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on mis escritos he procurado contribuir a la exaltación de un sentido dela dignidad humana, que a mi entender solo puede alcanzarse en elmarco de la libertad personal respetuosa y respetada, de la justicia socialy de la condenación absoluta de toda violencia.

[...]Para mí, la poesía es el proceso mediante el cual las experiencias reales o ima-

ginarias del poeta original un estado de consciencia, de sentimiento o de visión enel que se revelan la esencia y la existencia de la criatura humana, haciéndosecomunicables mediante el manejo artístico de la palabra. En el poema, resultadofinal de ese complejo proceso, la experiencia ha de ofrecer una autenticidad para-lela a la de su expresión1.

Vida y poesía (en sentido aristotélico, ‘literatura’) son elementos de una mismaecuación. Así lo define Ildefonso-Manuel Gil, cuando proclama esta relación como«fundamental»2, al reconocer que «A lo largo de más de sesenta años, su poesía [valedecir, toda su obra] ha ido entrañablemente unida a su vida»3. Por consiguiente, losdías, los meses en que sufrió encarcelamiento en el Seminario de Teruel le han dejadouna profunda huella. Recordemos mínimamente la biografía del autor:

Ildefonso-Manuel Gil nació en Paniza, provincia de Zaragoza, el 22 de enero de1912, ya que su padre regentaba en este pueblo la botica. Sin embargo, el pueblo desu infancia –tantas veces recreada en su obra como verdadero paraíso perdido– esDaroca, lugar de nacimiento de sus padres. Allí estudia sus primeras letras, primeroen el Colegio de Santa Ana y después en las Escuelas Pías, y comienza sus primeras

C

«LOS SIGNOS DEL HOMBRE

ESPERANDO LA MUERTE»:

ILDEFONSO MANUEL GIL EN EL

SEMINARIO DE TERUEL (1936-1937)

Antonio Pérez LasherasProfesor de Literatura

1. I. M. GIL, «Poética y compromiso», en Reflexiones sobre mi poesía, Madrid, Universidad Autónoma, 1991,p. 18.

2. Ibídem, p. 20.

3. Ibídem, p. 20.

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experiencias literarias: escribe sus primeros poemas yentra en contacto con el mundo de la farándula a travésde las pequeñas compañías que actuaban en el teatroCervantes, regentado por su padre junto con dos amigos(como ha relatado el autor en su novela Juan Pedro eldallador)4.

También en esta ciudad aragonesa entrará en con-tacto con una de las presencias más constantes de suobra: la muerte; primero, la de su hermana mayor,Victoria (10 de septiembre de 1925), y, tres años des-pués, la de su padre, por quien sintió una profundaadmiración. Por estos años ven la luz algunos poemas enpublicaciones locales. Comienza sus estudios deDerecho en la Universidad de Zaragoza en 1928. Al añosiguiente, marcha a Madrid con su hermana Antonia ysu madre, prosigue sus estudios en la UniversidadCentral y se licencia en 1931, a los 19 años.

En la primavera de este año de 1931 y como premioal alto rendimiento en sus estudios, su madre le financiala edición de su primer libro de poemas. A partir de lapublicación de este libro, Gil entra en contacto con loscírculos literarios de Madrid y de Zaragoza (recordemosque este primer libro de poemas, Borradores, fue prolo-gado por Benjamín Jarnés). Colabora en la empresa cul-tural aragonesa más importante de estos años devanguardia (la revista Noreste, que dirigía Tomás Seral yCasas), y funda distintas revistas (Brújula, Boletín Últimoy Literatura, junto a Ricardo Gullón). La última supuso unesfuerzo digno de ser destacado, ya que contó con fir-mas importantes, además de incluir una serie de publi-caciones anejas a la revista: «Pen colección», dondepublicaron Jarnés, Gullón, Rafael Laffón, Fernando Vela,además del propio Gil, entre otros. En 1934, Ildefonso-Manolo Gil (que así firmó sus dos primeros libros)publica su segunda entrega poética: La voz cálida, unaobra mucho más madura, donde las lecturas están mássedimentadas y existe mayor conciencia estética.

Como tiene que hacerse cargo de su madre y de suhermana, oposita al cuerpo administrativo del Ministeriode Educación Nacional, gana una plaza y elige comodestino Teruel, donde toma posesión el 1 de febrero de

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4. I. M. GIL, Juan Pedro el dalla-dor, Zaragoza, Heraldo de Aragón,1953.

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1935. Y allí le sorprende el comienzo de la guerra civil. Es encarcelado el 28 de julio

de 1936 y permanece prisionero en el Seminario de Teruel hasta marzo de 1937. Los

días que sufrió en este estado dejaron una honda huella en su vida y en su obra.

Como iremos viendo, algunos de sus poemas y de sus cuentos, además de su última

novela (Concierto al atardecer5) recogen, recrean y literaturizan estos episodios con

una fidelidad asombrosa.

A partir de este momento, la presencia de la muerte (pesadilla cotidiana represen-

tada en las sacas en las que eran asesinados muchos de sus compañeros presos)

será, más que una constante, una verdadera obsesión. Él escapó por no se sabe qué

coincidencias del azar (parece que el Jefe local de la Falange turolense era darocense

consorte). Pero, a pesar de esta «resurrección», la vida de Gil a partir de entonces no

puede considerarse ni cómoda ni fácil. Fue destituido de su cargo, movilizado y se

encontraba solo y desamparado en una ciudad que vivía la ilusión del triunfalismo fas-

cista. En Zaragoza trata de sobrevivir como sea, pasando hambre cada noche. A esto

habrá de añadir la muerte de su madre, en 1939. Fue vendedor de juguetes educa-

tivos, profesor en una academia privada, hasta que recaló, en 1940, en el colegio

Santo Tomás de Aquino, en la calle buen Pastor, que regentaba la familia Labordeta,

mediante la recomendación de su amigo José Manuel Blecua, antiguo alumno del

colegio. Allí, «daba varias clases diarias por la comida y una pequeña suma de dinero

al mes»6, confiesa el poeta.

Son momentos duros, que el poeta recuerda con cierto dolor y con algunas sen-

sación de trabajo baldío. Sin embargo, no fue así del todo. Bien es cierto que Gil tar-

dará once años en publicar su siguiente libro (Poemas de dolor antiguo, en 1945)7,

pero también lo es que sus clases no fueron voz al viento, sino que sirvieron para que

los más jóvenes recuperaran una cultura que la España oficial quería condenar al

olvido. De esta manera, Gil cumplió una de las tareas más trascendentales de su pro-

moción poética (la controvertida «generación del 36», a la que, en un principio, se

negó a pertenecer por estar marcada por tan infausta fecha): la de servir de puente

de unión entre la cultura anterior y la posterior a la guerra civil, la de dar testimonio y

enlazar la cultura del momento a la Cultura de siempre. Para demostrarlo, citaremos

el ejemplo de uno de sus alumnos, nada más ni nada menos que José Antonio

Labordeta:

Uno, a veces, mirando atrás, descubre, entre el silencio de las aulas calladas,la suerte enorme de vivir un tiempo erizado por los odios, las iras y las guerras.Como en una vieja emoción incontenida te das cuenta de que al inicio mismo de

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5. I. M. GIL, Concierto al atardecer, Zaragoza, DGA, colec. «Crónicas del Alba», 1992.

