los seres miserables
DESCRIPTION
Colección de relatos cortosTRANSCRIPT
Los Seres miserables…y otros monstruos contemporáneos
Nora R. Siebaruaq
N. R. Siebaruaq- Los seres miserables
Índice
#1 Fetiche 2
#2 Pobreza 23
#3 Banalidad 53
#4 Violencia 74
#5 Malentendido 84
#6 Asepsia 114
#7 Ficción 121
1
N.R. Siebaruaq- Los seres miserables
2
N. R. Siebaruaq- Los seres miserables
#1 Fetiche
Cuando tienes un hígado como el mío no puedes comer
todo lo que quieras. De hecho, apenas puedes comer nada.
La vía intravenosa parece la opción más asequible para
sobrevivir a diario, por postiza o antinatural que parezca. El
líquido nutritivo llega a tus venas de forma limpia, indolora
y segura. Terriblemente aburrido. Extremadamente
eficiente.
3
N.R. Siebaruaq- Los seres miserables
La gente suele temer a los hospitales. Yo he aprendido
a amarlos: es el único sitio en el que me puedo sentir bien,
una más entre todos aquellos que necesitan una máquina
para seguir funcionando. Funcionando, que no viviendo. La
vida es algo espontáneo, inasible, autónomo, hija de una
voluntad interna, una autodeterminación por seguir aquí; y
eso no es algo que pueda decirse de alguien como yo, cuya
existencia parece más quirúrgica que experienciada. Como
decía, en el hospital puedo sentirme una más entre una
maraña de enfermos que desean aferrarse a algo
deprimente. Justificar los cables y la bata blanca con una
sonrisa de circunstancias que parece decir “se pasará.” Lo
mío no es algo que se pasa, pero eso no tiene por qué
saberlo nadie, y las enfermeras nunca han traicionado mi
juego. Fuera del hospital la partida es más complicada, pero
bien podría llevar a una agradable auto-complacencia. Sus
miradas de gravedad cuando se enteran de tu problema,
“¿en serio querida? ¡Cuánto lo siento!”, el carácter
romántico y etéreo que da el no poder ingerir ni un
4
N. R. Siebaruaq- Los seres miserables
alimento. La madurez presunta que adquieres al andar todo
el rato entre la vida, la indigestión y la muerte. No sé:
podría ser agradable, ¿no? Un rol más. Alguien tenía que
jugarlo. Supongo que nadie se atrevería a tratarme
totalmente mal. Que todos mis excesos o tiranías
emocionales se justificarían por mi situación personal.
Parece la excusa perfecta para ser una sociópata
consentida con un problema tan oscuro en la trastienda,
léase en el hígado, que nunca nadie podrá comprender
jamás: todos se consumirán en el intento. Sí, me gusta.
Podría ser un buen personaje para una novela
contemporánea, posmoderna, de esas que retratan a
individuos infelices al borde del colapso en una sociedad
enferma y trastornada. El lector llegaría a la catarsis
emocional e intelectual cuando, metafóricamente –que si
no, en serio, me muero– me desenchufara de la máquina
que me da la vida para dirigirme campo a través hacia una
experiencia vital breve pero auténtica. Estoy divagando, lo
siento. Lo que quiero decir es que el problema no está en mi
5
N.R. Siebaruaq- Los seres miserables
choque inevitable con una sociedad para la que resulto una
curiosidad entre lo bello y lo siniestro. No. El problema
aparece cuando estoy sola en frente de una pantalla, y les
veo, os veo, comer. Primeramente el acto de ingerir resulta
completamente bárbaro a alguien que no está acostumbrado
a ello: un pedazo de algo muerto se deposita en una cavidad
mojada de efluvios para machacarlo sistemáticamente con
unos dientes usualmente sucios y desgastados mientras se
menea al infeliz con el órgano más deleznable, pegajoso y
desagradable que haya diseñado la naturaleza: la lengua. El
cadáver se pasea de un lado al otro de la boca –derecha,
izquierda, izquierda, centro- hasta que se deglute, se
arrastra la pasta mojada por el cielo de la boca –un nombre
que, por cierto, se le queda grande a esa superficie rugosa,
pegajosa e intestinal- y se lo conduce hasta el interior del
cuerpo esquivando hábilmente a ese órgano quejoso y
patético que es la campanilla. Una vez dentro, los cadáveres
mascados y mojados se amontonan juntos en un bolo
alimenticio de un color dudoso que será diseccionado,
6
N. R. Siebaruaq- Los seres miserables
juntado y reorganizado con otros hasta que su identidad, su
conatus, desaparezca en una pasta uniforme y lamentable. Y
nos estamos centrando sólo en la parte visual del proceso
¡qué decir de los sonidos! ¿Soy la única que piensa en los
cereales apilados en el fondo del bol como pequeños
individuos que suplican por su vida? ¿En su crujir entre los
dientes como los gritos desolados que preceden a la
aniquilación? ¡No me comas, no me comas, no me comas!
En cualquier caso, las evidencias apuntan a que nadie más
piensa en ello, pues si no resultaría incomprensible la
humana tendencia de antropomorfizar lo que se come.
Cereales con forma de ositos de peluche. Galletas con
sonrisas inocentes. Cabezas de cerdo que se depositan tal
cual sobre la mesa, sus ojos muy abiertos, en sus pupilas, la
pregunta: “¿me vas a comer?” Pescados que se presentan en
fuentes imitando una posición salvaje que parece decir “yo,
una vez, como tú, me moví.” Series de televisión de frutas y
verduras con personalidad propia y emociones complejas.
¿Una sociedad sádica o irreflexiva? Estoy volviendo a irme
7
N.R. Siebaruaq- Los seres miserables
por las ramas. Lo que quiero apuntar es que en un primer
momento la experiencia de mascar y digerir resulta poco
atractiva, incluso, digamos, obscena, para alguien que
nunca ha formado parte de ella. Sin embargo, aunque mis
reservas al respecto no desaparecen, son sustituidas por un
sentimiento de desconexión total con mis congéneres, que
parece que todo lo hacen comiendo. Quedamos para cenar.
Tomamos un café. Haremos una barbacoa por el
cumpleaños de Ángel. Un banquete por mi aniversario. Un
aperitivo para celebrarlo. Una excursión por la montaña no
parece una experiencia completa sin el momento de
comerte, satisfecho por tu hazaña, el bocadillo frío y reseco
embalsamado en plástico transparente. La lectura parece
insulsa, inconclusa, sin una taza de té y unas pastas
acompañando. El estudio precisa de una serie de chucherías
petrolíferas y tristes que ayuden a discurrir la tarde. Beber
para reír, beber para olvidar. La vida campestre entre
alimentos cultivados o cazados por uno mismo tiene un
carácter atávico indiscutible. Un pulso, un vibrar que te
8
N. R. Siebaruaq- Los seres miserables
hace formar parte de algo más grande: La Humanidad que
Mata y Engulle. Nunca he estado dentro de semejante
colectivo en el que la violencia queda justificada por la
necesidad. Nunca he sido del todo humana. Siempre he
estado sola al otro lado de las jeringuillas, los tubos y los
cables.
Asimismo, la comida tiene un componente estético
fascinante. Veo fotos pasando rápidamente en las pantallas
de chicas, como yo, que comen. Chicas simpáticamente
lamiendo un helado, o una piruleta, o vete tú a saber qué.
Chicas que se fotografían tras una extenuante sesión de
ejercicio rodeadas de saludables vegetales. Chicas delgadas,
sanas, perfectas, sonriendo pícaramente ante el placer
culpable de una hamburguesa enorme fotografiada con un
abuso de saturación y un altísimo contraste. Que sorben
cafés que parecen obras de arte. Que muerden
coquetamente una tableta de chocolate negro, negrísimo,
insondable.
No sé en qué momento empecé a fijarme en ellas, pero,
9
N.R. Siebaruaq- Los seres miserables
desde ese mismo instante, mi experiencia vital fue
cercenada. Me di cuenta, entre el horror y el asombro, que
cuando yo creía que hacía cosas, no las hacía realmente.
Podía leer bibliotecas enteras, pero ¿era esa la sensación
que tenían el resto de los humanos, el resto de las chicas,
cuando leían? A veces juego a entrar en un café y pedir algo
para fingir que formo parte de un mundo que me está
prohibido terminalmente: leo, escribo, charlo o escucho
música mientras remuevo la nata del café. Siempre pido los
más caros, los más bonitos, los más fantásticos: igualmente,
se van a quedar ahí. Les hago una foto. Nos hago una foto.
Juego a ser una de esas chicas-que-comen. Otras veces,
cuando veo una película en casa, compro una bolsa de
kilogramo de chucherías de colores –y, aunque intento que
no tengan parecido alguno con personas, animales, o cosas,
aún así las escucho a veces quejarse quedamente entre los
huecos de mis muelas- y las masco, sintiendo su sabor. Las
masco y las escupo: el proceso es complejo, puesto que no
puedo tragar nada. Suelo comprar una botella de agua de
10
N. R. Siebaruaq- Los seres miserables
litro para vaciarla y escupir ahí mi saliva, mientras deposito
el grumo en una taza negra que aún así no puede disimular
los colores vibrantes y artificiales de esa masacre del
azúcar. Higiénicamente, cuando termino, vacío la botella
con mi saliva en el retrete, así como el recipiente; y tiro de
la cadena repetidas veces. Enjuago la botella, la reciclo y
meto la taza previamente lavada en el lavavajillas. Después,
froto obsesivamente mis dientes con flúor y dentífrico hasta
que no queda nada de mi banquete mortal y culpable.
Evidentemente, eso no llena ni por asomo el vacío
comunicativo entre la humanidad y mi persona: sigue
siendo limpio, postizo, quirúrgico. No me mancho las
manos de barro. No me adentro realmente en lo que ser
humano significa. Pero es lo único que puedo hacer. Una
vez traté de contárselo a un psiquiatra, pero no funcionó: yo
le expliqué cómo toda experiencia humana, eminentemente
cultural, estaba mediada por la comida, ergo, al yo no
comer, no era completamente humana. Él apuntó un par de
cosas y replicó que “yo no podía comer o me pondría
11
N.R. Siebaruaq- Los seres miserables
enferma, pero que la medicina moderna podía hacer mucho
por mí” y que “era normal que me sintiera frustrada por ser
diferente”. ¡No, no, y tres veces no! No me siento frustrada
por ser distinta. O al menos, no de esa manera naif y
adolescente que parecieron traslucir sus palabras. Estoy
hablando de un problema más fundamental. Un problema
que cuestiona mi propia identidad como ser humano. Un
problema que atraviesa todas mis relaciones y todos mis
actos. Un problema que me hace estar aislada del resto de
mis congéneres.
Hasta hoy.
Las fresas son uno de los alimentos especialmente
prohibidos para mí. Su composición química resultaría
mortal para mi hígado torturado e infuncional. Las chicas
adoran el sabor a fresa: rosa, femenino, delicado, vibrante.
Evidentemente, es un constructo cultural como cualquier
12
N. R. Siebaruaq- Los seres miserables
otro pero saber cómo funcionan las cosas no hace que dejes
de desearlas. Querría ser una chica estúpida que come
fresas en macedonia, en chicles, que usa colonia de fresa,
que pide batidos de fresa y nata en las terrazas para
sorberlos con deleite, una chica que no piensa en el rabito
verde como en la cabellera arrancada de una joven fresa
antes de su cruel sacrificio en el altar de las muelas del
juicio. Querría ser una más y podría hacerlo, obviando el
hecho de que un puñado de ellas me mataría sin la
intervención médica rápida y adecuada.
Me matará.
La caja de fresas está apoyada sobre la alfombra. Pesa
un kilogramo, sin contar el envoltorio de madera y plástico.
O con él. No lo sé. No me importa. La desenvuelvo con
ceremonia, contemplándome todo el rato en el espejo de mi
habitación. Me he arreglado, y la chica que me mira en mi
reflejo casi parece una más. Una de esas chicas humanas
13
N.R. Siebaruaq- Los seres miserables
que comen fresas y ríen, y se hacen fotos, y tienen citas, y
comen, mascan, engullen. No las he lavado: los gérmenes
no son ahora algo que importe, y puede que la tierra entre
los pliegues me lleve incluso más cerca de mis antepasados,
primogénitos de esa Humanidad-que-Mata-y-Engulle.
Cojo una fresa. La sopeso. Me miro al espejo,
mordiéndola. Ñam. La decapito suavemente, le arranco el
pelo, me llevo su punta. No, no, no. No lo pienses así.
Disfruta. Sé una más. Como lo has visto hacer.
Aplastaplastaplasta. Para la derecha. Para la izquierda. Para
el centro: saliva. Envuélvela. Arrástrala. Traga, traga, traga.
Ya no está. Ha sido fácil, ¿eh? ¿Cuánto tardará esta mierda
en hacer que mi cuerpo colapse? Venga, Abigail. Repítelo,
pero saboreando. Abandónate. La siguiente te la comerás
delicadamente, como una de esas chicas con apetito de
pajarito que sólo pican ocasionalmente mientras sonríen y
su atención se dispersa. Ahora tres. Tres de golpe. Como
esas chicas glotonas que comen sin parar cuando todo les
va mal y entran en un círculo vicioso de castigo y
14
N. R. Siebaruaq- Los seres miserables
autocomplacencia.
Frena, frena, frena.
Las siguientes como una dama: coqueteando.
Las próximas dos como si no tuvieras mucha hambre:
eres el símbolo adolescente de una rebeldía mal enfocada
que se traduce en delineador negro y desgana vital.
Esta con satisfacción. Como si te la merecieras tras una
ardua sesión de trabajo.
Es curiosa la sensación de la comida bajando por el
esófago: la había olvidado. Quizá, al fin y al cabo sea
humana. Tiene sentido. Soy hija de padres que Matan y
15
N.R. Siebaruaq- Los seres miserables
Engullen, ¿por qué iba a ser diferente?
Ha pasado una hora, queda algo menos de media caja y
la tripa me pesa. Que sensación más extraña. Como si algo
realmente me atara al sueloynomedejaradespegar.
Uy, me estoy mareando. Me está sentando mal. No
debo vomitar. Nodebovomitar. Tengo que acabar la caja.
siete fresas
Mi muerte, ¿corroborará mi inhumanidad o me hará
pertenecer a ella?
