora de proyectos. Es madre de cuatro hijos, dos de ellos con capacidades especiales. Disfruta de correr, andar en bicicleta, de las cumbres de las montañas y las competencias de aventura. Con La mirada de Luis hace su aparición en la escena literaria. Se trata de una obra con la que desea dar a conocer su historia, en la que narra de manera autobiográfica el proceso que ha experimentado a lo largo de su vida para ser autónoma en todos sentidos, , y de cómo fue adquiriendo conciencia de sus potencialidades hasta ser una jefa de familia que ha trascendido todo tipo de barreras. Las discapacidades, el divorcio, el desempleo, el abandono del padre de sus hijos y la inexperiencia que tenía al casarse a los 19 años fueron retos que se sumaron a su historia de vida y a la de sus hijos.

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En esta obra, Zambrano ofrece un testimonio de vida cuyo camino la ha llevado a transformarse a través del empoderamiento y la confianza en las propias capacidades y el apoyo de diversas personas e instancias que la han acompañado en su situación, hasta encontrar una vía en la que confluyen la resistencia, la determinación, el afán de superación y la ejemplar escalada de esta familia hacia la trascendencia. Por el contenido del libro y el significado que tiene, el Sistema para el Desarrollo Integral de la Familia de Nuevo León y el Instituto Estatal de las Mujeres nos coordinamos para la publicación conjunta, considerando que Zambrano, como mujer, vivió un proceso y un proyecto de vida en el que logró superar las adversidades y como madre de familia, desempeñar un rol sustantivo para sus hijos e hija. Nos congratula compartir algunos episodios que rescatan el espíritu de los orígenes de nuestra tierra: mujeres y hombres fuertes que salen adelante. Que disfruten su conmovedora historia.

Lic. María Elena Chapa H.Presidenta Ejecutiva

Instituto Estatal de las Mujeres

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AgrAdecimientos

Agradecer es una de las palabras más importantes en mi vida; he

podido caminar más veloz y más lejos gracias a la presencia de un

gran número de personas a mi lado. Este libro es el resultado de

todo ese cariño.

Mi madre, que siempre ha estado ahí, a pesar de tener ya muchos

años, sigo siendo su hija y me cuida como cuando yo tenía 12.

Mi hermana Yolanda compañera, amiga, confidente que no se ha

alejado de mi vida más de 30 metros.

Mis hermanos Alejandro, Gerardo y Jaime que me enseñaron a ser

parte de una familia.

Agradezco a mis amigas de muchos años y a las de hace poco.

En especial este libro se convirtió en realidad gracias a un

deseo de contar mi historia, pero no se puede hacer algo así,

solamente porque se quiere, hay que trabajar en ello, esforzarse,

cometer errores, rehacer el camino, volverlo a andar y para eso la

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Patricia Zambrano

colaboración de personas como Ricardo, Juan Antonio y Manuel

fueron cruciales.

En este arte de escribir recibí el apoyo de Nicelia Buttén, mi

compañera de muchas tardes que se hicieron noches revisando y

ordenando el material que sería parte de este proyecto.

Un agradecimiento especial a Ana Luisa Anza que hizo un

excelente trabajo de corrección editorial.

Un buen amigo se encargó de mostrar en una sola imagen el

contenido del libro, captada con toda delicadeza, y con todo el

profesionalismo que siempre ha caracterizado a Camilo Garza,

que en coordinación con el trabajo creativo de Alejandro del Valle

vistieron mi historia.

Hay muchas personas que forman parte de este libro, todas y cada

una de ellas son importantes y agradezco a Dios su presencia en

esta vida porque con ello enriquecieron la mía.

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La mirada de Luis

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er la madre de Luis me ha enfrentado a emociones y sentimientos contradictorios que he vivido y aprendido a expresar plenamente.

Para vivir con alguien como él no hay que pensar mucho, pero sí comprometerse con el alma y hasta con los huesos. Nunca fue el primero de su clase, ni el mejor deportista, ni el más atractivo. Tampoco tiene una profesión, ni se casará y no es independiente. En fin, no hará lo que todas las madres esperan que hagan sus hijos.

Y, sin embargo, Luis tiene una magia especial, una especie de aura magnética; para decirlo de forma trascendental, en sus ojos se puede ver el reflejo de Dios. Porque a pesar de carecer de lo que muchos dirían que es “importante”, él lleva en la mirada la transparencia de un corazón limpio, incorruptible, puro y libre.

Prólogo

S

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Patricia Zambrano

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Ha sido difícil vivir con alguien al que muchas ocasiones no comprendo y quien, en otras tantas, no entiende lo que yo le digo. Sí, difícil, pero no imposible, porque contamos con lo más importante: el amor. El amor extenuante, doloroso, profundo, lleno de coraje y fuerza, de calma, en paz perenne y, sobre todo, comprometido. Ese amor por el más débil, el que más necesita, es el que se arraiga y penetra para siempre.

Ser parte de la familia de Luis es difícil, quizá más de lo que muchos imaginen. Pero no es imposible. Porque aunque suene cursi y trillado, el amor nos hace capaces de soportar cualquier situación, vencerlo todo.

Este amor comprometido y fuerte sembró en mí una semilla que floreció y ha ido dando frutos. Luis me hizo afrontar retos que me dieron una voluntad firme y constante que, sumada al amor que le tengo, me permitió ir mucho más lejos de lo que yo creí que eran mis límites. La vida vista desde la mirada de Luis, sin apegos, sin expectativas, con amor y confianza, lo hizo más fácil.

Escribo este libro porque quiero compartir lo que de la mano de Luis y de mis otros hijos he aprendido: la fuerza y el valor que obtuve al hacer frente al gran desafío de ser su madre. Pero también quiero señalar lo que perdí y lo que en esta pérdida encontré, los errores y los aciertos que me han convertido en la persona que soy. Quizá me tardé más de la cuenta, pero ésta es una de las razones por las que quiero compartirlo ahora.

La obra surgió cuando se cerró una puerta, cuando mis

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expectativas y mis circunstancias me volvieron a retar, cuando tenía la opción de hundirme en la depresión y sucumbir ante el desánimo… o buscar una forma de rediseñarme y encontrar una de esas pequeñas rendijas por las que uno cabe, para descubrir un panorama diferente que puede brindar una oportunidad de éxito.

Sé que el trabajo de Luis está bien hecho, que es un excelente maestro, mi guía y compañero de luchas pero, sobre todo, de búsquedas. Con él he descubierto que hay mucho más de una forma de ser feliz. He comprendido el sentido de la palabra “valor”, de lo que es esforzarse, no rendirse; he aprendido que, incluso cuando se piensa que se han agotado las opciones, es posible encontrar una nueva ruta, una senda que puede llevar a un lugar inimaginable: la felicidad.

Patricia Zambranomonterrey, nuevo león

agosto, 2013

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ay quienes dudan siempre pero yo, a mis 17 años, estaba segura de que había encontrado al gran amor de mi vida. No había más

qué pensar; él era para mí y yo para él. Después de haber sido su novia por más de dos años, estaba absolutamente convencida: él era el hombre con quien quería compartir todos mis días, vivir juntos, envejecer juntos. Era maravilloso haber hallado a la pareja perfecta en mi primer novio, mi único amor, para siempre. No lo sabía entonces, pero “siempre” es una palabra demasiado larga.

Fue en mi baile de graduación de secundaria donde surgió el amor entre mi novio y yo. Aunque lo conocía desde hacía tiempo, en esa noche mágica de baile inocente, miradas dulces y roce de manos floreció el sentimiento. Sus ojos se detenían, como queriendo reconocer mi rostro; estaba completamente absorto en mí. Creí que podía ser cierto eso del “amor a primera

Un amor para siempre

H

“Ahora mi inocencia comienza a pesar en mí .”

Jean Baptiste Racine

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vista”. Con mi juventud y aun con la poca experiencia que tenía, sabía que él era el hombre de mis sueños… sueños infantiles mezclados con un incipiente deseo que surgía de mi vientre.

Cursé la preparatoria en un colegio religioso, mixto, pero como siempre estudié en escuelas de mujeres, tenía poca referencia sobre el trato con hombres, salvo por los amigos de mis hermanos que, a su vez, eran como otros hermanos: bruscos, rudos, de bromas que se repetían siempre que nos visitaban.

Vivir en mi casa era como estar en una enorme granja o en un bosque, sin vecinos cerca. Mi padre, amante de los animales, traía a casa fauna exótica, la cual mi madre siempre recibió aunque no de muy buena gana. Desfilaron águilas, halcones, mapaches, seis borregas, un par de cabras y, además de tres perros y un par de gatos, tuvimos un criadero de conejos y otro de pollos. A veces había que tener cuidado, porque se atravesaba por la casa alguna víbora cuya cabeza era cortada de cuajo por el jardinero, aunque no fuera venenosa. Mientras, los conejos silvestres se refugiaban en sus madrigueras para protegerse de la feroz cacería de mis perros.

Entre mi hermana y yo sólo hay un año de diferencia y mi madre, como si quisiera tener un par de gemelas, nos vestía igual: faldas estampadas, vestidos plisados con calcetas blancas de encaje, peinados exóticos con bucles que, aunque en mi hermana eran naturales, a mí se me escurrían gradualmente, hasta quedar sin forma y algo despeinados. Tal era nuestro parecido que

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podíamos crear confusión entre familiares y amigos, pero era fácil saber la diferencia entre nosotras: sólo había que revisar el calzado y el vestido. En el mío siempre faltaba un botón y mis zapatos llevaban las cicatrices de las andanzas en mi propio mundo.

Exploraba el terreno mil veces recorrido, buscaba nidos, lagartijas o ratones, pero mi lugar preferido eran las copas de los árboles. En casa había nogales, fresnos, árboles de mandarina, aguacates; todos representaban un reto y subir lo más alto era la meta, pues había que ver por encima, intentar tocar el cielo. En esos días me acompañaban mis primos pequeños, los únicos vecinos de casa y, desde luego, yo era su líder espiritual y guía de expediciones.

En aquellos días de infancia, mi hermana y yo convivíamos con un par de hermanos trotamundos, con quienes mi padre era estricto, aunque les daba plena libertar de ir y venir sin tener que ofrecer explicación alguna. En las vacaciones no había manera de saber su paradero. Con unos cuantos pesos en los bolsillos y en bicicleta de manubrios altos y rayos de colores, se lanzaban por las calles despobladas de una ciudad que apenas crecía. Eran tierras que se convertirían en grandes residencias, en colonias exclusivas, pero que en ese entonces sólo les pertenecían a ese grupo de aventureros.

Todas las mañanas, mi padre –de postura de general haciendo honores a la bandera y con un aire que lo hacía parecer como salido de una película de Pedro Infante– se acercaba a nosotras con cantos y abrazos para que

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iniciáramos el día. El segundo de mis hermanos había sido un niño que no dejaba de llorar por las noches y mi padre, como buen esposo, le pedía a las empleadas domésticas que cuidaran el sueño de mi madre durante las mañanas, costumbre que permaneció por siempre. Además, como era un hombre que amaba las madrugadas, levantar a sus niñas se convertía en parte de los placeres de iniciar el día.

Como mi padre decía que el desayuno era la comida más importante, lo supervisaba. Había pan, huevos, leche, jugo, mermeladas y todo lo necesario para que no muriéramos de hambre. En invierno, nos envolvía como si estuviéramos a punto de partir al Polo Norte.

Después, se encargaba de dejarnos en la puerta de la escuela, tarea que cumplió hasta que mi hermano aprendió a manejar. No hubo transporte escolar, menos uno público; eso no era para nosotras. En cambio, mis hermanos, en su libertad, aprendieron a desplazarse en cualquier dirección y en cualquier vehículo: privado, público, prestado o simplemente andando hasta su destino.

Cuando mi novio llegó a mi vida él empezó a hacerse cargo de muchas de las actividades que antes cumplían mis hermanos: pasaba por mí a la escuela, me llevaba a comprar los materiales de mis tareas, y todos los viernes se presentaba puntualmente a las 11 de la mañana en la capilla de la preparatoria para recibir juntos la comunión. Llegaba acicalado, de corbata, oliendo a adulto, con una mirada desafiante que intimidaba a mis compañeros, quienes eran

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apenas jóvenes-niños de acné y bigote de terciopelo, que se alejaban inmediatamente. Sus 23 años eran suficientes para espantar a cualquiera que quisiera intentar cortejarme.

Me sentía realmente privilegiada de contar con un hombre así a mi lado; era mucho mayor que yo y, a su lado, me sentía totalmente protegida.

En el primer semestre de preparatoria se volvió mi principal promotor político cuando fui candidata a “Reina de la simpatía” y desarrolló una campaña que llegó a feliz término, con mi coronación. Pero mis ambiciones políticas no tenían límites; para los inicios del segundo año, un grupo de amigos y yo formamos una planilla estudiantil de la cual yo era presidenta y él, por ser mayor, se convirtió en nuestro estratega, promotor y hasta patrocinador. Las votaciones no estuvieron muy reñidas, pues como formábamos un grupo muy popular arrasamos con los votos. Éramos jóvenes a los que nos gustaban las cosas simples de la vida y no teníamos mayores pretensiones ni afanes de cambiar al mundo, sólo queríamos disfrutarlo.

Por el gran amor que le tenía a mi novio y por todo el apoyo que siempre me había dado, sabía que quería compartir toda mi vida con él. Me armé de valor y, con toda la seguridad que mi juventud me daba, le avisé a mi padre que estaba lista para casarme. En ese tiempo, creía que el amor que nos teníamos y la protección que me ofrecía serían suficientes; estaba segura que durarían eternamente.

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Mi padre estaba sentado en el jardín, mi madre a su lado, en su mecedora de tubo y lengüetas de hierro. Se respiraba el verano, una noche sin luna. Mi novio me llevaba de la mano. Nos acercamos un poco nerviosos, pero con la confianza de estar haciendo lo correcto.

–Tío, ¿puedo hablar contigo? –dijo mi novio, con voz sólida–. Tengo algo importante que decirte: nos queremos casar.

Estaba por iniciar mis estudios en Ciencias de la Educación. Elegí esa licenciatura porque sabía que me casaría pronto y la consideraba una buena carrera para una mujer que quisiera trabajar al tiempo que podía ser esposa y madre. Además, porque de verdad creía –en ese entonces– que el cerebro de las mujeres no tenía la capacidad como para estudiar una ingeniería. Era una de esas cosas que se creen sin fundamento, sólo porque alguna vez alguien lo menciona y se vuelve una verdad absoluta que no se cuestiona.

La mirada de mi padre tenía un dejo de tristeza; su niña se iba, pero al mismo tiempo estaba contento porque mi novio era un muchacho de “buena familia”. Era responsable, persistente y comprometido. Desde muy joven conoció el trabajo; aunque no tenía necesidad económica, recolectaba papel y cartón de casa en casa por las calles de su vecindario para después venderlo. Con su carita de niño bueno y su carretón a cuestas, sus vecinos le regalaban todo cuanto tenían. Al cabo de algunos años y ya con licencia de conducir, cambió su carretón por una pequeña camioneta, algo desvencijada, pero que cumplía con el propósito

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La mirada de Luis

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de aumentar su carga. Vendía todo cuanto podía –quesos, huevos y frutas– entre sus tías, amigos o cualquier desconocido que cayera ante su capacidad de convencimiento.

Al notar su espíritu emprendedor, su padre decidió incorporarlo al negocio familiar.

Con el pelo engominado y camisa recién planchada, se presentaba todas las tardes –después de asistir a la preparatoria– para trabajar en la planta donde vendían materiales de construcción. Su carácter afable y libre le permitía desarrollarse en cualquier área de la empresa, ya fuera como cargador o como chofer; el puesto no importaba, ya que cada uno representaba una oportunidad para aprender. Con el paso de algunos años y mucho empeño, se convirtió en el administrador. Manejaba las ventas, las cobranzas y la coordinación del personal. Era un joven responsable y trabajador que cumplía con lo que mi padre quería para su hija pequeña: un buen hombre que se hiciera cargo de ella. Pero a la vez, creo que hubiera preferido que me quedara un poco más de tiempo en casa.

Estaba totalmente emocionada con mi anillo, la boda, el vestido de novia y todas esas pequeñas cosas que, vistas a la distancia, pierden importancia. No sé de quién estaba más enamorada, si de mi novio o de la idea de casarme. Me envolvía la inocencia de la juventud, la ilusión del primer amor y de creer lo que siempre se dice al final de los cuentos de hadas: “Se casaron y vivieron muy felices”.

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Patricia Zambrano

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En ese entonces, mis metas se enfocaban en ser una buena esposa. Estudiar una carrera era como un extra, algo que me daba un valor agregado. Sería una mamá con una licenciatura, lo que podría poner de ejemplo algún día a mis hijos. No era necesario que intentara utilizar mis estudios profesionales en aras de un desarrollo personal o laboral. Yo nada más quería casarme y tener hijos.

Así se conformó el tiempo y el sitio donde me tocaría vivir; pasaba de ser “la hija de alguien” a convertirme en “la señora de alguien”. Era como una princesa: Rapunzel aislada en su torre, protegida de un mundo exterior que podría devorarme de un solo mordisco. Mis andanzas habían sido en casa, con amigas, todas iguales a mí, niñas que fuimos educadas para formar una familia, para ser esposas, para transformarnos en lo que siempre habíamos oído como el ideal de nuestros padres y abuelos: la gran mujer que está detrás de cada gran hombre. Detrás... siempre detrás.

La conversación giraba cada vez más en torno a los planes de boda y algunas nostalgias. Mi novio había perdido a su madre cuando apenas tenía dos años. Sus padres y los míos eran tan cercanos, que mis padres se convirtieron en una segunda familia para él. Mi madre lo había cuidado en muchas ocasiones cuando apenas era un niño, por lo que guardaba un especial cariño hacia ella.

–Tía, no sabes cómo me hubiera gustado que mi madre conociera a Patricia – le dijo un día mientras hablábamos de la boda–. Estaría feliz, ¡se parecen tanto!…

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La mirada de Luis

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Durante la conversación, mi padre tocó puntualmente el tema de cómo me cuidaría mi novio y con qué armas me protegería. Yo era una criatura que apenas comenzaba y quería asegurarse de que mi futuro marido me mereciera.

Y es que, aun y con mis aventuras entre las copas de los árboles, siempre fui una niña obediente; las órdenes e instrucciones de mi padre eran ley para mí. Con sus tiernos abrazos y caricias, él era la persona a la que yo quería complacer; su lealtad y cuidado eran para mí nobleza obligada, compromiso de por vida. Aunque tenía un hermano menor, siempre fui su niña pequeña, dócil, obediente, mi voluntad era hacer su voluntad.

Esa noche me abrazó, me besó la frente, me dio su bendición. Justo antes de alejarse, me apartó de todos y tomó mi rostro entre sus manos.

–Hija, brujita mía –me dijo con una preocupación suspendida en la mirada–, termina tu carrera, nada más por si te quedas viuda. Con ella vas a poder trabajar.

Esas palabras se quedaron flotando en algún lugar de mi conciencia y, aunque me casé al año de haber iniciado mis estudios profesionales, me gradué semestres después. Con el tiempo, reconocí que ésta ha sido una de las decisiones más trascendentes que tomé, sin siquiera darme cuenta.

Me casé dos días después de haber cumplido 19 años. Fue uno de los momentos más bellos de mi vida, pero ¡qué novia puede decir lo contrario! Mi traje de

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inocencia e ingenuidad me hacían ver como una princesa de cuento de hadas. Iba como mariposa posada en el brazo de mi padre. Él caminaba orgulloso rumbo al altar, pausado, sin prisa, como queriendo detener el momento de desprenderse de mí. Me abrazó, me besó la frente y tomó mi mano depositándola con fe y confianza en la de mi futuro marido. En un instante sin tiempo, nuestras miradas se nublaron; sin decir nada y, sabiéndolo todo, vi correr una lágrima en su rostro. Al girar la vista, estaba ahí el hombre de mi vida; su rostro brillaba enamorado y feliz. Iniciábamos nuestra familia.

En esos días, la vida transcurría sin sobresaltos. Mi marido se ocupaba de mí, de mis estudios, de la casa y de los gastos. Era una adolescente-adulta jugando a la casita. No tenía mayor preocupación que terminar mi carrera para contar con una profesión. Cuidaba de mi hogar, sin demasiadas responsabilidades para que, con mochila en mano, pudiera irme a la universidad. Por el tipo de carrera que elegí, no tuve compañeros varones –pues en ese tiempo la licenciatura en Educación era considerada para mujeres– así que seguí en un mundo protegido, donde yo ya había cumplido las aspiraciones de la mayoría que me rodeaba.

Cumpliendo nuestro compromiso con mi padre, esperamos a que me graduara antes de convertirnos en papás. A mi esposo le gustaban mucho los niños y tener un hijo era una de sus máximas ilusiones.

Cuando su madre murió, a los 28 años de edad, dejó a cuatro pequeños: la mayor de seis; un niño de cuatro;

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mi esposo, de dos, y una pequeñita de seis meses. Para su padre fue muy difícil enfrentarse a la pérdida de su esposa, una mujer con una personalidad radiante y una mirada de verde paz.

Quien sufrió un vacío estremecedor fue su abuela, puesto que la madre de mi esposo era la más querida de entre sus tres hijos. Así que cuando murió, se sumió en una depresión que la mantuvo ajena al mundo por más de dos años. Resintió de tal forma la falta de su hija que trastocó toda su vida por completo. Se empeñó en que sus hijos no la olvidaran, pero no con la imagen clara y fresca de quien se va con la juventud en la piel; por el contrario, su rencor con la vida y los reclamos por las nuevas nupcias del padre, hicieron que imprimiera en las tiernas personalidades de sus nietos el recuerdo de un fantasma que los rondaba con la sensación de carecer de algo que nunca conocieron.

Justo el último semestre de mi carrera, decidimos que era tiempo de tener un hijo y la bendición llegó casi de manera inmediata. Éramos jóvenes, el amor caminaba entre nosotros, el cuento de hadas se cumplía cada día. Todo era felicidad a mi alrededor: tenía un buen marido que me quería mucho y me cuidaba, estaba por terminar mis estudios y, además, estaba embarazada. Las piezas de mi vida se armaban con ilusiones y esperanzas.

Pero era el momento de crecer, de dejar de ser niña y tejer mi camino entre sueños y realidades. Justo al tercer mes de embarazo perdí al bebé. A mis 21 años, sentí que el cielo se caía sobre mí. La ilusión se rompía

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y me sobrecogía el desconcierto. Mi vida al lado de mis padres siempre había sido muy buena, llena de cariño y amor, vivía plenamente. Ahora, el repentino vacío y el desconocimiento ante lo que sucedía fueron mi primera experiencia con el mundo de verdad, en el que el dolor y el sufrimiento se aparecen en mayor o menor medida.

Mi familia se acercó a nosotros para darnos todo su apoyo y solidaridad. Más de una persona, en su afán de aliviar un poco el dolor, nos reconfortó:

–No se preocupen, son jóvenes y lograrán otro embarazo pronto. Es difícil entender pero Dios sabe por qué hace las cosas, seguramente el bebé venía mal.Ahí empecé a andar por un camino de querer sin preguntar, de buscar sin siquiera saber si encontraría, ahí se inició la gestación de mi inconsciencia salvadora.

Quedé encinta tres meses después. El aborto había quedado en el olvido y ahora estaba concentrada en el nuevo embarazo. La sensación de que creciera una vida en mi interior me hacía sentir diferente, bendecida, era creadora con el apoyo de Dios.

En esa época estaba estudiando un diplomado en educación especial. Yo no lo sabía en ese momento, pero había elegido mis armas para la batalla. Sólo existía la absoluta inocencia de quien lo ha tenido todo y jamás ha necesitado luchar por algo.

Toda mi ilusión se centró en el hijo que estaba por nacer. El embarazo me hacía sentir realmente

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hermosa, llena de luz, de gracia, como si fuera una de las criaturas elegidas y más queridas por Dios.

En esa misma época, mi tía Chela también se había embarazado. Yo, a mis 21 años, y ella, a sus 42. En mi confianza con la vida no tenía ninguna preocupación de que algo le pasara a mi hijo; en cambio, a mi tía, por su edad, la asaltaban las dudas, los miedos.

La alegría me inundaba y, con esa nueva sensación de ser mamá, empecé a buscar todo lo que quería para mi hijo: arreglar su habitación, comprar su cuna, tejer una cobija, conseguir todas y cada una de las cosas que consideraba necesarias para que mi bebé sintiera cuánto lo amaba.

Los movimientos de mi bebé en mi vientre me hacían sentir todavía más contenta. Me inscribí en los cursos de psicoprofilaxis, porque quería brindarme a mi hijo como la mejor madre que pudiera ser. Antes de que naciera, yo ya sabía cómo debía bañarlo, alimentarlo y cuidarlo. Quería prepararme para el gran momento: el parto, pues todo indicaba que ésa sería la forma en que nacería mi hijo.

Nunca pregunté el sexo. Quería llegar al momento justo en que estuviera naciendo y me dijeran: “¡Es un niño!” o “¡es una niña!”. Quería sentir esa emoción de no abrir el regalo antes de la celebración. Pero sabía, sin prueba alguna, que mi bebé sería un niño, que se llamaría Luis y que iba a llenar de alegría mi vida. Lo que no sabía era todo lo que tendría que aprender de él.

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l 16 de julio de 1986, tres semanas antes de la fecha pronosticada, empecé a sentir el trabajo de parto. Era mediodía, me quedé quieta y empecé

a controlar mi respiración, todavía no era el momento. A las siete de la tarde, el dolor y las contracciones se hicieron mucho más intensos. Ya era el tiempo: mis tiempos y los tiempos que me había propuesto la vida empezaron a no coincidir aunque en ese entonces yo no sabía que ésa es la magia de saber moverse de acuerdo al ritmo que marque la vida. Era hora de ir al hospital.

Llegué con el trabajo de parto muy adelantado pero, aun así, el bebé nació dos horas después. Parir fue una de las experiencias más dolorosas y maravillosas que he vivido. Significó llevar mi cuerpo a la fatiga extrema, al dolor sublime de sentir que se va la vida para darla. Fue un momento íntimo y mágico, de sufrimiento por amor, no como un sacrificio ni como una víctima,

E

el nacimiento de un maestro

“Un profesor es el que te enseña

y un maestro es del que aprendes .”

Simón Bolívar

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sino como un instrumento de creación. Mi cuerpo se tensionaba instintivamente para expulsar a la vida a ese nuevo ser; no dependía de nadie, pues es el cuerpo, la condición de madre, la que decide. Pujaba, me desgastaba, me desgarraba.

Dejé que el dolor me invadiera y lo acepté sin sufrirlo. Llegaba con una ola que arrasaba con todo a su paso. Sentía cómo la sangre se agolpaba en mi cabeza, cómo mi espalda, mis brazos y mi vientre buscaban dar vida y, después de sentir que ya no podía dar más, de creer que estaba por desfallecer, de arrojarme al fuego que me inmolaba en el parto, escuché un llanto hermoso y único: el llanto de la vida.

Lloraba a todo pulmón, exigiendo estar ahí, gritando que estaba vivo y que era mi hijo: la vida que se gestó y creció en mi interior. Me dejé caer, lloré, reí, la fatiga me inundó. Era una mezcla de felicidad y bendición, de paz y de lucha ganada. Recuerdo haber tenido un último soplo de fuerza para incorporarme y preguntar:

–¿Qué es, doctor?

–¡Es un niño! –me respondió.

Era madre de un hermoso niño: Luis. En esta sublimación de amor, mi pequeño hijo fue colocado desnudo sobre mi pecho descubierto, todavía con restos del cordón umbilical, ése que lo mantenía unido a mí, vivo por mí. Su cuerpecito se acomodó y nos fundimos en un abrazo. Esa unión ha durado toda

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nuestra vida. Como madre y esposa no podría estar más contenta, estaba cumpliendo con lo que siempre creí que era la misión de mi vida: formar una familia. Todo era perfecto. Afuera estaban mis padres y los de mi esposo, mis hermanos, mi primo Carlos y algunos amigos. Todos querían conocer al recién nacido.

Ya era tarde cuando me quedé sola en la habitación del hospital. Toqué mi vientre, ahora vacío. Fue una sensación muy extraña. Apenas hacía un par de horas ahí estaba mi hijo y ahora era su tiempo de pertenecer a este mundo, a esta vida que iniciaba. El cansancio venció a la emoción y me quedé profundamente dormida, plena, en paz.

El día siguiente arrancó muy temprano con la visita de mi bebé que, envuelto en sábanas muy apretadas, parecía un capullo que sólo dejaba ver su cabecita. Ya estaba ahí mi madre, mi hermana y mi esposo. Lo primero que hicimos fue conocerlo. Lo desenvolvimos para ver sus manitas, sus pies, su pequeño cuerpo, tan frágil, perfecto. Con sus ojitos cerrados, sólo bostezaba y extendía sus bracitos. Lo acerqué a mi rostro y lo besé con el beso más suave y dulce que jamás hubiera dado, apenas rozando mis labios con los suyos. Era tan pequeño, absolutamente mío, lo acuné en mis brazos y sonreí. En mí afloraron todos esos sentimientos que hacen proteger y querer al indefenso. Era una mezcla de ternura, de valor y de amor.

Recibí muchísimas visitas, regalos, flores, bendiciones, abrazos y, sobre todo, la alegría de todos los que nos querían. Algunos decían que era igualito a mí y otros

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tantos que era idéntico a su padre. Que tenía los ojos azules, que sería rubio, que con su cara redonda y ojitos alargados se parecía a mi abuelo.

Cuando nos preparábamos para salir del hospital –mi papá había salido a buscarme algo junto con mi mamá, mi hermana estaba conmigo y mi esposo estaba arreglando la cuenta–, el pediatra entró a mi habitación acompañado de otro médico que yo no conocía.

Sin más, como si tuvieran una responsabilidad obligada, con rudeza disfrazada de honestidad, el médico que no conocía empezó a hablar usando términos y pronunciando diagnósticos que yo apenas entendía. Eran palabras que hacían a mi hijo diferente. Decían que tenía un problema, que parecía que tenía Síndrome de Down pero que aparentemente no tenía males cardiacos, que si podría tener problemas con su desarrollo, que si su lenguaje, que si su aprendizaje...

Mi estómago se revolvía, mi cabeza giraba. En ese momento mi padre entró a la habitación, pero mi hermana se lo llevó. Un par de años antes había sufrido un infarto y las emociones abruptas no eran recomendables.

