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Los Dos Libros de

San André

Los Dos Libros de

San André

© 2011, Danielle Perez

Todos los derechos reservados

Dedicado a mis hijos,

Melanie y Daniel,

Razón de todas mis acciones

INDICE

1. LA COMUNIDAD DE SAN ANDRE

2. FORASTERAS EN EL PUEBLO

3. EL RECIBIMIENTO DE GERTRUDIS

4. LA MANSION DE LA HECHICERA ZARNIA

5. LA VIDA EN SAN ANDRE

6. Y LLEGARON LAS CALABAZAS

7. UN LIBRO Y UN ANILLO

8. UN GENIO Y UNA ALFOMBRA

9. LA ALFOMBRA MAGICA DE BATUM-AL-BUR.

10. LA LLEGADA A EISEMBAUM

11. LEONARDO, EL MAGO

12. EN VISPERAS DE LA FIESTA

13. LA VENGANZA DE DUPRINA

14. LA VUELTA A SAN ANDRE

15. EL OTRO LIBRO Y LOS GUARDIANES

16. LA MUERTE DE FILOMENA

17. LA PROPUESTA DE ELIAS FARFAN

18. LA APARICION DE ZOROASTRO

19. LA REVUELTA

20. LA HUIDA

21. EL DESENLACE

22. LA DESPEDIDA

1

LA COMUNIDAD DE SAN ANDRE

-La magia vino en camello –así respondí a la

pregunta de Lato, uno de los magos del Tribunal Supremo

de Hechicería de Eisenbaum, experimentando el vago

presentimiento de que las cosas no iban bien. La turba de

magos indignados apilada en las tribunas enarbolaba sus

puños al aire, y sus báculos, en continuo golpeteo contra la

superficie empedrada de la sala, mandaban un incesante y

exasperante repiqueo que retumbaba por todos los

rincones y regresaba torturante a mis oídos. La expresión

desencajada del rostro enardecido del inquisidor se

azuzaba con cada una de mis respuestas. Yo,

insurreccionada, amotinada, sola ante el cadalso, separada

de mis hermanas que me observaban en la distancia

sentadas sobre un fornido banquillo y aprisionadas por dos

guardias, reflexioné sobre los últimos eventos ocurridos.

¿Fue allí donde comenzó todo? A ciencia cierta, no

podría decirlo, tendría que remontarme a algunos meses

atrás, antes de mi llegada a San André para vivir con mi

abuelastra Gertrudis, cuando aún no era aprendiz de bruja

ni tenía intenciones de serlo, cuando aún no había

encontrado el nefasto anillo que trastornaría cada minuto

de mi existencia, o todavía más lejos, a la ominosa muerte

de mi adorado abuelo, Genaro, quien se alejó de este

mundo como se alejan las almas sin pecado, en paz y con

la conciencia reposada y mansa. Debo confesar, sin lugar a

dudas, que fueron estos dos últimos acontecimientos los

que precipitaron la serie de eventos que me llevaron hasta

aquel mundo escondido, inadvertido, misterioso de la

magia, del que solo escuchaba hablar en susurros, bajo la

seguridad de una puerta cerrada y al claror de un puñado

de velas; para emerger, luego de largos años de estudio,

como un mundo sobrenatural, todopoderoso, omnipotente,

capaz de desafiar las más refinadas leyes, naturales y

divinas, en las manos de aquellos pocos a quienes revelaba

sus secretos. Así comenzó todo, yo por mi parte,

ignorándola, mirándola desde lejos, indiferente en la

distancia, pendiente más de las vicisitudes de este mundo

espacial, aturdidor de los sentidos, que de aquel otro que

se insinuaba, prometedor y desafiante, como un

enamorado en espera de la ocasión propicia para acercarse

y desnudar sus maravillas.

Comenzaré mi relato desde el día en que viajé a

San André, en compañía de mis hermanas, Beatrice y

Mariana, cuando lo único que conocía de la magia eran

aquellos trucos baratos de ilusionistas de circo que,

enfundados en un traje de capa negra y forro escarlata,

rociaban sobre abultados sombreros con silueta de hongo

una suerte de polvos mágicos que hacían aparecer los más

rollizos conejos, que por una extraña coincidencia siempre

eran blancos!.

Esa mañana el autobús remontaba la encrespada

cuesta a duras penas. Piedras, troncos, arroyos eran

obstáculos recurrentes que tuvimos que sortear para

ascender al Monte Glaslo, por el único caminito

serpentino que llegaba estrecho hasta la cima para

descender después, abruptamente, casi en caída libre, hasta

el inhóspito Valle de San André, y cuando digo

“inhóspito” no me refiero en modo alguno a la calidad del

terreno o a las riquezas naturales del pueblo, no, me

refiero al despectivo trato que sus habitantes nos

dispensaron desde el primer momento en que pisamos su

valle.

El sol de mediodía torturaba los cuerpos sudorosos,

que aferrados a los asientos luchaban para no rebotar y

estrellarse contra alguna ventana de la unidad. La radio

emitía retazos de sonidos transmitidos desde la ciudad

pero que a nosotros nos llegaban intermitentes, sin sentido,

como una maraña de acordes imposible de identificar.

Desde muy temprano, mi aristocrática hermana Beatrice

había comenzado a destilar indignaciones. Así, a cada

minuto, y a todo el mundo, le tocó su pedacito de

indignación. Se indignó con el chofer por manejar tan

bruscamente un autobús tan destartalado y con tan poca

ventilación, se indignó con la señora rolliza y pintoresca

que se hallaba sentada al frente porque abrió la ventana

que la despeinó, se indignó, además, con un mozo

rubicundo sentado detrás de ella por cerrar la ventana que

la acaloró pero, sobre todo y aún con mayor relevancia,

estaba indignadísima por las circunstancias que nos

hicieron abandonar las comodidades de nuestra casa en la

ciudad y transportarnos en un vehículo tan deshonroso

hasta aquel desolado pueblito cundido de campesinos y

vacas, y quien sabe qué otras criaturas rastreras. El

conductor parecía asustado y desesperado por llegar a su

destino, no solo por las necedades de mi hermana que

exasperarían hasta al más manso de los monjes, sino por la

figura fantasmagórica que había abordado el vehículo en

el terminal. Su cuerpo encorvado, piel ceniza, ojos aciagos

dentro de un rostro enfermizo salpicado de verrugas era

conocido por todos los habitantes de la aldea, no en vano

ostentaba el nada envidiable apodo de “El Verdugo”.

Había abordado el autobús poco después que nosotras y se

había instalado en los asientos del fondo, manteniendo

dominio visual sobre todos los pasajeros. Mi hermana

continuó con su distribución equitativa de indignaciones,

inmune al acoso del tétrico personaje.

La espesa vegetación bloqueaba a ratos los

cercenadores rayos de sol procurándonos pequeños oasis

de frescura y sombra. A través de los cristales de la

ventana empañados de una densa capa de barro, miraba

ensimismada el imponente y grandioso espectáculo de las

cumbres verdosas picoteando la ventolera de nubes

algodonadas sobre la alfombra celeste del cielo. Un silbido

de brisa alborotaba mis crespones que saltaban remolones

por lo abyecto del camino y por la embriaguez del viento.

Un bullicio que fue subiendo poco a poco en intensidad,

me hizo salir de mi letargo y darme cuenta de que

habíamos llegado al pueblo. Desembarcamos de la unidad.

Era el terminal una procesión de fardos y paquetes

que parecía cobrar vida, iban y venían en todas

direcciones, los había de todos los tamaños y colores,

¡Que ajetreo! fardos gordos y oscuros, como señoras

obesas, acinturados con mecate, arrastrados por pasajeros

famélicos y ojerosos; señoras incrustadas en amplias

faldas unicolores, coronadas con pañoletas que terminaban

con un pequeño lazo ribeteado al cuello; fardos largos y

puntiagudos, envueltos en papel manila o plástico para

ocultar su contenido a las miradas curiosas que se

asentaban a lo largo de la plataforma de desembarque,

fardos pequeños engalanados con delicados papeles de

colores, lazos y cintas, escondiendo, sin duda, alguna

rutilante joya o fastuoso reloj, para una novia, prometida o

esposa.

Lo primero que advertí, además de la actividad

febril incongruente con el tamaño del pueblo, fue la

hostilidad de sus moradores, que nos miraban como si un

platillo volador se hubiera posado bruscamente en su

querida Plaza San Isidro. Nos miraban de frente, sin

disimulo y con tanta insistencia que empezó a ser molesto.

Para los pobladores de este minúsculo pueblito, el mundo

se circunscribía a los cuatro puntos cardinales que

delimitaban su geografía, es decir, al norte y este la cadena

montañosa formada por el Monte Glaslo, al oeste la

Cordillera Negra, llamada también el Cinturón del Diablo,

y al sur, un puñado de colinas más pequeñas conocidas

como Las Mininas. Lo siguiente que advertí fue que nadie

había ido a recibirnos y este primer desaire debió bastarme

como indicio de lo que sería el tratamiento que

recibiríamos de nuestros parientes políticos cuando

llegáramos a la residencia.

La comunidad de San André no estaba

acostumbrada a los grandes cambios. Su extenuante

monotonía era exactamente como sus residentes querían

que fuese, y seguirían queriendo por muchos años. La

panadería de Doña Tula, era exactamente la misma que su

tatara-tatara abuela fundara a principios de siglo y

continuaba vendiendo los mismos bollos horneados de

entonces, con sus rosquitas de anís en forma de círculo y

sus melcochas de papelón forradas con celofán. La Botica

de Don Antonio tenía los mismos frascos con jarabes

acuosos y pastillitas de colores, arrumados bajo la

estampita de José Gregorio Hernández colgada sobre la

pared, junto al letrero escrito a mano de “Hoy no se fía”,

que su abuelo Domingo había clavado sesenta años atrás y

la Pulpería de Don Eustaquio ostentaba el mismo y ruñido

mueble de cuero, gastado y desinflado, donde sus clientes

esperaban sentados los pedidos de solomo de cuerito y

puerco, retorcidas sus patas por el peso de los años y de

Don Ramón, el zapatero.

Además de su notabilidad por la monotonía, San

André era notable por sus pretensiones. Así que ante el

oprobio de la naturaleza de mendigarle riquezas naturales

de las cuales pudiera vanagloriarse, se vengó utilizando el

ominoso recurso de la exageración, para exaltar lo que la

misericordia de Dios y del hombre le había negado. De

esta forma, gracias a la magia de la hipérbole, el arroyito

de agua cristalina de La Vaquera, quedó bautizado con el

rimbombante nombre de “Rio Grande”, a pesar de la

delgadez de su caudal y de que no era rio ni era grande;

por otra parte, el milagro de la multiplicación llegó

también a las cuatro paredes de la iglesia del Padre Tobías,

bautizada como “Catedral de la Santísima Virgen María de

la Concepción de San André”, con el subsiguiente

problema que cuando fueron a colocar el apelativo en

doradas letras de aluminio, les faltaba pared y les sobraba

nombre.

Aquellas casas pintadas con los mismísimos

colores terrosos que usaron los fundadores en tiempos de

la colonia, miraban al firmamento con la simplicidad y la

nostalgia de las cosas de otro tiempo; con sus claveles

rojos de cabecita rizada que brotaban sedosos en racimo,

bien de macetas, bien del subsuelo, en los jardines repletos

de setos cortados en forma de esfera, enfilados y mirando

todos siempre hacia el oeste, como soldados guardianes a

la espera de una invasión. Las calles empedradas, los

faroles de luces moribundas y hasta el aire fatigoso eran

los mismos, y jamás hubiera pensado que en aquella

remota localidad se sucedieran los hechos que nos

pusieron en contacto con la magia.

Nos resignamos, pues, a esperar sentadas sobre uno

de los bancos colocados a lo largo de las salas de abordaje.

Allí, Mariana, mi hermana menor, ojerosa por los embates

del cansancio y la incertidumbre, posó con delicadeza su

cabeza sobre mi hombro y suspiró; ¡Ah! ¡Ese suspiro!

¡Qué significación! ¡Qué suspiro! La exhalación cálida y

emotiva expresó lo que mil palabras no hubieran podido

decir. Mariana era tímida y recatada, jamás efusiva, ni con

las frases ni con las emociones, ¡Ah! pero qué maravillas

hacía con los gestos y con los monosílabos. Su suspiro,

henchido de carácter y significación, marcaba el final de

un ciclo y el comienzo de una nueva vida para nosotras,

llena de desasosiegos y desencantos. En contraste,

Beatrice era toda efusividad y dramatismo. En ella, los

vocablos adquirían matices insospechados, inventaba

palabras jamás vistas por la Real Academia Española, con

pronunciaciones tan estrafalarias como rebuscadas, dignas

de algún dialecto africano. Esta inventiva sonora parecía

aflorar en sus conversaciones cotidianas, siempre que se

equivocaba en la utilización de algún término o palabra, y

antes que reconocer su equivocación, aludía al vocablo

inventado, atribuyéndole su origen al latín o a algún

idioma extranjero que el interlocutor de turno ignoraba, no

quedándole más remedio que aceptar su elocuente retórica.

Mientras esperaba, traté de recordar la fisonomía

de mi abuelastra Gertrudis, habían pasado unos cuantos

años desde la última vez que nos vimos y aun en esos

tiempos su trato había sido parco y desabrido, pero todo lo

que venía a mi mente era su imagen como una masa

amorfa inverosímil, sin rasgos humanos conocidos, por lo

que desistí de la idea y decidí esperar a que llegara la

versión original. Mi abuelo Genaro nunca habló de su ex

mujer, salvo en ciertas contadas ocasiones en las que

recibía correspondencia y, a medida que la iba leyendo, su

cara se iba tornando más y más escarlata ¡Qué descaro! –

exclamaba - ¡Qué insensatez! ¡Qué desfachatez! … y

después de proferir acaloradamente una colección de

palabras que terminaban en “ez”, se quedaba quieto y

pensativo, sin comunicarnos jamás la causa de su

infortunio. Cuando nos fuimos a vivir definitivamente con

él, a raíz de la muerte de nuestros padres, ya se había

separado de ella; por lo que, tanto su imagen como su

colección de desfachateces, se fueron desdibujando en el

tiempo.

Muchas horas transcurrieron sin que la abuelastra

se dignara a aparecer en el terminal, así que, exhaustas,

decidimos tomar un taxi que nos llevara hasta La

Borrascosa. Era el campo una extensión vegetal

amarillenta, salpicada de manchurrones claroscuros y

sobre los arboles un vendaval de tordos retozaba

aprovechando la sombra de los pocos arbustos que aun

tenían hojas. Ni una brizna se movía, solo quietud y sol,

un calor infernal brotaba de las entrañas de la tierra

chamuscando el insulso pasto y enmudeciendo los cauces

de las riachuelos circundantes, y más quietud y sol. Los

vapores que brotaban del suelo regurgitaban un olor

familiar a pasto y bosta de ganado, diluido, apenas, por la

escasa brisa que se colaba por la ventana del carro en

movimiento.

La mansión estaba alejada del pueblo y formaba

parte de un puñado de casas, que salpicaba las espaciosas

campiñas, marchitas ahora por el fogoso verano. Luego de

algunos minutos de recorrido, divisamos al fin los

irregulares picos del tejado característico de la estructura

arquitectónica de La Borrascosa.

Debo aclarar que antes de ese momento infame en

que el abuelo murió y el posterior viaje a San André,

estábamos convencidísimas de que el mundo giraba

alrededor de nosotras, así lo sustentaban los hechos, así las

acciones y mimos del abuelo, así las atenciones y mimos

del séquito de cuidadoras. De este modo, puedo decir con

propiedad y sin temor a la vergüenza, que hasta ese

instante éramos unas muchachas engreídas y malcriadas.

Pero no por ser engreídas y malcriadas carecíamos de un

legado mínimo de virtudes, no. Por mi parte, poseía el don

de la palabra fácil y elocuente, y a la prolijidad de las

palabras uníase el arte de los gestos; así que en el éxtasis

de mis conversaciones me hacía acompañar siempre del

concurso de las manos, entrenadas con la maestría de una

bailarina de ballet, muletilla útil cuando se requería la

aclaración de algún concepto y cuando el castellano no era

suficiente. Beatrice, por su parte, paseaba su belleza por

las calles de la vida y por tantos centros comerciales como

fuera posible, con la solemnidad de una reina sin reino, sin

pedir otra cosa más que una sumisión aduladora, y cuando

esta fantasiosa aspiración no era alcanzada, cosa que

ocurría con frecuencia, se conformaba con la silenciosa

admiración que producía en los súbditos de turno.

Mariana, en cambio, libre de toda ofuscación y vanidad,

volcaba sus apetencias en sus tres grandes pasiones: los

animales, la comida y el arte, y en este estricto orden. Ni

San Francisco en toda su gloria había salvado tantos

perritos, gaticos y loritos como Mariana en su ministerio.

Sus habilidades para la pintura afloraron a muy temprana

edad. Contaba con tan solo tres años cuando los gritos

despavoridos de la nana alertaron a nuestro abuelo de que

algo muy grave estaba ocurriendo. Los alaridos provenían

del estudio, donde Genaro había apilado algunos objetos

religiosos que esperaban el transporte hasta la iglesia;

entre estos se incluía un óleo del reconocido artista

español Mateo Santander, recibido en calidad de préstamo

y llevado a la casa por las propias manos del pintor. Las

diminutas manos de Marianita en el éxtasis de una

desbordada creatividad habían transferido al lienzo una

amplia variedad de “muñequitos” y “animalitos”,

decorados con los tonos pasteles de una acuarela. No

obstante, insatisfecha con esto, había despojado también

de sus sagradas vestiduras a la santísima virgen de

Coromoto, quien desde su pedestal miraba apenada a la

perpetradora, en su nuevo papel de Venus del Olimpo.

Desde entonces, hemos tenido que moderar los ímpetus de

su arte hacia formas más creativas de expresión.

Arribamos pues como a las tres de la tarde, la casa

parecía desierta; sin rastros de Gertrudis ni de su nieta

Leticia. La fachada se parecía mucho a la de mis

recuerdos, aunque mostraba ya los estragos de las

embestidas del tiempo. Sobre la superficie empedrada de

la entrada había crecido entre las juntas un grueso musgo

verduzco dándole al frente un aspecto alfombrado sedoso.

Afiné mis nudillos y toqué con fuerza el portón, mis

hermanas, a mi lado, me miraban impacientes, con cara de

fastidio y con la colección de maletas derrumbadas por el

porche. La puerta lucía reseca y avejentada. Un “toc-toc”

seco retumbó del otro lado y unos pasos apresurados se

acercaron. El ama de llaves, Ño Josefina, acudió a nuestro

encuentro. Nuestra primera impresión no fue buena, tenía

proporciones descomunales y terroríficas; lo más

resaltante del rostro era una inmensa crineja de cabello

sorprendentemente negro que le daba varias vueltas a su

cabeza, como si una corona de serpiente descansara en su

apacible frente, y una nariz achatada convincentes

delatoras de sus raíces africanas: su delantal blanco estaba

demasiado almidonado y se levantaba en las puntas

dándole un aire de novicia voladora. Una cabeza llena de

ricitos azabaches se asomó detrás de ella, después salió el

cuerpo. La niña, como de doce años, tenía una medialuna

por sonrisa, con dientes tan grandes que parecían los

granos de una mazorca y abarcaban la mitad de su rostro,

la otra mitad la adornaban dos grandiosas paraparas por

ojos.

-Ustedes deben ser las nietas de la Sra. Gertrudis –

dijo en tono conciliador dando muestras de que nos

esperaban y abriendo la puerta de par en par, instándonos

a que entráramos. Sin embargo, no ofreció ninguna

explicación del por qué no nos habían ido a buscar al

terminal y nosotras tampoco la demandamos.

-Mi nombre es Ño Josefina y esta niña –dijo

señalando a la dueña de los ricitos azabaches y de los

dientes de mazorca- es mi hija, la negrita Salomé –la niña

adelantó dos pasitos y con una gentil reverencia saludó sin

dejar de sonreír. Ese pequeño gesto de simpatía tejería

irremediablemente el telar de la amistad que

compartiríamos por el resto de los días. Y así, risita y todo,

volvió a esconderse con timidez detrás de la mole que era

su madre.

-Deseo expresarles mis condolencias. Lamenté

mucho la muerte de su abuelo, por estos lares era muy

apreciado, por lo menos por los miembros de la

servidumbre –dijo con pesar la mulata mientras recostaba

su voluminosa figura al borde de la puerta. Su expresión

parecía sincera.

–Pero lamento mucho más que hayan tenido que dejar las

comodidades de su hogar para venir hasta acá. ¡Un lugar

tan lejano como este, donde hasta el gato perdió los

calzones¡ -buscó en nuestros rostros alguna señal de

asentimiento pero al no hallar ninguna prosiguió con su

rebuscado monologo- ¿Pero quién diría que alguien podía

morirse de un simple catarro, verdad? ¡Qué bueno que les

legó ese montón de dinero, así la Sra. Gertrudis podrá

hacer frente a todos los gastos que supone tenerlas aquí!

¡A decir verdad –dijo bajando el tono de voz, casi en

susurros- estaba un poco escasa de fondos! Tuvo suerte de

que su abuelo se muriera y no la hubiera declinado como

tutora de ustedes en el testamento, después de ese asunto

tan desagradable del divorcio. ¡Caramba¡ -dijo en extremo

apenada- ¡No quise decir que fuera bueno que Don Genaro

falleciera¡ ¡Lejos de mi semejante pensamiento¡ -

seguidamente hizo algunos intentos para explicar su

razonamiento pero lo único que conseguía era enredar más

el entuerto, así que al final remató.

-¡Olviden lo que dije! Después de cierta edad los

viejos comenzamos a desvariar! ¡Por eso es que nos

depositan en asilos!

La sola mención del abuelo levantó una polvareda

de nostalgia en mí. Don Genaro, como le decían sus

empleados, era un viejito chiquitico y juguetón, con la

cara pecosa de los andaluces y la barriga redondeada a

fuerza de los chorizos y las morcillas que desaparecía con

extrema satisfacción de las bandejas populosas de su

almuerzo, y de su cena, y de su desayuno. Vestía de kaki

siempre, con un convincente sombrero de alerón gris con

las puntas enroscadas hacia arriba, y unos mocasines

negros que chirriaban cuando caminaba por los elegantes

salones de la casa y que delataban su presencia mucho

antes de que llegara su cuerpo. Su pantalón y su camisa,

perennemente almidonados, le otorgaban un toque

crujiente a sus abrazos. Su falta de ilustración lindaba a

veces con la ignorancia, pero a falta de letras compensaba

con astucia y con corazón. La fortuna le vino casi por azar,

en la figura de un francés con una veintena de barcos y

ninguna maña para los negocios, y Genaro con su veintena

de mañas y ningún barco para los negocios. Así, en

acordada simbiosis, formaron una asociación que les

permitió amasar una considerable fortuna con la

importación de especies exóticas y a éstas le siguieron los

granos, los chocolates, los adornos y los

electrodomésticos. Según parece, en cuestiones de negocio

Don Genaro era muy capaz, el éxito fue instantáneo y

pronto se encontró disfrutando de las bondades de la clase

privilegiada. Pero a pesar de los placeres que le proveía el

dinero, nada se equiparaba con el gran placer que le

proveía la manifestación de nuestros afectos, el cual

devolvía él con creces, y en el caudal de sus cariños y

ternuras, venía incluido su ración de sabiduría, su poquito

de anécdotas y su montón de principios. ¡Y es que todo el

amor que conocimos de este mundo vino a través de su

persona! ¡Tanto amor para tan poquito cuerpo! - pensé

con nostalgia.

Me unía a Beatrice, además del parentesco, una

relación de mutuos desencantos. Y es que Beatrice era

necia, y necia con “N” mayúscula. Y su necedad venía

siempre acompañada de rebeldía. De allí, nuestra eterna

lucha, yo tratando de arrastrarla hasta el terreno de mi

racionalidad y ella jalando con igual fuerza en la dirección

contraria; solo el alma mediadora de la apacible y dulce

Mariana lograba situarnos en un punto medio de tensa

convivencia. ¿Nos odiábamos? ¡Sí! ¿Nos amábamos?

¡Obviamente! razón por la cual nos veíamos mutuamente

como un mal necesario, que debíamos soportar hasta que

las circunstancias dispusieran lo contrario.

El ama de llaves seguía con su diatriba diáfana de

frases y oraciones. Yo, que tenía el alma abierta para la

retórica y las indagaciones y el corazón cerrado para los

reproches, buscaba con la mirada atenta de un policía la

figura de Gertrudis o Leticia, pero ni la una ni la otra

aparecieron en el horizonte. Así que mientras Ño Josefina

y su hijita terminaban el ritual de bienvenida,

permanecimos incólumes y hambrientas junto al umbral.

Cumplidas las presentaciones, pasamos el resquicio de la

puerta y, ya dentro, me sentí con la suficiente confianza

como para hablar:

-¡Quisiéramos refrescarnos, si no hay problema!

-¡Y comer! –agregó Beatrice precipitadamente y

con impaciencia.

El cansancio me había drenado las frases

estereotipadas de cortesía que se acostumbran decir en

estos casos, por lo que contestaba con monosílabos a las

preguntas que nos dirigía nuestra interlocutora, en un afán

por transmitir lo exhaustas que estábamos, tras casi quince

horas de viaje.

-¡Ay! ¡Pero qué encantadoras criaturitas! –dijo

pellizcándome el cachete en tono cantarín. Iba a replicar

diciendo que no era “criaturita”, ya que pronto cumpliría

los dieciocho y mis hermanas me seguían con edades de

dieciséis y doce años, pero me reservé el comentario para

no parecer demasiado impertinente en el primer encuentro.

Un débil “gracias” salió de mis labios.

-Síganme, criaturitas (otra vez la bendita palabra) –

dijo- Alcen sus maletas, a la Sra. Gertrudis no le gusta que

le rayen el piso – y comenzó a mover su exagerada

humanidad con el paso cadencioso de un elefante, la

negrita Salomé la seguía tratando de emular sus pasos pero

en menor grado. Mariana no dejaba de observar la crineja

de serpientes que se movía sobre su cabeza, como si fuera

a atacar en cualquier momento.

El vestíbulo y el salón eran grandísimos,

atiborrados de muebles y obras de arte de diferentes

tamaños y estilos; valiosas sin duda, pero colocadas de

forma tan incongruente que alteraban notablemente la

armonía general del conjunto. Olía a encierro y a humedad

y este extraño olor manaba de todos los objetos de la casa.

Enormes ventanales de hierro forjado soportaban el peso

de pesadas cortinas de terciopelo rojo, en un intento quizá

de darle a la sala un estilo francés. Una escalera también

afrancesada ascendía al piso superior donde se hallaban las

habitaciones de la familia; ya nos disponíamos a subirla

cuando vimos que la mulata se enrumbaba hacia un

costado donde un corredor largo y sinuoso, apartado del

resto de la casa, terminaba en un desnivelado portón de

roble del siglo quince.

-La Sra. Gertrudis lamenta que no haya

habitaciones disponibles –continuó diciendo- y las

acomodó temporalmente en el sótano mientras encuentra

un mejor lugar para ustedes.

¿El sótano? Nos miramos extrañadas. ¿Qué había

pasado con nuestras habitaciones? Aunque hacía años que

no visitaba La Borrascosa, recordé que la mía se hallaba

en el piso superior, con vista a los exuberantes jardines

que rodeaban la residencia, y a los lados, las de mis

hermanas. Enfilados, paralelo al inmenso pasillo, se

hallaba el resto de los cuartos que completaban diez,

coronando al final del corredor con una pequeña salita tipo

estudio, donde el abuelo solía reunirnos para jugar y tomar

la merienda de la tarde, con chocolate, jugos y galletas de

almendras y pasas. Fueron aquellas tardes las más

placenteras de mi vida. La diversión era el orden del día.

Bajo techo, jugábamos los más conocidos juegos de mesa:

monopolio, bingo y ludo, donde Beatrice, a fuerza de

constantes y tenaces esfuerzos, logró hacerse de una solida

reputación de tramposa. En las afueras, entre las floridas

campiñas y los encorvados peñascos que sobresalían de la

corteza vegetal, drenábamos nuestras burbujeantes

energías infantiles en juegos de carreras, escondidas y

todo un amplio repertorio de entretenimientos propio de

varones. Ignorábamos, en esos tiempos remotos y como

nos enteramos más tarde, que las actividades tenían

género, así existían juegos para uso exclusivo de señoritas

y otro tanto para caballeros. Nosotras, que nos hallábamos

en la prehistoria de nuestra infancia, ignorantes de esta

excelsa verdad, nos sumergíamos con todo el ímpetu de

nuestra ignorancia en tales actividades sin que la carga del

género nos produjera el más leve indicio de

remordimiento o culpabilidad.

En la pared opuesta a las habitaciones un largo

ventanal recorría de extremo a extremo todo el pasillo,

engalanando el ambiente con las tonalidades verdosas de

los pinos y acacias que pululaban en la espesa arboleda

circundante y que se reflejaban en los espaciosos cristales.

No era posible que todas las habitaciones estuvieran

ocupadas. ¡El ama de llaves mentía, y mentía

descaradamente, y podría asegurar que lo hacía con la

anuencia de nuestra maquiavélica abuelastra!

-¿Las diez habitaciones están ocupadas? ¿Por

quién?–pregunté con incredulidad. Mariana y Beatrice

dejaron caer las maletas en señal de desaprobación y, con

las manos en la cintura, esperaban una explicación.

El nerviosismo era evidente en la mujer, caminaba

rápidamente como para no dar tiempo a más preguntas.

Ciertamente no esperaba ser encarada por tres de

adolescentes con cara de pocos amigos.

-Me temo que tendrán que esperar por su abuela

para hablar del asunto. ¡Seguro les explicará! Yo solo sigo

sus instrucciones –dijo evasiva.

¡Qué desfachatez! ¡Qué descaro! ¡Qué insensatez!

Ahora venían a mi mente todas aquellas palabras que mi

abuelito exhalaba cada vez que leía las incisivas misivas

que recibía de Gertrudis, y que ahora aparecían,

oportunísimas, en la punta de mi lengua. Esta vez era yo

quien destilaba las indignaciones, esta vez era yo la

portadora de las palabras con “ez”, pero frené mi

elocuencia y traté de amainar en gran medida las protestas

de mis hermanas en aras de preservar el buen trato y las

buenas costumbres con el personal de servicio de La

Borrascosa, que a fin de cuentas no tenían nada de culpa

por los mandatos de su matrona. Beatrice esperaba alguna

explosión de mi descontento o desaprobación, sin embargo

se sorprendió cuando me mantuve muda como una ostra y

caminé detrás de la anciana como una autómata, por lo

cual no le quedó otro remedio que retomar la maleta y

seguirme junto con Mariana.

Ño Josefina parecía no tener edad; cuando alcanzó

los cincuenta, dijo, se negó a seguir añadiendo años a su

ser y de esta forma se hizo inmortal; y que el tiempo se

había estacionado a sus espaldas y su cuerpo dejado de

producir canas y arrugas. Beatrice me miró con

incredulidad y aunque no escuché lo que dijo ya que sus

labios se movieron sin emitir sonido, reconocí el gesto que

indicaba que la señora estaba loca de remate.

El corredor era enorme y al final remataba con un

pesado portón que sellaba la entrada al lugar. Aquella

enorme puerta enclaustrada entre dos columnas de madera

temperaba el paso de dos mundos; los de arriba y los de

abajo, tan eficazmente como si se hubieran trazado una

línea imaginaria que separara, por rango de posesiones, a

los más ricos de los más pobres. Así, “los de arriba”, o sea,

Gertrudis y Leticia, señoreaban sobre “los de abajo” como

dioses omnipotentes del Olimpo, con la misma rudeza y

desatino que sus congéneres mediterráneos. En esta

clasificación arbitraria, nosotras quedamos

irremediablemente embutidas en el grupo de “las de

abajo”, a ras del conjunto de seres rastreros que habitaban

La Borrascosa, a saber, mayordomo, jardinero, mucama,

Ño Josefina, Juancho, negrita Salomé, animales de corral,

ratas e insectos; todos agrupados bajo un mismo sello

genético, como si un travieso gen de “pobreza” se hubiera

escurrido en nuestras cadenas de ADN, confiriéndonos a

todos un mismo destino.

Sobre la superficie de la puerta separadora de

mundos, había un pestillo de hierro en forma de serpiente

enroscada y más arriba dos incrustaciones con las cabezas

de unos querubines alados, que en su momento debieron

tener los rostros limpios y pulidos, propios de los seres

celestiales, pero que ahora, cubiertos como estaban por

una gruesa capa de hollín, semejaban a dos decapitados

angelitos negros en busca de sus mutilados cuerpos por los

arrabales del cielo o del infierno.

-Solo falta la gárgola –susurró Beatrice en mi oído.

Carraspeé para ahogar el comentario mordaz de mi

hermana. Beatrice, ajena a las sutilezas que la educación y

la femineidad exigen, decía siempre lo que pensaba, sin

ambages, y esta peculiar característica de su personalidad

parecía florecer en los momentos más inoportunos, así, si

una persona era conocida por su poca disposición para

sacar dinero de su bolsillo, su delineada boquita le

adjuntaba el calificativo peyorativo de “pichirre”, en lugar

de “ahorrativo”, y ante la vista de una mujer poca

agraciada, la promulgaba a los cuatro vientos como

“horripilante” en lugar de “desmejorada”. El ama de llaves

pareció no escuchar el comentario, y si lo escuchó no se

dio por enterada. Mariana ahogó un gritico que atajaba su

risa.

Logramos abrir la puerta con dificultad. Una

oscuridad profunda nos atacó. Mariana apretó mi mano al

momento que la anciana buscaba a tientas el interruptor,

cuando se encendió la luz apenas si iluminaba el recinto.

Eché un breve vistazo al tenebroso sótano. Una escueta

escalerita bajaba hasta aquel mundo de trastes y cajas,

donde un olor rancio denotaba falta de limpieza o poca

ventilación. El mismo olor a humedad que cabalgaba en la

sala, se acentuaba allí con mayor contundencia. En el

centro había un claro donde se habían apilado tres

colchones poco mullidos y unas cobijas descurtidas de

lana azul. Al fondo, casi pegada del techo, se podía ver un

rectángulo de ventana ennegrecido por la suciedad, donde

apenas tres anémicos rayos de sol habían sorteado el

camino para reflejarse en prisma sobre la superficie

mojada del piso. El insistente sonido de una gota cayendo

denotaba el rompimiento de alguna tubería.

-Pónganse cómodas –dijo el ama de llaves con

pena- Después que termine mis labores, volveré por

ustedes y les traeré algo de comer.

Parecía una buena mujer y se veía muy afligida

por la situación por la que estábamos pasando. Bajamos

con extremo cuidado la escalerilla, aferradas a la

barandilla que se balanceaba sin cesar y arrastrando las

pesadas maletas por los húmedos peldaños que parecían

blandirse a nuestro paso. Ya abajo, Beatrice y Mariana

recorrieron primero visualmente el amplio espacio y

después se aventuraron entre las cajas para una inspección

más detallada.

-¿Cómo podemos estar cómodas en esta pocilga? –

vociferó Beatrice remolona detrás de una gabinete que

ocultaba su silueta.

Yo seguía plantada al lado del ama de llaves,

tratando de obtener más información sobre mis parientes.

-¿Cuando nos verá la ...- iba a decir la abuela pero

la palabra se me trancó en la garganta- la Sra. Gertrudis?

La mujer titubeó. Realmente desconocía las

intenciones de su ama con respecto a las muchachas.

Mucho le había extrañado su renuencia a acomodarlas en

las habitaciones principales, habida cuenta de que muy

pocos de los cuartos superiores estaban ocupados, y los

que lo estaban resguardaban solo viejos muebles o

artefactos lisiados, descompuestos, fuera de uso, que la

doña prefería arrumbar en las alturas, en su pequeño

cementerio mobiliario particular, que botarlos o donarlos a

la beneficencia, donde podrían, con uno que otro

acomodo, continuar, resucitados, prestando sus valiosos

servicios. Se acomodó el delantal al tiempo que respondía:

-No lo sé. Hoy es tarde de bridge y la señora suele

ausentarse por mucho tiempo –contestó cerrando la puerta

y llevándose a la negrita a la fuerza.

Este mundo indefinido de privación y escasez que

ahora nos abría sus puertas con rudeza abrumadora,

contrastaba enormemente con la esnobista opulencia que

hasta el momento habíamos disfrutado, para embarcarnos,

como turistas perdidos, en una excursión de pobreza que

duraría exactamente seis meses, tiempo estipulado por los

abogados para hacerme entrega de nuestros bienes tan

pronto cumpliera la mayoría de edad.

-Esto huele horrible –dijo Beatrice con

vehemencia, con su insufrible aire de superioridad, con su

rostro perfecto enmarcado en un manantial de cabellos

castaños que parecían flotar acompañando cada uno de sus

movimientos. Su espíritu terrenal poco aguantaba los

embates de la injusticia. Y es que esta injusticia era la

primera que hubiéramos sufrido alguna vez. Quizá por

eso, la encontrábamos tan fulminante y atroz. No es lo

mismo la injusticia de otros, aquella vista en la distancia,

tolerada por cuerpos ajenos a los nuestros y que nos

arranca, sin duda, nuestras más compasivas expresiones de

conmiseración y entendimiento, que la propia, aquella que

se incrusta como una piedrecita molesta en el zapato y nos

golpetea con insistencia la causa del desafuero. Frunció el

ceño, arrugó la boca y levantó una ceja; envuelta en esa

expresión que precedía sus más sarcásticos comentarios

cuando algo la incomodaba.

-Y como pretenden que vivamos en esto? –dijo

acompañando sus palabras con una mirada escéptica y un

gesto de manos abiertas que reflejaban claramente la

exaltación de su espíritu.

Retuve mi carcajada, mucha gracia me hacía

observar las expresiones de asco de Beatrice ante tanta

inmundicia, considerando que, ciertamente, la costra de

mugre que se extendía por todo lo que a la vista se

mostraba debía medir como cinco centímetros. Sin

embargo, tuve el buen tino de abstenerme a la profusión

de mi risa, segura como estaba que este evento

complicaría el asunto más allá de lo deseable, así que

dándole un tono optimista a mis palabras, me contenté con

expresar:

-¡Por lo pronto es todo lo que tenemos!

¡Limpiemos esta madriguera y tratemos de verle el lado

positivo a la situación!

Beatrice rezongó entre dientes como si quisiera

contener las palabras que pulsaban por salir. Luego,

adaptándose más a los dictámenes de su temperamento

que de su sociabilidad, lo pensó mejor y manifestó:

-¡No hay nada de positivo en esta situación,

querida hermana! – lo dijo con exasperación, arrastrando

las palabras, como se dicen aquellas cosas que envenenan

el alma y que compartidas envenenan, también, el alma de

los otros. Después, abstraída en sus consideraciones, ubicó

con la mirada alguna silla que estuviera moderadamente

limpia para sentarse y seguir descargando sobre mi

persona el ponzoñoso veneno de su malestar y

descontento.

Mi otra hermana, la dulce, la que no se entromete

en nada que pudiera parecer parcialidad para uno u otro

bando, la que con los ojos azules de afabilidad y

rebozados de espíritu conciliatorio se había adjudicado

desde los tempranos días de su infancia el ingrato papel de

árbitro de sus conflictivas hermanas, ajena al drama, se

había acercado a una vitrina que dejaba traslucir a través

de los cristales terrosos las figuras de unas miniaturas. Las

siluetas torcidas de duendes, hadas y brujas llamaron

mucho su atención. Llevada por la curiosidad, abrió una

de las hojas de la puerta y un fuerte olor le salpicó el

rostro. Arrugó la cara.

-Esto está todo mohoso –repuso Mariana también

con asco- ¡y huele muy mal! -dijo apretándose la naricita.

Beatrice se acercó y de un jalón arrancó un manojo

de hilos blancos que se hallaba suspendido en una de las

esquinas del mueble.

-Y con telarañas –recalcó Beatrice sosteniendo

entre sus manos la sutil tela blanca que aún sostenía a su

única habitante: una milimétrica arañita atrapada que

luchaba por salir del revoltijo.

-¡Déjala ir! -dijo Mariana abogando por el

animalito.

El arácnido, una bolita roja aguijoneada de patas,

clavó la mirada en su captora, y al menor descuido de ésta,

rompió a correr con todo el furor de sus ocho patas,

desapareciendo por la hendidura de un viejo gabinete,

inundado por sus parientes, las termitas. La joven se

volvió hacia su hermana y comentó:

-Ese animalito me miró con ojos de odio.

-El cansancio del viaje te está haciendo alucinar –

contesté.

Siempre dispuesta a la acción acertada y rápida,

asumí con voz de mando la desagradecida tarea de la

limpieza de aquel mugroso lugar. Juzgué por los indicios

que pasaríamos un largo tiempo enclaustradas en aquella

pieza. Afortunadamente, debajo de la escalera encontré

una pileta, y una llave de agua, y algunas escobas y unos

tobos viejos. Enseguida me embarqué en una actividad

febril disparando órdenes con la misma animosidad de un

mariscal en pleno campo de batalla: ¡Empujen esas cajas!,

¡Sacudan el polvo!, ¡Limpien la ventana!, ¡Coleteen el

piso!

Nos movimos con tenacidad, sacudiendo polvos y

arrimando pesadas cajas que se deshacían en nuestras

manos tan pronto como tratábamos de ubicarlas en un

mejor lugar. Perseguimos bichos rastreros que, apuñalados

por zapatos, mostraban sus entrañas destripadas haciendo

que Beatrice profiriera los más alucinantes gritos. En fin,

ordenamos todo lo que se podía ordenar, para otorgarle a

aquel antro un aire prestigioso y recatado como de

habitación.

-¿Por qué tienes que ser tú la que da las órdenes? –

preguntó Beatrice desconfiada.

-¡Porque soy tu hermana mayor! -contesté

sacudiendo un almohadón que contenía todo el polvo de

los siglos.

-¡Esa no me parece razón suficiente! – ripostó con

el ceño fruncido y continuó barriendo el piso con

desagrado. Así era Beatrice, gruñona y remolona, pero aún

bajo todo ese costal de resistencia verbal con que acogía

mis órdenes, me otorgaba una cierta dosis de respeto, por

lo que terminaba haciendo lo que se le pedía, no sin antes

lamentarse, enérgica y consecutivamente, y durante todo

el tiempo que durara la acción de la desafortunada tarea

que estuviera ejecutando. Y es que las protestas de

Beatrice eran vanas y superficiales, protestaba por

protestar, sin justificaciones ni razonamientos que

sustentaran la causa de sus lamentos, de esta forma sus

protestas quedaban revestidas con el toque insustancial de

un cascarón al que le han sustraído la pulpa.

Inesperadamente, el estruendo de una puerta

chirriante que se abría retumbó por todos los rincones y

gritamos al unísono, agrupándonos de un salto en el centro

del salón. Así, abrazadas, nos encontró la silueta abultada

que se agolpó en el umbral eclipsando toda la luz que

provenía del corredor. Reconocimos la figura de Ño

Josefina que sostenía una bandeja con alimentos en sus

manos y a la negrita Salomé que traía una jarra con un

líquido amarilloso. Nos relajamos y comenzamos a reír

histéricamente.

-¡Vaya! –dijo la anciana- ¡Qué recibimiento tan

triunfal!

Subimos la escalerilla para alcanzar los alimentos,

ya que no estábamos muy seguras que ésta soportara el

peso de la mulata y el ama de llaves tampoco hizo el

intento de bajar, seguramente por el mismo pensamiento.

Sin embargo, la negrita Salomé sí fue bajando, con pasitos

corticos como los de una japonesa, un escalón por vez, y

asiendo la jarra en las alturas, como si de un trofeo

deportivo se tratara, desembocó con el líquido tintineante

por los hielos y corrió hasta ubicarse en el claro destinado

a comedor donde se auto-invitó a comer. Desde la escalera

Ño Josefina se disculpó:

-Es todo lo que puedo darles, ¡en esta casa la

servidumbre no come muy bien!

-¿La servidumbre? –repitió Beatrice con los ojos

tan grandes que pensé que se saldrían rodando por el suelo

como canicas. Se creía muy aristocrática y no había nada

peor para sus finos oídos que escuchar que la estaban

incluyendo en el populacho, o sea, en “los de abajo”.

–¡Pero si somos las dueñas de esta casa! –profirió

procurando rescatar un poco de la dignidad y el orgullo

que le había sido arrebatado desde el momento en que

pisamos la casa.

La atajé antes de que le recitara a la anciana la

retahíla de razones que nos hacía las auténticas dueñas y

herederas de La Borrascosa. A pesar de mi juventud e

inexperiencia, conocía lo suficiente de las vicisitudes de la

vida como para comprender que Gertrudis debía estar

orquestando algún plan para quitarnos lo que

legítimamente nos pertenecía y que debíamos prepararnos

para confrontarla en el momento en que se dignara a

atendernos; y dadas las circunstancia, ese momento

parecía estar bastante lejos.

-¿Podemos salir a dar una vuelta? – preguntó

Mariana con su voz angelical - ¡Quiero ver el jardín!

Beatrice gruñó:

-¡No tenemos por qué pedir permiso, niña! ¡Que yo

sepa no somos prisioneras!

-No hay problema – contestó la mulata ignorando

el comentario de mi hermana - la Sra. Gertrudis y la Srta.

Leticia salieron y no llegaran hasta bien entrada la noche –

y diciendo esto retomó el camino de regreso a la cocina

para continuar con sus oficios.

Tan pronto se fue, dejando a la negrita Salomé que

desde ese momento se adhirió a nosotras como los hongos

al sucio, destapamos la bandeja que consistía de un

abundante plato de verduras, cuatro rodajas de jamón con

huevos, seis trozos de pan y una jarra de limonada, con

más agua que limón y poca azúcar. Todas teníamos apetito

pero al ver el famélico platillo, las punzantes llamaradas

del hambre amainaron en gran medida. A Beatrice le

estaba dando un soponcio, no podía entender cómo de sus

acostumbradas cenas de croissants de chocolate y

“strawberry juice” cayó en las verduras con limonada. Era

un cambio demasiado brusco para ser entendido. Mariana

decidió rendirse a los clamores del hambre y no

molestarse por lo escueto del plato, la negrita Salomé

parecía estar acostumbrada al menú y a mí, me importaba

un bledo como vinieran presentados los alimentos,

siempre y cuando fueran “alimentos”.

-Debemos hacer algo –reclamó Beatrice lanzando

una desdeñosa mirada sobre una patata- ¡No podemos

vivir así!

El conjunto de verduras apiladas en el plato se

mostraba inocente al desgano general producido en sus

comensales por motivo de su humilde presencia. Les

faltaba colorido, sazón y textura. No obstante siendo estos

rústicos manjares la única fuente de nutrición disponible

en ese momento, no hubo más remedio que recatar el

apetito en pos de la supervivencia. Beatrice hizo el intento

de comer, pero al pinchar con el tenedor un tubérculo

sancochado en exceso, se desparramó por el plato

convirtiéndose en puré. El espectáculo de la patata con las

entrañas abiertas, debo decirlo, no era nada suculento, por

lo cual desistió concentrando todas sus atenciones en las

rosadas lonjas del jamón.

Por mi parte, me abstuve de comer el fiambre y

condensé mis apetencias en una desteñida coliflor que

yacía desolada como último habitante del cuenco. Allí,

desprestigiada por el poco colorido de su linaje, esperó

agradecida hasta que pude clavarle un diente.

2

FORASTERAS EN EL PUEBLO

En el pueblo, nadie sabía quiénes éramos ni con

qué propósito nos habíamos instalado en aquel rincón tan

remoto. Doña Tula había sido una las primeras personas

en divisarnos en el terminal; de un vistazo había decretado

que éramos maniquíes de ciudad. Desde la muerte de su

marido, Don Tomás, su única actividad había sido

recobrar trozos de conversaciones perdidas de las personas

que pasaban bajo su ventana. Ya ni a la panadería iba,

siendo ésta atendida por su hermana, Felipa y sus hijos, los

cinco mocosos con que la había dejado su marido antes de

marcharse a la ciudad en busca dizque nuevas emociones.

Aparentemente, las viejas emociones que suscitaban

Felipa y sus muchachos no tentaron mucho a Joaquín

porque tan pronto dejó el pueblo no se volvió a saber más

de él, y de esto hacía ya cinco años. Doña Tula, flaca

como un bambú, se apostaba todas las tardes en un viejo

sillón que había colocado ingeniosamente al lado del

ventanal que daba a la calle principal. La ubicación de su

casa, frente al hotel, puso en apuros a más de un marido

infiel. Estos trataban de pasar inadvertidos por el frente de

su puerta con la conquista de turno en brazos. Se dice que

fue ella quien le fue con el chisme a Doña Petra de que su

marido le montaba los cachos con la fulana de la farmacia

y la espectacular golpiza que la Doña le propinara a su

cónyuge había alimentado las habladurías del pueblo

durante semanas y había inoculado al pobre señor contra

cualquier otra futura tentación.

A la mañana siguiente a nuestra llegada, Doña Tula

se levantó muy temprano, no podía dejar de pensar en las

forasteras, por la vestimenta estaba convencida de que

éramos citadinas. Comenzó sus oficios matutinos sin

alejarse mucho de la ventana, siempre pendiente de

avistarnos de paseo por la calle o en alguna tienda, como

correspondería a cualquier turista que estuviera de

vacaciones. Sin embargo, cerca de las doce, viendo que no

había señal de nosotras en el pueblo, no pudo contener

más la curiosidad y se dispuso a llegarse hasta el hotel que

era el lugar por excelencia para enterarse de los

acontecimientos más recientes acaecidos en la comunidad.

Corrió hasta su cuarto, ubicado al final del zaguán, y

buscó en el viejo armario su acostumbrada camisa negra

de encajes y su falda de gabardina, negra también, que le

llegaba hasta los tobillos, se las puso sin dilación, alisó los

pliegues con sus arrugadas manos, buscó su cartera de

cuero belga y salió corriendo hacia la puerta principal. El

familiar bullicio de vendedores ambulantes entretejido

con los aromas dulzones de la panadería y la frutería

adyacente la atajaron en el umbral. Por un instante, se

detuvo, se cuestionó lo arrebatado de su acción, pero los

aguijonazos de la curiosidad prevalecieron sobre sus

consideraciones, y después de unos segundos, continuó

sus avances sin arrepentimientos. Cruzó la calle mirando

hacia todos lados hasta llegar subrepticiamente a la puerta

del hotel.

El Lobby estaba atestado, un contingente de

personas se agolpaba en la recepción, otro tanto se hallaba

disperso en el amplio espacio. El moderno hotel, El Gran

Prince, había sido un caserón abandonado resucitado a

finales de los ochenta gracias a los aportes de la familia

Farfán, que lo adquirió a precio de gallina flaca para

convertirlo en el único alojamiento de lujo de la zona.

Poseía un amplio terreno que fue aceleradamente poblado

con otras estructuras que se adosaron a la construcción

original bajo las miradas resentidas de los moradores que

veían al mamotreto como una perturbación a la legendaria

calma del lugar. Se podría decir que era la única

construcción moderna de San André y resaltaba tanto

como un elefante en un baile de hormigas.

Una señorita ubicada detrás de un elegante mueble

de cedro en la recepción se dirigió a ella:

-¿La puedo ayudar? – dijo lanzándole una mirada

evaluativa y sarcástica. Se notaba de cualquier modo que

no estaba muy contenta con la presencia de la señora en su

Lobby; era un pueblo pequeño, por tanto la fama de

cascarrabias que ostentaba Doña Tula la precedía donde

quiera que fuera.

En el momento en que iba a contestar otra voz a

sus espaldas la distrajo.

-¡Caramba! Doña Tula en persona, ¿Usted por

aquí? –saludó el Prefecto Farfán, hombre de rostro severo

y regordete cuyo principal rasgo consistía en unos bigotes

aguijoneados desproporcionadamente grandes para el

tamaño de su cara aguileña. De todos los hijos de

Leónidas Farfán, Elías, el prefecto, era el más habilidoso

en los negocios y el único que aún permanecía en el

pueblo. El resto de sus hermanos, siete en total, tres

mujeres y cuatro hombres, o se habían marchado, o se

habían casado o se habían muerto, dejándolo como único

administrador de los cuantiosos bienes de la familia.

Mucho se decía de la supuesta honorabilidad del caballero

y de los chanchullos amañados a los que solía recurrir para

salirse siempre con la suya. Se había embarcado

recientemente en un proyecto para desarrollar un centro

hotelero cuyos frutos irían a parar directamente a su

bolsillo. Los habitantes de San André, muy recelosos con

sus recursos naturales, sabían que semejante desarrollo

afectaría seriamente la proverbial quietud del

emplazamiento. Sin embargo, el Prefecto, hombre

habilidoso y sin escrúpulos, se había procurado el visto

bueno del Padre Tobías, de la Iglesia de la Concepción,

cuyos sermones dirigidos a los habitantes advertían de la

perdición eterna y el crujir de dientes que les esperaba en

el infierno de no acogerse a dicho proyecto. Según las

propias palabras del clérigo, solo bajo la guía divina (léase

del Prefecto Farfán) podría el pueblo alcanzar un estado de

dicha y bienestar permanente. Incluso se llegó al extremo

de retirar del oratorio la imagen de San Cipriano, donada a

principios de 1930 por el entonces fundador, Barrabás

Contreras, con el pretexto de realizarle trabajos de

restauración. A los pocos días una nueva imagen fue

colocada en la Capilla, con rasgos sospechosamente

semejantes a los de Farfán. La barbilla y los pómulos del

santo fueron barridos y sustituidos por la quijada cuadrada

del susodicho, amén del bigote aguijoneado. ¿Pero a quien

se le ocurriría pensar que los santos tienen bigotes? Es una

convención sine qua non que las imágenes celestiales

adolecen de la muy mundana condición de crecimiento de

bello en sus partes. Toda la literatura y artes clásicos nos

ofrecen figuras imberbes, lampiñas, con caras al borde del

éxtasis del sufrimiento. Ningún artista de la época se

hubiera atrevido siquiera a recrear algún indicio de placer

sobre los rostros empíreos; semejante aberración se

hubiera considerado como un acto de insubordinación de

la fe, pecaminoso, y sin duda, fuera de consenso. De nada

valieron las protestas de las viejitas del pueblo ante el cura

recalcando que la mirada lasciva del santo las hacía sentir

incómodas y que la sonrisa repleta de dientes era impropia

para la solemnidad de Cipriano. Y es que esta nueva

apariencia nada tenía de divina, y con la extirpación del

“San” y la subsiguiente degradación del santo al reino de

lo mundano, comenzaron a llamarlo simplemente

“Cipriano”. Al no obtener respuesta a sus súplicas no

tuvieron otro remedio que trasladar su devoción a otro

mártir, San Antonio, de apariencia más divina.

El Padre Tobías acostumbraba a aderezar sus

sermones con detalles de todas las calamidades que

podrían ocurrirle a los fieles de dejarse seducir por lo

sobrenatural; como si el tormento eterno no fuera

suficiente, sus alegorías de los suplicios del infierno

detallados con acuciosa minuciosidad, parecían tener el

efecto deseado dada la cara de terror que exhibían sus

feligreses durante los sermones domingueros. Sin embargo

este temor no se extendía hasta el Prefecto Farfán, quien

asistía a las misas solo por su afán de conseguir apoyo

para su próxima postulación como alcalde.

Doña Tula se recuperó de la sorpresa.

-Estaba paseando y se me ocurrió venir a ver las

remodelaciones que le ha hecho al hotel – dijo recalcando

el comentario con la mirada - De verdad se nota el buen

gusto. ¡Se ve su mano metida en todo el asunto, pues! –

comentó aduladora.

El Prefecto se hinchó de orgullo. Nada más

alentador para un político que los comentarios

almibarados de sus electores.

-Sí, ¡En verdad, si! – declaró el Prefecto

arrastrando sus manos por la delgada solapa de su traje de

casimir recién traído de Europa - Gastamos un buen

dinerito en esto pero está inversión será recuperada tan

pronto sea electo alcalde. ¿O quién sabe si hasta

Gobernador?

Tula lo miró con sorpresa agradando las órbitas de

sus ojos saltones y colocando su mano sobre el antebrazo

del político, dándole un pequeño apretón de aprobación.

-Su palabra vaya adelante y ojalá así sea. ¡No hay

nadie en San André que pueda llevar ese título con más

honor que usted! No me equivoco al expresar que muchos

de los habitantes de este pueblo pensamos que le sobran

las condiciones para aspirar al cargo. Usted es uno de los

nuestros, como decimos los campesinos, mero

representante de nuestra propia cepa. Además, elegante y

distinguido. No digo alcalde, hasta gobernador podría

llegar a ser, si se lo propone. Siempre he pensado que el

Gobernador debe vivir en el pueblo. Como si no va a saber

las cosas que necesitamos aquí, ¿no cree usted?

-¡Seguro que sí, mi Doña! Y eso es algo que vamos

a remediar pronto. San André debe tener su propio Alcalde

y su propio Gobernador y estos deben vivir aquí, en el

mero pueblo -dijo afilando su bigote con devoción.

-Tiene razón, Prefecto. Los monigotes de ciudad

no saben de los problemas que nosotros, la gente de

pueblo, enfrentamos. Usted tiene todos los atributos para

ser un buen gobernante. ¡Nadie en esta aldea puede decir

lo contrario! ¡Cuente con mi voto! –y diciendo estas

palabras murmuró algunas frases de despedida y se

enrumbó hacia la salida. No convenía que una persona tan

distinguida como él la descubriera husmeando lo que no se

le ha perdido. Ya habría otras oportunidades de averiguar

quiénes eran las visitantes.

Sin embargo, dentro de los ceñidos límites de su

ignorancia, se alejó pensando, ¿Cómo habría sido electo el

Prefecto Farfán si en San André nunca había habido

elecciones?