16
N. R. Siebaruaq- Los seres miserables
seis fresas
Cuandomimadremeencuentrerevolviéndomeentrevómitoyhe
cesmeentendera???????????Meculpara???
cinco fresas
Mi yo-del-espejo tiene un color en las mejillas que yo
no he tenido jamás. Un color satisfecho, violento, que se
entremezcla con la baba rojiza y culpable que se desliza
por la comisura del labio.
17
N.R. Siebaruaq- Los seres miserables
cuatro fresas
Sedaracuentadequesoydeunavezsuhija, y que como, y
que mato, y que soyunamas, que noquieroquesiga horas y
horas y días en la sala deesperadelmedico porque ella es
humana y ella come y ella puede estar ahí y no se lo
merece?
tres fresas
Semehamovidoalgoenel estomago. Es una fresa: no la
he matado bien. Se mueve porque le he
arrancadoelpeloylahedesmembradoynolahematado, no la he
matado, nohesabidocomermela bien, alomejormisaliva no
18
N. R. Siebaruaq- Los seres miserables
mata, claro, no había pensado en eso, soyidiotaidiotaidiota
dos fresas
Voy a morir. ¡Voy a morir! ¡No quiero morir! Si este es
el sentido de ser humana ¡no quiero serlo!
¡No quiero serlo!
Las fresas se me están revolviendo en el estómago:
están todas vivas, mi saliva no ha sabido hacerlo,
nisiquieramisaliva vale, se están organizando, me van a
comer desdedentro, desde dentro, me duele, me duele me
muer
¡noquieroserlonoquieroserlo!
19
N.R. Siebaruaq- Los seres miserables
¡¿Mamá?!
una fresa
20
N. R. Siebaruaq- Los seres miserables
Tengo las manos manchadas de sangre,
desangredefresa, las he matado, las he matado, las he
matado sin excusa, no las necesitaba, yo vivo de tubos, no
de fresas, no tengoexcusanotengoexcusa ellas lo saben no
me perdonan me duele me duele me duele mama?! ¡mama!
¿estas enfadada? Tevasasentirculpable para siempre y yo lo
se y yo me muero y no puedo hacer nada, no quiero serlo,
no quiero serlo, lo siento, me he equivocado
perdonadmelavida fresas nometoqueiselhigado es especial
lo siento lo siento tengo vuestro pelo os lo devuelvo, me lo
como si queréis? ¿veis? ¿veis? Esta llegando esta llegando!
Podeis volver a tener sombreros pero por favor
perdonadmeperdonadme oh dios que asco doy estoy
manchada y babeo
Mamá??????????????????????
¿mamaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa=
21
N.R. Siebaruaq- Los seres miserables
Me perdonas?????????????????????????me
perdonais?????????????? Decidme que me perdonais
porfavor porfavor me arrepiento
¡noquieroserlonoquieroserlonoquieroserlo…………………
………………………………………………………………
….wasgdsfhdgjy……………………………………………
………
mama………………………………………………………
…………………………………………………………
no……………..no…………………………
n.n.n………………………………………………
Caja vacía. Fin de la escena.
22
N. R. Siebaruaq- Los seres miserables
# 2 Pobreza
¡Hijos de puta, hijos de puta hijos de puta! ¿Por qué se lo
han tenido que llevar por qué, por qué? ¿No saben lo que
aún quedaba ahí, eh? ¿Cómo han podido llevarse todo eso
al vertedero, cómo, cómo cómo? ¡Me cago en la puta, me
cago en los barrenderos esos de mierda o lo que sean y me
cago en mí! ¡Me cago en mí, joder! ¿Cómo se me ocurre
dormirme? Hijo de puta del Miguel… ¡si ya sabía yo que
no era buena idea bebernos ese vino así a palo seco a las
cinco de la tarde! ¡Joder! ¿Quién me manda a mí juntarme
23
N.R. Siebaruaq- Los seres miserables
con esa chusma? Ese… ¡ese! ¡Apenas lleva dos meses en la
calle y ya cree que sabe! ¡Ya cree que sabe cómo sobrevivir,
como moverse! ¡Ya se cree que sabe algo el mierdas ese! Y
no. Noooo. No. Si alguien sabe aquí, soy yo… ¡menudo
idiota! Mira que le dije “ese vino en caliente a las cinco de
la tarde no, Miguel, que se nos pasa el cierre de los
restaurantes.” Y no, tenía que insistir el niño bien. ¡Claro,
para él es una puta aventurita! En un par de semanas su
padre le volverá a abrir las puertas de su casa de burgués.
Le dirá “a ver si esta vez actúas como un hombre de
provecho… ¡o a la puta calle!” Y lo hará, claro que lo hará
¡más le vale! Si no fuera por mí ¡muerto y remuerto dos
veces! Se tuvo que quitar las lentillas resecas y no ve tres
en un burro el idiota… ¡voy yo y me fío de un medio-ciego!
Se lo han llevado todo, joder, se lo han llevado. Mi cena de
hoy… ¡mierda! ¡Hoy es viernes! ¡Hoy ponían menú, y
nadie, en serio, nadie se lo acaba! ¿Tú sabes las delicias que
pueden encontrarse ahí? Como ya es verano no ponen
nunca sopas ni cocidos ni nada, sólo ensaladas, y platos
24
N. R. Siebaruaq- Los seres miserables
fríos, y eso, y la chicas sieeempre se dejan ensalada,
siempre se la piden para quedar bien pero siempre se la
dejan, lo sé; y como no hay tantas para untar la gente no se
come todo el pan de ajo, solo lo muerde un poco, lo roe, y a
mí eso me da igual, si está muy chupado le quito lo blando,
si no, no; y como los segundos son grandes siempre hay
helado en los bordes de las bolsas. ¡Joder! ¡Joder! Menuda
mierda… ¿qué ceno yo hoy? Me gusta comer tres veces al
día… ¿sabes? Desayuno, comida y cena. Como toda la
vida, vamos, no esas soplapolleces de cinco veces, o doce,
o setenta, así de gordos están los muy cabrones. Por las
mañanas es fácil conseguir para un café,y luego, a la hora
del almuerzo, todos esos niños pijos mimados tiran siempre
restos de bocadillo, ¡qué cabrones! En el colegio del barrio
siempre hay un crío idiota que se deja el puto bocadillo de
jamón. Lo muerde un poco, lo babosea y ala ¡pa la basura!
Si lo viera su madre… Pero bueno, por mí mejor, ¿eh? Lo
malo que tengo que esperar a que los niños entren porque si
no me echan la bronca, y como el hijodeputa sabe que no se
25
N.R. Siebaruaq- Los seres miserables
lo va a comer lo tira por el principio y luego tengo que
meter toda la manga entre envoltorios, y chicles, y pañuelos
con mocos y putas mierdas. Dulces no se dejan los muy
cabrones ¡ahí se les caigan los dientes! Pero mejor. Uno
tiene que cuidar la línea, ¿no? No va uno a comer bollos y
vino y ya está. ¡Joder, el puto vino! ¡Joder, joder, joder!
Total, que hoy, viernes, puto viernes, la madre del niño le
ha puesto otra cosa. Otra cosa, para que se la coma el nene.
O a lo mejor se ha puesto malo de su delicada tripita y se ha
quedado en casa, menudo cabrón. Y yo, joder, no he
desayunado. No pido tanto ¿no? Un poco de baguette de
ayer con jamón cocido me sirve, incluso aunque tenga
marcas de dientes de leche. He intentado mirar qué más
había, pero nada: una mierda. Cachos de bollo, jamón
serrano semi masticado, hecho bola, algún trozo de tortilla
que me he conseguido comer, un batido medio bebido que
daba arcada porque debía de haber echado no se qué mierda
dentro… puto zumo por toda la papelera ¡había que tirar el
paquete bocabajo, claro! Lo que había, blandurrio, mojado
26
N. R. Siebaruaq- Los seres miserables
de esa basura naranja que no sabe a nada. Putos críos ¡qué
vergüenza! Total, que no he desayunado una mierda.
Tampoco tenía para café, ¡joder! He rebuscado un poco
entre las basuras de barrio, pero ni una monda de manzana,
¡qué va a haber! Me he puesto a pedir, qué remedio, pero
nadie me ha dado ni para un colín. Quince céntimos que he
ahorrado para el café de mañana y malas caras que no falten
¡qué falta de educación! A la hora de comer he andado hasta
el centro a ver si algún turista pedía algo que no quería,
pero nah. Nada de nada. Timbré varios portales para ver si
me colaba en el basurero pero tampoco funcionó. Un chicle
bien envuelto conseguí, eso sí, para matar la gusa, pero el
sabor a menta estaba medio ido ya, ¡joder! Hoy no era mi
día, no. No paraba de pensar en esos platos de pasta en
recipientes de cartón con queso agarrado a los lados, y
quizá algún espagueti, o el cuscurro de un pan, o migajas de
galleta, o, qué sé yo, algo. Mi restaurante favorito, al que
suelo ir a comer, prepara una pasta carbonara de muerte,
carbonara de la de verdad, no de esa con nata, sino con
27
N.R. Siebaruaq- Los seres miserables
bacon, y huevo, y cebolla: me encanta. Pues dos putas horas
he estado hoy esperando a que alguien se dejara sus
espaguetis y na-da. ¿Por qué todo el puto mundo tenía hoy
tanta hambre, joder? Un niño se ha dejado los macarrones,
pero estaban cubiertos de no se qué mierda masticada y casi
no me los podía comer, aunque estaba muerto de hambre,
joder, pero es que estaba asqueroso ¡iba a vomitar! Y
vomitar va en contra de mis principios, ¿sabes? ¿Qué es eso
de devolver algo que se puede comer? No, joder, no.
Vomitar es para señoritas remilgadas de esas que se dejan la
ensalada porque no les gusta pero la piden para disimular
que son unas putas focas. A lo que iba, ¿dónde ceno? Son
las once… ¿intento ver si han tirado palomitas del cine?
Aunque lo del cine es una movida grande, ¿eh? La basura
sólo sale a veces, parece ser que la guardan, o algo, no digo
nada; y la gente no se deja una puta mierda, les pones
cuatro luces y diez tiros y comen como si fueran ellos los
que estuvieran apuntados por un rifle. Una vez me jodí el
diente con la basura del cine intentando morder palomitas
28
N. R. Siebaruaq- Los seres miserables
sin explotar. Y encima como los muy idiotas quieren menús
extragrandes siempre, así están, gordos como atunes, y
vienen con bebida extragrande llena de gas que no les cabe
en la tripa, y se la dejan, se la dejan, y como son unos putos
incivilizados la tiran de cualquier manera y ala ¡todo regado
de puta cocacola, o de fanta, o de lo que sea! Si quedaba
algún nacho, o sandwich, o lo que fuera están tan mojadas
que son pasta, grumo. Pas-ta. Las palomitas dulces parecen
puto vómito de unicornio ¡joder! No, el cine no es buena
idea: probaré otro restaurante. ¡Qué hambre tengo! Todo
culpa del puto Miguel ¡quién nos manda beber vino! Ahora
bien, ahí lo he dejado, todo tirado en un portal, más ciego
que un topo ¡ahí se joda, por tentador! Uno no puede
permitirse hacer el tonto cuando vive en la calle ¡jodido
burgués! Espera, espera. Hoy es viernes. ¡Hoy la gente sale,
joder! Y cuando la gente sale, como si su cena de empresita
o sus cubatas de vodka no fueran suficiente, recena.
¡Recena! ¡Habráse visto tamaño desorden! ¿Qué clase de
sociedad es esa que cena dos putas veces? Y ale, mañana ¡a
29
N.R. Siebaruaq- Los seres miserables
desayunar como cebones! Luego se quejan de que están
gordos. Tres comidas, joder, tres comidas como toda la
vida, y ya está. Pero bueno. Dejemos a los idiotas hacer el
idiota con su dinero. Tengo sueño, pero más tengo hambre.
Sé dónde ir: pizza. A los niños pijos les gusta comer pizza
cuando vuelven de fiesta, sí señor, aunque muchas veces
están tan borrachos que no atinan a metérsela en la boca.
Desde luego, siempre se dejan los bordes… ¡serán mierdas!
Comer por comer, eso hacen, y luego, los bordes, para la
papelera, claro está, no se vayan a empachar los señores. Mi
boca se empieza a llenar de saliva: mi estómago está tan
vacío que la idea de mascar pan parece un sueño hecho
realidad. Hmmmm. Además, no apuran del todo los
cabrones: siempre queda algo pegado. Algo de tomate, o de
queso, o de nata, algo. Mi mente comienza a fantasear con
bacon agarrado, o algún trozo de pimiento, o alguna
aceituna desechada, o atún, o algo. Mi pizza favorita es la
barbacoa, ¡ya lo era de chaval! Una vez incluso ahorré y me
comí un cacho entero para mí solo, una semana antes de
30
N. R. Siebaruaq- Los seres miserables
navidad… ¡me sirvió de nochebuena! Qué hambre tengo
joder. Ojalá alguien se pida barbacoa y se la deje entera.
Muerda la punta y decida que no le gusta. Muerda la punta
y descubra que es puto vegetariano. Muerda la punta y su
amigo pote y tenga que tirar el cacho para ayudarle, y por
favor, que caiga bocarriba, o bocabajo, me da igual, joder,
pero que se le caiga, y que no lo coja, tengo hambre, puto
niño de los huevos, tenía que quedarse hoy en casa, o a lo
mejor ayer le gritó a su madre que no quería jamón, o a lo
mejor hoy era su cumpleaños o qué sé yo, puta hambre, me
cago en Miguel, tenía que traerme el vino, y yo beber ¡y yo
beber! ¡Si yo como tres comidas siempre, nada de excesos
como esos mendigos carcomidos que no duran ni dos
telediarios! Yo llevo un orden, ¿sabes? Un puto orden. Qué
hambre tengo joder. Que alguien tire algo por favor, me da
igual lo que sea. Incluso la pizza esa de mierda de piña, lo
que sea.
Me pongo al lado de la papelera de la plaza y espero. Me
llega el olor a pizza. Ojalá tener un puto euro para
31
N.R. Siebaruaq- Los seres miserables
comprarme un cacho… La mierda es que no chapan hasta
las seis de la mañana, así que me puedo olvidar de los
restos hasta el desayuno… Veo pasar y pasar gente con
pizza, y pizza, y pizza, pero nadie tira nada. ¿Qué les pasa
hoy? Algunos se sientan en el banco de la plaza y mastican,
y hablan, como para torturarme con sus olores y masticares
pegajosos. Para terminarla, un borracho engulle su pizza y
la pota semi entera en la papelera… ¡puta mierda! Ahora
todo lo que tiren va a saber a jodido vómito, ¡joder! Agh.
