los olvidados (avance digital)

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ESCRITO E ILUSTRADO POR Ricardo Checa

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En un mundo donde la existencia de Dios es un hecho científicamente probado, dos rebeldes muy distintos desafiarán a todo para salvar la vida de una niña.

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ESCRITO E ILUSTRADO POR

Ricardo Checa

1.

2. Puede que ésta sea mi última grabación oficial antes de serbloqueada en el sistema, así que seré concisa en mi informe de inciden-cias, y me saltaré el protocolo por una vez:

“¡Está siendo la puta peor resaca de la historia!”

A lo mejor viéndome así, acorralada contra la basura que reina en este callejón corroído por el sucio aire de esta ciudad que odio, es fácil que te hagas una idea equivocada de mí. Mientras introduz-co en la recámara la escasa munición que me queda, y aprovecho para dedicar unas bonitas palabras a las madres de todos y cada uno de mis soldados, podrías pensar que soy otra clase de persona. Déjame que te lo diga: te equivocas. Tengo una vida predecible, ordenada y perfecta.

Oh, ya, hasta ahora mismo, claro.

Soy un soldado, desde luego, eso jamás podría desaparecer de mi naturaleza. Desde pequeña ya era mi vocación, aunque las otras niñas se rieran de mí en la escuela. Fueron las únicas a las que debió pare-cerles una aspiración mediocre. En mi familia (sobre todo en los ojos de mi orgulloso padre), en la Academia y en mi Congregación, todos me animaron a hacerlo.

Entrada: Tte. Taisha Sommervind, DobleFénixIII, bi-tácora personal #200.34.56. Hora 18 de la jornada XV.24.4 según horario de Eversol.

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Vivimos tiempos de paz, que son los tiempos favoritos de un verdadero soldado. Puedes hacer planes y pensar en el futuro. Puedes comprarte una casa. Puedes conocer al hombre de tu vida y querer tener hijos. Puedes casarte dentro de tres semanas.

Mi caso, concretamente.

Hace diez años no me lo hubiera planteado. No porque fuera dema-siado joven, sino porque todavía no se habían solucionado los últi-mosconflictos,ynoqueríacomenzarunafamiliamientraslasguerrassiguieran dando sus últimos, patéticos coletazos. Pequeños grupos de rebeldes o descontentos que hacían más ruido que daño. O peor, los olvidados.

Lo que me lleva a las órdenes prioritarias del Consejo que hemos recibido hace menos de tres horas y que me designaron a mí, teniente Taisha Sommervind, y a mi comando especial de la Guardia Real para ser desplegados en una misión de contención en la repugnante ciudad deNeviza.Enmimundo,prioritariassignificaproblemasycontenciónsignificanadasalevivodeallí.

A mitad de la hora 17 nos situamos a una manzana de la zona designada. Decidí realizar la incursión en solitario, así que tras dejarme en tierra, la patrullera subió y se perdió tras el rascacie-los. Avancé por las calles infectas con cuidado, extrañada al verlas vacías. Puse atención y agudicé el oído esperando a la señal; se escuchabaelinsoportableruidodefondodelaciudad:eltráfico,lasfactorías. El tenebroso clamor de los chillidos de cientos, miles de ratas moviéndose en masa de un vertedero a otro. Pero en esta calle-juelapodríaescucharseelsonidoatronadordeltópicoalfileralcaer.El silencio era tal que la detonación casi me dejó sorda.

“Teniente, hemos marcado la altura objetivo con fuego”, dijo el voluntarioso cadete Carver a través del auricular.

“Correcto”, respondí cuando conseguí una visual del edificio.“Rodead el bloque y estableced un perímetro de seguridad; no sale ni entra nadie.”

“Teniente, ¿está segura de esto?”, insistió Carver, por sexta vez, su voz tenaz y distorsionada a través del intercom. “No creo que sea conveniente, dado su estado.”

“¿Pero qué dices? ¡Estoy prometida, no embarazada!”, le respon-dí de mal humor.

“Me refería más bien a las secuelas que le hayan podido quedar desufiestadecelebración,miteniente”,medijosinunápicedesarcasmo. Ayer Grahm y yo preparamos una sencilla cena para todos

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nuestros amigos, una excusa tonta para anunciar el compromiso. Hoy no me tocaba trabajar así que aproveché para humillar a los tíos de mi patrulla en un concurso de chupitos.