3

EL RECIBIMIENTO DE GERTRUDIS

Acusar a Gertrudis y a su nieta Leticia de

desalmadas sería una descortesía. Sobrepasaban con

creces las definiciones de la palabra. ¿Qué extraña

predisposición del destino nos colocó en tan disparatadas

manos? ¡No lo sé! El destino, como una madrastra

malvada, a menudo oculta bajo el manto de la futilidad sus

más increíbles desatinos. Ni una cárcel de máxima

seguridad aplicaría las medidas restrictivas de la libertad

que la anciana con tanto placer nos impuso. A los dos días

de estar en La Borrascosa ya sabíamos que no éramos

bienvenidas.

Gertrudis Zing, era tan aburrida como la

comunidad en que vivía, su fisonomía comprendía una

joroba encorvada, una contextura esquelética y un cuello

rígido como si estuviera enclaustrada perennemente en un

arnés y, adicionado a este singular conjunto de atributos,

le acompañaban unos modales toscos y quisquillosos, unas

ropas estrambóticas y pasadas de moda compradas en

tiendas de segunda mano, y un maquillaje tan exagerado

como el de una actriz de teatro, provocando a su paso por

las destartaladas calles del pueblo un sinfín de habladurías

y chismes, todos relacionados con su apariencia física y

con la fuente de su sustento.

Su nieta, Leticia, no era muy diferente, de escasa

belleza, si había alguna, era malcriada y manipuladora, tan

tiesa como su abuela, como si una cabilla le estuviera

sosteniendo eternamente los pies. No obstante, todas estas

particularidades hubieran sido ignoradas fácilmente por el

observador agudo, de haber estado acompañadas de un

carácter afable y cariñoso o un espíritu humilde.

Vivía su desaliñada existencia con un solo y único

objetivo y, he de confesarlo a riesgo de estar develando los

secretos familiares, que este sueño consistía en encontrar

un prestigioso marido, cuya fortuna sobrepasara con

creces la de aquellas otras familias acomodas de la zona,

que la mantuviera empotrada en los mundanos placeres de

la opulencia y la notoriedad. Solo por eso, asistía a la

escuela Straton, en busca de un incauto que sin muchos

problemas caminara voluntariamente hasta el altar. Este

sueño también era compartido por su abuela.

Las Zing vivían de una modesta pensión que

heredaron de un familiar lejano. Nunca habían trabajado ni

pensaban hacerlo, pero les gustaba ostentar de una

abundancia de fortuna que ninguna poseía. El colmo de

sus engaños llegó un jueves de abril, en la Feria de San

Isidro, a las doce y quince de la tarde. Cansadas de la

tenaz indiferencia con que eran tratadas por las distintas

personalidades del pueblo, y en un intento desesperado por

hacerse del respeto del Prefecto Farfán, a quien Gertrudis

había echado el ojo como futuro marido para su nieta,

expandieron el rumor de una supuesta herencia que

incluía, entre otras propiedades, una exuberante mina de

oro ubicada en las profundidades de un país

latinoamericano, cuyas rentas estarían prontas a recibir

para vivir como reinas. ¡Perverso el día en que las

mentiras hablan! ¡La verdad se aparta a observar, inerme,

mientras el pequeño monstruo del engaño crece en su

perfidia! El temor de que se supiera la verdad mantenía a

Gertrudis insomne tres días a la semana y a Leticia

embutida en un continuo estado de ansiedad que la

preservaba malhumorada todo el tiempo.

Conforme se acercaba el día de nuestro arribo, la

preocupación de la anciana iba en aumento. ¿Cómo

explicaría nuestra presencia en su casa? Por su parte,

Leticia haciendo uso del restringido vocabulario que la

caracterizaba, ayudada del convincente recurso del

berrinche y el pataleo había dejado bien claro que no nos

quería en la mansión, a lo que Gertrudis, en un

irrefutable arranque de generosidad y consideración le

aseguró que nos mantendría alejadas. ¡Son jóvenes

criadas en la ciudad con delincuentes y maleantes – decía

la infeliz - y quien sabe que mañas traerían!

Sobre la supuesta mina, ya habían decidido

mantener su mentira, y el parapeto de riqueza que habían

esbozado ante sus conocidos y amigos, hasta las últimas

consecuencias, a pesar de la sospecha de algunos

incrédulos que habían comenzado a escatimar que la

famosa mina de oro existiese.

Al son de una serenata de grillos y sapos que

irrumpía intermitentemente la quietud nocturna, la noche

danzaba conquistando espacios, adueñándose de la

vigilia de todos los moradores del poblado; a excepción

de Gertrudis que caminaba golpeando el piso adosado de

su habitación con su retorcido bastón, tan desgastado

como ella misma. La había alcanzado la noche y la

ventana abierta centellaba con la titilante luz de los

faroles del pueblo. Un viejo y desconchado espejo le

devolvió la sombra de su silueta encorvada y carrasposa.

Se detuvo, se sentó luego en la mecedora, exacerbada en

sus maquinaciones. Súbitamente su rostro se iluminó con

la expresión triunfadora de quien encuentra una idea:

¡Ubicaría a las hermanas en el sótano! ¿Cómo no se le

había ocurrido antes? Se felicitó por su impecable juicio

e ignoró el criterio moral de semejante acción. ¡Qué

mejor lugar que junto a los trastos inservibles, las ratas y

las cucarachas rastreras!

Una vez que hubo tomado la decisión, se sintió

mucho mejor. Caminó hasta su cama de caoba y hierro

forjado y se dejó caer en las escuálidas sabanas de satén

color rosa. Minutos después la rindió el sueño, sin

percatarse que en el alfeizar de la ventana un inmenso

gato azabache escudriñaba todos sus movimientos. El

animal caminó con sigilo por el estrecho murillo y en dos

saltos estuvo de nuevo en el jardín, se enrumbó hacia los

matorrales compactos y se perdió en la negrura de la

noche bajo la luna escarbada de nubes.

A los dos días el milagro se produjo, el espíritu

mezquino de Gertrudis se condolió y decidió

concedernos la tan ansiada entrevista. Nos urgió a que

nos encontráramos en la pequeña salita de la casa, la que

antecede a la sala mayor y cuyo acceso estaba vedado

para nosotras. Si alguna vez tuve reservas acerca de la

integridad del carácter de mi tutora, en esa oportunidad

se aclararon todas mis dudas. Al llegar, permanecimos de

pie, como lo dicta la educación y las buenas costumbres,

bajo el umbral del arco del pasillo plantadas como pinos,

esperando pacientes la invitación a pasar. Al instante,

Gertrudis alzó la vista y con una seña brusca (mano

izquierda erguida con los cinco dedos apuntando hacia

los cielos) nos indicó que nos detuviéramos; advertencia,

además, vana e inútil, ya que hacía rato que estábamos

suspendidas en vaivén en la frontera entre el pasillo y la

salita. Entre tanto, Gertrudis siguió revisando los

documentos que sostenía en su mano derecha, mientras

la otra, la izquierda, continuaba su amurallada labor de

separar nuestros mundos del de ella. Eso bastó para que

Beatrice, que tenía la paciencia del tamaño de un grano

de arroz molido, se molestara mucho porque la anciana

seguía impertérrita extasiada en sus documentos, y con el

ánimo burbujeante ante la falta de cortesía mostrada por

la vieja, decidió abalanzarse hasta la silla más cercana,

arrastrando a Mariana, y posar todo el peso de su

humanidad sobre el mueble estilo Luis XV que yacía al

lado de un aparador de roble que exhibía jarrones, y de

un jalón sentó a mi hermana sobre sus piernas.

-¡Vamos, Camila! - me gritó desde allí -¡Toma

asiento mientras nuestra abuelita termina! - ¡Ay!…

¡Nadie como Beatrice para aderezar la tarde con

sarcasmos¡ ¡Tan precisos y oportunos, que no sobraba ni

un punto ni una coma, y con la entonación precisa como

corresponde a todo buen sarcasmo¡

Inmediatamente, la mujer levantó la fría y huraña

mirada. La expresión feroz que cruzó su rostro bastaría

para amilanar al más pintado, pero no a Beatrice, no, ella

continuó impávida sin el más leve indicio de un cese de

hostilidades. La mujer le sostuvo la mirada como si

quisiera mandarla al diablo, lo mismo hizo mi hermana y

continuó haciéndolo, sosteniendo firmemente la mirada,

como se sostiene una antorcha en unas olimpiadas, hasta

que los ojos de la otra comenzaron a lagrimear. Luego de

pestañear, se tomó otros segundos y posteriormente se

fue caminando poco a poco hasta la chimenea, donde

colocó los papeles sobre una repisa. Se advertía que le

disgustaba nuestra presencia, de eso no había duda, y no

hacía esfuerzo alguno para disimularlo. En el ínterin, yo

ya me había acercado a mis hermanas y me mantenía de

pie, junto a ellas. La anciana y el bastón dieron algunos

pasos hasta ubicarse frente a nosotras:

-Gracias a mi generosidad he decidido cobijarlas bajo

mi techo. Como ustedes saben, su abuelo no me dejó ni

rentas ni propiedades que me permitieran subsistir

decentemente. Podríamos decir que nuestra separación

fue poca amistosa. Gracias a artilugios legales se adueñó

de todos los bienes conyugales, dejándome sola y

desamparada a mi suerte. Aún viviendo en esta casa, sus

abogados no pararon de hostigarnos para que

desalojáramos la residencia. Sin embargo, dado mi gran

corazón, del cual el Padre Tobías puede dar fe por las

innumerables obras caritativas en las que he participado

en la parroquia, y algunas otras que no valen la pena

mencionar por el momento, pero que no por ello son

menos importantes, he decidido dejar de lado los

rencores y ofrecerles cobijo en mi humilde morada.

Comencé a sentirme a disgusto. Lo que insinuaba

acerca de la conducta de mi abuelo estaba lejos de la

verdad. La miré con estupefacción. Además, el trato que

nos habían dispensado desde el instante en que pisamos

la casa era incongruente con las “generosas” palabras

que brotaron de su boca. Con reservas proseguí la

conversación:

-Agradezco su generosidad, Gertrudis, pero este

arreglo es solo temporal ya que en seis meses, cuando

cumpla la mayoría de edad, podré disponer de los bienes

que nos legó el abuelo y, de acuerdo a lo informado por

el Dr. Contreras, nuestro abogado, estos incluyen a La

Borrascosa, por lo tanto, en virtud de lo antes dicho,

solicito que envíes nuestro equipaje inmediatamente a

nuestras habitaciones.

Me miró desencajada, molesta por el atrevimiento

que suponía mi exigencia y se alistó para ponerme en mi

sitio. Beatrice y Mariana contuvieron la respiración.

-¡Eso no va a ser posible! - replicó estrujando sus

manos - Ya se les informó que todas las habitaciones

están ocupadas. Además, La Borrascosa me pertenece.

Mis abogados están en estos momentos apelando al

testamento y trabajando para hacer valer mis derechos.

Aquellas palabras pronunciadas con el tono

prepotente de la difamación retumbaron en mis oídos.

Por un momento, se atascaron en la garganta mis

palabras y allí se quedaron sin nacer, quedé muda, cosa

poco frecuente, mejor dicho, nada frecuente ya que era la

primera vez que sucedía. Y así en ese estado suspendido,

como quien quiere pero no puede, permanecí unos

cuantos segundos. Después, para mi sorpresa, me

encontré balbuceando lo siguiente:

-¡Eso no puede ser posible! ¡El abuelo nos lo

hubiera dicho!

-¡Cierto! ¡Vieja Bruja! - remató Beatrice quien ya

había recuperado su habitual compostura.

-¿Osan llamarme mentirosa? ¡Muchachas

desagradecidas! – escupió las palabras movida por la ira,

sus parpados se alzaron hasta unirse casi con sus cejas y

su boca se arqueó en un rictus vítreo que expectoraba

toda sarta de insensateces.

- La pensión que pasarán sus abogados apenas

alcanzará para cubrir sus gastos, por lo que tendrán que

colaborar con algunas tareas de la casa - y al decir estas

últimas palabras se apartó un poco de nosotras, como

temiendo una reacción violenta de nuestra parte. Estaba

visto que nos consideraba como iracundos seres capaces

de semejante acción.

¡No podía creer lo que estaba escuchando! ¡Qué

descaro! ¡Qué desparpajo! ¡Qué insensatez! Inútiles

esfuerzos hacía para dominar mi justificada turbación.

Beatrice y Mariana se habían quedado mudas. Una cosa

era que tratara de arrebatarnos nuestros bienes, esa clase

de comportamiento, aunque inmoral y reprobable, era

algo que mi discernimiento, hasta cierto punto, podía

entender bajo determinadas circunstancias; pero otra

muy diferente es que agregara a la acción del “despojo

material”, un ingrediente adicional de “despojo

emocional”, que era en resumidas cuentas lo que

pretendía Gertrudis hacer al arrebatarnos, de sopetón, el

vano orgullo de pertenecer a una clase privilegiada y

arrojarnos con humillación al valle de la servidumbre,

realizando las tareas domésticas de nuestra propia

mansión.

-¿Es que se ha vuelto loca, vieja bruja? –

reaccionó Beatrice levantándose de la silla y tumbando a

Mariana durante la acción.

-No pienso mover un dedo en esta casa. Yo no

nací para hacer oficios domésticos. ¡Yo, jamás, jamás,

jamás, me rebajaré a eso!

Los gritos llegaron hasta la cocina y al otro

extremo del pasillo las cabezas lanudas del servicio se

agolparon, curiosas, tratando de averiguar la causa del

barullo, pero sin atreverse a acercarse hasta el salón.

-¿Quién te crees que eres? ¿Una princesa? –

Leticia recitó estas palabras mientras

bajaba parsimoniosamente por la escalera. Todas

volteamos hacia donde provenía la voz.

-Mi nieta Leticia – presentó Gertrudis con

orgullo.

-La única señorita de esta casa a la cual deberán

respetar y servir.

-¡Respetar y servir un diantre! - reverberó

Beatrice mientras yo hacía esfuerzos por detenerla de

proferir amargas maldiciones.

Leticia terminó de bajar los escalones y caminó

con desparpajo hasta ubicarse al lado de su abuela y su

bastón. Su insolencia aparecía desbordada sobre su

esquelética figura cuando atravesó la sala con un

vaporoso vestido de popelina gris, adornado de

florecillas silvestres que se veían muy tristes y desoladas

y, sus zapatos de plataforma blancos que parecían

columnas de yeso que aprisionaban sus pisadas y que

sostenían sus enclenques piernas a punto de

resquebrajarse, demasiado altos para mi gusto. En un

inesperado arrebato de mi fecunda imaginación, me

sorprendí pensando en lo que sucedería si una fuerte

ráfaga de viento entrara bruscamente por la ventana y la

arrastrara hasta la capa más externa de la atmósfera.

La indolencia y la desidia continuaron

desplegándose en aquella pequeña sala, como un

aguacero constante en una noche de invierno. Leticia

sonreía burlonamente respaldada por la voz autoritaria de

Gertrudis que recitaba como un credo la lista de nuestras

obligaciones: no éramos invitadas, por lo tanto debíamos

realizar ciertas tareas domésticas para pagar nuestro

sustento. La arbitraria lista de asignaciones quedó

distribuida así: Mariana, dirigida por el viejo Juancho,

ayudaría a alimentar a los pollos y a los caballos y, si era

requerido, a los cerdos, Beatrice fue asignada a la cocina,

bajo la supervisión directa de Ño Josefina y yo ayudaría

a la inefable Leticia, quien interpretó mi llegada como la

adquisición de una esclava personal presta a complacer

sus más nimios y caprichosos deseos.

Gertrudis, cuya ceñida mentalidad echó sus

cimientos en las costumbres del siglo XV, miraba con

muy malos ojos las recién adquiridas libertades del

género femenino, es decir, el derecho al voto, a educarse

y a buscar marido por cuenta propia. Para ella, el lugar

de la mujer estaba en la casa, junto a su cónyuge, a quien

debía subyugarse con la resignada sumisión de una

esclava sureña. Informó también que nos inscribiría en

Straton, solo porque era un requisito indispensable

establecido por nuestros abogados para dispensar el

dinero de nuestra manutención. Sin embargo, dejó bien

claro su desacuerdo con esta cláusula. No obstante, a fin

de hacer más miserable nuestra existencia, instruyó a la

bondadosa Ño Josefina a que nos sumergiera en el

desahuciado mundo de los conocimientos inútiles del

tejido y el bordado, no para expandir nuestras cualidades

intelectuales o manuales sino para mantenernos

enclaustradas, sin chance de salidas al pueblo. Debo

admitir, sin temor a la vergüenza y como descubrimos

más tarde, que en estos oficios éramos en extremo

neófitas. Los cuatro centímetros de uñas engalanadas con

el más exquisito esmalte carmesí de Beatrice hacía

imposible que sostuviera una agua en línea recta, mucho

menos arrancarle alguna forma definida a la maraña de

hilos que se agolpaba en su regazo, como un jolgorio de

hebras retorcidas y entrelazadas unas con otras. Al final,

nuestras obras de arte parecían la labor de campesinas

feudales; carecían del resplandor que les otorga el

entusiasmo y el toque sabrosón de las cosas bien hechas,

a excepción de Mariana, claro está, quien como expliqué,

poseía la destreza manual de un Da’Vinci y un Miguel

Angel juntos; y si esto pareciera una exageración, solo

podría justificarme aludiendo a la asunción de que mi

percepción pudo haberse visto enturbiada por mi

exagerado amor hacia ella.

Después de que Gertrudis terminó su amarga

letanía y enfatizó la clase de conducta que esperaba de

nosotras, al fin, dio por terminada la reunión y nos

ordenó la retirada. Tomé a Beatrice por un brazo y

Mariana por el otro y las saqué instintivamente de la sala,

caminando hasta el sótano bajo las exclamaciones de

indignación de Beatrice y las risitas divertidas de

Mariana. Allí, con la puerta entreabierta, nos esperaba la

negrita Salomé, ávida de curiosidad y con el alma

embadurnada de expectación. No tuvo que preguntar

cómo nos había ido ya que las exclamaciones

desaforadas de Beatrice reverberaban contundentemente

la situación.

-¿Cómo es posible que nos traten así? ¿Cómo

dejas que se salgan con la suya? ¡Todo esto nos

pertenece! ¡Sabes que es así! - volvió a arremeter contra

mí.

-Lo sé, pero en estos momentos no podemos

luchar contra Gertrudis.

¿Cómo explicar a las vísceras los acertados

dictámenes del raciocinio? Tarea vana desde su inicio y

de necios el intentarla. No había forma de aclararle a mi

atolondrada hermana que en determinadas ocasiones la

mejor estrategia era el rendirse, no con el fin de

claudicar, no, sino más bien para agrupar las fuerzas

necesarias para embestir posteriormente y asegurar la

victoria, que, como en todo juego, es promulgado el

veredicto solo al final de la contienda. Pero en ese

momento, encontraba difícil hallar las palabras precisas

que sosegaran su impetuoso espíritu.

-¿Te arriesgarías a que nos separaran y nos

enviaran a alguna institución de beneficencia pública?

Ah? Ah? Seis meses es un período corto de tiempo y

pronto tendré dieciocho, seré mayor de edad y podremos

ir a vivir nuevamente a la ciudad. Nuestra casa nos está

esperando. ¡Mientras tanto hagamos lo que ellas quieren

y busquemos alternativas para salir de este atolladero!

Mis palabras parecieron conseguir el efecto

esperado porque apaciguado su arrebato, buscó refugio

en una minusválida silla que yacía sostenida por unos

pilotes improvisados amarrados a dos alambres.

-A mí me gusta la tarea que me asignaron – dijo

la dulce Mariana.

-¡A ti te gustaría todo! – respondió Beatrice

enérgica - ¡incluso si te hubieran enviado a limpiar

letrinas!

Después de un rato de dimes y diretes, acordamos

hacer lo que se nos pedía. Nos tumbamos sobre los

colchones y allí, en las profundidades del claustro,

intenté decir algunas palabras de aliento:

-Veamos el lado positivo – dije - ¡No nos

enviaron a limpiar letrinas!

Mis hermanas y la negrita Salomé me dirigieron

una mirada interrogativa y por más esfuerzo que

hicieron, no lograron entender el optimista sentido de

mis palabras.

4

LA MANSION DE LA HECHICERA ZARNIA

Un día ocurrió un hecho insólito y curioso que

predispuso a todo el pueblo en contra nuestra. Aunque se

suscitaron otros incidentes, también de extraña naturaleza,

siendo nosotras las únicas forasteras de la zona, la

ocurrencia de tales eventos se achacó enteramente a

nuestra autoría.

Los días pasaban repetidos en aquella pequeña

comunidad perdida donde los lunes se parecían mucho a

los sábados y a los domingos, pero a decir verdad, también

a los otros días de la semana, y las semanas se parecían a

los meses y los meses a los años. Los viernes, sin

embargo, había un ligero cambio, la agreste taberna abría

a las siete en lugar de las nueve. Los parroquianos,

borrachos y sudorosos, que arribaban a primeras horas de

la noche a inundar la extensa y atiborrada barra, después

de una larga jornada de trabajo, parecían exhibir un toque

festivo que no tenían ningún otro día. Así, las tertulias

transcurrían con la embriaguez etílica de los tragos y el

humo de los rústicos cigarros elaborados a mano con las

hojas del plátano. En algunos casos, los cotilleos eran tan

arrebatadores y fascinantes que se alargaban hasta la

madrugada y muchas veces, hasta la tarde del día

siguiente, cuando algunas atribuladas esposas debían pasar

por el bochorno de ir a buscar a los esposos que no podían

regresar a casa por sus propios pasos. Tambaleantes, a la

vista de todo el pueblo, realizaban el vía crucis de la

taberna a la casa, escoltados por la mujer y los hijos en

procesión, bajo la mirada recriminatoria de las beatas que

agradecían a Dios el no tener que lidiar con maridos

semejantes. El infortunado aún tenía que capotear las

irritadas reprimendas de su cónyuge, susurradas en baja

voz, entre dientes, para que no fueran audibles por otro

público ajeno a la familia, mientras se perdían tras un

recodo al final de la plaza. Exaltaba a la luz del día, la

falta revestía trazos de delito.

Ese viernes, no obstante, ocurrió algo inusual: la

vieja mansión de la Hechicera Zarnia, sumergida en un

caos retorcido de matorrales, bejucos y alimañas,

comenzó a transformarse sin razón aparente. Desde el

camino solía verse la vieja estructura carcomida por la

humedad y el lodo, rebozada de hiedras que arrastraban

sus brazos cual serpientes por la superficie mohosa de

ladrillos, como si una mano buscara abarcar la totalidad de

la estructura. De sus ventanas, pedazos de telas que alguna

vez fueron blancos, flameaban turgentes como banderas de

antiguos barcos piratas pero que ahora exhibían los

matices oxidados, marrones y verdosos, de un prolongado

descuido al aire libre; la reja de la entrada estaba doblada

y roñosa, como un viejo encorvado por el peso de los

años.

Nadie había habitado la casa desde la desaparición

de la hechicera cincuenta años atrás, nadie se había

presentado para reclamarla; tampoco había en la villa

mortal alguno que se atreviera a vivir en la mansión

embrujada de la temida hechicera. Un día desapareció sin

previo aviso y jamás se volvió a saber de ella. Ese viernes,

empero, la hiedra y la maleza desaparecieron también,

como si una mano invisible las hubiera arrancado durante

la noche. Las ventanas relucían con el claror y la brillantez

que solo el agua y el jabón podían darles y el fétido fango

que se asentaba al frente fue sustituido por una alfombra

de margaritas y girasoles que danzaban alegremente al son

del viento, regalando dadivosas sus excelsos perfumes. Un

ostentoso césped verde manzana se había posado también,

graciosamente, sobre todo el terreno. Toda señal de

decrepitud había sido borrada de la noche a la mañana.

Los lugareños, alarmados como estaban ante este

insólito hecho, comenzaron a especular sobre lo que

podría estar sucediendo en la mansión. Así que del chisme

del embarazo precoz de la hija de la lavandera, Matilde,

sin marido ni novio conocido, se pasó a la especulación

mórbida de las razones que explicaban el extraño

acontecimiento. Por su parte, las beatas de la sacristía,

entrenadas por la prodigiosa verborrea del Padre Tobías,

se inclinaron a pensar que algo diabólico o lujurioso se

estaba escondiendo en la mansión. Una de las señoras se

atrevió a sugerir que podría tratarse de un narcotraficante

latinoamericano llegado a San André para escapar del

dedo acusador de la justicia, otra opinó que era una

afamada actriz escapando del brutal acoso de los

paparazis, pero fueron acalladas rápidamente por las

matronas de la iglesia que pensaban que la hipótesis del

demonio o la lujuria era mejor. Las esquinas, la panadería,

el hotel, la plaza y la pulpería, que eran los lugares usuales

de reunión, se tiñeron de rumores, dimes y diretes sobre la

posible vuelta de la bruja al valle, o tal vez, de algún

familiar lejano que había regresado para reclamar su

derecho a habitar la casa. Pero había pasado una semana y

nadie se había presentado en el pueblo. Preocupado y

presionado por los habitantes, el Comisario, quien

aspiraba obtener un cargo gubernamental al lado del

Prefecto Farfán en las próximas elecciones, se vio

obligado a enviar a los dos únicos y destartalados

funcionarios que tenía a su cargo, que se distinguían no

precisamente por ser un dechado de valentía, para que

investigaran el extraño suceso. A la mañana siguiente, con

renuencia pueblerina, se apersonaron en las inmediaciones

de la casa. Se anunciaron con estruendo pero nadie les

respondió. La puerta estaba sin cerrojo, así que entraron

sin problemas, revisaron una a una las habitaciones y salas

pero no encontraron nada sospechoso, todo lo que vieron

fue una casa inmensamente pulcra, con muebles modernos

y acabados de primera calidad, pero ni rastro alguno de la

bruja u otra persona.

-Deben ser espíritus – comentaba más tarde uno de

los guardias en la taberna – ¡Mi tía Clotilde decía que las

ánimas en pena podían mover objetos en este mundo!

-¡No seas tonto! – contestaba el cantinero

mordazmente- ¿Cuántos espíritus has visto que les guste

limpiar y lavar? ¡Ni siquiera para los vivos la limpieza es

una tarea agradable! Si yo fuera un fantasma, no estaría en

el mundo de los vivos limpiando, ¡No, señor. Eso te lo

puedo asegurar! ¡Si yo fuera un espectro, buscaría una

buena taberna, y de allí, ni San Pedro con toda su corte

podría sacarme! - concluyó con una risotada.

-Para mí, eso es obra de las muchachas que se

están quedando en la casa de Gertrudis – agregó la mujer

del tabernero al momento que repartía unas jarras de

espumosas cervezas entre los clientes habituales,

realizando increíbles malabares ya que el sitio se hallaba

inusualmente concurrido y se dificultaba el libre tránsito.

-Este pueblo ha vivido en paz desde que

desapareció la bruja; ¡Y ahora vienen esas desadaptadas y

todo empieza otra vez!

Un ambiente neblinoso pululaba en la cantina

producto del sudor de los cuerpos y los vapores de los

cigarros encendidos, ámbito fértil para la propagación de

las más rebuscadas habladurías.

-¡Eso es cierto! - convino un hombre flaco con

escasez de dientes que se hallaba en la barra bebiendo

aguardiente.

- Debemos vigilar a esas brujas. ¡Gertrudis debe

tomar acciones al respecto! – dijo. Nada como un buen

chisme para uniformar el juicio y las opiniones. Y en este

caso, todos estaban de acuerdo en achacar la culpa sobre

las forasteras.

Al fondo en una mesa solitaria, al abrigo de la

penumbra que le ocultaba el rostro, El Verdugo tomaba a

sorbos su bebida favorita de ron puro, ¡Como lo beben los

hombres de verdad! - solía decir - ¡Puro y sin anestesia!

Llevaba unas semanas tratando de vigilar a las muchachas,

tal y como se lo había solicitado Zarnia, sin embargo, no

había tenido mucha suerte ya que las jóvenes no salían

mucho de La Borrascosa, pero eso no le impedía merodear

por el pueblo y sacar retazos de información de los

moradores.

Entre tragos y tragos, el grupo, que iba en aumento,

siguió su amena charla sobre las hermanas Montero.

-Se dice que asistirán a la Escuela Straton. ¡Eso

quiere decir que piensan quedarse un buen tiempo! -

continuó diciendo la mujer del tabernero - y no de

vacaciones como dijo Gertrudis inicialmente.

-¿Con que, Straton, no? – sonrió El Verdugo

rascándose la barbilla con placer. Le sería más fácil

observarlas. No sabía por qué motivo la Hechicera tenía

tanto interés en las muchachas, como tampoco supo jamás

el motivo por el cual la bruja desapareció hace cincuenta

años. Durante todo ese tiempo solo había sabido de ella a

través de los mensajes esporádicos que le llegaban a través

de su gato, Frosenblack, con instrucciones para realizar

algunas tareas sobre uno que otro asunto.

Nadie recordaba con exactitud cómo había llegado

“El Verdugo” al pueblo; apareció de repente, así nomás,

cuando San André era un pueblito rodeado por monte y

culebras por los cuatro puntos cardinales y el Padre Tobías

era aún un mocoso que chapoteaba los charcos pantanosos

dejados por las lluvias de octubre, apedreaba a los

inocentes cristofués que osaban posarse en las ramas del

guayabal y correteaba a las iguanas para sacarle los

huevos. Cuando llegó tenía apenas diecisiete años. Llegó

solo. Su único equipaje era un enjambre de pequeñísimos

piojos que vinieron adheridos a la compacta mata de pelos

que se sostenía sobre la frente y que alardeaba, sin duda,

que tenía varios días sin recibir la visita del jabón. Se

estableció en una de las casitas que dan frente al mercado,

cancelando el arrendamiento con algunas moneditas de

oro. Nadie hizo preguntas acerca del origen del precioso

metal, pero mucho después de conocerse su conexión con

las artes oscuras, se dijo que había sido el mismísimo

Mandinga quien le había provisto lo necesario. Los

primeros meses los ocupó rellenando grietas, limpiando

escombros y realizando uno que otro trabajito de

fontanero. Pronto hubo de darse cuenta de que no

subsistiría con esas pequeñas faenas. Fue entonces que

comenzó a vérsele en la nefasta compañía de la hechicera

Zarnia, a quien suministraba todos los elementos

necesarios para realizar sus encantamientos y hechizos,

oficio al cual se dedicó después a tiempo completo,

ensanchando su reputación de peón de las fuerzas oscuras.

Cuando desapareció la hechicera dejó de vérsele.

Mala sangre el mentado Verdugo, las bestias le

temblaban cuando lo encontraban a su paso, los caballos

relinchaban de miedo y desembarazándose de sus ataduras

corrían desbocados a revolcarse en el arrabal. ¡Mandinga!

y se persignaban las beatas corriendo a esconderse bajo los

techos de sus casas. ¡Mandinga! y salía el Padre Tobías

regando chorros y chorros de agua bendita por las

coloridas casas, las calles y las cabezas de todos sus

feligreses. El Padre Tobías era muy juicioso y ninguna

cabeza quedó nunca ausente del dedicado exorcismo.

-¡Ese tiene un pacto con el cachuo!– decía la gente

con dejos de misterio - por eso es que las fuerzas del mal

le deben obediencia; o,

-¡Ese hombre no tiene sangre en las venas solo

azufre esparce a su paso!

Para bien o para mal, cada habitante del valle fue

agregando más y más iniquidades al comentario inicial,

con aportes cada vez más fantasmagóricos y demoniacos;

y El Verdugo entró a formar parte del conjunto de

espectros vivientes que pululan y merodeaban, como

almas en pena, el prodigioso valle de San André.

El Verdugo amaba su vida en el pueblo. ¿Cómo no

amarla? Era un lugar sepultado en el tiempo, enclavado en

la intercepción de dos grandes montañas con su consabido

mercado de domingo, su dispensario, su escuela, su iglesia

y su prefectura, todos orbitando alrededor de la Plaza San

Isidro, integrándose a la perfección con la magnificencia

del entorno. Durante los meses de invierno, quedaba

aislado del resto del mundo por la incesante lluvia que

transformaba sus veredas en peligrosas trampas de lodo,

imposibles de transitar. Adoraba caminar con descaro por

las veredas polvorientas y las calles ennegrecidas y

sencillas, apacibles y recias, sin las pretensiones de las

grandes avenidas de la ciudad. Alimentaba su ego con el

temor que producía en la gente que encontraba a su paso,

que instintivamente desalojaba la acera para dejarle el

camino libre y no tener que mirarle a la cara, Le gustaba

esa sensación, la confundía con respeto. ¡Pronto las cosas

cambiarán! – pensó con regocijo - ¡Con el regreso de la

bruja, otra será la historia de este pueblo y volverán los

tiempos de gloria!

Frosenblack, lo había contactado unas semanas

atrás con un mensaje urgente de la bruja para que se

mantuviera alerta a su regreso. Sus servicios serían

nuevamente requeridos a tiempo completo; también le

informó que vigilara a las hermanas Montero y el Verdugo

no se hacía de rogar, mucho menos de la hechicera Zarnia,

para la cual estaba siempre presto y dispuesto, sea cual

fuera la tarea a realizar.

5

LA VIDA EN SAN ANDRE

Los días transcurrieron hasta convertirse en

meses y, felizmente se acercaba la ansiada hora de

regresar a nuestra querida ciudad. Durante ese tiempo de

fastidio eterno e inmemorial, nos adaptamos como

pudimos a la aburrida rutina de la casa y a la rigidez del

pueblo. Sus habitantes seguían tratándonos con descortés

indiferencia, aún éramos las “muchachas de la ciudad”,

alocadas y neuróticas. No teníamos amigos, no obstante

la singular belleza de Beatrice le había procurado un

puñado de admiradores, de los cuales sabía aprovecharse

cuando la ocasión así lo requería. Y la ocasión lo

requería los sábados y los domingos, a las tres de la

tarde, únicos días en que Gertrudis consentía que nos

ausentáramos de la mansión para evitar las preguntas

incómodas de sus invitadas al bridge, lo que nos permitía

pasear por el pueblo a nuestras anchas y desobedecer sus

dictámenes tanto como quisiéramos.

Una tarde de domingo, la negrita Salomé pataleó

para conseguir el permiso de su madre para

acompañarnos a nuestro paseo habitual por el pueblo. A

las dos en punto estuvimos arregladas y perfumadas,

como corresponde a toda señorita de ciudad, con

nuestros lucidos y modernos atuendos, un poco

exagerados para la vida pueblerina, pero que nosotras

pensábamos que nos sentaban muy “chic”. La negrita

Salomé apareció con un exótico vestido de grandes flores

fucsias y naranja sobre un fondo blanco, con una cinta

alrededor de su cintura que terminaba en un descomunal

lazo rojo en la parte de atrás, y que hacía imposible que

pasara inadvertida, cual un jardín andante de petunias y

margaritas. Al salir se nos unió Bartolomeo, el perrito

chiguagua con complejo de San Bernardo, con tendencia

a realizar actos ilógicos e irracionales. Como ya he

dicho, Mariana sentía una profunda devoción por los

animales. Desde el día en que lo recogimos casi

moribundo, esquelético y pulgoso en la Plaza San Isidro,

no se había separado ni un segundo de él, quien en

ocasiones trataba de pasar inadvertido hasta el sótano,

pero Ño Josefina tenía un olfato de sabueso mucho mejor

entrenado que el de él y como siempre lo hallaba,

siempre era desalojado sin miramientos ni

conmiseraciones. Mucho tuvimos que rogar para que Ño

Josefina autorizara su estada en la propiedad, ya que

Bartolomeo adolecía de las gracias y encantos de los

canes de buena familia. El pobrecito en cambio parecía

una combinación de rata y armadillo al cual le hubieran

sustraído lotes de piel y pelo, por donde dejaba traslucir

un bien definido costillar; tampoco ayudaba mucho el

hecho que desde que llegara, ya sea por pena o

agradecimiento, no paraba de ladrar como un alma en

pena; motivo por el cual la mulata estuvo a punto de

retractarse de la decisión que le permitió quedarse en la

casa, a escondidas por supuesto del ojo avizor de

Gertrudis y Leticia. El resto del personal de servicio se

había unido también a esta conspiración de

encubrimiento. Mariana, en la cima de su desmesurado

amor hacia todo lo que tuviera cuatro patas, hizo una

excepción y adoptó también a una gallina del corral a

quien bautizó con el melodioso nombre de “Filomena”.

Habiendo comprendido que las carnes blancas que

aparecían, deliciosas, en su plato coincidían cada

vez con la desaparición de alguna gallina del corral,

emprendió la portentosa tarea de rescatar a Filomena,

como un simbolismo en representación de la salvación

de toda la especie gallinácea. Procediendo en

consecuencia, la secuestró y recluyó en el sótano, en un

intento por salvarla de perecer guisada u horneada en un

mar de verduras y cilantro. Filomena era la gallina más

coqueta de la comarca. A Filomena se le pintaban sus

pezuñas con esmalte rojo carmesí, el mismo que usaba

Beatrice en sus andanzas. A Filomena se le adornaba con

collares de canutillo y lentejuela desprendidos de los

viejos atuendos que yacían empolvados en las cajas del

sótano. Filomena dormía en una fina caja tapizada de

felpa color rosa con una cobija azul celeste de la más

tupida lana, elaborada y tejida especialmente para ella.

A Filomena se le rociaba con el más fino perfume que

mi hermana menor sustraía de la gaveta de Leticia,

cuando ésta se ausentaba a sus aburridas clases de piano

de los martes y los jueves, bajo las reprimendas del ama

de llaves quien no cesaba de repetirle: -¡Niña, deje de

echarle tanto perfume a ese animal, que se le va a

amargar la carne!, a lo que Mariana contestaba con

firmeza que Filomena era parte de la familia y que bajo

ningún concepto permitiría que se sirviera de cena. Ño

Josefina la miraba con cara de preocupación, pero al

final cedía siempre ante las súplicas de la muchacha. Así

Filomena se fue quedando y quedando en el sótano, y

hasta Bartolomeo se fue acostumbrando a su presencia, y

pasó a formar parte del conjunto de seres que

poblábamos el sótano de La Borrascosa.

El bosque estaba expandido de primavera, en

brutal competencia con el vestido de la negrita Salomé,

un manantial de nomeolvides ribeteaba el sendero que

llevaba al pueblo, y junto a ellas, las petunias y las

azucenas, henchidas de espectaculares coloridos,

florecían en desperdigados racimos, bajo la mirada

envidiosa de las ensortijadas ramas de los araguaneyes.

Imponentes robles extendían sus brazos al cielo como

pidiendo auxilio y arropando el camino con su sombra,

dejando unos pocos resquicios por donde se deslizaban

los esqueléticos rayos de un vibrante sol. Libre y fresco,

el aire endulzaba la caminata bajo la tierra húmeda que

acogía nuestras pisadas, que se hundían ensuciando

nuestras zapatillas de cuero blanco, ahora bordeadas con

un estrecho collar de lodo.

-Pasaremos por la Heladería del viejo Torres? –

preguntó Mariana.

-¡No veo por qué no! ¡Siempre pasamos! –

contestó Beatrice alzando la nariz con aires de

prepotencia y mueve que mueve el abanico para alejar el

calor y los insectos que nos surcaban veloces el camino.

La Heladería del viejo Torres era una casita de

techos rojos ubicada al frente de la Plaza San Isidro,

opuesta a la residencia de El Verdugo. Desde afuera, las

vitrinas coloridas con la variedad de helados existentes

invitaban a una inmediata degustación, unas mesitas con

mantel de vichi blanco y rojo colocadas sobre la acera y

unas sillitas con falda blanca, parecidas a los tutus de las

bailarinas, completaban el mobiliario de tan prestigioso

local. No teníamos dinero para comprar los suculentos

helados y el viejo Torres no tenía misericordia que

dispensar para los clientes sin plata, a quienes

ahuyentaba bajo un manto de improperios gritados a todo

pulmón, con la recomendación de que no regresaran

hasta tanto no tuvieran el dinero suficiente para pagar su

mercancía; pero el hijo de Don Torres se había prendado

de Beatrice y se las ingeniaba para deslizarnos los más

exquisitos helados de turrón y ron pasa, sepultados bajo

una espesa capa de crema de almendras, cuando la

mirada escrutadora del padre se lo permitía, aceptando

como único pago por tan apetitosos manjares la más

esplendida de las sonrisas de Beatrice. Con este

intercambio comercial, nos dábamos por satisfechas

ponderando que la cuenta estaba saldada. Mariana no

estaba muy de acuerdo con la forma en la que

conseguíamos los refrigerios sabatinos y domingueros,

pero los vigorosos lengüetazos que le propinaba a la

barquilla tan pronto la sostenía en su mano amainaban un

poco el peso de su conciencia.

También el robusto sobrino de Doña Tula

formaba parte del séquito de admiradores de mi hermana.

Este sustraía de la panadería de su tía unos deliciosos

bollos rellenos de crema pastelera, cuyo aroma rebotaba

por todas las casas del pueblo atrayendo a los más

exigentes paladares. El mozo nos esperaba en la plaza,

pateando la acera de arriba abajo, y de abajo a arriba, en

un afán por controlar los nervios que le producía

encontrarse con la muchacha más bella del pueblo, como

llamaba a Beatrice. De lejos, lo divisábamos con su

pantalón de gabardina gris, su estridente camisa de lino

blanca cuyos botones amenazaban con dispararse en

dirección a la casa parroquial y dejar bizco a más de un

transeúnte y sus fragantes zapatos de charol tan lustrados

que parecían mojados. Sin embargo, no nos importaba

realmente la forma en que estuviera vestido, siempre y

cuando sostuviera en sus manos la acostumbrada bolsa

marrón que balanceaba rítmicamente al son de sus pasos.

Mientras degustábamos los suculentos bollos que aún

conservaban la calidez del horno y exudaban un tenue

aroma a canela, le brindábamos al muchacho unos

minutos preciosos de conversación, antes de emprender

el camino de regreso a La Borrascosa. Este ritual se

repetía todos los sábados y domingos pero el dulzor de

los helados y los bollos nos duraba toda la semana.

Esa tarde en particular nos entretuvimos más de la

cuenta y muy tarde se había hecho para emprender el

regreso. Caminaba evadiendo el bullicio circundante del

mercado, tropezando de vez en cuando con las personas

que estaban detenidas comprando bagatelas. Arrastraba a

mi hermana Beatrice, quien a duras penas podía

mantenerme el paso y protestaba enérgicamente ante mi

impetuosidad ya que quería detenerse a admirar las

delicadas pulseras de imitación de plata que Doña Esther

exhibía con tanto orgullo en su enclenque tarantín y que

los últimos vestigios del sol hacían resplandecer como

diamantes en aguas cristalinas. Aunque sabía que no había

dinero para tan estrafalarios gustos, le gustaba entretenerse

probándose las joyas que su imaginario marido algún día

le regalaría. Mariana y la negrita Salomé caminaban

apresuradamente y por cuenta propia.

Desde la ventana de la Prefectura, Don Elías

Farfán, las observaba. El mismísimo Prefecto había

coqueteado con la idea de convertirse en el esposo de

Beatrice, después de que la muerte de su esposa Lucrecia

lo convirtiera, según sus propias palabras, en el soltero

más codiciado de San André.

Otros ojos las seguían también. Apolinar García,

mujeriego confeso y de modales toscos, con tres

matrimonios a cuesta y un chorrerón de muchachos

sembrados por todo el pueblo, recostado sobre la vitrina

de la Botica, conversaba con el dueño sobre los recientes

acontecimientos ocurridos en el pueblo. Con una cerveza

en la mano y en la otra un improvisado abanico de

periódicos, con el cual pretendía alejar el sofocante calor,

se hallaba cuando la aparición de las jóvenes capturó su

lujuriosa visión.

-¡Esas niñas sí son ángeles! ¡Con qué gusto haría

una visitita por aquella casa llenita de mujeres bellas! –

comentaba con picardía, entre sorbo y sorbo. – Caramba,

quien diría que Genaro produciría nietas tan boniticas; y

tan solitas pues. ¡Es una lástima que no pueda verlas ahora

tan creciditas!

-¡Desengáñese, compadre. Pobre no come carne!

Ño Josefina es el propio diablo en persona cuando se trata

de proteger a esas muchachas - dijo jocosamente - La

semana pasada Evaristo, el nieto de Cipriana, intentó

llevarle unas flores a la del medio y la mulata, tras las

advertencias de rigor y habiendo el muchacho desacatado

sus órdenes, le soltó el perro, chiquitito el condenado,

pero como ladra, lo correteó hasta bien entrado al pueblo y

no le quedaron más ganas de seguir buscando lo que no se

le ha perdido.

-¡Por esas muchachas, no me importaría agarrar la

mordedura de un perro! - contestó el otro con una sonrisa

en sus labios y la expresión picara de los zagaletones - La

esperanza es lo último que se pierde – y siguió a las

muchachas con la mirada mientras se alejaban del pueblo.

6

Y LLEGARON LAS CALABAZAS

Los habitantes de San André estaban aterrorizados.

Esa mañana aparecieron unas inmensas calabazas en todos

los jardines de la comunidad. Estas aplastaron los claveles

rojos y amarillos que solían mecerse tan coquetamente en

los vergeles por el ímpetu del viento y que eran el orgullo

de sus pobladores. ¿Y cuál fue la explicación que le dieron

los moradores a semejante desatino? ¡Nada más y nada

menos que “aquello” era obra “nuestra”! ¡Nos echaron la

culpa a nosotras! ¡A nosotras!, que veníamos de la ciudad,

y no sabíamos nada de agricultura. ¡A nosotras!, que no

sabíamos ni cómo sembrar un tubérculo, y mucho menos,

tomar un asador o un rastrillo. ¡A nosotras!, que

confundíamos los espárragos con las alcachofas. ¡Haberse

visto semejante absurdo! ¡Esa es la clase de razonamiento

que hace que los pueblos sigan siendo pueblos, y no

ciudades!

-¡Fin de mundo! - pregonaba Doña Tula llevándose

las manos a la cabeza, mirando la gigantesca calabaza que

había crecido en su zaguán. Cautelosamente se acercó y la

midió con su cuerpo, le llegaba a la cintura. Salió a la

calle dando brincos y vociferando aullidos, ya en el

exterior, vio que otras calabazas habían inundado también

los jardines de sus vecinos, sobresaliendo los abultados

fardos anaranjados por todo el lugar. Inmediatamente

entró a la casa y tomando el teléfono comenzó a llamar a

todas sus comadres, quienes se apersonaron sin dilación en

su residencia.

Una pequeña comisión encabezada por la misma

Doña Tula se dirigió inmediatamente a la casa parroquial,

donde un Padre Tobías, adormecido y lagañoso, las recibió

en la salita que precede a su pequeño Despacho. Era la

típica casa colonial, con sus antiguas habitaciones olorosas

a pastillitas de alcanfor y kerosén quemado, sus ventanas

de madera apolillada reposaban sobre paredes

perennemente desconchadas por la humedad de los

últimos aguaceros y el infalible zaguán empedrado. San

André ha estado rodeado siempre de supersticiones y

leyendas, el Descabezado del Cafetal, por ejemplo, como

mentaban los peones a una supuesta aparición que

revoloteaba en los campos las noches de luna llena,

atribuyéndole el sofisticado poder de arrebatar la vida al

mortal que se cruce en su camino; el Silbón de la Esquina

del Muerto, espectro escurridizo que correteaba a sus

víctimas con el extraño y pintoresco hábito de silbarles al

oído, y la popular “sayona”, mujer de exuberante belleza

asidua a frecuentar lugares solitarios en busca de maridos

infieles para matar de espanto a los incautos entretenidos

en las artes amatorias. En los días en que estas apariciones

se paseaban por las tierras, el pánico ensombrecía el buen

juicio y los campesinos se encerraban en sus casuchas

negándose al trabajo. La intervención oportuna del Padre

Tobías realizando una improvisada ceremonia de

exorcismo les devolvía la fe y el coraje para seguir en las

faenas. Sin embargo, jamás habían sido víctimas de una

invasión de calabazas, ni habían escuchado que semejante

hecho hubiera ocurrido en otros pueblos.

-Pero mujer - rezongó sentándose en una de las

sillas tapizadas en un material imitación de cuero, de esas

que cuando uno se mueve hacen sonidos bochornosos, e

invitando a las señoras a sentarse, preguntó con

obstinación:

-¿Qué te trae por aquí a estas horas? ¡Apenas si me

acabo de levantar!

La anciana se preparó para exponer su relato.

Aunque no lo reconocía, esta clase de situaciones la

satisfacían enormemente ya que le brindaba ocasión de

exhibir sus dones histriónicos.

-¡Algo muy grave, Padrecito! - musitó la mujer

abriendo descomunalmente los ojos - ¡El mal se está

apoderando de este pueblo poco a poco! - dijo señalando

con el dedo índice al poquito de pueblo que se veía por la

ventana - y si no hacemos algo pronto, hasta el mismísimo

Satanás estará dando sus sermones en su iglesia.

El Padre se levantó ante la mención del

innombrable haciendo una rápida persignación y luego

volvió a sentarse.

-No blasfemes hija mía, no seas alarmista, Tula.

¿Ahora qué pasa?

-¡El mal, Padre. El mal! - dijo compungida - ¡El

mal vino a este pueblo cuando llegaron esas muchachas de

Gertrudis!

El cura alzó la vista hacia el techo como clamando

la presencia divina de Dios y un poco de su infinita

paciencia. Más, para su desencanto, lo que halló fue una

superficie desconchada bramando por la caricia de una

mano de pintura. No era fácil ser el capellán de esa

comunidad. Bien sea por ignorancia o ineptitud para

reconocer los caminos del bien, lo cierto es que sus fieles

se apersonaban en su residencia bajo el más somero

pretexto, y a las horas menos indicadas, con la irrefutable

excusa de procurarse sus sabios consejos, que abarcaban

desde los ámbitos espirituales hasta cualquier otro surgido

de la improvisación.

-Pero mujer. Si son unas criaturas. ¿Dónde está tu

vocación cristiana?

Tula no sabía dónde estaba su vocación cristiana

pero lo que si sabía era que la actitud sumisa del Padre los

estaba llevando al borde del próximo apocalipsis. Sintió

un irreverente deseo de golpearlo y sacudirlo y, cerrando

amenazadoramente los puños, casi estuvo a punto de

hacerlo, pero se reprimió a último momento pensando que

esto supondría un impedimento para su entrada al mundo

de los cielos, cuando llegara el momento de exhalar el

último suspiro y reunirse nuevamente con su difunto

marido. ¡Ay, Tomás¡ - se lamentaba – ¡Ojalá, que de

verdad estés en el cielo! Así que controlando sus impulsos,

alzó ligeramente la voz y se limitó a responder:

-¡Fin de mundo, Padre! ¡Fin de mundo! No es

natural que una casa se renueve por sí sola, eso es obra de

malos espíritus. Y hasta crecieron girasoles, Padrecito, de

la noche a la mañana. Todo el mundo sabe que estas

tierras no son aptas para los girasoles; solo sirve para

claveles y petunias, sí señor. ¿Y el Verdugo? Ahora se

pasea por nuestras calles como si fuera nuestro igual, en

compañía de ese zarrapastroso gato que tiene la mirada

malévola de las criaturas del infierno. ¡Ya le digo,

Padrecito, Satanás, Satanás está entre nosotros!

-Ya basta, Lula, de mentar, al innombrable -digo el

Padre Tobías persignándose otra vez, perdiendo ya la

paciencia- no sea que se nos aparezca de tanto llamarlo!

La mujer prosiguió en tono de confidencia.

-El caso es, Padrecito, que hoy en la mañana

aparecieron unas enormes calabazas en todos los jardines

del pueblo. ¡Ya sabe cómo es! ¡Las calabazas son

implementos de bruja! ¡De bruja, si señor! Claro está, que

podemos cortarlas, pero ¿y si vuelven a crecer? ¿Quién las

puso allí? ¿Y dónde vamos a botarlas?

Las otras mujeres no articulaban palabra, solo

asentían con la cabeza como jaladas por algún titiritero

invisible.

-¿Qué? -dijo sorprendido el cura, levantándose y

tomando su sombrero para salir a verificar con sus propios

ojos la información que le estaba suministrando la

anciana. Abrió la puerta y la luz de un sol resplandeciente

lo cegó por un momento, adaptada su pupila a la claridad

del día, se enfiló hacia la calle principal seguido del

séquito de señoras que caminaba tras el Padre en

procesión, mientras Tula seguía hablando y gesticulando.

Al llegar al comienzo de la calle, se plantó en el medio y

vislumbró las inmensurables auyamas apostadas a lado y

lado de todos los jardines. Una multitud comenzó a

agolparse a su alrededor

-¡Válgame Dios! - dijo persignándose por tercera

vez - ¡Esto es obra de las fuerzas oscuras!

Y regresando a la sacristía no se le volvió a ver

hasta minutos después, cuando salió con un botellón de

agua bendita amarrado a una enclenque carrucha cuyas

ruedas chirriaban como almas en pena y comenzó a

diseminar el brebaje celestial sobre las amotinadas y

anaranjadas calabazas, con la misma solemnidad y criterio

como si de un perfume muy fino se tratara. Así era el

Padre Tobías, para toda dolencia material o espiritual

sacaba a relucir la consabida botellita del proverbial

líquido bendito, que curaba desde los males del corazón

hasta el más obstinado sarampión.

Después de que todas las calabazas hubieron sido

rociadas, y viendo que aún permanecían inmunes a los

efectos del remedio supremo, agregó:

-Debemos hacer una cadena de oración para pedir

la intervención divina. A partir de hoy habrá misas diarias,

todos los días a las siete de la noche.

Un fuerte murmullo de aprobación se escuchó en

toda la calle.

Solo el tabernero que se hallaba con su mujer sobre

una de las aceras, arrugó la frente y se llevó las manos a la

cabeza; misas a esa hora significaba menos clientes para el

negocio, y aunque los parroquianos no llevaban su

devoción divina hasta el extremo de asistir a la iglesia

todos los días, era seguro que sus esposas los llevarían a

rastras. No le quedaba otra cosa que resignarse, pues, y

ajustar el bolsillo.

7

UN LIBRO Y UN ANILLO

Sin permiso, como las ratas y las cucarachas, así

fue como irrumpimos por primera vez en la mansión de la

Hechicera Zarnia. Debo destacar que este súbito impulso

explorador había cruzado mi mente en varias ocasiones,

desde el mismísimo instante en que la estructura, enrejada,

erguida y desafiante, enarbolara los primeros signos de su

restauración como un gigante escondido en la espesura

vegetal. ¿Por qué la casa estaba sola? ¿Cómo pudo

cambiar tan de repente? ¿Quién vivía allí? ¿La bruja? Las

mismas interrogantes que se hacía el pueblo se repetían

clandestinamente en mi interior.

Cierto día en el que caminábamos resueltamente

hacia la escuela, divisé la magistral alfombra de girasoles

y margaritas que danzaba rítmicamente al contacto con la

brisa, parecían niñitas cantando alegremente, agarraditas

de las manos y moviéndose armónicamente en un vaivén

acompasado. Al fondo, relucía la mansión como un

colosal castillo de sal en un vasto río de espigas verdes.

Enseguida, movida por la curiosidad, aminoré el paso con

la mirada fija en la enigmática casa. Habíamos venido

parloteando alegremente pero, al llegar allí, se nos

acabaron las palabras. Unas cortinas de un suave encaje

blanco de Bruselas nos saludaron desde las ventanas del

piso superior. Alzadas por el viento semejaban tenues

ráfagas de humo abanicadas por una invisible fuerza. A lo

lejos, la puerta principal se erguía imponente, fuerte y

amenazante. Comenzó a abrirse poco a poco,

pausadamente, como si estuviera siendo jalada por un hilo

imperceptible. Me detuve en seco, con expectación, al

igual que mis hermanas. Alargué el cuello tenso de temor

y saturado de curiosidad, esperando ver a alguien o algo

salir de la entornada puerta, pero nadie ni nada apareció.

Solo un intenso olor a chocolate inundó el lugar y los

tenues vapores del cacao me hicieron recordar las

deliciosas tardes de invierno, cuando, de sorpresa, aparecía

el abuelo chirriando sus zapatos por los extensos jardines

nevados de nuestra casa, con los bolsillos repletos de

chocolates suizos y daneses, todo una finura, para endulzar

los paladares, los corazones y todo lo que hiciera falta

endulzar. Para mi fatalidad, el familiar aroma que se

colaba entre los girasoles y las margaritas, para exaltar la

exquisitez de mi olfato, me tentó, y presa de un intenso e

incontenible deseo de averiguar el origen de tan delicado

aroma, decidí darle rienda suelta a mis impulsos.

Cruzado el portón de hierro forjado, que también

estaba abierto, el camino hasta la puerta fue rápido. No di

tiempo a mis hermanas de detenerme. Escuchaba a mis

espaldas sus flagrantes gritos, sin embargo, no les presté el

más mínimo ápice de mi atención. Al alcanzar el porche,

me detuve, recostada de una de sus columnas de un blanco

reluciente, a retomar el aliento. Segundos después, se me

unieron mis hermanas. Los reproches de Beatrice se

desataron con la histeria que la caracterizaba y comenzó a

articular las palabras en un tono que no dejaba duda de su

molestia:

-¿Es que te has vuelto loca? –dijo tomándome por

el codo y tratando de halarme hacia la salida.

Pero yo estaba resuelta a no desviarme de mi

impulso original y a satisfacer mis interrogantes con sus

respectivas respuestas, a cualquier costo. Usé mis fuerzas

para desembarazarme de su brazo. Mariana, en cambio,

contemplaba cautelosa la inscripción metálica que estaba

colocada de lado a la puerta, la cual tenía unos caracteres

escritos en un idioma extranjero y un emblema de un

enchapado león con las fauces abiertas. En el costado

derecho del porche, dos butacas de grandes y largos

brazos, de mimbre blanco, adosados a unos mullidos

cojines tapizados con damascos, se mecían por si solas

esparciendo un escalofriante sonido crispante, muy

parecido al de los zapatos del abuelo.

-Es el viento –les dije en tono tranquilizador.

A juzgar por la mirada desconfiada que me

devolvieron sus ojos, ninguna creyó mi afirmación.

Aunque la puerta estaba abierta, meramente por

educación, la toqué con los nudillos, pero nadie contestó.

