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M. M. Philipon Los Dones del Espíritu Santo Cuarta edición EDICIONES PALABRA Madrid

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M. M. Philipon

Los Dones del Espíritu Santo

Cuarta edición

EDICIONES PALABRA Madrid

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A LA MADRE DEL VERBO HECHO CARNEpara que nos obtenga,

por mediación de su Hijo, la plenitud del Espíritu.

Cuanto más de María es un alma, más dócil se muestra al Espíritu Santo.

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De verdadero acontecimiento editorial me atrevo a calificar la nueva versión española del libro de P. Philipon «Los Dones del Espíritu Santo», tan pulcramente presentado por Ediciones Pala­bra.

Se trata de una de las mejores obras del insigne dominico fran­cés y, desde luego, lo mejor que se ha escrito en nuestro tiempo so­bre los dones del Espíritu Santo y su importancia extraordinaria en la santificación de las almas.

Dos razones fundamentales abonan la rotunda afirmación que acabo de hacer: la profundidad teológica de la exposición y la sua­ve unción, transida de experiencia mística, que rezuman todas sus páginas. El P. Philipon no fue solamente un gran teólogo —perito conciliar en representación oficial de su Orden— sino un verdade­ro santo que vivía experimentalmente lo que con tanta profundi­dad teológica escribía. Entre otras muchas obras, escribió con enorme acierto sobre «El sentido de lo eterno», «Los sacramentos en la vida cristiana», «El verdadero rostro de Nuestra Señora», «La Trinidad en mi vida», «En silencio ante Dios», «La Iglesia de Dios entre los hombres», etc. etc. y sus magníficos estudios sobre tres de las más grandes figuras de la espiritualidad contemporá­nea: Santa Teresita de Lisieux, Sor Isabel de la Trinidad y Don Columba Marmión. Sobre todo el libro dedicado a exponer la doctrina de Sor Isabel de la Trinidad —traducido a multitud de idiomas— es una obra maestra capaz de consagrar para siempre a un gran maestro de la espiritualidad cristiana.

Nacido en Pau en mayo de 1898, el P. Miguel María Philipon ingresó en la Orden Dominicana en 1920 y fue ordenado sacerdote en 1926. Su vida dominicana se explayó en un incansable y fecun­do apostolado en la enseñanza teológica, en la promoción de la vi-

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da espiritual como gran director de almas y en la redacción de sus numerosas y magistrales obras, muchas de las cuales han alcanza­do renombre universal. Los últimos años de su vida los dedicó el P. Philipon a extraer las riquezas doctrinales del concilio Vaticano II en el que, como ya hemos dicho, actuó como experto en el seno de la Comisión Teológica. Publicó varios opúsculos sobre el conci­lio, pero tenía el proyecto de escribir un estudio completo sobre «La doctrina espiritual del Vaticano II», y otro sobre «Santo To­más, maestro de la vida espiritual». La muerte le sorprendió ines­peradamente en Méjico el 20 de marzo de 1972, sin poder llevar a cabo estos importantes'proyectos.

Sólo me resta, amable lector, invitarte a comenzar a leer el pre­cioso libro que tienes en tus manos y a dejarte conducir sin resis­tencia por el suave influjo de los dones del Espíritu Santo si quie­res alcanzar, aunque sea poco a poco, las más altas cimas de la es­piritualidad y perfección cristiana.

Fr. A n to n io Royo M arín , O .P .

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El t r a t a d o de los dones del Es p ír it u Sa n t o . NUESTRO GUÍA: SANTO TOMÁS DE AQUINO.P la n y m é to d o .

El tratado de los dones del Espíritu Santo iluminalas cimas de la vida espiritual.

La acción del Espíritu Santo domina el mundo. La verdadera historia de la Iglesia es la de Pentecostés, continuada en las almas. A través de todos los aconteci­mientos de este mundo, Dios persigue su eterno designio: reunir en la unidad de una misma Familia divina a los hombres de todas las razas y de todos los tiempos “con­figurándoles a imagen de su H ijo".' Es ésta una obra de sabiduría, de poder y de amor, cuyo Artífice principal sigue siendo el Espíritu Santo. La Iglesia de Cristo es tan sólo la humilde servidora de la Divina Trinidad. Animada por él Espíritu mismo, trabaja con su Maestro para “reunir en la unidad a todos los hijos de Dios que están dispersos".1

Día y noche, por encima de nuestras agitaciones hu­manas, la indivisible Trinidad está inclinada sobre nues­tras almas para divinizarlas. Dios Padre hasta envía al mundo a su H ijo y a su Espíritu. Las invisibles misiones del Verbo y del Espíritu no cesan de iluminar a la Iglesia con la claridad de Dios y de conducirla al ritmo del Amor Eterno. En nuestra propia existencia, es preciso verlo todo en dimensión de Iglesia. Los individuos no cuentan por sí mismos. Estamos vinculados en Cristo a todos los hombres como miembros vivos de un mismo cuerpo místico, no formando más que uno con E l y en Él, llamados a constituir con la multitud de los ángeles un solo pueblo de Dios. Un mismo Espíritu anima a la 1 2

1. Rom 8. 29.2. l o 11, 52.

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Trinidad y a la Iglesia: une al Padre y al H ijo en. la Unidad de una misma beatitud divina; anunció a los Patriarcas las divinas promesas; inspiró a los profetas; santificó a todos los justos del Antiguo Testamento. Él animaba en cada uno de sus actos al Verbo encamado, y a su Madre, la Corredentora del mundo. Él ayudó a los Apóstoles y a los discípulos de Jesús, como asiste a sus sucesores y a los fieles de todos los tiempos, para llevar a cabo, a través de los duros combates de la Iglesia militante, la obra salvadora de Cristo y edificar la Ciudad de Dios. E l soplo multiforme del Espíritu se adapta a todos los tiempos y a todos los lugares, a todos los es­tados de la vida, a todos los grados de cultura y civiliza­ción. La infinita variedad de las obras divinas brota de un mismo espíritu de amor.

E l estudio de los dones del Espíritu Santo debe abor­darse bajo esta luz: no con espíritu de escuela, sino en clima de Iglesia, con los horizontes de Dios. E l disfrute de tales dones no es algo reservado a una selección de almas místicas, sino que su destino es asegurar la sal­vación de todos los cristianos. Los siete dones se les comunican a todos los hombres cuando éstos son rege­nerados en Cristo por el bautismo. “Quien no naciere del agua y del Espíritu no puede entrar en el reino de los cielos."3 E l Espíritu Santo, que introduce en las almas la gracia de una filiación divina, no las abandona a sí mismas. Las toma a su cuidado e influencia, ponién­dolas bajo la protección de toda la Santísima Trinidad. Cada alma es un universo. Dios vela por cada una con solicitud mucho mayor que la que tiene por los espacios infinitos del cosmos material. Su Espíritu las asiste en cada uno de sus actos con un auxilio ordinario y cons­tante; y, siempre que la salud o la alta perfección de ellas lo exige, interviene en Persona de una manera espe- cialísima para iluminarlas, guiarlas y encaminarlas hacia Él. E l Espíritu Santo actúa así ininterrumpidamente en cada miembro del cuerpo místico con miras a su santi­ficación individual y a la edificación del Cristo total.4 El

3. lo 3, s.4. Eph A, 13.

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ritmo y la frecuencia de sus divinas inspiraciones depen­den de su Sabiduría y de su Providencia. E l Espíritu es el amo y señor de sus dones. Cuanto más dóciles se muestran las almas a su acción, más las aproxima Él a Dios, más realiza en ellas las maravillas de la gracia y de la gloria. Las operaciones más elevadas de las Tres Personas divinas en las almas son fruto de los dones del Espíritu Santo.

El trato de los dones del Espíritu Santo constituye la clave de la teología mística. Los más grandes maestros espirituales han puesto siempre muy de relieve este pa­pel primordial del Espíritu de amor en nuestra vida es­piritual. Ignorar la doctrina de los dones del Espíritu Santo es desconocer la acción más secreta de Dios en la Iglesia. Este tratado de los dones nos proporciona el instrumento más poderoso para analizar las profundida­des del alma de los santos, y, por contraste, las del dra­ma del pecado. La encíclica de León X II I , Divinum illud munus, del 9 de Mayo de 1897, había llamado la atención sobre la acción universal del Espíritu Santo en la vida de la Iglesia, de la cual es É l el Alma. La renovación mística contemporánea ha devuelto al tratado de los do­nes del Espíritu Santo su verdadero puesto en la espiri­tualidad: el primero, en orgánica unión con la práctica de las virtudes, que sigue siendo el auténtico efe de toda santidad.

Pero, ¿dónde encontrar el Maestro espiritual que nos dirija con seguridad en materias tan difíciles? E l ma­gisterio de la Iglesia nos lo indica en la encíclica Stu- diorum ducem. Para conseguir una inteligencia honda de la naturaleza de los dones del Espíritu Santo, así como de todas las demás cuestiones de la vida espiritual, es necesario ante todo recurrir a Santo Tomás de Aquino, “Doctor común de la Iglesia” no solamente en filosofía, en apologética, en teología dogmática y moral, sino tam­bién, advierte Pío X I, en teología ascética y mística, es decir en todos los problemas que atañen a la espiri­tualidad cristiana. "No es menos eminente Tomás en su ciencia ascética y mística. Reduciendo toda la ciencia moral a la teoría de las virtudes y de los dones, define

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excelentemente unas y otros según las diversas categorías de cristianos, los que quieren vivir ateniéndose a las reglas ordinarias y comunes y los que tienden a la perfección espiritual en su plenitud, en forma de vida activa o de vida contemplativa. La extensión del precepto del amor divino, las leyes del desarrollo de la caridad y de los dones del Espíritu Santo que lo acompañan, los diferentes estados de vida, tales como la vida perfecta, la vida religiosa, la vida apostólica, los caracteres distin­tivos de esos estados, su naturaleza y sus valores: para poseer a fondo estas cuestiones y otras análogas de la teología ascética y mística, se deberá recurrir necesa­riamente ante todo al Doctor angélico".1

Es preciso entender bien esta declaración del magis­terio de la Iglesia, sin aumentarla ni disminuirla. No se trata de hacer de Santo Tomás de Aquino el único maes­tro de la espiritualidad cristiana. La Iglesia tiene dema­siada conciencia de las riquezas de su catolicidad como para que exalte así a uno solo de sus doctores en detri­mento de los demás. E l sitio de un Santo Tomás de Aquino no está en la línea de los grandes fundadores de órdenes o de tos conductores de hombres que han sabido comunicar a su innumerable familia espiritual su espíritu de santidad. En espiritualidad, como en todo lo otro, él sigue siendo un maestro de ciencia y de sabi­duría; pero en este sentido, es necesario reconocer en él, según las declaraciones del Papa Pío X I, “al primer” maestro de teología mística especulativa. Otros le supe- 5

5. «Nec minus nobilitata est eius in asceticis mysticisque scientia. Is enim, universa morum disciplina ad virtutum rationem donorumque revocata, eamdem vel rationem vel disciplinan) egregie definit pro vario hominum ordine, sive qui commune institutum secuti, velint vivere, sive qui ad christianam spiritus perfectionem absolutionemque contendant, iique in duplici vitae genere actuosae et contemplativae. Itaque praeceptum de amore Dei quam late pateat, cantas eique adiunc- ta dona Sancti Spiritus quomodo crescant, multíplices vitae status, ut perfectionis, ut religiosorum, ut apostolatus, quid [la esencia, la «qui­didad»] Ínter se differant et quae cuiusque natura visque [la naturaleza y las propiedades de las cosas], haec et talia asceticae mysticaeque theologiae capita [todos los puntos básicos de la teología ascética y mística] si quis pemosse [conocer a fondo] volet, is Angelicum in prim is [ante todo] adire Doctorem oportéblt» (Studiornm ducem, 29 de junio, 1923).

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rarán en potencia de organización práctica o en la des­cripción de los estados místicos y de las maravillas de la acción divina en las profundidades del alma. Pero en el análisis científico de la gracia santificante, en la exposición de las misiones divinas,’fundamento supremo de toda la teología mística, en el describir la misión redentora de Cristo y la de la Iglesia dentro de la eco­nomía de la salvación en la penetración de todo el orga­nismo sobrenatural de las virtudes y de los dones del Espíritu Santo bajo el primado de la caridad, él no tiene semejante. Quien desee penetrar la esencia de las cosas y percibir la verdad en sus más profundas causas hasta la raíz, a él debe recurrir ante todo. En estos dominios de la explicación científica y de la sabiduría constructiva, él es “el primero".

En la Iglesia de Cristo, cada Doctor, cada santo con­serva su fisonomía propia y su misión personal al servicio de todo el cuerpo místico. Lejos de hacerse sombra unos a otros, se esclarecen mutuamente, expresando cada uno a su manera, los aspectos multiformes de la infinita ple­nitud de la gracia de Cristo. Al lado de una Teresa de Ávila, escrutadora inigualada de las maravillas obradas por la gracia de Dios en el alma de los santos y maestra de la oración contemplativa, el Carmelo nos presenta a un San Juan de la Cruz, el doctor místico de las noches y de la unión transformante y, más cercana a nosotros, a una Teresa de Lisieux, la santa doctora de la infancia espiritual. Oriente y Occidente parecen rivalizar con dos grandes maestros: los destellos dogmáticos de un San Cirilo de Alejandría y las intuiciones creadoras del genio de Agustín. Otros doctores seguirán: un San Benito, el sabio organizador de la perfección monástica; un San Francisco de Asís y un Santo Domingo; un San Ignacio de Loyola proporcionando al papado un ejército de se­lectos al servicio de la Iglesia militante en sus tareas urgentes y de mayor importancia; un San Francisco de Sales llamando al laicado mismo a la santidad más alta. Y ¡tantos otros! En esta galería tan rica de maestros espirituales, Santo Tomás de Aquino aparece, con su genio didáctico, a juicio de la Iglesia misma, como el “Doctor común" al servicio de la espiritualidad cristiana.

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Tres notas fundamentales caracterizan la doctrina espiritual de Santo Tomás de Aquino: su objetividad científica, su universalidad y su carácter sapiencial.

Ante todo, su objetividad. Ésta es en él la cualidad básica, característica de su genio científico. Nada• de confidencias personales; ninguna de las revelaciones de estados de alma tan frecuentes en los místicos. No se cuida de relatarnos en un "Diario intimo" la historia de su alma, ni de referir las gracias que recibe en la oración. No pertenece a la edad reflexiva, a aquel s. X V I que verá surgir los análisis interiores de los dos incom­parables maestros del Carmelo. É l es un teólogo medie­val, vuelto por entero hacia la realidad que le rodea y acostumbrado a descubrir en el universo el libro de la creación, que canta la gloria de Dios. É l escruta las esencias eternas, inscritas en el corazón de las cosas y reflejos de las perfecciones de Dios. Escucha al Verbo que habla a través de la Biblia, al H ijo Ünico del Padre, que viene a revelamos tos misterios envueltos hasta su venida en la “inaccesible luz en que habita Dios", en que se oculta el Dios Trino. Su hermano en la orden domi­nicana, fray Angélico, ha captado perfectamente la acti­tud más honda de su alma y el sentido de su misión dentro de la Iglesia, al representarle, en contraste con el Santo Domingo que suspira al pie de la Cruz, mirando también él la misma escena del Crucificado con una mirada seca, inmóvil, pero escrutadora, como no que­riendo perderse ningún aspecto de la verdad de tan suprema revelación del Amor. No deja que se le tras­luzcan los íntimos sentimientos que experimenta su alma de santo: contempla el misterio, y su pluma de escritor describirá después con transparencia los secretos de Dios en la economía de la salvación. V e a Dios y habla de Dios. Todo lo demás se esfuma. El- universo no es a sus ojos más que una multiforme proyección de “Aquél que Es". En la cima, el Verbo encarnado junta en sus dos naturalezas, en lá unidad de una misma Persona divina, las riquezas todas de la creación y la infinitud de Dios.

Tomás analiza, pues, todo el contenido del saber reve­lado: el misterio de un Dios que es Trinidad en la Uni­

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dad; el papel que desempeñan las misiones invisibles del Verbo y del Espíritu Santo; la aparición visible del H ijo Ünico del Padre sobre nuestra tierra, mediante la Encar­nación, que viene a completarse en el misterio de la Igle­sia. Y estudia a fondo al verdadero sujeto de la vida espiritual: al hombre pecador rescatado por Cristo, cu­rado y divinizado por su gracia redentora. Le muestra llamado a vivir a imagen de Dios, en una participación cada vez más perfecta de la Luz del Verbo por medio de la fe y del Espíritu Santo por medio de la caridad, según todas las leyes de la Encarnación, es decir, por la práctica de las virtudes intelectuales, morales y teo­logales, cuyo sistema y funcionamiento describe minu­ciosamente a través de las innúmeras variedades y de los móviles del acto humano. Contempla a Dios, al universo y al hombre en Cristo.

La obra espiritual de Santo Tomás dé Aquino se bene­ficia de la universalidad de la ciencia. No es Santo Tomás un solitario que componga obras de edificación para uso de las almas religiosas y contemplativas. De familia emparentada con el emperador Federico Barba- rroja, vinculada por la sangre y por matrimonios con la aristocracia de su país y del resto de Europa, no vive retirado del mundo, separado de los hombres, con la mirada puesta en solo Dios, con espíritu de eternidad, sino que pertenece, por su profesión, a una raza apos­tólica que va abriendo el surco para la siembra del cristianismo. Es un “campeón de la fe" que, en un mo­mento crucial en el que se decide el destino intelectual de la Iglesia militante, se lanza con resolución a la lucha. Es un fraile Predicador que ha recorrido como viajero la cristiandad de su época y ha visto las mil facetas que de ella encontramos en su Suma teológica; monjes de toda clase de sayales, contemplativos puros o miembros de órdenes militares, clérigos y prelados de todas las categorías, pertenecientes a lodos los grados de la escala jerárquica, recién tonsurados, con las órdenes menores, diáconos, prestes, archidiáconos, obispos y cardenales, papas y simples legos se codean en su obra lo mismo que en las catedrales de su tiempo, formando

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una abigarrada multitud en la que se agitan todos los problemas humanes.

Igual que la predicación evangélica de sus hermanos de hábito, aunque de una manera sabia, sus enseñanzas doctrinales van dirigidas a toda la catolicidad, a la Uni­versidad primeramente, pero también a la masa de cuantos espíritus tratan de conocer a Dios. Compone la Suma teológica con el fin de distribuir a todos la leche de la doctrina, como a los niños, siendo así que los más grandes maestros podrán descubrir en su gigantesca sín­tesis los principios necesarios para solucionar todos los problemas venideros. Se dirife a todos los espíritus y la Iglesia, a su vez, proclamando la catolicidad de su doc­trina, le ha hecho su Doctor universal: “Doctor com- munis".

Esta nota de universalidad aparece de manera aún más manifiesta en su capacidad de acogimiento y aber­tura con respecto a todas las formas culturales y a todos los problemas de su tiempo. En él, el genio griego y las luces de la fe, las obras de Aristóteles, los datos bíblicos y la tradición patrística, enteramente asimilados, se unen con superior armonía en una síntesis orgánica que ase­gura a su Suma teológica indestructible unidad.

Un último rasgo acaba de definir la misión doctrinal de Santo Tomás: su carácter sapiencial. Nadie ha mani­festado como él la preocupación por el orden en el domi­nio del saber: "sapientis est ordinare". E l “Prólogo" de la Suma teológica ha subrayado esta necesidad primor­dial del genio de Santo Tomás de Aquino: el "orden cien­tífico”, “ordo disciplinae". La Suma teológica es un edificio de indisoluble unidad. La clave metodológica no es el artículo sino la cuestión, alrededor de la cual gravi­tan todos los aspectos de un problema. Dentro de cada cuestión un articulo clave lo explica todo. Así se orga­niza la estructura de todo el saber: a partir de un prin­cipio supremo cuya luz va descendiendo hasta las últimas conclusiones. Es necesario saber volver de los artículos a la cuestión, de un conjunto de cuestiones a la intuición directiva de un tratado, de los grandes tratados mismos a las tres articulaciones mayores de la Suma: Dios, el

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hombre, Cristo; pues todo depende, como de una suprema intuición arquitectónica, de la cuasidefinición de Dios, en la medida en que es posible conseguirla en este mun­do: "Aquél que Es", Principio sin-Principio, Principio del Verbo por vía de generación intelectual, Principio del Es­píritu del Padre y del H ijo por vía de amor; todo depen­de, en fin, de Ellos Tres, que son, en indivisible Unidad, el Primer Principio y el Fin último de todo el retorno de las criaturas a Dios por mediación de Cristo.

Las cuestiones secundarias encuentran aquí su ver­dadera luz- Para resolver un problema, importa ante todo situarlo dentro de la síntesis total. Uno de los métodos más fecundos consiste en aclarar un punto particular por la convergencia de los principios superiores que nos pro­porcionarán su explicación. Por eso, en nuestro estudio de los dones del Espíritu Santo deberemos avanzar a la luz de las divinas misiones del Verbo y del Espíritu y de tos principios supremos de la Acción divina, discer­niendo al propio tiempo los principios subjetivos que ac­túan en el hombre para la elicitación de sus actos más perfectos y libres, bajo la moción personal del Espíritu. Santo Tomás de Aquino no ha dictado un “camino de perfección" ni ha trazado un "sendero de la nada" que conduzca por un atajo abrupto y decisivo hacia las cimas más altas de la santidad cristiana. No es un guía de alta montaña. Su genio de arquitecto ha construido una ca­tedral en la que ha reunido todas las enseñanzas de la Verdad revelada. Cada problema tiene su sitio marcado en esta inmensa catedral, como en una maqueta gigante, en la cual se puede leer, en resumen, toda la obra de Dios. No hay ni un solo problema de teología ascética y mística que no halle en esta síntesis un sitio y su so­lución.

No se encuentran en Santo Tomás de Aquino esas máximas fuertes y liberadoras tan frecuentes en San Juan de la Cruz, que dejan el alma absolutamente desnu­da: “Nada, nada, nada, nada, nada, y sobre la montaña: nada". Ningún rasgo en sus escritos de aquellas violentas contraposiciones entre los movimientos de la naturaleza y de la gracia que hicieron célebre un capítulo de La imitación de Cristo. Él no se cuida de procedimientos

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prácticos que lleven a las almas por las sendas más cortas hacia la perfección, ni se detiene a describir los itine­rarios. No es un práctico en caminos espirituales, siho un Doctor que asigna a cada ser su esencia y su cometido en la obra de Dios. Su doctrina espiritual no es una mís­tica de la huida del mundo ni de la evasión, sino una espiritualidad de sabiduría, de jerarquía de valores, de orden y de subordinación.

¿Qué plan y qué método hay, pues, que seguir en este estudio de los dones?

Todo método está impuesto por su objeto. Las cien­cias basadas en la observación requieren métodos experi­mentales; las ciencias especulativas se apoyan, a partir de lo sensible, en la dialéctica de la razón. La teología, para ser perfecta, exige un método integral, a la vez histórico y doctrinal, positivo y especulativo. "Hacen falta dos pulmones para respirar”, nos decía, sonriendo, nuestro viejo maestro, el Padre Lagrange, fundador de la Escuela bíblica de Jerusalen, deseando que los teólogos tuvieran el sentido de la historia y los exegetas la fuerza de la reflexión, bajo la luz directora de la fe. Privarse de una u otra de estas dos disciplinas complementarias, sería una mutilación y un empobrecimiento.

Un hecho capital domina toda la historia del pensa­miento humano: Dios se ha hecho a sí mismo el Pedago­go de la humanidad, en primer lugar por medio de sus mensajeros del Antiguo Testamento pero sobre todo por medio del envío de su propio H ijo Único, que es su Verbo, su Pensamiento interior, su Palabra, Fundador de una Iglesia, encargada, después de la muerte de sus dis­cípulos inmediatos, los Apóstoles, de transmitir a todas las generaciones las enseñanzas de Dios. Los Profetas ha­bían anunciado la universalización de este privilegio del pueblo de Dios cuando llegasen los tiempos mesiánicos.* Jesús añadió un dato nuevo: es el Padre quien instruirá a sus discípulos: "En los Profetas está escrito: “Y serán todos enseñados de Dios". Todo el que oye a mi Padre 6

6. Is 54, 13. — Ie r 31, 31-34.

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y recibe su enseñanza viene a mi".7 Según la expresión del original griego en toda su fuerza, el teólogo, como el creyente en general, es un "teodidacta". E l sabio y el filósofo van a aprender a la escuela de la experiencia; el teólogo asiste a la escuela de Dios.

E l teólogo verdadero es aquél que, sirviéndose prime­ramente del método histórico, indaga sobre los documen­tos de la Revelación, no para hacerse con un simple in­ventario de citas bíblicas y de textos del magisterio de la Iglesia, sino con miras a un análisis realizado a. fondo, conforme a todas las exigencias críticas y a todos los recursos de la historia y de las ciencias anejas. Es la primera fase científica: la fe a la busca de los vestigios históricos de la Revelación divina, la fe a la busca de documentación: “ fides quaerens documentum”. Esta la­bor teológica constituye ya, por sí sola, un inmenso enri­quecimiento de la ciencia escrituraria y de la historia del pensamiento cristiano. Un hombre solo no puede dar abasto a semejante tarea. La teología positiva requiere la sabia colaboración de un ejército de trabajadores es­pecializados: labor dura, de paciente investigación y de ininterrumpido control de las fuentes reveladas. Y, ¡cuán­to esclarece las andanzas del Pensamiento divino entre los hombres! De aquí nuestro capítulo sobre "E l Espíritu Santo en la vida espiritual”.

Tras esta primera fase de búsqueda positiva puede empezar ya el trabajo del pensamiento especulativo me­diante el análisis científico de las verdades de fe consi­deradas como nociones básicas de todo ulterior esfuerzo reflexivo. Lenta y metódicamente, según todas las leyes dialécticas del espíritu humano, el teólogo especulativo va a entregarse a la tarea que le es propia: ahondar en los enunciados de la fe, elaborar definiciones precisas, juicios y raciocinios inductivos y deductivos apoyados siempre en los hechos o en las verdades infalibles, de fe, que le han servido de punto de partida; después, por sucesivas iluminaciones cada vez más coherentes, el espíritu huma­no se eleva hasta la síntesis total, donde, en una visión de armoniosa sabiduría, logra su plenitud la mirada con­

7. lo 6, 45.

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templativa del teólogo lo mismo que la del sabio. Es como “si se imprimiera en él la ciencia misma de D ios": “velut quaedam impressio divinae scientiae".* Entonces se ilumina todo a la luz de los principios más altos, y las menores conclusiones, los menores detalles, se bene­fician de la claridad del conjunto: todo se explica y halla su verdadero lugar en el edificio del saber. E l pen­samiento humano descansa con certidumbre “en la inte­lección de la fe " : “ fides quaerens intellectúm". Esta bella tarea del teólogo es la más fructífera. El contentarse con acumular textos de autoridades impone una adhesión que deja el espíritu “vacío", según una frase célebre de Santo Tomás (Quodlibet., 4, 9, 3). E l hombre necesita ir “hasta la raíz de la verdad", juzgar de todos los miste­rios de Dios y del universo a la luz de “Aquél que Es".

Este esfuerzo de reflexión constituye la parte central de nuestro trabajo: la consideración de los principios fundamentales de la teología de los dones, seguida del análisis de cada don en particular: don de inteligencia, don de ciencia, don de sabiduría, don de consejo, don de piedad, don de fortaleza, y don de filial temor de Dios.

Hay otra función de la teología —de extrema impor­tancia en la hora actual— que presupone ya constituida la ciencia, para extenderla en el dominio de las aplica­ciones prácticas: “intellectus speculativus extensione fit practicus". Su utilidad es constante en la vida cotidiana de la Iglesia para juzgar sobre la conformidad de las doctrinas y la conducta de los hombres con las verdades de la fe. Todas las congregaciones romanas, en particular la del Santo Oficio y la Congregación de Ritos apelan a la competencia de expertos teólogos. Este papel del teó­logo se revela como indispensable en las materias de espiritualidad y de hagiografía. La misma ciencia teoló­gica encuentra aquí autorizadas ilustraciones y un campo de experiencias religiosas que le proporcionan unas condi­ciones privilegiadas para su enriquecimiento y progreso. A fin de no quedarse en el terreno de las abstracciones, la ciencia de la moral"'necesita recurrir de continuo a la experiencia concreta, individual. La mirada del teólogo 8

8. Suma, I, 1, 3, ad 2.

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llega a todos los dominios de la ciencia'de Dios. Si domi­na con soltura su teología de los dones del Espíritu Santo, podrá distinguir los matices de la acción personal del Espíritu de Dios en las profundidades de un alma y determinar las causas propias y adecuadas de esa acción. Bien es cierto que aquí abajo no podrá conseguirlo sino dentro de un claroscuro y más por vía de negación que de causalidad y eminencia, pero no sin una lúcida toma de conciencia de la infinita trascendencia de lo sobre­natural y de esos estados superiores del alma de los san­tos que constituyen las más preciosas riquezas de la Iglesia de Cristo. Comprende, a la luz de la caridad, que el más humilde acto de puro amor en una vida desconocida a los ojos de los hombres y oculta toda ella en Dios, es más útil para la Iglesia entera que todas las agitaciones del universo. Todas las ciencias del hom­bre y sus derivaciones, desde el psicoanálisis hasta las formas más modernas de la psicología profunda, se con­vierten en manos del teólogo en instrumentos de análisis para explorar los movimientos más secretos del alma guiada por el Espíritu Santo en Persona. No siempre son claros y manifiestos los indicios de esta acción del Espíritu de Dios, pero, ayudado por la ciencia y la ex­periencia, el teólogo puede observar, comparar y juzgar según los infalibles criterios de su fe, elevándose así a una auténtica participación en el perfecto conocimiento que Dios tiene de las almas. La Iglesia, antes de emitir, asistida por el Espíritu Santo, juicios inalterables acerca del heroísmo de tal o cual santo, consulta, a título preli­minar y prudencial, la ciencia de sus doctores. La ciencia teológica, como la de Dios, desciende hasta lo indivi­dual.

Nada esclarece tanto la doctrina de las virtudes cris­tianas y de los dones del Espíritu de Dios como el ana­lizarlos en su realización concreta en la heroica existencia de los santos: "fides quaerens exemplum". Es decir, que en nuestro estudio de Iqs dones del Espíritu Santo no nos debemos limitar a algunas definiciones generales de su esencia, sino que debemos procurar descubrir ésta y discernirla en sus realizaciones concretas, infinitamente variadas, en las almas de Cristo, de la Virgen y de los

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Sanios. En este libro sólo podremos indicar algunos ejem­plos de ellas. Después a cada cual le será fácil, según sus gustos y su pertenencia a una u otra familia religiosa o al laicado, proseguir el estudio de los diversos tipos de santidad cristiana.

La teología espiritual, como toda ciencia, implica, de acuerdo con las exigencias de un método integral, una triple función: de .documentación, de explicación y de aplicación.

Tal es él método que hemos intentado seguir en este estudio de los dones del Espíritu Santo, conscientes de la inadecuación de toda palabra humana ante la infinitud de Dios. Sólo el Verbo eternal expresa en su totalidad el misterio de Aquél que Es: Padre, H ijo y Espíritu de Amor, y que ha llamado a los ángeles y a los hombres a vivir "en sociedad" con Él. Sin embargo, sin amedren­tarse por su debilidad, confiando en el Espíritu Santo que ilumina a las almas y guía a la Iglesia, los Apóstoles no han cesado de "publicar en la lengua de los hombres las maravillas de Dios".9

Toulouse, 2 de Junio, Fiesta de Pentecostés, 1963.Estudiantado de Santo Tomás de Aquino.

9. La sustancia de este libro ha sido durante varios años objeto de enseñanza teológica a estudiantes dominicos en Francia y también en nuestra Universidad romana del Angelicum y en otras universidades extrajeras. Esperamos publicar algún día un estudio sobre el tratado de los dones del Espíritu Santo en la obra de Santo Tomás de Aquino, utilizando las notas y los apuntes de curso que han servido de base a la síntesis personal que hoy presentamos. Hablamos abordado ya este estudio en dos artículos de la Revue Thom iste: «les dons du Saint-Es­prit, chez S. Thomas d'Aquin: Genèse de sa pensée et synthèse créatri­ce» (1959, n.° 3); «Le problème des rétractations» (1961, n.° 2).

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PLAN GENERAL

INTRODUCCION:EL TRATADO DE LOS DONES DEL ESPIRITU SANTO.

Primera parte

La fe en busca de documentos«F id es quaerens d ocum entum »

Capítulo I:EL ESPIRITU SANTO EN LA VIDA ESPIRITUAL

Segunda parteLa fe en busca de entender

«F ides quaerens in te llectum »

Sección 1?; LOS DONES EN GENERAL C a p ít u l o II: Los dones en general

Sección 2?: LOS SIETE DONES:C a p ít u l o III: Inteligencia.Capítulo IV: Ciencia Capítulo V: Sabiduría Capítulo VI: Consejo.Capítulo VII: Piedad.Capítulo VIII: Fortaleza.Capítulo IX: Temor.

T ercera parte

La fe en sus aplicaciones concretas«F id es quaerens exem plum »Capítulo x: Los dones en Cristo, en la Virgen y en los santos.

Epílogo:AL SOPLO DEL ESPIRITU.

L a vida de los santos es

la obra maestra del Espíritu de Dios.

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P rimera parte

LA FE EN BUSCA DE DOCUMENTOS «F id es quaefens docum entim i»

C apítulo primero

EL ESPIRITU SANTO EN LA VIDA ESPIRITUAL (Resumen)

I. Dalos bíblicos1. El soplo de Yavé.2. El anuncio del Espíritu.3. Pentecostés.4. El Espíritu Santo en la Iglesia primitiva.

II. La tradición patrísticaSan Ignacio de Antioquía - San Ireneo - San Cirilo de Jerusalén - San Atanasio - San Cirilo de Alejandría - San Ambrosio - San Agustín.

III. La teología medieval: Santo Tomás de AquinoLa Acción del Espíritu Santo en el cosmos material y en el mundo de las almas.

IV. El testimonio de los místicos: San Juan de la CruzLa subida al Monte Carmelo.La noche oscura.El cántico espiritual.La Llama Viva de amor.

V. La enseñanza del magisterio eclesiástico.Una encíclica sobre el Espíritu Santo.

VI. El Espíritu Santo y la unidad de la Iglesia.1. El Espíritu Santo, Alma de la Iglesia.2. Unidad de persona.3. Unidad de pensamiento.4. Unidad de amor.5. Unidad de acción.6. Unidad de sacerdocio.7. Unidad de la Familia de Dios.8. En la unidad de la Trinidad.

Dios Padre conduce a la Iglesia a la luz del Verbo, a,I soplo del Amor,

hacia la consumación en la Unidad de la Trinidad.

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P r im e r a p a r t e

LA FE EN BUSCA DE DOCUMENTOS

C a p í t u l o p r im e r o EL ESPIRITU SANTO

EN LA VIDA ESPIRITUAL

Es el Espíritu Santo la realidad más misteriosa de la Iglesia. La revelación del Espíritu aparece como la obra maestra de la pedagogía divina. Solamente al final de una lenta explicitación, los datos bíblicos primitivos acerca de la "ruah” de Yavé, es decir acerca del “aliento de Dios" nos darán, por la venida del Verbo mismo, el secreto de la Personalidad divina del Espíritu Santo. I

I

DATOS BIBLICOS

/. El “soplo de Yavé"

El sentido fundamental que designa la palabra “ruah” es el de "soplo, aliento, espiración". El "soplo de Yavé" evoca una fuerza invisible y terrible cuya acción penetra el universo.

Desde la primera frase del Génesis aparece el "Soplo del Espíritu Creador". “Las tinieblas cubrían el abismo, pero el Espíritu de Dios se cernía sobre la superficie de las aguas”.

Mediante su “soplo" es como manifiesta Dios su Presencia, su Poder creador y vivificador. Este soplo es

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el estremecimiento de una energía divina que lleva las órdenes de Dios hasta los últimos confines del mundo (Ps. 33, 6).

El "soplo de Yavé" es asimismo principio de vida. Todos los seres vivos dependen de éste "hálito" vivifi­cador.

"Si tu escondes tu rostro, se conturban, si les retiras el soplo, mueren y vuelven al polvo.

Si mandas tu Espíritu, se recrían,

y así renuevas la faz de la tierra” (Ps 104, 29-30).Los seres animados viven sólo por el "soplo de Dios”

(Is 42, 5).Este "soplo de Dios", este "Espíritu de Yavé", expli­

ca todas las intervenciones de Dios en la historia de su pueblo privilegiado. Apodérase de pronto de los hombres, haciéndoles cumplir acciones extraordinarias para ase­gurar la liberación de Israel: así, las proezas de un Sansón. Otros reciben el Espíritu de Yavé "para su misión de jefes o de reyes”. En ocasiones se trata de un don permanente que aparece, como en Moisés y en sus "consejeros". Yavé dijo a Moisés: “Reúneme a setenta varones de los hijos de Israel, de los que tú sabes que son ancianos del pueblo y de sus principales, y tráelos a la puerta del tabernáculo; que esperen allí contigo. Yo descenderé y contigo hablaré allí, y tomaré del espíritu que hay en ti y lo pondré sobre ellos para que te ayuden a llevar la carga del pueblo y no la lleves tú solo” ( Num 11, 16-17).

El "Espíritu de Yavé” penetra a David de su unción (1 Sam 16, 13). “Reposa” sobre Elíseo (2 Reg 2, 13); "lle­na” a los artífices encargados de confeccionar los objetos del culto (Ex 28, 3; 31, 3; 35, 31). Asiste a José confirién­dole una sabiduría excepcional para administrar Egipto (Gen 41, 38-40).

Pero es sobre todo en los profetas en quienes habita el "Espíritu de Yavé". La Biblia designa al profeta como "el hombre del Espíritu" (Os 9, 7). El Espíritu de Yavé anima a los profetas, provoca sus visiones y sus trans­

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portes extáticos; el píofetismo viene a ser como un órga­no permanente del “Espíritu de Yavé". Este "Espíritu de Yavé” es como el guía y el protector de Israel (Ag 2, 5; Zac 4, 6; Is 63, 10-13). "M i espíritu permanece entre vosotros. ¡No temáis! Así habla Yavé, el Dios de los ejércitos" ( Ag 2, 5).

2. El anuncio del Espíritu

El "Espíritu de Yavé" debe "reposar" con absoluta plenitud sobre el Rey-Mesías. Él le asistirá en el cumpli­miento de su misión: "Espíritu de sabiduría y de inte­ligencia, Espíritu de consejo y de fortaleza, Espíritu de entendimiento y de temor de Dios" ( Is 11, 2). —"He aquí a mi siervo, a quien sostengo yo, mi elegido, en quien se complace mi alma. He puesto mi Espíritu sobre él y él dará la Ley a las naciones" ( Is 42, 1). El Salvador se aplicará a Sí mismo esta profecía de Isaías: "El Espíritu del Señor, Yavé, descansa sobre mí, pues Yavé me ha ungido. Y me ha enviado para predicar la buena nueva a los abatidos, y sanar a los de quebrantado corazón; para anunciar la libertad a los cautivos y la liberación a los encarcelados" (Is 61, 1). Toda su obra mesiánica se desarrollará bajo el signo del "Espíritu". Sus colabora­dores se beneficiarán, ellos también, del auxilio del “Espí­ritu de Yavé”. "En aquel día Yavé Sebaot será corona de gloria y diadema de hermosura para las reliquias de su pueblo. Espíritu de justicia para el que se sienta en el trono de la justicia y de valentía para el que haya de rechazar el asalto de las murallas” (Is 28, 5-6).

Los profetas vislumbraron la regeneración moral que traerían los tiempos mesiánicos. Isaías descubre el “Es­píritu de Yavé" reposando sobre el "Rey-Mesías", pero todo Israel será renovado por Él: el Espíritu descenderá sobre el pueblo entero. Y evoca en términos idílicos el cuadro de la privilegiada época en que Yavé, efundiendo su Espíritu, realizará la salvación: "Mientras no sea derramado sobre nosotros un Espíritu de lo alto". (Is 32, 15.)

La primera Alianza tuvo ya un carácter principalmente

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espiritual: hacer de Israel un pueblo santo. "Ahora, si oís mi voz y guardáis mi alianza, vosotros seréis mi propiedad entre todos los pueblos; porque mía es toda la tierra, pero vosotros seréis para mí un reino de sacer­dotes y una nación santa". (Ex 19, 5-6 y Deut 7, 7-15). El pueblo elegido debía mostrarse infiel. Dios, en cambio, permanecerá fiel a sus promesas. Su misericordia se manifestará aún de manera más grande, llevará a cabo con Israel una Alianza nueva, aún más íntima, no sobre las tablas de piedra, sino en el fondo de las almas, por la efusión de su Espíritu. Así, a impulso de los profetas, se opera un cambio en la concepción de las relaciones del pueblo elegido con su Dios. Yavé rehará con él una Alianza en forma más alta, más espiritual, toda interior: ese será el rasgo más fundamental de esta nueva Alianza, que anuncia Jeremías en el punto culminante de su libro. Todas las palabras de esta célebre profecía, son para meditarlas: "Yo pondré mi ley en ellos y la escri­biré en sus corazones, y seré su Dios y ellos serán mi pueblo" (31, 33). El “Espíritu de Dios" iluminará por sí mismo el interior de las almas: "Entonces no tendrán ya que instruirse mutuamente, diciéndose los unos a los otros: ¡Tened conocimiento de Yavé! Me conocerán to­dos, desde el más pequeño al más grande" (31, 34). Esta Alianza estará dirigida a la purificación de las almas: "Yo les perdonaré sus iniquidades. Y no me acordaré más de sus pecados" (31, 34).

Ezequiél subraya, con. más vigor aun, el carácter de renovación interior y de regeneración espiritual de esta nueva Alianza: “Yo les daré otro corazón y pondré en ellos un Espíritu nuevo; quitaré de su cuerpo su corazón de piedra y les daré un corazón de carne, para que sigan mis mandamientos y observen y practiquen mis leyes, y sean mi pueblo y sea yo su Dios" (11, 19-20). El profeta insiste: "Arrojad de sobre vosotros todas las iniquidades que cometéis y haceos un corazón nuevo y un espíritu nuevo" (18, 31). Y he aquí la declaración decisiva: "Yo os aspergeré con aguas puras y os purifi­caré de todas vuestras impurezas, de todas vuestras idolatrías. Os daré un corazón nuevo y pondré en vos­otros un espíritu nuevo; os arrancaré ese corazón de

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piedra y os daré un corazón de carne. Pondré dentro de vosotros mi Espíritu, y os haré ir por mis manda­mientos y observar mis preceptos y ponerlos por obra.” (36, 25-28.)

La regeneración de Israel revestirá doble aspecto; uno negativo: la purificación del pecado; el otro positivo: la creación de un corazón nuevo. "Me santificaré a los ojos de las gentes, y sabrán que yo soy Yavé, su Dios... No les esconderé mi rostro, porque habré derramado mi espíritu sobre la casa de Israel." (39, 27-29.)

La última de las profecías sobre el Espíritu, la de Joel, cuyo cumplimiento reconocerá Pedro en el día de Pentecostés, proclama la universalidad del don del Espí­ritu, dejando entrever su catolicidad: "Derramaré mi Espíritu sobre toda carne, y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas, y vuestros ancianos tendrán sueños y vuestros mozos verán visiones. Aun sobre vuestros sier­vos y siervas derramaré mi Espíritu en aquellos días.” (3, 1-2.)

El Dios-Mesías, el Verbo Encarnado, se había reserva­do la revelación suprema de la Persona del Espíritu Santo. Ni el Padre, ni el Logos, ni el Espíritu, se habían expresado claramente en el Antiguo Testamento como Personas distintas: "Dios habitaba una luz inaccesible" (/ Tim 6, 16). Ha sido preciso que "un Dios, Hijo Ünico”, oculto "en el seno del Padre” ( lo 1, 18) venga a "darnos a conocer" el secreto de la vida de los Tres en la Unidad. Es Él quien nos ha dicho que el Espíritu "procede” del Padre y que es enviado también por el Hijo, "recibiendo" todo de Él. El Dios-Cristo ha esperado la hora de sus últimas conversaciones con sus apóstoles, para revelarles estas verdades sublimes. Aquellas confidencias del Maes­tro proclaman manifiestamente la Divinidad del Espíritu Santo. Estos textos son los más explícitos y los más ricos del Nuevo Testamento sobre el Espíritu Santo: "Yo rogaré al Padre, y os dará otro Abogado, que estará con vosotros para siempre". ( lo 14, 16.) “Yo os he dicho estas cosas mientras permanezco entre vosotros; pero el Abogado, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, ése os lo enseñará todo y os traerá a la

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memoria todo lo que yo os he dicho.” ( lo 14, 25-26.) Esta vez, Cristo identifica netamente al Paráclito con el Es­píritu Santo. Después que Él haya vuelto cerca del Padre, el Hijo enviará este Espíritu: “Cuando venga el Abogado, que yo os enviaré de parte del Padre, el Espíritu de verdad, que procede del Padre, él dará testimonio de mí" ( lo 15, 26). El Espíritu Santo proseguirá en el mundo la obra del Hijo. "Muchas cosas tengo aún que deciros, mas no podéis llevarlas ahora; pero cuando viniere Aquél, el Espíritu de verdad, os guiará hacia la verdad completa, porque no hablará de sí mismo, sino que hablará lo que oyere y os comunicará las cosas venideras. Él me glorificará, porque tomará de lo mío y os lo dará a conocer. Todo cuanto tiene el Padre es mío; por eso os he dicho que tomará de lo mío y os lo hará conocer.” ( lo 16, 12-15.) Todas las palabras de Jesús se complementan y armonizan. El Espíritu emana del Padre y del Hijo. Jesús lo sabe, Él, el Verbo, la Palabra eterna, que puede expresar, como Hijo, lo que ha visto cerca del Padre, lo que pasa en su inefable unidad. "Mi Padre y Yo, somos Uno." ( lo 10, 30.) Todo es común entre el Padre y el Hijo. De su mutuo amor procede el Espíritu, enviado por los dos al mundo. El Paráclito llevará a la perfección la obra iluminadora del Verbo. Guiará a sus Apóstoles y a su Iglesia hacia la conquista de la verdad.

Ningún texto del Nuevo Testamento expresa mejor la unidad de naturaleza y la distinción de Personas en el seno de la Trinidad, en virtud de misteriosas relaciones de origen que vinculan entre sí al Padre, al H ijo y al Espíritu Santo.

El Evangelio de San Lucas nos revela otro aspecto de la actuación del Espíritu Santo en favor de los Após­toles: Les revestirá de la fuerza misma de Dios. Cristo, resucitado, pronto volverá a su Padre. En el transcurso de una cena (Act 1, 4), una de las últimas que tomaba con sus discípulos, Jesús les dijo: "Esto es lo que yo os decía estando aún con vosotros, que era preciso que se cumpliera todo lo que está escrito en la Ley de Moisés y en los Profetas y en los Salmos acerca de mí. Entonces les abrió la inteligencia para que entendiesen

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las Escrituras, y les dijo: Que así estaba escrito, que el Mesías padeciese y al tercer día resucitase de entre los muertos, y que se predicase en su nombre la peni­tencia para la remisión de los pecados a todas lás’ naciones, comenzando por Jerusalén. Vosotros daréis tes­timonio de esto. Pues yo os envío la promesa de mi Padre; pero habéis de permanecer en la ciudad hasta que seáis revestidos del poder de lo alto.” (Le 24, 44-49.)

Los Evangelios lo atestiguan: en sus últimas conver­saciones con sus discípulos no cesa Jesús de hablarles de la acción maravillosa del Espíritu Santo, de Aquél otro Él en Persona, llamado a convertirse en Ayudador de ellos, en su Defensor, su Guía por los caminos de la verdad, su Luz, su Fortaleza y su Santidad. Mientras así les iba hablando, con su mirada de Cristo contem­plaba, al descubierto, la obra que el Espíritu Santo haría en su Iglesia hasta el fin de los siglos. Nada se le ocultaba de la misión iluminadora y santificadora del Espíritu al servicio del reino de Dios. Veía Jesús, con claridad sin sombras, en sus detalles más minúsculos, cómo se desarrollaba el destino todo de su Iglesia, desde la creación de los espíritus puros y del cosmos material hasta la consumación de los siglos y hasta el más allá. Veía a su Iglesia llena toda ella del Espíritu de Dios.

3. Pentecostés

La extraordinaria insistencia con que Jesús nos anun­ció el Espíritu es prueba de que, en su visión de la Iglesia, ocupaba el Espíritu Santo un lugar muy princi­pal. A Él le serán confiados los destinos del Reino. Jesús había prometido que permanecería en Persona, Él mismo, en medio de ellos hasta el fin de los siglos, y que ellos encontrarían en el Espíritu Santo, enviado por el Padre, una asistencia infalible y perpetua, un Defensor todopo­deroso. La Iglesia será la obra indivisible de Cristo y de su Espíritu.

El día de Pentecostés inaugura, por tanto, tiempos nuevos: la frase última, definitiva, de la economía de la salvación, que durará hasta que el Señor "vuelva”, hasta que los pueblos, temblando, vean reaparecer entre res­

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plandores de gloria al Crucificado del Gólgota a quien ellos traspasaron (Apoc 1, 7). Este inmenso período abar­ca todos los siglos de lucha que Cristo tiene reservados a su Iglesia de la tierra, militante en medio de las naciones, apoyada en Él y animada por su Espíritu de Amor.

Para comprender este gran acontecimiento, nada iguala la sencillez del relato de San Lucas. En la mañana de Pentecostés, mientras los Apóstoles y los discípulos de Cristo se mantenían recogidos en oración en torno a la madre de Jesús, “de repente, se produjo un ruido como el de un viento impetuoso, que invadió toda la casa en que residían. Aparecieron, como divididas, len­guas de fuego, que se posaron sobre cada uno de ellos, quedando todos llenos del Espíritu Santo; y comenzaron a hablar en lenguas extrañas, según que el Espíritu les daba. Hallábanse a la sazón en Jerusalén judíos piadosos venidos de cuantas naciones hay bajo el cielo, y habién­dose corrido la voz, se juntó una muchedumbre que se quedó confusa al oírlos hablar cada uno en su propia lengua. Estupefactos de admiración, decían: “Todosestos que hablan, ¿no son galileos? Pues ¿cómo nos­otros les oímos cada uno en nuestra propia lengua, en la que hemos nacido? Partos, medos, elamitas, los que habitan Mesopotamia, Judea, Capadocia, el Ponto y Asia, Frigia y Panfilia, Egipto y las partes de Libia que están contra Cirene, y los forasteros romanos, judíos y pro­sélitos, cretenses y árabes, les oímos hablar en nuestras propias lenguas las grandezas de Dios”. Todos, atónitos y fuera de sí, se decían unos a otros: ¿Qué es esto? Otros, burlándose, decían: Están cargados de mosto.”

Entonces se levantó Pedro con los once y, alzando la voz, les habló: "Judíos y todos los habitantes de Jerusalén, oíd y prestad atención a mis palabras: No están éstos borrachos, como vosotros suponéis, pues no es aún la hora de tercia. Sino que esto es lo dicho por el profeta Joel: “Y sucederá en los últimos días, dice Dios, que derramaré mi Espíritu sobre toda carne, y profeti­zarán vuestros hijos y vuestras hijas, y vuestros jóvenes verán visiones, y vuestros ancianos soñarán sueños; y sobre mis siervos y sobre mis siervas derramaré mi

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Espíritu en aquellos días y profetizarán "...Varones israe­litas, escuchad estas palabras: Jesús de Nazaret, varón probado por Dios entre vosotros con milagros, prodigios y señales que Dios hizo por Él en medio de vosotros, como vosotros mismos sabéis, a éste, entregado según los designios de la presciencia de Dios, lo alzasteis en la cruz y le disteis muerte por mano de los infieles. Pero Dios, rompiendo las ataduras de la muerte, le resucitó, por cuanto no era posible que fuera dominado por ella... A este Jesús lo resucitó Dios, de lo cual todos nosotros somos testigos. Exaltado a la diestra de Dios y recibida del Padre la promesa del Espíritu Santo, le derramó según vosotros veis y oís... Tenga, pues, por cierto toda la casa de Israel que Dios le ha hecho Señor y Cristo a este Jesús, a quien vosotros habéis crucificado.”

“En oyéndole, se sintieron compungidos de corazón y dijeron a Pedro y a los demás Apóstoles: "¿Qué hemos de hacer, hermanos?" Pedro les contestó: "Arrepentios y bautizaos en el nombre de Jesucristo para remisión de vuestros pecados y recibiréis el don del Espíritu Santo. Porque para vosotros es esta promesa y para vuestros hijos y para todos los de lejos cuantos llamare a sí el Señor, Dios nuestro”. Con otras muchas palabras atesti­guaba y los exhortaba diciendo: “Salvaos de esta genera­ción perversa”. Ellos recibieron su palabra y se bautiza­ron, y se convirtieron aquel día unas tres mil almas” (.Act 2, 1-41).

Este texto, de capital importancia, debe retener toda nuestra atención.

En él se indican:— las genuinas perspectivas históricas del día de

Pentecostés en la economía de la salvación: la efusión del Espíritu de Dios prometido por los profetas para los tiempos mesiánicos;

— el simbolismo fundamental del SOPLO de Dios, en el "viento impetuoso que invadió toda la casa”; el sim­bolismo complementario del "fuego", evocador del Es­píritu de Amor, y el de las "lenguas”, que indican la misión principal de los Apóstoles: anunciar por doquier la palabra de Dios;

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— el aspecto carismàtico y concomitante de la glo- solalia: para predicar a Cristo, habla la Iglesia todas las lenguas;

— por encima de todo: el sentido profundo y más esencial de Pentecostés: el don del Espíritu Santo otor­gado para la renovación interior de los hombres;

— el Mediador Ünico que nos ha merecido con su muerte la salvación y que ahora nos envía desde lo alto del cielo "Su” Espíritu llamado a ser el Alma de su Iglesia;

— el carácter de universalidad y catolicidad de la efusión del Espíritu, puesto que “ todos" fueron llenos del Espíritu Santo;

— la codición subjetiva para recibir esta plenitud del Espíritu: una conversión total y hacerse bautizar;

— finalmente, los admirables efectos de la venida del Espíritu Santo a las almas: una comunidad cristiana ideal, ima vida nueva despegada de todos los bienes de este mundo, y una caridad perfecta: "un solo corazón y una sola alma” en Dios.

El Antiguo Testamento se desarrolla bajo el signo de la paternidad divina. El Evangelio había manifestado al Hijo. Pentecostés revela la actuante Presencia e inha­bitación del Espíritu. Una indefectible continuidad enlaza al Nuevo Testamento con el Antiguo, como lo indica la tradicional imagen del "soplo”, que aparece de nuevo, atestiguando esta vez no ya el pasar sino la venida defi­nitiva del Espíritu de Yavé con miras a ima "nueva y eterna Alianza” manifestadora de las maravillas de Dios.

Pentecostés inaugura un período nuevo de la historia religiosa de la humanidad: la era del Espíritu.

4. E l Espíritu Santo en la Iglesia primitiva

La promesa del Padre se ha realizado en este día: el Espíritu ha sido enviado al mundo por mediación del Hijo. Con anterioridad “no había sido otorgado aún el Espíritu porque el Cristo no había sido glorificado” ( lo 7, 39). Ciertamente, ya antes, el Espíritu de Yavé, este

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mismo Espíritu Santo, animaba a todos los justos del Antiguo Testamento, pero cabe decir que no había sido comunicado sino con mesura. La muerte de Cristo ha operado una asombrosa efusión del Espíritu de Dios entre los hombres; la glorificación de Jesús a la diestra del Padre ha sido la señal de este don del Espíritu a todas las naciones. Ya en su primer discurso a la multi­tud, el día mismo de Pentecostés, lo declara San Pedro con energía: "exaltado a la diestra del Padre, Jesús ha entrado en posesión del Espíritu Santo prometido"; y, como Jefe supremo de la Iglesia, aplicando a los miem­bros de su cuerpo místico los beneficios de su redención, "ha derramado sobre ellos su Espíritu. Esto es preci­samente lo que estáis viendo y oyendo”, subraya el Príncipe de los Apóstoles. Pentecostés, la efusión uni­versal del Espíritu, es el fruto de la redención cumplida, el regio regalo de Cristo a su esposa la Iglesia, signo deslumbrante de su resurrección y de su exaltación a la gloria del Padre. "Téngalo por cierto toda la casa de Israel: a este Crucificado” despreciado y rechazado por los suyos, “Dios le ha hecho Señor y Mesías”.

Extraordinarios carismas acompañaron este descenso del Espíritu de Dios: fenómenos de lenguas y conversio­nes en masa, milagrosas; pero ésto no era más que una concomitancia accidental del primer Pentecostés, nece­saria para el desarrollo de la Iglesia naciente. El sentido auténtico de esta teofanía es la "plenitud del Espíritu Santo" en las almas transformadas. He aquí el punto central y perdurable a lo largo de todos los Pentecostés que se sucederán en la Iglesia hasta la consumación de los siglos.

Esta página de los Hechos de los Apóstoles nos in­troduce, más que ninguna otra de las Sagradas Escritu­ras, en las profundidades del misterio de la Iglesia, donde mora para siempre el Espíritu del Padre y del Hijo.

Los "Hechos" son el libro inspirado que mejor nos revela la labor del Espíritu Santo en la Iglesia. Cons­tituyen, verdaderamente, como un quinto Evangelio: el Evangelio del Espíritu. Se ve allí al Espíritu Santo en acción, realizando los hechos y hazañas de Dios. Tanto

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los simples fieles como los miembros de la Jerarquía, viven todos, en la Iglesia, alentados por el soplo de un mismo Espíritu de Amor. Se entra en la Iglesia por el Espíritu Santo. Se incorpora uno a Cristo por el Espíritu Santo. Nos convertimos en templos de la Trini­dad por el Espíritu Santo. El “agua y el Espíritu”, en el momento del bautismo, hacen que los hombres "re­nazcan" en Dios, porque ésta ha sido la voluntad del Fundador del cristianismo según la institución promul­gada por Él solemnemente después de su resurrección: "Id, pues: enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (M t 28, 19). Paganos y judíos, todos son llamados a sal­varse. El Espíritu Santo les es dado a todos. Los "He­chos" nos hacen asistir como a múltiples Pentecostés, a “Pentecostés menores", según se les ha llamado, pero que deben considerarse más bien como una prolongación del gran Pentecostés que hace descender sobre los Após­toles y sobre los nuevos conversos la plenitud del Espí­ritu Santo. "Aún estaba Pedro diciendo estas palabras —leemos—, cuando descendió el Espíritu Santo sobre todos los que oían la Palabra; quedando fuera de sí los fieles de la circuncisión, que habían venido con Pedro, de que el don del Espíritu Santo se derramase sobre los gentiles, porque les oían "hablar en varias lenguas" y glorificar a Dios. Entonces tomó Pedro la palabra: “¿Podrá, acaso, alguno negar el agua del bautismo a éstos, que han recibido el Espíritu Santo igual que nos­otros?" Y mandó bautizarlos en el nombre de Jesucris­to” (Act 10, 4448).