A Carver le tomé bastante apego desde que era alumno mío en la Academia, y hace ya más de dos años que sirve en mi patrulla. No solo es un buen soldado: tiene el cuestionable don de decir siempre lo que está pensando de la forma más directa posible, pero con una voz caren-tedeinflexiones,porloquenopuedessabercuándoteestáinforman-do, cuándo está de broma, o cuando está insultándote de una forma muy sutil.

“Ya he demostrado todo lo que tenía que demostrar en mi vida, teniente, ahora solamente soy un hombre sencillo. Además, usted mejor que nadie sabe que en realidad soy peor que una chica en todo ”, me aseguró. “Está ya muy cerca, teniente. Que Dios la ayude.”

“Que Dios me ayude”, contesté de forma rutinaria en el momento de llegar al portal. “Cadete, conserva la posición de vigilancia”, comandé antes de conectar el modo de registro. Todo lo que diga, piense o vea debe ser archivado y subido al sistema en cuanto demos por concluida la misión. Una de las ventajas de contar con Carver en la Guardia Real: su comprensión de las nuevas tecnologías roza lo

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extraordinario, y el desarrollo del sistema de registro a tiempo real estodoméritosuyo.“Misórdeneshansidoclaras:mantenganunperfildiscreto y aporten cobertura desde allí. Y solo si yo lo solicito.”

No es la vigilancia de la salida trasera la única razón por la que prefería ir sola. La entrada de un efectivo completo de guar-diasencualquieredificiodeaquelbarriopodíagenerartensionesenun momento dado. Pero no se trataba de la aprehensión de un pequeño traficantedepandemóniumodeunmaltratadordoméstico,setratabade un posible olvidado, y déjame que te lo diga claro: los olvidados sembrarán el terror a su paso, sobre todo si se vuelven impredecibles. Cuanto menos bulto hiciéramos, mejor.

Ningún político ni soldado, ni siquiera tu panadero, te dirá que siguenexistiendoolvidadoslibresenelConcordato.Oficialmente,noqueda ninguno. Pero existen equipos de operaciones especiales como el mío, y cuando algún suceso sobresalta a un ciudadano, somos nosotros los encargados de que pueda volver a dormir tranquilo. La mayoría de las veces son carteristas cutres o vagabundos, pero nunca nos podemos permitir correr el riesgo de relajarnos: la próxima vez podría ser de verdad.

Quiero explicar por qué los olvidados son tan peligrosos. Tú, yo, todo el mundo oye la voz, una voz en tu cabecita que te dice lo que está bien y lo que está mal. Para mí, la vida se basa en eso. Es natural que te salga de dentro el ser agradable con los demás. Respe-tuoso, un buen vecino, ejemplar en el trabajo, porque todo el mundo hace lo que esa vocecita le dice que está bien. Es lo que nos hace personas, en mi opinión. Es lo que me convierte a mí en una persona feliz, estable, parte de una comunidad.

Pero existen los que no escuchan esa voz. Están detrás de cada robo y cada violación, detrás de cada suceso inexplicable o escalo-friante.

¿Qué me ha dicho siempre la voz a mi? “No puedes tolerarlo”. Existo para hacer respetar las reglas, porque adoro la vida que esas reglas me permiten conservar.

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Eledificiodondelaencontréresultabasobrecogedorensusilen-cio. En ese bloque debían vivir por lo menos trescientas familias, pero no se veía ni oía a nadie. ¿Decidió algún Guardia evacuar el edificioysolicitarórdenesdirectamentedelMinisterio?Porotraparte, si éramos los primeros en asomar el hocico por aquí… ¿qué demo-nios había sido de todo el mundo?

Mientras subía por las escaleras, escuché atentamente. Nada. Antros abandonados, casas baratas que sus habitantes habían dejado sin pensarlo dos veces cuando comenzó lo que sea que había causado este revuelo.Llegandoporfinaladuodécimaplanta,escuchéalgoquepare-cía un sollozo apagado, proveniente desde detrás de la basura amonto-nada en un infecto rincón. Desactivé el seguro del arma, inquieta.