Volví a tocar. El aroma tentador del chocolate se volvía a

sentir con más fuerza.

Sobre el pestillo de la entrada había otras figuras

enchapadas de musculosas serpientes y querubines alados,

decapitados también, como los mostrados en nuestro

portón del siglo XV. Estas formas, en pronunciado relieve

y en tonos claroscuros, daban un aspecto aún más tétrico

al conjunto de seres animalescos que adornaban el portón

de la hechicera.

-¿Será que Gertrudis también es bruja? –preguntó

Mariana.

-¡Yo no tengo la menor duda! - contestó Beatrice

mordazmente - ¡Al igual que su nieta, Leticia!

Alentada por la falta de respuesta, intuí que no

había nadie en la residencia, por lo cual me aventuré hacia

el interior de la casa, en contra de la voluntad de las

muchachas.

-BUENOS DIAS - grité al tiempo que empujaba la

puerta - ¿HAY ALGUIEN AQUÍ? Mi voz rebotaba en las

paredes devolviéndome un débil eco que se perdía en el

espacio abierto de la habitación. Bartolomeo, compañero

fiel de nuestras idas y venidas, protector de nuestros

cuerpos inocentes, que no medía el tamaño del

contrincante para explayarse en duelos imaginarios con

gatos, ardillas y caballos, se apostó a un costado del

porche, con las orejas turgentes y el rabo erguido en señal

de alerta, siempre avizor y siempre atento, mandándonos

con esto un claro y contundente mensaje que traducido en

su lengua madre diría algo así como “¡Están locas si

piensan que entraré allí, esperaré aquí por su regreso”.

Nosotras, que en ese tiempo no sabíamos interpretar el

idioma de los canes, atribuimos su desgano al cansancio

de la caminata desde La Borrascosa y lo dejamos

retozando en su improvisada morada.

Entramos y al instante la puerta se cerró a nuestras

espaldas y todo quedó silenciado. Por unos momentos,

permanecimos mudas, por más inusual que este hecho

pudiera parecer. El acentuado olor a chocolate marcaba el

camino a la cocina. Di unos pasos y detrás de mí, me

siguieron mis hermanas, acurrucadas de temor.

-¡BUENOS DIAS¡ - seguía repitiendo en la medida

en que avanzaba, pero nadie contestaba, el único sonido

presente era el eco de mi propia voz.

–¡Parece que no hay nadie!

Beatrice ya había perdido la paciencia. Mis

arranques aventureros no le hicieron gracia alguna.

Pensaba que la prolongada permanencia en una

comunidad tan aburrida como San André había terminado

por trastocarme los tapones, haciéndome mostrar las

primeras señales de demencia. Resentía que en lugar del

comportamiento propio, esperado, de una hermana mayor,

exhibiera, en cambio, la espontaneidad e imprudencia de

un travieso niño de tres años.

-Sugiero que nos vayamos de aquí en este instante

– insistió Beatrice presa de un extraño sentimiento

premonitorio.

-¿No tienes curiosidad en saber cómo vive una

bruja? ¡No tenemos nada que temer, aquí no vive nadie!

La sala era muy parecida a la de La Borrascosa

pero sin sus ridiculeces ni sus excentricidades. Una

enorme pintura colgaba encima de la chimenea y parecía

vigilar la entrada al salón. La figura vestía de negro prieto

a la usanza de las damas del Renacimiento, se hallaba

sentada sobre una butaca negra con las manos cruzadas

sobre el torso, un rictus amargo adornaba sus labios

completando el maquiavélico cuadro. Su cara era perversa,

severa y surcada de profundas arrugas, sus ojos de búho

parecían seguir nuestros movimientos a todos lados. Toda

la pintura estaba diseñada en tonos negros y grises. Mi

hermana menor miraba con terror la imagen del oleo y

hasta Beatrice pareció sorprendida de la fuerza macabra

que emanaba de la pintura.

-¡Creo que debemos marcharnos! –susurró esta

última.

Ajena a sus temores, continué escudriñando los

objetos de la sala. Había un inmenso reloj de pared que

marcaba extrañamente las horas y cuyo minutero

marchaba en dirección contraria a lo debido. Una

biblioteca elaborada en cedro, cubierta de un extraño

barniz que le daba la apariencia de un espejo, se alzaba al

lado pero los pocos libros que agolpaba en sus anaqueles,

engalanadas las caratulas de tapa dura con una fina

gamuza vino tinto, bordeada de pasamanería dorada, eran

viejas ediciones de obras clásicas de Shakespeare, Dickens

y Víctor Hugo. Escondí mi decepción. Ninguna de estas

obras tenía nada que ver con la magia o hechicería.

Esperaba encontrar un amplio compendio de libros

misteriosos, abarrotados de hechizos milenarios y

rebuscados conjuros y encantamientos. Y, a juzgar por los

objetos encontrados en la casa, la única impresión que

podía sacar de la hechicera es que se trataba de una

persona sumamente culta y de buen gusto. Beatrice que

por la magia no tenía el más mínimo respeto insistía e

insistía en que nos marcháramos y yo dale que dale que

no.

-Todavía no – insistí - ¡Vamos a dar una vuelta y

ya!

De la sala partía un pasillo serpenteado que llegaba

hasta la cocina, cuyas paredes estaban cubiertas de

cuadros con paisajes campestres y uno que otro torso de la

misma mujer que se hallaba pintada en la sala y que

reflejaban su imagen en diversas actividades de su vida

cotidiana. - ¡La hechicera Zarnia, sin duda! - pensé.

Caminamos hacia la cocina y con cuidado abrí la

puerta batiente que emitió un sonido agudo. Un enorme

pastel de chocolate se hallaba sobre una de las mesas de

granito. Nos acercamos. ¡Qué delicia! ¡Manjar de

manjares! ¡Qué exquisito olor tentador de los sentidos!

¡Incitador del gusto! El excelso esponjado del bizcocho

pardo cubierto de un ganache castaño desbordado por las

orillas, como el volcán en erupción de una isla caribeña,

¡Tentación demasiado fuerte como para oponer

resistencia! Mariana, extasiada al igual que yo, miraba con

admiración la joya culinaria.

-¡Alguien tuvo que haberlo horneado esto! ¡Así

que vámonos! - imploró Beatrice.

No todos los días nos topábamos con pasteles de

chocolate semejantes a aquel, o semejantes a algún otro,

sobre todo cuando en La Borrascosa el predominio de las

verduras y las lechugas en nuestra dieta diaria nos estaba

llevando al borde del colapso, del desespero y la

indignación.

-¡No, espera! – la retuve al tiempo que hundía, sin

remordimientos, mi dedo en el espumoso pastel,

saboreando y degustando la textura pastosa con especial

regocijo., deleite y placer. Mariana no sabía si unírseme en

la empresa o reprenderme.

Beatrice al borde del paroxismo recriminó:

-¿Es que no te da miedo que pueda estar

envenenado?

-¿Quien usaría un pastel de chocolate como

veneno? – razoné.

-¡Una bruja, por ejemplo! – respondió Beatrice -

¿No recuerdas a Blanca Nieves y la manzana? ¿Hansel y

Gretel y la Casa de Golosinas? A los pobres bien mal que

les fue por rendirse a las tentaciones de la gula. ¿Te

recuerda a alguien que yo conozca? ¿No crees que alguien

pudo haber colocado este pastel aquí para atraernos por

algún oculto motivo que aun no hemos descubierto?

¡Piensa! ¡Tú eres la racional aquí!

Ignoré el comentario malintencionado que atribuí a

la falta de cultura gastronómica de mi adorada hermanita y

continué hundiendo más dedos en el pastel. No recordaba

haber probado jamás un manjar más suculento, gustoso y

primoroso. Mariana dejando de lado sus aprensiones,

hundió su mano, hasta la muñeca, procurándose un buen

pedazo del postre.

Sonreí con holgura tratando de ganarme la

indulgencia de mi gruñona hermana, mientras dedos iban

y venían de mi boca al plato y viceversa. De repente,

comenzó a escucharse un ruido bajo e intermitente. El

sonido era como un gemido y parecía proceder de algún

lugar debajo de la casa. Por un instante interrumpí la

degustación. Lavé mis manos y las sequé con un pañito de

suave lienzo que encontré sobre la mesa y dejé

impregnadas mis huellas en jugoso chocolate. Mariana

hizo lo propio. El sonido subía más y más en intensidad.

Mariana, cuyas mejillas se hallaban siempre florecidas de

un tenue rubor rosáceo, comenzó a ponerse gris, después

blanca. Mi dulce hermana me miraba suplicante con sus

ojos de luna llena pero decidí ignorar también este ruego

silencioso. ¡Ay! ¡Qué error! ¡Cuántos sinsabores me

hubiera evitado de haber prestado atención a las señales!

¡De haber salido de allí en ese instante, nada hubiera

pasado!

-¡Viene del sótano! ¡Déjame revisar y enseguida

nos iremos! -prometí.

-¡Está bien! ¡Pero yo no bajaré allí! - recitó

Beatrice. Mariana hacía rato que se hallaba abrazada a ella

con los ojos cerrados. Caminamos las tres juntas como un

solo bulto. Al llegar a la puerta del sótano, ellas se

quedaron atrás, di un paso al frente y giré el pomo con

sutileza y avancé hacia la oscuridad. El sótano se quedó

mudo. Encendí el interruptor y para mi sorpresa la luz

brilló. Enormes bultos cubiertos de sábanas se erguían

amenazantes, pero mi resolución de explorar me mantuvo

incólume cuando el temor invadió mi cuerpo. ¡Digan lo

que digan, los embates de la curiosidad siempre son

superiores a los del miedo¡

Una vez que hube comprobado que no había nada

allí y, visto que la luz iluminaba fehacientemente todos los

rincones donde pudiera yacer escondido algún espectro y,

que ningún ser viviente, andante, rastrero o de alguna otra

naturaleza, se mostraba a nuestros ojos, ya un poco más

relajadas, decidimos fisgonear un poco. ¿Qué mal podría

hacer curiosear en una casa abandonada? Para facilitar la

exploración decidí dividir el área en tres partes iguales, tal

como los españoles se dividieron las tierras desconocidas

de la América en tiempos de la colonia.

Mariana seleccionó el espacio más cercano a la

puerta, en caso de ser necesaria una huida rápida y

oportuna. Confiaba en mis decisiones y acciones, que por

lo general eran sensatas y apegadas a las buenas

costumbres, no obstante esto no evitaba que en ocasiones

me dejara llevar por los impulsos propios de la juventud y

acometiera actos que a falta de otra denominación

pudieran considerarse “vandálicos”. Mariana desaprobaba

esta clase de comportamiento pero la aventura de invadir

una casa abandonada en medio de la nada, y descubrir sus

tesoros ocultos, había contagiado su espíritu aprisionado

en la rutina de un pueblo estancado y en los dictámenes

autoritarios de una abuelastra nada afectuosa. Me

admiraba a pesar de mi naturaleza estrafalaria y mis

modales incomprensibles y Beatrice, le inspiraba sus más

radicales expresiones de compasión ya que pensaba que

tras su pretencioso rostro de porcelana se ocultaba la más

insegura de las criaturas. Yo, por mi parte, no compartía la

apreciación de mi menor hermana, ya que Beatrice había

dado muestras contundentes de ser poseedora de un

carácter feroz, más propio de un animal de la selva que de

una hermana.

-Si las personas del pueblo saben que estamos aquí,

¡nos embromamos todas! -dijo Beatrice - Ya de por sí

confianza no nos tienen. Imagina si supieran que estamos

en casa de la bruja, ¡nos tomarían por brujas también!

-¡Razón por la cual esta visita debe mantenerse en

secreto! - grité desde mi esquina.

Había cajas arrumadas por todo el lugar y estantes

repletos de libros inundados de tierra, polvo y alimañas.

Mi pasión eran los libros y me apenó ver como éstos

yacían olvidados en la oscuridad y en la desidia. Miré sin

decidirme por donde comenzar mis tareas exploratorias.

Después de un rato, seleccioné las cajas que estaban

ubicadas del lado norte que se veían más sucias y

mutiladas, y que tenían, por un costado, anotaciones con

unas diminutas letras calígrafas en un idioma extranjero.

Tuve que hacer un gran esfuerzo para sacar la caja que se

hallaba aprisionada en el medio por otras dos de menor

tamaño. Jalé y jalé con las dos manos y al final, cedió,

pero el peso hizo que me fuera de bruces y caí de espaldas

con la caja todavía en manos; para mi horror, segundos

después, el resto de las cajas se me vino encima. Mis

hermanas se rieron divertidas, con risitas nerviosas como

de hiena.

Salí del derrumbe como pude, sacudiéndome el

polvo de mis ropas a medida que me incorporaba.

-¡Caramba! – dije entre risas - ¿Quién dijo que

matar la curiosidad era tarea fácil?

Con la intención de acuñarme una lección, Beatrice

respondió:

-La curiosidad mató al gato, ¿sabes? ¿No se te ha

ocurrido pensar que el dicho a lo mejor tiene algo de

verdad?

Desdeñé el comentario malintencionado. Consideré

que no ameritaba una respuesta. Mariana se acercó para

ayudarme. Sin embargo, después de pensármelo mejor,

repliqué:

-De no ser por la curiosidad estaríamos viviendo

aún en la época de las cavernas, ¿sabes? ¡No tendríamos

descubrimientos ni progreso!

Detrás de los cajones que había derrumbado estaba

oculto un baúl de cuero negro con unas inscripciones

extrañas. Era inusualmente grande y sobre la tapa, en la

parte central, estaba tallada la consabida figura de un león

con las fauces abiertas; y a los lados, dos asas arqueadas

de plomo medio oxidadas. Este emblema, que aparecía en

todos los objetos de la casa, ya había empezado a excitar

mi curiosidad. ¿Qué significaba? ¿Sería alguna clase de

identificación de la secta a la que pertenecía la hechicera?

¿O se trataba de alguna otra cosa?

Me acerqué con cuidado y con la mano abierta

quité la tierra apilada en la superficie. Las preguntas

seguían suscitándose en mi interior: ¿Qué significaría ese

emblema? ¿Sería realmente alguna clase de chapa

perteneciente a alguna congregación? ¿Y si era así, por

qué había una en el sótano de La Borrascosa? La

excitación alimentaba mis ansias de respuestas.

-¡Beatrice!, ¡Mariana! ¡Creo que hallé un tesoro! -

fueron las ingenuas palabras que salieron de mi boca.

Enseguida, con entusiasmo, se acercaron y me

ayudaron a arrastrar el baúl hasta un claro donde la luz era

más pulcra y brillante. Oculta bajo la tierra, se mostraba

una pequeña cerradura redonda, oxidada también. Intenté

abrirla con una horquilla que saqué de los cabellos de

Beatrice, la introduje en la ranura pero cuantos más

esfuerzos hacía, más tapiada parecía. Mis hermanas

continuaban expectantes, apostadas a lado y lado del baúl

en espera de la revelación del contenido. Un buen rato

estuve tratando de forzar la testadura cerradura pero

después de varios intentos, desistí. En el preciso instante

en que abandoné el forcejeo, e iniciaba la retirada, escuché

un leve chasquido a mis espaldas, me volteé y la tapa del

baúl se levantó ante mis ojos.

-Esto es muy raro y tenebroso –dijo Mariana con

un hilillo de voz, pero, una vez más, la curiosidad pudo

mucho más que el miedo y mantuvo su posición.

Me abalancé sobre el arcón sin detenerme a pensar

en las posibles causas que habían propiciado la abertura

del mismo. Me coloqué de rodillas para una mejor

inspección. Lo primero que vi fue un inmenso libro

gamuzado, color caramelo, con una lengüeta en forma de

cinturón que apretaba toda la circunferencia del tomo.

Centrada en la portada había una inscripción en doradas

letras que decía: “Libro de Magia Sagrada’ En la esquina

inferior derecha, en letras más pequeñas podía leerse:

“Propietaria: Zarnia, La Hechicera, Pupila de Abramelin,

El Mago”.

Enseguida mis hermanas se arrodillaron junto a mí.

Desaté las correas y liberé sus hojas amarillas y cansadas,

la escritura estaba en tinta negra y había ilustraciones en

vívidos colores. Revisé el Índice y leí en alta voz:

Manual rápido de Hechicería, en cinco rápidas y

sencillas lecciones.

Amuletos efectivos con materiales de bajo costo.

Alfombra mágica versus la escoba. ¿Por qué llevar

un solo pasajero si puede llevar cinco?

Encantamientos de un minuto: para hechiceras

apuradas.

Cómo acabar con un gnomo y salir vivo en el

intento.

Dentro de aquellas páginas encontradas como al

azar, se desnudaba ante mis ojos el misterioso mundo de la

magia. ¡No podía estar más feliz! ¿Quién en sus sueños

más remotos no ha querido encontrar un libro mágico que

soluciones todos los problemas? ¡Propios y de la

humanidad! ¿Quién no ha soñado con una varita

encantada que hiciera realidad lo que la mente imaginara?

Yo, embebida en sus misterios, hurgaba sus tesoros como

un infante en presencia del mar por vez primera, me dejé

llevar embelesada. El libro estaba repleto de hechizos y

conjuros, de ensalmes y encantamientos. El polvo

acumulado de sus hojas me hizo toser un poco, sin

embargo no lo suficiente como para detener la minuciosa

inspección. Algunas de las imágenes no eran agradables

de mirar, había criaturas demoniacas, mitad humanas,

mitad animales y otras más imposibles de identificar, en

actitudes francamente grotescas y hostiles, así que pasé las

hojas rápidamente para evitar que Mariana las viera, ya

que era muy impresionable.

-¡Así que después de todo, esta casa sí que

pertenece a una bruja! -concluyó Mariana después de

revisar los objetos.

Después de un rato, puse el Libro de lado, ya había

decidido llevarlo conmigo. Si la bruja no lo había

necesitado en todos estos años, entonces no le hacía falta;

y con este razonamiento deductivo, seguí sacando cosas

del baúl. Las muchachas también se entretuvieron con los

objetos descubiertos.

Al rato, Beatrice soltó uno de los pocillos que

había estaba revisando y, con exasperación, miró la hora y

nos recordó que se había hecho tarde. Arrugó el entrecejo

al notar que no obtenía respuesta alguna de mi parte. Con

más resolución repitió:

-¡Creo que es hora de partir! Si llegamos tarde a la

Escuela, Gertrudis formara un berrinche del tamaño del

mundo. ¡Podemos regresar mañana!

Absorta en mis pensamientos conjeturaba que algo

tan valioso no podía dejarse a la deriva. Para mañana

podría ser tarde, algún intruso, diferente a nosotras, podría

irrumpir en la propiedad y apropiárselo indebidamente.

Sin mucha convicción respondí:

-¡Está bien! - y continué sacando cosas del baúl sin

hacer ademán alguno que sugiriera que pensaba salir de la

casa. Estas brusquedades eran las que presidían las

hecatombes en las que frecuentemente nos enfrascábamos

mi hermana y yo, y en las que Mariana tenía que intervenir

para poner santo remedio. Sin embargo, en esa

oportunidad, contrario a las expectativas, y sin mediar

motivo alguno, Beatrice se acomodó sumisa a mi lado

ayudándome a sacar el resto de los elementos que yacían

al fondo del cofre.

Había una túnica de suave seda negra con una

etiqueta adherida que decía “Lavar al Seco!, Había un

tradicional sombrero negro de bruja en forma de cono

cuya punta era excepcionalmente alta y puntiaguda con

tendencia a encorvarse hacia los lados, había un cucharón

de madera escarapelado con una etiqueta que acotaba:

“Solo para brujas de Salem”. Recordé una vieja historia

que solía contarnos el abuelo que decía que en Salem,

durante los tiempos de la persecución de las brujas,

aquellas usaron cucharones por varitas para evitar ser

reseñadas como hechiceras y escapar del caluroso destino

que suponía morir bajo las brasas. Los cucharones eran

instrumentos culinarios de uso común en aquel tiempo y a

nadie quemaban por tener un cucharón en su cocina; había

un caldero de cobre bien gastado, considerando los

manchurrones verdes y marrones y las raspaduras

brillantes adheridas al fondo; habían robustos pocillos

cuyas paredes estaban ornamentadas con representaciones

de los astros celestes y algunos amuletos de piedra y

cuero.

Ocupada como estaba en la réproba labor de

husmear entre las propiedades ajenas, ignoré el torrente de

preguntas que empezaban a agolparse en mi cabeza

¿Quién era la bruja Zarnia? Si su figura era la que estaba

en el retrato de la sala, no debía ser muy buena, tenía una

expresión maléfica y perversa que traspasaba los marcos

de la pintura y embebía el ambiente circundante de un aura

espectral. ¿Dónde estaría ahora? ¿Aprobaría que una

extraña estuviera revisando sus cosas? Seguramente no,

así que alejé estos pensamientos de mi mente y continué

con la excitante labor de explorar los territorios ajenos

como una Marco Polo urbana.

Revolviendo entre las cosas que yacían tiradas

sobre el enlosado terracota, Mariana recalcó:

-Todos estos objetos son cosas de brujas - pero sus

palabras no denotaban emoción alguna. El temor había

desaparecido, habida cuenta de que en la casa no había

nadie que pudiera reclamarle la intromisión.

Beatrice por su parte, viendo que no había forma

de que llegáramos a tiempo hasta la escuela, resolvió dejar

de lado sus consideraciones y disfrutar de los objetos

encontrados en las pocas horas que quedaban de la

mañana.

-Ya que te interesas tanto en las cosas de bruja,

pruébate la túnica -sugirió al tiempo que lanzaba la prenda

que aterrizó sobre mi cabeza, nublándome la vista - parece

de tu talla y se ve mejor que tus atuendos!

Razón tenía mi hermana en sus apreciaciones y es

que cualquier trapo era mejor que la zurcida ropa de

Leticia, vestidura única que nos proporcionaba Gertrudis

como atuendos para el día a día. Me coloqué la toga sin

demora y sobre mi cabeza quedó magníficamente

ensartado el azabache y cónico sombrero, a la vista

parecían grandes pero al ponérmelos enseguida se

ajustaron perfectamente a las líneas de mi cuerpo.

Así engalanada con la vestimenta de las brujas de

antaño, llena de prestigio y arrogancia, bajo la mirada

aprobatoria de mis hermanas, continué revisando cajas y

más cajas, sin percatarme del paso rápido del tiempo. En

una de esas cajas, precisamente, fue que Beatrice divisó

una abultada bolsa, muy sucia y gastada, de cuero gris. Por

impulso la tomó y arrojó su contenido sobre la superficie

pulida del piso. Lo que vimos nos sobrecogió con tal

sorpresa que permanecimos sin habla unos segundos: un

puñado de relucientes collares de piedras preciosas rebotó

y, tras ellos, siguieron unas alargadas pulseras de cuencas

brillantísimas que destellaron como las llamas de un

profundo fuego. ¡Todo un botín digno de un pirata! Ante

tanta magnificencia, nos miramos deslumbradas; Beatrice

comenzó a escudriñar con más detenimiento el ensartado

de joyas que yacía enredado como un solo puño sobre el

suelo. Hurgando y desenredando algunas de las piezas

proseguía a guindárselas entre los dedos.

-¿Serán reales? –preguntó Beatrice sentada con

algunas piezas en su regazo. Las miraba embelesada, su

calidad, su brillo, su colorido. Para probar su dureza, se

colocó una pieza entre los dientes, método bastante

rudimentario, sin asimiento científico, pero que dentro de

los alcances de su conocimiento parecía funcionarle

bastante bien.

-No lo sé, parecen reales! -dije con el mismo grado

de estupefacción.

Mariana ya se había recuperado de la sorpresa del

descubrimiento. Se arrodilló al lado de Beatrice y tomó un

colorido collar que escudriñó para soltarlo nuevamente en

el lote. Su mente deductiva había comenzado a analizar los

alcances de este hallazgo.

-Esto está mal! ¡Esto está muy mal! No es lo

mismo jugar y tomar objetos viejos e inservibles. Si esto

es de valor, debe pertenecer a alguien. ¡No podemos

tomarlo! ¡Podríamos ir a la cárcel! -dijo asustada.

Tuve que reconocer que su planteamiento era

veraz, adecuado, oportuno y exacto. Por esta clase de

situaciones, muchos habían terminado tras las rejas.

Beatrice por su parte había tomado un puñado de collares,

los suspendía a la altura de sus ojos y con embeleso se

deleitaba con los nítidos destellos que se disparaban en

todas las direcciones. Entre suspiros y exclamaciones

escondía el secreto anhelo de quedarse con alguno de

ellos.

-Tendremos que reportarlo con el alguacil! – dije.

Beatrice paralizó su escrutinio por unos instantes y

mirándome fijamente replicó:

-¿Las autoridades? Quien te asegura que serán

honestas y entregaran el tesoro a su legítimo dueño – dijo

tomando tres collares más engarzándoselos en el cuello, al

tiempo que agarraba dos pulseras enroscándolas en su

muñeca izquierda – ¿Podríamos quedarnos con algunas?

-¡Absolutamente no! ¡Nada de eso! – repliqué - A

nosotras no nos hace falta. En cinco días tendré dieciocho

años y tendremos nuestro propio dinero y volveremos a la

ciudad y nos alejaremos de La Borrascosa y sus

vicisitudes para siempre. No tenemos necesidad de

complicarnos la vida con un robo de esta magnitud! Es

muy peligroso!

Largo rato estuvimos discutiendo acerca del mejor

destino para semejante botín; al final acordamos dejar el

tesoro donde estaba ya que de existir algún dueño en algún

momento aparecería para tomar posesión de sus bienes.

Beatrice protestó por un momento, pero se convenció del

argumento cuando al final le señalamos lo mal que se

vería enclaustrada en una prisión, de por vida, y con un

desgastado uniforme a rallas.

-Pero eso no impide que podamos usar las joyas en

lo que resta de mañana, mientras estemos aquí! -dije para

concluir la discusión.

Acto seguido, con gran alborozo, comenzamos a

colocarnos las joyas y a posar frente a un espejo que

conseguimos al final del cuarto y, que abarcaba la cuarta

parte de la pared y, donde podíamos vislumbrar nuestras

figuras a cuerpo completo. Engalanadas, con las más

resplandecientes alhajas que habíamos visto en la vida,

nos sumergimos, sin mucho pensamiento, en el más sutil

de los pecados capitales, la vanidad. Mientras en esta

actividad estábamos, una de las joyas llamó especialmente

mi atención. Se hallaba oculta en una cajita de terciopelo

verde, muy chiquitica y arregladita, parecía hallarse

apartada del resto de las cosas, como si se tratara de un

objeto muy especial. La tomé, me senté en el suelo y la

abrí. Un anillo de oro macizo de muchos quilates, con una

chapa en relieve que contenía la figura de un león con las

fauces abiertas, brilló. Otra vez aparecía el intrigante

emblema. Tenía incrustaciones de rubí y circones y su

reflejo mantenía cautiva mi mirada. Sin pensarlo dos

veces, lo saqué del estuche y lo probé en mi dedo. Parecía

grande, pero al instante la circunferencia del anillo se

achicó y se adaptó a la forma particular de mi anular.

Alejé mi mano para apreciarlo con la perspectiva de la

distancia. Complacida, comprobé lo bien que lucía

acompañado de mis dedos, suaves y alargados. Los dedos

de mi madre, solía repetirme el abuelo, moldeados como

los de una pianista. El llamado de Beatrice me hizo volver,

de sopetón, al mundo de los vivos.

8

UN GENIO Y UNA ALFOMBRA

Beatrice se topó con un objeto extraño escondido

apenas detrás del espejo. Era una botella de vidrio, con

incrustaciones de mosaico azul marino tan intenso que

parecía casi negro; su base era ancha y la parte superior se

alargaba angosta y se curvada ligeramente hacia un

extremo como el estilizado cuello de un cisne, bastante

pesada para su tamaño. La encerró en su puño y me la

entregó.

-¡Qué hermosa es! –dije tomándola por el pico y

sacudiéndola ligeramente. Mariana y Beatrice se situaron a

mi lado con expresiones interrogativas.

Unos leves griticos parecieron surgir del interior.

Intrigada volví a sacudirla y los griticos se repitieron.

Aflojé la tapa de la botella con sumo cuidado. Quizá algún

animal había quedado atrapado sin remedio en la cavidad

oscura del lujoso recipiente. Un zumbido estrepitoso,

como de huracán, salió con fuerza. Tan brusco fue el

movimiento que me hizo caer de bruces al suelo y al

hacerlo lancé la botella que fue a estrellarse directamente

contra una pared, afortunadamente no se rompió. Para mi

sorpresa, después de disiparse la espesa niebla de polvos

verdes, apareció un muchacho de tez trigueña, vistiendo

unos bombaches verde olivo y un turbante fucsia amarrado

de forma grácil en su cabeza. Su torso estaba desnudo y

sus manos ornamentadas con anillos de oro y piedras

preciosas, un medallón macizo cubría gran parte de su

musculoso pecho. La textura de su piel se veía terrosa y

aceitosa. Beatrice y Mariana corrieron gritando y agitando

los brazos. Nunca antes las había visto tan veloces y

bulliciosas. Se ocultaron detrás de unas viejas cajas, pero

yo, había quedado de frente a la aparición, completamente

explayada en el piso, sin posibilidad alguna de huída.

Maravillada por todos estos sucesos mágicos, bullía de

alegría al comprobar la realidad de la magia. ¡Quería

conocer sus secretos! ¡Quería ser una bruja! ¡Quería

conocerlo todo! y me valdría para ello de la ayuda del

libro de la hechicera Zarnia. Qué irresponsable me parece

ahora mi ingenuidad de entonces. Fue una ocurrencia

desafortunada y pronto me daría cuenta de ello.

En principio, el mozo parecía aturdido y miraba

con obstinación los irremediables bultos que alzados

semejaban fantasmas a punto de espantar. Hacía todos los

esfuerzos posibles por tratar de recordar dónde se hallaba.

De repente sus ojos pequeños y aceitunados bajaron la

vista para posarse en los míos. Aún me hallaba tendida

sobre los fríos azulejos y durante unos segundos lo miré

con expectación. Al igual que él a mí.

La escena que siguió a continuación parecía

plagiada de una película de Cantinflas. El espíritu

revolucionario que invernaba bajo la suave piel de

Beatrice saltó las barreras de su civilidad para mostrarse

tan bárbaro y feroz como el más aguerrido de los vikingos,

procurándose como arma el objeto más cercano, que

resultó ser un peligrosísimo zapato rojo, de fino tacón, que

minutos antes habíamos hallado en una de las cajas de las

inmediaciones, y del cual habíamos pronunciado algunas

bromas malsanas ya que parecía la tétrica versión de un

zapato de duende, muy atribulado y gastado. Con el

contundente objeto en sus raudas manos, se abalanzó

sobre el joven, quien sorprendido por el ingrato

recibimiento salió corriendo despavorido para ocultarse

tras uno de los bultos aledaños que, por una extraña

sincronización del destino, era el mismo bulto elegido por

Mariana como escondite; con los subsiguientes gritos de

sorpresa proferidos por ambos bandos y la subsiguiente

carrera en dirección contraria para alejarse el uno del otro.

Mientras la dantesca escena se desarrollaba ante

mis ojos, tuve el tiempo suficiente de incorporarme y

sacudir mis ropas. Cuando terminé, Beatrice ya había

puesto sus manos sobre el perplejo joven quien pataleaba

y vociferaba tratando de zafarse del iracundo abrazo de mi

hermana, quien lo traía a rastras hasta mi presencia.

Mariana le seguía los pasos a una distancia cautelosa.

-¿Quién o qué eres? – pregunté.

El aludido se mostraba compungido. Diluida la

poca confianza que en nosotras pudo haber tenido, se

postró ante mis pies, esperando seguramente otra

embestida del ataque rapaz del que era víctima inocente.

-Sooy.. un geenio¡ -contestó balbuceante con la

mirada inundada de terror.

Lo miré detalladamente. Nada en su aspecto

denotaba agresión o peligro. Parecía confundido y

desvalido.

-Fui encerrado en la botella por la malvada

hechicera Zarnia cuando recién comenzaba mi aprendizaje

para ser el más famoso genio de Persia. Disculpen¡ -dijo

tomando una bocanada de aire y continuó- ¡Soy

claustrofóbico¡ y todos estos años de encierro no hicieron

más que acrecentar mis dolencias. Además, empeoraron

mis migrañas y mi ulcera estomacal, sufro de asma y otros

trastornos respiratorios, además de un pequeño desorden

nervioso. Por todo lo demás, soy bastante sano. ¿Son

ustedes aprendices de la hechicera?

Lo miré de arriba abajo, y de abajo a arriba. Lo

mismo hicieron mis hermanas. Esta situación era

sumamente bizarra. Estábamos allí, en las profundidades

de un sótano, hablando con un extraño ser que manifestaba

ser un Genio pero que no poseía ninguna de las

características que se suponen tienen estas apariciones. Por

lo demás, era lógico que nos hubiera confundido con

aprendices de Zarnia, después de todo estábamos en su

casa y yo llevaba puesto su atuendo.

-No! No lo somos! – aclaré - Jamás pensé que

existieran los Genios¡ Siempre he creído que eran cuentos

e invenciones de “Las Mil y una Noche”¡ Ahora que te

veo, no sé qué pensar¡ Estás seguro que eres uno de ellos?

Esta vez fue el muchacho quien reflejó su sorpresa,

jamás nadie había dudado de sus palabras, así que

cruzando sus brazos contestó más tranquilo:

-Bueno, salí de una botella bajo una densa nube de

polvos verdes, me agrandé ante sus propios ojos¡ No es

suficiente prueba de que soy un genio? Mi nombre es

Batam-Al-Bur, a su servicio –terminó con una reverencia.

Mariana y Beatrice sonrieron y fueron a sentarse

sobre un pequeño taburete, mientras el Genio y yo

permanecimos de pie. Juzgué que no había razones para

preocuparse por el muchacho, de haber estado vestido de

una forma más normal hasta hubiera podido confundirse

con alguno de los mozuelos del pueblo.

-Mi nombre es Camila –me presenté alargando mi

mano para estrechar la suya, él en cambio la tomó y le

estampó un sonoro beso.

- Tu nombre es demasiado largo, te llamaré

“Genio”.

Arrugó la frente y encogió los hombros. Estaba

muy orgulloso de los orígenes de su apelativo y sus raíces

ancestrales y la calidad sonora que emanaba de la

pronunciación de su nombre. En modo alguno quería ser

llamado “Genio”.

-En tal caso, entonces yo te diré “muchacha” –

respondió.

-Pero ese no es mi nombre –protesté.

-Evidentemente, como tampoco el mío es Genio¡ -

subrayó.

Chistoso e hipocondríaco. Combinación nunca

antes encontrada en un Genio. Aún no lo sabía, pero su

peculiar forma de ser añadiría ese agregado especial de

jocosidad y vistosidad que pronto se nos haría necesario.

-¡Está bien!, entiendo tu punto, Batum –contesté.

-Batam-Al-Bur¡- corrigió.

En las lecturas de “Las Mil y una Noches”, la

aparición de un Genio se traducía siempre en la obtención

de tres deseos para el afortunado que hubiera tenido el

honor de haber encontrado la botella. Embriagado mi

espíritu por la alegría que esto suponía, me precipité a

preguntar:

-Batabur, ya que eres un Genio, me concederás tres

deseos?

Mariana que había permanecido alejada de la

conversación, se acercó para indagar si a ella también le

concedería sus deseos. Beatrice ni se movió, no creía para

nada en los eventos sobrenaturales, pensaba que debía

existir alguna explicación racional para estas situaciones.

Otra vez se ponía de manifiesto el antagonismo de

nuestros caracteres. El de ella, impulsivo, visceral e

incrédulo, el mío, vagaba en las fronteras de la

racionalidad, aunque en ocasiones, tocaba el terreno

imaginativo con una efervescencia apabullante, que no

dejaba de sorprenderme.

El mozo nos miró con tal fijeza que nos hizo

experimentar la sensación de que habíamos dicho algo

malo, después se explayó en justificaciones.

-¡¡¡No!!! ¿Por qué todos quieren tres deseos? Más

de trescientos años han pasado desde Aladino. Y sin

embargo, cada vez que un humano se encuentra con un

genio, lo primero que hace es pedirle tres deseos. ¡No uno,

ni dos, Tres! Muy mala publicidad para los genios este

asunto de los deseos. No todos tenemos los poderes

suficientes para complacerlos. A veces cuando

concedemos uno, debemos esperar una cantidad

prudencial de tiempo para reunir el ímpetu necesario para

otorgar otro.

Mi alegría inicial fue suplantada por un arranque

de mal humor y lo mismo debió ocurrir con mis hermanas

ya que volvieron a plantarse en el taburete.

-Y para qué son los genios, si no? –pregunté.

-No lo sé –contestó. No termine el curso. Solo sé

que se supone que tengo que hacer todo lo que tú me

pidas¡

Mi imaginación fecunda surcó los mares de lo

posible para encontrarme en el terreno utópico de lo

inasequible. Reflexioné unos instantes; durante los

pasados seis últimos meses el único deseo apremiante que

había martirizado mi alma era el de regresar a casa. Sin

embargo, este anhelo se vería pronto colmado en el

transcurso exacto de cinco días, sin dilación ni legalismos;

por lo cual no veía necesidad en gastar un deseo en una

aspiración que ya era un hecho.

-Todo lo que pida? –me imaginé deshaciéndome de

Gertrudis y Leticia y este leve pensamiento mandó

escalofríos de satisfacción por todo mi cuerpo, no obstante

me abstuve de pronunciarlo en alta voz y en cambio

pregunté:

- ¿Y qué puedes hacer por mi?

El joven se tomó unos minutos antes de contestar

y, con la mano en la barbilla en actitud reflexiva, caminó

unos cuantos pasos por el estrecho espacio disponible en

el cuarto. Finalmente contestó:

-Puedo fabricar niebla de colores, hacer sonidos de

animales y cocinar estofado de cordero.

-Eso es todo? Hasta yo puedo hacer eso¡ Son cosas

sencillas¡

Malhumorado por mi falta de efusividad declaró:

-No subestimes el valor de las cosas sencillas,

muchacha¡. A veces son ellas las que te pueden salvar en

situaciones de extremo peligro.

En mi exaltada desilusión comprendí que si de

cumplir mis deseos se trataba, yo misma debía procurarme

los medios para su consecución. De vuelta a la realidad de

mis circunstancias, me percaté que habíamos estado en la

residencia de la bruja toda la mañana. Nuestra ausencia

debía haberse evidenciado ya, tanto en la escuela como en

La Borrascosa, y la inminencia de las repercusiones que

este acto traería enviaba un sabor amargo a mi garganta.

Lo peor era que había arrastrado a mis hermanas conmigo.

Empecé a sentirme muy cansada por el peso de la culpa

que se agolpaba en mis hombros. Cuando ya me disponía

a comunicarles a mis hermanas que debíamos irnos el

Genio exclamó:

-¡Ah, espera! – hizo una pausa para sacar de su

bombache verde un destartalado pergamino amarillento

que desplegó ante sus ojos y cuya longitud llegaba hasta el

piso - Déjame ver cuál es la promoción del mes por liberar

a un genio –fue deslizando la hoja por sus manos mientras

recitaba- 780, 1289, 1890, 2005, aquí está, época actual y

te corresponde una…..- hizo un chasquido con los dedos y

sobre la superficie perlada del suelo apareció un pesado

tapete persa, de cerdas muy tupidas en colores rosa y

celeste, ribeteado con un ligero flequillo beige y adornado

con arabescos tejidos con hilos de plata – alfombra

mágica¡ -completó la frase con tono rimbombante.

-¡Toda una hermosura¡ Tres velocidades y viene

con su manual de funcionamiento! Lo último y más

moderno en toda Persia: La alfombra mágica del reino de

Abdul¡ -dijo con gran orgullo.

La alfombra se hallaba suspendida como a

cincuenta centímetros del suelo. Me acerqué incrédula y

pasé mis manos por encima y por debajo, tratando de ver

si no se trataba de algún truco barato. Beatrice guiada por

la curiosidad se acercó también a hacer lo propio.

Desconfiaba de las cosas intangibles y de la existencia de

las fuerzas sobrenaturales, para ella una alfombra era una

alfombra y nada más, un objeto inanimado sin voluntad

propia cuyo único objeto de existencia era soportar las

pisadas de la humanidad, y acumular el polvo de los siglos

que posteriormente debía ser barrido por la servidumbre.

Luego del reconocimiento, se dirigió al Genio con

sarcasmo:

-Siento informarte que ya Persia no existe, en su

lugar está Irán.

El Genio continúo hablando sin prestarle atención.

-Aunque si prefieren un camello, deberán esperar

un mes ya que están agotados, aunque por ellos no les

darán garantía ¡Además, yo, particularmente creo que es

mejor la alfombra, ya que no apesta!

Como buena adoradora de los animales, Mariana se

acercó diciendo:

-¡Yo prefiero un camello! –luego agregó - ¡No

pareces un Genio!

Ambos estuvieron largo rato estudiándose

mutuamente, al final el Genio contestó:

-¡Claro que lo soy! ¿Y como se supone que deben

ser los Genios?

-¿Grandes y poderosos?

Dolido de que se pusieran en duda sus palabras,

refutó con una voz potente y vigorosa, nacida más de la

pretensión que de la veracidad:

-¡Puedo ser grande y poderoso! Puedo adoptar el

tamaño que quiera, ¿Cómo si no podría achicarme para

caber en una botella?

-¿En verdad vienes de Persia? –preguntó curiosa.

Batam-Al-Bur explayó su pecho por los cuatro

costados. Nada más placentero para él que diseminar las

maravillas de su lugar de nacimiento al oyente atento y

dedicado, y con todo el orgullo oriental que cabía en sus

venas, dijo:

-Nací hace trescientos años en el reino del sultán

Abudamen Suleber. El lugar más hermoso de las lejanas

tierras de Arabia, donde los polvos de oro de las arenas del

desierto solo son comparables con la belleza de las

jóvenes del harén del visir y los atardeceres cálidos de las

dunas de Anuac. ¡Oh, hermosa tierra de los ancestros de

Anac¡ ¡Sus castillos construidos sobre una placa de

mármol blanco que solo crece en las canteras de Abdul

tienen columnas de marfil, tan pulidas y transparentes que

puedes ver tu propia imagen reflejada en ella, y los

reverberantes rayos del sol nunca descansan, ni por los

días ni por las noches, ya que se encuentran tan a gusto en

las sedosas arenas del desierto de Kasnar ,que se instalaron

perennemente en sus dunas, desterrando para siempre a la

luna hasta el oasis de Zurinar, donde los vientos,

arremolinados y viscosos, transportando los dorados

granos de arena, pueden enterrar a una ciudad completa en

dos segundos, para desenterrarla de nuevo al segundo

siguiente.

Y así hubiera continuado narrándonos su historia,

si Beatrice no lo hubiera interrumpido incrédula e

indiferente.

-¡Para ser un Genio eres muy raro!

Después de escuchar su exposición me percaté de

dos cosas: que amaba profundamente a su país y que era

un neurótico chistoso. De repente, el Genio cambió su

expresión a una de terror extremo. Se acercó a mí y

tomando mi mano preguntó con el tono del que espera un

peligro inminente:

-¿Desde cuándo tienes el anillo de la muerte?

El extrañó comentario me tomó por sorpresa

¿Cómo podría una joya tan preciosa, tan esplendida, ser

portadora de semejante nombre? ¿De la muerte había

dicho? ¡Imposible!

-De que hablas? Lo acabo de encontrar en ese baúl

–dije señalándolo con el índice –y por qué dices que se

llama así?

El tinte moreno de su rostro se había tornado de un

blanco perlado.

-¡Porque el que lo tiene se muere¡ Por eso se llama

así¡

Miré mi mano. Esta vez, la prenda no me parecía

tan deslumbrante como al principio, manchado sus

resplandores y deslucido su prestigio por las fatídicas

palabras del oriental. ¿Cómo podría una joya tan exquisita

ser portadora de tan infame destino? La respuesta vino

inmediatamente a mi cabeza, ¡solo en el mundo de la

magia podría ser eso posible¡ Y en ese instante preciso, los

fulgores de la magia, opacados por la siniestralidad de su

lado oscuro, no me parecieron tan atractivos.

-¡Debes estar equivocado¡ -dije con aprensión.

Tomó mi mano y la examinó con atención,

volteándola en todas las direcciones, después respondió:

-¡No, no lo estoy! –y dirigiéndose hasta el Libro de

la Hechicera, lo tomó y comenzó a hurgar en sus páginas.

No pasó mucho tiempo sin que consiguiera la imagen que

estaba buscando. Para mi consternación, estaba etiquetada

como el “Anillo de la Muerte”, título nada alentador y que

produjo una gran inquietud en mí.

-Lee y, entérate por tus propios ojos –dijo

señalándome la página.

Comencé a leer velozmente. El nefasto conjuro

tuvo sus orígenes en las hechicerías practicadas por

antiguas brujas de una remota región de Nueva Escocia.

Ese conjuro enviaba al hechizado a morar a las

profundidades de los inframundos de Zoroastro, Señor de

las Sombras y Amo de la Oscuridad. Describía el anillo

con todos sus detalles y, muy a mi pesar, tuve que

reconocer que se trataba del mismo que se hallaba

aferrado a mi distinguido dedo. El texto continuaba

diciendo que al cabo de cinco días, los demonios del Dios

de la Muerte, señor del inframundo, Zoroastro, aparecerían

para llevar al infortunado al reino de la oscuridad.

Agitada por tan funestos presagios me aparté un

poco de mis hermana tratando de digerir la proverbial

noticia. ¿Cómo era esto posible? En cinco días se suponía

que cumpliría mis dieciocho años y regresaría a la ciudad,

no que pasara a convertirme en una habitante del mundo

de las sombras, cuyos vecinos seguramente serían

demonios y quien sabe que otras espeluznantes criaturas,

iguales a las que aparecían enchapadas en el portón de la

bruja. ¡Quizá hasta sería conveniente que me acercara y

hasta que comenzara a hacer amistad con ellas! ¡Qué

extraños pensamientos nos provee el mido! Un extenso

escalofrío comenzó a recorrer mi cuerpo.

Miré a mis hermanas que ostentaban caras de

terror.

Seguí leyendo el pasaje que decía:

“Los días están contados para el portador,

Las sombras lo perseguirán,

de las profundidades de la tierra vendrán

cubiertos del mal de los siglos con el haz,

que corta los hilos plata de vida

En el día cinco su luz más no será,

La oscuridad cobrará al portador

con la esencia misma de su vida”

¿Qué poeta tan macabro había compuesto versos

tan perversos? Casi en susurros le comenté al Genio que

no quería asustar a mis hermanas por lo que debíamos

tratar este asunto con sutileza. Beatrice viendo que

cuchicheaba con el Genio se acercó preguntando:

-Qué está sucediendo? ¿Qué significa eso?

-SU HERMANA SE VA A MORIR –gritó el

Genio con espanto en un arranque de nervios.

Miré a Batum-Al- Bur con sorpresa. ¿Acaso los

Genios no hablaban el mismo lenguaje que nosotros? ¿Por

qué entonces hacía exactamente lo contrario a lo que le

había pedido?

-Acaso no sabes el significado de la palabra

“sutileza”? –le pregunté y sin que pudiera detenerlo les

contó apresuradamente toda la historia.

Viendo que el terror y la incertidumbre se

instalaban en sus rostros nuevamente, balbuceé unas

escuetas palabras de aliento.

-No se preocupen, algo tiene que poder hacerse¡

Sin embargo, Batam-Al-Bur seguía desmontando

todos mis argumentos.

-NO –gritó el Genio- ¡No hay nada que pueda

hacerse! ¡Todo se acabó! –dijo rompiendo a llorar con

dejos de dramatismo.

No sabía si arrancar a reír o a llorar. Si el personaje

pronto a habitar en las sombras del reino, hubiera sido otra

persona diferente a mí, la escena hubiera sido bastante

cómica, en verdad! Un Genio, que recién había conocido,

lloraba con toda la crudeza y emoción de un desalmado,

de forma mucho más trágica y sonora que mis propias

hermanas que solo ostentaban en sus ojos un ligero

resplandor de lágrimas retenidas, confirmando con esto mi

veredicto inicial: ¡Neurótico!

Dentro de todo este bullicio y exaltación de los

afectos, intenté sacar el condenado anillo de mi dedo una

vez más, pero el muy terco estaba muy atascado y muy

apretado. Con los dientes como herramienta hice otro

intento, pero lo que hice fue lastimarme y la pretenciosa

joya no se movió ni un centímetro, parecía formar parte de

mi propia piel, como la dermis y la epidermis. Nos

reunimos todos al centro de la habitación tratando de

ordenar nuestros pensamientos.

-¿Crees que pueda hallar un contra-conjuro en el

Libro de la Hechicera Zarnia? –pregunté ansiosa al Genio

mientras seguía con mis infructuosos intentos.

-No lo creo. Es un libro de la oscuridad, ¡tienes que

buscar un libro de luz que contrarreste el efecto de este

hechizo!

-¿Un libro de la luz? ¿Dónde demonios consigo

eso? –contesté exasperada.

-No nombres a los demonios –contestó Beatrice en

un susurro – ¡No vayan a pensar que, ahora como van a

ser amigos, los estás llamando antes de tiempo!

Molesto y desagradado, Batam demandó que

dejara de lado las blasfemias, ya que él no tenía la culpa

de los arranques del destino y que con esa clase de

expresiones poco iba a lograr el favor divino, sino más

bien acelerar el ya de por si trágico desenlace.

-Te dije que no debíamos entrar en esa casa –

sentenció Beatrice - algo siniestro se siente cuando uno

entra. ¡Ahora, ya ves el resultado!

-¡No puede ser tan malo, algo tiene que poder

hacerse! - dijo Mariana tratando de convencerse a sí

misma - ¡Tú eres un genio, tú tienes que saber!

El Genio temblaba de miedo ante la

responsabilidad que suponía ser el elegido para proveer el

santo remedio a semejante contrariedad. Recordó los días

dorados de su infancia, su falta de valor le había valido

fuertes reprimendas por parte de sus cuidadores. Ningún

Genio debía ser tildado de cobarde, podrían carecer de

otras virtudes, como no, pero la valentía no formaba parte

de la lista de atributos prescindibles. Sin embargo por más

esfuerzos que hacía en pos de la adquisición del tan

renombrado valor, éste parecía diluirse en las colinas de su

autocompasión. Y a la fecha, agravado por el longevo

encierro sufrido a manos de la Hechicera Zarnia, no había

indicios de que esta situación hubiera mejorado en forma

alguna. Ahora, se alzaba, como un lejano monstruo de la

infancia, el viejo y olvidado demonio para tormento de su

vieja y olvidada herida.

-Nunca he estado en esta situación, pero si yo fuera

tú – dijo dirigiéndose a mí - trataría de buscar la ayuda de

alguna hechicera o mago¡

-Tal vez si llamaras al 800-Brujas – sugirió

Mariana.

-No creo que exista un 800-Brujas y de existir debe

ser de uso exclusivo para hechiceras o brujas; lo cual

nosotras no somos.

Antes de probar la alternativa propuesta por el

Genio, decidí agotar todos los recursos que por sencillos,

estuvieran más a mi alcance.

-Vayamos a la cocina, allí debe haber algún

utensilio que me permita deshacerme de esto.

Enfilados recorrimos la distancia del sótano hasta

la cocina. Allí tanto el Genio como mis hermanas tomaron

turno para tratar de sacar la conflictiva prenda de mi

mano. De lado se veían los restos del pastel, que a trasluz

de los acontecimientos, ya no se veía tan suculento como

en principio.

Batam tomó un gran frasco de vidrio que contenía

un líquido acuoso y amarillento que parecía ser aceite.

Ahuecó su mano y vertió una cantidad sustancial del

líquido.

-Dame la mano – ordenó. La entregué tímidamente

y el Genio, en un arranque de vehemencia que no le había

visto hasta ahora, comenzó a frotar mis dedos rudamente.

Habló de los cálidos días en que el restriego y blanqueo de

las curtidas pieles de camello ocupaban sus días y sus

noches, allá en su amada y ansiada Persia. Ignoré, claro

está, el comentario que comparaba mi dermis con la del

rumiante. Alabó sin modestias sus habilidades en este

oficio y resaltó el reconocimiento otorgado por sus

homólogos, blanqueadores de pieles, durante el tiempo

dedicado a tal excelsa tarea. Pero los fuertes movimientos

solo consiguieron que mi piel se irritara y no logró en

modo alguno que el anillo se moviera un centímetro.

Después vino el turno de Beatrice. Esta se apoderó

de mi mano y con mucha resolución la hundió bajo el

torrente helado del agua que brotaba exuberante del grifo,

como si quisiera ahogarla. Después, con un brusco

movimiento, la retiró y vertió sobre ella unas pequeñas

gotas de una embotellada solución jabonosa que exhalaba

pequeñas burbujas al desprenderse del recipiente y

volaban hasta estrellarse contra las paredes del fregadero.

-¡Ya verás quien es más persistente! - le hablaba a

la mano como si tuviera existencia propia - ¡Ya verás

quien gana, tú o yo!

Pero, al cabo de un rato, también se dio por

vencida. El líquido, sin embargo, me provocó un terrible

escozor que me duraría hasta el día siguiente.

Seguidamente, llegó el turno de Mariana. Se

dirigió, resuelta, directamente hasta el aparador que

contenía la platería, abrió una de las gavetas y sin titubeos

sacó la hoja brillante de un cuchillo. Trató de meter la

filosa punta entre el espacio inexistente entre el anillo y mi

dedo, ignorando mis pequeños quejidos de dolor, y tras un

leve forcejeo un hilillo rojo le indicó que, quizá, podría

estar maltratándome, por lo que se suspendió la tarea. Así

terminó la desventura de mi maltrecha mano quien

continuaba portando todavía su fatídica carga.

Después de diversas consideraciones concluyeron

que cualquier método de extracción que eligieran debía

pasar necesariamente por la amputación, cosa a la que me

negué enfáticamente aludiendo que podría necesitar mi

dedo en un futuro y que prefería sacar el anillo con mis

propios métodos. Con este pensamiento en mente partimos

hacia La Borrascosa con dos nuevas posesiones: el anillo y

el libro de la Bruja. Muy a mi pesar me desprendí de la

vestimenta de la hechicera que me sentaba tan bien.

Serían como las tres de la tarde cuando empezamos

la caminata de cuarenta minutos que nos llevaría de

regreso a la casa. El sinuoso bosque había empezado a

adquirir un toque siniestro tras el ocultamiento del sol

entre unas frondosas nubes oscuras que presagiaban lluvia.

Un estruendoso hilo de plata partió la oscuridad de los

cielos y un portentoso estrepito confirmó la suposición

inicial de lluvia. Pequeñas gotas comenzaron a caer y a

manchar la superficie arcillosa, no podíamos detenernos,

en breve todo el terreno sería un inmenso pantanal y sería

imposible reconocer el camino de vuelta.

-Camila, ¿Cómo vamos a tener a un Genio y a una

alfombra en nuestro sótano sin que nadie se entere? Ya

tenemos a Bartolomeo y a Filomena, y sabes lo que nos

costó para que se quedaran ¡ - preguntó Mariana como al

descuido, mientras caminaba, se agachaba de vez en

cuando a recoger las grosellas silvestres que abundaban

sobre el sendero, luego de mordisquearlas y hallarlas en

grado extremo de acidez ya que aún no estaban maduras,

las desechaba en busca de otras, ignorando los marcados

goterones que comenzaron a poner más pesada su

chaqueta y hacer más difícil el caminar. Beatrice estaba

preocupada de que su cabellera sucumbiera a los efectos

del agua y se protegía con un chaquetón que colocó sobre

su cabeza.

-¡Cierto! –respondí mientras andábamos y

dirigiéndome al genio proseguí- Me temo que la única

manera que puedas venir con nosotras es si te metes de

nuevo a la botella¡

Al instante, como si le hubiera dicho que sería

enterrado vivo en las profundidades de una pirámide

azteca, sin pan ni agua por trescientos años, estalló en

ruegos con la misma vehemencia de un político en

campaña y postrándose a mis pies como un animal

rastrero, suplicó:

-¡¡Noooo!!,¡¡ Nooo!!¡Tened piedad! ¡Soy

claustrofóbico! No aguanto un día más de encierro.

¡Piedad! ¡Ay¡, ya me está doliendo la cabeza otra vez –

dijo colocándose la dos manos en la sien - ¡Misericordia!

¡Misericordia! ¡Conduélete de tu sumiso esclavo!

La dramaturgia del mago, más que tragedia era

comedia. Pero no por su carga burlesca dejaba de tener un

cierto tono de infortunio, por lo que atajé mi risa con

respeto y contesté:

-¿Y si dejo la botella sin tapa para que puedas

entrar y salir a tu antojo?

El Genio volvió a recobrar su compostura:

-¿Harías eso por mi? -Batam-Al-Bur meditó por un

momento para responder luego:

-¡Está bien! Suena razonable. ¿Dónde vamos a

vivir?

-Tú en tu botella – respondió Beatrice - Nosotros

regresaremos a nuestro mugroso sótano.

-¿Viven en un sótano? –preguntó con asombro

abriendo los ojos desmesuradamente.

-¿Por qué no? – respondió Beatrice atacada en su

orgullo - ¡Tú vives es una botella¡

-Es una larga historia que te iremos contando poco

a poco en el trayecto a la casa. Por lo pronto, debemos

regresar ya que deben estar extrañándonos.

La lluvia arreció, no quedando más remedio que

correr a refugiarnos bajo las ramas frondosas de un árbol

que se mecía bajo los azotes del inclemente viento en

tempestad. Mientras allí permanecíamos y esperábamos a

que amainara un poco la lluvia, interrogamos al Genio

sobre lo que sabía de la hechicera Zarnia. Nada de lo que

nos dijo fue alentador, todo lo contrario, fueron tan

infames sus referencias que decidimos no volver a pisar su

casa nuevamente.

Cuando llegamos a La Borrascosa el manto de la

noche nos había cubierto por completo. Nos deslizamos

sin ser vistas por el amplio corredor, que a esas horas

estaba desierto. Ya en la seguridad de nuestros colchones,

al tiempo que buscaba un lugar adecuado para colocar la

botella entre las cajas, Beatrice dio rienda suelta a su

molestia.