6 Rosario HIRIART, Un poeta en el tiempo: Ildefonso-Manuel Gil, Zaragoza, IFC, 1981, p. 30.

7. I. M. GIL, Poemas de dolor antiguo, Madrid, Rialp, colec. Adonais, 1945. Recogido en Obra poética com-pleta, ed. de Juan González Soto, Zaragoza, IEA-PUZ-Gobierno de Aragón, colec. Larumbe. ClásicosAragoneses, 2005, 2 vols., vol. I, pp. 111-162.

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tu propio camino fueron alzándose gentes que, huyendo de la guerra, la represióny el hambre reclamaban –callados, temerosos, fugaces– en el viejo edificio de BuenPastor, número uno, donde, abiertas las puertas, enseñaron a gentes que ignorá-bamos su historia. [...] Y luego, un poco más allá de nuestra adolescencia, nosexplicó Manolo Gil todo lo que sabía sobre los escritores con un enorme amor y res-peto por Voltaire y por Byron o Keats o Balzac. Y mientras compañeros de otras lati-tudes sentían un desprecio brutal por estos «pecadores», nosotros recitábamosversos de Villon o de Lorca. Gracias a Gil ya le íbamos ganando una partida a la ver-dad y nos abríamos, sin saberlo del todo, a una libertad inalcanzable, pero presenteallí, en sus palabras [...]8.

Pero estos años de miseria tienen también algunas otras compensaciones: en el

colegio de los Labordeta conoce a la ques erá su mujer, Pilar, con quien se casa el 6

de octubre de 1943. Hasta 1945 Gil tiene que malvivir impartiendo clases en distin-

tos centros privados. En el verano de este año pasa a ocupar un cargo administrativo

en Heraldo de Aragón. Y en los talleres de este diario conocerá a otro de los poetas

aragoneses más emblemáticos: Luciano Gracia, que trabajaba allí como linotipista.

Por lo tanto, 1945 fue un año crucial para Gil; al cambio de trabajo y a la desaparición

de las angosturas económicas se unirán dos nuevas alegrías: el nacimiento de su pri-

mer hijo (luego vendrían tres más) y la publicación de un nuevo libro de poemas.

Poemas de dolor antiguo supone el comienzo de una nueva etapa en la labor crea-

tiva de su autor, caracterizada por un actitud solidaria con los que considera sus coe-

téneos: los perdedores. En estos años, se matricula en la Universidad de Zaragoza; se

licencia, primero, y se doctora, después, en Filosofía y Letras. Publica su primera

novela, La moneda en el suelo, que obtiene el Premio Internacional de Primera

Novela9, y que ha sido encuadrada entre las «novelas existencialistas». Asiste en oca-

siones a la tertulia del café Niké, acompañado de su buen amigo José Manuel Blecua.

Vuelve a la enseñanza. primero esporádicamente en los Cursos de Verano de la

Universidad de Zaragoza en Jaca; después, en la Escuela Superior de Comercio. En

1959, gana una adjuntía de Literatura en la Facultad de Filosofía y Letras de Zaragoza,

hasta que, por medio de Francisco Ayala, en 1962, obtiene una cátedra de Literatura

Española en Rutgers University, pasa después a Brooklyn College, permaneciendo en

los Estados unidos hasta su jubilación de la City University of New York, en septiem-

bre de 1982, aunque seguirá viviendo en Somerset hasta 1986, ya que un año antes,

había sido nombrado director de la Institución Fernando el Católico, cargo que que

ocupará hasta 1995. A partir de su vuelta a Zaragoza, se van a suceder los reconoci-

mientos: Premio a las Letras Aragón, en 1992; Medalla de Oro de Zaragoza; Premio

8. José Antonio LABORDETA, «Los maestros», Andalán, 255 (febrero de 1980).

9. Antes, había escrito una novela perdida en la guerra, Gozo y muerte de Cordelia, «que, al estilo de Jarnés,seguía las pautas de la novela vanguardista o deshumanizada de los años 30» (Rafael CALAVIA CONTRERAS,Concierto al atardecer. Introducción y guía didáctica de..., Zaragoza, Gobierno de Aragón, 1996, p. 8).

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Santa Isabel de Portugal de la DPZ, en 1993; Aragonés de Honor, en 1996; Medallade Oro de la Institución Fernando el Católico, en 2000.

Ildefonso-Manuel Gil López es, sin duda alguna, uno de los poetas aragoneses demayor trascendencia. Junto a Miguel Labordeta, forman el dúo de poetas más impor-tantes que ha dado Aragón en la época contemporánea. Poeta, novelista, escritor decuentos, ensayista, editor, profesor... La trayectoria vital de este hombre ha estado ínti-mamente ligada a la literatura. Los años vividos en Madrid, fueron para Gil momentosde aprendizaje, de grandes contactos y de vida cultural muy intensa, ya que tuvo laoportunidad de convivir con las grandes figuras literarias del pasado siglo: Gullón,Jarnés, Buñuel, Lorca, Alberti, Aleixandre…; Panero, Rosales, Cela... y el resto de losmiembros de la que, a la postre, sería su promoción literaria.

Los años transcurridos en Teruel –1935-1937– serán cruciales en su vida y en suobra: en ellos tiene lugar su primera experiencia laboral como funcionario delMinisterio de Educación y la imborrable cadena de sucesos que van a perseguirledurante toda su vida: el encarcelamiento en el Seminario de la ciudad, apenas unosdías después de comenzada la guerra civil, junto a multitud de «compañeros» de cir-cunstancias extremas venidos de muchos de los pueblos de la provincia, sobre todode las comarcas mineras. Allí, hacinados, iban esperando la muerte sin saber quéestaba ocurriendo fuera y. muchas veces, sin conocer a ciencia cierta las causas delencarcelamiento. La espera deviene en angustia, al no saber en qué momento podríaproducirse un final que se creía seguro. Todos los atardeceres, una voz pronunciabaen voz alta una lista de nombres que compondrían la saca de presos que habrían dehacer el paseíllo hacia no se sabía dónde, porque los que salían no volvían nunca. Enefecto, en la Plaza del Torico eran fusilados en acto público de escarnio y escarmiento.Para la comprensión de lo que supusieron estos hechos en la vida de Ildefonso-Manuel Gil no existe mejor relato que su última novela, ya que, en ella, se mezclanmagistralmente el relato objetivo y la impresión subjetiva de los acontecimientos.