Es entonces cuando la vi. Arremolinada como un gato muerto de frío, escondida entre cajas polvorientas, esta niña de siete u ocho años completamente aterrorizada. Sus padres no se la habían llevado. Alguien, el olvidado sin duda, había puesto a todos en peligro y los vecinos se marcharon corriendo, ¿y nadie se había acordado de poner a salvo a esta chiquilla?

Después de exterminar al objetivo, podría llevarla al cuartel de Neviza. Allí sabrían cómo localizar a su familia. Intenté decirle

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que no temiese, que se quedara callada ahí hasta que pudiera regresar a por ella, pero las palabras murieron a millas de mis labios.

De alguna forma que ni ahora puedo explicar, comprendí que ella era mi objetivo.

Hay decisiones que no pueden esperar, así que le pregunté a la voz. Y por primera vez, la voz no me respondió nada.

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—¡Maldita sea, esto no puede estar pasando! —exclamó frustrado el Comandante Elderstorm a la pantalla, mientras golpeaba con el puño el panel de comunicacio-nes. —¿Cuál es el proble-

ma, Rothwart? —preguntó el Prieste, rompiendo por fin su silencio.

El pontífice se había introducido en su despa-

cho tan sigiloso como una serpiente. No sabía desde qué momento había perma-necido allí observándole, mientras aquella misión aparentemente rutinaria se salía de madre y el Comandante quedaba como un titiritero incompetente.

—Nada de lo que no pueda ocuparse la Defensa sin su ayuda, reverendo Prieste —respondió Elders-torm con frialdad. —Vamos, vamos —

el Prieste Ghiscal utilizaba su mejor registro paternal—, puedes intentar mentirme a mí, pero no puedes engañar al Creador.

A la mención de Dios, Elderstorm tomó aire enérgi-camente, y tras mantenerlo en su pecho por dos segundos, cerró los ojos y exhaló, visi-blemente más tranquilo.

—Tal vez tengáis razón —replicó—. Tenemos que hablar.

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—Buena jornada para vos también, Prieste Ghiscal —le replicó la Princesa Ianthe, como siempre tenien-do la primera palabra.

Ella ya había terminado de desayunar, supo al observar los platos recogidos en su parte de la mesa. Se encontraba de pie, cerca de la venta-na tintada del cenador real. Frente a la atenuada luz, aún se veía atractiva, de un modo magistral, a sus respetables cincuenta y seis años. Se había vestido ya (a la Princesa no le gustaba contar con una ayuda de cámara, e insistía en realizar todas sus labores sola) y lucía su bruñida corona—. Y no, mucho me temo que Su Alteza no se encuen-tra aún repuesto de su catarro, y no está disponible por el momento. Debe cuidar de su salud para participar en los festejos del Día de la Gloria, que como su Excelencia recordará, están a la vuelta de la esquina.

—¡No libréis mis batallas, mujer! —terció el Príncipe Weland, con el fastidio poco convincente de quien sabe y acepta que con su mujer no se puede, en realidad, discutir. Se estaba tomando su tiempo y su desayuno la estaba plantando cara toda-vía—. Me encuentro perfectamente y… —un repentino ataque de tos interrumpió la perorata.

La Princesa se acercó a donde se sentaba su marido, y golpeándole gentilmen-te en la espalda, le corrigió como quien corrige a un niño.

—No discutáis conmigo, viejo tozudo. Terminad vuestro desayuno y convo-quemos una reunión del Consejo.

La Princesa, tan amigable con todo el mundo, tan amada por los fieles y acla-mada por su serena belleza… y con su persistente manía de opinar. La opinión de las mujeres no interesaba tanto a Dios, reflexionó amargamente el Prieste.

La Princesa Ianthe se volvió hacia Ghiscal con cara de quien ya ha tomado todas las decisiones.

—Prieste, esperadnos en el despacho dentro de media hora.

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Ghiscal asintió y les obsequió con una gentil reverencia antes de marchar. En media hora, tenía el tiempo necesario para ordenar sus pensamientos. Podía pensar, en ese espacio que la experiencia había fabricado en su mente para hablar solo consi-go.