Me cago en todo lo cagable.
Me
Muero
De
Hambre.
32
N. R. Siebaruaq- Los seres miserables
Dios mío, ha pedido barbacoa. Ha pedido puta barbacoa. Se
sienta en el banco… ¡dos cachos! Se come uno primero,
lentamente: no tiene mucha hambre. Está con dos amigos
que no comen, miran: los tres van de clase. Ja, ja, ja. Putos
señoritos… ¡se creerán que son alguien! Come, come,
masca, traga. Pero venga ¡por favor! ¡Si no tienes hambre!
A ver si te vas a manchar el traje de papá de salsa. Tírala.
Por favor tírala. Oh, no mierda, espera: Si la tira se va a
juntar con la mierda de vómito, que ya huele desde aquí.
Joder. No puedo permitir que eso suceda… ¡no! Echo una
ojeada a la pota viscosa y chorreante de la papelera: algo
manchado de eso no me lo puedo comer. De mirarla de
cerca me da una arcada, y hubiera potado de haber tenido
algo en el estómago. El niño pijo juguetea con su primer
cacho de pizza… ¿se dejará el borde? ¡Tío, que tienes otra!
¡No te comas el puto borde! ¡Que no hace falta que apures
tanto, venga! Nada, no: se lo come. ¡Se lo come! Empieza
el segundo. Está contando una anécdota graciosa de una
33
N.R. Siebaruaq- Los seres miserables
chica llamada Ana, bueno, a mí no me hace gracia, pero a
sus amigos sí, se ríen como hienas, como putas hienas. Qué
asco me dan los niños pijos, joder.
¿La deja?
¡La deja!
No quiere más: le queda más de medio cacho. Ay por
dios mío. Mis papilas gustativas empiezan a bailar claqué.
Un amigo suyo alarga la mano, como pidiéndole un cacho.
Nonononono.
-¿Qué pasa, Ángel, te quieres comer mi basura? –dice
el Niño Pijo Tragón, apartándola de su alcance.
– Tengo hambre, colega, y no tengo más pasta.
–
34
N. R. Siebaruaq- Los seres miserables
– A ver si la sigues queriendo ahora.
El Niño Pijo Tragón sorbe y echa una flema en el
centro de la pizza que le quedaba, ceremonialmente.
-Joder, tío, ¡qué puto asco!
-Así aprenderás a no coger nada de segunda mano,
Ángel. No queda bien. –se empieza a reír. El tercero
también ríe a medias, como si no tuviera claro cuál es su
papel.- Es broma, es broma. Si quieres te pago un cacho, no
jodas. Aún me quedan veinte euros de la paga del finde.
Veinte cachos te puedo comprar, puto gordo.
-No hace falta –murmura Ángel, serio, con la boca
pequeña. Reconoce el poder social del Niño Pijo Tragón.
Ahora que lo miro bien, apenas tiene que ser mayor de edad
el muy cretino.- ¿Nos vamos a casa?
-Venga.
35
N.R. Siebaruaq- Los seres miserables
Oh, Dios mío. La va a tirar. La va a tirar, el muy idiota.
Va a tirar la puta pizza. A estas alturas de la película, me da
igual que tenga un escupitajo: tan sólo pensar en la salsa, y
la carne, y el queso, y el pan, y la salsa… tendré que tener
cuidado para comérmela despacio y disfrutarla. Ojalá aún
esté un poco caliente, ojalá, ojalá, ojalá. Agh. Van a la
papelera del potado… Qué-asco. No puedo permitir que ese
magnífico medio cacho de pizza caiga en ese pozo de
podredumbre. No, no, no. Ay. Qué mal. A lo mejor si la cojo
nada más que caiga no se le pega nada… tengo que estar
cerca, aunque eso vaya en contra de la norma de que no me
vean coger la comida que acaban de tirar. A veces da
problemas. A veces da problemas. Pero tengo hambre.
Mucha hambre, joder, y es pizza barbacoa. Me quedaré
cerca, muy cerca. Tan cerca que sólo tenga que alargar la
mano. Venga, tírala, joder. Tírala y vete. Vete a tu casa de
pijo a comer y desayunar tres veces.
Tírala.
36
N. R. Siebaruaq- Los seres miserables
Tírala
¡Tírala!
¡Plof!
La pizza impacta contra la superficie pegajosa y oscura
que es la basura.
Alargo la mano y la cojo enseguida.
¡Es mía, mía, mía!
Limpio los restos con la manga y empiezo a salivar…
¡barbacoa!
Entonces, nuestros ojos se encuentran.
37
N.R. Siebaruaq- Los seres miserables
- Pero bueno, ¿qué tenemos aquí?
Nohagascasonohagascasonohagascaso.
– Así que comiéndote mi comida, ¿eh?
Masca, cómetela. Barbacoa, barbacoa. Qué rica por dios.
Está fría y correosa pero la salsa sabe igual. Puta salsa
barbacoa.
-Mirad qué pintas. Normal que así no consiga ningún
puñetero trabajo.
Tenía tanta hambre.
-Menudo espectáculo lamentable estás dando. Das
asco, amigo. Hueles a vino, estás cubierto de mugre y te
estás comiendo mi escupitajo.
Se acaba, mierda, mierda, mierda, qué buena estaba.
- Ten cuidado, Ángel. A lo mejor un día acabas como
38
N. R. Siebaruaq- Los seres miserables
este despojo humano. Seguro que no ha trabajado en su
vida.
Llego al pan. Qué buena, joder, qué buena.
- Estoy hasta los cojones de que estos vagos de mierda
le chupen la sangre a mi padre. Que si ayudas sociales, que
si limosnas… ¡hasta la paga de su hijo, parece! ¿La has
disfrutado, campeón? ¿La has disfrutado?
Lo miro por vez primera con atención. Pelo cortado al
cepillo, ojos agresivos, olor a alcohol caro y a colonia, traje
ridículamente bien planchado. Es poca cosa, nada
comparado a los armarios de sus amigos, pero algo en él
transfiere una crudeza, una fiereza que demuestran quién
manda ahí. Puto Niño Pijo Tragón. Le partiría la cara, pero
será mejor no buscar problemas. Ya he cenado, pero sigo
teniendo hambre. Sigoteniendohambre. ¡Mierda, mierda!
Quizá sí que me toque ir al cine a roer palomitas sin
39
N.R. Siebaruaq- Los seres miserables
explotar.
-¿A dónde te crees que vas, mierdas? ¿Ni siquiera me
vas a dar las gracias por el banquete?
No te gires.
- ¡Menudo maleducado de los cojones! ¡Que vuelvas,
he dicho!
No te gires.
– ¿Y tú de qué te ríes, gilipollas?
-Mal jefe de nadie vas a ser –añade la tercera voz, que
no es ni del Niño ni de Ángel- si no te obedece ni un puto
mendigo.
-Pues claro que me obedece. Con esta gente, ya se
40
N. R. Siebaruaq- Los seres miserables
sabe.
Oigo un tintineo de monedas caer al suelo. Por mi
mente pasa fugazmente la idea de otro cacho de pizza, esta
vez comprado. O de un café mañana… ¡tal vez con leche!
No, no, no. No seas avaro, como esos niños ricos. No te
busques problemas. Sigue andando. Vete. Vete
¡Será desagradecido de mierda!
Vete.
¡Puto moro cobarde y tragón!
Vete.
-¡Se va a cagar!
Oigo pasos detrás de mí. Me planteo correr. Debería correr.
41
N.R. Siebaruaq- Los seres miserables
Pero no tengo fuerzas. No tengo putas fuerzas.
Un empujón me hace tropezar y caer.
¿Con que comiéndote mi comida en lugar de conseguir la
tuya?
Cállate, gilipollas, cállate.
Patada en el costado.
¡Date la vuelta!
Patada
¡Date la vuelta!
Patada.
42
N. R. Siebaruaq- Los seres miserables
¡Dadle la vuelta! ¡Sujetádmelo! ¡Sujetádmelo, joder!
El mundo gira a mi alrededor. Dos, o tres, o cuatro manos,
no sé, me asen y me sitúan cara a cara con el Niño Pijo
Tragón. Veo su mirada azul, fría, helada, completamente
fuera de sí. Me veo reflejado en ella, encogido, hundido,
inexistente. Tranquilo. Tranquilo. Sólo tiene que demostrar
ante sus amigos pijos quién manda aquí. No te preocupes.
Sólo serán un par de ostias.
La primera llega en la boca del estómago.
Tendría que haberme esperado a cogerla. Qué más daba un
poco de vómito, joder Qué más daba.
La segunda llega en la cara.
Maldito Miguel, maldito Miguel, malditomiguel. Quien me
manda beber vino a media tarde sin comer. Quien me
43
N.R. Siebaruaq- Los seres miserables
mandasaltarmeelturnoenelputo restaurante.
La tercera no llega. En su lugar…
-Devuélvemela.- exige
Lo miro sin comprender.
¡Plaf!
Devuélvemela.
¿Qué!
¡PLAF!
¡Devuélvemela!
-Tío, basta ya…
44
N. R. Siebaruaq- Los seres miserables
-¡No, cállate, Andrés! ¡Que me la devuelva, joder! ¡Que
gane su propio dinero para comprarse una!
DEVUÉLVEMELA
PLAF
DEVUÉLVEMELA
PLAF
-¡DE
PLAF
VUÉL
PLAF
45
N.R. Siebaruaq- Los seres miserables
VE
PLAF
ME
PLAF
LA!
Mevaamatarmevaamatarmevaamatar
-¡DEVUÉLVEMELA!
Plaf
Mecagoenlosputosniñospijos
46
N. R. Siebaruaq- Los seres miserables
-¡ESCÚPELA!
Plaf
Mecagoenelniñodelbocatadejamónysumadre
¡POTA!
Plaf
Mecagoenmiguelyensuvinotinto
-¡POTA!
Plaf
Yosoloteníahambre
¡POTA!
47
N.R. Siebaruaq- Los seres miserables
Queríasalsabarbacoa
-¡POTA!
Plaf
O espaguetis carbonara
-¡POTA!
Plaf
O bordes de pizza
-¡POTA!
Plaf
48
N. R. Siebaruaq- Los seres miserables
O ensalada desparramada
-¡POTA!
Plaf
O helado derretido
-¡POTA!
Plaf
O salsa barbacoa
-¡Pota!
(dedos hasta el fondo de la garganta)
Tenía hambre
49
N.R. Siebaruaq- Los seres miserables
(dedos hasta el fondo de la garganta)
Teníahambre.
Teníahambre.
(y)
PUAJWERTBUARGGGGGGGGGGGHHHHHH
[[[Odiovomitarodiovomitarodiovomitarodiovomitarodiovo
mitarodiovomitarodiovomitarodiovomitarodiovomitarodiov
omitarodiovomitarodiovomitarodiovomitar!!!!!!!!1]]]
Restos de barbacoa por el asfalto.
(se la devolviste)
50
N. R. Siebaruaq- Los seres miserables
Ojos azules triunfales.
(se la devolviste)
Rostro impactando por el suelo.
Negro
Negro
Dolor
Oscuridad
51
N.R. Siebaruaq- Los seres miserables
Odiovomitar
teníahambre.
Tenía hambre.
52
N. R. Siebaruaq- Los seres miserables
# 3 Banalidad
Cuando Amanda estaba a punto de nacer le compramos
una cenefa de corazones rosas sobre un fondo pálido,
también rosa. Pintamos su cuarto de color crema, así que
cuando quitamos esa ridícula banda de papel pintado las
manchas negras de pegamento mal arrancado
permanecieron ahí durante meses, como el recordatorio
arquitectónico de un error. Mi mujer se negaba a pintar las
paredes de color oscuro, “una niña necesita alegría,
53
N.R. Siebaruaq- Los seres miserables
alegría”, decía. Y yo asentía, pues jamás quise hacerla sufrir
también a ella, pero una voz maliciosa siempre murmuraba
desde la trastienda de mi cabeza “para qué quiere alguien
alegría si no tiene corazón”.
Aunque las palabras de los médicos y especialistas
estuviesen llenas de candor, la estadística siempre jugó en
nuestra contra, y nunca nos ganamos el beneplácito del
calendario. Recuerdo las primeras noches tras el
Diagnóstico como una batalla perdida frente a la pantalla
del ordenador. Siempre he sido una persona más de hechos
que de palabras, así que mientras Natalia lloraba y hablaba,
yo buceaba en el ordenador. Nadaba entre informaciones
confusas, rigurosos números que no permitían hacer
promesas y cantinelas místicas sobre un remedio sanador.
La Búsqueda sustituyó casi por completo al ocio en mi
rutina, y en cierto modo eso la banalizó. Cuando volvía de
trabajar, comía, preparaba café y buscaba al igual que otras
personas navegan por eBay o hacen scrolling en las redes
54
N. R. Siebaruaq- Los seres miserables
sociales. Cenaba, revisaba mi correo electrónico y leía
artículos sobre salud, trasplantes y corazón, del mismo
modo que otros hombres se acomodan con una cerveza
frente al telediario. Nuestras salidas de casa, por no hablar
de las vacaciones, se limitaron hasta el punto de
acomodarse en una indiferente inexistencia que no pareció
molestar especialmente a ningún elemento de la unidad
familiar. Las primeras semanas –o meses, o años, ya no
recuerdo– mi actividad estuvo marcada por un fragor
frenético que me hacía levantarme varias veces durante la
noche. La angustia me dominaba, daba vueltas silenciosas
en el cuarto como si en un recoveco de la casa se escondiera
un cómo o un por qué que me permitiera volver a la cama.
Usualmente lo encontraba, en una mentira o en un engaño,
en un “mañana, mañana”. Sentía como si una barra de
acero permanentemente estuviera fustigando todos y cada
uno de mis tendones, desde la espalda a los meñiques,
obligándolos a agitarse y moverse, hablando, llamando,
andando, conduciendo, tecleando. No encontraba descanso,
55
N.R. Siebaruaq- Los seres miserables
hasta que un día una verdad me golpeó en la frente y me
obligó a frenar: Amanda se iba a morir, tarde o temprano.
Mi hija potencialmente estaba muerta, aunque actualmente
aún pareciese algo.
