los que ignoran (adelanto de cuatro capítulos) roberto alhambra

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La expedición del almirante Alara ha encontrado un nuevo territorio que podría ser la deseada Tierra Prometida. El Imperio está de enhorabuena; han sido muchos los años de búsquedas infructuosas. Al otro lado del océano, la anexión del agitado reino de Guinakia concede un respiro en la franja oriental. El futuro se muestra esperanzador por primera vez en décadas. ¿O no? Este documento que tienes en tus manos es un adelanto con los cuatro primeros capítulos de mi próxima novela, Los Que Ignoran. Aquí te doy un aperitivo para que lo deguste con calma. Para que decidas si te interesa y quieres saber más sobre el futuro de los cuatro protagonistas.

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Pues este documento que tienes en tus manos es exactamenteeso; un adelanto con los cuatro primeros capítulos de mipróxima novela, Los Que Ignoran.

En realidad es un tercio de la novela, pues ésta será breve.

Aquí te doy un aperitivo para que lo deguste con calma. Paraque decidas si te interesa, y si quieres saber más sobre elfuturo de los cuatro protagonistas. Uno por capítulo.

Disfrútala.

Roberto Alhambra

"Duro, contundente, sucio y realista definen el nuevo estilode Roberto Alhambra." Javier Pastor.

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Capítulo 1. Los Que Catan.

–Matar a un hombre es la lección más sencilla que vas aaprender aquí. Es como hacer té; sólo tienes que elegir lahierba adecuada. –El maestro catador se humedeció los labioscon la punta de la lengua.

»Hacerlo hablar es algo mucho más delicado, es algo querequiere de pericia y conocimientos. Una pócima de la verdades algo tan valioso como un elixir de amor, y tan útil quedurante años ha sido uno de los secretos mejor guardados pornuestra logia. Perder un reo en un interrogatorio conlleva unanotable merma de información. A los reos hay que hacerloshablar en vida; no podemos permitir que esos que aseguranpoder comunicarse con los muertos vuelvan a asomar suhocico por aquí buscando carroña. La muerte sólo estápermitida cuando el interrogatorio haya terminado. Con unapócima de la verdad todo es mucho más fácil: su lengua sesuelta, sus labios se ablandan...

El «maestro catador» miró con gesto desdeñoso hacia lapuerta que amenazaba con interrumpir su clase. Las bisagrascolor ocre hacía tiempo que debían haber sido engrasadas.Sus gruesos labios se arrugaron, apretados, con el primerchirrido. ¿Otra vez? Demonios, ¿quién será ahora?

Su único alumno, de espaldas al portón, se sobresaltó enel pupitre. La reacción fue tan descontrolada que golpeó laprobeta que tenía frente a él poniéndola a girar en el aire.Trató de agarrarla al vuelo. El maestro catador dio un paso alfrente estirando su mano. El vial se escurrió entre sus dedos.Ambos exclamaron un agudo chillido. Maldito torpe.

La probeta chocó contra el suelo y explotó. Al contacto

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La probeta chocó contra el suelo y explotó. Al contactocon la piedra el contenido azulado y viscoso comenzó aburbujear entre los cristales rotos y el tapón de corcho. Unaroma sutil inundó las fosas nasales del catador. Requejofundido con cobalto, sin duda.

–¡Rápido! –instó al alumno con aspavientos–. Alcánzamelas semillas de sándalo.

Cuando el chico le tendió el bote que reposaba en una delas estanterías, el maestro catador ya tenía abierto otro frascorelleno de un polvo oxidado. «Échate a un lado». Con unfuerte empujón apartó al alumno y espolvoreó medio botesobre el líquido en ebullición. A continuación arrojó varias delas semillas que le había dado el alumno y se tapó la narizhaciendo pinza con una mano–. No respires el humo..., si noquieres que los humores de tu cuerpo comiencen a hervir.

El polvo cubría por completo la mancha azulada. Como sise tratara de unas brasas a medio apagar, un humo azulado seelevaba formando delgados filamentos. Las semillasabsorbían la mezcla de líquido y polvo a la vez que sehinchaban como esponjas sedientas.

–Maestro catador, –la voz sonaba desde detrás de lapuerta entreabierta–, Su Majestad Imperial requiere de supresencia en la Sala de Juntas.

–Puedes asomarte para hablarme, todo está controladoaquí dentro... si este patán no vuelve a tirar nada al suelo–.Debe ser la hora del té de Su Majestad. Para esto hemosquedado los maestros catadores, para preparar té–. Demeun instante para que vaya a las cocinas por agua caliente.

Antes de salir del sótano, el maestro catador fulminó conuna mirada a su alumno. Levantó una mano y señaló ungrabado que colgaba en la pared y que representaba una

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balanza.

–La lección ha terminado por hoy; recoge todo y vete acasa. Ya sabes que...

–Esta clase no ha tenido lugar, señor.

–Eso es, esta clase nunca ha tenido lugar.

Antes de entrar en la cocina, el maestro catador arrugó lanariz. Otra vez hirviendo remolacha. Odio la remolacha. Losfogones de palacio estaban encendidos y los calderos hervíanexpulsando vapor blanquecino... y olor a remolacha.

–Necesito agua caliente para el té de Su MajestadImperial.

El calor que salía de la cocina impedía que cualquiera sesintiera cómodo en su interior. Una mujerona de anchoshombros y grandes pechos asomó tras una pila de cubetas.

–Y yo necesito una semana de reposo en Isla Tranquila...con servicio doméstico, si puede ser.

La habitual expresión torcida del maestro catador setornó en una ladina sonrisa al contemplar el escote sudorosode la cocinera.

–Ay, bien sabe la Trinidad que si no fuera porque tengoque ir a preparar un té a Su Majestad –el maestro catadorbajó la voz hasta convertirla en susurro–, entraría en lacocina y te haría un buen... estofado.

Y la sonrisa se convirtió en un gesto obsceno de susgruesos labios.

–No diga tonterías. Ya saco el agua. ¿Querrá Su Majestadleche con el té?

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–Él, no lo sé, ponme una tinaja por si acaso; pero yo síque querría probarla, a ver si te saco algo chupando de esasenormes ubres...

–¡Pero cómo...!

La cocinera arrojó uno de los cacharros contra el maestrocatador. El utensilio chocó contra la puerta de la cocina congran estrépito, rebotando contra una pared y rodandofinalmente por el suelo.

La Sala de Juntas no era tan lujosa como la Sala del Trono,pero tampoco habían escatimado en adornos. Cuando lapuerta se abrió, una ráfaga de aire tibio inundó el pasillo. Alfinal me voy a resfriar; entre el frío del sótano y el calor dela cocina... Una gran mesa ocupaba el centro de la estancia. Lapuerta se cerró después de que anunciaran la presencia delmaestro catador. Éste tragó saliva y avanzó hacia la mesadonde, además de Su Majestad Imperial, se encontrabansentados dos de sus hombres del Consejo.

Ambos gestos apenas fueron visibles, pero el maestrocatador estuvo seguro de que ocurrieron: los labios del Duquede Corné esbozaron una leve sonrisa cuando el maestrocatador depositó el té sobre la mesa; los del Conde Priz,maestro tasador de fincas y territorios, no ocultaron del todouna mueca desagradable. Ambos hombres callaban. Si no tegusto, te jodes. A mí tampoco me gusta ver tu cara cadamañana y tengo que aguantarme. Quien habló fue elEmperador:

–Maestro catador, siéntate y escucha, en realidad no tehe hecho llamar para que me prepararas té. –El catadorintentó disimular su sorpresa. Pero por el modo con el que el

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Conde Priz entornó los ojos, no debía haberlo hechodemasiado bien. Tendré que practicar mejor mis gestos...

–Su Majestad. –La reverencia hizo que un par devértebras se quejaran en su espalada. Tomó asiento.

–Como es sabido, la expedición del almirante Alaraarribó a un nuevo y vasto territorio al otro lado del Mar dePoniente hace pocas semanas. Me alegro por él... y por usted.¿Se piensan bañar en oro? Las noticias de ultramar sonescasas, y quizá sea demasiado pronto para hacer conjeturas,pero cabe la esperanza de que ese nuevo territorio sea laTierra Prometida. ¿Y sabe lo que eso significa?

¿La Tierra Prometida? ¿Ya estamos de nuevo concuentos?

–Escucho con atención, Majestad.

El Emperador se puso en pie y señaló un mapadesplegado frente al Conde Priz. La nuez en la garganta deeste último se agitó. Su nariz resopló... pero su boca no decíanada.

–Maestro Tasador Priz, repita a estos hombres lo que meha explicado en privado.

El aludido dirigió su mirada de dos colores hacia lo quesin duda era una carta de navegación y señaló un punto en elmargen. El dedo le temblaba ligeramente. Se aclaró lagarganta antes de hablar. ¿Por qué te cuesta tanto? ¿Estásrabioso? ¿No te van a adjudicar ningún mérito? ¿Se lo va allevar todo ese borracho de Alara?