La crisis que se estaba fraguando iba a requerir acción inmediata, y los Prínci-pes tendrían que encargar a alguna de las dos manos del Gobierno que la tomasen. Conocía muy bien a Rothwart Elderstorm, el Ministro de la Defensa, y Elderstorm no consentiría que la gestión del problema se tratara con recursos que no fueran los suyos.

“Pero los dos trabajamos para el Mismo”, pensó. “Tanto él como yo sabemos que, al final, tendremos que estar de acuerdo, porque los dos sabremos lo Dictado por el Creador.”

Qué interesante había resultado su vida. De joven, mucho antes del Día de la Gloria, había sido uno de los pocos que aún quedaban que se acordasen del Creador. La Fe, por aquel enton-ces, estaba casi olvidada. Nadie se acordaba de Dios, a nadie le preocupaban sus Leyes, nadie creía en un plan superior.

“Entonces vino la guerra, y Dios se acordó de nosotros. Éramos el pueblo que había

elegido para prevalecer, y Él solo nos dirigió hacia Su Gloria. Era la primera vez que podíamos oír su Voz. Su existencia era un hecho finalmente probado. Los descreídos se arrodillaron, atenazados por la vergüenza.”

Sólo maravillas sucedieron los días posteriores. Todos fueron testigos de asombrosos milagros por todas las naciones. El poder del Creador se hacía presente, los fieles conversaban con Él. “Y Él conversó conmigo”. Después de una vida devota y dedicada, después de sufrir las burlas de sus compañeros cuando abrazó la Fe y se dedicó a predicarla, después de innumerables noches de debilidad preguntando al Creador qué es lo que debía hacer, el Creador le respondía claramente:

“Ahora todos me escuchan. Pero serás tú quien me hará grande otra vez, hijo mío.”

Jamás olvidaría esas palabras. Cambiaron su vida para siempre.

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Todo por esta silenciosa niña. Extraordinaria niña.

A los pocos segundos de encontrarla, sucedió algo que no creo poder explicar con palabras. Mi mente se desbordó de imágenes, emocio-nes, alucinaciones que no tenían sentido y sin embargo me resultaban tan ciertas como que estoy viva. Como encadenada a una bestia fuera de control me vi sacudida, arrastrada hacia delante mientras mi cora-zón latía de forma ensordecedora, se encogía como si quisiera dejar de existir y a la vez amenazaba con estallar. Con cada pulsación atronando cadafibrademiser,concadalatido,visionessesucedíanavelocidadvertiginosa. Las paredes del sucio pasillo se rompieron como si fueran de cristal y frente a mí se desplegó el imponente paisaje de Eversol, la Ciudad del Mediodía. El cielo se adornaba de forma imposible con cade-netas y serpentinas más brillantes que la luz misma. Estas luces eran hermosas pero daban miedo, y parecían llover sobre los ciudadanos, que bailaban y se abrazaban. El pasillo era frío y húmedo pero con cada latido venía el calor del fuego más furioso.

Otra puñalada en el pecho y me encontré en una habitación impo-nente, que no había visto nunca, pero que perfectamente podría tratarse de un salón de Palacio. Las lujosas molduras de madera, los ventanales con sus cristaleras talladas, los libros cartográficos… A mi lado sematerializaron los Príncipes, y sus consejeros, y estaban junto a mí hasta el punto que casi podía tocarlos, olerlos. Otro latido y el despa-cho se oscureció como si estuviera en una catedral, o una cárcel, o el mismoinfierno;otrolatidoyvolvíavermeenNeviza,ymeobservéamímismallegaralabarriada,adentrarmeeneledificio,encontraralaniña, en un lunático bucle hasta que mi corazón pareció dejar de latir para siempre. Y, por un segundo suspendido en el tiempo, pude ver todo lo que la niña veía, sentir su miedo como ella lo sentía, saber todo por lo que ella había pasado.

Ella sabía que yo venía a matarla. Es imposible que lo supiera, y aún así… La niña se acerca y me sonríe. No habla, pero me dice que ahora confía en mí.

El pelirrojo parece saber lo que está pasando,¿no? La única razón por la que estamos a salvo ahora mismo es porque él nos ha encontrado.

Él conocía de la existencia de esta niña antes que yo, ¿no es verdad?

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