Y estas circunstancias son las que Ildefonso va narrando, en varios momentos,como verdadera obsesión que le invade la cabeza en ocasiones. Los primeros recuer-dos que encontramos en su obra se publican nueve años después de los sucesos, enel primer libro de poemas sacado a la luz por el autor después de la guerra civil(Poemas de dolor antiguo, 1945). Se trata de dos poemas. El primero de ellos, «Lasoledad poblada» nos proporciona la clave de las ulteriores menciones («cuanto ellosal morir callaron / me lo dicen a mí»). El poeta –dentro de la línea y la poética propiade la «poesía social»– se erige en portavoz de los que no tienen voz, en testigo de unahistoria silenciada («para hacer imposible que el silencio / me los vuelva a matar enla memoria»); de ahí que aparezca el plural («No dejaremos que la muerte siegue / elvuelo de su ensueño...»). Tiene la obligación moral y personal, ética y estética, de con-tar y cantar esas circunstancias silenciadas por el poder, porque, además, esas cir-cunstancias le producen un «hondo temblor», cualidad fundamental de la poética deIldefonso-Manuel Gil.

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El segundo ejemplo elegido se encuentra también enel mismo libro, pero ahora es más explícito, ya que seseñala al comienzo del poema el lugar y el tiempo de loshechos narrados («Seminario de Teruel; verano, 1936»),de manera telegráfica. Pero ya hablaremos de estas indi-caciones. Aquí el poema se centra en los sentimientosque acongojan a unas personas sometidas a una torturapsicológica constante y reiterada, día tras día: la esperade la muerte, como indica el título («son los signos delhombre esperando la muerte, / indefenso entre muros ysilencios y sombra»). Unos hombres obligados a la resig-nación de la espera, con la extraña sensación de creerque su actitud puede conllevar la mínima dignidad desaber que se muere por una causa justa: es el «sencilloheroísmo» que puede proporcionar una chispa de sen-tido a todo este cúmulo de absurdos; es esa «rebeldíaúltima, vencedora del tiempo» de la que nos habla en elverso final.

El tercer ejemplo (el justamente celebrado «Silbo ensilvas del terror», que, sin dudar, es una de las piezasmaestras de la poesía de posguerra) aparece en elsegundo poemario publicado tras la guerra civil, El cora-zón en los labios, 194710. Ha pasado, pues, muchotiempo («Pronto serán diez años. Todavía / hay un ecoreciente»). Los hechos permancen en su cabeza, noquiere olvidarlos («vivencias sin olvido»). Pero el tono essereno, con claras influencias de Garcilaso y de FrayLuis, en un metro clásico (una silva acancionada o unacanción asilvada), como queriendo transmitir una lec-ción muy aprendida, sin rencor, pero con el propósitofirme de dejar los hechos en su lugar. El equilibrio y laarmonía preteden mostrar que el poeta está por encimade las circunstancias, que ya no canta para liberarse desus propios fantasmas, sino que una obligación ética leobliga a seguir narrando unos hechos lamentables de losque él pudo salir con vida para contarlo, pero que otrosno pudieron ni siquiera llorar.

Es preciso contar que las alusiones a las circunstan-cias históricas son bastante imprecisas, a pesar de ir elpoema «circunstanciado» por la dedicatoria («Al poetaFernando González») y por el lugar y el tiempo evocado

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10. I. M. GIL, El corazón en loslabios, Valladolid, Colec. Halcón,1947. Recogido en Obra poéticacompleta, ed. cit., vol. I, pp. 178-221.

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(«Seminario de Teruel. 1936-37»), ya que el lector –y menos la censura– de 1947 difí-

cilmente podrían identificar estas alusiones con las verdaderas circunstancias aludidas

y menos que estas fueran las que fueron y desde un punto de vista contrario al

Régimen. El poeta trata de «objetivar» sus obsesiones, verbalizándolas, exortizando sus

fantasmas, pero reconociendo que ese recuerdo ha llegado a dominar toda su produc-

ción hasta ese momento («apenas ha salido / de mi verso una voz que no haya sido /

por vuestro silbo agudo modulada»). La remisión final a las propias circunstancias que

motivan el poema («Vigilias del espanto») nos recuerda el envío de las canciones

petrarquistas y su remisión a la canción misma. Ahora, el poeta domina el recuerdo

para tratar de amoldarlo, de conseguir que ya no duela, pero sin tergiversar ni traicio-

nar los acontecimientos y repitiendo su lección para que no vuelvan a repetirse.

El cuarto ejemplo extraído de la poesía giliana está publicado muchos años des-

pués de ocurridos los hechos (en 1971), en un libro muy personal, De persona a per-

sona11, configurado como homenaje a personas que han marcado la vida del autor,

tomando la expresión inglesa utilizada en las comunicaciones telefónicas en las que

el mensaje debe ser recogido personalmente por el receptor requerido. El poema está

situado al lado de otros, entre los que sobresalen poetas y hombres de letras, unos

muertos ya y otros vivos, distribuidos en dos secciones: Tiempo total. Elegías (para los

muertos) y En el tiempo (para los vivos); algunas de las composiciones fueron publi-

cadas de manera aislada en revistas u homenajes. Allí aparecen poemas dedicados a

Cervantes, Rubén Darío, Valle-Inclán, Antonio Machado, Juan Ramón, Azorín, León

Felipe, Leopoldo Panero, Ricardo Gullón, Celaya, Rosales, José Antonio Maravall,

Luciano Gracia, Garciasol, Neruda, José Manuel Blecua, Antonio Mingote, Francisco

Ayala, junto a otros más imprecisos en su dedicatoria o que no son hombres de letras

(«Al soldado desconocido», «A vosotros», «La Chunga», a sí mismo –«A Manolo»–, a

sus hijos o a Pilar –su mujer–, en el soneto que cierra el libro).

«A vosotros», pues, es uno de los pocos poemas del libro que no tienen, en prin-

cipio, un receptor interno definido, aunque, según vamos leyendo, observamos que

se trata de un destinatario múltiple, pero concreto. Aparecen, por primera vez, nom-

bres y apellidos de los singulares «compañeros de viaje» de las circunstancias aludi-

das («Joaquín Muñoz, Segura, Vitatela, / el médico Barea y Francisco Lafuente / y

Vázquez y Morales, Pedro Gálvez, / los Tablones, los Chanos y Victorio y el chato de

las minas y aquel, ¿cómo era aquel? y el otro, el otro…»), nombres que se repiten en

las narraciones dedicadas a relatar estos mismos sucesos, sobre todo en su última

novela.

Son treinta y cuatro los años transcurridos, como el propio poema apunta, y han

cambiado mucho las circunstancias. Ahora –en 1971–, el poeta vive con su familia en

Somerset, Estados Unidos; su posición personal y profesional está encauzada, no así

«LOS SIGNOS DEL HOMBRE ESPERANDO LA MUERTE»: ILDEFONSO MANUEL GIL EN EL SEMINARIO DE TERUEL (1936-1937)_37

11. I. M. GIL, De persona a persona, Santander, Colec. La isla de los ratones, 1971. Recogido en Obra poé-tica completa, ed. cit., vol. I, pp. 365-403.