–El lugar se encuentra entre ocho y diez semanas denavegación. Estaba perdido en el Mar de Poniente, sin duda elocéano más bravo y peligroso de cuantos rodean nuestro

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Imperio, pero la expedición de Alara ha sido un éxito. Nuncanadie había navegado tan lejos en su interior. El mundo no seacaba tras ese mar; al otro lado hay tierra. No se trata de unaisla. Los informes hablan de algo mucho mayor.

–Déjese de rodeos y vaya al grano.

–Alara cree que se trata de la Tierra Prometida.

–Pero es demasiado pronto para asegurarlo. –Lainterrupción del Duque de Corné hizo que los ojos, uno verdey otro azul, del Conde Priz se clavaran en él con aire retador.

–Los informes de Alara sobre el Nuevo Mundoconcuerdan. Tenemos más que sospechas de que se trata enverdad del lugar del que hablaba la Trinidad.

–¿No necesitarán esos informes ser ratificados? –ElDuque de Corné fruncía el ceño, apoyando los codos en lamesa y frotándose el caballete de su prominente narizaguileña.

–Todo parece bastante claro. Lo hemos visto en lasestrellas.

El Emperador asintió las palabras de Priz... quien habíaremarcado con énfasis la palabra «hemos».

Así que es eso. Ya están otra vez con sus estrellas.

El maestro catador había pasado demasiadas horas juntoal Duque de Corné, líder de la logia de Alquimistas y porende, su superior, para no conocer el tic que lo impulsaba afrotar compulsivamente su tabique nasal. ¿Por qué estás tanansioso, primo? El emperador se apoyó sobre la mesainterrumpiendo la línea de visión entre ambos.

–Si las estrellas tienen razón, y la expedición ha dado porfin con la Tierra Prometida, seré recordado para toda la

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eternidad como el líder que llevó al Imperio hasta el Paraíso.¡Toma ya! ¡Ahora se las va a dar de héroe! ¡El Gran Guía quegobierna desde palacio! ¡Un Emperador con aires degrandeza!

–Su Majestad, no lo dude. El primer informe delalmirante Alara asegura que este Nuevo Mundo es un lugarque nunca ha visto la mano del hombre. Yo miré con él lasestrellas para trazar el rumbo a seguir. Las arcas imperialesse verán gratamente recompensadas con este descubrimiento.–Los ojos de Priz chisporroteaban al hablar.

–La Tierra Prometida es el mayor de los vergeles. –ElEmperador se levantó de nuevo.

–Nuestra logia ha estado siempre al lado de Su MajestadImperial. –El Duque de Corné había dejado de frotarse lanariz, pero sus manos temblorosas no podían ocultar susnervios–. Si el lugar que ha descubierto es en realidad laTierra Prometida...

–¡Desde luego que lo es! –el Conde Priz golpeó la mesa.El sudor abrillantaba su cara–. ¿Acaso duda de la Astrología?

–¡Priz! ¡No toleraré semejante comportamiento!¡Siéntese! El Emperador se enfada, esto se pone interesante.

–Gracias, Majestad. Decía que, en caso de ser la TierraPrometida, estamos convencidos del buen manejo de lasituación que hará el almirante Alara. –El Duque de Cornécruzó la vista con el maestro catador. Éste también conocíaesa mirada: buscaba su complicidad. A ver si termináis ya contodo esto, tengo ganas de ir a ver a la cocinera. Ambosasintieron–. No dudamos de la capacidad del hombre enviadopor Priz, pero teniendo en cuenta la gran cantidad de nuevasmaterias primas a examinar: ¿no sería necesaria la presencia

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de un Alquimista?

El Conde Priz apretó los puños, abrió la boca, pero antesde emitir palabra calló silenciado por la voz de Su MajestadImperial.

–Por eso les he hecho llamar. He pensado quedeberíamos mandar un refuerzo al Nuevo Mundo. Alara es unhombre de mi total confianza pero necesito que alguien seencargue de catalogar los nuevos suministros. La travesíainteroceánica es demasiado costosa para llenar los barcos conminerales poco rentables y metales de escasa nobleza.

»El maestro tasador Priz sería el hombre indicado perodebe marchar de inmediato a la Línea Oriental, voy anombrar virrey de Guinakia a un líder local y quiero que Prizsea mi representante en el acto... No me gustaría que Los QueOyen metieran sus hocicos en nuestros nuevos territoriosanexionados. Así que el principal valedor de Alara estará alotro lado del Imperio. He pensado que lo mejor será enviar auno de ustedes.

El Duque de Corné volvió a frotarse la nariz.

–Majestad, en nombre de la logia de Alquimistas quierodecir que estaremos encantados de ayudar al almirante Alaracomo sea menester. En estos tiempos no nos queda másremedio. Pero que alguien le diga a Los Que Oyen queestamos colaborando; seguro se reirían. Alquimistas yastrólogos trabajamos juntos para sostener los cimientos delImperio.

El Duque de Corné se permitió terminar su locuciónesbozando una magnífica sonrisa, lo que provocó que Priz seenfureciera aún más. Como siga apretando así los puños seva a partir los dedos.

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El maestro catador estaba tan ensimismado en las manoscerradas del Conde Priz que cuando Su Majestad dijo sunombre, tardó en reaccionar.

–He pensado en ti, maestro catador... ¿Maestro catador?¿Me escucha?

–Sí, Su Majestad, ha pensado en mí. ¿Para quéexactamente?

–Pues para qué va a ser. No sé si Alara valorará sus téscomo yo lo hago –el catador inclinó la cabeza. Creo quevalora más el brandy–, pero sin duda necesitará de losconocimientos de un Alquimista para asegurarse de la calidadde los envíos. Alara necesitará un hombre de confianza paraevaluar y catalogar los minerales. Haga su equipaje, maestrocatador, sale de inmediato para el Nuevo Mundo. ¿Desea algoen especial para el viaje y su estancia tan lejos de casa?

–Majestad, siendo sincero creo que echaré de menos lacomida. En especial los estofados. ¿Podría llevarme a una delas cocineras como asistenta?

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Capítulo 2. Los Que Miran.

En el puesto de Avanzada todas las mañanas eran la misma. Elsol permanecía oculto tras un millar de nubes blancas. Laniebla, espesa y lechosa, permanecía perenne sobre laprimera colonia que el Imperio había asentado en el NuevoMundo. Solamente cuando pasaba el mediodía, el mantoimpenetrable dejaba pasar algunos haces de luz provenientesde un sol oculto y enfermizo.

El almirante Alara había levantado aquel fuerte en elprimer lugar accesible que encontró al llegar al NuevoMundo. En aquella tierra, bajo la niebla, sólo los acantiladosde piedra oscura habían dado la bienvenida a los restos de laflota proveniente del Viejo Continente.

La travesía había sido tormentosa. De los ocho barcosque formaban la flota sólo dos habían sobrevivido. Unopermanecía en Avanzada, a la espera de recibir órdenes yrefuerzos desde la capital del Imperio. El otro había vuelto alViejo Continente con las noticias del descubrimiento deAlara.

El Nuevo Mundo era una roca gigante en medio delocéano.

Alara había consultado las estrellas poco antes detoparse con él. En altamar es más fácil leer el cielo. Losastros nunca se equivocan, aquello no era una isla. Era elNuevo Mundo: un vergel repleto de minerales y metalespreciosos. La mina más grande jamás encontrada. Ycompletamente virgen. Cuando Alara volviera al ViejoContinente iba a ser el hombre más rico del Imperio.

Esa mañana limpiaba con betún la punta de sus botas; leparecía que las dos, perfectamente alineadas, habían

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parecía que las dos, perfectamente alineadas, habíanacumulado demasiado polvo durante la noche. Un vaso vacíoy una botella de licor abierta reposaban sobre la cómoda.

–¿Es que aquí nunca se levanta la niebla?

–Eso parece, señor. –La gruesa figura de sucontramaestre se cuadró delante de la lona que cerraba latienda del almirante.

–¿Alguna nueva durante la noche? –El serio rictus deAlara no denotaba su preocupación. El almirante dejó elbetún y se ajustó las correas.

–Todo sigue igual, señor. –El contramaestre no relajó supostura; sus ojos se posaron sobre la botella abierta–. Laspartidas de exploración acaban de salir en busca de minas yvetas exteriores.

–¿A esta hora? Es tarde. La Trinidad ayuda a losmadrugadores, no lo olvide. Si sus hombres no encuentranalgo pronto, tendré que buscar otro subalterno que no sea taninepto. –Alara sacó un pañuelo de su guerrera y lo empleócon saña para sacar brillo a la hebilla de su cinturón–.¿Tampoco han llegado noticias del Viejo Continente?