Me quedé sola con el médico, sin entender, sin saber… no había compasión en sus palabras. Yo gritaba con el pensamiento, pedía que alguien lo sacara del cuarto, que se lo llevaran de una vez por todas. No quería seguir oyéndolo, deseaba huir de su presencia.

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Permanecí sentada en la cama, con las lágrimas mojando mis mejillas. Un temblor invadió mi cuerpo, no había nada de qué asirse, sentía que resbalaba, que me soltaba de una cuerda, que caía sin saber a dónde. Quería echarlos, desaparecerlos, que se fueran lejos, que se callaran… pero sólo podía llorar, con el cuerpo, con mi silencio.

Llegó mi madre y le explicaron no sé qué cosas. Ella se los llevó, por fin. Pero ni todo el amor que me tenía ni toda la protección que siempre me brindó por ser su niña pequeña pudo llevarse la pena. El dolor se quedó flotando, abrazando todos mis sueños y mis ilusiones, y se convirtió en un fiel compañero durante algunos años.

Abracé a mi hermana cuando entró. Me dolía el alma –aunque no supiera ni dónde, ni en qué parte del cuerpo estaba– sólo sentía que me dolía. Lloraba conmigo, me aseguraba que todo estaría bien, me acariciaba como sólo las hermanas saben hacerlo; a sus 23 años y sin que ninguna de las dos hubiera conocido el dolor, intentaba consolarme. No recuerdo lo que decía pues no eran las palabras las que aliviaban, era su presencia, el saber que estaba ahí. Cuando regresó mi madre, me abrazó con toda la ternura que probablemente había guardado para cuando el dolor me alcanzara; guardaba silencio y me rodeaba con sus brazos.

Mi esposo estuvo tranquilo, diciendo no sé qué cosas del Síndrome de Down, que eran niños hermosos, que ahí teníamos el ejemplo de Memo, su hermano, quien también lo tiene.

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Mi padre se sentó a mi lado, me rodeó con sus brazos y escondí mi cara en su pecho.

–Brujita, toda va a estar bien. Ya verás que todo va a estar bien –me dijo con voz entrecortada mientras acariciaba mi cabello. Y nuestras lágrimas se hicieron una, mientras me mecía en sus brazos.

Para mi papá, mi hermana y yo seguíamos siendo sus niñas pequeñas. Con mis hermanos era más firme, pero a nosotras nos trataba como si estuviéramos hechas de pétalos de rosa y fuéramos tan frágiles como figurillas de cristal.

La habitación se colmó de tristeza. La alegría que antes me había inundado desapareció con unas cuantas palabras. Ahora todo era miedo, duda. No podía dejar de llorar; yo quería lo mejor para mi hijo pero ahora, ¿cómo? ¿con qué se lo daba? Sentía que le había fallado y no tenía idea de cómo componer los errores, cómo resarcir las faltas.

Salimos del hospital con la tristeza ceñida al cuerpo. El silencio se sentó entre mi esposo y yo, y en esa manía de llevar al dolor a su máxima expresión empezaron los reproches mudos: el bebé, mi bebé, mi hijo, ¿por qué él?, ¿cómo pasó?, ¿en qué fallé?, ¿qué fue lo que no hice? No había respuestas para preguntas que nunca se hicieron.

Al llegar a casa, sólo quería encerrarme en el cuarto, acostarme y abrazar a mi bebé. Con nosotros estaban mis papás, mis hermanos, mi primo Carlos,

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mi tía Leonor. En un intento por liberarnos de esa actitud de derrota que se abría como una grieta entre mi esposo y yo, todos nos dieron la bienvenida con muchos abrazos. Mi hermana me quitó a Luis de los brazos para cargarlo, mecerlo y cantarle. Mis papás nos acompañaron al comedor, pero yo no tenía hambre, quería dormir, perderme en ese espacio callado. Sin embargo, ahí estaba mi familia, la que siempre ha estado conmigo para no dejar que me hunda, para compartir su fuerza y su amor como lo hicieron en ese momento en que nos sentíamos frágiles.

La actitud de mi marido era muy distinta a la mía. Mi tristeza era evidente, me dividía entre el dolor provocado por el diagnóstico y el amor a mi hijo. Yo no dormía, me alcanzaban las madrugadas sin encontrar respuestas. Por el contrario, él tenía la actitud de un padre feliz por el recién llegado, orgulloso, sin angustias ni preocupaciones, como si tuviera todo bajo control. Parecía como si no le doliera y, aunque en ese entonces yo no pude notar esa actitud porque estaba centrada en mí, la condición de Luis empezó a fracturar su ánimo. Pero ahí estaba, era el inicio de una negación de la realidad.

A partir de la llegada de mi hijo, los días se movían en dos direcciones. Por un lado, y sin que yo estuviera muy convencida, el inicio de las terapias. Y la más importante, rezar; rezábamos mucho, intentando convencer a Dios de que cambiara el Padre Nuestro para que se hiciera nuestra voluntad y no la suya. Rezábamos mucho, porque creíamos que podía

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revertirse la “trágica” noticia. Resulta que para determinar si un bebé tiene una trisomía 21 regular (el diagnóstico más común del Síndrome de Down) se le debe practicar un cariotipo. Habíamos realizado dos veces el estudio de sangre pero el proceso fallaba y los resultados no eran certeros. Para engañar a la mente y comprar cualquier ilusión barata, pensábamos que si el estudio no lograba concretarse, debía ser porque mi hijo no tenía el síndrome. La verdad es que no salía porque en aquel entonces los laboratorios no eran tan eficientes y sus controles de calidad no eran rigurosos por lo que, para obtener resultados confiables, tenían que realizar varias veces el estudio.

Pasó un mes, durante el cual tuvieron que hacerle a Luis tres estudios. Durante ese tiempo rezábamos el rosario en familia: mis papás, mis hermanos, alguno de mis cuñados y, a veces, mis suegros. Carlos, mi primo, un joven de apenas 14 años, siempre nos acompañaba a rezar y por las tardes, cuando salía de la escuela, se iba a casa a hacerme compañía.

Recuerdo muy bien una tarde en que tuve que salir y él se ofreció a cuidar a Luis. Puse al pequeño entre sus brazos y le dije que no tardaría. Al cabo de un par de horas, lo encontré sentado en la misma posición y cargando al bebé exactamente como yo lo había dejado. Me explicó que no se había movido pues sabía que en esa postura Luis estaba cómodo y que él, Carlos, había venido a eso: a cuidarlo. Poco tiempo después me enteré de que, cuando nació mi primogénito, él había estado a pan y agua, ofreciendo su sacrificio por

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la salud de mi criatura. Fue así como empezó la magia de Luis y se inició el largo camino para abandonar el dolor. Yo no lo sabía ni podía siquiera imaginar todo lo que Luis iba a mover y lo que lograría cambiar gracias a su presencia. En esa época, difícilmente hubiera pensado en todo el bien y el aprendizaje que traería a mi vida.

A la par que rezábamos, mi madre –mi maestra en el arte de buscar– encontró a una rehabilitadora, una chica joven, dulce y con algo de experiencia, para que “trabajara” con mi hijo. Mi respuesta fue inmediata: le dije que mi bebé no necesitaba una terapia puesto que era “normal”.

–Hijita, le va a hacer bien, es nada más para que se desarrolle más rápido –me dijo con amor y sabiduría.

Como la humedad –sin que me diera cuenta– Luis ya tenía, a sus escasas cuatro semanas de vida, un programa de rehabilitación de la autoría de mi madre y con la ejecución de Xóchitl.

En la búsqueda de un mejor pronóstico para mi hijo, hicimos un viaje a León, Guanajuato, cuando apenas tenía tres meses. Empacamos todas las ilusiones, la ignorancia y la inexperiencia y emprendimos el camino que nos llevaría a dar con la “cura milagrosa”: una que me dijera que Luis no tenía discapacidad alguna.

Fuimos muchos los viajeros: mis padres, mi hermana y su esposo, mi hermano, mi marido, Luis

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y yo. Visitamos a un médico que nos dio muchos frasquitos y pastillitas llenas de falsas esperanzas, las que nosotros pagamos con nuestra mejor moneda: la fe. A lo largo de los años, compré y pagué muchísimas esperanzas fallidas. Era vulnerable y tan ingenua que fui presa fácil de muchos charlatanes. Ésa fue la primera de las múltiples búsquedas, en donde no encontramos nada de lo que queríamos pero, al abrir el corazón, fui descubriendo en el camino experiencias maravillosas e inesperadas. Gracias a Luis, despertamos la sensibilidad y convivimos como una familia cuyo único objetivo era encontrar un “milagro”; gracias a ese trayecto, vivimos momentos dulces que yo podría usar cuando me abrazara el miedo.

Mi marido había trabajado desde muy joven en el negocio familiar, pero en ese tiempo las cosas empezaron a salir mal. Había pérdidas importantes que llevaron a su padre a tomar la decisión de cerrarlo. De un día para otro, mi marido se quedó sin trabajo, después de haber dedicado 10 años a aquella empresa. A simple vista no pareció que ese acontecimiento le hubiera trastocado el ánimo. Lo aceptó con tranquilidad y aplomo, y me comentó que sólo era un pequeño tropiezo. Como él había sido siempre un joven muy emprendedor, sus palabras eran sólidas y tranquilizadoras para nuestro futuro. Yo podía seguir ocupándome de mi hijo y él seguiría ocupándose de mí. Desde su llegada a nuestra vida, Luis fue una semilla que se sembró en dos tierras distintas. Una de éstas era virgen, sin malicia, sin miedos preconcebidos, libre,

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cuidada y abonada para que en ella creciera cualquier sueño. La otra también era buena tierra, pero tenía una bacteria, un virus implantado años antes y el cual había permanecido latente. Sólo esperaba las condiciones para desarrollarse. Esa semilla, ese pequeño Luis, era muy exigente: sus retos y necesidades demandaban salirse de uno mismo y buscar lo mejor de tu persona.

Tardé casi seis meses en poder decir –decirme a mí misma y pronunciar las palabras– que mi hijo tenía Síndrome de Down. Para entonces, mi madre había encontrado otra terapia y ése fue nuestro inicio formal en el tema de discapacidad. Habíamos dejado las terapias individuales y ahora asistíamos a un centro de estimulación temprana con un grupo de mamás, más o menos de mi edad, con hijos con el síndrome.

Las primeras sesiones eran algo tristes, pues ya era inevitable negar la realidad: Luis era Down, era muy parecido a los otros bebés. En esa terapia iniciamos nuestro trabajo de grupo en pro de la calidad de vida de mi hijo, acompañada siempre de mi hermana y, en ocasiones, también de mi papá.

Mi esposo y yo íbamos por las noches a la “Escuela de padres”. Conocimos a familias valiosas que compartían sus experiencias con nosotros y nos facilitaban la nueva forma de ver nuestra vida. Empecé a conocer más, a despejar dudas, a confiar más. Nos pasábamos las mañanas entre rondas y canciones, soñando que algún día Luis llegaría a la “normalidad”.

Días antes de que Luis cumpliera los seis meses de edad

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surgió un nuevo reto, algo que ni siquiera imaginaba: empezó a convulsionar. Al principio, las convulsiones eran casi imperceptibles, pensé que se trataba de una falta de coordinación, algo de su mismo desfase en el desarrollo. Se presentaban de forma intermitente pero luego se hicieron más frecuentes e intensas. Su cuerpecito se movía de manera incontrolada, no había nada que pudiera hacer para evitarlo. Apenas acababa de aceptar que mi hijo tenía Síndrome de Down cuando, aún desarmada y lastimada, esto me tomó nuevamente por sorpresa. Me sentía impotente. No quedaba más que apretar fuerte el cuerpo, recibir el golpe y soportar. Llorar de nuevo, perder de nuevo. Visitamos varios neurólogos, hubo muchos estudios, nuevos miedos, más preguntas, pocas respuestas.

Después de un par de semanas nos dieron el diagnóstico: además del Síndrome de Down, Luis también tenía Síndrome de West. A mis 22 años seguía siendo frágil, pero la única forma de evitar la flaqueza era ocupándome de mi hijo, trabajando con y para él. La explicación de la nueva condición de Luis se redujo a decir que era un tipo de epilepsia infantil, que mi bebé convulsionaba y que se podría controlar con un medicamento que tendríamos que conseguir en Estados Unidos. Serían 30 inyecciones que debíamos aplicarle cada tercer día. No hubo pronóstico, no hubo recomendaciones. La mirada se volvió a nublar, el alma volvió a doler.

El tratamiento no era otra cosa que cortisona en dosis muy altas. Mi bebé dejó de reír, lloraba distinto, como si le doliera algo más, pero no había forma de conocer

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la magnitud de su dolor. Dejó de moverse, ya no se sentaba. Fue como si a sus seis meses volviéramos a empezar. Era, otra vez, un recién nacido. Engordó, parecía que lo hubiéramos inflado… ya no era el mismo Luis. Ese bebito con Síndrome de Down era distinto, todavía más frágil, todavía más débil. Yo había notado que, dentro de sus pocos movimientos, casi no usaba su mano derecha y se lo hice saber al neurólogo que visitábamos cada mes. Pero el médico nunca decía nada, sólo anotaba en su expediente. En la siguiente consulta hice el mismo comentario. Sin embargo, no fue sino hasta la tercera vez que, cuando lo repetí, me contestó:

–El niño tiene una hemiparesia. No se preocupe, es una secuela de las convulsiones.

Un nuevo término, un nuevo diagnóstico. Con total desconocimiento de esos temas, la salud de Luis era como un agujero negro en donde flotaba en el limbo intentando manejar sin instrumentos, a ensayo y error.

En ese tiempo no existía la Internet, así que me tardé algunos meses en encontrar el pronóstico de un niño con Síndrome de West. Era terrible, quizá era mejor no saber, pero esto fue lo que aprendí: Los niños con este síndrome suelen manifestar la enfermedad entre los tres y seis meses de edad. Del 11 al 25 por ciento de los enfermos muere antes de los tres años, con o sin tratamiento. La mayoría presenta secuelas graves, como el retraso mental y la epilepsia severa. Alrededor del 10 por ciento tiene una vida normal. Demasiada información, demasiado dolor.

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Empecé a dejar de pensar. Mi inconsciencia empezó a ganar más terreno, ya no podía con tanta información. No me dejaba respirar, era sofocante, todo se sobredimensionaba, ya no tenía solamente un hijo con Down; ahora era una criaturita que parecía un rompecabezas en el que las piezas no encajaban.

Hicimos a un lado todos los pronósticos aterradores y nos centramos en lo que sí estaba al alcance de nuestra mano: trabajar para Luis. Seguimos con la misma terapia un año y medio y, aunque dejó de convulsionar violenta y perceptiblemente, el daño ya estaba hecho. El síndrome de Down quedó algo olvidado y nos centramos en lo que representaba su mayor reto: potenciar al máximo su capacidad mental y recuperar la independencia en sus movimientos.

Teníamos, sobre todo, a un bebé con parálisis cerebral. Mi madre, la gran buscadora, sin que Google existiera siquiera en la mente de su creador, encontró una terapia que prometía grandes resultados en niños con daño cerebral, pero estaba en Filadelfia. Era realmente lejos, pero todo parecía indicar que era “milagrosa”.

Tuve que leer varios libros para saber de qué se trataba. A fin de ingresar al Instituto para el Logro del Potencial Humano debía asistir a un curso de una semana, antes de poder aspirar siquiera a ser parte de su programa. Yo nunca había viajado sola, mi inglés no era muy bueno y era un reto importante pero, por Luis, valía la pena vencer el miedo. El Instituto, constituido por varios edificios de roca gris, está en las afueras de Pensilvania, en medio de un terreno muy grande lleno de pinos. El

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curso iniciaba puntualmente a las ocho y media de la mañana, y concluía a las cinco de la tarde. El programa no sólo era para niños con diferentes discapacidades, sino para niños “normales” que, a través de la filosofía y metodología del Instituto, se consideraba que podían llegar a ser genios.

La semana transcurría entre conferencias y entrenamientos, pero sobre todo en conocer a fondo el programa, ya que se requería de mucho compromiso para lograr las metas propuestas para cada niño. Durante esa semana conocí a una gran cantidad de personas con distintas discapacidades, retos y habilidades, con diferentes culturas y religiones, que venían de todo el mundo, con un solo objetivo: intentar llevar a su hijo al máximo desarrollo. Conocí personas muy valiosas, pero por encima de todo, muy valientes.

Volví con mucha información en la cabeza y algunos folletos que presenté a mi esposo, mis padres, mi hermana y mis suegros. Había dos programas: el off-campus, que implicaba un trabajo de ocho horas al día, seis días a la semana; y el intensivo, que abarcaba las 24 horas del día. En las dos modalidades se requería de al menos tres personas para cumplir los objetivos.

Mi familia compró la idea y estuvo dispuesta a pagarla con esa moneda que a veces escasea: compromiso, esfuerzo y sacrificio, envuelta en una gran dosis de amor. Nos dispusimos a iniciar con el programa off-campus. Entre mi mamá y mi hermana armaron un verdadero ejército de ángeles que se hicieron presentes durante casi tres años: mis tías Nelly, Leonor y Graciela;

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mis amigas Cecilia, Esther y Mágala; mi primo, Carlos; un cuñado postizo, Israel; una abuelita prestada, Tita Cony; mi inolvidable muchacha Lidya, y mis papás.

De lunes a sábado dejaban todo lo que podía ser importante y se unían a la comunidad que hicimos para llevar a Luis a su máxima expresión. Éramos un verdadero equipo, en donde todos llegaban desvistiéndose de quienes eran para convertirse en aquellos que Luis necesitaba. Era trabajo arduo y difícil, porque llevábamos a mi hijo a esforzarse más de lo que él quería, así que aunque lloraba y gritaba, entre generosidad, cantos y risas lográbamos las metas de cada día.

Ésa era la tarea: sólo ese día. No buscábamos más, no pensábamos cuándo podría caminar o si llegaría a hablar. Era sólo un día a la vez, en una conciencia de ser y hacer cada uno lo posible para lograr lo mejor para Luis. Los días parecían interminables con jornadas laborales de ocho horas, con 30 minutos para comer, cambios de turno y de un personal altamente capacitado en amor y en solidaridad.

Los Ángeles Guerreros, liderados por mi hermana y mi madre, fueron compañía, fuerza y luz en esos años donde todo dolía.

Dolía estar quietos, dolía estar en movimiento, dolía saber, dolía no conocer… eran muchos sentimientos envueltos en juventud, inexperiencia, deseos rotos, ilusiones nuevas. Fueron años de esfuerzo en los que Luis, con su fragilidad, tocó el corazón de sus Guerreros.

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Cada seis meses, Luis, su papá y yo viajábamos a Filadelfia para ser evaluados, para presentar el examen que, en equipo, habíamos preparado durante 156 días, mil 248 horas. Registrado así, en números, parece demasiado. Y lo era. Pero formábamos un equipo y el deber, que no era fácil, entre todos se hizo fácil.

Al regresar, siempre estaba el Comité de lucha y amor para recibirnos con la pregunta obligada: “¿Cómo les fue?”

Siempre trabajamos como uno, así que los éxitos y los que no lo eran tanto siempre fueron compartidos. Así pasamos tres años, un nuevo embarazo y el nacimiento de mi hija Paty.

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a gestación de mi segundo bebé fue fácil, en términos físicos. El tema emocional implicó algo más de reto. Habiendo tenido un hijo con

múltiples discapacidades, un nuevo embarazo elevaba de manera exponencial la preocupación. De nuevo recurrimos al único recurso que podíamos usar una y otra vez sin que se agotara: la oración.

Recé, rezamos, rezaron… sé que toda la gente que nos quería rezaba. La terapia de Luis era abrumadora, en ocasiones estresante, y esto se vio reflejado en mi cuerpo. Todas las mañanas, al levantarme, tenía los puños apretados, como si estuviera preparada para el combate. El miedo se escondía en mis manos para permitir que el resto del cuerpo se dedicara a llevar a cabo las tareas del día.

Las terapias eran casi un entrenamiento militar. Iniciaban a las ocho de la mañana con un programa

L

disciplina militar

“Somos el resultado de lo que hacemos repetidamente.

La excelencia, entonces, no es un acto sino un hábito .”

Aristóteles

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estricto, calculado en tiempos, movimientos y personas a cargo. Mi hermana hacía una minuta en donde especificaban los ejercicios del día. Cada uno tomaba cinco minutos, por lo que las ocho horas de trabajo se convertían en 96 sesiones distintas que comenzaban y terminaban con rigurosa puntualidad.

Teníamos que motivar a Luis, hacerlo sentir que los ejercicios no eran una obligación sino un juego. Había que reír y cantar aunque él llorara. No había espacio para el drama, la desilusión y mucho menos, para la lástima; no había compasión, sólo amor comprometido. Se lo debíamos. Se esforzaba tanto, necesitaba tanto, soportaba tanto, que lo menos que podíamos hacer era concentrarnos en él, dejar la piel por él con toda esa alegría que a veces no teníamos, pero que pedíamos prestada cuando el exceso de protección quería “sentarse” entre nosotros.

Para llevar a Luis a su máxima expresión debíamos realizar una serie de ejercicios como el de los “patrones cruzados”. Un patrón cruzado normal es el movimiento que una persona hace al caminar: el pie derecho se mueve al tiempo que el brazo izquierdo, mientras se gira la cabeza hacia el mismo lado que el brazo. En la terapia, la idea era replicar este movimiento para “instalarlo” en el cerebro de Luis. Ese ejercicio llevaría a mi hijo a arrastrarse, gatear y, finalmente, a caminar, además de que sería la base para futuros aprendizajes. Éste era uno de los ejercicios más emblemáticos del Instituto. Para ejecutarlo se necesitaba la ayuda de tres personas: una que tomara la cabeza y la girara de izquierda a

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derecha; otra, que tomara el brazo y la pierna derecha, juntándolos y separándolos al mismo tiempo, y la tercera, que se encargara del brazo y la pierna izquierda. Tenían que estar perfectamente coordinadas, por lo que implicaba comunicación e instrucciones entre los participantes antes de iniciar.

Este ejercicio era uno de los que más trabajo nos costaba, pues lo teníamos que hacer aunque Luis no quisiera colaborar y convirtiera esos cinco minutos en un tiempo de lágrimas, enojo, rabia e impotencia, por querer liberarse. Al principio, su llanto era de reclamo: exigía su libertad, su derecho a ser y no a tener que hacer. Más tarde, cuando se daba cuenta de que ni con todo el amor que le tenía lo dejaría penetrar en mi voluntad –adolorida por pedirle más–, sus sollozos eran desconsolados, tristes, como de saberse vencido. Yo reconocía, con mucha rabia, que hacer llorar a Luis era “por su bien” pero eso me dolía. Me hubiera cambiado por él, pero nunca existió esa opción; nunca he podido evitar su dolor, su sufrimiento o sus luchas. Me di cuenta, mucho tiempo después, de que lo que sí he podido hacer es estar a su lado, cerca, tan cerca que casi me he convertido en su piel.

Otro ejercicio que tampoco era muy agradable –ni para Luis ni para nosotros– era el de “la máscara”. Había que colocarle una bolsa de plástico con un aditamento que cubría su boca y nariz, de manera que al respirar una mayor cantidad de dióxido de carbono, aumentaba también la oxigenación de su cerebro. Cooperaba en ocasiones pero había veces en que

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teníamos que sujetarlo de piernas y brazos, como con una camisa de fuerza, para inmovilizarlo. Aunque las lágrimas escurrían a raudales por sus mejillas, el llanto se transformaba después en un gruñido roto, opaco y vencido, la alegría de trabajar por él tenía que hacerse presente, así que convertíamos esos minutos en un popurrí de cantos y porras para distraerlo de su aprisionamiento temporal.

La actividad que más disfrutaba era la lectura. Por periodos de un segundo le mostrábamos cartelones con palabras propias de los artículos de la cocina, del baño, del jardín, o de la familia y los animales. Le enseñamos más de mil términos, frases y libros hechos por nosotros a lo largo de más de tres años.

Por último, estaban los 300 metros de arrastres y, una vez que tuvo la capacidad, los 2 mil metros de gateo, lo que fue un reto mayor, ya que Luis contaba solamente con su brazo y pierna izquierdas como primer motor, pues apenas podía mover su lado derecho. Demasiados metros, demasiado trabajo, excelente equipo, mucho amor. En este ejercicio, Carlos e Israel parecían entrenadores: empujaban a Luis, lo retaban a que nos diera un metro más. Al término de esa meta parcial, Carlos lo cargaba y lo aventaba “volando” por el aire o giraba con él a toda velocidad. La risa de Luis era infinita, plena, olvidada de trabajo. Creo que desde ahí se definió su afición por las actividades extremas, ya que no sólo disfrutaba estos “juegos”, sino que siempre pedía más. Al final del día, uno típico de trabajo, hacíamos el recuento de todo lo logrado con la satisfacción de haber cumplido: tan sólo por hoy.

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Al día siguiente se escribiría otra historia, en la que volveríamos a volcar el corazón. No nos proponíamos más, no buscábamos más, el camino era largo y difícil, dábamos un paso a la vez, sin carga extra, sin temor ni dudas, nos movíamos ligeros para avanzar.

Todo este rigor era nuevo para mí. Nunca había pertenecido a equipo deportivo alguno ni había participado en actividades que exigieran disciplina. El ritmo, la cadencia y la fuerza no existían en mí, pero mi maestro me fue llevando poco a poco, con el paso de los días y de los años. La voluntad penetró en mis huesos y se volvió mi respiración. Sin darme cuenta, se gestó en mí un corazón incansable, un alma invencible.

Mientras el embarazo avanzaba, mi cuerpo se volvió más fuerte. Sabía que estaba encinta porque crecía mi abdomen, pero no porque gozara de consideraciones especiales en el equipo de Lucha y amor. Todos teníamos tareas y todos cumplíamos con ellas; incluso Luis, mi embarazo, mi esposo y yo tuvimos que hacer un par de viajes a Filadelfia.

Paty llegó al mundo mediante un parto. Escondido entre mis entrañas había estado el miedo hasta que el médico me dijo que era una niña y que todo estaba bien.

Entonces no pude contenerme: de manera violenta e inmediata arrojé el miedo por la boca hasta vaciar mi cuerpo. Era la madrugada de un 11 de mayo cuando Paty Mayela nació: fue mi regalo del Día de las Madres.

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Apenas un par de semanas después de haber llegado a casa, Paty reclamó al mundo su espacio y su tiempo. Por alguna razón para mí desconocida, empezó a llorar de manera ensordecedora e ininterrumpida. Lloraba de día y de noche, con hambre, con sueño, durante el baño, en todo momento y en cualquier lugar; no importaba, ella tenía pulmones para rato.

En el trajín intenso de la casa ocupada por distintos “mandos militares”, Paty era recluida en el último cuarto para que no la perturbáramos o para que ella no perturbara a Luis… pero eso era muy difícil de lograr. Sólo cuatro personas podíamos hacernos cargo de ella sin perder la cordura: mi papá, mi hermana, una muchacha que me ayudaba por las mañanas y yo. Todos los demás huían de su llanto. Pero al caer la noche, Paty era sólo mía y al día siguiente, desde temprano, había que trabajar con Luis.

Consultamos con el médico y aunque físicamente Paty no tenía padecimiento alguno, me explicó que como había estado bajo un estrés constante durante el embarazo, su llanto era una reacción natural para adaptarse al mundo. Había que esperar algunos meses para que liberara esa tensión. No la medicó y a mí me recetó paciencia. Las primeras semanas fueron extenuantes. Me sentía desgastada por el parto, por el exceso de trabajo y por la falta de sueño. Caí enferma con fiebres que superaban los 40ºC.

Al paso de los meses, justo como pronosticó el pediatra, Paty dejó de llorar y se convirtió en una niña muy dulce que nos acompañaba en el trabajo

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diario. Aprendía todo de su hermano quien, por su discapacidad, se arrastraba usando un solo brazo. Paty empezó a desplazarse también así, por lo que tuvimos que enseñarle que ella podía usar sus dos bracitos y sus piernas. Como imitaba a Luis siguió arrastrándose hasta los ocho meses, hasta que un buen día mi cuñado la colocó en cuatro puntos y gateó junto con ella. Eso le hizo descubrir un nuevo modo de traslado.

Paty caminó mucho antes que Luis. Se paraba frente a él y lo llamaba, agitaba su manita y le ofrecía sus tesoros, para lograr que se acercara a ella. Se convirtió así en parte del equipo de trabajo con su cabello negro, brillante, sus ojos oscuros y sus labios rosados que la hacían verse maravillosa.

Cuando el ritmo de trabajo bajaba, me sentaba en un rincón, apartada de todo, la abrazaba y cantábamos juntas una canción de cuna que a ella le gustaba. Se volvió un refugio para los momentos en que me sentía más terapeuta que mamá. Al final del día, cuando toda la tarea estaba completa y la calma de la noche lo cubría todo, me acostaba con mis hijos, uno a cada lado. Mi esposo nos abrazaba a los tres y ahí nos quedábamos hasta que se durmieran, en paz, disfrutando del maravilloso placer de ser sólo papás.

Aun entre tanto trabajo, mi esposo y yo encontrábamos tiempo para disfrutar, salir a alguna fiesta, con los amigos o la familia. Éramos felices; reíamos, bailábamos y platicábamos largas horas. Nos volvimos una referencia sobre cómo llevar un matrimonio. Había espacio para nosotros, para ser la pareja que

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había iniciado toda esta aventura, para divertirnos y hacer planes, para darle forma a esta familia diferente que estábamos empezando a crear, para hacer nuestro particular diseño de hogar.

Dejamos el programa de Filadelfia cuando Luis caminó, a los cuatro años y medio de edad. El costo físico, económico y familiar empezó a ser más alto de lo que podíamos pagar, por lo que pensamos que ya era tiempo de buscar otra alternativa más accesible. El concepto de costo-beneficio, del “cuánto invierto y qué obtengo”, se instaló en mí. No había muchos recursos, ni económicos ni emocionales, así que había que administrarlos adecuadamente.

Con cada entrenamiento me convertía en una “experta” en desarrollo infantil y estimulación temprana. Conocía perfectamente a qué edad un bebé tenía que hacer tal o cual cosa y, en ese rol de mamá-terapeuta, en todo momento estaba midiendo el desarrollo de Paty, el cual iba en tiempo y forma: ella crecería como cualquier bebé. Dentro de todo el trabajo que Luis representaba, Paty era paz. En ella se depositó toda mi esperanza de ser o parecer una familia “normal”.