El mismo fenómeno de repentina toma de posesión de las almas por el Espíritu es referido varias veces en los Hechos. Pedro confiesa que sólo ha admitido a los paganos en virtud de una inspiración divina, habiéndole confirmado en su conducta el Espíritu Santo mismo por una aprobación manifiesta: "Comenzando yo a hablar, descendió el Espíritu Santo sobre ellos, igual que sobre nosotros al principio. Yo me acordé de la palabra del Señor cuando dijo: "Juan bautizó en agua, pero vosotros seréis bautizados en el Espíritu Santo”. Si Dios, pues, les había otorgado igual don que a nosotros, que creía-

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mos en el Señor Jesucristo, ¿quién era yo para oponerme a Dios? Al oír estas cosas callaron y glorificaron a Dios, diciendo: Luego Dios ha concedido también a los gen­tiles la penitencia para la vida" (Act 11, 15-18).

Toda la vida de la Iglesia aparece en germen en los relatos de los Hechos. Las acciones y proezas de los Após­toles, las enseñanzas dadas y las instituciones pronuncian las líneas estructurales de la Iglesia: la función de su magisterio, su misión santificadora de almas, el ejercicio de su gobierno espiritual para conducir a todos los pué- blos hacia Dios. La predicación de la palabra de Dios y la recepción del bautismo inauguran esta vida divina en Cristo. El bautismo no es más que el primer rito de la iniciación cristiana, que debe venir a completarse me­diante la imposición de manos por los Apóstoles para comunicar a los recién bautizados la plenitud del Espíri­tu. Todos los cristianos tendrán su Pentecostés. Es ya la práctica del sacramento de la confirmación que los sucesores de los Apóstoles administrarán a todos los bautizados para hacerlos perfectos cristianos. "Cuando los Apóstoles que estaban en Jerusalén oyeron cómo había recibido Samaría la palabra de Dios, enviaron allá a Pedro y a Juan, los cuales, bajando, oraron sobre ellos para que recibiesen el Espíritu Santo, pues aún no había venido sobre ninguno de ellos; sólo habían sido bautizados en el nombre del Señor Jesús. Entonces les impusieron las manos y recibieron el Espíritu Santo." ( Act 8, 14-17.)

Dos relatos nos describen, en términos idílicos, el favor excepcional hecho a estos primeros creyentes y los efectos del Espíritu Santo en la Iglesia: "Persevera­ban en oír la enseñanza de los Apóstoles y en la unión, en la fracción del pan y en la oración. Se apoderó de todos el temor, a la vista de los muchos prodigios y señales que hacían los Apóstoles: y todos los que creían vivían unidos, teniendo todos los bienes en común; pues vendían sus posesiones y haciendas y las distribuían en­tre todos según la necesidad de cada uno. Todos acordes acudían con asiduidad al templo, partían el pan en las casas y tomaban su alimento con alegría y sencillez de corazón, alabando a Dios en medio del general favor

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del pueblo. Cada día el Señor iba aumentando el número de los que habían de ser salvos". {Act 2, 4247.) "La mu­chedumbre de los que habían creído tenían un corazón y un alma sola, y ninguno tenía por propia cosa alguna, antes todo lo tenían en común. Los Apóstoles atestigua­ban con gran poder la resurrección del Señor Jesús, y todos los fieles gozaban de gran estima. No había entre ellos indigentes, pues cuantos eran dueños de haciendas o casas las vendían y llevaban el precio de lo vendido, y lo depositaban a los pies de los Apóstoles, y a cada uno se les repartía según su necesidad." (Act 4, 32-35.)

Más que cualquier sabia disertación, esta evocación de una vida cristiana ideal, en el seno de la primera comunidad apostólica, es reveladora de la profunda re­novación operada en las almas por el Espíritu Santo. El Espíritu de Dios es un espíritu de pobreza, de caridad fraterna y de ayuda mutua, en la comunidad de un mismo Cristo que nos conduce hacia el Padre. Ninguna teoría sistemática, ninguna sutil teología sobre los dones del Espíritu Santo hay en esos escritos inspirados sino que enuncian estas mismas realidades de una forma ac­cesible a todos. La reflexión científica de la Iglesia las hará explícitas.

Los “Hechos” hacen resaltar en gran manera el pri­mer plano que ocupan los Apóstoles y sus colaboradores inmediatos, introducidos en la jerarquía de la Iglesia; pero es el Espíritu Santo quien los asiste en su ministerio de difundir la Palabra de Dios y en todas las formas de su actividad cerca de las almas. El Espíritu de Dios está siempre allí para ayudarles en la orientación de sus viajes y de todos sus pasos, en la comunicación de gra­cias espirituales, en la administración de bienes mate­riales, en la organización de instituciones eclesiásticas y, en las decisiones dogmáticas y disciplinarias. En el Pri­mer Concilio de Jerusalén, los Apóstoles apoyan las conclusiones de sus deliberaciones sobre su autoridad divina: "Porque ha parecido al Espíritu Santo y a nos­otros” decidir así ( Act 15, 28). Tienen conciencia de haber sido escogidos por Cristo para "apacentar la Iglesia de Dios" ( Act 20, 28).

Los demás escritos apostólicos, especialmente las

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Epístolas de San Pablo, no cesan de recalcar la acción del Espíritu Santo sobre las almas y sobre la vida es­piritual de la Iglesia. Apuntan vigorosamente la oposi­ción irreductible que existe entre el espíritu del mundo y el Espíritu de Dios. "Quien no tiene el Espíritu de Cristo, ese no es de Cristo... Porque los que son movidos por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios. Que no habéis recibido el espíritu de siervos para recaer en el temor, antes habéis recibido el espíritu de adopción por el que clamamos: ¡Abba, Padre! El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios, y si hijos, también herederos; herederos de Dios y co­herederos de Cristo... Nosotros, que poseemos las pri­micias del Espíritu, gemimos dentro de nosotros mismos suspirando por la adopción, por la redención de nuestro cuerpo... Y el mismo Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza, porque nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene; mas el mismo Espíritu aboga por nosotros con gemidos inefables, y el que escudriña los corazones, co­noce cuál es el deseo del Espíritu, porque intercede por los santos según Dios.” (Rom 8, 9-12.)

Toda la economía de la salvación tiende a poner a los hombres bajo la dependencia del Espíritu.

I I

LA TRADICION PATRISTICA

El Espíritu Santo, que hizo el primer Pentecostés, habita permanentemente en "la Iglesia de Dios" (Act 20, 28). Ninguna solución de continuidad hay entre la Iglesia primitiva y la nuestra. Desde el Antiguo al Nuevo Tes­tamento, el plan de salvación se sigue ininterrumpida­mente. La misión denlos Profetas se perpetúa, amplifi­cada, en la de los Apóstoles, de los cuales son sucesores los Obispos. Pedro habla aún por los labios de Paulo VI. El Cristo de Judea y de Galilea está siempre entre nos­otros, evangelizando a las gentes, bautizándolas, cum­pliendo, a través de los ministros de su Iglesia, su triple

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misión de Doctor, de Sacerdote y de Rey. El mismo Espíritu que dominó las aguas y animaba a los justos del Antiguo Testamento, asiste a la Iglesia del Verbo Encarnado.

Desde estos puntos de vista es como hay que consi­derar al Espíritu Santo actuando siempre en la Iglesia para comunicarle la Vida de Dios. Su multiforme soplo se adapta a la variedad de las razas y de los tempera­mentos, a todas las formas de cultura y de civilización, vinculando entre sí, en un mismo cuerpo místico, a los Apóstoles y a los primeros apologistas del cristianismo, a los Padres de la Iglesia y a los doctores de la Edad Media, a los teólogos y exegetas modernos, a todo el pueblo de Dios.

S an I gnacio de A ntioquía ve a la Iglesia como una Casa construida por el Padre. El maderamen que la sostiene es la cruz de Cristo. “El Espíritu Santo es como la maroma que la alza." (Carta a Éfeso, IX, 1.) Recomien­da a los fieles que hagan todas las cosas "en el Hijo, el Padre y el Espíritu Santo" imitando, con su sumisión a los Obispos, la de los Apóstoles “a Cristo, al Padre y al Espíritu” (Carta a Magnesia X III, 1-2).

S an I reneo , a quien debemos la primera vasta síntesis teológica del cristianismo, documento de excepcional valor como testimonio, ya que el Santo era discípulo de San Policarpo, el oyente de San Juan, ha subrayado con vigor la importancia del Espíritu Santo en la economía de la salvación: "Regenerados por el bautismo que se nos da en nombre de las Tres Personas divinas”, escribe, "somos enriquecidos en este segundo nacimiento por el Hijo, en el Espíritu, con los bienes ocultos en Dios Padre. Los bautizados reciben el Espíritu de Dios, que los da al Verbo, es decir al Hijo, y Éste, tomándolos los ofrece a su Padre, y el Padre les comunica la incorruptibili- dad".* — "El que está por encima de todos es el Padre. Él que está con todos es el Verbo, pues mediante Él ha sido hecho todo por el Padre. El que está en cada uno de 1

1. Cf., Demostración de la predicación apostólica, en Patrología orientalis de G raffin -N a u , t. X I I , p . 760.

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nosotros es el Espíritu, que musita: "¡Abba, Padre!" y que modela al hombre a semejanza de Dios. " 2 — “Sin el Espíritu no puede verse al Verbo de Dios; sin el Hijo, nadie llega al Padre, pues el conocimiento del Padre es el Hijo, cuyo conocimiento se logra por el Espíritu Santo. Es el Hijo quien, como función propia tiene la de distri­buir el Espíritu según el agrado del Padre."3 Y esta ad­mirable fórmula: "Allí donde está la Iglesia, allí se halla el Espíritu de Dios; allí donde se halla el Espíritu de Dios, allí están la Iglesia y toda gracia." (Adv. haer. III, 24; PG 7, 966, C.)

San C ir il o de Jerusalén habla del Espíritu Santo a sus catecúmenos en un lenguaje familiar, accesible a to­dos, pero ¡cuán revelador de su papel de Santificador de las almas! Previene a sus oyentes de que “no intentará determinar la naturaleza o substancia del Espíritu". Estas sutiles cuestiones no han sido tratadas en los Sagrados Libros, y él quiere atenerse tan sólo a las palabras de la Escritura (Cat. 16, 2). — "Potencia altísima, el Espíritu Santo es una realidad divina, inaccesible. Él vive, piensa, es el Santificador de todo lo que trae su origen de Dios por medio de Cristo. Él ilumina las almas de los justos. Él estaba en los Profetas y en los Apóstoles, anunciando por mediación de ellos al Cristo venidero." (Cat. 16, 3.) “Se le ve en los Hechos de los Apóstoles, a los que Él dispersa, llama y envía con autoridad. Aparece como el Santificador de la Iglesia, como su Protector, como el Maestro prometido por Cristo a sus Apóstoles. Se le lla­ma Paráclito porque consuela, da valor y nos levanta por encima de nuestra debilidad. ¿Queréis medir su Po­tencia?: Ved a los mártires. Sin Él no se puede dar testimonio de Cristo." (Cat. 16, 21.) San Cirilo contempla maravillado la acción del Espíritu Santo en la comunidad cristiana: “¿Cuántos sois? ¿Cuántos estamos aquí? El Espíritu Santo actúa en cada uno de nosotros. Presente en medio de nosotros, ve nuestras actitudes, penetra en nuestra alma y en nuestra conciencia, sabe nuestras pa­labras y nuestros pensamientos. Calculad, a su luz el

2. Pág. 759.3. Ibidem.

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número de los cristianos, aquí, en Palestina, y en todo el Universo. ¡Cuántos pueblos! Y en cada una de esas naciones, cuántos obispos, cuántos sacerdotes, diáconos, monjes, vírgenes y simples fíeles laicos. El Espíritu San­to es su gran Jefe. £1 es quien distribuye a cada uno su gracia. A éste le otorga la pureza, a aquél una perpetua virginidad, a otros la generosidad en las limosnas, la indulgencia, el amor a la pobreza, el poder de expulsar demonios" (Cat. 16, 22). La misión del Espíritu Santo se extiende por todo el universo: “Arcángeles, Potestades, Principados y Tronos, a todos les trasciende el Espíritu Santo: Él los instruye y los santifica" {Cat. 16, 23). “Él vive, es subsistente e inseparable del Padre y del Hijo. No es un soplo efímero que se escape de sus obras, sino una realidad personal. Habla, actúa, gobierna y santifica. El plan de la salvación es ordenado indivisi­blemente por el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo." {Cat. 17, 5.)

Podrían entresacarse también bellísimos textos espi­rituales de las obras de los tres grandes Capadocios, San Basilio, San Gregorio Nacianceno y San Gregorio Niseno, cuyas enseñanzas trinitarias pasarán a formar parte de la doctrina común. Para probar la divinidad del Espí­ritu Santo, su argumentación es simple y concluyente: El Espíritu Santo es Dios, pues Él, al mismo tiempo que el Padre y el Hijo, nos diviniza. "La vida nos viene de Dios por medio de Cristo en el Espíritu Santo." (S an B a s il io , Contra Eunomio I II , 1; PG 29, 664-665.)

S an A tanasio , el gran defensor de la consubstancia li- dad del Verbo, fue el primero de los padres del s. IV que luchó contra los negadores de la divinidad del Es­píritu Santo. "Siendo el Padre luz y el Hijo su esplendor, en el Hijo es donde descubrimos al Espíritu Santo, en quien nosotros somos iluminados. Esclarecidos por el Espíritu, es Cristo quien nos ilumina en Él. ¿No es Cristo la luz que ilumina a todo hombre que viene a este mun­do? De la misma manera, siendo el Padre la fuente y el Hijo el arroyo, nosotros abrevamos del Espíritu, y, en el Espíritu, vamos a beber a Cristo.” {Carta a Serapión I, 19; PG 26, 573-576.) "Cristo es el verdadero Hijo, pero.

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al recibir el Espíritu, también nosotros nos convertimos en hijos. Hechos hijos por el Espíritu, somos llamados hijos de Dios en Cristo.” (I, 19; PG 26, 576 A.) Tenemos aquí la intuición central de la doctrina espiritual de San Atanasio: somos "hijos en el Hijo", a imagen del Verbo, por el Espíritu. Según la suprema plegaria de Jesús: "Que sean uno como nosotros somos Uno”, nues­tra propia unión a Dios alcanzará su plenitud en la uni­dad con el Padre, y el Hijo en el Espíritu. "Ciertamente, el pensamiento de Cristo no se orienta a establecer una identidad absoluta entre Él y nosotros. El sentido de su petición es suplicarle al Padre que dé su Espíritu a quienes crean en Él, este Espíritu por el que nosotros estamos en Dios y, por tanto, unidos a Él. El Verbo está en el Padre, y como el Espíritu es dado por el Verbo, Cristo quiere que nosotros recibamos su Espíritu. Pose­yendo el Espíritu del Verbo que está en el Padre, gracias al Espíritu, también nosotros seremos, gracias al Espí­ritu, "uno” con el Verbo y por Él en el Padre." (Contra los arríanos III, 15, 376 A-B.)

He aquí, finalmente, un texto de S an C ir il o de A le­jandría en el que se resume la tradición griega acerca del papel del Espíritu Santo en nuestra santificación: "Nosotros participamos de la naturaleza divina en virtud de nuestra relación con el H ijo por el Espíritu. No es esto una simple apariencia sino auténtica realidad. Nos hacemos conformes a Dios. Cristo reproduce su forma en cada uno de nosotros, no como una creatura en otra creatura, sino como Dios increado en una naturaleza creada. Transforma a la creatura en su propia imagen por el Espíritu Santo. La eleva y nos levanta, al mismo tiempo, por encima de toda creatura" ( In loan. V, 5; PG 73, 884 D-885 A). "Es únicamente por el Espíritu Santo como Cristo es formado en cada uno de nosotros.” (The- saurus 34; PG 75, 609.)

Con menos riqueza de imágenes, pero con mayor precisión doctrinal, la tradición patrística latina ha in­sistido en la Personalidad divina del Espíritu Santo y en su misión santificadora de las almas.

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San A mbrosio , eco de la tradición oriental, ha re­sumido toda su doctrina en una admirable fórmula: "El Espíritu Santo posee el mismo reino que el Padre y el Hijo: idéntica naturaleza, idéntico dominio soberano, idéntico poder". — "Habet consortium regni cum Patre et Filio etiam Spiritus Sanctus, qui unius naturae, unius dominationis, unius etiam potestatis est." (De Spiritu Sancto III, 20, 158; PL 16, 813.) Inspirándose en una metáfora que había encontrado en los doctores de la Iglesia de Oriente, compara San Ambrosio al Espíritu Santo con un río que tiene su Fuente en Dios Padre. “Aquí abajo sólo nos es accesible, y nos basta, una sola gotita de este agua; en la Jerusalén celestial, este Río de vida se derrama sobre los Tronos, las Dominaciones y las Potestades, sobre todos los espíritus, llevando por doquier los beneficios de su septiforme virtud." (De Spiritu Sancto I, 16, 157-158; PL 16, 740.)

La doctrina patrística de los Padres latinos acerca del Espíritu Santo halla su expresión suprema en el genio de S an A gustín . A sus ojos, el Espíritu Santo es el Amor, el Vínculo de amistad y de unidad entre el Padre y el Hijo. Él es quien difunde en las almas el amor de Dios y la caridad fraterna. "El Espíritu Santo, Dios, procedente de Dios, comunicado al hombre, le infla­ma de amor a Dios y al prójimo. Él mismo es el Amor. El hombre no puede amar sin que esto le venga de Dios mismo. San Juan lo dice explícitamente: "podemos amar­le porque Él nos ha amado primero". Y el Apóstol San Pablo: "el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado..." Cierto que el Espíritu Santo nos regala con otros presen­tes, pero, sin la caridad, de nada servirían... El Amor, que procede de Dios y que es Dios, es, en el sentido estricto de los términos, el Espíritu Santo. Por Él es difundida en nuestros corazones la caridad de Dios y por Él habita en nosotros la Trinidad entera. He aquí por qué el Espíritu Santo, siendo Dios como es, es lla­mado con todo derecho el Don de Dios.” (De Trinitate XV, 17, 31; 18, 32.) El Espíritu Santo es el amoroso Vínculo que une al Padre y al Hijo, y este Espíritu es el que nos es dado. “Ellos han querido, por medio de lo

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que entre el Pudre y el Hijo hay de común, ponernos en comunión entre nosotros y con Ellos: por medio de ese mismo Espíritu que es Dios y Don de Dios.” "Quod ergo commune est Patri et Filio, per hoc nos voluerunt habere communionem et Ínter nos et secum, et per illud donum nos colligere in unum quod ambo habent unum, hoc est per Spiritum Sanctum Deum et Donum Dei." ( Sermo 71, n.° 18.)

En la fundamental perspectiva de sus preocupaciones pastorales, los Padres han visto ante todo en el Espíritu Santo al gran Animador espiritual de las almas en la Iglesia de Dios.

I I I

LA TEOLOGIA MEDIEVAL: SANTO TOMAS DE AQUINO

Los grandes teólogos de la Edad Media reservaron un lugar eminente en su síntesis doctrinal a la teología del Espíritu Santo. El Aquinate dedicó a ella en su Suma contra los gentiles tres capítulos (IV, 20, 21, 22) justa­mente célebres, donde se encuentra resumida la doctrina común de aquellos doctores.

El capítulo primero de los citados trae a la memoria, con textos de la Escritura, los efectos de la acción del Espíritu Santo en todo el universo. Los dos últimos analizan la función del Espíritu Santo en las almas. Son una de las cumbres de la literatura mística cristiana. I.

I . LA ACCIÓN DEL E S P ÍR IT U SANTO E N E L U N IV E R SO

Las grandiosas perspectivas del primer capítulo tra­tan de abarcar la intervención del Espíritu Santo en su universal amplitud, en cuanto que se identifica con la acción de Dios en el mundo todo: acción creadora, orga­nizadora, motriz, dominadora y vivificante.

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1. La creación del mundo

1. La acción de la Trinidad es, sin duda, indisociable: el Padre, el Verbo y el Espíritu obran en todo de una manera indivisible; pero puede atribuírsele más parti­cularmente al Espíritu Santo la acción de Dios en el universo, porque tal acción es obra de amor. ¿No es la razón suprema de toda la actividad de Dios ad extra la manifestación de la divina Bondad? Este amor creador, al extenderse y pasar del orden de la naturaleza al de la gracia y la gloria, se ha hecho santificador y redentor. Pero Dios ningún provecho saca para Sí mismo de mul­tiplicar en torno suyo las señales de este amor. Nada que de fuera le venga puede aumentar su dicha ni la plenitud infinita de su Ser. Sin embargo, Él halla gozo en amar, es decir, en dar, en hacer que de la nada broten seres a la existencia para divinizarlos y asociarlos a su felicidad infinita. Así pues, como fundamento de todo hay que poner la donación del ser por amor y por vía de creación. De aquí las palabras del salmista atribu­yendo el título de creador al Espíritu de Amor: "Envía tu Espíritu y será todo creado” (Ps 103, 30).

2. El mismo Espíritu de Amor va a aparecer como el principio supremo que preside la ordenación del uni­verso. La distinción y la jerarquización de los géneros y las especies revelan una Sabiduría creadora, más tam­bién un Espíritu de Amor que se cuida de repartir en el mundo el máximo de orden y de perfección, manifes­tando, mediante la multiplicidad y la variedad de las creaturas, el esplendor y la belleza del Creador. He aquí por qué el Génesis (I, 2) nos muestra al Espíritu de Yavé cerniéndose sobre las aguas y sobre el caos primitivo para poner orden en aquellos abismos, función omamentadora que culminará en la obra de los seis días.

3. Cada una de las creaturas, creada por el Amor, debe ser encaminada, según su naturaleza, hacia su destino propio. Pertenécele al Espíritu Santo, al Espí­ritu de Amor, después de haberlas hecho salir de la nada, el comunicarse con ellas por un impulso motor continuado que las lleve a realizar su destino a través

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de sus actos. "Caigan los impíos en sus propias redes, que yo mientras seguiré mi camino.” (Ps 141, 10.) — "Tu Espíritu es bueno, llévame por camino recto.” (Ps 143, 10.)

4. Gobernar es actuar como jefe, dar órdenes efi­caces, efectivas. Gobernar el universo es ejercer sobre todas las creaturas un dominio soberano, obrar como dueño y señor absoluto que posee todas las cosas. El apóstol San Pablo atribuye este carácter de dominador al Espíritu Santo, al que llama “Señor" (2 Cor 3, 17). La Iglesia misma canta en el Credo “ ...Y [creo] en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida”, "...Et [credo] in Spiritum Sanctum, Dominum et vivificantem".

5. La manifestación más alta de esta acción motriz del Espíritu es la vida. El movimiento caracteriza a la vida. Y en nosotros las palpitaciones vitales provienen de nuestros instintos más hondos, de los secretos im­pulsos del Amor. Con razón, pues, atribuye la Escritura al Espíritu de Amor la creación de la vida. “El Espíritu es el que da vida”, afirma San Juan (6, 63). Y Ezequiel lo había anunciado ya: "Yo voy a hacer entrar en vos­otros el Espíritu y viviréis" (37, 5). Es la fe proclamada por nuestro Credo en el Espíritu dador de vida: "Et vivi­ficantem", "qui ex Patre Filioque procedit”, "que procede del Padre y del H ijo”.

Así acaba este primer capítulo: amplio fresco doc­trinal que contiene todas las enseñanzas tradicionales de la Iglesia sobre la acción del Espíritu Santo en el universo creado y gobernado por el Amor. II.

I I . LA ACCIÓN DEL E S P ÍR IT U SANTO E N LAS A LM A S

Los otros dos capítulos escrutan la acción del Espí­ritu Santo en las profundidades de las almas.

Dos puntos de vista complementarios —y el uno secuela del otro— sirven para considerar el problema en un doble aspecto:

— los dones de Dios (Cap. 21).— las reacciones del alma, sus movimientos espiri­

tuales bajó la influencia divina, su ascensión hacia Dios (Cap. 22).

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a. LOS DONES DE DIOS AL A LM A

Un análisis minucioso, casi exhaustivo, nos proporcio­na la solución en fórmulas despojadas de todo lirismo pero precisas y densas, que abordan la cuestión por todas sus múltiples facetas:

1. El don del Espíritu en su semejanza creada: la caridad:

2. la presencia personal, inmediata, sustancial del mismo Espíritu Santo en el alma, con todas sus consecuencias:

3. la inhabitación de toda la Trinidad en el alma:4. el mutuo descanso de Dios en nosotros y de nos­

otros en Dios:5. la revelación de los secretos divinos:6. la comunicación de todas las riquezas de Dios:7. la transformación del alma en Dios y su fruición

de la beatitud divina:8. la adopción filial:9. el perdón de los pecados y la purificación total

del alma por el amor.

Cada uno de estos puntos es analizado a la luz de la ciencia teológica siempre con el apoyo de textos de la Escritura, admirablemente escogidos. 1

1. E l don del Espíritu Santo en su similitud creada

Puede decirse que el Espíritu Santo nos es dado con la caridad, es decir cuando el Espíritu de amor imprime en nosotros su propia semejanza. ¿No decimos de la misma manera que nos es concedida la Sabiduría divina cuando participamos en la Sabiduría del Verbo? Todo conocimiento de Dios, sea por la fe, sea por la visión, es en nosotros como un reflejo de la Luz del Verbo. Igualmente, todo impulso de la caridad divina nos asi­mila al Amor eterno. Las misiones invisibles del Verbo y del Amor nos hacen conformes al H ijo Único, que es el Pensamiento del Padre, y al Espíritu Santo, Amor del

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Padre y del Hijo. El Verbo nos es así dado en una verdadera participación de su Luz Increada; el Espíritu nos es igualmente comunicado cuando "por Él es .de­rramada en nuestros corazones la caridad” (Rom 5, 5), semejanza en nosotros del Amor Subsistente. Todo pen­samiento de sabiduría es en nosotros evocador del Verbo, como todo movimiento de amor lo es del Espíritu Santo. Por vía de eficiencia nos elevamos directamente hacia toda la Trinidad, pero en el orden de la ejemplaridad se llega distintamente, aunque inseparablemente, a una u otra de las Personas divinas. Tales son las leyes de la apropiación, que nos hacen ascender por los efectos hacia la indisociable Trinidad, como a la Primera Causa eficiente y ejemplar. Aunque estos efectos sigan siendo obra común de toda la Trinidad, se les puede atribuir más especialmente a una u otra Persona: al Padre, los efectos de Poder; al Verbo, las manifestaciones de luz; y al Espíritu Santo todos los beneficios del amor. En este sentido, podemos decir que el Verbo y el Espíritu Santo se imprimen en nosotros.

2. La Presencia personal del Espíritu Santo

Es preciso ir más lejos y hablar no solamente de Presencia del Espíritu Santo en una imagen represen­tativa, sino de una verdadera Presencia física de la Persona misma del Espíritu Santo. En efecto, toda acción divina en las creaturas, en lo más íntimo de su ser de naturaleza o de gracia, trae consigo a lo más recóndito de ellas mismas la Presencia real, personal y substancial de Dios, por contacto creador. El más diminuto grano de arena, el menor átomo que brot? a la existencia o es mantenido fuera de la nada, evoca la Presencia todopode­rosa del Ser infinito, Fuerza creadora y conservadora de todos los seres del universo. "Necesse est ut ubicumque est aliquis effectus Dei, ibi est et ipse D eus effector." La luz de Dios en los espíritus presupone la acción ilu­minadora y la Presencia del Verbo; el menor acto de caridad requiere la moción directa y la presencia perso­nal del Espíritu Santo. El apóstol San Pablo lo afirma con sus palabras, que es necesario entender con todo

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el realismo de la fe: “¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?” (1 Cor 3, 16).

3. La inhabitación de toda la Trinidad en el alma

El Espíritu Santo es inseparable del Padre y del Hijo. De donde la Presencia indivisible y la inhabitación de toda la Trinidad en el alma de los justos. Las Tres Personas divinas permanecen indisociables: donde está el Padre, allí está el Hijo; donde se encuentran el Padre y el Hijo, allí está el Espíritu Santo. Esta venida del Verbo y del Espíritu Santo, esta inhabitación de la Trinidad en el alma es atribuida con razón, como efecto del amor, al Espíritu Santo. Cristo mismo nos lo había anunciado: "Si alguno me ama, —es, pues, el amor el que trae esta Presencia— guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y en él haremos mo­rada” ( lo 14, 23). Tanto en la tradición mística de Oriente como en la de Occidente, estas palabras del Maestro han llegado a ser el fundamento de la espiritualidad cristiana. Este "vivir unidos" de la amistad efectiva con las Tres Personas divinas no está reservado a unos elegidos ex­cepcionales. Es la existencia normal de todos los cris­tianos, llamados a vivir, desde el bautismo, en la intimi­dad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Dios estaba ya presente, substancialmente, en lo más íntimo de sus almas y en todas las fibras de su ser, por su contacto creador. Él se hace su Amigo, el objeto constante, ínti­mamente presente, de su contemplación y de su amor. Su contemplación se evade de este mundo efímero para fijarse en el invisible y descansar en la posesión fruitiva de Dios.

4. El mutuo descanso de Dios en nosotros y de nosotros en Dios

El Dios de amor habita en ellos y ellos también cohabitan con Dios, en una intimidad de amor llamada a crecer a través de todo. El amor todo lo explica en esta vida de unión: "Es Dios quien nos ha amado pri­

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mero", declara San Juan (1, 4, 10). Si el hombre corres­ponde al Amor con el amor, entonces "el que ama per­manece en Dios y Dios en él" (1 lo 4, 16). “Conocemos que permanecemos en Él y Él en nosotros en que nos dio su Espíritu.” (1 lo 4, 13), que obra en nosotros la caridad y nos guarda en el amor.

5. La revelación de los secretos divinos

Entre amigos no hay secretos. Se lo dicen todo. No existe más que una sola alma y un solo corazón para los dos. No se dirigen a un extraño. El amigo es otro uno mismo. Se dialoga con él en alta voz. Se habla al amigo como sin salir de sí mismo. "Yo no os llamaré ya siervos", decía Jesús a los Apóstoles, sino que os lla­maré "mis amigos. Todo lo que he aprendido de mi Padre, os lo he hecho conocer" (1 lo 15, 15). Ahora bien, es el Espíritu Santo quien nos constituye en amigos de Dios: "Per Spiritum Sanctum amici Dei constituimur". "Aquel que escruta las profundidades de Dios" nos intro­duce en los abismos de su Divinidad. Escrito está en San Pablo: "N i el ojo vio, ni el oído oyó ni vino a la mente del hombre lo que Dios ha preparado para los que le aman, pero Dios nos lo ha revelado por su Espíri­tu” (/ Cor 2, 9-10).

El hombre, ilustrado por el Espíritu Santo sobre todos los misterios divinos, ilumina a su vez a los demás hom­bres. Los Profetas del Antiguo Testamento y los Apóstoles del Evangelio dan testimonio de Dios al soplo del Espí­ritu. El Maestro nos lo había anunciado: "Os envío como ovejas en medio de lobos; sed, pues prudentes como serpientes y sencillos como palomas. Guardaos de los hombres, porque os entregarán a los sanedrines y en sus sinagogas os azotarán. Seréis llevados a los gober­nadores y reyes por amor de mí, para dar testimonio ante ellos y los gentiles. Cuando os entreguen no os preocupe cómo o qué hablaréis, porque se os dará en aquella hora lo que debéis decir, pues no seréis vosotros los que habléis, sino el Espíritu de vuestro Padre el que hablará en vosotros" (M t 10, 16-20). San Pedro lo

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había escrito a los primeros cristianos: "Movidos del Espíritu Santo, hablaron los hombres de Dios" (2 Petr 1, 21). Nuestro Credo afirma: "Es el Espíritu Santo quien nos habla por los Profetas: “qui locutus est per Pro- phetas".

El mismo Espíritu Santo ilumina a los apóstoles de todos los tiempos. Él les concede, como en el día de Pentecostés, las luces interiores, el don de lenguas y todos los carismas necesarios para proclamar entre los hombres "las maravillas de Dios” (Act 2, 11).

6. La comunicación de todas las riquezas de Dios

El amor no se contenta con las confidencias, con revelar los secretos del corazón, sino que lo da todo y se da a sí mismo. Todo es puesto por él en común. Dios Padre "ha amado al mundo de tal manera que le ha dado a su Ünico H ijo" ( lo 3, 16). — "¿Cómo no nos ha de dar con Él todas las cosas? (Rom 8, 32). Es por Amor, es decir por el Espíritu Santo, como reparte sus beneficios sobre cada uno de nosotros. "Hay diversidad de dones, pero un mismo Espíritu; diversidad de minis­terios, pero un mismo Señor; diversidad de operaciones, pero un mismo Dios que hace todo. Y a cada uno se le otorga la manifestación del Espíritu para común uti­lidad. A uno le es dada por el Espíritu la palabra de Sabiduría; a otro la palabra de Ciencia, según el mismo Espíritu; a otro fe, en el mismo Espíritu; a otro don de curaciones en el mismo Espíritu; a otro operaciones de milagros; a otro profecía. En todo obra el mismo Espíritu como él quiere" (1 Cor 12, 4-11) para el bien de toda la Iglesia.

7. La transformación del alma en Dios y su fruición de la beatitud divina

El blanco al que apunta el Espíritu Santo en su ac­ción sobre las almas, es el de conducirlas hacia la beatitud divina. Creación, conservación, gobierno del mundo, mociones continuas sobre cada uno de nosotros según los designios de la Providencia, todo debe en­

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caminarnos hacia la posesión y la fruición de la Trini­dad, hasta la "consumación en la unidad”. ( lo 17, 23.) La felicidad de Dios nos espera... Pero lo mismo que un trozo de madera, antes de participar de las propie­dades del fuego debe ser transformado progresivamente y prenderse en una misma llama, así también el alma humana debe primero ser transformada en Dios, y des­pués realizar operaciones divinas y, por este medio, entrar en posesión de la divina beatitud. El Espíritu Santo es quien obra en el alma esta triple maravilla. Él es quien imprime en nosotros esta semejanza divina y esta configu­ración con Cristo; Él quien nos hace aptos para realizar acciones divinales, quien nos transforma en agentes dei­formes, preparándonos así para nuestra entrada en la felicidad de Dios. San Pablo parece insinuar esta triple intervención del Espíritu Santo en nosotros cuando nos dice: “Es Dios quien a nosotros y a vosotros nos con­firma en Cristo, Él quien nos ha ungido, nos ha sellado y ha depositado las arras del Espíritu en nuestros cora­zones" (2 Cor 1, 21-22). En estos textos de la Escritura se habla de "unción", de "sello", de “prendas" o “arras”, para indicar que somos marcados por la gracia como con un “sello" de semejanza divina, "ungidos” para que nues­tras acciones sean perfectas y deiformes, garantizados con unas “prendas” de que alcanzaremos la futura felicidad celestial, inamisible.

8. La adopción filial

Pero el beneficio supremo del Espíritu Santo es el don al hombre de la adopción filial, fruto de la encarna­ción del Verbo. "A la hora de la plenitud de los tiempos”, nos revela San Pablo, "Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer, sujeto a la Ley, para redimirnos y hacernos sus hijos de adopción. Y por ser hijos envió Dios a nues­tros corazones el Espíritu de su Hijo, que nos hace decir con Él: ¡Abba, Padre!” ( Gal 4, 4-5.) Dios ha creado el uni­verso de los cuerpos y de los espíritus. Él ha enviado a su Ünico Hijo sobre nuestra tierra de la Encarnación, Él ha puesto el mundo de los ángeles a nuestro servicio,

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a fin de hacer de cada uno de nosotros otros hijos, otros Cristos, animados de un mismo Espíritu. Nuestra pre­destinación a la adopción divina es el fin de la Creación y del gobierno del mundo “para alabanza de su gloria" y de su misericordia. Estas perspectivas dominan todo el plan de la salvación. “Dios Padre nos ha llenado en Cristo de toda suerte de bendiciones espirituales; por cuanto Él nos eligió antes de la constitución del mundo para que fuésemos santos e inmaculados ante Él, y nos predestinó en caridad a la adopción de hijos suyos en Jesucristo" ( Eph 1, 3-5), "conformes con la imagen de su Hijo Unigé­nito” ( Rom 8, 29).

Todo el mensaje del Evangelio se resume en esta gra­cia de adopción. Según el testimonio de San Juan, la ve­nida del Verbo entre nosotros no ha tenido otra razón de ser. "Al principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios. Él estaba al principio en Dios. Todas las cosas fueron hechas por Él, y sin Él no se hizo nada de cuanto ha sido hecho. Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros. Vino a los suyos, pero los suyos no le recibieron. Mas a cuantos le recibieron dioles poder de venir a ser hijos de Dios." ( lo 1, 1-12.)

Esta gracia de la adopción filial nos es comunicada por el Espíritu Santo. San Pablo nos declara: "Porque los que son movidos por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios. Que no habéis recibido el espíritu de siervos para recaer en el temor, antes habéis recibido el espíritu de adopción por el que clamamos: ¡Abba, Padre!" (Rom 8, 14-15.) En la Suma teológica, esta filiación por la gracia, a imitación de la filiación eterna del Verbo, aparecerá como la intuición central de la doctrina espiritual de Santo Tomás de Aquino.

9. La obra de purificación del Espíritu Santo

Además de estos efectos positivos de la gracia en las almas, Santo Tomás señala la obra purificadora realizada en ellas por el mismo Espíritu de Amor. Perspectivas ca­pitales de vida espiritual en una humanidad pecadora donde la gracia divina representa siempre una doble fun­

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ción: "curación del pecado" y "divinización del alma". La noche misma de su Resurrección, Cristo anunció a sus Apóstoles esta función purificadora del Espíritu Santo en su Iglesia: “Recibid el Espíritu Samo. Aquellos a quienes perdonéis los pecados les serán perdonados" ( lo 20, 22). La Iglesia tiene el poder de las llaves. A través de ella es como el Espíritu Santo lleva a cabo entre los hombres su obra de salvación. Toda santidad reviste un doble as­pecto: separación del mal y unión con Dios, efectos de un mismo Amor. Esta purificación de las almas por el Espíritu Santo constituye uno de los grandes temas de la Biblia: “Envía tu Espíritu”, suplica el salmista, "y todo será creado y tú renovarás la faz de la tierra” (Ps 103, 30). Los profetas habían entrevisto para los tiem­pos mesiánicos esta purificación interior de las almas por el Espíritu de Yavé. "Y os aspergearé con aguas puras” —símbolo del Espíritu— "y os purificaré de todas vues­tras impurezas, de todas vuestras idolatrías" (Ez 36, 25). El Nuevo Testamento hará resplandecer fuertemente la obra purificadora y al mismo tiempo transformadora que el Espíritu realiza en las almas.

En resumen, concluye Santo Tomás de Aquino: todos los dones de Dios descienden a las almas por medio del Espíritu Santo. "Omnia dona Dei per Spiritum Sanctum nobis dari dicuntur.” (IV Contra Gentes, cap. 21.)

b. LAS REACCIONES DEL A L M A E N S U ASCENSO H A C IA DIOS

Después de haber expuesto la acción del Espíritu Santo en el universo (Cap. 20) y sus dones espirituales a las criaturas racionales (Cap. 21), Santo Tomás, para acabar de describirnos los efectos del Espíritu Santo, considera las reacciones del alma en su ascenso hacia Dios en cuatro párrafos distintos (Cap. 22) que podríamos titular: 1

1. Contemplación de Dios.2. Amor y alegría en Dios.3. Cumplimiento de todos los preceptos.4. Libertad del amor.

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1. Contemplación de Dios

El amor es ávido de presencia, busca la unión. Dos seres que se aman quisieran vivir juntos siempre. Vivir el uno cerca del otro: esta es la aspiración suprema del amor: "esse amicitiae proprium simul conversari ad amicum". Este "vivir juntos” entre el hombre y Dios se realiza por la contemplación. Dios "habita en una luz inaccesible" (/ Tim 6, 16). Nosotros no podemos al­canzarle por medios corpóreos, sino avanzando a pasos espirituales, por actos de fe, de confianza y de amor, "gressibus amoris”. "Porque somos ciudadanos del cielo, de donde esperamos al Salvador y Señor Jesucristo”, nos dice San Pablo (Phil 3, 20). Todo nos llama hacia esta ciudad de Dios en la que viviremos en sociedad con las Tres Personas divinas y en relación con los ángeles y los santos.

Nuestra vida teologal, desde aquí abajo nos hace en­trar en comunión, por la fe y el amor, con toda esta Familia divina, en la esperanza de una felicidad perfecta. Es el Espíritu Santo quien nos hace amigos de Dios, nos convierte en contemplativos, en seres cuya mirada per­manece inmutablemente fija en Dios por el amor. "Quia igitur Spiritus Sanctus nos amatores Dei facit, con- sequens est quod per Spiritum Sanctum Dei contempla- tores constituamur." Para comentar este tema, se de­bería traer aquí el bello tratado de la vida contemplativa escrito por el santo Doctor. La contemplación del filó­sofo procede de su amor al estudio y de su deseo de saber: la contemplación de los santos brota del amor y conduce al amor. Su horizonte: Dios. "Para nosotros", los cristianos, "que contemplamos a cara descubierta la gloria del Señor como en un espejo y nos transformamos en la misma imagen, de gloria, a medida que obra en nosotros el Espíritu del Señor” (2 Cor 3, 18). — “No ponemos nuestros ojos en las cosas visibles, sino en las invisibles; pues las visibles son temporales; la invisibles, eternas.” (2 Cor 4, 18.) Nuestro espíritu debe mantenerse dócil a los impulsos de la gracia divina, pero es el Espí­ritu Santo quien hace a los contemplativos de Dios.

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2. Amor y alegría en Dios

Amor y alegría van juntos. La alegría es la presencia y la posesión de aquél a quien se ama. La alegría se mide por el amor. Cuando se ama a Dios, es la infinitud de la alegría. Se goza de su Presencia; mejor aún, nos regocijamos porque Él es Dios:

"Servid a Yavé con júbilo,venid gozosos a su presencia.

Sabed que Yavé es Dios.” (Ps 99, 2.)

La dicha suprema de los santos es el goce de Dios. En Él nada les falta, nada podría menoscabar su ina­misible felicidad. "El Señor es Dios" ¿qué importa lo demás? "El Señor es Dios” ¿qué importa la desaparición del universo?

Es el Espíritu Santo quien nos hace encontrar en Dios gozo y delectación. Dios habita en nosotros y nos­otros en Él: he aquí la fuente de la felicidad. Esta ale­gría, toda divina, del alma de los santos les consuela de todas las tristezas de este mundo. Les sostiene en sus angustias y en sus luchas. El salmista canta: "De­vuélveme el gozo de tu salvación, sosténgame un espíritu generoso". (Ps 50, 14.) — "E l reino de Dios”, escribía San Pablo, "es justicia, paz y alegría en el Espíritu Santo" ( Rom 14, 17). Los Hechos de los Apóstoles (9, 31) nos señalan: "La Iglesia gozaba de paz por toda la Judea, la Galilea y la.Samaria”. Las primeras comunida­des cristianas "se edificaban y vivían en el temor del Señor, llenos de la consolación del Espíritu Santo”. ¿No había anunciado el Señor mismo, al Espíritu Santo, llamándole el "Paráclito", es decir el Abogado, el Au­xilio, el Defensor, el Consolador? ( lo 14, 26.)

3. Cumplimiento de todos los preceptos

El amor se prueba con obras. "No todo el que dice: ¡Señor, Señor!, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre." (M t 7, 21.) Jesús había indicado que la fidelidad era señal auténtica de

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amor: "Si me amáis, guardaréis mis mandamientos" ( lo 14, 15). Entre amigos hay una misma voluntad. La vo­luntad de Dios aparece expresada en los preceptos de su Ley de amor. "Voluntas Dei nobis per praecepta ipsius explicatur.” Nuestro amor debe, pues, conformarse con la voluntad divina, identificarse con sus menores deseos. La santidad suma es el “fíat" cumplido por amor. Es el Espíritu Santo quien nos impulsa a amar y, por consi­guiente, a obedecer. Es Él quien inspira a los hijos de Dios esta fidelidad del amor. El Hijo Ünico también ha observado la Ley, hasta el menor ápice, por la gloria del Padre. La "fidelidad en las pequeñas cosas" (Le 16, 10) no con espíritu mezquino, sino con amor, es la quintaesencia del Evangelio. San Pablo, en su famoso capítulo octavo de la Epístola a los Romanos, nos ha dejado una magnífica descripción de la vida cristiana al soplo del Espíritu Santo. "No hay, pues, ya condena­ción alguna para los que son de Cristo Jesús, porque la Ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús nos libró de la ley del pecado y de la muerte... Porque los que son movidos por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios.” (Rom 8, 1-2; 14.)

4. Libertad del amor

Existen dos maneras de observar la Ley: una pura­mente literal y farisaica, con espíritu de temor y de esclavitud; la otra, no menos fiel a todas sus prescrip­ciones, pero en la libertad del amor: la de Cristo y la Virgen de Nazaret. Los amigos de Dios deben guardar la Ley, no como mercenarios sino con la gozosa espon­taneidad de los hijos de Dios, llevados por el Espíritu Santo: “a Spiritu Sancto filii Dei aguntur, non sicut serví, sed sicut liberi". El santo es dueño de sus actos. No es esclavo ni de sus pasiones, ni de costumbres vicio­sas, ni de los acontecimientos exteriores. Pasa en medio de los hombres y de las cosas con la dominadora libertad del amor.

Ningún poder del mundo puede forzar a una voluntad libre. Si se la fuerza a adoptar, mal que le pese, una conducta exterior, ella, dentro del hombre, sigue siendo

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perfectamente libre, señora de sus actos. Santo Tomás acumula textos de San Pablo para confirmar este ina­lienable e intangible dominio del alma humana, que ningún agente externo puede violentar, que se lleva a sí misma, que tiene sus propias acciones, y que el Espí­ritu Santo, cuando la mueve, la encamina hacia Dios respetando siempre su libertad, más aún dándole facultad de obrar por sí misma, según su propia determinación, misterio de la libertad humana salvaguardada —y ase­gurada— por el valor infaliblemente eficaz de la Omni­potencia de Dios, que hace obrar a cada ser según su naturaleza, con fuerza y suavidad.

El Espíritu Santo nos inclina a obrar por nosotros mismos, según nuestras tendencias personales y nuestra libre decisión, como amigos de Dios. Él conduce a los hijos de Dios, no como a mercenarios y esclavos, sino como a hombres libres por amor, según las palabras del Apóstol: "Que no habéis recibido un espíritu de siervos, antes habéis recibido el espíritu de adopción" (Rom 8, 15). Este espíritu de libertad es característico de la nueva Ley que anima la gracia del Espíritu Santo. Él impulsa a las almas, no a evadirse de la Ley, sino a practicarla con el heroísmo de los santos en un espíritu de perfecto desapego y generoso espíritu de sacrificio. ¿No está escrito: "Si con el Espíritu, mortificáis las obras de la carne, viviréis”? (Rom 8, 13). El amor es fiel, pero libera de la tutela de la Ley. “Pero si os guiáis por el Espíritu, no estáis bajo la Ley.” (Gal 5, 18). Los amigos de Dios son los seres más libres del universo. Donde esté el Espíritu Santo, allí está la verdadera libertad. “Ubi Spiritus Domini, ibi libertas.” (2 Cor 3, 17).

IVEL TESTIMONIO DE LOS MISTICOS:

SAN JUAN DE LA CRUZ

La Palabra de Dios, contenida en las Sagradas Escri­turas, predicada por los Profetas, por el Verbo encamado y por los Apóstoles, ha revelado a los hombres los mis-

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teños de la salvación. Los Padres de la Iglesia nos han transmitido este depósito de la fe que los doctores, los exegetas, los teólogos y apologetas, no han cesado de escudriñar, desarrollar y aplicar según las necesidades de la Iglesia. Los místicos viven en lo más recóndito de su alma estas verdades divinas. Todos atestiguan que deben sus más altas luces y sus inspiraciones de amor al Espíritu Santo.

El testimonio de San Juan de la Cruz es en este punto particularmente esclarecedor. El Espíritu Santo domina toda su obra de escritor: la Subida del Monte Carmelo, la Noche obscura, el Cántico Espiritual y, sobre todo, su obra maestra: la Llama de Amor Viva.

La Subida del Monte Carmelo

El gran Doctor místico del Carmelo se propone guiar a las almas hasta las cimas más elevadas de la "montaña del amor" "donde no habita más que el honor y la gloria de Dios". Pero para subir a estas cimas de la santidad por la unión transformante, el alma debe estar "resuelta” a elevarse hasta Dios "por la desnudez de la fe” y de­jarse conducir por el Espíritu Santo. Él es el principal Artífice de nuestra perfección, el Maestro interior, libre de hacernos su donación. "Dalo Dios a quien quiere y por lo que Él quiere." (Subida 2, 32, p. 475.)4 Pocos mís­ticos han señalado con tanto vigor como San Juan de la Cruz, la soberana libertad de Dios en la guía de las almas. Cierto, la colaboración de las almas es necesaria, y el famoso capítulo 13 de la Subida al Monte Carmelo resu­me, en dos fórmulas tajantes y decisivas, la ascesis per­sonal que el alma debe emprender para purificarse y hacerse dócil a las divinas inspiraciones. Pero el Espíritu Santo, Él sólo, puede realizar en nosotros esta trans­formación divina: "Dios de suyo obra en el alma la divi­na unión" (Subida 3, 2, p. 478). Cuanto más se eleva el

4. Las referencias en: Vida y Obras completas de San Juan de la Cruz, p o r los PP. Crisógono de Jesús, M atías del N iño Jesús y Lucinio del SS . Sacram ento, O . C . D ., M ad rid (B . A . C .), 5.a edic., 1964.

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alma a esos estados de unión y de transformación en Dios, más se transparenta en ella la acción dominadora del Espíritu Santo.

La Noche Obscura

La descripción de las terribles noches purificadoras está transida de fulgurantes destellos que hacen aparecer las cimas y resplandecer las gracias que el Espíritu San­to obra en estas almas desoladas y privilegiadas. En ellas, muere todo lo humano para hacer sitio a lo divino. La naturaleza desaparece delante de la gracia, asumida por ella, purificada y divinizada. Las obras de estas almas bienaventuradas presentan el aspecto deiforme de los dones del Espíritu Santo. “Por lo cual, las operaciones de la memoria y de las demás potencias en este estado todas son divinas, porque poseyendo ya Dios las po­tencias como ya entero señor de ellas por la transforma­ción de ellas en sí, Él mismo es el que las mueve y manda divinamente según su divino espíritu y voluntad; y entonces es de manera que las operaciones no son distintas, sino que las que obra el alma son de Dios y son operaciones divinas, que, por cuanto, como dice San Pablo: "el que se une con Dios, un espíritu se hace con Él” (1 Cor 6, 17), de aquí es que las operaciones del alma unida son del Espíritu divino y son divinas. Y de aquí es que las obras de las tales almas sólo son las que convienen y son razonables... Y así, todos los primeros movimientos de las potencias de tales almas son divinos... Tales eran las de la gloriosísima Virgen nuestra Señora, la cual estando desde el principio levantada a este tan alto estado, nunca tuvo en su alma impresa forma de alguna criatura, ni por ella se movió, sino siempre su moción fue por el Espíritu Santo" (Subida 3, 2, p. 479-480).

La función de las noches consiste precisamente en desnudar al alma de todos los obstáculos para la unión divina, llevándola a entregarse sin resistencia a este Espíritu de amor. “Esta noche [purificadora] va sacando al espíritu de su ordinario y común sentir de las cosas, para traerle al sentido divino, el cual es extraño y ajeno

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de toda humana manera. Aquí le parece al alma que anda fuera de sí en penas; otras veces piensa si es encantamiento el que tiene o embelesamiento, y anda maravillada de las cosas que ve y ’ oye, pareciéndole muy peregrinas y extrañas, siendo las mismas que solía tratar comúnmente; de lo cual es causa el irse ya haciendo remota el alma y ajena del común sentido y noticia acerca de las cosas, para que, aniquilada en éste, quede informada en el divino, que es más de la otra vida que désta." (Noche, libro II, cap, 9, p. 582.) En su manera de obrar se hace toda deiforme.

El Cántico espiritual

El Cántico espiritual ensalza esta vida de amor. Tras el doloroso ascenso en la noche, vienen los esplendores de la unión divina, "...las flores de virtudes... están en el alma en esta vida como flores en cogollo cerradas en el huerto, las cuales algunas veces es cosa admirable ver abrirse todas (causándolo el Espíritu Santo)...” (Cán­tico, Cañe. 24, p. 694.)

Deben leerse, en el Cántico espiritual, las admirables descripciones de esta vida de unión del alma con Dios, transformada por Él. Cuanto más dóciles son las almas al Espíritu Santo tanto más se acercan a Dios, "...y podemos decir que estos grados o bodegas de amor son siete, los cuales se vienen a tener todos cuando se tienen los siete dones del Espíritu Santo en perfección, en la manera que es capaz de recibirlos el alma." (Cántico, Cañe. 26, p. 700.) En el grado supremo, en la "última y más interior bodega del Amado” se llega al matrimonio espiritual, a la perfecta unión: “Dios y el alma están ambos en uno, como si dijéramos ahora: la vidriera con el rayo del sol, o el carbón con el fuego, o la luz de las estrellas con la del sol; no, empero, tan esencial y aca­badamente como en la otra vida" (Cántico, Cañe. 26, p. 700). "...así como la desposada no pone en otro su amor ni su cuidado ni su obra fuera de su esposo, así el alma en este estado no tiene ya afectos de voluntad, ni inteligencias de entendimiento, ni cuidado ni obra alguna

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que todo no sea inclinado a Dios, junto con sus apetitos, porque está como divina, endiosada, de manera que aun hasta los primeros movimientos no tiene contra lo que es la voluntad de Dios en todo lo que ella puede enten­der.” (Cántico, Cañe. 27, p. 705.)

Por último, el alma “está tan fuertemente unida con la fortaleza de la voluntad de Dios con que de Él es amada, que le ama tan fuerte y perfectamente como de Él es amada, estando las dos voluntades unidas en una sola voluntad y un solo amor de Dios, y así ama el alma a Dios con voluntad y fuerza del mismo Dios, unida con la misma fuerza de amor con que es amada de Dios; la cual fuerza es en el Espíritu Santo...” (Cántico, Cañe. 38, p. 731.) El alma es introducida definitivamente al ciclo mismo de la vida trinitaria "en la comunicación del Espíritu Santo, el cual, a manera de aspirar, con aquella su aspiración divina muy subidamente levanta el alma y la informa y habilita para que ella aspire en Dios la misma aspiración de amor que el Padre aspira en el Hijo y el Hijo en el Padre, que es el mismo Espíritu Santo que a ella la aspira en el Padre y el Hijo en la dicha transformación, para unirla consigo; porque no sería verdadera y total transformación si no se trans­formase el alma en las tres Personas de la Santísima Trinidad en revelado y manifiesto grado. ...el alma, unida y transformada en Dios, aspira en Dios a Dios la misma aspiración divina que Dios —estando ella en Él trans­formada— aspira en sí mismo a ella. ...Y no hay que tener por imposible que el alma pueda una cosa tan alta, que el alma aspire en Dios como Dios aspira en ella por modo participado, porque, dado que Dios le haga merced de unirla en la Santísima Trinidad, en que el alma se hace deiforme y Dios por participación, ¿qué increíble cosa es que obre ella también su obra de entendimiento, noticia y amor, o, por mejor decir, la tenga obrada en la Trinidad juntamente con ella como la misma Trini­dad, pero por modo comunicado y participado, obrán­dolo Dios en la misma alma?... "Padre, quiero que los que me has dado, que donde yo estoy también ellos es­tén conmigo, para que vean la claridad que me diste... para que sean una misma cosa, como nosotros somos

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una misma cosa, yo en ellos y tú en mí; por que sean perfectos en uno, por que conozca el mundo que tú me enviaste y los amaste como me amaste a mí" ( lo 17, 23-24), que es comunicándoles el mesmo amor que al Hijo, aunque no naturalmente como al Hijo, sino, como habe­rnos dicho, por unidad y transformación de amor; como tampoco se entiende aquí quiere decir el Hijo al Padre que sean los santos una cosa esencial y naturalmente como lo son el Padre y el Hijo, sino que lo sean por unión de amor, como el Padre y el Hijo están en unidad de amor.

De donde las almas esos mesmos bienes poseen por participación que Él por naturaleza; por lo cual verda­deramente son dioses por participación, iguales y com­pañeros suyos de Dios. De donde san Pablo dijo: "Gracia y paz sea cumplida y perfecta en vosotros en el cono­cimiento de Dios y de Jesucristo nuestro Señor, de la manera que nos son dadas todas las cosas de su divina virtud para la vida y la piedad, por el conocimiento de aquel que nos llamó con su propia gloria y virtud, por el cual muy grandes y preciosas promesas nos dio, para que por estas cosas seamos hechos compañeros de la divina naturaleza" (2 Petr 1, 2-4). Hasta aquí son palabras de San Pedro, en las cuales da claramente a entender que el alma participará al mismo Dios, que será obrando en él, acompañadamente con él, la obra de la SantísimaTrinidad...... ¡Oh almas criadas para estas grandezas ypara ellas llamadas!, ¿qué hacéis, en qué os entretenéis? Vuestras pretensiones son bajezas y vuestras posesiones miserias! ¡Oh miserable ceguera de los ojos de vuestra alma, pues para tanta luz estáis ciegos y para tan gran­des voces sordos, no viendo que, en tanto que buscáis grandezas y glorias, os quedáis miserables y bajos, de tantos bienes hechos ignorantes e indignos!” (Cántico, Cañe. 39, p. 733-735.)

La Llama de amor viva

En la Llama de amor viva es donde alcanzamos la cumbre de la mística sanjuanista y el summum de la acción divinizadora que el Espíritu Santo lleva a cabo

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en las aimas. San Juan de la Cruz, más aún que Doctor de las noches es Doctor del amor divino. La imagen clave de su síntesis doctrinal no es la de la “noche oscura" sino la de la "Llama Viva de amor”. Con la metáfora de las noches había descrito el trabajo purificador previo al estado de unión; con la imagen del fuego, de la "Llama Viva", evoca todo el itinerario espiritual: el ca­mino y su término, la purificación del alma y su trans­formación en Dios.