–No, señor. Aún no se han avistado barcos de refuerzo; elmar está en calma. –Ambos hombres comenzaron a caminarjunto a la empalizada levantada como perímetro del fuerte–.Los grupos de exploración buscan tierra adentro, siguiendo elcurso del río. Hoy subirán por el valle, río arriba. Esta laderade las montañas sólo contiene cuarzo.

–Por su bien, espero que hoy tengan más suerte. Aunqueesta roca pueda parecer un erial de cuarzo y minerales depoco valor, estoy seguro de que aquí se esconde algo más...

–Señor, –el contramaestre se acercó a Alara hasta llegar

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a una distancia incómoda– ¿tratará de consultar las estrellas?–La pregunta apenas fue un susurro al oído del almirante.

–Desde luego, contramaestre, pero sepárese. –Alaraseñaló al cielo con su dedo índice–. Sin su guía hubiera sidoimposible reconocer la ubicación de este lugar. Lohubiésemos tomado como una simple roca y hubiésemospasado de largo. –El almirante taconeó tres veces en el suelocon su pie derecho–. Esta condenada niebla... Al final tendréque salir a mar abierto para contemplar las estrellas. Esperoque esta noche pueda leerlas y buscar consejo.

–Señor, seguro que los astros serán claros respecto a laubicación de...

–No hable tan alto –Alara señaló un hombre uniformadoque se acercaba corriendo a su posición. El almirante se atusóla guerrera y se ajustó el cinturón. Al llegar a su lado, elhombre saludó con vehemencia. Alara repitió el mismo gesto.

–Descanse…colóquese bien las mangas y quite esa carade petimetre.

–Señor –la voz sonaba trémula–, traigo una buenanoticia.

–¿Una buena noticia? ¿Me toma el pelo? ¿Por fin hanencontrado una mina, o debo ponerme yo mismo a buscarla?

–No, señor, una mina no. Pero los grupos de exploraciónhan hallado un pozo de agua dulce, parece que completamentepotable.

–¿Un pozo? Teniendo el río tan cerca nuestra prioridadno es el agua. –El contramaestre levantó la barbilla y ladirigió hacia la serpiente plateada que se intuía acechanteentre el manto de niebla.

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–Un pozo… Menos ve un ciego, contramaestre. Un pozoes una gran noticia. –Alara levantó las cejas–. Un pozo deaguas subterráneas significa no tener que cavar. Mandaremosun grupo de exploración a bucearlo. Quién sabe, quizá sushombres encuentren al fin algo por debajo de la capa decuarzo.

–Pero, señor, no creo que un pozo de agua nos conduzca auna veta.

–Contramaestre, ¿no estaba quejándose de lo yermo deeste lugar? –Alara se subió el cuello de su guerrera–. Voy aacercarme a supervisar en persona la exploración del pozo.No quiero pasar otro día en este fuerte viendo su caramientras espero que, o bien llegue un barco desde el ViejoMundo, o sus exploradores encuentren una mina río arriba.Se supone que este lugar debería estar repleto de mineralesvaliosos.

El almirante pasó por su tienda para recoger sus anteojos yguardar en su arcón el sextante y el catalejo que había bajadode su navío, La Fulgurante. Los depositó con mimo en suscajones respectivos. Cerró el baúl con llave, introdujo la llaveen una cadenita dorada y se colgó la cadenita del cuello.Alineó los aparejos de escritura sobre la mesa, de dos en dos.Colocó una sábana sobre las fundas cartográficas ycartapacios; ningún borde sobresalía del perímetro más quelos demás. Llenó el vaso vacío con el líquido transparente dela botella abierta; rebosó, pero no derramó una gota. Se lobebió de un solo trago. Paladeó. Salió de su tienda. Afuera leesperaba el contramaestre con el grupo de exploradores quele conducirían hasta el pozo recién descubierto.

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–Déjense de chácharas y formen en fila de a dos, no estánen la puerta de un burdel. ¡Colóquense bien! ¿Dónde hanaprendido a formar, en una granja? –Alara fue revisando unoa uno a todos los hombres que formaban frente a él–. Bájeselas mangas. Y usted, ¿dónde se cree que está? Abróchese laguerrera hasta el último botón–. Los ojos entornados delalmirante remarcaban sus patas de gallo–. Levante la barbillay mire al frente. En la cantina ponga la cara que quiera;delante de mí, su cara será la de un corderito–. Y cuandoterminó con el último de los exploradores se ajustó losgemelos de oro de su guerrera–. En marcha. Vamos a ver quése oculta en el fondo de ese pozo.

–Con el debido respeto, quizá sólo haya cuarzo y máscuarzo.

El almirante fulminó al contramaestre con la mirada.Apretó los labios. Se acercó y lo cogió por el brazo con fuerza,alejándolo de los exploradores.

–Todavía debe aprender muchas cosas, contramaestre, yla primera es que las estrellas no se equivocan. Si dicen queésta es la Tierra Prometida, no va a ponerlo en duda. –Alarale dio una palmada en la espalda. Hizo un gesto con la manopara que los exploradores se acercaran. Habló subiendo elvolumen de su voz–: Debajo del cuarzo hay otros minerales,probablemente pirita o manganeso. Sólo hay que encontrarlo.No todo este peñasco es tan árido; menos ve un ciego.

Antes de llegar al pozo la niebla se había levantadolevemente, y el cielo plomizo y oculto se asomabatímidamente entre los fantasmales retazos. El camino hacia elpozo resultaba más escabroso de lo que Alara había intuido.

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Su frente brillaba debido a la delgada capa de sudor. Suspulmones inhalaban y expulsaban aire rítmicamente. Habíadejado de dar órdenes. Si desde el mar sólo se veíaninaccesibles acantilados, a excepción de la pequeña oquedaddonde habían levantado el puesto de Avanzada, el interior noresultaba más acogedor para los visitantes. La curvatura en laespalda de Alara apenas era visible para sus hombres; debíacaminar lo más firme posible, como correspondía a su rango.Su contramaestre, sin embargo, llevaba rato bufando,apoyando las manos en los muslos cada vez que tenía quesubir otra pendiente, y mostrando varias manchas de sudorque crecían con el paso de la marcha.

–¿Dónde diablos está ese condenado pozo?

–Deje de quejarse, contramaestre, y empiece a tomarsemás en serio las maniobras de entrenamiento. –Alara lo cogiódel brazo y tiró de él.

–¿Entrenamiento? Lo que estoy es algo mayor para estasexcursiones…

–¿Mayor? Lo que está es gordo. La próxima vez que sequeje se quedará en las cocinas preparando el rancho para loshombres.

–Si no me quejo –el contramaestre se detuvo y se frotóla rodilla izquierda–, pero es esta maldita pierna que no medeja en paz.

–¡Pues ampútesela y deje de quejarse!

Sobre el pozo descansaba un gran cúmulo de la misma nieblaespesa que envolvía el puesto de Avanzada. Por la cabeza deAlara pasó momentáneamente la idea de que el pozo fuera

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donde se generaba la niebla; como una estufa o una chimenea,pensaba observándolo con el rostro constreñido. Perorápidamente comprobó que aquello no era niebla sino vapor,una gran columna de vapor que manaba de las cálidas aguas.Demasiado cálidas. Dudó, ¿sería él o el agua? La largacaminata habría elevado su temperatura corporal. Él no teníalas manchas de sudor que mostraba su contramaestre, perono podía negar la pátina que brillaba en su frente y lasensación húmeda de su espalda. Pero al agacharse y acercaruna mano a la superficie brumosa del agua, el golpe de calorle recordó al de una hoguera en medio de una noche deinvierno.

–Agua caliente.

–Sí, almirante –quien hablaba a su lado era uno de losexploradores que habían descubierto el lugar, un muchachojoven y con aire enfermizo–, por eso no hemos podidoprofundar demasiado.

–No me venga con excusas, cabo, y preparen un equipo deinmersión ahora mismo. Ni mi abuela se hubiera retrasadotanto.

–Como usted ordene, almirante.

El explorador se cuadró en un rígido saludo. La nuez lesubió por su garganta. Y aún no había bajado cuando unaenorme columna de agua salió disparada hacia el cielo desdeel centro de la charca. El agua vibraba alrededor, casi bullía; yen el centro ascendía como un torrente, una cascada inversa,desafiando las leyes de la naturaleza. Los hombres seapartaron del pozo y buscaron refugio en las piedras que lorodeaban. La erupción acuosa estalló provocando una lluviacaliente. Muy caliente. El almirante contemplaba con

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asombro aquella maravilla. Las últimas gotas proyectadashacia el infinito caían mojando las piedras en rededor ydotando de brillo al color negro mate que las coloreaba. Eltamborileo cesó. La superficie de la charca volvía a ser lisa ypulida. Sobre ella se formaba una densa nube de vaporlechoso.