Para mi hija, su hermano era así, como era. Nadie tuvo que explicarle nada: Luis era lo normal y todo lo que ello implicaba era parte de nuestra actividad diaria. Empecé entonces a diferenciar las cosas que se cuestionan de las que no tienen por qué cuestionarse. Lo que era Luis, lo que éramos, no se cuestionaba. Luis había llegado primero y la familia se estructuró en

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función de sus necesidades; éramos su familia, él nos dio una identidad distinta y con valor.

Un poco antes de que Paty cumpliera dos años volví a quedar embarazada. Cuando me casé, siempre quise tener cuatro hijos, y ni el miedo ni la consciencia me iban a alejar de mi deseo de ser madre muchas veces; era una cuestión de ser y no de temer.

En esos días, cenamos en casa de mis papás con unos frailes franciscanos que estaban de visita. Mi mamá les pidió que rezaran por mí, ya que esperaba mi tercer hijo. Los religiosos pusieron sus manos sobre mi cabeza y rezaron con verdadera devoción por la nueva criatura que se estaba gestando. Fue un momento místico en la familia, dadas las condiciones que nos habían rodeado. Al día siguiente, perdí al bebé. Así que, a pesar de la experiencia de la noche anterior, ése fue el inicio de mi distanciamiento de Dios: otra vez, yo quería que se hiciera mi voluntad y no la de él.

No entendía por qué Dios no quería ayudarme. Lloré con absoluta melancolía, no sólo por la ilusión perdida sino por la fe rota. Gradualmente, mi fe se fue quedando en el camino, dejé de querer rezar. ¿Para qué?, ¿por qué? Empecé a confiar y creer más en mí que en Dios. Lo alejé de mi vida, le pedí que se fuera y me dejara; de cualquier forma, yo ya me sentía sola.

Por esas fechas, con mi manía de evaluar continuamente a mi hija, me di cuenta de que se estaba retrasando en el desarrollo del habla: decía unas cuantas palabras, pero no hilaba frases. Luis ya asistía a una terapia de

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lenguaje, así que le pregunté a la maestra y me sugirió que, a fin de disminuir el desfase, sería conveniente que ella también se sumara al programa.

Mi muy bien plantada inconsciencia y el deseo de ser madre me hicieron quedar embarazada nuevamente. El miedo siempre sucumbe ante la fuerza de desear algo hasta los huesos. Sin pensar y sin rezar transcurrieron los días, envueltos entre ser terapeuta, mamá y esposa. Entonces, Paty entró al kinder y su rezago se hizo más evidente. Se acentuaron las terapias.

Justo en esa época, mi esposo empezó un periodo de constantes pérdidas y búsquedas de trabajo. Aunque cada día yo contaba con más habilidades emocionales –aunque de eso todavía no era consciente porque estaba concentrada en lograr que mis hijos alcanzaran el mayor número posible de metas– no ocurría lo mismo con los recursos materiales.

El caso es que iniciamos otro viacrucis: el de Paty. Fuimos con neurólogos, le realizamos estudios, la sometimos a terapias, hasta quisimos aplicar soluciones mágicas pero, a diferencia de lo contundente de los resultados en el caso de Luis, con el de mi hija sólo eran suposiciones, dudas. No había diagnóstico, no había pronóstico, nadie tenía respuestas. Abandoné a los “profesionales” del cerebro cuando el último que consultamos me dijo:

–Mire, señora, su hija efectivamente tiene algo, pero ningún estudio le dirá qué es. Usted nada más trate de que se desarrolle lo más parecido a la norma.

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Para cuando llegué con este médico ya le había hecho a Paty todos los exámenes que me habían pedido: electroencefalogramas, resonancias, TAC, estudios para detectar intoxicación con plomo, Síndrome de X frágil o Síndrome de Prader-Willi. No tenía la más mínima idea de qué eran o de lo que representaba cada uno de esos términos en la vida de mi hija. Ningún estudio nos dio información ni solucionó algo, pero tampoco la complicó más. Así que hice lo que mi mamá me había enseñado cuando nació Luis: resolver.

Aunque no sabía todavía cuáles eran sus limitaciones y necesidades, mi búsqueda me llevó a asistir a seminarios y congresos, y a tomar cursos y hasta un diplomado en neuropsicología. En ese momento no lo sabía, pero todo lo que aprendí entonces se volvería rentable años después.

Lo que más me sirvió para sacar adelante a mis hijos fue el sentido común, tanto el propio como el que me regalaba la gente que nos quería. Dejé de consultar médicos, terapeutas y charlatanes. Con Paty, me fui sola.

Mi hija tenía serios problemas de aprendizaje. Necesitaba enseñanzas concretas, gráficas y simples; los métodos tradicionales no eran para ella. Nos inscribimos en una escuela privada. Digo “nos” inscribimos porque yo entré con ella y su aprendizaje era parte de mi tarea; iríamos juntas en este proceso de aprender diferente. La escuela nos ofreció atender las necesidades “especiales” de mi hija. Durante los primeros años, en preescolar, se integró perfectamente al grupo. A esa edad sus

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necesidades no eran tan notorias: aprendían a dibujar, a cantar, a coordinar, a encontrar. Pero en la medida en que los aprendizajes se fueron haciendo más complejos, Paty se empezó a quedar rezagada.

En la escuela opinaron que lo mejor sería “atrasarla”, dejarla en el mismo grado, pues pensaban que era cuestión de tiempo y no de proceso. Así que, con todo el dolor de mi alma, Paty reprobó cuarto grado de primaria por tercera vez.

Con el corazón apachurrado, la llevé a la escuela en ese nuevo inicio de clases. Pero mis dolores no eran sus dolores, así que se bajó del carro después de darme un beso. Para mi sorpresa, cuando fui a recogerla y justo cuando yo esperaba sus reclamos, ella sonrió:

–Mami, tengo un salón lleno de compañeras nuevas, ¡voy a tener muchas amigas más! ¡Estoy feliz! –me dijo.

En ese momento me di cuenta de que hay más de una forma de interpretar lo que se vive. Las cosas “son” y no cambian, es el modo de verlas lo que las hace diferentes. Había que aprender a ver con alegría y como un reto lo que estaba fuera del alcance de mis sueños. No había que dejarse abatir por los comentarios de quienes carecen de conocimiento y sensibilidad:

–Tú eres la mamá de Paty, la niña del “problemita” –me decían.

La realidad es que nunca ha tenido un “problemita”. Simplemente, no ha habido alternativas para ella, su

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condición la dejó en un espacio sin opciones. Luis tiene muchas discapacidades y, afortunadamente, encontramos múltiples opciones reales o imaginarias para mejorar su calidad de vida. En cambio, para Paty apenas hay unas cuantas y las hemos explorado casi todas.

Lo más difícil que hemos vivido Paty y yo es cómo se ve a sí misma. A pesar de que intenté que percibiera la diferencia que existía entre ella y el resto de los niños de su edad de manera natural, mi hija empezó a ser consciente de sus diferencias con una pregunta hecha hace miles de años, un cuestionamiento que desarma y hace llorar al alma, pero que merece una contestación dicha con una sonrisa y con la confianza de poseer todas las respuestas.

–Mami, ¿por qué soy diferente?

En esa lucha intensa por querer ser igual y tratar de desechar la diferencia, es cuando se dio el inicio formal del reto: el de buscar el valor de su diferencia y aceptar sus límites. Ha sido un camino de cien rutas y atajos que comienzan y terminan, que no concluyen; de puertas que se abren y se cierran pero, sobre todo, es un proceso de búsqueda continua, permanente, incansable e impermeable, con lágrimas que salen pero que no penetran la esperanza. Para ella, ser diferente era doloroso pues veía a su hermano y no quería ser como él: distinto. Eso ha sido llorado y redimido, sufrido y reído en un sinfín de ocasiones, tantas, que ya no recordamos.

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Ella y yo sabemos que es nuestro proyecto, que la historia no ha acabado, que la búsqueda se diseña cada mañana, en cada esperanza perdida. Sabemos que todavía hay mucho por explorar, por aventurarse, por intentar en este proceso que tenemos tan arraigado para lograr la meta particular en nuestro mundo, el de mis hijos y el mío: la de ser felices.

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entada en medio de la conversación, sonreía, aparentando que todo estaba bien. Controlaba cada músculo de mi cara, en un intento estoico

por disimular el dolor. Mi vientre se contraía con fuerza, se agitaba mi respiración y hacía todo lo posible por contenerme.

Estaba en casa de mis abuelos, rodeada por mi esposo, mis primos y mis tíos, de quienes emanaban borbotones de carcajadas mientras que yo, ajena a sus conversaciones, quería guardar la calma para que pasara inadvertido lo que estaba por suceder. El trabajo de parto se había instalado en mí y yo no pretendía abandonarme hasta ver nacer a mi nuevo hijo.

Mi estómago inflamado de vida se estrujaba violentamente, cada vez en periodos más cortos. Tratando de distraer el dolor, me recogí el cabello

S

Una palabra sin futuro

“Las cosas que duelen instruyen .”

Benjamin Franklin

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en una coleta, me acomodé la blusa, me quité las sandalias… sentía que mis pies ya no cabían en ellas. Me incorporé y sólo me despedí de mi abuela. El resto de la familia seguía conversando, donde todos hablaban al mismo tiempo y reían despreocupados. Al oído, le dije a mi madre que ya había llegado el momento de irme al hospital, que mi hijo estaba por nacer. Me dio la bendición y preguntó si todo estaba en orden; la abracé suavemente… todo movimiento implicaba intensidad dentro de mí.

Recién había caído la noche y, aunque la distancia entre la casa de mi abuela y la mía no era considerable, yo cargaba con un nuevo ser que estaba en la puerta de la vida, reclamando por abrirla, por lo que el camino se volvió interminable.

Empaqué unas últimas prendas y di instrucciones finales a la muchacha sobre lo que tendría que hacer con Paty y Luis. Nos fuimos al hospital pasada la medianoche, cuando el trabajo de parto ya estaba aferrado a mi cintura, me abrazaba, me apretaba tanto que sentía que me partiría. Era una clara señal de que mi bebé estaba por llegar.

Fue un niño muy blanco, con los labios muy rojos y de ojitos escondidos en el primer llanto. Sus manos pequeñas y su cuerpo rosado, frágil, se posaron entre mis senos. Lloraba y yo lo besaba, le contaba las historias que viviríamos, todos los caminos que recorreríamos. En ese momento era sólo madre de esa pequeñísima criatura; éramos sólo él y yo, no había pensamientos, miedos, reproches ni remordimientos… Sólo esa

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maravillosa sensación de ser la madre de Marcelo.La casa estaba llena de flores, obsequios y alegría. En ese tiempo, sólo yo percibía las necesidades de Paty, por lo que la llegada de Marcelo representaba únicamente la suma de otro integrante a la familia.

En ese entonces ya habíamos abandonado la terapia de equipo de Luis e íbamos a Cuernavaca con una doctora especializada en desarrollo infantil y niños con parálisis cerebral. A diferencia del otro régimen, en el cual la responsabilidad era toda nuestra, ahora un terapeuta específicamente entrenado en esta metodología nos visitaba tres veces por semana y yo me hacía cargo del resto de los días, durante los cuales dedicaba una hora al entrenamiento. El ritmo vertiginoso que le había impuesto a mi familia había disminuido, lo que me permitió dejar de ser terapeuta para convertirme tan sólo en mamá.

No imaginaba entonces que Luis preparaba ya su siguiente movimiento: no habría tregua. El daño neurológico sufrido a consecuencia del Síndrome de West le dejó otra secuela, la cual fuimos descubriendo cuando empezó a moverse. Había comenzado a caminar a los cuatro años pero, al parecer, había guardado todas esas ganas de andar para hacerlas estallar en cuanto sus piernitas lo pudieran sostener. El cambio fue radical: buscaba moverse con el viento, sin tiempo ni distancia, era un ave lista para volar hacia la libertad, sin importar el lugar al que se dirigiera. Su cara se iluminaba cuando avanzaba sin rumbo, sólo por el placer de caminar. Cualquier sitio era suficiente, pero sólo le gustaba ir, volver no le

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agradaba. Así empezaron nuestras batallas campales.Necesitaba crear un medio de contención así que, mientras me fue posible, impedí que aprendiera a girar las perillas. Una puerta abierta significaba huida, pero aunque nunca le enseñé, aprendió solo, por lo que se volvieron indispensables los cerrojos, candados, presillos y cualquier cosa que pudiera significar “cerrado”. Era tan intenso y vertiginoso su movimiento que se salía de la “norma”, aun de aquella establecida por él mismo. Volvimos a consultar a otro médico y obtuvimos un nuevo diagnóstico: hiperactividad. Yo había oído hablar de ese término infinidad de veces a muchas mamás que describían a sus hijos como hiperactivos, pero el movimiento de Luis no era como el de esos niños: él podía desmantelar un cuarto y desaparecer las cosas, incluyéndose a sí mismo.

Para sobrellevar la nueva condición de mi hijo teníamos la opción de medicarlo, para que se tranquilizara y bajara la intensidad de su movimiento. Sin embargo, ese tratamiento implicaba no sólo disminuir su energía sino limitar su capacidad de aprendizaje. Era una decisión basada en paciencia, esfuerzo y tolerancia. Tendríamos que poner en la balanza las prioridades. Era mi decisión: paz forzada o guerra aceptada.

El daño era importante, por lo que no podía considerar el restarle capacidad de aprendizaje como una opción. Así que el movimiento intenso de Luis se volvió parte de mi rutina diaria. Apenas había tenido tiempo de recuperar el aliento, cuando estaba frente a un

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nuevo reto, sólo que ahora no compartía el trabajo. La responsabilidad de su desarrollo y, sobre todo, de su supervivencia, eran sólo mías. Debía estar siempre alerta, incansable, porque cualquier momento era la oportunidad para emprender una estrategia de huida o de ataque, como sacar toda la tierra de las macetas, subirse a la mesa de la sala y empujar al vacío todo lo que estaba encima, rompiéndolo en mil pedazos.

El movimiento de Luis se convirtió en la característica distintiva de mi familia: era imposible pasar inadvertidos. Para evitar escenarios de destrucción masiva, Luis demandaba una atención del 99 por ciento. Era un verdadero Houdini, un escapista nato, un burlador de sus celadores. Siempre ha sido un alma libre, pero en esa época su deseo de libertad era peligroso; creo en verdad que tenía un ejército de ángeles guardianes que seguramente se dividían las jornadas, porque era realmente agotador.

Mi casa está cerca de una avenida muy transitada y en ese entonces no contaba con un portón que cerrara el acceso hacia la calle, por lo que el peligro era mayor.

En una ocasión, mi hermana y yo estábamos justo fuera de mi casa. Ella era una de las mejores celadoras de Luis y, además, tenía la capacidad de coordinar y enviar “fuerzas especiales” de búsqueda y rastreo para esos momentos en que se nos escapaba. Hablábamos con un pintor que haría un trabajo para las dos, mientras Luis jugaba a nuestro lado, junto con Paty y mi sobrino Hugo. Aunque estábamos plenamente conscientes de que mi hijo requería marcación personal, en unos

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segundos de distracción Luis se esfumó, se desvaneció sin dejar rastro.

En ese instante y con un grito de general al mando, mi hermana envió al pintor a buscarlo a la parte trasera de mi casa y, a la muchacha, acompañada de los niños, al jardín. Yo fui a casa de mi mamá, el lugar al que más probablemente se habría dirigido. Mi hermana, con siete meses de embarazo, salió al callejón. ¡Cuál fue su sorpresa al ver que Luis se dirigía como torbellino hacia la avenida! Corriendo tras él lo más rápido que su estado le permitía, lanzaba voces para llamarlo, pero Luis sólo volteaba, la veía, reía pícaro y desvergonzado, e imponía más velocidad a sus pasos.

Angustiada, ella gritaba con desesperación mientras los autos pasaban a toda velocidad. No había ni una sola persona que pudiera ayudarle pues el callejón estaba solo. Corría tras Luis cuando, de repente, escuchó unos pasos que se acercaban rápidamente por la esquina; no podía ver quién se aproximaba, pero seguía gritando para que mi hijo se detuviera. Cuando Luis estaba por llegar a la vía rápida apareció mi primo Pablo quien, mientras manejaba por la avenida se había percatado de la huida de mi hijo, se había estacionado y había corrido a atraparlo: le salvó la vida. Mi hermana llegó unos segundos después, llorando, exhausta, asustada. Entre los dos estrecharon a Luis y desanduvieron el camino del prófugo de vuelta a casa. Ésa fue tan sólo una de sus escapadas. Luis siempre nos definió como familia. Aprendimos a movernos muy rápido, a percibir

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pequeños detalles que pudieran atentar contra su seguridad o la de mis otros hijos.

Mientras tanto, Marcelo crecía. Con unos cuantos meses, se fue convirtiendo en una criatura dibujada por el dedo del Señor. Su cabello brillaba como los rayos del sol, su tez era muy clara, sus labios rojos y sus ojos como trozos de cielo en su rostro hacían parecer que, con su llegada, ahora Dios quería reconciliarse conmigo. Sin recelo, pero sin demasiada confianza, acepté su regalo. Era un niño tan hermoso que la gente me detenía para tocarlo pues “no fuera a ser que le hicieran ojo”.

Cada uno de mis niños era absolutamente diferente: Luis, con sus ojos de media luna y su sonrisa perenne; Paty, de cabellos sedosos y ojos color noche, y el más reciente de mis hijos que parecía un verdadero “Niño Dios”. La normalidad dejó de ser parte de nosotros y el concepto de “diferente”, como traje hecho a la medida, nos quedó mejor.

Para Luis, sus hermanos eran parte de su vida sin que representaran algo extraordinario; pedía sólo un poco de su compañía y juego. La mejor forma de convivir con ellos era compartiendo las cosas que más disfrutaba: Walt Disney y bailar. Se organizaban largas sesiones en las que todos bailaban al ritmo incansable de Luis. Para Marcelo, como lo fue para Paty, él era el “hermano mayor”, sin preguntas, sin dudas ni miedos.

Mi esposo jugaba con los tres, los trataba por igual, todo parecía indicar que la vida estaba mejorando. El

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ritmo lo imponía Luis, desde luego, pero habíamos aprendido a movernos con él, a superar los obstáculos y verlos sólo como malos momentos. Mi marido y yo habíamos saboreado momentos dulce-amargos, como el haber perdido el trabajo en el cual llevaba más de 10 años justo el día en que nació Luis.

Enfrentar el desempleo y la condición de nuestro primer hijo creó una fractura en su voluntad, en su compromiso y su responsabilidad, pero en ese tiempo, en el intento de ser una familia, pasó inadvertida. Lo consideramos como una mala racha y, aunque con un poco de temor a que se prolongara indefinidamente, pensamos en ese entonces que el valor de enfrentarlo todo llegaría de nuevo.

En ese tiempo, mi marido entraba y salía de estados de ánimo opuestos, de la compasión y la lástima a un optimismo color rosa. El hombre fuerte y valiente, mi “príncipe azul”, empezaba a decolorarse… parecía que la garantía empezaba a caducar. Daba tumbos entre trabajos, proyectos y espejismos. Desde que iniciamos como matrimonio la propuesta había sido la tradicional: el hombre trabaja y la mujer se queda en la casa con los hijos. Los dos la habíamos aceptado y cumplido al pie de la letra. Y como me había dicho mi padre, yo no había quedado viuda como para tener que trabajar.

El dinero empezó a escasear y, poco a poco, lo que había creído necesario hasta entonces, comenzó a volverse prescindible. Dejamos de salir pues había que cuidar el dinero. Nos deshicimos de un auto y después vendimos el

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otro. Unos familiares nos prestaron una camioneta vieja en la que viajábamos. Toda la fuerza y valor que habíamos tenido para luchar por Luis y después por Paty se nos iba. Había superado diagnósticos y pronósticos, pero me era muy difícil luchar contra el estancamiento de mi marido. Nos envolvía un ambiente de mediocridad que parecía calcomanía adherida a la piel. Perdía a mi compañero de viaje y su lugar era tomado por un hombre que se debilitaba con los retos. Como agua que corre por el drenaje, yo sentía que me arrastraba con él. Empezamos a perder brillo; los colores vibrantes de nuestros primeros años ahora se volvían grises opacos, con olor a rancio. Había días en que la pijama era su única ropa y permanecía con la barba desaseada y los frasquitos con medicinas siempre abiertos junto a la mesa de noche.

Con tres hijos y un marido abatido, verme bien se hizo difícil. Me recogía el cabello en una coleta y, con pantalones holgados y tenis, me iba a cumplir las tareas que me correspondían. No era muy consciente de que yo también había perdido color. Aunque la vida no había sido fácil y había tenido que aprender de mi familia a ser fuerte, comencé a dejar de lado el valor y me ganaba la mediocridad. Sabía que estaba perdiendo forma; me veía desarreglada y no me gustaba, pero no pensaba, sólo esperaba que “algo” cambiara y que ese “algo” nos devolviera a aquella familia aguerrida en la que Luis nos había convertido.

Seguía caminando con el trabajo de tiempo completo que eran mis hijos, pero sentía que los pies me

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arrastraban, que andaba en el lodo y que mis pasos se hundían.

Cuando cumplimos una década juntos festejamos nuestra segunda luna de miel como la pareja feliz que queríamos volver a ser. Mi marido seguía saltando de un trabajo a otro, pero fue por esa época cuando me habló por primera vez acerca de poner un negocio que “nos haría ricos”.

Me pidió que le entregara las escrituras de la casa que me habían dado mis padres, para hipotecarla y pedir un préstamo. Se trataba de comprometer mi herencia y nuestro patrimonio pero, según las corridas financieras que había hecho, me convenció de que, si lo apoyaba, nos convertiríamos en grandes empresarios.

Sabía que era como colocarse al borde del precipicio, era un salto sin cuerda, temerario. Pero creí que valía la pena arriesgar todo lo que tenía por mi familia, así que no pregunté, no consulté, pues él era mi compañero, había compartido mi vida con él desde los 16 años. Hasta entonces había cuidado de mí, de nuestros hijos, no había por qué dudar. El sentido común pidió días de vacaciones: me paré al borde del abismo y salté.

Mi papá seguía protegiéndome y pensaba que podría seguir ayudándome a cuidar a mis hijos, especialmente a Marcelo. Él se dedicaba a ser su abuelo y compañero. Algunos días antes de otro de mis aniversarios de boda, el undécimo, mi papá volvió a tener un episodio relacionado con la disfunción cardiaca que le habían diagnosticado tiempo atrás, por lo que estuvo

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hospitalizado varios días. Aunque era un experto en el manejo de su enfermedad, mis hermanos, mi mamá y yo siempre lo acompañábamos. Por la mañana, mi hermana estuvo con él y, cuando fue mi turno, me la encontré en el pasillo del hospital.

–Te encargo a papi –me dijo, contrariada–. Está diciendo que ya se va a morir.

Cuando entré a verlo estaba tranquilo, quizá un poco más callado de lo normal. Mi papá siempre fue amante de los espacios abiertos, de la montaña, del sol. Nunca trabajó en una oficina pues su afán estaba en la calle, con la gente. Era feliz siendo libre, estaba acostumbrado a ir y venir así que se sentía atrapado en el hospital.

Conversamos. Me pidió que siguiera luchando como siempre, que no me cansara, me dijo que yo era fuerte, que mi vida no había sido fácil, que él hubiera querido que las cosas fueran distintas, pero que estaba orgulloso de mí. Después, despacito y con lágrimas que resbalaban desde sus ojos, me confesó que tenía miedo. Lo abracé, me acosté a su lado mientras me acariciaba el cabello y me cantaba. Su voz se quebraba, se diluía, él sabía algo que no alcanzaba a decir, él sentía lo que nadie quería preguntar.

Perdimos el hilo de la conversación, nos envolvimos en el pasado, en recuerdos de aromas de mañanas frescas y de tardes interminables con sabor a caña y mandarina.

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Cuando llegó mi madre y yo debía dejar el cuarto –pues sólo se permitía la presencia de una persona en la habitación– le pedí su bendición, le di la mía y lo besé en la frente, tibia, suave.

Mientras mi marido y yo nos preparábamos para celebrar nuestro aniversario, recibimos una llamada. Era mi hermano quien, con voz ronca, sin brillo y sin mucha información, nos dio sólo una orden:

–Vengan inmediatamente al hospital. Padre se ha puesto mal...

Mi esposo se quedó en casa, con los hijos. Mi hermana y yo nos dirigimos lo más pronto posible al hospital. Ella se bajó corriendo del coche mientras yo me estacionaba. Subí corriendo por las escaleras, saltando de dos en dos los peldaños, en una espiral interminable, la sangre se agolpaba en mi cabeza, sin pensamientos; el miedo me invadía con cada piso que ascendía. Al final del pasillo me topé con mi hermana, doblada del dolor, envuelta en un llanto desbocado. En un grito abierto en canal, inconsolable, se lamentaba:

–¡Papi se murió, se murió!

A lo largo de los años había conocido el dolor, me había acariciado y abrazado en más de una vez, pero en esta ocasión fue diferente. Como golpe seco que azota el vientre y deja sin aliento, llegó en una palabra sin futuro, sin esfuerzo ni compromiso, una palabra irreversible: “Murió”.

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Siempre que el dolor me había tocado me permitía escurrirme entre él y encontrar esperanza, burlarlo, timarlo y hacer mis propias luchas por reducirlo o contenerlo. Pero la muerte no daba margen, no permitía espacio.La tristeza buscó su lugar en mi familia y se acomodó como un huésped indeseable del que es imposible deshacerse. Mi marido se derrumbó, cayó mucho más hondo que yo; lo vi frágil, débil, tumbado por la pena. No me permitió usar su hombro, él se apoyó en el mío.

Mi madre vio gravemente mermada su valentía. Había sido mi motor y ahora no podía desprenderse del dolor. Esa noche no sólo perdí a mi padre; también perdí a mi buscadora.

La muerte de mi papá penetró en la grieta que se había formado en la voluntad de mi marido y, gradualmente, como vela que se desgasta, él también perdió las ganas de luchar.

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i familia, que siempre había estado muy cerca de mí y cuyo apoyo era como un par de brazos, ahora se veía abatida. Aunque

todos sabíamos que mi padre podría partir en cualquier momento, su muerte nos tomó por sorpresa. A sus 64 años todavía atraía algunas miradas, parecía una de esas esculturas de los parques, siempre erectas, con una actitud digna y viendo al sol. Era un conversador incansable, valiente y libre.

Tras su fallecimiento, suspendí todas mis actividades. Me dediqué a abrazar a mis hijos como a un abrigo de piel, buscaba sus bracitos para quitar ese olor a invierno. La tristeza se convirtió en un dolor que pesaba fuertemente en mi abdomen. Era una prisión que a veces no dejaba respirar y lo único que ayudaba era estar ocupada. Con la abrumadora forma de ser de Luis la sensación de la pérdida sólo se sentía por las noches, cuando las tareas bajaban de velocidad.

M

en camino a hacernos ricos

“El 90 por ciento de todas las mujeres tendrá la responsabilidad

exclusiva de sus finanzas en algún momento de su vida .”

Kim Kiyosaki

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Mi madre quedó atrapada en una depresión que le impedía salir de su habitación. Mi padre había sido su compañero por más de 40 años. Se había enamorado de él desde la primera vez que lo vio y, a pesar del paso del tiempo, seguía suspirando por él.

A la muerte de su compañero de vida, detuvo su espíritu de búsqueda, se vistió de negro y se alejó del sol. Se dejó llevar por la ausencia. Sentada en el sillón de mi padre, cerraba los ojos y dejaba correr las lágrimas sin mesura. Mis hermanos y yo la visitábamos lo más frecuentemente que nos era posible pero cada uno tenía sus días llenos de actividades, por lo que no nos percatamos del camino que estaba emprendiendo: se abrazó del dolor para no separarse de él jamás, como si no quisiera que éste también la abandonara.

Sólo el movimiento intenso de Luis y su absoluta predilección por la abuela le permitían a mi madre alejarse unos pocos metros del dolor. Desde el día que Luis había nacido, mi madre tomó la calidad de vida de mi hijo como su tarea primordial, como si fuera un trabajo de paga, sin horario, ni vacaciones, y de horas extras. Pero con la ausencia de mi padre, decidió renunciar a ese empleo y no quiso participar más.

La grieta que había en la voluntad de mi marido se abrió más y se volvió profunda. Empezó a dejarle terreno al miedo, se enfermaba continuamente y, como la calle le parecía demasiado hostil, la casa se volvió el lugar más seguro. No salía. Su andar dejó de ser el del hombre de la casa; se sumía en sus pensamientos y en sus preocupaciones.

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Aunque quien había muerto era mi padre, mi marido me permitió llorar sin restricción pocas veces. Su fragilidad era tal que se podía tocar, era como recoger pedacitos de él por toda la casa. Cuando mis lágrimas querían salir y vaciar mis ojos, las suyas aparecían primero, así que había que abrazarlo y opacar mi llanto para dejar correr el suyo. Ya no era el hombre que me cuidaba, ahora yo tenía que cuidarlo.

Todos se retiraron. Mi hermana, fiel compañera de batallas, se veía abatida; la energía que había impuesto siempre a sus mañanas ahora estaba escondida y al frente traía la melancolía, andaba despacio y sin querer avanzar. La unión entre ella y mi padre era poderosa, llena de momentos mágicos y dulces. Perderlo la dejó paralizada, adolorida. Sus visitas a mi casa se volvieron más esporádicas, y se refugió en su marido e hijos, así como en sus amigas muy cercanas. Se centraba en conversaciones sin importancia que le permitieran no pensar.

Acostumbrada a las visitas constantes de mis padres y hermana, ahora mi casa se sentía vacía. Su presencia se esfumó de la noche a la mañana y la soledad goteaba por los rincones. Había una fuga permanente de cariño, la energía que había en mi casa estaba en franca retirada y sin fecha de retorno. Con todo el apoyo que había tenido desde el inicio de mi papel de madre ahora me sentía en la mitad de la nada, sin guerreros, sin ángeles, sin compañero. Mi apoyo y mi fortaleza serían ahora mis hijos, y el trabajo y esfuerzo que ellos representaban.

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Luis asistía a una escuela de educación especial a 40 minutos de mi casa, Paty iba al preescolar y Marcelo era mi compañero en el asunto de llevar y traer. Por las tardes iniciaban las terapias. Era evidente que Paty tenía dificultades con el lenguaje, así tenía que intentar a toda costa alcanzar la normalidad. Para ella no había tanta oferta como la hubo para Luis, por lo que yo evaluaba cada terapia con el aprendizaje y la experiencia que había adquirido gracias a los años de trabajo con el mayor de mis hijos. Mientras, seguía tomando cursos, seminarios, talleres o todo aquello que me permitiera conocer y saber más. Estudiaba, leía, investigaba todo cuanto hubiera –fuera real o sin fundamento alguno que lo sustentara–, para mejorar el desarrollo de mis hijos. Gradualmente, me volví más crítica y objetiva con las terapias; podía evaluar rápidamente el beneficio de las tareas e incluso podía hacer aportaciones que enriquecieran los programas.