Nada revela tanto el carácter único de la acción que San Juan de la Cruz atribuye al Espíritu Santo como el clima enteramente divino en que nos introduce mediante la Llama de amor viva. El Doctor místico no ve en las almas más que la Acción inmediata, personal de Dios. Toda su ascesis, la práctica fiel de todas las virtudes, la orienta a disponer al alma para la Acción purificadora y transformante del Espíritu de Dios. Ya, en la Noche oscura (Lib. II, cap. 11, p. 586-588), había analizado el Santo los efectos del amor en el alma. En la Llama de amor viva, el clima es completamente distinto: San Juan de la Cruz no se detiene más a considerar los efectos de la caridad, del amor creado, sino que contempla la obra purificadora y transformante que opera en el alma el Amor increado. Todo se sublima, todo es referido al Espíritu de Dios. La "Llama de amor viva” simboliza al Espíritu Santo. Toda la doctrina mística de San Juan de la Cruz se unifica a esta luz definitiva: repite la des­cripción de todas las etapas de la vida espiritual, desde las primeras purificaciones del alma hasta los estados más excelsos de la unión transformante, resumiéndolos en una página de incomparable síntesis en la que la acción directa, personal, del Espíritu Santo resplandece y lo explica todo. Este Fuego transformante y purifi­cador no es una mera chispita creada que participe del Amor increado: "La Llama es el Espíritu Santo” (Cañe. 1, p. 830). Con tan decisivo enderezamiento del rumbo nos introduce de repente en una claridad superior, expre­sión suprema de su genio. Hallámonos en presencia de la imagen clave, la más rica, la más unificadora, la que con mayor profundidad explica todas las etapas del iti­nerario sanjuanista. El conjunto entero queda iluminado

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por sus resplandores, y el Doctor de la unión transfor­mante desarrolla aquí su lección más magistral.

Después, para bosquejar un trasunto de lo que es esta fiesta del Amor dentro del alma, San Juan de la Cruz adopta los inspirados acentos del Cantar de los Cantares: “Levántate y date priesa, amiga mía, paloma mía, hermosa mía, y ven; pues ya ha pasado el invierno, y la lluvia se fue y alejó, y las flores han parecido en nuestra tierra... La voz de la tortolilla se ha oído en nuestra tierra; la higuera ha producido sus frutos, las floridas viñas han dado su olor. Levántate, amiga mía, graciosa mía, y ven, paloma mía, en los horados de la piedra, en la caverna de la cerca; muéstrame tu rostro, suene tu voz en mis oídos, porque tu voz es dulce y tu rostro hermoso. Todas estas cosas siente el alma y las entiende distintísimamente en subido sentido de gloria, que la está mostrando el Espíritu Santo en aquel suave y tierno llamear, con gana de entrarla en aquella gloria” (Cañe. 1, p. 844). Cuando, en las páginas finales, San Juan de la Cruz trata de explicar el "movimiento que hace el Verbo en la sustancia del alma” y la aspiración del Espíritu (Cañe. 4, p. 918-926), no puede ya seguir éscri- biendo... Ha llegado hasta lo Inefable.

V

EL MAGISTERIO ECLESIÁSTICO

El magisterio que ejerce la Iglesia con su predicar a todos los pueblos, con sus obras y sus instituciones apostólicas, y primordialmente con su liturgia, proclama que eJ Espíritu Santo tiene un puesto único en la vida espiritual de las almas. Todas las modalidades del Credo afirman la creencia en el "Espíritu vivificante". Varios Concilios se han ocupado de determinar la divinidad del Espíritu Santo, su manera de proceder del Padre y del Hijo, sus funciones como Santificador de la Iglesia. Existen familias religiosas fundadas bajo la protección

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y la advocación del Espíritu Santo. En la literatura cris­tiana hay multitud de obras que versan sobre el Espí­ritu Santo, cuyo culto se ha difundido por toda la cato­licidad.

Donde la Iglesia expresa de un modo supremo esta fe suya es en la liturgia del día de Pentecostés. Es esta festividad el coronamiento del ciclo pascual, y anuncia que se abre una nueva fase de la economía de la salva­ción: el Cristo resucitado y glorioso a la diestra del Padre, invisible en lo sucesivo para nosotros, va a con­tinuar su acción sobre las almas por medio del Espíritu Santo, el cual viene a inaugurar solemnemente, de ma­nera visible, la Iglesia de los Apóstoles, encargada por Cristo de comunicar a todos los hombres los beneficios de su Redención, bajo el soplo del Espíritu.

Un documento capital del magisterio eclesiástico, y el más rico y completo, es la encíclica Divinum illud munus, de León X III (9 de mayo de 1897).5 Manifiéstase en este documento "la presencia y el maravilloso poder del Espíritu Santo, su acción y su influjo sobre la Iglesia entera y sobre cada una de las almas cristianas, gracias a la superabundante prodigalidad de sus dones celes­tiales”. Metódica y claramente va enseñando la Encíclica cómo la misión del Espíritu Santo es prolongación de la de Cristo; cuáles son la naturaleza y las propiedades del Espíritu Santo en el seno del misterio de la Santí­sima Trinidad; el sentido de las apropiaciones trinitarias atribuidas al Espíritu Santo; el papel que Éste desem­peña en la Encamación, en la Redención y en la Iglesia; su constante actividad en los justos del Antiguo y del Nuevo Testamento; su inhabitación en las almas fieles; los múltiples efectos de su gracia, de sus inspiraciones y de sus dones, susceptibles de elevar a los hombres hasta la santidad más alta. Termina el documento pon­tificio sacando las oportunas consecuencias pastorales, exhortando a las almas a que conozcan mejor al Espí­ritu Santo, a que le amen ardientemente, no le ofendan jamás y le invoquen a menudo, siguiendo el ejemplo de la Virgen María, Madre de Jesús, cuyas plegarias apre­

5. A. S. S. (XXIX) 1897, pp. 644*58.

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suraron la Encarnación del Verbo y la bajada del Es­píritu Santo sobre el Colegio Apostólico el día de Pen­tecostés.

El Espíritu Santo continuador de la obra de Cristo

"Por insondables razones, Cristo no quiso realizar Él mismo sobre la tierra toda su misión hasta darle aca­bamiento, sino que remitió al Espíritu Santo la tarea de perfeccionar y terminar la obra que el Padre le había confiado.” Apenas subió al cielo, envió a sus discípulos su Espíritu “procedente tanto de Él como del Padre, llamado a proseguir, haciendo de Intercesor, Consolador y Maestro de la verdad, los trabajos por Él emprendidos durante su vida mortal. A la multiforme actividad del Espíritu Creador del universo, que había “exornado los cielos” ( Iob 26, 13) y "henchido la tierra entera” (Sap 1, 7) en virtud de su poder, estábale reservado por la Providencia el llevar a cabo la obra redentora".

El Espíritu Santo en la Trinidad

La Persona del Espíritu Santo, igual que su acción misma, es inseparable de la del Padre y de la del Hijo. La Iglesia, en sus enseñanzas a los fieles, se cuida mucho, al profesar la distinción entre las Personas divinas, de evitar todo peligro de que se la entienda erróneamente y se interprete como si se tratara de una división y plu­ralidad en la Esencia divina. El dogma básico del cris­tianismo, así como el del Antiguo Testamento, afirma el monoteísmo más puro. “Creo en un solo Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo.” Nunca ha permitido la Iglesia que se disocie, en su culto, a las Tres Personas divinas. "Inocencio X II se negó en absoluto, pese a las vivas instancias que se le hacían, a autorizar la celebración de una fiesta especial en honor a solo el Padre. Y, si bien es cierto que se celebra en particular tal o cual de los misterios del Verbo hecho carne, no existe, en cambio, ninguna fiesta dedicada a honrar únicamente la natura­leza divina del Verbo; y las solemnidades de Pentecostés

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fueron establecidas desde los primeros tiempos no para honrar exclusivamente al Espíritu Santo por Él mismo, sino para conmemorar su venida, es decir, su misión externa.”

A fin de mantener íntegra la creencia de los fieles en la identidad e igualdad de las Tres Personas, la Iglesia ha instituido la fiesta de la Santísima Trinidad. Cuando en sus ruegos se dirige a una u otra Persona, menciona a las demás. Las letanías empiezan por una invocación común a las Tres Personas divinas; las do- xologías son trinitarias; el bautismo y los otros sacramen­tos se administran "en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”. El santo sacrificio de la misa es una ofrenda de Cristo hecha por la Iglesia a la indivisible Trinidad: "Suscipe, Sancta Trinitas!” Todos los salmos acaban con una alabanza a la unidad, a la consustan- cialidad de las Tres Personas en una misma Divinidad: "¡Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, como era en el principio, ahora y siempre!" La Iglesia venera a un solo Dios en Tres Personas; su fe proclama "la Unidad en la Trinidad y la Trinidad en la Unidad".

El misterio de la Trinidad, ¿no es "la sustancia del Nuevo Testamento”, el mayor de los misterios, la fuente y la coronación de todos los restantes? Para conocerle y contemplarle han sido creados los ángeles en el cielo y los hombres sobre la tierra. Este misterio estaba velado en el Antiguo Testamento y para manifestarlo más claramente descendió Dios mismo de la mansión de los ángeles hasta los hombres: "Jamás ha visto nadie a Dios, pero un Dios Hijo Ünico, oculto en el seno del Padre, vino Él mismo a revelárnoslo".

De este modo, todo el movimiento del universo, así como la historia de los hombres toda se ordenan a la visión de Dios. Este fin supremo dirige el gobierno del mundo y la existencia personal de cada uno de los ele­gidos: “La visión de la Trinidad en la Unidad es el fin y el fruto de toda nuestra vida”.6

Antes de escrutar la acción del Espíritu Santo en las almas, es necesario, pues, contemplarlo en la Trinidad.

6. «Cognitio Trinitatis in unitate est fructus et finis totius vitae nostrae» (Sanio Tomás, / Sent., d. 2, q. I, Expositio textus).

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Apropiaciones trinitarias

La tradición cristiana, fundándose en el uso de la Escritura misma en el ejemplo de San Pablo, a fin de penetrar mejor el inescrutable misterio de la Trinidad, utiliza el procedimiento literario de “apropiación”. Sin lugar a dudas, “ las obras de la Trinidad son indivisibles, como la esencia de la Trinidad misma", según el axioma formulado por San Agustín: "indivisa opera Trinitatis sicut et indivisa est Trinitatis essentia", “ la acción de las Tres Personas divinas es tan inseparable como su misma esencia" (De Trinitate I, c. 4 y 5). Pero en virtud de cierta afinidad entre sus obras y las propiedades constitutivas de las Personas, se puede atribuir, o, como hemos dicho "apropiar", tal obra a tal Persona prefe­rentemente. Vestigios, semejanzas e imágenes que per­cibimos en las criaturas nos sirven para representar las Personas divinas. Lo mismo sucede con sus atributos esenciales. Esta manifestación de las Personas por sus atributos esenciales se llama "apropiación", según las enseñanzas de Santo Tomás (I, 39, 7). Por consiguiente, todo lo que pueda sujetarse a la noción de "principio” o de "fuente", como la Omnipotencia creadora, será atribuido y apropiado al Padre, aunque el Hijo y el Espíritu Santo sean con Él el Creador. Todo lo que sea indicio de una afinidad con la inteligencia y la vida del pensamiento le será apropiado al Verbo, mientras que se le atribuirán más particularmente al Espíritu Santo todas las obras del amor. He aquí por qué, aun cuando en nosotros habita toda la Trinidad, se dice que, por la gracia del bautismo, nos convertimos en "templos del Espíritu Santo", viviendo en Él el alma, habitada por Dios como en un santuario de silencio, de adoración y de amor. De este modo, se habla de los “dones del Espí­ritu Santo” por apropiación, aunque en realidad sean, en cada uno de nosotros, los dones de la indivisible Trinidad.

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El Espíritu Santo y la humanidad de Cristo

Era importante situar bien al Espíritu Santo, en su Persona y en su Acción, en el seno de la Trinidad, —ad­vertía León X II I—, antes de analizar su actividad ad extra en la Encarnación, en la Redención y en la Iglesia. Así no caeremos en la tentación de separar la acción del Espíritu Santo de la del Padre y la del Hijo.

Cristo, el Primero, es la obra maestra del Espíritu Santo. "Entre las obras exteriores de Dios, la más notable es el Verbo Encarnado en quien el esplendor de las perfecciones divinas brilla con tal claridad que es im­posible concebir una más grande o más salvadora para la humanidad. Ahora bien, esta obra sublime, realizada por toda la Trinidad es particularmente apropiada al Espíritu Santo. Los Evangelistas nos dicen de la Virgen: "Se halló haber concebido, María, del Espíritu Santo"; y "lo con­cebido en ella es obra del Espíritu Santo" ( Mt 1, 18-20). Con razón se atribuye esta obra a Aquél que es el Amor del Padre y del Hijo, porque este "misterio de piedad” (1 Tim 3, 16) proviene de la infinita dilección de Dios hacia los hombres, como nos lo ha advertido San Juan: "Tanto amó Dios al mundo, que le dio su Unigénito Hijo" ( lo 3, 16). La naturaleza humana fue elevada por este medio a la unión en Persona con el Verbo, dignidad en modo alguno merecida, puro efecto de la gracia, beneficio particularísimo del Espíritu Santo.

La encarnación del Verbo es, pues, obra del Espíritu Santo. No es esto todo: el Espíritu Santo hará de la humanidad de Cristo el escenario privilegiado de todas sus gracias y de todos sus carismas. El alma de Cristo fue colmada desde el primer instante de una plenitud de gracia en alguna manera infinita, y actuaba siempre bajo la moción directa, especial y personal del Espíritu Santo, con la eminente simplicidad y la soberana perfec­ción de un Dios encarnado caminando entre nosotros sobre la tierra. El Salvador del mundo no vivió más que para la gloria del Padre. "Cada uno de sus actos, particularmente su sacrificio, se cumplieron bajo el influjo del Espíritu Santo." "Él se ofreció a Dios por el

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Espíritu Santo como una Hostia sin mancha.’’ 7 "Para quien sopese estas cosas, ¿qué tiene de extraño el que los dones del Espíritu Santo hayan afluido al alma de Cristo? En Él reside tal abundancia de gracia que no la puede haber allí mayor ni más eficaz. En Él: todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia, todos los caris- mas, todas las virtudes, todos los dones predichos por el profeta Isaías." .El Espíritu Santo colmó • al Verbo Encarnado, Hijo Unigénito del Padre, de tal superabun­dancia de bienes espirituales que fue como el descenso de toda la santidad de Dios a un hombre.

El Espíritu Santo y el cuerpo místico

"De una manera deslumbrante, en la fiesta de Pen­tecostés, el Espíritu Santo empezó a repartir sus bene­ficios sobre el cuerpo místico de Cristo con admirable efusión entrevista mucho tiempo antes por el profeta Joel... Entonces, escribió San Juan Crisòstomo, los Após­toles "descendieron de la montaña, no llevando en sus manos las tablas de piedra como Moisés, sino llevando en su alma el Espíritu Santo’’...” ( In Mat. Hom. I : PG 57, 15.) Así se realizó la última promesa de Cristo a sus Apóstoles acerca del envío del Espíritu Santo, quien debía completar sus enseñanzas con sus inspiraciones y sellar su depósito divino: "Muchas cosas tengo aún que deciros, mas no podéis llevarlas ahora; pero cuando vi­niere Aquél, el Espíritu de verdad, os guiará hacia la verdad completa..." ( lo 16, 12-13).

Después, en una página de gran riqueza doctrinal, León X II I sintetiza la función del Espíritu Santo en la vida de la Iglesia. "El Espíritu Santo, que procede del Padre, Verdad eterna, y del Hijo, Verdad subsistente, es Él mismo”, —puesto que Él es Dios— "Espíritu de verdad. Él saca del Uno y del Otro su Naturaleza divina y,.al mismo tiempo, toda verdad con amplitud infinita. Él es quien distribuye a la Iglesia esta misma verdad

7. «Omnis eius actio, praecipueque sacrificium sui, praesente Spi- ritu peragebatur» (San Basilio, De Spiritu Soneto, c. 16). «Per Spiritum Sanctum semelipsum obtulit immaculatum Deo» (Hebr 9, 14).

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con asistencia y apoyo constantes, velando para que ella no caiga jamás en el error, sino que pueda fecundar con superabundancia los gérmenes destinados a llevar los frutos de salvación a todos los pueblos. Como la Salvación de las gentes necesita, hasta el fin de los tiempos, la misión de la Iglesia, el Espíritu Santo otorga a ésta para conservar su vida y aumentar su vigor una fuerza eterna: "Yo rogaré a mi Padre, y Él os dará otro Abogado, el Espíritu de verdad, que estará con vosotros para siempre” (7o 14, 16-17). Por el Espíritu Santo son constituidos los obispos cuyo ministerio engendra no solamente hijos sino padres espirituales, es decir sacer­dotes para gobernar la Iglesia y nutrirla de esta sangre de Cristo que la rescató. "El Espíritu Santo establece los obispos para regir la Iglesia de Dios, que Él adquirió con su sangre” (Act 20, 28). Obispos y sacerdotes, por una gracia insigne del Espíritu Santo, poseen el poder de borrar los pecados, según estas palabras de Cristo a los Apóstoles: "Recibid el Espíritu Santo; a quien per­donareis los pecados le serán perdonados; a quienes se los retuviereis, les serán retenidos" ( lo 20, 22-23). Ninguna prueba demuestra tan claramente la divinidad de la Iglesia como el esplendor de que la ha revestido el Espí­ritu Santo. En efecto, si Cristo es la Cabeza, el Espíritu Santo es el Alma: "El Espíritu Santo es, en la Iglesia, cuerpo místico de Cristo, lo que el alma es para el cuerpo" (San Agustín, Sermo 167 De tempore, c. 4; PL 38, 1231). No se puede concebir ni esperar más larga y des­bordante manifestación del Espíritu. Ésta de ahora es perfecta; durará hasta que la Iglesia militante entre en la gloria, gozosa con el triunfo del cielo”.

En definitiva el Espíritu Santo lo obra todo en la Iglesia, según las perspectivas de la triple misión que le confió su Fundador: enseñar, santificar, gobernar: “Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra; id, pues, enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del H ijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar todo cuanto yo os he mandado”, es decir, conducirlas según mi Ley de Amor. "Yo estaré con vosotros siempre, hasta la consumación de los si­glos.” ( Mt 28, 18-20.)

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Todas las gracias de salvación: nuestra regeneración espiritual, nuestra transformación en Cristo en una "nueva criatura”, nuestra participación de la naturaleza divina, nuestro título de hijos adoptivos de Dios todo nos viene por los méritos de Cristo Salvador, pero por el Espíritu Santo: "Que no habéis recibido el espíritu de siervos para caer en el temor, antes habéis recibido el espíritu de adopción, por el que clamamos: ¡Abba, Padre!" (Rom 8,15.) Él es quien derrama en los corazones la suavidad de su amor paternal. "E l Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios." ( Rom 8, 16.)

Esta regeneración, esta renovación empieza para el hombre en el momento del bautismo. Por este sacra­mento el alma se libera del espíritu impuro y penetra en ella por primera vez el Espíritu Santo que la vuelve semejante a Él: "Lo que nace del Espíritu es espíritu” (7o 3, 6). Este mismo Espíritu se da con plenitud en la confirmación para asegurar la firmeza y el vigor de la vida cristiana. A Él debieron los mártires y las vírgenes sus triunfos sobre los atractivos de la corrupción. El mismo Espíritu Santo se da en Persona: “El amor de Dios se ha derramado en nuestros corazones, por el Espíritu Santo que nos ha sido dado" (Rom 5, 5). No solamente nos concede gracias divinas, sino que Él es su Autor. Él mismo es el Don supremo. Puesto que pro­cede del amor mutuo del Padre y del Hijo, se le titula justamente: "Don supremo del Altísimo”.

Él está en todos los seres del universo por su Presen­cia creadora; sólo habita por su gracia en las almas de los justos, por lo demás, inseparablemente con el Padre y el Hijo. ¿No dijo el Señor: "Si alguno me ama, guarda­rá mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y en él haremos morada"? ( lo 14, 23). — "El que recibe mis preceptos y los guarda, ése es el que me ama; el que me ama a mí será amado de mi Padre, y yo le amaré y me manifestaré a él." ( lo 14, 21). Esta comuni­cación con las Tres Personas divinas constituye la quin­taesencia de la vida espiritual, que nos asimila a la intimidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Esta unión no se realiza más que en esbozo aquí abajo, a

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través de las obscuridades de la fe, pero es ya el mismo Dios de la beatitud quien nos ha hecho gozar de Él por anticipación. "Esta unión admirable, llamada "habita­ción” de Dios en el alma, no difiere de la de los bienaven­turados en el cielo, más que por la condición o el esta­do.” Dios está presente a título de objeto de conoci­miento y de amor. Sin duda, toda la Trinidad habita también en la profundidad del alma; sin embargo, advier­te León X III, esta presencia de habitación y de amistad "se atribuye de una manera especial al Espíritu Santo", porque ella nos establece en el "vivir unidos” con Dios en intimidad de amor. Presente en Persona en el interior de las almas, el Espíritu Santo realiza allí maravillas de gracia. Entre los beneficios y los dones que brotan en el alma con la Presencia del Don supremo, hay que señalar “esas secretas advertencias, esas invitaciones misteriosas que, a impulso del Espíritu, mueven a las almas y sin las cuales no se puede ni comenzar el camino de la santidad ni progresar en él, ni llegar al término de la eterna salvación. Esas palabras interiores, esas influencias ocultas son comparables —como nos dicen las Sagradas Escrituras— al soplo del viento".

Con toda lógica, las enseñanzas pontificias pasan a describir los efectos supremos de esta divina acción en las almas realizada por los dones del Espíritu Santo: "El justo, que vive ya de la gracia y en quien las virtudes desempeñan el papel de facultades del alma, tiene abso­luta necesidad de los siete dones a los que se llama más en particular "dones del Espíritu Santo”. Por estos dones es investida el alma de un aumento de fuerza. Se hace apta para obedecer con mayor facilidad y prontitud a la llamada y a los impulsos del Espíritu. Estas mociones del Espíritu Santo tienen tal eficacia que llevan al hombre hasta las más altas cimas de la santi­dad... Así pues, el Espíritu Santo, procedente del Padre y del Verbo en la eterna Luz de la Santidad divina, Amor y Don todo a la vez, luego de haberse anunciado en el Antiguo Testamento bajo el velo de las figuras, se ha derramado superabundantemente en Cristo y en la Igle­sia, su cuerpo místico. Por su Presencia y por su gracia ha transformado a los hombres, que estaban sumidos en

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la corrupción y en el pecado. La humanidad ha cesado de arrastrarse por la tierra con deseos terrenales. Los hombres se han hecho, en sus aspiraciones y en su vo­luntad, semejantes a los elegidos del cielo”.'

E l culto al Espíriiu Santo

Estos inconmensurables beneficios que la "inmensa Bondad del Espíritu Santo nos hace, oblígannos a tes­timoniarle fervorosa piedad y sumisión”. Es preciso "co­nocerle, amarle e invocarle”.

Conocerle

Nuestro primer deber consiste en ir conociendo cada vez más al Espíritu Santo. Cuanto más se conoce más se ama. "A los predicadores, a todos los que tienen cura de almas incúmbeles el deber de transmitir con celo y penetración todo lo concerniente al Espíritu Santo.”

El Evangelio es el Libro que mejor nos habla del Espíritu Santo. Ningún tratado alcanzará nunca la sen­cillez y la profundidad de las palabras de Jesús cuando anunciaba a sus discípulos la venida del Espíritu Santo, y los Hechos de los Apóstoles son aún su realización más viva.

Amarle

Al Espíritu Santo se le debe amar, primero y por encima de todo, porque es Dios: "Amarás a Yavé, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu poder” (Deut 6, 5). Se le debe amar también porque Él es el Amor primero, sustancial y eterno, y nada hay más amable que el amor. Se le debe amar tanto más cuanto que nos ha colmado de los mayores beneficios, 8

8. «Hoc amplius, homini iusto, vitam scilicet viventi divinae gra- tiae et per congruas virtutes tanquam facultates agenti, opus plane est septenis illis quae proprie dicuntur Spiritus Sancti donis. Horum enim beneficio instruitur animus et munitur ut eius vocibus atque impul- sioni facilius promtiusque obsequatur. Haec propterea dona tantae sunt efficacitatis ut eum ad fastigium sanctimoniae adducant, tantaeque excellentiae ut in coelesti regni eadem, quamquam perfectius, perse- verent.»

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que testimonian su munificencia y exigen nuestra grati­tud. Este amor contiene una doble utilidad muy estima­ble: nos excitará a adquirir cada día un conocimiento más perfecto del Espíritu Santo. Quien ama, —enseña el Doctor Angélico—, no se contenta con una percepción superficial del objeto amado, sino que se esfuerza por descubrir todos sus detalles, hasta los más íntimos, y penetra de tal modo en lo más hondo de su ser que se ha podido decir del Espíritu Santo, que es el Amor mismo: "Él lo escudriña todo, aun las profundidades de Dios” (Suma Teol. I-II, 28, 2; cf. 1 Cor 2, 10). Por otra parte, si le amamos, el Espíritu Santo nos otorgará en abundancia sus celestes dones; porque, si la ingratitud le cierra la mano al bienhechor, el agradecimiento, en cam­bio, le hace abrirla. Pero se ha de vigilar para que este amor no se limite a un árido conocimiento ni a un homenaje meramente exterior. Sino que sea, al contra­rio, un amor pronto a mostrarse en las obras, y, espe­cialmente, en la evitación del pecado, que ofende de modo particular al Espíritu Santo. Puesto que el Espíritu Santo habita en nosotros como en un templo, debemos recordar el precepto del Apóstol: "¡Guardaos de entristecer al Espíritu Santo de Dios, en el cual habéis sido sellados para el día de la redención!" (Eph 4, 30). No le basta al cristiano con evitar el mal, debe también brillar con el resplandor de todas las virtudes a fin de complacer a un Huésped tan eminente y tan bueno. Primeramente, que irradie pureza y santidad, cualidades convenientes a un templo. Por eso el Apóstol dice todavía: "¿No sabéis que sois templos de Dios y que el Espíritu Santo habita en vosotros? Si alguno profana el templo de Dios, Dios le destruirá, porque el templo de Dios es santo, y ese templo sois vosotros” (7 Cor 3, 16-17).

Invocarle

En fin, es necesario invocar al Espíritu Santo: no hay nadie que no tenga gran necesidad de su ayuda y socorro. Desprovistos como estamos de sabiduría y de fortaleza, abrumados por las pruebas, inclinados al mal, todos debemos buscar un refugio cerca de Aquél que es

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"la Fuente eterna de la luz, de la fortaleza y de la consolación." La oración es la palanca que eleva a los santos hasta Dios. ¿Cómo puede esta bella enseñanza de la Iglesia terminar sin una llamada a la oración? "Se debe pedir al Espíritu Santo con asiduidad y confianza que nos ilumine más y más y nos inflame en su amor a fin de que, apoyados sobre la fe y la caridad, marchemos con ardor hacia las reconpensas eternas. ¿No es el Espíritu Santo "prenda de nuestra herencia”?" ( Eph 1, 14).

Obediencia al Espíritu Santo

Todos los consejos que se pueden dar sobre la devo­ción al Espíritu Santo, se reducen a uno solo: Obediencia perfecta al Espíritu de Dios. No negarle nada al Amor. Si, en la Iglesia, los cristianos se mostrasen fieles al Espíritu de su Maestro, la faz del mundo cambiaría. La santidad volvería a florecer en nuestros hogares y por todos los sitios. Miembros eminentes de la jerarquía, sacerdotes y laicos, transformados como los Apóstoles en el Cenáculo, al soplo de un mismo Espíritu de amor, trabajarían con heroísmo para extender el reino de Dios "hasta los confines de la tierra". La Iglesia de hoy, la Iglesia del Concilio, espera este "nuevo Pentecostés” que necesita el mundo entero. La función del Espíritu Santo consiste en encaminar a todos los pueblos hacia Dios por la Ley de Cristo. El alma de la nueva Ley es el Evangelio. El Espíritu Santo habita en las almas para unirlas a Cristo. La humanidad de Cristo las eleva con El hasta el Verbo, y el Verbo, el Hijo Único, las conduce al Padre, para "consumarlas" con Él y en Él, "en la unidad” de la Trinidad. VI

V I

EL ESPÍRITU SANTO Y LA UNIDAD DE LA IGLESIA

El Espíritu Santo lo hace todo en la Iglesia. Nada escapa a su influencia divina. Su actividad se despliega en todos los planos: en el orden de la naturaleza, en el

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de la gracia y en el orden hipostático. Con el Padre y el Hijo, a título de Primera Causa, Él es el Agente rea­lizador del universo de la creación, de la redención y de la gloria. Todas las obras de Dios están marcadas con el sello del Espíritu de Amor, y la acción del Espíritu Santo resplandece con magnificencia única en el misterio del Verbo Encarnado y del Cristo total. El Espíritu Santo y la Iglesia son inseparables: “Allí donde está la Iglesia, allí está el Espíritu de Dios; allí donde está el Espíritu de Dios, allí están la Iglesia y toda gracia.” — "Ubi Ecclesia, ibi est Spiritus Dei; et ubi Spiritus Dei, illic Ecclesia et omnis gratia."9

El Maestro había anunciado a sus Apóstoles que el Espíritu Santo vendría a acabar su obra, que Él condu­ciría a la Iglesia como de la mano, "hacia la posesión de la verdad entera”,10 11 “enseñándoles todas las cosas y recordándoles todo lo que Él mismo les había dicho".'1 El Espíritu del Padre está siempre aquí, asistiendo a la Iglesia en las decisiones mayores de su jerarquía y en el ejercicio de todos sus poderes. Permite los desfalle­cimientos y el mal para que un día resplandezcan mejor la Omnipotencia y la misericordia divinas. El Espíritu del Hijo está presente asimismo en cada uno de los miembros de su cuerpo místico, inspirándole los menores pensamientos, obrándolo todo, hasta las más mínimas acciones. "No se puede pronunciar el nombre de Jesús sin el Espíritu Santo",12 nos afirma San Pablo. Nada se hace en la Iglesia sin Cristo y sin el Espíritu.

1. EL E S P ÍR IT U SANTO: A LM A DE LA IG LESIA

La tradición cristiana nos ha transmitido una fór­mula especialmente evocadora de esta influencia constan­te y universal del Espíritu Santo, designándole como el "Alma de la Iglesia".

El genio de San Agustín se había servido ya de esta

9. San Ireneo, Adv. haer., III, 24, 1; PG, 7, 966.10. lo 16, 13.11. lo 14, 26.12. / Cor 12, 3.

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fórmula para hacer ver cómo el mismo Espíritu puede producir infinita variedad de gracias y carismas en la Iglesia, igual que el alma humana, una en su esencia, realiza operaciones multiformes según las diversas fa­cultades que pone en juego: ve por los ojos, oye por los oídos, trabaja por medio de las manos, camina con ayuda de los pies. Esto mismo sucede con las múltiples activi­dades del cuerpo místico de Cristo, bajo la animadora influencia del Espíritu Santo.13

Idéntica concepción fundamental de la Iglesia se encuentra en Santo Tomás de Aquino. Para él la Iglesia es: el cuerpo místico de Cristo animado por el Espíritu Santo.14

El magisterio de la Iglesia ha homologado esta en­señanza. El Papa León X III declara: "Si Cristo es la cabeza de la Iglesia, el Espíritu Santo es el alma”. "Hoc affirmare sufficiat quod cum Christus caput sit Ecclesiae, Spiritus Sanctus sit eius anima."15

¿En qué sentido es el Espíritu Santo el Alma de la Iglesia?

No precisamente en el sentido de "forma" substancial creada, inherente, constituyendo con el cuerpo de la Igle­sia un solo ser físico, indivisible, como el compuesto hu­mano; eso daría a la palabra "alma”, un sentido panteísta inadmisible. El Espíritu Santo, Ser Increado, Acto puro, no puede hacer el papel de "alma”, de "forma", de prin­cipio vital más que en sentido analógico, de una trans­cendencia infinita. Bajo las consiguientes reservas y pre­cauciones, se puede atribuir al Espíritu Santo una triple función en la Iglesia, a título de Causa eficiente, final y ejemplar. Un texto pontificio señala bien los dos primeros aspectos de la causalidad eficiente y final del Espíritu Santo en la vida de la Iglesia: "É l es quien, insuflando la vida sobrenatural en todas las partes del cuerpo, debe

13. San Agustín, Contra Fausto 21, 8; PL, 42, 392. Sernto 187.14. Santo Tomás: «Sicut videmus quod in uno homine est una

anima, et unus Corpus, et tamen sunt diversa membra ipsius, ita Ecclesia catholica est unum corpus et habet diversa membra. Anima autem, quae hoc corpus vivificat, est Spiritus Sanctus» ( In symbolum apostolorum).

15. León XIII, Encícl. Divinum illud munus, 9 de mayo, 1897.

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ser considerado como el Principio de toda acción vital v verdaderamente salvadora... Él es, también, quien, dando cada día a su Iglesia, bajo el soplo de la gracia, nuevos crecimientos, rehúsa empero habitar con su gra­cia santificante en los miembros totalmente separados del Cuerpo".16 La presencia de inhabitación, a título de conocimiento y de amor, está, pues, reservada a aquellos que viven en la amistad de Dios.

La causalidad eficiente es la más manifiesta. El Cre­do exalta la energía “vivificante” del Espíritu Santo: “et vivificantem". En virtud de su naturaleza divina, indi­visiblemente con el Padre y el Hijo, el Espíritu Santo obra en la Iglesia todo aquello que hace resaltar el l’oder de Dios. Su presencia es creadora y atañe a todos los seres del universo. Innumerables textos de la Es­critura, Padres de la Iglesia, doctores y teólogos, maes­tros espirituales, nos han dejado descripciones de los maravillosos efectos del Espíritu de Amor. La Liturgia de la Iglesia se muestra particularmente rica sobre este punto. El "Veni Creator Spiritus” evoca su Omnipotencia creadora, y el "Veni Sánete Spiritus”, la bellísima se­cuencia de Pentecostés, indica su acción secreta en las almas:

"Ven, Espíritu Santo, y envía del cielo un rayo de tu Luz."

"Ven, Padre de los pobres. Ven, dador de los dones. Ven, luz de los corazones."

“Lava lo que está sucio. Riega lo que está seco. Sana lo que está herido.”

"Concede a los fieles que en Ti confían, tus siete dones sagrados."

"...Da de la virtud el mérito. Da un término dichoso, y da el perenne gozo."

En la Iglesia, el Espíritu Santo es la Fuente de todos los bienes de Dios.

Hay otro aspecto, más profundo, de la función del Espíritu Santo, a título de causa final, unificadora, de

16. Pío XII, Encícl. Mystici Corporis; A. A. S. (XXXV) 1943, PP. 219-220.

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todas las aspiraciones de la Iglesia, punto de convergen­cia y término de todo el universo de los espíritus: án­geles y hombres. Esta perspectiva, insospechada por mu­chos o inexplotada, ocupa, sin embargo, el primer lugar en el pensamiento de un Santo Tomás de Aquino. Los más recientes documentos del magisterio lo han subra­yado igualmente con gran fuerza, insistiendo en su Presencia inhabitadora en la Iglesia mediante las con­tinuas e invisibles misiones del Verbo y del Espíritu Santo. "Las personas divinas, nos recuerda Pío X II, habitan en nosotros y están presentes en las criaturas, dotadas de inteligencia, de una manera inescrutable. Se entra en contacto con Ellas por vía de conocimiento y de amor, de un modo verdaderamente íntimo y singular, que trasciende todo el orden de la naturaleza. Si quere­mos intentar obtener alguna idea de ello, no debemos despreciar este método, que para temas como el que nos ocupa, recomienda el Concilio Vaticano I (Ses. I II , Const. de fide catholica, c. IV), es decir, el estudio comparado de los misterios entre sí y con el fin último al cual están ordenados. Nuestro sapientísimo predecesor, León X III, de feliz memoria, tiene razón, hablando de nuestra unión con Cristo y de la inhabitación en nosotros del Espíritu Santo, al invitarnos a volver la mirada hacia esta visión beatífica por la que, en el cielo, nuestra unión mística con Dios encontrará su remate y su perfección suprema. Esta admirable unión, nos dice, que se llama "inhabitación de Dios dentro de nosotros” no difiere más que por la condición o el estado de aquélla en la que Dios abraza a sus elegidos beatificándoles." (León X III, Divinum illud munus; A. A. S., XXIX, p. 635.) En esta visión nos será dado, de una manera inexpresable, con­templar al Padre, al H ijo y al Espíritu Santo con la mirada del alma iluminada por el Altísimo, asistir desde muy cerca durante toda la eternidad a las procesiones de las Personas divinas y gozar de la beatitud misma que constituye la felicidad de la Santísima e Indivible Tri­nidad".17

En el cielo, la Trinidad se convertirá en el Lazo de

17. Pío X II, Encícl. Mystici Corporis; A. A. S ., 1943. p. 232.

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unión de toda la Iglesia de Cristo, en un mismo Verbo, en un mismo Espíritu de Amor. Aquí en la tierra, la Tri­nidad toda habita en el alma de los justos, según las palabras del Maestro: "Si alguno me ama, guardará mi palabra y mi Padre le amará también y nosotros ven­dremos a él y en él haremos morada".18 Llegamos aquí a uno de los temas principales de la Biblia: la inhabita­ción de Dios en medio de su pueblo. La Jerusalén celes­tial, la Iglesia de la gloria, será la morada perfecta del Dios viviente. El mismo Dios-Trinidad constituirá el ob­jeto único sobre el que converja la mirada de todos los elegidos, el fin de todos los deseos de la Iglesia pere­grina, el Término supremo en que se operará, en el Verbo, Pensamiento del Padre, la consumación de todos los miembros del cuerpo místico de Cristo en la unidad de la Trinidad. La Esencia divina, captada directamente, sin ningún intermediario creado, hará el papel de “for­ma” de nuestras inteligencias, “ forma" unificadora de toda la Iglesia de Cristo. Esta presencia de la indivisible Trinidad en el interior de las almas y de los espíritus, a título de objeto, en la claridad del Verbo y en el aliento del Espíritu de Amor, hará a las Tres Personas divinas más intimamente presentes que el alma en su propio cuerpo, presencia "por modo de objeto”, por via de finalidad, presencia de gracia e inhabitación, no en el orden del ser sino en el del conocer, no en el plano ontològico, sino en el intencional de la inteligibilidad y de la efectividad. La Iglesia del cielo vive del mismo Pensamiento* Increado que Dios Padre, al ritmo de un mismo Espíritu de Amor.

La indivisible Trinidad, convertida así en la "forma” misma de la Iglesia, nos hará entrar en comunión con su propia vida de Pensamiento y de Amor, a imitación de las relaciones "por circuninsesión” de las Tres Per­sonas divinas. La Iglesia hallará entonces, en la comu­nicación de la Vida divina entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, el ejemplo supremo de su unidad: "Padre, que sean uno, como Nosotros".19 En definitiva, la Iglesia es la Trinidad, Alma del Cristo total.

18. ¡o 14, 23.19. lo 17, 22.

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2. U N ID A D DE PERSONA

En la Iglesia lo opera todo el Espíritu Santo así en el plano del ser como en el del actuar: realización de la Encarnación del Hijo de Dios y formación del cuerpo místico de Cristo; iluminación de las almas y del mundo de los espíritus puros; inspiraciones de todos los mo­vimientos de amor, de adoración, de acción de gracias, de arrepentimiento y de la práctica de todas las virtudes; mociones continuas para permitir a sus miembros llevar adelante todas sus acciones, las más manifiestas y las más ocultas; animación del culto eclesial y de la plegaria íntima, en unión con Cristo-Sacerdote, ünico Mediador en la alabanza y en la redención; dirección de las concien­cias y asistencia especial a la jerarquía; encaminamiento de todos los pueblos hacia la casa del Padre, para for­mar, con los ángeles y los hombres de todas las razas y de todos los tiempos, una sola Familia divina, llamada a "consumarse” en el Verbo, "en la unidad” de la Tri­nidad.

El Espíritu Santo es quien ha dado a la Iglesia el Cristo, y, con Él, todo un cuerpo místico, en el instante de su Encarnación en el seno de la Virgen María. Él quien mantiene a la Iglesia en su ser de naturaleza y de gracia, en su santidad y en su jerarquía. La Iglesia le debe al Espíritu Santo su estructura básica, sus líneas de fuerza más fundamentales y toda su potencia de acción. Cabe decir de la Iglesia lo mismo que se dice de Cristo: "de Spiritu Sancto... ex María Virgine”. La Iglesia es obra, indisoluble, de Cristo y de María. Uno y otra han formado al Cristo-Cabeza y le siguen "formando” diariamente en cada uno de los miembros de su cuerpo místico hasta la edificación del Cristo total.

Idéntica Personalidad hace subsistir a la Cabeza y a los miembros. Habría sido monstruoso que el Cristo- Cabeza fuese "concebido del Espíritu Santo y nacido de la Virgen María” sin sus miembros, sin su Iglesia que es su "complemento, su pleroma".10 Cristo sólo se com-

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pietà en nosotros. La función toda del Espíritu Santo sobre la Iglesia se esclarece, en suma, cuando se ha com­prendido la identidad y la unidad del Cristo total. La misma Personalidad increada del Verbo sostiene à la Cabeza y a los miembros, uniéndolos en una misma "subsistencia mística" que es un misterio y una realidad inefable.

Se impone hacer algunas precisiones para no dar a esta personalidad eclesial un sentido panteista o pan- crístico inaceptable.

Se deben distinguir en el Verbo Encarnado tres modos de subsistencia:

— primero, como Verbo eterno, "en" su naturaleza divina y "por" ella;

— segundo, como Verbo encarnado, "en" su natura­leza humana, no “por" ella;

— tercero, como Jefe de la Iglesia, "en" su cuerpo místico, por derivación de su gracia capital, arraigada ella misma en la unión hipostática, respetando en cada uno de sus miembros su irreductible personalidad física.

El Verbo eterno, el “Hijo único del Padre", subsiste "en" su naturaleza divina y “por” ella, como por su elemento constitutivo. Es Dios y proviene de Dios, "Luz de Luz”, un Dios "engendrado, no creado", Deum de Deo, Lumen de Lumine, genitum non factum”. Toda lo que hay de realidad ontològica, de Esencia y de Existen­cia, de Perfecciones innumerables e ilimitadas en su Increada Personalidad, viénele de Su naturaleza divina, recibida del Padre por vía de eterna generación. Él es Yavé, "Aquél que Es”, el Ser Subsistente, el Acto Puro, el Existente Eterno. Su encarnación entre los hombres, la creación de nuestro universo y de miríadas de millo­nes de mundos posibles, las inagotables riquezas de su gracia capital de Cristo, la fundación y el crecimiento de su Iglesia nada sustancial pueden añadir a la infinita plenitud de su Ser divino. Las creaturas no hacen número con Dios; no se adicionan a su Creador: son sólo un resplandor de Él mismo, una participación de la Increada belleza del Verbo, seres precarios, meras copias hechas

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a base de la nada, simples reflejos contingentes del In­mutable Ser.

La Personalidad del Verbo, formalmente constituida "por” su Naturaleza divina procedente del Padre, se iden­tifica con todos los insondables abismos de la Divinidad. El Hijo es igual al Padre, Dios por Él, mas como Él, Uno con Él, en la posesión de una misma Unidad divina: "Mi Padre y Yo somos Uno”.21

La personalidad del Verbo Encarnado no es otra que la del Verbo etemal extendiéndose a una naturaleza hu­mana asumida y que le viene de fuera, no como un aña­dido accidental, sino como una naturaleza creada admi­tida a entrar en comunión con la Personalidad eterna del Hijo Ünico del Padre, en una misma Existencia In­creada. Un solo Verbo, una sola Filiación eterna, una sola Personalidad, pero subsistente, desde la Encarnación, en dos naturalezas infinitamente distantes cuya unión se opera en la hipóstasis misma del Verbo, segunda Persona de la Santísima Trinidad. Esta naturaleza huma­na unida al Hijo en el tiempo no le añade nada a su Preexistencia eterna, sino que ella misma viene a adquirir infinito valor por la dignidad de la Persona divina en la que verdaderamente subsiste, no constituyendo con ella más que una única Realidad en dos naturalezas, en una unión hipostática que supera en intimidad todas las formas posibles de unión: en la Unidad Increada de la Trinidad. Aunque entre sus dos naturalezas, la divina y la humana, hay una diversidad infinita, el Verbo Encar­nado es más "uno” que nosotros mismos lo somos en la unidad sustancial de nuestra alma con nuestro cuerpo. Una misteriosa comunión de las propiedades de sus dos naturalezas permite a su mismo "Y o ” expresarse personalmente mediante cada una de las dos. Puede, así, hablar a su Padre, en su nombre personal, con Igualdad, como Otra Persona divina a otro "Y o” divino: "Padre, Tú y Yo, y Yo en ellos, consumados con Nosotros en la unidad". Puede hablarle también en nombre de sus hermanos, con quienes Él participa de idéntica naturaleza

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humana y de quienes es Él el Mediador y el Salvador. "Padre, Yo quiero que allí donde Yo estoy, aquellos que Tú me has dado estén también conmigo: en la gloria.” "Uno de los Tres” es quien ha venido, ha sufrido su dolorosa Pasión, ha muerto para divinizarnos: "Unus de Trinitate passus est”.22

Estos dos primeros modos de subsistencia del Verbo ponen de relieve el orden metafísico y el físico en la uni­dad absoluta de una misma Personalidad y de un Ser idéntico.

Hay un tercer modo de subsistencia que pertenece a otro plan, misterioso, al cual, por este misterio, se le denomina "místico”. Llegamos aquí al punto céntrico de la constitución de la personalidad eclesial. Interesa que lo examinemos despacio:

Una personalidad es un todo indivisible constituido por la síntesis de todas las perfecciones que pueden en­riquecer a un ser dotado de inteligencia. Así, la personali­dad de un hombre integra en él, en armonía y unidad, todas las cualidades del mundo mineral, del mundo ve­getal, del mundo animal, todos los valores del espíritu y, por añadidura, todos los bienes del mundo de la gracia y de la gloria. Está sometida a la doble ley de las condi­ciones humanas: aumento y disminución. Una personali­dad se conquista y se pierde.

Parecidamente, la Personalidad del Verbo es viva sín­tesis del universo con Dios. Implica la infinita grandeza de la unión hipostática y todas las riquezas de su gracia capital. Este valor de gracia es tan alto que todos los bienes espirituales de su Iglesia reunidos no pueden aña­dirle nada a su infinita plenitud, como tampoco los seres todos del universo entero pueden añadir cosa alguna al Ser de Dios. Igual sucede con Cristo y con la Iglesia. Las riquezas infinitas de su Personalidad de Verbo hecho carne pueden prodigarse en todos los miembros de su cuerpo místico sin añadir nada a su dignidad personal de Hijo de Dios, a su gracia, a su gloria esencial, a su beatífica visión de Dios, a su amor, a su omnipotencia

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redentora. Las derivaciones de su gracia capital se mul­tiplican en la Iglesia sin proporcionarle ningún aporte sustancial. Pero ¡qué enriquecimiento no supone para la Iglesia al ser admitida a participar de los beneficios sobrenaturales de la infinita plenitud de la gracia capital de Cristo, a su Filiación personal de Verbo Encarnado, a su Eterna Divinidad! Si Adán y Eva no hubiesen pe­cado, la raza humana habría recibido, al nacer, el título de hijos adoptivos de Dios, solidarizados todos los hom­bres con el estado de gracia del primer hombre y la primera mujer. "¡O felix culpa!” "¡Feliz caída!" que nos valió la Encarnación del Verbo y el ser “hijos en el Hijo", miembros vivos del Verbo Encarnado, vinculados a Él orgánicamente, y entre nosotros, por una partici­pación física, ontològica, real, de una misma gracia capital, constitutiva de un Cristo total, por el que circula la misma vida cristiforme, animada por el Espíritu mismo del Hijo.

El Espíritu Santo ha constituido al Verbo, Hijo de Dios, en la carne, añadiéndole, en el mismo instante de su Encarnación, todo un cuerpo místico que forma uni­dad con Él. El Espíritu Santo, pues, formó simultánea­mente, en el seno de la Virgen María, la Personalidad del Verbo Encarnado y todos los miembros de su Iglesia. La Cabeza y los miembros no hacen más que "Uno".23 Esta doctrina capital explica la unidad indivisible de la Iglesia:

— afirmada por Jesús mismo: "lo que hiciéreis a uno de estos mis hermanos menores, a Mí me lo habréis hecho";24

— formulada tantas veces por San Pablo: ya no exis­ten diferencias entre los hombres; en adelante serán todos “uno en Cristo";

— desarrollada por el genio de San Agustín en su doctrina del "Cristo total”;

— analizada científicamente por los grandes doctores de la Iglesia y por la teología clásica, que enseñan que

23. Gal 3, 28.24. Mt 25, 40.

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"toda la Iglesia, Cabeza y miembros, no forman más que una sola persona mística";

— ratificada por el magisterio eclesiástico, que decla­ra: “ la Iglesia es Cristo”.25

¿Cómo puede explicarse este misterio de unidad?El Espíritu Santo, que ha unido la Personalidad del

Verbo a la humanidad de Jesús, prolonga su acción sobre todos los miembros de Cristo, divinizándoles. Él, que ha dado al alma de Cristo infinita plenitud de gracia, da a cada uno de sus miembros una participación en esta gracia capital del Verbo Encarnado. Una gracia aná­loga de filiación, a imagen del Hijo Único del Padre, circula por todos los miembros vivos del Verbo hecho carne, como por un mismo organismo en el que cada parte, sucesivamente, viene a insertarse y a integrarse bajo la acción del Espíritu Santo.

Bajo la acción eficiente del Espíritu Santo, es decir, hablando con rigor, bajo la acción de la Causalidad Primera e indivisible de toda la Trinidad, la Personalidad divina del Verbo ha venido a terminar la acción gene­radora de María sobre la humanidad de Jesús, para elevarla al orden hipostático y a la dignidad infinita de la Personalidad Increada del Verbo. No de otra manera, el Espíritu Santo, es decir, la Trinidad toda, a medida que se suceden las generaciones humanas, va incorpo­rando a los hombres al Cristo, mediante el bautismo y los demás sacramentos, integrándolos en una misma per­sonalidad mística, haciéndoles comunicar, por la gracia de adopción, con su filiación eterna, y, por los caracte­res sacramentales, con su sacerdocio de Verbo Encar­nado. Tal es el beneficio que se le concede a quien consiente, bajo la acción de la gracia, en “nacer del agua y del Espíritu”.26

El mismo Espíritu Santo ha formado a Cristo, nuestra Cabeza, y le “ forma” en sus miembros, con miras a la edificación de un mismo "Cristo total” que "sostiene", de manera misteriosa pero real, en su ser de gracia, la Personalidad increada del Verbo Encarnado. Misterio de

25. Mystici Corporis, A. A. S., 1943, p. 218.26. lo 3, 5.

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unidad que el magisterio de la Iglesia nos presenta, en el realismo de su fe, como una identificación con Cristo, no ya material, ontològica, —absurdo que suprimiría nuestra irreductible personalidad física—, sino consisten­te en una identidad mística con Cristo, en el plano de nuestro ser de gracia y de nuestro actuar, identidad por la que se nos otorga el ser partícipes de la gracia capital, de todos los méritos, de todas las expiaciones, de todo el valor meritorio, satisfactorio e impetratorio de la acción redentora de Cristo en la cruz, haciéndonos comu­nicar con todos los sentidos del Cristo-Sacerdote y per­mitiéndonos que nos apropiemos sus infinitos mereci­mientos.

De la unidad de personalidad del Cristo total viénele a la Iglesia ima de sus propiedades básicas: la catoli­cidad.

La llamada Contrarreforma, o reforma católico-triden- tina, con sus preocupaciones apologéticas se cuidó de examinar una y mil veces las notas externas distintivas de la verdadera Iglesia de Cristo: una, santa, católica, apostólica y romana. Procedimiento éste muy legítimo —y que ha prestado grandes servicios— pero que ya es hora de superar refiriéndonos inmediatamente a la Fuen­te suprema de aquellas notas: a Cristo en su Divinidad. La unidad, la santidad, la catolicidad y aun la romanidad de la Iglesia derivan de la Trinidad. La unidad eclesial es la multiforme proyección sobre el universo de la indi­visible unidad del Ser y del Obrar divino. Su Santidad implica, bajo el impulso del Espíritu Santo, todo el movimiento de retorno de las creaturas inteligentes hacia Dios, por las invisibles misiones del Verbo y del Espíritu de Amor, hasta la "consumación” de la Iglesia "en la unidad” de la Trinidad. La catolicidad de la Iglesia no es otra cosa que el desarrollo del Cristo total en el espa­cio y en el tiempo. La Iglesia recibe el calificativo de "romana” por su sujeción a Pedro, el Príncipe de los Apóstoles, mandatario de Cristo, que, a su vez, era el Enviado del Padre: "Como mi Padre me ha enviado a mí, así os envío Yo a vosotros”.27 La Iglesia del Verbo

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hecho carne es, por ende, la expresión viva y visible, bajo la guía del sucesor de Pedro, de la unidad, la santi­dad, y la caridad apostólica y universal de la Trinidad indivisible.

La catolicidad de la Iglesia brota, lo mismo que una propiedad dimana de la esencia, de la unidad del Cristo total. Ella está llamada a configurar, bajo las diversas modalidades históricas, la unidad integral del Cristo to­tal. Pero es el Espíritu Santo el que imprime a todos los miembros de un mismo cuerpo místico el sello de su unidad. Él es el Principio supremo, que anima de un mismo movimiento espiritual:

— en la cima del universo de la Redención: al Verbo Encarnado, Cabeza de la Iglesia, Sacerdote y Rey, "Ünico Mediador entre Dios y los hombres" ; 21

— cerca de Él, asociada a toda su obra, a título de corredentora: a su Madre, hecha también la nuestra y la Madre de toda la Iglesia;

— a las dos fracciones, la triunfante y la sufriente, de la Iglesia, compuesta por la inmensa multitud invisible de los ángeles y de los santos;

— después, a la jerarquía sucesiva de sus papas, de sus obispos, de sus sacerdotes, de sus diáconos;

— en fin, al conjunto de todos los fieles, que llevan también ellos el sello del real sacerdocio de Cristo, Sa­cerdote y Rey;

— a todos, que no hacen sino "uno" en Cristo, animado por el mismo Espíritu.

3. U NID AD DE PE N SA M IE N T O

La unidad de persona del Cristo total traerá consigo la unidad de oración en todos los dominios: en el del pensamiento, en el del amor y los sentimientos, en el de la acción, en el del sacerdocio, en el de las relaciones espirituales, en el de lá finalidad.

Todos los miembros del cuerpo místico de Cristo par­ticipan, por la gracia de la adopción, en la Filiación

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eterna y en la personalidad increada del Verbo, y son ilu­minados por su propia claridad.

En la Iglesia no hay sino una Luz: el Verbo, Pensa­miento eternal del Padre, Palabra hecha carne entre los hombres. El Verbo es la Luz de Dios en los esplendores de la Trinidad, y, en grados diversos, Él es la única luz de los ángeles y de los hombres. Todas las luces del Antiguo Testamento son sólo, en definitiva, un rayo de la claridad del Verbo, un eco de la Palabra Increada. "Muchas veces y en muchas maneras habló Dios en otro tiempo a nuestros padres por ministerio de los profe­tas; últimamente, en estos días, nos habló por su Hijo,... esplendor de su gloria e imagen de su substancia. " 29 El menor destello de fe pertenece al mismo orden que el Verbo, del que es participación. A lo largo del multimi- lenario desarrollo de la Revelación divina en medio de los hombres, se desenvuelve una misma verdad divina que los elegidos son llamados a contemplar “cara a cara". Así, desde el Génesis hasta el Apocalipsis, ante los ojos maravillados de los hombres, se va descorriendo progresivamente el velo que encubre el rostro de Dios. Bajo distintos regímenes históricos, prosíguese una mis­ma "economía de la salvación” comenzada cuando la creación de los ángeles y continuada luego con la de los hombres en las oscuridades de la fe, pero que vendrá a completarse, al final de los tiempos, en Dios, en la visión de su propio Pensamiento eterno. Las generaciones hu­manas se suceden en una serie indefinida de culturas y civilizaciones, pero es la misma luz divina la que penetra en el espíritu de los hombres de todos los tiempos. El mismo Dios de la Verdad ha hablado por boca de los Profetas y de los Apóstoles. A través de la Iglesia nos habla todavía Dios por medio de su Hijo.

Aun tratándose del pensamiento cristiano, sería utó­pico soñar en una unidad absoluta. La extremada diversi­dad de los temperamentos, la innúmera variedad en punto a formación intelectual, profesional, artística y en punto a ambientes vitales, la cantidad enorme de prejuicios que van ligados inevitablemente a los distintos

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medios sociales y religiosos, apartados por completo unos de otros y extraños entre sí... todo esto contribuye a introducir y acentuar notables divergencias en los modos de ser y de pensar, aunque no destruya la básica unidad de una misma profesión de fe. ¿Cómo exigir absoluta identidad de juicio a un chino, un japonés, un americano, un ruso, un alemán y un francés sobre un suceso cualquiera del que la prensa, la televisión y la radio les hacen, según los distintos intereses que se tercien, diversas presentaciones incompletas y deforma­das? Hay que saber aceptar con caridad estas modalida­des de las perspectivas dentro de una misma visión cristiana del mundo. Los Evangelios y los restantes es­critos del Nuevo Testamento, ¿no tienen también la marca de esta diversidad y de esta complementariedad en la toma de conciencia, por diferentes hombres, de un mismo mensaje de Dios?

No obstante, la Iglesia vigila, con un cuidado extremo, por conservar en la inteligencia de sus fieles una visión concorde de los misterios cristianos y de las estructuras fundamentales del mundo. Deja a los hombres organi­zarse libremente sus existencias individuales y sociales en el plano de lo temporal. Respeta todos los regímenes políticos. No se mezcla en los intereses humanos, sino cuando surge, en la manera de dirigirlos, alguna inci­dencia directa o indirecta sobre el reino de Dios. Enton­ces, interviene para recordar a los hombres su vocación divina y, si es preciso, para recordarle al César los derechos de Dios.

Basta con que constatemos la masa de ideas incohe­rentes, de errores y de prejuicios del espíritu humano, para que nos demos cuenta de que, a través de una mu­chedumbre tan grande de mentalidades y de naciones diversas, el mantenimiento de la unidad de la fe es un signo de la Presencia de Dios. El Espíritu Santo asiste y dirige manifiestamente a la Iglesia en su misión de verdad. El milagro de Pentecostés se perpetúa a diario en la Iglesia, sin el brillo de los carismas y de las glosolalías, pero con la misma fuerza divina de la verdad.