-¿Nos vamos todo el día y nadie se da cuenta de

nuestra ausencia? ¿Tanto así nos quieren?

-Si –suspiró Mariana- da mucha tristeza que no

noten nuestra desaparición.

-¡Vamos! ¡Vamos! ¡No es para tanto¡ Seguramente

hay una explicación y la averiguaremos mañana –dije

apagando el interruptor de la luz y regresando de vuelta a

mi aposento. Ya arropada escuché nuevamente a Mariana

susurrando:

-Camila ¿Estás despierta?

-Si¡ ¿Que Quieres?

-¡Tengo hambre! ¡Los ruidos del estómago no me

dejan dormir!

Y obviamente eran tan pronunciados que hasta yo

podía oírlos.

-¡Cómete el libro de magia¡ – recalcó Beatrice - A

esas horas no podemos ir a la cocina. ¡Gracias a Camila,

nos perdimos la cena!

No tenía argumentos para objetar el sarcástico

comentario de Beatrice. Por más que se doliera mi orgullo,

tenía que reconocer que, en esa oportunidad, la razón la

acompañaba. Humildemente, dándome cuenta de mi

necedad, me alisté a remediarla. Tomé unas cuantas

manzanas y galletas que almacenaba en un pequeño

mueble que me servía de mesa desde hacía algunos meses

en las profundidades del antro, y del cual me valía para la

tarea de restauración de los libros abandonados que había

hallado en el sótano. De vuelta al colchón, se las entregué.

Mariana y Beatrice vaciaron el plato en unos pocos

minutos. Luego, me dieron las buenas noches y cayeron en

un profundo sopor, exhaustas, por los acontecimientos y

las tensiones de las últimas horas.

Por mi parte, traté de dormir. Cerré los ojos pero

no acudió el sueño. Sobre la mesa, el libro de la bruja

yacía inerme, con su aura oscura y su despliegue de

hechizos, como haciendo propaganda a los infiernos.

Después de mucha reflexión y pocos remordimientos, tuve

que concluir que en alguna parte de mi árbol genealógico

debió existir algún Montero delincuente. Mis sueños

fantasiosos lo esbozaban como a un viejo marino,

surcando los espumosos mares en busca de aventuras,

hurtando abultados botines de joyas y piedras preciosa,

justo como el que habíamos encontrado en casa de la

bruja, transportados por la flota inglesa o francesa para la

reina o algún miembro de la realeza; o como un viejo

vaquero del antiguo oeste estadounidense, con sus

polvorientas botas y espuelas de cacho plano, hediondo a

sudor y aguardiente, asaltando diligencias enclenques con

su preciado cargamento de morocotas de oro, abanicando

su cuerpo al viento sobre el trote de un rocín tan azabache

como un carbón; yo, sin aspirar a semejantes hazañas, me

conformaba con hurtar libros de hechicería y anillos de la

muerte.

Súbitamente, la idea de encarar mi propia

mortalidad me hizo entender la vulnerabilidad de la vida.

¡Qué insensatez me parecía ahora haber entrado en aquella

casa y estar sentenciada a muerte por haber seguido un

tonto impulso con el único fin de satisfacer mi curiosidad!

¡Qué pequeño me parecía ahora el motivo que había

provocado tal conducta y qué precio tan alto debía pagar

ahora por tan pequeña imprudencia! Perder la vida, no por

un hecho heroico, loable, del que hablarían las

generaciones futuras, sino por un impulso banal, nada

virtuoso, provocado por la debilidad de carácter. El

corazón me enviaba puñaladas de dolor al pensar que

Beatrice y Mariana quedarían al cuidado de Gertrudis.

Todas estas consideraciones pasaban por mi mente, raudas

y veloces, mientras recapitulada sobre los eventos

importantes de mi vida; y es que después de tantas

cavilaciones, la verdad surgió cruda ante mis ojos: ¡No

había hechos resaltantes en mi vida¡ Aún no había

develado los misterios que el amor promete, ni viajado a

las lejanas tierras de Egipto con sus fascinantes pirámides

y sus enigmáticas momias, ni caminado por las poderosas

ruinas de Machupichu, ni contemplado el portentoso cielo

de Bogotá, ni navegado por las estrechas cañadas de

Venecia, ni visitado las gigantescas catedrales de Madrid,

ni las blanquísimas torres del Taj Mahal, ni la suntuosa

cascada del Salto Ángel, ni percibido el sutil aroma de los

tulipanes holandeses, ni degustado el tenue sabor de las

delicateses suizas, ni la pastelería francesa, ni las tostadas

mexicanas. La longitud de mis metas sobrepasaba con

creces la longitud de mi expectativa de vida, la cual era de

cinco días.

De las reflexiones pasé a las resoluciones y decidí

usar al máximo mis facultades. Usaría todos los medios

posibles e imposibles de los cuales tuviera conocimiento

para contrarrestar la maldición del hechizo y salvar la

vida. A la mañana siguiente, muy temprano lo comuniqué

a mis hermanas, que con los primeros albores, habían

saltado de sus colchones y se habían arremolinado a mi

alrededor:

-Creo firmemente que lo que dice este Libro es

cierto. No es común lo que ha pasado con este anillo.

Haga lo que haga no puedo desprenderlo de mi dedo y eso

es exactamente lo que dice el Libro que sucede cuando se

tiene encima el conjuro del anillo de la muerte. No es mi

intención quedarme de brazos cruzados mientras pasan los

días y llega el momento de mi extinción. No quiero

lágrimas ni tristezas. Las necesito alegres para que

podemos encontrar el remedio y salir de esta situación sin

mayores inconvenientes.

Los primeros rayos de sol comenzaron a asomarse

por el resquicio de la ventana. El parloteo de una pareja de

canarios se escuchaba desde la rama saliente de una de las

acacias del jardín. Las muchachas me miraban sin saber

qué hacer ni que decir. Ante tanta indeterminación sugerí

que camináramos hasta el bosque.

-La caminata oxigenará nuestras ideas y

reconfortará el espíritu - les dije en un intento por

animarlas.

-¿Crees que sea buena idea irnos después de

nuestra ausencia de ayer? –preguntó Mariana.

-¡Qué importa! Al parecer no nos extrañaron -

respondió Beatrice al tiempo que se levantaba y buscaba

su ropa de campo- Además, hoy es sábado y se supone que

los sábados no hay clases. No nos buscarán.

Convenido el destino, nos alistamos y tomamos la

botella de Batam-Al-Bur, dando primero una pequeña

parada en la cocina para abastecer nuestros bolsillos con

galletas, maníes y unos cuantos refrescos, para amenizar el

camino hasta al sitio de reunión.

Ya de salida, tomé a la negrita Salomé, que se

hallaba sentada sobre los escalones del porche saboreando

una angulosa patilla. La arrastré con nosotras hacia el

senderillo que llevaba al bosque, con los jugos de la fruta

aún chorreándole por los antebrazos. Una torrentera de

preguntas nos hizo la negrita indagando la causa de

nuestra desaparición del día anterior, pero sin despegar los

dientes de la fruta, con lo cual sus preguntas venían

impregnadas de un jugoso aroma tropical. Después de

haber satisfecho su curiosidad con nuestras respuestas,

indicó que en la tarde de ayer su madre había estado todo

el día en el pueblo, por lo que no se había percatado de

nuestra ausencia y que ella había desviado las sospechas

de los otros miembros de la servidumbre indicándoles que

Gertrudis nos había castigado y que habíamos

permanecido todo el día encerradas en el sótano.

En aquellos álgidos momentos, su espíritu alegre,

bullicioso, tenaz, con la sonrisa de mazorca jamás

despegada de sus labios, era el ungüento necesario,

indispensable, para el alivio de nuestros pesares; la

melodía contagiosa que arrancó a cantar desde el mismo

momento en que pisamos la ladera, arrancó la tristeza de

nuestros corazones y las risas brotaron como las aguas de

un pujante manantial. Y es que Salomé cantaba muy mal,

pero esta pequeña arbitrariedad inarmónica, sabida por ella

y por todos aquellos que la conocíamos, jamás le impidió

el entonar, entre sus amigos, las más alegres y melodiosas

canciones, que a falta de estudio de las notas del

pentagrama, le salían siempre con el toque candoroso de

una efusividad sin fronteras, y así revestidas con el

lenguaje del alma, marchaban a deleitar los oídos de las

otras almas que, sin la intermediación de reglas musicales,

la escuchaban reconociendo en ellas su mismo idioma. De

esta forma, los indulgentes oyentes se iban siempre con la

sensación de haber estado escuchando a una gran soprano.

En las profundidades del bosque había un claro

donde un inmenso tronco de cedro seco derribado por la

fuerza del viento hacía tiempo yacía apostado a un costado

del camino, sus otros compañeros arbóreos, aún erguidos,

proyectaban sus brazos sobre él, en señal de duelo o en un

intento vano de protegerlo de las inclemencias del clima,

arrojaban una inmensa sombra que cubría buena parte del

perímetro y que solíamos aprovechar para escondernos de

los flagelantes rayos del sol, cada vez que nos reuníamos

para leer o conversar sobre las trivialidades del día. Ya

sentada, Beatrice y Mariana se situaron a mi lado y la

negrita Salomé a mis pies. Comenzamos con poner al día a

la negrita sobre las nefastas noticias del anillo. Luego,

proseguimos con las discusiones de lo que debería hacerse

para deshacernos de él. Al final, convenimos en hurgar el

libro para buscar lo que fuera que pudiera ayudarme.

-Aquí hay algo –dije después de un buen rato de

estar escudriñando las páginas de arriba abajo, la cuales

estaban muy arrugadas de tanto soportar la rigidez de mis

dedos. Había encontrado algo interesante. Agité la botella

para que Batam-Al-Bur saliera y pudiera así solicitar su

consejo. Al instante apareció el oriental, somnoliento,

estirando los brazos y abriendo la boca en un descomunal

bostezo. Vestía un camisón largo, tornasolado, acinturado

por una banda ancha semejante a una especie de cordón,

las mangas tenían una amplia abertura por donde se

observaban sus brazos velludos.

-Como puedes dormir en un momento como este?

– interpele.

El Genio terminó de estirarse y dando una mirada

general al entorno, restregó sus ojos y comenzó a

sacudirse el polvo de la orilla de su camisón, que por largo

arrastraba por la tierra. Batam era un genio muy esmerado

en su cuidado personal, así sus estrafalarias vestimentas

siempre iban muy de acuerdo a lo estilado en cuanto a

colores, combinaciones y texturas.

-No estaba durmiendo, tenía un fuerte dolor de

cabeza!

Mariana y Beatrice rieron ante la evidente mentira

proferida por Batam y esta última comentó que si él fuera

Pinocho, su nariz ya estaría llegando al pueblo.

-Encontré algo en el Libro de Magia de la bruja

Zarnia, habla de un lugar muy singular llamado

Eisenbaum, donde viven los Magos y Hechiceras más

poderosos del mundo. Dice que es un lugar místico. Lo

conoces?

Las cuatro lo miramos con fijeza a la espera de una

respuesta, mientras, el Genio, con la mano en su barbilla,

parecía escudriñar los confines más apartados de su

memoria.

-No, nunca he oído hablar del lugar! Vengo del

Oriente, de los ínfimos desiertos de Sudan, donde los

templos resplandecen bajo el potente sol de los Sultanes

de Persia, donde los hechiceros y magos viven en las

mismas regiones de los hombres, donde los camellos son

tan grandes como montañas…

-Si, bla, bla, bla, Persia, bla, bla, bla, Persia –

interrumpió Beatrice.

Torció los ojos y contestó:

-Nunca jamás, en todo el tiempo que llevo de vida,

oí hablar de un lugar así¡

-Dice que solo se accede por medios mágicos.

Dirías que la alfombra es un medio mágico?

El Genio abrió sus grandes ojos al responder. Para

él, todo lo mejor provenía de Persia, y en consecuencia la

alfombra nada tenía que envidiarle a las escobas

voladoras, a las cuales consideraba implementos inseguros

y en extremo insalubres.

-Por supuesto que sí! Desde los tiempos

inmemorables del sultán de Bagdad, las alfombras son el

medio mágico por excelencia¡ Y mucho más antiguas y

cómodas que las escobas¡

-¿Crees que la alfombra me podrá llevar hasta allá?

– pregunté ansiosa - No tengo tiempo que perder. ¡Debo

intentar encontrar a alguien que me ayude!

Pensó bien su respuesta ya que el rostro

intempestivo de mi hermana le indicó que esperaba una

contestación corta y concreta, sin preámbulos ni

zalamerías.

-No hay sitio ni lugar donde una alfombra no

pueda ir! - respondió.

Exhalé una expresión de alivio.

-Yo iré contigo – dijo Beatrice.

-Yo también – dijo Mariana.

-Yo también quisiera ir – recalcó la negrita

Salomé.

Las arropé con mi mirada y agradecí con un gesto

afectivo su incondicional apoyo y amor, pero sentía que

este viaje debía emprenderlo sola. Suficiente daño había

hecho ya como para arrastrarlas a ellas a un destino

incierto.

-Prefiero que se queden, no quiero ponerlas en

peligro.

Beatrice saltó incorporándose al tiempo que se

situaba al lado del Genio. Con magia o sin magia sentía la

obligación de acompañarme. Para sus adentros, pensaba

que el anillo y el conjuro eran invenciones de alguna bruja

sin oficio, que se había dado a la tarea de inventar tales

hechizos para asustar y amedrentar a sus congéneres. Es

más, en su opinión, las brujas no eran sino mujeres

vestidas con atuendos estrafalarios que curaban con

hierbas y pociones, que nada tenían de mágicas. A su

modo de ver, las aparentes curaciones solo eran producto

de las propiedades curativas inherentes a la planta en sí.

-¡Ni lo pienses! ¡No me quedaré sola con Gertrudis

y su horripilante Leticia. Fin de la conversación!

El Genio sintió que debía prestar también su apoyo

incondicional, después de todo, hasta el momento no había

sido capaz de concederme ningún deseo.

-¡Yo iré también! Espero que no haga mucho frío,

ya que me enfermo con mucha facilidad. ¡Achuu! – y al

estornudar unas imperceptibles gotas de saliva fueron a

dar en el rostro porcelanizado de Beatrice, quien arremetió

contra el Genio con soberanos manotazos.

Después del percance, quedó definido en su

primera fase el plan que me permitiría llegar a Eisenbaum

sin demora. Se decidió que la negrita Salomé se quedara

en la casa para cubrir nuestra ausencia ante los ojos

iracundos de Gertrudis, Leticia y Ño Josefina y desviar las

preguntas acuciosas que pudieran producirse por cualquier

miembro de la servidumbre, tal como lo había hecho el día

anterior. La negrita era muy hábil y su capacidad inventiva

era de las mejores que existían en San André. Sabía

formular las más verosímiles excusas en las circunstancias

más extrañas y delicadas. No sabía cuánto tiempo nos

tomaría ir y venir de la legendaria ciudad, así que

requeriríamos toda la ayuda posible.

Nos hallábamos conversando sobre los pormenores

de la salida, cuando desde los matorrales,

inesperadamente, un enorme animal saltó hasta ubicarse

en una de las frondosas ramas del cedro que nos arropaba

con su sombra. Mariana y yo terminamos de incorporarnos

y mirando hacia las alturas tratamos de indagar qué clase

de criatura era; parecía un mono, grande y oscuro, pero

también podría tratarse de una gran ave. Pronto salimos de

la incertidumbre.

-Hagas lo que hagas no podrás torcer tu destino –

habló el gato y por sus palabras supuse que se estaba

dirigiendo a mí.

El Genio reconoció inmediatamente al interlocutor,

no obstante, la mayor parte de sus desgracias habían sido

causadas precisamente por él. Beatrice y Mariana se

agacharon con cuidado apropiándose de algunas piedras

que se hallaban desparramadas por el suelo y que

pensaban usar para ahuyentar al gato.

-¡Frozenblack¡ Pensé que te habías pulverizado

junto con tu ama - dijo el Genio.

-¿Lo conoces? –pregunté a Batam-Al-Bur sin

apartar la mirada del gato parlante.

-Es la antigua mascota de la bruja y el que me

tendió la trampa para enclaustrarme en la botella.

-Es un gato y habla¡¡¡ -dijo Mariana con asombro.

-No te confíes –dijo el Genio- tiene forma de gato

pero es uno de los demonios de Zoroastro, el señor de las

sombras.

El gato se apeó y brincó hasta unas ramas más

bajas y menos frondosas, lo que nos dio la oportunidad de

observar su estilizada contextura.

-Y pronto vendrá por ti, Camila –dijo

contoneándose con arrogancia - Nadie ha escapado jamás

de la maldición del anillo.

Muy antipático me pareció ese animal. Nunca me

habían gustado mucho los gatos, y mucho menos los que

hablan, y mucho menos los que hablan de cosas

desagradables que estaban prontas a pasarme. Un leve

estremecimiento recorrió mi cuerpo.

-¡Eso es lo que tú crees, minino! -dije lanzándole

una piedra que Mariana había colocado en mi mano, pero

que no llegó a su destino ya que el Frosenblack se esfumó

en el preciso instante en que la roca iba a golpearlo.

Por un momento breve, Beatrice me miró, después

prosiguió con una voz dura y decisiva:

-¿Minino? – dijo - ¿Ese fue todo el insulto en que

pudiste pensar?

-¡A mi me pareció bonito¡ -dijo Mariana.

-¿Hello? ¿Alguien aquí sabe con lo que estamos

tratando? – vociferó Beatrice - Son demonios, fantasmas,

brujas, gastos parlanchines y quien sabe que otras cosas

más encontraremos en el camino. ¡Por amor a Dios, este

asunto de la magia me está volviendo loca¡

-Tienes razón –dije- ¡Pensaré en insultos más

“insultantes”!

La negrita Salomé se había perdido del

espectáculo, porque al momento de la aparición de

Frozenblack se había retirado del claro en busca de flores

silvestres para su madre.

Ya de regreso a La Borrascosa, Ño Josefina nos

estaba esperando en la puerta con cara de pocos amigos,

las manos en la cintura y el ceño fruncido, señales

inequívocas de que no estaba contenta. Irreverentemente

pensé que habíamos sido descubiertas.

Al acercarnos la mulata gritó:

-¿Y dónde demonios estaban? – preguntó sin

preámbulos – Las he estado buscando por todas partes. La

señora Gertrudis está muy enojada y las espera en el

estudio. ¡Y saquen a ese perro pulgoso de aquí¡ - dijo

refiriéndose a Bartolomeo que, al divisarnos a lo lejos en

el sendero, había corrido hasta alcanzarnos, este pareció

comprender que se estaban refiriendo a él, porque

escondió su rabo, dio media vuelta y fue a escabullirse por

la ventana que daba al sótano. La negrita Salomé se

contentó con entregarle las flores y hacerle mimos a su

madre para arrancarle el enojo.

Obedeciendo la orden, caminamos en silencio,

primero hasta el sótano para dejar el libro y la botella y

después hasta el estudio. Al llegar encontramos a

Gertrudis parada junto al ventanal y a Leticia sentada en

una de las butacas mordisqueando una galleta.

-Te dije que ayer no habían ido a la escuela,

abuela¡ -exclamó con aire triunfal cuando entramos a la

habitación. Gertrudis se alejó del ventanal alzando el

bastón y gritando improperios hasta situarse al frente de

nosotras que habíamos permanecido impávidas debajo del

marco de la puerta, nunca nos habían permitido la entrada

al estudio, el único lugar hermoso de la casa que había

sido decorado por el abuelo y por lo tanto adolecía del mal

gusto general que imperaba en la residencia.

Leticia continuó con su ataque verbal.

-¡Lo hicieron a propósito, abuela! – continuó

azuzando - para que no cobres el dinero de su

manutención. Saben que si no van a la escuela, no

recibirás un céntimo.

Lo más sorprendente de Leticia era su habilidad

para promulgar las más disparatadas idioteces en los

momentos más impropios e inoportunos. Le salían así

nomás, fluidas de su boca, sin el más mínimo ápice de

inteligencia o discernimiento, diseminando su halo

ponzoñoso sobre el nutrido público que estuviera presto a

escuchar sus imbecilidades, y el nutrido público siempre

estaba compuesto de “ellas” y “nosotras”.

-¡Vamos! ¡Contesten! - gritó Gertrudis al borde de

la histeria – ¿Donde han estado toda la mañana de ayer? –

Su bastón también parecía crujir de histeria.

En el momento en que iba a abrir la boca para

responder, la acuciosa figura de un camello color

caramelo, pastando en el césped, paralizó mi mirada. A

través de la ventana, lo vi retozando entre los tulipanes y

geranios del jardín frontal. El inconfundible movimiento

de su boca me dio a entender que también estaba

degustando con especial regocijo las delicadas flores de

Gertrudis. El concurso anual de primavera de la feria de

San André estaba pautado para el próximo sábado. Los

mejores arreglos florales de la región se exhibían allí y mi

abuelastra había ganado invicta los pasados tres años; pero

a juzgar por los acontecimientos en pleno desarrollo y el

hambre voraz que se preciaba en los vigorosos

movimientos de la mandíbula del rumiante, ese año el

premio iría a parar a otras manos.

Cerré mi boca tratando de hallar la manera de

distraer a la anciana y a su nieta, quienes en cualquier

momento podrían dirigir su mirada hacia afuera y ver la

inusual escena. Pellizqué el brazo de Beatrice y le hice

señas con los ojos para que mirara hacia la ventana.

Enseguida carraspeó nerviosamente. Fingí un desmayo

dramático y, en el momento en que Beatrice se acercó a

revivirme, le susurré que fuera al sótano e hiciera que el

Genio se hiciera cargo del camello. Enseguida se marchó

con la excusa de traerme un poco de agua. Mariana, que

había estado ajena a los acontecimientos, se acercó a mi

preocupada, le hice un guiño que pareció no entender ya

que cuando levantó la cabeza y vio al animal comentó con

apasionamiento:

-¡Pero qué hermoso animal! - dijo entusiasmada y,

dejándome caer al piso, corrió rauda y veloz hasta el jardín

para obtener una mejor vista.

Gertrudis y Leticia se acercaron al ventanal

contemplando anonadadas al animal. Ño Josefina ya había

llegado al palastro haciéndose cargo de la situación, con

una escoba de amplias cerdas propinaba sendos escobazos

al descomunal rumiante, que ante la furia desplegada por

la mujer, corrió con premura para perderse entre los

atiborrados matorrales. Al rato, llegó Beatrice, yo aún

estaba en el suelo, susurró en mi oído que no había podido

sacar al Genio de la botella ya que contestó que tenía un

fuerte dolor de cabeza. Cuando alzamos la vista, Gertrudis

y Leticia nos miraban fijamente y después irrumpieron con

frases insultantes que no podíamos entender porque

hablaban las dos al mismo tiempo.

-Ustedes ¡Criaturas ingratas! No aprecian el

sacrificio que hago para mantenerlas bajo un mismo techo.

-Seguro que esto es obra suya, abuela –exclamaba

Leticia con aire conspirador.

-¿Cómo puede ser obra nuestra que un camello esté

en su jardín? –respondí a la defensiva, tratando de parecer

convincente - Seguro se trata de uno de los animales del

circo. ¡A lo mejor se escapó!

Gertrudis caminaba golpeando su encorvado

bastón contra el piso de madera. La alteración se veía

reflejada en la azulada vena que titilaba en su cien y con

cada palabra promulgada, la esquelética mano engarrotada

contenía su creciente tensión. Claramente, no podía

culparnos de la irrupción del rumiante en su jardín ya que

no tenía idea de que el camello pertenecía al Genio que

habíamos encontrado en la botella, pero aún así nos

endilgaron la responsabilidad y el subsiguiente castigo.

-¡Este comportamiento se acaba ahora! ¡FUERA!

¡FUERA DE AQUÍ! ¡ESTARAN CASTIGADAS EN EL

SOTANO POR EL RESTO DE SU VIDA! -recalcó con

furia.

-Que en tu caso son cinco días –me susurró

Beatrice entre dientes.

-Ese comentario es muy cruel –respondí a mi vez.

-Tienes razón, hermana, ¡¡Disculpa!! No sé por qué

lo dije.

-¡Dejen de susurrar! ¡Fuera de Aquí¡ - replicó la

anciana.

Beatrice, mi adorada hermana Beatrice, siempre

con el comentario mordaz y suspicaz a flor de labios. A

menudo nos enredábamos de palabra, pero nuestras peleas

no tenían consecuencias tangibles que pudieran enturbiar

nuestra relación, sino que quedaban envueltas bajo el

manto indulgente de la anécdota. No conocía el “tacto” ni

la “consideración”. Su espontaneidad rayaba a veces en la

imprudencia. En una oportunidad cuando contaba con tan

solo diez años había perseguido a un enano por todo un

parque de diversiones con la indiscreta pregunta que

rondaba en su boca: ¿Cómo siendo tan pequeño tenía

barba, cara de viejo y era feo? Esa indiscreción nos valió a

todas una charla por parte del abuelo sobre las grandes

verdades que algunas veces debíamos guardarnos para no

herir las susceptibilidades ajenas.

-¡Se acabó! - nos informó Gertrudis enfáticamente

- ¡Piérdanse de mi vista! ¡A su cuarto! ¡Ya!

-¿Querrás decir a nuestro sótano, no? –respondió

Beatrice.

-¡FUERA¡

Dicha sentencia no fue bien recibida por nosotras

acostumbradas a la libertad en nuestras acciones,

renuentes a enclaustrarnos en el sótano por un castigo vil e

injusto, sin embargo, la inteligencia que moraba en

nuestros seres aconsejó el silencio y la sumisión, lo cual

nos permitió actuar con mesura cuando la irrefutable voz

de nuestra abuelastra nos ordenó nuevamente recluirnos en

la catatumba que era el sótano.

-En cuanto a tu desmayo – dijo cuando ya íbamos

de salida - Llamaré al Dr. Asdrúbal.

El Dr. Asdrúbal era un viejo amigo de Gertrudis y

venía de vez en cuando a realizarnos exámenes médicos a

fin de garantizar la buena salud de las “niñas”.

Frecuentemente protagonizaba soberanos altercados con

Ño Josefina por alguna discrepancia en cuanto a cómo

tratar una dolencia.

-Ño Josefina, no seas terca –decía el doctorcito-

para las lombrices ya existe remedios farmacológicos.

-Esos no sirven – contestaba la anciana - Nada

como una buena cucharada de aceite de ricino y naranja.

Al final, las que salíamos perdiendo éramos

nosotras, ya que teníamos que tomarnos los remedios del

Dr. Asdrúbal y más atrás los de Ño Josefina.

Sentíamos un especial cariño por la mulata, el

único miembro de la mansión que sentía afecto por

nosotras, además de la negrita Salomé y el viejo Juancho.

Sus viejas y cálidas manos eran proclives a divulgar

caricias, limpiar lágrimas y curar dedos machucados; sin

embargo, no le temblaba el pulso a la hora de enroscarse

un buen cinturón de cuero para proferir castigos.

-Un buen castigo es mejor que un abrazo – decía-

Un abrazo entretiene por un ratico pero un castigo te

enseña para toda la vida.

En el corto tiempo que nos conocíamos, Ño

Josefina había emprendido con enérgica disciplina la tarea

de educarnos, abarcando en la medida que su inteligencia

se lo permitía, las artes manuales y culinarias, la cual

estábamos aprendiendo más o menos bien. Tejer y bordar,

tareas imprescindibles para cualquier señorita decente, así

como los secretos de una buena cocina para deleitar a los

futuros maridos; claro está que Mariana no se sentía muy a

gusto con estas tareas ya que según sus propias palabras

no tenía sentido aprenderlas ya que ella no pensaba

casarse nunca y prefería ocupar su tiempo en oficios más

provechosos como corretear el patio, trepar árboles o

abrazar a Bartolomeo. Sin embargo, no le quedó otro

remedio que aprenderlas ya que la flexibilidad de la

mulata en estos asuntos era nula.

Cuando llegamos al sótano, busqué la botella, la

volteé y con furia di un golpe seco en la base, con lo cual

Batam-Al-Bur salió disparado estrellando su cabeza contra

el suelo. Ya en el suelo recuperó su tamaño normal.

-¡Hey!, ¿Cómo es eso que cuando necesitamos de

tu ayuda no acudes a rescatarnos? –le pregunté

violentamente.

-¡Ay,yayay!, Ahora además del dolor de cabeza,

me duele el cuello –recalcó sobándose el chichón que

había comenzado a formársele.

-Al diablo tu dolor de cabeza, hay un camello

suelto en San André que, para tu información, no cría

camellos, por lo cual supongo que su aparición tiene algo

que ver contigo. ¿Verdad?

-No es mi culpa, la tapa de la botella estaba abierta,

creo que se escapó mientras dormía –dijo todo

compungido.

-Entonces sí estabas durmiendo –acotó Beatrice.

-Pues, arranca y rescata a tu bestia antes de que los

habitantes del pueblo la vean, hasta ahora solo los

moradores de La Borrascosa la han visto y con trabajo los

convencí de que el animal pudo haberse escapado del

circo, pero el circo no viene hasta Junio –espeté- Ve y

vuelve pronto. Nos queda poco tiempo¡

El Genio salió disparado en busca de su camello y

me quedé a solas con mis hermanas. Sentadas sobre los

colchones, comenzamos a reunir los objetos que

llevaríamos a Eisenbaum.

Minutos después en el pueblo, una muy asombrada

Doña Tula asomaba la cabeza por la ventana de su casa

observando a un mozo trigueño vestido con ropas extrañas

y estrafalarias persiguiendo a un camello por toda la vía

principal.

-¡Fin de mundo¡ -agregó persignándose y cerrando

la ventana con fuerza- ¡Fin de mundo!

9

LA ALFOMBRA MAGICA DE BATAM-AL-BUR

Esa noche comenzamos los preparativos del viaje

sin dilación, desplegando intensa actividad. La

incertidumbre de los acontecimientos por venir nos

mantenía en un estado de ansiedad extrema. Mariana,

haciendo uso de una extraordinaria sutileza y un tacto

poco visto en los miembros de esta familia, se preguntó en

alta voz, para que todos la oyéramos, si los magos serían

seres amistosos que nos recibirían con cordialidad y

ofrendarían su ayuda en este tan amargo trance. Mientras

esto preguntaba, acariciaba el frágil lomo de Bartolomeo,

quien se deshacía en zalamerías en su regazo. La misma

pregunta que alarmaba a mi hermana, me la había estado

formulando desde la noche anterior.

-No lo sé – contesté - pero igual debo ir. Debo

agotar todos los recursos para salvarme. Insisto en que se

queden. ¡Esto puede ser peligroso!

Beatrice me miró hastiada, con cara de fastidio,

como si estuviera cansada de discutir el mismo asunto.

-Nada de quedarnos y mucho menos ahora que

estamos castigadas - dijo y empezó a reunir las cosas que

quería llevar. Había apilado una gran cantidad de

atuendos, incluyendo un vestido de noche que había

rescatado de una de las cajas abandonas del sótano.

Viendo la inutilidad de estas prendas, opté por ofrecer mi

humilde opinión:

-Bea, ¿a donde crees que vas? ¡Solo debemos

llevar los enseres más indispensables! No nos estamos

yendo de vacaciones. ¡No sabemos qué vamos a encontrar

allá!

Práctica y previsora, Mariana había colocado sus

pertenencias en una bolsa y en esta operación había

gastado menos de cinco minutos. Acariciaba a Bartolomeo

y se entretenía dándole pequeños besos en el lomo.

Después, como al azar, como quién no quiere la cosa, dejó

salir el pensamiento que la había estado atormentando en

los últimos minutos:

-No quiero dejar a Bartolomeo – dijo rodeándolo

con sus brazos - a lo mejor cuando vuelva no lo encuentro

- aquí terminó su afirmación, con un suspiro que le brotó

del alma, pasó por el corazón y le salió por la boca.

Lo miré y suspiré también. El can me veía con su

mejor cara de desvalido, con las orejas chorreándole por

los lados, y el hocico abierto, con la rosácea lengua

colgándole con jadeos espasmódicos. No tuve el valor de

decirle a mi hermana que debía quedarse.

-Busca una cuerda y ve cómo puedes atarlo cuando

estemos en la alfombra.

Para tan magnífica respuesta, Marianita ya estaba

preparada ya que sacó un robusto mecate que había

permanecido escondido, oculto de mi vista, bajo una

sábana, hasta el momento del permiso.

La proverbial alfombra que nos serviría de

transporte al día siguiente yacía enrollada al lado de la

escalerilla. Beatrice se detuvo un momento a escudriñarla.

Parecía no tener nada especial que la diferenciara de los

otros tapetes que había visto pisoteados por el mundo y

esto le producía una gran desconfianza.

-¿Estás segura de querer usarla? ¿Y si nos caemos?

–consultó Beatrice.

-¿Has oído alguna vez en las noticias un accidente

en alfombra mágica?

-¡No!

-¡Entonces, deben ser extremadamente seguras!

Dije - Beatrice torció sus ojos, que en su lenguaje corporal

particular significaba “vete al diablo”.

Al rato llegó el Genio con el camello al que había

reducido hasta un tamaño que cabía perfectamente en su

mano y seguidamente con un chasquido de dedos lo

introdujo nuevamente en la botella.

La negrita Salomé estaba con nosotros. Su mirada

denotaba excitación y el deseo de acompañarnos; fueron

necesarios muchos argumentos para convencerla de que su

presencia era más necesaria en la casa, para ocultar nuestra

ausencia, que volando en una alfombra mágica que se

dirigía hacia un destino desconocido. Nos informó que

Gertrudis y Leticia irían a la ciudad al día siguiente, por lo

que no tendríamos que preocuparnos por ellas.

-¡Partiremos temprano! - dije - así que mejor

durmamos un poco y recemos!

Recostada no paraba de pensar en la travesía del

día siguiente. Me volví a levantar y me aseguré por cuarta

vez de que el libro estuviera en mi mochila. Volví a mi

colchón. Cansada y ansiosa levanté la mirada hacia la

ventana, en ese momento un cacho de luna emergía bajo

una camada de oscuras nubes que ocultaban parte de su

silueta, provocando una escena siniestra digna de la más

espeluznante película de terror. ¡Espero que esto no sea

una premonición de lo que nos espera en Eisenbaum! –

pensé - Oh, Dios¡ También espero que mañana el cielo

esté despejado y claro¡ ¡Oh, Dios¡ Espero que pueda echar

a volar esa alfombra¡

Apagué la luz y me dedique a buscar el sueño que

huía implacablemente mientras más esfuerzo hacía por

encontrarlo.

La mañana llegó inclemente con su mar de luz

incandescente y su concierto de gallos y canarios. Nos

levantamos a las cinco de la mañana, mucho antes que los

demás habitantes de la casa. Atravesamos sigilosamente

el corredor y, al llegar a la puerta que daba al patio, nos

detuvimos. Abrí el cerrojo con sumo cuidado y emitió un

sonido chirriante por la falta de lubricante. Aparentemente

el ruido no alertó a nadie porque el silencio continuó.

Arrastramos con esfuerzo la pesada alfombra hasta la parte

posterior del patio, allí la desenvolvimos y cuidamos de

colocarla bien estirada sobre la grama cubierta de rocío.

Me cercioré una vez más de llevar el libro de la Hechicera

Zarnia, a pesar de los comentarios adversos del Genio, la

intuición me indicaba que allí encontraría la solución a mi

problema. Las muchachas colocaron su equipaje sobre el

tapete. Beatrice lo seguía mirando con desconfianza.

-¿Sabrás manejarla? –preguntó Beatrice.

-Pronto lo veremos, pero supongo que Batum debe

saber¡

La boca del Genio se torció en un rictus de miedo.

-Oh, no me miren a mi¡ Yo tengo mi propio

transporte.

-Ni lo pienses¡ Tú irás con nosotras¡ Es una orden¡

y trata de ayudarme a que esto vuele¡ -dije acalorada.

Avancé directamente hasta la alfombra. Estaba

rígida pero tan pronto la pisé se levantó como a cincuenta

centímetros del suelo. Proferí un grito y di algunos pasos

atrás, después avancé hasta situarme en una de las

esquinas, mientras hice señas a mis hermanas para que se

subieran rápidamente. Lo hicieron sin demora y el Genio y

Bartolomeo brincaron segundos antes de que la alfombra

saliera disparada dando algunas vueltas débiles por el

patio. Coloqué mis manos sin mucha presión en la

cabecera del tapete, según las instrucciones del manual, y

dio dos sacudidas bruscas y se elevó un poco más. Volví a

presionar y salió disparada flotando hasta una de las

ventanas de la mansión donde vi que Leticia dormía

plácidamente con una mascarilla facial blanca sobre el

rostro, que le dada el aspecto fantasmal de un mimo.

Beatrice y Mariana se acostaron a todo lo largo con

Bartolomeo en el medio, quien se había tapado los ojos

con sus patas y profería pequeños gemidos de protesta y

Batam-Al-Bur se apostó a mi lado.

-HASTA EISENBAUM¡ –grité impregnada del

espíritu de la aventura- y la alfombra dio tres vueltas más

hasta elevarse poco a poco y dejar muy abajo los

puntiagudos techos de La Borrascosa. La altitud no nos

afectaba, podíamos respirar libremente, lo cual me

tranquilizó. A medida que nos íbamos elevando más y más

podía ver como los arboles se veían como pequeños copos

de algodón verdosos y amarillentos, los ríos parecían

diminutos hilos de plata cristalinos serpenteando la

superficie irregular que sostenía las casas, los arboles y las

montañas. Mientras viajábamos a velocidad vertiginosa,

pude vislumbrar una bandada de aves multicolores cuyo

plumaje replicaba los colores del arcoíris y que planeaba a

la misma altura que la alfombra y nos observaban,

suspicaces, a través de sus pequeños ojos oblicuos. ¡Qué

espectáculo tan hermoso! ¡Maravilla de la naturaleza!

¡Semejante policromía solo es posible bajo la mano

creadora de Dios!

-BATUM , HACE FRIO¡ – dije gritando por el

ruido ensordecedor del viento - ¿Nos puedes conseguir

algo de ropa?

-Al instante, su Excelencia – se oyó la voz de su

contestación - y al momento una espesa niebla verde nos

envolvió. Para cuando se disolvió, no hallábamos vestidas

con unos diminutos atuendos propios de odaliscas persas.

-¿ESTAS LOCO? – grité - este no es el tipo de

ropa que te estaba solicitando. ¡Ahora tengo más frío!

-Pero ropa oriental es lo único que yo sé hacer –

protestó - ¡Además, se les ve muy bien! - dijo mirándonos

con zalamería.

-Quiero mi ropa de vuelta – gritó Beatrice - tengo

el ombligo al aire, la vestimenta está pasada de moda y ¡Es

un horror¡

-Pero es que no lo sé deshacer - convino el Genio.

Sugerí que mantuviéramos los atuendos; era muy

probable que el Genio en un intento por hacer aparecer

nuevas vestimentas, pulverizara las que ya teníamos y nos

hiciera llegar como Evas al paraíso de los magos.

Por si eso fuera poco, el viento comenzó a

despeinar nuestras cabelleras. Mis hermanas tenían un

cabello liso, lozano, celestial, como si un delicado

manantial se deslizara perennemente por sus hombros

hasta posarse suavemente en su cintura. Las cintas de raso

que artísticamente se mecían en sus esplendorosos

cabellos parecían sostenerse con especial altivez y gracia.

Mi cabeza era otro asunto. Mis bucles corrían en

desenfrenada estampida en todas las direcciones. Ño

Josefina se persignaba siempre que iba a comenzar la

ardua tarea de ayudarme a peinar por lo que empecé a

asociar este acto como algo maligno al que había que

acompañarse con la bendición de Dios. El peine de carey,

de dientecitos chiquititos como para infligir mayor dolor,

comenzaba su carrera de obstáculos desde la coronilla

misma y a la fuerza lograba llegar hasta la meta final de

mi cintura. Mis hermanas disfrutaban del espectáculo con

especial regocijo. Se sentaban deleitándose con la multitud

de expresiones de mi rostro y la variedad de sonidos que

me hacían proferir los vigorosos jalones de la mulata. Un

pegoste de vaselina aseguraba que la rigidez de mis bucles

se mantuviera por lo menos hasta el medio día. Sin

embargo, la vaselina no formaba parte de los implementos

que empaqué en mi pequeña mochila de viaje.

-¿Faltará mucho? –preguntó Mariana comenzando

a sentir los estragos del cansancio- Creo que Bartolomeo

está asustado¡

Armada con unos inmensos binoculares, como los

grandes descubridores de la historia, eché un vistazo a los

alrededores, las casitas de arcilla se veían increíblemente

pequeñas con sus techitos de terracota y sus ventanitas de

cuatro paños, perdidas en la constelación de sembradíos

verdosos, en los cuales se acuñaban pequeños montículos

de ganado y ovejas. Y seguí mirando y mirando, hacia el

norte, hacia el sur, hacia los costados, hacia más allá,

porque la verdad era que yo no tenía ni idea de la longitud

del tiempo que nos faltaba para llegar.

Cuando llegamos al océano la inmensidad de los

azules se reflejaba en toda su extensión, con chispas

centelleadas por peces serpenteando la espuma blancuzca,

efecto óptico de los extenuantes rayos de sol rebotando

contra sus diminutos cuerpos. A la vista del mar, un terror

desconocido me asaltó. ¿Qué pasaría si nos precipitáramos

al agua? Lamenté no haber aprendido nunca a nadar.

Aplaqué la angustia de mi visión y traté de pensar en otra

cosa.

-Calma, hermanas – vociferé - ¡Pronto llegaremos!

¡Al menos, eso creo!

-¿Y si nos da hambre? – preguntó Beatrice

dirigiéndose al Genio - ¿Qué nos darás? ¿Cocos y

bananas?

El Genio cruzó los brazos en señal de enojo, dirigió

su mirada hacia los azules mares y contestó en tono

rencoroso:

-¡Según ustedes, nunca hago nada bien!

-Beatrice, cálmate – susurré - ¡No es el mejor

momento para enojar a un Genio!

No supe en qué momento nos quedamos dormidas,

ni cuánto tiempo transcurrió después de eso. Solo sé que

cuando despertamos estábamos volando sobre unas

impresionantes montañas picudas color esmeralda, cuyas

cumbres irradiaban un resplandor que aturdía la vista. La

vegetación era tupida, sembrada de pequeña casitas de

piedra. Comenzamos a bajar, observé maravillada la

excelsa colección de abedules milenarios cuyos troncos

parecían proyectar su silueta hasta el infinito; un olor a

cereza silvestre inundó todo el paisaje. Un sereno lago

verdi-azul semejante a un océano en reposo dominaba la

geografía, y en sus cristalinas aguas se dibujaban unas

diminutas criaturitas que nadaban con gran afán. Parecían

pequeñas personitas, muy similares a las hadas. Estaba

segura de que habíamos llegado a nuestro destino.

Si el cielo estuviera en la tierra, seguramente estaría en

Eisenbaum – pensé con admiración. La sublime belleza

del lugar despertó de pronto mi fascinación y un

inexplicable sentimiento de alegría se apoderó de mi ser.

Mariana señaló a un grupo de unicornios excesivamente

blancos que corría explayado por una deslumbrante

planicie. Eran animales hermosos, de largo y sedoso

pelaje, cuya pelambrera flotaba en un rítmico movimiento,

casi etéreo, producido por la brisa, otorgándoles un

aspecto sutil, místico y sobrenatural. Volvimos a subir.

Sobre un promontorio, un puñado de duendes y haditas se

percató de nuestra presencia y, señalándonos con sus

diminutas manos, gritaban frases que no pude comprender.

Su expresión era indefinible por lo que no pude precisar si

estaban siendo amigables o pretenciosos. De la agrupación

de haditas, una se acercó volando, lo que fue una

ocurrencia desgraciada ya que Bartolomeo se puso

nervioso y comenzó a moverse, y la alfombra perdió

estabilidad. Mientras la alfombra se tambaleaba con un

vaivén de hamaca, pude divisar en el pico de una de las

montañas una estructura medieval hacia la cual parecía

dirigirse inevitablemente la alfombra y contra la cual nos

estrellaríamos irremediablemente de mantener la

trayectoria actual. Los giros bruscos azuzaban los agudos

gritos de Beatrice, y Mariana también la secundaba con los

suyos, poco acostumbradas, como estaban, a los rudos

movimientos de un transporte tan endeble. Cerré los ojos y

recé porque el impacto no fuera muy fuerte.

10

LA LLEGADA A EISENBAUM

Eisenbaum era tierra de magos y hechiceras.

Geográficamente hablando era un conjunto de planicies y

colinas costeado por el mar. Desde lo alto, las alamedas

parecían gigantescas cobijas lanudas pobladas por las

cabecitas despeinadas de los árboles, y los manantiales y

los riachuelos cristalinos corrían zigzagueados hacia el

sereno Lago Zoromix, de aguas tan placidas y tranquilas

que parecían detenidas en el tiempo.

Los abedules alcanzaban alturas inimaginables de

más de cincuenta metros con su corteza blanquecina

semejando al más exquisito marfil, pinos tupidos y

desgreñados rasguñaban la esfera celeste al menor

movimiento del viento. Las acacias, por su parte,

escarbaban la superficie húmeda y pantanosa del

pavimento con las raíces que sobresalían en forma de

dedos, largos, engarrotados y callosos. ¡Vegetación

hermosa y exuberante! ¡Portento de la naturaleza!

Diferentes especies arbóreas reunidas bajo un mismo cielo

bajo el embrujo de la magia de Eisenbaum; especies

imposibles de encontrar reunidas en un solo bioma en la

tierra conocida, convivían eternas en una armoniosa danza

fraternal, sin que se perturbaran unas o otras. Más allá de

los verdes valles se alzaban los brazos de dos grandes

montañas: La Osa Blanca del Norte, nombrada así por la

silueta redondeada del pico que bañada en nieve semejaba

al rostro de un oso polar mirando hacia las planicies y la

montaña del Oso Verde del Sur, donde se encontraba el

asentamiento de los magos y hechiceros más poderosos

del mundo: La Ciudadela.

Entre las campiñas y el mar habitaba un pueblo de

seres mágicos y mitológicos, tan diverso como la flora y

fauna del reino. Eran criaturas sensibles que vivían en

perfecta comunión con la tierra. Cultivaban en forma

rudimentaria verduras, hortalizas y frutas. Sus casas

estaban fabricadas de materiales que obtenían de su

entorno: piedras calizas, troncos, arbustos y una arcilla

especial que actuaba como pegamento, de la cual

elaboraban también utensilios de cocina y vasijas

ornamentales. Nada en su ámbito representaba una

amenaza para el medio ambiente. Amaban la tierra e

interactuaban con ella como si fuera un ser viviente. La

pequeña población de elfos estaba asentada en las faldas

de la montaña Osa Blanca del Norte, al mando de Alaris,

jefe de la comarca. El resto del territorio se lo dividían los

duendes y gnomos en las orillas del Lago Zoronix, al

mando de Ducrán y las hadas, representadas por Xanatrix,

en los exuberantes bosques exóticos, compartiendo hábitat

con los unicornios alados. No es que estuvieran

restringidos exclusivamente a esas áreas, sino que cada

raza había seleccionado el mejor entorno para su especie.

En el pináculo de La Ciudadela se hallaba La

Fortaleza, una imponente e inexpugnable estructura, con

paredes de un metro y medio de espesor de los más puros

sillares que se encontraban en lar región, una escarpada

muralla bordeaba la construcción protegiéndola de los

vientos marinos que rebotaban agrestes contra la

edificación, convirtiéndose en solitarios susurros que

recorrían los intrincados pasillos del castillo, asustando a

los aprendices no familiarizados con el peculiar sonido. El

costado este terminaba en un acantilado en cuyas faldas

rompían, espumosas, las olas.

Desde La Fortaleza gobernaba el Mago Supremo,

Americus, anciano noble y señorial, mago de linaje puro,

señor de la Cofradía Alejandrina y Rector de los Ancianos

del Tiempo. Era un gobernante sabio y justo que se reunía

frecuentemente con los jefes de las comarcas para resolver

los pequeños conflictos domésticos que se suscitaban en el

reino. En ocasiones salía al mundo de los hombres para

acometer alguna tarea cuando sus deberes con la magia,

así lo requerían.

Esa noche dos hombres conversaban en la

barbacana, el anciano, Americus, de facciones sutiles y

barba escasamente poblada, le decía a su hijo:

-Hay indicios por todas partes. El anillo está en el

mundo otra vez. ¡Las sombras se están preparando para

salir!

El joven, mago también, lo miró con asombró. Le

costaba entender cómo después de todos los esfuerzos de

la Cofradía para sacar a las sombras del mundo de los

hombres, aún tenían que seguir luchando con los viejos

fantasmas.

-¿Cómo puede ser eso posible? – respondió - Pensé

que Zoroastro jamás volvería a pisar la faz de esta tierra.

El anciano se frotó la barbilla y, con el tono

misericordioso de quienes saben los secretos del mundo,

contestó:

-Las sombras nunca descansan, preparadas siempre

para deslizarse por el más mínimo resquicio. ¡Es la

inacabable, infinita e interminable lucha del bien contra el

mal! ¡Han estado aquí antes de nuestro nacimiento y

seguirán estando después de nuestra partida!

Los embates del viento revolvían sus vestiduras y

alborotaba sus cabellos. Anochecía. Luego, Leonardo, con

resignación preguntó:

-¿Qué usaron esta vez?

Americus se tomó su tiempo para responder.

Aunque su cuerpo estaba junto a su hijo, sus pensamientos

volaban muy lejos de La Ciudadela hasta el pequeño

pueblo de San André, donde había sido encontrado el

Libro y el anillo.

-¡Una joven! - dijo finalmente - La portadora tiene

el libro de la oscuridad que el Mago Abramelin le entregó

a la Hechicera Zarnia, hace muchos años atrás. Es una

buena oportunidad para ubicar el tomo y sacarlo del

mundo de los hombres.

-¿Y cómo piensas hacerlo?

Americus rió en tono jocoso. En los últimos años,

Leonardo, era el que había tenido una participación más

activa en el rastreo de los libros del mal. El Mago

Supremo se sentía cansado, quizá ya iba siendo tiempo de

reunirse con su finada esposa Bela y que su hijo tomara las

riendas de La Ciudadela. Lo había estado preparando en

secreto, delegándole pequeñas tareas, propias de la

posición, y a la fecha era muy poco lo que le quedaba por

aprender.

-¿Yo? Oh, no, no, no. Tú eres el que tiene que

“hacerlo”, pero debes tener paciencia, muchacho, mucha

paciencia – recalcó Americus - todo se irá develando a su

tiempo.

El joven no sabía qué era lo que se tenía que ir

develando a su tiempo pero tampoco preguntó por respeto

a su padre. Lo conocía lo suficiente como para saber que

cuando fuera el momento indicado, él mismo se lo diría.

La noche comenzó a caer sobre el ruido de un

viento ensordecedor que bramaba y amortiguaba sus

voces. La niebla se extendía detrás de ellos. El frío

comenzó a tiritar las carnes y los huesos.

Será mejor que entremos – comentó Leonardo -

debes estar lúcido para la reunión de mañana.

-Tienes razón – contestó Americus arrastrando los

pasos - ya no soy tan ágil como solía ser. Sabías que en

mis buenos tiempos era conocido como el “Conejo

Americus”¡ –dijo pasando su brazo sobre los hombros del

muchacho.

-¡Jamás lo habría adivinado! Espero que por tus

habilidades para las carreras y no para la procreación!

-¡Bravo, Leonardo! ¡Debe ser mi día de suerte! –

proclamó - Muy pocas veces te escucho bromear; lo que es

una pena ya que el buen humor es como el buen vino que

mejora el sabor de las comidas y hace soportable la vida!

-Bueno, no te acostumbres…

-¿Está todo listo para la celebración?

-¡Todo listo y en orden, padre! -contestó

solemnemente.

La celebración del Solsticio de Verano era una

festividad que se conmemoraba la tercera semana de Julio.

La ceremonia de apertura estaba pautada para la mañana

siguiente y ya habían comenzado a llegar los magos y

hechiceras de los asentamientos más prestigiosos. Se

acondicionó el Salón de la Luna: su techo abovedado de

cristales biselados era un portento de ingeniería, sus

delgadas paredes reflejaban la luz exterior con los mismos

resplandores de las estrellas, monolitos de mármol blanco

adornaban las esquinas y, sobre ellos, algunos recipientes

de cobre recibirían las ofrendas de incienso y mirra que

perfumarían el ambiente. Varios tapices y ornamentos

metálicos adornaban las paredes. La luna tomó su lugar

en el firmamento y un centenar de estrellas se dispersaron

sobre la bóveda oscura de la noche.

Cuando apareció la luz del día, los invitados

comenzaron a agolparse en la galería que preside al Salón,

esperando la llegada de Americus para dar inicio al magno

evento. También estaban presentes los jefes de la comarca,

Alaris, Ducran y Xanatrix, quienes se hallaban apartados

del grupo pues no se sentían muy cómodos en presencia de

los hombres, aunque éstos fueran magos. Leonardo y su

prometida, Duprina, se apostaron en la puerta, de lado a

los estandartes. Duprina, estaba, como siempre, colgada

del brazo de Leonardo, como era su costumbre en todas

las reuniones a las que asistían. La muchacha era atractiva,

no cabía duda, su larga cabellera azabache aterrizaba en su

cintura y sus ojos pardos miraban a todos con recelo.

Vestía una ceñida túnica lila que resaltaba y mostraba sus

atributos con excesiva desfachatez.

Al cabo de un rato, viendo que su padre no

aparecía, decidió abrir las puertas del Salón para permitir

la entrada a los concurrentes. Enormes ventanales daban

vista a la inmensidad del océano. El joven miró el reloj

nuevamente. Americus estaba atrasado, lo cual era inusual

en él. Cuando se disponía a buscarle, observó a través del

ventanal una figura insólita en el cielo que captó por

completo su atención. Al principio pensó que se trataba de

un águila planeando en el firmamento, pero a medida que

se acercaba, los caracteres difusos del animal se fueron

delineando en las figuras de unas muchachas y un perro

montados sobre una alfombra, quienes gritaban con la

misma efusividad que un naufrago a la vista de un barco.

La alfombra venía directamente hacia él y estaba

descontrolada, con seguridad terminaría estrellada en el

recinto. En cuestión de segundos entró por el alfeizar de la

ventana, pasó sobrevolando las cabezas y dos hechiceros

muy altos hubieron de agacharse para no quedar

decapitados. Esquivó por centímetros la lámpara en forma

de araña que se hallaba suspendida en el centro del salón y

empezó a rebotar contra las paredes, tumbando a su paso

algunos ornamentos de hierro y estaño apostados sobre el

mobiliario ceremonial y que iban cayendo uno a uno,

profiriendo un sonido metálico al estrellarse contra el piso.

Las veladoras del candelabro de la mesa, que habían sido

preparadas un mes antes para la ocasión, con parafina y

una mezcla de esencias y almizcle, cayeron, y comenzaron

a incendiar el mantel. Un incipiente sopor de humo

blancuzco se alzó prometiendo alcanzar mayor

prominencia. Enseguida, y para prevenir el incendio, una

hechicera gorda que vestía una túnica azul semejante a una

carpa de circo, usó su puntiaguda varita para apagar el

fuego. Al principio, la varita lanzó unas tímidas gotitas de

agua pero pronto se transformó en un gran torrente que

alcanzó también a otros dos brujos, altos como estacas,

que se encontraban cerca. Estos, en represalia,

comenzaron a mojar a la hechicera gorda con sus

instrumentos mágicos; y en menos que canta un gallo todo

el mundo estaba mojando a todo el mundo y las

muchachas desperdigadas en el salón veían anonadadas la

dantesca escena.

Lejos estaba de pensar que el denigrante

espectáculo se había suscitado a costa nuestra. Aturdida,

desconcertada y tambaleante por el impacto, me incorporé

bajo las miradas furiosas de los rostros desencajados que

se me acercaron con actitud agresiva. Un gran alboroto se

esparció por todo el lugar. Busqué a mis hermanas con la

mirada, las hallé a mis espaldas, levantándose también,

con un Bartolomeo desubicado, quién percibiendo la

conmoción trataba de esconderse debajo de la alfombra

que yacía plegada en una de las esquinas. Con el rebote,

Batam-Al-Bur salió disparado y chocó contra el borde de

una de las mesitas que sostenía una lámpara que

descansaba sobre el piso por la colisión. Mientras se

levantaba iba repartiendo quejas:

-¡Desde el día en que las conocí, los chichones

abundan en mi cabeza! - dijo en un tono persa lastimero,

agarrándose la sien con las dos manos.

Un mago, con los ojos azulísimos como el océano

que recién acabábamos de cruzar y la fisonomía grácil y

gallarda de un príncipe de la realeza, sobresalía entre todo

el grupo. Vestía el atuendo típico de los magos: un

sobretodo negro que cubría su cuerpo hasta las rodillas,

rebasando el sobretodo se veían los puños de una camisa

excesivamente blanca, adornados con yuntas de un

material brilloso parecido a diamantes. Botas pulidas hasta

la exageración y un sombrero de ala, también negro,

cubría parcialmente el rostro, dejando al descubierto solo

los ojos índigos, gélidos y atroces.

La situación era de extremo cuidado; las

expresiones de la concurrencia, como ya he indicado, eran

feroces solo comparables con las agresiones caninas de un

bull-dog a quien le estuvieran arrebatando su alimento.

Ciertamente tal actitud no presagiaba nada bueno.

Y así, cuando más aturdida estaba, escuché la voz

autoritaria y sonora del atractivo joven que reclamaba la

presencia de la guardia. Dominada por una extraña

excitación entendí que de alguna manera debía intentar

aplacar los caldeados ánimos. Haciendo uso de mis

habilidades histriónicas, mis palabras comenzaron a salir

con un tono de modestia que me era impropio, sin muchas

inflexiones, aderezando con un toque de humildad extrema

el carácter monótono de mi voz. Para mayor dramatismo,

incliné la cabeza hacia los suelos, bajé los hombros y

aquieté la mirada en muestra de una total sumisión.