En ese tiempo, Luis empezó a portarse mal. En muchas ocasiones yo no comprendía sus necesidades y, en otras tantas, él no entendía lo que yo le pedía o por qué tenía que hacerlo. Si a esto sumaba su incapacidad de expresar con palabras sus molestias o enojos, Luis simplemente gritaba, lloraba o se volvía agresivo. No entendía y yo no sabía cómo hacerlo comprender. Pero Luis era parte de la familia y tenía que incorporarse a ésta, con las reglas y normas establecidas para todos, por lo que tenía que encontrar una forma de evitar ese distanciamiento que se ensanchaba a raíz de su comportamiento. Si no atendía este asunto de manera puntual, corría el riesgo de ser segregado y discriminado no sólo por la sociedad, sino por su misma familia. Para

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esa época habíamos dejado de ser invisibles. Sabía de antemano que al llegar a un lugar público, las miradas de todos los presentes se centrarían en nosotros; no éramos una familia común, así que la curiosidad nos encontraba. Como instinto de conservación de la autoestima, aprendí a utilizar de manera imaginaria los cubre ojos que les colocan a los caballos para sólo ver hacia el frente. Lo que abarcara la vista periférica no me aportaba valor alguno, y no quería toparme con las miradas de desaprobación, miedo o rechazo que se daban a nuestro paso.

Como mi madre había renunciado a seguir siendo la buscadora incansable, yo solicité la vacante y empecé a usar su modelo de trabajo. Encontré una terapia llamada “Modificación de conductas”, la cual proponía técnicas eficaces para instaurar, corregir o modificar el comportamiento. Era una terapia que requería mucho autocontrol… y volví a convertirme en la terapeuta de Luis.

De acuerdo con esta terapia, tenía que responder sin emoción alguna a la conducta que se pretendía eliminar, lo que representaba un verdadero reto. Como “técnicas”, utilizaba el retirar la atención y el “tiempo fuera”. Cuando hacía alguna pataleta o berrinche, simplemente lo ignoraba, estuviéramos en casa, en la mitad de una cena familiar o en algún restaurante; yo tenía que permanecer calmada ante gritos y llantos o llevarlo al baño para que ahí terminara con su teatro. Debía mantener una actitud tan segura que pareciera escudo de gladiador ante los comentarios, consejos y recomendaciones de familiares y amigos que

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intentaban enseñarme de qué manera debía de actuar o persuadirme para que cediera ante las demandas del tirano.

Otra de las conductas que tenía que eliminar era la continua manía de Luis por probar la ley de la gravedad. No había objeto sobre mesa o superficie que no cayera ante los embates del científico: vasos, tazas, mesas… hasta Marcelo, su hermano, podía salir volando por los aires. En esos casos y sin importar a la distancia que yo estuviera, tenía que acercarme a él y, con toda la tranquilidad posible, hacer que Luis recogiera el objeto y lo pusiera en su lugar. Él podía repetir esta acción por más de treinta veces y las mismas treinta veces había que corregirlo, manteniendo el mismo estado de autocontrol, sin alterarme. En muchas ocasiones parecía una tarea imposible, ya que era yo la que quería gritar, hacer pataletas o berrinches ante la incansable voluntad de mi hijo, pero después de ver su cara de inocencia pura, llena de ingenuidad, de pregunta constante y de amor absoluto, me volvía la paz. Lo menos que debía hacer era ayudarlo a ser feliz; intentar hasta el cansancio que perteneciera a este mundo incomprensible para él.

La búsqueda de un empleo ya no era necesaria, pues mi marido se había vuelto un empresario, gracias a la hipoteca de mi casa. Rentó unas oficinas con un gran patio de maniobras, compró dos camiones y contrató personal. Estábamos en el camino de hacernos ricos, así que parecía que había valido la pena el riesgo pues estaba trabajando en nuestro patrimonio, en el futuro de nuestros hijos.

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Sin embargo, aun con el nuevo negocio y el panorama alentador que parecía estar a la vuelta de la esquina, su fractura emocional ganaba terreno. Debido a mis actividades diarias con mis hijos yo solía salir de casa antes que él y, al volver, me lo topaba todavía en cama, con algún malestar que fácilmente era aliviado con calmantes. Decía que cuando se proponía salir, la angustia lo invadía a tal grado que no le permitía abandonar la habitación.

Creí lo de sus primeras depresiones y actué con solidaridad y cariño; estuve a su lado, consultamos a varios doctores, se realizó diversos exámenes. Hubo medicamentos de patente, pastillitas de colores, remedios caseros, pero siempre con los mismos resultados: el ánimo seguía roto. Empecé a dudar de que tuviera una enfermedad real y comencé a pensar que se trataba de una pérdida de valentía. Diez años de casados y la admiración que yo le tenía a aquel joven de mirada aguda y voz incandescente se me escurría entre los dedos… por más fuerte que apretara las manos, no podía detenerla.

Mi convicción de ser esposa y madre se imponían a mi razón; seguía intentando con todas mis fuerzas creer que él volvería a ser aquel hombre que yo respetaba y admiraba. A pesar de su actitud de hombros caídos, parecía cumplir con las obligaciones económicas que nos habíamos propuesto, y el dinero empezó a entrar nuevamente. Se pagaron deudas, compramos un coche, Paty entró a un colegio privado. Parecía que su trabajo a control remoto estaba funcionando. Yo esperaba con toda la ilusión y con absoluta falta de razonamiento

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lógico que nuestra vida volviera a ser la de esa pareja de esposos que se había planteado años atrás y que su actitud fuera sólo una mala racha. Deseaba que volviera a levantar la frente.

Pasó poco más de un año sin que la situación cambiara. Nuestra vida como pareja se desgastaba y caminaba hacia un distanciamiento con una ruta de regreso que se perdía entre la maleza del desánimo, la desconfianza y la mediocridad. Mi admiración por él había desaparecido y el respeto que me inspiraba hizo las maletas. Con esa manía suya de estar siempre enfermo, mi humor se volvió irónico y hasta sarcástico.

Aunque el negocio parecía funcionar, era muy prematuro decir que nos haría ricos. La forma en que lo administraba no era del todo clara y mucho menos eficiente. Mis preguntas y dudas –en ocasiones, hasta reclamos– se topaban con una cortina de humo: no era transparente. Sus respuestas no tenían forma y mucho menos fondo. Tanta ambigüedad fue cavando una trinchera entre nosotros. Su autocompasión permanente logró que empezara a dejar de creerle y él comenzó a mentir. Al principio eran pequeñas cosas, aparentemente sin importancia, sobre lugares a donde iba, la hora a la que llegaría o las personas a las que vería: siempre era un misterio. Yo intentaba no pasar tiempo con él a solas, pues encontraba una buena razón para iniciar discusiones que se volvían interminables, no había punto de negociación, era mejor darme por vencida, retirarme.

Mi fe en él se debilitó tanto que su voz dejó de tener

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valor. Aunque parecía que económicamente había encontrado el camino para salir adelante, yo dudaba; había muchas llamadas telefónicas extrañas a casa que él no me permitía tomar u, otras veces, le llegaban papeles, dirigidos a él personalmente, que no me permitía ver. Algo andaba mal. Lo que yo no dimensionaba era lo grave de nuestra situación.

Para ese entonces, mi matrimonio ya no estaba bien. La pareja que habíamos formado doce años atrás no era ya la misma; yo había cambiado, pero mi marido se había transformado de una manera que yo no acababa de comprender. Aunque nuestra intimidad había disminuido, yo siempre había querido tener cuatro hijos; había encontrado en ellos mi propia razón de ser como persona y mujer. Los retos y diferencias de mis dos hijos mayores habían representado la superación de mis propios límites. Habían hecho surgir en mí una fuerza y un valor que no conocía. Con sus exigencias mudas me vistieron con un traje de guerrera que empezaba a gustarme. Luego, la llegada de Marcelo nos dio un color diferente, de normalidad en la diferencia.

Recuerdo que me encontraba en un día crucial en mi vida, pues sabía claramente que podía quedar embarazada y ésa era una decisión que podía marcarnos de manera definitiva. Era claro que otro hijo no cambiaría en nada nuestra ya deteriorada relación, pero mis hijos eran fuerza interna para mí aunque no lo fueran para mi marido. No pretendía que otro hijo “salvara” mi matrimonio ni tenía la menor idea acerca de la existencia de algún remedio contra la enfermedad que nos aquejaba; sólo sabía que nuestra

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vida como pareja era apenas una caricatura de lo que yo había tenido años atrás.

Se suponía que lo más lógico y apropiado era que yo ya no tuviera más hijos por diversas razones: mi marido se encontraba en un vuelo de picada con una clara disminución de su capacidad para ser responsable; teníamos un hijo con discapacidades múltiples, una hija con retos que no acabábamos de entender y un pequeño de apenas dos años. Un nuevo bebé debía estar fuera de toda consideración.

Pero tenía una sensación que no me permitía quitarme esa idea de la cabeza y la decisión era cuestión de horas. ¿Debía tener otro hijo, con todo el esfuerzo y compromiso que representaba? Me había embarazado cinco veces y había tenido tres hijos de los cuales dos habían representado un reto inesperado… pero quería tener otro.

La inconsciencia se paseaba entre mis pensamientos, flotaba desvergonzada, me hablaba al oído. No sabía si haría de la suyas nuevamente o si, esta vez, le ganaría la conciencia y la responsabilidad. ¿Debería de tener otro hijo?

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ra la boda de mi hermano. El ambiente era de mucha alegría, aunque la muerte de mi padre oscurecía el ajuar de mi mamá; era bella, aun

de negro. Yo traía un vestido que me hacía lucir muy bien, pero me asfixiaba. Cuando lo compré mi cintura era más estrecha; ahora sentía que me cortaba la respiración.

Nadie sabía, lo había guardado celosamente, no sabía cómo decirlo sin sentirme culpable. Y es que había encontrado la forma de ocultarles mis tres meses de embarazo a todos, inclusive a mi marido.

No era el mejor momento puesto que estábamos por salir de casa pero, como mi estado se volvería evidente en unos cuantos días, me decidí. Mi marido estaba frente al espejo terminando de arreglarse cuando me paré justo detrás de él y le dije muy despacio, dejando caer las palabras:

E

sin reglas, sin tregua

“No puede uno ser valiente

si le han ocurrido sólo cosas maravillosas .”

Mary Tyler Moore

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–Estoy embarazada, tengo tres meses.

Se quedó quieto. Yo veía sus ojos, reflejados en el espejo. El momento se congeló: no tenía expresión, no podía leer sus pensamientos. Nuestra situación económica empezaba a ser crítica y un hijo más representaba más gastos, más responsabilidades. Y, sin embargo, se volvió hacia mí y me abrazó muy fuerte, estaba feliz. Otro hijo era una bendición, un nuevo regalo de la vida, por su mente no pasó preocupación alguna. Se acercó a Paty y Marcelo para decirles que tendrían un nuevo hermanito y los dos corrieron a abrazarme. Tocaban mi vientre mientras mi marido me tenía entre sus brazos: parecíamos una imagen de años atrás, la de aquella familia feliz que había desaparecido. Tomó el embarazo como la mejor noticia que hubiéramos tenido en meses.

En la situación en la que nos encontrábamos a mí me pareció muy extraña su reacción. Hubiera esperado, y con justa razón, algún reclamo o reproche de lo absolutamente inconsciente de este nuevo embarazo. Apenas si podía sostener a cuatro, ahora sumaríamos a un quinto miembro. No acababa de entender tanta felicidad de su parte. Pero fue un verdadero alivio no contar con su enojo en esa ocasión y, por el contrario, coincidimos en que siempre había que celebrar la vida. Por lo menos con él ya no tendría que justificarme, aunque sabía que en mi familia tendría que dar muchas más explicaciones o inventar que había sido un error o un deseo divino y no una decisión irresponsable de mi parte.

La boda de mi hermano restó importancia a la noticia

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pero, al final de la fiesta, mi madre se acercó a mí con el entrecejo severo.

–Hija, ¿cómo otro hijo? Luis requiere de mucha atención, ya tienes dos más, ¿qué vas a hacer ahora con cuatro? –me cuestionó.

Las palabras de mi madre cayeron como peso muerto en mi ánimo. Sabía que tenía razón; era complicar más mi existencia, poner más carga a mi ya resquebrajado marido. No tenía un solo argumento para defenderme, ni una razón válida: simplemente me había embarazado conscientemente, en un acto de total inconsciencia.

Así como oculté mi embarazo, también escondía las tormentas que se desataban en casa. Ante la gente seguíamos pareciendo un matrimonio jovial y unido, pero yo ya había dejado de creer en mi marido. Para entonces sabía claramente que todas esas llamadas, cartas y documentos eran parte de su particular estilo de hacer negocios. Lo buscaban abogados que reclamaban el pago de alguna deuda y que amenazaban con embargos. Ese dinero que yo había pensado que sería un ingreso constante, era ahora circunstancial.

Utilizaba todo tipo de estrategias para contar con comida en el refrigerador. La casa de mi madre y la de mi hermana se convirtieron en una fuente gratuita que nos suministraba la canasta básica. No me preguntaban ni me pedían que les devolviera lo que me habían dado; abrían su casa a mis necesidades mudas. Tuvimos que vender el auto –el que me había comprado un año atrás– para pagar deudas. Usábamos

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uno de los coches de mi madre. Los recibos de agua, luz y gas se convertían en bombas de estrés pues, al acercarse la fecha de vencimiento, el dinero no llegaba. Yo suplicaba a los empleados de la compañía que esperaran a que mi marido trajera el recibo ya pagado, pero mis ruegos se estrellaban contra su habitual procedimiento: sin pago, no hay servicio.

Mi esposo salía por las mañanas y, dado que en esa época los teléfonos celulares no eran comunes, localizarlo era una tarea titánica por lo que yo tenía que hacer frente a los cobradores coléricos. Contestar el teléfono de casa era como una historia de miedo; sabía que al otro lado del auricular estaría un hombre que yo no conocía reclamando un pago y amenazando con llevarse cualquier cosa que tuviéramos en casa.

Por mi parte, continuaba con el trabajo que representaban mis hijos, pero éste apenas si tenía importancia; la constante preocupación de perderlo todo consumía mi energía y me agotaba más que cualquier terapia de Luis. A diferencia del dolor que me provocó el nacimiento y condición de mis hijos, esta nueva situación me hacía sentir degradada. Ya no era sólo la falta de brillo sino la sensación de estarme convirtiendo en una persona de muy baja calidad, como si fuera una defraudora y me dedicara a abusar de quienes todavía nos tendían la mano. Todo lo que mis padres me habían cuidado y protegido parecía lejano, intangible. No podía entender cómo había llegado a esa situación, envuelta entre acreedores, agiotistas y prestamistas sin escrúpulos que se sentían con derecho a amenazarme e intimidarme, logrando

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todo el tiempo su cometido. Ahora el dolor pesaba en los hombros, en el cuello; tenía miedo.

En una ocasión, iba en el auto de mi madre con mis tres hijos y mi embarazo de seis meses cuando, al mirar por el espejo retrovisor, noté que una patrulla se acercaba pidiéndome que me detuviera a la orilla del camino. Bajé la ventanilla y el oficial, muy atento pero firme, me pidió que descendiera del vehículo. Me dijo que el coche estaba señalado como embargo de una deuda de mi marido. Aunque yo alegué que eso era imposible puesto que el auto era de mi madre, él insistió: sólo obedecía órdenes y teníamos que bajar inmediatamente del carro para que la grúa se lo llevara.

–Mami, mami, ¿por qué nos regaña la policía? –preguntaban mis pequeños.

Frotando mis manos casi en señal de ruego, le supliqué al oficial –con palabras entrecortadas por el llanto y la vergüenza convertida en lágrimas– que me permitiera llegar a casa y que de ahí se llevara el coche. No sabía qué hacer, no quería quedarme en la mitad de la calle abandonada con mi familia. Noté que su cara se descompuso y vi aparecer la lástima en su mirada mientras me pedía que no llorara. Compadecido, se ofreció a llevarme a casa, así que subimos a la parte trasera de la patrulla. Ajeno a todo y con su carita sin preguntas, Luis se sentó en la ventana, sonreía ingenuo; Paty escondía su carita abrazando mi vientre, y Marcelo iba de pie, a mi lado, con sus manitas rodeando mi cuello, su mejilla confundiéndose con la mía. Una a una, me tragué las lágrimas.

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En casa, la discusión fue interminable. Entre rodeos, argumentos huecos y silencios eternos, mis reclamos no encontraron una sola explicación posible. Se levantaban las voces, se tensionaba la piel, la sangre se agolpaba en mi cabeza, mi vientre se endurecía; tenía que calmarme, respirar. Tanto enojo no le haría bien a mi hijo, él era el que importaba, tenía que controlar mi furia enardecida. Era mejor alejarse, rendirse y esperar a que mi esposo volviera a ser el de antes. Pero, en realidad, se había iniciado una guerra sin reglas, sin tregua.

Él pensaba que podía tapar el sol con un dedo. Todos los días me contaba que había sido un error, que estaban por pagarle y que, consecuentemente, él arreglaría los adeudos. Pero esos pagos nunca llegaron. En un intento por reducir nuestras deudas busqué todas las joyas que me había regalado a lo largo de 12 años de matrimonio, para que las vendiera. En el arcón iba mi anillo de compromiso; al entregárselo, le devolví también la promesa que me había hecho… así se fue el último destello de respeto que le tenía.

Sabía cómo dolía el alma, pero este nuevo dolor era distinto, destructivo, degradante, paralizador. Era una angustia que pesaba en el vientre, que me apresaba desde que me levantaba hasta que lograba conciliar el sueño. Intentaba no ver frecuentemente a mi familia pues no quería que notaran mi preocupación, ya que me sitiarían con preguntas para las cuales yo no tenía respuestas. Mi hermano mayor vivía en Houston, por lo que Gerardo, otro de mis hermanos, tomó su papel. Intentaba esquivarlo, no estar en donde él estuviera

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porque inmediatamente empezaba a increparme.

Un día, Gerardo llegó a mi casa. Yo estaba en la cocina dando de cenar a mis hijos cuando lo vi entrar con el semblante serio y la mirada grave. Sentí que me diluía, que las piernas no me sostenían, y entré en pánico disfrazado de compostura.

–Vamos a casa de madre –me ordenó–. Tenemos que hablar de tu marido; está en graves problemas. Sus papás ya vienen en camino.

Experimenté una punzada en el vientre, el cual se contrajo con tal fuerza que dobló mi cuerpo. Sentí que mis hombros caían hasta la mitad de mi cuerpo y que me temblaba la cara mientras apretaba las manos.

Dejé a mis hijos, Gerardo me tomó de la mano y me llevó con él. Entramos a casa de mi madre, donde estaba ya mi marido sentado en la orilla de un sillón, con cara de perro regañado, arrastrando el ánimo, rumiando sus miserias. Al verlo así, tan abatido, tan ensimismado, le tuve lástima. No reconocí en él nada de lo que alguna vez me había hecho suspirar, su mirada se había apagado. Me senté a su lado, no supe qué hacer; no quería tocarlo ni hablarle… las palabras se detenían en mis labios, se apretaban, se devolvían a mis pensamientos.

Llegaron sus papás, quienes apenas saludaron y se sentaron frente a nosotros. Todos tenían el rostro severo y yo todavía no sabía qué sucedía; era la última en enterarme. El ambiente era tan denso que se

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palpaba. Mi vientre seguía tenso, sentía la rigidez de mi cuello y cómo mis hombros tiraban hacia el suelo.

El primero en hablar fue mi hermano. Se dirigió hacia mi suegro, su voz caminaba pausada, como queriendo escoger las palabras para decir claramente lo que sucedía:

–Tu hijo está envuelto en más de un fraude, debe muchísimo dinero. Le debe al banco, donde hipotecó la casa de mi hermana, tiene deudas con casas de factoraje y hasta se enredó con agiotistas. Está a punto de ir a la cárcel.

Sus palabras cortaron mi respiración. Caía, me resbalaba en un lodo que me ensuciaba la cara. No tuve palabras, mis pensamientos se callaron, sólo escuchaba, el miedo contuvo las lágrimas. Ardió la discusión, los reclamos, las acusaciones, los índices como filos apuntando hacia culpables. Los ánimos se incendiaron en furia atropellada y, en medio de un fuego cruzado de voces a todo volumen, mi hermano detuvo todos los argumentos para hacer una sola pregunta:

–¿Salvamos la casa o lo salvamos a él?

Nadie me preguntó qué era lo que yo quería y mi voz era ciega, mis pensamientos divagaban. Todos decidieron salvar a mi marido. Él, como proveedor, podría volver a traer dinero para salvar mi casa. Ése fue el fin del negocio que nos haría ricos.

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Una de las estrategias para salvar mi casa fue rentarla pues, por sus dimensiones, podrían darnos una buena cantidad para poder pagar al banco las mensualidades de la hipoteca en una reestructura de la deuda. Así que nos mudamos a una más pequeña, en otra colonia, con otros vecinos. Me desprendí por primera vez del lugar donde siempre había crecido. Me sentí sola.

Las peleas entre mi marido y yo ahora eran abiertas. Él salía de la casa a media mañana y llegaba ya tarde, alcoholizado, sin dar explicaciones ni dinero.

Por las mañanas yo llevaba a los niños a la escuela y me detenía en un paseo ubicado cerca de la casa de mi madre para correr. El aire y el movimiento me permitían encontrar un poco de calma en medio de la tempestad. A pesar de la tensión en la que vivía, corrí hasta los siete meses de embarazo sin problema alguno de salud para mí o mi bebé.

Evitaba estar cerca de mi marido; su sola presencia me molestaba, me enojaba. No le contaba a nadie de las discusiones que vivíamos a diario. No quería preocupar a mi familia pues, después de todo lo que habían hecho por mí, no podía pedirles que además me consolaran.

Conforme se acercaba la fecha del nacimiento de mi hijo, más deseaba que mi marido no estuviera; quería irme sola al hospital, no lo quería cerca en un momento tan mío. Mis hijos –y, especialmente, sus nacimientos– eran lo mejor que me había dado la vida. Pero no tuve mucha suerte; ahí estuvo, conmigo, cuando inició el trabajo de parto.

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La situación de mi matrimonio rompía con toda la magia de mis partos anteriores. Sin embargo, Daniel llegó para alegrar mi tan descolorida vida. Por la mañana, temprano, cuando me lo llevaron por primera vez, estaba envuelto en sábanas blancas, impecables; parecía un capullo humano, sólo podía ver su carita rosada, no abría los ojos, permanecía dormido. Lo apreté contra mi pecho para pedirle perdón por haberlo traído a una familia que empezaba a desmoronarse, con sentimientos parchados. Le di la bienvenida a mi vida, su existencia me daba brillo. Lo acuné en mis brazos, le canté muy suave, limpié de sus mejillas la humedad que caía de las mías.

Hubo pocas visitas y acorté lo más posible mi estancia en el hospital. Los últimos meses habían sido muy difíciles y no tenía la menor idea de cómo podríamos volver a ser un matrimonio. Yo me había casado con la consciencia de ser esposa en las buenas y en las malas, “hasta que la muerte nos separe”; la sola idea de una separación –y, aún más, la de un divorcio– estaban fuera de mis opciones. Había que quedarse y luchar juntos, aunque hubiéramos perdido el rumbo como familia. Yo me consideraba mujer de un solo hombre.

De vuelta en casa, la situación empeoró. Las discusiones se volvieron cada vez más álgidas y punzantes; las mentiras, como agresivo veneno, contaminaron nuestros días.

Una noche en que Marcelo estaba enfermo y yo esperaba que mi marido llegara en el coche para comprar medicinas, se presentó tarde, más agresivo de

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lo habitual. Le pedí que fuera a comprar el medicamento pero, en un estado inconveniente por el alcohol, respondió que no lo haría. Le pedí dinero; no tenía. Desesperada por la fiebre de mi hijo, levanté la voz en un reclamo. Llevaba en brazos a Daniel, de tres meses, mientras mis otros hijos, asustados, estaban en un cuarto cerca de donde discutíamos.

Los ánimos se exaltaron aún más y se desbordaron en insultos, hasta que un golpe seco en mi abdomen y otro más rotundo en mi cara terminó la discusión. Me quedé paralizada, inmóvil, sin lograr respirar y sin poder llorar. Me tomó por sorpresa, no sabía qué hacer; él se dio la media vuelta, entró a la habitación y se quedó dormido. Yo temblaba, me dejé caer al suelo y mis hijos corrieron hacia mí, me rodearon sus brazos… yo no lloraba, ellos lo hacían por mí.

Tomé algunas cosas, los subí al coche y me fui a casa de mi madre. Era tarde, me abrió la puerta sin preguntas y, en silencio, entré. En la que había sido mi recámara, acosté a mis hijos. Entré al baño y lloré con el alma desgarrada, adolorida, vencida. Con un llanto opaco, empecé a odiar mi vida.

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staba parada frente al espejo. La imagen reflejada era la mía, pero no la reconocía. Esa mujer de ojos llorosos y cabello desarreglado

estaba muy lejos de ser aquella jovencita que llevaba la alegría en la mirada. Me veía y las lágrimas corrían por mis mejillas. Me odiaba, odiaba ser tan terriblemente infeliz, odiaba vivir una vida sin amor, odiaba vivir en continua guerra, odiaba ser yo.

Todas aquellas palabras que había escuchado de aquel joven que era ahora mi esposo ya no existían; vivíamos entre insultos e injurias. Las palabras eran como dardos envenenados que abrían todavía más las heridas que no habían cicatrizado. No se avizoraba la más mínima posibilidad de encontrar un resquicio de paz, de volver a ser quienes habíamos sido. Era el inicio de una ruta sin retorno. No nos dimos cuenta o no quisimos aceptar que no había forma de regresar, de desandar el camino

E

Al borde del precipicio

“No quiero estar libre de peligros,

sólo quiero valor para afrontarlos .”

Marcel Proust

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que habíamos emprendido hacia la destrucción de nuestro matrimonio.

El golpe apenas me dejó una huella en la cara, pero hirió como hierro candente el poco amor que quedaba; lo desgarró sin posibilidad de ser reparado.

Mis hijos eran mi consuelo, lo único que me ataba a un hombre que ahora no conocía, del cual prefería estar lejos, ajena, invisible a sus ojos. Aunque estaba consciente de que mi matrimonio había fracasado, no tenía otra opción puesto que nunca me había planteado ni la separación ni el divorcio. Auténticamente, yo creía que me había casado para toda la vida, que era obligatorio quedarse –estoica y mártir–mordiéndose las palabras, quemando los sueños.

Con cuatro hijos y sin empleo pero, sobre todo, sin la posibilidad de hacerme cargo siquiera de mí misma, perder al único proveedor que teníamos, aunque no estuviera cumpliendo su tarea, era una locura. Mi fuerza y capacidad estaban en ser madre y esposa, no en ser una mujer valiente. La carencia de amor y el sentirme miserable cada día no eran razón suficiente como para abandonar un matrimonio destruido.

La única opción que contemplaba ante mi panorama obtuso era permanecer, resignándome a ser irremediablemente infeliz por el resto de mi vida, e intentar darle a mis hijos algo que se pareciera a una familia. Me consumía la sensación de impotencia. Esperaba que aquel incidente violento no quedara en

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la memoria de mis pequeños, así que no hablé con ellos. Al día siguiente los levanté muy temprano, antes de que despertara mi madre, para no enfrentarme a preguntas que ni siquiera yo me quería hacer. Nunca hablamos del tema, fue como si mi visita de madrugada jamás hubiera existido, como si mi silencio tuviera la capacidad de borrar lo sucedido.

No sabía qué ayuda necesitaba y mucho menos cómo pedirla. No quería quejarme, no quería crear en ella el sentimiento de impotencia ante una vida sin opciones, como consideraba la mía. Siempre había estado a mi lado cuando la había necesitado, pero en ese momento creí que era tiempo de buscar mis propias salidas, de no ir a llorar entre sus brazos protectores.

Me llevé a mis hijos todavía en pijamas pues había salido de casa sólo con lo puesto; toda mi vida estaba en mi “hogar”. Entré, la casa estaba callada, nada había cambiado pero la veía distinta. Llevaba a Daniel en brazos; a Luis, mi pequeño torbellino, lo tomaba con una mano; Paty sujetaba mi vestido, y Marcelo le tomaba la mano. En ese instante sentí el peso de sus vidas atadas a mí para siempre. Ellos necesitaban de mí, yo permanecería a su lado siempre, sin importar lo que pasara, no tenía alas, mis piernas eran raíces. Moví la cabeza para ahuyentar mis pensamientos: no podía pensar porque habría empezado a llorar y no quería que ellos sintieran la tristeza que circulaba por mis venas. Sentía dolor pero, sobre todo, cansancio; a mis 31 años me sentí vieja. Mi marido seguía dormido, así que procuramos no hacer mucho ruido; no quería que

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despertara, no quería verlo. Subí a bañar y cambiar a mis hijos mientras escuchaba la regadera en la otra habitación; luego oí que salía de casa. Sentí alivio, quería que se fuera pero no sabía cómo alejarlo de mi vida. Hubiera querido que él abandonara la mía. Sentí cómo el dolor se trasformaba en odio, cómo me invadía y, sin piedad, me arañaba las entrañas.

A pesar del veneno que me ardía en los labios, sabía que no tenía otra opción, que lo único que podía seguir haciendo era vivir al lado de un hombre que no sólo no amaba sino al que empezaba a odiar con toda la potencia del alma. Era un sabor amargo que apenas podía tragar; su sola presencia encendía lo peor que tenía dentro de mí. En un instante mi boca se podía llenar de insultos que quería clavar en su pecho, en su cara. El odio era un espejo; sabía que me odiaba tanto como yo a él.

Tenía que vivir a la defensiva, preparada para devolver sus ataques. Sentía cómo se revolvía mi estómago tan pronto empezaba a hablar por lo que era mejor –más sano para todos– retirarme. No quería vivir con el alma cargada, lista para atacar o defenderme. Por las noches, me acostaba en la orilla de la cama, lo más lejos que pudiera estar de él. Me alcanzaban las madrugadas intentando encontrar alguna forma de ser distinta, de no vivir mi vida tal cual era, pero era en vano, el torbellino en el que vivía no paraba.