Esta unidad de la Revelación divina y de la fe cristia­na es obra del Espíritu Santo. El Padre nos habla

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siempre por su Hijo, en el Espíritu. “Movidos del Es­píritu Santo” —afirma San Pedro— "hablaron los hom­bres de Dios.” 30 Y la fe cristiana proclama que el Es­píritu Santo “nos hablaba por los Profetas”, "qui locutus est per Prophetas”. Jesús mismo nos había anunciado con insistencia la acción iluminadora del Espíritu Santo, que vendría a concluir su propia misión evangelizadora. Desígnale como un "Espíritu de verdad”: "Cuando viniere Aquél, el Espíritu de verdad, os guiará hacia la verdad completa, porque no hablará de sí mismo, sino que habla­rá lo que oyere y os comunicará las cosas venideras. Él me glorificará, porque tomará de lo mío y os lo dará a conocer.” 31 32

El milagro de la unidad de la fe es obra del Espíritu Santo. El mismo Espíritu ilustra a los miembros jerár­quicos de la Iglesia y a los simples fieles. Toda verdad desciende, en la Iglesia, del "Padre de las luces” 33 por el Verbo, al soplo del Espíritu.

Por encima de las divisiones de los hombres, la in­falible asistencia del Espíritu, prometida a Pedro y a sus sucesores, nos garantiza que la Iglesia no se desviará jamás de su misión de verdad. Como el día de Pentecos­tés, habita el Espíritu Santo plenamente en la Iglesia de Dios. Gracias a Él, habla la Iglesia todas las lenguas y entiende cada cual en su propio idioma el mismo mensaje de Dios.

4. UNIDAD DE AMOR

Las Sagradas Escrituras nos traen a menudo a la memoria que en el origen de todas las obras de Dios "ad extra" se halla el amor. Dios creó el universo por amor y rescató al hombre por amor. Los textos sagrados nos enseñan que el amor es el motivo perpetuo de la intervención de Dios en la historia de los hombres. "Él nos amó primero.” 33 En la obra de nuestra salvación todo es gracia y misericordia, todo es amor. La señal

30. 2 Petr 1, 21.31. l o 16, 13-14.32. loe 1, 17.33. 1 lo 4, 10.

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por excelencia de este amor de Dios a nosotros es la donación de su Hijo: "De tal manera amó Dios al mundo que le ha dado su Hijo Unigénito”.34 35 — Por un exceso de amor es por lo que se inclinó sobre nuestras vidas pecadoras para divinizarlas. “Dios, que es rico en miseri­cordia por el gran amor con que nos amó, y estando nosotros muertos por nuestros delitos, nos dio vida por Cristo —de gracia habéis sido salvados—, y nos resucitó y nos sentó en los cielos por Cristo.”33 — "El Padre os ama”,36 afirmaba Jesús a sus discípulos, y elevaba esta suprema plegaria: "Que el amor con que Tú me has amado esté en ellos y Yo en ellos".37

Todos los santos han comprendido este mensaje de amor. San Francisco de Sales escribía en la primera página de su Tratado del amor de Dios: "Todo es por el amor, en el amor, para el amor y del amor, en la Santa Iglesia”. Una inmensa corriente de amor parte del Padre, pasa por el Hijo y por el Espíritu Santo, invade el mundo de los ángeles y de los santos que están en la gloria, inspira todos los combates que la Iglesia militante libra por Dios, anima todos los actos del cuerpo místico de Cristo, recorriendo toda la Iglesia de Dios. Por ser amor es el Espíritu Santo el Alma de la Iglesia, su Principio de Vida, que reúne en la unidad de un mismo Espíritu, por la comunión de los santos, a todos los habitantes de la tierra y del cielo. La caridad es el alma creada de la Iglesia, que el Espíritu Santo mismo difunde en los corazones. Esta caridad constituye la "forma” de todas las virtudes cristianas, el principio del movimiento es­piritual de la Iglesia entera. El Espíritu Santo, que di­funde la caridad en el mundo de los ángeles y en las almas, hace que de esta caridad divina brote la práctica de todas las demás virtudes, de una manera ordinaria en los principiantes y en los ya adelantados, pero, en los perfectos y en los santos, de manera sobrehumana, deiforme, característica del superior régimen de los dones. Importa que tomemos conciencia de esta divina

34. lo 3, 16.35. Eph 2, 4-7.36. lo 16, 27.37. lo 17, 26.

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Fuente. Los verdaderos “hijos de Dios son guiados por su Espíritu”.3* El Espíritu Santo dirige el mundo de las almas: Es el alfa y omega, el Principio y el fin de todos los actos humanos. El genio de Aristóteles vislumbraba el cosmos suspendido del Acto Puro mediante el deseo; la fe cristiana nos descubre todo un universo, incom­parablemente más bello, de espíritus puros y de almas rescatadas por Cristo, arrastradas por el inmenso mo­vimiento de retorno de todos los seres hacia Dios, ten­diendo hacia Él por el amor, para ser en Él "consumados en la unidad” de la Trinidad.

Si en el "cara a cara” es el Verbo la "Forma” supre­ma, unificadora de la Iglesia de Cristo, quien prepara en cada uno de nosotros la intensidad de aquella visión es el Espíritu Santo. A los ojos del Eterno, el valor de una vida se mide por el peso de su amor. A la luz de este criterio más importante, ¿qué se nos da de nuestro pues­to, humilde o encumbrado, en la Iglesia? Piénsese en la Virgen de Nazaret y, más próxima a nosotros, más a nuestro alcance, en una Teresita de Lisieux. Cierto que, por haberlo querido así el Fundador de la Iglesia, hay en ella una jerarquía de funciones y de poderes que le proporciona admirable estructura asegurando su misión divina; pero, nuestra verdadera pertenencia a la Iglesia, cuerpo místico de Cristo, se mide no por nuestro cargo externo, por nuestra función o dignidad, sino por nues­tro amor, por nuestro grado de unión y de docilidad al Espíritu Santo. Cuando, llegado el fin de los tiempos, reaparezca Cristo en su gloria para juzgar a las naciones, todos los valores humanos y todos los carismas se es­fumarán eclipsados por la primacía de la caridad. En el ocaso del mundo, la Iglesia será juzgada según el código del amor.

UNID AD DB ACCIÓN

Si la vida profunda, interior, de la Iglesia, es una semejanza de la vida íntima de la Trinidad a la Luz del Verbo y en el Espíritu de Amor, su actividad exterior

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no es sino una prolongación de la actividad de la San­tísima Trinidad "ad extra". La Iglesia realiza en el tiempo, bajo el influjo continuo y primordial de la Causa Primera, los eternos designios del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

Aquí es preciso evitar sobre todo cualquier antro- pocentrismo. Hay que tener mucho cuidado para no dejamos encerrar entre los estrechos horizontes de nues­tras pequeñas preocupaciones diarias, ni siquiera entre los restringidos límites de nuestra Iglesia militante, pues debemos entrar con resolución en las vastas perspectivas de la redención del mundo y en los infinitos horizontes de Dios. Las verdaderas dimensiones de la Iglesia son cósmicas. San Pablo nos lo recuerda: "La creación entera gime hasta ahora y siente dolores de parto con la espe­ranza de alcanzar al fin la libertad de la gloria”.5* La Iglesia abarca todo el universo. Ella es, en definitiva, la obra única de Dios, concebida por el Padre, realizada por el Hijo, bajo la moción continua del Espíritu y la acción indivisible de toda la Trinidad. He aquí por qué es la Iglesia la obra maestra de Dios. Reúne en sí, con admirable unidad de orden, todos los bienes de la crea- ' ín, de la redención, y de la gloria. En su Cabeza, el Ver­

bo Encarnado, junta la Iglesia en una misma Persona la síntesis viviente de Dios y del universo.

El balance de la historia será la edificación del Cristo total. Bajo la acción primordial de las Tres divinas Personas, los ángeles y los hombres de todas las gene­raciones trabajan juntos en edificar la Iglesia. Con la Trinidad, todo el universo colabora en la construcción de la eterna Ciudad de Dios. 1

1. La acción primordial de la Trinidad

La acción de la Trinidad lo domina todo: "Si Yavé no edifica la casa, en vano trabajan los que la constru­yen”.40 Es el Dios trino quien ha concebido el plan de la Iglesia y quien, a título principal, asegura su reali­zación. El universo de la redención tiene como funda-

39. Rom 8, 22.40. Ps 126. 1.

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mentó el universo de la creación: la naturaleza dispone para la gracia y para la gloria. Sola la omnipotente e indivisible Trinidad pudo hacer surgir de la nada el mundo, y Ella sola puede mantenerle en la existencia. Sin la Trinidad, la Iglesia dejaría de existir. No hay que imaginarse la intervención divina como un acontecimien­to pretérito que sentara el mundo sobre sus bases y después, dándole un papirotazo, lo abandonase a su pro­pia evolución. Las tres Personas divinas están siempre presentes, actuando en lo más íntimo de todos los seres por un influjo continuado, sosteniendo y moviendo las causas segundas en sus menores acciones. Nadie puede ni mover el dedo meñique, ni respirar siquiera sin el concurso del Padre, el H ijo y el Espíritu Santo. Hasta el más mínimo movimiento en el mundo de los espíritus, hasta el más insignificante desplazamiento de un átomo requieren la intervención directa y personal del Creador del universo. El Espíritu de Dios actúa siempre y, día tras día, en la Iglesia; brotan de continuo nuevas almas inmortales de las manos creadoras de la Trinidad, almas de las que el Espíritu Santo se apodera en el mismo instante de su creación para conducirlas hacia su eterno destino.

En efecto, la acción del Espíritu Santo resplandece sobre todo el mundo de la gracia y de la gloria. La Iglesia le debe a £1 todo. El Espíritu de Dios realiza todo lo pertinente al orden de la intención y de la ejecución: Providencia general y predestinación de los elegidos, vo­cación de los ángeles y de los hombres a la filiación divina, gracias de iluminación, de fortaleza, de pureza divina... todas las formas carismáticas que adornan a la Iglesia revistiéndola de esplendores en Cristo, proceden del Espíritu Santo. Toda la actividad interna y externa de la Iglesia es inspirada, dirigida y cumplida por ella con el Espíritu Santo. Toda la acción ministerial de la jerarquía, todos sus actos de enseñanza y de gobierno, todas las gracias de los sacramentos proceden del Padre, por los méritos del Hijo, pero se imprimen en las almas bajo la influencia causal del “agua y del Espíritu”.41 Así

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como por Ella ha sido concebida y realizada, sólo durará, la Iglesia, dependiendo de la Causalidad Primera y Uni­versal de la Trinidad indivisible. Puede atribuirse, por apropiación, la Iglesia al Padre, como a su Principio originario, al Verbo como a la Sabiduría que le ha dado expresión, y al Espíritu Santo como el Amor que la realiza; pero no por esto es menos la Iglesia obra común de las Tres Personas divinas. Todo, en la Iglesia, se hace por medio de Cristo. Nuestra Iglesia, la Iglesia de Cristo, es verdaderamente la Iglesia de la Trinidad.

2. La mediación universal de Cristo

La acción de Cristo en su Iglesia es la propia del Hijo Unico del Padre, verdadero Dios y verdadero hom­bre, "Unico Mediador entre Dios y los hombres”,42 43 Jefe supremo y Principio de subsistencia para todos los miem­bros de su cuerpo místico.

Como Verbo Eterno, Cristo ha edificado "su Iglesia" en unión con el Espíritu Santo, en la divina unidad de un mismo Acto Puro. Por su divinidad. Él es igual al Padre, es "Uno" con Él. Ha creado el universo y "nada de cuanto existe ha sido hecho sin Él”.41 "Verdadero Dios de Dios verdadero, Luz de Luz", el Verbo realiza con el Padre y con el Espíritu Santo todas las obras de Dios "ad extra”. Podemos estar tranquilos, que a sus elegidos nadie se los quitará: Cristo, Dios todopoderoso, vela por su Iglesia, y "las puertas del infierno no preva­lecerán contra ella".44

Como hombre, el Verbo encarnado, desde su "Ecce venio” hasta su "consummatum est” de la cruz, se ha ganado a su Iglesia con sus méritos salvíficos, y ahora, en lo alto del cielo, "sentado a la diestra del Padre”, en su calidad de soberano “Señor”,45 aplica por sí mismo a cada uno de los miembros de su cuerpo místico todos los

42. 1 Tim 2, 5.43. ¡o 1. 3.44. M í 16, 18.45. Phil 2, 11.

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beneficios de la Redención, a título de instrumento de la Trinidad. Por su humanidad, unida en Persona al Ver­bo de Dios, desempeña Cristo un papel universal y único en su Iglesia. Él es su Cabeza, pero, más profundamente todavía, es el "agente”, la personalidad que confiere a todos los miembros de su cuerpo místico el subsistir en Él y por Él: es el Principio actuador de todas las ac­ciones de la Iglesia, el Responsable de todos los actos de la misma. Ni el Padre ni el Espíritu Santo constituyen su íntima personalidad, el sujeto de atribución de los actos que realiza el cuerpo místico de Cristo. Cierta­mente, la Trinidad es quien hace todo cuanto en la Iglesia se hace, por ser la Trinidad la Causa Primera en el orden de la eficiencia, de la ejemplaridad y de la finalidad, es decir, de una manera extrínseca y trascen­dente; pero sólo el Verbo Encarnado, Segunda Persona de la Trinidad, subsiste místicamente en cada uno de nosotros para constituir con nosotros un único todo, participando de la misma gracia capital y llevando a cabo todas las operaciones de su Iglesia en la indivisible unidad de un mismo Cristo total.

Esta unidad de personalidad del Cristo total es la clave del misterio de la Iglesia. Sin ella no se puede comprender hasta qué punto está todo Cristo en su Iglesia. "No hay ya griego ni judío, circuncisión ni in­circuncisión, bárbaro o escita, siervo o libre, porque Cristo lo es todo en todos."46

En la primera fase de adquisición de la salud espi­ritual, todo lo que Cristo ha hecho por mí es como si lo hubiese realizado yo mismo. Cristo ha vivido en sí mismo mi propio destino, puesto que yo no soy sino "uno” con Él y en Él. Por consiguiente, su mérito es para mí, su expiación es por mí, su sacrificio es mío, y mías son también su adoración, sus plegarias, su acción de gracias, su vida de amor y su redención. La Cabeza ha pagado por los miembros, como la mano participa en el valor moral de la voluntad por pertenecer a la misma persona, responsable de todos los miembros de su cuer­po. La Trinidad le ha dado al Verbo su humanidad; el

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Espíritu del Padre le ha inspirado el ofrecerse y el morir por nuestro rescate; pero ni el Padre ni el Espíritu Santo han muerto por nosotros. Solamente Cristo merece, en sentido estricto, la denominación de Redentor, de ac­tuante en nombre de toda esta humanidad pecadora que no forma sino "uno" con Él. La Cabeza se ha ofrecido por los miembros; la Iglesia es el fruto de la Redención hecha por Cristo: “ ...con tu sangre has comprado para Dios hombres de toda tribu, lengua, pueblo y nación."47 48 49

Sabemos, por la fe, que la oblación de Cristo ha ope­rado nuestra salvación por modo de mérito, de repara­ción, de expiación, de satisfacción, de plegaria y de sacrificio. La teología católica ha examinado minuciosa­mente las múltiples modalidades de la Pasión y de la Muerte de Cristo. También ha escrutado atentamente la segunda fase de "la economía de la salvación": la apli­cación de los infinitos méritos del Salvador a cada uno de los miembros de su cuerpo místico por modo de súplica al Padre y de instrumentalidad sobre nos­otros.

La Epístola a los Hebreos nos muestra a Cristo en el cielo "siempre presente ante el Padre para interceder en favor nuestro”.4’ El Espíritu Santo le había inspirado el ofrecerse a Dios en la cruz como hostia sin mácula.4’ El mismo Espíritu informa su intercesión cerca del Padre por todas las necesidades de su Iglesia. Vivimos, día y noche bajo la continua vigilancia de su oración de Cristo. La Iglesia está al resguardo de cualquier sorpresa proviniente de las potencias del mal. Asistido por su Espíritu, el Hijo de Dios vela por su Iglesia y la pre­serva de todo mal.

Más aún, Cristo actúa continuamente en los miembros de su cuerpo místico y por medio de ellos. Es éste un punto capital en la vida del espíritu, aunque insospechado para muchos. No sólo ruega Cristo por nosotros en el cielo ante la faz del 'Padre, sino que además actúa en cada uno de nosotros sobre la tierra, en lo más íntimo

47. Apoc 5, 9-10.48. Hebr 7, 25.49. Hebr 9, 14.

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de nosotros mismos y más que lo que actuamos nos­otros. San Pablo explicaba esta interiorización mística como una "inhabitación de Cristo en nuestro interior por la fe y la caridad’’.50 En cierto modo, cada uno de los actos del cristiano es un acto de Cristo. Por el bau­tismo, el cristiano se convierte en “otro Cristo” : Chri- stianus alter Christus”. En adelante, no forma sino "uno” con Él, incorporado a Él, no constituyendo con Él y en Él más que “una sola persona mística”, "teniendo acceso con Él y en Él al Padre”,51 en un mismo Espíritu de Amor, existiendo, actuando, padeciendo, viviendo y muriendo en Él con la esperanza de ser asociado un día a su gloria de Cristo.

Jesucristo realiza actos estrictamente personales, de Verbo Encamado, pero, como Jefe de la Iglesia, inspira y anima todos los actos de los miembros de su cuerpo místico. La corriente de vida divina, que desciende del Padre a la humanidad del Verbo hecho carne, se ex­tiende a la Iglesia entera mediante un movimiento con­tinuo. A cada instante "recibimos de su plenitud”.52 Mi plegaria, mi vida de fe y de amor, mi actividad interior y exterior, mis acciones todas proceden simultáneamente de Él y de mí: de Él como de su causa eminente, media­ta, y de mí como de su principio inmediato, pero bajo el influjo actual de Él. De este modo se compagina mi libertad con la mediación universal de Cristo: "Sin Mí, nada podéis hacer”.53 Mis propios actos son más de Cristo que míos. Él es quien me concede, por el Espíritu, el concebirlos, el comenzarlos y el acabarlos. Él coronará en mí sus propios dones. El influjo siempre actual de la mediación universal de Cristo anima todos los movi­mientos de su cuerpo místico de la tierra y del cielo. No hay un solo acto interior, ni una sola actividad de la jerarquía eclesiástica que no provenga de Él, que no sea inspirada y realizada por Él, al mismo tiempo que por los hombres a Él incorporados y mandatarios suyos.

50. Eph 3, 17.51. Eph 2, 18.52. Io 1, 16.53. lo 15, 5.

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Cristo realiza todos los actos de su Iglesia, con ella y por ella.54

Guiada por el realismo de su fe, la teología católica, en su conjunto, considera la humanidad de Cristo, unida en Persona a Dios mismo, como el órgano privilegiado del Verbo, el instrumento universal de todas las obras de la Trinidad "ad extra" en el mundo sobrenatural. Cristo, el Mediador, realiza, según esto, todos los mila­gros de Dios y distribuye la gracia y todos los beneficios divinos a cada uno dé los miembros de su cuerpo mís­tico. Sentado "a la diestra del Padre”, sigue actuando en medio de los suyos, en todas las fracciones de su Iglesia triunfante, sufriente y militante. "É l constituyó a los unos apóstoles, a los otros profetas, a éstos evan­gelistas, a aquéllos pastores y doctores, para la perfec­ción consumada de los santos, para la obra del minis­terio, para la edificación del cuerpo de Cristo, hasta que todos abracemos la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, cual varones perfectos, a la medida de la plenitud de Cristo.” 55 56

Desde lo alto del cielo, Cristo comunica al Papa recién elegido todos los poderes sobre la Iglesia militante, y le asiste, por Sí mismo y por su Espíritu, de una manera invisible, durante todo el ejercicio de su cargo. Cristo es quien consagra a todos los obispos y les da, por in­termedio del Papa, los poderes de “ regir la Iglesia de Dios”.54 Cristo es quien ordena a sus sacerdotes por el ministerio de los obispos. Es Cristo en Persona quien,

54. Un texto de extraordinaria fuerza de Santo Tomás de Aquino enseña esta dependencia de cada uno de nuestros actos bajo la influencia personal y actual de Cristo:

«Omnia quae sunt a capite corporali, sci. compactio, nervorum ligatio, ad opus motio, fluunt a capite nostro Christo in corpore Eccle- siae... Tertio a capite Christo in membris, ut augmententur, spiritualiter influit ut virtus actualiter operandi. Unde dicit: «secundum mensuram uniuscuiusque membri, augmentum corporis facit» (Eph 4, 16), quasi dicat: non solum a capite nostro Christo est membrorum Ecclesiae compactio per fidenti, nec sola connexio vel colligatio per mutuam sub- ministrationem caritatis, sed certe ab Ipso est actuaiis membrorum operatio sive ad opus motio secundum mensuram et competetiam cuius- libet membri» ( In Eph, cap. 4, Iect. 5).

55. Eph 4, 11-13.56. Act 20, 28.

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a título de Sacerdote Principal y de Pontífice Supremo, ofrece el único y perpetuo sacrifìcio. Cristo mismo quien, a través del Papa, los obispos y los sacerdotes, celebra todos los bautismos, todas las confirmaciones, todas las misas, da todas las absoluciones, hace todos los matri­monios, todas las consagraciones epicopales y ordena­ciones sacerdotales, da todas las extremaunciones. El Cristo de la gloria está siempre presente en su Iglesia de la tierra, cumpliendo en Persona, por sus ministros, todas las funciones sacerdotales y jurisdiccionales de su Iglesia.

3. La acción maternal de María

En un solo acto, con su oblación de amor y su inmo­lación en la cruz, Cristo ha salvado todo bajo la inspi­ración del Espíritu Santo, y al presente, desde lo altó del cielo, al soplo del mismo Espíritu, aplica a los hom­bres el valor infinito de sus salvadores méritos. Ruega por su Iglesia, y, a título de instrumento universal, hace descender sobre ella todas las gracias y todos los bene­ficios de la Trinidad.

El mismo Espíritu de Amor le ha inspirado el asociar a los hombres a su obra salvadora.

Entre las creaturas escogidas por Cristo para colabo­rar con Él en su tarea de la Redención, su Madre ocupa un puesto eminente, excepcional. Ella ha venido a ser, dependiendo totalmente de £1, la Medianera de todas las gracias de la Trinidad, al soplo del Espíritu del Hijo.

Esta acción salvadora de la Madre de Dios y de los hombres se ha desarrollado en doble fase histórica: pri­mero, de adquisición, y, después, de aplicación de todas las gracias de la Cruz. Como su Hijo, María ha desem­peñado su función maternal en la economía de la saliva­ción únicamente bajo la acción constante del Espíritu Santo. El Evangelio nos lo testimonia: es el Espíritu San­to quien viene sobre Ella para operar la Encamación del Verbo y constituirla en Madre espiritual de todos los redimidos. La actividad marial no se sitúa en el orden de los poderes jerárquicos, sino en el orden maternal y en el plano del amor.

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Todo lo que Cristo ha realizado, como Jefe, a guisa de reparación, de expiación, de satisfacción, de mérito, de intercesión, de culto sacrificial, con el valor moral, intrínsecamente infinito, que tienen las más mínimas acciones de un Dios caminando entre los hombres, María lo ha realizado como Madre, en un plano inferior y subordinado, íntimamente asociada a su Hijo en la ad­quisición y en la distribución de todas las gracias de la salvación, bajo la moción continua de un mismo Espíritu de Amor. Sus menores actos, como los de Cristo, reves­tían significación y alcance universales. Nuestro destino personal ha sido decidido en el alma de Cristo y en la de su Madre. Él y Ella son los dos grandes agentes uni­versales que utiliza el Espíritu Santo para la edificación de la Iglesia.

Ahora, en el cielo, la Madre de Jesús está con su Hijo ante la Faz del Padre, intercediendo constantemente por nosotros. Su común intercesión se prolonga, al pa­recer, por medio de una causalidad instrumental física que la Iglesia, en un documento reciente,57 nos invita a examinar como hipótesis científica que explica con el máximo realismo la función maternal de María para con cada uno de nosotros. En armonía con la Medición única y suprema del Verbo hecho carne, la acción de María se extiende al Cristo total. Como en el día de la Encamación del Verbo, el Espíritu Santo, contando so­lamente con María, “ forma" a Cristo en las almas. La Iglesia es obra indisociable del Espíritu Santo, de Cristo y de María.

4. La función de la jerarquía

Todo miembro del cuerpo místico de Cristo está lla­mado a participar con £1 en la edificación de la Iglesia. Somos solidarios los unos de los otros. Cada cristiano,

57. «S i enim V erbum per humanitatem assum ptam m iracula patrat et gratiam infundit, si sacramentis suis, si sanctis suis tamquam in- strumentis utitur ad an im orum salutem , cu r M atris suae sanctissimae muñere el opere non utatur ad Radem ptionis fructus im pertiendas?» (Encicl. Ad caeli Reginam; A . A . S „ 1954, 636).

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en su puesto, es responsable de la salvación del mundo. Cristo no necesita en absoluto de nosotros, pero ha tenido libremente a bien asociarnos a la aplicación, a la distribución de los méritos de su muerte en la cruz. “Por asombroso que parezca, Cristo requiere la ayuda de sus miembros... El Salvador, que dirige invisiblemente a la Iglesia por sí mismo, quiere no obstante recibir la ayuda de los miembros de su cuerpo místico para llevar a cabo la obra de la Redención... Misterio estremecedor —y que nunca se meditará bastante—: la salvación de un gran número de almas depende de las oraciones y de las mortificaciones voluntarias que a este fin enderecen los miembros del Cuerpo místico de Jesucristo y de los trabajos de colaboración que los pastores y los fíeles, especialmente los padres y las madres de familia, deben ofrecer a nuestro divino Salvador."!*

Esta interacción de los miembros del cuerpo místico, de los unos para con los otros, se despliega en dos planos: en el de los poderes jerárquicos y en el de la santidad, desenvolviéndose todo este juego de conexiones entre las causas segundas en actual dependencia de Cristo y del Espíritu Santo. Visión grandiosa, que nos muestra a la Trinidad actuando de continuo en la Iglesia a través de la humanidad de Cristo, por medio del Papa, los obispos y los sacerdotes, puesto que la misión de la jerarquía consiste en transmitir a toda la Iglesia y a todos los hombres la gracia y la verdad. La Iglesia es un organismo vivo, de fuerte complexión y estructura, animado por el Espíritu Santo, cuya cabeza visible y cuyo centro de unidad en la tierra es el Papa, de quien depende, en todos los grados de la jerarquía, el ejercicio legítimo de los poderes de orden y de jurisdicción. En un concilio nada se hace sin el Papa: "Tu es Petrus". "Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Igle­sia.” 58 59 Jesús ha dicho "m i" Iglesia, no la Iglesia de Pedro o la de Pablo, aunque éstos sean sus columnas inquebran­tables. El Papa no es sino el Vicario de Cristo, pero toda la jerarquía depende de él: "Apacienta mis corderos,

58. Mystici Corporis; A. A. S., 1943, p. 213.59. Mt 16, 18.

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apacienta mis ovejas’’.60 Según la bellísima fórmula de Santa Catalina de Siena, el Papa es el "dulce Cristo de la tierra”, y el Espíritu Santo le asiste para "regir la Iglesia de Dios”.61

De la misma manera, en un plano subordinado, nada se hace en una diócesis sin el obispo, vicario de Cristo también él, con la encomienda inmediata de un territorio limitado, de un sector de la Redención, pero colegial* mente unido al Papa en el gobierno de la Iglesia uni­versal.

5. La colaboración de los fieles

La Iglesia de hoy ha tomado más conciencia del in­dispensable papel del laicado, que debe colaborar íntima­mente con la jerarquía en el plano del pensamiento y en el de la acción. Esta actividad espiritual de los fieles se despliega sin límites y de un modo eficaz, por la comunión de los santos, al servicio del cuerpo místico de Cristo. Un alma que se eleva levanta consigo al mundo. Un alma que se envilece rebaja a todo el uni­verso. Los hombres trabajamos todos juntos en elevar o en hacer que baje el nivel espiritual de la humanidad. ¿Quién podrá medir las incalculables repercusiones de un solo acto humano? El “ fiat” que María pronunció contenía en germen la salvación del mundo entero. La acción redentora de Cristo en la cruz fue el rescate de toda la humanidad. El más insignificante de los actos humanos repercute para bien o para mal en toda la Iglesia.

6. E l construir juntos la Ciudad de Dios

Todos los miembros del cuerpo místico de Cristo son llamados a construir, cada uno por su parte, la eterna Ciudad de Dios, bajo la acción universal, primordial,

60. lo 21, 15-17.61. Act 20, 28.

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de la Trinidad. El plan de Dios es sencillo: a través de las causas segundas, prepara Dios la futura Ciudad. Él ha creado el mundo de los espíritus, ha hecho al primer hombre y a la primera mujer, ha permitido su caída con miras a que resplandezca más su gloria en un universo redimido. Toda la historia del mundo converge hacia esta Ciudad eterna, cuyo Arquitecto es Dios, y los hom­bres los obreros que la edifican. Bajo la guía de Cristo, animados por el mismo Espíritu, a través de nuestras acciones humanas, vamos construyendo juntos la Ciu­dad de Dios.

6. UN ID AD DE SACERDOCIO

Las mayores maravillas del Espíritu Santo permane­cen ocultas. La actividad externa de la Iglesia militante es sólo el reflejo de su unión íntima con Cristo y, por medio de Él, con el Padre. Antes de lanzarse cada día a sus trabajos apostólicos y a sus combates por Dios, la Iglesia se recoge en el alma sacerdotal de Cristo. "Por Él, con Él y en Él”, en una misma oblación y en un mismo sacrificio de alabanza y de adoración, hace subir ella "hacia el Padre todo honor y toda gloria, en la unidad de un mismo Espíritu” de amor. La Iglesia entera hace oración y trabaja con Cristo, al soplo de un mismo Espíritu.

El punto culminante de la vida de la Iglesia es el momento sublime en que se identifica con el Crucificado en la perpetuada ofrenda de su inmolación sobre la cruz. La misa es el centro vital de la Iglesia, que camina aún hacia el Señor por entre las oscuridades de la fe: el instante supremo en el que toda la Iglesia de la tierra y del cielo, agrupada en torno a un mismo Cristo, hace que ascienda hacia el Padre y hacia toda la Trinidad una alabanza infinita: “Suscipe Sancta Trinitas!” El Es­píritu Santo es el Alma de la Liturgia de la Iglesia. Él, que sostenía sobre el Gólgota al Crucificado en su obla­ción de amor, está también aquí, uniendo a la Cabeza con los miembros en una misma obra de glorificación

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de Dios, impulsando a éstos a que musiten a una voz con el Hijo: "¡Abba, Padre!”

El Espíritu Santo, que en Nazaret hizo Él mismo, con el Padre, la unción sacerdotal del Verbo, Encarnado en el seno de la Virgen María, se inclina sucesivamente sobre todos los demás sacerdotes de la tierra para con­sagrarles y hacerles unas copias del Padre Eterno, del Sacerdote Ünico, de cuyo sacerdocio el Antiguo Testa­mento era sólo figura y de quien los ministros del Nuevo Testamento no son más que simples instrumentos. El Espíritu Santo es quien imprime en las almas de los fieles el carácter bautismal, la impronta de Cristo, de una manera indeleble, configurándolos según la imagen del sacerdocio de Cristo. Este único sacerdocio de Cristo debe ser considerado como un "todo potestativo" del que derivan, sin hacer número con él, todo el sacerdocio episcopal y presbiteral, así como el sacerdocio de los bautizados y el de los confirmados. El “sacerdocio real” 63 de todos los miembros del cuerpo místico de Cristo deriva, parejamente, de la realeza sacerdotal del Verbo hecho carne.

No sólo comunica el Espíritu Santo a los hombres la gracia de la adopción y les configura, por el carácter sacramental, con el sacerdocio único de Cristo, sino que introduce en sus almas los sentimientos íntimos del alma sacerdotal y religiosa del Verbo Encarnado, adorador y glorificador perfecto del Padre. Todo el sacerdocio par­ticipado por la Iglesia es puesto en movimiento, en la liturgia, por el Espíritu del Padre y del Hijo. "Tenemos por Pontífice al mismo Hijo de Dios."63 No hay más Sacerdote que Él. El Verbo hecho carne sigue siendo, a título principal, el Sacerdote sacrificador y santificador que cumple Él mismo, por medio de sus ministros, todos los actos cultuales de su Iglesia. La liturgia de la Iglesia es el ejercicio siempre actual y la expresión viva de este único sacerdocio de Cristo. Movida por el mismo Espíritu de Amor, la Iglesia, a través de los ritos externos, debe abismarse en los sentimientos interiores del alma sa­cerdotal de Cristo.

62. 1 Petr 2, 9.63. Hebr 4, 14.

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7. UNID AD DE LA F A M IL IA DE DIOS

El Espíritu Santo, Espíritu del Padre y del Hijo, es también el Espíritu de toda la Familia de la Trinidad. ¿No tuvo por fin la Encamación del Verbo “reunir en uno todos los hijos de Dios que están dispersos”?64 “El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros.” Vino a los suyos y los suyos no le recibieron. Mas "a cuantos le recibieron en la fe dioles poder de venir a ser hijos de Dios”.65 "Al llegar la plenitud de los tiempos”, nos dice igualmente San Pablo, "envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley, para redimir a los que es­taban bajo la Ley, para que recibiésemos la adopción. Y 'por ser hijos envió Dios a nuestros corazones el Espí­ritu de su Hijo, que grita: "¡Abba, Padre!” 66.” Este texto inspirado evoca las perspectivas de una gran familia que ha de reunir a todos los hombres en tomo a un mismo Padre, en unión con el Hijo, "Primogénito entre muchos hermanos” 67 y teniendo también a María por Madre y animados todos por el mismo Espíritu de Amor.

No somos ya nosotros para Dios simples creaturas, seres de paso, extraños, sino que somos de la Familia misma de Dios.68 Ninguna otra religión ha ido tan lejos al expresar las relaciones íntimas del hombre con la di­vinidad. La gracia de la adopción nos ha aproximado a Dios en un grado inaudito de parentesco. Ricos o pobres, por encima de todas las diferencias de clases y de ra­zas, somos "uno" en Jesucristo, verdaderos hijos de Dios con Él y en Él, hijos en el Hijo, configurados a imagen del Hijo Unigénito del Padre, animados por el mismo Espíritu del Padre y del Hijo. 8 * * * * * * *

8 . E N LA U N ID A D DE LA T R IN ID A D

El Espíritu Santo es un Espíritu de unidad. Alma dela Iglesia, vincula de una manera vital a todos los miem-

64. lo 11, 52.65. lo 1, 12.66. Gal 4, 4-6.67. Rom 8, 29.68. Eph 2, 19.

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bros del cuerpo místico de, Cristo con su Cabeza y, por medio del Hijo, con el Padre. La unidad de la Iglesia es obra del Espíritu Santo, unidad que trasciende todas las formas de cohesión física o moral, incomparable­mente superior a la unión misma del alma con el cuerpo, a causa de la Presencia inmediata del Espíritu divino, en cada uno de nosotros, en lo más íntimo de nuestro ser de naturaleza y de gracia. Somos "uno” en Cristo. De esta unidad de personalidad dimanan todos los restantes aspectos de la unidad de la Iglesia, identificada así con el Cristo total. La Iglesia subsiste místicamente en la segunda Persona de la Santísima Trinidad. El Verbo es su Luz, el Espíritu Santo, el Amor que la mueve en todos sus actos, la Trinidad su Bien supremo, la recompensa esperada por sus trabajos, el inmutable Término de su beatitud.

Lo que somos no se percibe aún. Nuestra pertenencia a la Familia divina está velada todavía, envuelta en las oscuridades de la fe, cubierta por las frágiles apariencias de nuestro existir de hombres o de mujeres; pero cuando Dios se nos muestre "tal cual es” 6’ en la gloria, entonces resplandecerá con todo su brillo nuestra filiación divina y comprenderemos hasta qué punto es Dios nuestro Pa­dre, el Verbo Encarnado nuestro Hermano mayor, María nuestra Madre, y la multitud de los ángeles y de los santos el resto de nuestra familia en Cristo. Tenemos como sacerdote al mismo Hijo de Dios, y el mismo Espíritu de Amor, que une al Padre y al Hijo en el seno de la Trinidad, anima la Iglesia de Cristo.

Esta unidad se halla aún en esbozo aquí abajo sobre la tierra, pero va progresando siempre. Cuando se nos manifieste el Verbo en los esplendores de su Ser, cuando Aquél que es el Pensamiento increado y la Palabra del Padre sea también, por la visión el Término inmediato de nuestra propia vida del pensamiento, entonces no habrá ya sólo unión, sino unidad; mejor aún, según la palabra del mismo Jesús, ocurrirá entonces la "consu­mación en la unidad" con el Padre y el Hijo en el Espí­ritu. Cada uno de los elegidos, divinizado, conservará su 69

69. 1 ¡o 3, 2.

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personalidad física, irreductible y Dios, tres veces santo, seguirá siendo infinitamente trascendente en la Unidad de su divina Naturaleza y en Trinidad de Personas, pero los ángeles fíeles y los hombres redimidos comunicarán en un mismo Verbo proferido por el Padre, que es el Hijo, Término viviente de la contemplación del Espíritu Santo y de cada uno de los elegidos. La Iglesia alcanzará entonces la "Forma" suprema de su unidad: el Verbo será el punto de conjunción, bajo el impulso del Amor Eterno. La Iglesia de los fieles laicos, de los diáconos, de los sacerdotes, de los obispos, de los papas, la Iglesia de Cristo, la Iglesia^ del Verbo Encarnado, la Iglesia del Padre, del H ijo y del Espíritu Santo resplandecerá a la vista de todos los bienaventurados como la Iglesia de la Santísima Trinidad.

Todos nosotros seremos, por la gracia, "consumados en la unidad” de la Trinidad: "Padre, los que Tú me has dado, quiero que donde esté Yo estén ellos también conmigo, para que vean mi gloria, que Tú me has dado... Que todos sean uno, como Tú, Padre, estás en mí y Yo en ti, para que también ellos sean uno en Nosotros, consumados en la unidad como Nosotros". "Quiero que el amor con que Tú me has amado esté en ellos y Yo en ellos." Así, la Iglesia de Cristo no será definitivamente “consumada en la unidad" sino cuando la Trinidad en­tera, en una misteriosa “circuminsesión", habite en cada uno de nosotros, sumidos en la visión del Verbo según nuestro grado de amor. Entonces el Espíritu Santo le pondrá a la Iglesia de Dios el sello de la Unidad de la Indivisible Trinidad.

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Segunda parteLA FE EN BUSCA DE ENTENDER

«F id es quaerens ¡n le llec tum »

E l almabajo la influencia de! Espíritu de Dios.

1? Sección:LOS DONES EN GENERAL

C apítu lo I ILOS DONES EN GENERAL

(Resumen)

I. El Espíritu Santo y sus dones

II. Naturaleza de los dones del Espíritu Santo.1. Del lado de Dios.2. Del lado del hombre.

III. El «sacro septenario»

IV. Las propiedades de los dones:1. La propiedad fundamental: el modo deiforme.2. Las restantes propiedades:

a. Nada de « justo m ed io ».b. Conexión y sinergia.c. Jerarquía.

V. Estudio comparado:Los dones y las virtudes.

VI. Los dones y las etapas de la vida espiritual.

Los dones son como unas velas

para recoger el «soplo» del Espíritu.

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S e g u n d a p a r t e

L A FE EN BUSCA DE ENTEND ER

C a p í t u l o s e g u n d o

LOS DONES EN GENERAL

Todas las bellezas de este mundo visible no son nada en comparación con los invisibles esplendores del uni­verso de la gracia y de la gloria. La deiforme actividad de los dones del Espíritu Santo nos revela, en su más alto grado, estas maravillas obradas por Dios en las almas. Los dones del Espíritu Santo nos hacen vivir anticipadamente, sobre la tierra, con un alma divina: a imitación de las costumbres de la Trinidad, como hijos del Padre, a la luz del Verbo, al ritmo de un mismo Espíritu de Amor.

Antes de analizar en detalle cada uno de los siete dones, conviene introducirse en esta doctrina mediante un estudio general. Todos los problemas esenciales se dan cita en ella y las especiales dificultades que surgen en la teología de los dones se resuelven por sí mismas a la luz de estos principios directores. De ahí su mayor importancia.

Es en el terreno de estos principios fundamentales donde se enfrentan y se distinguen unos de otros los diversos sistemas teológicos y los múltiples aspectos de la teología de los dones:

— el primado de la acción divina y la intervención constante, personal, inmediata del Espíritu de Dios, no sólo en los estados superiores de las almas místicas, sino también en la obra misma de nuestra salvación;

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— la docilidad del hombre a las inspiraciones y a las mociones divinas, su libre colaboración con la gracia o su rechazo de la misma;

— la universal amplitud de cada uno de los siete do­nes bajo el influjo del Espíritu Santo, regla y medida de este actuar deiforme;

— la conexión y la sinergia de los dones según su posición en la jerarquía de los valores;

— la mutua ayuda de las virtudes y los dones;— la expansión de nuestra vida divina en esos actos

más perfectos de los santos que son las bienaventuranzas evangélicas y los frutos del Espíritu Santo;

— su actuar concreto, su ritmo y su frecuencia, a través de las etapas de nuestra vida espiritual, bajo la acción cada vez más dominante del Espíritu de Amor;

— su coronamiento en el cielo, donde se consumará en la unidad de un mismo Espíritu, cuando "Dios será todo en todos” (1 Cor 15, 29).

I

EL ESPÍRITU SANTO Y SUS DONES

La verdad básica, que se ha de considerar al comienzo de todo estudio sobre los dones, es la de la personal y activa Presencia del Espíritu Santo en las almas. La fuente de la vida espiritual está en nosotros. “El Espíritu de verdad permanece con vosotros y está en vosotros." ( lo 14, 17.)

El Espíritu Santo no viene Él solo a los fieles. ¿Cómo podrían estar separados el Padre y el Hijo de su Espí­ritu? También Ellos habitan en los justos. "Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y en él haremos morada.” ( lo 14, 23.) Así, con nosotros está siempre toda la Trinidad. Y es a doble título como se halla presente en nosotros: sea por su presencia creadora, sea por su presencia de amis­tad y de gracia. La Trinidad está toda entera en el menor átomo del universo, con la generación del Verbo,

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la espiración del Amor subsistente y todas las perfec­ciones de la Divinidad. La Iglesia proclama, en su Litur­gia, su fe en la "Trinidad creadora que gobierna el mun­do, santa e indivisible": "Benedicta sit creatrix etgubematrix omnium, sancta et individua Trinitas" (Antí­fona del "Benedictus", en la fiesta de la Santísima Tri­nidad). Allí donde se halla el Padre, allí se hallan el Hijo y el Espíritu Santo. San Fulgencio, discípulo de San Agustín, podía afirmarlo: "La Trinidad está en todas partes". “Ubique Trinitas." (Ad Trasim. cap. X I). La indivisible Trinidad ha creado el universo. Ella lo mantiene fuera de la nada, pone en acción todas las causas segundas y realiza con ellas, de un modo a la vez más profundo y más universal, cuantos efectos pro­ducen. Nada acontece en el orden natural ni en el sobre­natural sin la Acción primordial y el concurso de toda la Trinidad. Las Tres Personas divinas operan juntas la creación y el gobierno del mundo, la iluminación de los espíritus, la santificación de las almas, la conducción del universo hacia su fin.

Las Tres Personas divinas no se están ociosas en el trasfondo de nuestra alma, donde inhabitan: nos man­tienen sin cesar en la existencia, continuando su acción creadora, y ponen en acción todas nuestras potencias. Nuestras facultades espirituales son el lugar privilegiado de sus amorosas intervenciones. Cuanto más santas, más dependen las almas, en su actividad, de las iniciativas di­vinas, que vienen a realizar en ellas y por medio de ellas maravillas de gracia y de gloria. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo ponen a nuestro alcance las infinitas riquezas de la Trinidad para hacernos gozar, a través de los dones creados, de su infinita dicha en la posesión del Ser increado. El Dios Trino lleva a las almas, por el camino de la contemplación y del amor, al gozo infini­tamente deleitable de la misma felicidad divina. En sus cumbres, la vida espiritual es una continua comunión de pensamiento, de amor, y de gozo con la Trinidad, bajo la acción personal e inmediata del Espíritu Santo y con el concurso de las otras dos Personas divinas.

La actividad de los dones del Espíritu Santo en las almas es del orden de esas altísimas operaciones divinas,

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pues viene a prolongar en nosotros las emanaciones eter­nas del Verbo y del Espíritu de Amor y a realzar todas nuestras obras hasta darles por Principio inmediato, por regla, por medida y por modo, la actividad personal del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Las Tres Personas divinas actúan simultáneamente en el alma, con opera­ciones inseparables que hacen resaltar la gracia operante, en las que el hombre no se mueve por sí mismo sino que obra bajo la influencia directa y especial del Espí­ritu de Dios, bajo una modalidad superior que hace que las almas participen en las divinas operaciones de pen­samiento, de amor y de acción, a la manera como procede del Padre la luz del Verbo y como emana del Padre y del Hijo la espiración del Espíritu Santo. Las misiones invisibles del Verbo y del Espíritu Santo prolongan en nosotros las procesiones eternas, comunicándonos el mismo término de pensamineto y de amor. El alma cristiana, divinizada por la gracia y realzada en sus ac­ciones deiformes por las especiales inspiraciones atri­buidas al Espíritu Santo pero en las que colaboran en un mismo grado el Padre y el Hijo, ingresa en el ciclo de la Vida trinitaria, animada por el mismo Espíritu de Amor. Es el “vivir juntos" de la amistad, en el que cada una de las Tres Personas divinas aporta al alma todo cuanto tiene y cuanto es, en su infinita riqueza. El hom­bre goza de la posesión de la Trinidad, a la manera como el Padre, el H ijo y el Espíritu Santo descansan Uno en Otro en el seno de su Unidad indivisible. La vida espiritual del alma, escaladas estas cimas, se desarrolla en un perpetuo diálogo de amor con Dios, o, según la expresión de San Juan, en una incesante "comunión con el Padre y el H ijo” 1 en el Espíritu. "El que recibe mis preceptos y los guarda, ése es el que me ama; el que me’ ama a mí será amado de mi Padre, y yo le amaré y me manifestaré a é l."2 Esto es ya, en la tierra, la unión más íntima con Dios por la fe y el amor, gracias a la acción de los dones del Espíritu Santo, y en espera de la intimidad del cielo, de la "consumación en la unidad”. — "En aquel día conoceréis que Yo estoy en

1. 1 lo 1, 3.2. lo 14, 21.

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mi Padre, y vosotros en mí y yo en vosotros.” 3 El Espí­ritu Santo, el Espíritu del Padre y del Hijo, facilita este camino del amor. Él es el don por excelencia entre los que la Trinidad otorga al mundo, y se comprende que la más solemne plegaria que Jesús hizo a su Padre fuera para pedirle que enviase entre los hombres su Espíritu de Amor: “Que el amor con que Tú me has amado esté en ellos y Yo en ellos".*

Los dones del Espíritu Santo son, hablando con exac­titud, “ los dones de toda la Trinidad”, "dona totius Tri- nitatis”,5 pero nuestras Escrituras Sagradas los atribuyen con razón al Espíritu Santo, por apropiación, dado que proceden en el hombre bajo la inspiración divina, como una obra de su Amor.

II

NATURALEZA DE LOS DONES DEL ESPIRITU SANTO

La investigación de la naturaleza de los dones del Espíritu Santo nos introduce en el asunto céntrico y más esencial de la teología de los dones. Esta investiga­ción requiere que consideremos dos aspectos correlati­vos: la acción de Dios y la docilidad del hombre a las inspiraciones divinas.

1. Del lado de Dios

La acción personal, inmediata, especialísima de Dios en nuestra alma, mediante los dones del Espíritu Santo, debemos examinarla dentro del conjunto de la divina Revelación. Un hecho capital domina la historia religiosa de la humanidad: Dios mismo se digna hacerse el peda­gogo y el conductor de un pueblo elegido por Él para encaminarlo, a través de la historia del mundo, hacia un destino sobrehumano, al que serán luego asociados todos

3. lo 14, 20.4. lo 17, 26.5. S . Tom ás, Coment. a Isaías, X I .

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los pueblos: la posesión misma de la beatitud divina en la unidad de la Trinidad. Esta inesperada dicha se ha convertido para el hombre en el objeto supremo de sus deseos. El carácter trascendente de esta vocación sobre­natural, verdaderamente divina, exige que el hombre viva ya sobre la tierra, por la gracia, como hijo de Dios. Esto rebasa infinitamente todas las fuerzas de su na­turaleza. He aquí por qué Dios mismo se ha hecho veraz Maestro, guía y apoyo del hombre en todos los instantes de la vida de éste.

La Biblia nos muestra a los personajes más eminen­tes de Israel llenos del Espíritu de Yavé: así, a los pa­triarcas, los jueces, los reyes, y, sobre todo, a los profe­tas. El pueblo de Israel no cesa de pedirle a Yavé su Espíritu, su luz y su fuerza de lo altó. El Antiguo Tes­tamento nos presenta un régimen de inspiración divina llamado a expandirse universalmente en los tiempos mesiánicos. Pentecostés fue la deslumbrante revelación de esta nueva era del Espíritu que inauguró la Iglesia de Cristo. Los Hechos de los Apóstoles ¿son otra cosa que el relato de los prodigios, milagros y gracias opera­dos por el Espíritu Santo? Es en este clima de Pente­costés en el que hay que ponerse para analizar con profundidad la naturaleza de los dones del Espíritu San­to, que realizan en las almas su acción directa, inmediata y especial. Cada fiel cristiano, desde su bautismo, está bajo la influencia del Espíritu Santo: "Los hijos de Dios son guiados por su Espíritu”.6 — "Él dirige a los justos por caminos rectos."7

El tratado de los dones del Espíritu Santo encuentra su razón de ser en el destino sublime del hombre, lla­mado a convertirse en hijo de Dios, a imagen de Cristo. Este último fin ilumina desde lo alto todo el movimiento del hombre hacia Dios, y los dones del Espíritu Santo, que, junto con las virtudes, constituyen los medios más excelentes para llegar a unirse al Dios Trino. He aquí póf qué Santo Tomás de Aquino comenzó su moral por el estudio de la beatitud, y por qué el análisis de las noches, en San Juan de la Cruz, es un incesante cruce

6. Rom 8, 14.7. Ps 143, 10.

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de relámpagos que descubren a las almas las cimas de la unión divina hacia las que ellas se han enderezado resueltamente mediante la "desnudez del espíritu” y por el "sendero de la nada".

Fiel al Evangelio, la Iglesia ha subrayado con energía las perspectivas trinitarias de este destino divino: “El misterio de la Santísima Trinidad”, declaraba León X III, "es llamado por los Doctores la "substancia del Nuevo Testamento”, es decir, el mayor de todos los misterios, fuente y fundamento de todos los demás. Para conocerlo y contemplarlo fueron creados los ángeles en el cielo y los hombres en la tierra. Este misterio permaneció velado en el Antiguo Testamento, y para manifestarlo más es para lo que Dios mismo descendió entre los hombres desde la mansión de los ángeles: “A Dios nadie le vio jamás. El Hijo Unigénito, que está en el seno del Padre, ése nos le dio a conocer”.1” Así pues, si Dios ha creado el universo de los cuerpos y de los espíritus y ha enviado a su Hijo Ünico entre los hombres, ha sido tan sólo para encaminar a sus elegidos hacia la contemplación cara a cara del Dios Trino.

"Gozar de la Trinidad, a cuya imagen hemos sido creados”, reconocía San Agustín, "he aquí el único gozo capaz de saciarnos por completo y mayor que el cual no hay ninguno”.8 9 “Ella constituye el fin de todos nues­tros actos, nuestro eterno reposo, la felicidad que no nos podrá ser arrebatada... pues, en aquella contemplación. Dios lo será todo en todos.” 10 La Trinidad es el "soberano

8. «Hoc namque «substantia Novi testamenti» a sacris doctoribus appellatur, mysterium videlicet unum omnium máximum, quippe om- nium veluti fons et caput; cuius cognoscendi contemplandique causa, in coelo angelí, in tenis homines procreati sunt, quod, in testamento Veteri adumbratum, ut manifestius doceret, ab angelis ad homines Deus ipse descendit: «Deum nemo vidit unquam. Unigenitus Filius qui est in sinu Patris, ipse enarravit». (/o 1, 18).» (Encícl. Divinum illud munus, del 9 de mayo de 1897).

9. «Hoc est plenum gaudium nostrum, quo amplius non est, fruí Trinitate Deo ad cuius imaginem facti sumus» (De Trinitate, I, 8; PL, 832).

10. «Finís omnium bonarum actionum et requies sempiterna et gaudium quod numquam auferetur a nobis... in illa igitur contempla- tione Deus erit omnia in ómnibus; quia nihil ab illo requiritur sed solo ipso illustrari perfruique sufficiet.» (D e Trinitate, I, 10; PL, 834.)

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Bien, que sólo con la mirada totalmente purificada puede contemplarse”.11 Y Santo Tomás lo repite en fórmula breve y sintetizadora: "La visión de la Trinidad en la unidad es el fruto y el fin de toda nuestra vida’’.11 12

Importa en grado sumo, desde el comienzo, señalar las perspectivas trinitarias de nuestra vida divina, la cual se expansiona en el ejercicio de los dones. Ninguna palabra humana ha ido tan lejos, sobre este punto, como las declaraciones de Jesús mismo. £1 no sólo habla de "unión” con Dios, sino de "unidad”, y no de una unidad cualquiera, sino de la "consumación en la unidad” de la Trinidad: "Padre, Tú en mí y Yo en ti; que todos los hombres sean consumados en la unidad: que sean uno como Nosotros".

Para ser "consumados en la unidad" por la visión del Verbo nos encamina el Padre hacia la Ciudad de Dios bajo las inspiraciones y las mociones especiales de su Espíritu de Amor. El tratado de los dones del Espí­ritu Santo hay que situarlo dentro de estas supremas perspectivas.

El hombre, hecho deiforme en su mismo ser mediante la gracia de la adopción, debería vivir de Dios y a la manera de Dios. Esta vida divina, que es la de la Tri­nidad, no halla su modo connatural de perfección divina más que en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Si se nos admitiese de repente en el mundo de los ángeles, nos sentiríamos extraños entre aquellos espíritus puros. ¡Cuánto más en nuestras relaciones con las Tres Personas divinas! La gracia del bautismo nos diviniza y hace de nosotros hijos de Dios, pero sin quitarnos nada de nues­tra manera propia de obrar como hijos de los hombres. Un pillete de la calle, adoptado por una familia princi­pesca o real, no se sentiría los primeros días a sus anchas: enfundado en flamantes vestidos, demasiado lujosos para él, se encontraría molesto; sus modales, tor­pes y afectados, no se parecerían a la soberana soltura, a la sencillez y despreocupada libertad familiar del hijo

11. «...Sum m um bonum quod purgatissim is mentibus cem itur.» (D e Trinitate, I, 2; PL , 822.)

12. «Cognitio Trinitatis in unitate est fructus et finís totius vitae nostrae.» (In I Sent., d. 2, q . 1, Exp. text.)

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de la familia. Lo mismo sucede con el recién bautizado, que acaba de ser acogido en la Familia divina de la Trinidad: está muy lejos de haber alcanzado, ya desde el primer día, la sublime santidad a que le llama su divina vocación, la cual le exige ser “perfecto como el Padre”, a imagen del Hijo, animado de un mismo Espí­ritu. La gracia, que le diviniza, le deja no obstante, en su condición humana: no es Dios por esencia, y su participación en la naturaleza divina le deja a infinita distancia de "Aquél que Es". Aunque divinizado por la gracia y convertido en "otro Cristo", el bautizado no deja de ser por eso un hijo de los hombres, un espíritu encarnado.

De aquí que sea necesario, para que se desarrolle plenamente en él esta vida divina, un régimen nuevo, un complemento de iluminación divina, de inspiración y mociones del Espíritu de Dios, que venga a sustituir su connatural manera humana de obrar: un modo sobre­humano, verdaderamente deiforme, connatural a solo Dios, pero que, por un don superior. Dios puede otorgar al hombre a fin de asociarle a su propia vida divina en una intimidad más perfecta. Dios le comunica su propia manera de pensar, de amar y de obrar, en la medida en que le es posible a una simple criatura par­ticipar en el modo mismo del obrar divino. Entonces, el creyente, iluminado directamente por Dios, ya no razona ni duda en sus elecciones, ni es limitado ya en su acción: se vale para realizar sus actos de las lumbres de la inteligencia, la ciencia, la sabiduría y el consejo de Dios, se reviste de la fortaleza del Inmutable y de todas las perfecciones divinas. Vive ya de Dios a la manera de Dios. Es inspirado, dirigido y sostenido por el Espí­ritu mismo de Dios en Persona. El hombre, bajo esta influencia divina, se convierte en una especie de ins­trumento inteligente y libre, pero perfectamente dócil, entre las manos del Artista creador.

Dios solo está al nivel de una vida contemplativa cuya luz es el Verbo, Pensamiento adecuado del Padre y que, en su eminente simplicidad de Acto Puro, es la expresión simultánea e indivisible de la inteligencia, de la ciencia, de la sabiduría, de la providencia y del arte

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de Dios, lo mismo que el Espíritu Santo es su único Amor, y como su Omnipotencia realiza y mide en un solo acto eterno toda la serie de las obras de Dios en el tiempo. Sin embargo, nunca, ni siquiera en el alma de Cristo, a quien “Dios ha dado su Espíritu sin me­dida",13 igualará el modo deiforme de sus actos al modo del Hacer increado. Participación no es igualdad, imi­tación no es identificación. Precisamente, esta insuficien­cia de todas nuestras formas de participar por la gracia en la vida divina, está invocando en nosotros, a título de esencial e ineluctable indigencia, el auxilio constante de una intervención personal, inmediata y especial de Dios para hacer que sus hijos adoptivos vayan creciendo en su intimidad divina de un modo deiforme, que se acerque cada vez más, sin llegar a alcanzarlo por com­pleto, al modo increado de ser, pensar, amar y gozar propio de Aquél que Es, en la supereminente simplicidad de su divina naturaleza, Padre, Hijo y Espíritu Santo.