Completado el acto, las palabras salieron con la

entonación mansa de un infante:

-Disculpen las molestias y esta entrada tan

aparatosa ¡Tuvimos un minúsculo problema con nuestro

transporte! En todo caso, no queríamos interrumpir. Lo

cierto es que es de suma urgencia que vea a un mago que

tenga los poderes suficientes para acabar con maldiciones,

hechizos y todo eso que ustedes hacen! ¿Hay alguno por

aquí?

Ocurrió pues que mis palabras no surtieron el

efecto deseado y la muchedumbre, lejos de calmarse con

el ungüento de mi alocución, continuaba impertérrita,

apuñalándome con sus miradas de canino. El joven seguía

llamando con insistencia a la guardia, mirándome sin

contestar, lo que empezó a molestarme ya que se conducía

como si fuéramos estatuas insubordinadas en las que no

valía la pena gastar los minutos preciosos de una

conversación. Después de todas las molestias que pasamos

para llegar hasta allí, tal actitud era en extremo

desconsiderada. No éramos delincuentes sino muchachas

de buena presencia, que habíamos aterrizado sin permiso,

eso sí, pero que en nada representábamos una amenaza

para su seguridad. Y en cuanto a la buena presencia se

refiere, esta asunción no duró mucho, sino hasta el instante

en que vi mi imagen reflejada en uno de los espejos de dos

cuerpos que abundaban en el salón. ¡Oh, por Dios! - pensé

- La figura, que de mí se trataba, tenía los cabellos

revueltos y enmarañados en una gruesa capa de tierra; un

moho verdusco enlodaba mi cuerpo y mis zapatos,

haciendo imposible precisar donde empezaba uno y donde

terminaba el otro. Mi autoestima cayó hasta el subsuelo y

allí permaneció el resto del tiempo, mientras, buscaba las

vocablos precisos que amainaran un poco el impacto

terrible que mi nueva efigie de indigente me endilgaba.

-¿Será que no hablan español? –preguntó Beatrice

en su inocencia, dándome un codazo mientras sacudía

parte de la tierra anclada en sus zapatos que iba

aterrizando a raudales sobre el costoso piso de mármol

blanco, bajo la mirada atónita del mago que nos miraba

con repulsión.

-En-car-ga-do.. –insistí, las caras me escudriñaban,

furiosas y expectantes.

-Je-fe? –gesticulé con las manos, ya a punto de

perder la escasa paciencia.

Finalmente el joven habló:

-¡Esto no es una taberna! Ustedes han irrumpido en

un evento privado que es única y exclusivamente para

magos y hechiceras, y hasta dónde puedo ver ¡ustedes no

lo son! -promulgó groseramente.

Intenté, una vez más, contener la bocanada de voz

que comenzaba a vociferar en mi interior, y con toda la

fragilidad de una caperucita ante las garras de un lobo, dije

con un hilito de voz:

-No, no lo somos –dije aun conservando cierto

tono de humildad – pero vengo en un asunto de extrema

urgencia, de vida o muerte, y como se trata de mi vida y

de mi muerte, el asunto es de suma importancia para mí.

Deberá disculpar mi impulsividad, pero solo quiero ver a

un mago que me quite este condenado anillo -grité ya

alterada alzando mi mano y mostrando la joya a los

presentes –ASI QUE SI HAY ALGUN ENCARGADO,

QUIERO VERLO AQUÍ Y AHORA –dije zapateando el

piso. En este punto, toda gota de humildad se me había

evaporado.

Beatrice me tomó del brazo en un intento por

calmarme. Mariana tenía la cabeza inclinada, absorta en

un sentimiento de vergüenza mientras abrazaba a

Bartolomeo, y el Genio, escudándose en su cobardía, una

vez más, volvió a esconderse en su botella tan pronto

sintió la tensión de la situación.

De repente hubo una tremenda agitación, las dos

hojas de un inmenso portón de roble se abrieron de par en

par y un grupo de bélicos soldados, vestidos con

chamarras rojas, galones dorados y pantalones negros se

abrió paso entre los asistentes y siguiendo las órdenes del

joven, se acercaron hasta donde nos hallábamos apostadas.

Uno de ellos se situó detrás de mí, me rodeó la cintura con

sus musculosos brazos mientras otro, mucho más bajo, se

inclinaba para tomarme los pies. Forcejeé lo más que pude

tratando de zafarme, y en la acción pedazos de lodo y

musgos se desprendían de mi atuendo, pero era inútil,

estos guardias parecían tener la fuerza sobrehumana de

Hércules y me alzaron como si de una plumita se tratara.

Vi que mis hermanas recibían el mismo tratamiento que

me estaban dando; Beatrice gritaba y gruñía como un

animal, embestía como a un toro al que le estuvieran

sosteniendo los cuernos, pero aún así sus esfuerzos

animalescos fueron infructuosos, como pude ver a través

del rabillo del ojo. Nos sacaron sin muchos miramientos

del salón, alzadas como fardos inservibles que van a

depositarse en el oscuro ático del olvido. A lo largo de un

extenso pasillo que culminaba en una escalera, un estrecho

pasadizo descendía hasta un cuarto oscuro, que al

iluminarse con las antorchas que encendieron los guardias,

reveló lo que sería nuestro aposento: un calabozo de tres

metros por tres, con un pequeño rectángulo de ventana,

piso de piedra gris y un pequeño taburete, también de

piedra, recostado a un costado de la pared. La ventanilla

era tan pequeña que solo la figura flaca y estilizada de

Bartolomeo podría deslizarse entre sus barras. Uno de los

guardias tenía un manojo de llaves atado al cinturón.

Aflojó el cinto y tomó la correspondiente y abriendo la

puerta enrejada, nos depositaron en el piso abruptamente.

Bartolomeo, quien venía siguiéndonos en procesión, entró

por voluntad propia. Afortunadamente Mariana pudo

tomar la botella del Genio antes de que alcanzáramos las

alturas, sin embargo mi mochila no tuvo la misma suerte.

-¡Cobardes! – grité con impotencia aferrada a los

barrotes, con los nudillos blanqueados por la presión y la

rabia.

Uno de los guardias se apostó en una mesa para

vigilarnos y nos veía indiferente como se mirarían a unos

flacuchentos animales de circo.

-¿No tienes lengua? – preguntó Beatrice.

-Si – respondió el joven - pero la guardo para

ocasiones especiales.

-¿Y cuáles ocasiones son esas?

-Una en la que los humanos no están presentes -

respondió con desdén.

-¿Humanos? ¿Y ustedes que son?

¿Sobrehumanos?

-¡Somos seres mágicos! -dijo con orgullo.

-Pero son humanos también, ¿no? Son humanos

que saben magia, o sea, que el que sepan magia no les

quita lo humano. Es como si un mono se identificara a sí

mismo como mamífero, pero no por ser mamífero, deja de

ser mono. ¡A mí lo que me parecen es que ustedes son

unos seres muy maleducados!

Mientras mi hermana se enfrascaba en un

monólogo con el guardia, puesto que de él no obtenía

ninguna respuesta, Mariana y yo escudriñábamos el

calabozo a ver si encontrábamos algo que nos permitiera

escapar. Asomadas por la ventanilla nos percatamos de

que estábamos a ras del suelo. A lo lejos se veía una hilera

de casas de piedra gris, más allá la cresta de algunos

árboles, y mucho más allá, los cerros purpúreos fundidos

con el horizonte. Con los instrumentos necesarios

podríamos agrandar la abertura y escapar. Tomé la botella

y llamé a Batam-Al-Bur, quien con su espectáculo de

niebla reglamentario apareció en la celda.

-¿Puedes sacarnos de aquí? - inquirí.

Mi pregunta se quedó en el aire porque en ese

momento el Mago estaba bajando por la escalera y fue

precisamente él quien la contestó:

-¡No!, ¡No puede!

Caminó hasta quedar de frente a la puerta de la

celda. El rostro altivo me miró una vez más con desdén.

-El Genio no está en su jurisdicción –dijo- por lo

tanto no tiene permiso para ejercer la magia aquí, y si lo

hace puede ser enjuiciado y privado de todos sus poderes

por siempre.

-¡Ay! ¡Qué miedo! -dijo el Genio corriendo a

esconderse nuevamente en su botella.

Me acerque lo más que pude, considerando que

había una reja de por medio y que no era mucha la

distancia que podía salvar, para gritarle en su cara lo

injusto del procedimiento y lo grosero de sus modales:

-¡No hemos hecho nada malo! ¡No puede

retenernos aquí contra nuestra voluntad! ¡Esto es una

injusticia! - dije.

Beatrice y Mariana permanecieron calladas. El

Mago era imponente, su porte denotaba autoridad y sus

modales reflejaban la seguridad que concedía el saber que

sus palabras eran siempre obedecidas. Por mi parte, no le

temía, cuando se tienen los días contados las barreras de la

prudencia se derrumban y acometemos los actos más

riesgosos o banales sin temor a las consecuencias. El joven

continuó con la misma cantaleta:

-Ustedes entraron a Eisembaum sin permiso,

irrumpieron a la fuerza en La Fortaleza, eso es

allanamiento de morada, causaron un incendio, eso es

daño a la propiedad y casi le quitan la cabeza a algunos de

mis invitados, eso es intento de homicidio.

Intenté defenderme de los injustos cargos. Nada de

lo que se nos impugnaba era cierto.

-¡Pero fue un accidente¡

El joven no se dio por enterado y continuó

arremetiendo contra nosotras:

-Las peores tragedias de la humanidad se amparan

siempre tras el nombre de los accidentes. El que sean

accidentes no las exculpa de su responsabilidad - el mago

nos miró sin inmutarse y, con un gesto displicente en su

rostro glacial, prosiguió:

-Habrá una audiencia en unos minutos para decidir

cuál será su castigo. Por su culpa hemos tenido que

suspender nuestra celebración. Cuando todo esté

dispuesto, un guardia las llevará hasta el juez - y diciendo

esto salió sin darnos tiempo de refutar.

Allí nos quedamos con la palabra en la boca

tratando de entender lo que nos estaba pasando.

Como si me llevaran a la horca, así me sentí

cuando me trasladaban del calabozo al lugar de la

audiencia. Así debieron sentirse las calumniadas brujas de

Salem cuando iban a ser cocinadas bajo las brasas

ardientes de la hoguera, así las brujas de Castilla

descubiertas por los inquisidores lujuriosos trasladadas al

cadalso sin posibilidad alguna de réplica. Me condujeron

caminando, y no alzada como borrego, por un estrecho

pasillo enlozado que desembocaba en una amplia sala que

ya estaba atestada de gente cuando llegué. Sentada en el

banquillo de los acusados, de frente a la multitud para

mayor escarnio, así comenzó el tan cacareado juicio. A un

costado un anciano arrugadísimo, que se hallaba apostado

detrás de una mesa de jabillo, me miraba por encima de

sus gafas que se erguían suspendidas en la punta de su

nariz. Mis hermanas fueron apartadas de mí y llevadas

hasta un mueble de cedro ubicado al lado de un ventanal.

En cuanto a criminalidad se refiere, yo debía parecerles

muy peligrosa, ya que me ubicaron a una distancia

prudencial de la audiencia y de los jueces. Tan pronto

estuve sentada, el anciano comenzó a martirizarme con

preguntas:

-¿Cómo burló las medidas de seguridad para entrar

a nuestro reino?

-¿Qué hacía con el Libro de la Hechicera Zarnia?

-¿Por qué practicaba la magia sin licencia?

-¿Cuáles eran mis cómplices?

-¿Practicaba las artes oscuras?

La voz chillona y monótona retumbaba en mis

oídos y hacía eco en las cavernas de mi mente. Sin tiempo

siquiera para contestar; cuando ya me disponía a responder

la primera pregunta, venía enseguida la segunda y luego la

tercera en tropel…. Finalmente pude decir:

-La magia vino en camello –recité al grupo de

magos y hechiceras, encabezados por Lato, el mago

inquisidor. Enseguida hubo un barullo de desaprobación

promulgado por aquellas mentes estrechas incapaces de

descifrar la melodiosa metáfora de mis palabras.

-¡Eso es imposible! La magia no viene en camello!

-dijo un viejito achacoso con rostro inquisitivo.

Comprendí que debía realizar un esfuerzo más

contundente para hacer que mis palabras fueran

ampliamente comprendidas. Los puños alzados al aire con

fruición reverberaban la rabia de sus portadores.

-Bueno, hablo en sentido figurado. ¡Así es! –

proseguí - No tengo nada que ver con la magia de la

hechicera Zarnia. Mi contacto con la magia fue a través

del Oriente, en la persona de Batam-Al-Bur, un Genio

proveniente de los desiertos de Persia, que ha estado a mi

servicio desde hace dos días y que me ha enseñado todo lo

que sé de la magia. O sea nada, ya que ni él mismo sabe

controlar sus poderes. De la hechicera Zarnia, solo tengo

el libro y eso, porque lo encontré enterrado en un bosque –

consideré conveniente el reservarme algunos detalles del

hallazgo que podrían contribuir a mi perjurio. ¡Para

oprobios ya tenía suficiente con los que me estaba

endosando la Corte de Magos de Eisenbaum y no quería

que supieran que ya tenía antecedentes de irrupción en

otras moradas! - y no he practicado ninguno de los

hechizos que allí se mencionan.

-¿Cómo burlaste a los guardianes del bosque

Zoromix? –preguntó el achacoso y desquiciado viejito.

Un hormigueo de impotencia comenzaba a

engendrarse en mi interior.

-¿Quizá porque venimos por los aires? ¡No lo

sé!¡No sé de qué bosque me habla! Vinimos aquí en una

alfombra mágica, así que si algún bosque había,

seguramente le pasamos por encima -dije ya sin paciencia.

-Has pervertido los valores de la magia –declaró

una mujer de ojos saltones que se alzaba con su puño en

alto desde las tribunas- y debes pagar por ello.

Viendo la expresión desmesurada y el

desproporcionado arranque de la hechicera no pude evitar

recordar a la Doña Tula de San André y en ese momento

no pude precisar quién era más cruel e infame, si Doña

Tula o ella.

El joven a cuyos pies aterrizamos observaba la

escena con desdén, sin asentir ni contradecir ninguna de

las aseveraciones que se estaban discutiendo en mi contra.

Beatrice y Mariana trataban de intervenir de vez en

cuando para defenderme, pero el bullicio ensordecedor

amortiguaba sus voces, y los guardias apostados a su lado

no le permitían levantarse. El Genio no se veía por

ninguna parte, ya que en el alboroto del trayecto se había

zafado la botella.

-¡No he pervertido nada! Solo vine buscando una

solución para la maldición del anillo¡ -grité a todo pulmón

mostrándoles la joya que destellaba en mi dedo- Pensé que

podría encontrar aquí a un mago que quisiera ayudarme.

Pensé que ustedes eran seres serviciales y benevolentes.

Pensé que eran los depositarios de los valores más puros y

excelsos de la humanidad, pero todo lo que he encontrado

es un puñado de arrogantes e irracionales seres,

demasiados concentrados en su propia importancia como

para ayudar a un prójimo! ¡Vergüenza debería darles el

llamarse a sí mismos magos! -censuré.

Más murmullo y bullicio. La prometida del mago

me miraba desde un pequeño palco con más presunción y

soberbia que una princesa en una fiesta de plebeyos.

-¡Pero qué arrogancia! ¡Venir a insultarnos aquí!

¡En nuestra propia casa! -comentó Duprina al oído de

Leonardo.

Por mi parte, encallada en aquella cacería de brujas

que no tenía ni pies ni cabeza, no entendía por qué, cuando

concluía mis respuestas, se propagaba con mayor

intensidad el alboroto de sala, aupado con los gritos de

fondo de los magos y hechiceras que condenaban mi

discurso.

-Si no puedo hablar aquí, entonces dónde? No es

aquí donde se encuentran las mentes más brillantes y

privilegiadas del mundo mágico? ¿Qué esperanza tenemos

entonces, nosotros, los mortales, de que se nos pueda

enjuiciar justa e imparcialmente? ¡Si en este lugar

supremo de justicia ya he sido juzgada y sentenciada, sin

darme tiempo siquiera a defender mi punto de vista!

-¡Has entrado a Eisembaum sin permiso! ¡Tú no

perteneces aquí! ¡Esto es tierra de magos! -gritó

desaforado el viejito alocado que fungía de juez, dejando

entrever los tres dientes que aún le quedaban por

dentadura.

Seguí mi defensa sin amedrentamiento.

-¿Donde dice que Eisembaun es solo tierra de

magos? Muéstreme el documento que le otorga la

propiedad de estas tierras, entonces, ¡me declararé

culpable! Qué extraña manía la de los hombres, mortales o

magos, de adueñarse de las tierras que Dios nos otorgó a

bien para nuestro disfrute, dividiéndoselas como si les

perteneciera, negándole el derecho a otros de disfrutar de

esas mismas maravillas. ¡Vergüenza debería darles a

ustedes por el robo de los recursos celestiales!

-Si hubiéramos permitido que los mortales se

instalaran en estas tierras, ya estuvieran destruidas, tal

como están las tierras de tu mundo.

-¿Mi mundo? Su mundo? ¡El mundo es uno solo!

¿Por qué siguen con la manía de dividir lo indivisible?

El hombre hizo un ademán de fastidio. De repente

el fuerte ruido de una puerta al abrirse hizo girar los

rostros acusadores hacia el lugar de donde provenía el

sonido. En el quicio del portón se insinuó la figura

majestuosa de un anciano, sus cabellos caían en cascadas

hasta sus hombros, su barba se abrió para mostrar el rastro

de una incipiente sonrisa, su fina túnica hilada con hebras

centelleantes emitían destellos a su caminar y portaba la

misma mirada intensísima azul marina del mago, pero con

la calidez y mansedumbre de un atardecer en el trópico. A

su lado venía Batam-Al-Bur. El anciano sin prestar

atención a la concurrencia fue directamente hasta donde

me encontraba.

-¡Querida chiquilla!¡ ¡Pero qué alboroto has

armado! -dijo con el tono dulzón de la miel de abeja.

La concurrencia enmudeció en señal de respeto.

-Parece que mi muchacho no te está tratando nada

bien –dijo en tono recriminatorio dirigiéndose al mago.

-¿La conoces? – preguntó el joven que me había

miraba con desdén.

-Es la portadora del libro. ¿No recuerdas?

¡Estuvimos hablando de ella el día de ayer! – dijo

guiñándome un ojo.

Este comentario no me causó mucha gracia. ¿Qué

podrían haber estado hablando de mí dos magos? ¿Sería

que poseían un don adivinatorio que les había advertido

mi presencia? Batam-Al-Bur venía con él y se mantenía

impávido su lado. El Genio se hallaba más a gusto en sus

entornos orientales, con su arena de granos gruesos y

candentes, con el olor fuerte, profundo, penetrante de los

camellos que transportaban fardos enormes de mercancías

a través de las interminables dunas del desierto, con los

mercaderes que se apostaban bajo las grandes y pesadas

carpas carcomidas por el sol y los vapores del desierto.

El anciano, que después supe que se llamaba

Americus, se acercó hasta la silla donde me encontraba y

tomando mis manos hizo que me levantara. La calidez de

sus manos evocó el recuerdo nítido de mi abuelito Genaro.

-¡Hablemos¡

Y dirigiéndose al mago.

Tú también, Leonardo. ¡Ven conmigo!

Cuando vio que Duprina se alistaba a seguirlo, se

apresuró a decir:

-¡Solo Leonardo!

Si los ojos mataran, en ese preciso instante yo

estaría pastoreando por las veredas del cielo; la mirada de

odio catapultada por Duprina surcó el vasto espacio que

nos separaba para posarse, rencorosa, sobre el escudo

innato de mi indiferencia, quien como una niña ante la

vista de un animal ponzoñoso, la observaba entre divertida

y temerosa. En ese momento, el pecado capital de los

celos carcomía las entrañas de Duprina, con la misma

ferocidad y ensañamiento que una llama azuzada por el

viento.

La muchacha tenía unos rasgos exóticos

atractivos pero, a riesgo de parecer poco modesta, tengo

que decirlo, no era tan bonita como yo. Tenía los ojos

saltones de las guacamayas cuando retozan sobre los

manglares torcidos de las bateas arenosas del mar, las

extremidades largas y estrechas de un flamingo encorvado

y su hablar, que era de las peores cosas que hubiera

escuchado jamás, apretujado, como si las palabras huyeran

atiborradas hacia la libertad, proferidas en un acento

español que no se sabía si era real o pretendido. Esta

visión arrancó una sonrisa de mis labios que Duprina

interpretó como una bufonada de mi parte.

En vista de que no había sido ni colgada, ni

castigada, ni sometida a ninguno de los tormentos eternos

habituales, conferidos a los profanadores de la ley, las

personas fueron abandonando el salón, decepcionadas por

el feliz desenlace. Solo quedamos Americus, Leonardo,

Duprina, mis hermanas, el Genio y yo.

Le eché un vistazo a Leonardo, que se había

colocado al lado de Americus y avanzaba hacia la salida.

Era bien parecido, sus facciones guardaban una perfecta

simetría, su porte era noble y audaz; y de no haberme

tratado tan toscamente, hasta me hubiera parecido

simpático. Esta significativa falla de carácter desmejoraba

en todo el resto de sus atributos. Tan ensimismada estaba

en estas consideraciones que me olvidé brevemente de mis

hermanas y del motivo que me había llevado hasta allí.

Esta elocuente inspección que le hice al mago no pasó

desapercibida para Duprina, ni para mis hermanas.

Cuando nos hallábamos ya en el resquicio de la puerta,

Americus pareció recordar a las otras dos visitantes, por

lo que se volteó y giró instrucciones a sus ayudantes para

que le mostraran los alrededores, lo cual aceptaron con

gran algarabía. El Genio me miraba dubitativo sin saber a

dónde dirigirse. Le hice señas para que me siguiera.

El recorrido hasta el salón de reunión estuvo

plagado de agradables sorpresas. Americus, que era un

excelente anfitrión, rebosado en atenciones, me iba

describiendo con detalles, en la medida en que

avanzábamos, las peculiaridades de los objetos que

encontrábamos a nuestro paso, lo que obligó al mago a

secundarlo sin mucha voluntad. Vi muchas cosas que me

complacieron: estilizadas esculturas, coloridas pinturas

con paisajes de la región y ornamentos cerámicos tallados

por expertas manos, considerando la belleza de sus

formas. Desembocamos en un pasillo abierto y en la planta

baja observé maravillada como se extendía un amplio

salón, magníficamente decorado y de proporciones tan

grandes que parecía un parque, los iluminados farolitos

semejaban soldados en perfecta formación que recorrían a

intervalos regulares la orilla saliente entre la celosía y el

jardín. Había mucho barullo y movimiento. Leonardo

llevaba cara de pocos amigos y yo estaba empezando a

imaginar que esta era su expresión habitual. Caminamos

unos cuantos metros y nos adentramos en otra salita de

forma circular. Una gran mesa de mármol blanco

dominaba la estancia y en la ventana sin vidrios se

comenzaba a observar la línea violácea y ocre difusa del

horizonte, una cálida brisa marina se filtraba por el espacio

abierto y otorgaba a mi piel una textura ligeramente

pegajosa y viscosa. Americus se sentó en una amplia

poltrona que cedió un poco ante su peso, y rodando una

silla similar la arrimó hasta su lado y me hizo señas de

sentarme. El joven permaneció de pie junto a la ventana,

muy cerca del Genio, dirigiéndose mutuas y antipáticas

miradas, sin pestañear siquiera.

El anciano tenía los mismos ojos consoladores de

mi abuelo, el hablar pausado de los filósofos que han

conquistado ya las fogosidades de la juventud y el aplomo

de las almas que conocen su lugar en el universo. Si

alguien tenía un conjuro para contrarrestar el hechizo del

anillo, tenía que ser este anciano.

En un despliegue de su habitual amabilidad,

Americus preguntó sobre mi historia. Comencé a narrarle,

sin ahorrarme verbos ni adjetivos, sobre los primitivos

años de mi infancia, el fluir de la vida hogareña en la

ciudad con mi padre a la cabeza, donde un ejército de

cuidadoras comandadas por la afable mano de mi madre se

desvivía por condensar nuestros deseos más nimios. Le

hablé de la generosidad y ternura del abuelo Genaro, quien

tras la muerte de nuestros padres y sin importar los dimes

y diretes, aceptó la carga que suponía hacerse cargo de tres

niñas en edad escolar, con las subsiguientes obligaciones y

responsabilidades. Describí con gran detalle los días de

gozosa convivencia en su compañía; y con un susurro

penumbroso, los días oscuros habitados a la sombra de

Gertrudis Zinc en La Borrascosa. Culminé con la historia

del hallazgo del anillo en la casa de la hechicera Zarnia,

ahorrándome algunos detalles bochornosos, como el de la

profanación del pastel de chocolate, entre otras cosas.

El anciano me miró con la expresión

condescendiente que usan las personas mayores cuando

evocan retazos de su juventud, como si el recuerdo viniera

teñido de un cómplice entendimiento.

-O sea que no eres nueva en el asunto de los

allanamientos de moradas¡ -bromeó con una risa corta y

temí por un momento que hubiera descubierto los pasajes

oscuros de mi comportamiento. Leonardo, en cambio, lo

evocó como la travesura infantil de una muchacha

malcriada.

-Solo una tonta podría haber hecho algo así¡ -fue

su comentario sarcástico.

Mi irritación iba en aumento y no pude ya

contenerla. Hasta allí me llegó la admiración. Hasta allí

pensé que era la criatura más adorable del planeta. Hasta

allí llegó mi educación y buenas costumbres. ¡Si quería

guerra, pues, guerra tendría!

Americus se me adelantó con la respuesta:

-No seas tan duro con la muchacha, Leonardo –lo

reprimió - Estoy seguro que nada de lo que ha hecho ha

sido con el propósito de lastimar a nadie, ¿verdad,

jovencita?

Miré al joven con la altivez de quien tiene un

aliado en las esferas mismas del poder.

-¡Por supuesto que no¡ Solo un tonto podría pensar

eso -devolví el comentario tratando de adjuntarle una

mayor carga de sarcasmo del que él me había dispensado a

mí. No estaba dispuesta a dejarme apabullar por un

aspirante a mago, en ese momento no sabía que era uno de

los más prestigiosos personajes de la Cofradía.

Al cabo de unos minutos de conversación bajo la

mirada inhóspita de Leonardo, Americus, al fin, sacó de

una gaveta el conflictivo Libro de la hechicera, el cual se

había zafado de mi mochila al momento de mi

aprehensión. El anciano lo observó atentamente, abstraído

en su contemplación, como se mira a un objeto que se sabe

peligroso. Leonardo, muy a su pesar, se acercó también,

intrigado por la extraña historia del tomo. Se sabía en

presencia de uno de los grandes libros del mal. Ese

ejemplar en especial había sido entregado a Zarnia por el

propio Mago Abramelim, y era uno de los pocos tomos

que aún rondaba por el mundo de los hombres, con su

carga maléfica de dolor y pesar. La Cofradía había logrado

retirar algunos y los mantenía en custodia bajo las bodegas

ocultas de la Fortaleza.

Después de un rato, en vista de que ninguno

profería palabra, finalmente me aventuré a preguntar:

-¿Qué piensan? Creen que hay alguna esperanza

para mí?

Americus quedó pensativo, me miró, sonrió

levemente y dijo:

-Siempre hay esperanzas para todos. Lo imposible

es solo un término que usan las personas que no quieren

hacer el esfuerzo de ir más allá de lo conocido.

Y continuó con su minuciosa labor de escudriñar

las solapadas páginas del tomo, mientras yo, esperaba con

desespero una respuesta más convincente.

-Escucha –dijo- Te voy a contar la historia de un

libro. No de este que estoy sosteniendo en mis manos, que

es una abominación para el mundo y que solo conlleva a

pesares y perdiciones. Sino de otro, mucho más insigne y

glorioso.

El cielo estaba oscureciendo y el sol entregaba su

guardia. Americus se tomó su tiempo para levantarse y

arrastrar sus pasos hasta una mesa que estaba al fondo de

la habitación y que no se vislumbraba porque estaba

escondida entre penumbras. Revisó algunos papeles de

aquí y de allá y finalmente pareció encontrar lo que estaba

buscando. Tomó un pergamino entre sus manos y caminó

de vuelta hasta la silla donde me encontraba:

-Toma, lee –dijo.

Lentamente lo tomé, tenía la impresión de estar

recibiendo un documento muy importante. Desaté la cinta

vino tinto que lo mantenía cautivo, y ya liberado comencé

a leer tal como me había indicado.

“ Valencia, Septiembre 5, 1478.

Estimado amigo,

¡Son tiempos duros! La bula papal autorizó la

tortura como recurso para extirpar la hechicería en su

territorio. El inquisidor se instaló desde hace una semana

en la plaza central de San Sebastián. Desde allí ha

promulgado órdenes para perseguir a los sospechosos de

herejía. Esta práctica se ha extendido como pólvora por

las provincias de Cotaleña, Castilla y Valerma. Es solo

cuestión de tiempo que los torturadores toquen a mi

puerta. El libro que adjunto debe ser preservado. He

tomado todas las medidas necesarias para que así sea.

Agradezco tus buenos oficios, mi buen amigo”

Luego venía un sello y una firma ininteligible.

Después continuaba otro pergamino:

“ El monje miró a su alrededor, la diminuta

guardilla se hallaba iluminada apenas por el brillo de

una veladora, libros desparramados por todos los

rincones proyectaban sus siluetas agrandadas sobre el

estuco desgarbado de las paredes de arcilla, testigos

silenciosos de los millares de minutos que el clérigo había

dedicado al estudio de la magia. El pensamiento de que

debía destruir los singulares escritos lo llenaba de una

profunda tristeza; fue la consideración de esta posibilidad

lo que lo llevó a transcribir meses atrás una recopilación

de los ejemplares individuales. La tarea ya estaba

concluida; la portada de terciopelo rojo crujía bajo la

cálida caricia, solo faltaba colocar el título. Este debía

parecer inofensivo a fin de eludir la vista acusadora de las

autoridades eclesiásticas y sobrevivir a la acción del

fuego al que sería condenado de descubrirse su naturaleza

esencial. Se dirigió a su lugar de oración, una esterilla

deshilachada colocada al lado de la cama y se arrodilló

frente a la figura de un Cristo crucificado encimado sobre

una mesita de madera. Allí, rezó, rogó por días, y rezó

mucho más, para que el Libro fuera salvado de la

insensatez del hombre, rogó porque el mensaje se vertiera

en la conciencia de las almas preparadas para recibirlo,

rogo por sabiduría, por paz y redención; y mientras oraba

sus ruegos se fundían con sus lágrimas que deslizadas por

su rostro iban a estrellarse contra el empedrado. Cada

palabra, cada oración, cada ruego se fue adhiriendo a las

delicadas fibras del tomo, dibujándole un alma que lo

ligaría por siempre al mundo de los hombres. Después de

la catarsis del espíritu emergió con una tranquilidad

infinita: El sonido de unos pasos en las afueras del lugar

le confirmaron que la fatalidad lo había encontrado.

Apenas tuvo tiempo de garabatear el título del Libro:

“Las Llaves del Reino”.

Terminé de leerlo y miré al viejo con mirada

interrogativa. El me miró de vuelta y preguntó:

-¿Y bien?

Me estudiaba, como si estuviera tratando de

escudriñar si la lectura había despertado en mi algún

vestigio de respuesta o revelación. Sin embargo, mi mente

estaba en blanco y empeñada en retener sus preciados

hallazgos, si había alguno.

-¡No entiendo!

Leonardo también me miraba con exasperación.

Para ser un mago –pensé- tenía muy poca paciencia.

-¿Ves alguna coincidencia entre tu historia y la

de del monje?

Bajo presión mi mente se obnubilaba y no era

capaz de producir ni el más soso de los pensamientos.

Todos los ojos desembocaban en mí y un extraño amargor

comenzó a inundar mi garganta. Debía decir algo o todos

pensarían que era una tonta. Pero por más esfuerzos que

hacía, la respuesta no se dignaba a presentarse, por lo que

al final no tuve más remedio que responder:

-A decir verdad, no.

-¿Estás segura?

Por largo rato me quedé pensativa. Podía escuchar

los suspiros de exasperación de Leonardo, lo que me ponía

más nerviosa. Volví a leer las últimas líneas “la fatalidad

lo había encontrado…”, esa era una frase con la que podía

identificarme y así se lo confesé al anciano.

-¿Quieres saber un secreto? – dijo.

Asentí tímidamente con una leve inclinación de

cabeza esperando escuchar el misterio escondido entre las

páginas que recién había leído. Leonardo seguía

mirándome con el entrecejo fruncido.

-¡El clérigo se salvó! - dijo en susurros.

¿Ese era el gran secreto? No entendía. ¿Sería que

los magos hablaban algún otro lenguaje no comprendido

por nosotros, pobres mortales, que aunque usaran las

mismas letras y sonidos de nuestro alfabeto, su

significación se escurría por las paredes de nuestra

humanidad? Lo contemple con la expresión confundida de

un niño que a la espera de un juguete lo que recibe es un

centavo. Y algo de mi estupor debió reflejarse en mi

rostro, que le indicó al Gran Mago que era requerida una

aclaración:

-¡Lo perseguía la inquisición! – y viendo aún en mi

rostro la expresión estúpida de quien no sabe de lo que

están hablando, profirió - ¡ Sea lo que sea lo que haya

hecho para salvarse, el secreto estaba en ese libro!

Al fin lo que había esperado escuchar. Una leve

esperanza alumbraba el camino. ¡Otro Libro era la

respuesta! Tal como lo había sugerido el Genio. Este mi

miró con la expresión de un “te lo dije”. ¡Un Libro del

Bien contra el otro Libro del Mal! La eterna lucha desde el

principio de los tiempos. ¿Quién diría que yo iba a estar

involucrada en una lucha tan ancestral? Muy en el fondo,

la circunstancia me concedía un cierto toque de realce y

distinción, como el de aquellas heroínas de mi infancia

que se veían inmersas en las más inverosímiles

situaciones, para salir ilesas, triunfantes al final de la

historia, en las que siempre el bien vencía.

-¿Y donde puedo encontrarlo?

-¡El libro está en San André! - relató.

Exterioricé mi asombro y observé al anciano con

incredulidad. ¡Qué extraña ironía de la suerte! ¡Que el sitio

de partida sea precisamente el de llegada¡

-¿En San André? ¡Pero si de allá vengo! ¿En qué

parte? –pregunté esperanzada.

Leonardo se había ido a recostar sobre uno de los

muebles que se hallaba alejado de la mesa, dando muestras

de que no estaba interesado en lo que estábamos hablando.

El Genio seguía de pie al lado de la ventana, escuchando

atento la conversación pero sin intervenir para nada.

Americus me lanzó una mirada comprensiva:

-No lo sé con precisión. Tú eres la portadora, solo a

ti se te revelará su presencia. Debes estar atenta, y estar en

San André, ¡por supuesto!

La simplicidad de la respuesta me llenaba el alma

de angustias e incertidumbres. ¿Sólo un libro me salvaría

de los designios de aquel otro? ¿Sería suficiente? Esperaba

una solución más apoteósica, después de todo estábamos

tratando con la magia, y la magia debía ser algo

sobrenatural, fuera de serie, muy lejana a los parámetros

normales de expresión.

-¿Y si no lo encuentro?

Me contempló con paciencia como si conociera las

dudas que estaban embargando mi corazón.

-¡Lo encontrarás, si empiezas a buscarlo cuanto

antes! Fallar no es una opción, ¿cierto? Mañana regresarás

a tu pueblo. El ciclo se abrió allá y es allá donde debe

cerrarse. Te daré toda la ayuda posible pero tu salvación

dependerá únicamente de ti. Estudia el Libro de luz, es lo

único que puede salvarte de las sombras. ¡Busca a los

guardianes y oye sus consejos!

Un miedo feroz empezó a congelarme los huesos.

Ahora debía volver a San André y buscar un Libro que

quien sabe dónde estaría. El pequeño pueblo me parecía

ahora un gran gigante. Había perdido un día y ni siquiera

sabía dónde tenía que comenzar a buscar.

-¿Quiénes son los guardianes? ¿Dónde los

encuentro?

Su voz adquirió un tono sereno y armonioso.

-Son seres del mundo mágico que resguardan

objetos, animales o personas. Cuando encuentres el Libro,

habrás encontrado también a los guardianes.

La búsqueda continuaba y la responsabilidad del

desenlace caía nuevamente sobre mis hombros. Aprensiva

pregunté:

-¿No sería más fácil si me dijeras exactamente en

qué lugar de San André se encuentra? ¡Así no perdería

tiempo buscándolo!

-Mi querida niña lo único que puedo darte son

pistas. Ni yo mismo sé el lugar exacto en que se encuentra.

Busca en aquellos lugares donde se muestre la insignia del

león con las fauces abiertas, es un antiguo emblema de una

comunidad de hechiceros que estuvo asentada hace

muchísimos años allí, a la cabeza del mago Abramelin.

Esa fraternidad fue la que hurtó “Las Llaves del Reino”.

Lamentablemente, debido al desenfrenado uso de las artes

oscuras se fue extinguiendo, pero aún deben quedar

vestigios de su existencia. Leonardo irá contigo para

ayudarte a buscarlo, ya que es un experto en la búsqueda

de los Libros de la Cofradía. A pesar de sus modales

bruscos, es un buen muchacho. ¡No te dejes engañar por

las apariencias!¡

Al escuchar su nombre, Leonardo, que había

estado entretenido en otros menesteres, se acercó a su

padre y, mostrándose reticente, contestó:

-No creo que sea yo la persona indicada para

realizar el trabajo, padre.

El anciano amargó la expresión de su rostro y con

una voz gutural que no aceptaba negativa añadió.

-¡Irás!

Así debió entenderlo Leonardo ya que salió del

recinto sin emitir palabra y sin protestas por respeto a su

progenitor.

Por mi parte, no estaba muy de acuerdo con la

descripción que del Mago había esbozado su padre: mi

estimación era precisamente la contraria. Arrogante y

antipático, mordaz y malhumorado. No eran precisamente

días dulces los que vislumbraba en el horizonte.

-Debes tener paciencia con él, muchacha – dijo -

¡No hay otro mejor! Partirán mañana temprano ya que hoy

tendremos una celebración y ustedes están invitadas.

-¡No creo tener ánimos para una fiesta! - susurré

con tristeza viendo que mis posibilidades de supervivencia

se estaban estrechando.

El anciano comprendiendo mi dilema, respondió:

-La solución a los problemas llegan con la

serenidad de un lago en reposo, nunca con el torbellino de

un mar encrespado. Asiste a la celebración y serena el

espíritu, ya verás que mañana verás las cosas con otra

perspectiva.

11

LEONARDO, EL MAGO

A pesar de sus agraciadas facciones, los modales

de Leonardo eran francamente burdos y hostiles. Su hablar

denotaba el refinamiento de largas horas de estudio, bien

para el ensanchamiento de la cultura o para las

convenciones sociales, o por algún otro motivo que no

venía al caso, no obstante en su trato era orgulloso y

vilipendioso, como suelen serlo las personas de posición

bien acomodada. Intrigada por conocer más de este

peculiar personaje, y visto que tendría que soportar su

presencia en los días venideros, decidí recabar entre el

personal de limpieza un poco de información.

Esperé algunos minutos a que el personal de

servicio terminara las labores de limpieza de la habitación

que nos había sido asignada para esa noche, y viendo que

mis hermanas aún no habían regresado de su paseo, me

acerqué a una de las mucamas con la firme intención de

indagar sobre el pasado del mago. Fingí interés por

conocer detalles de la vida en Eisenbaum, después, con

disimulo, pregunté sobre Leonardo. No tuve que insistir

mucho, porque Diana, la mucama, estaba bien dispuesta a

la tertulia, lo que facilitó en gran medida el proceso

indagatorio.

-¿Hace tiempo que el mago vive aquí? – pregunté.

-¿Americus? –replicó.

-¡No! -corregí- Me refiero a Leonardo.

La muchacha dejó entrever que comprendía mi

interés por el muchacho y apuntó desplegando picardía:

-¡Oh! si¡ ¡Aquí nació! El reino celebró con

alborozo la llegada del primogénito. Americus y su esposa

Bela jamás habían sido más felices. El niño era rollizo y

de mejillas limpias y encarnadas. Las festividades del

nacimiento duraron un mes, donde no faltó ni comida ni

bebida y los fuegos artificiales alumbraron más que las

estrellas. Claro que yo no lo presencié, sino que me fue

referido por mi madre.

Hizo una pausa y me miró indecisa como

calibrando mi interés en el cuento, así que para motivarla,

seguí preguntando:

-¿Y siempre ha estado en Eisenbaum?

La aludida negó con la cabeza.

-Los primeros años fueron tranquilos y apacibles.

El infante no mostraba señales de que la magia morara en

su interior. Fue en su octavo cumpleaños cuando los

primeros indicios emergieron con claridad abrumadora.

Enseguida, se hicieron los arreglos para que el muchacho

asistiera a la prestigiosa escuela de magia de Ettonguess

en Dinamarca. Como padres, Americus y Bela estaban

abrumados por la inminente separación de su único hijo;

como magos, conocían demasiado bien la importancia de

educar los poderes y aunque esta resolución de alejarlo era

dolorosa, sabían que era necesaria. Muchas primaveras e

inviernos pasaron hasta que la dulce tez del infante tornó

en los fogosos rasgos del adolescente. Como joven era

gallardo y grácil. Ni el poder ni la riqueza le impidieron

estudiar dos carreras simultáneamente: arquitectura e

historia del arte, y más tarde literatura. Aprendió latín,

sánscrito, arameo y otros dialectos para poder leer los

textos mágicos en su lenguaje original. Se entusiasmó

tanto con los libros de magia que posteriormente se

integró al grupo de búsqueda de libros sagrados de la

Cofradía Alejandrina. En poco tiempo estaba ostentando la

posición de Mago Regente, uno de los más distinguidos

cargos de la organización, siendo el miembro más joven

en ocupar dicho rango –dijo con orgullo.

Los comentarios de la mucama me sorprendieron.

Hablaba de él con consideración y respeto. Aparentemente

era querido por sus súbditos aunque yo no entendía por

qué. Aproveché la pausa para ir a sentarme en un pequeño

sofá que ya había sido sacudido propiamente. A medida

que oía su historia más quería conocer de las vivencias y

eventos que le habían forjado el carácter. Me intrigaba el

hecho de que una persona tan agraciada, con los plácemes

del amor y la fortuna, hiciera esfuerzos tan contundentes

para hacerse antipático y vil. Diana dio una vuelta para

extender las sábanas de la cama y continuó su relato.

-En sus días de universitario convivió con otro

mozo, Dorian Parr, quien al igual que él había dejado a su

familia en la antigua ciudad de Sartón, otro asentamiento

de magos pero de menor importancia que La Ciudadela,

para ir en busca del conocimiento. Era mucho más bajo y

corpulento, no tan buenmozo como nuestro señor, pero

tenía la labia engañosa de las serpientes. Se hicieron

amigos de inmediato y compartieron muchos ratos de ocio

y diversión. Sin embargo, hubo un incidente que provocó

la ruptura de sus lazos amistosos y marcaría para siempre

el carácter de Leonardo.

Entorné los ojos y apresté mis oídos para recibir la

información que había esperado oír. Me figuré que a esas

alturas del relato sería absurdo disimular mi fascinación y

Diana así lo entendió porque comenzó su charla,

mostrándose más concisa.

-Se enamoró de una joven, Aurora, de padres

mortales sin asociación alguna con la magia. Su belleza

era etérea, de aquellas que parecen provenir de otro

mundo, con sus rizos de oro arremolinados alrededor de

los ojos celestes como aquellos que portan las muñecas de

porcelana. Era hija de unos comerciantes que poseían una

panadería muy cerca de la Universidad. Allí concurrían las

vorágines de estudiantes en busca de pasteles y chocolate.

Pronto, Leonardo se convirtió en un cliente habitual. Le

tomó dos meses reunir el valor suficiente para pedirle a la

muchacha que saliera con él –allí se detuvo para una

pausa, luego prosiguió- Dorian se extasiaba también en la

belleza de la muchacha, y a espaldas de su amigo,

intentaba obtener sus favores. Poco después, Leonardo y

Aurora se hicieron novios y el amor entre ellos se henchía

como las velas de un barco. A los meses ya estaban

hablando de matrimonio.

La criada acomodó las acolchadas almohadas en su

sitio y siguió quitando el polvo de los muebles. Una

expresión de complicidad se dibujó en su rostro cuando

continuó la narración:

-Tres meses hubo de ausentarse Leonardo de

Ettonguess, tras la enfermedad que llevó a la muerte a su

querida madre. Cuando regresó, antes de lo esperado,

halló a su novia tumbada en los brazos del infame Dorian.

Ese pillo ni siquiera hizo el intento de explicar su

canallada… y Leonardo estaba demasiado herido como

para pedirle una aclaración de su extravagante

comportamiento. Por esta traición habría de pagar todo el

género humano a quienes Leonardo ahora considera seres

inferiores, incapaces de controlar sus emociones,

conflictivos y en consecuencia destructivos. Durante esos

días se temió por la salud del joven mago. Cada día estaba

más delgado y más pálido. En ocasiones, lloraba con una

crudeza arrolladora. Creo que la traición unida al

desconsuelo de la pérdida de su madre era mucho dolor

para los hombros de una sola persona. Americus trataba de

animarlo pero no era mucho lo que podía hacer.

De modo que esa era la razón de tanta amargura.

Ahora sabía el motivo por el cual el mago nos miraba con

tanto odio. Desbordado el dique de mi curiosidad,

comencé a preguntar sin indulgencia.

-¿Qué pasó con Dorian?

Las criadas ya habían terminado sus tareas y se

habían retirado, solo Diana permanecía complacida bajo el

escrutinio minucioso de mis interrogaciones. Tomó

asiento en el mismo sofá en el que yo me hallaba y con el

tono divertido que suelen usar los miembros de la

servidumbre cuando se trata de ventilar los trapitos sucios

de los amos, profirió:

-Ambos jóvenes pertenecen al mismo círculo

social, así que no tienen más remedio que verse. Cuando

sus caminos se cruzan, el canalla se conforma con la ruda

indiferencia con que ahora es tratado por su antiguo amigo

y cruzan palabras solo cuando es estrictamente

indispensable. Y de Aurora, no quedó más que un leve

suspiro, ya que tan pronto se desplomó en sus brazos,

Dorian perdió interés y la desechó como si de sarna se

tratara.

-¿Y qué hay de Duprina? –continué.

La expresión de la joven cambió. Intuí que la novia

del mago no era muy apreciada en esos lares. Cosa que

cabría esperarse considerando las pretensiones y las

ínfulas de grandeza que afloraban de su persona a simple

vista.

-Duprina, vino después. Esa mujer es un fastidio,

se ofende por pequeñeces y se enfurece cuando no se le

trata como cree ella que merece. Es caprichosa y vanidosa.

La conoció en una de las tantas actividades en las que se

embarcó después de graduarse, promoviendo los textos

seculares entre la población. Al principio, el mago no le

prestaba atención. Tenía una belleza demasiado ruidosa y

exótica para su gusto. Pero la muchacha perseveró en

apropiarse de sus favores, lo cual consiguió más por su

insistencia y empeño que por la predisposición del mago

hacia ella. Esta relación no es aprobada por Americus, la

muchacha tiene un carácter demasiado absorbente y

tenaz. Sus arranques de celos recurrentes ya están

comenzando a hastiar a mi señor. Sin embargo, podría

asegurar que las intenciones de Leonardo con ella no son

serias.

Cuando iba a formular la siguiente pregunta,

entraron con gran alborozo mis hermanas y Diana tuvo

que retirarse con resignación, con la promesa de seguir

conversando en alguna otra oportunidad. No tuve tiempo

de decirle que nos marcharíamos al día siguiente.

Muy cerca de allí, en una de las habitaciones

contiguas, Americus también pensaba en Leonardo. Le

preocupaba su hijo. A pesar de todos los logros

académicos y profesionales y su afán de adquirir

conocimientos, su carácter se había forjado frío y

calculador, con muy poca tolerancia para las debilidades

humanas. En los últimos años el muchacho se había

confinado voluntariamente en La Fortaleza limitándose al

trato exclusivo con seres mágicos. Aprovechando la

contingencia de la llegada de las muchachas Montero, era

la intención del anciano lanzarlo nuevamente al mundo de

los hombres, o debía decir de las mujeres? –pensó

sonriendo.

12

EN VISPERA DE LA FIESTA

La belleza del entorno de Eisenbaum era algo

nunca visto. Y es que todo en Eisenbaum era de una

exquisitez infinita, sus calles empedradas, sus casas con

vista al mar, sus laderas onduladas, sus alamedas

verdeadas, sus espléndidos paisajes, sus crepúsculos

irisados, sus arroyitos ondulados, su lago complaciente, su

irreverente océano, todo parecía moldeado por las

minuciosas manos de un Dios que se esmeró muy

especialmente el día de su creación. Me asomé a la

ventana para contemplar el crepúsculo maravilloso que se

esbozaba detrás del mar. Una pareja discutiendo en uno de

los patios del fondo llamó mi atención. Cuando afiné la

vista reconocí al Mago y a su novia, Duprina. La mujer

hablaba y gesticulaba bruscamente. Mi imaginación

fecunda fantaseó acerca del motivo de semejante

discusión: ¿ Sería que la absorbente mujer no estaba de

acuerdo con la asignación que Americus le había dado a

Leonardo de acompañarnos de vuelta a San André?

Con el disimulo propio de las mujeres, sean estas

niñas, jóvenes o ancianas, extendí ligeramente parte de mi

cuerpo hacia afuera, en un ángulo perfecto de cuarenta y

cinco grados, con la sigilosa intención de ampliar mi

campo visual y auditivo, pero aún con mi recién adquirida

agilidad de atleta, no pude discernir las palabras ni traducir

los gestos. Una vez más me cubrí de admiración por Doña

Tula, cuyos esfuerzos en este arte de la indagación de los

infortunios ajenos parecía florecer de una vocación

heredada de sus ancestros, adherida a su persona desde el

momento mismo de su nacimiento, y así, sin mucho

ahínco ni afán, se apropiaba de los melodramas humanos

para promulgarlos en toda su extensión, cual decreto, por

las populosas calles del pueblo. Y es que en este arte de la

indagación, como en todo arte, se requiere de la afinación

de ciertas habilidades y destrezas especiales, solo provista

por la experticia de una exclusiva dedicación.

En un intento más contundente de apropiarme de

las palabras ajenas, saqué medio cuerpo por la ventana, lo

que hizo deslizar unas imprudentes y bulliciosas piedritas

que fueron a estrellarse estrepitosamente contra el piso.

Cuando miré nuevamente a la pareja, la mirada fulminante

de Duprina me recibió como el vuelo de mil lanzas

volantes, tomó a Leonardo por el brazo y lo alejó fuera de

mi vista. Gracias a Dios, el Mago estaba de espaldas y no

se percató de mi extraña y vergonzosa posición. Me retiré

con una amarga sensación en mi garganta. No era bueno

tener de enemiga a una bruja –pensé. Y mientras el dúo se

alejaba, volví a concentrarme en los preparativos de la

fiesta.

¡Qué fascinante embriaguez impregna el alma y los

corazones en la cercanía de una celebración! Pareciera

que los problemas huyeran, asustados, despavoridos, por

el ruido ensordecedor de la música escandalosa y de las

risas descaradas de los invitados que, con desparpajo,

devoran botellas y botellas de champagne y suculentos

mejillones sobre panecillos tostados, y así, desaparecidos

con su carga de pesar y desosiego, corrieran a esconderse,

presurosos, en alguna habitación donde el ruido se

amortigua y no se escucha más nada. Allí, quedos,

permanecen, al menos hasta que la celebración termina,

para correr febriles nuevamente hasta descender sobre los

infortunados hombros del que una vez huyeron.

En esa fascinante embriaguez me hallaba perdida,

saboreando el néctar prestado de la felicidad. Al menos

por esa noche, intenté no pensar en nada. En el pequeño

cuarto improvisado para nuestro uso por Azucena, una

pequeña hadita que Americus, había puesto a nuestra

disposición, nos hallábamos reunidas las hermanas. El

Genio se había enclaustrado en su botella y Bartolomeo

mordisqueaba una galleta sobre una de las poltronas vino

tinto que adornaban la estancia, ajeno al algarabío

circundante, enfocando toda su atención canina sobre el

único objeto merecedor de su interés en ese momento: la

galleta y las migajas que saltaban como pulgas perdidas

alrededor.

Ensimismada también se hallaba Beatrice, pero

por causas muy diferentes. Azucena, tenía el don de

manifestar, así de la nada, los más hermosos vestidos que

la industria textil pudiera imaginar; ni Versace en sus

mejores tiempos hubiera podido diseñar prendas tan

elegantes y pomposas, sencillas y señoriales, coloridas o

monocromáticas, conservadoras o vistosas, opacas o

brillantes, largas o cortas! ¡En fin! Que no había límites

que la magia creadora y textil de Azucena no pudiera

abarcar, ni en cuanto a texturas, ni en cuanto a diseños.

Presurosa, por sacar provecho de esta sorprendente

habilidad, Beatrice le había requerido la confección

instantánea de tres exclusivos modelos, para seleccionar

entre ellos el que mejor se acoplara a sus modos y sus

formas. Los tres yacían desinflados sobre la cama mientras

decidía cuál probarse primero.

-No quieres venir con nosotras a San André? -

preguntó Beatrice entusiasmada- ¡Serías todo un éxito y

los centros comerciales se irían a la quiebra!

Mariana estaba eufórica. Esa tarde en particular no

estaba de ánimo como para soportar las frivolidades de

Beatrice.

-¡En San André no hay centros comerciales¡ -dijo

tajante.

La otra la miró indignada, no le agradaba que la

contradijeran, mucho menos en presencia de extraños, y

mucho menos en presencia de extraños mágicos, en cuyo

caso, el índice de su indignación era considerablemente

mayor a lo habitual.

-Lo sé, me refería a la ciudad – replicó Beatrice

incapaz de reconocer su equivocación - En pocos días

Camila cumplirá dieciocho y podremos regresar a nuestra

casa citadina. Así que no se te ocurra morirte – dijo

dirigiéndose a mi - porque te mato. Además, no sé por qué

tanto alboroto por el bendito anillo. ¡Estoy segura de que

no va a pasar nada!

La hadita no hablaba, todo lo que hacía era reírse

con una risita quisquillosa y nasal y producir vestidos y

más vestidos.

-¿Qué te parece este? – dijo Beatrice en la cúspide

de su arrogancia, volviéndose para mostrarnos el ejemplar

que había seleccionado, al tiempo que calibraba su imagen

en un espejo en una media vuelta.

Mariana la estudió unos segundos. Consideraba

impropia la conducta de su hermana. Reprobaba que en

este mundo plagado de indecibles necesidades, se gastará

tanto tiempo en cosas tan necias y bobas. Seleccionó, de

su amplio repertorio, las palabras que más mortificación

arrojaran sobre la inflada autoestima de la pretenciosa

Beatrice y declaró sin tapujos:

-¡Te ves hermosa aunque pareces un gran batido de

crema chantilly!

Esas palabras bastaron para que se desecharan los

tres modelos de una vez y se volvió de nuevo hacía la

hadita solicitándole tres vestidos más.

Entretanto, Mariana, dejando de lado las

impertinencias, se entregó al femenino gozo de elegir un

atuendo para la fiesta. Descartó de un vistazo los

pomposos vestidos de raso y tafetán, mullidos por las

sucesivas capas de forro, encaje, tafetán, más encaje, más

tafetán, más forro. Encontraba difícil caminar con tantas

capas de tules y encajes mordisqueándole los tobillos.

Había seleccionado un vestido blanco, liso, sencillo, sin

adornos, prefería sacrificar belleza por comodidad. Por mi

parte, seleccioné también un vestido sencillo y vaporoso,

con una elegancia sutil y sin pretensiones.

Me enrumbé hacia el espejo y sacando a Beatrice a

codazos del pequeño espacio, lo medí por encima de mis

ropas bajo la mirada admirativa de Mariana:

-¡Vaya, Camila! Deberías vestirse así más a

menudo, podrías quitarle el puesto a Beatrice como la más

hermosa¡

Esta le propinó un soberano cocotazo en la cabeza,

en los asuntos de belleza solo ella era la reina. Sin

embargo, dejando de lado las hostilidades, agregó con

malicia:

-Yo creo que esta vez el mago tendrá que mirarte.

Me volví con asombro. ¿Tan obvio había sido mi

interés que no había pasado desapercibido ante mis

hermanas? ¿Y que había de Duprina? ¿Se habría enterado

ella también? Ante la duda, me decidí por la negación.

-No entiendo a lo que te refieres.

Pero Beatrice no era tonta y mucho menos en los

asuntos del corazón.

-Yo creo que sí –remató con picardía.

13

LA VENGANZA DE DUPRINA

Tan enfadada estaba Duprina por los

acontecimientos ocurridos esa tarde que cuando llegó a su

cuarto para acomodarse para las festividades de esa noche

ya había decidido hacer un encantamiento para alejar a la

muchacha de este mundo.

Cerró la puerta con especial cuidado y tumbó su

sombrero negro y cónico sobre un diván. Se dirigió a un

mueble desconchado que estaba semi-escondido al fondo

de la habitación. Allí, jaló la aldaba oxidada de una de las

gavetas y está mostró sin timidez su contenido. De su

interior sacó un cofre relativamente grande que colocó

sobre la superficie pulida de una mesita de tres patas que

se hallaba a su lado, y con una llavecita y un ligero

“click”, la tapa se alzó para enseñar un manojo de hierbas

frescas y apretujadas. Se apartó un poco desagradada por

el penetrante aroma, el exuberante olor de las hierbas

frescas siempre le habían disgustado, le alborotaban la

alergia y por si esto no fuera suficiente, desprendían sus

desagradables vapores impregnando el ambiente con un

olor a manteca rancia y podrida; prefería las deshidratadas

que tenían una leve fragancia pero eran igual de potentes.