Creo que puedes saberte jodido de la cabeza cuando los
lugares que comúnmente hacen sonreír a la gente, como los
centros comerciales, los helados de nata y fresa, o los
anuncios de turrones sólo te colocan un paso más cerca de
la locura o el suicidio. Si bien los primeros momentos tras
el Diagnóstico fueron una nube borrosa y confusa, toparme
con la verdad convirtió mi existencia en un lugar cinéreo y
descolorido en el que todo se movía demasiado lentamente.
En aquella época, Natalia ya había tejido para sí misma una
mentira de tela lo suficientemente convincente como para
sostenerla cuando estaba a punto de caer: las recuerdo a las
dos las mañanas de los sábados, dos figuras demasiado
delgadas en el silencio apacible de la casa, preparándose
para ir a las clases de piano, o los domingos para ir a misa,
56
N. R. Siebaruaq- Los seres miserables
pues Amanda “algún día haría la comunión”, o yéndose de
compras en rebajas, a cumpleaños de amigos, a reuniones
con los profesores que aseguraban que nuestra hija “tendría
mucho futuro si seguía por el buen camino”, lo que fuera.
Las únicas tardes que pasaba con Amanda eran las de los
jueves, cuando Natalia iba a sus reuniones de Padres Y
Madres Que Sufren, mujeres y hombres que se recrean en
una vorágine de autocompasión, pastas con un sabor a
limón detestable y discursos lacrimógenos sobre lo
Inevitable. No sé qué le costó más a Natalia perdonarme, si
que no fuera con ella para sostenerle la mano mientras
hablaba de los nuevos pantalones que le había comprado a
Amanda como forma personal de luchar contra la muerte; o
que las tardes a solas con mi hija estuviesen plagadas de
denso silencio. El saber que mi hija ya estaba muerta me
alejó inevitablemente de ella: su sonrisa dejó de moverme
algo en la boca del estómago. Todos los esfuerzos de mi
mujer por conservar la normalidad me parecían ridículos
por definición, ¿para qué quería gastar mi hija su tiempo
57
N.R. Siebaruaq- Los seres miserables
yendo a clases de piano? ¿Comprarle pantalones un número
grande, para ver si al año que viene le seguían valiendo?
¿Hacer amigos en el jardín de infancia? ¿Comer? ¿Dormir?
¿Ducharse?
Ese pesimismo constante trascendió poco después los
límites de lo que a mi hija se refería para llenarlo todo.
Desde la ventana de mi despacho se puede ver un gimnasio
de fitness, puro cristal salpicado de figuras que corren y se
ejercitan… ¿para qué? ¿Para verse un poco mejor? ¿Para
estar algo más contentos? ¡Por Dios mío! Seréis pellejos
viejos y flácidos en una década, en dos o tres estaréis
muertos, ¿cuál es el sentido? Las revistas de consejos sobre
salud y rutina me producían urticaria, y pocas cosas me
parecían más ridículas que la gente que se preocupaba de
dormir ocho horas y comer cinco veces, como si esas tontas
pautas pudiesen evitar lo Inevitable, como si fueran en
alguna medida importantes, construyéndose castillos de
papel cuyas cimas estaban coronadas por la identidad
personal, el bienestar físico y mental, y los deseos y
58
N. R. Siebaruaq- Los seres miserables
aspiraciones de cada uno. Las fiestas nacionales, la
publicidad navideña, y en general cualquier cosa que
tuviese muchos colores y se moviera muy deprisa me
parecían torpes intentos de fingir que lo que nosotros
hacíamos tenía trascendencia para algo o para alguien.
Cualquier libro, película o entretenimiento me parecía pura
pompa autocomplaciente. Si no dejé mi trabajo o mis
rutinas fue por una inercia acomodaticia que poco tenía que
ver con que encontrara sentido alguno a trabajar y ganar
dinero para comprarme unas camisetas nuevas la próxima
temporada con las que ir a visitar a mis familiares y amigos
de vez en cuando. Acometía mi día a día con una sonrisa
postiza e interesada que me obligaba a poner para obviar el
deseo inconfesable de que se me cayera el techo encima y
poder acabar con esto ya.
Los jueves por la tarde, cuando me esforzaba por hacer
algo con Amanda, me costaba mirarla a la cara sin romper a
llorar. La misma sensación que tenía a lo largo de todos mis
días y todas mis noches, como si tuviera una lágrima
59
N.R. Siebaruaq- Los seres miserables
enquistada en la córnea o un grito atascado en el esófago, se
volvía especialmente turbadora cuando miraba frente a
frente su carita de ángel. El deseo de abrazarla y llorar
durante horas nunca logró a realizarse: mi amor por mi hija
era lo único que podía hacerme olvidar el camino de la
razón y el desdén, lo único que me hacía mantener las
formas. Usualmente los padres con hijos me parecían el
cuadro más patético de toda la sociedad: hombres y mujeres
adultos sacrificándose por unas masas de carne que habían
arrojado a un mundo de frustración, muerte y sacrificio.
Seres dispuestos a machacar al planeta y a sus congéneres
por un puñado de ilusiones vacuas, seres miserables y
frustrados sin otro destino que la muerte, seres por los que
ellos mismos sufrían y se sacrificaban. Pero, joder, por
patéticos que me parecieran, yo era uno más de ellos. Había
desdeñado el amor, la sociedad, el placer, pero seguía
queriendo a mi hija, la causante de todo aquello. Joder si la
quería, sólo que me costaba eones demostrárselo.
Infinitamente más sabia que yo, ella sabía perdonarme
60
N. R. Siebaruaq- Los seres miserables
nuestras largas carreras en el coche familiar –una vez
comprado con vistas a recorrernos el mundo juntos en un
puro viaje- que desembocaban en un centro comercial
cualquiera, esos que yo odiaba tan profundamente. La
llevaba a una tienda de libros, o de juguetes, y esperaba a
que ella se decantase por algo, pues yo jamás hubiera
sabido que ofrecerle. La única vez que me atreví a
comprarle algo por mi cuenta, una muñeca similar a otra
que habíamos comprado juntos, resultó que ya la tenía, pero
ella la quiso igual. La puso junto al cabecero de la cama,
vestida con un pijama diminuto, y la llamaba “la bratz de
papá”, y eso sólo me hizo sentir peor al saberme un
fracasado como padre incluso en el aspecto más doméstico
del asunto. Después, la llevaba a comer algo, cada vez a un
sitio distinto –o eso creo-, pero todos igual de deprimentes;
y esperaba pacientemente, bebiendo algo de cerveza, a que
ella se terminase un montón de alimentos insanos y de
colores brillantes, tratando de contarme cosas que yo seguía
difusamente hasta que volvíamos al silencio. En algún
61
N.R. Siebaruaq- Los seres miserables
momento yo me fijaba en la hamburguesa a medio comer, o
en el rostro poco favorecido de mi hija bajo la luz de los
halógenos, los colores dolorosamente alegres del
establecimiento, de su juguete; y entonces sabía que era el
momento de volver a casa. Natalia usualmente me
censuraba llevar a mi hija a comer comida basura y al
regalo fácil, pero sé que prefería eso a las tardes en las que
yo no tenía fuerzas para salir de casa y nos quedábamos
fijos delante del televisor, ella esforzándose por reír con
cada chiste, yo entre la somnolencia y el llanto. El único día
en el que llegué a conectar realmente con mi hija fue
cuando me equivoqué al tomar la salida de la ciudad que
me llevaba al centro comercial, algo raro en mí –pues
cuando uno abraza con tanta fuerza a la rutina niega la
entrada a lo extraordinario- pero que nos llevó a una
especie de zona de recreo de verano en la que ambos nos
manchamos juntos de barro mientras nos reíamos como
bobos. Cuando volvíamos a casa, yo jugué a perderme una
y otra vez, mientras Amanda gritaba con una voz
62
N. R. Siebaruaq- Los seres miserables
sobreexcitada y aguda incluso para una niña de seis años
“¡que noooo!, ¡que no es por ahí!” y yo daba volantazos
con el coche, también hablando demasiado alto. Mi mujer,
preocupada y enfadada, nos recriminó una y mil veces esa
tarde de risas y barro, pero no puedo decir que me
importara: nuestro matrimonio llevaba mucho tiempo
acabado. Seguir conviviendo con Natalia era sólo una más
de las cosas que yo consideraba estupideces sinsentido pero
que continuaba haciendo por Amanda.
Por lo demás, el resto de las tarde las pasaba inmerso
en una Búsqueda que, como ya he dicho, se había vuelto
totalmente banal. Sabía lo que iba a encontrar: nada que
pudiera satisfacerme; pero seguía revolcándome en mi
deber como hacen aquellos que siguen comiendo tres platos
en la celda del corredor de la muerte. Escribía en foros,
visitábamos médicos, ahorrábamos, mucho, bastante. Los
números ascendentes cada mes de la cuenta del banco eran
el testimonio vivo de la mentira de una sociedad que cree
63
N.R. Siebaruaq- Los seres miserables
que la riqueza es poder. El dinero podría haberme
proporcionado infinita gloria, vistiendo los mejores trajes,
yendo a los sitios más altos y fotografiándolos con la mejor
de las cámaras, pero no podía vencer a Lo Inevitable. Aún
con todo, nosotros seguíamos haciéndolo, ahorrar, me
refiero, e ir a trabajar, y buscar expertos en Kansas o en los
Ángeles, como si el hecho de viajar ochocientos kilómetros
y gastarnos ocho mil dólares nos fuese a colocar apenas un
escalón más cerca de la salvación. Nuestra vida pendulaba
entre la frugalidad necesaria para adquirir algo que no
existía y la banalidad de seguir comiendo, comprando y
gastando como si fuésemos a vivir eternamente. Me
acuerdo que uno de los cumpleaños de Amanda llegó en
una época en la que parecía que cuanto más ahorrásemos
más cerca estábamos de un trasplante de corazón. Mi mujer
hizo una tarta casera, felicitaciones y etiquetas con sus
propias manos, le cosió una muñeca durante las noches y
me pidió que dejase la Búsqueda para escribirle un cuento
ilustrado, pues antes del Diagnóstico solía dedicarle tiempo
64
N. R. Siebaruaq- Los seres miserables
al dibujo y a la escritura. Invitamos a pocos niños, y mi
mujer incitó a las madres a traer algo “homemade, ¡haha!”
como excusa poco convincente para no gastar apenas un
euro. Le pidió a la familia que no comprase nada para
Amanda, que nos dieran a nosotros el dinero y “ya iríamos
con ella al centro comercial”, mientras ella no cesaba de
hacer regalos caseros y bucear en las rebajas de los
mercadillos para rellenar el hueco del regalo de los abuelos.
Las dos semanas previas a la celebración estuvieron llenas
de carreras y números en los márgenes de cualquier
servilleta, de esfuerzos y golpes de calculadora. Natalia
estuvo a punto de comprarle a Amanda un jersey demasiado
grande para que ella tuviese un paquete más que abrir con
una excusa fuerte para ser devuelto, pero yo la disuadí:
estaba yendo demasiado lejos. Mi mujer estaba tan
obsesionada con que nadie se diera cuenta de sus estrategias
que no pudo disfrutar de la fiesta, pero los niños se lo
pasaron en grande y Amanda apenas aguantó unos minutos
despierta cuando todo acabó. A la luz farólea de la calle, el
65
N.R. Siebaruaq- Los seres miserables
salón parecía una tierra yerma tras una batalla, y los
envoltorios de regalo, bolas de paja multicolor venidas del
lejano oeste. Cuando Natalia acostó a Amanda y vino a
ayudarme con la limpieza, ambos nos quedamos en silencio
sentados en el sofá con los ruidos callejeros como única
conversación hasta que, por un resultado mágico del estrés
y las circunstancias, acabamos haciendo el amor tras mucho
tiempo de frialdad y separación. Cuando acabamos nuestra
triste hazaña, ella rompió a llorar y dijo que quería ir a
Disneyland con Amanda el próximo verano. Que ahorrar no
servía de nada, que ella tenía que ver el mundo, disfrutar,
viajar, y que nosotros teníamos que acompañarla y
enseñarle lo bueno del mundo. Yo la abracé y le di la razón
en todo, a pesar de que no me sentía con las fuerzas de
enseñarle lo bueno de nada a nadie y de que imaginarme a
un tipo sudado y peludo disfrazado de pato Donald me
producía urticaria en el bulbo raquídeo; pero en algo
Natalia tenía razón: ahorrar no servía de nada. Esa verdad
que yo había asumido hacía demasiado tiempo sólo vivió
66
N. R. Siebaruaq- Los seres miserables
unos días en la cabeza de mi esposa, pero eso no la hacía
menos verdadera.
Porque, queridos amigos, la única escapatoria posible a
Lo Inevitable –o al menos la única forma de atrasarlo unas
cuantas décadas en la vida de mi hija– es la compatibilidad.
La compatibilidad entre un corazón ajeno funcional y la
máquina rota que a duras penas logra hacer andar a mi
Amanda. Esa sería la única posibilidad real que ella tiene de
salvarse. Sí, entiendo que en términos generales que la vida
de mi hija se prolongue cuatro o cinco décadas más no es
realmente importante: morirá igualmente como lo hacen
todos esos pequeños bebés cuando dejan de ser tan
pequeños; mas, aunque parezca una idea idiota y poco fría,
es lo único importante para mí ahora. Prolongar su vida, un
día, una semana, un año, un siglo ¡lo que sea! Este no es
terreno de razones o principios, sino de un atávico amor de
un padre hacia su hija, algo tan primordial que casi parece
irracional. Quiero. Que. Ella. Viva. Es mi único y final
67
N.R. Siebaruaq- Los seres miserables
deseo.
Cada vez que comprobaba la lista de espera me sentía
como Sisífo de vuelta a la falda de la montaña: los números
siempre eran demasiado grandes, demasiado inabarcables.