–Diablos, ¿pero qué ha sido eso? –Los ojos de Alara nohabían estado más abiertos en toda la mañana. Sucontramaestre balbuceaba desde detrás de sus propiasmanos:

–Es como el chorro de agua que expulsan las ballenas…

–Sólo que las ballenas no expulsan agua a más decuarenta grados de temperatura. –El explorador situado allado de Alara, uno atlético y musculoso cuyo traje parecíamás limpio que el de los demás, se acercó de nuevo al bordedel agua y se agachó para sumergir un recipientetransparente.

–Señor –el que hablaba era el primer explorador, el queparecía más joven–, antes de que llegaran estábamosrecogiendo varias muestras del agua para comprobar sucomposición, por eso no nos habíamos sumergido…

–He dicho que no quiero excusas, cabo –Alara se atusabalas mangas de la guerrera mientras su rostro mantenía suhabitual rictus helado–, uno de sus hombres llevará lasmuestras al laboratorio de Avanzada mientras los demás sepreparan para una inmersión en apnea.

El cabo de exploradores asintió y comenzó a dar órdenes.El resto de la compañía comenzó a desprenderse del equipoterrestre y a desembalar el de inmersión.

Un estallido de cristales hizo que todos se detuvieran.

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Alara también dejó por un momento de ajustarse los botonesde la guerrera. El explorador más musculado, el quepermanecía acuclillado recogiendo muestras del aguacaliente, había dejado caer los viales llenos. Se tambaleabarezongando. Alara se acercó a su lado con rapidez. Elexplorador tenía la vista desenfocada.

–¿Se encuentra bien?

–Sí; gracias, señor. Siento que... He creído ver algo en elagua. –Alzó uno de sus brazos musculosos y con la manoseñaló una mancha que había aparecido en el centro del pozo.Una mancha que crecía.

–Todo el mundo a cubierto –ordenó Alara retrocediendocon pasos cortos–, parece que algo está surgiendo de debajode las aguas.

Alara no mostraría miedo delante de sus hombres. Perolo sentía. Todos se arracimaron tras las piedras más grandes.Sólo unos pocos asomaron la cabeza. Incrédulo, y algodecepcionado, el almirante observó que del fondo del pozosurgieron dos figuras… ¿humanas? Un hombre y una mujer,desnudos, saliendo del agua como si tan sólo hubiesen estadodándose un baño. Manchas de barro cubrían al azar partes desu cuerpo. Alara sentía cierta agitación entre sus hombres.Los aparecidos eran completamente normales, a excepción depor la ausencia de pelo en sus cabezas… y en el resto de suanatomía. Los exploradores no dejaban de moverse,escondidos e incómodos. Los aparecidos se taparon el rostrocon las manos, embadurnadas de barro, y comenzaron arespirar profusamente; los exploradores lo hacíanentrecortados, mientras buscaban una mejor vista del pozo.Los aparecidos abrieron los brazos, abrieron la boca y los

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ojos, y sus respiraciones se hicieron más profundas. El sonidodel aire entrando y saliendo por sus fosas nasales envolvía lacabeza de Alara. Algunos exploradores empezaron acuchichear. El almirante escuchaba el rechinar de sus propiosdientes. Las manos le temblaban. Los nervios se habíanapoderado de su espalda y sentía el cuello completamenterígido. Pero él era el almirante Alara y sus hombres estabanmirando. Se levantó y dejó su escondite detrás de la piedranegra y mojada. Taconeó tres veces en el suelo con el piederecho.

Los dos aparecidos lo miraron con sus grandes ojos. Ojoshumanos, sin embargo. Alara dio un paso en su dirección. Nosabía por qué lo hacía. Lo hacía y punto. Aquellas personaspodían ser el descubrimiento más importante de la década, odel siglo.

Había encontrado la Tierra Prometida. Y además de lasminas vírgenes con el mayor número de minerales nobles delmundo, contaba con una civilización nativa completamentedesconocida. Y él era el descubridor.

Alara tragó saliva. ¿Qué locura estaba haciendo? Queríadecirles algo pero seguramente aquellos salvajes no leentenderían. ¿Y si eran caníbales?

–Saludos… Soy el almirante Alara, de la Flota Imperialde Su Majestad el Emperador Marcus V.

Había captado su atención. Ambas figuras se acercaron aél con la espalda ligeramente encorvada. Los brazos estiradoscon las palmas de las manos hacia el suelo. Alara volvió atragar saliva. La tensión de la espalda le atenazaba losomóplatos. Los aparecidos llegaron a su lado. Alara sabía quesus hombres estaban a pocos metros, cubriéndole las

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espaldas. Su contramaestre siempre estaba alerta. Y aun asíse sentía completamente indefenso y a merced de los salvajes.Qué imprudente. Los aparecidos se situaron a un paso. Nirastro de pelo. El rostro, el cuello, parte del pecho y losbrazos cubiertos parcialmente de barro. Una sonrisa, o algosimilar, se dibujaba en el rostro de ambos. Alara creía oírlessusurrar, pero no estaba seguro. ¿Sería un bisbiseo presa dela misma enajenación que lo había llevado a exponerse alpeligro?

Y de pronto sintió el húmedo contacto de una de susmanos. Alara dio un respingo, y ellos también retrocedieron.Le habían tocado un brazo. El corazón quería salirse por laboca del almirante. Sentía su bombeo desbocado bajo suesternón y retumbando en sus sienes. Estaba mareado. Sentíanáuseas y el calor de la bilis cuando te asciende por elesófago. Quería vomitar. Pero los aparecidos también sehabían asustado. Igual que él.

Alara contuvo la respiración. Levantó una mano,temblorosa, y uno de los aparecidos, la mujer, hizo lo propio.Las yemas de sus dedos se tocaron. Primero con un roce,luego ejercieron más presión. Sus dedos se siguieron. Estabanmojados. La curiosidad había vencido al miedo.

Su tacto era húmedo y muy suave. Quizá fuese lo mássuave que había tocado en su vida. Ni el tacto de su hijo reciénnacido le había provocado aquella sensación. La piel de laaparecida era lo más suave, terso y placentero que habíatocado en su vida.

–Mi nombre es Costas Alara, y soy almirante de la FlotaImperial de…

Los dos aparecidos empezaron a cubrirle el rostro con el

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mismo barro que cubría sus caras.

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Capítulo 3. Los Que Oyen.

En el Palacio Real de Guinakia, en la Línea Oriental delImperio, la cena por la llegada del Conde Priz era suculenta.La cantidad de condimentos en los platos sólo se veíasuperada por el colorido de los mismos. Priz arrugaba lanariz; nada de aquello podría competir con un buen asado delImperio. Estaba claro que la calidad de la carne en aquelloslugares resultaba bastante deficiente y por eso debíanenmascararla con toneladas de polvitos. ¿De dónde sacabantantas salsas? Toda aquella comida era mentira.

Carne de faisán. Hígado de oca. Huevas de esturión.Nosequé con queseyó... Los guinakos no sabían lo que era unabuena carne roja. Comerla casi cruda, al estilo del Imperio.Las verduras de esos platos debían ser un buen alimento paracerdos, no para personas. El vino era otra cosa. No teníademasiado cuerpo pero resultaba muy fresco al paladar;¿sería por las burbujas?

–Conde Priz, no le veo comer nada. –Una salsablanquecina corría por la comisura de los labios y se deteníaen la perilla del recién nombrado virrey de Guinakia, unhombre joven, atlético y muy fogoso. Un auténtico señor de laguerra que había unificado a todas las tribus guinakas. Y quehabía aceptado unirse al Imperio.

Si los ojos de Priz resultaban peculiares por su dualidadde colores, uno verde y otro azul, los del guinako lo eran porsu similitud con los ojos de un felino. Aunque bien pensado,casi todos los guinakos tenían esos ojos parecidos a los de losgatos.

–El viaje ha sido largo, virrey, y el camino me ha revueltoel estómago. No crea; esta... –Priz se tomó un instante antes

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de seguir hablando–, perdiz, tiene una pinta exquisita.

–Siento que el camino no haya sido el más agradable,pero me alegro de tenerlo en mi casa. –El guinako engullíacon delicadeza la carne del ala de algún ave exótica. Un grupode seis bailarinas se contoneaba como serpientes frente a lamesa de los agasajados.

–Para mí es un placer compartir mesa con el nuevovirrey de la nueva provincia. –El conde Priz levantó su copade vino para brindar. Le gustaban las burbujitas que subíanhasta la superficie– Como líder de los Unionistas estoyseguro que sabrá mantener a raya a las tribus que aún nohayan sido pacificadas. El Emperador quedará encantado conel reporte que le daré sobre su campaña.

–Es para mi un honor haber sido el guía de mi pueblo yhaberlo unificado y adherido al Imperio. –El virrey sonreíacon orgullo. Las bailarinas, muy escasas de ropa para lo quePriz estaba acostumbrado, demostraban una granflexibilidad–. Con nuestro trato, el Imperio sale ganando y losguinakos también.