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la situación española. Ildefonso-Manuel Gil se puede

permitir ser mucho más explícito que en anteriores aco-

metidas («mis amigos de cárcel, compañeros del estupor

y del espanto»); puede, incluso, dar nombres, rendir su

particular homenaje a esos «pequeños héroes» caídos

en la ignorancia y por la sinrazón. Los hechos ya no due-

len, pero hay que volver a recordarlos, ahora más explí-

citamente, para que no caigan en el olvido, recordando

esas circunstancias extremas, ese «tiempo sin relojes»,

«largas horas brevísimas» con la muerte, de nuevo,

esperando. Pero en este momento puede denunciar,

decir las cosas por su nombre («la desnudez del cri-

men»). Hay un detalle que creo conveniente considerar:

en la transcripción del poema que aparece en la antolo-

gía Cancionero segundo del recuerdo y la tierra (1992)12

cierra la composición la siguiente datación: «Teruel,

1936-37 = Somerset, USA, 1970», igualando así en el

poema referente y recuerdo recreado. El propio poeta,

hablando de otro poema, la bellísima elegía a su her-

mana, comenta que esta fusión de tiempos que se

encuentran «en un momento decisivo, revelador, en que

el ayer y el hoy iban a fundirse en la tensión del

poema»13 es lo que proporciona a estas composiciones

el valor de «totalización de todos esos instantes»14 que

busca Gil en su poesía, acorde con la visión de la propia

vida, como «unidad del tiempo»15.

Creo que bastan estos ejemplos para darnos cuenta

del peso específico que los años vividos en Teruel –y

sobre todo los meses malvividos en su Seminario– han

tenido en su poesía. Constituyen, como nos dice en sus

poemas, una verdadera obsesión, un mitema personal

que configura, en gran medida, toda su poesía –al

menos, la de su segunda época, constituida por los poe-

marios publicados en la posguerra– y, de acuerdo con la

estética dominante, el poeta debe ejercer como testigo

de unos hechos no sabidos. Buscar referencias menos

explícitas a estos sucesos en la poesía giliana podría lle-

varnos muy lejos, pero recordemos que, en esa unidad

de tiempo de la que nos habla en la elegía a su hermana,

escrita veinticinco años después de su muerte, vuelve a

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12. I. M. GIL, Cancionero segundodel recuerdo y la tierra, Zaragoza,Institución Fernando el Católico,1992. Recogido en Obra poéticacompleta, ed. cit., vol. II, pp. 652-686.

13. I. M. GIL, «Génesis delpoema», en Elementos formalesen la lírica actual, Madrid, UIMP,1967, pp. 73-82, p. 75.

14. I. M. GIL, Reflexiones sobre mipoesía, ed. cit., p. 21.

15. «Yo soy quien fui y he sido yestoy siendo / en la unidad detiempo que es mi vida», en LasColinas (Zaragoza, DPZ, colec.Veruela, 1989. Recogido en Obrapoética completa, ed. cit., vol. II,pp. 607-653), 1, «Variaciones»,poema núm. 7.

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recordar, de pasada, otras muertes, «muertes de amigos» «casi su muerte propia»,como nos dice.

Quizás fuera oportuno precisar que algunos versos que componen estos poemas(sobre todo los de Poemas de dolor antiguo) fueron escritos, en su esbozo inicial, enla misma cárcel, es decir, que datan, en su génesis, de 1936-1937, y que muchas desus imágenes (esos «cerrojos»16, los nombres que aparecen posteriormente) son rea-les y más que imágenes son verdaderos «fantasmas» poéticos.

Pero estos hechos no solo aparecen en la poesía de Ildefonso-Manuel Gil. Toda suproducción está, de alguna manera, marcada por las circunstancias vitales, por lo queencontraremos alusiones a los sucesos referidos también en su narrativa, por muchoque, en este género, prime la ficción. Así, en su segunda novela, Juan Pedro el dalla-dor (1953) tenemos todo un capítulo que recoge casi literalmente lo publicado ennarraciones breves y que sirve a la narración como elemento estructural, al suponeruna especie de descenso a los infiernos del protagonista y la adquisición de unanueva conciencia ante la realidad. Algunos cuentos –como «Útimas luces» o «Sietedías»17– están directa o indirectamente inspirados en las vivencias del Seminario deTeruel. Podemos decir que el relato que aparece en los cuentos es el mismo que elque encontramos en la novela. En realidad, los cuentos fueron el primer eslabón, laprimera redacción de una experiencia terrible, redacción en prosa que, una vez fijada,prácticamente quedará inalterada a partir de ese momento o, simplemente, modifi-cada en pequeños detalles. Por otra parte, nos proporcionan auténticas perlas poéti-cas, del tipo «se hace añicos el cristal del aire», «ese esperar fuera del tiempo y de laesperanza». Puede comprobarse, como se demuestra en los ejemplos, que la escri-tura de la novela, de alguna manera, se basa en estas narraciones iniciales y que, eneste último ejercicio narrativo, completa la historia con los antecedentes y la contex-tualización, a través de un largo y profuso complejo de ficcionalización.

Pero antes de tratar esta última novela, quiero mencionar un cuento que adoptauna perspectiva diferente. Se titula «Los asesinos iban al Tedeum»18 y su novedadconsiste en que Ildefonso trata de explorar los sentimientos del bando contrario. Todala narración es un monólogo interior en que un antiguo miliciano del bando nacionalexpresa sus dudas y su angustia ante el hecho de que su hija, que hace un viaje alpueblo –fácilmente identificable con Daroca– donde fue uno de los ajusticiadores delas abundantes sacas, se entere de las muertes realizadas por el padre. El remor-

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16. En Poemaciones (Zaragoza, Guara, 1982), en el poema que principia «Nocturnamente ponen contra elmuro», aparecen estos versos: «Desprendidas / de mi cuerpo las manos van siguiendo / en el descuido / enel descuido de la piel dormida / el curso de los huesos / y el sobresalto de la sangre, buscan / los portillosabiertos / que dieron paso al último latido / y nidales al frío y al silencio».

17. Ambos incluidos en La muerte hizo su agosto, Zaragoza, Guara, 1980, pp. 117-119 y 121-125 respec-tivamente, y recogidos en Narrativa breve completa, ed. de Manuel Hernández Martínez, Zaragoza, IEA-PUZ-DGA-IET, colec. Larumbe. Textos aragoneses, 2010, pp. 171-173 y 175-180.

18. Incluido en La muerte hizo su agosto, ed. cit., pp. 127-135, y recogido en Narrativa breve completa, ed.,pp. 181-190.

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dimiento, la autojustificación, la ignorancia afloran como muestra de la sinrazón y dela borrachera mental colectiva.

Más rotunda es la última novela de Ildefonso-Manuel Gil, puesto que los hechosque nos ocupan forman la trama narrativa de la misma. Concierto al atardecer (1992)narra estos meses de angustia, pero, en lo esencial, conserva la sucesión histórica delos acontecimientos, incluso muchos de sus personajes son trasunto –en ocasiones,algo más que trasuntos– de seres reales. Podríamos decir, desde esta perspectiva,que se trata de una novela-crónica o novela-testimonio, al menos así la ha concebidoel autor, hasta el punto de querer prescindir en sus memorias de repetir el relato deeste tiempo sin tiempo. Resulta curioso recordar que la primera versión de esta novelaapareció en portugués en 195719.