Por cada número más cerca que nos situábamos de la cima
pasaban los días suficientes como para que la operación
estuviera más y más lejos del éxito. Mi mujer tendía a ver a
los números previos –y esta sentencia ha de tomarse
literalmente, pues nunca dedicó un pensamiento a aquellos
que los habitaban– como el único obstáculo existente entre
la muerte y la salvación, mas eso sólo era una hebra más
bien entretejida en su telar de mentiras. Incluso aunque
fuéramos los primeros de la fila, ello no aseguraba que un
donante compatible fuera a aparecer antes de que fuera
demasiado tarde. Natalia solía tomar como buena señal la
desaparición súbita de diez o quince números de la lista,
mas yo siempre supe leer entre las líneas vacuas que habían
dejado: para ellos ya era demasiado tarde. Algún día lo sería
también para nosotros, y una familia tontamente
68
N. R. Siebaruaq- Los seres miserables
esperanzada se alegraría neciamente de estar un número
más cerca de la tierra prometida. Cada Búsqueda, cada día
en el calendario situaban ese momento más y más cerca, y
Amanda seguía sin crecer, y Natalia seguía sin ver, y yo, y
yo, seguía buscando, seguía llevándola al centro comercial,
seguía comiendo, corriendo, contando, llorando. Hace tan
sólo unas semanas me di cuenta de que Lo Inevitable ya no
era un horizonte lejano, doloroso pero aún difuso, sino que
si tuviera el valor suficiente podría mirarlo cara a cara,
respirar su humo. Los calmados días de depresión resignada
desaparecieron, y en su lugar volvió el desasosiego interno
que ya una vez me había golpeado cruelmente, sólo que
esta vez ya sabía cómo tratarlo. Pastillas, vino, mirar al
suelo, apenas mirarla a ella, apenas escuchar a Natalia,
apenas pensar en nada, cerrar de un portazo sonoro la
entrada de las desesperaciones que de vez en cuando se
empeñaba en abrirse entre mis lóbulos cerebrales. Incluso,
por unos días, dejé de Buscar, y conseguí encontrar una paz
interna y adormecida en un mundo creado en el que no
69
N.R. Siebaruaq- Los seres miserables
existía la muerte porque tampoco existía nada que se
asemejase a estar vivo. Pero hoy es jueves, hoy es jueves,
¡hoy es Jueves! Hoy está ella sentada a mi lado en el sofá,
en sus ojos la pregunta de sí hoy iremos juntos al centro
comercial, en la televisión un show con muchos colores y
sonidos quizá ya demasiado infantil para la infeliz de mi
niña, revistas médicas en la mesita de café, el sofá y la
alfombra llenos de pelusa. ¡Es jueves, es jueves, mierda!
Hoy no puedo escapar de ella, hoy no puedo beber ni una
gota, Natalia se enfadaría, y gritaría, y lloraría, y uno de los
pocos días que a mi hija le quedan en esta tierra estaría
pintado de un naranja enfadado. Yo no presto atención a la
televisor, ella tampoco, ¿cuándo se hizo tan consciente?
¿Cuándo dejó de ser tan niña por dentro? ¿Sabrá lo que le
pasa? ¿Sabrá que va a morir? ¿Sabrá que la quiero? Y no.
No. No. No puedo soportarlo más. Necesito pensar que hay
un mañana para ella, a pesar de que ese deseo me parecería
patético en cualquier nosotros. Necesito conseguirle unos
días, unas horas, unas décadas para que vaya si quiere al
70
N. R. Siebaruaq- Los seres miserables
gimnasio, o lea libros autocomplacientes, o ahorre, o gaste,
o lo que quiera, pero que viva, que viva feliz, que viva sin
pensar en lo Inevitable, que… que…
– Papá –musita.- ¿Qué te pasa? –y hoy desde hace
demasiado tiempo, vuelvo a ser consciente de que Amanda
tiene voz.
Me levanto agitado: la piel vuelve a arderme. Me
levanto agitado, pero esta vez la agitación no es ciega: he
tomado una decisión. Una decisión desesperada, extrema,
que raya lo irracional.
Enciendo el ordenador, pero esta vez la Búsqueda está
animada por un principio distinto: esta vez sé lo que voy a
encontrar. No hay ninguna garantía de que un padre sea
compatible con un hijo. De que sus órganos vayan a seguir
funcionales cuando llegue la ambulancia. De que la ley
vaya a permitir que la operación suceda. De que la
operación sea satisfactoria. De que la recuperación lleve a
alguna parte. Evidentemente, la mejor opción es el
ahorcamiento: espero que no se degraden demasiado los
71
N.R. Siebaruaq- Los seres miserables
tejidos vasculares. Pero no enciendo únicamente el
ordenador para Buscar datos que ya me puedo imaginar: lo
enciendo, compañeros blogueros, para despedirme de
vosotros, exploradores desesperados que habéis estado
Buscando conmigo durante todos estos años. Lo escribo
porque sólo con vosotros puedo compartir todas esas
preguntas de las que nunca sabré la respuesta, siendo la más
acuciante el “¿Funcionará?” Es triste, y quizá sea el whisky
el que hable por mí ahora, pero ahora que lo Inevitable me
espera entre la silla y la soga, ha dejado completamente de
preocuparme. Ahora la pregunta es otra, algo que quizá
debería haberme planteado antes. ¿Lo sabrá ella? ¿Sabrá
que la quiero? ¿Que la quise? ¿Perdonará mis ausencias?
¿La muñeca repetida? ¿Las tardes de hamburguesas y
silencios? ¿Las tardes de televisión y tristeza?
Siempre he sido un hombre más de hechos que de
palabras, bien lo sabéis vosotros. Sólo espero que si todo
funciona sepáis llevarlas donde yo ya no puedo llegar. El
72
N. R. Siebaruaq- Los seres miserables
último lamento de un hombre que se sabe acabado.
73
N.R. Siebaruaq- Los seres miserables
#4 Violencia
´
El hombre más miserable del mundo tenía una casa, y
en la casa una alfombra, y en la alfombra polvo, pelusa y
olvido; y sobre el polvo y la pelusa un gato, un gato panza
arriba. No tenía amigos, no tenía familia, y, para la
relaciones que cultivaba, tampoco tenía vecinos: era un
hombre miserable, miserable y mezquino, tan mezquino
que no sabía que era miserable, tan miserable que en su
74
N. R. Siebaruaq- Los seres miserables
casa sólo había polvo y pelusa, y en sus uñas, y en su
mente, y en su alma. Nunca terminó la escuela primaria y
no podía declararse un fanático del negro sobre blanco; su
madre murió cuando ya no se hablaban, a padre jamás lo
conoció. La segunda casa de César había sido el bar desde
que cumplió los trece y en ella invertía todo su dinero,
robado o ganado, qué más da. A César le gustaba el alcohol
no para olvidar, pues no había muchas cosas reposando en
su cabeza; sino para liberar y potenciar la violencia
intrínseca que hacía latir a sus arterias; le gustaba como
excusa para gritar y vocear, como pretexto para golpear,
como único momento para reír y llorar; para darle a ese
idiota su merecido, para demostrarle a ese cantamañanas
quién mandaba ahí, para darle a esa puta lo suyo, para
encontrarse en la carne hundida y los huesos rotos; y así,
día tras día, su alfombra acumulaba polvo, y el polvo
tapaba los retratos de familia, y las fotos con pantalones
cortos en el colegio, y ese libro de colorear, y la baraja del
solitario, los compromisos rotos, las pinturas de colores, el
75
N.R. Siebaruaq- Los seres miserables
amor, el odio, la amistad, el respeto.
Pero César tenía un gato sobre la alfombra.
El gato se llamaba solamente Gato y apareció un día
sobre la alfombra, y cuando le tiró una lata de cerveza Gato
la esquivó con gracia y César rió, y volvió a tirarle, y otra
vez, y otra vez, y otra; y entonces él le dio los restos del
pollo, ¡cómo se relamía! El gato Gato volvió otro día, y
otro, y otro; y ya se sentaba en el sofá, cada día más cerca,
y comían juntos pollo, cada día César un poco menos, cada
día Gato un poco más. Gato tenía el lomo blanco, negro y
gris, y tanto más pollo comía, más lustroso se ponía, y
Cesar se dio cuenta de que era bonito, y de que era suave, y
de lo calentita que estaba su cabeza sobre su rodilla, lo
suave de sus orejas en sus mejillas, las cosquillas de sus
bigotes, el sentimiento de saberse escuchado. César empezó
a hablar con el gato. Le contaba “me gusta el pollo frito” o
“mi cadena preferida es la tres”, le enseñaba como se
76
N. R. Siebaruaq- Los seres miserables
preparaba la comida, sus programas favoritos de la tele, su
rutina de ducha y lavado, y poco más, pues no era un
hombre que tuviera muchas cosas que contar. Le decía
“prefiero Marlboro a Ducados” o “el mejor vodka es
Finlandia” y el gato lo escuchaba siempre, relamiéndose el
pollo; y también le contaba cosas, aunque con su cuerpo, le
contaba que le gustaba salir a la terraza los días con sol y
subirse al carro de la compra, y César nunca ponía nada
delante, no vaya a ser que no pueda subir; le contaba que le
gustaba el hueco bajo la despensa y César empezó a
limpiarlo para que no se mancharan el blanco y el gris, y le
gustó el jamón cocido y César compró, y empezó a meterse
con él en la cama, entre la colcha y la sábana, ¡jodido gato!
Jodido gato, decía si alguna vez venía a casa un electricista,
o un fontanero, es más listo que el hambre, ¡anda que no
sabe!, le explicaba, y le enseñaba las hazañas de Gato.
¡Jodido gato!, gritaba a veces en el bar, y contaba una
gracia, o en la frutería, o dónde fuera. Cuando volvía
borracho por la noche tenía cuidado de no despertarlo, pero
77
N.R. Siebaruaq- Los seres miserables
él siempre salía a recibirle, y se refrotaba contra sus piernas,
y le lamía la mano aunque estuviera sucia, y se acostaba
entre la colcha y la sábana, siempre lo hacía, siempre
apoyaba la cabeza contra el muslo de César, bueno, no
siempre, ya se sabe con los gatos, son muy suyos, decía
Cesar a veces; hay días que no lo veo, hay días que no
duerme conmigo por la noche, pero son pocos, me quiere
mucho; y sonreía, sonreía con una sonrisa que no era
mezquina, sino boba, más cándida que dañina, por una vez
benevolente. Cuando se iba a ir muchas horas de casa,
porque le salía un trabajo, aleccionaba al gato: no tengas
miedo, vuelvo pronto, te dejo comida y agua, y la mantita
en el sofá, y la tele puesta pero bajito, que sé que te gusta, y
el carro al sol; y mira, te he comprado un ovillo en la
mercería, pero no me destroces el papel higiénico, ¡jodido
gato!; y trataba de volver lo más rápido posible, porque sólo
no le gustaba estar, y Gato siempre le esperaba en su silla
del comedor, la raspaba mucho y se la había desilachado,
pero a Cesar no le importaba porque a Gato le gustaba.
78
N. R. Siebaruaq- Los seres miserables
Un día César le dijo “vuelvo ahora”, y el gato lo miró
como si entendiera. ¡Jodido gato! ¡No sabe ni nada! ¡Es
más listo que el hambre!; sólo que le mintió, le mintió
porque bajo el gato había una alfombra, y bajo la alfombra
había pelusa, pelusa y polvo que lo ocupaban todo, pelusa,
pelo y el fondo de un vaso, y entonces él se lo bebió todo
hasta verse reflejado en el cristal sucio, y otra vez, y otra
vez, y otra vez, así hasta siete, y luego estaba ese
cantamañanas que se reía feo, tan feo que Cësar le tuvo que
destrozar la cara a golpes, tantos golpes que lo mató, ¡plaf!,
¡plaf!, ¡plaf!, tanto se murió que vino la policía ¡anda la
leche!; y los putos maderos lo llevaron a prisión a rastras
desde el bar; y César no pudo volver a pasar la noche con
su gato, y así otro día, y pasaba mucha gente y decían
muchas cosas, hasta que un señor muy serio y muy grave le
dijo a su mente aún resacosa, días más tarde, que iba a ir a
la cárcel, que iban a condenarlo, que iba a morirse, pero a
Cesar no le importaba, le reconcomía Gato, ¿estaría ahora
79
N.R. Siebaruaq- Los seres miserables
subido al carrito? ¿tendría suficiente comida y agua? ¿se
había acordado de dejarle la mantita en el rincón? Y César
se lo explicó al señor serio, y el sonrió pero sonrió mal,
sonrió como con maldad, sonrió como con polvo entre los
dientes, y le dijo que tendría unos días para disponer de sus
asuntos, concretramente 48 horas, y entonces César se
alivió, pero poco, porque si se moría ¿qué iba a ser de
Gato? Gato no podía acabar como uno de esos gatos
callejeros muertos de hambre, o a pedradas, o atropellados,
a Gato le gustaba el sol en el hocico desde el carrito de la
compra, y la mantita, y las series de la televisión, y el pollo
¡¿quién le iba a dar a él pollo?! No pensó mucho sobre la
muerte porque no sabía pensarla: sus neuronas estaban
demasiado saturadas de barro, pero estaba preocupado por
Gato, y se lo dijo a un señor, y a otro, y a otro, y al final una
chica, con una sonrisa sin polvo pero con unos ojos llenos
de agua le dijo que encontraría a alguien, y que Gato estaría
bien, y él se puso contento, y lloró, lloró Marlboro y vodka,
y se limpió un poquito la cara de polvo; y le explicó a la
80
N. R. Siebaruaq- Los seres miserables
chica lo que le gustaba a Gato, y ella comprendió, y le dijo
que le darían pollo y agua, pero Cesar no se quedó mucho a
escucharla porque tenía que volver donde Gato, no vaya a
ser que le hubiera pasado algo, y, además, para despedirse.
César llegó a casa y Gato estaba en la silla, aún le
quedaba agua, un poco menos de comida, y César y Gato
vieron juntos la tele, y César le contó lo del cantamañanas
ese, y lo del cristal al fondo del vaso, y él le miró como si
entendiera, ¡jodido gato!, pero cuando tocaba pasar su
última noche juntos Gato decidió esconderse, ya se sabe
con los gatos, son muy suyos, poco se puede hacer; y a
César se le encogió el corazón un poquito, pero poco, pues
sabía que Gato le quería, y que tenía que respetar su
naturaleza de gato; y a la mañana siguiente Gato le despertó
con la patita, como hacía siempre; y César, contento, le
puso pollo y agua nuevo, e hizo la cama, y Gato, como
siempre, jugó a meterse bajo las sábanas, pero poco rato,
luego se fue al rincón y ahí se quedó, y César fue
81
N.R. Siebaruaq- Los seres miserables
terminando sus asuntos hasta que llegó el momento en el
que sabía que vendrían a buscarle para llevárselo de casa,
para llevárselo a la cárcel, para ir a morirse; y le tocó
despedirse de Gato, despedirse para siempre, casi no se lo
creía, de hecho, no entendía muy bien lo que significaba:
nunca había reflexionado mucho sobre la eternidad y el
tiempo. No te preocupes, te recogerán y te cuidarán, y
tendrás otra casa con otra tele, y otro carrito al sol, más
pollo y agua, y otra alfombra, a lo mejor con menos polvo
¡quién sabe!; y él le miró como si entendiera, pero
no le entendía!