No es necesario que en cada uno de nuestros actos seamos movidos por una inspiración especialísima del Espíritu Santo, según han pensado ciertos teólogos. El hombre está suficientemente armado al nivel de la naturaleza con sus facultades nativas, y, en el orden sobrenatural, con las virtudes infusas, teologales y mora­les, para poder obrar por su cuenta y riesgo, según su propia iniciativa, con toda libertad; claro que bajo la acción previsora y con el concurso de la Causa Primera, que actúa en él, lo mismo que en todos los seres del universo, respetando el modo connatural, razonado y discursivo, de sus actos.

Algunos ejemplos nos ayudarán a comprender a la vez la necesidad y la intermitencia de las intervenciones divinas bajo el régimen de los dones:

Un universitario que prepara su tesis doctoral, se dedica a la investigación científica, traza un plan, tra­baja según su capacidad, por los procedimientos habi­tuales... pero, al llegar a los puntos difíciles del análisis o de la síntesis, tiene que recurrir a un profesor que le asegure la conveniencia de su método y oriente sus ideas.

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El médico bisoño, que sólo de manera imperfecta posee su ciencia y su arte, necesita junto a él, para evitar funestos errores, la presencia, el control y la ayuda de un doctor más experimentado.

Y una última comparación con algo que nos es fa­miliar: vemos a los que aprenden a conducir en un coche-escuela, asistidos siempre por un conductor ex­perto, que interviene cada vez que hace falta para conducir mejor y sin peligros. Lo mismo pasa en la carretera por la que se va hacia Dios: el cristiano, con sus facultades humanas y las perfecciones de que le reviste la gracia, puede avanzar hacia Él, pero poco a poco, conforme a las condiciones y a los límites de todo obrar humano. Aun cuando progrese en todas las virtu­des gracias a un esfuerzo continuado, se hallará siempre infinitamente rebasado: en su inteligencia por la infinita trascendencia de los misterios divinos; en su voluntad, por la bondad soberana de Dios; en todas sus potencias de acción, por la inextricable complejidad de los acon­tecimientos, por las imprevisibles resistencias de las personas y de las cosas.

Al hombre le es imposible afrontar todas las exigen­cias de su destino divino, a menos que el Espíritu Santo venga en su ayuda, supliendo así, por una nueva comu­nicación de su sabiduría y de su omnipotencia, la esencial deficiencia de la creatura. El Espíritu de Dios le aporta al hombre razonable, además de sus riquezas naturales, un doble enriquecimiento: en la esencia de su alma y en sus facultades, la gracia y las virtudes infusas; en su modo de obrar, una sobreelevación al modo divino. En el hombre, divinizado por la gracia y movido por el Espí­ritu de Dios en Persona, cabe reconocer, por tanto, como un triple motor de su actividad:

— su razón, su inteligencia racional y discursiva, con todas sus fuerzas naturales, sin excluir, claro está, la acción primordial de la Causa Primera;

— su razón, esclarecida por la fe, que viene a dirigirle en el orden sobrenatural, donde le ha introducido la gracia de la adopción;

— en fin, la razón esclarecida por la fe e iluminada

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por los dones del Espíritu Santo para permitir al hom­bre bautizado pasar por la tierra, a imitación del Verbo Encarnado, caminando entre nosotros como un Dios encarnado. El cristiano perfecto piensa, ama y actúa a la manera de Cristo, animado hasta en sus menores actos por su Espíritu. La perfección evangélica presenta así el modo deiforme y cristiforme del Verbo Encarnado, al soplo de un mismo Espíritu de Amor.

En el mismo plano de la gracia, existe, pues, un doble régimen de virtudes:

— el de las virtudes al modo humano;— el de los dones del Espíritu Santo, al modo sobre­

humano y deiforme, por vía de inspiración divina.

Esta idea de un régimen de inspiración divina es capital en la actual economía de la salvación. Los profe­tas habían anunciado su universal extensión cuando lle­gasen los tiempos mesiánicos: "Derramaré mi Espíritu sobre toda carne".14 San Pedro reconoce su realización en el día de Pentecostés, y la tradición cristiana no cesa de testimoniar, a través de la historia, que el Espíritu Santo es el Alma de la Iglesia. Mientras que, en el plano humano, sólo algunos privilegiados geniales —artistas, pensadores, hombres de acción— aparecen intermitente­mente como los beneficiarios de una inspiración de lo alto, todos los cristianos, en cambio, si son fieles, son moradas del Espíritu Santo, que les anima, con su intervención personal, tantas veces cuantas les sea pre­ciso para su salvación. Puede formularse como principio que "cada vez que la razón humana se halla ante una dificultad insuperable por sus propias fuerzas, interviene el Espíritu Santo para inspirarle, por un instinto divino, la solución liberadora”. — "In his in quibus non sufficit instinctus rationis sed est necessarius Spiritus Sancti instinctus, per consequens est necessarium donum.” (I-II, 68, 2.) Cuando la razón humana amaga desfallecer, Dios se impone el venir en Persona a socorremos. Ninguna restricción hay que hacer a este principio directivo, que formula la especial conducta de la Providencia para con

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los hombres, rescatados por el Hijo. Dios nos ha enviado a su Verbo, de una manera visible, para salvarnos, y continúa enviándole a las almas de una manera invisible, en forma de incesantes gracias iluminadoras, al mismo tiempo que no cesa tampoco de enviarles su Espíritu de Amor. Hay que volver siempre al texto fundamental de las Sagradas Escrituras: "Los hijos de Dios son guiados por su Espíritu”.15

Todo cristiano, que necesita del especial socorro de Dios según su vocación y su misión en la Iglesia, puede contar con la intervención personal e inmediata del Espíritu Santo, como los Apóstoles y sus primeros dis­cípulos. La Iglesia misionera es el testimonio diario de esta acción permanente, carismàtica o no, del Espíritu Santo en las almas de los justos y en la conducta del pueblo de Dios en medio de las gentes. Este régimen de inspiración divina, tan manifiesto en los Hechos de los Apóstoles, se perpetúa a lo largo del desarrollo de la Iglesia militante. Esta Presencia activa y continuada del Espíritu Santo es una necesidad de cada momento para mantener el cuerpo místico de Cristo en su vocación de "Iglesia de Dios”.

Para mantenerse perfectamente a la altura de su vocación de hijo de Dios, todo bautizado debería mo­verse en el ciclo de la vida trinitaria, con la mirada del Verbo y al ritmo del Amor Ejernal. ¿Quién no ve la infinita distancia, la ilimitada desproporción que existe y existirá siempre, aun en el cielo, entre simples creatu- ras divinizadas y el Dios de la gracia y de la gloria?

Los dones del Espíritu Santo hacen falta, precisamen­te, para suplir la fundamental indigencia inherente a este modo imperfecto de vivir según una naturaleza divina que Dios posee por Sí mismo perfectamente, pero de la que el hombre sólo participa en un grado ínfimo. Esta carencia básica pide en él la asistencia de un Paráclito, del Espíritu de Dios prometido por Jesús, que venga a asistirle en Persona para permitirle mantenerse sin des­fallecer en un orden divino que le rebasa infinitamente. Hay horas difíciles y situaciones inevitables en las que

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es imposible confiarse a la previsión humana: hay que abandonarse a la Providencia de Aquél que todo lo sabe y todo lo puede.

2. Del lado del hombre

Vistos del lado de Dios, los dones del Espíritu Santo son como unas mociones superiores de su gracia ope­rante. Dios se reserva su iniciativa al respecto: las ilumi­naciones y los impulsos motores vienen a hacer al alma humana partícipe de la ciencia, de la inmutable fortaleza y de todos los demás atributos divinos. Dios se convierte así en el inspirador, el consejero, el guía, el maestro interior, el apoyo de sus hijos adoptivos: Aquél cuya sabiduría infinita, cuya providencia y omnipotencia su­plen las deficiencias de los seres humanos que se vuelven sinceramente hacia Él. Movido por el Espíritu Santo, el hombre, bajo la protección de toda la Trinidad, camina por caminos rectos hacia la Ciudad de Dios.

La gracia de la adopción, por la que nos hacemos "partícipes de la naturaleza divina” 16 tal como ella sub­siste en la Trinidad, en la unidad del Padre y del Hijo en el Espíritu, nos reviste de todas las facultades y dis­posiciones necesarias para vivir esta nueva vida divina. El hombre no puede estar menos armado en el orden de la gracia que en el de la naturaleza. Al contrario, con superabundante liberalidad, Dios ha multiplicado en sus hijos adoptivos todas las posibilidades de "vivir en so­ciedad con el Padre y el H ijo”.17 Y así como ha dotado a nuestra naturaleza de facultades de conocimiento, de amor y de acción, así también nos ha dado, con la gracia santificante, todo un cortejo de virtudes teologales y morales, que derivan de esta gracia de semejante modo a como las potencias emanan del alma, y nos ha provisto de cualidades complementarias, de disposiciones interio­res permanentes, de verdaderos "hábitos” a la vez recep­tivos y operativos, específicamente distintos de las vir­tudes, a las que vienen a sobreañadirse, para hacernos,

16. 2 Petr 1, 4.17. 1 lo 1. 3.

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en lo más íntimo de nuestro ser de gracia, perfectamente dóciles y disponibles con respecto a la acción personal, directa o inmediata del Espíritu Santo.

La mentalidad moderna, penetrada hasta los tuétanos de nominalismo e idealismo, tiende a arrastrarnos peli­grosamente a que minimicemos la densidad del ser propio del mundo de la gracia. Sin que pretenda "cosificar" indebidamente las entidades abstractas, la Iglesia, con el realismo de su fe, sostiene el sentido ontològico de la gracia santificante y de todo el sobrenatural organis­mo de las virtudes y de los dones. Esta firme orientación del pensamiento cristiano concuerda mejor con el Evan­gelio y con la doctrina de los Apóstoles, que nos des­criben la gracia como una "simiente de Dios” en nos­otros,“ reconociendo a nuestro título de hijos de Dios un significado propio y no metafórico. “Ved qué amor nos ha mostrado el Padre, que seamos llamados hijos de Dios y lo seamos. Ahora somos hijos de Dios, aunque todavía no es manifiesto; pero sabemos que cuando esto aparezca seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es.” 18 19 20

Esta idea de un organismo especial, que recoja las inspiraciones y las mociones divinas, es una perspectiva cristiana que se armoniza con las enseñanzas de la Re­velación, las cuales nos muestran qué servidores de Dios e hijos adoptivos suyos, son "guiados por su Espíri­tu".“ El hombre, divinizado por la gracia, recibe, en su bautismo, además de las virtudes cristianas, disposiciones interiores, que son nuevas realidades que vienen a per­feccionar en él el organismo espiritual y a permitirle realizar los actos de todas las virtudes, no sólo según las deliberaciones de su razón, sino bajo la influencia directa, inmediata y personal de Dios, quien es así el Motor, la Regla y la medida de los actos del hijo de Dios. El hombre vivirá de Dios, a la manera del Hijo y guiado por el mismo Espíritu.

Para captar estas altas inspiraciones divinas es pre­ciso que en el alma del hijo adoptivo haya un dispositivo

18. 1 lo 3, 9.19. 1 lo 3, 1-2.20. Rom 8, 14.

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que le mantenga a la dócil escucha del Espíritu Santo. Cuanto más perfecto es un aparato emisor, más debe perfeccionarse el aparato receptor. Tal es la concepción fundamental de los dones, considerada en el sujeto humano.

En el otorgamiento y en la actuación de los dones, es Dios quien tiene siempre la iniciativa. Él es el Artífice que mueve a su gusto todas las facultades del hombre para hacer que broten de ellas los actos más excelsos. Nuestras potencias activas están todas a disposición del Espíritu de Dios, como las virtudes morales están some­tidas al impulso regulador de la razón. Para comprender •en su originalidad la actividad específica de los dones, hay que volver siempre a compararlos con las virtudes. La fortaleza y la templanza, moderadoras de nuestra sensibilidad, se despliegan en una doble fase: son pasivas, en cuanto que dependen por completo de la razón; y son esencialmente activas respecto a las operaciones que llevan a cabo y que proceden, en efecto, de nuestra sen­sibilidad. El ejercicio de esta sensibilidad animal es elevado por encima del plano racional mediante la in­fluencia del espíritu. El beber y el comer se convierten en acciones enteramente penetradas de sentido moral. No se trata ya sólo del comportamiento irrazonado de un puro animal, sino del fruto del superior dominio de un espíritu encarnado. El psiquismo inferior, animal, cobra la dignidad y el modo de hacer propios del espíritu. Las reacciones pasionales experimentan los sentimientos de un alma. En Cristo, hasta los menores movimientos de la sensibilidad reflejaban el estremecimiento de un Dios. Y así como en nosotros la animalidad está humanizada, así en el Verbo hecho carne estaba divinizada: al servicio de los gestos y acciones de Dios.

Análogo es lo que ocurre con la superior actividad de los dones del Espíritu Santo. El ser humano, todo entero, se mantiene a la espera del soplo de Dios. Es puramente pasivo y receptivo bajo el impulso motor inspirado por el Espíritu Santo. En esta primera fase, toda ella pasiva, no se mueve el hombre por sí, sino que es puesto en movimiento, es movido por solo Dios, que actúa direc­tamente sobre estas facultades más altas y, mediante

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ellas, sobre todos los movimientos de nuestra sensibili­dad. Mientras que nuestras virtudes morales, de fortaleza y de templanza, tienen por sede el elemento animal de nuestro ser, los dones del Espíritu Santo tienen por su­jeto inmediato nuestras dos facultades espirituales: la inteligencia y la voluntad. A través de ellas se difunde la acción personal del Espíritu Santo por todo el do­minio de nuestra conducta moral.

Este primer cometido de los dones nos descubre la actitud más fundamental del hombre bajo la inspiración divina; pero, lo mismo que las virtudes, también los do­nes desempeñan un segundo cometido no menos esencial: el de elevar todas nuestras facultades para hacerlas obrar de manera divina, en concomitancia con las virtudes. Así como nuestra sensibilidad animal, elevada al orden hu­mano por las mociones reguladoras de nuestra razón y por los impulsos de nuestra voluntad, realiza verdadera­mente ella misma los actos de las virtudes de fortaleza y de templanza, pudiendo, bajo la influencia directriz de la razón, amar, esperar, desear y gozar libremente, al ritmo del espíritu, así también los dones del Espíritu Santo, en una metamorfosis de nuestro ser más total y más perfecta aún, nos capacitan para pensar, amar y regocijarnos al ritmo del Espíritu de Dios.

No se trata ya tan sólo de la elevación de un psi- quismo animal a un plano humano, sino de una subli­mación del modo humano de las virtudes —incluidas las teologales—, que las reviste de un modo deiforme, poi' el cual nos hacemos partícipes hasta el máximo de la manera del Obrar divino. Los dones nos orientan en primer lugar hacia Dios, para que demos acogida a las divinas inspiraciones, pero además se convierten en se­guida, por. esta sobreelevación motpra, en verdaderos principios de acción. De ellos proceden los actos más perfectos, los más sublimes, de las virtudes, y con una facilidad, una prontitud y un dominio que los revisten de un modo sobrehumano y deiforme, así como las vir­tudes de la fortaleza y la templanza comunican a nuestra sensibilidad animal un modo suprasensible de orden humano. Los dones del Espíritu Santo son a la vez "há­bitos” receptivos y operativos. En cuanto "hábitos” re­

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ceptivos, cumplen su primero y principal oficio de dar vital acogida a las inspiraciones divinas, pero para reac­cionar al momento en forma de actos personales que brotan de nuestras facultades, respecto a las cuales desempeñan el papel de genuinos principios de acción, según la ley de todos los "hábitos operativos”. Los dones no están, pues, allí únicamente para recibir las mociones divinas y permitir a las virtudes y sólo a ellas actuar, sino que reciben, sí, el impulso divino, pero, a su vez, bajo esta moción superior, ayudan a las virtudes a reali­zar sus actos. De esta suerte el hombre obra bajo la acción simultánea y subordinada de las virtudes y de los dones. Cuando se trata de las virtudes teologales, los dones facilitan sus actos a título de auxiliares inferiores. Por el contrario, tratándose de las virtudes morales, los dones se apoderan de ellas, las empujan a la acción, las acompañan en todos sus actos, las revisten de ese modo supremo que el ser humano divinizado no puede recibir más que de Dios.

Los dones del Espíritu Santo son verdaderos princi­pios de acción, disposiciones interiores y permanentes que nos permiten, bajo la influencia del Espíritu de Dios, poner por obra nuestras acciones más humanas y más divinas, las más libres, las más meritorias, las más pro­fundamente nuestras, las que dimanan de nuestras facul­tades como de sus propios principios de acción, bajo la moción directa del Espíritu Santo. Así, los actos de los dones del Espíritu Santo nos aparecen como procedentes a la vez de Dios y de nosotros, bajo la iniciativa divina pero con nuestro consentimiento, con total aquiescencia de nuestro libre albedrío. Son nuestros actos más dei­formes y, no obstante, nuestros actos más íntimos, los más inmanentes a nuestras facultades humanas: síntesis superior de la Causalidad primordial del Dios Trino, y de su gracia operante, con nuestro libre albedrío sobre­elevado por la gracia; son el summum de la acción de Dios sobre el hombre y el de la más alta actividad que el hombre realiza bajo el influjo libre y soberano del Espíritu de Dios, que sopla como le place.

En resumen, el doble oficio de los dones presenta un doble aspecto, de pasividad y de actividad: pasividad

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receptiva de las inspiraciones divinas y de las mociones del Espíritu Santo, seguida de actividad realizadora de los actos de un alma divinizada y que actúa, como por un instinto divino, en todo el dominio de la vida moral y mística de un ser humano hecho hijo de Dios y movido por su Espíritu. La analogía fundamental, la más escla- recedora, sigue siendo la de la comparación entre las virtudes y los dones. La sensibilidad del hombre se halla naturalmente sometida a las mociones reguladoras de su razón. Es preciso, pues, que esta sensibilidad posea unas disponibilidades permanentes, inscritas en el cora­zón del hombre para permitirle realizar actos corporales elevados por él a un orden superior, supraanimal. El movimiento de las pasiones está en nosotros "racionali­zado” por la influencia, no sólo eficiente sino, sobre todo, reguladora y especificadora, de la razón, que inspira, dicta y gobierna todos los movimientos de la sensibilidad. Éstos participan, por tanto, de una medida superior, suprasensible, supraanimal, de orden humano. Asimismo, en el plano de la gracia, todas nuestras facultades de acción, especialmente las espirituales, pero también, se­cundariamente y por extensión, todos los movimientos morales de la sensibilidad humana, pueden ser movidos por un Principio superior al hombre, presente en el hombre con una presencia más íntima de cuanto lo es la misma razón a nuestra sensibilidad animal. Estas dis­posiciones permanentes, que hacen al hombre en todas sus facultades y en todos sus actos dócil a la acción directora del Espíritu de Dios, son las que constituyen precisamente los dones del Espíritu Santo.

Conservemos el término "hábitos” dándole el signi­ficado de "disposiciones interiores permanentes"; pero no empleemos —como hacen tantos teólogos contempo­ráneos— el vocablo "habitudes", que, en la Psicología actual, tiene un sentido técnico que trae a las mientes los reflejos automáticos, los cuales son todo lo contrario de los "hábitos”, es decir, de las disposiciones interiores voluntarias que entregan el alma a la acción soberana del Espíritu, quien sopla donde y cuando quiere, según las mil circunstancias de la vida diaria. El hombre, movido por el Espíritu, es el ser más flexible que haya.

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tanto en sus inspiraciones como en sus decisiones. El santo es el más imprevisible de los hombres. Su vida es la obra maestra del arte divino.

Los actos de los dones son los más pasivos y los más activos y, sin paradoja, nuestros actos más personales, en los que menos determinados estamos por atracciones infrahumanas y por nuestro psiquismo inferior. Somos los instrumentos de Dios, pero cuanto más sopla el Es­píritu, más libres somos. Esta palabra "instrumento’', empleada tradicionalmente para señalar la actitud del hombre entre las manos de Dios, debe entenderse en un sentido amplio, puramente analógico, no de una ma­nera estricta y rigurosa, como, por ejemplo, en el papel puramente instrumental del ministro de los sacramentos. Aquí, la virtud divina se adueña del instrumento, lo sobreeleva y lo utiliza como simple agente de transmisión. La gracia de los sacramentos procede, en efecto, del ministro, pero a modo de simple moción transitiva y no como forma propia que actúe según su naturaleza: Dios solo es El que diviniza, a título de Causa principal. De igual manera, el carácter sacerdotal nos convierte en puros instrumentos del Verbo Encarnado, que es, en rea­lidad, el principal ministro de la celebración del sacri­ficio eucarístico y de la administración de los sacra­mentos: nos sella con la efigie de Cristo.

No ocurre así en la actividad de los dones del Espíritu Santo: su ejercicio no procede de nosotros como a través de un instrumento de puro trámite, de simple moción transitoria, sino que proviene de nuestras facultades como de sus principios propios de acción, brota de la forma constitutiva de nuestro obrar divinizado. La gracia, que hace a nuestro ser y a nuestras facultades deifor­mes, viene a hacerse en nuestro interior el principio de un obrar deiforme, bajo la acción directa, inmediata, personal del Espíritu Santo. Somos, por la gracia, seres cuya forma es divina; somos Dios por participación, y la actividad de los dones del Espíritu Santo en nosotros es el modelo más elevado de esta vida deiforme, por la que llevamos en nosotros, en nuestra alma y en nuestras potencias, el germen de la actividad divina, el cual nos permite comunicar con el Pensamiento, el Amor y la

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Dicha de Dios dentro del ciclo de la Vida trinitaria. Poseemos, en el interior de nosotros, el principio inma­nente de esta vida divina y de su modo deiforme. A Dios le toca, por su iniciativa soberanamente libre, el hacemos pasar al acto.

La palabra “instrumento", o, según la fórmula de San Gregorio Nacianzeno, el término "órgano del Espíritu Santo”, quiere, pues, señalar aquí, simplemente, pero con fuerza, que el hombre es ante todo pasivo bajo la acción personal del Espíritu Santo, Espíritu del Padre y del Hijo, que mueve interiormente a los hijos de adopción por el mismo Espíritu que al Hijo Unigénito. Pero el Espíritu nos mueve como a seres libres, capaces de con­sentir y de rehusar las inspiraciones divinas. Nuestro propio destino a la santidad está en nuestras manos. La Providencia no violenta las naturalezas. Actúa en cada uno de los seres del universo "con fuerza y suavidad", respetando su esencia de seres libres o de seres deter­minados. La inspiración divina nos mueve libremente y, por otra parte, infaliblemente, bajo la moción sobera­namente eficaz de Aquél que es la Causa trascendente de todos los seres del universo. “Los hijos de Dios son guiados por su Espíritu" a imagen del Hijo.21

I I I

EL “SACRO SEPTENARIO”

El Espíritu de Dios "sopla" con asombrosa variedad en las almas. El hombre es un ser complejo, compuesto

21. «Ratio illa proccdit de instrumento cuius non est agere, sed solum agi. Tale ameni instrumentum non est homo; sed sic agitur a Spiritu Sánelo quod ctiam agit, in quantum est liberi arbitrii. Unde indiget habitu.» (I-II, 68, 3, ad 2.) Santo Tomás rehúsa en absoluto el asimilar al hombre libre, bajo la moción del Espíritu, a un simple instrumento. Igual doctrina se lee en II-II, 52, 1, ad 3: «Filii Dei aguntur a Spiritu Sancto secundum modum eorum, salvato scilicet libero arbitrio, quod est facultas voluntatis et rationis. Et sic, in quantum ratio a Spiritu Sancto instruitur de agendis, competit filiis Dei donum consilii». (Cf. también Rom 8, 14.) Lect. 3: «Homo sapiri- tualis non quasi ex motu propriae voluntatis principaliter séd ex instinctu Spi ri tus Sancti inclinatur ad aliquid agendum«.

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de materia y espíritu, dotado de gran número de poten­cias corporales y espirituales. El Espíritu Santo sobre­eleva iodos estos principios activos para hacerles con­verger hacia una continua unión con la divina Trinidad. Esta acción divina reviste necesariamente un aspecto multiforme, según la diversidad de nuestras facultades y de nuestros actos: gracias de iluminación en nuestra inteligencia, gracias de impulsos motores sobre nuestra voluntad, gracias de paz en nuestra sensibilidad, gracias de ejecución y de realización concreta, en medio de las mil contingencias y vicisitudes de nuestras existencias humanas, en el plano individual, familiar y social, a lo largo de todas las épocas, a través de todas las fases de la Iglesia militante, de todas las formas de cultura y de civilización.

Luego de haber estudiado la naturaleza de los dones del Espíritu Santo, conviene que nos fijemos en su número y en su repartición.

El punto de partida del pensamiento cristiano sobre este particular fue el célebre texto de Isaías (11, 1-3) en el "Libro del Emmanuel", donde describe el profeta al Mesías que ha de venir. Descubre en Él las virtudes más eminentes de sus antepasados: la sabiduría y la inteli­gencia de Salomón, la prudencia y el valor de David, el Espíritu de temor de los patriarcas y de los profetas, el conjunto de las cualidades de fuerza y equidad que adornarán al futuro Rey, su lealtad, su espíritu pacífico, todas las perfecciones morales que harán de Él un re­flejo de la santidad divina:

"Y brotará una vara del tronco de Jesé, y retoñará de sus raíces un vástago.

Sobre el que reposará el Espíritu de Yavé:Espíritu de sabiduría y de inteligencia,Espíritu de consejo y de fortaleza.Espíritu de entendimiento y de temor de Yavé.

Y pronunciará sus decretos en el temor de Yavé.No juzgará por el aspecto externo..."

Los grandes personajes del Antiguo Testamento eran arrebatados por el inspirador "soplo" de Yavé de una

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manera intermitente y para cumplir tal o cual misión particular relativa al pueblo de Dios; en cambio, el Mesías estará de continuo bajo la influencia divina. El Espíritu de Yavé "descansará" sobre Él permanentemen­te y con plenitud, para cumplir una misión universal: Espíritu de sabiduría y de inteligencia en su pensa­miento, Espíritu de consejo en sus decisiones, Espíritu ile fortaleza con miras a sus realizaciones prácticas por su gobernación, Espíritu de ciencia y de entendimiento de las sendas divinas, espíritu de temor de Yavé en su actitud reverencial en la presencia de Dios. El Espíritu ile Yavé se manifestará de una manera multiforme sobre su Mesías para ayudarle a llevar a cabo todas las tareas consiguientes a su misión salvadora. Con razón, la exé- gesis moderna ve sobre todo, en este texto, el anuncio tic una plenitud, no el intento de hacer una clasificación exhaustiva. La verdadera demostración no puede apoyar­se exclusivamente en este texto original. En el hebreo, la enumeración consta de “seis" espíritus que, de dos en dos, reposan sobre el Mesías. El número de “siete” proviene de la versión de los Setenta, en la que se tra­dujo por dos vocablos griegos diferentes, "piedad" y “temor” de Dios, la palabra hebrea “yirah”, repetida dos veces. Los Padres de la Iglesia y los teólogos me­dievales utilizaban los Setenta y la Vulgata, por lo que se hizo tradicional el número siete y la Iglesia lo ha homologado en su magisterio ordinario.

La extensión de los siete dones del Espíritu Santo a todos los fieles pasó rápidamente a ser un lugar común de la espiritualidad cristiana. Ya San Ireneo había seña­lado esta participación de los justos en la plenitud de Cristo: “El Espíritu ha descendido sobre el Señor: Espíritu de sabiduría y de inteligencia. Espíritu de con­sejo y de fortaleza. Espíritu de ciencia y de piedad. Espíritu de temor de Dios. Este Espíritu lo ha dado el Señor, a su vez, a la Iglesia, enviándole desde los cielos al Paráclito sobre toda la tierra" ( Adversus haereses III, 17; PG 7, 930). El mismo Espíritu habita en Cristo y en nosotros (Rom 8, 11). Él anima la Cabeza y los miembros, en la unidad de un mismo cuerpo místico. Nosotros liemos de vivir nuestra existencia divina de bautizados

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a imitación del Hijo Ünico del Padre, identificados con todos los sentimientos del alma de Cristo, como reves­tidos en £1 de las costumbres de la Trinidad. Los dones del Espíritu Santo tienen como fin precisamente el co­municar a los hombres esta vida en la intimidad del Padre, con la soberana soltura y perfección de hijos verdaderos de Dios, dirigidos por su Espíritu. La Liturgia invoca sobre cada fiel la plenitud del Espíritu por la efusión del "sagrado septenario":

"Da tuis fidelibus,In te confidentibus,Sacrum septenarium.” (Secuencia de Pentecostés.)

El "Veni Creator” invoca al Espíritu septiforme en sus beneñcios: "Tu septiformis muñere", y las ceremo­nias del sacramento de la confirmación explicitan cada uno de los siete dones.

Hay aquí un dato positivo que no conviene desme­surar, menos aún integrarlo al dominio de la fe, pero que el creyente ha de tener en cuenta y es misión de la ciencia teológica justificarlo y explicarlo. El principio que dirige en la Iglesia las investigaciones de los teólogos es la distinción entre las virtudes y Jos dones, como, por lo demás, la de todos los "hábitos", por su objeto espe­cificados Así es como, históricamente, en el pensamien­to cristiano, a impulso de la reflexión científica, se ha ido elaborando en un progreso continuo la moral de las virtudes. Objetos diferentes exigen diversidad de facul­tades y de principios activos.

El mismo método debe aplicarse a la clasificación de los dones. La gran cantidad de ensayos de solución, evi­dencia lo arduo del problema. Hemos visto al mismo Santo Tomás retocar, lleno de vacilaciones, su pensa­miento, e incluso retractarse sobre este punto. Al final de su vida, en una visión más simple y comprensiva, a la luz de las virtudes cristianas, armonizó la enumera­ción del septenario sacro. Este nuevo y definitivo re­parto, sin sutilezas convencionales, sin estrecheces siste­máticas, se nos hace el más adecuado a la realidad. Permite, en efecto, una honda intelección de ese funcio­

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namiento tan flexible y tan sencillo con que actúan los dones del Espíritu Santo. Sigue el método común de especificar los dones por sus objetos respectivos, como para las virtudes, teniendo en cuenta la trascendencia de la moción divina y el superior modo de los dones con relación a las virtudes: "Cum enim dona sint habitus ordinati ad operandum, oportet quod distinguantur se- cundum obiecta quibus diversifican oportet actus secun- dum speciem" (/// Sent. 34, 1, 6). A continuación, se eleva a una visión grandiosa que reúne bajo una mirada única toda la acción espiritual de Dios en el mundo de los hombres redimidos y en el universo de los espíritus.

El Espíritu Santo se apodera del hombre entero para dirigirle a su supremo fin, o sea, a la total expansión de su personalidad en Dios. Esta acción directa, inmediata y especial del Espíritu de Dios es ejercida sobre dos fa­cultades distintas, la inteligencia y la voluntad; de donde resultan dos grupos de dones bien diferenciados: los dones intelectuales, de inteligencia, de ciencia, de sabi­duría, de consejo, y los dones afectivos, de piedad, de fortaleza y de temor.

La Santísima Trinidad, deseosa de hacer que los hom­bres comuniquen con su Vida íntima de pensamiento, de amor y de acción, les sublima su manera de pensar, de querer y de obrar hasta hacerles copartícipes del modo deiforme de la actividad divina. Bajo la influencia directa y especial del Espíritu Santo se opera entonces, en el interior de las almas, una iluminación divina que hace al entendimiento humano semejante al pensamiento de Dios, intuitivo y exhaustivo, juez de todo por las causas segundas o divinas, previsor y decretador de todas las decisiones mediante las que se desenvuelve, en el orden existencial, el plan de su Providencia.

Las cualidades de las creaturas exigen una multiplici­dad que no existe en Dios. El hombre, para su perfección intelectual, necesita una multitud de aptitudes y dis­posiciones relativas a la posesión de la verdad: dar con los principios, juzgar por las causas, tener sentido de las aplicaciones prácticas. La filosofía atribuye por esto al hombre cinco grupos de "hábitos" intelectuales: la inteligencia de los principios, la extrema variedad de

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las ciencias, una sabiduría unitaria que corone todo el saber; y luego, en el terreno práctico, la prudencia, que dirija nuestras acciones, y el arte para realizar las obras que sean las creaciones de nuestro espíritu.

En el orden sobrenatural, para el pleno despliegue de su espíritu en su conocimiento de la fe, dispone el hombre de los dones de inteligencia, ciencia, sabiduría y consejo. El Espíritu Santo se vale de estas disposiciones interiores, distintas por sus objetos, para permitir al hombre bautizado penetrar en todos los misterios de la Revelación mediante el don de inteligencia; juzgarlos, según todas las conexiones de las causas segundas, me­diante el don de ciencia; estimarlos, ordenarlos debida­mente y, si fuere preciso, defenderlos, a la suprema luz del misterio de la Trinidad y de todos los atributos di­vinos, mediante el don de sabiduría. A través de estos tres dones, toda la claridad de la inteligencia, de la ciencia y de la sabiduría divinas desciende sobre el hombre y, con las luces complementarias del don de consejo, viene a dirigir toda su conducta, ajustándola a los planes de Dios, trazados desde la eternidad por su Providencia. Estos cuatro dones intelectuales son suficientes para cap­tar todas las luces divinas ordenadas al desarrollo de la vida contemplativa y activa de los hombres.

Para poder conseguir una rectitud moral impecable en sus relaciones con Dios y con todas las creaturas del universo, dispone el hombre del don de piedad. Éste, por sí solo, bajo la acción sobreelevante del Espíritu Santo, Espíritu del Padre y del Hijo, le hace capaz de compor­tarse perfectamente, mediante la utilización de las mu­chas virtudes que se requieren para la perfecta justicia ante Dios y ante los hombres. El Espíritu de piedad simplifica y unifica nuestras relaciones con Dios y con todas las creaturas dándonos una actitud filial para con Dios y fraternal para con los ángeles y los hombres.

Para la disciplina de su vida personal, frente a las dificultades de la existencia y los atractivos del peca­do, dispone el hombre de dos dones superiores que re­gulan y moderan su sensibilidad: el Espíritu de fortaleza y el Espíritu de temor. De esta suerte, queda el hombre armado para afrontar todas las situaciones de la vida.

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Si se mantiene dócil al menor soplo del Espíritu, es invulnerable, nada le podrá sorprender: la Trinidad en­tera le cubre y protege.

Sería quimérico soñar para el hombre una perfec­ción absoluta, que igualara la indivisible simplicidad del Acto Puro. Lo mismo que, en el orden del ser, participa el hombre, a través de la multiplicidad de su naturaleza y de sus facultades corporales y espirituales, en la unidad y en la infinitud de Dios, así también en su obrar, par­ticipa, a través de los actos de un gran número de virtudes teologales y morales, en la indefectible unidad del Obrar divino. Siete dones se requieren para que pueda el hombre acoger las más altas inspiraciones di­vinas y las multiformes mociones del Espíritu de Dios.

Cada don es apto para servir o dirigir a todo un grupo de virtudes, de la misma manera que una facultad superior cumple por sí sola la tarea de varias potencias activas de un orden superior, y como la inteligencia abar­ca de un modo eminente y con mayor profundidad todo el campo de conocimientos a que llegan nuestros sentidos internos o externos (cf. 3, 34, 1, 2). Así, el don de inteli­gencia lo penetra todo. Es como una mirada taladrante que se dirige primera y principalmente sobre el misterio de Dios y sobre las virtudes primordiales de nuestra fe, pero que se extiende, además, sobre toda parcela del campo de la verdad, aun en el orden natural, que esté en conexión con los misterios revelados. He aquí por qué el Espíritu Santo ha iluminado, a los grandes docto­res de la Encarnación del Verbo, sobre las nociones de "naturaleza” y de "persona", necesarias para una autén­tica intelección de la unión hipostática.

Estas mismas reflexiones metodológicas podrían apli­carse a todos los restantes dones.

Cada uno de los dones del Espíritu Santo tiene, en su campo de acción, una amplitud universal:

— el don de inteligencia, para penetrar todos los mis­terios cristianos y todas las verdades divinas;

— el don de ciencia, para juzgar acerca de todo el encadenamiento de las causas segundas en el universo entero;

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— el don de sabiduría para apreciarlo todo a la luz del Verbo y en el esplendor de la Trinidad;

— el don de consejo, para dirigirlo todo, en el dominio del obrar humano, según las miras de la Providencia y del gobierno divinos;

— el don de piedad, para animar todas nuestras rela­ciones con Dios, nuestro Padre, con todos los miembros de la familia de Dios y hasta con todos los seres de la creación, considerados como bienes de la Casa de Dios;

— el don de fortaleza, para superar todas las difi­cultades de la existencia humana, apoyándonos en la Fuerza inmutable de Dios;

— el don de temor, finalmente, para evitar todo mal, con una delicadeza de alma que nos guarde de la menor falta que pueda "contristar al Espíritu Santo”.

Así resplandece la universal extensión de cada uno de los dones del septenario sagrado. Los tres dones in­telectuales superiores se extienden sin restricción a Dios

.y a todos los seres del universo, pero desde diferentes pun­tos de vista: el don de inteligencia para escrutarlos en sus más íntimos adentros; el don de ciencia paira juzgar­los desde abajo, según el juego de las causas segundas; el don de sabiduría, por una visión exhaustiva desde lo alto, que nos identifica con la mirada de la Trinidad.

El don de consejo no le atañe a Dios directamente como los dones contemplativos superiores de inteligencia, ciencia y sabiduría; se extiende, empero, a la totalidad del obrar humano y hace nuestra conducta conforme, en sus menores decisiones, al plan de la Providencia. Tam­poco los dones de piedad y de fortaleza dicen con Dios, sino que afectan a nuestro culto respecto a Él y a nues­tros actos de valentía o de tenacidad en medio de las batallas que la Iglesia militante sostiene por conquistar el reino de Dios.

Nada escapa a la amplitud universal del don de temor en su resistencia a todo mal. Sería restringir singular­mente su influencia el limitarla al servicio de la espe­ranza o de la templanza; su acción se despliega en pers­pectivas mucho más vastas, a título de auxiliar de todas las virtudes en nuestro combate contra todas las formas

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del pecado. Los dones operan de un modo supereminente todo el trabajo de las virtudes, en constante colaboración con ellas.

Siete notas musicales les bastan a los grandes artistas de la composición para desarrollar todas las invenciones de su genio; siete dones le son suficientes al Espíritu Santo para hacer vibrar todas las riquezas de un alma divinizada por la gracia o la gloria, con tal que ella se mantenga flexible entre las manos del Artista crea­dor.

IV

PROPIEDADES DE LOS DONES

De la naturaleza de los dones del Espíritu Santo deri­van dos grupos de propiedades:

— del lado de Dios: su modo deiforme;— del lado del hombre: nada de "justo medio” como

en los actos de las virtudes morales, conexión y sinergia, desigualdad y jerarquía, bajo el primado arquitectónico del don de sabiduría, que dirige a la vez la contemplación y la acción.

1. Propiedad fundamental: el modo deiforme

La propiedad más fundamental de los dones del Es­píritu Santo es su modo deiforme: sus actos emanan de nosotros, pero bajo la inspiración divina. Dios es su Regla y su Medida, su Motor especial.

En efecto, los actos humanos pueden tener una triple medida:

— una medida humana, que imprime a toda nuestra vida moral la regulación de la razón: es el caso de las virtudes naturales adquiridas;

— una medida humanodivina en el orden de la gracia santificante, que viene a sobreelevar en su esencia toda

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nuestra actividad virtuosa para hacerla participar en la vida de pensamiento, de amor y de acción del Dios- Trino mediante las virtudes cristianas, pero dejando aún al hombre su modo de obrar connatural según las deli­beraciones de su razón discursiva y las razonadas inclina­ciones de su voluntad: es el régimen común de las vir­tudes teologales y morales, cuando el hombre, divinizado por la gracia de adopción, realiza actos elícitos que, en sustancia, denotan el orden sobrenatural, pero cuya manera de realizarse sigue siendo humana.

Hay, finalmente, un régimen superior de vida virtuo­sa, deiforme no sólo en su sustancia sino también en su modo, en el que los actos tienen la medida divina del Espíritu de Dios, que es su Motor y su Regla espe- cificadora: éste es el caso de los dones del Espíritu Santo. Dios no es solamente la Causa eficiente de estos actos. Él toma la iniciativa de los mismos, los inspira, los realiza a su medida divina, participada en grados diversos por el hombre convertido en hijo de Dios por la gracia y dirigido por su Espíritu. Este obrar deiforme muestra entonces la manera de pensar, amar, querer y obrar del Espíritu de Dios, en la proporción posible al hombre, sin salirse de sus condiciones de espíritu encar­nado. Sus intuiciones no son intuiciones de un puro espíritu; aun bajo las iluminaciones de la ciencia y de la sabiduría divinas, el ejercicio de los dones intelectuales está ligado en él, durante el estado de unión, al acom­pañamiento de imágenes y al caminar discursivo, si bien maravillosamente facilitado por la inspiración divina. También cuando el pájaro vuela se ve que tiene alas. El hombre a quien anima el soplo del Espíritu está como arrebatado y sostenido por las raudas alas de un Águila todopoderosa.

Este obrar deiforme presenta entonces la manera de pensar, de amar, de querer y de obrar propia del mismo Espíritu de Dios; la vida espiritual del hombre viene a convertirse como en una proyección en él de las cos­tumbres de la Trinidad, en cuyo seno entra, a imitación del Hijo Ünico del Padre, no haciendo más que uno con Él, místicamente, en la unidad de una misma persona,

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transfigurándose el cristiano en "otro Cristo” que camina por la tierra, identificado con todos los sentimientos del Verbo encarnado glorificador del Padre y Salvador de los hombres. El cristiano avanza así por la vida, ilumi­nado en su inteligencia por la claridad del Verbo, con su vida de amor al ritmo del Espíritu Santo, actuando en toda su conducta interior y exterior según el modelo de la actividad "ad extra" de las Tres Personas divinas en la indivisible unidad de su Esencia. El Espíritu de Dios se hace no sólo inspirador y Motor, sino también regla, forma y medida de esta actividad al modo deiforme y cristiforme propia del cristiano cada vez más revestido por la fe, por el amor y por la práctica de todas las virtudes de la santidad de Cristo. En los diversos trata­dos de los dones del Espíritu Santo no se insiste bastante en que, dentro del orden concreto de la economía de la salvación, la actividad de los dones se realiza en nosotros no ya sólo de un modo deiforme, sino además de un modo cristiforme que nos configura con el Hijo Ünico del Padre. Creer es verlo todo con la mirada de Cristo; lo esperamos todo de la omnipotente y misericordiosa Tri­nidad, pero en virtud de los méritos de Jesucristo. Nues­tra vida de amor a Dios, nuestro Padre, y a los hombres, nuestros hermanos, se expande en una amistad con todos en la persona de Cristo.

E igual sucede con las demás virtudes y con los demás dones del Espíritu Santo. Toda nuestra vida espiritual se desarrolla en nosotros, según la expresión de San Pablo: "en Cristo Jesús". La prudencia cristiana está penetrada toda ella del espíritu de la cruz. El don de piedad nos hace musitar "¡Abba, Padre!" con el Espíritu del Hijo y nos une a Cristo, Sacerdote y Hostia, Mediador único entre los hombres y Dios. El don de fortaleza nos hace semejantes en valentía al Crucificado. El Espíritu de temor mantiene a las almas lejos de todo mal, inmacu­ladas y sin tacha: virginales para Cristo, virginales para la Trinidad.

El ejemplar trinitario es la regla suprema de la acti­vidad deiforme de los dones. Animado por el Espíritu Santo en cada uno de sus actos, el cristiano debería pasar por la tierra a la manera de un Dios encamado.

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2. Las otras propiedades:

a. Nada de " justo medio"

La virtud humana consiste en un "justo medio", según nos afirman moralistas y teólogos. Está limitada por la situación del hombre en el universo. Todo lo suyo se halla medido por las cosas: la verdad de su inteligencia depende de su adecuación con lo real extramental; la ver­dad de su arte es proporcional al poder evocador de las creaciones de su espíritu; la virtud moral imprime a nuestra voluntad y a nuestros apetitos sensibles la su­perior grandeza del espíritu. Nuestras acciones morales son perfectas en la medida en que se conforman a la razón. Ciertamente, la virtud no se detiene en la medio­cridad, sino que tiende al máximo. Si se queda en un "justo medio", esto no significa entre el bien y el mal, sino entre un exceso y un defecto posibles en una ma­teria sometida al control regulador del espíritu.

Solas las virtudes teologales transcienden toda me­dida limitadora del "justo medio". Ellas tienden, de suyo, a lo infinito de Dios, Verdad Primera, fuente de toda luz, a la Omnipotencia misericordiosa de Dios, capaz de ayudar al frágil hombre en la conquista de su divina bienaventuranza, a la Bondad soberana de Dios, que en los insondables abismos de su Trinidad con­tiene la plenitud de todo bien. Si puede deslizarse un exceso en el ejercicio de las virtudes teologales, no pro­vendrá de la parte de su objeto, —pues nunca será posible creer o esperar demasiado en Dios ni amarle más de la cuenta—, sino que se deberá, ocasionalmente, a las condi­ciones humanas del sujeto. Sin tener en consideración lo limitado de sus fuerzas, presume a veces el hombre de la bondad divina, o bien desespera de Dios a causa de una caída pasajera, olvidando que la divina misericordia rebasa infinitamente la miseria y la malicia del pecado.

Los dones del Espíritu Santo, por su deiforme alteza, participan de la propiedad de las virtudes teologales: no se limitan, de suyo, a un "justo medio". Dios infinito es el objeto inmediato, especificador de las virtudes teo­logales y medida de las mismas. Dios, infinito en sus ins­

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piraciones y en sus mociones, es igualmente la Regla y la Medida de la actividad de los dones. Nunca se será lo bastante dócil a los impulsos iluminantes y motores del Espíritu de Dios, que actúa en nosotros en la indi-’ visibilidad de la Esencia divina, a través de sus atributos infinitos de inteligencia, ciencia, sabiduría, consejo, pater­nidad sobre nosotros, fortaleza y santidad increada. Los dones del Espíritu Santo no tienen otra medida inme­diata que esta divina acción, de sabiduría infinita, que nos hace participar mediante la gracia en las riquezas de su Ser Increado y de su Obrar divino. Como las virtu­des teologales, los dones del Espíritu Santo tienen por motivo a Dios: no a título de Verdad primera, de Omni­potencia infinitamente misericordiosa o de Bien supremo, sino a título de Principio Motor y Regulador de nuestro obrar sobrenatural, al que el Espíritu divino imprime su modo deiforme, en diversos grados de participación dé las perfecciones divinas. Con los dones, se halla el hom­bre bajo la influencia de un Espíritu infinito.“

b. Conexión y sinergia

La ley de síntesis domina la psicología humana. Tie­ne aplicación en todos los planos: en el físico y en el fisiológico, en el somático y en el psíquico, en el inte­lectual, en el artístico, en el moral, en el religioso, al nivel natural y al sobrenatural. Esta ley de conexión y de sinergia entre nuestras potencias y nuestros principios de acción, al servicio de una misma personalidad, cons­tituye una de las propiedades más básicas del obrar humano, proveniente de la complejidad de un ser que es, por esencia, espíritu encarnado, simbiosis viviente de todos los valores minerales, vegetales, animales, espiri­tuales y divinos del universo de la encamación. A me­nudo, un solo acto es la síntesis de toda una personalidad. No hay pensamiento sin imagen, ni volición sin intelec­ción, ni contemplación sin arrastre hacia la acción... ni 22

22. «Prudentia, quae importât rationis rectitudinem, maxime per- ficitur et iuvatur secundum quod regulatur et movetur a Spiritu Sancto. Quod pertinet ad donum consilii.» (II-II, 52, 2.)

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movimiento de la gracia sin apoyo en la naturaleza. To­das nuestras actividades son distintas e indisociables. El acto más secreto repercute en el conjunto del organismo. En el hombre todo está en conexión: la unión del alma y del cuerpo, la mutua ayuda de las facultades, la inter­dependencia de los "hábitos”, el ejercicio simultáneo y subordinado de las virtudes y los dones.

¿Cómo iba a escapar de esta ley universal la activi­dad de los dones? Una doble conexión vincula a los dones del Espíritu Santo entre ellos mismos y con la caridad, así como las virtudes tienen conexiones entre ellas y con la primera de todas: el amor. Conexión implica dependencia y subordinación. Todas nuestras virtudes morales de justicia, fortaleza y templanza reciben de la prudencia la medida racional que las define en su esencia misma de virtudes; por su parte, las virtudes morales proporcionan a la prudencia los fines que la especifican, pues los fines inmediatos de las virtudes morales desempeñan el papel de principios determinan­tes de la prudencia misma. Esencial a la virtud humana es la medida de la razón, mas esto implica, a título de propiedad, la conexión o dependencia mutua de todas las virtudes morales.

Lo mismo se diga de los dones del Espíritu Santo: Los dones de piedad, fortaleza y temor dependen de las líneas directrices y de los preceptos del don de consejo, como las virtudes morales dependen de la prudencia. Recíprocamente: el don de consejo debe tener en cuenta los fines específicos de los dones de piedad, fortaleza y temor, que le inspiran sus decisiones. El don de consejo desempeña respecto a ellos la misma función directora que la prudencia respecto a las virtudes morales.

A su vez, el don de consejo es dirigido por los dones superiores de inteligencia, ciencia y sabiduría, que sacan del contemplar a Dios las razones supremas de vivir, de las cuales el espíritu de consejo deduce las aplicaciones prácticas, que ejecutarán, en el dominio concreto de la acción, los dones de piedad, de fortaleza y de temor. Así, la interdependencia de los siete dones asegura el perfecto influjo del Espírjtu de Dios sobre las almas.

Los dones no actúan más que en sinergia y concomi-

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tanda con las virtudes bajo la primacía del amor. En el funcionamiento de los dones del Espíritu Santo, más aún que en el ejercicio de las virtudes al modo humano, resplandece la influencia, no ya tan sólo virtual sino siem­pre actual, de la caridad. Es el amor el que provoca, finaliza y mide toda la actividad de los dones. El fin impera en todo. Si la prudencia depende de los fines particulares de cada una de las virtudes morales, ¿cuánto más no dependerá del fin supremo del hombre: la unión con Dios por la caridad divina? Cuanto más atraído es el hombre hacia Dios por el amor, más eficaces van siendo sus decisiones concretas en punto a elegir los medios. El amor no sabe de esperas: ansia impaciente las realizaciones; excluye toda demora excesiva. Entre los fines y los medios hay conexiones de mutua dependencia. Los siete dones del Espíritu Santo se hallan vinculados por íntima conexión bajo la dependencia actual de la caridad.

Ahora bien, es el Espíritu Santo quien, habitando en el centro del alma, le infunde el amor: "La caridad de Dios se ha derramado en nuestros corazones por virtud del Espíritu Santo, que nos ha sido dado”.23 En definitiva, por el intermedio de la caridad, efecto propio de la Presencia del Espíritu Santo, las virtudes y los dones, distintos e inseparables, ponen a las almas bajo la mo­ción inmediata y personal del Espíritu Santo, que habita en nosotros como Principio Motor, Regla y Medida de nuestras acciones por Él inspiradas.

c. Ayuda mutua y armonía

Este concurso de las distintas potencias del hombre, fortalecidas por las virtudes y los dones, produce una sinergia funcional y una ayuda mutua de todas nuestras posibilidades de acción. Los dones colaboran entre sí y con las virtudes para lograr el desarrollo de una misma personalidad. La penetración del don de inteligencia fa­cilita el juzgar por las causas, objeto de los dones de ciencia y de sabiduría; los dones contemplativos iluminan

23. Rom 5, 5.

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desde las alturas las tareas apostólicas que requieren acción; el espíritu de temor preserva al hombre, cons­ciente de su miseria y de su nada, haciendo de él dócil instrumento en las manos de Dfos. No cabe aspirar aquí a un análisis detallado, pues habría que escrutar toda la acción del Dios Trino en su Iglesia. ¡Con qué luces tan preciosas esclarece la ciencia de las criaturas, la "ciencia de los santos", las decisiones prácticas a que se lanzan los hombres, movidos por los consejos de Dios! ¡Cómo orientan la acción y sostienen la voluntad del hombre en sus realizaciones el contemplar los misterios de la Trinidad, de Cristo, de la Madre de Dios o de la Iglesia y el adoptar las elevadas miras y amplias perspectivas de la sabiduría cristiana! Lo mismo que los rodamientos orgánicamente trabados de una máquina electrónica, se hallan a punto para actuar con todo su poder, así la actividad de los dones se despliega en un dinamismo con­vergente que empuja a los hombres hacia Dios, en el servicio de sus hermanos y de la Iglesia toda, al soplo unificante de un mismo Espíritu de Amor.

Los dones del Espíritu Santo constituyen una jerar­quía de principios de acción netamente diferenciados. En la base se halla el don de temor; en la cúspide, el don de sabiduría; y cada uno de los dones tiene un campo de acción específicamente distinto: el don de inteligencia, para la penetración de todos los misterios; los dones de ciencia y de sabiduría, para juzgar de todo por las causas segundas o por las causas divinas; el don de consejo, para dirigir la acción concreta, contingente. Estos cuatro dones intelectuales guardan entre sí el siguiente orden jerárquico: sabiduría, inteligencia, ciencia y consejo. Los otros tres dones tienen por sujeto la voluntad, según tres funciones distintas: el don de piedad viene a animar todas las relaciones del hombre con los demás seres del universo y con las Tres Personas divinas; el don de fortaleza, a asegurar en toda circunstancia y por encima de todas las dificultades nuestra vocación de hijos de Dios, a imagen de Cristo; finalmente, el don de temor, para evitar el mal y permitimos no contristar jamás al Espíritu Santo.

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A este orden básico podrían añadírsele, según diversas perspectivas, nuevas clasificaciones accidentales. Por ejemplo, en la vida espiritual y en la búsqueda de la perfección cristiana, ocupa el espíritu de temor un puesto primordial, no en la jerarquía de valores, sino a título de disposición: nos funda en la conciencia de nuestra fragilidad como pecadores y en el sentido de nuestra nada, condición indispensable para toda santidad. El don de fortaleza brilla particularmente en los mártires; el don de consejo, en los hombres de acción; los dones intelectuales, de inteligencia, ciencia y sabiduría, resplan­decen en los grandes doctores, en cada uno según su misión. Llegamos con esto a la infinita variedad de los dones que Dios otorga a su Iglesia bajo la impulsión de un mismo Espíritu.

Esta diversidad de dones y carismas no es anárquica: todas las obras de Dios llevan siempre el sello de la armonía y de la unidad. En cada uno de nosotros, las virtudes y los dones van creciendo a la par, desarrollán­dose armoniosamente como todas las partes de nuestro cuerpo, como los cinco dedos de la mano. Indudable­mente, aun entre los santos existen predisposiciones na­turales a tal o cual virtud, a un don u otro; por el contrario, se dan también entre los grandes siervos de Dios temperamentos difíciles, rebeldes por naturaleza a tal o cual virtud y, a menudo, con peligrosas tendencias heredadas que les inclinan al mal. El heroísmo no exclu­ye, a determinadas horas, la lucha contra los deseos des­ordenados de la naturaleza; pero estas resistencias dis­minuyen y llegan a esfumarse cuanto más dócil sea el alma a las inspiraciones del Espíritu, de modo que triun­fe la gracia.

Por encima de esas imperfecciones y de esos desfa­llecimientos en detalles, advenidos por sorpresa, indicios más bien del temperamento que del valor moral, la uni­dad de la vida espiritual queda asegurada por una armo­nía proporcional de todas las virtudes y de todos los dones, por la convergencia de todas las potencias activas bajo el impulso de una misma caridad que el Espíritu Santo emplea para levantar al alma, con todas sus fa­cultades, hasta Dios.

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V

ESTUDIO COMPARADO

Los dones y las virtudes

El pensamiento humano, esencialmente analítico y discursivo, sólo aprehende las nociones una después de otra; de donde la necesidad de compararlas y reagru-

Í»arlas para constituir de nuevo la unidad existencial de o real. Este método comparado le es indispensable al

hombre así en las investigaciones especulativas como en los conocimientos históricos; y su suprema aplicación está en la ciencia teológica, que es a la vez la más posi­tiva en sus fuentes reveladas y la más contemplativa por la sublimidad de su objeto: Dios y el conjunto de los misterios cristianos.

Un estudio de los dones del Espíritu Santo requiere, como complemento, su comparación con las virtudes. La práctica de la Iglesia en los procesos de canonización pone muy de relieve que la clave de toda santidad es el ejercicio fiel de todas las virtudes. Guardémonos de hi- postasiar los dones. No son más que auxiliares de las virtudes, principios de acción, "hábitos" operativos que proporcionan a nuestras facultades disposiciones interio­res sobreañadidas, adquiridas o infusas, las cuales permi­ten a las virtudes realizar sus actos con la máxima per­fección. La cooperación entre las virtudes y los dones se endereza al mismo fin con dos modalidades diferentes y complementarias. En la jerarquía de valores, sitúanse los dones entre las virtudes teologales y las virtudes morales. "Derivan” de las virtudes teologales: su fuente, su prin­cipio, su medio de realización y su fin. La fe, la esperanza y-la caridad nos unen inmediatamente a Dios por su objeto, dentro del ciclo de la vida trinitaria: la fe, en la luz del Verbo; la caridad, en el impulso amoroso del Espíritu Santo; la esperanza, en la participación de la beatitud del Padre y de toda la Trinidad. Las virtudes teologales se orientan hacia el fin, los dones del Espíritu

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Santo hacia los medios; las virtudes teologales aseguran el contacto y la unión con Dios, los dones nos ponen bajo la especial influencia motriz del Espíritu Santo para unirnos a la Trinidad. Cuanto prevalece el fin sobre los medios, otro tanto las virtudes teologales, que tienen por objeto inmediato a Dios, prevalecen sobre los dones, ordenados éstos a realizar bajo la personal moción del Espíritu Santo actos creados. Los dones son como los instrumentos de que se sirven las virtudes teologales para alcanzar a Dios.24

Para entender a la vez esta trascendencia y esta indi­gencia de las virtudes teologales con relación a los dones del Espíritu Santo, hay que recordar la doble imperfec­ción que les es inherente en la tierra, como, por lo demás, a todas las otras virtudes.

Una imperfección accidental proviene, a los comienzos, de su falta de ejercicio y de dominio, como se ve en los incipientes y aun en las almas que ya van progresando pero que todavía no han adquirido la soltura, la facilidad, la seguridad de ejecución que distingue a los perfectos. Este primer género de imperfección se corrige mediante el uso, mediante la práctica perseverante de todas las virtudes, bajo la acción de nuestra inteligencia, de nues­tra voluntad y de todos nuestros principios activos. Mas la perfección así adquirida no supera el modo humano. Presupone la inicial moción y el general concurso de la Causa Primera, como todos nuestros actos de creaturas; no muestra indicios de una acción personal y especialísi- ma cuya iniciativa le corresponda sólo al Espíritu Santo. Tal es el régimen ordinario del desarrollo de las virtudes bajo el influjo de nuestra voluntad, según una manera de progresar típicamente humana.