Conciento al atardecer no es una novela más sobre la guerra civil. Es una narra-ción que indaga y describe los fundamentos de lo que denominamos «la condiciónhumana» sometida a unas condiciones de convivencia ínfimas, infrahumanas. Paraello, el autor se sirve de una serie de sucesos que han marcado su vida: su encarce-lamiento a comienzos del levantamiento militar en una ciudad de provincias, fácil-mente identificable con Teruel, con su simbólico Torico –becerro totémico– y sustorres mudéjares presidiendo el tétrico comienzo de la obra. El carácter autobiográ-fico, no obstante, se diluye en una bien pensada construcción, en la que diferentesnarradores van alternando un multiplicador eco de voces que, al principio, nos dejaen suspenso. El desconcierto inicial se irá armonizando hasta ser comprensible alatardecer final. Básicamente, en la novela encontramos dos narradores diferenciados:uno interno y otro omnisciente que dan la forma definitiva a la obra. Pero, incluso, elnarrador interno modifica en varios momentos su perspectiva.

El material novelesco –la trama, la intriga– se extrae de un grupo variopinto de per-sonas detenidas en los primeros días del levantamiento militar. Encerrados en un anti-guo seminario, estos hombres conviven en unas circunstancias extremas, en unatensión insufrible y con el desconocimiento casi total de cuanto estaba sucediendofuera de los límites de los muros de su cárcel. De esta manera, de un yo con su inte-rior manifestado en el libre fluir de la conciencia (en estilo indirecto libre, marcadotipográficamente con comillas), pasamos a otros muchos, multiplicándose los puntosde vista, retroyayéndose a momentos anteriores a la detención en varios de los perso-najes. Aquí tenemos la perspectiva de quienes no vivieron la contienda pero sufrieronla invasión de ira, incomprensón y odio que destilaban los unos y los otros. Gentessencillas que vieron sesgadas sus vidas por un acto cobarde de prepotencia armada.Ildefonso-Manuel Gil recrea una parte de su memoria hecha novela, en la que elrecuerdo es parte esencial.

Técnicamente, la novela plantea varios problemas de difícil resolución. La estruc-tura tendría que resentirse un poco; sin embargo, el autor ha conseguido afianzar esta

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19. I. M. GIL, O último entardecer, Lisboa, Pequeña Antología de Obras Primas, 1957.

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mínima estructura con la inclusión de historias dentro de la historia que, como hilos

entrecortados, nos conducen a tiempos y espacios diferentes simultáneamente. Se

consiguen así los momentos necesarios de relajo conceptual y sentimental en un dis-

curso que, de otra manera, tendería a lo patético y se haría imposible por la excesiva

carga emocional. El libro comprende doce capítulos, de los cuales el primero y el

último son de apertura y cierre, de modo que los diez restantes conforman una histo-

ria cíclica, cuyo último capítulo (el XI, significativamente titulado «El círculo que no se

cierra») nos transporta a una doble contradicción presente en toda la obra: la imposi-

bilidad de la narración (resuelta en el capítulo final) y el retorcimiento en espiral del

propio círculo de violencia que nunca termina. Un problema estructural y otro con-

ceptual, por lo tanto, configuran el eje de coordenadas de la trama narrativa. El pri-

mer capítulo está contado por un narrador distinto al de los restantes y solo cobra

sentido al final, cuando coinciden la materia narrada con el tiempo de la narración,

utilizando a un narrador omnisciente que adopta tres puntos de vista diferentes,

correspondientes a tres personajes distintos.

El núcleo central de la narración lo asume Alonso –llegamos a saber que es quien

transcibe todas las historias en varios cuadernos, que coinciden con los diferentes

capítulos–. Pero los capítulos II y el principio del III están controlados por la memoria

de Emilio, a su vez informado por otro personaje. Sin embargo, todavía hay más: el

primer capítulo es ajeno al resto de la narración y mantiene tres perspectivas diferen-

tes: solo pudo ser relatado al final, cuando coincidan los tiempos narrativos. Por otro

lado, alguien tuvo que dotar de orden a la narración y este no puede ser otro que uno

de los personajes que pudieron escapar de la muerte, aunque no se determina quién;

todo el material suministrado en la novela corresponde a la interpretación realizada

por Alonso –verdadero y no único alter ego de la novela–, si bien la narración adopta

diferentes perspectivas y el material narrativo procede de distintas fuentes (así, por

ejemplo, el primer capítulo). Sin embargo, solo Daniel pudo sacar de la cárcel estos

cuadernos y nos quedamos sin saber si Alonso Gal se salva o no.

Para observar hasta qué punto el relato generador de toda esta última novela

estaba ya trazado en los cuentos ya mencionados e, incluso, en la primera novela,

Juan Pedro el dallador, podemos analizar algún fragmento de los mismos (por ejem-

plo, los fragmentos VII y VIII del apéndice).

En fin, en un pueblo con alma de inquisidor, Concierto al amanecer nos narra un

espeluznante testimonio con base autobiográfica («Es una novela de hechos reales»,

ha comentado su autor20) y con una constante siempre presente –desde la cita ini-

cial– autojustificación de la propia narración surgida como necesidad de salvación del

olvido. Tenemos, pues, una obra que puede dejar sin aliento a quienes presumen

siempre de obrar en conciencia de no sabe qué intereses.

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20. Francisco FELIPE, «Ildefonso Manuel Gil. Una vida para la poesía y la cultura» [entrevista], La calle, 4,julio-agosto, 1993, p. 35.

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Pero también, y para terminar, aparecen estascircunstancias tantas veces referidas en los ensayos deIldefonso-Manuel Gil, como es el caso del artículo «Dosencuentros con El abuelo de Galdós»21, donde relata lasdistintas experiencias personales extraídas de la visiónrepresentada de una obra del escritor canario y la lecturade una de sus obras en la cárcel. También se repitenestas circunstancias en las reflexiones críticas sobre supropia poesía22. En otras ocasiones, encontramos alusio-nes, pero no son, no pueden ser, meras y vagas mencio-nes de paso, sino una verdadera «confesión de laexperiencia terrible»23.

Para concluir, creo que la presencia de las expe-riencias sufridas en esos meses en el Seminario deTeruel constituyen una de las mayores constantes de laobra de Ildefonso-Manuel Gil, aunque nos hemosbasado en aquellas composiciones que centran su refe-rencia narrativa en la descripción de los sucesos, en surecreación o en la reflexión sobre los sentimientos ema-nados de ellos. En estos ejemplos aducidos, podemos,incluso, hacer un ejercicio de crítica genética. Pero laexperiencia acompañará al escritor durante toda su exis-tencia y, como él mismo reconoce, muchos de sus ver-sos han sido modelados por esos días atroces, surgidospor y en la conciencia de haber salvado la vida paranarrar la sinrazón de la verdadera deshumanización quesupone despojar al hombre de su propia dignidad. Lalección –creo– debe ser aprendida.