De un estante cercano al mueble de las hierbas, buscó

entre las botellitas una que le había entregado el Mago

Abramelin la última vez que estuvo en el Mercado Negro

de la Magia, al que asistía cuando quería adquirir

ingredientes mágicos prohibidos por la Cofradía. La

encontró, allí estaba con su mortuoria etiqueta en forma de

calavera y su contenido acuoso resinoso, al lado de la

poción perturbadora de los sueños. No es que fuera una

experta en el uso de las artes oscuras, recién comenzaba a

incursionar clandestinamente en la peligrosa afición, a

expensas de ser descubierta y desterrada permanentemente

de La Ciudadela, a expensas de perder a Leonardo para

siempre.

Incluso los primeros encantamientos habían tenido

resultados catastróficos, llevando la muerte a algunos de

los hechizados, pero estaba dispuesta a usar la

magia, negra o blanca o rosada, para borrar todo obstáculo

conocido o por conocer que se interpusiera entre ella y el

joven mago. A su favor tenía el hecho de que Camila tenía

encima la maldición del anillo, lo que significaba que

dentro de cuatro días estaría fuera de la vida de su novio.

Pero había algo que la preocupaba en extremo, Americus

era muy sabio y poderoso y, con el suficiente tiempo, era

capaz de encontrar un contra-conjuro que arrebatara a la

muchacha de las garras de la muerte, así que debía

asegurarse de que tal evento no ocurriera.

Cuando hubo reunido todos los elementos mágicos

sobre la mesa, raspó un cerillo que alumbró los ojos

biselados de su rostro, con cuidado prendió una pequeña

vela cuya llama, vacilante en principio, comenzó a

tambalearse hasta ganar altura y convicción y fue entonces

cuando colocó sobre ella una estructura metálica que

sostenía el caldero portátil. Desmembró las hierbas con las

manos, gajito a gajito, y fueron cayendo lentamente,

columpiándose como escamas de nieve sobre el recipiente.

Minutos después, le llegó el turno a la poción de carabela,

que vertida sobre el espeso brebaje comenzó a lanzar

burbujas nauseabundas por los costados, los otros

implementos fueron añadidos descuidadamente, sin mucha

ceremonia. Con una cuchara de madera revolvió el

amasijo con fruición y dejó que se fueran cociendo

los ingredientes. Cuando los primeros vapores del

mejunje impregnaron el cuarto, buscó su libro de conjuros

y ubicó el que requería y, brazos alzados, comenzó a

recitarlo con el tono monótono de una letanía. Invocó a las

fuerzas oscuras de Zoroastro, a la Hechicera Zarnia y al

Mago Abramelim, convocó a sus portentosos y perversos

poderes para que la pócima adormeciera los sentidos de la

joven y le impidiera ubicar el contra-conjuro,

manteniéndola en un estado de ensoñación, al menos

mientras transcurrían los días que faltaban para el arribo

de los demonios. Mientras recitaba, el brebaje se volvía

más y más oscuro, y más y más acuoso. Ya terminado el

aquelarre y cuando se disponía a recoger los utensilios,

súbitamente, un enorme gato negro entró por la ventana.

Enseguida reconoció la mirada funesta del aliado de la

hechicera.

-Creo que ya nos conocemos. ¡Frosenblack para

servirte! - dijo con solemnidad la bestia - Mi ama me

envía con un mensaje: No debes preocuparte de nada.

Todo está preparado para tomar a la muchacha en cuatro

días.

Lo miró recelosa. Lejos de su pensamiento la idea

de sentarse a esperar, impoluta, el normal curso de los

acontecimientos. Nada como unos aquelarres mágicos

para forzar el destino a su favor.

-Lo sé, pero no quiero que hayan errores.

Americus está con ella y tengo el temor de que consiga el

remedio a tiempo.

El gato merodeó un poco por el cuarto y

recostándose en el diván que sostenía el sombrero de la

bruja, lo desplazó diciendo:

-¡Nadie ha escapado jamás de la maldición del

anillo! ¿Cómo piensas hacer que se tome el brebaje?

Sorprendida de que sus actos fueron conocidos por

el animal, Duprina contestó:

-En la celebración de esta noche, encontraré la

ocasión de verterla en su comida o bebida.

-¡Buena suerte, entonces!

Duprina estaba nerviosa. Las palabras de

Frosenblack no le habían dejado el sosiego esperado.

Deseaba asegurarse de que no hubiera salida para la

muchacha. No importaba cuantos conjuros tuviera que

hacer. Leonardo le había confirmado que emprendía el

viaje en contra de su voluntad, pero presentía que

Americus tenía motivos ocultos detrás de la solicitud de

enviar a su novio con Camila a San André.

Frosenblack, de un salto, se posó nuevamente en la

ventana, y después de despedirse, desapareció tan

repentinamente como había aparecido. Ya en la soledad

penumbrosa de su cuarto, la hechicera decidió poner un

alto a sus actividades belicosas y comenzar a

emperifollarse para la celebración. No quería llegar tarde.

Los acordes de la música nos saludaron desde el

Salón mientras bajábamos las amplias escaleras. Mariana

se deslizó por ellas como si de un tobogán se tratara,

entusiasmada por la pomposidad de lo que estaba

observando. Bea sí moduló los pasos y tardó más del

tiempo requerido en su descenso, en un afán por exhibirse

como un esponjado pavo real y captar la mayor cantidad

posible de miradas de los jóvenes caballeros.

La fiesta ya había comenzado. Una orquesta tocaba

una melodía a ritmo de vals. La estancia estaba iluminada

por cientos de pequeños faroles y sus tenues llamas

competían con la gigantesca luz de una lámpara que se

mecía en el medio del techo. Las mesas engalanadas con

unos suaves manteles color salmón se hallaban dispersas

a todo lo largo, dejando libre el centro para la pista de

baile. Algunas parejas bailaban. Al pie de la escalera,

Americus salió a recibirnos.

Atuendos muy diversos engalanaban a los

asistentes; muy parecidos a los que se espera encontrar en

las celebraciones de las fiestas carnavalescas, fascinantes

máscaras acompañaban con garbo a los exóticos

sombreros en un arrollador despliegue de texturas y

colores.

Mariana posó sus ojos sobre una extensa mesa que

exhibía los más exquisitos manjares jamás vistos. Había

cremosas tortas de fruta, almibaradas roscas glaseadas con

mandarina y miel, brillosos pudines de chocolate y

mantecado, temblorosos flanes que parecían danzar

también al ritmo del vals, en fin, todo un derroche

repostero que invitaba a los paladares a la exaltación del

más glorioso de los sentidos, el gusto. Invitación que

Mariana no se hizo repetir dos veces, por cortesía o por

glotonería, lo cierto es que fue incapaz de negarse.

Resuelta caminó hasta el sitio, tomó un plato de la pila

almacenada en uno de los extremos y paseándose con gula

de arriba abajo se sirvió dos tartaletas de fresa, una

milhojas, un profiterol y uno de los flanes temblorosos.

Americus nos alentó a sentarnos en su mesa, lo cual fue

una bendición ya que Mariana hacía movimientos

malabáricos con su cargamento y temía que en cualquier

momento sus delicias fueran a estrellarse contra el

reluciente mármol blanco del piso. Leonardo se levantó de

la mesa con fría cortesía y ayudó a mover las sillas para

hacer espacio para nosotras, luego volvió a su sitio sin

intención de mantener conversación alguna con nadie. Con

Americus si mantuvimos un agradable y entretenido

coloquio intercambiando frases afables e información

sobre las peculiaridades del clima; en reciprocidad a sus

amables modales, elogié el salón y la comida e hice

algunas preguntas superficiales que demostraban mi

interés y cortesía.

Un joven mago que estaba en una de las mesas

adyacentes se acercó para invitarme a bailar. De forma

inesperada Americus lo despachó indicando que el primer

baile lo tenía prometido a Leonardo. La cara de

estupefacción y sorpresa con que me miró el mago era

solo era igualada por la mía propia, y ante la renuencia

mostrada por él y mi deseo de evitarme la humillación de

un rechazo en aras de salvar mi orgullo y mi amor propio,

balbuceé algunas frases de excusas que brotaron

introvertidas y tímidas de mis labios, como un capullo

que se aventura por vez primera a encontrarse con la cintas

doradas del sol. Con rubor, me negué aduciendo no estar

familiarizada con el ritmo que se estaba tocando,

atribuyendo también a mi viaje un cansancio

inexistente, pero Americus que era tan testarudo como

convincente, y que tenía la sapiencia intelectual de los

genios, y en consecuencia, era inmune a los arranques

ficticios de las excusas, allanó los ánimos con la retórica

de la razón y en segundos tanto el mago como yo nos

encontramos danzando bajo las armónicas notas de una

melosa melodía.

Inmersa en la calidez de los brazos que me

rodeaban espeté:

-¡No tenía que hacerlo yo ya me había negado! - le

dije con el mismo tono de frialdad que él usaba cuando se

dirigía a mí.

-Los deseos de Americus son órdenes para mí –

contestó en su tono habitual aunque parecía encontrarse

más relajado y divertido. En el bailar era habilidoso, sus

movimientos eran ágiles y puntuales, sin duda, un

excelente bailarín.

Busque a Duprina con la mirada, la muchacha no

se encontraba en el Salón, por lo que conjeturé que esa era

la incuestionable razón de que me hallara en los brazos del

Mago en ese momento. Traté de parecer distraída cuando

le pregunté:

-En tal caso, ¿Deberé hablar con él para que te

ordene ser más respetuoso y cordial conmigo?

Leonardo desplegó la primera sonrisa que le había

visto desde mi llegada. Sin embargo, no era esta una

sonrisa amigable, de aquellas que surcadas en el rostro de

quien las emite invitan con regocijo a la intimidad de una

confidencia, sino de aquellas otras, que por su carga de

ironía vienen lastradas con los vapores de la sospecha y la

desconfianza.

-Y para que quieres que sea respetuoso y cordial

contigo?

Era una pregunta capciosa que ni yo misma quería

contestar. Debía ser en extremo cautelosa en mi respuesta,

para no descubrir más de lo que fuera absolutamente

necesario. Al final decidí merodear por los caminos de la

superficialidad y contestar con la más insulsa de las frases:

-Bueno vamos a estar un tiempo juntos, así... que

pensé… que lo mejor era que nos lleváramos bien.

La sonrisa se hizo más amplia como la de un

arcoíris inverso. Me miró con inteligencia. ¿Sabría él algo

de mis inclinaciones? La leve presunción de que el Mago

pudiera estar al tanto de mis apegos, me turbó

enormemente. No quería ser objeto de burlas o

desencantos. Nada en su comportamiento me había dado a

entender que hubiera descubierto mi secreto, pero era un

Mago, y se supone que los magos eran astutos

conocedores de la naturaleza humana. Sin embargo, su

respuesta me tranquilizó:

-¡No necesariamente! Bastará con que no nos

molestemos mutuamente.

Cuando iba a refutar, el agradable joven que se

había acercado a la mesa en un principio, volvió a solicitar

el honor de bailar conmigo. Sus facciones eran sutiles y

amigables. Su elegante traje negro denotaba una

musculatura fuerte y compacta; Leonardo no dudo ni un

segundo en soltarme en sus brazos, sin preguntarme

siquiera si aceptaba o no la petición, y sin mirar atrás, se

dirigió nuevamente a la mesa. Pocas veces había sido

objeto de un desaire tan tenaz, ni siquiera los desplantes de

Gertrudis habían provocado en mí una ira tan arrolladora,

tan sombría, tan brutal, como la que me producía

Leonardo. Pensé en seguirlo y reclamarle su conducta pero

la figura del mozo con su mano extendida me eclipsaba el

camino; así que controlando mis ímpetus de doncella

mancillada, arremangué mi vestido y me concentré en la

danza.

La orquesta comenzó a tocar una melodía dulzona

y el joven cercó mi cintura con su brazo. Mientras bailaba

comenzó a hablar:

-Permítame presentarme, mi nombre es Dorian. No

puedo dejar de notar que es usted muy hermosa.

Después del desaire del Mago, las palabras

pomposas y empalagosas de Dorian refrescaron un poco

mi orgullo maltrecho. El joven no era tan alto como el

mago, a decir verdad, me igualaba en altura, ni tenía la

mirada añil, ni el porte elegante y poderoso, ni la

prestancia de movimientos de Leonardo. ¡No! Dorian era

encantador pero con el encanto vulgar que otorgan los

ademanes aprendidos, que por ficticios, van pregonando a

los gritos su falsedad y desprestigiando a quien los porta.

Aún así la lisonja de sus halagos, halló terreno fértil en mi

mancillada autoestima.

- Mi nombre es Camila.

-Lo sé, ¡un nombre de ángel en verdad! – dijo

depositando un tenue beso en la mano que tenía

aprehendida. El mozo sentía una irremediable atracción

hacia la belleza femenina. Procuraba rodearse de ella en

cada ocasión que así lo propiciara y era precisamente esta

afición la que le había ganado fama de mujeriego y

cazafortunas.

El ritmo tornó a uno más violento. Enseguida nos

ganó la algarabía. La multitud, rendida a los gritos y a los

saltos de una samba cuyos timbales se oían al borde de la

obstinación, se agolpó, como un solo cuerpo, en el centro

de la pista. Me incorporé también a esta especie de locura

colectiva que es el baile, y hasta allí me llegó la clase, el

buen gusto y las buenas costumbres. Bailé como una

desaforada, como bailaría una negra africana hipnotizada a

la cadencia de un tambor, largué los zapatos de primero,

después las pulseras y collares, el cabello se fue zafando a

los brincos hasta quedar sueltos y apelmazados a causa del

sudor. Sin darnos cuenta, bailamos más de cinco piezas.

Cuando terminó la última, regresé a la mesa, con las

mejillas encarnadas y falta de aliento.

Americus me miró con complacencia resaltando lo

mucho que admiraba mi destreza y fortaleza para los

ritmos tropicales y me obsequió una refrescante bebida a

base de frutas que tomé con exagerado placer de un solo

sorbo. Alcancé las servilletas de un plato para abanicarme

ya que el calor era excesivo y mi corazón latía como si la

samba me caminara por dentro. De lejos, observé a

Beatrice que bailaba enérgicamente dando más vueltas que

un carrusel de circo, en una de esos giros se acercó a la

mesa haciéndome guiños para que aprovechara la ocasión

de conversar con el mago, pero no me di por enterada.

Mariana por su parte hacía lo propio, extremó su

amabilidad y moduló su timidez en un afán con enlazar

una conversación con Leonardo que me incluyera. Con

ella, se portó particularmente grato, respondiendo sus

preguntas con afabilidad y simpatía, hecho que confirmó

que su aversión estaba dirigida exclusivamente a mi

persona. Alarmada por el comportamiento de mis

hermanas y dándome cuenta de sus artimañas de

celestinas, traté de dominar mi turbación y continuar la

velada restándole importancia al asunto. Ya tendría

ocasión de arreglar cuentas con ellas cuando la ocasión se

presentara.

Duprina llegó en ese momento y se colgó del brazo

de Leonardo como un chimpancé. Reclamó con voz

empalagosa que no había bailado aún. El Mago la ignoró y

se concentró en el plato principal de su cena, cortando con

gran precisión los pedacitos ahumados de su asado, todos

en cuadrados perfectos angulados en noventa grados,

intachables, yaciendo entornados sobre el plato, sin

mezclarse mucho con los otros entremeses. Minutos más

tarde, mi acompañante de baile se instaló en el asiento que

le correspondía a Beatrice y se dedicó a cortejarme sin

disimular la admiración que por mí sentía. Halagada por

sus petulancias, cuanto más porque estaban a la vista de

Leonardo, centré mi atención exclusiva en su persona, y a

sus frases azucaradas de poeta correspondí con la forzada

gentileza de mi deferencia. Por su parte, Leonardo alzaba

los ojos añil de vez en cuando y de cuando en vez y me

dirigía una mirada sarcástica acompañada de la sonrisa

cómplice de quien se sabe portador de un secreto que no

quiere compartir.

Sin embargo, Duprina estaba de una amabilidad

inusitada. Estuvo en principio pendiente de que todos

estuviéramos bien provistos, tanto en comida como en

bebida, sin soltar a Leonardo, por supuesto. Aparte de este

hecho, y de que Americus estaba verdaderamente

hambriento y sediento ya que se apropiaba de todos mis

entremeses y los engullía con especial satisfacción, y

después, disculpándose, se ausentaba para suplirme con

otros que él mismo traía directamente del mesón; todo lo

demás fluyó como correspondía en este tipo de eventos.

El resto de la noche Leonardo no bailó, ni

conmigo, ni con Duprina, ni con nadie y los pocos

comentarios que expresó fueron con relación a la comida.

La noche se hizo madrugada y poco a poco las

personas fueron desapareciendo de la pista de baile.

Beatrice deseaba continuar con la desfallecida fiesta y

estaba tan campante como el primer momento en que

llegamos, solo unas ligeras magulladuras en su vestido

denotaban los trastornos que los agitados ritmos le habían

impuesto. Americus nos despidió con la promesa de pasar

a despedirse en la mañana. El Mago y Duprina

desaparecieron detrás de un portón, después de unos fríos

“buenas noches”. Había sido una velada memorable, sin

duda. Me volví hacia Beatrice, la tomé por el brazo y a

duras penas conseguí llevármela hasta la habitación.

Mariana hacía rato que había subido y dormía

plácidamente sobre la acogedora cama adornada de

edredones y encajes. Rendidas nos desplomamos por el

cansancio del baile y la agitación de los últimos

acontecimientos del día.

14

DE VUELTA A SAN ANDRÉ

A los albores del día nos reunimos con Americus

y Leonardo en la terraza ubicada en el punto más alto de la

edificación, con vista al mar, siguiendo las instrucciones

que Diana nos había comunicado después del desayuno. El

cálido viento marino golpeaba con fuerza nuestros rostros

pero la espectacular vista panorámica de trescientos

sesenta grados, con el océano por un lado y, la montaña

de la Osa Blanca del Norte, por el otro, junto con las

alamedas que se extendían como cobijas horizontales,

grandiosas e infinitas, amainaban en gran medida

cualquier tipo de molestia que pudiéramos estar sufriendo.

Azucena nos había provisto con atuendos de viaje, así que

no tuvimos que pasar por el bochorno de tener que usar

nuevamente las ridículas prendas suministradas por el

Genio. Segundos después, aparecieron Duprina y Dorian,

quienes se unieron a Americus en la expresión de las

consabidas frases de despedidas, abrazos, más frases de

despedida y más abrazos.

¿Cómo llegamos a la mansión de la hechicera

Zarnia? Es un misterio que el mago se negó a revelar. Solo

recuerdo un leve en un sopor que duró un segundo y

medio, y cuando abrimos los ojos, ¡ya estaba¡ como por

arte de magia, nos hallábamos en el porche de la

residencia de la hechicera Zarnia.

Sorprendida gratamente por sus habilidades en el

arte de la magia, aproveché la ocasión para así

expresárselo, en un intento por fomentar los sólidos hilos

de una amistad incipiente y mostrar mis excelentes

modales:

-Tu magia es mucho más poderosa que mi

alfombra. ¡Tardamos toda una noche en llegar a

Eisenbaum y tú nos trajiste aquí en un segundo!

Leonardo me miró sin responder, impermeable a

mis avances de buena voluntad. Abrió la puerta de la casa

y entró a la sala. Lo seguí. Detrás de mí entraron Mariana

y Beatrice. Esta última comentó:

-Oye, ¿Crees que sea buena idea estar en esta casa?

La última vez saliste con un anillo hechizado, que tal si,

por mala suerte, conseguimos ahora, el collar o la pulsera

que le hace juego, ¡o alguna otra prenda predispuesta por

la bruja para dañar!

Hice una pausa al cabo de la cual dije:

-¡Esta vez tenemos a un mago! – al tiempo que

seguía a Leonardo, quien avanzaba tan rápidamente que se

me hacía imposible mantenerle el paso. Intuí que estaba

tan desagradado con mi presencia que buscaba las formas

de mantenerme a distancia.

El Genio, que también había viajado con nosotras,

y Bartolomeo se quedaron en el porche. Beatrice y

Mariana seguían detrás de mí.

Por más preguntas que hacía, no conseguía

arrancarle ni un ápice de conversación al joven mago. Al

final, después de tanta indiferencia, liberados los estribos

que la cortesía impone, grité, sosteniéndole el brazo:

-¡Mira! No es mi culpa que Americus te haya

mandado a cuidarme. ¿Qué he hecho para molestarte

tanto?

El Mago no contestó una palabra y prosiguió

caminando hasta la entrada del sótano. Allí se detuvo,

ocasión que aproveché para hablarle nuevamente:

-¿No le enseñan buenos modales a los magos?

¡Porque es muy mala educación no responder cuando

alguien te está haciendo una pregunta!

Beatrice y Mariana se detuvieron a unos pasos de

mí. La primera me tomó del brazo y me apartó un poco del

grupo, susurrando a mi oído:

-Deja de atosigarlo Camila, lo que vas a conseguir

es que se vaya corriendo y no te ayude nada.

-¡Yo pienso que es tierno! -dijo Mariana con un

suspiro.

Los pensamientos de Leonardo estaban muy lejos.

El Mago meditaba sobre lo que estaría pensando Americus

para mandarlo a proteger a estas jovencitas. Duprina se

había quedado con un ataque de histeria, no comprendía

por qué el anciano lo había enviado de “niñera" a un

pueblo tan lejano como aquel. Aunque su novia tenía la

tendencia a exagerar y un gusto exacerbado por el

dramatismo, en esta ocasión Leonardo tuvo que concordar

con sus apreciaciones. Esta tarea estaba lejos de las

actividades de su rango y había aceptado solo porque su

padre así lo había demandado, pero el trato no incluía que

debía ser amable con las muchachas. El problema es que

no había forma de callar a Camila. Desde que llegaron no

había parado de hablar, apenas había estado con ella unos

minutos y ya estaba en extremo aturdido. Hasta pensó en

usar uno de los conjuros de sus primeros años de estudio

para quitar la voz. Este era uno de los primeros hechizos

que se aprendía en la escuela de magia y muy popular

entre los muchachos que se entretenían enmudeciéndose

mutuamente; incluso hasta los profesores lo usaban para

aplacar el bullicio de ciertas clases. Sin embargo, no creyó

que Americus lo aprobara, por lo cual se abstuvo.

-....ya fue bastante grosero en el castillo, yo quería

que mandaran al otro mago, de mirada afable, Dorian¡ ¡No

es mi culpa que lo hayan seleccionado a usted. Yo hubiera

preferido otro!

-No hay otro, señorita –dijo al fin- ¡Yo soy el

mejor!

Abrió la puerta y entró sin esperarnos. También

entré con la intención de continuar con el diálogo.

-Vaya, encima modesto. ¿El mejor en qué?

La expresión de su rostro se hizo severa y con

evidente rudeza declaró:

-No pretendo engancharme en una diatriba contigo.

Mientras más callada permanezcas mejor. No me gusta el

trato con seres no mágicos. Los mortales son los seres más

difíciles de comprender en este planeta. ¡Piensan una cosa

y dicen otra! ¡Lo que dicen no es siempre lo que hacen! ¡Y

lo que hacen no siempre es lo que sienten! ¿Quién los

entiende? ¡Es demasiado extenuante tratar con ustedes y se

requiere una agudeza de discernimiento excepcional para

desmenuzar lo que esconden sus cabezas! ¡Y si estas

cabezas pertenecen al género femenino, es mucho peor!

¿Y si esta cabeza se sostiene sobre los hombros de Camila

Montero? ¡Creo que no hay nada peor que le pueda

acontecer a ser humano! ¡Hablas mucho!, ¡Mucho!,

¡Muchísimo!

-Yo no he hablado nada –protestó Mariana,

dándose cuenta de lo injusto del reclamo.

-Yo tampoco –secundó Beatrice, herida en su amor

propio.

Caída en cuenta de que las expresiones caldeadas

del mago iban dirigidas única y exclusivamente a mi

persona, concluí:

-¡Cómo quieras! - grité indignada - ¡Ayúdame a

buscar el Libro y pongamos fin a este consorcio! ¡De aquí

en adelante no pronunciaré palabra!

-¡Bien! –gritó él por su parte.

Seguidamente, comenzamos a buscar el libro en

silencio, por toda la habitación y por cuanto recoveco se

mostrara a nuestros ojos. Revisamos los cuatro costados

de las habitaciones, pero no encontramos nada. Pasamos

luego a los cuartos del piso superior, tampoco había nada.

Luego, los estudios y la cocina, y nada. A punto ya de

extraviarme en los caminos de la desesperación, recordé

haber visto en otro sitio la imagen del león con las fauces

abiertas: ¡en nuestro sótano de La Borrascosa!, que

casualmente también estaba lleno de libros, de tierra, y de

alimañas. ¡Quizá “Las Llaves del Reino” se hallaba allí! -

pensé muy convencida de mi intuición y con el ánimo

dispuesto a gritar a los cuatro vientos los alcances de mi

descubrimiento.

Pero, ay de mí, en vista de la promesa de silencio

que había pronunciado minutos antes y no queriendo ser la

primera en romper el sagrado voto, so pena de recibir

mayor escarnio, decidí buscar un medio para comunicar

mis pensamientos sin el auxilio de las palabras que tanto

mortificaban al Mago. Allí fue cuando la mímica, medio

de expresión universal, vino en mi ayuda. Intenté con

algunos movimientos suaves de mis manos, pero las caras

perplejas de mis hermanas confirmaron que no entendían

mi mensaje. Beatrice pensó que estaba siendo víctima de

algún calambre y Mariana de alguna indisposición

estomacal. Con mayor ahínco, proseguí con unas

estudiadas contorsiones que en nada se amoldaban a la

intención prístina de mi mensaje.

Al final, el Mago, con su habitual gesto de exasperación y

subiendo sus manos hacia el cielo, me relevó del voto con

un gesto displicente y al fin pude hablar:

-En el sótano de la Borrascosa también tenemos un

emblema del león con las fauces abiertas y creo que allí

podemos encontrar el libro – las palabras me salieron

atropelladas, como disparadas a presión de una caldera.

Beatrice y Mariana confirmaron mi afirmación.

Leonardo, entonces, mencionó que la búsqueda debía

continuarse allá. Bajó las escaleras rápidamente y nosotras

atrás en comitiva. En el porche se nos unieron El Genio y

Bartolomeo y nos enrumbarnos a la mansión.

Leonardo tenía los ojos más azules que el mar de

Eisenbaum pero la mirada más dura que las rocas de

Gibraltar, su rostro inexpresivo hacía imposible

que adivinara sus pensamientos y eso era algo que me

exasperaba en exceso. Solo los amargos comentarios que

me lanzaba de vez en cuando dejaban entrever la poca

disposición que tenía con todo este asunto de la maldición.

Llegué a pensar que si fuera por él, ya me habría lanzado a

los mármoles candentes del infierno, lacerando mis carnes

con un filoso rastrillo para hacer más infame mi dolor. A

veces lo capturaba mirando de reojo el anillo en mi mano,

pero enseguida desviaba la vista y seguía caminando

arreándonos como ganado.

-Esperen un momento - dije parándome en seco -

no podemos llegar a La Borrascosa contigo. ¡No tenemos

forma de explicar tu presencia!

El mago se detuvo también y, muy ofendido,

replicó:

-¡De ninguna manera espero convivir con ustedes!

- dijo como si fuera lo peor que podría sucederle - El Libro

pueden buscarlo por su cuenta. ¡Está en su casa! ¿Qué

peligros pueden encontrar allí? Zoroastro no vendrá hasta

dentro de tres días. ¡Yo me hospedaré en el hotel del

pueblo mientras tanto!

-¿En el pueblo? –pregunté incrédula.

-Sí, estaré cerca, por si acaso necesitan algo.

-Pero puede quedarse en el sótano - dijo Mariana -

¡con Bartolomeo y Filomena!

Una ligera sonrisa se dibujó en mi rostro al

imaginarme a un mago tan distinguido como Leonardo,

sentado sobre el colchón de felpa rosa de Bartolomeo y

Filomena.

-Eso no será necesario - respondió de mal talante -

Como dije, estaré en el hotel El Gran Prince.

-¿Y si vienen esas sombras a buscarme? ¿Cómo

piensa protegerme estando tan lejos?

Armado de paciencia el Mago respondió:

-Ya te dije que los demonios de Zoroastro no

vendrán hasta el día cinco y si algo llega a pasar antes, yo

lo sabré!

Lo miré con angustia. Centradas como estaban mis

esperanzas en él, no podía dejar que se marchara.

Encontrar el Libro sería mucho más rápido con él. Tenía

mucha más experiencia en la búsqueda que yo. Esta

apenas era mi primera incursión. De alguna manera

inexplicable y bizarra, su presencia me infundía valor.

-¿No puedes quedarte? ¿Cómo puedo estar segura

de que si te necesito estarás allí?

Moduló el tono. Quizá la exteriorización de mis

angustias resonó en alguna fibra sensible de su ser.

-¡No puedes! ¡Tendrás que confiar en mí! - fue

todo lo que dijo.

Sus palabras lejos de calmarme me enfurecieron

agolpando la ira en mis mejillas.

-¿Por qué debería confiar en una persona que me

odia? –le grité.

Me observó con sorpresa ante el inusual arrebato.

-Digamos que no te queda más remedio, ¿verdad?

–y continuó caminando dando por terminada la charla.

Al llegar a las puertas de La Borrascosa, el Mago

desapareció tan silenciosamente como si nunca hubiera

existido.

-Tengo que acostumbrarme a esta cosa de la

magia¡ - pensé para mis adentros.

15

EL OTRO LIBRO Y LOS GUARDIANES

El Libro observaba fascinado a la joven. No era

inusual que los habitantes de la casa bajaran a descargar

los trastes en las profundidades del lúgubre sótano o que

algún miembro de la servidumbre se apersonara en el

recinto para pretender organizar el desfile de cajas y

baúles magullados y aprisionados bajo el polvo

enmohecido tras largos años de encierro. El sótano de La

Borrascosa era un cementerio de cosas inservibles y

recuerdos enclaustrados en féretros de cartón arropados

en nubes de naftalina bajo la polvareda empeñada en

ocultar los matices de las formas, otorgándoles a todas

ellas una coloración grisácea uniforme.

Tampoco era la primera vez que El Libro la

observaba. Meses antes unos pasos apresurados lo habían

alertado de la presencia de la muchacha en la maciza

puerta de roble que sellaba la entrada al lugar. La joven

se había acercado en puntillas hasta los estantes repletos

de libros apilados en variedad de formas y colores que la

humedad ya había comenzado a mutilar. Seleccionó un

ejemplar de entre los cientos que seguidamente colocó

sobre una roída mesa de pino que alguna vez presidió las

comidas de la familia; con dificultad arrimó una silla y se

sentó cómodamente a inspeccionarlo. Lo estudió con

curiosidad al principio, después con paciencia, leyó el

título varias veces como si quisiera grabar en su memoria

las familiares letras para un posterior encuentro, continuó

hojeando el contenido de sus descoloridas páginas al azar

hasta que la mullida luz natural se fue opacando poco a

poco. Cerró el tomo y emprendió su camino de regreso al

lugar que compartía con sus hermanas. Días después

regresó con una escueta caja de herramientas que colocó

sobre la mesa para emprender un incipiente trabajo de

restauración; un gastado cepillo de suaves cerdas, unos

desteñidos paños de felpa, probablemente trasquilados de

alguna vieja alfombra y una bolsa con miriñaques

diversos completaron el escuálido equipo para la

portentosa tarea. El Libro esperaba con ansia su turno, su

deshilachada portada dura de terciopelo rojo engalanada

de unas difusas letras doradas hacía mucho tiempo que no

recibía la caricia humana, solo polvos y sombras

poblaban su reino. Sin embargo éste no era un libro

común, sus humildes dimensiones disfrazaban su

grandeza. Era un libro por el que muchos hombres

matarían, un libro buscado por magos y hechiceras en los

anales del tiempo, que desapareció del mundo durante las

épocas oscuras del hombre y cuya tenencia hubiera

significado una sentencia de muerte para su poseedor.

Sus frágiles páginas temblaron sonriendo ante el

inminente suceso que sabían presenciarían ese día. Cirila,

una diminuta hadita, de facciones etéreas y almibaradas y

abundante cabellera de espigas, cuyas delicadas y

traslúcidas alas revoloteaban a un costado del lomo

haciéndole cosquillas, ya había comenzado a retirar las

moticas de polvo que cubrían sus mágicas páginas,

Petrarco, un duende gruñón y mal vestido con un singular

pantalón verde manzana, botas fucsia con chaleco

amarillo salpicado de círculos morados se afanaba en

empujar el libro hasta la orilla del estante para que fuera

lo primero que la joven viera al llegar y finalmente,

Drefno, un elfo estadounidense de modales exquisitos y

andar suntuoso, se ocupaba de alejar las alimañas

rastreras que pudieran merodear por la zona. La madera

gruñó bajo la pisada firme que se dirigió directamente a

donde se posaba el tomo; el Libro sintió la calidez de

unos dedos recorriendo su portada aterciopelada y un

leve soplido sacudió la tierra de sus endebles hojas.

Segundos después, se sintió acurrucado por dos delicados

brazos que lo acunaron hasta el lugar que había estado

anhelando por meses desde su escondite. La joven

encendió una pequeña lamparita de kerosén para no

despertar a sus hermanas, un peculiar olor inundó el

sofocado recinto y comenzó a fundirse con los aromas

moribundos del lugar. Una a una las diminutas partículas

de polvo fueron desnudando el conjunto de letras que

yacían ocultas tras la inmundicia. Ni la mugre maloliente

ni la erosión del tiempo habían podido desvirtuar la

majestad del título: “Las Llaves del Reino”

La imborrable sensación de alivio que me inundó

al momento en que sostuve el valioso libro entre mis

manos, era solo comparable a la del condenado, a quien se

le condona a último momento, la pena de muerte. Lo había

logrado, y sin la ayuda del Mago. El increíble hallazgo fue

comunicado inmediatamente a mis hermanas, quienes,

compartiendo mi dicha y alborozo, danzaron

frenéticamente a mi alrededor encerrándome en un círculo.

¡Qué agradable sensación proporciona la fragancia del

triunfo¡ ¡La consecución del objetivo logrado¡ ¡Que dicha

embargaba mi corazón al saber que pronto me desharía del

funesto anillo¡ En el sótano, la negrita Salomé también

bailaba y compartía nuestra alegría.

La mañana se alzaba súbita con su sol

resplandeciente de dorados destellos y el alborear de la

vida que volvía a brotar de mis entrañas.

Nos acurrucamos todas sobre uno de los colchones

y ya sentada coloqué el libro en mi regazo con la intención

de revisar minuciosamente sus páginas en busca del tan

ansiado remedio. La alegría duró poco. Justo hasta el

momento en que me di cuenta de que estaba escrito en un

idioma desconocido para mí. Después de todo, parecía que

sí requeriría la ayuda del mago.

16

LA MUERTE DE FILOMENA

Filomena era un miembro muy preciado en nuestra

familia. Tan querida y tan amada como cualquier otro

miembro. Y es que para pertenecer a nuestra parentela no

hacía falta mucho, bastaba con un ligero rociamiento de

amor mostrado sin fingimientos sobre cualquiera de

nosotras y ya, corríamos, maravilladas, a cobijarlos bajo

nuestros aprecios. En nuestras consideraciones tampoco

pululaba el flagelo de la discriminación, ni de géneros ni

de razas, ni de personas o animales. Así, nuestro entorno

familiar se iba ensanchando como las márgenes de un río

hasta abarcar no solo a los integrantes de sangre de la

familia sino a todos aquellos que por afinidad así lo

quisieran. ¡Ay abuelito Genaro, si pudieras vernos…!

¡Que familia tan ecléctica y singular tenemos ahora!

¡Seguro te reirías allá en las alturas del cielo mientras

degustas las morcillas celestiales!

Filomena en reciprocidad a nuestros afectos

cacareaba los suyos por las veredas empolvadas del sótano

con mucha tranquilidad y sin muchas emociones. Quiso la

adversidad que un día, en nuestra ausencia, justo antes de

la hora del desayuno, la puerta entornada del sótano

tentara su espíritu aventurero y, a riesgo de su propia

seguridad, saltó la escalerilla hasta desembocar al amplio

corredor que llevaba a la sala. Hasta allí, todo fue bien.

Miró un buen rato, con curiosidad, los objetos

amontonados a lo largo de la estancia; uno en especial

llamó su atención, la imitación de una obra de Van Gogh,

“Primeros Pasos”, que colgaba en la pared, quizás los

tonos verdosos y amarillosos de la pintura, los cuales

retrataban una escena campestre, evocaron en las

profundidades de su mente la remembranza de tiempos

pasados, o tal vez, le gustó la composición cromática de

los tonos pasteles. Nunca lo sabremos. Lo cierto es que

Filomena, para su fatalidad, después de contemplar

largamente la pintura, se enrumbó al piso superior hacia la

habitación de Leticia, sin pensar en las trágicas

consecuencias de tan temeraria acción. La muchacha se

encontraba de frente a su peinadora admirando su imagen

reflejada en el espejo, cuando vio entrar la figura

gallinácea con un collar de canutillo y las pezuñas

escarlatas. Debió parecerle una criatura del infierno que

venía tras ella para cobrarle sus pecados.

Hasta la cocina nos llegaron los gritos de Leticia

y los cacareos de Filomena. Después solo silencio.

Llegamos de primeras a la habitación, detrás de nosotras

Ño Josefina, y mucho más atrás, algunos miembros de la

servidumbre. Leticia yacía sobre su cama con un ataque de

nervios, aún con el arma perpetradora entre sus manos y la

mirada extraviada, y Filomena acostada sobre la alfombra

con la mirada vítrea y el piquito entreabierto, únicas

señales de que la vida que se le estaba escapando.

Petrificada quedé ante la puerta pero Mariana no,

abriéndose paso entre los cuerpos, caminó resuelta hasta

donde yacía el ave desdichada y desatándose el nudo de su

bufanda, la envolvió alrededor del tronco con el mismo

cuidado como si estuviera dormida en lugar de muerta.

Salió de la habitación y detrás de ella, nosotras. Ño

Josefina se quedó reviviendo a Leticia y sacándola de su

soponcio, informándole que debió tratarse de la gallina

que se había escapado del corral, días atrás, salvando así

nuestra responsabilidad en el asunto.

Ya en el sótano, informamos del deceso a la negrita

Salomé y a Batam-Al-Bur quienes rompieron a llorar con

mucho sentimiento. A diferencia de nosotras, la tristeza de

Mariana estaba controlada, solo el hilo de una lágrima

rodaba de vez en cuando por sus mejillas para perderse en

el espeso plumaje del ave que acunaba entre sus brazos.

Colocó el bulto sobre la mesa y le alisó las finas plumas.

Buscó su alfombra de felpa y sus pertenencias y comenzó

a apilarlas en una caja de madera que pensaba usar para

disponer de los restos.

Iríamos al bosque y en el claro más hermoso,

enterraríamos a Filomena. De salida, Beatrice tomó del

jardín de Gertrudis, dos hermosos tulipanes y tres geranios

en flor y nos adentramos apesadumbradas en la tupida

arboleda. El cortejo fúnebre lo componíamos Beatrice,

Mariana, la negrita Salomé, Batam-Al-Bur, Bartolomeo y

yo. El recorrido estuvo plagado de melancolías y tristezas.

Jamás ave alguna fue más querida y llorada en esta tierra.

¡Te salvamos de las verduras y el cilantro pero no pudimos

salvarte de la mano asesina de Leticia¡ El llanto lento y

compungido de Mariana desgarraba el corazón. Dolor

impotente nacido ante la incomprensión de la muerte de

un inocente ser que había llenado de alegría nuestros días.

Llegamos a una suave colina donde una tenue brisa

mecía la fina hierba que recorría menudita una gran

extensión. A lo lejos, se veían Las Mininas. El rumor de

un arroyuelo se escuchaba muy cerca, melodía divina que

acompañaría el sueño eterno de nuestra amiguita. Tiempo

atrás, un araguaney había insertado sus raíces en el lugar a

cuya sombra florida seguiría cobijada Filomena de ahora

en adelante. El Genio comenzó a cavar; la pala hería la

tierra y la desplazaba en tajadas a su costado hasta que

quedó una hendidura lo suficientemente grande para

recibir al improvisado ataúd. Compartiendo nuestra

tristeza estaba el cielo encapotado con su vestimenta negra

de nubes a punto de soltar las lágrimas de la lluvia.

-Agua Bendita¡ - dijo Mariana – ¡Necesitamos

agua bendita, si no, no irá al cielo!

Imaginé a la pobre Filomena cacareando por los

terrenos sulfurosos del infierno. ¡Tanto cuidarla para

salvarla de los fuegos terrenales para que fuera a perecer

ahora en las brasas candentes infernales¡ ¡No! ¡No lo

permitiría! Si agua bendita era todo lo que se requería,

agua bendita conseguiríamos para asegurar el descanso

eterno de nuestra gallina. Debía ir a la iglesia y

procurarme el líquido bendito, así que exclamé:

-¡Iré al pueblo! ¡No me tardo! Ustedes recen un

rosario, mientras tanto yo conseguiré el agua. Estaré de

vuelta en cuarenta minutos.

Beatrice sacó de su bolso de maquillaje una

pequeña botellita de perfume que siempre llevaba encima.

Se deshizo del líquido y me la acercó.

Toma – dijo- Trae aquí el agua.

Enseguida el Genio se incorporó. Soltó la pala y se

sacudió la tierra. Quería prestar su ayuda. Todo lo que

había hecho hasta el momento había salido mal. Así que

decidió ofrecerse de voluntario para buscar el agua bendita

en el pueblo y con esto reivindicarse ante nuestros ojos.

-¡No! – dijo - iré yo. ¡Ustedes quédense a rezar!

-¿Estás seguro? – pregunté al tiempo que le

entregaba la botellita.

-¡Sí! Yo me desplazaré mucho más rápido. ¡Usaré

la magia!

-Muy bien – dije – pero ten cuidado con tu magia.

Ya sabes que no siempre obtienes los resultados

esperados.

Acordamos que así fuera y se esfumó bajo una

nube de niebla azul. Posamos la pequeña caja de madera

en el hoyo y con nuestras propias manos arrimamos los

pequeños montículos de tierra que previamente había

destajado el Genio. Sobre ella, colocamos los tulipanes y

los geranios y una pequeña cruz que hicimos con dos

ramas que arrancamos del araguaney florido. Arrodilladas,

de frente a la humilde cruz, comenzamos a recitar los

rezos con mucho fervor. Sobre nuestras cabezas los

oscuros nubarrones se hacían más densos.

Minutos después, el Genio se halló a las puertas de

la Iglesia con la botellita atada a su fajón. Los pesados

portones estaban entreabiertos. La misa parecía no haber

comenzado aún. Asomó tímidamente la cabeza, no había

nadie. Sonrió. Los vitrales coloreaban las túnicas de los

santos y las vírgenes, uniformándolos como integrantes de

una misma raza. El altar se alzaba al fondo, vestido en

telas blancas y purpura con un fino encaje dorado en las

orillas. A un lado, un inmenso cirio blanco se hallaba

encendido y algunos utensilios dorados se habían colocado

meticulosamente sobre la superficie de la mesa para la

ceremonia del día. A lo largo, de lado y lado, se hallaban

los banquillos pulidos de caoba que dentro de muy poco

recibirían a los feligreses. Un fuerte olor a cera quemada

impregnaba el recinto, a mano derecha vio una estructura

retorcida en hierro forjado que sostenía las velas que los

creyentes habían encendido como ofrenda solicitando los

favores celestiales o pagando promesas por los recibidos.

Al margen este del altar, vio lo que estaba buscando, la

pequeña pila bautismal con su cargamento célico.

De puntillas fue caminando, poco a poco,

cuidándose de no hacer ruido, ocultándose entre el breve

espacio existente detrás de las columnas que sostenían el

techo del tempo. Eran cinco las que había hasta la pila de

agua bendita.

Sentada en la primera fila de bancos estaba Doña

Tula. Era de las primeras en presentarse en la iglesia para

asegurarse el mejor puesto. Batam-Al-Bur no la había

visto ya que la sombra de San Cipriano era tan espesa que

había ocultado la escuálida figura de la mujer, pero Tula sí

lo vio y se me preguntaba intrigada que rayos estaba

haciendo aquel joven tan estrafalario en un lugar tan

sagrado como el templo. Ya en la última columna, el

Genio brincó a la pila bautismal y sacando la botellita, la

empezó a llenar con fruición, mirando hacia todos lados,

esperando no ser visto. Doña Tula se enervó. ¿Cómo era

posible semejante desparpajo? ¿Y en la propia capilla? Ya

sabía ella, que los zagaletones pululaban por el pueblo,

pero en la iglesia? ¡Vaya desatino! y el Padre Tobías ni

portaba por los alrededores. Gracias a Dios y a la

providencia que ella estaba allí, de cuerpo presente, para

resolver este asunto. Tomó su paraguas y fue acercándose

subrepticiamente de modo de quedar a las espaldas del

profanador, allí alzó la sombrilla y al tiempo que le

propinaba el primer golpe, gritó:

-¡Hereje! ¡Ladrón!

Con el trastazo y la sorpresa, el Genio soltó la

botellita que ya había cerrado y que fue a arremolinarse en

las tranquilas aguas del bautismo. Con el segundo, tuvo

tiempo de tomarla y guardarla en el bolsillo antes de

voltearse a observar a la enérgica mujer que con tanta

fuerza le propinaba soberanos golpetazos. Se encontró a

una anciana menudita con el ceño fruncido y los labios

apretados de una hiena que ya se preparaba para propinar

el siguiente golpe. Tuvo tiempo apenas de correr segundos

antes que la dama abanicara el tercer impacto y

desaparecer tras los pesados portones.

Los oscuros nubarrones se habían alejado y con

ellos la promesa de lluvia. Batam-Al-Bur llegó exhausto

justo cuando los colores del ocaso comenzaban a coronar

la azulada copa del Monte Glaslo. Alargó la botellita que

tomé con sumo cuidado. Vertí una cantidad en el hueco de

mi mano y las esparcí por los cuatro costados de la tierra

que ahora era un camposanto.

-¡Aquí yace Filomena, compañera y amiga fiel! –

dije - ¡Ahora, cloquearás por los ramales del cielo! ¡Allá

va, abuelito Genaro – proseguí mirando a las alturas -

¡Ahora te toca cuidarla a ti! ¡Pronto nos veremos! -

pronuncié las palabras encerrando el deseo de que mis

frases fueran ciertas. Ese “pronto nos veremos” me salió

del alma, considerando el hecho de que en lugar de los

cielos, las circunstancias me estaban enrumbando en la

dirección contraria. Si no me salvaba de esta, muy

probablemente no volvería a ver ni a mi abuelito ni a

Filomena.

Luego de la sencilla ceremonia regresamos a La

Borrascosa arrastrando los pasos con una imborrable

sensación de vacío.

17

LA PROPUESTA DE ELIAS FARFAN

Después del sepelio, lejos de las miradas y los

oídos indiscretos de los habitantes de la casa, nos

reunimos al fondo del patio posterior. Un halo de tristeza

se reflejaba en nuestros rostros cansados. El improvisado

encuentro tenía por objeto esbozar la más creíble de las

excusas que me permitiera ausentarme, a esas altas horas

de la noche, de la mansión para llegarme hasta el Gran

Prince, y hacerle entrega al Mago del mítico libro. Tres

días habían transcurrido, y con ellos, se iban, diluidas, las

últimas esperanzas de mi supervivencia. Debía

encontrarme con el Mago. Por mucha antipatía que mi

presencia le inspirara, estaba segura que seguiría al pie de

la letra las indicaciones de su padre. Americus había

dicho que el Libro me revelaría sus secretos, pero, o yo

estaba sorda, o el Libro estaba mudo, porque pasaban las

horas y yo no percibía ni el más leve susurro de un

secreto. Y de los guardianes, tampoco había tenido la más

mínima evidencia de su existencia.

La hora de la cena llegó y los desaforados gritos de

Ño Josefina, parada en la puerta trasera que daba al patio,

con las manos mojadas estrujando su almidonado delantal,

nos llamaron desde la cocina, por lo que tuvimos que

interrumpir nuestro coloquio conspiratorio. De todas

formas, el hambre ya había empezado a obnubilarnos el

entendimiento, ratificando lo expresado en el dicho que

dice, “Barriga llena, corazón contento”. Es mi humilde

pensar que este axioma debería modificarse a “Barriga

llena, claridad de pensamiento”.

Arribando al comedor, la mulata arrancó a tararear,

junto con la negrita Salomé, una melancólica melodía

sureña que tornó mi carne de gallina, como si una extraña

premonición alargara su ominosa sombra hasta el presente

para enturbiar mis últimos días de felicidad sobre estas

tierras. Ellas, ignoradas de la conmoción que en mí

produjo su musicalidad, continuaron acomodando los

platos sobre la ornamentada mesa al son de los nostálgicos

acordes. A mis espaldas, pude escuchar la voz de Mariana

repitiendo a modo de súplica:

-¡Que no sea avena¡ Que no sea avena¡ Por

favorcito....

Al entrar se le iluminaron los ojos: una bandeja de

panecillos recién horneados reposaba plácidamente sobre

la mesa, despidiendo un agradable aroma de miel y canela

que hacía agua la boca, unas rebanadas de queso amarillo

y rosadas lonjas de jamón descansaban sobre cada plato,

una refrescante jarra de jugo de naranja californianas

completaban la suculenta cena. Nos abalanzamos sin

recato sobre las escudillas servidas y comenzamos a

devorar la variedad de exquisiteces. Unas tartaletas de

crema y fresas nos fueron servidas como postre.

-Ño Josefina, a qué se debe esta comida tan

especial? –preguntó Mariana recelosa con un grueso

bigote de leche sobre los labios y masticando aún los

restos de un ponqué.

La mulata la miró indecisa como tratando de

decidir si debía revelar lo que le había informado

Gertrudis. Este estado dubitativo apenas duró unos

segundos, no le agradaban las injusticias y pensó que lo

mejor para nosotras era que supiéramos cuanto antes la

verdad, enseguida dijo:

-Esta noche tendremos la visitación del Prefecto

Farfán en la mansión. La Sra. Gertrudis giró instrucciones

para que estuvieran bien alimentadas y vestidas, a las

nueve en punto.

Miré el reloj, iban a ser las siete. Lo último que

quería esa noche era recibir visitas, y menos cuando

pensaba escabullirme para encontrarme con Leonardo.

-Pero que tiene que ver ese señor con nosotras? -

pregunté.

La mulata pensó por un momento su respuesta,

fuertes sospechas tenía de lo que estaba planeando su

señora, pero hasta no tener la confirmación, no quería

trastornar nuestra existencia con simples conjeturas.

-No lo sé, la Sra. Gertrudis y Leticia las están

esperando en el estudio para hablar con ustedes con más

detalles.

Me levanté de la mesa sin terminar el postre. Esta

repentina amabilidad de la que estábamos siendo objeto

era sumamente inusual y extemporánea. Nunca, en los

pasados seis meses, había tenido Gertrudis un gesto

cordial o una palabra cariñosa para nosotras. Todo lo

contrario, no paraba de recriminarnos y repetirnos que

éramos una carga, que éramos una abominación, que los

gastos de nuestra manutención eran exorbitantes y que

había tenido que recurrir a préstamos bancarios para

compensar el déficit. Lo cierto era que ella, lejos de

destacarse por sus habilidades como administradora, sí

descollaba por sus habilidades como derrochadora

compulsiva, al igual que Leticia, por lo que la salud

financiera de la familia, se veía seriamente afectada a

intervalos regulares, llegando al extremo de no tener con

que pagar los salarios del escaso personal doméstico que

aún había en la casa.

Las reuniones en la sala o en el estudio de La

Borrascosa no gozaban de muy buena fama en nuestro

círculo fraternal. Cada vez que éramos llamadas por

Gertrudis era para reclamar algo, despojarnos de algo u

obligarnos a algo. Sin embargo, no teniendo opción para

otro proceder, nos dirigimos, como corderitos arreados, al

estudio donde una muy amable Gertrudis nos invitó a

entrar y a tomar asiento.

La mujer era un dechado de nervios. Esta aguda

observación me fue develada por la extraña agitación de

sus manos, la expresión alejada y ambivalente de su

semblante y los pasos indecisos que golpeteaban el piso

con rudeza. Recorría la habitación como cazando las

palabras, para comenzar con buen tino su exposición. La

mirábamos extrañadas, preguntándonos que era eso tan

importante que requería tal esfuerzo de su concentración.

Caminó unos pasos más, luego se sentó detrás del

escritorio caoba, que había traído el abuelo de uno de sus

tantos viajes a Europa.

Al fin, viendo que ya no podía continuar

reteniendo las palabras, dijo:

- ¡Hay un asunto muy importante que quiero

discutir con ustedes! Un asunto tan crucial que cambiara el

destino de esta familia - al decir esto se alzó del escritorio

y fue hasta la ventana que se encontraba al otro extremo,

provocando un sonido hueco cada vez que el bastón

chocaba contra el crujiente piso de madera. Se ajustó sus

anteojos y prosiguió:

-En la noche de hoy vendrá una eminencia a visitar

nuestra humilde morada.

Después, sin esperar reacción de nuestra parte, lo

soltó:

-El Prefecto Farfán ha manifestado su intención de

pedir la mano de Beatrice en matrimonio.

El impacto de la noticia demoró unos minutos en

ser procesado por nuestros ingenuos e incrédulos cerebros.

En principio, creí no entender bien el significado de la

sentencia expresada por la boca malsana; ¿Matrimonio

había dicho? ¿Pudiera ser que el eco encerrado en las

sólidas paredes hubiera tergiversado sus palabras, y yo,

víctima de una alucinación auditiva, confundiera los

vocablos pronunciados por los calumniadores labios?

Después pensé que se trataba de una broma de mal

gusto, pero el rostro severo y la mirada aciaga de la

anciana contradecían mi suposición. La mujer permanecía

inamovible al lado de la ventana. Al comprobar la seriedad

del enunciado estallé:

-¿Qué? – grité - ¿Se ha vuelto loca? Beatrice no

tiene por qué casarse con nadie. Y si algún día lo hace,

será por amor y no por ajustarse a sus intereses

mezquinos! Además, pronto nos iremos de aquí y no

tendremos que soportar más sus necedades!

Beatrice, contraria a su temperamento, se había

quedado sin habla, su tez generalmente blanca se había

tornado escarlata, con los rubores de la ira agolpándose en

sus mejillas. De todas las noticias que había esperado

escuchar, la idea de su matrimonio era lo último que

hubiera podido imaginar en las presentes circunstancias.

Mariana también estaba estupefacta con la expresión

congelada de una estatua de museo. Por mi parte, no iba a

tolerar que se dispusiera del destino de mi hermana como

si de una pieza de un ajedrez se tratara, con Gertrudis a

cargo de las jugadas, acomodando a sus peones sobre el

tablero de la vida, a su mejor conveniencia.

La vieja se escudó tras la actitud demoledora

propia de los dictadores cuando un brote de

insubordinación surge entre sus filas. Grito, amenazó y en

un arranque de locura, hasta alzó el bastón hasta las alturas

como último recurso de amedrentamiento.

-¡Basta! No toleraré esta clase de comportamiento

en mi propia casa. En dos días tú te irás, pero en cuanto a

tus hermanas se refiere, permanecerán a mi cuidado hasta

que cumplan la mayoría de edad, ya que aún seguiré

siendo su tutora, y me encargaré de que cuando te vayas,

jamás vuelvas a verlas durante el tiempo que estén bajo mi

cuidado! - gritó la anciana.

Una rabia ciega pareció apoderarse de todos mis

sentidos. Habíamos soportado toda clase de vejámenes y

maltratos, pero éste era el colmo de los colmos. ¡Arreglar

el matrimonio de mi hermana para ajustarse a sus intereses

mezquinos! Si tanto anhelaba el dinero de Farfán, por qué

no se casaba Leticia? ¿O la propia Gertrudis? Así se lo

grité a la cara, junto a otra sarta de verdades que habían

estado contenidas por la prudencia en algún rincón lejano

de mi mente, esperando nada más el momento para aflorar

y descargar la embestida.

-Yo no toleraré que vendas a mis hermanas por tu

ambición desmedida ¡Ellas se irán conmigo!

-Son menores de edad, querida, y tú no eres su

tutora! Sin mi permiso no podrás verlas siquiera.

-Jamás permitiré ese matrimonio, ¿me entiendes?

¡Jamás!

Beatrice comenzó a reír histéricamente, y tanto,

que Gertrudis y yo volteamos intrigadas, ignorantes de la

razón de semejante conducta. Tan animosa y entusiasta era

la risa que enseguida contagió a Mariana.

Después al borde del sofoco, pronunció como

pudo estas palabras:

-Disculpen – más carcajadas - pero es muy chistoso

observar cómo se pelean como perros y gatos por un

asunto en el que no tienen ni voz ni voto!

En ese instante, la voz de Leticia retumbó en la

habitación. Se hallaba sentada en otra butaca al amparo de

la penumbra, razón por la cual no la vimos cuando

entramos. Había permanecido oculta, como las ratas, y

solo ahora se mostraba desperdigando sentencias

venenosas por su boca:

-Tú no tienes derecho a hablarle así a mi abuela

después de todo lo que ha hecho por ti y tus hermanas,

huérfanas y mendigas!

Lo de huérfana se lo hubiera perdonado, era un

hecho irrefutable el que carecíamos de padres, lo cual nos

hacía huérfanas en el sentido más estricto de la palabra,

pero mendigas? ¡Eso si que no podría perdonarlo! sobre

todo cuando nuestro patrimonio era precisamente el que

estaba sosteniendo a la familia, precisamente el que

estaban ellas derrochando y precisamente el que nos

estaban robando! ¡Mendigas ellas!

-Y qué ha hecho Gertrudis, ah? ah? Zumbarnos en

un sótano maloliente donde ni siquiera las cucarachas se

atreven a entrar? Alimentarnos con las sobras de su mesa?

Darnos los harapos que tú ya no quieres usar? Es por eso

que debo estar agradecida, ah? Nunca, óyelo bien, nunca

dejaré que mi hermana se case con ese infeliz ¡ ¡Y

mendigas son ustedes!