Hay otra forma de imperfección, que acusa una indi­gencia esencial, fundamental y, por así decirlo, congènita, característica de todos los modos limitados de partici-

24. «Dicendum quod animus hominis non movetur a Spiritu Sancto, pisi ei secundum aliquem modum uniatur, sicut instrumentum, non movetur ab artífice, nisi per contactum aut per aliquam aliam unio- nem. Prima autem unió, hominis est per fidem, spem et caritatem. linde istae virtutes praesupponuntur ad dona, sicut radices quaedam dono rum. linde omnia dona pertinent ad has tres virtutes, sicut quaedam derivationes praedictarum virtutum.» (I-II, 68, 4, ad 3.)

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pación, por las creaturas, del Ser increado. En virtud de sus exigencias más profundas, la gracia, participación formal de la divina naturaleza, debería actualizarse en nosotros según el modo deiforme como viven las Tres Personas divinas. Este modo increado, connatural a solo Dios, es irrealizable por el hombre, inclusive por la humanidad de Cristo en el estado glorioso. Para desple­garse de un modo más perfecto, verdaderamente deifor­me, es preciso que Dios mismo, con una intervención personal, directa, inmediata y especialísima, venga a co­municar al hombre divinizado el modo propio de la excelencia de su Obrar divino.

Las virtudes teologales realizan entonces sus actos, no ya por iniciativa de nuestra razón esclarecida por la fe, ni de sola nuestra voluntad sobreelevada por nuestra caridad, según un modo humano, sino por una interven­ción directa, personal, del Espíritu del Padre y del Hijo, que viene a suplir nuestra imperfección originaria, subli­mando mediante sus iluminaciones y sus mociones espe- cialísimas nuestra propia manera de pensar, de querer y de obrar, por una participación superior en el deiforme modo del Obrar divino. Este modo sobrehumano, propie­dad de una vida deiforme que se desenvuelve bajo la acción inspiradora del Espíritu, constituye precisamente la añadidura de perfección que aporta a las mismas vir­tudes teologales la moción de los dones. Es el Espíritu Santo quien actúa en nosotros y por nosotros, pero según su iniciativa y su manera propia. Los actos de las virtudes teologales, en lugar de ser ejecutados bajo la forma de la deliberación racional y de una manera discursiva, al modo humano, proceden en nosotros por una inspiración divina cuyo Principio motor, cuya Regla y medida es el Espíritu.

Las virtudes teologales tienen, por tanto, como las otras virtudes, dos regímenes distintos: el uno al modo humano, el otro al modo sobrehumano y divino bajo el impulso directo del Padre, del Verbo y del Espíritu Santo.

El caso es diferente por lo que respecta al ejercicio de las virtudes morales bajo la moción de los dones: mientras que las virtudes teologales tienen por subordi­

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nada la actividad de los dones, como un fin superior impera sobre los medios ejecutivos, a su vez, los dones, debido a su trascendencia sobre las virtudes morales, se las subordinan, como un modo superior de acción dispone de elementos inferiores de realización. Así, el don de piedad, bajo la inspiración directa y personal del Espíritu del Padre y del Hijo, pone en movimiento todas las formas de expresión del culto de Dios, a la manera como un "hábito" superior se sirve de uno o más "hábitos" operativos inferiores. Esta vez son los dones los que constituyen como la raíz, la fuente, el origen, el medio y el fin de las virtudes morales. De la misma manera, el don de temor impone actitudes de profunda humildad, de pobreza espiritual y de toma de conciencia de nuestra nada en la presencia de Dios: "Yo Soy Aquél que Es. Tu eres lo que no es". Las virtudes morales hallan así su perfección suprema en un régimen de despliegue tras­cendente a todas las formas de deliberación racionad, en una participación directa en la manera de obrar propia del Espíritu del Padre y del Hijo en el seno de la Tri­nidad. "Sed perfectos como vuestro Padre del cielo.”

En el plano de las existencias concretas, las virtudes y los dones operan de una manera inseparable. Nunca actúan los dones sin las virtudes. Ellos nos mantienen dóciles a las más pequeñas inspiraciones del Espíritu Santo, a fin de practicar en su suprema perfección todas las virtudes cristianas: teologales y morales. Lo substan­cial del acto lo ponen las virtudes, el modo deiforme proviene de los dones. Por esto es por lo que se puede hablar de actos de los dones o, simplemente, de actos de las virtudes perfeccionados por los dones.

Virtudes y dones bastan para dar cumplimiento a todos los preceptos del Señor en el Espíritu de las bienaventuranzas evangélicas y para encaminar al hom­bre hacia la santidad más alta, al soplo del Espíritu de Dios. Una comparación clásica pone de manifiesto a la vez la diferencia y la complementariedad existentes entre el régimen de las virtudes y el de los dones: Las virtudes son como los remos que se manejan a fuerza de brazos, con continuo trabajo, al modo humano; los dones vienen a ser algo así como las velas desplegadas que, henchidas

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por el viento, hacen avanzar al navio, con más facilidad y rapidez. Ambos mecanismos se ayudan mutuamente en un impulso armónico hacia el mismo fin. Siete velas son bastantes para recoger el viento en todas direcciones. El soplo del Espíritu y el humano esfuerzo se conciertan para conducir al hombre hacia su destino de hijo de Dios.

VI

LOS DONES Y LAS ETAPAS DE LA VIDA ESPIRITUAL

Suele analizarse demasiado exclusivamente la vida es­piritual desde abajo, a partir del hombre y de sus esfuer­zos voluntarios hacia la santidad; se olvida al Espíritu Santo. Sin embargo, el Señor había anunciado su presen­cia en nestros "adentros" y su papel único de Agente principal de nuestra santificación, de Maestro interior, “ formador de Cristo” en cada uno de nosotros, Motor primordial y constante de nuestra vida cristiana, Alma verdadera de la Iglesia, encargado de la misión de enca­minar a todos los miembros del cuerpo místico hacia la Ciudad de Dios para “consumarles” allí con el Padre y el Hijo "en la unidad” de la Trinidad.

Es desde arriba, a partir del Espíritu Santo, como debe juzgarse sobre la vida de las almas y su ascensión hacia Dios. Los maestros del espíritu acostumbran dis­tinguir tres grandes etapas en la vida espiritual. Claro que no se ha de pretender separarlas de un modo tajante; hay entre ellas perpetua ósmosis. Se puede, con todo, caracterizar cada una de estas tres fases por una preo­cupación dominante: en los que comienzan, por la lucha contra el pecado; en los proficientes, por la diligencia en practicar con minuciosidad la virtud; en los perfectos, por el amoroso descanso en Dios. Estos tres aspectos son inseparables de suyo: en todas las etapas de la vida es­piritual es preciso luchar contra el mal, tender hacia el bien y, por encima de todo: amar. La santidad es el amor, que huye el pecado, observa los mandamientos del Señor y halla en Dios el gozo y la paz. Cuanto más au­

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menta el amor más lucha contra el mal, más fiel es a los consejos evangélicos, más se solaza en Dios solamente. El amor es la explicación suprema de todo. Las tres fases de la vida espiritual son. reductibles a tres efectos dis­tintos y complementarios del amor ( I I I 29, 8, l).25

El Espíritu de Dios se adapta a la diversidad de los hombres; el juego de los dones es infinitamente variado. El Espíritu Santo otorga a veces a algunos principiantes iluminaciones superiores y verdaderas gracias de unión, bien sea porque las necesiten para su salvación, bien para prepararles a conseguir el grado de perfección pre­visto para ellos por la predestinación divina. Dios actúa en nosotros con soberana libertad, según sus eternos designios.

El punto de partida de toda vida espiritual entre los hombres es el pecado. "No he venido para los justos, sino para los pecadores",26 afirmaba Jesús. La primera labor del Espíritu Santo consiste, pues, en convertir a los hombres, en purificarlos de sus faltas, curarles sus heri­das, librarles de sus inclinaciones perversas, a fin de afirmarles en el amor. El papel de los dones del Espíritu Santo con respecto a los principiantes se ordena a preser­varles del mal. El Espíritu de inteligencia les descubre las riquezas de la fe; el Espíritu de ciencia les ayuda a evadirse de la fascinación de las creaturas; el Espíritu de sabiduría les hace sentir la nada de los seres efímeros y el Todo de Dios. "Vanidad de vanidades y todo vanidad,

25. «In augmento spirituali assignantur gradus diversi caritatis secundum aliquos notabiles effectus quos in habente caritatem caritas relinquit.

Primus ergo effectus caritatis est, ut homo a peccato discedat et ideo mens caritatem habentis in primis circa hoc máxime occupatur ut a peccatis praeteritis emundetur et a futuris praecaveat; et quan­tum ad hunc effectum dicitur caritas incipiens.

Secundus effectus est ut iam fiduciam de liberatione peccatorum habens ad bonum adipiscendum se extendat; et quantum ad hunc effectum dicitur caritas proficiens, non quin in aliis statibus proficiat sed quia in hoc statu praecipua cura est de adipiscendis bonis, dum homo semper ad perfectionem anhelat.

Tertius effectus est ut homo iam ad ipsa bona quasi connutritus, quodammodo sibi naturalia habeat ipsa et in eis quiescat et delectatur; et hoc ad perfectam caritatem pertinet» ( I I I Serit., 29, 8, 1).

26. Le 5, 32.

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excepto amar a Dios y servirle sólo a Él." El movimiento de los dones adopta mil formas diferentes para levantar a los recién convertidos por encima de sus miserias y acompañarles en los primeros pasos de su ascensión ha­cia Dios. El Espíritu de consejo les indica los caminos de la santidad accesibles a sus débiles fuerzas y, en las horas de angustia y de oscuridad, les sugiere las solu­ciones liberadoras. El Espíritu de piedad les hace llegarse a Dios como a un Padre, con los sentimientos del hijo pródigo, y espiritualiza y simplifica progresivamente su método de oración, demasiado trabado aún en la práctica de devociones externas, pronto a seguir complicadas tra­yectorias. El Espíritu de fortaleza les alienta de continuo y les evita las caídas peligrosas que podrían descorazo­narles. El Espíritu de temor les induce a huir de las oca­siones de pecado, a no ceder a la tentación, a no contris­tar nunca gravemente al Espíritu Santo, a refugiarse en la conciencia de su fragilidad y de su nada y acogerse a la Omnipotencia misericordiosa de Dios.

En esta primera etapa de la vida espiritual, las inter­venciones personales del Espíritu de Dios se orientan ante todo a arrancar a las almas del pecado y a conso­lidarlas en el bien. El amor de los principiantes es débil, no bastaría de por sí para asegurar la total separación del mal que es condición necesaria para toda santidad, ni tampoco la fidelidad de todos los instantes en el ejercicio de las virtudes que es el signo auténtico de la perfección. Según las necesidades de las almas y las libres determinaciones del Amor infinito, el Espíritu San­to interviene, como y cuando le place, para preservarlas de todo mal y encaminarlas hacia la unión con Dios.

El Espíritu Santo procede de distinta manera con los proficientes. La acción de los dones aumenta en frecuen­cia a medida que es mayor la docilidad de las almas. La purificación de sus faltas y la huida del pecado no son ya sus preocupaciones dominantes, a menudo obsesivas. El alma, purificada por la gracia de Dios, se siente más libre de las ataduras del mal y puede dedicar sus potencias a servir a Dios y a testimoniarle su amor con la práctica

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de las virtudes. El Espíritu de temor le dicta una delica­deza cada vez más grande; el Espíritu de fortaleza la mantiene en el valeroso cumplimiento de todos sus de­beres; el don de piedad la recoge, a través de todas las cosas, en un genuino espíritu de oración. Su plegaria se lia hecho más fácil, y las sequedades y arideces inevita­bles van purificando su fe y su amor. El Espíritu de consejo la guía en sus decisiones, con las soberanas lu­ces de los dones contemplativos de inteligencia, ciencia y sabiduría. Es la entrada en la vía iluminativa y la su­bida hacia Dios en la oscuridad de la fe, pero de una íc cruzada por los relámpagos de la luz divina, suficientes para darle al alma la seguridad, cada vez más apacigua­dora, de que va avanzando por el camino que lleva hasta Dios. En esta segunda etapa de la vida espiritual, los do­nes del Espíritu Santo ayudan igualmente a las almas a desembarazarse del pecado, pero con mayor libertad, a fin de que marchen rápidamente hacia Dios, "a paso de amor", con la mirada puesta en el Evangelio, en la imitación de Cristo, de la Virgen y de los santos.

La oscuridad de la noche y las iluminaciones repen­tinas se suceden con mayor fuerza y frecuencia. Es aún una fase de lucha, de duros combates espirituales, pero, según la misión de cada alma en la Iglesia, el Espíritu Septiforme las ilumina a todas, las sostiene, las acerca a Dios y les comunica una vida apostólica de irradiacio­nes cada vez más amplias. El alma, purificada más y más por la acción divina, progresa en los caminos del amor. No tiene todavía perfecta estabilidad: hay aún tirones de la naturaleza, numerosas faltas debidas a su fragilidad... Pero la acción personal del Espíritu Santo, con creciente frecuencia, se va manifestando a niveles cada vez más hondos en sus funciones purificadoras y divinizantes. El alma camina hacia Dios en pleno pro­greso espiritual.

La etapa suprema es la consumación en la unión. Pocas almas llegan a ella: por falta de generosidad y de docilidad al Espíritu de Dios. Aun entre los discípulos y los apóstoles de Cristo, son raros los que deciden res­ponder sin reservas a la llamada del Señor: "El que

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quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo y tome su cruz y sígame" (Mt 16, 24). Se vacila, y entonces Dios corta el torrente de sus dones... Hay almas heroicas que nada le rehúsan al Amor. Dios las eleva infinitamente por encima de sí mismas, las diviniza, las configura a imagen de su Hijo Ünico. Es el triunfo de la gracia y el despliegue perfecto de los dones del Espíritu Santo en las almas de los santos. El Espíritu de Dios es libre de comunicar sus dones. A estas almas privilegiadas se les escapan todavía algunos leves desfallecimientos, pero su voluntad no cesa de lanzarse con renovado impulso hacia Dios. No miran los caminos por donde Dios las conduce: mantienen su vista fija en Dios. Practican todas las vir­tudes, pero sobrepasándolas, así como un gran artista se vale de su técnica con soberana soltura y hace pasar a su espíritu a través de sus dedos. El Espíritu de sabi­duría ha establecido definitivamente a tales almas en el puro amor. Sus más insignificantes actos cotidianos, lo mismo que los de la Madre de Dios, adquieren un valor casi infinito. La Iglesia entera se beneficia de ellos, y su vida corredentora resplandece sobre las de todos los hombres, dando frutos de salvación. Es el ideal evangélico vivido sin retóricas, sin rigideces, sin cicaterías con la soberana libertad y la fidelidad impeca­ble del amor. La Trinidad las ilumina, por el Verbo, con las claridades de la inteligencia, la ciencia y la sabiduría divinas, y les inspira, por el Espíritu Santo y su don de consejo, las decisiones prácticas que les hagan realizar en todas las cosas el plan de Dios. El don de piedad las hace comunicar, a través de todo, con la voluntad del Padre, en un espíritu de filial adoración, de acción de gracias, de incesante plegaria y de amor, en unión con el alma sacerdotal de Cristo. Nada puede desviarlas de su deber, pues las asiste desde lo alto el Espíritu de Dios, prestándoles la fortaleza que hace a los mártires y a los santos. El temor de Dios las mantiene en la conciencia de su nada, libres de toda otra ocupación que no sea la de amar. Los siete dones convergen para hacer de estas almas la obra maestra de Dios. Sus menores actos surgen de lo más hondo de sí mismas bajo la inspiración conti­nua del Espíritu de Amor: es la unión transformante. El

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alma, unida a Dios por el amor, no es ya sino "un solo Espíritu con Él".

A la cumbre de las cumbres sólo llegan, en el más allá, los bienaventurados, indefectiblemente asegurados en Dios por la visión cara a cara. Los actos de los dones no brotan ya allí entre las oscuridades de la fe y los destellos de la esperanza, sino de una inteligencia irradia­da por los esplendores del Verbo, en la inamisible frui­ción de toda la Trinidad. Este conocimiento directo, ex­perimental, y este amor fruitivo se prolongan en los bien­aventurados por la visión del Verbo. El alma experimenta los goces de la Trinidad a la manera como las Tres Per­sonas divinas reposan Una en Otra con indivisible Uni­dad. Los dones de inteligencia, de ciencia, de sabiduría y de consejo proyectan entonces sobre el alma bienaven­turada la claridad misma del Verbo. El don de piedad comunica a todos los elegidos el Espíritu mismo del Hijo, haciéndoles musitar con Él y en Él: "¡Padre!”. El don de fortaleza no ha de ejercitarse ya entre los peligros y duras batallas de la Iglesia militante, pues los predes­tinados participan para siempre de la eterna victoria de Dios.

Toda la actividad de los dones del Espíritu Santo se desarrolla en los bienaventurados con dependencia de la visión del Verbo, en la posesión y en la paz de la Trinidad inmutable. El don de temor no gime más por la humana miseria, ni teme en adelante al pecado ni la separación de Dios, pero se inclina con reverencia ante la grandeza infinita de "Aquél que Es”. Bajo las iluminaciones per­sonales del Espíritu de Dios, Espíritu de inteligencia, de ciencia, de sabiduría y de consejo, los elegidos con­templan y actúan, al resplandor de la Luz del Verbo, para la mayor gloria de la Trinidad. Los dones de piedad, de fortaleza y de temor conservan a todo el cielo de los bienaventurados, de cara al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, en un espíritu filial y en indefectible amor, con la clara conciencia de que fuera de Dios todo es nada.

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2.a Sección:LOS SIETE DONES

Siete vetas para recoger

el Soplo de Dios.

C apítulo IIIEL DON DE INTELIGENCIA

(Resumen)

INTRODUCCION A LOS DONES INTELECTUALES

1. Existencia del don de inteligencia

II. Naturaleza del don de inteligenciaEl don del descubrimiento y de la intuición de las verdades primordiales.Dos tases, seis pasos del espíritu, un acto supremo:A . D os fases:

1. Fase prim era de actividad preliminar:La aprehensión de las nociones y de las esencias:(Análoga a la primera operación de la mente)

2. Fase segunda de actividad esencial:La intuición de los principios del orden sobrenatural: (Análoga a la segunda operación de la mente).

B. Seis pasos del espíritu para llegar a la esencia de las cosas:1. Primer paso: a través de los accidentes, aprehender las sus

tancias.2. Segundo paso: bajo las palabras, las realidades por ellas ex

presadas.3. Tercer paso: los sentidos de las figuras y de los símbolos.4. Cuarto paso: descubrimiento del mundo invisible.5. Quinto paso: percibir las causas a través de los efectos.6. Sexto paso: en las causas entrever los efectos.

C . Su acto supremo:La intuición negativa y oscura de Dios.

III. Sus dos funcionesAcción y contemplación IV.

IV. Sus dos fuentes de inspiraciónDios y nuestro amor.

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V. Su propiedad fundamentalEl modo deiforme.

VI. Estudio comparado1. Con la virtud de la fe.2. Con los otros dones.3. Con las bienaventuranzas evangélicas.4. Con los frutos del Espíritu Santo.

VII. Los pecados contra la luz1. El espesamiento de la inteligencia.2. La ceguera del espíritu

VIII. Papel del don de inteligencia en la vida espiritualEl sentido de lo divino.

El Espíritu de inteligencia nos hace penetrar

en los abismos de Dios.

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C a p í t u l o t e r c e r o

EL DON DE INTELIGENCIA

Introducción a los dones intelectuales

El hombre es ante todo una inteligencia. Su vida su­prema es el pensamiento. La primacía de la caridad, bajo el régimen de las obscuridades de la fe, es tran­sitoria. La visión de Dios “cara a cara” restituirá todas las cosas a su orden definitivo, eterno, en el que el pri­mado de la inteligencia resplandecerá midiendo el amor. La contemplación del Verbo constituirá el verdadero centro de las perspectivas psicológicas de los elegidos. Todo en ellos se desplegará y armonizará con dependen­cia de esta visión.

El conocimiento dirige el amor. Nada es amado sin ser conocido. "Nihil volitum nisi praecognitum." El don de inteligencia brota como raíz de los demás dones: es el primero en el orden genético. Por él ha de comenzar toda exposición del juego psicológico de la actividad de los dones del Espíritu Santo.

Para situar bien el don de inteligencia y percibir su función en nuestro conocimiento sobrenatural, no tene­mos más que un solo método: el del recurso comparativo con las realidades sensibles que nos rodean, las únicas que están a nuestro alcance. La analogía es la clave del saber, tanto en el plano de la mística como en los domi­nios de la ciencia. De ahí su constante uso, inevitable en la Biblia, y, siguiendo a los profetas, a Cristo y a todos

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los escritores inspirados por Dios, el mayor cuidado de los Padres de la Iglesia y de los Doctores cristianos por buscar en el mundo de la naturaleza las analogías más evocadoras y más explicativas del orden sobrenatural. Así, para aprehender en su conjunto la "economía" de nuestra vida divina a través de los sacramentos, los teó­logos hacen referencia al ritmo del desarrollo de nuestra vida humana: el hombre nace, crece, se nutre, funda una familia, encaja en un orden social y, si padece una caída o una enfermedad mortal, utiliza los remedios necesarios para recuperar sus fuerzas. El movimiento de la gracia sacramental acompaña, de la misma manera, al ser hu­mano a lo largo de toda su existencia, desde la cima hasta la tumba. El bautismo es el sacramento de nuestra regeneración; la confirmación, el de nuestro desarrollo perfecto en Cristo; la eucaristía nos da diariamente a Cristo como alimento; el matrimonio une al hombre y a la mujer para la propagación de la raza humana y la educación de los hijos de Dios; el orden proporciona a la sociedad cristiana los cuadros de la jerarquía ecle­siástica. En las horas de desfallecimiento, la penitencia nos devuelve la vida de Dios; y, en los momentos en que todo acaba, una suprema unción viene a prepararnos para entrar en “la casa del Padre”.

Lo mismo sucede en nuestra vida intelectual, bajo el régimen de la fe iluminada por los dones del Espíritu Santo. El desarrollo de nuestra vida del pensamiento nos proporciona la analogía más fundamental, que nos per­mite percibir el progreso y la infinita amplitud de nues­tro conocimiento sobrenatural de los misterios de la fe. En el hombre, espíritu encarnado, todo parte de lo sensible. La imagen acompaña siempre nuestro pensa­miento, aun bajo las más altas luces del don de sabiduría. En esta tierra, si no es por milagro, todos los pensamien­tos del hombre llevan el sello de un perpetuo contacto con el universo sensible, del cual saca originariamente todas sus ideas, por medio de la abstracción, incluso bajo las enseñanzas de la fe y las iluminaciones de los dones del Espíritu Santo.

La actividad de los dones del Espíritu Santo se adapta en nosotros al ritmo de un pensamiento esencialmente

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discursivo, por el camino de las tres operaciones de la mente y de la inducción. En los santos se verifica todo el proceso del conocimiento humano: aprehensión de las realidades ocultas bajo las apariencias sensibles, induc­ción de las leyes del mundo sobrenatural y juicios va- lorativos sobre el universo de la fe por referencia a las causas creadas o increadas, que se expanden finalmente en altísimas visiones de sabiduría, a la luz de una expe­riencia de amor que viene a coronar todo este conoci­miento místico directamente inspirado por Dios, escla­reciéndolo todo a la luz de la Causa Primera, desde el más minúsculo átomo hasta la generación eterna del Verbo y la espiración del Espíritu Santo, en los esplen­dores de la Trinidad. Esta actividad de nuestra inteligen­cia tiene una vastísima y variadísima gama bajo el régi­men de la fe: desde la inicial adhesión a la verdad reve­lada hasta las superluminosas claridades de los dones de inteligencia, ciencia y sabiduría que hacen presentir la visión eterna.

Para su diálogo con nosotros, le ha sido preciso a Dios tomar acentos humanos. La fe ha recogido con agradecimiento y amor los signos sensibles de esta Pala­bra divina y es a partir de las trazas externas de la Revelación como el don de inteligencia penetra en lo más íntimo de las realidades del mundo de la fe, como el don de ciencia, a su vez, juzga según las conexiones de las causas segundas, animadoras de la máquina del universo, mientras que el don de sabiduría, a la luz suprema de la Trinidad proyecta sobre todas las cosas la claridad del Verbo. Así, encontramos, en la actividad psicológica de los dones intelectuales del Espíritu Santo, las múltiples etapas de todo conocimiento humano: la primera, toda sorpresa, de descubrimiento y de invención; la segunda, de explicación por el análisis y la síntesis; la tercera, complementaria y derivada, de aplicación práctica, bajo la acción especial, personal e inmediata del Espíritu de Dios: Espíritu de inteligencia, de ciencia, de sabiduría y de consejo, que da al hombre, divinizado por la gracia de adopción, el pensar, juzgar y obrar según un modo sobrehumano, deiforme, trascendente, a la manera de Dios.

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I

EXISTENCIA DEL DON DE INTELIGENCIA

Es suficiente abrir la Biblia para ver con qué soli­citud se ha inclinado Dios como un Padre sobre su pueblo elegido para esclarecerle y guiarle. Dios es la verdadera luz de Israel. Los grandes personajes del An­tiguo Testamento se vuelven sin cesar hacia Yavé por la oración para pedirle que Ies conduzca en las horas difí­ciles. José reconoce que "es Dios quien da la interpreta­ción de los sueños".1 Moisés implora de Dios las directri­ces necesarias para encaminar a los Hebreos hacia la Tierra prometida: "Dame a conocer tus voces".1 2 3 El sal­mista pide a Dios que le comunique la inteligencia de su Ley:

"Instrúyeme, ¡oh Yavé!, en el camino de tus mandatos, para que del todo los cumpla.

Dame entendimiento para que guarde tu Ley .y la cumpla con todo el corazón.1

La explicación de tus palabrasilumina y da inteligencia a los rudos.

Abro mi boca y suspiropor el deseo de tus mandamientos.4

Muestra tu serena faz a tu siervo y enséñame tus preceptos."5

Se podría recoger una rica gavilla de textos del An­tiguo Testamento.

El Nuevo Testamento es aún más evocador de la ac­ción iluminadora del Espíritu Santo. Son conocidos los textos mayores del Evangelio de San Juan sobre la pro­mesa hecha por Jesús concerniente a la función del Espíritu Santo, que enviará el Padre, Espíritu de verdad que tendrá la misión de iluminar a la Iglesia entera.

1. Gen 40, 8.2. Ex 33, 13.3. Ps 119, 33-34.4. Ps 119, 130-131.5. Ps 119, 135.

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Cristo mismo abrió a sus Apóstoles la inteligencia para que entendiesen las Escrituras.6 San Pablo reconoce que Dios le ha comunicado la inteligencia del misterio de Cristo y de su Iglesia, “misterio que no fue dado a co­nocer a las generaciones pasadas, a los hijos de los hombres, como ahora ha sido revelado a sus santos após­toles y profetas por el Espíritu".7 Pide la misma gracia de iluminación por el Espíritu en favor de los fieles: "Que el Dios de Nuestro Señor Jesucristo y Padre de la gloria os conceda Espíritu de sabiduría y de revelación en el conocimiento de Él, iluminando los ojos de vuestro corazón para que entendáis cuál es la esperanza a que os ha llamado".8 “Por esto yo doblo mis rodillas ante el Padre, de quien procede toda familia en los cielos y en la tierra, para que, según los ricos tesoros de su gloria, os conceda ser poderosamente fortalecidos en el hombre interior por su Espíritu, que habite Cristo por la fe en vuestros corazones y, arraigados y fundados en la cari­dad, podáis comprender, en unión con todos los santos, cuál es la anchura, la longura, la altura y la profundidad y conocer la caridad de Cristo, que supera toda ciencia, para que seáis llenos de toda la plenitud de Dios."’

El modo de proceder por este método es claro. Podría continuarse así la investigación a base de numerosos textos de la Escritura en que se nos indica que el Espíritu Santo nos ilumina Él mismo para penetrar profunda­mente los misterios de Dios, lo cual es propio del don de inteligencia.

IINATURALEZA DEL DON DE INTELIGENCIA

La elevación del hombre al orden sobrenatural exige que esté armado intelectualmente para penetrar en este mundo de verdades nuevas, reveladas directamente por Dios, así como está dotado para comprender las verdades

6. Le 24, 45.7. Eph 3, 5.8. Eph 1, 17-18.9. Eph 3, 14-19.

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del orden natural. De ahí la necesidad de un don de inteligencia que le mantenga bajo la acción directa del Espíritu de Dios, como prolongamiento a su adhesión de fe. El Espíritu Santo, presente en el aliña, viene a inspirar y a dirigir por sí mismo en Persona esta nueva actividad mental. El Espíritu nos hace obrar de un modo sobrehumano, deiforme, pero adaptándose a las condi­ciones camales del sujeto receptor. La actividad de los dones del Espíritu Santo no se ejercita de la misma manera en los ángeles y en nosotros. Aun bajo la ins­piración divina y la moción personal, directa, inmediata del Espíritu Santo, conserva el hombre su estructura fundamental de espíritu encamado. Él no es Dios por esencia: pasa a serlo por gracia y participación. Se re­viste de las costumbres divinas de una manera inevitable­mente limitada e imperfecta.

Hasta en las formas más elevadas de los dones intelec­tuales se hallan vestigios de las tres operaciones de la mente. El don de inteligencia es el primero en entrar en ejercicio, al servicio de la fe, desempeñando una función que corresponde a nuestras dos primeras operaciones mentales: la aprehensión de las esencias y la intuición de los primeros principios. Es la fase inicial del descubri­miento de las verdades básicas, sobre las que se apoya todo el edificio de nuestro saber comunicable o incomu­nicable. Ulteriormente, el don de ciencia, a su vez, per­cibirá por connaturalidad toda una manera de verdades sobrenaturales que se derivan del necesario encadena­miento o del libre juego de las causas segundas, mientras que, en fin, el don de sabiduría elevándose a una visión más sintética, lo juzgará todo a la luz superior de la divina Esencia y de los atributos divinos, entre los res­plandores del supremo misterio trinitario. Pero todo parte de lo sensible, de la aprehensión de las esencias y la intuición de los principios, labor propia del don de inteligencia. En el estado de unión del alma y del cuerpo, no podría suceder de otro modo, puesto que el desarrollo de nuestra vida intelectual, aun bajo el régimen inspirado de los dones, no puede escapar totalmente del ritmo con­gènito, ineluctable, del proceder discursivo que caracteri­za al pensamiento humano.

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A. Dos fases

Dos fases son peculiares de la actividad psicológica del don de inteligencia: una preliminar, incoativa, imper­fecta, consistente en la aprehensión de las esencias y nociones del mundo sobrenatural; después, una segunda fase, principal, que, a través de seis diferentes pasos del espíritu, capta y penetra las verdades primordiales de la fe, elevándose poco a poco por los escalones de los tres modos, de causalidad, de eminencia y sobre todo de ne­gación, hasta su acto supremo aquí en la tierra: La intuición negativa y obscura de Dios.

Fase primera:La aprehensión de las esencias y de las nociones

(Análoga a la primera operación de la mente)

El hombre sólo puede elevarse a la más alta perfec­ción de su vida intelectual lenta y progresivamente. Aprehende primero nociones dispares, al azar de sus contactos con el mundo exterior, después, por el funcio­namiento espontáneo de las facultades humanas, se van realizando las asociaciones de imágenes y de ideas. Es como un pescar a caña, afanoso, en el que, lo mismo que los .peces, las ideas vienen una a una. Pronto se van per­filando los primeros discernimientos. El niño aprende a distinguir. En el adulto pueden llegar a formarse vastos conjuntos ideológicos mediante la imaginación y la inte­ligencia, que prepararan juicios explícitos sobre la reali­dad. La mente humana procede ante todo por imágenes aisladas y por cuadros de imágenes, luego conceptualiza, distingue y asocia las ideas. Aun en los grandes genios, bajo la influencia directriz de la reflexión o de la inspira­ción, se hallan los equivalentes de estos pasos iniciales de la mente en los dominios del saber. Este primer traba­jo de división, de precisión, de clasificación, determina­ción y definición trae al pensamiento grandes luces.

En el plano sobrenatural del conocimiento afectivo y místico se dan también procesos de asociación y de con-

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ceptualización, que acompañan necesariamente el fun­cionamiento de la inteligencia humana, inclusive bajo el régimen de las mociones personales, transcendentes del Espíritu Santo. La gracia no dfestruye la naturaleza. El Espíritu de Dios ayuda a las almas a ver claro, a distin­guir bien las nociones, a compararlas y a reunirías. Las primeras visiones de los profetas de Israel y las del mismo San Pedro en Jope no eran más que un conjunto de cuadros cuyo sentido hondo se les ocultaba. Algunos grandes artistas cristianos, por ejemplo un Fra Angélico, descubren así, por inspiración, la concepción de con­junto de un fresco, lo mismo que hay teólogos que, como un Santo Tomás de Aquino, obtienen mediante sus ple­garias la repentina percepción de cómo resolver deter­minado problema o la idea directriz de una obra cientí­fica. En los místicos, el Espíritu Santo hace surgir las imágenes clave, sintéticas, que ilustrarán o resumirán su doctrina: el Castillo interior con sus siete moradas concéntricas que describe Santa Teresa de Ávila, la Montaña del Carmelo y el famoso gráfico de las tres sendas, el simbolismo de las noches y de la Llama Viva de amor en un San Juan de la Cruz, el ascensor de Santa Teresita de Lisieux...

El Espíritu Santo se sirve de la psicología corriente de los místicos y de los simples fieles, iluminándoles de repente para manifestarles verdades ocultas. Tiene en cuenta la diversidad de temperamentos, los grados de cultura, las tendencias afectivas. Ilumina por diferentes procedimientos a una madre de familia o a un teólogo de oficio; a éste, a través de un autoanálisis más avisado, por el que se puede dar cuenta de que los conceptos relativos y negativos son el mejor método para aproxi­marse al misterio de Dios. En el funcionamiento con­creto de la actividad de los dones es lo más frecuente que esta primera fase, reducible en esencia a la primera operación de la mente, esté ya penetrada toda ella de juicios instintivos, virtuales, con intervención e interpe­netración más o menos explícita de la segunda operación mental. Lo que aquí importa es señalar bien que el Espíritu de Dios .se vale de todos los procedimientos de nuestra vida intelectual, de nuestro temperamento y

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de todos los rasgos característicos de nuestra personali­dad propia. Esta primera fase lleva a la aprehensión de las esencias, clave de todo el ulterior saber, tanto del científico como del místico.

S e g u n d a f a s e :

L a i n t u i c i ó n d e l o s p r i n c i p i o s d e l o r d e n s o b r e n a t u r a l ( A n á l o g a a l a s e g u n d a o p e r a c i ó n d e la m e n t e )

Sería minimizar singularmente la actividad del don de inteligencia el restringirlo al solo dominio de la primera operación mental. Ésta no es para él sino un primer contacto con la realidad, contacto que reclama su acabamiento en un verdadero juicio valorativo que de­tente la verdad y equivalga a la segunda operación men­tal. No sólo trata el don de inteligencia de descubrir las esencias y definir la naturaleza íntima de las cosas, sino que juzga sobre esta naturaleza en cuanto a su existencia, en cuanto a sí misma, sus atributos y propiedades, en cuanto a todas sus cualidades esenciales o contingentes, en cuanto a sus relaciones con los demás misterios y con todos los restantes seres del universo. Su campo visual es tan vasto como el de los dones de ciencia y de sabidu­ría, pero procede de distinta manera que ellos. Su juicio no recurre a ningún elemento extraño fuera de los datos inmediatos sobre los que juzga. No diserta, no razona, no apela a referencia alguna a las causas, no saca con­clusiones; su juicio ve. Este juicio penetra las profundi­dades del ser creado o increado, en el orden de la esencia y de la existencia, y ello sin esfuerzo dialéctico, por simple contacto con las realidades sensibles, evoca­doras de los misterios revelados. Dios, presente en el alma, ilumina la inteligencia de los fieles acerca del sentido profundo de los misterios de la fe, que son los principios de la sabiduría cristiana.

Este juicio del don de inteligencia se hace, no por las causas, como en los dones de ciencia o de sabiduría, sino por discernimiento y penetración comparativa de los términos, al modo decisivo como nuestros sentidos distinguen los colores y los sonidos. Esta simple mirada

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de inteligencia en que consiste la primera operación de la mente, y esta primera intuición de los principios, que es la operación segunda, pueden alcanzar, por lo demás, una amplitud casi infinita. Si ya nuestros sentidos, por ejemplo el de la vista, pueden captar una gama enorme­mente variada de matices, ¿cuánto más no podrá la mi­rada del espíritu abarcar y juzgar todo un vasto pano­rama intelectual que va de lo creado al Increado? Pre­cisamente la suprema mirada de contraste entre la nada y "Aquél que Es”, entre los modos contingentes y limi­tados de las creaturas y el modo increado del Ser divino, constituye el acto más sublime del don de inteligencia. La actividad de este don se extiende no ya sólo a las intuiciones primordiales que sirven de verdades básicas para nuestro conocimiento del mundo sobrenatural, sino a todo el dominio de la verdad. Nada le escapa. Compé­tenle tanto las verdades de fe como sus anejos y los dogmas inmutables revelados por Dios.

La actividad toda del don de inteligencia se polariza en la investigación, el descubrimiento, la penetración y la contemplación de la naturaleza íntima de las cosas, de su "esencia". Esta palabra "esencia” es la clave que nos abre el secreto del movimiento del don de inteli­gencia. Sin raciocinio dialéctico, sin juzgar por las causas extrínsecas, fíjase en las naturalezas, juzgándolas en sí mismas, a su claridad propia, con sencilla mirada, por intuición de amor. La analogía fundamental y más ade­cuada para expresar la quintaesencia del don de inteli­gencia es la "intuición de los principios”, “habitus prin- cipiorum" en el sentido aristotélico, pero trasladado al dominio de la fe. Versa sobre los primeros principios del gratuito conocimiento de la fe. "Donum intellectus est circa prima principia cognitionis gratuitae.” (II-II 8, 6 ad 2.)

El don de inteligencia es el don del descubrimiento y de las intuiciones primordiales de la fe. Parece incluso que se han de referir a su actividad propia todos los pro­cedimientos epistemológicos de la observación y la in­ducción. Es el don por excelencia de los inventores y de los genios creadores. Y es la clave de todo nuestro cono­cimiento místico.

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B. Seis pasos del espíritu para llegar a la esencia de las cosas

Seis pasos da nuestra inteligencia para penetrar el fondo de las cosas, según múltiples puntos de partida. Por la iluminadora influencia del Espíritu de Dios, nues­tra inteligencia descubre, bajo las modalidades accidenta­les, las esencias; bajo las palabras, las realidades que expresan; bajo los símbolos y las figuras, las cosas por ellos significadas; bajo las apariencias sensibles, el mun­do inteligible e invisible; a través de los efectos, sus cau­sas; y, en las causas, todos los efectos virtualmente contenidos en ellas.

El movimiento esencial del don de inteligencia con­siste en una penetración hasta el adentro más íntimo de las cosas. Es un movimiento de interiorización. Las pa­labras que acuden en seguida son: “esencia", “ interiori­dad”, “penetración". Es un ir del exterior al interior de las cosas, de lo sensible a lo inteligible, de lo visible hacia lo invisible.

Primer paso del espíritu: A través de los accidentes, aprehender las sustancias

Lo primero que les sale al paso a nuestros sentidos son los fenómenos externos y las modalidades acciden­tales. El hombre es espíritu encarnado: no le es posible ninguna intuición directa, inmediata, de las esencias, a la manera de la que tienen los puros espíritus. Sólo llega a las naturalezas sustanciales a través de su exterior re­vestimiento, accesible a los sentidos. Pero la inteligencia penetra hasta el corazón de la realidad, más allá de las barreras de las apariencias. Los ojos de los Apóstoles veían al “Hijo del hombre", su fe adoraba en él al “Hijo de Dios”. Las acciones y los gestos de Jesús dejaban tras­lucirse en Él la Divinidad del Verbo. Del mismo modo, prestando atención al comportamiento de los seres hu­manos, percibimos nosotros los secretos de las almas, igual que el médico puede diagnosticar una enfermedad

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mediante la observación de sus síntomas fisiológicos. El campo de observación del don de inteligencia no se halla limitado al universo visible ni al mundo de las almas. Extiéndese a todas las verdades reveladas y, además, a todas las verdades anejas del orden natural, necesarias o útiles para entender profundamente las realidades de la fe, como, por ejemplo, las connotaciones de "natura­leza” y de “persona” para una recta comprensión de los misterios de la Trinidad y de la Encarnación; la distin­ción real de la substancia y los accidentes para la justa intelección del misterio de la transubstanciación y de la presencia eucarística de Jesús; la distinción entre el alma y sus potencias para una exacta apreciación de los fenómenos místicos. Dejando atrás las apariencias ex­ternas, el don de inteligencia penetra hasta el fondo en todos los misterios de la fe.

Segundo paso del espíritu: Bajo las palabras, las realidades que expresan

Hay un segundo paso del don de inteligencia, que tiene grandes alcances prácticos: la penetración del sen­tido de la Palabra de Dios. De aquí su inmensa impor­tancia en la vida espiritual de la Iglesia, pues este don es el que nos abre los arcanos de las Escrituras, fuente principal de las verdades reveladas. ¿No es la Palabra de Dios expresión del divino Pensamiento? “Muchas ve­ces y en muchas maneras habló Dios en otro tiempo a nuestros padres por ministerio de los profetas; última­mente, en estos días, nos habló por su Hijo, ...esplendor de su gloria." 10 11 Y su Palabra eterna, su Verbo, vino en Persona "a darnos a conocer” 11 los secretos de la Divi­nidad. El diálogo entre Dios y los hombres se ha pro­longado a través de toda la historia de la humanidad. En nuestros días no ha cesado: Dios habla aún en el fondo de las almas por medio de su Iglesia y de su Espíritu.

10. Hebr 1, 1-3.11. ¡o 1, 18.

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Échase de ver el capital puesto que, en la vida inte­lectual de los hombres, ocupa, por consiguiente, esta revelación íntima de Dios: Los más altos pensamientos religiosos proceden de aquí. La comprensión de esta Pa­labra es tan importante que el Verbo mismo ha comuni­cado su intelección a sus Apóstoles por medio de su Espíritu.12 ¿No es sobre todo en los Sagrados Libros don­de se nos revela el misterio de Jesús? "Ignorar las Es­crituras es ignorar a Cristo", decía San Jerónimo.13 A la Iglesia le ha sido prometida una asistencia especial del Espíritu de Verdad para que pueda conservar este depósito de la Revelación divina y transmitirlo infali­blemente, a tenor de la infinita variedad de las culturas y de las civilizaciones, a todas las generaciones humanas. Cada fiel, viviendo en la amistad de Dios, recibe este Espíritu de luz que le ilumina en su personal camino de retorno hacia Dios. Sin duda, desde el punto de vista profano pueden quedar aún en la inteligencia de los san­tos extensas zonas de ignorancia, pero el Espíritu de Dios está en ellos para iluminarles en todos sus progresos mo­rales, inclusive en las acciones más pequeñas.

El don de inteligencia, que cuenta entre sus objetos de predilección la Palabra de Dios consignada en las Sagradas Escrituras, imparte a todos los hijos de Dios, según las necesidades de su salud espiritual, el sentido de todas las lenguas que de Él nos hablan: enseñanzas del magisterio eclesiástico, frases oídas al azar en nuestra existencia cotidiana, por la calle, por la radio, en la televisión..., palabras interiores musitadas en lo más íntimo de las almas por el Espíritu del Padre y del Hijo. La historia de la Revelación y de la Iglesia ofrece múltiples ejemplos de este perpetuo diálogo, carismàti­co o no, entre Dios y los hombres. La vida de los santos presenta numerosos testimonios del mismo. El Verbo en Persona habla a través del Antiguo Testamento y del Nuevo; todavía hoy se hace escuchar en el trasfondo de las almas santas habitadas por el Espíritu de Amor y en la inteligencia de los bienaventurados que se hallan cara a cara del Eterno.

12. Le 24, 45.13. Prólogo a Isaías.

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Tercer paso del espíritu: El sentido de las figuras y de los símbolos

Uno de los medios más evocadores de los misterios divinos es el símbolo. El simbolismo penetra todo el dominio de la vida humana, pero es en la Liturgia donde encuentra su más alta expresión y su lugar privilegiado. Sobre este punto el cristianismo se muestra especial­mente rico; al parecer, es en la Liturgia oriental donde este simbolismo religioso ha alcanzado su punto culmi­nante. Ya el Espíritu de Yavé animaba a los justos del Antiguo Testamento en la práctica de las ceremonias religiosas para hacerles vislumbrar el mesianismo futuro. La Liturgia actual de la Iglesia, en plena renovación, apela a un mismo sentido de lo sagrado, inspirada por Dios. El Espíritu mismo dirige las plegarias y el culto de la Iglesia de Cristo: Él es quien, a través de figuras y símbolos, descubre a las almas fieles el sentido profundo de los misterios de Dios.

Cuarto paso del espíritu: El descubrimiento del mundo invisible

La mentalidad moderna, mundana y cerrada a la vida sobrenatural, ha perdido el sentido de lo invisible. He­mos pasado a ser las gentes del cine y de la televisión. El hombre carnal y materializado, el “hombre animal” 14 no percibe ya lo espiritual y divino. Pero hay también verdaderos hijos de Dios a quienes el Espíritu del Padre, mediante los toques del don de inteligencia, comunica el poder de elevarse a través de las sombras y de la opa­cidad de lo sensible hacia las realidades del mundo invi­sible. A la mirada del creyente iluminada por el Espíritu de Dios brota así todo un universo nuevo. "Nosotros”, los cristianos, les decía San Pablo a los corintios, “con­templamos, no las cosas visibles, efímeras todas ellas, sino las invisibles, las únicas que son eternas.” 15 El capí­

14. I Cor 2, 14.15. 2 Cor 4, 18.

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tulo undécimo de la Epístola a los Hebreos nos describe las maravillas de esta vida de fe, iluminada toda por el Espíritu de Dios, en algunos personajes del Antiguo Testamento, ante las realidades del orden sobrenatural, y tiene esta frase final, magnífica, que caracteriza la fe de Moisés: "Caminaba como si viera el Invisible".16 Esta página bíblica cuenta entre las más evocadoras de la obra propia del don de inteligencia en su función reve­ladora del mundo invisible.

Quinto paso del espíritu: A través de los efectos, percibir las causas

El proceso habitual del pensamiento humano consiste en subir de los efectos a las causas. Esto puede hacerse de dos maneras: por intuición o inducción y por racio­cinio. Este último procedimiento, el de la dialéctica dis­cursiva, está reservado a la ciencia y a la sabiduría. El don de inteligencia no discurre: comprende de un solo vistazo el efecto y la causa, ve aquél en correlación con ésta o viceversa.

Una vez resucitados los cuerpos, la inteligencia huma­na leerá en la creación como en un libro abierto, no ya mediante una lenta dialéctica basada en la causalidad, según el tipo de la demostración clásica de la existencia de Dios por las cinco vías de acceso al Ser divino a partir de las propiedades fundamentales del ser creado, sino como por una intuición mediata, que percibirá el univer­so de la gloria al modo de una transparencia de Dios. Nuestros ojos de carne verán a Dios, por así decirlo, a través de los "nuevos cielos" y de la "tierra renovada". Sin ningún esfuerzo razonador, nuestra inteligencia des­cubrirá la Causa creadora y transfigurante. Cierto que la Esencia de la Divinidad permanecerá siempre inac­cesible a los sentidos, pero, ante las maravillas del uni­verso glorificado y, sobre todo, de los esplendores de la Humanidad de Cristo resucitado, la mirada de nuestro espíritu contemplará la infinita grandeza de “Aquél que

16. Hebr 11, 27.

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Es". Verá a Dios a través de la naturaleza, lo mismo que ahora reconocemos a un ser familiar. Dios se nos hará presente en todas partes y a través de todo.17

Algo análogo es lo que ocurre en el ejercicio del don de inteligencia, no de una manera carismàtica o por an­ticipación de las propiedades de los cuerpos gloriosos, sino bajo la influencia personal e inmediatamente ilumi­nadora del Espíritu Santo, presente en el alma. La mirada del santo percibe a través de los menores signos y de los menores efectos su Causa superior, divina.

Sexto paso del espíritu: En las causas, entrever los efectos

En sentido inverso, un espíritu penetrante descubre los múltiples efectos escondidos en una causa. Mientras que una inteligencia más ruda necesita que se le explique todo detalladamente, ima mente viva y despierta percibe al primer vistazo los innumerables efectos contenidos virtualmente en ima causa. Esto, que las cualidades na­turales dan a una inteligencia, lo realiza el Espíritu Santo en Persona, mediante su intervención, en las almas de los santos. Bástales con elevar sus ojos hacia la Tri­nidad, hacia Cristo, la Virgen o la Iglesia, para distinguir en estas causas mayores las fuentes de la santidad cris­tiana. Cuando el Espíritu de Dios ilumina la mirada

17. Un admirable texto de Santo Tomás expone esta doctrina: «Cum ergo visus et sensus sit futurus idem specie in corpore glo­rioso, non poterit esse quod divinam Essentiam videat sicut visibile per se. Videbit autem Eum sicut visibile per accidens, dum ex parte visus corporalis tantam glorìam Dei inspiciet in corporibus et praeci- pue gloriosis et maxime in corpore Christi. Et ex parte alia, intellectus tam claro Deum videbit quod in rebus corporaliter visis Deus percipie- tur sicut in locutione percipitur vita. Quamvis enim tune intellectus noster non videat Deum ex creaturis, tamen videbit Eum in creaturis corporaliter visis. Et hunc modum, quo Deus corporaliter possit videri, ponit Augustinus in fine De Civitate Dei (lib. XXII, cap. 29; PL, 41, 800) ut patet eius verba intuenti. Dicit enim sic: «Valde credibile est sic nos visuras mundans tune corpora «coeli novi et terrae novae», ut Deus ubique praesentem et universa corporalia gubemantem... datissi­ma perspicuitate videamus; non sicut nunc «invisibilia Dei per ea quae facta sunt intellecta conspiciuntur», sed sicut homines, mox ut aspiciamus, non credimus vivere sed videmus» (Suplemento, 92, 2).

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contemplativa de un teólogo, hace surgir en un instante ante ella todo un universo espiritual: considerando al Crucificado, presente en la hostia, entiende que la Euca: ristía, como sacrificio y como sacramento, aplica a cada hombre en particular, según el grado personal de su fervor, todas las gracias de la Pasión y Muerte de Jesús, todos los beneficios que al mundo le supone la Encama­ción redentora.

E igual sucede con todos los misterios cristianos. Las invisibles misiones del Verbo y del Amor, la venida del Hijo Ünico a vivir entre los hombres, la inhabitación de toda la Trinidad en las almas, la infinita plenitud de gracia del Verbo hecho carne, Jefe y Cabeza de la Iglesia, la mediación universal de María, la función ministerial de la Iglesia en la aplicación de las gracias salvíficas, revelan a los hijos adoptivos la economía de la comuni­cación de la vida divina del Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo. Estas inmensas luces se encienden en las profundidades del alma por la acción personal e in­mediata del Espíritu de Amor. Se las puede referir, a título de efectos, al don de inteligencia, que lleva de los efectos a las causas, de los signos y símbolos a los mis­terios ocultos, de lo visible a lo invisible, pero que vuelve a descender también, sin esfuerzo, desde el mundo divino hasta las realidades humanas y terrestres para percibir en ellas, por amorosa intuición, como destellos del rostro de Dios.

C. Su acto supremo: La intuición negativa y oscura de Dios

Con lentitud, el espíritu del hombre se va elevando hacia la suprema perfección de su pensamiento. Tras los primeros balbuceos en el descubrir las nociones funda­mentales que sirven de base a su vida intelectual, tras las primeras luces recibidas sobre los misterios de la fe, si es fiel, el Espíritu de Dios le ilumina mediante una participación cada vez más resplandeciente de sus infini­tas lumbres. Llegada a la unión transformante, el alma humana no camina ya en medio de la noche, sino que

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lo ve todo en una irradiación de la claridad de Dios, tamizada aún por el velo de la fe, pero translúcida. No es todavía la manifestación sin sombras del cara a cara, sino una visión apacible y profunda, a través de los rasgos perceptibles de la revelación hecha por Dios. La fe no duda, se adhiere ante la evidencia de las señales de Dios. La Verdad increada transparece a sus ojos a través de las palabras, las figuras y los símbolos de lo divino. Discierne lo verdadero de lo falso, se eleva de este mundo de las apariencias a la realidad divina. Vincula los efectos temporales a su eterna Causa, cuya infinita trascendencia presiente, y, en una suprema mirada, dis­tingue el increado modo de Ser divino de todos los modos creados de las creaturas. Dios se le aparece entonces como "Aquél que Es", en su eminente simplicidad de Acto puro, de supremo Existente, que en la infinita ple­nitud de su simple y subsistente Ser contiene todas las riquezas concebibles de la creación, del mundo de la gracia y de la gloria, del orden hipostático, y esto sin dialéctica discursiva y sabia, en una sencilla mirada con­templativa, a imitación de la simple mirada intuitiva de Dios.

Es en esta intuición negativa y oscura de Dios, nega- dora de todas las condiciones limitantes de los seres creados, donde se cumple aquí abajo, por la iluminación especial y personal del Espíritu, la suprema perfección del don de inteligencia, en una toma de conciencia evi­dente del infinito trascender, de la incomprensibilidad e inefabilidad de Aquél que supera infinitamente todos los modos de las perfecciones creadas. III

I I I

SUS DOS FUNCIONES

Contemplación y acción

Como la virtud de la fe, de la que deriva, el don de inteligencia es, ante todo, contemplativo. Complácese en otear todos los horizontes de la fe: primeramente, Dios,

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en la infinidad de sus perfecciones y en los abismos de su Trinidad; luego, a esta suprema luz, todos los atributos divinos, comunes al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. El misterio de la Trinidad es el objeto privilegiado de los dos dones intelectuales superiores, del don de inteligencia para penetrarlo con mirada profunda, del don de sabi­duría para saborearlo en una experiencia de amor y juz­gar de todo a esta suprema Luz.

Nada escapa a la amplitud visual y a la agudeza de análisis del don de inteligencia. Su campo de investiga­ción abarca todos los misterios de la fe, de los que percibe el sentido y el puesto que les corresponde en la síntesis de los misterios cristianos. Esta mirada escruta­dora de los misterios desvela sus riquezas de vida, ha­ciéndose así, de un modo secundario y sobreañadido, práctica; las verdades vislumbradas aparecen, a su vez, como principios y móviles de la acción. Fascinado por lo espléndido de su destino y por su título de hijo de Dios, el hombre, inspirado por el Espíritu del Padre y del Hijo, organiza su propia vida en función de esta vo­cación sublime. La inteligencia de los misterios le revela el sentido divino y el valor de eternidad del más pequeño acto humano. La fe lo transfigura todo y nuestras ac­ciones más banales participan de la misma alteza divina. IV

IV

SUS DOS FUENTES DE INSPIRACIÓN

Dios y nuestro amor

La puesta en marcha de los dones del Espíritu Santo está reservada a la Acción primordial, inspiradora y re­guladora de Dios. En esto la ley es absoluta. El ejercicio de los dones depende siempre de la iniciativa divina y de la gracia operante. El Espíritu Santo es dueño y señor de sus dones. La actividad de los dones intelectuales no va en proporción con el vigor de nuestra inteligencia, sino con la pureza de nuestra alma y con lo ferviente de nuestro amor. El talento y el genio son de por sí inope-

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rantes en cuanto a realizar el más pequeño acto de los dones del Espíritu Santo. Nuestra facultad de conocer no tiene más función que la de mantenerse disponible respecto a las divinas iluminaciones, a las gracias de luz que se encienden en nosotros bajo la acción inspira­dora, especial y personal del Espíritu de Amor. En el orden de la naturaleza, el progreso de nuestra vida intelectual se apoya en la potencia de nuestro entendi­miento y en nuestro trabajo personal. Bajo el régimen de los dones, todo depende inicialmente del "soplo” de Dios.

La acción divina utiliza nuestras íntimas disposicio­nes, en particular nuestro grado de caridad, qué es la medida de nuestra afinidad y connaturalidad con Dios, objeto primordial de nuestro amor. Esta función de con­naturalidad afectiva resplandece en grado supremo en el don de sabiduría, pero se da proporcionalmente en cada uno de los dones del Espíritu Santo. Los dones de inte­ligencia, de ciencia y de consejo participan a su manera de las propiedades deiformes de esta "ciencia de amor". El ser humano se halla todo él transfigurado y los me­nores actos de los dones brotan, en los santos, de esta impulsión motriz y especificadora del amor.

En el don de inteligencia, esta actividad reviste un doble aspecto, según las dos fases sucesivas que la carac­terizan: simple aprehensión de las nociones y juicio sobre las verdades de la fe. Los primerísimos actos del don de inteligencia, correspondiendo a la primera ope­ración de la mente, se expresan en una simple mirada de amor a la Trinidad, a Cristo, a la Virgen, a la Iglesia y a los santos, a todo este mundo familiar de personas divi­namente amadas, cuyo solo encuentro provoca un im­pulso de amor y de amistad. Basta una palabra evocadora de un ser querido y he aquí que inmediatamente el alma del santo mira con mirada transfigurada por el amor, a la que sigue rápidamente una nueva intuición más sintética, semejante esta vez a la segunda operación de la mente y que se prolonga en amorosa contemplación de las cualidades y perfecciones de esos seres queridos, formulada en verdaderos juicios de valor que brotan del alma mediante la intuición amorosa.

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V

SU PROPIEDAD BASICA

El modo deiforme

Hay que volver siempre a la intuición central, recogi­da en la definición, para juzgar todos los aspectos de la teología de los dones: una moción divina, personal, inmediata del Espíritu de Dios en lo íntimo de las facultades del hombre, para hacerle obrar divinamente. El Espíritu Santo es la Causa inspiradora, motriz y regu­ladora de todos los actos de los dones. £1 es, pues, su medida, y la propiedad básica de estos actos consiste en que nos revisten de la manera de obrar del mismo Dios, en cuanto puede una creatura participar de esa manera. Los actos de los dones proceden del hombre, pero bajo la acción inmediata y personal de Dios. Son actos hu­manos hechos a medida divina, puesto que su Autor in­mediato es el mismo Espíritu Santo.