–Sin duda, su provincia es famosa por las minas delapislázuli. –Priz ladeó la cabeza y sonrió taimado–. Quizáestén algo explotadas, pero su aportación a las arcasimperiales conllevará grandes beneficios para su gente. Hallegado la civilización.

El coro de mujeres guinakas se agitaba al ritmo de lasflautas y los tambores. Los cascabeles tintineaban en sustobillos. El extranjero pensaba que si enseñaban tanimpúdicamente las piernas y la tripa, ¿por qué ocultaban susrostros con pañuelos?

–Conde Priz, ¿desea que esta noche una de las bailarinas

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de mi harén visite su habitación?

–Es usted muy amable, virrey; pero no sé si debería...

–Llámeme Heru, creo que la confianza es básica entredos hombres dispuestos a hacer negocios. –El guinako pasóuna servilleta de algodón por sus labios y miró de soslayo a suinvitado.

–Desde luego. –La atención de Priz había vuelto a laconversación con el virrey.

–Como líder de mi pueblo no puedo esperar el día en quesea invitado a visitar el palacio de Su Majestad Imperial...También me gustaría visitar su condado, y conocer a su hija.Esto me recuerda que tengo otro asunto por el quepreguntarle. ¿Está su hija comprometida? Sé que está en edadcasadera, y estoy seguro que usted, como yo, vería con buenosojos una unión de nuestras casas. Imagíneselo: El Condado dePriz y el Reino de Guinakia, unidos. ¿No sería su nieto, mihijo, un hombre casi tan poderoso como el propioEmperador? En territorio, al menos, nuestros dominiosserían casi tan grandes como los suyos.

–Y en riqueza; y la riqueza trae más cosas. –Al otro ladodel virrey Heru Ebola, estaba sentado uno de sus señores dela guerra, uno de sus Azotes. Hasta ese momento, el Azote delvirrey se había limitado a comer y observar el contoneo de lasbailarinas; pero cuando habló, lo hizo con mucho aplomo. APriz no le gustaba ese hombre; no había comido carne, sólolas hortalizas y verduras que acompañaban los platos. En elImperio ningún hombre se alimentaba como un conejo.

–No sé qué contestar respecto a un matrimonio entreusted y mi hija. Soy un siervo leal y debería preguntar alEmperador; una unión semejante debería tener su visto

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bueno.

–No tema nada oculto en mi propuesta. ¿No ha dicho queyo soy el líder de los Unionistas? –El virrey se atusaba lalarga perilla trenzada que pendía de su barbilla–. No tiene dequé desconfiar, tómese su tiempo.

–No desconfiaría nunca de usted, que ha derramado lasangre de los suyos para engrandecer el poder del Imperio –Priz frunció el ceño–; de otro modo, pensaría que lo que meestá proponiendo es demasiado..., ¿ambicioso?

–Mis sueños son ambiciosos; pero sé cuál es mi sitio enesta nueva alianza. –El virrey levantó una mano al cielo congran dramatismo–. Lo que me preocupa ahora es no cumplircon las expectativas del Emperador. No me gustaría que SuMajestad se olvidara de nosotros si el descubrimiento delalmirante Alara resulta ser cierto. ¿Lo es?

–Desde luego, Alara ha encontrado lo que la SantaTrinidad llama «la Tierra Prometida»: la mina virgen másgrande del mundo. Las nuevas aseguran que la extracción demineral es inminente. A estas alturas puede que ya hayanempezado a extraer pirita y manganeso.

–¿Manganeso? De eso no andamos boyantes en Guinakia.

–Y qué me dice sobre el rumor de los indígenas. –ElAzote del virrey se había inclinado sobre la mesa paraacercarse a ambos. Sus ojos afelinados ponían nervioso a Priz.

–De momento no sabemos mucho sobre ellos. Peroparece que se han mostrado colaboradores en lo relativo a laexplotación de las minas. Su Majestad Imperial ha enviadouna flota con esclavos y presos para trabajar en profundidad.

–Eso hemos oído –la voz susurrante del Azote era un

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bisbiseo bajo la música de las flautas–. Algunos sonprisioneros de nuestra guerra, supervivientes de las tribusque se opusieron al flamante... Heru Ebola.

El Azote dejó caer las manos en la mesa, junto a las delvirrey. Ambos se rozaron levemente los nudillos. Priz mirabaa las bailarinas a través de su burbujeante copa.

–Sin lugar a dudas, la provincia de Guinakia se verá muybeneficiada por la adhesión. Puedo asegurar que elEmperador no tardará en hacer una visita cuando la zona estéasegurada.

–Espero que su estancia entre nosotros sea larga yfecunda. –El virrey levantó una ceja y señaló a una de susbailarinas.

Ambos rieron y brindaron con otra copa de vinoburbujeante de Guinakia.

Un Señor de la Guerra guinako siempre era acompañado porsu guardia personal de Azotes. Los Azotes eran los niños de latribu que habían nacido en el mismo año que él. Abandonadosen el desierto más árido de Guinakia, solamente los queregresaban con vida pasaban a formar parte de este cortejoprivilegiado (y esto se veía complicado por resultar nómadasla mayoría de las tribus). Su única labor era dar su vida por suseñor. Y lo harían sin dudarlo; unidos a él, en sangre yespíritu.

Tras el banquete, Heru Ebola, virrey de Guinakia, se despidióde su invitado y se dirigió al minarete más alto de su reciénocupado palacio. Todavía no lo consideraba su hogar. Apenas

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hacía un mes que habían derrotado a los Independentistasque no deseaban la adhesión al Imperio. El Viejo Rey aúnestaba recluido en una celda. Su cabeza sería uno de losprimeros regalos que ofrecería al Emperador cuando sedignara a visitar la nueva provincia; quizá, un regalo así, lerecordaría que en Guinakia los líderes deben andarse conmucho cuidado.

El virrey ascendía las escaleras de caracol de la torreseguido de sus ocho Azotes. Antes de levantarse en armascontra el Viejo Rey y posicionarse al lado de las fuerzasextranjeras, sus Azotes habían sido doce; pero la guerra noperdona, y el desierto tampoco.

Cuando Ebola llegó al último peldaño se detuvo y respiróhondo; en parte falto de resuello por lo empinado de lasubida, en parte algo nervioso por lo que esa noche habíaacontecido y lo que significaba.

En el rellano había una puerta de madera. Llamó con losnudillos. Sus Azotes se encontraban detrás de él, en completosilencio

–Amada Madre, hemos llegado. –El Virrey contuvo larespiración.

–Pasad –la voz que salía de detrás de la puerta era unavoz anciana, antigua, que exhalaba más aire que sonido.

El interior de la sala que culminaba el minarete estabapobremente iluminado. El virrey entró lentamente seguido desu séquito. Frente a un balcón, una silueta recortaba la luz dela luna. Sostenía una vela de sebo frente a su rostro. Sepodían ver las arrugas alrededor de sus ojos. Cubría su tezcon un velo, como las bailarinas del banquete, y su cuerpoestaba envuelto por un sudario de tela elegante. Tenía los

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ojos pintados de color azul, azul lapislázuli, como también loestaban los ojos de las bailarinas. Pero la profundidad de lossuyos, la profundidad y la sabiduría, eran mucho mayores.

Los nueve hombres se inclinaron con una reverencia.

–Amada Madre, efectivamente el mojado nos haconfirmado los rumores.

–¿Y qué esperabas? Desde luego que todos son verdad; lodijeron los muertos, y los muertos no tienen por qué mentir.

Sobre una mesa había una ornamentada tetera de plata.Al lado había una tablilla grabada con las ciento veinte letrasdel alfabeto guinako. Las letras estaban colocadasrepresentando la figura del Ocho. Sobre una de las letrashabía un vaso de cristal, bocabajo, y sobre el culo del vaso unamoneda de bronce con la cara del Viejo Rey. La Amada Madreacababa de hablar con los muertos.

–Entonces, Amada Madre, ¿debo desprenderme de unade mis garras?

–La Voz de Nuestros Abuelos así lo ha reiterado. –Conun dedo raquítico retorcido por la artritis, la vieja señaló lamesa–. Coged té, por favor; aún está caliente. Y sentaos losnueve a mi alrededor.

Los Azotes llenaron las tazas con el té y se sentaronsobre los cojines tirados alrededor de la anciana. Heru Ebolalo hizo como uno más, sin que se notara su condición devirrey. Uno de sus Azotes, el que había cenado a su lado sinprobar bocado de carne, lo sujetó por el brazo y le habló entredientes, como había hecho durante el banquete.

–Hermano Carnal, no dudes que daré mi vida por ti. Siuna de tus garras ha de ser arrancada, estaré orgulloso de

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haber sido tu Hermano.

–Serum, aunque el camino al Infierno sea largo, siemprehay un camino de vuelta a casa. –El virrey bajó la voz hastaque de su boca apenas salió un leve susurro–. Y sabes que enmi séquito siempre serás bien recibido.