Estaba alterada y había comenzado a hablar a

gritos. Gertrudis se había quedado impávida, seguramente

ofendida por el soez adjetivo que le había endilgado. Una

vena de su frente parecía titilar y una densa tonalidad

purpura comenzó a aflorar en la superficie rabiosa de su

rostro. En un improvisado ataque de furia, Leticia se

abalanzó sobre mí. Comenzamos a rodar por el duro piso

de la habitación, jalaba mis cabellos y en represalia

comencé a jalar los suyos, un puñado de ellos quedó en mi

mano, los solté y continué adhiriéndome hasta que le

arranqué otro puñado. Ante la impotencia, Leticia

concentró sus ataques en mis brazos, que era la única parte

del cuerpo que tenia descubierta, y comenzó a arañarlo

con destreza felina. De su boca salían los más chabacanos

improperios que no lograba terminar ya que se los

entrecortaba a la fuerza con mis golpes. ¡Qué vigor y

resistencia el de Leticia! ¡Qué calidad de arañazos y

golpetazos, los suyos! ¡Ah! ¡Pero yo tenía más vigor y

mucho más resistencia! ¡Y la calidad de mis arañazos

superaba con creces los de ella! A punta de vivir con dos

hermanas, se me había afinado el pendenciero arte, común

a todas las hermandades, de terminar las discusiones a

fuerza de empinados puñetazos, propinando los golpes en

los sitios que mejor corresponden, en defensa del honor,

las propiedades o las hermanas. Y de no ser por la

desafortunada intervención de Gertrudis, yo hubiera

resultado victoriosa por amplio margen y la derrota de

Leticia hubiera sido mucho más aplastante y deshonrosa.

Mientras mantenía a la muchacha inmovilizada,

ella de boca al suelo, yo con el rigor de todo mi peso

sentado sobre su espalda, sosteniendo sus manos enlazadas

a la altura del coxis, observé su boca y sus greñas

ensangrentadas. Mientras contemplaba con temor el

resultado de mi obra, un dolor agudo me atravesó por un

costado, como si una daga se me hubiera incrustado entre

las carnes. Alcé la vista y encontré la mirada furiosa de mi

tutora con el bastón empuñado, atizando mis costillas.

Mis hermanas hicieron el intento de auxiliarme

pero enseguida alzó la rutilante arma contra ellas. Me

levanté como pude, liberando a la maltrecha Leticia quien

se incorporó llorosa procurando refugio detrás del

escritorio y en busca de un espejo para calibrar el daño. De

frente a Gertrudis, me interpuse en el trayecto entre el

bastón y mis hermanas. Sentí nuevamente el crujido del

báculo estrellarse contra mi antebrazo y en un ataque de

furia desmesurado continuó golpeándome hasta que ya no

sentí nada. Un leve sopor me fue invadiendo mientras

escuchaba a lo lejos los gritos de angustia de Beatrice y de

Mariana. Después no escuché nada.

Mucho después me enteré de lo acontecido en

aquella sala. Beatrice había accedido a ver al Prefecto

Farfán, siempre y cuando me trasladaran a una de las

habitaciones y recibiera atención médica. Gertrudis, mujer

hábil y calculadora, estuvo de acuerdo y enseguida se

comunicó con el médico de cabecera, el Dr. Asdrúbal, e

indicó que en pocos minutos estaría en la residencia.

Mientras esto ocurría, muy lejos, en su despacho,

Elías Farfán diseñaba la estrategia para acercarse a

Beatrice. Necesitaba una esposa vistosa que lo

representara en las reuniones sociales a las que asistía

frecuentemente. Despegando como estaba su carrera

política, le convenía divulgar la imagen de hombre

honesto y responsable, manchada últimamente por algunos

comentarios malsanos de personas opuestas a su mandato

y que se habían dado a la tarea de indagar con rebozadas

mañas las interioridades de sus negocios. Su finada esposa

no le había dado hijos y le repugnaba la idea de dejar este

mundo sin herederos que continuaran que continuaran su

obra reformadora. Beatrice reunía todos los requisitos

para cumplir el rol de esposa de un prefecto, era hermosa,

de inteligencia moderada y educación aceptable. Ya había

pedido audiencia con Gertrudis para hacerle la proposición

matrimonial a su pupila y ésta no había mostrado señales

de alarma, todo lo contrario, lo había tratado cortésmente

y le había extendió una invitación para tomar un trago con

ellas esa noche.

Miró el reloj. Era temprano. Tenía tiempo

suficiente para comer y pasar por su casa a cambiarse

antes del encuentro.

A las nueve en punto de la noche, justo al

momento en que el Dr. Asdrúbal dejaba la residencia, se

halló tocando las puertas de La Borrascosa. Beatrice y

Mariana se hallaban más tranquilas después de que el

médico les aseguró que su hermana se repondría. Esta

última y la negrita Salomé, asomadas a la ventana,

trataban de atisbar al pretendiente al momento de su

llegada. Muy sorprendidas quedaron al ver la regordeta

figura del prefecto, con la media luna por calva, vestido

con su guayabera dominguera y un pantalón de ancha

bota, bajarse del vehículo oficial que aparcó

peligrosamente cerca del huerto del jardín. Al entrar a la

sala, un aroma a colonia costosa inundó todo el lugar.

Beatrice estaba sentada en una de las butacas de la sala y

Gertrudis le señaló el espacio donde debía sentarse el

Prefecto.

-Tome asiento por favor, señor Farfán – indicó.

Este se acomodó en el sofá cerca de la muchacha

que hasta el momento no había abierto la boca para nada.

Hojeaba un libro como al descuido y apenas si levantó la

mirada cuando él entró. Farfán confiaba en que la abuela

la habría puesto sobre aviso sobre el motivo de su visita

para evitarle el bochorno de una respuesta negativa a su

proposición. Trató de captar alguna señal en su rostro que

le indicara algún indicio de lo que sería su respuesta, pero

su cara angelical solo reflejaba una tranquilidad

abrumadora y una expresión glacial que hizo temer a

Farfán que quizá su propuesta no fuera bien recibida.

Gertrudis, ajeno a lo esperado, mencionó que los dejaría

solos para que conversaran mientras terminaba en la

cocina los últimos toques de la bollería que acompañaría a

los tragos. ¡Cómo si alguna vez hubiera cocinado!

Ya solos, el caballero tomó la palabra.

-Beatrice -comenzó- confío en que conoces los

motivos de mi visita - hizo una pausa.

La muchacha asintió con la cabeza, al tiempo que

cerraba el libro y lo colocaba sobre una robusta mesita que

acompañaba al sofá, dedicándole toda su atención,

colocando, modosa, sus dos manos cruzadas sobre su

regazo. Farfán daba muestras de un intenso nerviosismo,

nerviosísimo, acomodaba el nudo de la franja de su

corbata, se alisaba el bigote, con un fino pañuelo de seda

se aclaraba las gotas del sudor que brotaban por su frente,

recorrían sus mejillas hasta parar, enredadas, en los

delgados hilos del bigote. Finalmente tuvo la seguridad

suficiente para hablar. Prefirió ir directamente al grano:

-Vengo a hacerte una proposición de matrimonio.

Aunque no nos conocemos de trato, tengo la certeza de

que esta unión será beneficiosa para ambos. Mi posición

financiera es estable. Todo habitante de San André puede

dar fe de este hecho. Tengo cuentas en el exterior, así

como propiedades y bienes que te proporcionaran la clase

de vida y lujos que mereces. Puedo alejarte de esta vida

de campesina que llevas.

Beatrice escuchaba pensativa, haciendo uno que

otro comentario para dar a entender a su interlocutor que

estaba interesada. Mariana y la negrita Salomé

permanecían escondidas, apilonadas tras la puerta del

estudio tratando de rescatar las palabras del caballero que

les llegaban mutiladas, incompletas. El prefecto continuó

hablando de los beneficios que disfrutaría si captaba

postularse como la futura señora Farfán.

-Por supuesto, de aceptar la propuesta mis

abogados prepararían los documentos del arreglo

prenupcial, después de todo no tienes bienes que aportar al

matrimonio.

Beatrice abanicó sus sensuales pestañas viendo la

oportunidad de poner las cosas en claro:

-Creo que ha sido mal informado. ¿Bienes

tangibles, dice? No, no los tengo en este momento, pero sí

los poseo y en abundancia, y estarán en mi poder tan

pronto tenga la mayoría de edad. Pero acaso ¿No es mi

belleza un valor intangible? Usted ofrece bienes pero

ciertamente no belleza, yo ofrezco belleza y los bienes de

mi herencia familiar. Yo diría que estaríamos a mano, ¿no

cree? Usted no me conoce, por lo tanto es imposible que

pueda estar enamorado de mí. Es el exterior lo que le atrae

y este exterior le puede atraer a usted muchos beneficios.

Don Elías permaneció callado. Quizá había

subestimado la inteligencia de la muchacha. Muy estúpido

se sentía ahora de haber considerado la propuesta del

arreglo prenupcial, habida cuenta de que la joven era tan

encantadora que su sola presencia sería compensación más

que suficiente por el aporte de sus bienes. La muchacha

continuó hablando:

-Yo, diría que estaría aportando al matrimonio

valores y destrezas equivalentes al monto de sus

propiedades, por lo tanto no aceptaré jamás una propuesta

que implique un arreglo pre-matrimonial, ¿me entendió? –

prosiguió firme.

-Si, entendí perfectamente – replicó el prefecto.

-Piénselo bien, - recalcó la muchacha - Olvidaré la

conversación que acabamos de tener y si en un mes aún

quiere casarse conmigo, vuelva a hacer su propuesta,

respetando mis términos, claro está.

Farfán afinó su bigote. La citadina lo había puesto

en su sitio. Había quedado demostrado que la muchacha

no era ninguna tonta, le había mostrado las uñas, y él,

rasguñado y amonestado, había quedado prendado de este

rasgo de la personalidad de Beatrice. Mucho más

convencido de que era la mujer adecuada, decidió esperar

el plazo indicado y volver en un mes con su propuesta.

Insistir en el asunto en los actuales momentos, se hubiera

visto como una muestra de desesperación.

-Muy bien. Así será. En un mes hablaremos.

En ese momento, entró Gertrudis trayendo los

bollos y los tragos que bebieron apaciblemente. El resto de

la noche transcurrió con aburridas conversaciones sobre

temas triviales. Dos horas después se marchó el Prefecto y

al retirarse Gertrudis, Mariana y la negrita salieron

apresuradamente para encontrarse con Beatrice a solas.

-¡Pero que hombre más horrible, Beatrice! –

murmuró Mariana con desparpajo - Me imagino que no

estarás pensando seriamente en casarte, ¿verdad?

La expresión enigmática de Beatrice parecía

expresar muchas cosas, sin embargo no dijo mucho:

-No lo sé – fue toda su respuesta - ¡Si así está

escrito, que sea! - señaló dando media vuelta y

perdiéndose al fondo del corredor.

18

LA APARICION DE ZOROASTRO

Desperté con la amarga impresión de estar

siendo observada. Me hallé sola, en una vasta habitación

amoblada con piezas antiguas, sobre una dura cama de

grandes columnas de cuyas alturas descendía un vaporoso

mosquitero blanco. Debía tratarse de una de las alcobas

del tercer piso, a la cual la servidumbre no tenía acceso ya

que estaba cubierta de polvo por todas partes. Algunas

piezas del mobiliario estaban reguardadas bajo sábanas

teñidas con los colores del abandono. Quise moverme pero

el dolor me hizo palidecer. A mis espaldas, una herida

punzante mermaba un líquido acuoso que debía ser sangre

y corría pegándose a mis ropas. Mis brazos reflejaban los

hilos rojizos de las uñas de Leticia, arañados, ardían como

si dos candentes hierros estuvieran fundiéndose con mi

piel. Con sumo cuidado, me senté en la orilla de la cama.

Esperé a que se me pasara el ligero mareo que me invadió

al incorporarme. Al rato, me levanté y caminé tambaleante

hasta la puerta. Quise abrirla, pero estaba cerrada. Un

ruido semejante al un suave aleteo de un ave me alertó. No

estaba sola. Me volteé y levanté la vista. El silencio

reinaba otra vez. Paseé la mirada por la habitación, las

arrugadas sábanas seguían cubriendo algunos muebles y

las piezas que estaban descubiertas seguían conservando

su población de polvo y tierra. Pero, afinando un poco la

vista, en una de las esquinas, cobijado por las sombras,

distinguí la figura de un hombre cubierto con una extraña

túnica oscura que me observaba. No tenía cabellos y la

oscuridad me impedía ver sus facciones. Solo vi el esbozo

de un rostro indefinido. A quien sí reconocí fue a

Frozenblack, que se hallaba en el quicio de la ventana

ronroneando y atisbándome.

Di un paso atrás y me atajó la puerta. Armándome

de valor pude preguntar:

-¿Quién es usted? – El miedo tomó el lugar del

dolor. La aparición dejó la esquina y deslizándose

subrepticiamente en mi dirección, se plantó a mi lado. Su

aliento gélido me alcanzó al tiempo que respondía:

-Mi nombre es Zoroastro y me imagino que los

magos con los que andas ya deben haberte puesto sobre

aviso de quién soy. ¡Harías bien en aprender mi nombre ya

que pronto estarás en mi reino! - trató de tomar mi mano

pero con un rápido movimiento pude apartarme. Corrí

para alejarme de él y me oculté detrás de un biombo.

Saqué ligeramente la cabeza para ver si me había seguido.

En la distancia miré nuevamente aquella cara inexpresiva:

el lugar donde debían estar sus ojos lo ocupaban dos

grandes agujeros negros que parecían extenderse hasta el

infinito; sus manos eran rugosas y huesudas como las de

una calavera andante. Se acercó y se quedó largamente a

observarme con la satisfacción de quien revisa un regalo

largamente prometido y cuando ya empezaba a tener la

certeza de que me llevaría, se esfumó.

Un ruido retumbante me sacó de mis cavilaciones,

después me di cuenta de que era mi propio corazón el que

mandaba las insistentes palpitaciones. Con un suspiro de

alivio aflojé la tensión de mis articulaciones.

¡Debo salir de aquí! – pensé - ¡Debo ayudar a

Beatrice!

Sin embargo, el dolor volvió a recuperar mi cuerpo

y la sensación de estar cayendo en un oscuro hoyo, me

embargó. Luego, me desmayé.

Cuando recuperé la visión, me hallé en una

habitación muy elegante. Era de mañana porque el sol

resplandecía a través de las difusas y vaporosas cortinas,

que se apartaban, pudorosas, para dejar paso a las doradas

bandas. Giré la cabeza y comencé a detallar los objetos

que me rodeaban. Las paredes blancas sostenían elegantes

pinturas de paisajes campestres que invitaban a la

relajación y al descanso. La cama, amplia, estaba rebozada

de blancos almohadones y un pesado e imponente edredón

moteado en rosa cubría buena parte de mi cuerpo. El dolor

se había ido.

Dos golpes secos me indicaron que alguien estaba

tocando la puerta. Esta se abrió y entró Leonardo, quien

después de saludarme con extrema sutileza, me informó

que me encontraba en el Gran Prince. Se acercó. Vi sus

ojos y el corazón me mandó señales de alerta. ¡Qué

extraña fragilidad asalta al corazón dolido, que desnudo de

toda falsedad corre a refugiarse tras la máscara banal de la

indiferencia, herido por la inclemencia de un amor no

correspondido! Y fue esa indiferencia la que me permitió

permanecer incólume ante su cercanía. Se aproximó y me

tomó el pulso. Sus ojos preocupados se elevaron hasta la

altura de mi frente y allí colocó su mano para tantear mi

temperatura. Sus ojos me aturdían como un flameante mar

de verano, como los colores de un ocaso fundido a los

tonos purpúreos de un horizonte agonizante. Mientras me

auscultaba, pude ver la línea definida de su perfil, y mi

mirada, se alzó indiscreta escudriñando los rasgos de ese

rostro perfecto que despertaba mi fascinación. Sentí el

ritmo calmo de su respiración, cálida y serena, como una

suave brisa de otoño que revoloteaba en mis cabellos

insuflándome un extraño sentimiento. Sus manos suaves,

como la textura de un terciopelo, acariciaron mis mejillas

en un gesto compasivo.

¿Quién, además de mi, habrá notado ese aire de

tristeza, esa desolación que aflora en tus ojos pensativos y

de la que nadie parecía percatarse? ¿Quién, además de mi,

podrá descifrar los mensajes confusos de tu alma y leer

entre líneas el ruego silencioso del amor? Yo sí puedo

leerte, Leonardo, yo sí puedo saber, mucho antes que tú

mismo, los anhelos sagrados de tu corazón, pero, ¡Ay de

mi!, ¡pobre desdicha!, porque así como te leo, reconozco

que no soy la elegida de tus ojos. Y si algo de satisfacción

cobija mi alma, es el reconocimiento de que tampoco

Duprima ocupa ese espacio sagrado en tus sentimientos. Si

nos hubiésemos conocido en otras circunstancias,

¿mostrarías el mismo trato iracundo que me dispensas? o

por el contrario me tratarías con la cordialidad y la

camaradería afable reservada para unos pocos amigos.

Finalmente hablé para salir del encantamiento:

-Debo volver a La Borrascosa. Mis hermanas están

allá – imploré – ¡Además conseguí el libro! ¡Debo ir por

él!

Leonardo me retuvo, con un gran acto de

voluntad, logré el control de mis emociones.

-Tus hermanas están afuera, junto al ama de

llaves y tu Genio. Las haré pasar para que puedan verte ya

que han estado bastante alteradas por lo que sucedió.

Trajeron el libro. Luego hablaremos del incidente.

Ya de salida, se detuvo y volviéndose comentó:

-Mi comportamiento ha sido censurable y espero

que puedas alguna vez perdonarme. Lo que ocurrió no

debió haber pasado – pude apreciar en el tono de su voz la

sinceridad de sus palabras.

Con una sonrisa le indiqué que todo estaría bien. Si

fueran precisos mil perdones, mil perdones tendría, solo

por el placer de escuchar nuevamente las frases florecidas

con tan agradables tonos.

19

LA REVUELTA

“Las Llaves del Reino” era un libro muy preciado

en el mundo mágico. Sus guardianes estaban

compungidos porque el Libro había desaparecido durante

la noche. Atrapados en las profundidades de un sótano

frío y lúgubre, no sabían por donde comenzar a buscarlo y

era imperativo que lo localizaran cuanto antes. Durante

siglos habían protegido los tomos sagrados de la

Cofradía Alejandrina y jamás en todo ese tiempo habían

perdido alguno.

-¡Debemos salir de este sitio! – dijo Cirila con su

voz sutil.

–¡Siento confirmar que no te falta razón! Tengo la

seguridad de que se lo llevó la joven, pero ni siquiera

sabemos a dónde pudo haber ido – rezongó Petrarco -

Siempre hemos trabajado con magos, no entiendo por qué

esta vez tenía que ser diferente – dijo encogiéndose de

hombros – Esa joven no tiene la más mínima idea de lo

que significa ser la portadora del Libro y llevárselo así al

mundo exterior sin sus guardianes. Muy mala idea ¡ Qué

muchacha tan insensata!¡Muy mala idea!

–No hables así de la dama – declaró Drefno - no

es correcto. Además, no fue ella quien se llevó el Libro.

Fue el otro hombrecito de modales estrafalarios.

–¿No es correcto? – repitió remedando el duende -

Lo que no es correcto es que se haya llevado el Libro sin

nosotros. Ya basta de tanta cursilería y pongámonos a

trabajar. Somos los guardianes del tomo y una muchacha

sin experiencia, que no sabe nada de magia, lo robó sin

que nos diéramos cuenta. ¿Cómo pudo ser eso posible? Ni

los trolls, ni los gnomos, ni las gorgonas, ni las arpías han

sido capaces de arrebatarnos un libro y esta vez ni nos

dimos cuenta cuando lo sustrajeron –dijo rascándose la

barriga.

-Ya te dije que fue el hombrecillo. Fue un evento

desafortunado – declamó el elfo - no obstante de fácil

solución.

-No obstante de fácil solución –continuó

remedando el otro.

Mientras el duende y el elfo discutían, Cirila

había avanzado hacia la escalera que daba al corredor.

Dado su tamaño considerablemente pequeño pudo

deslizarse por la ranura que había entre la puerta y el

piso sin dificultad, y desde allí comenzó a llamar a sus

compañeros para que se unieran a su hazaña. Petrarco y

Drefno dejaron de discutir y caminaron sin problema

hasta el umbral, donde se hizo evidente que la

protuberante barriga del duende sería un obstáculo

para su paso hacia el otro lado.

Comenzó acostándose boca arriba, mientras

Drefno hacía presión sobre su panza y lo empujaba por el

reducido espacio, al tiempo que Cirila lo jalaba del brazo

del otro lado. Al tiempo se dieron cuenta de que este

método no iba a funcionar. Trataron entonces de pasar a

Petrarco de lado, pero la amplia espalda chocaba con la

orilla del portón, haciendo infructuosos todos sus intentos.

-Suficiente – gritó el duende gruñón – estoy

cansado de tanto manoseo - dijo levantándose y

sacándose el polvo que se había instalado en sus

estrafalarias ropas. Se sentó en el último escalón de la

escalerilla, con los codos sobre las rodillas y las manos

sosteniéndole la quijada.

-Tengo el presentimiento que este trabajo va a ser

muy complicado. No entiendo por qué el custodio no es un

Mago. Lo primero que hubiera hecho un Mago sería

buscar a sus guardianes. Esta muchacha no tiene la más

mínima idea de lo que está sucediendo.

-No seas impertinente Petrarco – protestó Drefno

ya molesto – nuestro trabajo no es cuestionar las

decisiones del Libro, sino cuidar su integridad, cosa en lo

que hasta ahora, hemos fallado.

-Recuerdas la última misión que tuvimos en Berlín,

plaza Bebelplatza- 10 de mayo de 1933, el holocausto de

libros más grande de la historia, logramos salvarlo

minutos antes que comenzara la quema.

-¿Cómo olvidarlo? Jamás había visto una hoguera

más grande, salvo en la quema de libros de Alejandría.

Esta misión no será la excepción. Tendremos éxito! –

declaró Drefno- Por lo pronto debemos pensar en cómo

salir de aquí.

-Pensemos lo impensable, compañeros de

infortunio – declaró Petrarco.

-Cirila, ya que estás afuera trata de averiguar si el

Libro continúa en la casa –sugirió Drefno - nosotros

trataremos de encontrar una ventana o resquicio que nos

permita salir de aquí. Te encontraremos arriba.

Después de un largo rato de indagaciones,

Petrarco y Drefno pudieron escabullirse por una pequeña

grieta expuesta en una de las paredes externas del sótano.

El orificio apenas perceptible fue vislumbrado en el

momento en que un roedor escapaba por la cavidad

hacia el patio. Ya en el exterior, Petrarco sacudió el polvo

de sus ropas, quejándose de las penurias y sinsabores que

suponía trabajar con humanos.

- Debemos idear un plan – decía - Debemos pensar

lo impensable!

-No pienses lo impensable! Corre! –gritaba

Drefno al momento que señalaba a un inmenso gato negro

que se dirigía directamente hacia ellos con actitud

terriblemente agresiva. El elfo corrió a gran velocidad

pero la protuberante barriga del duende sacudiéndose

rítmicamente de este a oeste retenía sus pasos haciéndolo

presa fácil del insistente felino. Solo a último momento

logró resguardarse en uno de los sillones del porche;

donde imposibilitado de pronunciar palabra hacía

esfuerzos sobrenaturales para recuperar el aliento.

-Cómo pudiste dejarme? – repetía Petrarco - Pude

haber muerto!

-No seas melodramático. Los duendes no mueren

así!

-Tampoco los elfos y eso no te impidió correr! –

dijo el duende.

Cirila apareció en la puerta de la casa.

-Vamos, vengan! – susurró - Aún no he revisado

las habitaciones de la parte alta pero en la planta baja no

hay nada.

Todos entraron y se dirigieron al piso superior.

-Esta casa es horrible –dijo Petrarco – y pensar

que en estos momentos podría estar asoleando mis

calzones en Francia?

En el combate eterno entre el bien y el mal, Doña

Tula era un acérrimo contrincante. Más aún cuando las

señales del advenimiento del próximo apocalipsis estaban

surgiendo, a diestra y siniestra, por las empolvadas calles

de San André. Estaba convencidísima de que esta

hecatombe había comenzado con la llegada de las

muchachas de Gertrudis. Después vino todo lo demás: las

calabazas, los camellos, los gatos, los visitantes

estrafalarios, los hechiceros, todos, entes del mal en busca

de las inocentes almas de los desprevenidos habitantes del

valle. A su entender, el Padre Tobías no estaba siendo lo

suficientemente enérgico en su lucha contra estas

calamidades. Hacía ya tiempo que sus negrísimos ojos

habían notado el inusual movimiento de los visitantes que

se albergaban en el Gran Prince. El día anterior, por

ejemplo, a las doce y dieciséis se registró un hechicero,

joven y sin equipaje, y decíale hechicero, porque a

tempranas horas de la mañana lo había sorprendido en

compañía de las hermanas Montero en la residencia de la

Hechicera Zarnia, en la hora en que Tula acostumbraba

caminar por las profundidades del bosque en busca de

hongos comestibles. A las dos, a las cuatro y a las seis de

la tarde, se había visto a El Verdugo merodeando por la

zona. Y más tarde aún, las muchachas de Gertrudis

entraron también en el hotel, sin reparo alguno de lo que

este acto podría hacer a su ya maltrecha reputación, a

sabiendas de que las señoritas decentes no deambulan al

amparo de la noche, en lugares tan desprestigiados como

ese. ¡Vaya Dios a saber qué estarían inventando¡ Y así,

anegada en sus propias y profundas reflexiones

calamitosas, se quedó pensativa largo rato sobre el canasto

de la ropa sucia.

El ruido de unos pasos presidió la entrada de mis

hermanas a la habitación, donde me encontraba tendida

sobre un edredón de algodón. Alborozadas brincaron sobre

la cama y me abrazaron tan fuerte hasta dejarme al borde

de la sofocación. Ño Josefina, la negrita Salomé y Batam-

Al-Bur venían detrás y me saludaron tan afectuosamente

como mi delicada situación lo permitía. Después de

profesarnos mutuamente nuestros cariños, comenzamos

con las mutuas interrogaciones:

-Camila, estábamos tan preocupadas por ti – dijo

Beatrice situándose en la cabecera acariciando mi

indomable cabello – Gertrudis no tenía derecho a tratarte

como lo hizo¡ ¿Te sientes bien?

Mariana se sentó a mis pies y respondiendo a la

patética pregunta de mi hermana dijo:

-¿Cómo se va a sentir bien si está molida a palos?

Por mi parte estaba intrigadísima por saber cómo

había llegado allí y lo que había sucedido con el Libro-

Después de todo, era mi única esperanza de salvación.

-¿Qué pasó? ¿y el Libro?

-No te preocupes por el Libro, ¡El Genio lo

rescató! ¡Ya está en manos de Leonardo! - replicó

Beatrice.

-¿Cómo llegué hasta aquí? ¡No recuerdo nada¡

La aludida se preparó a responder, consciente de

que todas las miradas convergían en sobre ella. Ser el

centro de atracción era uno de sus mayores placeres y el

que más satisfacción le proveía. Comentar lo sucedido le

aseguraba algunos minutos de deferencia por parte de la

pequeña audiencia.

-Cuando estabas en el suelo dando vueltas con

Leticia – dijo gesticulando - la mochila se soltó y la

botella salió rodando hasta estrellarse en una de las patas

de la mesa Luis XV que está colocada pegada a la pared

de fondo. Batam salió disparado pero Gertrudis estaba tan

concentrada en ustedes que ni se dio cuenta de su

presencia. Al principio, el Genio se incorporó sorprendido

por lo que estaba sucediendo y no sabía qué hacer. Me

acerqué y le pedí que fuera por ayuda. Después de esto,

reaccionó y se enrumbó hacia la puerta!

Luego Mariana continuó:

-Y salió corriendo a buscar a Leonardo. Estaba tan

asustado que ni siquiera tomó la alfombra! Caminó por sus

propios medios hasta el pueblo, sin usar la magia siquiera!

Tuvo mucho valor ya que era muy entrada la noche y

todos los parajes estaban tan oscuros como la boca de un

lobo.

Le lancé una mirada agradecida y el muchacho

bajó los ojos con rubor. Se veía que no estaba

acostumbrado a recibir cumplidos.

-Cuando Gertrudis vio que yacías en el suelo, se

asustó mucho y Beatrice le exigió que te llevara a una de

las habitaciones y que te dispensaran asistencia médica.

Seguidamente, llamó al Dr. Asdrúbal pero cuando llegó

atendió primero a Leticia. A ti te llevaron a una de las

habitaciones superiores y fuiste atendida luego. Tan pronto

Gertrudis y Leticia se acostaron, subimos a buscarte pero

tú ya no estabas – dijo Mariana.

Luego expresó con su toque de romanticismo:

-Después supimos que Batam había encontrado a

Leonardo y él te rescató de ese antro, como un príncipe

rescata a su princesa – dijo llenando la habitación con más

suspiros.

Busqué a Leonardo con la vista, lo hallé atisbando

por la ventana, se había mantenido alejado para no

interrumpir la reunión familiar. Aliviada comprobé que no

había escuchado las últimas palabras de mi hermana, con

las insinuaciones románticas que nos estaba endilgando.

Esto me hubiera provocado un profundo ataque de

vergüenza, habida cuenta que desnudar los sentimientos

no correspondidos ante los ojos de personas extrañas, por

muy queridas que fueran, propiciaba la clase de

murmuraciones de las cuales había huido toda mi vida.

Un poco más relajada comencé a hacer memoria de

las últimas impresiones vividas en el cuarto abandonado.

-En esa habitación había un hombre – empecé a

relatarles - vestía una túnica negra y tenía la mirada más

siniestra que hubiera visto jamás; dijo que pronto estaría

con él. Era alto, su cabeza no tenía cabello, su tez era tan

blanca como la faz de la luna, y con los mismos cráteres.

Las manos que sobresalían debajo de su túnica semejaban

las garras de un halcón, o al menos así me pareció, aunque

esta visión pudo haber sido propiciada por el horror

extremo que sentí en ese momento. Se deslizaba más que

caminaba. Se llamó a si mismo Zoroastro. Frozenblack

también estaba en la habitación¡ ¡Ese estúpido gato

siempre esta pisándome los talones¡ ¡Con qué gusto le

daría ratones envenenados para que se quedara de una

buena vez en el mundo de los muertos¡

Leonardo se alejó de su sitio en la ventana,

intrigado por lo que acababa de escuchar. Para mis

adentros pensé que si había escuchado esto último, tal vez

había escuchado lo otro y, por caballerosidad, se había

hecho el desentendido. El rubor de la vergüenza comenzó

a mecerse en mis mejillas.

-¿Estás segura? – preguntó con tono de

preocupación, se había acercado y me hablaba de pie,

desde la baranda inferior, único espacio libre disponible

alrededor de la cama – ¿Dijo que su hombre era

Zoroastro?

-Así es – asentí con un leve movimiento de cabeza.

Todos contemplaban a Leonardo. Era evidente que estaba

intranquilo, seguramente sabía algo que no quería

compartir con nosotros y seguramente ese “algo” era

“algo” grave, malo o sin remedio. La persistencia de ese

pensamiento comenzó a sumarse a la larga lista de

mortificaciones que había irrumpido últimamente mi

existencia.

-¿Zoroastro? – dijo El Mago para sí, vacilante dio

unos pocos pasos hacia la puerta - Debo ponerme en

contacto con Americus. Zoroastro nunca realiza el trabajo

de sus demonios. El no hubiera aparecido si no se tratara

de algo verdaderamente importante. Además, es muy

inusual que lo hayas visto cuando aún los cinco días de

plazo no han pasado. Me ausentaré unos minutos, estaré

de vuelta lo antes posible - y diciendo esto salió de la

habitación.

El que Zoroastro me distinguiera con el honor de

su presencia no era algo que agradeciera en modo alguno.

Todo lo contario, hacía más engorrosa la incertidumbre de

los días venideros.

Ño Josefina aprovechó que mis hermanas habían

despejado un poco el espacio para sentarse en la orilla de

la cama y ésta se hundió significativamente por su peso, a

su lado se recostó la negrita, abrazada a su regazo.

Mariana aprovecho el momento para hablar de una

preocupación que le estaba mortificando el alma.

-Debes hablar con Beatrice, Camila – dijo - está

pensando seriamente en casarse con ese Prefecto Farfán!

La aludida esquivó mis ojos.

-¿Qué? –musité. No debes hablar en serio! No lo

conoces. No debes apresurarte a tomar decisiones de las

que puedas arrepentirte más tarde. Entonces, ¿mi pelea fue

en vano? Me lo hubieras dicho con anticipación y nos

hubieras ahorrado el espectáculo. No puedo creer que

estés considerando esa proposición!

Beatrice no se dio por enterada, dio unos pasos

lentos hacia la ventana para después responder

distraídamente:

-No he dicho que lo haré – dijo agitando las

cortinas y largando la mirada hacia afuera- Solo lo estoy

pensando. Es muy rico¡

No podía creer las insensateces que estaba

escuchando.

-No lo hagas por dinero, Beatrice, no! Dentro de

poco podremos irnos a la ciudad y como sea las llevaré,

así tenga que raptarlas!

Exasperada por mis reclamos, se volteó y me

confrontó:

-Y si mueres, Camila? ¿Qué pasará si mueres? -

Beatrice sacudió sus manos en señal de impotencia. De

antemano sabía que jamás comprendería las delicadas

razones que soportaban las decisiones de su vida. El

pragmatismo y el idealismo jamás caminan juntos de la

mano, ni en las familias ni en las guerras. Luego agregó:

-Eres una soñadora, Camila. Crees en el amor y el

romanticismo. Esas cosas no van conmigo. Deseo

procurarme una existencia plena. La vida es una

transacción y lo que me propone el Prefecto Farfan es tan

beneficioso para él como para mí. Incluso a ustedes les

convendría esta unión. Me ofrece una estabilidad

económica nada envidiable y un status social elevado; no

veo por qué no deba aceptarlo si es todo lo que siempre he

deseado!

Los presentes se habían quedado impávidos

escuchando el conflictivo diálogo, sin atreverse a emitir

juicio a favor o en contra de alguna de las partes.

-¿Y donde queda el amor? –preguntó Mariana.

Beatrice respiró profundo, se sabía escudriñada.

Intentaba encerrar en palabras los pensamientos que

explicaban su comportamiento y la filosofía de su vida. Le

hubiera gustado contar con nuestra comprensión y

consentimiento, después de todo éramos su única familia,

y solo por esto consideró compartir los conceptos que

sustentaban su postura, a sabiendas, de antemano, que los

consideraríamos inaceptables debido a la naturaleza propia

de nuestros caracteres. Pero mientras más hablaba, más se

hundía, a nuestros ojos, en el recóndito jardín de las

frivolidades.

-La gente le da demasiada importancia al amor –

declamó -. Un viejo dicho dice “amor con hambre, no

dura” y estoy plenamente en acuerdo con esta declaración.

Viajes, vestidos, joyas son muy buenos sustitutos del

amor. Algunas personas no nacemos sino para el dinero y

no veo razón en que seamos mal juzgadas porque

tengamos claras cuales son las prioridades de nuestra vida.

Desde muy temprana edad, supe que jamás sería feliz si no

era rica. El amor es un estorbo si te dispensa del disfrute

de los placeres de la vida y estoy totalmente convencida de

que Dios no quiere que nos hundamos en el sacrificio y el

pesar a costa de un afecto.

Tantas blasfemias dichas por una sola boca.

Mariana y yo la miramos con lástima y Beatrice se

convenció al fin de que dijera lo que dijera jamás la

entenderíamos.

-Dejen de sentirse mal por mi! Yo sería muy infeliz

si viviera sumergida en la pobreza por culpa de un amor!

Además yo ya estoy enamorada y mi único amor es el

dinero!

La puerta se abrió interrumpiendo la conversación

y para mi sorpresa apareció el anciano Americus,

vistiendo unos desteñidos jeans, una camisa a rayas y un

sombrero de ala gris oscuro, simulando a un vaquero

suburbano. Ante mi asombro, exclamó con toda la

jocosidad que era posible:

-No me mires, así¡ Los Magos siempre nos

adaptamos a los tiempos y a la moda!

No tuve el valor de decirle que su vestimenta

estaría de moda, tal vez, en algún lejano pueblo texano,

pero que en San André, estaba tan fuera de lugar como si

hubiera venido vestido con su tradicional túnica azul. El

anciano me abrazó efusivamente y todos mis huesos

tronaron.

Detrás venía Leonardo y, para mi disgusto,

también Duprina. Me miró con su característica e hipócrita

sonrisa, alargando sus brazos alrededor de mi cuello y

frotando un engañoso beso en mis mejillas, en señal de

saludo.

-Muchacha! – siguió Americus en tono cariñoso,

viendo mis brazos amoratados - pero donde te has metido?

Mi muchacho como que no te ha estado cuidando

demasiado bien¡

Leonardo me lanzó una mirada de reproche pero se

abstuvo de hacer comentario alguno. Los rubores se me

subieron al rostro, lo que hubiera dado por evitarle la

paternal reprimenda!

A lo lejos se empezó a escuchar un coro de voces

exaltadas. A medida que transcurría el tiempo se

escuchaban más y más cerca, hasta que se tornó en un

barullo ensordecedor que parecía proceder de la calle y se

estacionó a las puertas del prestigioso hotel.

-¿Qué es ese ruido? – pregunté con recelo.

Leonardo se acercó a la ventana y deslizando la

inmaculada cortina, ladeó un poco la cabeza para una

mejor observación. Una multitud se agolpaba a las puertas.

En la punta de la congregación una anciana con los puños

alzados y la expresión extraviada de los locos, abanicaba

las largas y negras mangas de su blusa como un zamuro a

punto de despegar en vuelo. La concurrida calle se llenaba

más y más de moradores intrigados por los gritos

histéricos de Doña Tula.

-¡Herejes!, ¡Herejes! - gritaba con toda la

exacerbación de su fanatismo liberado - ¡Salid de este

pueblo! ¡Brujas! ¡Salid! ¡Volved a las cuevas del Infierno!

Mientras así gritaba su rostro iba adquiriendo la

expresión azulada de aquellos a quienes les falta el aire en

sus pulmones, por el esfuerzo que suponía, para una

persona de tan larga edad, la promulgación de los

desaforados aullidos. Cualquiera que hubiera presenciado

la escena hubiera pensado que la citada bruja era ella.

-¡Herejeeees! ¡Saaliiiid! -decía alargando las

sílabas en un castellano antiguo que no le conocía y el

grupo de campesinos que constituía su público vitoreaba

con efusividad sus sardónicas declamaciones.

El Padre Tobías no tardó en apersonarse aupado

por las beatas que corrieron hasta la sacristía a comunicar

la audaz acción de Tula. Interrumpido de los placeres de

su almuerzo, el clérigo se enrumbó sin demora alguna

hacia la calle principal, manteniendo aún en su paladar el

delicado dulzor de una tajada de plátano a medio masticar.

Consideraba que Tula se estaba tomando atribuciones que

no le correspondían, ya habría tiempo para tomar las

medidas pertinentes y meterla en cintura. En los asuntos

de la iglesia, no había lugar para la esquizofrenia. Así que,

en un intento por recobrar el papel que le había otorgado

Dios, de pastor de las almas perdidas de su rebaño, y

habiendo llegado al sitio de la concentración y

comprobado que las aseveraciones de las beatas eran

ciertas, ocupó su lugar al frente, empujando a Tula con el

codo someramente hacia atrás, en un intento por quitarle

protagonismo a la mujer y concederle a la manifestación

un carácter religioso. Sin embargo, mal podía contar el

cura con la sumisión de Tula, quien arremetió contra él en

una tenaz batalla de codos y palabras, para situarse otra

vez en el primer plano que le correspondía, con la

subsiguiente replica de codos y palabras por parte del

Padre Tobías. Por si esta escena fuera poca, arribó también

al lugar de los hechos el venerable Prefecto Farfán, a

quién desagradaban enormemente este tipo de situaciones,

cuanto más porque en ésta se hallaba involucrada su futura

prometida, acusada, además, de graves cargos por

prácticas de magia y hechicería. Ciertamente que no eran

los mejores atributos que un prefecto podría buscar en una

esposa. Tampoco era de los que se dejara amilanar por

adversas circunstancias, habida cuenta de la belleza e

inteligencia de Beatrice. Por lo pronto, tenía que detener a

Doña Tula, ya habría tiempo para arreglar la reputación de

la muchacha. Fue inútil que Farfán se esforzará en separar

a Tula del Padre Tobías, todo lo que consiguió fue una

ración adicional de codos y palabras.

Y en esta repetitiva acción se hallaban mientras

Leonardo observaba, entre cauteloso y divertido,

confirmando una vez más su irrefutable convicción de que

la locura del género humano se manifestaba en las más

inusitadas situaciones. Rescatado de su abstracción por la

persistente voz de Duprina, profirió:

-Parece que tenemos un motín en contra nuestra¡

Nos están acusando de herejía y hechicería! - después

corrigió - Bueno, no a nosotros! A ustedes! - dijo

señalándonos, a mí y a mis hermanas.

Abrí desmesuradamente mis ojos. Lo que nos

faltaba! Una manifestación en contra nuestra!

-¿Por qué? ¿Qué tenemos nosotras que ver con

eso? – pregunté.

En esta oportunidad fue Ño Josefina quien

contestó:

-Han pasado muchas cosas desde que ustedes

llegaron: la reconstrucción de la casa de la bruja, las

enormes calabazas que inundaron los jardines, el camello

corriendo por el pueblo, El Verdugo. Doña Tula las culpa

a ustedes de todas estas calamidades y no para de repetirlo

a todo sitio que va y para quienes quieran oírla, y los

moradores, por supuesto, ignorantes y supersticiosos por

excelencia, han comenzado a creerle!

Todos estaban apilados alrededor de la cama, a

excepción de Leonardo que yacía apostado en la ventana.

-Pero no tenemos nada que ver con esas acciones.

Somos inocentes! - me defendí.

Ño Josefina informó que regresaría a la casa de

Gertrudis con la negrita Salomé, para mantenerse al tanto

de las acciones de mi familia política. Asentí. La mulata

tomó a su negrita por un brazo, y en contra de su voluntad,

se la llevó a rastras.

Tenía la convicción de que por algún extraño

motivo, Duprina no había parado de observarme desde el

momento en que pisó el recinto. Era tan insistente su

mirada que el asunto era incomodo. Segura como estaba

de que lo que pretendía la muchacha era ubicar mis rasgos

menos favorecedores para después comentarlos, realzados,

con el mago. Anteponiendo así el antiguo recurso de la

difamación con el único fin de desmerecerme ante sus

ojos, decidí encararla, también con disimulo.

-¿Deseas observarme más de cerca?

Percatada de lo evidente de su acción, la aludida

pretendió no entender mi pregunta y, murmurando unas

breves palabras, se excusó para salir en busca de un

refrigerio. Después que se marchó, Leonardo se acercó

para indagar cómo me sentía, hacia su mejor esfuerzo para

tratarme con cortesía, al menos en presencia de su padre, o

porque visto que mi fin estaba cerca, pretendiera

dispensarme la lástima de los moribundos.

-Este pueblo nos odia – dijo Beatrice - No

podemos quedarnos. Podrían lincharnos y arruinarían mi

vestido y el esmalte de mis uñas!

Americus se alzó de la silla en donde se

encontraba, caminó hacia la ventana abierta y comenzó a

observar la multitud. Recordó los días fogosos de su

juventud, los días de la magia y los del primer amor, Bela,

su Bela. Hacía años que no veía multitudes como esa, las

recordaba muy bien. Inclementes, feroces…, hubo un

tiempo en que corría por la calles del mundo huyendo de

multitudes similares a aquella, apiñadas en pro de un

fanatismo exagerado en contra de los magos y hechiceros,

que solo buscaban lugares donde pudieran reunirse para la

celebración de los rituales propios de su oficio. Fue debido

a esa persecución implacable que llegó a existir

Eisenbaum: un lugar donde todos los integrantes del

mundo mágico podían profesar sus cultos sin restricción.

-Debemos salir cuanto antes! – dijo Americus

observando el caldeo de los ánimos de los oriundos - No

podemos regresar a Eisenbaum ya que tenemos trabajo

que realizar aquí! Pienso que un buen lugar para

escondernos es la casa de la hechicera Zarnia!

Y al hablar así pensé que estaba bromeando, cómo

íbamos a parar precisamente a la infame casa causante de

mi infortunio:

-Pero ellos creen que soy una bruja, allí es el

primer lugar donde me buscarán!

Americus replicó:

-No lo creo! Ellos son temerosos de los poderes de

la hechicera Zarnia. Usemos este hecho a nuestro favor!

Aunque sepan que estás allí, no irán! Además, Zoroastro

te hallará estés donde estés, ya sea en Eisenbaum o San

André, o alguna otra parte. Donde esté el anillo, allí te

buscará él!

Al final de la exhortación, asentí sin estar muy

convencida. Un demonio del fondo de los infiernos me

pisaba los talones, una turba incontrolada pedía a gritos mi

cabeza, un mal mentado Verdugo también seguía mis

pasos. ¿Es que no había nadie en este mundo que no

quisiera matarme?

El Genio se refugió en su botella. Duprina llegó y

se adhirió a Leonardo. El resto, Bartolomeo incluido, nos

agrupamos en el centro de la habitación y fue Americus,

esta vez, quien hizo los honores de la transportación. Al

siguiente minuto estábamos todos frente a la casa de la

temible bruja.

La residencia estaba en silencio pero ostentaba un

toque de siniestralidad que me había pasado inadvertido la

primera vez que estuve en sus inmediaciones. Se erguía

aún más infausta, más diabólica y más funesta que como

se mostraba a la plena luz del día. Beatrice y Mariana

jugueteaban en el porche con Bartolomeo; y Americus

había entrado en la casa en busca de una habitación

confortable que pudiera alojarme. Leonardo y Duprina

aguardaban para conducirme al interior. A los gritos de

Americus, señalando que había ubicado lo que buscaba me

enfilé hacia las escaleras. Noté que los muebles seguían

pulidos e intactos, así como el resto de los objetos. Una

inesperada visión premonitoria me desnudó la verdad de la

continuidad de la vida después de mi ausencia y este

irrevocable hecho me llenó de un sentimiento extraño y

glacial, muy parecido al pesar combinado con la rabia. La

vida continuaría sin mí! ¡Sin mí! ¡Que aún no había

vivido! ¡Sin mí! ¡Me negaba a la idea de que todo seguiría

imperturbable aunque yo no existiera! En cuestión de

horas, mis hermanas y amigos hablarían de mí en tiempo

pasado. ¡Qué perspectiva más triste! Al principio estarían

muy alteradas, no me cabe la menor duda; pero al correr

del tiempo, las letras de mi nombre se desdibujarían, los

definidos rasgos de mi persona se evocarían con la difusa

ayuda de la memoria, y mi silueta ya no resonaría más en

las concurridas calles de la vida, y así desdibujadas en el

manto del olvido, se perderían para siempre en los días, en

los meses y en los años, hasta no ser más que un recuerdo

nombrado en conversaciones vespertinas al arrimo de una

taza de café con pasticas francesas. ¿Cómo quiero ser

recordada? No lo sabía aún y lo peor es que ya no había

tiempo para averiguarlo! El último de mis amaneceres se

acercaba y sentí que me abandonaban las fuerzas, y un

nudo inmenso comenzó a formarse en mi garganta. Me

juzgué sentimental y ridícula, triste e insignificante.

Cuando empecé a subir los escalones, mi pisada vaciló, y

por un momento pensé que chocaría contra el ángulo

cortante de la escalera. Y así hubiera sido, si la mano

poderosa de Leonardo no me hubiera sostenido a último

momento. De reojo pude ver la mirada furiosa de Duprina,

quien interpretó mi desvanecimiento como un artificio

femenino para adueñarme de las atenciones de su novio, y

yo, por mi parte, no pude evitar al geniecillo travieso de la

impertinencia que aconsejaba aprovechar la ocasión para

mortificar a la joven, que tan antipática me resultaba. Así

que alcé mis brazos como toda una heroína en busca de

salvación y los coloqué alrededor del cuello del Mago. Mi

gesto lo tomó por sorpresa, en ocasiones ordinarias jamás

hubiera intentado semejante maniobra, pero a las puertas

de la muerte realmente nada me importaba. Por un breve

momento nuestros ojos se encontraron, y embebidos en

nuestro mutuo estupor me ayudó a subir el resto del

trayecto, con su brazo arremolinado en mi cintura. Por

supuesto que retrasé el recorrido tanto como pude. Me

agradaba la cercanía de Leonardo: su musculatura fuerte y

vigorosa, su aura de personaje etéreo y sus ojos añil de los

mares de Eisenbaum. Al llegar al final de la escalera me

soltó gentilmente y por un momento, hubo un silencio

embarazoso entre nosotros, el cual fue roto por la

insistente Duprina:

-Bueno, ya que Camila se ve mucho mejor, creo

que podemos ir a dar una vuelta por el pueblo, siempre me

han fascinado las aldeas pequeñas – dijo subiendo

rápidamente hasta el tope de la escalera y colgándose del

brazo de Leonardo como una pitón constrictora.

Pero el geniecillo seguía mandándome mensajes

impertinentes y no quería darle la satisfacción de que se

llevara al aludido de mi lado, así que decidí proseguir con

mi convincente acto de la Dama de Las Camelias y

murmuré en tono quejumbroso:

-No me siento bien del todo! – dije poniendo la

cara de la víctima más desvalida del planeta y

aferrándome al otro brazo libre del Mago, proseguí:

-Necesito a Leonardo conmigo! - Sus dotes

mágicas son excepcionales y sus manos sanadoras son un

prodigio de Dios que alivian todos mis dolores. No podría

pasar ni un momento sin sus milagrosos cuidados.

Además, Americus me puso en sus manos ya que es el

mejor!

Duprina tampoco se daba por vencida ante mis

avances indolentes.

-Bueno, solo sería un momento – dijo ya subiendo

el tono de su molestia y jalando a Leonardo hacia sí.

-Estoy segura que no te importará! Ha estado

prendido a tus faldas desde hace dos días. No crees que

estás siendo muy egoísta? el pobre está pálido, necesita un

poco de descanso!

Leonardo estaba en el medio con expresión

confundida, jaloneado por dos mujeres que disputaban su

atención y sin saber qué hacer. Estaba segura de que nunca

antes se había visto en semejante situación.

-En primer lugar, no uso faldas, mal pudiera el

mago estar prendido de una prenda que no visto. En

segundo lugar, si lo que necesita es descanso, no debería

caminar por las calles de San André, que dicho sea de paso

no tiene nada que ver! - dije haciendo más presión al brazo

del muchacho – solo casas viejas, una plaza, cuatro calles,

una prefectura, cuatro calles, una iglesia y cuatro calles!

Es igual a cualquier otro pueblucho! Y encima lleno de

campesinos que no quieren a nadie!

Y diciendo estas palabras alcé mi mano derecha

hacía el mentón de Leonardo, después a la mejilla:

-Yo no lo veo tan pálido, diría que tiene buen

color!

Allí Duprina explotó, se le salió la clase. Regurgitó

toda clase de improperios de los que puedan imaginarse,

conocidos y por conocer, gritados con toda la pompa de

sus rutilantes celos:

-Tú! ¡Pérfida! ¡Tú! ¡Igrata! Tú no tienes idea de lo

que necesita mi novio!

Y en esto tenía mucha razón. Ajena estaba yo a las

necesidades de Leonardo. Sus histéricos aullidos atrajeron

a mis hermanas que inmediatamente subieron la escalera y

a Americus que salió, presuroso, de una de las

habitaciones:

-Basta! - gritó Americus - ¿Qué son todos esos

gritos? No es momento de discusiones, Duprina! - y

dirigiéndose también a ella, dijo - Tu presencia aquí no es

requerida!

La mujer estaba enmudecida por la furia y después

de unos segundos hizo un intento por responder:

-Pero es que.....-iba a refutar cuando la mirada de

Leonardo la calló en seco.

La poca inteligencia que moraba en el cerebro de

Duprina le envío el mensaje de que la mejor acción, que

podía acometer en ese momento, era marcharse, por lo que

recapacitó su respuesta y dijo:

-Está bien! Me marcharé! Después de todo en un

día recuperaré a mi novio – y dirigiéndose a mi prosiguió-

Después de todo pronto serás una de las esclavas de

Zoroastro!

-Duprina! - gritó el Mago - Debes disculparte por

tus palabras!

-No lo haré! Ella comenzó todo! Te veré en

Eisenbaum en dos días – y al despedirse lo besó en los

labios, antes de desaparecer.

Sin embargo, las palabras de la bruja me habían

dejado una inquietud:

-¿Qué quiso decir ella con que seré una de las

esclavas de Zoroastro? No voy a morir y ya?

Americus caminó hasta a mí y me tomó por el

brazo:

-No voy a engañarte – contestó Americus - Estar

en las sombras es peor que la muerte. Estarás viva en un

mundo oscuro al servicio de Zoroastro. Si tienes un alma

pura, y eso es lo que más le atrae, él hará todo lo posible

por corromperla y usará toda clase de trucos para lograr su

cometido. Pero no tiene por qué ser así! Tienes que luchar!

-¿Y será eso suficiente?

-Dependerá de ti. Todo es cuestión de elección,

sabes? Incluso con tu fatídico destino, aún puedes decir

“no”.

-¿Y será eso suficiente? No creo que me salve con

solo decir “no”¡ Tengo encima un conjuro ancestral, un

anillo maldito y un demonio que es real¡ Lo ví con mis

propios ojos¡

-La vida puede ser una comedia… o una tragedia!

La única que lo decide eres tú! Todo lo que ves no es más

que los elementos de un gran escenario! Un mago aprende

a jugar con esos elementos y se hace su maestro en lugar

de su esclavo! Debes ver más allá! Estás siguiendo los

dictámenes de tu propio guión! Escucha esto y medita

sobre ello: ¿Quién escribe el guión?

Tuve que concluir que los magos eran personas

muy extrañas y tenían una forma muy bizarra de

expresarse. Después concluyó:

-El poder que tiene Zoroastro sobre ti, tú misma se

lo estás dando!

Llegamos a la habitación que me cobijaría esa

noche. Me senté al borde de la cama y distendí las

sabanas, a lado y lado se sentaron Beatrice y Mariana.

Leonardo y Americus permanecieron de pie.

Este último camino hasta la ventana y de un rápido

movimiento la abrió:

-Camila, aquí hay tres personitas que quiero que

conozcas. Son los guardianes del libro¡

Entraron volando tres diminutas figuras que

revoloteando fueron a posarse sobre el libro “Las Llaves

del Reino” que se hallaba sobre una de las mesitas de

noche de la habitación, colocado allí minutos antes por el

anciano.

-Guardianes? –repetí aturdida.

-Si –contestó Americus – todo libro tiene a sus

guardianes, ya sean estos de las sombras o de la luz. Los

libros importantes tienen más de un guardián; el que tú

tienes tiene tres, así que podrás darte una idea de su

importancia.

-Y el libro de las sombras también tiene

guardianes?

-Sí, también los tiene¡ Pero son muy hábiles y no

los puedes ver¡ Solo se muestran cuando tienen algún

motivo diabólico que ejecutar y nunca en presencia de

magos o mortales.

La pequeña hadita despegó de la portada del libro y

fue a posarse sobre mi mano abierta, se presentó como

Cirila. Un duende barrigón que trataba de peinarse con las

manos los risos de su encrespado cabello se ubicó al lado

de Cirila y se presentó como Petrarco. Finalmente, Drefno,

un elfo con porte de rey me hizo una reverencia.

-Ellos te ayudarán, junto con Leonardo, a descifrar

los pasajes secretos a ver si consigues el contra-conjuro

que tanto buscas.

Los duendecillos luego de presentarse corrieron a

ubicarse sobre la tapa dura del tomo. Me puse de pie y

caminé hasta ellos. Tomé el tomo y los duendecillos

saltaron de lado. Conocía la trascendencia del momento.

Con el ejemplar en las manos me dirigí a Leonardo y se lo

entregué.

-Parece que ahora mi destino está en tus manos –le

dije con todo el clamor de mi sinceridad- Agradeceré toda

la ayuda posible¡

Me miró con melancolía como sabiendo que su

respuesta no iba a ser entendida.

-En eso te equivocas¡ -contestó- Tu destino

siempre ha estado y estará en tus manos¡ pero haré todo lo

posible por ayudarte, si eso es lo que quieres¡

Los tres guardianes asintieron e inmediatamente se

enrumbaron hacia la habitación contigua para comenzar

con el cuidadoso trabajo de hurgar página por página. Era

la última noche que teníamos para arrancarle al libro sus

secretos.

20

LA HUIDA

En la penumbra y a la sombra de una vela,

Petrarco, Drefno y Cirila rodeaban el libro “Las Llaves

del Reino”. Habían estado leyendo y releyendo cada una

de las páginas, turnándose junto con Leonardo, la

portentosa tarea. Sin embargo, los primeros rayos del sol

comenzaban a despuntar por el quicio de la ventana y aun

no tenían la respuesta a las oraciones de Camila. La

muchacha era tan joven y hermosa, no merecía un

destino tan funesto.

-En este libro está la clave¡ Por qué no la podemos

ver? –dijo Cirila con un aire melancólico e impotente.

-Será que estamos perdiendo facultades? –rezongó

Petraco- Se me parte el corazón cada vez que pienso en

que no podemos ayudarla¡

Leonardo los escuchaba en silencio. Finalmente

habló con aires de impotencia:

-Todo esto es en vano¡ Los misterios del Libro solo

serán develados ante su presencia, pero ella no tiene la

suficiente fé en si misma para escudriñarlos.

Los duendes asintieron.

-Sigamos trabajando. No nos rindamos¡ -declaró

Drefno.

Dando vueltas en mi cama se instaló el insomnio.