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21. Aparecido en Escritores ara-goneses. (Ensayos y conferen-cias), Zaragoza, Ebro, 1979;recogido en El Ruejo, 6 (2003).

22. Así en los trabajos menciona-dos Reflexiones sobre mi poesía,ed. cit., donde se resumen en elprólogo de Pedro Marín Ágredas,y en el artículo «Génesis delpoema», ed., cit., pp. 73-82.

23. Manuel Hernández Martínez,«Espacios aragoneses en la obrade Ildefonso-Manuel Gil», 5(1993), pp. 71-89.

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APÉNDICE

ILa soledad poblada

En la cerrada noche del insomnio,todo cuanto ellos al morir callaronme lo dicen a mí. Yo he de decirlo,con sus mismas palabras a vosotros,para hacer imposible que el silenciome los vuelva a matar en la memoria.No dejaremos que la muerte siegueel vuelo de su ensueño y su esperanza,ni que ponga el olvido en nuestros labiosuna canción que apague su recuerdo.

[Poemas de dolor antiguo, 1945]

IILa muerte que se espera

(Seminario de Teruel; verano, 1936)

Todos allí, en silencio, esperando la muerte.El crepúsculo lento nos llamaba a la tierracon una voz de espigas y surco removido,de brisas y de nubes dulcemente lloviéndose.El tiempo, sin medida, molinero de insomnios,vaivén apresurado de horas cortas y largas,tan pronto se avivaba en granas resplandorescomo se detenía, remansado y terrible.La muerte era unas veces silencio y sombra fría,inmensa mano abierta cerrándose en la nada,y se tornaba luego horizonte remoto,ventanal luminoso sobre los aires libres.Era cual si anduviésemos por una tierra blanda,hundiéndonos en ella, lentamente avanzando,pero dejando atrás en rápido torrenteunas fugaces sombras en bosques y colinas.Los labios temblorosos y la boca reseca,

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la consciencia perdida en un vértigo interno,

son los signos del hombre esperando la muerte,

indefenso entre muros y silencios y sombra.

La dulce dejadez con que el cuerpo se inclina,

tan leve y tan profundo como un rumor de lluvia,

como el arrullo suave de una paloma en celo,

es una profecía del retorno a la tierra.

Así llega la muerte por sus pasos contados,

en angustiosa espera contados uno a uno.

Es tan fugaz la vida como un vuelo de abeja

que deja tras sus alas el más tenue zumbido.

Y por eso, morir con sencillo heroísmo

es ensanchar los límites estrechos de la vida.

Hay algo de nosotros que quedará en la tierra:

la rebeldía última, vencedora del tiempo.

[Poemas de dolor antiguo, 1945]

IIISilbo en silvas del terror

Al poeta Fernando González

[Seminario de Teruel, 1936-1937]

Pronto serán diez años. Todavía

hay un eco reciente,

un sentir el momento de agonía

en sacudida hiriente

de los nervios tensados duramente.

Aún se acongoja el alma con el ruido

candente del cerrojo

por alevosa mano descorrido.

Aún se cierran los ojos

para hurtar a la muerte sus antojos.

El limo pegajoso del espanto

espesaba las venas

dejando la garganta a duras penas

cerrada para el llanto.

La sombra a manos llenas

tendía su silencio sobre el canto

inútil de la vida.

Como una garza herida

que va sembrando el aire de su duelo,

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y su único consueloes retardar un punto su caída,buscábamos la suertede retrasar un día nuestra muerte.Un día era un inmensocamino abierto a pura lejanía,un vivir tan intensoque con la eternidad se confundía.El alma se curvabasobre su débil tallo de amapola,en tanto que sonabacon un rumor de olael paso de la muerte que avanzaba.Puedo decir y digoel horror de una voz que va nombrandoa la muerte sus frutos.Llevo ya tanto tiempo recordandoel adiós tembloroso del amigo,que ya no estoy conmigo,pues me pierdo en la noche de mis lutos.Noche que se derramacomo el curso de un ríoque de pronto desborda su corriente,y arrastra a su albedríoraíz y tronco y rama,llevándolos a mares inclementes.Vigilias del espanto, atormentadasvivencias sin olvido,estáis en mi memoria tan guardadas,que apenas ha salidode mi verso una voz que no haya sidopor vuestro silbo agudo modulada.

[El corazón en los labios, 1947]

IVA vosotros

mis amigos de cárcel, compañeros del estupor y del espanto,muchos de cuyo nombre no me acuerdo o nunca lo he sabido,rostros que se presentan un instante y quizás se confunden,ojos puestos bajo distinta frente,una voz de su boca enajenada,

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un gesto desprendido de qué manoso apenas simplemente un estar en silencio…otros viviendo fuera de su muerte en mi memoria intactos,Joaquín Muñoz, Segura, Vilatela,el médico Barea y Francisco Lafuentey Vázquez y Morales, Pedro Gálvez,los Tablones, los Chanos y Victorio y el chato de las minasy aquel ¿cómo era aquel? Y el otro, el otro…lívidas tardes, madrugadas lívidas,el terror gota a gota, fuente, arroyuelo, ríodesbordándose oculto por los nervios,un tiempo sin relojes largas horas brevísimasy el corazón en tempestad tan aquietado…hace treinta y cuatro años en estas mismas horasen que sin convocaros me venís a los versos,tuvimos la más honda hermandad, compañerossentados a la puerta del alma para esperar la muerte,el sacrificio inútil mas la esperanza cierta…estas palabras mías que empezaron a mandar sin yo saberlohace treinta y cuatro años cuando juntoshicimos la antesala de la muertey estuvieron andando en el estrépito de cañones y músicas

triunfales,hurtándose a exquisitas vigilancias y anatemas feroces,a la debilidad y al desaliento de tan gastados días,os las devuelvo ahora,las desando,pronunciando en voz alta vuestros nombresque desde lejanías de espacio y tiempo vuelven a aquel ins-

tante mismoy estoy junto a vosotros aguardando la lista,qué guijarro tan hondo cayendo en el silencio cada nombre,qué tirón de los ojos a los ojos amigos,qué soledad desamparada quedándose detrás a cada paso,aprestadas las manos sobre el temblor de otras lejanas manosquizás tan confiadas en el lecho tarado por la ausencia,y os vuelvo a ver y quieroser absolutamente fiel a mi mirada,os veo ir al encuentro de la muerte sabiendoque no hay sedas que cubran la desnudez del crimen.

[De persona a persona, 1971]

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VLa columna, peana del becerro de bronce que da la grupa a Castilla y apunta

con sus cuernos a Europa, tan lejana, el famoso becerrico símbolo de la ciudad ycontrapeso totémico al sentimentalismo de los no menos célebres «Enamorados»,daba solo una levísima franja de sombra, rendija abierta en el muro macizo de solde la plaza en esa hora de siesta, con los comercios cerrados y los escasos transe-úntes deslizándose bajo la sombra protectora de los porches.