Los nueve hombres se sentaron junto a la anciana. HeruEbola bebía el té esperando que la Amada Madre hablara. Susojos no podían dejar de bailar alrededor de las sombras deaquella estancia. Y siempre se detenían al encontrarse con latabla del Ocho, repleta de letras. La Voz de Nuestros Abuelos.La anciana volvió a hablar:

–¿Qué os ha dicho el fanfarrón de los mojados?

–Han encontrado las Minas Vírgenes –quien hablaba erael Azote llamado Serum; y como siempre que hablaba, lohacía con un hilo de voz–. Y lo que es más importante: estánhabitadas.

–Eso es exactamente lo que nos adelantó la Voz deNuestros Abuelos. –La vieja se acercó entre resoplidos a lamesa. Colocó su mano temblorosa sobre el vaso tapando lamoneda–. Los muertos también dicen que esos hombresperdidos conocen la Antigua Magia. ¿Os ha dicho algo elmojado?

–No, no nos ha hablado de magia. Estaba más interesadoen minas y minerales. –Heru Ebola seguía atusándose sularga perilla trenzada.

–Sí, pero tened cuidado con los mojados –la voz de laanciana se había cargado de desprecio–, mientras fuimosútiles, fuimos queridos; luego, apestados. Parece que sólo sefijan en los minerales... mientras ocultan sus verdaderosplanes.

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–Por supuesto, Amada Madre, nunca hay que desoír laVoz de Nuestros Abuelos.

–Pues los muertos dicen que los hombres de las MinasVírgenes conocen la Antigua Magia, y que entre ellos seencuentran Los Que Olfatean.

Se hizo el silencio. El vaso tembló. Incluso la vela parecióparpadear. Aquel nombre pertenecía a un cuento que a ningúnniño le gustaba oír. El silencio se quebró por la vozalmidonada de Serum.

–Amada Madre, los mojados están enviando prisionerosde guerra como mano de obra para los trabajos de excavación.Creo que podríamos colar un espía.

–Quizá no haga falta enviar a nadie, quizá ya lo tengamos–respondió Ebola terminando con un sonoro sorbo la taza deté y depositándola con delicadeza sobre la mesa. Sus ojosvolvían a fijarse en la tabla para escuchar a los muertos–. Enlas mazmorras tenemos a varios líderes Independentistas;podemos presionar a algunas familias, prometer amnistías yperdones, y que alguno de los guinakos que enviaron comoprisionero pase a trabajar para nosotros. Al fin y al caboseguimos siendo hermanos.

–Los muertos dicen que las tribus fieles al Viejo Rey note verán nunca más como a un hermano, Heru Ebola. Haspasado a muchos de los suyos por el filo de tu alfanje, hasviolado a sus mujeres, a sus hijas...

–Aun así podemos obligarlos a trabajar para nosotros.

–¡Escucha a los muertos! –la anciana se acercó al virrey ysu sombra pareció crecer de tamaño más allá de loshumanamente posible–. Te arrancarás una de tus garras y la

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enviarás como embajador al Imperio. Vas a enviar a Serum enla comitiva con ese mojado que hoy dormirá con una de tusconcubinas, y lo convencerá para que le dé un salvoconductopara las Minas Vírgenes.

El virrey notaba el paladar completamente seco.

–Pero no será fácil, Amada Madre.

–Desde luego que no; tampoco lo era levantar un país encontra de su legítimo dirigente para subyugarlo al poder deun imperio extranjero.

–Amada Madre, si no quiere hablar con los muertos sinnecesidad de usar la tabla del Ocho, modere su lengua. Noquiero prescindir de su presencia.

Heru se arrepintió de su amenaza nada más formularla.Si amenazas a alguien es porque estás dispuesto a cumplir conlo dicho. El joven virrey notaba su espalda empapada desudor.

–Pues entonces escúchame –la anciana se sentó de nuevo.Su voz sonaba mucho más serena, pero igual de firme–,debemos encontrar cualquier vestigio que haya de la AntiguaMagia en las Minas Vírgenes. Manda a Serum con el mojado,eso no será difícil. Cuando tu Azote llegue a las MinasVírgenes, tendrá a su disposición algunos espías;presionaremos a las familias con la vida de los presos quetenemos en las mazmorras para que así sea.

–Heru, lo han dicho los muertos... Arrancarte una de tusgarras es doloroso; pero volveré en cuanto haya terminadocon mi tarea.

Cuando el virrey y los Azotes abandonaron el minarete,desde la calle empedrada, uno de ellos se retrasó con

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discreción. Serum levantó la vista buscando el balcón másalto de la torre. En él se encontraba la figura de la ancianatapada por su elegante túnica. Los estaba observando. Y entrelas sombras que proyectaba la luna, el Azote creyó ver cómola vieja levantaba al cielo las palmas de sus manos. Ese gestoiba destinado para él. El muchacho asintió, como siemprehacía al salir del minarete...

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Capítulo 4. Los Que Tocan.

Sura escupió un borbotón de sangre. No le había dolidodemasiado, no había tiempo para eso, pero sabía que el dolorvendría después y necesitaría alcohol. Una muela sobresalíadel charco de babas y sangre. Se palpó con la lengua el huecoen la dentadura. Sonrió sin levantar la vista. Otro golpe en elestómago hizo que se doblase y cayera de rodillas. Le habíasacado el aire de los pulmones. La guinaka escuchaba a lamuchedumbre jaleando al mojado. Ese bastardo no sabía conquién estaba jugando.

El mojado, un tipo alto y velludo como un oso, agarró aSura de los hombros y la levantó con fuerza. Los dedoscerrados como tenazas. Sura sintió que el dolor le subía por elcuello y le llegaba hasta los oídos. El tipo era fuerte. Tambiénera rápido, más de lo que ella había pensado, y por eso ahoratendría un hueco en la dentadura.

Le escupió en la cara. No le gustaba su melena trenzada.¿Qué se creía, una mujer? El esputo era rojo oscuro.

Un golpe en la sien nubló la vista de la guinaka. Sintió elrepiqueteo de cientos de campanas dentro de su cabeza. Si elmojado de pelo claro se creía una mujer, golpeaba como unhombre. No había muchos de ésos entre los mojados. El tipola agarró por la muñeca y le retorció el brazo. Sura tuvo quegirarse para que no se lo partiera. El círculo de mirones queapostaban por un ganador hizo un hueco para que la lanzara.

El enorme mojado la aplastó contra la pared delbarracón. Ella sintió su pecho sobre la espalda. El muy hijo deputa se restregaba y notó que le presionaba las nalgas. Elaliento rancio en el cuello le trajo una arcada.

–Zorra guinaka, te voy a dar ración doble de carne.

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–Zorra guinaka, te voy a dar ración doble de carne.

El tipo tiró de su brazo. Sura sentía los músculos de laespalda en tensión, los del cuello y la cara, los de las nalgas.Quizá se había dejado llevar por el aspecto tosco del mojado yle había concedido demasiada ventaja. Si una mujer acabarápidamente con un tipo que le dobla en peso, no le sería fácilencontrar muchos más contendientes. Éste había sido fácil deencontrar.

El mojado le retorció la muñeca. Aquello sí dolía. Lamueca de su cara no era fingida. No podía fruncir más loslabios. El olor a sudor era demasiado desagradable. Su tactotambién.

Ninguno de los presentes vio el latigazo. Sólocontemplaron al gigante rubio tambalearse hacia atrásllevándose las manos a la cara. Pero habían escuchado elcrujido de la nariz. El movimiento de Sura había sidodemasiado rápido.

Echando la cabeza hacia atrás con un movimiento rápidoe igual de efectivo que el ataque de una cobra. Rápido ydemoledor. La parte trasera de su cráneo reventando eltabique de la nariz del mojado. Reventando.

El mojado tenía los ojos vidriosos. Golpear la nariz era lomás efectivo para cegar a un rival. Y era muy escandaloso.Entre los dedos del apestoso rubio se escurría un reguero desangre. Ella sabía que semejante golpe provocaba muchasangre... pero aquel mojado sangraba más que un cerdo. Aúntenía unos segundos antes de que el tipo pudiera volver a fijarsus ojos. Le sobraba la mayoría.

Él arremetió como un toro. Ella se echó a un lado; no lavio, Sura se movía veloz. El tipo estrelló su puño contra lamadera de la pared. El puño atravesó un tablero. Y ella le

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pateó en las corvas; un golpe seco, como el ataque de unavíbora.

El gigantón gruñó. Se giró buscándola, con los nudillosdespellejados. Braceó. ¿Dónde estaba? El círculo de mironesse abrió. Habían dejado de apostar. Sura apareció bajo suspiernas. El golpe en los testículos hizo que absolutamentetodos los varones cerraran sus piernas, levantaran las cejas, yagradecieran a la Trinidad no haber estado en su pellejo.

Sura sonrió; había dejado a todos sin respiración.