¡No salía de ese jodido rincón para despedirse de él!
¡Jodido Gato! ¡Son tan suyos!, así que César pasó su última
hora en casa tirado en el suelo, manchándose de polvo
acumulado, alargando el brazo todo lo que podía para poder
rozar a Gato, a su gato, tocar levemente su pelo gris blanco
y negro, y al final dejó de intentar explicarle cosas, quizá no
entendiera tanto, quizá sí, y cuando vinieron tocó hasta el
82
N. R. Siebaruaq- Los seres miserables
último momento la cabeza de gato, y las patitas de gato; y
sus lágrimas limpiaron un poco el suelo de polvo, y los
señores estaban ya llamando a la puerta con fuerza, y tenía
que irse para siempre, y Gato no lo sabía, no entendía que
ese dedo estirado bajo el hueco iba a ser su último contacto,
por eso no salía, porque los gatos son muy suyos, ya se
sabe, pero Gato le quería, le quería porque le daba pollo y
agua, le quería y dormía con su cabeza entre la colcha y la
sábana, le quería, le quería, ¡jodido gato! ¡le quería!
83
N.R. Siebaruaq- Los seres miserables
#5 Malentendido
“Muchas gracias por todo, señora. Aunque su papel
parezca insignificante para el desarrollo de mi día a día, no
lo es, sino que es una pieza fundamental del mismo: ¿qué
haría yo sin su pan blanco cada mañana? ¿Sin comprarle
leche como medida de emergencia cada vez que me
sorprende la caja vacía en la nevera en día festivo? No
menosprecie lo que usted hace por mí, lo suyo no es un
mero negocio: es una base sobre la que se puede asentar la
Sociedad. Gracias por levantarse cada mañana para hornear
84
N. R. Siebaruaq- Los seres miserables
hogazas y bollos. Gracias por ser un motor inmóvil y
seguro en este mundo siempre cambiante.”
–¡Puta!– dije en su lugar, y en el momento en el que la
“a” se propulsa desde la “t” empezó todo. Aunque mi
memoria, desgracia o bendición, es confusa, puedo
imaginarme a mí mismo saliendo con el rostro rojo como la
grana, la bolsa de panecillos moviéndose con violencia al
final de mis músculos tensados y una cantinela interna que
pide “respira, respira, ¡respira!” La misma recriminación de
siempre: “deberías haberte callado, ¿por qué te empeñas en
hablar?” Puedo aún recrear la imagen de la panadera: la
edad le ha conferido a su piel pálida y arrugada el cariz de
lo entrañable. Su voz suave y sus manos delicadas hacían
que cada día visitarla fuera un bálsamo, pero ello no me
impidió atacarla con toda la acidez de mi lengua viperina.
Esa mañana Alana estaba ahí, sólo que yo aún no lo
sabía. Casi la veo ahora, vaqueros y camisa, esperando su
85
N.R. Siebaruaq- Los seres miserables
turno mirándose los pies hasta que mi violenta conducta
provocó que saliera de su ensimismamiento. Me la imagino
preguntándole a la panadera por mí, su ceño fruncido con la
preocupación sincera que semanas más tarde la llevaría a
mi rellano.
Usualmente puedo vivir ese día, y cada uno de los
momentos importantes hasta hoy como si aún estuviera ahí:
cuando deposité el pan, todavía caliente, sobre la mesa de
madera de mi salón, no supe qué hacer con él. No sentía
deseo alguno comérmelo –algo me decía que la corteza iba
a saber a Incidente- pero tirarlo hubiera rozado lo sacrílego.
Dejarlo endurecerse y pudrirse en el rincón de un armario al
menos podría funcionar como una metáfora viva –todo lo
vivo que puede estar un pedazo de pan blanco- de mi
lamentable existencia. Un pellejo desafortunado que no es
dueño de sus propios actos, en la medida en la que los actos
son cosas. No se qué hice con el pan: no tiene importancia
alguna, al fin y al cabo, pues en mi casa sólo vivimos yo y
86
N. R. Siebaruaq- Los seres miserables
mi interior. En la imagen que guardo de mi casa –cocina
limpia, sofá ordenado, mesa auxiliar vacía, los estantes
repletos de libros, los bonsáis perfectamente medidos y
cuidados, algunas fotos de amigos y familia, cuadros,
muchos cuadros, pintados todos ellos por mi propio puño
vacilante.- se mezclan el desprecio y lo triste. Una estancia
agradable, segura, culta, atrayente hasta cierto punto, y,
sobre todo, normal. Sin embargo la organización interna de
mi pisito, fruto del tesón y la constancia poco habían
podido hacer por arreglar aquello que se escapaba de mis
manos: el edificio, en una zona barata, estaba caracterizado
por los orines, la mugre y lo desagradable. El polvo
acumulado en el rellano era sencillamente un enemigo
demasiado grande para un mero ser humano. Lo más
detestable de todo, no obstante, es que todo el conjunto
funcione como una parodia constructiva de mi propia mente
enferma, oculta por un cuerpo mediocre y por una lengua
que tiene vida propia. Puedo leer los mejores libros de la
historia de la literatura, contemplar los mejores cuadros, ver
87
N.R. Siebaruaq- Los seres miserables
las mejores películas; coleccionar datos curiosos chocantes,
lo que sea… ¿de qué servirá si nadie nunca viene a visitar
mi salón? Mejor dicho: ¿de qué servirá si jamás puedo
invitar a nadie a pasar? Las palabras de mi último terapeuta
vienen a mi mente atropelladas: “No te centres en lo malo
del pasado, pues es irremediable. Piensa en el futuro como
a un hijo al que tienes que alimentar, y el momento de
empezar es ahora…”
“¿Y qué le voy a hacer si el ahora es un mal padre del
mañana?”, quise decir entonces, asintiendo con una sonrisa
boba en su lugar como medida preventiva para no arrojarle
un exabrupto. No os confundáis: no siempre vienen a mi
boca insultos e idioteces. Con mi familia, o con algunos
amigos puedo llevar una conversación más o menos
normal. Lo que motiva mi conducta anormal es el
nerviosismo, la ansiedad social; y es que en las visitas con
mi terapeuta siempre me sentía al borde del ataque de
nervios. A perpetuo examen. Terriblemente lejos de casa.
88
N. R. Siebaruaq- Los seres miserables
Como casi todos los días en la calle. Como aquella mañana
en la panadería…. ¡la cagué, sí la cagué, y eso sólo fue el
comienzo! Debería haber sonreído sin más, como siempre.
Es mejor que mis vecinos piensen que soy un idiota
bobalicón que arriesgarme a insultarles y a quedar como un
capullo profesional o a involucrar a otras personas en el
triste circo de mi existencia. Sin embargo, por mucho que lo
repase, no puedo obviar la verdad: necesitaba pasar tiempo
con alguien y el eslogan de mi terapeuta -“llena tus horas de
actividades para evitar la angustia”- interrumpía mis
divagaciones demasiado a menudo.
Detesto molestar a las personas que aún se mantienen
cerca de mí, como a mis padres, mis hermanos y algunos
amigos sólo para evadir el desasosiego. La relación deja de
ser entre iguales para convertirse en una cadena de
dependencia. No, más bien debería ser honesto y referirme
únicamente a mis padres y mis hermanos. Debería dejar de
fingir que tengo algunos amigos. Sí, alguna vez los tuve,
89
N.R. Siebaruaq- Los seres miserables
pero mi conducta errática y definitivamente asocial los alejó
para siempre de mi lado, en términos mejores o peores,
según la situación. La mejor palabra que define mi yo-
social, mi puerta descorchada y llena de orines es
“impresentable.” Impresentable, que no se puede presentar.
Que no se le puede enseñar a nadie a riesgo de caer en el
escarnio. Mis dos modos de actuar con los desconocidos
son o el disparo indiscriminado de dolor sistemático y
gratuito o la sonrisa simplona y superficial de aquel que
posee una tara mental. Cuando estoy en grupo intento no
pensar, pues si medito sobre mi propia condición, un triste
fantoche silencioso y sonriente, un Idiota, un San Manuel
Bueno Mártir; un sentimiento entre la irritación y la pena
me hace estallar en una granada de improperios. Qué
patético. Cuánto más hago por cultivar mi interior, más
disfuncional me parece mi carcasa exterior rota.
La única virtud, si es que existe tal cosa, de mi
problema psicológico es el regalo adjunto de una
90
N. R. Siebaruaq- Los seres miserables
sensibilidad especial, una compasión hacia aquellas
personas que de normal pudieran parecerme detestables:
imagino que sus comportamientos mezquinos, sus faltas de
educación o su tendencia a hacer daño a los demás no son
otra cosa que su problema personal para expresar lo que
realmente sienten. Pienso en los salones de sus casas como
en lugares repletos de luces de colores, de fotos, de libros,
de bonsáis, dibujos, muñecos de arcilla, olor a vainilla, té
caliente, blanco, madera, pan blando; e imagino que un
“genio maligno” de raigambre similar al que yo mismo
poseo es el que mueve los hilos que los hacen quedar en
ridículo, golpear a los otros, mostrarse patéticos, quedarse
solos. Siendo consecuente con mi situación, me sería difícil
culpar a nadie de nada, ni tan siquiera a los criminales
públicos, asesinos en serie o genocidas reconocidos. ¿Quién
soy yo para suponer que el que dispara de verdad quiere
lanzar un dardo envenenado? ¿Quién soy yo para suponer
que el que golpea en realidad no quiere darme un abrazo?
Usualmente, cuando ando por las calles llenas de gente,
91
N.R. Siebaruaq- Los seres miserables
tiendo a imaginarme cómo serán los salones, las
habitaciones, las casas de las personas con las que me
cruzo, y por un instante siento que las amo. Siento que
podría quererlas si estuviera sólo momento ahí. Y,
únicamente entonces, dejo de sentirme tan solo.
Debería haber mirado así a Alana. Pero no fui capaz.
Ella se empeñó en meterse donde no debía, en revolverlo
todo. Estaba ahí cuando grité a la panadera –dioses, si no le
hubiera gritado qué distinto habría sido todo-, estaba en las
calles, estaba en el supermercado: acababa de mudarse. Era
una figura pequeña, morena, de cuerpo delgado y mejillas
regordetas que compraba queso de bola y chocolate negro.
También me gustan los supermercados como antesala a la
vida privada de los demás: me fijo en lo que meten en sus
carros y en cómo lo hacen; me imagino qué van a preparar,
lo que hacen en su tiempo libre, sus miedos, sus deseos:
todo. Conozco a la mayoría de los compradores habituales,
y las cajeras me conocen a mí. Jugamos juntos a que yo no
92
N. R. Siebaruaq- Los seres miserables
hablo bien el idioma, a pesar de que pueden ver mi
documento de identidad español, y sólo sonrío cuando ellas
meten la compra en las bolsas, y asiento cuando ellas me
devuelven el cambio. En los días festivos me gusta meter
una caja de bombones pequeña en la caja, o una flor de
plástico, o lo que sea, y dárselo después de cobrar para que
ellas lo rechacen una y mil veces, y me digan, “oh, no, por
favor”, y yo sonría, insistiendo únicamente con mi sonrisa
para subsanar mi falta de palabras hasta que ellas lo
aceptan: siempre lo hacen. Incluso a veces, si siento que
tengo un control inusitado sobre mí mismo esbozo un
“gracias” que paladeo una y mil veces antes de dejarlo
tímidamente sobre la cuenta. Quizá para ellas resulte un
comportamiento tonto y exagerado, pero no saben cuánto
tengo que agradecer el encontrar personas que sonríen sin
preguntas, que me permiten estar callado.
Alana siempre estaba en el supermercado los lunes, y
siempre me sonreía y me preguntaba qué tal. Suelo hacer la
93
N.R. Siebaruaq- Los seres miserables
compra a diario para darme a mí mismo una rutina y un
motivo para levantarme, así que siempre estaba ahí, aunque
ya había aprendido: nunca contestaba, sólo sonreía; pero
ella siempre insistía, y yo aprendía a acostumbrarme a eso
aprendí a consagrarlo como una forma más de
relacionarme. Me imaginaba a mí mismo contestando un
sincero:
“Hola, Alana. Mi nombre es Daniel, vivo a apenas dos
minutos de aquí. Me encantaría presentarme, agradecerte tu
preocupación sincera e invitarte a tomar una taza de mi
nuevo té a casa. Sin segundas intenciones, la duda ofende.
Pero temo que si abro la boca te acuse de ser una zorra
frígida, una asquerosa hija de puta o simplemente afirme
“¡copón!” antes de huir a la fuga con las mejillas coloradas,
así que…”
Pero sonreía. Siempre sonreía. Claro que mis sonrisas
no eran siempre iguales: si alguien hiciera una taxonomía
94
N. R. Siebaruaq- Los seres miserables
completa de los movimientos de mi boca podría encontrar
un código gestual tan complejo como el de un sordomudo.
Ella parecía interesada en aprender a leerlo, parecía, en
cierta medida, consciente de mi carencia, o eso me gustaba
creer.
La confirmación de mis ilusiones llegó el lunes antes
de navidad, cuando ella me atrapó en la caja con un sobre
rojo en la mano y una sonrisa preciosa en la cara. Miré al
suelo y asentí, pero lo agarraba con la fuerza que uno
agarraría a su bote salvavidas en una tormenta demasiado
larga. La tarjeta, un paisaje nevado, contenía unas breves
palabras corteses y una dirección de correo electrónico. Le
escribí, claro: la comunicación a través del ordenador era
para mí infinitamente más sencilla que cualquier cara a
cara. Nos escribimos mucho, todos los días: ella me contó
que era profesora de niños con necesidades especiales, que
le gustaba la playa y el sol, que odiaba el viento de esta
ciudad, que a veces se sentía sola entre tanta gente que no
95
N.R. Siebaruaq- Los seres miserables
conocía, que le encantaban los libros de amor y las
películas de terror; yo le contaba medias verdades sobre mi
condición, pero no hacía falta más: parecía entenderlo todo.