Un día me di cuenta de que había depositado en alguien más toda mi vida y, con ésta, la felicidad que tenía. No me había propuesto proyectos personales,

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fuera de “casarme y tener hijos”. Tuve que reconocer que quizá podría haber funcionado si hubiese tomado más decisiones, si por lo menos hubiera tenido una visión propia. Me movía siempre al ritmo de alguien más, primero de las decisiones de mis padres y, después, de las de mi marido. Entendí ya muy tarde que tenía responsabilidad de lo que sucediera en mi familia, aunque no fueran mis propios actos lo que la afectaran. Había participado activamente en las decisiones acerca de las necesidades de mis hijos, pero dejé solo a mi marido en la solución sobre cómo aportar dinero a nuestra familia. El “yo no sé” y el “a mí nunca me dijeron” fueron mis mejores excusas, mis peores argumentos, el inicio de la pérdida y la caída de mi único sueño.

Mi vida se fue transformando de descolorida a dolorosa para después convertirse en un campo de batalla. La relación entre mi marido y yo era un fuego abierto, una guerra sin tregua ni cuartel. Cualquier incidente era suficiente para arreciar los ataques.

Aunque las visitas a casa de mi madre para alimentar sanamente a mis hijos se volvieron más frecuentes, seguíamos con la falta de pagos en servicios. Cuando me cortaban alguno, me quedaba un par de horas sin éste y, mágicamente, mi marido aparecía con el dinero para la reconexión.

Adicionalmente, el dueño de la casa me reclamaba el pago de meses vencidos de renta. Como mi esposo estaba ahí pocas veces, era yo quien tenía que enfrentar la furia de este nuevo personaje que

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exigía la liquidación inmediata: o pagábamos el saldo pendiente o debíamos abandonar la vivienda.

La estrategia aplicada para hacernos de dinero y pagar la deuda de la hipoteca de mi casa no funcionó: pasó un año y no pudimos encontrar una sola persona que, por lo menos, se interesara en rentar mi casa. Como no tenía sentido pagar la renta de una casa cuando teníamos una propia, un día nos salimos sin avisar y yo volví a mis árboles de mandarina.

Nuestra situación económica ya era conocida por todos nuestros familiares y amigos. De lo que no tenían idea era del proceso de destrucción en que nos encontrábamos inmersos y de la incapacidad que desarrollamos para encontrar coincidencias en nosotros como pareja. Dejé de querer luchar por mi matrimonio. En un intento por brindarnos un poco de apoyo, una amiga me comentó que había una vacante en un colegio muy exclusivo de la ciudad, como responsable del área de Estimulación Temprana y Psicomotricidad. Durante más de diez años yo había trabajado día a día ese campo, y había tomado cursos tanto nacionales como en el extranjero. Había adquirido la pericia para hacer juicios sobre los diagnósticos y pronósticos, para aportar valor a los programa de mis hijos. Era una experta, aunque todavía no lo sabía.

Asistí a la entrevista de trabajo con un portafolio lleno de diplomas. Eran como mis amuletos de la suerte, los abría y los leía nuevamente mientras estaba sentada

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en la sala de espera. Estaba muy nerviosa; era mi primer empleo, no tenía la menor idea de cuál era mi valor como profesionista. Sólo había sido esposa y madre… y eso no podría bastar como mi hoja de vida. Un día antes había estado con mi hermano, pidiendo recomendaciones sobre mi atuendo, sobre mi forma de hablar, sobre lo que debía o no decir a la hora de presentarme con la que sería mi posible jefa. Apunté todo, no quería pasar por alto ni un solo detalle.

–Tú nada más espera a que te pregunten, sé clara, precisa. No hables de más. Eres buena, ten confianza –me advirtió. –Soy buena, soy buena –repasaba sus palabras en mi mente. Y esperaba que tuviera razón.

Me entrevistó la directora de preescolar, una mujer muy amable que me preguntó sobre mi experiencia. Le relaté todo lo que había hecho con Luis, le hablé acerca de los distintos programas y modelos tanto educativos como de desarrollo motor y de mis aportaciones a éstos pero, sobre todo, de lo logrado con él. Le comenté de mi conocimiento en las etapas del desarrollo, de las distintas teorías que había para mejorar la psicomotricidad de un niño con discapacidad y de cómo éstas se usaban en programas para niños regulares, así como del impacto de estos esquemas para futuros aprendizajes, tanto cognoscitivos como sociales. Por la expresión de su rostro, era claro que la estaba impresionando, que lo que le contaba no lo había

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escuchado antes. Mi hermano tenía razón: ¡Sí era buena!

Todo lo trabajado con Luis, todo el tiempo y esfuerzo invertido –además del título universitario obtenido “por si me quedaba viuda”– redituaban: fui la mejor candidata y me dieron el puesto.

Tenía que empezar el día muy temprano para alistar a mis tres hijos y llevarlos a sus respectivos colegios: Luis a uno, y Paty y Marcelo a otro. Daniel se quedaría con la muchacha que me ayudaba, para poder ir a trabajar. Al terminar el día tenía que pasar por mis hijos para ir comer a casa. La tormenta que vivíamos mi marido y yo se convirtió en un huracán de proporciones gigantescas; al estar juntos se agitaban las olas y podían arrasar con lo que topara. Aprendí a establecer distancia para no verme “golpeada” por su furia. Me alejé de sus manos, pero no de sus palabras.

Era una tarea titánica convencerme a mí misma de que yo era una persona con valor, pues todos los días solía desayunar una buena dosis de insultos que se precipitaban violentamente contra mi ánimo devaluado. Mantener una sonrisa en los labios era la acción más difícil; la imagen que me devolvía el espejo por las mañanas era la de una mujer sin sueños, que vivía todo el tiempo a la defensiva. Lo peor no era odiar a mi marido; había algo que me hacía sentir más miserable: odiarme a mí misma.

Gradualmente, el trabajo se convirtió en una bendición. Aunque mi autoestima estaba desgastada,

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el tener un espacio para mí, en donde tomaban en cuenta quién era y lo que sabía hacer, me fue dando un valor que no conocía. Me convertí en la experta en la materia, y mis programas y mi voz pesaban en ese espacio fuera de casa. Me hice de nuevas amigas: mujeres –algunas más jóvenes, otras mayores que yo– todas con puntos de vista diferentes. Mi pequeño mundo de ser mamá y esposa estaba ampliándose. Sentí con felicidad que algo se abultaba en mi espalda: era el incipiente crecimiento de unas alas.

En esos días, Daniel se convirtió en mi compañero de trabajo. Como prestación, me permitían llevarlo conmigo e iniciar su preescolar justo en el salón contiguo al mío. Tenía una gracia natural; sonreía con una carita pícara y tenía la habilidad de llamar la atención de cualquier maestra. Les tomaba la cara con sus dos manos y después las llenaba de besos. Era un conquistador en potencia.

Al salir del trabajo, las tardes se dividían entre las terapias de mis hijos y en preparar el material que requería para mi clase del siguiente día. Me mantenía ocupada, sin tener que pensar que mi matrimonio estaba prácticamente en ruinas.

Seguir pensando en que debía estar casada “hasta que la muerte nos separe” era desgastante y triste, pero no encontraba cómo ser diferente. Seguía mi doble vida. Mi familia y mis amigos no alcanzaban a ver la magnitud del daño que existía entre nosotros y yo no tenía el valor de hablarlo con alguien. Construía mi mundo aparte; mis hijos y mi trabajo eran lo que

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le daban sentido a mi existencia. Me ayudaban a levantarme y enfrentar lo que viniera, cada mañana.

Mi ingreso me permitía comprar comida “extra” o pagar algún recibo. No era mucho pero ayudaba y, sobre todo, me permitía saber que era capaz de generar mis propios recursos. Gracias a mi salario, pudimos hacer regalos de Navidad, contraté nuevamente con un seguro de gastos médicos para mi familia, y disfruté de unos días del verano en la playa en compañía de mi hermana. Me empezó a gustar el papel de proveedora.

Mientras tanto, seguían las llamadas misteriosas, las citas inexistentes y las mentiras constantes de mi marido. Sus engaños se convirtieron en un rasgo patológico de su personalidad. Conforme pasaba el tiempo su rango de falsedades se amplió a otros familiares y amigos. Aunque habían dejado de creer en él, al ver que tenía una familia de cuatro hijos, le prestaban dinero que sabían que no volverían a ver. Así, fuimos su mejor argumento para subsistir.

Sus mentiras eran un círculo vicioso: una llevaba a otra, y ésta última se tenía que vestir y arreglar con más mentiras para poder salvar a la anterior… y así sucesivamente hasta que no podía encontrarse un vestigio de verdad en sus palabras.

Un día, durante las vacaciones de verano y para entretenerme con algo, me puse a arreglar mi casa; movía muebles y arreglaba clósets de tal manera que, para la tarde, tenía una casa diferente. Recuerdo que esa noche vi llegar a mi marido con un semblante descompuesto. Sonó

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el teléfono, contesté, era mi hermano quien lo buscaba. En sus palabras se podía casi palpar una rabia desbordada; su voz era aguda, como filo de navaja. Me pidió que le pasara inmediatamente el auricular a mi marido. Le gritó con furia, insultos y amenazas. Él no se defendía, sólo escuchaba. Cuando terminó la llamada y se volteó hacia mí.

–Tu hermano me corrió de la casa –me dijo.

Yo no supe qué decir, no entendía qué estaba sucediendo. Así que le marqué a mi hermano, quería saber qué era eso tan grave que le reclamaba con tanto coraje. Me contó que había cometido otro fraude pero que esa vez mi madre era la agraviada. Mordió la mano de quien se la había tendido. Ella había estado junto a él desde que era pequeño, lo había cuidado y había velado por él. Cuando se sentía abatido, buscaba a mi mamá como si fuera la suya. Y, sin embargo, no me sorprendí; hacía tiempo que se había destruido el hombre responsable del que me alguna vez me enamoré y en su lugar se encontraba un desconocido. El cáncer que había iniciado su germinación hacía tantos años, hoy lo destruía todo.

Entró al vestidor, tomó algo de ropa y la puso en una maleta. Se paró frente a mí con aire de dignidad. Esperaba que le rogara cuando me amenazó:

–Me voy. No puedo quedarme después de lo que tu hermano me dijo. Me quede inmóvil, muda, secuestré mi lástima. Amordacé el miedo de quedarme sola, borré de mi mirada cualquier

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súplica por retenerlo y me vestí de la más fuerte indiferencia. Me paré justo a su lado, al borde del precipicio, di un paso hacia atrás y lo vi caer.

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ra un restaurante elegante, la comida estaba puesta en la mesa: salmón a la parrilla, espárragos y un poco de ensalada. Pero yo no

podía pasar nada… el peso de las lágrimas se abultaba en mi garganta, sin permitirme comer un solo bocado.

Mi voz se entrecortaba cuando escuchaba las palabras de mi hermano y de su esposa, quien lo acompañaba. Se sentía culpable por haber forzado la situación al haber echado de casa a mi marido.

–Sé que no me correspondía haberle pedido que se fuera, pero es que estaba muy enojado, por favor, discúlpame, es tu decisión; si me equivoqué, si tú quieres que él regrese... –me dijo, con toda la ternura que podía encontrar.

Tomé un poco de agua. Quería aclarar mis ideas y, sobre todo, mi voz; era como una pequeña fuga, se

E

el sonido de mi voz

“No hay víctimas, sólo voluntarios .”

Anónimo

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escurría entre mis labios pero tenía un cauce definido. Por fin la escuchaba:

–No. No quiero que vuelva, la vida a su lado era un infierno, no quiero que vuelva…

Por fin decía –con miedo y con apenas un poco de fuerza– las palabras para pedir por mí. Aun con un volumen muy bajo, mi voz era absoluta, no había la menor duda en ella, no había la menor duda en mí. No quería que volviera, no lo quería cerca.

Mi hermano y su esposa pusieron su mano sobre la mía. Las lágrimas corrían discretas, silenciosas, temerosas, pero ya sin odio ni rabia. Veía cómo sus ojos se cristalizaban. Él usaba la servilleta para limpiar cualquier indicio de humedad y tomó un poco de agua.

–Vivías en un torbellino todo el tiempo, ya paró. Ahora es como si estuvieras en un pozo profundo, tocaste fondo –me dijo–. Sólo te queda encontrar el camino hacia arriba y para eso tienes todo nuestro apoyo.

No pensaba siquiera en la magnitud de lo que necesitaba. Repentinamente me quedé, sin haberlo querido, con la responsabilidad de mi casa.

Aunque la mayoría de las decisiones relacionadas con mis hijos y el diario acontecer siempre habían sido mías, ahora no tenía el respaldo de quien inició conmigo esta aventura de ser una familia. Sentía el peso de la soledad, no estaba segura de poder cargar

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con todo. Los últimos dos años de mi vida habían sido una guerra, con sirenas abiertas y granadas lanzadas a blancos específicos que hacían estallar en mil pedazos el ánimo y la tranquilidad de la familia. Ahora que mi marido no estaba, se detuvo el ruido; no había paz todavía, el enemigo simplemente había abandonado el campo de batalla. Con el silencio que quedó al final del conflicto se podía iniciar la reconstrucción. Entonces, no tenía la menor idea de cómo o cuánto tiempo me llevaría.

No hubo que dar muchas explicaciones. Para la gente que conocía la forma de actuar de mi marido, no fue sorpresa el que ya no estuviéramos juntos. Gradualmente, amigos y familiares se fueron enterando de nuestra ruptura; los más cercanos conocieron todas las causas de la separación. Las llamadas amenazantes fueron disminuyendo día con día, pues el origen de éstas había desaparecido. No tenía información del paradero de mi marido, pero mi casa no era más su lugar de residencia. Con un salario de maestra y cuatro hijos –el mayor, de 10 años y con múltiples retos; mi única niña, de ocho y con el trabajo de diseñar su proyecto de vida, y dos pequeñines, uno de cinco y el otro de dos años– la tarea que tenía era enorme. Pero afortunadamente mi inconsciencia no me permitió dimensionar la magnitud de la tarea. Liberarme de la presencia del padre de mis hijos me pareció la mejor opción, a pesar de todo el trabajo que tendría que enfrentar. Fue entonces cuando volví a recibir la entrega generosa de las personas que nos querían, justo

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como cuando Luis nació. Fueron apareciendo “ángeles” que preguntaban con preocupación genuina, con el deseo de colaborar, de saber cómo estaba y qué necesitaba. Dada mi poca experiencia y mi enorme tarea, ellos decidían por mí y me daban aquello que sabían que necesitaría; así pude solventar por muchos años colegiaturas, visitas al supermercado y pagos de recibos. Mi familia nuevamente estuvo muy cerca de mí. Mi madre y mis hermanos no sólo estaban al alcance de mis necesidades, sino que se anticipaban a ellas. Permanecía aferrada a mi estilo de vida con las uñas pero, sobre todo, con la capacidad de entrega de mi familia y amigos. Ellos no esperaban que yo les devolviera el favor algún día; no era un préstamo, era un regalo.

Así fue como aprendí a recibir: dinero, comida, ropa… todo lo que pensaban que me podía servir, llegaba a mi casa. Mis ángeles solidarios aprendieron a dar, no lo que les sobraba o que ya no les fuera útil, sino lo que sabían que necesitaba. Por mi parte aprendí a recibir con humildad, a decir gracias con el corazón pero, sobre todo, con el esfuerzo diario y el compromiso de que lo dado se utilizaría de la mejor manera posible. Era como si invirtieran en mí y en mi familia, y la forma de devolver los regalos era esforzándome cada día. Era tiempo de poner en práctica lo que mi maestro de ojos de media luna me había enseñado, era tiempo de buscar dentro de mí, era tiempo de ser valiente.

Quedarme sola no fue fácil. Nunca me había visto a mí misma como alguien que no fuera únicamente esposa y madre. Ahora ya no era esposa y sabía que era madre,

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pero no era suficiente, no tenía idea de dónde empezar a buscarme.

Recuerdo un día, cerca de las nueve de la noche, hora en que ya había terminado la rutina de la casa, cuando me senté en el suelo de mi habitación y prendí el televisor. Sostenía un tazón con palomitas de maíz mientras veía un reality show en el que una señora lloraba porque su marido la había dejado. Entré en un momento de depresión y empecé a llorar amargamente mientras comía y comía palomitas. Tuve la sensación de salirme de mí y ver desde fuera a la persona en la que me convertiría en los siguientes años: una mujer sola, sentada frente al televisor, comiendo. Esa imagen tuvo tal fuerza que, en ese preciso momento, quise huir de esa mujer. Me negaba de manera absoluta a aceptar eso como mi destino.

Me limpié las lágrimas a manotazos, me dirigí con prisa al clóset, busqué con ansiedad mis tenis. Encontré entre mis cajones la camiseta roja, ésa con la que me sentía más cómoda y tiré de otro cajón para sacar unos pantalones de correr. Me volví para ver la imagen en el espejo: los ojos hinchados, la nariz enrojecida, el semblante triste. Tenía que alejarme lo más pronto posible de esa mujer que no quería ser. Salí a la calle, las lágrimas me escurrían todavía, me nublaban la vista… y comencé a correr. Imprimí velocidad a mis pisadas, cada vez más intensas, más rápidas, tanto, que la respiración se entrecortaba. No había forma en que coincidieran mis lágrimas y mis piernas. No podía atender a las dos cosas: o lloraba a mares o corría como caballo desbocado. Decidí correr; las lágrimas

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quedarían para otra ocasión. Era una noche de verano, el calor ya había disminuido y el lugar donde solía correr era un camellón arbolado de varios kilómetros. A esa hora había poca gente, por lo que mi figura descompuesta apenas era perceptible. Corrí lo más rápido que pude, no podía permitir que me alcanzara esa mujer lastimosa y desgastada.

Después de una hora, llegué a casa exhausta, con las piernas doloridas y la respiración agitada; mi cuerpo pagó el precio de alejarme de la depresión. Era justo, había valido la pena, la angustia se había evaporado con mi sudor. Cerré los ojos y respiré profundo, estiré mis piernas y las froté para agradecerles su trabajo, me habían alejado del miedo de convertirme en quien no quería ser. En ese momento, me abrazó suavemente la sensación de calma después de la tempestad, me sentí en paz, con el cansancio que deja una tarea bien hecha. Tomé un baño y dormí profundamente. Mi metamorfosis había empezado.

En los siguientes días, la rutina fue más o menos la misma pero ahora sin gritos ni insultos. La imagen que me entregaba el espejo empezó a cambiar, ahora sonreía. Por las mañanas llevaba a mis hijos a la escuela y de ahí me pasaba al trabajo, en el que permanecía hasta después de las dos de la tarde.

La situación con mi marido seguía tensa; al cabo de un par de semanas volvió a casa a buscarme. Él pensó que una vez que el vendaval hubiera quedado atrás, yo lo aceptaría de vuelta. Estaba dentro de la casa, esperándome en el recibidor; tenía el semblante de un

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niño antes de entrar a la dirección de la escuela. Intentó acercarse a mí, abrazarme. Sentía como si hubieran pasado años desde la última vez que estuvimos juntos, pero el odio que sentía hacia él no había desaparecido; aun con su ausencia, ardía. Se tensionaron mis músculos, mi estómago se empezó a incendiar. Lo alejé de mí.

Con una verborrea interminable y hueca, decía que había sido un error, me daba las mismas explicaciones falsas de siempre: que no había sido él, que había sido alguien más, pero que conseguiría el dinero, que esta vez todo sería mejor, que todo volvería a ser como antes. Sus explicaciones se resbalaban, precipitándose contra mi absoluta falta de fe en él, no había forma de poder creerlas. Pero cuando mencionó que “todo seguiría igual”, mi voz cobró vida.

-–¡No! Ya nada será igual, no te quiero en casa, haz tu vida como tú quieras, pero a mí déjame en paz –le dije ya con firmeza.

Mi nueva voz fue suficiente para despertar su rabia en mi contra. Volvieron los enfrentamientos violentos, buscó nuevos insultos, pero ahora era distinto porque yo empezaba a ser diferente.

A pesar de la magnitud de mis necesidades y las de mis hijos, ya no estaba dispuesta a pagar el precio de tener que contar con alguien para que solucionara mi vida, el costo era muy alto. Ya no quería ser infeliz solamente con tal de tener un marido a mi lado. No era la imagen de un matrimonio sano, no podía ofrecerles eso a

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mis hijos. Quería que supieran que entre los esposos debe existir más que la necesidad de no sentirse solos, que debe haber respeto, comunicación, esfuerzo y compromiso envuelto en amor, pero ya nada de eso quedaba entre nosotros.

A pesar de todos los intentos de persuasión de mi marido yo no pensaba dar ni un paso atrás sobre la decisión tomada, pero su familia tenía otra idea. Como eran extremadamente conservadores, para ellos la separación era inadmisible; sin embargo, no sabía hasta qué punto les era importante.

Varios meses después de haberme quedado sola, me citaron en una cafetería. Ellos también habían sido solidarios, por lo que pensé que tocaríamos un tema relacionado a las necesidades de mis hijos. Estábamos sentados conversando de cosas sin importancia cuando el padre de mi esposo me dijo con voz suave, pero firme:

-–No es bueno para los niños que sus padres estén separados, bien podrías aceptar de nuevo a tu marido en la casa. ¿Qué ejemplo les estás dando?, ¿qué clase de familia les quieres ofrecer? Lo más conveniente es que él se quede en una habitación y tú en la otra, así se evitarían las discusiones y sus hijos volverían a ver a sus padres juntos, como una familia normal. Piénsalo, piénsalo bien, hazlo por tus hijos.

Me quedé pensativa, masticando despacio sus palabras, quería dimensionar su tamaño, darles su peso justo y, sobre todo, hablar con mi propia voz. Él había usado

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la mejor arma para persuadirme: mi amor de madre. Mis hijos eran lo más valioso en mi vida; lo que me estaba proponiendo era sacrificar mi felicidad y que me conformara con una vida miserable… por ellos. El juego era rudo. Respiré profundamente, cerré un poco los ojos para acomodar mis pensamientos, no era capaz de levantar la voz así que hablé pausada, sin enojo ni reclamos, pero mi decisión era absoluta, no había marcha atrás.

–No. Ni por mis hijos estoy dispuesta a ser infeliz el resto de mi vida. No sería un ejemplo para ellos. Entre él y yo lo único que existe es desconfianza, recelo y odio. Sólo terminaríamos destruyéndonos, no existe nada que podamos salvar, todo se acabó. Mis hijos pueden tener a su padre, pero ésa es su tarea, yo ya no lo quiero como esposo –respondí–. No quiero parecer una familia, quiero ser feliz para poder hacer felices a mis hijos. Ya encontraremos una nueva forma de ser una familia.

Su semblante cambió inmediatamente, se volvió severo, sus ojos se agudizaron, se me clavaron como un puñal. Subió el volumen de su voz y agitaba las manos, pero sus palabras se estrellaban, caían irremediablemente contra mi nueva voluntad. Su mejor argumento no fue suficiente para convencerme de ser miserable por el resto de mi vida. Ante mi absoluta negativa de aparentar ser un matrimonio, se alejaron. La distancia fue como una zanja que separaba dos territorios; mi familia no era más la de ellos.

Correr por las noches se convirtió en parte de las

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actividades diarias. Esperaba a que mis hijos se durmieran para salir por mi dosis de endorfinas, las necesarias para poner en balance y perspectiva mi vida. Era un espacio mío en el que, a medida que avanzaba, se despejaban las dudas y desaparecían los miedos.

Entre semana, corría por la noche, pero los fines de semana empecé a buscar más distancia, nuevas rutas, mayores retos. Los domingos, cuando me quedaba completamente sola con mis hijos, me levantaba cerca de las cinco y media de la mañana para poder disfrutar de dos horas de corrida antes de que despertaran. Era como extender las alas, sacudir el cuerpo, volar más alto y más lejos, pero siempre con el deseo de volver. Me convertí en un ave de vuelos largos, pero una que no emigra, con los pies bien sujetos a la tierra.

Poco a poco, la disciplina en la carrera me entregó un cuerpo atlético y fuerte, y aparecieron músculos que no pensé que existieran. Hacía años que había disfrutado de correr pero sin constancia; lo había hecho discrecionalmente y un poco como forma de contención de mi peso. Sin embargo, en el momento en que se volvió una actividad diaria, una pasión, los frutos fueron casi inmediatos. Me volví muy cuidadosa de mi arreglo personal; mi cabello y mi ropa tomaban importancia. Aunque no tenía presupuesto para hacer compras, las generosas aportaciones de mis amigas me dieron un amplio guardarropa, del cual seleccionaba las mejores piezas, las que me hicieran lucir mejor. Con un buen cuerpo y una buena imagen, mi autoestima empezó a sanar y crecer. Me paraba frente al espejo para ver a esa mujer a la que hacía poco tiempo odiaba

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e, incluso, a la que le había tenido lástima. Esa persona ya había desaparecido, ahora había una que era fuerte y valiente.

El apoyo de familiares y amigos fue crucial, primero, para mi sobrevivencia y, después, para mi desarrollo. Mi trabajo como maestra era muy bueno, me respetaban y me querían tanto compañeras como jefes.

Eran las vacaciones de verano cuando me llamaron a mi casa para pedirme una cita. Me ofrecían un puesto en otro colegio privado, en el que iniciarían una clase de Estimulación Temprana y querían contar conmigo como parte de su equipo. Mi fama de buena maestra se había extendido. Ahora iba a mi segunda entrevista de trabajo en poco más de un año; estaba claro que mi vida se movía a otra velocidad.

Además de mi salario y prestaciones, me ofrecieron dos becas para mis dos hijos pequeños, desde ese momento y hasta que terminaran secundaria. La oferta era muy tentadora; ya no tendría que encargarme de dos de las cuatro colegiaturas. Pero para entonces, ya había iniciado un proceso de cambio que ya no tenía marcha atrás. A pesar de que era buena en mi trabajo y me reconocían como tal, tenía la sensación de que no era suficiente. Ser maestra era divertido y lo hacía bien, pero necesitaba más retos, quería volar más alto.

No dejaba de darle vueltas a la idea. Pensaba que tenía catorce años como esposa y madre, pero sólo año y medio trabajando. Si me quedaba mucho tiempo como maestra, difícilmente podría cambiar de profesión. Yo

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estaba en una carrera contra el tiempo. Había salido muy tarde al mercado laboral, debía de encontrar la forma de compensar ese desfase, así que fui a buscar a una de mis mejores amigas, a la que tenía muchos años de conocer. Además de ser mamá y esposa, ella era una exitosa mujer de negocios. Nos sentamos en un café afuera de su oficina. Había varias mesas, pero sólo una estaba ocupada; era una pareja concentrada en tomarse las manos y regalarse risitas cortas. Sin preámbulo y con la prisa instalada, llevé la conversación justo al punto:

–Laura, ¿qué hago? –le pregunté–. Me gusta dar clases, lo hago bien, pero quiero algo más. Sin embargo, al mismo tiempo me da miedo tomar retos y salirme de la comodidad de lo que sé hacer.

Me vio fijamente, ladeó un poco la cabeza, miró hacia el cielo y respiró profundamente, como tomando fuerza.

–Pat, es bueno querer más y tienes mucha capacidad. Es tiempo de romper el capullo y salir. Sólo, por favor, no tengas miedo. Te paraliza, no te permite avanzar. Enfócate, busca aquello en lo que eres buena, una vez que lo encuentres pon toda tu fuerza en ello –me dijo en un tono casi maternal.

Guardé sus palabras muy cerca de mis sueños, de mis deseos. Lo que no sabía era qué tan pronto las utilizaría y de qué forma las haría parte de mí. Todavía no tomaba una decisión sobre el nuevo trabajo cuando apareció otra oportunidad. Un día me buscó una

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antigua compañera de la universidad y me pidió que me comunicara con su padre, quien en ese momento era presidente de la Cruz Roja del estado. Me comentó que estaban buscando a una persona para un puesto de Relaciones con la Comunidad y Procuración de Fondos y que consideraba que yo era la persona perfecta para ese puesto, porque tendría que tratar con un gran número de empresas.

Al día siguiente le llamé y me citó en la Delegación de la Cruz Roja, la cual se ubica a 40 minutos de mi casa, en un sector industrial que sólo había visitado cuando salía de la ciudad. Como institución de beneficencia, la decoración de las oficinas no era prioridad del presupuesto; había muchas otras necesidades que cubrir antes que amueblar o embellecer el lugar. Me entrevistaron el papá de mi amiga y el director general de la institución. El trabajo consistía en establecer relaciones interinstitucionales, dar seguimiento a los programas de procuración de fondos y representar a la institución en algunos eventos. Todo ello me pareció una plataforma para exponer mi talento, lo que podría constituir un trampolín para un futuro trabajo. Estaba trazando mi ruta de escape, incluso antes de ingresar.

No había pasado una semana, cuando me hicieron una propuesta de trabajo. Tendría veinte por ciento más de sueldo, pero no contaría con las becas que la escuela me ofrecía para mis hijos. Desde ese punto de vista, ganaría menos. Si me quedaba como maestra, aseguraría las colegiaturas hasta la secundaria pero, de cualquier modo, tendría que resolver el resto de su

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educación. La propuesta era buena, pero se quedaba corta; necesitaba más para mis hijos y para mí. Me cuestioné seriamente si eso era lo que quería y cuánto estaba dispuesta a arriesgar para encontrarlo. Sabía claramente que quedarme en mi zona de confort difícilmente me llevaría a encontrar lo que empezaba a buscar. Tenía que tomar el reto, con todo lo que esto implicaba.

Empecé a perder el miedo, renuncié a mi trabajo de maestra y acepté el de la Cruz Roja. El ambiente era diametralmente opuesto al que conocía, lo mismo que el perfil de las personas. Había paramédicos voluntarios que estaban dispuestos a dar la vida por salvar otra, enfermeras, médicos, consejeros, el comité de damas voluntarias, los empleados de base… Éramos una mezcla de pensamientos, visiones y culturas diferentes que representaba tanto un enriquecimiento personal como un reto.

Para acudir a mi primer día de trabajo, busqué en mi clóset la ropa ideal. Analizaba cada prenda, descartándola por el color o el estilo. Tenía que parecer una ejecutiva pero no había mucho de dónde escoger, pues en mis actividades anteriores no me habían exigido parecer una profesionista. Al final, me quedé con un traje sastre verde olivo de manga larga, con la falda justo a la rodilla. Me sentaba bien el atuendo. Otra vez me volví al espejo, quería conocer a esta nueva mujer: la ejecutiva.