–¿A que jode que te acaricien la entrepierna sin cariño?Pues la próxima vez, piénsalo cuando se te ponga dura.

Las peleas eran la norma en los barracones de losmineros de Avanzada. Las apuestas también. Siempre surgíancon alguna excusa. Y rápidamente se formaba un corrillo paracontemplarlas y apostar. Era una de las pocas maneras desacar un extra y divertirse. La otra manera estaba en lacantina.

Sura caminó alrededor del hombretón, ahoracompletamente doblado, contoneando las caderas yobservando con gesto desdeñoso. Se detuvo a su espalda yescupió al suelo.

–Gimes como una niña, mojado de mierda.

El tipo intentó propinarle un codazo pero ella lo esquivó.Estaba bailando a su alrededor. No era un combate sino unadanza. Dos de sus dedos, índice y corazón, golpearon los ojosdel mojado. Se hundieron más allá de la primera falange. Eltipo grito de dolor. Eso sí le había dolido. Los movimientos

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de Sura eran hipnóticos como la mirada de una pitón. Enseñóla dentadura; perfecta, a excepción del hueco de la muela.Sacó la lengua y la hizo vibrar. Imitó el silbido de unaserpiente. Atacó. Sus dos dedos penetraron de nuevo en lascuencas oculares del hombre; hasta los nudillos. La genteobservaba en completo silencio; alguno sin poder respirar.Era una boa que se enrollaba alrededor de su presa. Losdedos de la guinaka fueron a las fosas nasales del hombre ytiraron hacia abajo con un golpe seco. Los espectadorescreyeron oír el crujido de la mejilla contra la rodilla de laguinaka; Sura sabía que lo que había crujido eran lascervicales del mojado. Mala suerte.

El tipo se quedó tendido sobre un charco de sangre.

El barracón era donde los mineros pasaban la noche. Losmineros traídos de la guerra de Guinakia y del Imperio. Porun lado, los prisioneros del bando perdedor, losIndependentistas del Viejo Rey; por el otro, los presos ygentes de mal vivir que ya no tenían hueco en las cárcelesimperiales. Como aquel gigante rubio que había intentadometer mano a la joven guinaka de melena y ojos oscuros; losuficiente para empezar una pelea y que la gente se reuniera aapostar. Los guardas imperiales que vigilaban de los minerosen el puesto de Avanzada jamás intervenían en lo quesucediera dentro de los barracones, si no era para llevar lasapuestas. Nadie quería que la sangre le salpicara. El dinero síque corría.

Sura recogió su parte. Por supuesto que había apostadopor sí misma en cuanto el círculo se cerró sobre ella y sucontrincante.

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–Dame lo que es mío. –La muchacha cogió el montón demonedas. Escupió al suelo. Sangre. El golpe de la boca iba adoler durante muchas noches.

–Quién iba a decir que dejarías echo un guiñapo a esemojado –El guinako que recogía las apuestas era otro presotraído de la guerra contra el hijo de puta de Heru Ebola elTraidor de Sus Hermanos, el Rey de la Vergüenza–. Si lo sé,hubiese apostado por ti.

La chica guardó las monedas en una bolsa que pendía desu cinto. No le culpaba. Sabía que su aspecto jugaba a sufavor, para todo. Era demasiado delgada, y de aparienciafrágil, para que alguien hubiese apostado por ella. Estabademasiado sucia, desaliñada, para que alguien la hubiesereconocido. Aquello era lo ideal para danzar.

–¿Qué vas a hacer con tanto dinero? –preguntó elguinako.

–Metértelo por el culo –Sura se dirigió a la salida delbarracón contoneando las caderas. Sabía que aquello leencantaba a los hombres; y enfurecía a sus mujeres.

¿Por qué los habían metido en los mismos barracones que alos presos mojados? Eso sólo traería más problemas. Leshabían dicho que si trabajaban extrayendo metales, prontovolverían a su tierra. ¿Pero qué pensaban los mojados? Nadiese podía creer semejante patraña. No los habían llevado paraque fueran mineros, sino esclavos. Sura sabía que las minasserían la tumba de muchos. Aunque el cartel de bienvenida,«El trabajo duro te llevará de nuevo a casa», intentaraconvencerlos de lo contrario.

La niebla espesaba al anochecer. A esas horas de la noche

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era ya muy densa. El cartel de bienvenida, escrito en guinakoy en el idioma imperial, no se veía. El cuarto menguante de laluna tampoco ayudaba.

Sura se dirigía al barracón convertido en cantina. Todavíaestaría abierto. Y ella necesitaba alcohol. La herida de la bocaiba a joderle la noche, quizá varias noches, y el alcohol era unconsuelo bastante eficaz.

Nunca antes había salido de Guinakia. La echaba demenos. Sus atardeceres rojizos, el olor de las especias, elbullicio de los mercados. En aquella isla no había nada de eso.Sólo había cerdos mojados. Y la espesa niebla. Así eraimposible ver el sol. El sol. La niebla era un manto demanteca, húmedo. Seguro que por eso llamaban mojados atodos estos buitres bárbaros al oeste de Guinakia. Porque laniebla lo humedecía todo. ¿Sería igual en el resto de lo quellamaban «el Imperio»? Seguro que tanta humedad pudría lascosechas, los huertos, los campos de frutales... y por eso losmojados se alimentaban tan mal. En aquella prisión sóloservían un estofado grasiento con pedazos de carne muerta dealgún mamífero. Los mojados comían carne muerta demamífero. Qué asco. Sura escupió nuevamente al suelo. No secomen mamíferos ni reptiles. Todo lo demás está permitido.

Sura llegó al único barracón donde se podía comprar yvender bebidas. La cantina. Por lo menos, los mojados teníanlicores fuertes. Y eso estaba bien.

Uno de los hombres que había luchado al lado de supadre estaba sentado en una mesa junto a otro guinako.Todos los demás eran putos mojados. Mala gente; ni siquieralos aguantaban en las celdas de su país. Guardias, porsupuesto, allí no había ni uno; no estaban permitidas las

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peleas para apostar. Si no había dinero, nadie queríamancharse las manos. Aquel rincón mugriento lo dejabanpara ellos, los prisioneros. Otra cosa era escaparse. Eraabsurdo. Estaban en un isla.

Sura pagó con una moneda un vaso de licor. Era parecidoal rakí que bebían en su tierra natal, pero más seco. Sentía losojos de los hombres puestos sobre ella. Aunque se sentíaincómoda estaba acostumbrada. Los hombres siempremiraban cualquier cosa que estuviera delgada y tuvierapechos. Eran tan simples. Sura agarró el vaso de licor. Elcristal estaba sucio. Pero el dolor de su boca era tan agudoque no le importó. Se lo bebió de un trago.

–Ponme otro. –Ahora sí que era el centro de todas lasmiradas.

Ella cogió el segundo vaso y se dirigió a la mesa de losdos guinakos. Jugaban a un sencillo juego: «los cuchillos». Lamecánica era simple. Dos contrincantes apostaban unacantidad. Ambos ponían una mano sobre la mesa con losdedos abiertos, y con la otra mano clavaban la punta de uncuchillo en la madera, entre los dedos, una y otra vez,repetidamente y cada vez más veloz. El primero de los dosque se pinchara, se amputara un dedo o no, perdía la apuesta.El que bajara la velocidad también perdía; y el contrincantedebía amputarle un dedo por tramposo.

Su padre se había encargado de que aprendiera a jugar.En su clan, era muy fácil aprender a jugar a los cuchillos.Además de su habilidad natural...

–¡Maldita sea, Sura! –el combatiente de su padre lemiraba la cara con espanto–. ¿Qué te ha sucedido?

–Quiero jugar los cuchillos. –Sura se bebió el segundo

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vaso de un trago y se limpió los labios con la manga despuésde escupir. Tenía sangre en el labio. El licor abrasó sugarganta, pero aquella no era, ni con mucho, la peor sensaciónque había tenido ese día.

–¿Qué te ha pasado? ¿Has vuelto a pelear? Tu padre...

–Mi padre está muy lejos. –Sura arrebató con un gestofulminante uno de los cuchillos con los que los hombrescompetían–. Quiero jugar.

–¿Pero quién te has creído que eres? –El otro guinako, elque Sura no conocía, se levantó golpeando la mesa con ambasmanos.

–Déjala estar, Usaru, yo jugaré con ella. –El conocido deSura resopló hinchando los carrillos. Una de sus manossujetaba el brazo de Usaru–. Cálmate, y apuesta por uno delos dos; es tu oportunidad de recuperar lo que te he ganado.

Usaru se sentó con el ceño fruncido. Una de sus manosestaba enrojecida y sobre el dedo anular se veía el arañazodejado por el cuchillo. Los mojados que frecuentaban lacantina a esas horas ya se habían arremolinado en torno a lamesa de los guinakos. Quizá no les cayeran bien, quizá losdespreciaran, pero un espectáculo semejante merecía la penaser visto.