La penetración del don de inteligencia no se calcula a base de las cualidades naturales del espíritu humano, sino por el grado de participación en la agudeza de la mirada de Dios. Se trata de un modo de actuar incom­parablemente superior al del entendimiento dejado a sus solas fuerzas naturales e inclusive a las solas luces de la virtud de la fe. Con el don, el brillo de la iluminación proviene de la Inteligencia increada y asocia a la mirada humana, divinizada por la gracia, a la penetrante clari­dad de Dios. La inteligencia humana, iluminada así, queda investida del modo deiforme como mira Dios su mismo Ser y todo el universo.

V I

ESTUDIO COMPARADO

El espíritu humano se hace con sus ideas, una a una, a partir del mundo sensible que nos rodea, y necesita juntarlas, compararlas, para unirlas o disociarlas a fin

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de definirlas mejor. Impónese, por tanto, el método com­parado: se le halla en todos los dominios del saber. El don de inteligencia nos manifiesta mejor su naturaleza y sus propiedades cuando se le compara con la virtud de la fe, con los demás dones, con las bienaventuranzas evangélicas y con los frutos del Espíritu Santo.

1. E l don de la inteligencia y la virtud de la fe

La fe abre a nuestra alma las puertas de lo sobrenatu­ral. Sin ella, el universo de la Redención sería para nos­otros un mundo cerrado. Desde la primera adhesión por la fe, nos entrega ésta, de golpe, todas las riquezas del orden sobrenatural, poniéndonos en presencia de Dios Trino y descubriéndonos, a esta suprema luz, todos los demás misterios cristianos. Pero todavía no es más que el primer contacto. Introducido en este universo de la gracia, el hombre, impulsado por una necesidad espon­tánea de saber, quiere otear todos sus horizontes. Un doble conocimiento viene a enraizarse en esta virtud única de la fe: conocimiento científico y conocimiento místico.

De ahí, la investigación sistemática de todos los do­cumentos revelados, su minucioso análisis, su progresiva armonización en una síntesis cada vez más vasta. Esta labor de exploración, de profundizamiento y de expli­cación por las causas es la tarea de la ciencia teológica, que nos comunica ya una intelección muy honda de los misterios de Dios.

Hay otra forma de conocimiento, reservada a las al­mas de los santos y de todos los ñeles que se hallen en estado de gracia, a quienes el Espíritu Santo manifiesta, mediante luces de lo alto, el sentido de lo divino, enca­minándolas hacia una contemplación infusa de los mis­terios de la fe. Este régimen místico se despliega según la diversidad de los cuatro dones intelectuales de inte­ligencia, ciencia, sabiduría y consejo. La fe adhiere; el don de inteligencia penetra el interior de los misterios; el don de ciencia juzga por las causas creadas; el don de sabiduría por las causas increadas, divinas; el don de

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consejo, finalmente, hace descender estas altas ilumina­ciones de la contemplación al terreno de las aplicaciones prácticas.

El don de inteligencia hace la fe contemplativa, sabro­sa y penetrante.

2. E l d o n d e i n t e l i g e n c i a y l o s d e m á s d o n e s

La ley de síntesis, que domina la psicología concreta de los dones del Espíritu Santo, opera la sinergia de todas nuestras facultades y de sus habituales disposicio­nes con miras a asegurar el máximo de perfección a nues­tro obrar sobrenatural. Uno solo de nuestros actos puede así proceder de la conexión de varias virtudes y varios dones, y en esta acción concertada cada virtud y cada don conservan su nota específica. El don de inteligencia aporta su poder de penetración, que es la manera que tiene de ayudar a las otras virtudes, y a los otros dones. Cuanto más penetra el espíritu los principios, más lumi­nosa es la fe, más ardiente la caridad, mayor es la fuerza de los dones de ciencia y sabiduría en el concate­nar las causas. Asimismo, igual que en el orden de la naturaleza la evidencia de los principios esclarece todas las conclusiones de la ciencia y las opiniones todas de los sabios, también, gracias al don de inteligencia, la irra­diación de los principios de fe penetra todo el dominio de la sabiduría mística.

Tal es la función del primero de todos los dones en ejercitarse. Su claridad inicial acompaña la actividad de los demás dones, no sólo en la vida contemplativa, sino también en el plazo de la acción. Así, el don de consejo, que dirige inmediatamente nuestro actuar, recibe del don de inteligencia los principios directores de sus decisiones propias. Cuanto más se conoce a Dios y el fin último, más fácil resulta elegir las soluciones concre­tas. La acción contingente se lleva a cabo con mayor fuerza y seguridad bajo las luces superiores y convergen­tes de los dones de inteligencia, de ciencia y de sabiduría. A su vez, el don de piedad, mejor ilustrado acerca de la infinitud de Dios, se expresa en actos más perfectos de

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adoración, de veneración, de acción de gracias, de súplica o de expiación. Todo estriba en las actividades trascen­dentes del espíritu, como en la red orgánica y en las reacciones somáticas de nuestro psiquismo inferior. El don de temor se beneficia también de las más altas luces del don de inteligencia, puesto que la toma de conciencia de nuestra fragilidad y nuestra nada surge con mayor convicción y espontaneidad en un alma iluminada toda ella por una comprensión profunda de la Omnipotencia divina y de la infinita Santidad de "Aquél que Es”.

3. E l don de inteligencia y las bienaventuranzas evangélicas

Cuanto más se acercan las almas a Dios, más partici­pan de la beatitud divina. El alma,apuesta por la superior actividad de los dones del Espíritu Santo en esta at­mósfera deiforme, se halla introducida ya en la fruición anticipada de Dios, en la superación de todos los goces de este mundo. Cada don del Espíritu Santo lleva consigo un comienzo de bienaventuranza. El alma, desprendida de todos los bienes efímeros gracias a la pureza del corazón, de todas las ilusiones e ideas falsas gracias a la pureza de la mente, puede mantener la mirada de su entendimiento inmutablemente fija en la única Belleza que jamás se marchita: “Bienaventurados los puros de corazón, porque ellos verán a Dios”.18

Esta divina dicha, en su definitiva perfección, les está reservada a los elegidos, que la encontrarán en su Visión del Verbo. Ya en esta tierra, la inteligencia de los santos, liberada de la ignorancia y del error por una asistencia personal del Espíritu de Verdad, que dirige a la Iglesia y a cada uno de los miembros del cuerpo místico de Cristo, contempla a Dios en la translúcida puridad de la fe, cada vez más refulgente, aunque sin poder llegar nun­ca a la evidente y total claridad de la contemplación cara a cara. Sólo en el cielo penetrará el don de inteli­gencia, sin sombra alguna, todos los misterios de Dios y los del universo en visión prolongada.

18. Mt 5. 8.

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4. E l don de inteligencia y los frutos del Espíritu Santo

Los tres dones contemplativos superiores de inteligen­cia, ciencia y sabiduría, al servicio de la misma virtud de la fe, afirman a ésta, cada uno por su parte, en una certidumbre absoluta respecto a su infalible verdad: el don de inteligencia eliminando toda solicitación del mun­do sensible y limitándola a comprender de un modo adecuado cómo Dios supera todos los mundos creados y cualquier medida; el don de ciencia descubriéndonos el encadenamiento de las causas segundas; el don de sabi­duría explicándolo todo por referencia a Dios y a sus inñnitas perfecciones. La certeza de nuestra fe es el fruto común de una participación del hombre en la inteligencia, la ciencia y la sabiduría de Dios.

V II

LOS PECADOS CONTRA LA LUZ

La inteligencia humana ha sido hecha para la claridad de Dios, pero el hombre es libre en cuanto al aceptar o rehusar la luz. Esta lucha entre las tinieblas y la luz da un sentido dramático y de eternidad al Evangelio de San Juan. El Verbo ha "venido entre los suyos y los suyos no le han recibido”. Las tinieblas se han cerrado a la Luz. Tal es el trágico caso del mundo moderno. La inteligencia del hombre ha renegado de Dios. Ya nada tiene sentido. No es sólo la ignorancia de las cosas divi­nas, el espesamiento de la inteligencia y la ceguera del espíritu, sino la violenta negación del Principio supremo, es decir, que se ha venido a parar a un callejón sin salida o sin otra salida que la inevitable filosofía del absurdo y de la desesperación. El hombre moderno ha pecado con­tra la luz.

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1. E l enturbiamiento de la inteligencia

El primer resultado de los pecados contra la luz es el enturbiamiento de la mente. Por su falta de espíritu de fe se incapacita el hombre para entrar en el orden sobrenatural y habitar lo invisible. Su mirada superficial y obtusa se detiene en las apariencias, en la materia, en lo contingente. No consigue escapar de lo efímero. Es todo lo contrario del don de inteligencia, que va más allá de lo externo de las cosas para fijarse en lo etemal y divino.

Se conserva aún la virtud de la fe, pero dormida, mientras que, en cambio, las almas de los santos, des­piertas en su fe, descubren a Dios a través de todas las cosas. El creyente que vive en la tibieza no percibe ya las llamadas de lo divino. El sentido de Cristo y de los misterios de Dios se embota en él, lo mismo que la mente del glotón tras una comida demasiado abundante. El cuerpo, ahíto, se pone pesado. El espíritu queda apes­gado entre los manjares terrestres.

Este embrutecimiento del espíritu puede presentar mil diversos grados: desde las resistencias más o menos conscientes de los mismos santos a las iluminaciones de la gracia, hasta la pesantez y grosería de los cristianos de solo nombre, obnubilados por las preocupaciones del bienestar y siempre a la mera busca del confort. En vez de volver la mirada hacia Dios, nos arrastramos bajo el peso de las opciones carnales y de las inquietudes de orden material, sin elevarnos a contemplar el horizonte divino. Es el caso de regiones enteras, que han abando­nado la fe. ¡En cuántas vidas ha desaparecido este sen­tido primordial de Dios, alma de toda santidad!

2. La ceguera del espíritu

El espesamiento de la mente conduce a la ceguera del espíritu. La zona de estos pecados contra la luz, conse­cuencia directa o indirecta de la falta de fe, abarca los estados de las almas de pueblos enteros, creyentes por

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rutina y de solo nombre, que están, por tanto, "en tinie­blas y sombras de muerte”.1’ Han perdido el sentido dt la fe, de sus exigencias, de sus delicadezas y esplendores. Un estudio integral de los dones del Espíritu Santo re­quiere que se consideren estas perspectivas complemen­tarias, descuidadas de ordinario por los teólogos y hasta por los maestros de la vida espiritual, pero de inmensos alcances prácticos para explicar el drama de la lucha que en el mundo actual tienen empeñada las tinieblas y la luz, según los datos sanjuanistas. No vivimos ya en un clima de fe y de cristianismo ferviente. Para muchas mentes, el mundo divino ha dejado de ser una realidad. A los ojos de estos nuevos incrédulos o ateos, cuyo espí­ritu está vacío de la substancia de las verdades divinéis, nada existe fuera de la materia y de lo camal. La inmo­ralidad lleva a los pueblos a la disminución y a la pér­dida de su fe. La lujuria ha extinguido en las almas la luz de Dios.

V III

FUNCIÓN DEL DON DE INTELIGENCIA EN LA VIDA ESPIRITUAL

E l sentido de lo divino •

Predestinados a ver a Dios "cara a cara” y todo el universo en Él, en el acto creador y redentor, estamos hechos para la luz del Verbo. El régimen oscuro de la fe, con su envoltura de sombras y misterios, es un puro tránsito, un período de prueba que' prepara para la visión.

Entre tanto, el Espíritu del Padre, que dirige la Iglesia de Cristo, endereza a los hijos de Dios hacia la verdad total mediante sucesivas iluminaciones, cada vez más radiantes, que vienen a suplir la congènita imperfección de la fe. Por una incesante e invisible misión del Verbo, nos asocia el Espíritu a su propia vida de pensamiento. 19

19. Le i, 79.

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La fe se hace entonces translúcida. La mirada de los amigos de Dios escruta las profundidades de la Esencia divina y sus infinitas perfecciones. Su inteligencia con­templa los abismos de la Trinidad y el misterio del Verbo Encarnado en. el desarrollo del “Cristo total".

La contemplación de los dogmas cristianos se les hace familiar y sabrosa, inspirada toda por el amor. Las Sa­gradas Escrituras, la Liturgia de la Iglesia y las ense­ñanzas de su magisterio, las grandes fases de la historia del universo de la Redención lo mismo que los menores acontecimientos individuales, todo ello reviste a sus ojos un sentido divino. Sin esfuerzo, se remontan de los efectos a las causas, de las apariencias visibles a las invisibles realidades, del cosmos a Dios, con una simple e intuitiva mirada amorosa. "Simplex intuitus veritatis."

Tal es la función que desempeña el don de inteligencia en nuestra vida espiritual, al servicio de la fe: nos da el sentido de to divino. Hace que nosotros los hombres participemos de esa mirada de Dios que todo lo penetra con su Luz Increada. Poco a poco, a medida que el amor va creciendo en el alma, la inteligencia del hombre res­plandece más y más con la propia claridad de Dios. En este momento supremo hay como una previa degustación de la felicidad eterna, reservada a los corazones puros. Ciertamente, mientras dura su destierro, el hombre, es­píritu encarnado, no puede evadirse de las condiciones ineluctables que mantienen la Verdad oculta bajo el velo de la fe; pero ya, a través de esta "tela ligera” 20 se da como una transparencia de Dios. Según la atrevida fór­mula de un genio tan mesurado como es el de Santo Tomás de Aquino, gracias al don de inteligencia, es "en­trevisto Dios aquí abajo” 21 por la mirada purificada de los santos.

20. San Juan de la Cruz, Llama de amor viva, Canción I, verso 6.a, párrafo 29, pp. 844-845.

21. «In hac etiam vita, purgato oculo per donum intellectus, Deus 4uoumnmodo videri potest.» (I-II, 69, 2, ad 3.)

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C a p ít u l o IVEL DON DE CIENCIA

(Resumen)

I. La «ciencia de los santos» (Existencia)

II. El doble aspecto del don de ciencia (Naturaleza)1. Aspecto principal: las creaturas, reveladoras de Dios.2. Aspecto secundario: las creaturas, ocasión de pecado.

III. Sus dos funciones (División)1. Función principal: la contemplación de las obras de Dios.2. Función secundaria: la dirección eminente de la acción.

IV. Sus dos fuentes (Causa eficiente)1. Fuente principal: la inspiración divina.2. Fuente secundaria: los instintos de la caridad.

V. Su modo deiforme.

VI. Estudio comparado1. El don de ciencia y la virtud de la fe.2. El don de ciencia y los demás dones.3. El don de ciencia y la beatitud lacrimosa.

VII. Un pecado contra la luz: la ignorancia de las cosas divinas.

VIII. Papel del don de ciencia en la vida espiritual.El sentido de las creaturas.

E l Espíritu de ciencia nos hace experimentar

la grandeza y la miseria de las creaturas.

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C a p í t u l o c u a r t o

DON DE CIENCIA

I

LA CIENCIA DE LOS SANTOS

La inteligencia humana no puede llegar con un solo acto a la plenitud de la verdad. Nuestro pensamiento, esencialmente discursivo, progresa lentamente a partir de las imágenes de este mundo visible, abstrayendo pri­mero una a una las ideas, y, después, asociándolas orgá­nicamente mediante las tres operaciones mentales y con el concurso de las virtudes adquiridas de inteligencia ciencia y sabiduría. La virtud de la fe utiliza, en su ejer­cicio, los mismos procedimientos noéticos. Aun bajo el régimen de los dones, el Espíritu de Dios tiene en cuenta nuestra fundamental estructura de espíritus encamados, con todo y facilitar de manera maravillosa las concep­ciones, las articulaciones y los enfoques del humano pen­samiento mediante sus iluminaciones divinas. £1 nos hace participar así de su modo deiforme, ya sea intuitivamente, ya, sin más, acelerando y actualizando de una manera transfigurante los procedimientos propios de nuestra na­turaleza, a los que confiere un modo superior.

Intelección, ciencia y sabiduría son las etapas por que ha de pasar todo pensamiento discursivo tanto si es de modo humano como si es deiforme.

La fe, al introducimos en el orden sobrenatural de

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la Revelación, amplía hasta el infinito nuestros horizontes en la visión del universo. El don de inteligencia escruta con amor las maravillas de gracia y de gloria que el universo contiene. Mas no es éste sino un primer vistazo que en seguida quiere ir más lejos y entrever, en cone­xión con las naturalezas, todas sus propiedades. De ahí una segunda mirada intelectual, no ya de simple intelec­ción sino de ciencia, que aspira a una investigación tan completa como sea posible de todas las causas creadas, la cual terminará en una visión grandiosa de la altísima sabiduría de todas las obras de Dios y de los abismos de la Trinidad.

Todo depende, en el origen, de una penetrante cap­tación de las esencias, de las que el pensamiento humano quiere ahora percibir las consecuencias y verificar las conexiones. Las naturalezas no están aisladas ni mera­mente yuxtapuestas, sino ordenadas entre sí en un uni­verso que les presta unidad y las subordina a Dios. Todo este mundo de relaciones causales es el que intentan reconstituir mediante las técnicas del saber humano las múltiples ciencias profanas. “Saber es conocer las cau­sas.” Cuanto mejor se conocen éstas, más firme es la sabiduría.

También el santo, ávido de conocer a su Dios, trata de descubrirle en sus obras, siguiendo la red de las causas que explican el universo. Él no indaga las natu­ralezas por sí mismas, no se cuida como el sabio de referir las propiedades a sus esencias, sino que mira las creaturas con la mirada del hijo de Dios, que quiere apoyarse sobre ellas para alcanzar de nuevo la "Casa del Padre”. Hijo de Dios por la gracia y hermano de Cristo, llamado a vivir "en comunión con el Padre y el Hijo",' en un mismo Espíritu de Amor, el hombre redimido camina por la tierra durante un período de pruebas más o menos largo, en perpetuo peligro de perderse. La igno­rancia de las creaturas y de los peligros que entre ellas corre, le expondrían en muchos casos a hacerle caer por sorpresa. Dios se compromete a iluminarle y sostenerle en todos los combates de su vida. Pero, aunque ilustrado

i. í lo i, 3.

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por el don de inteligencia, la fe no basta para poner al corriente al cristiano acerca de todo el juego de las causas segundas, acerca del sentido divino o diabólico de las creaturas que le salen al paso. El Espíritu Santo está allí, presente en el fondo de su alma, para dictarle un juicio seguro, motivado, sobre el bien o el mal de las creaturas, y para encaminarle hacia la salvación. En esto consiste toda la razón de ser del don de ciencia del que nos hablan las Sagradas Escrituras. “El Señor conduce al justo por caminos rectos; le comunica la ciencia de los santos".2 3

II

EL DOBLE ASPECTO DEL DON DE CIENCIA

1. Aspecto principal: Las creaturas, reveladoras de Dios

La atención de los teólogos y de los maestros espi­rituales se ha ocupado sobre todo del aspecto secundario del don de ciencia: la experiencia dolorosa de lo nocivo de las creaturas. Es importante restituirle su verdadera fisonomía y su sentido primordial de juicio, por las causas segundas, de las conexiones que unen a todos los seres del universo unos con otros y con su Creador. San Juan de la Cruz percibió perfectamente esta función básica de las creaturas reveladoras de Dios, cuando exal­taba la Sabiduría del Verbo, que, al pasar por entre ellas, las dejó vestidas de su hermosura.2 Éste es su destino esencial, recordado con tanta insistencia por las declaraciones explícitas de la Escritura tanto en el Anti­guo como en el Nuevo Testamento. La Palabra de Dios ha estigmatizado la "vanidad” de los hombres faltos de este Espíritu de Ciencia, de “ todos los hombres que care­cen del conocimiento de Dios, y que, por los bienes que

2. Sap 10, 10.3. Cántico espiritual, canción 5.a

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disfrutan, no alcanzan a conocer al que es la fuente de ellos, y por la consideración de las obras no supieron descubrir a su divino Artífice. Seducidos por la hermo­sura de las cosas creadas, las tuvieron por dioses. Que aprendan a conocer cuánto mejor es el Señor de todo lo creado, pues es el autor de la belleza quien hizo todas estas cosas. Y si se admiraron del poder y de la fuerza, debieron deducir de aquí cuánto más poderoso es su Creador; pues de la grandeza y hermosura de las creaturas, por razonamientos se llega a conocer al Hace­dor de éstas".4 Idéntica doctrina la de San Pablo, que se ha hecho clásica en la Iglesia: “Desde la creación del mundo, lo invisible de Dios, su eterno poder y su divi­nidad, son conocidos mediante las creaturas”.5

Tres admirables capítulos de Santo Tomás de Aquino en su Suma contra los gentiles (1. II, cap. 2, 3, 4) hacen resaltar mucho lo útiles que nos son las creaturas para conocer por ellas la naturaleza y los atributos del Crea­dor. El único medio que tenemos aquí abajo para llegar al conocimiento de Dios es el de buscar las huellas de su acción en el universo e irlas siguiendo como una pista: tales son las "vías” que nos permiten elevarnos hasta Él.6

Así se nos muestra el sentido más fundamental del don de ciencia. A través del mundo de la naturaleza, del de la gracia y del de la gloria, y sobre todo a través del orden hipostático, el Espíritu de ciencia nos hace per­cibir y contemplar la infinita sabiduría, la omnipotencia, la bondad, la naturaleza íntima de Dios. Es un don contemplativo cuya mirada penetra, como la del don de inteligencia y la del de sabiduría, el misterio mismo de Dios. El Señor en Persona acentuaba este aspecto al invi­tar a los hombres a que contemplasen los lirios del campo y los pájaros del cielo y se abandonaran confiados a la infalible Providencia de nuestro Padre celestial. El Cántico al sol, de San Francisco de Asís, con su invitación a todas las creaturas a que alaben al Creador, conserva

4. Sap 13, 1-5.5. Rom 1, 18-23.6. Contra Gentes, IV, 1. Cf. sobre todo el texto decisivo: I, 65,

ad 3.

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el mismo acento evangélico. Con igual sentimiento de contemplativa admiración a Dios entona la Iglesia sus salmos de alabanza. Diariamente, en la acción de gracias del sacrifìcio eucaristico, pone en labios de sus sacerdotes uno de los más bellos himnos de la Biblia, aquél de los tres jóvenes en el horno de fuego:

“Bendito seas Señor, Dios de nuestros padres, digno de alabanza y ensalzado por los siglos.

Bendito tu nombre santo y glorioso,muy digno de alabanza y muy ensalzado por todos

Bendito en el templo santo de tu gloria, [los siglos, digno de ser cantado y glorificado por los siglos.

Bendito Tú, que penetras los abismos,digno de alabanza y ensalzado por los siglos.

Bendito Tú que estás sentado sobre los querubines, digno de alabanza y ensalzado por los siglos.

Bendito en tu trono real,digno de ser cantado y celebrado por los siglos.

Bendito Tú en el firmamento de los cielos,digno de ser cantado y glorificado por los siglos.

Bendecid al Señor todas las obras del Señor, cantadle y ensalzadle por los siglos.

Bendecid al Señor, ángeles del Señor, cantadle y ensalzadle por los siglos.

Bendecid, cielos, al Señor,cantadle y ensalzadle por los siglos.

Bendecid al Señor, aguas todas que estáis sobre los cantadle y ensalzadle por los siglos. [cielos,

Bendiga al Señor todo el ejército del Señor, cantadle y ensalzadle por los siglos.

Bendecid, sol y luna, al Señor,cantadle y ensalzadle por los siglos.

Bendecid, astros del cielo, al Señor, cantadle y ensalzadle por los siglos.

Bendecid, lluvias y rocío, al Señor, cantadle y ensalzadle por los siglos.

Bendecid, todos los vientos, al Señor, cantadle y ensalzadle por los siglos.

Bendecid, fuego y calor, al Señor, cantadle y ensalzadle por los siglos.

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Bendecid, fríos y heladas, al Señor, cantadle y ensalzadle por los siglos.

Bendecid, rocío y escarcha, al Señor, cantadle y ensalzadle por los siglos.

Bendecid, frío y fresco, al Señor, cantadle y ensalzadle por los siglos.

Bendecid, hielos y nieves, al Señor, cantadle y ensalzadle por los siglos.

Bendecid, noche y día, al Señor,cantadle y ensalzadle por los siglos.

Bendecid, luz y tinieblas, al Señor, cantadle y ensalzadle por los siglos.

Bendecid, relámpagos y nubes, al Señor, cantadle y ensalzadle por los siglos.

Bendiga la tierra al Señor,cántele y ensálcele por los siglos.

Bendecid, montes y collados, al Señor, cantadle y ensalzadle por los siglos.

Bendecid al Señor cuanto brota en la tierra, cantadle y ensalzadle por los siglos.

Bendecid, mares y ríos, al Señor,cantadle y ensalzadle por los siglos.

Bendecid, fuentes, al Señor,cantadle y ensalzadle por los siglos.

Bendecid al Señor, monstruos de las aguas y cuanto en[las aguas se mueve,

cantadle y ensalzadle por los siglos.Bendecid, todas las aves del cielo, al Señor,

cantadle y ensalzadle por los siglos.Bendecid, todas las bestias y ganados, al Señor,

cantadle y ensalzadle por los siglos.Bendecid, hijos de los hombres, al Señor,

cantadle y ensalzadle por los siglos.Bendice, Israel, al Señor,

cántale y ensálzale por los siglos.Bendecid, sacerdotes del Señor, al Señor,

cantadle y ensalzadle por los siglos.Bendecid, siervos del Señor, al Señor,

cantadle y ensalzadle por los siglos.Bendecid, espíritus y almas de los justos, al Señor,

cantadle y ensalzadle por los siglos.

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Bendecid, santos y humildes de corazón, al Señor, cantadle y ensalzadle por los siglos.

Bendecid, Ananías, Azarías y Misael, al Señor, cantadle y ensalzadle por los siglos, porque nos sacó del infierno, y del poder de la muerte nos salvó, y de en medio del horno encendido nos libró, salvándonos de en medio del fuego.

Dad gracias al Señor, porque es bueno, porque es eterna su misericordia.

Bendecid todos los piadosos al Señor de los dioses, cantadle y dadle gracias,porque es eterna su misericordia.” (Dan, 3, 52-90.)

Admirable cántico, una de las más puras y ardientes expresiones del don de ciencia: que los cielos y toda la creación canten la gloria de Dios.

2. Aspecto secundario: Las creaturas, ocasión de pecado

Otra corriente de textos bíblicos nos muestra a las creaturas no como un reflejo de la Omnipotencia de Dios, sino como un obstáculo, una ocasión de pecado. Felizmente su vanidad y su malicia son efímeras.

"Mil años son a tus ojos como un día."Toda creatura es "como hierba verde,

que a la mañana florece y verdeguea, a la tarde se marchita y se seca". (Ps 89.)

“Breve es el tiempo de los malvados,y dura un instante la alegría de los perversos.

Si hasta el cielo subiere su arrogancia, y tocare en las nubes su cabeza, cual un fantasma, desaparece para siempre, y los que le vieron dirán: ¿Dónde está?

Desaparecerá como un sueño y no le hallarán, huirá como visión nocturna...

Esta es la suerte que al perverso reserva Dios.”(cf. Iob 20, 1-29.)

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£1 tema del Eclesiastés es todavía más radical: todo es vanidad, la ciencia, la riqueza, el amor y la vida. "Vanidad de vanidades, todo vanidad."7 8 9 El libro entero constituye una de las más punzantes evocaciones del don de ciencia.

Iguales son los acentos del Nuevo Testamento, pero iluminados todos por la esperanza cristiana:. "Hermanos, el tiempo es corto. Sólo queda que los que tienen mujer vivan como si no la tuvieran; los que lloran, como si no llorasen; los que se alegran, como si no se alegrasen, y los que disfrutan del mundo, como si no disfrutasen, porque pasa la apariencia de este mundo".*

La Iglesia posee un sentido demasiado realista del pecado, como para abandonarse candorosamente a una exaltación incondicional de las riquezas de la creación. Ha guardado vivo, en el tesoro de las Escrituras y en su memoria, el recuerdo de las advertencias de Dios sobre el hechizo y la fascinación de las creaturas, que con sus banalidades exponen a las almas a apartarse de Dios: "¿De qué le sirve al hombre ganar todo el mundo, si pierde su alma?" *

La precisión técnica de la ciencia teológica, ha sabido encontrar la palabra justa, para situar bien la función del don de ciencia frente a las creaturas. “Ocasionalmen­te,10 debido a nuestra fragilidad extrema, se nos presentan como permanente peligro, y tras nuestras caídas, se convierten en fuente de abundantes lágrimas." Santo Domingo lloraba y gemía al considerar el incalculable número de almas que se pierden. "Quid fient peccato- res?" — "¿Qué se hará de los pecadores?” Las Confesiones de San Agustín están llenas de estos suspiros y lamen­taciones motivados por el recuerdo de sus caídas perso­nales. La trágica visión del universo por redimir arran­caba al Salvador en sus oraciones "lágrimas” y "grandes sollozos” de súplica a su Padre e incluso "un sudor de sangre”.

No se puede negar que, sobre la tierra, a causa de

7. E ccl i , 2.8. 1 Cor 7, 29-31.9. Le 9, 23.

10. //-//, 9, 4.

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nuestra condición de pecadores, no es raro que el don de ciencia se manifieste en esta forma de tristeza reden­tora y purificadora en la vida de los santos.

I I I

SUS DOS FUNCIONES

1. Función principal: La contemplación de las obras de Dios

Si se quiere ser fiel a la corrección de perspectivas que hizo Santo Tomás en la evolución última de su pensa­miento y que se impone para la genuina comprensión del don de ciencia, es preciso restituirle su sentido pri­mordialmente contemplativo." Bajo las iluminaciones es­peciales y personales del Espíritu Santo, el don de ciencia nos comunica la mirada de Dios sobre todas sus obras y sobre el juego de conjunto de las causas segun­das. Cada creatura proclama ahí a su manera la Omni­potencia de su Autor. El más pequeño átomo del uni­verso, afirma él solo la infinidad de Dios. Un bello pai­saje, vastos horizontes, una salida o una puesta del sol sobre el océano, una visión de las cimas desde una alta montaña o desde un avión, una simple margarita de los bosques, atestiguan la inagotable riqueza del Creador y el infinito esplendor de su Ser. ¿No es Él la Fuente única de todas las bellezas del universo? La creciente inmen­sidad del cosmos que nos descubre la ciencia moderna, sus espacios infinitos que espantaban al genio de Pascal, nos hacen presentir a nosotros, hijos de Dios, la Sabi­duría, la Bondad y el Poder sin límites de nuestro Padre celestial.

“Los cielos pregonan la gloria, de Dios,y el firmamento, obra de sus manos, le alaba.

El día habla al díay la noche comunica sus pensamientos a la noche.”

( Ps 19, 1-3.)l l . / /- // , 9, 3.

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Sin discursos, sin palabras, sin voces que se puedan oír, hasta las extremidades del mundo, todo proclama que Él es Dios.

"Alabad a Yavé, porque es bueno, porque es eterna su misericordia.

Alabad al Dios de los dioses,porque es eterna su misericordia.

Alabad al Señor de los señores, porque es eterna su misericordia.

Al que es único en hacer grandes maravillas, porque es eterna su misericordia.

El sol, para iluminar de día;la luna, para iluminar la noche, porque es eterna su misericordia.

Al que condujo a su pueblo por el desierto, porque es eterna su misericordia.

Que hirió a grandes reyes, y mató a reyes poderosos, porque es eterna su misericordia.

Cuyas tierras dio en heredad, en heredad a Israel, su siervo, porque es eterna su misericordia.

Que en nuestra humillación se acordó de nosotros, y nos libró de nuestros enemigos, porque es eterna su misericordia.

Que da pan a toda carne,porque es eterna su misericordia.

Alabad al Dios del cielo,porque es eterna su misericordia." (Ps 136.)

2. Función secundaria: La dirección eminente de la acción

¡Cuán preciosa es una justa estimación de las creatu- ras para la conducta moral! De lo útil o de lo nocivo de los seres que nos rodean se derivan las reglas de la acción. Los misterios del cristianismo vienen a ser como

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unos dogmas generadores de vida divina. Quien percibe el valor infinito del santo sacrificio de la Misa o el poder divinizador de los sacramentos, se acerca a ellos con más fervor. El don de ciencia, al manifestamos el funciona­miento de las causas segundas, el sentido de la Iglesia militante, su carácter esencialmente misionero, inspira las grandes empresas apostólicas y su realización según los diversos países. No necesita dictar consignas deta­lladas, como el don de consejo, sino que se contenta con trazar las líneas directrices, con señalar las líneas ge­nerales del apostolado y sus mejores condiciones de rea­lización. Dirige la acción desde lo alto pero con un senti­do realista de sus recursos, de sus peligros, de los apoyos favorables y de las dificultades. Hace resplandecer sobre todos y cada uno de los pasos del cristiano la “ciencia de los santos”.

IVSUS DOS FUENTES

1. Fuente principal: La inspiración divina

La fuente principal de esta ciencia mística no proviene del esfuerzo del sujeto pensante, sino de las iluminacio­nes gratuitas y personales del Espíritu Santo, que hace descender sobre el hombre un rayo de la ciencia misma de Dios. San Francisco de Asís, sin cultura, ignorando los métodos científicos, poseía más altas luces sobrenaturales que la mayor parte de los grandes profesores de Uni­versidad de su tiempo. La verdadera fuente del don de ciencia, como de los otros dones del Espíritu Santo, es la inspiración divina.

2. Fuente secundaria: Los instintos de la caridad

Aquí tocamos uno de los puntos más difíciles de la teología del don de ciencia. ¿Cómo explicar por el amor divino este sentido místico experimental de una creatura?

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Por los instintos de la caridad. El amor de Dios es gene­rador, en las almas, de “la ciencia de los santos”.

La caridad, en efecto, cuyo objeto especificador es el Bien divino en sí mismo, se extiende también, a título secundario, a todos aquellos que pueden participar de la beatitud divina, a título de amigos e hijos de Dios por adopción. Una profunda afinidad nos une a nuestro Padre del cielo, pero también a todos los hombres, a todos los hijos de Dios. Caminamos juntos, entre las creaturas, hacia la Casa del Padre y percibimos instintivamente, según la medida de nuestra intimidad con Dios, el sentido de los seres que pueden ayudarnos a encontrarle o ex­ponernos a que nos desviemos de Él. La misma incli­nación nos hace sentirnos atraídos hacia el bien y con repugnancia hacia el mal. El mismo amor nos dirige hacia los buenos y nos aleja de los malos... sin separarnos de ellos, puesto que debemos ayudarles. Vinculada sobre todo a Dios, como a su fin último, el alma del santo dis­cierne instintivamente el modo como debe servirse de las creaturas o apartarse de ellas. El Espíritu de Amor le inspira este juicio infalible de los verdaderos y falsos valores. Así, la mirada del santo participa de la ciencia de Dios, abarcando todo el universo de la Redención.

V

SU MODO DEIFORME

En la teología de los dones hay que volver continua­mente a su definición esencial: la actualización de todas nuestras facultades por el mismo Dios, bajo una moción especial e inmediata de su gracia operante. El acto pro­cede de nosotros, pero es hecho a la medida de Dios, su Causa inmediata, motriz y reguladora. En el ejercicio de los dones del Espíritu Santo, el hombre piensa, se mueve y actúa a la manera de Dios; su vida se reviste del modo divino de las Tres Personas divinas, animadoras de sus pensamientos y de sus quereres. Hay una infinidad de grados posibles en esta manera de operar, pero, para el

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hombre, trátase siempre de un modo deiforme, sobre­humano, medible, en el don de ciencia, con la mirada del Artista Creador.

V I

ESTUDIO COMPARADO

1. Don de ciencia y virtud de fe

La fe adhiere al misterio. Su acto de adhesión versa sobre Dios y el universo, lo mismo que la mirada del sabio incide sobre los fenómenos sometidos a su campo de observación. La fe posee el mismo realismo que la ciencia: no se detiene en las fórmulas del Credo, va hasta la realidad de las cosas. Ya el don de inteligencia la ayuda poderosamente a escudriñarlas, a penetrarlas, comunicando al hombre, bajo la acción iluminadora del Espíritu Santo, la profunda mirada de la inteligencia divina. El don de ciencia amplía aún esta mirada de la fe a la conexión de todas las propiedades de las esencias que percibe el don de inteligencia; él le hace tomar con­ciencia de todo el juego de las causas segundas que la Providencia ha trazado en el universo.

2. E l don de ciencia y tos demás dones

Después de haber analizado cada don, nos parece in­dispensable proceder a un rápido estudio comparativo. Las perspectivas se repiten, sin duda, pero con algún cambio en los puntos de vista, pues cada uno de los dones constituye un original centro de contemplación o de irradiación que pone más de relieve ciertos aspectos nuevos, así como en una extensa cadena de montañas, con siete cimas, cada una de ellas ofrece un punto de vista único, en su respectivo campo de observación, para contemplar un mismo panorama.

La penetración honda de las verdades básicas de nues­tra fe por el don de inteligencia ilumina todas las con­

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clusiones vislumbradas por el don de ciencia y contem­pladas por el don de sabiduría a la suprema luz de la Trinidad divina. La percepción experimental de lo subli­me que es el fin del hombre transfigura las decisiones del don de consejo y toda la actividad de los demás dones, de piedad, fortaleza y temor. Semejantemente, un juicio instintivo, inspirado por Dios, acerca del encadenamiento de las causas segundas en que se inserta la trama perso­nal de nuestra vida, modifica en nosotros todo el juego de los dones intelectuales y afectivos.

Adivínase en qué forma tal visión de ciencia sobre este universo de la Redención, preparatoria del mundo glorificado, dilata infinitamente la mirada del hijo de Dios, que se pasea como por su casa por toda la creación. Todos estos bienes son para él. Él es hijo de Dios por la gracia, coheredero con Cristo y, en Cristo, heredero del mismo Dios. La conciencia vivida de esta divina filiación cambia todas las cosas. El cristiano no pasa indiferente, como un extraño, entre todas estas riquezas creadas: sabe que el universo entero es suyo, para él, para su uso, pero que también él mismo pertenece a Cristo y que con Él y en Él ha de retomar al Padre para gozar de la Trinidad.

Todos los horizontes se metamorfosean a los ojos del hijo de Dios que se sabe amado con la ternura infinita de un Padre Todopoderoso, que ha puesto toda la creación a su servicio. Esta visión transfiguradora da un sentido y un lugar a cada cosa, a los seres inanimados, a los vivos, a todos los hombres, sus hermanos en Cristo, al mundo de los espíritus puros, a todo el cielo de la gloria. Este conocimiento místico, revelador del sentido divino de las creaturas, esta visión de las conexiones causales que unen a todos los seres del universo entre sí y con Dios, da a su mirada una amplitud infinita, que prolonga la agudeza de visión del don de inteligencia y dispone su alma a la contemplación supereminente del don de sabiduría. El don de ciencia lo aclara todo desde abajo, lo que facilita singularmente la mirada soberana y ex­haustiva del don de sabiduría por irradiaciones de la luz de lo alto.

Cuanto más se conoce a las creaturas, su naturaleza

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y sus propiedades, más firmes son las decisiones y los mandamientos del don de consejo. Se actúa con pleno conocimiento de causa. Sin esto, el caminar del hombre por entre las seductoras y peligrosas creaturas, estaría expuesto a falsear los dictados prudenciales y las con­signas cotidianas del Espíritu de consejo.

La acción directriz del don de ciencia se extiende tam­bién, con el mismo vigor, al don de piedad, al descu­brirle la misión de las creaturas en el culto de Dios; y al don de fortaleza al manifestarle la fragilidad, la poca consistencia de las causas segundas en presencia de los designios eternos detenidos por Dios, que nada puede romper; al don de temor, en fin, al darnos conocimiento de nuestra propia debilidad y de nuestra nada al lado de "Aquél que Es".

3. E l don de ciencia y la beatitud de las lágrimas

El don de ciencia tiene por objeto principal mani­festar a los hijos de Dios, ante todo, cuanto de bueno hay en el universo. "Per scientiam principálius manife- stantur bona quam mala, quae per bona cognoscuntur." (11-11, 9, 4, obiec. I.*).12 Nos hace experimentar los esplen­dores de la creación, las riquezas del mundo de la gracia y de la gloria. La amorosa contemplación de estas ver­dades aporta al hombre uno de los más elevados y dura­deros goces de aquí abajo. Pero al lado del bien, ¡existe tanto mal en las creaturas y su sociedad es tan peligro­sa! He ahí por qué los maestros espirituales no quieren dar el nombre de beatitud a la investigación de este mundo creado. El nombre de beatitud se reserva para designar la contemplación de Dios; es el privilegio de los

12. Cf. sobre todo I , 65, 1, ad 3: «Creaturae, quantum est de se, non retrahunt a Deo, sed in Ipsum ducunt: quia «invisibilia per ea quae facta sunt, intellecta, conspiciuntur», ut dicitur Rom 1, 20. Sed quod avertant a Deo, hoc est ex culpa eorum qui insipienter eis utuntur. Linde dicitur Sap 14, 11 quod «creaturae factae sunt in muscipulam pedibus insipientium». — Et hoc ipsum quod sic a Deo abducunt, attestatur quod sunt a Deo. Non enim abducunt insipientes a Deo, nisi alliciendo secundum aliquid boni in eis existens, quod ha- bent a Deo» (/, 65, 1, ad 3).

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dones contemplativos superiores de inteligencia y sabi­duría.

El don de ciencia, de hecho, retiene aquí abajo a las almas en el comercio de las creaturas y en el juego de las causas segundas. Para la mayor parte de los hom­bres esta visión es fuente de tristeza y de lágrimas, al recordar sus propias caídas, o al ver la malicia de las creaturas y la universal corrupción. Nuestra civilización moderna, bajo las exterioridades de una técnica impe­cable y del confort, no consigue encubrir la enorme masa de famélicos y pueblos subdesarrollados, el impla­cable egoísmo de los grandes capitalistas y de los. gigan­tescos trusts anónimos, los estragos de la descristiani­zación y deshumanización operados por las ideologías materialistas. Es como para llorar de dolor, como Jesús mismo delante la Ciudad santa de Jerusalén, perdida mo­ralmente y decaída de su celo en servir al verdadero Dios. Se comprende por qué un San Agustín o un Santo Tomás de Aquino, y después de ellos casi todos los maestros espirituales han atribuido al don de ciencia "la beatitud de las lágrimas”. Es la eterna tristeza del alma de los santos al considerar lo "inútil” de la redención. Pero las lágrimas de los convertidos y de los Apóstoles operan una obra purificado» y fecunda, son acompaña­das de "consolación" divina y acaban en la alegría de trabajar en medio del sufrimiento y del sacrificio para el establecimiento del reino de Dios.

V II

UN PECADO CONTRA LA LUZ

La ignorancia de las cosas divinas

Los autores espirituales no han prestado, en general, bastante atención al papel de la inteligencia en la vida moral. Se tacha con demasiada prisa de intelectual y de intelectualismo a quien quiere simplemente caer en la cuenta de las razones de actuar. Hay una moral de la

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inteligencia, como de la sensibilidad y de la voluntad. Importa tomarlo en consideración para no caer en el sentimentalismo y en el puro voluntarismo. En su natu­raleza específica, el hombre es, ante todo, una inteligen­cia, una razón. Todo el comportamiento de su actuar y de su actitud en moral y en mística, depende de esta verdad fundamental. En muchos casos, los pecados con­tra la fe están en la raíz de la inmoralidad. Pueblos en­teros viven en el desorden moral por falta de luz y de ciencia.

Así como se oponían dos vicios a la agudeza del don de inteligencia, el embotamiento y la ceguera del espí­ritu, así también al don de ciencia se opone la ignorancia de las cosas divinas. Se tiene fe, pero una fe muerta o apenas iluminada, no comprendiendo el sentido sobrena­tural del juego de las causas segundas, viendo el anta­gonismo de los intereses y la lucha de los grandes im­perios modernos por la hegemonía mundial, en tanto que, en cada conciencia individual lo mismo que en las ins­tituciones sociales e internacionales, se ventila el eterno drama de la redención. Ignorar lo sobrenatural, es estar falto de verdaderos criterios, fundamentales, explicativos del sentido eterno de cada una de nuestras vidas y de la misión de la Iglesia entre las naciones. No hay un solo acontecimiento político, militar o cultural, ni un solo acto humano, público o privado, que no haya tenido repercusiones morales en la historia general de la huma­nidad. Un pecador que se haya convertido, en el secreto de su existencia de hombre, regocija a todo el mundo de los ángeles. Un alma que se eleva, levanta al mundo, un alma que se envilece, rebaja el potencial espiritual de todo el universo. Mas para comprender esto, hacen falta "los ojos iluminados del corazón”,13 el amor del que brota la comunión de los santos. La ignorancia reli­giosa es el mayor mal del mundo moderno y de todos los tiempos. No en vano prescribió Cristo en primer lugar a sus Apóstoles que fuesen "la luz del mundo” 14 y el "enseñar a todas las gentes".15

13. Eph 1, 18.14. M t 5, 14.15. M t 28, 19.

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V III

LA FUNCION DEL DON DE CIENCIA EN LA VIDA ESPIRITUAL

El sentido de las creaturas

Los hombres cuya fe es débil por falta de fervor y de docilidad a las luces del Espíritu Santo, se acostum­bran a juzgarlo todo a escala humana: les falta el sentido sobrenatural. Por el contrario, todo se aclara en la mar­cha de los acontecimientos, cuando se ha comprendido, a la luz del Espíritu de ciencia, que a través de las causas segundas, la Causa primera conduce a todo. "El hombre actúa, Dios le dirige.” Esta tierra que pasa prepara un mundo eterno.

Cada uno de los dones del Espíritu Santo tiene su función específica en el desarrollo de nuestra vida es­piritual. El don de inteligencia nos hace entrar en las profundidades de Dios, nos da el sentido divino. El don de ciencia se pone en el ciclo de las causas segundas del universo. No se deja deslumbrar por el brillo efímero de los seres de este mundo, no idealiza nada, no drama­tiza nada, es realista, pesa el bien y el mal, posee el sen­tido del pecado y la ciencia de las creaturas: "Ad scien- tiam proprie pertinet rectum iudicium creaturarum” ( l i ­li, 9, 4). Camina entre ellas sin inclinarse ni a derecha ni a izquierda, ni caer en lo bajo, sin detenerse jamás en ellas, usa de las creaturas excediéndolas, midiéndolas según Dios. A través de ellas, se eleva hasta la suprema altitud divina y se eleva de causa en causa hasta la Causa Primera. De allí desciende, luego vuelve a subir hacia Dios, descubriéndole siempre en sus vestigios. El don de ciencia es el que nos descubre el verdadero sen­tido de las creaturas; sabe su vanidad y su grandeza, pero ellas son para él, ante todo, como un reflejo del semblante de Dios.

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C apítu lo VEL DON DE SABIDURIA

(Resumen)

I. La sabiduría cristianaLas tres sabidurías

II. Esencia intelectual del don de sabiduríaUna sabiduría intelectual.

III. Función primordial y especificadora del amorUna sabiduría de amor.

IV. Dos formas del don de sabiduríaUna sabiduría contemplativa y una sabiduría de acción.

V. Su modo divinoUna sabiduría deiforme.

VI. Estudio comparado1. El don de sabiduría y la virtud de la fe.2. La función arquitectónica del don de sabiduría.3. Ei don de sabiduría y de la experiencia mística:

Un problema-encrucijada.Las verdaderas perspectivas del problema.El mejor método.Dos aspectos fundamentales de la experiencia mística:

A. La acción primordial de Dios.B. Las reacciones del alma.

Vil. Sabiduría y locura.

El Espíritu de sabiduría nos comunica la mirada de la Trinidad.

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C a p í t u l o q u in t o

EL DON DE SABIDURIA

Con el don de sabiduría llegamos a la cima más alta del pensamiento cristiano y de la vida espiritual.

ILA SABIDURIA CRISTIANA

Todas las formas de civilización y de cultura poseen su tipo de sabiduría: sabiduría hindú o china, sabiduría griega o romana, sabiduría de Israel y sabiduría cristiana, sabiduría de los grandes pueblos modernos. La amplitud de su mirada varía según los períodos históricos, las tendencias afectivas o el genio nacional, con una carac­terística dominante, iluminadora de todos los horizontes. Cada forma de sabiduría constituye una visión del uni­verso.

La sabiduría cristiana es deiforme. A través de miles de páginas de la Biblia brilla el primado de Dios. Todo se aclara en el Libro sagrado a la luz de la claridad de lo alto. La Biblia es el Libro de la luz de Dios. El Espíritu de Dios lo anima en ella todo: Espíritu de verdad, de inteligencia, de ciencia, de sabiduría y de consejo, Espí­ritu de fortaleza y de santidad, Espíritu de piedad y de temor de Dios, Espíritu de amor. Ningún otro tipo de sabiduría hace resplandecer con tantos fulgores el sen­tido de Dios.

Si se quisiera reunir todos los textos que se refieren a esta sabiduría divina participada por el hombre, sería necesario citar en testimonio la Biblia entera. En las

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Sagradas Escrituras la palabra "DIOS" es la más a menudo repetida. Se la encuentra a cada instante, y en ciertos libros, como los Salmos, casi en cada línea. Anima todas las páginas del Libro sagrado: indicio éste revela­dor del lugar único, trascendental, que ocupa el misterio de Dios en el pensamiento de los escritores inspirados. No existe ninguna visión de sabiduría más alta entre los hombres.

Desde la primera frase de la Biblia aparece este sobe­rano dominio de Dios. “Al principio, Dios creó el cielo y la tierra.” (Gen, 1, 1.) Y en la exposición de la obra de los seis días prosigue, escandida por la misma fórmula estereotipada, la evocación poderosa de la Sabiduría creadora:

Dijo Dios: “Haya luz", y hubo luz (1, 3).Dijo luego Dios: "Haya en el firmamento de los cielos

lumbreras para separar el día de la noche" (1, 14).Di jóse, entonces, Dios: "Hagamos al hombre a nues­

tra imagen y a nuestra semejanza” (1, 26).De este modo, todo se refiere a la intervención perso­

nal de Dios. Esta primera página de la Biblia es típica de la sabiduría revelada. El mismo tono se mantendrá hasta el Apocalipsis, manifestando el lugar excepcional de Dios en la creación y en el gobierno del mundo. Dios es el Personaje principal de la Biblia. El régimen del Antiguo Testamento se confirmará como una teocracia. Los anales del pueblo de Israel serán un recital de los hechos y gestas de Dios. En cada página de nuestros Libros santos. Dios transparece en filigrana. A través de los acontecimientos históricos. Dios está siempre pre­sente. ¿Es sorprendente que los Profetas se aventuren a proclamar su poder y a exaltar la santidad de su Nom­bre? No son ellos solamente. Todos los escritos del Antiguo y del Nuevo Testamento atestiguan esta primacía de Dios, en particular los bellísimos trozos literarios contenidos en los diversos Cánticos. Así, en el Cántico de Moisés:

"Cantaré a Yavé, que se ha mostrado sobremanera[glorioso,

Yavé es mi fortaleza y el objeto de mi canto;

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Él fue mi salvador.Él es mi Dios, yo le alabaré.Es el Dios de mi padre, yo le exaltaré." 1

El mismo tema, con una orquestación todavía mayor, en el Cántico de Moisés del Deuteronomio:

“Ved pues, que soy Yo, Yo sólo,Y que no hay Dios alguno más que Yo.

Yo doy la vida, Yo doy la muerte.Yo hiero y Yo sano.No hay nadie que se libre de mi mano.” 1 2

¡Cuántos otros textos bíblicos se podrían citar, refle­jando las mismas consideraciones de alta sabiduría! Pero nada iguala el poder de la ironía y la magnificencia del discurso de Dios en Job:

"¿Dónde estabas al fundar Yo la tierra?¡Dímelo, si tanto sabes!¿Quién determinó, si lo sabes, sus dimensiones?¿Quién tendió sobre ella la regla?¿Sobre qué descansan sus cimientos

o quién asentó su piedra angular entre las aclamaciones de los astros matutinos y los aplausos de todos los hijos de Dios?

¿Quién cerró con puertas el mar, cuando impetuoso salía del seno, dándole Yo las nubes por mantillas y los densos nublados por pañales, dándole Yo la ley y poniéndole puertas y cerrojos, diciéndole: De aquí no pasarás ahí se romperá la soberbia de tus olas?” 3

La misma transparencia del brillo y del poder de Dios, bajo una forma menos lírica, pero también vigorosa, en los libros históricos de la Biblia.

1. Ex 15, 2.2. Deut 32, 39-40.3. Iob 38, 4-11.

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Los libros sapienciales marcan, sobre este punto, la cima de la revelación, plenamente conscientes de la transcendente sabiduría de Israel.

"Bienaventurado el que alcanza la sabiduría y adquiere inteligencia.

Porque es su adquisición mejor que la de la plata y es de más provecho que el oro.

Es más preciosa que las perlas y no hay tesoro que la iguale.

Lleva en su diestra la longevidady en su siniestra la riqueza y los honores.

Sus caminos son caminos deleitosos y son paz todas sus sendas.” 4 5

"Con la sabiduría fundó Yavé la tierra, con la inteligencia consolidó los cielos.

Con su ciencia hizo brotar las fuentes y por ella los cielos destilan el rocío.” 1

Job, los Proverbios, el Eclesiastés, el Eclesiástico y la Sabiduría abundan en textos admirables, reveladores de la sabiduría divina manifestada a los hombres.

Así, en el Antiguo Testamento se puede recoger una rica cosecha de documentos positivos que pueden servir de base para un estudio bíblico de los dones intelectuales del Espíritu Santo.

Espiguemos al azar:

— en Job: el himno a la sabiduría omnipotente (36, 22-37, 1-24), el elogio de la sabiduría (28), y el himno al Poder divino (cap. 25);

— efTamoso Prólogo de los Proverbios sobre los go­zos de la sabiduría, sus enseñanzas, su valor, su función de guía y de moderador de las pasiones;

— los nueve primeros capítulos del Libro de la Sa­biduría, que termina con una admirable oración para pedir la sabiduría:

4. Prov 3, 13-17.5. Prov 3, 19-20.

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"Dios de los padres y Señor de la misericordia, que con tu palabra hiciste todas las cosas.

Y en tu sabiduría formaste al hombre para que dominase sobre tus creaturas y para regir al mundo con santidad y justicia, y para administrar justicia con rectitud de corazón.

Dame la sabiduría asistente de tu tronoy no me excluyas del número de tus siervos." *

La sabiduría teocrática de Israel sobrepasa todas las otras formas de la sabiduría antigua, pero ella misma ha tenido que borrarse ante la aparición de la Sabiduría increada venida a habitar entre los hombres. El paso del Verbo trayéndonos la Presencia personal de la Sabiduría divina, ha iluminado para siempre nuestra tierra de la Encarnación. Su Evangelio ha fijado la mirada de los hombres sobre los puntos más altos de la sabiduría cristiana: la gloria de Dios, los vastos horizontes de la salvación del mundo, las luchas cotidianas de la Iglesia militante para establecer el reino de Dios, el precio infinito del alma humana, todos los valores de la eter­nidad, la consumación de todos los hombres en la unidad de la Trinidad. Habría que citar aquí todo el Evangelio, más los escritos apostólicos, en particular los de San Pedro, San Juan y San Pablo. En ellos todo resplandece a la luz de la sabiduría de Dios, pero de una sabiduría crucificada. "La doctrina de la cruz de Cristo es necedad para los que se pierden, pero es poder de Dios para los que se salvan. Según está escrito: Perderé la sabiduría de los sabios y reprobaré la prudencia de los prudentes. ¿Dónde está el sabio? ¿Dónde el letrado? ¿Dónde el dis­putador de las cosas de este mundo? ¿No ha hecho Dios necedad la sabiduría de este mundo?... Porque los Judíos piden señales, los Griegos buscan sabiduría, mientras que nosotros predicamos a ’Cristo crucificado, escándalo para los Judíos y locura para los gentiles, mas poder y sabi­duría de Dios para los llamados ya Judíos ya Griegos. Porque la locura de Dios es más sabia que los hombres, y la flaqueza de Dios, más poderosa que los hombres...

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Hablamos, sin embargo, entre los perfectos, una sabiduría que no es de este siglo... sino que enseñamos una sabi­duría divina... Pues Dios nos lo ha revelado por su Es­píritu, que el Espíritu todo lo escudriña, hasta las pro­fundidades de Dios”.7

¿Podría esperar, nuestra tierra, algo más que la Sabi­duría Encarnada? Es en su irradiación donde hay que abordar el estudió del don de sabiduría.

Las tres sabidurías

La cultura cristiana nos presenta tres formas de sabi­duría: metafísica, teológica y mística.

Mientras que la ciencia considera en el universo el juego de las causas segundas, la sabiduría lo ve todo a la luz de la Causa Primera. Estas tres sabidurías cons­tituyen la fuente de los juicios supremos de nuestro saber.

La sabiduría humana del filósofo se adquiere a partir de la experiencia sensible y de la reflexión personal, pe­netrando más allá de las apariencias hasta los primeros principios de las cosas, al término de una dialéctica as­cendente. Esta sabiduría se eleva por encima del mundo físico; se la llama: metafísica. Es ya la mirada real del hombre sobre la creación, dominando toda la naturaleza por su pensamiento, llegando, de causa en causa, infini­tamente por encima del cosmos material y del mundo de los espíritus hasta el descubrimiento de un Ser, puro Espíritu, Eterno, cuya soberana dominación e infalible Providencia gobierna el mundo. Mirada sublime, nuestra más alta actividad de inteligencia aquí abajo. Todo el universo creado aparece como un juguete de niño en total dependencia del Artista creador. Estamos ya en pre­sencia de una altísima sabiduría: visión contemplativa de todos los seres supeditados al Poder sin límites y a la atracción irresistible de "Aquél que Es", Dios verda­dero, Causa eficiente, ejemplar y final del universo.

La fe da al hombre dos nuevas sabidurías:

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— una sabiduría científica, técnica, que utiliza todas las ciencias, todas las artes y todos los resortes del espí­ritu humano: la sabiduría teológica;

— una sabiduría sabrosa, experimental, la sabiduría mística, incomparablemente superior, que procede, no por conceptualización y dialéctica discursiva, como la sabiduría teológica, sino, por experiencia de las cosas divinas y por vía de amor: es la sabiduría de los santos. Estas dos grandes sabidurías están llamadas a ayudarse mutuamente, trabajando en sinergia, con una misma fa­cultad intelectual, para penetrar la misma Verdad divina. Las dos tienen su origen en la fe, a falta de la visión, su régimen normal. Mientras nos hallemos en tiempo de prueba, la teología y la mística permanecerán en el exilio, a la espera de la visión “cara a cara” por la que lo contemplaremos todo en el Pensamiento del Padre.