Salí con bastante tiempo de anticipación y, al llegar, me reporté directamente con mi jefe, quien me ubicó

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en una oficina justo al lado de la suya. Era amplia, sin ventanas, con un escritorio muy sencillo y un archivero. A la media hora me mandó llamar para presentarme con todo el equipo de trabajo de la Cruz Roja. Pasamos por el área administrativa, donde había varias mujeres que se dedicaban a un programa de procuración de fondos, quienes dependerían de mí. Conocí a Francisco, responsable de Recursos Humanos, y a Flor, de Planeación Estratégica. Luego fuimos al área de salud, donde había enfermeras y algunos médicos pero, en especial, estaba Daniel, un doctor joven muy atento. Después nos dirigimos con los paramédicos; algunos eran estudiantes de Medicina que ofrecían sus servicios como voluntarios, otros eran empleados. La mayoría de la gente vivía en lugares que yo ni siquiera había oído nombrar… parecía más una dama voluntaria que una empleada de base.

Me adapté gradualmente a mi nuevo ambiente de trabajo. La ayuda de mis nuevos compañeros fue básica. Además de permitirme conocer mejor la institución, se convirtieron en guías de turista en mi nuevo estilo de vida, el de un trabajo sin la protección a la que estaba acostumbrada en los colegios. Actuaban como intermediarios en mi limitada cultura laboral con la gran variedad en sus formas de ser. No fue tan fácil que mis nuevos compañeros de trabajo me aceptaran. Me veían como un conejito de piel blanca y ojos azules en medio del bosque, en espera de ser devorado por algún depredador. Mi torre encantada me había brindado hasta entonces una visión muy corta del mundo real, lo que yo había vivido era apenas un pequeño porcentaje de lo que sucedía.

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Estar en Cruz Roja me permitió ampliar mi perspectiva del esfuerzo y el compromiso. Ahí me di cuenta de cuán bendecida había sido mi infancia, sin que hubiera hecho algo para merecerlo. Había tenido unos padres que me amaban, una casa grande y siempre hubo comida en la alacena. Siempre tuve una educación en escuelas privadas y coches para trasladarnos. Mis referencias eran tan pequeñas que alguna vez pensé que nuestra situación familiar, en casa de mis padres, no era muy boyante, pues al compararme con mis amigas, se veía diferencia. Pero no es que careciéramos de recursos, es que mis amigas tenían mucho más.

Fue en ese primer trabajo fuera de mi burbuja color rosa donde inicié un verdadero enriquecimiento laboral y personal. Éramos tan diferentes que lo que me ofrecían para aprender era sumamente valioso. Pude conocer el mundo real y no el de cuento de hadas en donde había crecido. Fue un salto cuántico desde un mundo perfectamente controlado y protegido hacia un mundo más real y, en ocasiones, rudo.

La transición no sólo fue difícil, sino agresiva. Mi jefe era la persona más cercana al presidente del consejo pero, como éste era el papá de mi amiga, en sus visitas a la institución pasaba a mi oficina para supervisar y apoyar mi trabajo, además de revisar sus asuntos con el director general. Aunque eso me funcionaba bien a mí, a mi jefe le disgustó, ya que lo sentía como una pérdida de autoridad. Poco a poco su descontento fue creciendo sin que yo me diera cuenta de su magnitud. Durante los primeros meses en la Cruz Roja yo pensé que pasaba inadvertida pero difícilmente podía ser no

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vista pues era “la diferente”. Un día mi jefe me mandó llamar a su oficina. La conversación se centró en mi trabajo y en los proyectos que estaba desarrollando, entre otras cosas. Mientras le reportaba mis avances, se levantó de su silla y se paró justo a mis espaldas; entonces, posó sus manos sobre mis hombros y, con un murmullo grave, susurró:

–Sería mejor que me llamaras por mi nombre, eso nos daría más confianza –dijo, y me apretó los hombros–. Te podría ayudar a crecer mucho en la institución.

Mis hombros y mi cuello se tensionaron en un silencio que, aunque duró apenas unos segundos, para mí fue como una eternidad. Aclaré mi voz.

–Es usted muy amable, agradezco su apoyo. Yo lo busco cuando lo llegue a necesitar –le dije de la forma más inofensiva, pero firme, que pude. Me puse de pie y le pregunté si necesitaba algo más, pues tenía trabajo que hacer. En su rostro se reflejaba una especie de sorpresa, como si mi respuesta estuviera fuera de lugar. Me retiré y busqué a toda prisa a Daniel, necesitaba hablar con alguien. Llegué a su oficina, todavía temblando, con la voz atropellada. Caminaba de un lado a otro, hablaba muy bajo, no quería que alguien más me oyera. Sólo me dio una recomendación:

–Aléjate de él, sólo atiende lo estrictamente necesario. Te buscará otra vez pues no se rinde fácilmente.

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Me asaltaron las dudas y mis propios reclamos. ¿En dónde me había metido? No estaba preparada para esto, ¿cómo podría lidiar con alguien así?

Gradualmente, mi jefe quiso ser más amigable de lo normal. Con cara de niña buena, le marqué una línea que no tendría posibilidad de cruzar. Eso lo molestó mucho más. Hasta ahí llegó lo que yo había pensado que podría ser mi desarrollo profesional.

Cambió su estrategia, empezó a lacerar mi nueva autoestima: casi todas las mañanas me mandaba llamar a su oficina para desacreditar cualquier habilidad profesional que yo tuviera. Intentaba hacerme sentir incapaz y atribuía cualquier logro a mi cara bonita o a mis piernas. Mis colegas se volvieron mi equipo de apoyo y salvación. Me ayudaban a presentar mejor mi trabajo para que mi jefe no tuviera elementos para desmerecerlo. Se volvieron cómplices en momentos en que el acoso se volvía difícil de manejar.

Para entonces, mi pasión por el ejercicio absorbía todo mi tiempo libre. Correr ya era parte de mis actividades diarias. Un día un amigo me invitó a participar en una carrera a campo traviesa en un bosque cercano a mi casa. Yo disfrutaba con sólo mover mis piernas y, en ocasiones, con extender los brazos, para sentir que me despegaba del suelo; pero una carrera era una sensación distinta.

El día de la carrera me paré en la línea de salida y, al escuchar el disparo, corrí lo más rápido que pude, sin medirme, sin reservas; el corazón se agitó más

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de lo normal, las piernas reclamaban pero la mente mandaba. Acepté el dolor y seguí al mismo ritmo, el de un caballo sin freno. Ya estaba por llegar, el sufrimiento terminaría pronto, apuré todavía más el paso y crucé la meta. El esfuerzo había valido la pena: me subí al pódium en la segunda posición.

Me di cuenta de que era competitiva y estaba dispuesta a “sufrir” el dolor para poder tener un mejor desempeño. Esa primera carrera fue el inicio de la sensación de triunfo. Desde entonces, empecé a correr de forma más ordenada, con otro propósito. Seguía corriendo por la sensación de bienestar y salvación que me producía, pero ahora quería hacerlo más rápido y mejor. Me gustaba ganar.

Como si el denso ambiente de la Cruz Roja no fuera suficiente para mantenerme en tensión, la vida me tenía preparada un nuevo miedo, una angustia todavía mayor. No la vi venir; quizá en buena parte porque intenté hacer como el avestruz, y que al esconder la cabeza todos los problemas se desvanecerían.

Mi casa fue sacrificada para pagar la libertad de mi marido, por lo que era cuestión de tiempo que la bomba me estallara en las manos.

Una mañana de esas en las que mi jefe ya había intentado desmantelar mi ánimo, recibí la llamada de Gerardo, mi hermano, quien por ser el segundo en la línea de edad, tomó la posición nada agradable de ser el portador de las malas noticias.

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—Patricia, me acaban de llamar para informarme que tu casa ha sido rematada. Ya depositaron el dinero, te quedaste sin techo. ¡Te van a desalojar en pocos días!Necesitamos ver a un abogado que nos indique qué tenemos que hacer. —Me dijo con voz entrecortada y llena de dolor.

Yo creía que tenía el alma justo a la mitad del pecho, un poco abajo del cuello, pero en ese preciso instante sentí cómo se resbalaba como líquido frío hasta llegar a la punta de mis pies. No tenía manera de sostenerla, mis manos temblaban y mi voz se quedó muda. No cabía la posibilidad de llorar, estaba en el trabajo. Asentí con apenas unas cuantas palabras y colgué el teléfono.

Respiré profundo, mi cuerpo temblaba, mis manos estaban heladas, pero permanecí inmóvil, intentando que todo el dolor y el miedo pasaran para poder pensar claramente y terminar el día. De cualquier forma en ese momento no podía hacer absolutamente nada, no tenía mayor información.

Aferrado a mi abdomen el miedo se quedó conmigo el resto de la tarde, parecía que se había vuelto adicto a mí.

Por la noche mi hermano me acompañó a la oficina del abogado que le habían recomendado.

Creo que en ese momento mi estatura disminuyó, arrastraba los pies, pesaban como si me estuviera hundiendo gradualmente. Mi cara era reflejo de angustia, de tristeza, ya no tendría un lugar para vivir

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con mis hijos, no había rabia, sólo desesperanza.Al entrar, su rostro me pareció familiar. Llevaba un traje a cuadros muy pequeños, en tonos grises y negros. Con su figura juvenil y una amplia sonrisa nos saludó: —Hola soy Luis Manuel, ¿te acuerdas de mí? Estuvimos juntos en la preparatoria —me dijo tendiéndome suavemente su mano.

Mi hermano fue el que explicó toda la situación: por las deudas de mi esposo, la casa que me habían regalado mis padres con todo su esfuerzo y amor había sido rematada por uno de sus acreedores.

Era como pedirle que hiciera magia, pues veníamos a verlo cuando la sentencia ya estaba dictada. De cualquier modo, acudíamos a él por múltiples recomendaciones para que a través de sus conocimientos y su talento pudiéramos alargar el desalojo y darme tiempo de buscar un lugar donde refugiarme con mis hijos.

—A ver Paty, tranquila —me dijo. Dame unos días para estudiar el caso y buscaremos la forma de resolverlo.

No me imaginaba cómo alguien a quien había dejado atrás como un adolescente inmaduro, rebelde y algo pendenciero, pudiera resolver el tremendo problema en que me encontraba.

Le entregué de manera íntegra la poca fe que me quedaba, total el hecho ya estaba consumado.

Los días pasaban y correr era nuevamente un artículo de mi canasta básica; no podía soportar tanta tensión

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sin mi dosis de endorfinas. Mantener el equilibrio y la paz era cosa seria, la buscaba hasta debajo de las piedras.

Por las noches, conciliar el sueño era una tarea titánica. Buscaba a mis hijos para abrazarme fuertemente a la tranquilidad que brotaba de su inocencia. Pegaba mi cuerpo al suyo, intentando hacer desaparecer mi miedo, pero era imposible, era un huésped que se apoderaba de todo. Entre la piel suave y el sueño profundo de mis pequeños, acurrucaba mi cuerpo y al cabo de un par de horas de darle vueltas a todo y sin resolver nada caía rendida.

Dos semanas después me llamó Luis Manuel para decirme que había encontrado una solución: tendría que firmar una demanda de amparo con lo cual se iniciaría un juicio para rescatar mi casa porque había sido rematada injustamente. Descubrió que habían cometido una serie de irregularidades que le permitirían seguir una ruta en la cual yo podría quedarme de manera indefinida en mi casa. Sin entenderle bien del todo, me garantizó que jamás me sacarían de ella. En ese momento, confié ciegamente en él, mi fe fue absoluta, no tenía otra opción.

Mi vida era como un tornado categoría F5 se arrancaban los cimientos de lo que había creído, creando nuevas formas en las estructuras de mi personalidad. Estos cambios no eran precisamente malos sino era la gestación de mi nueva forma de ser, pero el decidirme por un trabajo que, según yo, me podría dar mayor proyección y mi pasión por el ejercicio no

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fueron actividades muy bien vistas por mi familia. Cuestionaron mi decisión profesional y la forma en que utilizaba mi tiempo libre, pues consideraban que me restaba capacidad para ser una madre responsable. Tenían una auténtica preocupación con respecto al bienestar de mis hijos. Ellos eran ahora su única familia y me increpaban seriamente sobre mis acciones y las repercusiones que éstas tendrían en su educación. Mi nueva forma de ser rompía totalmente con quien había sido y con la misión que siempre creí que tenía. Sabía que estaba destruyendo a la mujer que era y empezaba la reconstrucción de una nueva. Todavía no tenía idea de quién quería ser, pero sí sabía lo que ya no deseaba, y estaba decidida a cambiar. A pesar de su molestia, siguieron brindándome apoyo económico, pero criticaban severamente mis actitudes.

Era una metamorfosis, era mudar la piel: me la arrancaba a jirones para quitarme la fragilidad. No me importaba el dolor, el desgarre; estaba decidida a vestirme de guerrera y, aunque estuviera muy lejos de serlo, inicié un entrenamiento mucho más radical de lo que hubiera pensado. Así, siempre estaría preparada, con el alma en vigilia y los músculos en pleno desarrollo. Estaría lista para enfrentar cualquier batalla y aferrarme a cualquier herramienta que me permitiera salir bien librada. Ya estaba escrito, en mi vida no habría tregua, no habría marcha atrás… y no volvería a tener miedo.

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ambié mis noches de ejercicio por madrugadas frescas y me convertí en una amante de los días recién hechos. Luis, mi

maestro, desarrolló en mí una cultura casi militar: mi despertador sonaba a las cinco cincuenta de la mañana. Sin preguntas y sin piedad –no se la había tenido a mi hijo, mucho menos a mí– me calzaba los tenis para lanzarme a la calle en busca de los kilómetros de ese día. Al terminar, y antes de que despertara la ciudad, me llenaba del sentimiento del trabajo bien hecho. Me sentía como en esa escena de la película de Rocky en la que el protagonista sube a toda prisa los escalones del Museo de Arte de Filadelfia levantando los brazos en señal de victoria, con el esfuerzo reflejado en el rostro. Ésa era la sensación que se repetía después de cada entrenamiento.

No podía permitirme menos porque, con un trabajo lleno de retos y sobresaltos que me mantenían en alerta

C

salto cuántico

“La vida es como una pelea de box;

por más golpes que te den,

tienes que seguir de pie .”

Anónimo

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Patricia Zambrano

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para no ser una presa, requería de toda la templanza que pudiera obtener en mis madrugadas de endorfina.Aunque mis compañeros hacían mucho más llevadero el espeso clima laboral, yo no podía dejar de pensar en lo que sucedería después; qué tan buenos o malos serían los siguientes meses dependía de mi capacidad de soportar los embates de mi jefe.

Era consciente de que mis expectativas del nuevo trabajo estaban por debajo de la realidad: no me permitiría aprender y mucho menos crecer profesionalmente como lo había “planeado”. Pero no tenía la más mínima posibilidad de quejarme. Yo había tomado la decisión de estar ahí, a pesar de todas las recomendaciones que me habían hecho en el sentido de los beneficios que hubiera representado elegir un trabajo que terminaba a las tres de la tarde y estaba cerca de mi casa, contra la segunda opción, que era la de trasladarme hasta la Cruz Roja en donde, además, tenía un horario extendido.

Para complicar aún más la situación, el padre de mis hijos aparecía de manera intermitente, sin cumplir con sus responsabilidades pero con dosis de nuevos insultos que me propinaba frente a ellos.

Además, mi familia se había alejado de mí a causa de mi nueva forma de ser. Yo era diferente, pero no les había dado tiempo para que se adaptaran a mi cambio. Para ellos, fue como si me hubiera convertido del día a la noche, del blanco al negro. Si soy sincera, tampoco me tomé el tiempo para explicarles quién era la nueva persona en la que me

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había convertido. Aunque en esencia era la misma, ahora era fuerte y valiente pero, sobre todo, más independiente, capaz de tomar mis propias decisiones y asumir las consecuencias que éstas tuvieran.

Aunado a todo esto, con la inminente pérdida de mí casa los días se volvían muy largos y me empujaban a buscar momentos que al final sumaba para hacer que la jornada valiera la pena.

Caí en cuenta de que ser feliz es una cuestión de actitud y que no podría esperarme a serlo hasta que todo estuviera en calma. La paz no se veía muy próxima en mi vida y mucho menos la prosperidad. El camino era largo e incierto, así que, como un decreto de mi propio diario oficial, decidí que pasara lo que pasara yo sería feliz, que reiría y disfrutaría de cada momento, que cada instante podría convertirse, si yo realmente lo deseaba así, en un espacio para la alegría. Construir esos espacios dependía de mí, la felicidad también era una cuestión de querer, era un ejercicio de voluntad. Tendría que llenarme de felicidad para llevarla a mis hijos.

Como mi jefe no lograba nada conmigo, sus ataques subieron de tono: intentó deshacerse de mí. Me cambió a una oficina por donde pasaban las tuberías del drenaje, la cual no estaba habilitada como espacio laboral, quedaba detrás de una pared y me aislaba de la gente. Además, continuaba con sus habituales comentarios sobre mis piernas y mi supuesta incompetencia para trabajar. Yo lo escuchaba como quien oye llover, ponía cara de

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aparente preocupación e interés en sus palabras y sólo me concentraba en soportar la conversación de ese día. De cualquier modo, dejé de usar falda, mis atuendos se volvieron más sobrios, usaba colores más oscuros y empecé a buscar de manera sistemática otro empleo antes de que la situación se deteriorara aún más.

En un evento al que asistí por motivos de trabajo coincidí con un médico de los que habían tratado a Luis. La conversación se fue encaminando hacia su nuevo empleo; era el director del Centro de Rehabilitación del DIF del estado, lo había contratado directamente la esposa del gobernador. Me pidió que, entre los dos, diseñáramos un programa de atención a personas con discapacidad, pues él conocía mi experiencia en ese tema. Nos reunimos en múltiples ocasiones para darle forma y, al final, quedó listo. Luego, tuve que esperar hasta lograr concertar una cita con la primera dama del estado, ya que el programa era para presentárselo a ella. Casi todos los días le marcaba a mi amigo para ver el avance con la propuesta, pero su respuesta era siempre la misma:

–Ten paciencia.

No podía tener mucha pues la situación en mi trabajo se había puesto peor. Nuevamente, la estrategia de mi jefe había cambiado. Ahora ya no esperaba que yo renunciara, sino que quería echarme de la institución. Pero como me había contratado el presidente del consejo, sólo él me podía despedir.

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Mi amigo, el deportista, me había inscrito en una carrera de bicicleta de montaña. Mi participación era prácticamente imposible, pues yo no tenía una bici y no estaba dentro del presupuesto familiar el comprar una. Pero para Enrique, que no aceptaba un no por respuesta, fue muy fácil: me prestó la suya. No era de mi tamaño y no sabía usar las zapatillas, pero desde ese día me volví ciclista de montaña.

La bicicleta se convirtió en una nueva forma de volar, ahora más lejos y mucho más rápido; como era fuerte, las pistas con subidas eran lo mío, pero en la bajada me faltaba pericia y aunque siempre había sido inconsciente, no me gustaba golpearme sin una buena razón, por lo que bajaba con mucho más cuidado que la mayoría. Para darle soporte y mayor fuerza a mis músculos, me inscribí en un pequeño gimnasio, muy cerca de mi casa; no tenía aire acondicionado e iban muy pocas mujeres, pero era suficiente para lo que yo quería hacer. El entrenador me tomó como un proyecto personal y, al cabo de unos cuantos meses, no sólo mis piernas eran fuertes sino que todo mi cuerpo tenía músculos. Era como una versión mexicana de la actriz Linda Hamilton en la película T2. Me convertí en una deportista de cuerpo y mente.

Mi pasión por las competencias se volvió más intensa: corría todo, con bicicleta prestada o con mis tenis. La energía que obtenía al llevarme al máximo, fortalecía no sólo a mi cuerpo, sino que también templaba mi carácter y me permitía aprender a soportar el dolor. Conocía a ese compañero de años atrás, pero ahora lo volví mi aliado, sabía que detrás de él estaba el éxito, estaban mis propias

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victorias. Sabía cuál era mi capacidad y la usaba al máximo, costara lo que costara; renunciar no era opción.El espejo empezó a convertirse en un elemento para evaluar mi cambio, así que volvía a éste de vez en cuando, para ver la imagen que guardaba para mí. Era mucha la diferencia y estaba claro que estaba moviendo mis propios límites.

Los músculos y la energía que me daba el deporte me permitían seguir un ritmo intenso en mi vida. Mis hijos eran muy pequeños y demandaban mucho de mí. Luis seguía siendo un torbellino que me entrenaba en el arte de la velocidad de respuesta y la capacidad de estar alerta. Tenía la fuerza necesaria para cargar a dos de mis hijos en brazos mientras los otros dos iban aferrados a mis ropas, como una madre zarigüeya con sus críos a cuestas. Sabía que tenía que hacerlo pues sólo los fuertes pueden cargar a los débiles.

Era mi época de cuidarlos y protegerlos. No se me olvida una ocasión en que estábamos todos juntos; Luis veía su película favorita, Paty se probaba todos mis zapatos de tacón y los modelaba haciendo gracias, y Dany me llamaba para que volteara a ver sus dotes de gimnasta –una maroma para adelante y ahora ¡Mira, mami, una para atrás!– mientras Marcelo y yo estábamos en mi cama. Se trepó encima de mí, abrazó fuertemente mi cara y me comía a besos… parecía un pájaro carpintero golpeando un árbol. De repente se detuvo, su mirada cambió –a sus cinco años se leía en ella un poco de tristeza y angustia–, tomó mis mejillas entre sus manos y me miró con sus ojos de color azul de cielo, llenos de inocencia.

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–Mami, ¿cuándo te vas a separar de nosotros? –me preguntó.Sentí que se me encogía el corazón al imaginar la sensación de abandono que pudo haber tenido mi pequeño antes de poder expresarla en palabras. En la actitud que había decidido sostener, la de no volver atrás, había repetido hasta el cansancio que me separaría de su padre, pero en ningún momento les aclaré que lo hacía sólo de él.

Tomé a Marcelo entre mis brazos para rodear todo su cuerpo, besé su frente y viéndolo directamente a los ojos, le hablé con una voz suave como la seda; quería que cada palabra estuviera vestida del amor que le tenía pero que, a la vez, fueran suficientemente fuertes para que no volviera a dudar:

–Mar, tú y tus hermanos son lo más importante en mi vida, los amo y pase lo que pase, nunca, pero nunca me alejaré de ustedes. A donde yo vaya, será con ustedes a mi lado, somos una familia unida por siempre y para siempre.

En sus labios se dibujó una sonrisa enorme, brillaron sus ojos, extendió sus brazos lo más que pudo y se lanzó sobre mí. Nos abrazamos por un largo rato; descansaba en mi hombro, yo lo mecía y le cantaba una canción que se convirtió en nuestro himno familiar:

–…vivimos siempre juntos y moriremos juntos, allá donde vayamos seguirán nuestros asuntos, no me sueltes la mano que el viaje es infinito y yo cuido que el viento no despeine tu flequillo…

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Ese día marcó mi vida. Yo debía ser confiable, mis hijos necesitaban sentir que estaría ahí en todo momento para ellos, que no habría nada que me alejara de su lado. Con el tiempo me di cuenta de que la belleza de Marcelo surgía de su interior; sin saberlo, ese pequeño de cara de ángel se convertiría en otro brazo derecho.

De repente, el día menos esperado, mi suerte cambió en el trabajo. Estaba atendiendo una llamada cuando entró mi jefe a toda prisa y me pidió que colgara el teléfono.

–Pues parece que usted gana, no pude hacer que se fuera, pero parece que usted sí lo logró: al que despidieron fue a mí –murmuró con voz entrecortada y una expresión de quien se ha dado por vencido.

Salió con la misma velocidad con la que había entrado. Me quedé sin habla, con los labios pegados. Por algunos minutos me quedé flotando entre mis pensamientos, sin saber a dónde dirigirlos: reírme, preocuparme, asombrarme. Era claro que había pasado algo de lo que yo no estaba enterada, pues del acoso que sufría sólo sabían mis tres compañeros; nunca me había quejado con nadie más.

Me levanté despacio hacia la oficina de Francisco, pero mi jefe estaba con él, así que di la vuelta y me dirigí con Daniel. Él me escuchó con calma, todo lo que le contaba lo asombraba, todavía no podía creer que lo hubieran despedido. Me dejó hablar hasta que ya no supe qué decir, se puso de pie frente a mí y me abrazó suavemente.

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–Tranquila, ya pasó, nunca más volverá a molestarte –dijo. Cerré los ojos, respiré profundamente y descansé. Mi ánimo había estado siempre a la defensiva, pero ahora otro enemigo abandonaba el campo de batalla. Me di cuenta de que en ocasiones el que gana el combate no es el que pega más fuerte, sino el que puede soportar más golpes y quien puede aguantar el dolor.

Permanecí un mes más en Cruz Roja hasta que, por fin, recibí la llamada para informarme que tenía una entrevista con la presidenta estatal del DIF. El programa que habíamos desarrollado había quedado muy bien, por lo que estaba tranquila con la presentación que mi amigo y yo haríamos. Volví a mi clóset para decidir cuál sería mi atuendo y fue entonces cuando me di cuenta de cómo se había movido toda mi ropa hacia un cambio para vestir a la nueva mujer en que me estaba convirtiendo: más tenis, más zapatos de tacón, más ropa deportiva, más ropa ejecutiva. Era una verdadera transformación.

La entrevista fue rápida. En treinta minutos quedé contratada como subdirectora de Atención a Personas con Discapacidad en el DIF Nuevo León. El título apenas era un pequeño esbozo de lo que serían los programas que realizaría mi equipo.

Era el inicio de un camino que no estaba andado, el cual habríamos de crear para el beneficio de muchas personas. Era el momento de poner en práctica lo que había aprendido con Luis aunque, para ser honesta, era tiempo de poner en práctica lo que mi hijo se había empeñado en enseñarme.

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nicié mi nuevo trabajo con una oficina más grande, un jefe que apreciaba mi experiencia en el tema de discapacidad y compañeros

de trabajo diferentes. Al principio, estaba sola en la subdirección. Nuevamente leí manuales y documentos; había que empezar a desarrollar el programa. Pero aquel que presentamos inicialmente se fue transformando con la actividad diaria y las prioridades del gobernador. El objetivo era lograr la integración de las personas con discapacidad al mercado laboral. Existía un programa, pero teníamos que mejorarlo.

Mi primera tarea fue asistir a un seminario en el que se presentaba un equipo para evaluar la capacidad física residual de las personas con discapacidad; era un instrumento extranjero que se utilizaba en todo el mundo. Esto permitía que, a través de esa medición, obtuviéramos un recuento de las tareas y actividades

I

el regalo de luis

“La generosidad humana

es un reflejo del amor de Dios .”

Doménico Cieri Estrada

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que una persona podía ejecutar a pesar de tener una limitación física, intelectual o sensorial. Era un equipo costoso, pero brindaba certeza acerca de lo que podría realizar el futuro empleado con discapacidad.

Como me pidieron que yo decidiera los módulos que debíamos comprar, pregunté más de la cuenta y a todas aquellas personas que tuvieran información valiosa. Con libreta en mano, recurrí a todos quienes que me pudieran asesorar para tomar una buena decisión. Según lo expuesto por los expertos y revisado al lado de mis compañeros de trabajo, compramos diez módulos que nos garantizarían, como programa, una mayor eficiencia y profesionalismo.

Gradualmente, al equipo inicial se sumaron dos jóvenes psicólogas laborales, un médico de medicina del trabajo con una amplia experiencia y una trabajadora social. Desarrollamos un programa en el cual se revisaban cuatro aspectos: situación socioeconómica, para conocer el perfil familiar y social; psicológica, que permitía evaluar la aceptación de su discapacidad y evitar la manipulación; médica, para valorar su discapacidad desde un punto de vista laboral, y resultados del Valpar (el equipo extranjero que se había comprado). Al cabo de tres meses quedó listo.

El gobernador y su esposa lo presentaron en una rueda de prensa a la que invitaron a empresarios y a personas con discapacidad que quisieran acercarse a este programa. La respuesta fue inmediata; rápidamente creció el número de empresas que solicitaban un

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análisis de sus puestos para incluir a personas con discapacidad dentro de su plantilla. Íbamos por buen camino.

Comparada con el resto de los profesionistas que trabajaban con personas con discapacidad, mi ventaja era la de ser la madre de Luis. Él me enseñaba cada día cuáles eran sus necesidades y cómo atenderlas, tanto para beneficio de él como para el de mis hijos y las personas que nos rodeaban.

Él era diferente a las personas con discapacidad que yo conocía, pues tenía una discapacidad intelectual, una física y una sensorial, todo ello recubierto por su personalidad intensa y su particular movimiento vertiginoso, lo que me exigía ser muy puntual en las acciones que pudieran representar un beneficio para su desarrollo. Tenía que ser muy eficiente, dejar “la paja” y concentrarme en la esencia.

Luis me marcaba la pauta, me demandaba buscar lo mejor y crear lo que no existía para ofrecerles a las personas con discapacidad lo que yo quería ofrecerle a mi hijo. Él era mi referencia, mi parámetro, todo lo que yo quisiera para mi hijo debía de ser plasmado como necesidad para otros. Los viajes a Filadelfia, las terapias en Cuernavaca, los seminarios, diplomados y todo lo que busqué como respuestas para darle a mi hijo una mejor calidad de vida, ahora tenían un uso mayor: mejorarían la vida de otras personas.

Una de las principales preocupaciones que tiene la madre de un hijo con discapacidad es su independencia.

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Yo, como cualquier mamá, deseaba que si algún día no estaba en la vida de Luis, él pudiera valerse por sí mismo. Con todas las limitaciones que tenía, sabía que el trabajo no era para él. No podía trabajar de manera independiente. Y, sin embargo, lo que quería con toda mi alma era su autonomía laboral. Con todo el amor que él me había dado, trabajaría para darle lo mejor a aquéllos que sí pudieran alcanzar un empleo y, con ello, su independencia. Mi búsqueda personal era brindarles a estos padres la tranquilidad de que su hijo no los necesitaría. Teníamos que desarrollar el mejor programa; era mi compromiso con mi hijo por su esfuerzo de muchos años, por lo que se había dedicado a formar en mí, por su labor para diseñarme como su madre guerrera.