Nuestra relación telemática se fue consagrando hasta que no
sentía ningún pico de ansiedad cuando veía su nombre
parpadeando en la pantalla, y sus mensajes reordenaron mi
rutina hasta ser una parte esencial de la misma, al igual que
hacer la compra, leer libros o llamar de vez en cuando a mi
madre. Si ahora leía algo interesante, pensaba “vaya, seguro
que le gustará a Alana”, si veía una película de tensión
corría a preguntarle si la había visto, con la esperanza de
que la respuesta fuese un “no” para tener algo más que
darle. En cierto momento empecé a plantearme su amistad
como algo más importante, pero nunca me atreví a
formularlo en voz alta: no era suficiente para ella, ¡ni tan
siquiera me atrevía a mirarla demasiado si nos
encontrábamos! Muchas veces pensé en abrirme el pecho
para ella, figura andante de la comprensión y el sosiego,
pero siempre había algo que me echaba para atrás, un
96
N. R. Siebaruaq- Los seres miserables
“algo” primo hermano del miedo que me mordía cada vez
que ella me sugería vernos cara a cara. Siempre dije que no
y ella lo aceptó sin preguntar demasiado, sin presionarme o
entristecerme. Los meses fueron pasando y los mensajes
corrieron hasta que un día sonó el timbre de casa, y ahí
estaba ella, al otro lado de la puerta, completamente
empapada y llena de bolsas. Una tormenta ventosa y
desagradable azotaba la ciudad como testigo pertinaz de un
invierno que se acaba. Estaba tan aterrorizado que no tuve
más remedio que abrir. Ella entró sólo un poquito,
vacilante, empapando todo aquello que estaba al alcance de
su piel. Tras una pequeña duda tonta, la cortesía tomó las
riendas de la situación y me apresuré a traerle una toalla,
quitarle el abrigo y llevar sus bolsas al baño, donde no
pudieran mojar el linóleo. “Lo siento mucho”, dijo ella.
“Llovía tanto, el portal estaba abierto y pensé…” Negué
con la cabeza, quitándole importancia: sonreí. La invité a
pasar con un gesto, hice que se sentara en mi sofá y anduve
hasta la cocina con paso lento. “¿Té verde o negro?”,
97
N.R. Siebaruaq- Los seres miserables
preguntaron mis manos, agitando las dos cajas. “Verde”,
dijo su boca. Mientras preparaba la infusión, observé como
ella admiraba mi colección de bonsáis, cómo se fijaba en
los títulos de los CDs, cómo, en definitiva, analizaba
calmadamente todos los elementos que conformaban mi día
a día. Durante la primera media hora, sus labios hablaban, y
hablaban, los míos sonreían, la tormenta se permitía, de vez
en cuando, aportar un trueno a la conversación.
“Daniel, puedes hablar.” Dijo ella tras una de sus
intervenciones. “Creo… creo qué sé qué tipo de problema
tienes. He estado trabajando con niños que tienen ese tipo
de dificultades. Si te sientes incómodo haciéndolo, no pasa
nada, pero… puedes intentarlo si quieres.”
“Gracias.”, me atreví a aportar tras un pequeño
momento de concentración.
“Si quieres… podemos usar una técnica para que te
98
N. R. Siebaruaq- Los seres miserables
sientas más cómodo. Cuando vayas a hablar y se te escape
algo que no quieres decir, cruza los dedos. Yo lo veré y
sabré que no es lo que realmente quieres decir. Adivinaré
tus verdaderas intenciones. En serio.” La miré
directamente: no tenía ninguna duda de que lo haría. Al fin
y al cabo, quizá el elemento esencial de cualquier relación
íntima es que el otro quiera presuponer lo mejor de ti en
cada uno de tus actos.
Lo intentamos. Al principio, tenía que cruzar los dedos
demasiadas veces y no me atrevía a hacer sentencias largas.
En ocasiones se me olvidaba la consigna de los dedos
cruzados y ella miraba mi mano con escándalo, haciéndose
la ofendida por lo que acababa de oír. Nos reíamos, mucho,
demasiado. Ella se fue, pero volvió otro día. Volvió muchas
más tardes, e incluso yo me atreví a ir a su casa en alguna
ocasión. Mis días tenían un color distinto: me gustaba tener
en casa algo agradable con lo que impresionarla, hacerle la
comida, la merienda o la cena, y ello me daba a diario un
99
N.R. Siebaruaq- Los seres miserables
motivo para ser mejor persona. Semanas más tardes, me
atreví a salir de casa con ella: íbamos al cine, al teatro o a
exposiciones, nada que me obligara a interactuar con nadie.
A veces, tomábamos antes o después un café. Ella era
la encargada de pedir, yo de pagar la cuenta. Usualmente no
me atrevía a hablar demasiado si estábamos en un sitio
público por lo que otros pudieran pensar, pero el saberme
con ella, en las cafeterías o restaurantes que a ella le
gustaban, era suficiente. Tampoco es que necesitáramos
demasiadas palabras: éramos expertos en sonrisas y
miradas.
Tuve que darme cuenta, en alguno de esos momentos,
que el equilibrio establecido era demasiado frágil. Tuve que
darme cuenta, pero no quise, y quizá eso fue lo que acabó
estropeándolo todo.
Habíamos ido a ver una película algo kitsch sobre la
100
N. R. Siebaruaq- Los seres miserables
destrucción del planeta tierra. Alana estaba cansada, pero yo
insistí en que tomáramos un helado antes de volver a casa:
quería hablar sobre la película y aún no tenía la
autoconfianza suficiente para invitarla a subir a casa de
noche. Al final ella accedió y hablamos en voz baja
compartiendo una copa de helado por encima de nuestras
posibilidades como comensales. A punto estábamos de
irnos cuando una voz se acercó para perturbar nuestro
equilibrio frágil.
“¡Alana! ¡Qué suerte verte, hija! Ya me dijo tu madre
que estabas trabajando por aquí.” Su dueña era una mujer
de unos cincuenta años largos vestida de vivos colores que
no le hacían sombra a su exagerada permanente. Comenzó
a hablar, y a hablar, a hablar. Creo que era su familiar, o
amiga de su familia, o algo, yo que sé. Tras ella había otras
dos mujeres que enseguida se unieron a la conversación: yo
no podía apenas moverme. La ansiedad me dominaba: An.
Sie. Dad. No tenía fuerzas ni para mirarlas a la cara y Alana
101
N.R. Siebaruaq- Los seres miserables
se fijó en mi malestar. Esperaba, por favor, no tener que
abrir la boca. Esperaba, por favor.
“Bueno, cariño, nos teníamos que ir. Nos alegramos de
que todo te vaya tan bien, estás guapísima. Por cierto… no
nos has presentado a tu novio… es ese, ¿no?”
La atención de las viejas urracas tres mujeres se vertió
sobre mis espaldas. Alana también me miró y abrió la boca
para decir algo cuando yo la interrumpí:
“Gññññeerfsddgggggd.” –aporté, tratando de formular
una frase y de reprimir un insulto al mismo tiempo.
“¿Qué dices, hijo?”
“Andrea, un placer haberte visto también.”, se apresuró
a cortar Alana, levantándose para besarlas y prácticamente
empujarlas fuera de mi campo visual. Las tres siguieron
102
N. R. Siebaruaq- Los seres miserables
mirándome con curiosidad.
Yo, sencillamente, no podía acumular la atención.
“¡Joder!” sentencié cuando ellas estaban a punto de
perderse de nuestra vista. Sé que me oyeron, pero bajé la
cabeza no tener que cruzarme con sus miradas. La pequeña
mano de Alana se posó en mi espalda, tratando de
tranquilizarme. Pero yo no podía tranquilizarme.
“Venga, Daniel, vamos a casa. No pasa nada.”
Había hecho el ridículo. Había hecho a Alana quedar en
ridículo con sus parientes. No era, ni sería nunca, una
persona de la que ella pudiera sentirse orgullosa.
“Daniel, ¿me estás escuchando? No pasa nada. Ellas no
son importantes, sólo….”
103
N.R. Siebaruaq- Los seres miserables
Mi conducta errática se traduciría en un lastre que
arrastrar, una crítica constante de todos los que estaban
cerca de ella. No, no me la merecía. Ella tampoco se
merecía esto.
“Por favor, mírame. No creo que me merezca que
encima te enfades.”
Y, por cierto… ¿novio? La mujer parecía presuponer
que Alana tenía pareja.
“Gññrerr”
¿La tenía? ¿Podía ser?
“Por favor, Dani. Si quieres vamos a casa y lo
hablamos mañana.”
¿Era posible?
104
N. R. Siebaruaq- Los seres miserables
“¡Ostiaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaputaaa
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa!” bramé, me
levanté del sillón, comencé a correr.
Todo temblaba a mi alrededor. La escuché a mi
espalda.
“¡Ya vale, ¿no?! ¡Compórtate!”
Verme a mí mismo reprendido en público terminó de
ponerme nervioso. No había cruzado los dedos cuando
grité. Quizá quería decirlo realmente. Quizá Alana debía
enterarse de quién era realmente el que tenía delante.
“¡Me estoy esforzando mucho, ¿sabes?!”
Ella continuó persiguiéndome hasta el coche.
105
N.R. Siebaruaq- Los seres miserables
“No me enfada lo que ha pasado, pero sí cómo te estás
comportando ahora.”
Habíamos venido cada uno en un vehículo, pues ella se
pasó tras el trabajo y ese día yo venía de casa de mis
padres.
“¿No puedes decirme simplemente que lo sientes?
¿Aunque sea con la mirada?”
Sin dedicarle un vistazo, crucé la calle todo lo rápido
que pude.
“¿No ves que también es difícil para mi?
Oía a los coches zumbar, pero sólo podía pensar en que
quería llegar a casa. Encerrarme en mi santuario-salón
escondido tras la mugre.
106
N. R. Siebaruaq- Los seres miserables
“¿Cómo voy a mirar lo mejor de ti si no me dejas?”
¿Tendría realmente pareja?
Escuché a sus tacones moverse todo lo rápido que le
permitían sus cortas piernas por la carretera. Yo ya estaba
abriendo el coche.
“¡Daniel!”
Ella nunca podría ser feliz con alguien como yo.
GÑÑÑÑÑÑÑÑEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEE
EEEEEEEEEEEEEEE.
LUCES
PIIIIIIIIIIIIIII-PIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIII
107
N.R. Siebaruaq- Los seres miserables
(-¡Alana!)
“¡Grggrasdfgefsef!”
No vi el momento: estaba abriendo el coche. El tiempo
pareció paralizarse, todo el mundo gritaba, había mucho
ruido, muchas luces, Alana no era más que una idea, una
idea que se desangraba en medio de la calzada.
-¡Alana! ¡Alana! ¿Estás bien? ¿Estás bien? ¡Quédate
conmigo!
- Me cago en la puta ostia copón joder puta jodeeeer
Apartaba a la gente como podía.
-¡Lo siento, lo siento! ¡Es mi culpa! ¡Perdóname!
108
N. R. Siebaruaq- Los seres miserables
- ¡Me cago en ti! ¡Me cago en ti! Joder puta ostia coño.
Miradas reprobatorias. Alguien trató de detenerme. Oh
mierda, lo estaba volviendo a hacer
-¡Joder!
-¡Joder!
¡Mierda! ¡Cruza los dedos, joder! ¡Cruza los dedos para que
ella lo entienda!
Aparté a todo el mundo. La ambulancia venía. Quise
ponerme en primera línea, pero la marabunta de curiosos
parecía decidida a no dejarme andar un paso más. Mis
dedos estaban fuertemente cruzados.
Tras una larga lucha, pude divisar los ojos de Alana en el
pavimento. Me miró a medias, pero nuestra conexión era
109
N.R. Siebaruaq- Los seres miserables
intermitente entre golpes, gritos y luces. Sentí que se iba.
Sentí que se iba.
Alana, siento tanto lo que ha pasado. Es mi culpa. Es sólo
mi culpa. Lo siento. Me sentía inseguro. Me sentía
inseguro. Por favor perdóname. Por favor no te vayas.
PUTAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAA
AAAAAAAA-grité. Murmullo escandalizado a mi
alrededor. Alguien me asió por detrás.
Ella seguía mirándome
Te quiero
- PUTAAAAAAAAAAAAAAAAAAAA
Lo sabía, ¿no? Sabía que eso no era lo que quería decir.
Te quiero
110
N. R. Siebaruaq- Los seres miserables
- PUTAAAAAAAAAAAAAAA
Ella siempre presuponía lo mejor de mí.
-putaaaaaa
Me iban alejando de ella. Alguien se arrodilló a su lado.
– No te mueras -supliqué
- PUTAAAA –bramé.
- Señor, debería irse
Ella lo sabía. Seguro que ella lo sabía.
Te quiero –confesé.
111
N.R. Siebaruaq- Los seres miserables
- ¡PUTA!
Sabía que la quería.
-¡PUTA!
Sus ojos me miraban, húmedos, vidriosos… ¿doloridos?
- PUTA
¿Lo sabía, verdad? Aunque no me viera la mano.
- PUTA
Lo sabía, lo sabía.
- PUTA.
Tenía los dedos cruzados.
112
N. R. Siebaruaq- Los seres miserables
Tenía los dedos cruzados.
#6 Asepsia
Lo siento mucho, pero no puedo. No puedo hacerlo. Otro
día... tal vez, vaya, no, seguro, claro. Lo he hecho muchas
veces. Pero es que hoy he visto la foto de ese niño tirado en
la playa, de ese niño, muerto, tirado en la playa; y ni
siquiera me ha sorprendido. Ni siquiera me he sorprendido,
¿sabes? En un primer instante me he unido a esa horda de
cínicos de lengua afilada que afirmaban, “oh, por favor, qué
revuelo más tonto, eso pasa todos los días, qué
113
N.R. Siebaruaq- Los seres miserables
sensacionalistas son los medios y cómo nos dejamos llevar
los pobres mortales, esto es sólo el cachito que nos dejan
ver del iceberg, bla, bla, bla”; ya sabes, una máscara más de
esas que nos ponemos cuando no queremos ver realmente
lo que tenemos delante. Pero yo también lo he pensado. Yo
también lo he pensado, y Dios sabe que me siento fatal por
ello. Yo también lo he pensado.