Por la calle del Bautista asomó un coche que bordeando el monumento fue aestacionarse en el rincón, junto a la calle del Redentor. Salieron del auto dos guar-diaciviles y dos falangistas, sacaron de él a un hombre esposado y se dirigieronhacia el centro; pasaron sobre la gruesa cadena de hierro que colgando de ochopilastras servía de guirnalda y aislamiento al principal símbolo urbano y arrimandoal preso, de espaldas contra la columna, como si fueran a tomarle la talla, lo fueronatando, parsimoniosamente, con una larga soga, enrollándosela desde las axilashasta el comienzo de las piernas. Comprobaron la atadura y volvieron junto alcoche, quedándose de pie a pleno sol, hasta que llegó una pareja de guardias deasalto. Se fueron los cuatro y se metieron en el porche, camino del café. La parejarecién llegada, desde dentro del porche, miraba al hombre atado, cuya cabezaestaba caída sobre el pecho. […]

El reloj de la cercana torre de san Roque ondeó sus campanadas sobre el silen-cio espeso de la plaza. […]

Ahí está atestiguándolo esa plaza, que en la visión tópica era para todos el cora-zón de la ciudad. Un hombre traído por las fuerzas del nuevo orden, amarrado a lacolumna del «becerrico», tendido allí, según dicen, por más de dos horas, a plenosol, incapaz de mover la cabeza ni aun para espantarse las moscas, la muchedum-bre estrujándose en los porches, el camión de los presos, los guardias y los falan-gistas dejando entrar a la gente e impidiendo salir a quienes, como él habíanintentado marcharse; la banda de música situada a la entrada del Rondel, los bal-cones atestados de gente, como si se fuera a correr la vaquilla… Todo eso, envueltoen una siniestra interrogación, no lo hubiese podido imaginar nadie unas pocassemanas antes. […]

[Concierto al atardecer, 1992]

VIMuchos años después, estando yo internado en el Seminario de Teruel y no pre-

cisamente por vocación sacerdotal, uno de los presos comunes que traían desde lacárcel frontera hasta su prolongación claustral la comida de los presos (un ranchoque llegaba siempre frío, judías secas mal cocidas, cuyas pieles se desprendían flo-tando en la superficie del enorme caldero, mientras escasos y menguados trozos decarne se movían muy a sus anchas en el fondo, facilitando al distribuidor el más

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arbitrario reparto de raciones) nos trajo un día unos cuantos libros que había cogidode la biblioteca penitenciaria. Incomunicados como estábamos, aquellos pocosvolúmenes fueron nuestra única posibilidad de lectura durante varios meses. […]Pero desde aquellos breves y larguísimos días, entre agosto de 1936 y marzo de1937, Galdós es una de mis mayores devociones literarias y creo que seguirá sién-dolo, porque sus méritos son inmensos y es muy grande mi deuda de gratitud porel consuelo que en tan trágica situación fue la posibilidad de sumirse en unas lec-turas que nos ofrecían un mundo de ficción capaz de sustituir, aunque fuera muyfugazmente, el inicuo mundo real en que se nos había confinado.

¡Cuántas veces leí esos tres libros galdosianos y con cuánto amor! Al comienzohubo que establecer turnos de lectura […]. Fue una experiencia que me ayudó adescargarme de las más terribles angustias que he vivido, a la vez que, de rebote,me acongojaba con las memorias de mi paraíso perdido, algo ferozmente tópico yal mismo tiempo terriblemente verdadero.

(«Dos encuentros aragoneses con El abuelo de Galdós: Daroca y Teruel»)

VIIPuede tocarme cualquier amanecer. En el silencio de la madrugada, se habrá

oído la llegada del camión, el motor quedando puesto en la espera, los pasos acer-cándose por el claustro de arriba, ruidos que se han hecho rituales en la tensiónmáxima de la angustia. Deben de ser cuatro o seis los guardias que vienen con elsargento, no se sabe, porque se quedan al lado de la puerta, quizás sean más yalgunos ablanden sus pisadas por una oculta vergüenza inútil.

Ante la puerta cerrada se vuelve a un silencio que ya no es el de antes, tigre desombra en acecho, araña negra inmóvil en la espera segura de su presa, enjambrede avispas decisivas en el zumbido del motor del camión. Bruscamente, se haceañicos el cristal del aire, se abren las compuertas de todos los pantanos y las gar-gantas secas de todas las madres, una sola llave girando en la cerradura, un solocerrojo rechinando en la madrugada, arenas movedizas en las que el cuerpo inmó-vil se debate.

Entrará el sargento, apoyará la mano izquierda en la barandilla mientras elevarálentamente la mano derecha en la que ya traerá desplegado el papel, leerá los nom-bres gozándose en la resonancia de la voz, haciendo una larga pausa entre uno yotro, una bien medida pausa que solemnice su importante función de mensajero enlos ritos del sacrificio.

Una madrugada estará mi nombre en la lista y es como si me estuviera viendoya a mí mismo en el momento de incorporarme sin mirar a nadie, sintiendo vértigoen el estómago, lija y espartos en la boca, un blando cansancio en los brazos, unatorpeza temblorosa en las manos poniéndome como en los pies de otro los calceti-nes rotos sudados en frío y caliente; es como si ya me viera a mí mismo vistién-dome, subiendo ya los diecisiete peldaños de la escalera, subiendo nube a nube

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sobre el estupor de los que no hayan sido llamados y estarán aquí abajo sumidosen un espanto de culpa que está en ellos entera y acusadora vigilante, porque cual-quiera, que es cada uno, era quien podía haber sido nombrado y no lo ha sido y losotros, los que sí han sido nombrados, están subiendo los diecisiete peldaños, acer-cándose a la puerta donde se acaba el mundo conocido.

Esa madrugada que haya sonado mi nombre, quizá me pare un momento arribajunto a la barandilla de hierro y la roce con mis dedos, íntimo y sagrado contactofinal con la materia conocida, y mire a los que se habrán quedado abajo, tendidossobre sus colchonetas en el suelo del viejo comedor de los seminaristas; quizás nomire a nadie ni toque nada con mis manos. Podría gritar un viva la libertad o unmuera el fascismo, como hizo Joaquín, podría escupirle al sargento un salivazo enmedio de los ojos, la saliva amarga de miedo y de asco, o tirarme de cabeza porencima de la barandilla. Pienso que no haré nada, no miraré a nadie, no daré nin-gún grito. Solo seguir andando, cruzar la puerta, pasar al otro lado.

No sé qué sucede al otro lado de la puerta. ¿Atarán de dos en dos como cuandonos sacaban a cavar las trincheras, al comienzo de la guerra? Creo que no me va agustar sentir a través de mi brazo, desde la piel y el hueso hasta el centro mismodel corazón, el miedo de mi compañero, ni que él pueda sentir el mío. La muertees asunto estrictamente personal, debe ser del todo para uno mismo, enteramentesuya, sin nada que impida ver el instante exacto de su llegada, el último mediosegundo en que uno se siente vivo. Porque después...

Me da miedo morir, mucho miedo, pero aún da más miedo que me lo noten.Trataré de no pensar en nada, de no querer recordar nada, de no dejar que se mepongan en la memoria los rostros más queridos; trataré de ajustarme lo más posi-ble a lo que uno ha llegado a ser realmente, la res que llevan rutinariamente almatadero.