Presenté la demanda de divorcio al año de estar separada, pero lo firmamos casi ocho meses después. Fue un proceso sencillo ya que las exigencias fueron pocas; lo único que no se podía pasar por alto en el documento era una pensión alimenticia que, dadas las condiciones, estipulaba la cantidad mínima necesaria para poder firmar el documento. Era mucho menos de lo que yo gastaba mensualmente en comida para mi familia, pero sabía que sería muy difícil que me diera más y, por lo menos, con eso podría ayudar.

Mi ahora exmarido hacía sus apariciones los fines de semana, pero no era confiable pues podía llegar pero también podía no aparecer. Sin embargo, mis hijos lo querían y, a pesar de toda mi rabia, respeté ese sentimiento. Intentaba guardar dentro de mí todo el

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enojo que le tenía para no contaminar la imagen que ellos mantenían de él. Seguía insultándome frente a ellos, pero como ya se sentía libre de sus obligaciones, cuando yo le exigía que pagara la comida o medicinas de mis hijos, respondía:–Mañana te doy todo el dinero que quieras, ¡me preocupan mis hijos!

–¡Lo que necesitan es que te ocupes ellos! –contestaba casi a gritos, rebasada por el enojo.

Su frase me sacaba de la poca paz de la que podía echar mano, pues su supuesta preocupación no servía para ir al supermercado y comprar aunque fuera leche y pan. Pero, pese a todas mis exigencias expresadas en todos los tonos posibles, él se daba la media vuelta sin que se le despeinara un solo cabello y se iba con su preocupación y sin ocupación.

Yo me quedaba inmersa en la impotencia de hacerle ver a ese hombre que sus hijos tenían necesidades y que él, como padre, debería cubrirlas. Fue un par de años en que intenté a toda costa hacerlo entender que la preocupación se debería de traducir en dinero. No era posible seguir así; sentía cómo el odio se transformaba en un líquido corrosivo que me carcomía las entrañas y me daba cuenta de cómo sólo me enfermaba a mí. A él, ni lo tocaba.

Siempre había usado el concepto costo-beneficio en las terapias de Luis. Ahora era el momento de volver a utilizarlo para poder sobrevivir al desgaste de la lucha por la pensión alimenticia: cuánto gastaba en

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mi odio y exigencia, y cuánto estaba obteniendo a cambio. Era demasiada la inversión y muy pequeño el beneficio, así que, sin piedad y sin drama, había que tomar una decisión: terminar la lucha por conseguir la poca cantidad de dinero que representaba esa pensión. Renuncié a ella y, en adelante, yo sería la única responsable del bienestar de mis hijos. Decidí no necesitarlo más.

Prácticamente, ahí inició mi trabajo de mamá-papá. Todas las decisiones y acciones para darles calidad de vida a mis hijos eran mías; la poca participación de su padre no me daba otra opción, así que ése sería mi reto más grande. Mi inconsciencia tomó iniciativa y me lancé sin pensar. La tarea era enorme, mi capacidad apenas empezaba a desarrollarse, mis hijos eran muy pequeños y el camino muy largo, pero la decisión ya estaba tomada. Asumí el compromiso y estaba dispuesta a pagar el precio.

Empezamos con un nuevo diseño de familia. Nuestro centro era Luis, quien nos seguía marcando el ritmo y las prioridades. Una de nuestras primeras salidas, ya integrados a nuestro nuevo estilo, fue a una comida campestre en donde estarían mis amigas con sus familias. En el trayecto, que duró cerca de 40 minutos, diseñamos el plan de ataque y contención de nuestro gran escapista. Cada uno de nosotros –Paty, Marcelo, Daniel con sus escasos cinco años, y yo– cuidaríamos por treinta minutos de él para que todos pudiéramos disfrutar de la compañía de nuestros amigos. Yo tomaría el primer turno. El día era estupendo, soleado y fresco. Después de mis treinta minutos, llegó Paty para hacerse cargo de su hermano y Marcelo fue el

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siguiente. Yo hacía apariciones estratégicas durante sus “turnos”, pues no podía alejarme de ellos ni en tiempo ni en espacio. Pero el momento que se llevó la tarde fue cuando vimos a Daniel, quien tomaba de la mano a su hermano –un metro más alto que él y siete años mayor– para llevarlo a un columpio, ayudarlo a subir y luego empujar con toda la fuerza que sus pequeños bracitos le permitían, y escuchar las sonoras carcajadas que demostraban cómo Luis disfrutaba del vuelo. Era como ver a un pequeñín con un gigantón.

Nos convertimos en una célula, en un equipo autosustentable. Cada uno sabía que tenía tareas y responsabilidades que era necesario cumplir para salir adelante, incluso por encima de nuestras propias expectativas. Las cosas se tenían que hacer no sólo para sobrevivir sino para llegar a nuestra principal meta: ser felices. Era lo que nos había tocado vivir, eran las cartas que nos había dado la vida, así que había que sacar el mayor provecho de ellas y comprometerse más allá de lo que era “normal” esforzarse. Así era mi familia.

En esa época, mi hermano tenía una cabaña en un bosque a hora y media de mi casa. Invité a mis compañeras de trabajo del DIF, dos jóvenes psicólogas especialistas en el tema de discapacidad. Mis hijos sabían funcionar muy bien, aun sin que yo estuviera presente. Ese día salí a correr, como era mi costumbre, pues tenía que extender un poco las alas y el aire era fresco, la mañana nuevecita y un par de psicólogas estaban en casa, así que no debía haber mayor problema si me ausentaba por un rato.

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Mis hijos conocían perfectamente las estrategias de huida de su hermano. Sin embargo, en su continuo movimiento vertiginoso, Luis era un ave, como su madre, pero un ave sin ruta fija que buscaba moverse con el viento, sin tiempo ni distancia, listo para volar hacia la libertad. Nosotros conocíamos esa manía suya de escapar, ya que la habíamos sufrido un gran número de veces, por lo que ahora que ya había aprendido a abrir las puertas usábamos como nuevo medio de contención sus zapatos: no le enseñamos a calzarse. Pero Luis sabía medir a sus carceleras, así que le pidió a una de ellas que se los pusiera. Ingenua, Adriana lo hizo y, en ese preciso instante, Luis salió en pijamas y a toda velocidad de la cabaña.

Corría y corría por el campo, mientras Adriana –quien se había quedado a cargo de su seguridad– lo perseguía y llamaba a voces con verdadera angustia, pero él hacía caso omiso a sus súplicas. La escapada de Luis dejó en ella un par de heridas de guerra producto del prófugo, y ese acontecimiento tuvo un peso importante en su vida.

–Si Luis hubiera podido hablar, me hubiera dicho “¡Adelante, vamos, diviértete!” –me comentó Adriana un tiempo después–. Con él descubrí que hay que “aprender” a desprenderse del miedo para poder vivir el momento. La verdad yo iba preocupada porque él no quería regresar y me sentía muy responsable de su seguridad, pero en un momento nos conectamos. Entonces pude entrar un poco en su mundo, le dije que lo llevaría a un columpio, lo cargué de “camachito” y así fue como regresamos. Él quería seguir con la diversión

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y yo empecé a divertirme con él y ¡claro que lo llevé al columpio! Misión cumplida: ningún miedo nos detuvo. El maestro había aparecido de nuevo.

El trabajo seguía creciendo y nuestra fama aumentando. Adriana se fue del DIF en busca de una mejor oportunidad y su lugar lo tomó América, una de las mejores terapeutas ocupacionales del país, madre de tres hijos de la misma edad de los míos. En algunos aspectos éramos diametralmente opuestas, pero coincidíamos en los asuntos básicos y sumó talento a la subdirección. Nos convertimos en uno de los mejores programas de Integración Laboral de Personas con Discapacidad del país, y éramos referencia para muchos otros estados. Yo le decía a América que éramos el mejor.

–No exageres, somos el único así –contestaba ella, siempre pragmática y objetiva.

En esa especie de manía por buscar la excelencia y darlo todo, hasta lo que no se sabe que se tiene, decidimos buscar una certificación para programas de servicio. Después de varios meses de intenso trabajo de documentación y análisis de procesos, logramos hacer nuestra labor con metodología, eficiencia y, sobre todo, en forma medible. El día que nos entregaron la certificación y vestidos todos en el equipo con nuestras mejores galas, América golpeó ligeramente su codo contra el mío.

–Ahora sí, somos el mejor –me dijo en un susurro.

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Me invitaban continuamente a seminarios y congresos como conferencista. La vida había dado giros, subidas y bajadas. Unos años antes yo había asistido a distintos cursos en búsqueda de respuestas; ahora era yo quien contestaba las preguntas. El “entrenamiento” al que me sometí años atrás, daba sus frutos. Mi postura era clara: buscar mejorar la calidad de vida de las personas con discapacidad, pero debería de ser tangible y medible.

En uno de estos congresos al que asistí como conferencista invitada, expuse nuestro programa, el que –con mi particular forma de pensar– estaba diseñado para quienes estuvieran dispuestos a comprometerse y dejaba fuera a los que no pretendieran esforzarse.

–Yo pensé que la licenciada Zambrano era fría y dura, pero después de escuchar su exposición, sé que es la forma en la que debemos de actuar –opinó un representante de la Secretaría del Trabajo de Mexicali durante la sesión de preguntas–. En muchos casos, nuestra sobreprotección hacia las personas con discapacidad se vuelve en su contra y acaba por discriminarlos.

Aparte del trabajo, seguía compitiendo, ahora también en triatlón. No tenía bicicleta ni una alberca dónde entrenar, pero las ganas de hacerlo eran mayores que los pretextos para desistir. La fortaleza de mi cuerpo se filtraba a mi espíritu. Me volví incansable. El ritmo que le imponía al trabajo era como el de mis carreras; la adrenalina era adictiva y la buscaba por las mañanas y durante el día. Había que buscar más, dar más.

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En esta forma de buscar, cuando parecía que no había más respuestas, Luis Manuel, mi incansable y aguerrido abogado, me propuso visitar a todos los magistrados que resolverían sobre la permanencia en mi casa. Hicimos citas, nos hacían esperar horas, nos cancelaban, las programábamos nuevamente, no había forma de rendirnos porque mi hogar estaba de por medio.

Nuestra propuesta era sencilla: Luis Manuel haría una exposición teórica y legislativa de los hechos y yo expondría la parte humana, hablaría de la situación en la que nos encontrábamos mis hijos y yo. Nuestra estrategia estaba funcionando, quedaban sensibilizados y convencidos de lo expuesto. Sin embargo, el último magistrado era un hombre de carácter recio, casi infranqueable, no sabíamos a ciencia cierta qué tan “receptivo” podría ser. Luis Manuel me había dicho su nombre, pero yo no lo conocía. Entramos a su despacho de colores sobrios, una asistente nos pasó a una pequeña sala de juntas, y ahí estábamos, revisando nuevamente los argumentos. Al entrar a la habitación lo reconocí de inmediato, era el padre de unos de los compañeros de clases de Luis. Su semblante cambió de hombre serio a padre amable, conversamos un poco de su hijo y el mío y al final preguntó:

—¿Qué los trae por aquí? Luis Manuel le explicó los detalles técnicos y yo sólo me limité a decirle que me había quedado con la responsabilidad de hacerle frente a las deudas de mi exmarido, que mi casa se había rematado, pero que durante el proceso uno de los acreedores había cometido múltiples irregularidades.

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Nos prometió revisar detenidamente el caso, y dijo que, si estaba dentro de sus posibilidades, contaríamos con su apoyo.

—¿ Y ahora qué hacemos?, fue mi primera pregunta. Luis Manuel me tomó de los hombros, me miró con toda la ternura que en su papel de hombre recio podía tener y me dijo con una voz muy dulce: Esperar

Quería preguntarle todo, cuánto tendría que esperar, a quién, pero no había nada más que decir... sólo había que esperar.

Y así, esperamos hasta que llegó el día que tanto temía. Luis Manuel me llamó muy temprano a la oficina para decirme que pasaría por mí cerca del mediodía para ver el resultado final del amparo que habíamos promovido. Durante todo el camino, contaba los últimos acontecimientos de su despacho, de sus hijas y de algunas otras cosas, pero yo no escuchaba, solo asentía, sabía que estaba intentando que me relajara.

El movimiento a esa hora en los tribunales era impresionante. Tuvimos que esperar hasta el tercer elevador, para llegar al cuarto piso en donde se encontraban las listas con los resultados de los amparos. Un poco entre empujones quedamos frente a las sentencias, el corazón latía a ritmo vertiginoso, respiraba profundo, pero ni así bajaba la velocidad de la sangre. Recorríamos con el dedo el cristal que cubría las listas y por fin encontramos mi nombre seguido de la leyenda “Confirma y ampara”. ¡Ganamos el juicio! ¡La casa familiar había sido rescatada!

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El tiempo siguió corriendo y descubrí que la vanidad se convirtió en una virtud. Igual que correr, verme atractiva fue básico no sólo para seguir adelante, sino para buscar algo mejor. Había días en los que las cosas no salían bien y el dinero apenas alcanzaba o hasta faltaba; entonces salía a correr lo más rápido que podía, para evitar que la depresión me alcanzara. Si aun así llegaba a tocarme y querer abrazarse a mí… se lo permitía. Me dejaba llevar por la tristeza de estar sola, de tener miedo, de no saber qué hacer, de sentirme perdida. Dejaba que las lágrimas corrieran sin freno, en un rincón, con mi almohada o en la regadera. Dejaba que lavaran el dolor y la angustia hasta que el cansancio me vencía y caía rendida. Pero sólo me permitía llorar dos días pues no podía darme el lujo de deprimirme. Eso no era para personas con la responsabilidad de cuidar a cuatro pequeños y con la manía de ser feliz arraigada en la piel.

Me arreglaba lo mejor posible, me ponía mi mejor falda, peinaba perfectamente mi cabello y me aplicaba el maquillaje de modo impecable. Sonreía. Ésa era la persona que quería seguir siendo, el espejo no mentía: yo era esa mujer. Pondría todo mi empeño por conservarla y no volver a perderla nunca más.

El aprendizaje estaba sembrado en mí; mis compañeros de trabajo y todas las personas con discapacidad que conocí pulieron mi personalidad y me brindaron la oportunidad de compartir lo que me dio mi hijo. Él era mi maestro y yo me esforcé por ser su mejor aprendiz.

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En los años que estuve al frente de la subdirección creamos un gran número de programas: empezamos con el empleo, seguimos con un manual de accesibilidad con certificaciones internacionales, cursos de sensibilización para empresas privadas y públicas y, por cuatro años consecutivos, entregamos “El reconocimiento al mérito de las personas con discapacidad”. Nuestro programa llegó a tener tal fama que se lo presentamos al presidente de México.

Si bien en lo laboral todo iba viento en popa, en lo personal hubo un cambio significativo para la vida de mis hijos. De pronto, un día, su padre dejó de aparecer. Mi relación con su familia se había terminado, por lo que preguntar por él a sus hermanos o padres no estaba dentro de las opciones. Pregunté a algunos amigos, pero nadie podía darme información fidedigna sobre su paradero. Los días pasaban sin tener noticias de él, ni buenas, ni malas, ni siquiera regulares, por lo que supuse que simplemente había desistido de la tarea de ser padre. Ya antes había abandonado la responsabilidad, ahora hacía lo mismo con el título.

Un amigo mutuo confirmó mi teoría. Se había ido del país. Se fue, sin despedirse, sin avisar, sin dejar nada atrás, con muy poco en su maleta. Al principio, para mis hijos fue fácil pues parecía otra más de sus habituales desapariciones, pero con el tiempo y con una ausencia de meses, las preguntas empezaron a llegar. No tenía la respuesta apropiada para decirles que simplemente se había dado por vencido. Inventé una historia: que tenía que buscar otro trabajo, una mejor oportunidad, que era por su bien y el de ellos.

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El caso es que ya no era sólo era mama-papá por responsabilidades adquiridas, sino ahora también por su ausencia.

Me dolía nuevamente el alma. Sólo que esta vez no era un dolor mío sino un dolor en solidaridad, el dolor provocado al desprenderse de mis hijos como si fueran una camisa, una prenda sin importancia, algo que se deja sin culpa ni remordimiento. Mi compromiso hacia ellos se volvió exponencial: no sólo tendría que ser responsable de ellos, sino que mi amor debía de ser tan grande que pudiera compensar la falta de un padre.

Desde que nos quedamos definitivamente solos, nos hicimos más unidos: si antes creí ser una madre marsupial, ahora éramos una familia marsupial. Eran y serían por siempre mis hijos; yo estaría ahí, sin alas, con pies como raíces, sembradas hasta lo profundo de sus sueños, de sus deseos. Evitaría a toda costa que sufrieran el miedo o que la ausencia les dejara huellas imborrables. Yo tendría que enseñarles no sólo lo que sabía, sino que tendría que buscar lo desconocido y lo necesario para sanar las carencias, para que aquella falta se compensara con amor y felicidad.

Éramos familia, éramos comunidad. El tiempo transcurrió y pasaron los años de la ausencia. Yo corría con todas las responsabilidades y deberes, pero tenía que legalizar la situación dado que no podía decidir acerca de algunas actividades de mis hijos sin la autorización del padre. Tenía que tomar medidas radicales, así que peleé formalmente la pensión alimenticia para, después, buscar la patria potestad, ser

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así la tutora legal de mis hijos y poder tomar cualquier decisión, por derecho adquirido.

Me tomó algunos meses recabar la papelería y evidencias para que quedara demostrado que yo era quien proveía el bienestar a mis hijos. Gané el juicio; parte de la estrategia fue no pretender “cobrarle” a su padre. Con la sentencia en mano, me presenté nuevamente ante el juzgado de lo familiar, esta vez para presentar el juicio de demanda de patria potestad. Ante las contundentes pruebas, el veredicto tomó sólo un par de meses pero, como parte del proceso final, mis hijos tendrían que acudir ante el juez, quien les preguntaría directamente sobre el tema. Su padre no se presentó, ni siquiera fue algún representante o alguien de su familia, ni siquiera un abogado. Nadie.

Ese día estábamos sentados en la sala de espera, sin hablar. Marcelo pasaba su brazo por encima de mi hombro y Daniel se abrazaba a mi cintura; estábamos listos para la última entrevista. Cuando nos llamaron, pasamos directo a la oficina de la jueza, una mujer madura con semblante serio. Cada uno ocupó una silla. Preguntaron nuestros nombres y algunos datos generales que eran anotados por un asistente. La jueza le preguntó directamente a Marcelo si había visto a su papá y si se había hecho responsable de ellos. Él contestó pausadamente, con honestidad y sin prejuicios. Daniel sólo asentía con la cabeza. Esa reunión nos tomó casi una hora. Casi al finalizar, la jueza les hizo una pregunta más personal, con la intención de entender los sentimientos de mis hijos.

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–¿Qué piensas de tu papá? –cuestionó.

Marcelo se quedó en silencio por unos momentos, cerró los ojos y respiró profundamente.

–Yo creo que él no debió de ser papá –contestó–. Un padre debe de cuidar a sus hijos, no olvidarse de ellos, como lo hizo con nosotros. Mis hermanos Luis y Paty lo necesitaban mucho y ni siquiera a ellos quiso cuidar.

La expresión de la mujer cambió. En su mirada se reflejó la ternura de madre, tomó la mano de Marcelo y tras un gesto amable de despedida, salimos de la oficina. Esperamos como media hora, sólo faltaba llenar algunos papeles. En seguida, nos alcanzó nuestro abogado con la sentencia dictada: había obtenido la patria potestad de mis hijos.

Al retirarnos del juzgado, Daniel me tiró un poco de la manga de la blusa. Lo volteé a ver y observé su mirada era cristalina, a un instante de humedecerse.

–Mami, ni siquiera vino a ver cómo estábamos, no le importamos, se olvidó de nosotros –me dijo con una voz que apenas se escuchaba.

Se me agitó el corazón, me agaché a su altura, lo vi de frente a los ojos, lo tomé entre mis brazos, acerqué su cuerpecito a mi pecho y cuando recargó su cabeza en mi hombro, sentí cómo se estremecía. Lo quería envolver con mi cuerpo, resguardarlo, llevarlo nuevamente a mi vientre para que nada lo lastimara.

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No podía absorber su dolor, él tendría que vivirlo. Lo que sí podía hacer era acompañarlo, tomarlo de la mano y ayudarlo a pasar a través de él. Podía estar ahí quieta, firme, cálida, ser su eterno nido, su lugar seguro en donde podría dejar todos sus miedos. Podía ser su fuerza, su lugar de cobijo, su sombra donde resguardarse, su paz, su lucha, su amor. Alguna vez pensé que la palabra siempre, era demasiado larga, pero ahora era todo. Estaría para ellos hasta que en mi cuerpo hubiera vida y si existiera una dimensión más allá de la vida, estaría ahí para ellos. Mi compromiso era, más que nunca, parte de mi piel.

Todas las decisiones dependían ya de mí, y con mi inconsciencia y el valor que crecía fuerte, quise “recorrer el mundo” con mis hijos. Con carro prestado o propio, en avión, en tren, en autobús o en ferry, nos aventuramos por distintos lugares; la distancia no era importante. Juntos conocimos bosques, reservas ecológicas, montañas, playas, sitios desconocidos, ciudades grandes y pequeñas. Dormimos en hoteles o en carpas, lo que estuviera al alcance de nuestro presupuesto. Con una canasta llena de sándwiches, un poco de dinero, un mapa –y en ocasiones, los pasaportes–, nos movíamos según lo requiriera nuestra travesía.

No había nada que nos detuviera, mi madre me daba todas las bendiciones que conocía, nos encomendaba a todos los santos y se quedaba en casa, con rosario en mano y cerca del teléfono esperando noticias nuestras. Marcelo era el navegante. Analizaba con Daniel el plano y me indicaban la ruta que, en la

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mayoría de las ocasiones, encontrábamos a fuerza de prueba y error. Paty atendía a Luis, le cantaba y jugaba con él. No me preocupaba el dinero, ni las fallas mecánicas ni los posibles contratiempos; sabía salir de ellos con la ayuda de mis pequeños. Tenía la plena confianza de que podía resolver casi todo aunque lo único que me preocupaba era que me pasara algo a mí; en ese caso, quien tenía la responsabilidad de tomar las decisiones era Marcelo. Le había anotado en una pequeña libreta todos los números telefónicos para casos de emergencia. Ahí mismo contaba con una cantidad de dinero extra para “solucionar” los imponderables, como que yo fuera devorada por algún animal salvaje o me diera un infarto. Por lo demás, no había de qué preocuparse. Empezamos a viajar sin miedo. Mi niño de ojos de color azul de cielo y cabellos rubios se convirtió en mi brazo derecho. La ternura con la que le hablaba a su hermano mayor lo hacía parecer el primogénito.

En algunas ocasiones en que me quedaba trabajando en casa horas extras, Marcelo se levantaba, me llevaba un vaso de leche con galletas y se quedaba ahí, a mi lado, esperando a que terminara mi tarea. Otras veces, cuando me veía muy cansada, me abrazaba fuerte. Cuando yo no estaba, era él quien tomaba las decisiones y cuidaba de sus hermanos. Creció muy rápido para convertirse en un niño maduro y reflexivo, en un adulto chiquito.

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l ejercicio era como cepillarse los dientes. Podía pasárseme una vez, pero no podía dejar de hacerlo; no me moriría, pero

definitivamente no me sentiría cómoda. Las competencias se incrementaron, corría todo: 10 y 21 k, ultradistancias de 50, 70 y 80 k, carreras a campo traviesa, duatlón, triatlón y bicicleta de montaña. Por esa época iniciaron en mi ciudad las competencias de aventura, las que duraban cuatro días y debían estar integradas por tres personas, una de las cuales tenía que ser mujer. Así que el entrenamiento se hizo más intenso para “sobrevivirlas” sin sufrir demasiado.

Una de éstas se realizó en pleno julio, mes en el que predominan las temperaturas altas. La ruta era por las partes más desérticas y calientes de Nuevo León, entre Mina, García e Icamole. Para esta competencia mis nuevos compañeros eran muy hábiles: uno, muy bueno en la bicicleta y el otro, para correr. Cuando

E

en la montaña rusa

“Quien tiene un porqué para vivir

encontrará casi siempre un cómo .”

Friedrich Nietzsche

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acepté formar parte del equipo les pedí que nos reuniéramos para definir las metas. Yo sabía que si no respetaban mi ritmo, correría el riesgo de agotarme al grado de no poder seguir, pues la diferencia entre mi condición física y la suya era muy grande.

Siendo tan competitivos y con la presencia de más de 30 equipos –entre locales, nacionales e internacionales– la competencia sería sumamente demandante. Yo me comprometí con ellos a dos cosas: la primera fue que, a pesar del dolor y la fatiga extrema, mi esfuerzo sería continuo e intenso y, la segunda, que si respetaban mi ritmo yo llegaría con ellos a cruzar la meta; sabía que no me rendiría, que pasara lo que pasara llegaría hasta el final. Pero también les aclaré que si pretendían lograr uno de los primeros lugares, yo no era la persona indicada en su equipo: era fuerte, pero conocía mis límites y, sobre todo, mi capacidad.

Para estas carreras me preparaba con todo lo reglamentario y ponía en mi mochila la carga de un solo día, nada más lo suficiente. Pero, como en la vida, puede haber situaciones imponderables que cambian todo el panorama y hay que hacerles frente con ingenio, fuerza y, desde luego, actitud. Al iniciar cada competencia tenía la plena conciencia de que el dolor, la fatiga y el desánimo se harían presentes; lo que no conocía era la magnitud y la forma en que se presentarían.

Con el tiempo y los entrenamientos, aprendí a conocer el dolor y lo retaba, lo veía directamente a la cara. Tenía

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la plena conciencia de que no me vencería, que estaba preparada para enfrentarlo. Podía caminar a través de él, utilizarlo para crecer y, al final, dejarlo ir. No era adicta al dolor, sólo tenía claro que era necesario para crecer pues sabía que al final de ese dolor estaba el éxito. Poco a poco, día tras día, se reforzó en mí un alma guerrera, un espíritu libre y dueño de su propio destino.

Trasladé la manía de llevar mi cuerpo al límite a mi vida diaria: cuando pensaba que estaba en mi zona de confort y no requería de mayor esfuerzo, buscaba un cambio.

Y el cambio se dio, pero no era precisamente el que yo estaba esperando. Después de ocho años de trabajo exitoso y productivo en el DIF, me despidieron. No había una razón; simplemente era parte de un proceso que se da de manera natural cuando un gobierno distinto asume el poder. No era algo personal, ni tenía que ver con mi capacidad o profesionalismo, simplemente me despidieron en víspera de Navidad y con dos meses de salario como indemnización.

Lloré, me enojé, reclamé, pero de nada sirvió. Comparada con mis competencias, éste sí era un reto serio. El miedo quiso apoderarse de mí, tenía una familia y responsabilidades económicas. Pero no tenía mucho tiempo para las lágrimas, sólo contaba con algunas semanas para conseguir un nuevo empleo o, de lo contrario, enfrentaríamos serios problemas.

No sabía por dónde empezar. Si comparaba las hojas de

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vida de otros compañeros, la mía no era la más exitosa, así que hice lo que mejor sabía hacer: ocuparme. Todos los días me levantaba temprano, llevaba a mis hijos a la escuela y luego, con mi atuendo de corredora, llegaba a mi pista habitual y corría nuevamente como caballo desenfrenado. Tenía que alejarme de la preocupación, le daba velocidad a mi movimiento para disminuir mis pensamientos; no podía permitirles que crecieran para convertirse en miedo y angustia. Al llegar a casa me vestía como si fuera a trabajar; no podía darme el lujo de verme desaliñada, mi autoestima no debería de verse dañada en lo más mínimo. El ejercicio y la vanidad se convirtieron en los mejores antidepresivos, económicos y con efectos secundarios inmejorables; eran los elementos básicos en el día, no sólo para sobrevivir, sino para vivir.

Cuando empecé a buscar trabajo formalmente lo primero que hice fue una lista de todas aquellas personas –familiares, amigos, amigos de mis amigos o apenas conocidos– que tuvieran “algo” en lo que yo pudiera trabajar. Hacía llamadas, citas, entrevistas, y enviaba mi hoja de vida a todas las personas o instituciones que conociera. No era fácil, ya que diciembre y enero son meses en los que las contrataciones son escasas o nulas. La mayoría de las citas que conseguí me las dieron para después del 6 de enero.

Una tarde en que había tenido un par de entrevistas que no tuvieron mucho éxito, llegué a casa y Luis estaba enojado; tenía que tomar un baño y no le hacía caso a la muchacha que ayudaba en casa. Le pedí a ella que

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saliera, yo me encargaría de él. Estaba verdaderamente molesto; yo no tenía la menor idea de si le dolía algo –pues, además, jamás se ha quejado de dolor alguno– o simplemente era otra embestida de su temperamento. Le ordené con firmeza que fuera a la regadera, pero él tomó su zapato y me lo lanzó. Eso sí me hizo enojar, así que lo reprendí enérgicamente; entonces su rabia le dio paso a un llanto desconsolado, abierto, estruendoso.

Estaba sentado en el suelo, me senté a su lado y lo abracé para intentar consolarlo, pero su tristeza se topó con la mía y yo también comencé a llorar. Daniel nos escuchó, se acercó y me abrazó, llorando también. Cuando pude dimensionar la escena, me di cuenta de que también se habían unido Paty y Marcelo: era un llanto a cinco voces. Era un lamento fatigado, sin intención en particular, pero con la angustia y preocupación de cada uno de nosotros vaciada en lágrimas. Les permitimos correr, desbordarse, salir, habían estado guardadas o quizás cada uno de nosotros las vaciábamos en soledad, sin que el otro se diera cuenta para no compartir el miedo. Lloramos por un rato y al final nos prometimos que si alguno quería llorar lo haría con el apoyo de alguien más. Siempre era mejor compartir la tristeza que vivirla en soledad.

Cansados, nos quedamos un rato acostados en el suelo, abrazados, unos encima de otros, como si fuéramos un especie de muégano humano. Reiteré mi compromiso de estar con ellos por siempre, con todo lo que “siempre” y “compromiso” implicaran. Prometí que, a pesar de la tristeza, del miedo o de la angustia, nunca dejaría de luchar con garras, con dientes y con

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inteligencia pero, sobre todo, por amor. Les dije que esa lucha sería divertida y que reiríamos mucho aunque las circunstancias fueran difíciles. Ese llanto conjunto era sólo por un momento. La preocupación existía, pero la esperanza y el valor siempre serían mayores. Acordé que si a ellos, un día o muchos, los atrapaba la angustia, yo estaría ahí, muy cerca, al alcance de sus miedos para sostenerlos y buscar juntos cómo volar muy alto, y que mis brazos y mi corazón siempre serían su hogar.