Y ahora aquí está ella, con la cabeza gacha, aburrida:
hoy, más que nunca, no soy buena compañía. Hemos
quedado en un centro comercial, en la cafetería de un centro
comercial, una cafetería bonita, en el sentido de “oh, vaya,
qué bonita”, elegante, sencilla, neutral, multinacional. Creo
que puedes saberte jodido de la cabeza cuando los lugares
que comúnmente hacen sonreír a la gente, como los centros
comerciales, los helados de nata y fresa, o los anuncios de
turrones sólo te colocan un paso más cerca de la locura o el
suicidio. Ella quería hablarme de su vecina, probablemente:
se odian, bueno, supongo que no es eso, no se odian,
114
N. R. Siebaruaq- Los seres miserables
simplemente son muy diferentes. Y de su jefa. Y del amigo
de la amiga de Lara, el raro ese que vió en la fiesta del
sábado. Tenía que comprar alguna cosa, claro está, algo que
reflejase paralelamente su particular estilo y el aire fresco
de la nueva colección otoño-invierno, tal vez con una talla
más pequeña ¡el spinning funciona!, pasear por las galerías
su bolsa de diseño, elegante, sencilla, neutral,
multinacional; y hablar, hablar sin parar, “¿te has cambiado
las cejas?”, alguna foto, quizá: desde luego, no este silencio
incómodo. Pero no puedo, vaya, no, joder, hoy no puedo.
Soy incapaz de fingir interés, de desatar mi lengua en una
crítica fácil, sencilla, tan inocente como dañina, para
hacerla reír un poco, y quizá, entre risa y risa, llegar a un
entendimiento mayor, no sé, más profundo, a una conexión
real, a una confesión íntima susurrada entre grandes
sentencias sobre los famosos de la tele, los conocidos del
trabajo, los libros de psiconutrición y el feminismo de
internet. Pero no puedo, ¡no puedo!, y, cuanto más me
empeño en abandonar mi apatía, cuanto más consciente soy
115
N.R. Siebaruaq- Los seres miserables
de mi sonrisa no del todo convincente repantingada en esta
silla ineccesariamente cómoda, peor me siento, más
hundida en el pesimismo, más alejada, si cabe, de esa
redentora conversación entre chicas que nunca sucederá.
Pero es que hoy he visto a un niño muerto en la playa, joder
si lo he visto, y ni siquiera le he visto realmente, quiero
decir, de entrada no he mirado a su cuerpo sin vida
preguntándome “¿cómo se llamará?”, “¿quién te echará a ti
de menos esta noche?”, sino como símbolo, como símbolo
de la guerra, de la barbarie, de la incomprensión humana,
¿acaso fue alguna vez fue otra cosa? ¿Puede morir algo que
nunca fue? Y el teléfono no suena. El teléfono no suena. Y
tú estás aburrida, revuelves el café con la pajita, miras tu
teléfono, nerviosamente, pruebas otra vez a contarme otra
historia, me preguntas por mí, en qué he estado metida esta
vez. Y yo sólo quiero llorar, pues sé lo que tendría que
decirte, sé cómo podría animar la tarde, reconducir el día,
hacer que todo, finalmente, acabe bien. Pero no lo voy a
hacer. No lo voy a hacer porque no tengo fuerzas. Porque
116
N. R. Siebaruaq- Los seres miserables
estoy tan ocupada lidiando con el dolor y la incomprensión
del mundo que no puedo hacer nada por solucionar el
malentendido que tenemos aquí, suspendido sobre la mesa
para dos que ya hemos ocupado durante demasiado rato. No
soy capaz de hacer la vida un poco más agradable al único
ser al cual mis palabras podrían afectar en algo ahora
mismo. Porque mis principios, demasiado claros, me
impiden mojarme y reír contigo para que por lo menos te
vayas a tu casa más contenta, cumplida tu ilusión televisiva
de “tarde de chicas” que te salva del estrés inaguantable del
día a día y el trabajo; pero tampoco soy lo suficientemente
valiente, tampoco tengo ganas ni sé cómo explicarte para
que lo entiendas que lo que te separa infinitamente de tu
vecina no es ni las pintas ni que sea una maleducada, sino el
que tengas la necesidad permanente de compararte y
confrontarte con ella, que quizá tus relaciones serían más
auténticas si no tuvieras los adjetivos calificativos tan a
mano, que quizá si estás tan estresada que lo único que te
puede hacer más feliz es este teatrillo importado de la HBO
117
N.R. Siebaruaq- Los seres miserables
en el que dos chicas estilosas y sonrientes ironizan sobre
sus problemas a golpe de frapuccino -¡casi escucho las risas
enlatadas!- deberías plantearte cambiar de vida, de
objetivos, algo. Y que quizá, al final, llevar una 36 o una 34
no es tan importante si hay un niño muerto en una de
nuestras playas, un niño del que nadie quiere saber nada,
vaya, un símbolo hecho carne sobre el que se puede escribir
o discutir pero nunca preguntar su nombre. ¡Ya lo estoy
haciendo otra vez! ¡Ya lo estoy haciendo otra vez! Poniendo
paños calientes para justificar mi actitud nefasta. No
necesitas oír todo eso de mi boca: o lo sabes o nunca lo vas
a saber. Lo que necesitabas era una sonrisa que yo no voy a
darte. Que digo que no te voy a dar porque nuestra mesa
está asentada sobre niños y cadáveres, pero no es verdad.
Que digo que no te voy a dar porque no compartimos ni
principios ni aficiones, pero no es verdad. La única verdad
es que estoy tan obsesionada conmigo misma, con mis
críticas y mis teorías, mis juicios profundos sobre la
soledad y la fragmentación, y preocupaciones
118
N. R. Siebaruaq- Los seres miserables
fundamentales sobre las sociedades occidentales que ni
siquiera te he mirado hoy honestamente. Y es que hay un
cadáver en la playa y él no va a llamarme. Hay un cadáver
en la playa, y no sé como se llama. Y bien sabe Dios que ni
por todos los cafés con crema -elegantes, sencillos,
neutrales, multinacionales- descolgaré yo primero el
teléfono para llamarle.
119
N.R. Siebaruaq- Los seres miserables
#7 Ficción
Como estábamos en contra de todo, nos definimos como
pura nada, y en nuestro empeño en no ser, desaparecimos.
Éramos una masa disforme que odiaba demasiadas cosas, lo
que es lo mismo que decir que no nos identificábamos
absolutamente con nada. No íbamos al instituto. No éramos
buenos chavales. No íbamos a los bailes, no leíamos, no
120
N. R. Siebaruaq- Los seres miserables
escuchábamos, no soñábamos… aunque a veces fingíamos
hacerlo. Todo nuestro esfuerzo vital se concentraba en
olvidar que estábamos ahí. Nos hacíamos notar, pero
simplemente por nuestra viva y flagrante oposición hacia la
moral, la costumbre, la sociedad o incluso al silencio. De
ese crudo informe y pegajoso que éramos había un pábilo
más largo que sobresalía especialmente: cualquiera hubiera
podido adivinar que su mecha iba a ser la primera en
quemarse, tal vez porque brillaba demasiado.
Sus padres le habían llamado Jacobo, pero él se hacía
llamar Pulgas –cualquier cosa con tal de olvidar que una
vez había sido alguien–. Era él el que tenía las mejores
ideas para encauzar nuestra negatividad, el que nos guiaba
en nuestro firme propósito de no ser felices: sus drogas,
sus palabras, sus golpes, nos acercaban a una infelicidad
similar a una ingravidez satisfecha por el hecho de haber
logrado lo que nadie más tiene. Pulgas no era amoral, era
antimoral. La única virtud que la sociedad hubiera podido
encontrar en él era la comprensión: cuando te miraba,
121
N.R. Siebaruaq- Los seres miserables
podías vaciarte en él, encontrarte en sus ojos, librarte del
peso de ser tu mismo hasta que irrumpía en una carcajada
sarcástica y te daba dos palmadas fuertes en el hombro.
“Eh, P, déjalo ya. No seas marica.” Pero sus palabras sólo
reforzaban el recuerdo de lo que casi había ocurrido. Tal
vez por eso Pulgas le gustaba tanto a las chicas, e incluso
podía convencer a nuestros padres de que desembolsara
algo más de dinero en la destrucción sistemática que
llamábamos vida. Yo envidiaba a Pulgas. Todos lo
hacíamos. Es el único sentimiento positivo que puedo
rescatar en mi vida, mi único de ser algo en lugar de no ser
nada: quería parecerme un poco más Pulgas.
Como ya he dicho. Pulgas siempre tenía las mejores ideas.
Las tres cosas que más le gustaban eran el alcohol, las
drogas y las azoteas, sin contar con el sarcasmo, que al ser
algo inherente en él difícilmente podía considerarse una
preferencia. Cuando subía a los edificios más altos para
beber y drogarnos, nosotros éramos como la cola de su
vestido, arrastrados tristemente por las escaleras. Si no
122
N. R. Siebaruaq- Los seres miserables
teníamos nada que hacer, nos quedábamos ahí hasta el
amanecer, hablando, fumando, dejando pasar el tiempo bajo
el tono cinéreo de la luna. Unos minutos antes del
amanecer, Pulgas callaba y miraba al sol que venía con
reverencia, abandonándose a él, dejando que el astro le
atravesara por completo, inundándose de su luz y
haciéndolo totalmente suyo. A menudo prefería mirarlo
simplemente a él antes que al espectáculo matutino,
maravillándome de la profundidad vacua que refulgía en
sus pupilas, hasta que él rompía la magia del momento con
un “joder, no aguanto este puto frío” o un “me cago en el
puto calor” según si estábamos en invierno o verano; y yo
fingía no haberme dado cuenta de que había sucedido algo
más ahí mientras él se levantaba jurando por lo bajo,
moviéndose con hastío y todos los demás le seguíamos
perezosamente. Sin embargo una noche –que me aspen si
puedo recordar si era invierno o verano, el calendario ha
sido siempre para mí una serpiente desagradable llena de
nudos incomprensibles– yo noté que en la mirada de
123
N.R. Siebaruaq- Los seres miserables
Pulgas, en la profundidad petrolífera y nociva de sus ojos,
había algo distinto. No era absolutamente vacuo. No era
absolutamente mate, pero el brillo que había era distinto a
la beligerancia insolente que usualmente aparecía en sus
ojos. Es aquel momento lo achaqué a un exceso de
cansancio y alcohol –¿hacía cuánto que no dormíamos?– y
esperé con impaciencia a ese latigazo hecho palabras con el
que Pulgas siempre destrozaba los momentos más
interesantes. Pero no vino. El fastidio habitual se convirtió
en ruego silencioso: no podía soportar tanta solemnidad,
pero tampoco me atrevía a abrir la boca.
“Joder,” irrumpió él, “nunca había visto un amanecer como
este.
Algo no iba bien. Nadie se levantó.
“Total que ahora bajamos de este puto sitio y vosotros me
seguís como ratas. Con un poco de suerte yo diré que me
quiero ir a casa y así vosotros podréis volver con mamá y
papá un rato.”
Hacía frío. Probablemente fuera invierno. O verano. En
124
N. R. Siebaruaq- Los seres miserables
cualquier caso, yo estaba congelado. Mi lengua era un
témpano quebrado.
“Y luego os llamo, o simplemente bajo a la calle, y ahí
estamos. Como perros. No, ni siquiera como perros, como
perros con mono. Perros-mono.” Rió, pero esta vez su risa
no era como un látigo, sino como un collar de cuentas
rompiéndose. “Y total, que ahí estamos. Borrachos otra vez.
Colgados. Colgados de la barandilla de cualquier puñetero
edificio esperando a un sol que no queremos que nos
alumbre. Joder.”
Pulgas se levantó y miró al sol que acababa de salir sin que
su luz le cegase: él lo absorbía todo. Luego nos miró a
nosotros, y esta vez sí que había cierto desafío en su
mirada.
“¿Alguna vez habíais visto un puñetero amanecer como
este? ¿Alguna? ¿Os habéis fijado acaso? ¿O estabais
ocupados mirándoos el culo unos a otros? ¿Mirándome el
culo a mí?” Todos callamos. Nadie podía mirarle
directamente: la luz del sol lo coronaba de una forma
125
N.R. Siebaruaq- Los seres miserables
dolorosa para la vista. “¿Merece la pena volver mañana?”,
prosiguió, imparable. “¿Nadie tiene nada que decir?”
Alguien musitó algo detrás de mí. Se llamaba Pot, o algo
así. No recuerdo sus palabras, pero sí que tengo grabada a
fuego la mirada decepcionada, rota, sufriente e ígnea que le
dirigió nuestro líder desde el alféizar de uno de los edificios
más altos de Madrid. Pot calló, advirtiendo que algo no iba
bien. “Qué vergüenza me dais. Sois una panda de maricas
ignorantes que ni siquiera tienen los huevos suficientes para
ponerse en mi lugar más allá de pedir otra botella. Sois
niños de pecho. No entendéis nada. No sois nada. Bien, yo
soy terriblemente consecuente, ¿sabéis? Eso es lo único que
me hace admirable. Admiradme ahora, mientras acepto las
consecuencias de lo que hoy he averiguado preclaramente.
Y seguidme… -volvió a reír, y esta vez sí que sentí el
latigazo- si podéis. Claro que no podéis. Ni siquiera habéis
mirado directamente al sol.”
Y saltó. No puedo decir que no lo esperara. No puedo decir
que no lo esperáramos. Por supuesto, no lo seguimos. Por
126
N. R. Siebaruaq- Los seres miserables
supuesto, ni siquiera nos movimos: éramos títeres inanes
sin nadie que balanceara nuestros pasos. Alguien subió, la
policía. Alguien subió, los bomberos, asistentes sociales,
padres. Estábamos todos tan colgados que nadie nos quiso
echar la culpa. Estábamos todos tan vacíos que ni siquiera
dijimos nada. No lo habíamos visto. Se había caído, sí.
Resbalado. Tropezado. Quién sabe. Estábamos todos tan
drogados.
Luego vino la casa de socorro. La rehabilitación. La terapia
de grupo, la catequesis, el instituto, la formación
profesional, el empleo, la casa, la novia, la mujer, los
hijos… Y sigo sin poder mirar directamente al sol. Sigo
atascado en el mismo punto, siendo el mismo agujero negro
que fue mi adolescencia. No soy el que se droga, no soy el
que se bebe, no soy el que comete excesos, no soy el que
muere. No soy malo. No soy el que escribe, simplemente
me limito a depositar mi existencia desastrosa en las vetas
que me deja el blanco del papel. No soy el que lee. No soy
tú, no soy Jacobo, no soy Pulgas, no soy nadie. No.
127