Analizo mi miedo; llevo días pensando en él, repensándolo, remirándole las vuel-tas. Comencé a hacerlo la misma noche de aquel día de agosto en que se llevabana los primeros compañeros y ya no he dejado de pensar en eso, unas veces comoentre nieblas, otras, en las madrugadas cuando ya las sacas fueron espaciándose yeran siempre al filo del amanecer, pensando mi propio miedo para reducirlo a sumás elemental sustancia, acorralado instinto, temor pasivo de pobre bestia inde-fensa; pero cuando me parece que ya he conseguido conocerlo enteramente,hacerlo materia de previsión, se abre la última puerta del pensamiento y lo veo cre-cer allí y más, reventando todas las salidas previstas.

[«Siete días»]

VIIISé que eso puede sucederme cualquier amanecer. Descartada toda posibilidad

de sorpresa, se habrá oído la llegada del camión, el motor sonando en la espera, lospasos acercándose por el claustro, ruidos que se han hecho rituales en la tensión

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máxima y ocupan por entero nuestro ser, reducido ya tan solo a esa pasividad de la

espera. Deben de ser cuatro o seis los guardias o los paisanos que vienen con el

sargento, no se sabe, porque se quedan al lado de allá de la puerta, quizá sean más

y algunos ablanden sus pisadas por una oculta vergüenza inútil.

Ante la puerta, todavía cerrada, se vuelve a un silencio que ya no es el de antes,

tigre de sombra en acecho, araña negra inmóvil en la espera segura de su presa,

enjambre furioso de avispas decisivas en el zumbido del motor del camión.

Bruscamente, se hace añicos el cristal del aire, se abren las compuertas de todos

los pantanos y las gargantas secas de todas las madres, quizás abierta en el miste-

rio desolador de una fulminante adivinación, dos llaves girando en sus cerraduras,

dos cerrojos rechinando arrastrados en la madrugada, arenas movedizas en las que

el cuerpo inmóvil se irá adentrando.

Asomará el sargento en la puerta entornada, apoyará sus manos en la barandi-

lla, dirá una o dos palabras que desde abajo no significan más que la inminencia

del aviso final y con una lentitud de medida imposible repetirá el nombre que la otra

voz invisible habrá dicho y quizás haya podido oírse por los de abajo, pero que

ahora se afirma en la complacida firmeza que el sargento da a su voz, haciendo una

pausa que solemnice su importante función de mensajero de los ritos del sacrificio.

Un nombre tras otro, un preso tras otro en el tramo final de la espera de la muerte.

Una madrugada cualquiera estará mi nombre en la lista y es como si me estu-

viera viendo ya a mí mismo en el momento de incorporarme, escena involuntaria-

mente ensayada por mí pocas madrugadas antes, pero esta vez sin mirar a nadie,

sintiendo vértigo en el estómago, lija y espartos en la boca y en la garganta, un

blando cansancio en los brazos, una torpeza temblorosa en las manos poniéndome

como en los pies de otro los calcetines rotos sudados en frío y en caliente; es como

si me estuviese viendo a mí mismo vistiéndome, subiendo ya peldaño a peldaño la

escalera, subiendo nube a nube sobre el estupor de los que no hayan sido llama-

dos y seguirán aquí abajo sumidos en un espanto de culpa que no se puede saber

cómo le nace a uno, a cada uno de los que se queden, una inmensa injustificada

culpa que está en ellos de un modo confuso, pero a la vez entera y vigilante y, sobre

todo, acusadora, porque cualquiera, que es cada uno, era quien podía haber sido

nombrado y no lo ha sido, mientras los otros, los que sí han sido ya nombrados

están subiendo, llegan ya al rellano, acercándose a la puerta donde concluye el

mundo conocido.

Esa madrugada que haya sonado dos veces mi nombre, quizá me pare un

momento arriba, junto a la barandilla de hierro y la roce con mis dedos en íntimo y

sagrado contacto final con la materia conocida, y mire a los que se habrán quedado

abajo, tendidos sobre sus colchonetas o sentados con la espalda apoyada en las

paredes del viejo salón de actos de los seminaristas. Quizás no mire a nadie ni toque

nada con las manos.

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Podría gritar un viva la libertad, como hizo Joaquín o un adiós compañeros,como hizo Tate. Podría escupirle al sargento un salivazo en medio de los ojos, lasaliva amarga del miedo y del asco, o tirarme de cabeza por encima de la barandi-lla, robándoles mi muerte a los asesinos, testimoniando una inútil recuperación finalde mi destino. La verdad es que pienso que no haré nada, que no miraré a nadie,que no daré ningún grito. Solo seguir andando, cruzar la puerta, pasar al otro lado.

No sé cómo sucede al otro lado de la puerta. ¿Atarán de dos en dos comocuando nos sacaban a trabajos forzados? Supongo que no, porque no creo que nosdejen una mano libre y me alegro de pensarlo; estoy seguro de que no me gustaríasentir a través de mi brazo, desde la piel y el hueso hasta el centro mismo del cora-zón, el miedo de mi compañero, ni que él pueda sentir el mío. La muerte es asuntoestrictamente personal, debe ser del todo para uno mismo, enteramente suya, sinnada que impida ver el instante exacto de su llegada, el último medio segundo enque uno se siente vivo. Porque después...

Me da miedo morir, muchísimo miedo morir, pero todavía me asusta más queme lo puedan notar. Ese miedo será lo último mío, lo último que exista en mi exis-tencia, algo que no puede ni debe ser compartido.

Trataré de no pensar en nada, de no querer recordar nada, de no dejar que seme pongan en la memoria los rostros más queridos. Trataré de ajustarme lo másposible a lo que uno ha llegado a ser realmente, la res que llevan rutinariamente almatadero.

Analizo mi miedo. Llevo días pensando en él, repensándolo, remirando sus vuel-tas y revueltas. Comencé a hacerlo la misma noche de aquel día en que se llevarona Joaquín y a don Gregorio y ya no he dejado de pensar en eso, como entre nieblas,en cualquier momento y estuviese haciendo otra cosa o hablando con otros, perodominado por esa obsesiva presencia, concretada ya en irrechazable amenaza.Pensando, sobre todo, en mi miedo a morir, durante esas últimas madrugadascuando al filo del amanecer me quedaba aquí abajo, mientras otros compañerosiban a su muerte.

Ellos estaban ya poseídos de ese miedo, aunque algunos, quiero creer que casitodos, luchando con él, sobreponiéndose a él, pero ya medidos en su vértigo, yentre tanto yo examinando el mío para reducirlo a su más elemental sustancia, aco-rralado instinto, terror pasivo de pobre bestezuela indefensa. Pero cuando meparece que ya he conseguido conocerlo enteramente, hacerlo materia de asumidaprevisión, se abre la última galería del pensamiento y lo veo crecer allí y más, cegán-dome todas las salidas previstas.

[Concierto al atardecer, 1992]

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