Después de una gran cantidad de entrevistas, para finales de febrero ya tenía cuatro trabajos parciales. Me habían contratado en una compañía de servicios por medio tiempo, con un sueldo base más comisiones; en el segundo, daba asesorías a una empresa en el tema de discapacidad; el tercero era como vendedora de bienes raíces y, por las noches, me convertí en maestra de spinning.

Con esos cuatro empleos obtenía el salario que antes recibía en DIF. Tenía una oficina donde desarrollaba mi estrategia de trabajo del día. Mi cuerpo era fuerte, estaba bien entrenado, tenía la capacidad y la energía para enfrentar jornadas intensas. Las carreras de aventura no sólo formaron y le dieron fuerza a mis músculos, sino que me ayudaron a desarrollar mi estilo de trabajar. Mi vida era como una especie de montaña rusa, con giros y curvas a alta velocidad pero, eso sí, nunca aburrida.

Empecé no sólo a mover los límites de mi capacidad física sino los de mi estilo de vida; quería más, empecé

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a sentir que corría una carrera contra el tiempo. Había salido muy tarde a buscar mi propio destino, mis pasiones y mis logros, así que ahora tenía que imponerle velocidad a cada acción, aprovechar al máximo el día, vivir plenamente cada instante.

Con cuatro trabajos –pero ninguno suficientemente bueno como para considerarlo único– decidí retar mi capacidad económica y me enfrasqué en mi primera gran aventura internacional con mis hijos: salir de viaje a Disney, en Orlando. Empecé a ahorrar uno de mis cuatro salarios. Una tarde de abril de ese año, mis hijos y yo hicimos una reunión especial en la cual les expuse el proyecto, definimos la meta y decidimos cómo trabajaríamos todos para lograrla.

El viaje no era sólo mi responsabilidad, era trabajo en equipo. Yo pagaría el hotel, el avión y las comidas, pero lo extra era responsabilidad de cada uno. Paty, Marcelo y Daniel –éste último, de apenas 11 años– buscaron trabajos temporales con familiares y amigos, quienes respondieron solidariamente. Pidieron adelantos de sus regalos de Navidad y cumpleaños, y cada uno reunió lo suficiente como para comprar todo aquello que estuviera fuera de presupuesto. Para junio de ese año, con el dominio del idioma inglés de Marcelo y Daniel, y los descuentos en hotel y avión que conseguí a través de la prima de una amiga, obtuvimos uno de nuestros más grandes logros. Nuestras ganas de ser felices siempre fueron superiores a cualquier preocupación.

Para entonces, el movimiento vertiginoso y extremo

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de Luis había cesado, como si fuera un cambio del día a la noche, de viento huracanado a marea en calma. Se convirtió en un ser de paz. Para hacer cualquier movimiento, me pedía autorización, me tomaba de la mano y se quedaba quieto a mi lado. Empezamos un nuevo diseño de familia, despacio, moviéndonos nuevamente a su ritmo; había que esperarlo porque ahora andaba lento, me miraba y aguardaba todo el tiempo mi consentimiento. Bajamos el ritmo, disfrutábamos más, sin prisa.

Al llegar la calma me di cuenta de cuánto me había enseñado y de la forma en la que definió mi personalidad por el valor y la fuerza que Luis me da cada día, lo que formó mi carácter. Él es mi maestro, de quien aprendo día a día.

En esta aventura con Mickey, Luis nos abrió las puertas de la ciudad. Por su discapacidad motora, él y nosotros éramos personas con trato preferencial. En pleno verano, las filas no existieron para nosotros, siempre hubo un acceso exclusivo en donde no teníamos que esperar las habituales dos horas para subir a los juegos mecánicos o para ingresar a los espectáculos. Ser la familia de Luis era un privilegio y podíamos sentir las miradas de respeto de quienes nos rodeaban.

En octubre de ese año recibí la llamada del alcalde electo de Monterrey, con quien años antes –cuando había sido senador de la República– elaboré una ley para atención a las personas con discapacidad. Él conocía mi compromiso en este tema y me ofreció la Dirección de Atención a Personas con Discapacidad y Adultos

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Mayores. El trabajo era glamuroso: fueron tres años de dar discursos, participar en presídiums, dictar conferencias internacionales y ofrecer entrevistas para radio, televisión y prensa: me volví una figura pública. Aunque sabía claramente que eso sería temporal, tenía que trabajar al límite y disfrutar al máximo. Logramos mucho, destacamos por encima de los programas estatales o federales; fue una etapa para concretar lo aprendido. Como contaba con el apoyo de muchas áreas, pude incluso superar mis propias expectativas.

Por esos años me consolidé como asesora privada en temas de diversidad. Trabajaba los fines de semana o después de horas laborales para varias compañías nacionales que pertenecían a empresas internacionales.

Fue una época maravillosa, de múltiples logros profesionales y personales, de nuevas amistades y también de nuevos retos a los que ahora sumaba a mis hijos. Marcelo y Daniel se convirtieron en mis compañeros de aventura y de ejercicio. Ya eran nadadores, pero decidieron –con un poco de mi capacidad de persuasión–correr conmigo distancias cortas que nos permitieran disfrutar de mi pasión, ahora hecha suya, de llevar el corazón al límite. Además de sumarlos a mis rutas campestres, iniciamos las excursiones en familia por las distintas montañas. Mis hijos se convirtieron en coguías; entre ellos y yo llevamos a un buen número de amigos a conquistar sus primeras cumbres. No había nada que nos detuviera: nuestras metas eran

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simples y las hacíamos realidad con esfuerzo físico y muchas madrugadas. Las cimas de las montañas nos brindaban una sensación de paz y solidaridad que se nos pegaba a la piel por algunos días; era la sensación de haber conquistado nuestros sueños. Esa manía inconsciente, que en realidad era una forma particular de ser, nos condujo a nuestro siguiente objetivo: sumar a Luis como nuestro compañero de excursiones. La tarea no era fácil. Ya había cesado su movimiento huracanado, pero ahora era la viva imagen de mis sugerencias o instrucciones y no daba un paso ni hacía un movimiento sin mi autorización. No es que yo lo tuviera que supervisar todo, pero él me regaló, íntegra, su nueva forma de ser, para que yo se la administrara. Su limitación motora y su falta de capacidad para comprender claramente temas de mayor complejidad eran importantes, por lo que preguntarle si quería hacer un rapel de 70 metros no era opción. Decidí por él.

Con la ayuda de un muy buen amigo —guía experto en el arte del uso de cuerdas, descensos y escalada, así como en sistemas de seguridad— desarrollamos por un par de semanas la logística de la aventura: revisamos los riesgos a los que expondríamos a Luis y al resto del grupo, definimos el equipo necesario para la travesía y el apoyo que nuestro nuevo aventurero requeriría tanto para el descenso como para la tirolesa, así como la ruta de más de dos kilómetros por un cañón cubierto completamente de piedra.

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Decidimos la fecha y ajustamos todo para estar listos ese día. Era noviembre, hacía frío y una llovizna ligera completaba nuestro escenario… pero no había marcha atrás. Cargamos con ropa extra para evitar que Luis pasara frío. El equipo estaba conformado por Valde, mi amigo; Jon, un vasco especialista en el trabajo con personas con discapacidad intelectual que se encontraba de visita por la ciudad, Marcelo, Daniel y yo.

Primero, bajaron mis hijos para darnos “seguro”. Después descendimos Luis y yo juntos. Yo avanzaba hacia el fondo y cuidaba que su cuerda no se enredara o se detuviera durante el recorrido, mientras Valde controlaba totalmente la cuerda de Luis y lo bajaba según mi descenso.

El primer paso hacia atrás en un rapel siempre me ha dado miedo. Dar ese salto junto con mi hijo aceleró mucho más mi corazón. Me asaltaron las dudas sobre si debí haberlo llevado o para qué exponerlo. La angustia recorría mi espalda, me tiraba de la piel, pero... ya era muy tarde. Estábamos suspendidos por una cuerda a 70 metros de altura. Mi preocupación comenzó a disminuir al observar la cara tranquila de Luis y cuando vi que se dibujaba en su rostro de ojos de media luna una amplia sonrisa. ¡Estaba feliz!, ¡lo disfrutaba tanto como yo! Se estaba cumpliendo la misión, era uno más del grupo catalogado como “extremo”.

Comprobé con esto que, definitivamente, él era parte de mí y su pasión por la aventura era su sello familiar. Así, todos los que trabajamos para que lo disfrutara

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obtuvimos lecciones de vida, de amor y de compromiso, lecciones que siempre me ha dado el mayor de mis hijos. Ése fue el primero de muchos retos que nos propusimos como familia y a los cuales se sumaron muchos amigos. Aunque el logro puede parecer sólo de Luis, la realidad es que en estas aventuras la entrega y el esfuerzo de todos los que participamos son una constante. Mucho más allá de la fuerza física, mucho más allá, está la fuerza del corazón.

Pasó el tiempo e intuía que, al terminar la administración municipal, yo tendría que dejar mi trabajo. Había que estar consciente de las posibles circunstancias, así que era el momento de empezar a trazar mi plan de salida.

Empecé a buscar otro empleo durante los últimos tres meses de esa presidencia municipal, aunque algunos amigos me habían asegurado que permanecería en mi puesto. No lo creía del todo y como tiempo atrás ya había establecido un proceso de búsqueda de trabajo, ya no tenía miedo cuando me quedé –otra vez– sin una fuente de ingreso.

En un proceso quizá algo forzado pero constante, la vida me fue preparando para aceptar los cambios, para subirse a ellos y buscar la mejor dirección: una que me lleve a crecer más.

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e dedicado mucho de mi tiempo y de estos últimos años a trabajar, sin por ello dejar de disfrutar de la vida, de mis hijos, de la familia

y de los amigos, llevando mi esfuerzo a lo que parecería el máximo y, aun así, siempre le he pedido más a mi cuerpo y a mis sentimientos.

En esa carrera que tengo con la vida, me he dado cuenta de que lo que alguna vez imaginé que sería “para siempre”, nunca estaba realmente asegurado. De hecho, algunos de mis “siempres” caducaron antes de lo que había imaginado.

Sé con certeza que sólo cuento con “hoy” para forjar un futuro, para buscar ser mejor pero, sobre todo, para ser feliz. Hoy es el primer día para construir el mañana que quiero y éste se construye sumando todos mis “hoy”. No hubo forma de esperar a ser feliz cuando todo “estuviera bien”: cuando Luis caminara, cuando

H

Felicidad

“La felicidad no se encuentra,

se construye día a día .”

Anónimo

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cesaran los problemas económicos, cuando los hijos crecieran. Había cientos de cosas que tendría que haber esperado a resolver para ser feliz… Claro, mi felicidad nunca fue perfecta; por eso decidí saborear lo que tenía por el tiempo que lo tuve y sí, lo he disfrutado al máximo.

Aunque hubo situaciones que resultaron estar muy alejadas de lo que yo había creído que me brindaría felicidad, me rediseñé, me reinventé en muchas más ocasiones de las que recuerdo. Tuve que buscar formas distintas de ser, cosas simples que me hicieran reír. Lo que alguna vez había pensado que sería mi felicidad cambió diametralmente, pero en ese cambio he encontrado grandes momentos de dicha.

Aprendí a perdonarme y a no culparme por mis faltas, pero sí a hacerme responsable de ellas. Pero no las cargo, las dejo ir. Sé qué quiero y me esfuerzo por ello, lo que al final de cada día me da la sensación de satisfacción, de trabajo bien hecho. También sé que me falta mucho por lograr, por lo que intento poner más a menudo en práctica la paciencia y la templanza, pero con el compromiso de trabajar todos los días en mis propios sueños.

He cometido errores y éstos me han brindado la oportunidad de aprender y mejorar. Así, al final del día, cada noche estoy en paz conmigo, reconozco mis logros, mis aciertos y mis fallas, me veo al espejo y descubro a una persona que generalmente me “cae bien”. Algunas veces me enojo conmigo, pero no me lapido ni me castigo, porque reconozco que he hecho

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un buen trabajo con mi vida, he tenido mis aciertos. Me acepto y me quiero como soy, porque soy el resultado de mi propio esfuerzo y el de muchas personas que me han brindado su amor y compañía por muchos años.

Sé que la única persona que me acompañará por el resto de mi vida soy yo, y por eso me cuido y trabajo todos los días para estar y sentirme bien. Agradezco a Dios la bendición de la salud, la compañía de mis hijos, familia y amigos, pero el ser sana, saludable y feliz me corresponde mí, y el compartir esta felicidad es esencial para serlo. Soy mi mejor inversión.

La mayor parte de las ocasiones le pido un esfuerzo extra a mi cuerpo, pero está entrenado, es fuerte y firme, preparado para la tarea. Mi corazón y pulmones son grandes, mis brazos y espalda pueden soportar casi cualquier carga y mis piernas son como un par de perros de trineo, dispuestos a llevarme a donde yo se los pida. Soy una mezcla de un caballo percherón con un pura sangre; soy disciplinada y mantengo mi propio parámetro de orden. En algunas ocasiones mis hijos me dicen que parezco un general de división, pero si pido algo es porque sé que puede hacerse, porque lo he probado por mí misma y tengo la plena conciencia de cuánto esfuerzo toma hacerlo.

Soy capaz de darme felicidad con muy poco: un par de tenis en la madrugada, cocinar para mis hijos, las cenas familiares, una buena dosis de adrenalina en alguna aventura extrema con mis amigos, la risa simple en compañía de mis amigas y contemplar las

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cumbres de las montañas de mi ciudad. Si abuso de mi cuerpo es haciendo ejercicio, pero no lo maltrato con alcohol o sustancias que al final acabarían dañando mi capacidad física y emocional. Soy selectiva con lo que como pero mi padre me enseñó a comer de todo, sin remilgos y en cualquier lugar; sé que el hambre es lo que le da mucho más sabor a la comida. Hace algún tiempo pesaba un poco más de lo que peso ahora, por lo que no estaba del todo contenta conmigo. Me reprendía y me odiaba después de comer algo innecesario que, sabía, no me sería perdonado por la implacable báscula o por el botón de mi pantalón favorito. Estar delgada me ha facilitado quererme y es mucho más sencillo andar por la vida queriéndose a uno mismo.

Aprendí a motivarme sola. No era posible estar “colgada” de alguien todo el tiempo así que generalmente hago ejercicio por mi cuenta.

Cuando las cosas no salen como las imaginaba o me lastiman más de lo que había calculado, utilizo mis mecanismos de autorreparación: en verdad, no hay tristeza ni lágrimas que aguanten una subida de 10 kilómetros en montaña. Si no funciona, se repite la dosis, se le agrega un poco o un mucho de vanidad –dependiendo del caso– y la compañía de un buen amigo. Ésta es una receta altamente confiable y al alcance de cualquier presupuesto.

No hubo nada en mi vida de niña o joven que me destinara a ser diferente. Nací normal, como cualquiera, como todos, pero la vida me puso en la diferencia, la abracé y la llevé al extremo. Me di cuenta que hay un

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sinfín de gente como yo, con sus propias historias de lucha, de fracasos, de tristezas y de alegrías quienes, a pesar de todo, se levantan cada día a construir su historia. Se comprometen sin miedo, sin preguntar, sin reclamar. Los veo cuando voy de madrugada en bicicleta por las calles, vacías de autos pero llenas de mujeres y hombres, jóvenes y adultos, de mochila colgada al hombro, con el lonche preparado en las primeras horas de la mañana y el recorrido de dos rutas de camión para llegar a construir el hoy de sus familias, de sus hijos, de sus padres. Son héroes verdaderos con los que me cruzo, somos iguales. En cada uno de nosotros existe la fuerza y el valor para enfrentar cada día nuestra jornada… los veo sonreír, con el compromiso a cuestas, con el amor en la piel, somos gente real, la que no renuncia, la que no se rinde.

Desde hace tiempo inicié mi proceso de reconciliación con Dios. Ahora sé que no se alejó de mí, sino que yo me retiré, decidí caminar sin él. Yo quería entender su voluntad, quería explicaciones, que contestara mis preguntas pero… es Dios y él sabe, siempre ha sabido, qué es lo mejor para mí. Me ha pedido mucho, más de lo que yo imaginaba que tenía o que podía, pero conocía perfectamente mi capacidad, por eso lo pidió.

Soy su guerrera, pero no de una sola batalla; sé que la lucha es diaria, a veces, sencilla y, otras, mucho más compleja. Moriré siendo guerrera, pero he aprendido a seleccionar mis peleas; en ocasiones ha sido mejor haber abandonado la lucha sin haberla iniciado. No se trata de un encuentro de “ganar o vencer”, es simplemente conquistar mis metas, mis sueños,

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no dejarme derrotar por el desánimo, la pereza, las circunstancias o cualquier otro enemigo que quiera detenerme. Se trata de comprometerme todos los días para luchar por ser mejor. Pero en esta continua búsqueda de mis batallas nunca he estado sola, siempre han aparecido ángeles guardianes en forma de amigos o familiares que me han tendido puentes, redes o apoyos extra grandes para que siguiera mi camino. Sin embargo, estoy consciente de que aparecieron y se quedaron porque vieron la entrega tatuada en mi piel. Para mí, la vida no tiene sentido sin compromiso, sin esfuerzo hasta el límite. Aprendí a darle valor a mi voz y a mi palabra, aprendí a ser confiable.

Después de muchos años me he dado cuenta que nada o muy poco me llegó de manera gratuita; generalmente fui a buscarlo, sea la salud, la amistad, las oportunidades de empleo, el amor. Uno a uno los he trabajado, les he dedicado tiempo, esfuerzo y sacrificio día a día, de manera cotidiana y, en ocasiones, de forma extraordinaria. Hoy sé que nada es para siempre; pero, si vale la pena vivirlo, vale la pena hacerlo siempre.

He aprendido que el dolor es parte de la vida y asumo el reto de adentrarme en sentimientos que pueden lastimarme. Asumo el reto de amar –como diría la Madre Teresa de Calcuta– “hasta que duela”, para después poder desprenderme, ya sea de una persona o de un apego. Sé que esto no significa que no vaya a haber dolor, pero también sé que podré salir sin adherirme y que, después, habrá aprendizaje y crecimiento. Para ser honesta, no quiero decir que nunca más volví a tener miedo, pero sí que mi inconsciencia y mis ganas

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de ser feliz fueron mayores por lo que la sensación de angustia que se abrazaba a mi estómago era sofocada por las risas y la diversión.

Paty, Marcelo y Daniel han crecido. De pequeños eran tres pares de brazos que aligeraron enormemente mi carga. Tomaron responsabilidades que, por su edad, no les correspondían. Con el tiempo nos convertimos en una célula autosustentable. Ellos sabían qué hacer en nuestra casa y con su hermano cuando yo no estuviera. Realizaban muchas de las tareas que tradicionalmente tendría que haber cumplido yo, como mamá. Hubo ocasiones en que familiares y amigos cuestionaron la participación de mis hijos… pero es lo que nos tocó vivir. Así se diseñó mi familia, así somos, sin dramas, sin preguntas, con amor y con el mayor esfuerzo para que lo que vivamos cada día nos aporte felicidad.

Alguna vez, uno de mis hijos me cuestionó. Quería saber por qué tenía que apoyar a Luis.

–Yo no soy el papá de Luis –me señaló.

–Pues yo tampoco –le contesté.

Ninguno de nosotros era su padre, pero decidí tomar las responsabilidades vacantes con valor y, sobre todo, constancia, algo difícil de cumplir porque requiere trabajo diario e incansable. No se puede pretender dar bienestar sólo a veces; el trabajo debe ser permanente y yo sumo “al que se deje” por el tiempo que me lo permita.

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Hoy vivimos con intensidad cada día sin dejar nada guardado. En ocasiones, les digo bromeando a mis amigos que yo no voy a dejar nada de mi cuerpo nuevo, que todo lo voy a usar hasta que se gaste, que cada músculo, hueso o sentimiento será utilizado al máximo, pero con la plena conciencia de usarlo con respeto y amor.

Mis hijos se volvieron aventureros y se convirtieron en mis compañeros de viaje; hemos ido a lugares inimaginables, todos a unas cuantas horas de nuestra casa. Hemos recorrido montañas, cascadas, cañones, compartimos la tierra y el viento, el esplendor de la cima de una montaña y la paz de una noche estrellada. Y en ese afán de mover los límites, Luis se ha sumado a nuestras “locuras”.

Han pasado muchos años desde aquellos días en que el miedo y la incertidumbre eran mi vida. He resuelto cosas, otras siguen su camino. Luis camina con algo de dificultad, pues la mitad de su cuerpo esta semiparalizada, pero eso no le impide ir al gimnasio y subirse a la caminadora una hora diaria. Apenas dice unas cuantas palabras, es absolutamente dependiente de su familia, no lee y nunca escribió, pero es nuestra carta de presentación en muchos lugares y nos coloca en una posición privilegiada.

Él es mucho más que mi hijo, es mi maestro, mi hermano, mi padre. Es la criatura que Dios me dio en resguardo. Sigo aprendiendo de él y soy su intérprete en el mundo. Soy su hambre, su frío, su descanso, pero además soy sus sueños, su diversión y sus locuras. Cuando cumplió 16

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años, casi como por acto de magia –o quizá como un reconocimiento de Dios a nuestro esfuerzo– su movimiento disminuyó de manera impresionante. De ser una criatura que se movía a la velocidad del desquiciamiento, se convirtió en pausa, en movimiento controlado y hasta autorizado.

Así como se apaga un interruptor, algo se apagó en él; se volvió un ser en calma, con una mirada profunda en la que me refugio cuando flaquean las fuerzas. Para mí, la mirada de Luis es paz y amor absoluto, algo que no pertenece a este mundo.

Su tranquilidad llenó muchos espacios que estaban vacíos, en lugares donde el miedo y el dolor hacían eco. Recuerdo claramente la pregunta que me hizo una amiga que acababa de tener un hijo con muchos más retos que Luis:

–Paty, ¿hasta cuándo te deja de doler?

Por mi inconsciencia, que siempre fue mi mejor defensa, reconocí que nunca lo había pensado. Sólo sabía que Luis me había dolido, y mucho, y en un instante pude contestarle:

–Dieciséis años. ¡Sí, 16 años!

Cesó el dolor en el momento en que dejé de esperar algo de él: que hablara, que pudiera estar en una escuela, que se dejara de mover, que pronunciara un “te quiero”. Ese día en que mi apego a Luis, a mis sueños, a mis búsquedas y mis deseos dejaron de existir,

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dejó de doler. Ahora, el sentimiento que nos une es maravilloso. Él y yo sólo somos, sólo estamos. Libres, plenos, unidos con todo y atados a nada. De él ya no espero nada, absolutamente nada, y es el sentimiento más libre que jamás haya vivido.

En el caso de la mayoría de las personas con discapacidad, son las madres el principal motor y elemento de transformación y desarrollo. Son ellas el apoyo imperceptible ante los ojos de quienes no ven el reto y trabajo de años. Son las madres las que generalmente están atrás de estos héroes.

Yo veo mi historia diferente a como muchos la ven. Luis sacrificó todo lo que tiene: capacidad física, motora e intelectual para que yo brillara, para que lograra obtener mi máximo. Potenció mi esfuerzo, siempre me retó a dar más, a buscar ser mejor. Por eso, por el compromiso que tengo con un hijo que sacrificó todo por mí, lo menos que yo puedo hacer es intentar brillar y ser luz para alguien más, como él lo ha sido para mí. Nunca dejaré de esforzarme, nunca dejaré de intentar ser mejor; se lo debo a mi hijo, se lo debo a mi maestro.

Luis puede ser descrito de dos modos: como una persona autista, incapaz de valerse por sí mismo y dependiente de mí por el resto de mi vida. Considerarlo así vuelve angustiosa la tarea. Si, por el contrario, lo vemos como nuestra carta de presentación de familia diferente, con valor, reto, alegría y buen humor, el peso disminuye y es mucho más fácil de cargar. Decidimos viajar ligero.

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Con Paty, la historia se sigue escribiendo cada día y seguimos trabajando juntas en su proyecto de vida. No terminó la prepa e intentó algunos oficios; ahora trabaja en una guardería y le encantan los niños. Soy su mejor amiga y una vez al año viajamos solas, pagado todo por ella, fruto del esfuerzo de su trabajo.

Marcelo y Daniel son mis coequiperos como soporte de la familia. Los dos están estudiando Ingeniería Mecánica y trabajan por las tardes. Trabajo de manera intensa para buscar una mejor calidad de vida para todos e intento ir dejando en orden la vida diaria. Sin embargo, hemos hablado de lo que sucedería si yo faltara: ellos asumirían la responsabilidad de cuidar de la integridad física y el bienestar de sus hermanos. No tenemos otra opción, la aceptamos con todo el amor y alegría con la que siempre hemos abordado todas nuestras aventuras. He intentado que vean en sus hermanos el lado divertido, el reto y el amor. Si los vieran sólo como un peso a cargar, no podrían siquiera avanzar un paso sin maldecir; si, por el contrario, hacemos de la responsabilidad una diversión, si lo difícil lo hacemos fácil, el compromiso se acepta con amor y se realiza con alegría.

Mis hijos y yo nos hemos enfrascado en esta aventura que va mucho más allá de los límites. Tenemos la capacidad de esforzarnos hasta sentir que se acaba la fuerza, porque en cada paso, en cada músculo dolorido, están los grandes momentos de felicidad que hemos vivido.

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Teníamos tantas expectativas... Aunque muchas no se cumplieron, otras se transformaron y se crearon nuevas. Pero en el camino, es increíble todo lo “otro” que sí obtuvimos, lo que sí logramos, en lo que sí tuvimos éxito y por lo que mi familia, mis amigos y yo estamos muy agradecidos con la vida.

Hoy acepto con paz que la vida es un proceso, no un suceso, que cada día me permite ser protagonista de una nueva página de mi historia. Tengo la plena conciencia de que he caído y de que es probable que vuelva a caer, pero sé que a pesar del dolor y el desánimo, encontraré la fortaleza para no ahogarme en mis propias tristezas, porque tengo la capacidad de resistir y, aunque el paso sea lento, habré de llegar. Me permito equivocarme y rehacer el camino, corregir el rumbo siempre llevando en la piel y el pensamiento las palabras “perdón” y “te quiero”.

Sé que es posible hacer magia, que es posible lograr todo o casi todo, pero para ello hay que combinar cuatro ingredientes que a veces escasean aunque no cuestan y están al alcance de cualquiera: voluntad, compromiso, constancia y –el más importante de todos– amor, pueden transformar vidas enteras.

He avanzado ya más de la mitad de la vida que yo quisiera vivir, pretendo hacerme “grande” si mi cuerpo y Dios me lo permiten, pero siempre con la felicidad a cuestas hacia donde me lleven mis siguientes rumbos, siendo libre e independiente. Pero para poder cumplir con esta meta es importante seguir haciendo las cosas que por angustia y después por pasión hice: ejercicio

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y llevar una vida saludable. No es un sacrificio; es bien un estilo de vida de todas las creaturas de la naturaleza, y pretendo seguir con él hasta el último día de mi vida.

Además, he empezado a sentar de manera más sólida las bases financieras sobre las cuales girará el resto de mi vida. Se necesita dinero para vivir bien, por años fui dependiente de mi padre y después de mi marido, pero eso estuve a punto de convertirme en una persona vulnerable. Afortunadamente encontré en el trabajo la fuente de bienestar que mis hijos y yo necesitábamos. El trabajo es para mí una bendición que me ha permitido la independencia y el poder necesario para decidir sobre mi propia vida y la de mis hijos, por lo que intentaré trabajar mientras tenga salud y algo que aportar para que este mundo sea mejor.

Mi vida ha sido como una película que se mueve a una velocidad más rápida de lo normal. En los últimos tres años me dediqué a desarrollar un proyecto de un hospital, desde su diseño hasta su construcción, no era mi tema, ni mi área fuerte, pero mi fortaleza está en aprender, buscar y no detenerme. Estuve en las áreas de Biomedicina, Mercadotecnia, Procesos, Recursos Humanos y, finalmente, la ejecución de la obra. Trataba directamente con ingenieros civiles, arquitectos, biomédicos, médicos, expertos en calidad, seguridad industrial, ingenieros eléctricos y más de 300 trabajadores. Un poco en broma, me llamaban la “Dama de hierro” pues con mis botas de obra, mi casco y mi lipstick solía hacer recorridos diarios por todo el lugar. Fue un trabajo muy intenso y demandante, lleno

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de muchos más retos y aprendizajes de los que hubiera imaginado. Es muy poco probable que vuelva a llevar la gerencia de un proyecto de esta magnitud, pero me dio la confianza y la seguridad de que con el apoyo de un buen equipo se pueden lograr cosas que parecieran imposibles.

Hoy sé que mi fortaleza laboral está en la administración de proyectos, en coordinación con algunos amigos e inversionistas estamos desarrollando un par de negocios y he iniciado con el mío en donde pretendo exponer mi propio método para obtener calidad de vida, que esta mezclado con ejercicio, estilo saludable de alimentación, compromiso con uno mismo y con la vida. Además, ya comencé mi segundo libro.

He vuelto al trabajo social, pero ahora de manera personal; es parte de mi compromiso con la vida “salvar al mundo” al menos el pequeño pedazo que me toca de él. Hoy trabajo con un grupo de jóvenes entusiastas de una Pastoral Penitenciaria que llevan bienestar y amor a mujeres que por diversas circunstancias se encuentran recluidas en el penal. He aprendido de Gaby y Samantha lo que es dar amor sin prejuicio. Ellas me han permitido conocer una realidad a la que estaba ajena. Pero ellas son solo el comienzo de mi nueva búsqueda de compartir mi bienestar y mis bendiciones.

Éstos son los capítulos ya vividos de mi vida; el resto está por escribirse. No sé qué tan buenos, difíciles o retadores serán, pero tengo el alma y el cuerpo listos para mantener el miedo a raya y con la esperanza y

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confianza de lograr ser feliz y compartir mi alegría.

Hoy sé que soy fuerte y valiente, que soy una enamorada de la vida pero, sobre todo, sé que soy una adicta a la felicidad.

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LA MIRADA DE LUIS

Una historia de crecimiento y Fortaleza

consta de 1,000 ejemplares

y se terminó de imprimir en junio de 2014

en los talleres de

Imprenta El Regidor

María Elena Villanueva Ramírez,

Porfirio Díaz No. 524 Nte.

Monterrey, N.L. C.P. 64000

www.imprentaelregidor.com