Aquietada la mirada sobre el lustro del papel tapiz de

florecitas rosas y azules que cubría la pared opuesta a la

cama, distraje la secuencia de las mullidas ovejitas que

contadas me atraería el sueño. ¡Tarea inútil¡ ¡Vana labor

de los insomnes¡ Cuento una, y las florecitas me

distraen,… cuento dos… y las florecitas vuelven a

aparecer, ganando mi atención, ... cuento tres…y otra vez

las florecitas… la cuarta oveja se me queda enredada en la

subconsciencia, incapaz de saltar por el bullicio visual de

las florecitas rosas y azules.

Me encontró la mañana en uno de los corredores

de la mansión. A lo lejos las bandas doradas del sol se

asomaban tímidamente tras la cumbre azulada del Monte

Glaslo. Los reverberantes rayos de luz henchían de vida la

arboleda cercada de cedros y acacias. Un coro de avecillas

bicolores que parloteaba en su propio lenguaje poblaba de

sonidos armónicos el amplio y verde espacio. Caminaba

también por encima de un tronco hueco una hormiguita

parduzca, a muy pocos centímetros de donde yo me

hallaba. Afanaba para no perder el equilibrio, transportaba

sobre su hombro una diminuta hojita verduzca, que se veía

como si vistiera un grueso penacho por sombrero. ¡Qué

significación revisten los pequeños detalles cuando ya no

nos queda mucho tiempo¡ ¡Instante precioso en que el

presente es todo lo que se tiene¡

Abstraída en la atemporalidad del momento, no

escuche a Leonardo. Me alcanzó y por primera vez lo vi

acercarse humilde.

-Hermoso, verdad? –preguntó contemplando el

mismo amanecer que había visto yo segundos antes.

El olor a tierra mojada nos llegó transportado en

una cálida brisa.

-Esplendido¡ -dije sin encararle la mirada-

¡Quisiera salir a disfrutarlo antes de convertirme en

zombie¡ -dije riendo.

-Cómo puedes hablar así? –dijo -Lo que va a

suceder es bastante grave¡

Busqué sus ojos y los hallé comprensivos.

Endulzaba sus frases con la condescendencia dispensada a

los que están prontos a ser difuntos. Si no tenia su amor,

tampoco quería su lástima Lo prefería iracundo y soez, así

sabía cómo manejarlo.

-Yo más que nadie se que es grave! Piensas que no

he pensado en eso en estos últimos días? Si me quedan tan

pocas horas, no crees que debo salir a disfrutarlas? ¡Es

tanto lo que dejo por hacer¡ –dije en un suspiro que

concentraba todos mis anhelos.

El bosque seguía contagiado de la alegría solar.

En ese momento me asaltó una urgencia terrible de

correr hasta quedar sin aliento. Y obedeciendo el súbito

impulso, salté el barandal del porche y me perdí en la

verde espesura, sin mediar palabras. Galopé hasta una

suave colina poblada de doradas espigas, que a lo lejos

abanicaba sus brotes a insistencia del viento. Sobre ella me

senté, al rato se me unió el mago, quien había quedado

perplejo por mi huida.

En la lejanía, pululaban los techitos rojos de las

casuchas de la aldea y más allá la figura de unos pinos

picoteaba las frondosas nubes que el viento arrastraba

velozmente. Aspiré una profunda bocanada de aire que

oxigenó por entero mis pulmones. Despertaba la vida a mi

alrededor y el aliento vivificante de la naturaleza

sembraba en mi espíritu la semilla y la paz de la

resignación. Un explayado gavilán surcó la cortina azul en

una danza frenética. Solo quien ha visto la majestuosidad

de un gavilán en pleno vuelo puede comprender la

criminalidad de mantener a un ave en cautiverio. El vuelo

firme, uniforme, acompasado, desde las laderas obtusas

remontando las azuladas cumbres, sutilmente en principio,

para luego extender, enérgicamente, los fabulosos alerones

permitiéndole planear sobre las cabecitas, diminutas,

verdes, de los árboles y los hilos transparentes de los ríos,

semejantes a la cabellera de una mujer alzada al viento. El

mundo inferior, el de abajo, que su visión fusiona en

manchurrones verdes y marrones contrastan con la

inmensidad del mundo superior de azul infinito y blanca

espuma.

Abajo un vendaval de mariposas multicolores se

dispersaba en todas las direcciones de la explanada.

Ardillas de cola oscura revoloteaban sobre el jugoso

manto terroso, se acercaban, corrían, se acercaban otra vez

y al vernos salían disparadas a remontarse sobre la copa de

unos perezosos cedros que las cobijaban con sus brazos.

Impregnada de aquella tierra silvestre cuyos aromas

respiraba mi alma, de aquella plenitud de vida que la

naturaleza irradiaba en variedad de formas y colores, de

aquella muchedumbre de aire fresco que inhalado me

profería la convicción de la realización de las cosas

imposibles, decidí sumergirme en aquel escenario divino

de la creación y renacer luego con la determinación de

enfrentar a Zoroastro fueran cuales fueran las

circunstancias.

Un temblor de hojas delató la presencia de un ave

de singular plumaje. La escudriñe con atención. Los

purpuras y los celestes se unían en un inusual contraste de

alas bajo el salpicado carmesí del pecho. Largo rato

contemplé la inverosímil coloración del animal y sus

movimientos vaporosos en vaivén de subidas y bajadas

sobre las ramas irregulares del árbol. Minutos después,

rescatada de la abstracción por el llamado sutil de

Leonardo pronunciando mi nombre, me volví y lo

encontré con su mirada azul. Poco puedo narrar de lo que

a continuación sucedió, bien sea que empujada por la

valentía recién adquirida por la exaltación del espíritu,

bien sea que la cobardía, hastiada de morar al amparo de

mis vacilaciones, decidiera por vez primera vestirse con el

disfraz de la intrepidez y aventurarse, de lleno, por los

lejanos caminos de la osadía, lo cierto es que, sin pensarlo,

lo besé. ¡Ay, Duprina¡ Si hubieras estado presente te

hubieras revolcado en el pantanal profundo de tus celos¡

¡Si hubieras presenciado la pasión con la que me adueñe

de sus labios, ganados motivos tendrías para odiarme y

despreciarme¡ ¡Pero no estabas allí y tus ojos no vieron¡ Y

en tu ausencia, me adueñe de los néctares de tu huerto¡ En

defensa de él, solo puedo decir que en su desconcierto

hallé el camino despejado para mi audacia. Consumado el

beso, se escurrió la osadía, como una niña traviesa que

huye a resguardarse del castigo, así corrí yo, de vuelta a la

seguridad de la casa, sin darle tiempo a reaccionar a mi

arrebato. Contenta pero exhausta llegué hasta la casa.

Americus y los guardianes estaban esperando en el porche.

Mis hermanas ya habían desayunado y me esperaban

también. Leonardo llegó detrás de mí pero no mencionó

para nada el incidente. Nada en su comportamiento

denotaba agrado o desagrado por lo ocurrido.

Americus me dirigió una mirada complaciente.

Tenía la convicción de que adivinaba mis pensamientos.

Beatrice me lanzó una ojeada picara.

Nos reunimos en la sala, Americus añadió:

-Debemos prepararnos para el ataque. De ahora en

adelante no debes estar sola¡ -dijo dirigiéndose a mi.

Asentí con una leve inclinación de cabeza.

-No me iré sin luchar –exclamé en alta voz.

-Me alegro de que hayas recuperado tu ánimo –

fueron las palabras cariñosas del viejo.

El resto de la tarde me entretuve con los guardianes

y el Libro buscando en sus indolentes pasajes el conjuro

que tan renuentemente se ocultaba a mi atención entre las

amarillentas y socavadas páginas. El tiempo pasaba y

nuestras acciones no se veían coronadas con el éxito.

Cuando me cansaba le pasaba el Libro a los guardianes,

cuantos éstos se cansaban, se lo pasaban a Leonardo,

quien seguía buscando, frenético, con igual ardor que

nosotros el tan deseado mensaje.

Veloz como una gacela se apostó la noche. Se

encendieron algunas veladoras en la sala donde estábamos

reunidos. La penumbrosa luz del ambiente invitaba a la

confidencia. Leonardo me señaló un sofá y me ayudó a

sentar. Nada había cambiado en su conducta desde el

“beso robado”. Amenizando la velada apareció Batam-Al-

Bur relatando cuentos de su antigua Persia y exaltando las

bellezas naturales de su lugar de origen. Por invitación de

Americus llegaron más tarde los señores de la comarca,

Alaris, Ducran y Xanatrix, sabía que su visita no era de

cortesía sino que se aprestaban para el próximo encuentro

que habría de ocurrir con Zoroastro.

21

EL DESENLACE

La noche cómplice escondía los cuerpos alados y

los rostros clandestinos de mirada oblicua y rictus

amargo, que emergían de las profundidades del bosque

calamitoso, cómplice también, de los demonios que acogía

en su seno y que habían comenzado a teñir la tierra de

malignidades. El señor de las sombras señoreaba ya por

la alameda. Sus súbditos bramaban por los poros abiertos

del pastoso barro maloliente que se abría para dejar salir

a los réprobos.

Me figuraba que la batalla por la custodia de mi

alma se desarrollaría en la mansión de la hechicera Zarnia.

Así reflexionaba sentada en la escalerilla del porche

haciendo figuritas en la tierra con la fina rama quebrada de

un arbusto, con la intención única de alejar los

pensamientos penumbrosos de mi mente, cuando unos

espesos nubarrones grises despegados de la cima del

Cinturón del Diablo llegaron y techaron la cúpula

nocturna. Ocultaron por completo los plateados hilos de la

luna y enlutaron con una oscura bruma el titilar de las

frondosas estrellas. La noche estaba fresca y nada hacía

pensar que un ejército de extrañas criaturas se estuviera

dirigiendo hacia la residencia al amparo cómplice de la

oscura noche.

Mariana y Beatrice estaban a mi lado. Tomaron un

puñado de piedrecillas de los alrededores y situándolas

sobre su regazo, se entretenían lanzándolas, como al

descuido, hacia la maleza. También ellas anhelaban

aniquilar al tiempo que parecía deslizarse con deliberada

lentitud. Tanto Americus como Leonardo aguardan

sentados sobre las poltronas de mimbre y meciánse en un

suave y rítmico movimiento que emitía un leve chasquido

en su vaivén. Desperdigados a lo ancho de los amplios

corredores estaban los señores de la comarca, los

guardianes y El Genio. Este último no podía ocultar su

nerviosismo, recorría de arriba abajo, y con pasos

indecisos y acelerados, los amplios corredores, con las

manos ocultas en sus pantalones bombaches y las ojeras

expuestas tras una larga noche sin dormir, sin dejar de

atisbar hacia los matorrales, de donde esperaba ver

aparecer en cualquier momento los macerados rostros de

los demonios, monstruos y criaturas endemoniadas.

Era tarde cuando un ruido estruendoso en una de

las habitaciones del piso superior nos alertó de la

presencia de alguien en la casa. Los brazos de Beatrice y

de Mariana se arremolinaron en mi cuello. Sus manos

entumecidas de frio me tornaron la piel de gallina.

Minutos antes, Mariana había tenido el buen tino de

esconder a Bartolomeo en uno de los gabinetes de la

cocina, y éste, como si supiera lo que se avecinaba, se

había quedado muy quieto, como borrego recién nacido,

en su improvisado refugio de cuatro tablas. Al estallido del

estruendo todos nos pusimos de pie. Con señas, Leonardo

indicó a los señores de la comarca que caminaran hasta el

portón y resguardaran la entrada principal de la finca. A

nosotras, nos ordenó escondernos detrás de las colosales

poltronas de mimbre, lo cual hicimos sin dilación, al igual

que Batam y los guardianes. Empujones comenzaron a ir y

venir porque el espacio no era suficiente para esconder a

tanta gente y, en consecuencia, las poltronas vacilantes

amenazaron con desplomarse de un momento a otro, hasta

que los guardianes optaron por cobijarse bajo las

frondosas ramas de un helecho cercano. Americus y

Leonardo esperaron a la entrada de la puerta principal que

daba a la sala.

Unos fornidos pasos se escucharon desde el

interior de la casa.

-No hay duda! Hay alguien adentro¡ -declamó

Americus.

-Y no somos nosotros¡ -señaló el Genio

quejumbroso después de contarnos con los dedos y darse

cuenta de que todos estábamos afuera. Sus ojos reflejaban

el terror que estaba experimentando, sin embargo no huyó.

Se mantuvo incólume como el resto del grupo aunque

padeciendo ligeros temblores de susto y chirriar de

dientes.

Una emoción intensa e indescriptible me sacudió.

¿Serían realmente estos mis últimos momentos? Recordé

episodios pasados de mi vida, surgían de la nada,

segmentados, en retazos. Un collage de peleas fútiles y

reconciliaciones, de risas y llantos, de promesas y

certezas, todos matizados con el tono tenue de la añoranza,

yuxtapuestos en un compacto trozo, como queriendo

acaparar los últimos minutos de mi conciencia. Beatrice se

había plantado en el propósito de no dejar que me llevaran

a los campos luciferinos. Reclamaba para sí el exclusivo

derecho de ser la causa única de mis mortificaciones y se

enfrentaría a todo aquello que quisiera arrebatarle el

privilegio. Mariana había llegado al entendimiento de que

no quería la vida si yo no estaba en ella, y lucharía

también hasta el final con las criaturas, infernales o no.

Contuve mis lágrimas al comprobar la magnitud del

sacrificio que mi defensa les imponía. ¡Qué orgullosa me

sentí, entonces! ¡Y qué orgullosa me siento ahora!

¡Americus y Leonardo! ¡Los guardianes y Batam-Al-Bur!

Cúmulo de amigos dispuestos a luchar hasta el final contra

las fuerzas oscuras a fin de ganarme la salvación!

¿Quisiera Dios depararme el derecho de corresponder en

ocasión oportuna por la profusión de tales afectos? ¡Así lo

esperaba!

Del camino se acercaban dos siluetas. Se le ves

veía venir con modorra como si los pies se les hundieran

en el fango y les costara trabajo arrastrar los pasos. Al

aproximarse fueron ganando altura y contundencia y se

hizo fácil dilucidar los rasgos de sus rostros.

-Vienen hacia aca¡ -había gritado Xanatrix minutos

antes, aprontándose para la contienda.

Debo decir que Americus poseía una vista

excepcional ya que desde la distancia afinó la mirada y

reconoció a las figuras belicosas que se acercaban al

portón.

-Es el Verdugo –dijo Americus en voz alta- y por

supuesto, su inseparable amigo Frozenblack¡

Un frío glacial empezó a colarse entre mis huesos y

lo mismo debía estar ocurriéndoles a mis hermanas y a

Batam, considerando el crujir de sus dientes.

A lo lejos, cerca de los charcos de la Vaquera y el

Cinturón del Diablo, vi como una oscurísima nube se

comenzaba a formar, haciéndose cada vez más densa,

hinchándose en volumen y monstruosidad. Cuando tuvo

un tamaño prominente empezó a deslizarse hacia nosotros.

Al paso de la nube, caía el bosque chamuscado, los árboles

crepitaban al abalanzarse, muertos, contra el suelo, los

arbustos consumidos y evaporados por la furia del fuego

bramador eran suplantados por una enorme mancha negra,

cenizosa y estéril que destilaba los grises vapores de la

destrucción. Mientras se avecinaba podíamos oír los

bramidos de la madera carbonizándose y estallando en

agonía. Debajo de la nube, venían brincando sobre los

restos de los cadáveres arbóreos, unos pequeños seres

monstruosos que intuí eran los demonios de Zoroastro.

Eran bajos de estatura pero con una gran agilidad en sus

movimientos, semejaban gárgolas con jorobas

pronunciadas, manos engarrotadas y alas de murciélago.

Su aspecto era francamente asqueroso y repulsivo. Los

divisamos cuando remontaban la cuesta que descendía por

la estrecha vereda que desembocaba a las puertas de la

mansión. Ante esta vista el Genio optó por esconderse tras

nosotras.

Al tiempo, Leonardo se despojaba de su capa y la

arrojaba sobre nuestras cabezas para protegernos y

ahorrarnos el atroz espectáculo. Tuvimos que luchar por la

capa ya que Batam la pretendía toda para sí.

Americus le gritó a los guardianes:

-¡Protejan el Libro! –ordenó.

Enseguida saltaron los duendes como disparados

por una fuerza sobrenatural. Se asieron a una de las

enredaderas adyacentes a la casa que daba a la habitación

que había usado la noche anterior y donde había dejado el

Libro. Subieron con la agilidad de un gato montés y de un

brinco entraron por la ventana abierta. Sobre la cama

encontraron los dos tomos; el de la hechicera Zarnia

engarrotándose en grotescos movimientos, parecía estar

cobrando vida, su caratula dura se retorcía con los flujos

ondulantes de una ola marina. “Las Llaves del Reino”

permanecía impasible ante tal abominación.

-¡Rayos y Centellas! ¿Qué demonios está pasando

aquí? – preguntó Petrarco y de otro salto tomó el libro de

la luz y salió corriendo con Cirila y Drefno tras sus pasos.

Cuando se alistaban a bajar la escalera, una

espeluznante mujer los esperaba en la base. La cabellera

esponjada, de un vibrante negro azabache, semejaba a la

de Medusa, la más temida de las Gorgonas. La expresión

colérica y el rostro cetrino les confirmaron lo que temían,

que se trataba de la hechicera Zarnia. Esta, con la

parsimonia propia de los espectros y adornada con una

sonrisa maquiavélica, comenzó a subir los escalones:

-¡¡¿Creo que tienen algo para mí, no es verdad?¡¡

-dijo con una voz perversa salida de ultratumbas.

Los guardianes la contemplaban a medida que iba

ascendiendo, paralizados por el pánico:

-¡¡Yo creo que no!!– gritó Petrarco echándose

para atrás a último momento y tropezando con Cirila y con

Drefno, quienes cayeron a sus pies pero se incorporaron

con la velocidad de un rayo. Corrieron buscando refugio,

intentando abrir las puertas de las habitaciones del pasillo

a medida que avanzaban hacia el fondo, para alejarse de la

espeluznante mujer, pero estaban cerradas. A punto de ser

alcanzados, divisaron una escalerilla que llevaba a una

puerta que suponían era del ático, se apresuraron, subieron

apretujados los peldaños y trataron de abrirla, pero

Petrarco estaba tan nervioso que el pomo se le resbalaba

de las manos y no quería soltar el Libro por temor a que

cayera y la bruja se lo apropiara. Al mismo tiempo,

Drefno, viendo la dificultad del duende, trataba de ayudar

jalando también el tirador. Y entre gritos y empujones ni

el uno ni el otro lograban desplegarla. A último momento,

Cirila se interpuso entre ellos y la abrió con dificultad y se

escabulleron velozmente con la bruja pisándole los

talones. La voz cavernosa de Zarnia retumbaba en el

estrecho pasillo murmurando las extrañas palabras de un

conjuro para hacer que se abriera la pequeña puerta.

Entretanto, los guardianes azorados buscaban por todas

partes una salida antes de que el esperpento entrara al

recinto.

-¿Alguna idea? ¿Alguien? – gritaba Petrarco en el

abarrotado lugar plagado de objetos inservibles.

Simultáneamente, en otro lugar de la casa,

Zoroastro hacía su aparición en la sala. Iba vestido de

negro prieto, sus manos enguantadas sostenían un extraño

báculo en cuyo extremo estaba incrustada la imagen de un

león con las fauces abiertas. La imagen tenía movimiento

y la bestia rugía como los ronquidos de una tempestad. Lo

observé por el ángulo de la ventana. Había visto ponderar

la fealdad de los seres infernales, y hasta yo misma había

sido testigo de esta verdad en mi primer encuentro con

Zoroastro, pero el muchacho que estaba en la sala en nada

se parecía a aquel otro que se había presentado ante mí en

La Borrascosa. Este tenía un cabello negro muy corto,

pulcramente cortado, con la cabeza parcialmente

encapuchada, la tez extremadamente blanca y los ojos

verdosos como las hojas de un cafetal. De las manos nada

tenía que decir ya que estaban cubiertas por unos finos

guantes negros. Intrigada por la nueva presencia del

demonio, solo pude inferir que poseía la extraña habilidad

de cambiar su “fachada” a voluntad y que con esta última

lo único que perseguía era convencerme de que lo

acompañara con gusto.

Americus y Leonardo bloqueaban la puerta y eran

el único obstáculo que se interponía entre Zoroastro y yo.

El primero daba instrucciones a su hijo ante el inminente

ataque, el segundo escuchaba atento y no dejaba de

observar el desplazamiento del mago negro.

-¡No te apartes de ellas! – ordenó Americus.

El viento soplaba helado, algo siniestro flotaba en

el ambiente.

Por su parte, los señores de la comarca le cerraron

el paso al Verdugo que había llegado por la vereda y

pretendía conducirse hasta la casa. El aliado de la bruja se

acercó con actitud despreocupada, metió una mano en el

bolsillo derecho del pantalón y sacó un tabaco que

desenrolló con desenvoltura y comenzó a masticar como si

fuera chimo. Enseguida sus dientes se tiñeron de una

coloración parduzca, otorgándoles una apariencia de

suciedad.

-¡Están en propiedad privada! - dijo con sorna -

Debo pedirles que abandonen la mansión.

Xanatrix, Ducran y Alaris se habían colocado

enfilados en la entrada. El Verdugo no tenía espacio por

donde deslizar el cuerpo, pero Frosenblack, a quien no lo

detenían los obstáculos terrenales, había saltado la verja y

corría hacia la casa para encontrarse con su ama, sin que

los señores pudieran hacer algo para detenerlo.

-Sabemos que esa casa pertenece a la hechicera

Zarnia. Pero igual no nos iremos, a menos que dejen a la

muchacha en paz! – espetó Ducran.

El Verdugo hundió sus pies en la tierra de mala

gana. Hizo una pausa para enderezarse, luego, mascando

el cabo de un tabaco, escupió a los pies de Alaris quien,

repugnado, observaba el bagazo expectorado por el

hombre. Viendo la expresión asqueada del elfo, respondió

con una risotada:

-En ese caso, esperemos por ella. Quiero ver

cómo los saca a las patadas!

Los señores de la comarca no se inmutaron.

Volvieron la mirada hacia Leonardo quien les hizo señas

para que mantuvieran sus posiciones y allí quedaron

distendidos como enormes rocas acantiladas. Sin ofrecer

resistencia, el Verdugo agachó la cabeza y se apostó a un

lado del entornado portón, mascando tabaco y escupiendo

con sorna al piso. No se iría. La hechicera no tardaría en

llegar, si no había llegado ya. Del Cinturón del Diablo se

acercaba el ejército diabólico de Zoroastro, desde medio

kilometro se sentía el apestoso olor de los grifos y de la

sombra oscura que surcaba los aires consumiendo todo a

su paso.

Mientras tanto en la sala, la figura negra y

amenazante de Zoroastro, desafiando los poderes del

Mago Supremo, dio unos pasos hacia la puerta y se

detuvo. Americus le eclipsaba el paso. Con una voz odiosa

y glacial lo confrontó urgiéndole a que le entregara a la

muchacha o sucumbiera hasta la muerte.

-Solo vine a buscar lo que me pertenece. No te

entrometas en mis asuntos. Entrégamela y me iré sin

causar problemas.

El anciano se plantó oponiendo resistencia y con

una voz autoritaria, que no le conocía hasta entonces,

invocó los poderes de la Cofradía y demandó que

regresara a las cavernosidades de su mundo.

-La joven no quiere irse! – agregó - Mucho

interés tengo en conocer por qué estás tan interesado en

ella. Nunca has hecho el trabajo de tus demonios! ¿Por

qué ahora es diferente?

Zoroastro lo miró con fijeza, no tenía intenciones

de revelar el secreto. Se abrió la capa y esgrimió el báculo

macabro para usarlo en contra del anciano.

-No me hagas perder más tiempo! – gritó - Ella

tiene el anillo! Eso la convierte en mi pertenencia! Y no

tengo intenciones de irme sin llevarme lo que me

corresponde.

El otro no se amedrentó. Le lanzo una mirada

mortífera y, dando un paso hacia delante, lo instó a que

retrocediera.

-Dije que no se irá – contestó tranquilamente

Americus¡

En eso estaban, negociando mi destino mientras,

yo, desde mi sitial de honor, observaba el enfrentamiento

entre los dos titanes, como si de una escena de cine se

tratara. Los personajes vociferaban y gruñían, se medían

con la mirada y volvían a embestir. Era un tiempo irreal

en el que los minutos parecían tan largos como horas. Los

alaridos de las bestias luchando con los señores de la

comarca me llegaban desde lejos, como amortiguados por

los latidos de mi propio corazón.

El demonio comenzó a mostrar rastros de

impaciencia; sus ojos verdosos, ahora rojizos por la sangre

que bombeada por la ira, comenzaba a acumularse en sus

órbitas, sendos círculos morados aparecieron como ojeras.

-Eso lo veremos! -y con estas palabras desapareció

de la vista.

Mucha intriga me causó el comentario de

Americus sobre la causa del interés del demonio en mi

persona. Ni siquiera había pensado que hubiera una causa!

Negro y hostil se levantaba el misterioso cielo

mientras Americus y Leonardo arreciaban la guardia,

mirando en todas la direcciones por donde el inesperado

ataque podría venir. Pronto apareció Zoroastro. Se plantó

al frente de la casa y con él unas horripilantes criaturas se

situaron a su espalda. Vinieron por los aires y aterrizaron

sobre los girasoles aplastando el amarillo tostado de sus

pétalos.

-Eres muy viejo para vencerme, así que apártate

y déjame hacer mi trabajo!- le dijo a Americus que aún

continuaba en la puerta de entrada a la casa. Leonardo dio

unos pasos al frente y se situó delante de él.

-El no luchará contigo, seré yo! –contestó.

Beatrice exhaló un suspiro de alivio, no es que no

tuviera confianza en los renombrados poderes del gran

Mago Supremo sino que lo veía muy ancianito y

realmente no creía que tuviera chance de ganar en una

confrontación contra aquel robusto muchacho.

La aparición le clavó la mirada fijamente al tiempo

que la nube oscura llegaba y se posaba a un lado de la

casa. Destilaba un olor nauseabundo que impregnó todo el

lugar. De la masa amorfa y lúgubre se escuchaban

lamentos que brotaban del interior. Restos de brazos,

piernas y cabezas humanas sobresalían en la superficie que

mostraba un movimiento giratorio pausado como si le

pesara el peso de sus iniquidades. Cerré los ojos por unos

segundos para evitarme la visión de ese horror, pero hube

de abrirlos de nuevo cuando escuché las palabras del mago

negro:

-No eres lo suficientemente poderoso para

enfrentarte a mi! - dijo el demonio con petulancia.

-Eso lo veremos! –gritó Leonardo desde el porche.

Zoroastro alzó el báculo hacia la masa amorfa que

era la nube, mientras esto hacía, murmuraba unas extrañas

palabras parecidas al latín. Del nubarrón surgió la línea

quebrada de un rayo azul y, con un movimiento de su

mano, lo dirigió hacia Leonardo, quien había

desenvainado una especie de vara metálica muy parecida a

un sable, pero sin la empuñadura. La vara interceptó al

relámpago que venía a estrellarse irremediablemente

contra él, pero antes de impactar con fragor sobre la

fachada de la casa, hirió de refilón a Americus en la

cabeza y lo lanzó contra la puerta, a pocos metros de

donde nos hallábamos, quedando inconsciente. Sobre la

cabecera sentí los pinchazos de algunos escombros que

cayeron del techo desplomándose. Había destrozado la

puerta y toda la pared de enfrente. Por la abertura

podíamos ver los muebles y las pinturas de la sala. Nos

arrastramos hasta donde se encontraba Americus. Lo tomé

por el brazo y Beatrice tomó el otro; Mariana sostuvo sus

piernas. Volteé para ver dónde se encontraba Zoroastro y,

viendo que se hallaba entretenido martirizando a

Leonardo, nos alejamos de la casa para ocultarnos detrás

de unos arbustos.

Leonardo se arrastraba bajo el manto de girasoles y

margaritas mientras el mago negro lanzaba fulminantes

rayos que caían chamuscando la superficie circundante,

dejando cráteres humeantes de considerable tamaño.

¿Dónde estará Batam? – me preguntaba - Hacía rato que

no veía al Genio, seguramente había corrido a esconderse

en su botella, pensamiento que hasta yo había considerado.

Rasgando las mangas de su blusa como

improvisados vendajes, Mariana los acomodó alrededor de

la frente del Mago Maestre. Era muy hábil cuando se

trataba de dar los primeros auxilios a los desvalidos seres

que caían en sus manos.

Mira – señaló Beatrice hacia lo alto de la ventana.

En ese momento, Cirila estaba saliendo por la

pequeña buhardilla y extendía una mano a Petrarco para

ayudarlo a salir, ya que estaba atascado a la altura de la

cintura. Los gritos sofocados de Drefno nos dieron a

entender que se hallaba del otro lado empujándolo

también. Después de un pequeño forcejeo, la regordeta

figura salió y fue el elfo quien le extendió dos abultadas

bolsas de felpa verde que Petrarco entregó a Cirila, para

desocupar las manos y auxiliar a su compañero. Minutos

después se hallaron los tres de pie sobre el murillo que

sostenía la tubería de aguas de lluvia que amenazaba con

desplomarse debido al inusual peso. Cirila podía volar, no

así sus amigos. Voló para aligerar el peso. El duende y el

elfo saltaron a una tubería apostada en una de las esquinas

de la casa y se deslizaron por el tubo hasta llegar al suelo.

Mariana les silbó para señalarles nuestra ubicación y

corrieron a reunirse con nosotras. Al llegar, Petrarco

estaba exhausto, como pudo relató el encuentro con la

hechicera.

-Vaya que tienen actividad aquí! - dijo dando una

mirada a los alrededores.

Aparentemente no habían tenido éxito en el rescate

del libro porque todo lo que había traído eran dos

abultadas bolsas, muy pequeñas para contener a los dos

libros. Sin muchas ganas pregunté:

-¿Y el libro?

-¡Lo tiene la bruja! - contestaron los tres sonriendo.

Ahora sí ya no tenía remedio. Lo único que podía

salvarme yacía en las manos de la bruja que quería

mandarme al inframundo. Sin embargo no entendía porque

estaban tan contentos y sospeché que algo habían tramado!

-¿Y qué tiene eso de cómico?

-¡Te lo explicaremos más tarde! Debemos ayudar a

los señores de la comarca! -dijo viendo la escena que se

estaba desarrollando en el portón en donde Alaris, Ducran

y Xanatrix le hacían frente a tres espeluznantes criaturas,

cuyos dientes de azufre sobresalían proyectados fuera de

su boca, afilados como cuchillos, con sus largas colas que

movían en todas direcciones, y usaban como si fuera un

látigo. En uno de esos movimientos impactaron a Ducrán,

que lanzado a unos cuantos metros se estrelló contra la

corteza fulminada de una de las acacias, quedando tan

maltrecho que ya no pudo alzar su pobre cuerpecito,

situación que aprovechó El Verdugo para flanquear la

entrada y dirigirse hacia la casa. Alaris y Xanatrix se

quedaron con las feroces bestias que se abalanzaron sobre

ellos en un ataque frontal. Así los encontraron, Drefno y

Petrarco, luchando con los endemoniados, y así, en

obstinada resistencia, se unieron a Alaris y Xanatrix a

pelear con dientes, piedras y determinación. Peleaban con

bravura y ésta era quizá su mejor arma.

En el hueco donde había estado la puerta apareció

la bruja Zarnia, sosteniendo con regodeo los dos Libros de

San André que le había arrebatado a los duendes. Llevaba

el cabello ondulado hasta la cintura, arremolinado como

serpientes, su boca siniestra dibujaba una sonrisa que

parecía más bien una mueca que dejaba entrever los trozos

blancuzcos de unos dientes. El Verdugo la alcanzó en la

laja de piedra grisácea que se hallaba en el centro del

jardín y que sostenía una mutilada fuente también de

piedra. Se saludaron con una inclinación de cabeza. Con la

misma parsimonia que mostrara en la escalera, Zarnia se

acercó a su maestro diciendo:

-Aquí tienes los Libros, Maestro y Señor. Ya

puedes llevarte a la muchacha cuando quieras! He

cumplido mi trato! ¡Te serví por cuenta años! Ahora le

tocará a ella¡ Así quedo libre de regresar finalmente a mi

casa!

El espectro sonrió con satisfacción. Soltó el báculo

que atajó El Verdugo para tomar los ejemplares. Con un

rápido movimiento le entregó a Zarnia el que le

pertenecía. Y, sosteniendo aquel otro que tantos dolores de

cabeza le habían dado, desató la correa de “Las Llaves del

Reino” con la enguantada mano que tenía libre y lo

desplegó de par en par. Un extraño brillo iluminó su

rostro. Las bestias pararon su lucha y fueron a reunirse

con su amo. Alaris y Zanatrix socorrieron a Ducrán y lo

llevaron junto a Americus. Detrás de ellos, llegaron

Petrarco y Drefno a reunirse con nosotros.

Las primeras páginas estaban en blanco, se

concentró en las del medio, igual, blancas. Finalmente se

percató que la portada era el único elemento que el tomo

tenía del libro original ya que lo demás era solo un

compendio de hojas todas blancas, blanquitas como la

nieve. Burlado, su rostro se volvió rojo como las brasas de

un caldero y estalló de forma voraz y estruendosa:

-¿Pero qué clase de broma es esta, Zarnia? –

vociferó mientras lanzaba el libro a los pies de la

hechicera – Estas páginas no están impresas!

Miré a los guardianes. Yo tampoco entendía lo que

estaba pasando. Cirila reía a todo pulmón, recostada de un

arbusto para soportar los embates de la risa. Petrarco se

revolcaba a carcajadas sobre el césped con las dos manos

sobre la barriga y sacudiendo alternativamente sus piernas

y Drefno sonreía también pero con aristocrática pulcritud,

sosteniendo las bolsas verdes en sus manos:

-¡Robamos todas las letras del libro! - dijo Petrarco

en un susurro de voz amortiguado por sus risas - ¡Nunca

antes lo habíamos hecho! Pero valió la pena solo por ver

la cara de sorpresa de Zoroastro y la bruaj!

Jamás en mis imaginaciones más audaces pensé

que semejante cosa podría hacerse. Sin embargo, a través

de mi contacto con la magia, había descubierto un mundo

de infinitas potencialidades donde la palabra imposible

parecía no existir. Beatrice y Mariana estaban perplejas.

-¿Las letras? Pero ¿cómo es eso posible? –

pregunté.

-Con magia –contestaron los tres al unísono como

si fuera la cosa más natural del mundo.

-Tengo que acostumbrarme a esto de la magia –

pensé para mí.

Mientras tanto al frente de la casa se desarrollaba

la siguiente escena: La bruja se quejaba, murmuraba

excusas en las que confirmaba que ese era el Libro que

tenían los Guardianes. Zoroastro, por su parte, vociferaba

la incompetencia de Zarnia y la urgía a que encontrara el

verdadero tomo. En ese momento, Zoroastro giró y dirigió

la mirada hacia el lugar donde nos encontrábamos. Ya sea

que no le gustó la broma o que las descaradas risas de los

duendes amorataban su amor propio, lo cierto es que, tras

tomar el báculo, comenzó a caminar en nuestra dirección

en actitud amenazante. Eso no podía ser bueno.

Enseguida, los señores de la comarca se interpusieron en

el camino pero él rápidamente, con un movimiento de sus

brazos, los apartó y arrojó a unos cuantos metros. En ese

momento, Leonardo salió de la maleza golpeándolo desde

atrás pero también fue lanzado sobre los escombros donde

segundos antes habían aterrizado los señores. Por su boca

comenzó a deslizarse un tenue hilo de sangre. Los

guardianes se dispersaron por los alrededores. Beatrice y

Mariana se quedaron con Americus, quien permanecía

inconsciente y hacían intensos esfuerzos por revivirlo.

Intenté acercarme a Leonardo para socorrerlo pero

Zoroastro me atajó en el camino.

-¿A dónde crees que vas con tanta de prisa,

muchacha?

Me tomó del brazo enterrando sus garras

enguantadas en mi carne. Pegué un grito por la presión de

aquella mano que quemaba como un incendio en pleno

verano. Leonardo se levantó y corrió hacia nosotros pero

no tuvo tiempo de llegar. El espectro encumbró el báculo

y sacudiéndolo lo repelió por los aires, cayendo esta vez

cerca de donde se encontraban mis hermanas. Se

incorporó. Leonardo pensó en utilizar un hechizo de

invisibilidad, de esa forma podría acercarse y arrebatarle

la vara que era el instrumento de su poder. Así lo hizo y

desapareció de nuestra vista.

El demonio volvió a dirigirse a él.

-Ese hechizo no te servirá de nada! - gritó.

Zoroastro, a su vez, recitó un coro de palabras que

debieron ser muy efectivas y poderosas ya que deshizo el

conjuro de Leonardo y lo hizo visible nuevamente ante

nuestros ojos.

Viendo que Leonardo se aprontaba a arremeter

contra su amo y señor, la bruja Zarnia se abalanzó sobre su

espalda. Con sus brazos arremolinó su cuello, mientras el

Mago trataba de zafarse del vulgar nudo. Daba vueltas con

la mujer anclada a sus espaldas. Eché un rápido vistazo a

los alrededores. Todo aparecía devastado. La nube oscura

comenzó a moverse succionando más árboles y tierra.

La mano de acero de Zoroastro seguía

aprisionándome firmemente. Lo pateé con todas mis

fuerzas y en el momento en que sentí que me zafaba, corrí

en dirección a la casa, pero tropecé por una zancadilla que

me tendió El Verdugo, quien había estado atento a los

acontecimientos esperando la ocasión de brindar su

aportación a la contienda. Me miraba con su malévola y

sardónica sonrisa. De bruces caí, estrellando mi barbilla

contra el arenoso suelo. Tan fuerte fue mi derrumbe que

hasta pude saborear algunos granos de grava. Con los

dedos, y aun tendida en el suelo, traté de sacar los

desagradables corpúsculos adheridos a mi boca. Sentí que

una mano me asía fuertemente del tobillo. Me arrastró

hacia él otra vez. Segundos después aflojó la presión,

cuando volteé vi a Beatrice colgada de su cuello, usando la

misma técnica que Zarnia utilizaba con Leonardo.

Mariana, a su vez, se adhirió a una de las piernas del

demonio. Beatrice y Zoroastro, Leonardo y Zarnia

contoneaban sus cuerpos como si ejecutaran la nueva

versión de un tanto suburbano.

Beatrice gritaba mientras zarandeaba la cabeza del

Mago Negro de lado a lado:

-Si salimos de esta vas a estar en deuda conmigo

por el resto de tu vida – me gritaba Beatrice

tambaleándose sobre la espalda del brujo negro, mientras

éste hacia esfuerzos malabáricos por soltarse. Mariana se

hallaba pegada a la pierna de Zoroastro, con la misma

dedicación de una garrapata prendida en la jugosa oreja de

un canino y exprimía la extremidad como si quisiera

extraerle los fluidos infernales.

Mi respiración se paralizó cuando vi que Zoroastro,

de una patada, lanzaba a la pequeña Mariana hacia la nube

negra; la seguí con la mirada, mientras, alzada, la fuerza

del viento columpiaba sus cabellos, abanicaba sus brazos

en un esfuerzo por alejarse del nubarrón. Segundos antes

de terminar engullida por la tenebrosa masa, Leonardo,

con la fastidiosa hechicera aún sobre sus hombros, la

sujetó por el tobillo y logró sacarla de la mortal

trayectoria. Suspiré y agregué un motivo más a la larga

lista de razones para estar agradecida con el Mago.

Enfurecida por tan abominable acción, comencé a

patear al espectro con toda la fuerza de mis dieciocho

años. Mientras esto hacía con fruición, divisé la robusta

silueta de Petrarco, el atuendo le quedaba corto y una

barriga adiposa se dejaba ver entre la frontera de su camisa

y su pantalón. Contoneándose, hacía señas que no podía

entender. Sin embargo, deje de prestarle atención en el

momento en que el demonio, con un manotazo se deshizo

de Beatrice y me alzó por la cintura hasta quedar frente a

frente. Alzó el báculo, seguramente para transportarme a

su cálido mundo, y en ese preciso instante, apareció la

gallarda figura de Batam-Al-Bur. No venía solo. Lo

acompañaban siete magos orientales, ataviados con

elegantes vestiduras, cabalgando sobre macizos camellos

ornamentados también con osamentas metálicas de

magistral colorido.

-Yo ser cobarde pero tener amigos valientes – gritó

el Genio bajándose de su rutilante camello caramelo y

dirigiéndose hasta el lugar donde se encontraba Americus.

Uno de los genios, un mulato alto y de ojos verdosos, con

un turbante fucsia enrollado alrededor de su cabeza, sacó

una daga que lanzó directamente hasta el corazón de su

contendiente, esquivándome solo por centímetros. Con

esto, el Mago Negro me soltó y pude correr a refugiarme

hasta donde se encontraban los guardianes.

Leonardo seguía luchando con Zarnia y El

Verdugo que se había unido al combate.

-¡Qué mujercita esta! – pensé

La lucha continuaba. Zoroastro se quitó el cuchillo

que se había incrustado en su corazón y lo tiró en el piso,

al tiempo que con los brazos abiertos hacia movimientos

que controlaban la nube oscura. De ella salían rayos

incandescentes que iban impactando por todo el lugar. Los

Genios se turnaban para atacarlo pero él repelía todos los

intentos con su báculo.

La escena era dantesca, rayos, demonios, brujas en

brutal agitación. Finalmente, proferí:

-¡Suficiente! – grité desde el fondo de mi corazón y

me dirigí directamente hacia donde se encontraba el

demonio - Me iré contigo, si eso es lo que quieres. No

soporto ver como dañas a mis seres queridos!

Mariana, que se había unido nuevamente a

Americus, comenzó a llorar.

-¡Camila, no! ¡No te rindas! Tú nunca te rindes!

Aún tenemos fuerzas para luchar!

-Cierto! Aún no ha corrido sangre! – gritó mi

aguerrida y atolondrada hermana Beatrice.

Me acerqué hasta donde estaba Zoroastro y me

coloqué a su lado.

-¡Tú ganas! - le dije - Iré voluntariamente a donde

quieras!

Zoroastro me miró con ojos de triunfo y la

hechicera se alejó de Leonardo y se enfiló hacia el

demonio, riendo a carcajadas, abrazando al Verdugo y a su

mascota Froseblack!

-¡Volví!, ¡Volví a mi casa! Pasé buenos momentos

junto a ti, amo – replicó la hechicera, quien no paraba de

saltar en una pata - pero siempre añoré mi hogar!

Leonardo me miraba desfallecido y con pesar. Le

faltaba el aliento por el esfuerzo de la contienda.

La bruja se acercó al mago negro para despedirse.

Colocó sus largos brazos alrededor de su cuello para darle

un beso fraternal. Fue ese preciso instante el que

aproveché para sacar el anillo que tenía guardado en mi

bolsillo y ponérselo en el dedo a Zarnia.

-Me temo que tendrás que pasar otros cincuenta

años con tu amo querido!

La bruja observó su mano y por todo el lugar se

oyó un colosal alarido como el de un animal herido y

moribundo.

-¿QUE ES ESTO? ¿QUE ME HAS HECHO? –

gritaba la hechicera.

-Nada! – contesté - Te regresó lo que es tuyo! Con

trampa lo pusiste en mi dedo, con trampa te lo regreso!

Feliz día en los infiernos! Hasta allá te haré llegar los

restos del pastel de chocolate que usaste para tentarme!

-¿Pero cómo es posible?

-¡Magia! – contesté – Solo y únicamente magia!

-¡No puede ser! ¡Tú no eres bruja! – aullaba la

hechicera.

-¡Aún no! pero tuve un buen comienzo y muy

buenos maestros y tengo todos los atributos para

convertirme en una en el futuro cercano, ¿no crees?

Zoroastro se puso rojo de ira. Se sentía burlado ya

que su interés estaba centrado en mí. Le dirigí unas

palabras:

-Ahora ya no tengo el anillo, tendrás que llevarte a

tu bruja nuevamente! Al menos por otros cincuenta años!

El demonio me miró con impotencia.

-Te salvaste por ahora, pero tarde o temprano

estarás conmigo en las sombras!

-Lo dudo – contesté - ¡Nunca estaré con las

sombras!

Diciendo esto giré y busqué a Leonardo con la

mirada, corrí hasta él y lo abracé. Los guardianes gritaban

y saltaban al tiempo.

Zoroastro desapareció tan repentinamente como

vino y se llevó con él a la bruja, a sus demonios y a la

amorfa nube.

Americus ya había vuelto en sí y bromeaba acerca

de cómo se había perdido la acción. Beatrice vio sus

vestidos y empezó a refunfuñar porque estaban rotos,

estropeados y sucios. Mariana corrió a la casa a rescatar a

Bartolomeo quien había permanecido impávido en su

improvisado refugio.

Nos sentamos como pudimos sobre el único

escalón del porche que no estaba destruido.

-Ahora, explícanos ¿cómo lo lograste? –preguntó

Beatrice.

Sonreí con extrema satisfacción, suspirando como

si un inmenso saco me hubiera sido quitado de encima.

-Cuando estábamos en los arbustos auxiliando a

Americus, y Zoroastro caminaba hacia nosotros, corrimos

y nos dispersamos en diferentes direcciones. Mientras

corrían, los guardianes dejaron caer las bolsas con el

contenido de letras del Libro. Cuando regresaron para

recogerlas vieron que éstas se habían acomodado de tal

forma que parecía un conjuro. Me hicieron señas para que

me acercara y al hacerlo recitamos las frases mágicas que

se habían formado en la grama. Al terminar, el anillo se

desprendió de mi dedo con facilidad. El resto, ya ustedes

lo conocen.

-No estábamos seguros de que funcionaría – dijo

Petrarco - por eso teníamos un Plan B.

-¿Plan B? –contestó Drefno- Ni siquiera teníamos

un Plan A!

-Claro que sí!

-Claro que no!

-Claro que si!

-Ah, si? Y cual era entonces? –replicó el elfo.

-No puedo decirlo! Era secreto! -dijo el duende.

Así continuaron un buen rato discutiendo hasta que

Cirila se interpuso entre ellos. Sus pequeñas alitas

revolotearon en el rostro de Petraco, quien entonces

comenzó a discutir con ella. Leonardo se acercó y tomó el

cascarón de “Las Llaves del Reino”, habría que hacer un

trabajo de restauración para que las letras ocuparan las

posiciones que le correspondían.

Una nueva oportunidad. Un nuevo comienzo. Los

sentimientos se agolpaban esperando ser traducidos en

palabras. Pero todo esfuerzo que hacía se quedaba corto

ante el tamaño de mi agradecimiento. Opté por abrazarlos

a todos, en un cálido y apretado abrazo que reflejaran la

carga emotiva que mis palabras no podían decir.

-Salgamos de aquí! -dijo Beatrice al final echando

una mirada a todos los destrozos.

-¿A dónde iremos? – preguntó Mariana.

-Iremos al Gran Prince - dije con elocuencia - a

celebrar mi cumpleaños y de allí llamaremos a los

abogados.

-Siii¡ – gritó Mariana pegando brincos.

Nadie supo que pasó con El Verdugo o

Frozenblack. Sencillamente desaparecieron de la escena

sin dejar rastros.

Batam-Al-Bur despidió a sus amigos y se quedó

con nosotros a celebrar.

Muy tarde llegamos al hotel, justo para

refrescarnos y bajar al restaurante donde un enorme pastel

de chocolate había sido encargado por Americus y

señoreaba en una de las mesas. Me sorprendí al ver que

aún después del incidente en la casa de la bruja, mi amor

por el chocolate seguía tan intacto como siempre, libre de

traumas o fobias. Felicísima me sentí de estar rodeada de

los seres que más amaba. La velada transcurrió entre

ocurrentes chistes, muy sonoras risas e interesantes

anécdotas de Americus y el Genio. Solo Leonardo parecía

distante y esquivo. Traté de buscar conversación pero me

contestaba con discretos monosílabos. Al final, opté por

dejarlo solo y unirme a la charla del grupo.

22

LA DESPEDIDA

Me despertaron los hirientes rayos de un sol

incandescente que golpeaba mi rostro con insistencia. A

mi lado, acurrucadas, dormían aún Beatrice y Mariana,

con una expresión pacífica que no había visto en mucho

tiempo. Me levanté y caminé hacia la ventana. A decir por

la posición del sol, debían ser como las nueve. Corrí al

baño para asearme y luego bajar al Lobby para alcanzar a

Leonardo, antes de que partiera. Tenía tanto que decir y

agradecer. Batam-Al-Bur se había marchado la noche

anterior, no tenía caso mantenerlo alejado de su tierra

cuando ya todos nuestros problemas habían sido resueltos.

Se fue muy agradecido, regalando reverencias por doquier,

ensalzando las bellezas de su querida Persia y dejándonos

una invitación abierta para cuando quisiéramos ir a

visitarle. Nos dejó la botella que lo mantuvo cautivo por

tantos años como recuerdo.

Me habitué a la idea de Beatrice siendo la esposa

del Prefecto Farfán. Aunque no nos había comunicado su

decisión a este respecto, sea cual fuera, aprendí que debía

respetar sus elecciones aunque nos causara molestia o

aversión. Labramos nuestro destino a través de las

decisiones que vamos tomando en el camino y no

debemos imponer nuestro criterio a los demás.

En el Lobby, la imponente figura de Americus

dominaba la estancia. Vestía nuevamente sus jeans de

mezclilla y una camisa a cuadros blancos y azules. Las

botas de gamuza marrón ascendían hasta las rodillas.

Conversaba con la recepcionista con un tono animoso que

hacía que los demás huéspedes se voltearan a mirarlo,

dando instrucciones sobre nuestra estada. Corrí hasta él y

me colgué de su brazo. Se ladeó ligeramente con sorpresa,

luego me abrazó efusivamente.

-Me imagino que no te estás marchando sin

despedirte -dije con simpatía.

El anciano mi miró con una amplia sonrisa.

-No! Nada de eso! Tú jamás me lo permitirías! -

exclamó riendo - Arreglaba con la señorita alguno

detalles sobre su estancia en el hotel. Los gastos ya fueron

cubiertos. En una hora tus abogados estarán aquí para

llevarlas, a ti y a tus hermanas, a la ciudad. También se

encargaran de procesar a Gertrudis por el acto de agresión

que acometió contra ti.

-No quiero levantar cargos! – agregue - solo quiero

irme de aquí y olvidar esta pesadilla!

Eché una mirada a los alrededores. Leonardo no

estaba. Dirigí una mirada interrogativa al anciano.

-El se fue muy temprano! - me dijo finalmente.

Mis ojos se humedecieron con las lágrimas que

quería reprimir. Hubiera querido verlo para expresar, si no

mi amor, al menos mi agradecimiento.

-¿Sin despedirse? ¿Tan desesperado estaba por

dejarme?

Americus entornó sus ojos compasivos, rodeó mis

hombros con su brazo y me dijo en tono de confidencia:

-Leonardo no es bueno con las despedidas, ni está

acostumbrado a manejarse con los sentimientos – dijo - Es

un muchacho testarudo y no quiere reconocer lo que

siente. En el fondo él te quiere!

-¡Oh, si¡ – asentí - ¡en el fondo de un barranco!

El anciano volvió a reír.

-¡Dale tiempo, muchacha!

Seguidamente, del bolsillo de su camisa, sacó un

abultado sobre, arrugado y amarillento.

-Toma – dijo - Lo escribió pensando en ti, pero no

sabe que te lo estoy entregando. Espero que mantengas el

secreto. ¡Si no, me estarás metiendo en un problema! -dijo

riéndose jocosamente.

Abrí el sobre que me entregó y comencé a leer los

versos:

“ ¡Tú ni siquiera me miras con esos verdes espejos

y el fulgor de tu reflejo me deja sin voz ni paz. Quien

pudiera liberarme de este lento suplicio. Si te miro y me

maldigo y a tu cárcel vuelo a entrar, Cárcel falsa,

voluntaria, cuya negrura me arrastra hacia un abismo sin

fondo, sin esperanza de más. Solo el infinito atisbo de

volver a tu presencia resucita mi conciencia y me atrapa

sin cesar.

Noches frías, noches turbias, noches de inmenso

tormento que atesoran tu recuerdo cual verdugo sin

piedad, de perder hasta el aliento de vida que en mi

palpita, si por ti todo se agita y en la orilla vuelvo a estar.

A la orilla de un abismo, alto, negro, hondo y sucio, lleno

de tanta inmundicia que no deja respirar: pero entonces

tú te acercas y el olor de tu mirada y el sabor de tu

inocencia allí me vuelve a atrapar.

A los brazos de mi amada que solo en sueños me

ama y en terciopelos me aclama con ungüentos de

piedad. Y allí me quedo tendido cautivo de tu belleza,

como un artista admirando la estatua que lo embelesa.

Ah, malhaya, quien pudiera, arrancar de mí esta herida,

suave como una caricia y como cicuta mortal, porque

contigo me muero y sin ti mi alma se extingue y entre

sombras mi alma vive como asiduo prisionero.

Volar con mi pensamiento a una tierra sin

tormento es lo que a veces presiento que a mí me puede

salvar, pero cual potro bravío que se estrella en la

tormenta vuelvo a penar por la senda con la seda que me

arrienda; porque mi boca que es muda cuando se trata de

hablarte, una vez que te apartaste no para de protestar, a

gritos, amor infame, si cuando pude abrazarte ni un

sonido susurraste y otra vez te ví pasar.

Oh, solitaria luna, tantas noches compañera, teje

en su cama una hilera de plata que llegue a mi, para que

cuando amanezca hasta mi lleguen sus pasos y me

acurruquen sus brazos y jamás me dejen ir.

Teje luces de colores alrededor de sus ojos, que

alumbren amaneceres y que solo piense en mí, para que

cuando me encuentre esta voz que huye inconclusa, se

atreva a decir “te quiero” y me acompañe su musa. Teje

en su pelo una cinta que recoja su dulzura y me la muestre

en la cima de este amor que es mi locura. Vierte en su

boca pasión que solo en mi satisfaga y que el néctar de

esa saga no acabe nunca jamás.

Sus manos, manjar inquieto. Mi dulce y agrio

sustento. Que venga en suave lamento y yo la pueda tocar,

Oh, luna de tantas noches, infalible compañera. Como

quieres que no la quiera? Si no la puedo olvidar ¡ Si

cuando abro mis ojos la imagen de ella responde cual

aliento que en la noche no dejó de vigilar. Y en el día me

acompaña como una sombra al acecho y cada vez que la

veo mi pudor queda deshecho.

Como olas que en el mar golpean las blancas

piedras y no se quedan más quietas hasta todo destrozar.

Vientos de Abril que visitan mi nostalgia en el ocaso,

quédense conmigo un rato para así poder quitar este amor

que es mi delirio de mi corazón un rato y con un leve

descanso en la aurora comenzar.

Lágrimas de tantas noches en mi almohada

derramadas como caricias de espadas junto a mi han de

morar. Ladrona de horas de ensueño, princesa de cuentos

de hada. Si no puedo ser tu dueño, solo quiero una

mirada. Una mirada me basta con tal de llenar tu

ausencia con soplos de tu presencia y el candor de tu

morada.

Volarán mis pensamientos a consolar tus oídos,

por días de amor perdidos que ya no tienen valor, pero

cómo ocultar mi cuerpo si de tu imagen se nutre, y por

amor no discute sino se deja llevar. Negros ríos de tristeza

entre mis sueños me acechan y en las noches me

despiertan y no me dejan soñar, tropel de noches

insomnes que aceleran mi penumbra, cosechando mi

amargura, mis ansias y mi pesar.

Tristes labios me saludan y entre la bruma me

empujan, y me impulsan a buscarte, ciego, perdido y

errante. Pero el temor de no verte infunde en mi la

nostalgia y la rabia me entristece impidiéndome el pensar.

Oh luna, luna! no dejes, jamás de tocar mi puerta

ya que tus rayos me alientan y adormecen mi tristeza.

Cielo de la madrugada, lleva mi aliento a mi amada, para

que cuando amanezca mi sabor quede en su almohada.

Y el aroma de este amor que ya no cabe en mis

venas, se escurra tras de mis penas para brindarle calor y

un murmullo de su boca despierta mis ansias locas y en

deseo desemboca y ya no puedo parar. Y este amor que en

su tristeza no deja de suplicarle, que aunque sea un

instante, su amor se quede conmigo. Y si en sus horas de

hastío extraña mi amor cobarde, solo tiene que llamarme

y a su lado vuelvo a estar porque este amor incurable,

aunque fuera de mi alcance, prefiero en ti suicidarse que

en otro puerto atracar”

Cerré las hojas nuevamente y las metí en el sobre.

-Si esto siente por mí, ¿por qué no se quedó? Por

qué no me lo dijo? – pregunté.

-Es una larga historia que te contaré algún día! -

dijo.

-¿Te volveré a ver? – pregunté.

-¡Todas las veces que quieras! - y con un abrazo,

me besó. ¡Piénsalo! ¡Serías una excelente bruja y para

nosotros sería un placer tenerte en Eisenbaum! - y con

estas palabras, se dirigió hacia la puerta y desapareció.

Me quedé un buen rato sola, vagando por el Lobby.

Caminé hasta uno de los jardines internos y me senté sobre

uno de los banquillos que reposaban bajo una inmensa

chaguarama, volví a abrir la carta. La leí nuevamente. Me

enjugué las lágrimas que rodaban por mis mejillas a

medida que recorría con la vista el conjunto de frases y

oraciones escritos por el puño de Leonardo.

-Bueno – me dije - si en realidad me quiere, lo

perseguiré hasta el fin del mundo.

Debajo de la carta escrita por Leonardo, encontré

una tarjeta de Americus invitándome para la Celebración

del Año Nuevo de los Magos, que se llevaría a cabo en

dos semanas en Eisenbaum. Una sonrisa se precipitó en mi

rostro y con una mano enjugué mis lloros. Guardé las

hojas en el bolsillo de mi bata y salí corriendo a

prepararme para tan especial evento.

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