–Apuesto por ti, Isar –dijo Usaru escupiendo laspalabras–, no seas abusón. La niña no tiene ningunaposibilidad. Yo podría ganarle.

Isar, quien luchó al lado del padre de Sura en la guerra,acercó sus labios a oídos de la muchacha. Su voz era apenasun susurro.

–No hagas trampas... Y sobre todo, no te descubras. Si

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adivinan lo que somos, se acabó todo.

Sura tragó saliva. Echó una mirada a su vaso. Vacío.Después bebería otro. Le dolía la boca. Le dolía el orgullo.Mucho más que el diente perdido. Tres meses presa en eselugar. Tres meses lejos de su hogar y su familia. Nadie podíaescapar de allí. Nadie podía nadar el océano. Nadie. Apretólos labios. Ladeó la cabeza. Sus ojos afelinados brillaban.Tensó los músculos de los brazos.

Los dos guinakos agarraban los cuchillos. Los imperialesles jaleaban, ellos también empezaban a apostar. Aquello erauna apuesta segura. Los cuchillos empezaron a bailar entrelos dedos. El ritmo de los tambores. Empezaron a acelerar.Los guinakos se miraban a los ojos. Los cuchillos. Danzaban.Caían. Subían. Bajaban. Salían. Entraban. El ritmo. Chasquido.Madera. Siseos. Soplidos. Veloces. Cuchillos. Miradas. Losfilos. Rasgaban. El aire. Cuchillos.

Una gota de sudor se deslizaba por la sien de Isar;tragaba saliva. Una mueca de triunfo se insinuó en los labiosde Sura. Los cuchillos danzaban cada vez más veloces. Sura noestaba segura de si Isar habría empezado ya a usar «laHerencia». Ella todavía no. ¿Que no hiciera trampas? Amboscompartían la Herencia. En su clan, muchos la compartían. Nose darían ni cuenta. Por eso era tan fácil jugar los cuchillos. Ylos mojados ni se enterarían. ¿Que no se delatara? Sus manosse moverían tan rápido que los mojados no sabrían ni dóndemirar.

Un embriagador perfume llenó sus fosas nasales. Olíademasiado bien. Aquel aroma no era el de ningún preso. Niguinako, ni mojado. ¡Auhg!

–¡Mierda! –Sura apartó la mano como un resorte. Aquel

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maldito olor. El cuchillo le había rasgado el dedo anular.Cómo había sido tan torpe. Ni siquiera había tenido queesforzarse demasiado. Ese olor.

–¡Bien! –gritó Usaru sonriendo, e inmediatamente selanzó sobre el dinero apostado por Sura; lo dividiría entreIsar y él mismo.

Isar apretó el cuchillo cuando Sura chilló. Los nudillos sele marcaban blanquecinos. El hombre no sonreía. La mirabacon gesto serio y adusto.

Sura clavó el cuchillo en la mesa. Volvió a escupir alsuelo. Ese olor. Los mojados habían empezado a recaudar ycontabilizar sus ganancias o sus perdidas. Nadie le hacía caso.A su espalda se había acercado un guinako. Y olía muy bien.Ella lo miró con gesto hosco, parecía nuevo. Él se acercó más.Sin duda era nuevo, olía demasiado bien. No era unprisionero. Era guapo. ¿Qué hacía un guinako allí si no erapara trabajar de minero? Sura agarró la empuñadura delcuchillo. El guinako se adelantó y le tendió una copa con licor.

–Te pido que compartas una copa conmigo. –Ella loexaminó de arriba a abajo. No era un prisionero–. Te pidoque compartas este licor, y escuches mis palabras.

Era muy guapo. Ella tenía aún el corazón galopandosalvajemente a causa de la partida de cuchillos que acababa deperder, a causa de la pelea que acababa de ganar no hacía nimedia hora. El dolor en la boca. El sabor de la sangre en elpaladar. El olor de ese extraño. Iba demasiado limpio. Peroera tan guapo. Era tan firme.

El guinako la agarró por un brazo con una mezcla defuerza y delicadeza. Como a ella le gustaba. Le ofreciónuevamente la bebida. Y la arrastró a un rincón. Ella miró a

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los guinakos con los que había apostado a los cuchillos.

–No te preocupes –era guapo y tenía una sonrisa muyagradable–, nadie nos molestará aquí.

Ella se dejó arrastrar... hasta que de un tirón se soltó delbrazo.

–No me toques, traidor. ¿Eres un siervo de Ebola y suEmperador?

–No, sólo soy un mensajero con un salvoconducto.Siéntate y hablaremos. –El hombre tenía unos ojos grandes ybrillantes. Su voz siseaba melodiosa, como la flauta de unhipnotizador de serpientes.

–¿Hablar? Los preliminares están sobrevalorados. –Legustaba su testa rasurada y la barbita corta y bien recortada–.Te has acercado a mí porque te gusta mi culo. Y yo ni siquierasé tu nombre.

–Mi nombre es Serum y traigo esta carta de tu madre.

La muchacha se quedó muda. Arrancó la carta de lasmanos del extraño. Sura se sentó a horcajadas sobre untaburete. Se bebió el licor de un solo trago; le arañó latráquea. Sentía su calor en las mejillas. Y leyó la carta.

–No la leas aquí. ¿No les resultará raro que una mujer...de tu condición, sepa leer? –Serum señalaba a la mesa dondeestaban los guinakos.

–Cállate y déjame leer. Ellos saben quién soy.

–¿Los dos? Lo dudo mucho –el guinako sonreía ladeado;era guapo–, el que no luchó junto a tu padre es uno de misinformantes.

Ella lo miró con desprecio. ¿Quién era ese mensajero?Un hombre de Ebola ¿De qué otro modo iba a haber llegado

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hasta allí? Bajó la vista de nuevo a la carta. Era de su madre,de eso no tenía ninguna duda. Y la petición era clara: debíacolaborar con aquel hombre en todo lo que él le pidiera. Lavida de su padre estaba en juego. Y quizá la suya también.

–¿Qué mierda es ésta?

–Ya te lo he dicho, es una carta de tu madre.

–Maldito hijo de puta, ¿qué le habéis hecho? –Los ojosde Sura ardían.

–A ella nada, logró escapar a tiempo. Pero nos dejóescrita esta petición: tú colaboración a cambio de la vida de tupadre. –Además de guapo, el hijo de puta era convincente. Sino fuera un hijo de puta...

–Su vida sin su libertad no vale nada. Si quieres miayuda, liberarás a mi padre.

–Veo que además de bella, eres lista –lo peor de todo eraque a Sura le había gustado ese cumplido. Y sus manostambién le gustaban.

–Y si no lo liberas te arrancaré la lengua.

–De todas maneras habría merecido la pena venir hastaaquí y conocerte. –El tipo era confiado; no había dejado desonreír. Y eso le gustaba. También era una posibilidad de salirde allí. Y eso le gustaba más. La presencia del guinakosignificaba que habría un barco amarrado en los muelles deaquella prisión al aire libre. Y si no jugaba limpio, siemprepodía matarlo. Era el momento de hacerse querer.

–Muy bien. –Sura susurró a su oído–: ¿Me sacarás deaquí si te ayudo?

–Aún no sabes qué es lo que quiero –Serum enarcó lascejas sin dejar de sonreír un momento–. He hablado de la

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libertad de tu padre, no de la tuya.

–Sabes que soy demasiado valiosa para dejarme aquí –Sura se inclinó hacia delante. Quería asegurarse de que el tipose fijara en su escote. Y lo hizo.

–Si colaboras, quizá volverás a ver el atardecer rojo deGuinakia.

–¿Y qué es lo que quieres a cambio? –Sura se mordió loslabios. No quería morderse la lengua; no fuese a envenenarsecon sus propias palabras.

–Muy sencillo. Lo primero es que me hables de losindígenas. Dicen que es difícil verlos fuera de sus cuevassumergidas; los mineros sois los que tenéis más contacto conellos.

–No somos mineros, somos esclavos –Se humedeció loslabios, discreta.

–Me ayudarás a encontrar a sus líderes..., yo no podríahacerlo sin que sospecharan –y señaló a los moradores de lacantina–. Convenceremos a los indígenas de que dejen deayudar a los mojados a extraer el mineral. ¿De acuerdo?

–¿Y qué ganas tú jodiendo a los mojados? Tu Rey de losTraidores es el perro del Rey de los Mojados.

–Lo que gane yo es asunto mío. Pero la vida de tu padredepende de ello.

–Si le pasa algo a mi padre...

–No le pasará nada si acabamos con las relaciones entrelos indígenas y los mojados. ¿No quieres joder tú también alos mojados? Vamos a acabar con su plan. Y volveremos a seruna nación soberana y libre.

–Tiene cojones que vengas a contarme esto. ¿Volver a ser

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libres? Tu rey ha vendido nuestro país a los extranjeros.

–¿Y quién te ha dicho que yo sirvo a ese rey?

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