Los artículos de nuestra fe constituyen los principios de la sabiduría teológica. La inteligencia se ampara en estas verdades iniciales, las escruta por el método his­tórico y el análisis doctrinal, las reúne, en fin, en una vasta síntesis que ilumina por las cimas la casi-definición de Dios, principio arquitectónico supremo de todo nues­tro saber. Todo se aclara a la luz del Dios-Trinidad. Esta sabiduría del teólogo es como la participación e impri­mación, en nuestros espíritus creados, de la ciencia y de la sabiduría misma de Dios.

Hay una sabiduría aun más alta, a la que se llega, no por camino científico, sino por vía de amor. El origen de esta sabiduría mística es todo divino. Las claridades de sus noches, a la vez obscuras y transluminosas, le vienen directamente de Dios que cuida del temperamento, de las aptitudes, de la educación, de las tendencias so­máticas y psíquicas del sujeto humano. De ahí las mil variedades de iluminaciones y mociones del Espíritu en los místicos. Todo está dominado por las libres inter­venciones personales del Espíritu Santo. La sabiduría mística es una participación en la espiración del Amor por el Verbo.

La existencia de esta sabiduría de lo alto, multiforme —sabiduría bíblica, sabiduría de Israel, sabiduría evan­

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gélica o sabiduría cristiana— nos ha sido revelada por los Libros santos, transmitida por la tradición patrística y la Liturgia de la Iglesia, reafirmada en los documentos pontificios, en particular para el don de sabiduría, por la encíclica Divinum illud munus (9 de mayo de 1897).

La vinculación del don de sabiduría con la caridad proviene de la congènita imperfeccción de nuestra vida teologal bajo el obscuro régimen de la fe, que mantiene a Dios distante. La caridad es especificada inmediata­mente por el Bien divino, tal cual Éste es en sí mismo en los esplendores y el secreto de la Trinidad. Mas este Bien no nos es presentado sino entre velos, "en el espe­jo ” de las creaturas y "de manera enigmática",* en condi­ciones subjetivas deficientes. De suyo, la caridad divina está hecha para la visión. A falta de evidencia, "una cier­ta experiencia de la dulzura" de Dios,8 9 a través de los efectos sobrenaturales de su acción en las almas, consti­tuirá un sucedáneo que favorecerá el desarrollo de esta vida de amor. Gran afinidad une el amor y la fruición, perfecta o imperfecta, en beneficio de todo el ser humano. Ésta es toda la razón de ser del don de sabiduría, don de la experiencia mística, el más eficaz auxiliar del desarrollo de la caridad.

I I

ESENCIA INTELECTUAL DEL DON DE SABIDURÍA

Una sabiduría intelectual

Si el don de sabiduría está al servicio de la caridad, en la que tiene su origen, su modo deiforme y su fin, no por eso es menos esencialmente un acto de la inte­ligencia y, sobre todo, un acto contemplativo. La vincu­lación del don de sabiduría a la caridad no debe hacemos olvidar que él facilita a la fe misma sus actos más ele­

8. 1 Cor 13, 12.9. I I I . 112, 5. '

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vados y sus más excelsas luces en tanto no llegue la visión beatífica. Importa subrayar este carácter esen­cialmente intelectual del don de sabiduría para no mi­nimizar la función de los conceptos en su ejercicio normal. El don de sabiduría está sometido a todas las leyes del conocimiento conceptual, y la dominante causal del amor, al venir a modificar las condiciones de su objeto, no puede suprimir la necesidad de una conceptua- lización. La inteligencia sólo piensa por ideas, incluso cuando el amor viene a colorearlas de afectividad concre­ta, experimental. En la visión de Dios "cara a cara” , el Verbo increado habrá de estar supliendo la ausencia de todo verbo creado, inadecuado para expresar la infi­nitud del misterio de Dios.

Su acto esencial es un juicio por las causas supremas, análogo al de la sabiduría metafísica y teológica, pero bajo el impulso motor y especificador del Espíritu de Amor. Ya lo hemos hecho notar, existe una doble sabi­duría científica:

— la que, en el orden de las ciencias humanas, juzga de todo por la Causa suprema del universo: sabiduría del filósofo, del metafísico, que lo ordena todo a la luz de "Aquél que Es”, descubriendo en Dios la Causa Pri­mera y el Fin explicativo de todo;

— y la del orden sobrenatural de la fe: sabiduría teológica, organizadora de todo el saber revelado, ana­lizadora de la Palabra de Dios, estudiosa de cada uno de los misterios cristianos, los cuales junta en una sín­tesis orgánica en la que todas las verdades hallan su sitio y se conexionan armoniosamente. La Suma de Santo Tomás de Aquino nos ofrece un tipo perfecto de esta sabiduría.

Hay otra tercera sabiduría, que "Dios revela a los pequeñuelos”,10 una sabiduría amorosa, de orden supra- científico, por vía de conocimiento místico: la sabiduría de los santos. Es la del don de sabiduría.

Toda sabiduría ahonda hasta la raíz de las cosas,

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manifestando sus causas más profundas, las más divinas, y elevándose hasta la explicación última, más allá de la cual no puede ir el espíritu humano.

Una triple función caracteriza a la sabiduría: juzgar de todo en última instancia, ordenar todas las cosas en una armonía universal, defender el valor de todas las ciencias, esclareciendo a la vez plenamente la indemos­trabilidad y la evidencia inmediata de los primeros prin­cipios, cimientos de todo el edificio de nuestro saber natural y sobrenatural. El sabio lo relaciona todo con Dios.

I I I

FUNCIÓN PRIMORDIAL Y ESPECIFICADORA DEL AMOR

Una sabiduría amorosa

¿Cuál es la naturaleza de esta sabiduría evangélica de orden místico? Tocamos aquí el punto más difícil del análisis del don de sabiduría: conocimiento amoroso, por connaturalidad, común a la actividad de todos los dones del Espíritu Santo, pero que en el don de sabiduría alcanza su grado máximo y presenta su ejemplo más revelador. La escuela tomista y la filosofía moderna han multiplicado sus reflexiones, en estos últimos años, acer­ca de este punto crucial.

El conocimiento instintivo, por connaturalidad, bajo la influencia dominante de un elemento afectivo que viene a inspirar y a modificar intrínsecamente la manera misma de conocer, es un hecho universal.

El mismo proceso se vuelve a hallar, analógicamente, en el orden de la naturaleza y de la gracia, en el plano psicológico del conocimiemto contemplativo y de los juicios prudenciales, que rigen, mediante el don de con­sejo, la práctica concreta de las virtudes.

Todos los seres son empujados hacia su bien propio por una inclinación amorosa que deriva de su naturaleza y por ella se mide: "pondus naturae". Pero, mientras que

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los seres inanimados no tienen conciencia de esa inclina­ción, los vivientes dotados de conocimiento pueden per­cibirla en grados distintos. El hombre lleva en sí todas las tendencias afectivas y todas las inclinaciones del universo. Es atraído por todas las formas de que se re­viste el bien en el reino mineral, en el vegetal, en el animal, en el espiritual y aun en el orden divino reservado a las Tres Personas de la Trinidad.

En el hombre, cada potencia, cada facultad está orientada por instinto hacia su objeto especificador, por una connaturalidad que brota de la más íntima estruc­tura de su ser. El ojo está hecho para ver y distinguir los colores; el oído para oír y distinguir los sonidos; el gusto para saborear; la imaginación y la memoria para moverse en el mundo de las imágenes; la inteligencia para llegar a las realidades inteligibles en el corazón mismo de todas las cosas; la voluntad, en fin, tiende de suyo hacia su propio bien y hacia el de toda la persona.

En el plano moral, cada virtud se halla, igualmente, inclinada hacia su propio fin. Sin reflexión dialéctica, el casto es atraído instintivamente hacia la pureza, el hom­bre honesto y morigerado hacia el "justo medio” y la equidad en todas las relaciones con sus semejantes. Y así para todas las virtudes. Este discernimiento instintivo proviene, en el hombre virtuoso, no de un razonamiento explícito y de la aplicación de la ciencia de las costum­bres a un caso particular, sino de un instinto espontáneo, según la inclinación profunda y connatural de todo su ser afectivo.

Una madre adivina los sentimientos de su hijo o de su hija mejor que el psicoanalista más agudo. El amor pesa con todo su peso para inclinarla hacia un juicio instintivo que surge en ella no de un subconsciente infra- rracional y tenebroso, sino de un sentimiento infalible, suprarracional, de connaturalidad amorosa entre dos se­res unidos por una afinidad profunda.

Lo mismo acontece, con mayor fuerza todavía y ma­yor perfección, en el orden sobrenatural, en el que el cristiano es introducido en la vida íntima de Dios, no por una imputación extrínseca de los méritos de Cristo, se­gún lá concepción protestante, sino por una renovación

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interior, por una transformación radical que le diviniza en su misma esencia y crea en él inclinaciones e instintos nuevos, por una verdadera participación física, ontolò­gica, a la vez estática y dinámica, en la naturaleza misma de Dios. La gracia le da el ser Dios, el pensar como Dips, el amar y obrar a la manera de un Dios, a seme­janza del Dios hecho carne y habitante de la tierra entre nosotros. Esta divinización hace de cada bautizado "otro Cristo" en su ser y en su actuar, llamado a vivir según el mismo Espíritu, dentro del ciclo de la vida trinitaria, hijo adoptivo del Padre, a imagen del Hijo, impulsado por un mismo Amor. La Trinidad es su casa.

El hombre divinizado está connaturalizado con Dios en todos los planos del ser, del conocimiento, del amor, de la acción y del gozo. La gracia imprime en él, hasta en sus menores reacciones, un instinto divino. En ade­lante, y en la medida misma en que se deje guiar por el Espíritu de Dios, el hombre actuará espontáneamente de igual manera que Dios. “Porque los que son movidos por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios.” 11 De esta concepción realista de la gracia se desprenden in­numerables consecuencias: Atraído por Dios como hacia su Bien supremo queda transformado en lo más profundo de su psicología, pasando a ser Dios, a título de último Fin, el centro de atracción y de polarización de todos sus movimientos amorosos. Todas sus inclinaciones sé divinizan. En lo hondo de su constitución sigue siendo mineral, vegetal, animal, racional, pero deificado, dispo­nible, por la gracia de la adopción, a recibir los impulsos motores del Espíritu Santo, que le inclinan hacia Dios. ¿Cómo medir los efectos de esta transformación en Dios?

La gracia, que nos diviniza configurándonos a la viva imagen de la Trinidad, nos asemeja, en los hondones de nuestro ser y en nuestras facultades, a la Naturaleza, al Ser y al Obrar de Dios, depositando en nosotros nuevas tendencias afectivas que nos inclinan hacia las Tres Per­sonas divinas como hacia el Bien connatural a nuestro ser divinizado. Convertidos en Dios por participación,

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en el trasfondo sustancial de nuestra alma, somos incli­nados hacia Él como hacia la Verdad de nuestra inteli­gencia, la Fuente de nuestra felicidad y la Bondad sobe­rana, infinitamente amable en sí misma y la más delei­table para nuestra voluntad. Dios polariza todo el impulso de nuestra fe, de nuestra esperanza y de nuestra caridad. La gracia de la adopción filial nos reviste de los senti­mientos de Dios. Nuevos instintos, enteramente divinos, proceden en nosotros de esta deificación de nuestro ser y de nuestro obrar. El enraizamiento de nuestras divini­zadas facultades en la esencia de una misma alma, la sinergia y la pertenencia de nuestros actos a una misma personalidad operan entre sí una conexión indisoluble. Nuestras facultades apetitivas son penetradas de cono­cimiento, lo mismo que nuestros actos intelectuales ex­perimentan el impulso motor, y a veces especificador, de nuestras tendencias afectivas. La unidad sustancial del compuesto humano implica la mutua dependencia y la interacción de todas nuestras facultades en el juego concreto y en la perpetua interferencia de principios de acción, que permanecen distintos, pero dentro de una misma alma, al servicio de una misma personalidad. La psicología moderna, mediante decisivas experiencias, ha puesto muy de relieve esta ley primordial de la síntesis, que rige todo el psiquismo humano. Analizando la actua­ción humana nos volvemos a encontrar siempre en pre­sencia de concomitancias somáticas y espirituales, en una continua interpenetración de nuestras facultades cognos­citivas y apetitivas. En todo instante, nuestros juicios son influidos por nuestras tendencias afectivas, y nues­tras opciones intelectuales, las más objetivas en aparien­cia, son dictadas a menudo, "imperadas", por un sub­consciente de afectividad que nos mueve en el sentido de nuestras simpatías o antipatías. En el dominio vital y concreto, sobre todo cuando está en juego nuestro pro­pio destino, la afectividad ejerce una función dominante, que orienta nuestros juicios en el sentido de nuestros amores. Es éste un hecho de experiencia.

Tal conocimiento afectivo halla su correspondencia, al nivel más elevado del orden sobrenatural, en la vida mística. La congènita oscuridad de nuestra fe y la nece­

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sidad de efectuar la adhesión de la inteligencia bajo la presión esencial de la voluntad, la predispone a recibir en el interior de sí misma su íntima influencia. Con la fe iluminada por los dones, esta inclinación afectiva se convierte en el elemento dominante y especificador de este nuevo género de conocimiento que se llama “cono­cimiento por connaturalidad". Ciertamente, no es la vo­luntad la que elicita el juicio. Todo acto de conocimiento es, en esencia, acto de la mente. No hay conocimiento alguno, ni siquiera el místico, sin conceptos. En el alma divinizada por la gracia, elevada al estado místico, cam­bian las perspectivas: el concepto sigue siendo el medio formal de alcanzar la verdad, pero bajo la transfigura- dora influencia del amor, que toma un papel especifi­cador predominante. El Dios de la experiencia mística no es sólo el término de un juicio de adhesión a la ver­dad. Es alcanzado como mi Fin último, como mi Bien supremo, que actúa sobre mi voluntad con el más poderoso atractivo, el único capaz de saciar mi ansia de amor, la más fundamental. La experiencia, o, más bien, la cuasiexperiencia de Dios, a través de los efectos de su Presencia, le hace aparecer a mi alma como el Ser más amado, más deleitable y más beatificante. Mien­tras que por la fe la infinitud de Dios es empequeñecida, puesta a la medida de nuestros conceptos, los cuales, como abstraídos del mundo sensible, son limitados, el amor, en el orden de la especificación, tiene por objeto inmediato a Dios tal cual es Él. De ahí que se dé un hiato insalvable entre la inadecuación de la inteligencia humana y la infinita amabilidad del Dios de Amor. Es el mismo sujeto, la misma persona humana quien recibe la infinita distancia que separa a la inteligencia de la voluntad en cuanto al modo de alcanzar su objeto, siendo así que el mismo acto de contemplación infusa procede simultáneamente de ambas facultades, según un orden inviolable, y es un acto único, mirada de amor, elicitado esencialmente por la inteligencia, pero penetrado todo él de afectividad bajo la acción eficiente y transformante de la voluntad amorosa que se lanza hacia Dios, objeto de su fruición. Este acto de contemplación mística, bro­tando de la fe, pero de una fe iluminada toda ella por

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los dos dones del Espíritu Santo, participa de la eminente simplicidad de la ciencia o de la sabiduría divina, que se identifica en una misma Realidad con su Acta .de Amor. El mismo acto puede proceder de dos "hábitos" subordinados en la indisociable sinergia de dos facul­tades distintas, que conjugan sus esfuerzos para elicitar un mismo acto eminente, afectándolo cada una con su propia modalidad: la inteligencia con su función concep- tualizante y contemplativa; la voluntad, primeramente por modo de eficiencia, en el orden de ejercicio y de posición en la existencia, pero también en el plano de la especificación y en su esencia íntima de conocimiento amoroso, por connaturalidad. Éste lleva consigo una modificación de la estructura del objeto mismo de tal conocimiento, a la que penetra intrínseca y totalmente de afectividad, de misteriosa armonización y concordia entre el sujeto y su Bien supremo, amado por encima de todo, atrayendo hacia sí, en un movimiento indivisible de representación y de apetición, todas las energías de una persona viviente.

Precisemos el carácter original de éste conocimiento místico, por connaturalidad afectiva, que halla su reali­zación suprema en el don de sabiduría, bajo la moción directa, inmediata y personal del Espíritu de Amor.

La voluntad desempeña aquí un doble papel:

■— de aplicación de todas las potencias a sus actbs;— y, bajo la especial inspiración del Espíritu Santo,

de transfiguración objetiva y condición especificadora en el plano del objeto mismo.

Ante todo, la voluntad se mueve ella misma y aplica las demás facultades a sus actos. Desde este punto de vista, su función no pasa de ser la de una potencia motora, que actúa sobre las otras por modo de eficiencia en el orden de la ejecución.

Pero la voluntad humana, enamorada de Dios, “ toda pasiva" bajo la acción inmediata y personal del Espíritu Santo, dócil a sus impulsos amorosos, asume un nuevo cometido, que viene a transformar profundamente nues­tro modo de conocer, aportándole una nueva modifi­

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cación intrínseca que atañe a la esencia de este modo místico de saber, conocido sólo por quienes lo experimen­tan. Sucede esto cuando la voluntad del hombre, divini­zada por la gracia y sobreelevada por la adopción filial al nivel mismo de Dios, entra del todo en el movimiento amoroso que suscita en ella el Espíritu Santo en Persona y que la lleva hacia la Santísima Trinidad para saborear su infinita dulcedumbre. Entonces todo cambia: este Objeto divino, unido al alma por experiencia de amor, es "inviscerado" en lo más hondo de su ser; ella goza de El, se siente plenamente armonizada con El, le degusta, se embriaga amorosamente de todo Él, de sus riquezas íntimas, de su inagotable Bondad, de su Belleza infinita. Esta experiencia de amor hace que este Objeto divino de nuestro conocimiento aparezca como una Persona viva que le atrae a la unión hasta la unidad, en la medida en que es posible para una simple creatura convertida en Dios por la gracia. Este Objeto le está de tal manera unido, es de tal modo "suyo” que todo el ímpetu de su persona tiende hacia Él, para perderse en Él como en su supremo Fin, el cual la atrae a toda ella. Así, su emo­ción afectiva palpita en su inteligencia y en todas sus facultades, viniendo a penetrar, modificar y transfigurar este acto de visión amorosa del Dios de su vida.

Y no sólo no querría la persona dejar escapar ninguna de las infinitas riquezas de su Bien Amado, no sólo es­cudriña con avidez todas las profundidades de Dios, sino que percibe su Presencia beatificante en los efectos de dulzura y de suave deleite que la penetran por en­tero, transformando todo su ser en ardiente inclinación hacia Él, de suerte que aun la misma inteligencia le queda bajo el dominio del amor. ¿Es de admirar que el amor adquiera el rango de modificación especificadora del objeto en esta contemplación experimental y fruitiva? De aquí la célebre fórmula de Juan de Santo Tomás, el mayor teólogo místico de la escuela tomista: “así el amor pasa a la condición de objeto", “et sic affectus transit in conditionem obiecti". Esta experiencia de amor hace el objeto cada vez más conforme al sujeto que ama y que, por una correspondencia de todo su ser y de todas sus tendencias afectivas, responde a sus amorosas Uama-

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das. Dios no es, para el alma mística, un objeto indife­rente y lejano, sino una Persona viva que se une a ella como su Bien supremo, preferido a todas las cosas.

Sin duda, el amor no puede experimentar más que este Objeto que le descubre y presenta la inteligencia iluminada por la fe; ni cabría aquí otro objeto de expe­riencia; pero, si se considera este conocimiento amoroso en correlación con el sujeto, al que viene a modificar profundamente por una experiencia de unión que actua­liza hasta el supremo grado las tendencias afectivas de todo un ser, se verá que se opera una transformación en el seno mismo de este Objeto, hacia el que tiende con todas sus fuerzas el sujeto cognoscente, atraído en forma de amoroso apasionamiento por su Dios. No hay más bien para su amor que en el Objeto que le descubre su conocimiento por la fe, pero el modo de alcanzarlo es incomparablemente superior, puesto que el Bien es el objeto mismo especificador, inmediato, de su amor. Aun a través de las oscuridades de la fe, la voluntad se lanza hacia su Dios de Amor, "tal cual es Él” en Sí mismo, en su amabilidad infinita, que le atrae hacia sí como con una fuerza irresistible. Esta unión amorosa, que se termina inmediatamente en Dios mismo, en este Dios al que la fe mantiene a distancia, le hace experimentar al místico, no en términos formulables, no con ideas claras, sino por presencia de amor, que hay "más" bien en Dios del que puede darnos a conocer nuestra limitada y frag­mentaria inteligencia. Y es este "más allá” del cono­cimiento, esta "superación" que el amor siente, lo que pasa a ser condición determinante, objetiva, especifica- dora, bajo la forma de tendencia afectiva que viene a informar, subjetiva y objetivamente, todo nuestro modo de saber. El alma mística se abisma en las profundidades de Dios, no por simple testimonio ni por simple cono­cimiento conceptual, sino por atracción de amor.

El Dios de los místicos es un Dios percibido expe­rimentalmente. Se trata de una formalidad nueva que obliga a poner este conocimiento por connaturalidad aparte de todo el cuadro epistemológico corriente: un conocimineto no ya abstracto y por meras nociones, sino penetrado todo él de amor y transfigurado por una in-

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clinación afectiva que le hace aquietarse en Dios como en el Objeto supremo de su felicidad y su fruición. Lo que hay de nuevo en este conocimiento por connatura­lidad es, precisamente, esta dominante afectiva, elemento especificador, característico de esta "ciencia amorosa".

IV

DOS FORMAS DEL DON DE SABIDURÍA

Una sabiduría contemplativa y una sabiduría de acción

A imitación de la ciencia de Dios, el don de sabiduría es a la vez especulativo y práctico. Su oficio primordial es el de contemplar a Dios. Bajo su luz, la mirada del contemplativo permanece inmutablemente fija en Dios, abarcando en su campo visual las verdades eternas y las contingencias de la historia, atento a la esencia y a la existencia de las cosas.

"El hombre no vive sólo de pan" y de alimentos te­rrenales. En lo mejor de sí siente nostalgia de Dios y de las cumbres del amor, en las que el alma, transformada en Dios y configurada con Cristo, ansia asociarse a la Vida del Inmutable y a la redención del mundo. El don de sabiduría realiza en el grado supremo esta perfecta comprensión de todos los misterios de Dios y del univer­so, concediéndonos el poder participar hasta el máximo en la amplitud, la profundidad y la unidad de la mirada de Dios. Es el don contemplativo por excelencia. Juzga todas las cosas a una purísima luz divina. No se detiene en las causas segundas, sino que se remonta siempre hasta Dios. Todos sus juicios los hace al resplandor de la Esencia y de los Atributos divinos. Lo ve todo a la luz del Verbo. Lo contempla todo envuelto en la claridad refulgente de la Trinidad. "O lux, beata Trinitas!"

Por añadidura, el don de sabiduría se extiende a todo el juego de las causas segundas, a todo el dominio de la

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acción, iluminándolo con los enfoques de la Providencia misma. Todo se esclarece, en la vida de un hombre o de una mujer, con esta claridad divina. La sabiduría con­templativa se hace práctica mediante la consulta de las razones divinas, directrices de nuestro obrar: "intendit rationibus aeternis, scilicet divinis et conspiciendis et consulendis".12 Es a la luz del Ser Increado y de las Perfecciones divinas como aprecia y mide esta sabiduría las orientaciones más concretas y las menores decisiones de su vida cotidiana. El don de sabiduría lo considera todo bajo el aspecto divino y etemal, "sub specie aetemi- tatis”.

V

SU MODO DIVINO

Una sabiduría deiforme

Los dones del Espíritu Santo hallan directamente en Dios su inspiración y su regla, de donde se sigue que su medida y su modalidad son divinas.

Mientras que, según el régimen de las virtudes, al modo humano, es el hombre, con el concurso evidente­mente de la Causa Primera, quien toma la iniciativa de sus actos, al contrario, bajo la acción de los dones del Espíritu Santo, es Dios mismo quien se pone, por así decirlo, frente de nuestro obrar. Su acción recae simultá­neamente sobre nuestra inteligencia para iluminarla y sobre nuestra voluntad para moverla. Estos actos surgen de nosotros a la medida divina de Aquél que, Presente en nuestro interior por su gracia, los produce en nos­otros, mediante nosotros y más que nosotros mismos. Cada uno de los siete dones del Espíritu Santo parti­cipa de esta propiedad divina. Los dones intelectuales nos asemejan, como a su modelo supremo, a la inteli­gencia, a la ciencia, a la sabiduría de Dios y a sus conse­jos eternos. El don de piedad nos impulsa a rivalizar

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con la gloria que Dios se da a Sí mismo en su Verbo, Alabanza eterna del Padre y de toda la Trinidad. E1 don de fortaleza nos reviste de la Fuerza misma de Dios y nos capacita para actuar, en medio de insuperables difi­cultades humanas, con la apacible serenidad del Dios inmutable. El don de temor nos mantiene conscientes de nuestra fragilidad y de nuestra nada ante la infinita grandeza de "Aquél que Es". Así, toda la actividad del hombre, hijo de Dios por adopción, participa de la manera de pensar y de querer propia de Dios mismo, y nuestros actos, movidos por el Espíritu de Dios, se re­visten de un modo deiforme que los modela según el Actuar divino.

El don de sabiduría participa al máximo de este modo divino de pensar y de obrar. Con todo, se han de tener en cuenta las condiciones limitadoras por parte del su­jeto receptor. Dios no violenta las naturalezas, y la experiencia de las almas revela lo muy adaptable que es la Providencia. La mayor parte del tiempo, el ejercicio del don de sabiduría se realiza al ritmo de un pensar esencialmente discursivo, ligado al funcionamiento de la memoria y de la imaginación, en concomitancia con todos los elementos somáticos que acompañan en el hombre, espíritu encarnado, a la actividad de sus más altas fa­cultades espirituales. Pero esta actividad superior está maravillosamente facilitada por las iluminaciones espe­ciales del Espíritu de Dios, que hacen al alma mística participante de la luz del Verbo.

No es necesario exagerar indebidamente el modo dei­forme de los dones del Espíritu Santo. El hombre divi­nizado no es Dios. Pretender hacerle pensar por ideas infusas, sin imágenes, sin reflexión discursiva, a la ma­nera de los espíritus puros, es arrancarle a su condición de animal racional e imponer, a un régimen de vida espiritual muy elevado pero normal, características mila­grosas. Para explicar el ejercicio de los dones del Espí­ritu Santo no hemos de recurrir a lo extraordinario. Sería deslizamos por un terreno de falsas maravillas y perdemos en el iluminismo. Salvo en casos excepcionales, de matiz carismàtico, la actividad de los dones del Espí­ritu Santo se efectúa bajo el régimen de la fe, por

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simple sobreelevación debida a la asistencia personal, iluminante y motriz del Espíritu de Dios.

No se trata, sin embargo, de caer en la interpretación de tipo opuesto, minimizante de la acción personal de Dios en las almas. La potencia obediencial está inscrita en la estructura de todas las naturalezas creadas. Una cierta intuición es un procedimiento de la inteligencia humana que Dios puede utilizar según le plazca, lo mismo que un gran artista emplea con virtuosismo todos los recursos de sus instrumentos. En vez de razonar lenta­mente, con grandes trabajos, a partir de las realidades sensibles, a través del largo dédalo de los juicios sucesi­vos y discursivos, la mente humana, bajo la acción direc­ta e iluminadora del Espíritu Santo, penetra de un solo golpe hasta el fondo de las cosas. Juzga de la conexión de las causas segundas a la manera de un Dios que vive en la tierra. Lo aprecia todo a la manera de Dios, con­templando el universo, a la luz de Aquél que es su Causa suprema, de un modo supradiscursivo, sobrehuma­no, cuasi intuitivo, deiforme, participación eminente de la Sabiduría increada, llegando así a la más alta vía intelectual que es posible alcanzar aquí abajo. En el hombre purificado y convertido hasta este punto en semejante de Dios, los actos más mínimos son inspirados por el puro amor,-operándose una transformación total del alma en Dios, de suerte que ya no forma sino "un solo Espíritu con Él".13

VI

ESTUDIO COMPARADO

Una vez estudiado el don de sabiduría en sí mismo, es indispensable compararlo con las luces de la fe, seña­lar su función arquitectónica con respecto a las virtudes morales y a los demás dones, y analizar, finalmente, la experiencia mística, fruto por excelencia del don de sa­biduría.

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1. EL DON DE SABIDURÍA Y LA VIRTUD DE LA FE

Por elevada que sea la actividad de los dones del Espíritu Santo, permanece, con todo, al servicio de las virtudes teologales, de las que es raíz y desarrollo, prin­cipio de “derivación", medio de vida y término. Los dones del Espíritu Santo están subordinados enteramente a las virtudes teologales, y en ellas se armonizan, hallan­do en servirlas su propia razón de ser. Nada iguala la perfección de estas virtudes de la fe, la esperanza y la caridad, las cuales nos unen inmediatamente a las Tres Personas divinas. Todo el resto del organismo sobrena­tural de las virtudes y de los dones no tiene, con respecto a ellos, sino valor de medios que nos ayudan a unirnos mejor a Dios. Los dones constituyen los medios privi­legiados, los que hacen a todas las facultades del hom­bre dóciles a las más mínimas iniciativas del Espíritu, Principio Motor Personal, inmediato, de sus actos dei­formes.

La fe hace adherir: es su acto esencial, de capital importancia, puesto que nos entrega, de una vez, la Realidad divina y todas las riquezas del mundo sobrena­tural. No resta sino explorarlas. Y éste será el cometido complementario de los dones del Espíritu Santo. El don de inteligencia le ayudará a penetrarlas en profundidad; el don de ciencia le mostrará todas sus conexiones al ni­vel de las causas segundas; el don de inteligencia la iluminará en sus cimas, haciendo resplandecer ante sus ojos la infinitud de las divinas perfecciones, las razones eternas de todos los misterios, los motivos providenciales de todos los acontecimientos de nuestro universo de la Redención. Los dones elevan también nuestra fe a una contemplación deiforme que descubre a nuestras mira­das todos los horizontes de Dios. A esta luz deífica, el alma divinizada se inflama en amor y en deseo arden­tísimo de contemplar y saborear la divina Bienaventuran­za: entra en íntima comunión con el Verbo, que espira el Amor y que la arrastra con Él al ciclo de la vida tri­nitaria. Transformada de esta suerte en Dios, iluminada

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por el don de sabiduría, la fe mística goza de las Perso­nas de la Santísima Trinidad, hecha “participante del Verbo y del Amor Subsistente" 14 que de Él procede.

2. FUNCIÓN ARQUITECTÓNICA DEL DON DE SABIDURIA

Si comparamos ahora el don de sabiduría con los demás dones, veremos que desempeña respecto a ellos una función arquitectónica, en constante sinergia con ellos y con todas las virtudes.

El don de sabiduría contempla y dirige todo el movi­miento de nuestra vida espiritual en el reverberar del misterio de Dios. Él inspira desde lo alto las decisiones del don de consejo; él descubre al don de piedad las infinitas perfecciones de Dios, a fin de que, en unión con Cristo, Sumo Sacerdote y Rey del universo, le rinda un culto digno; él ilumina al don de fuerza mediante la Presencia, sumamente próxima, de Dios Inmutable; en fin, él suscita el temor filial mediante la revelación de la Majestad divina, tan temible a los pecadores.

Mientras que el don de inteligencia nos comunica, por divina iluminación, las intuiciones primordiales de nuestra fe, que escruta, a su vez, el don de ciencia en sus repercusiones dentro del ámbito de las causas se­gundas, el don de sabiduría sitúa todas estas verdades parciales en el conjunto del plan de la Providencia, esclareciendo los misterios unos por otros: el misterio eclesial por el marial, el de la Redención por el de la Encarnación, y todos los misterios derivados, que con­sidera a la luz del supremo misterio de la Trinidad. Los dones de ciencia y de inteligencia, ellos también, son esclarecidos desde lo alto. Las mismas verdades reapare­cen con claridad nueva que baja hasta ellas del don de sabiduría, el cual lo juzga todo: los principios y las conclusiones, los enunciados más especulativos y las apli­caciones más concretas, proyectando sobre cada uno de

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ellos la claridad de "Aquél que Es”. El don de ciencia comprende mejor el sentido de las creaturas cuando el don de sabiduría le da a contemplar su nada ante Aquél que es todo. A la misma luz del todo de Dios, que le manifiesta el don de sabiduría, el don de consejo escoge las sendas que llevan más rápidamente hasta las más elevadas cumbres de la perfección.

Haciéndole saborear dentro del ciclo de la Familia trinitaria su gracia de adopción, el don de sabiduría ins­pira al don de piedad para que musite con el Espíritu mismo del Hijo: "¡Abba!, ¡Padre!", sentimiento que cul­mina en el silencio de la adoración. A su vez, los dones de fortaleza y de temor hallan en la contemplación dei­forme del don de sabiduría el secreto de una inquebran­table fidelidad y de una confianza absoluta.

Adivínanse las mil formas diversas que puede pre­sentar el "septiforme” actuar del Espíritu de Dios en las almas de los santos. Dios nunca se repite. A través de esta infinita variedad, va configurando a sus hijos adoptivos de modo que se asemejen a su Hijo Ünico, Sabiduría hecha carne, cuyo Espíritu de Amor realiza en cada uno de sus elegidos una imagen viviente de la Santidad de Dios.

3. DON DE SABIDURIA Y EXPERIENCIA MISTICA

El don de sabiduría es, por excelencia, el don de la experiencia mística. De aquí su mayor importancia en la vida espiritual.

Un problema crucial

Pocas cuestiones hay tan embrolladas y tan áspera­mente discutidas. Nos hallamos ante un auténtico proble­ma crucial cuya solución exige que se consideren múlti­ples nociones conexas y convergentes, en primer lugar, del lado de Dios, y, después, del lado del alma.

En la determinación de la acción de Dios entran en

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juego seis nociones: procesiones eternas, procesiones tem­porales, misiones divinas, don del Espíritu Santo, múlti­ples formas de la Presencia de Dios, inhabitación de la Trinidad en el alma;

— otras cuatro nociones ayudan a definir la función del alma: divinización, cohabitación con la Trinidad, po­sesión de Dios, fruición perfecta o imperfecta de las Tres Personas divinas.

Un minucioso análisis de todos estos elementos reque­riría un volumen. Nos reduciremos aquí a tratar de entender, sencillamente y en conjunto, el papel que desempeña el don de sabiduría en la experiencia mística. Este ponernos en presencia de elementos de solución dispersos por toda la Suma teológica necesita, para evitar toda deformación objetiva, una larga familiaridad con la obra entera del Santo Doctor. No basta con haber estudiado durante toda una vida su síntesis viviente, enciclopédica, para captar los múltiples aspectos y las conexiones orgánicas de este problema central, el más difícil de la teología espiritual.

El genio de Santo Tomás de Aquino es esencialmente sintético. Rehuyendo por instinto cualquier espíritu ecléc­tico, ha intentado reunir, en una obra de sabiduría cris­tiana, las verdades dispersas por la cultura profana y por el pensamiento religioso de los Padres griegos y lati­nos, en la unidad de una misma ciencia teológica. Causa asombro hasta qué punto se desconoce en la práctica este hecho capital. Muchísimos autores toman de la Suma Teológica, como de un arsenal, textos que arrancan sin escrúpulos de su contexto histórico y doctrinal. En vez de volver a situarlos mediante una imparcial recons­titución, se extraen esos textos a girones, separándolos de su médio vital, haciéndoles sufrir artificiales recortes, se les trata por aislado, como si se bastaran a sí mismos, se les somete a operaciones de disección que los matan. Mientras que lo oportuno verdaderamente sería intro­ducirlos de nuevo en la corriente de vida que les hizo nacer y darles su verdadera luz dentro de la síntesis en que el genio de Santa Tomás los situó, analizó y con­templó.

La cuestión presente de la experiencia mística cuen­

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ta entre las más deformadas, alteradas y desnaturalizadas por éstos deficientes procedimientos metodológicos con que se estudia y se cita el pensamiento de Santo Tomás.

Las verdaderas perspectivas del problema

En cuanto abordan el problema de la experiencia mística, la mayoría de los teólogos y de los tratadistas espirituales se limitan a emplear el método de la intros­pección. Ciertamente es éste el método privilegiado para explorar las reacciones íntimas del alma bajo la acción divina. Pero a sus minuciosos análisis de las honduras del alma fáltales el contexto de una dogmática de con­junto y de una visión universal que sirvan de grandioso cuadro al despliegue de la acción de Dios en el interior de las almas, en la Iglesia. Hace falta esta abertura a la inmensidad de los espacios habitados y de los espíritus de todos los tiempos para descubrimos en su realidad las incesantes intervenciones de la Trinidad, inclinada continuamente sobre las almas y sobre los espíritus puros a fin de asociarlos a su vida íntima de pensamiento, de amor y de beatitud divina.

Sirviéndose de la doctrina platónica del "exitus-redi- tus", de la "emanación” y del "retomo" de las creaturas, pero comunicándole mayor amplitud aún con las pers­pectivas de la fe, el genio de Santo Tomás de Aquino ha sabido trazar las auténticas líneas cósmicas del problema de las misiones divinas y de la inhabitación de la Trini­dad en las almas. A través del juego de las causas segun­das, atrae Dios el mundo hacia Sí, por medio de su Hijo y al soplo de su Espíritu. "En esta emanación de las creaturas a partir del Primer Principio, es preciso atender al movimiento circular que las conduce hacia Él, retor­nando todo ser por su finalidad hacia su principio origi­nario. Las mismas perspectivas requieren, pues, la ema­nación de todas las creaturas a partir de su Principio y su retomo hacia su Fin. El misterio de las procesiones de las Personas divinas es la razón que explica la emana­ción de las creaturas a partir de su Primer Principio: una procesión análoga de orden temporal explicará, por tanto, su retomo hacia su último Fin. Así como nosotros

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hemos sido creados por el H ijo y por el Espíritu Santo, así realizaremos nuestra unión con nuestro Fin último", por estas mismas Personas divinas, según las palabras de San Agustín: "el Padre es el Principio hacia el que nos dirigimos, y el Hijo, la Forma misma que segui­mos".15 16 — "Por el misterio de las misiones de las Per­sonas divinas a nosotros es como se opera el retorno del hombre hacia su último fin." "Per missiones divina- rum Personarum in nos,,homo in finem ultimum duci- tur." “

La Trinidad creadora aparece entonces como meta final de todo el movimiento de los cuerpos y de los espíritus, para los unos de una manera inconsciente y a través de lejanas semejanzas, para los otros por la visión cara a cara y "la consumación en la unidad” con el Padre, en un mismo Verbo Espirador del Amor.

Así, se ilumina todo por las cumbres. Dios Padre engendra a su Hijo Único en la Luz y, con Él, en un acto indivisible, espira un mismo Espíritu de Amor. Él envía a este mismo Verbo y a este mismo Espíritu al mundo de los espíritus y de las almas rescatadas, queriendo asociarles a su propia Vida. Por ahí, las procesiones eternas “ad intra" se prolongan hacia fuera, por las ilu­minaciones del Verbo y las mociones del Amor, introdu­ciendo a los ángeles y a los hombres en el ciclo mismo de la vida trinitaria. El Espíritu Santo, Don eterno y mutuo del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, nos es dado en el tiempo, cuando el alma, divinizada por la gracia de la adopción, entra en posesión de la naturaleza del Padre y se hace por la fe "participante del Verbo”, y, por la caridad, "participante del Amor Subsistente".17

Procesiones eternas y temporales, Don del Espíritu y misiones divinas que traen a las almas la Presencia real, substancial, como objeto de conocimiento y de frui­ción experimentada del Padre, del Verbo y del Amor: todo ello se encadena en el movimiento de comunicación de esta vida divina, que halla su prototipo y su modelo ideal en la "circuminsesión" o presencia mutua de las

15. I Sent., d. 14, 9, 2, a. 2.16. I I I Sent., d. 25, 9, 2, a. 2, sol. 4.17. I . 38. 1.

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Tres Personas divinas en su indivisible Unidad, descan­sando el Padre en el Hijo, el Hijo en el Padre, y el Padre y el Hijo en su común Espíritu. Esta visión divina rige nuestro propio destino. “Padre, Yo quiero que allí donde Yo estoy, estén también ellos conmigo... que todos sean uno como Tú, Padre, estás en Mí y Yo en Tí, que ellos también sean uno en Nosotros... uno como Nos­otros." Imposible el no perderse en tales abismos de unión divina, y apenas osaríamos balbucir estas sublimes verdades si no las hubiese formulado el Hijo mismo, la Palabra divina Encarnada. Su divina afirmación nos deja seguros y en paz. Quien las ha pronunciado no es sólo un doctor místico, ni de valor excepcional, sino el Maes­tro de los maestros, el Doctor de los doctores, la Verdad misma.

La Iglesia ha adoptado resueltamente la explicación dada por el genio de Santo Tomás y basada en San Agustín y en las Sagradas Escrituras. Las palabras de Jesús son clarísimas: “Si alguno me ama...” El Amor es la condición para esta presencia amistosa que conduce a la manifestación del Verbo en las almas habitadas por Dios. "El que recibe mis preceptos y los guarda, ése es el que me ama; el que me ama a mí será amado de mi Padre, y yo le amaré y me manifestaré a Él."1* Es toda la Trinidad la que desciende al alma para iluminarla con la claridad del Verbo y llevarla hacia el Padre al ritmo de un mismo Espíritu de Amor.

Tales son las verdaderas perspectivas del problema de la experiencia mística. Dios ha creado el mundo de los espíritus y el de los hombres, y ha enviado a su Hijo al mundo en la Encarnación tan sólo para encaminar a los elegidos hacia la beatificante visión de la Trinidad y, allí, "consumarlos a todos en la Unidad”.

E l mejor método

El método mejor para penetrar en el misterio de las misiones divinas y de la inhabitación de la Trinidad en el alma, fundamento de toda vida cristiana, consis-

18. lo 14, 21.

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te en partir de la visión beatífica, que nos revela el sentido de nuestra vida divina en su pleno desarrollo. La anatomía explícita la embriogenia, la encina explica la bellota.

Este es el método preconizado por la Iglesia. " Importa observar —declaraba explícitamente el Papa Pío X II— que se trata aquí de un misterio" oculto, envuelto en un velo durante nuestro destierro sobre la tierra, misterio que nunca se podrá comprender del todo ni expresar en lenguaje humano. Se habla de inhabitación en nosotros de las Personas divinas, designándolas como presentes en las creaturas inteligentes, de un modo que permanece inescrutable. El alma llega a las Personas divinas me­diante el conocimiento y el amor, de una manera que rebasa a toda naturaleza creada, enteramente íntima, verdaderamente singular.

"Si queremos intentar hacernos siquiera una idea de lo que es esto, no hemos de descuidar el método que recomienda tanto el Concilio Vaticano para tratar asun­tos así: quien desee obtener alguna luz acerca de estos misterios de Dios debe compararlos entre sí y todos ellos con el fin último. Nuestro sabio predecesor León X III, hablando de nuestra unión con Cristo y de la inhabi­tación del Espíritu Santo en nosotros, nos invita con razón a volver la mirada hacia aquella visión beatífica del Paraíso, en la que esta misma unión mística alcan­zará su consumación perfecta." "Esta admirable unión llamada "habitación", explica él, no difiere más que por su condición y estado de la de los bienaventurados del cielo a los que Dios colma de felicidad." (Encíclica Divi- num illud munus, del 9 de mayo de 1897.)

“En esta visión se nos permitirá contemplar de una manera inefable al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, con la mirada de nuestra alma, confortados por la luz de lo alto, asistiendo muy de cerca y eternamente a las procesiones íntimas de las Personas divinas y gozando de la misma dicha que la beatísima, santísima e indivisible Trinidad." (Encíclica Mystici corporis, del 20 de junio de 1943.)

Es preciso, pues, considerar esta experiencia divina, en primer lugar, en un estadio más evolucionado de la

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visión del Verbo, y después, por un método regresivo, tratar de discernir análogos lincamientos en la imper­fecta fruición de Dios que puede conseguirse aquí abajo. Las mismas líneas estructurales aparecen aquí en con­diciones diferentes: mientras que en el cielo son de claridad plena, en la tierra se muestran a través de las obscuridades de la fe. Es el mismo Dios, que se halla presente como Agente realizador, como Objeto de co­nocimiento y de amor, como Ejemplar y como Fin.

Toda la Trinidad actúa en el espíritu de los bienaven­turados para comunicarles la luz de gloria. Esta primera fase de pura causalidad eficiente es un prerrequisito, por el que la Trinidad se hace realmente presente con una presencia creadora y divinizadora.

El alma, elevada al nivel de Dios, hecha verdadera­mente deiforme en su ser, es en adelante capaz de captar a Dios directamente en su Esencia Increada. Transfor­mada en £1 por su filiación de gloria, es introducida en plena visión divina para participar allí de la misma vida de luz en el Verbo y de amor en el Espíritu Santo. La esencia divina pasa a ser el objeto inmediato y deslum­brador de su contemplación amorosa. Entonces se halla presente la Trinidad con un nuevo título, con una pre­sencia no ya sólo creadora y divinizadora, ontològica, sino objetiva, a la manera de Personas familiares con quienes se vive en el "cara a cara", a rostro descubierto.

Las tres Personas divinas, realizadoras de estas ri­quezas de gracia y de gloria en el alma, imprimen en ella su propia semejanza, lo mismo que todo agente en sus efectos: el Verbo viniendo a ser en ella su propio Pensamiento, el Espíritu Santo arrebatándola con Él en un mismo movimiento de Amor. Presencia asimiladora, que imprime en el alma bienaventurada la imagen vivien­te de la Trinidad.

El alma así beatificada no puede querer otra cosa que la posesión y la perfecta fruición de la Trinidad, encon­trando en ello una dicha infinitamente deleitable en un abrazo sin fin. Pero, lejos de detenerse en este gozo divino que la colma de felicidad, el alma va más allá y lo refiere todo a Dios y a su Gloria. La Trinidad es su supremo fin. En su impotencia para alabarla dignamente,

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abísmase el alma, con el Cristo Total, en la eterna loa del Verbo.

En el cielo de la gloria, la Trinidad es la causa efi­ciente, objetiva, ejemplar y final de la bienaventuranza, totalmente divina, de los elegidos.

Lo mismo sucede, salvadas todas las proporciones, en la experiencia mística sobre esta tierra. Es verdade­ramente de toda la Trinidad de quien goza ya el alma por el amor. El H ijo de Dios hecho carne nos lo ha asegurado: "Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y en él haremos morada’'.1* La presencia del Espíritu es afirmada igual­mente, y siempre con la misma condición, la del amor que se prueba con las obras y la práctica de todas las virtudes: "Si me amáis, guardaréis mis mandamientos; y Yo rogaré al Padre, y os dará otro Abogado, que estará con vosotros para siempre, el Espíritu de Verdad, que el mundo no puede recibir, porque no le ve ni le conoce; vosotros le conocéis, porque permanece con vosotros y está en vosotros". Y prosiguen las declaraciones del Maes­tro, indicando los maravillosos efectos de unión que produce esta presencia divina: "Conoceréis que Yo estoy en mi Padre, y vosotros en Mí y Yo en vosotros. El que recibe mis preceptos y los guarda, ése es el que me ama; el que me ama a Mí será amado de mi Padre, y Yo le amaré y me manifestaré a él".“ Con el Verbo todo acaba siempre en una luz de amor.

Los textos de la Escritura son claros. Verdaderamente, las Tres Personas divinas, Padre, Hijo y Espíritu Santo, moran en nosotros en la verdad de su substancia, en la realidad de su Ser Increado. La indivisible Trinidad está ahí toda entera. Donde el Padre, allí está el H ijo y allí el Espíritu Santo. 19 20

19. lo 14. 23.20. lo 14, 15-21.

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Dos aspectos fundamentales de la experiencia mística

Según el método regresivo preconizado por el ma­gisterio de la Iglesia, una explicación íntegra de la ex­periencia mística requiere que se examinen con atención estos dos puntos fundamentales:

— la acción de la Trinidad en nosotros,— las reacciones del alma.

A. La acción primordial de Dios

Detenerse en el mero análisis de los estados del alma equivaldría a contentarse con dar sólo una explicación parcial, inadecuada, y desconocer la acción primordial de Dios, tan relevante en los santos. Cuanto más se ele­van las almas en perfección, más actúa Dios en ellas. La acción principal de Dios y la colaboración personal de las almas constituyen dos verdades correlativas, in­separables.

Importa que subrayemos con fuerza este primado de Dios. Todo se explica así. Ahora bien, la acción de Dios en el universo tiene su origen en las procesiones eternas del Verbo y del Amor. Es en estas perspectivas trinitarias donde hay que saber colocarse a los comienzos de todo estudio de la experiencia mística. Dios Padre lo conoce todp en su Verbo, prototipo de las creaturas, Sabiduría creadora emanante de Él y constituyente de su eterno "Arte", “Ars Patris", según la bella fórmula de San Agus­tín.21 El Padre y el Hijo, juntos, han creado el universo en el impulso del indivisible Amor que procede de Ellos.

Nosotros, creaturas, nos hallamos envueltos de la misma luz y del mismo Amor que brota en el seno de la Trinidad, al conocerse a Sí mismo el Padre y conocer todas las cosas en su Verbo, y al amarse el Padre, el

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Hijo y el Espíritu Santo entre Sí y amarnos a nosotros en el mismo Acto de Amor. Este Amor creador ha hecho salir de la nada el universo y lo mantiene a cada instante en la existencia. Esta acción creadora y conservadora pone a Dios en contacto con toda creatura, en la raíz de su ser, en una intimidad de coexistencia que rebasa infinitamente todos los modos de presencia de las crea- turas a sí mismas. La Trinidad está en todas partes, "ubique Trinitas", con una presencia creadora que lo penetra todo de su indivisible Realidad, y lleva hasta la parcela más minúscula del ser la generación del Verbo y la espiración del Amor Eternal, todas las perfecciones de los atributos divinos en el orden del Ser, del Pensa­miento, del Amor y de la Acción, en una infinita beatitud.

Es tan sólo a título de Causa eficiente, Primera y Creadora, como la indivisible Trinidad se halla así en todos los seres, sin que la mayor parte de ellos, privados de conocimiento, puedan sospechar esta Presencia divina, que tiene ocultos en ellos los infinitos tesoros de la Trinidad. Esta Presencia creadora les es común a todas las creaturas, y la desigualdad de efectos que produce libremente el Agente divino no constituye nuevos grados que se diferencien específicamente. Toda la acción divi- nizadora de Dios Trino en el mundo de la gracia y de la gloria no es sino una extensión de una misma causalidad eficiente.

Es maravillosa la Omnipotencia de Dios en su actuar sobre el universo material. Su acción creadora y motriz, lo mismo en el mundo de lo inmensamente pequeño como en el de las más grandes dimensiones, retiene la atención de nuestros sabios. ¿Quién piensa en la acción íntima de Dios en cada uno de nosotros? A los Ojos del Eterno, una sola alma tiene más valor que todo el uni­verso, y las maravillas que Dios opera en lo secreto de nuestras vidas son, con mucho, más extraordinarias que todos los esplendores del cosmos material. A cada mo­mento, la Trinidad creadora hace surgir de la nada nue­vas almas que vienen a poblar y enriquecer nuestro universo. El Poder de Dios las mantiene fuera de la nada, las mueve a sus actos, las ilumina con la claridad del Verbo, las conduce mediante el soplo de un Espíritu de

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Amor. El Dios interior no se está inactivo. La Trinidad se inclina perpetuamente sobre las almas para divini­zarlas.

Nada escapa de la influencia todopoderosa de Dios sobre las más pequeñas parcelas del ser. Así el más imperceptible movimiento del átomo como el más eleva­do impulso espiritual de los serafines, requieren la in­tervención directa, inmediata, personal de Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Esta actividad presenta multifor­mes aspectos, según recaiga sobre la inteligencia o la voluntad, sobre nuestras facultades sensibles o sobre los elementos materiales de nuestro cuerpo.

Las profundidades del alma son el teatro privilegiado de las divinas operaciones: iluminaciones incesantes del Verbo, inspiraciones y mociones continuas del Espíritu, progresiva transformación de todo el ser humano a ima­gen de Cristo. A través del juego de las causas segundas, va realizando Dios en las almas y en los espíritus la total transformación de los mismos en Él. Su personali­dad sigue siendo la propia de cada uno, pero con una identificación espiritual cada vez más perfecta con Dios, hasta la "consumación en la unidad”, según el supremo voto de Cristo. La historia del universo se reduce, en de­finitiva a los avances y retrocesos de estas misiones divi­nas. Todo lo restante es secundario y perecerá.

Esta acción puede apropiársele al Padre, al H ijo o al Espíritu Santo. Esta aproximación a la ejemplaridad trinitaria no va más allá del modo de la apropiación. Nuestra gracia de filiación divina se le atribuye, así, al Padre como a su Autor, al Verbo como a su Prototipo por su filiación eterna, al Espíritu Santo como al Artesa­no que la realiza. De hecho, es la Trinidad toda la que nos adopta y nos comunica una participación en su común Naturaleza divina. Al atribuir a las Tres Personas divinas las obras de Dios "ad extra”, no es posible sos­layar la ley absoluta de la apropiación. Un uso discreto de esta ley permite, no obstante, recurriendo a evocado­ras aproximaciones que esclarecen mucho, comprender mejor la especial correspondencia que media entre los efectos del mundo de la gracia y el carácter propio de cada una de las Tres Personas divinas. La Unidad de

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las Personas divinas entre Ellas viene a ser así el ejem­plar supremo de la unión consumada de las almas con Dios.

Estas Tres Personas divinas se hacen Ellas mismas conductoras de las almas para encaminarlas hacia la uni­dad divina. Dios Padre las ilumina por su Verbo para guiarlas hacia Él con su Espíritu de Amor. La "consuma­ción" de todos los elegidos "en la unidad" de la Trinidad es el fin a que tiende el gobierno del mundo. El fin supremo del universo es que los predestinados rindan a la Trinidad la mayor gloria en la visión de Dios.

B. Las reacciones del alma

A la acción divinizadora de Dios debe corresponder la colaboración personal del alma. La experiencia mística es la síntesis de esta doble actividad convergente en el momento en que el alma alcanza las más altas cimas de la vida espiritual. Dios no concede habitualmente tales gracias de unión sino después de haber hecho pasar a las almas por grandes pruebas. San Juan de la Cruz ha notado con tristeza el escaso número de almas a las que Dios eleva a la unión transformante porque la mayoría de ellas no tienen el coraje necesario para aguantar las purificaciones pasivas que preparan para la unión amo­rosa. Si se rehúsa el padecer, Dios retiene sus dones.

No es nuestro cometido aquí el pararnos a considerar las formas de la vida espiritual propias de los incipien­tes y de los proficientes, sino el explicar la experiencia mística reservada por lo común a los perfectos bajo la acción predominante del don de sabiduría.

En la raíz de toda experiencia mística está la gracia santificante. He aquí un criterio decisivo. No puede haber experiencia de Dios sin su gracia. No puede haber ningún contacto experimental con la Divinidad en el plano na­tural. Un abismo infranqueable separa a la creatura de su Creador. Para el alma abandonada a sus solas fuerzas naturales, "Dios habita en una luz inaccesible".22 El diá­

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logo de amor no puede establecerse. El "vivir juntos” propio de la amistad exige cierta igualdad. Sola la gracia eleva al hombre al consorcio con la naturaleza divina. Entonces cambian todas las perspectivas. El alma cris­tiana es introducida, por su divina filiación, en la inti­midad de las Tres Personas divinas. El Dios ya presente en ella por su Causalidad creadora, le aparece de repente como Padre y como Amigo. A las simples relaciones de creatura añádense ahora los vínculos de filial intimidad con su Dios, que se ha hecho el objeto de su contem­plación y de su amor.

Para comprender cómo pueden las almas entrar en comunión íntima con las Tres Personas divinas, es indis­pensable discernir bien las múltiples formas de la Pre­sencia de Dios y el sentido de la inhabitación de la Trinidad en las almas, condición para la experiencia mística.

La Trinidad está presente a Sí misma por "circumin- sesión” en la comunicación íntima de la Esencia divina y en el reposo mutuo del Padre en el H ijo y en el Espí­ritu Santo, o recíprocamente. "¿No sabéis vosotros —de­cía Jesús— que Yo estoy en el Padre y el Padre está en Mí?”.“

Hay otra presencia de Dios, absolutamente única, por subsistencia personal del Verbo en la humanidad ,de Jesús, presencia substancial en el orden del Ser, que mantenía a Dios en Persona siempre presente en Cristo, formando unidad con El.

Finalmente, Dios está presente en sus creaturas de dos maneras:

— por su presencia creadora, es decir por su causali­dad eficiente, en todos los seres del universo,

— por su presencia de gracia y de amistad, a modo de objeto y de fin beatificante, en las almas de los justos que gozan de £1 por el conocimiento y el amor.

Dios está en todos los seres por su causalidad crea­dora. El menor átomo de ser, para subsistir fuera de la nada, necesita la presencia inmediata de "Aquél que Es”. 23

23. lo 10. 38.

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Y como en Dios la Esencia es indivisible, allí donde se manifiesta su Acción, allí están su Naturaleza, su Ser, las Tres Personas divinas y sus infinitas Perfecciones. Dios es indescomponible, está todo Él en todas partes, tan presente en un grano de arena como en Sí mismo y en todo el universo. Y a cada uno de los seres de la creación viene con todas las riquezas de su Trinidad.

La Trinidad está, así, en todos los justos y en todos los pecadores, como la Fuente productora de su ser. Pero este Dios oculto sólo se revela a sus amigos. Está en todas partes por su presencia creadora, pero no habita más que en las almas de los santos.

No es en la línea de la causalidad eficiente donde se ha de intentar descubrir el modo característico de esta especial presencia de Dios Trino en las almas de los justos, sino en la línea de la finalidad, del retomo de la creatura hacia Dios mediante sus propios actos, hasta alcanzar a Dios en Sí mismo, en la unidad de su Na­turaleza y en la Trinidad de las Personas, a título de objeto de conocimiento y de amor. La fe no basta, ni tampoco ninguna otra forma de conofcimiento natural o sobrenatural; aquí son absolutamente necesarias la gracia y la caridad, la divinización del alma, su sobreelevación infinita al nivel de Dios mismo, su familiar introducción en la intimidad de las Tres Personas divinas. Solamente en estos términos puede hablarse de inhabitación, de "vida conjunta", según el realismo de las Sagrada^ Es­crituras y las declaraciones expresas del Señor: "Si alguno me ama”... La condición de esta recíproca unión y de este cohabitar Dios con sus crealuras inteligentes es indicada de modo expreso: el amor. Sólo entonces se presenta Dios a ellas como objetp de conocimiento y de amistad: "Yo me manifestaré a él”,24 decía Jesús.

Esta presencia de gracia "presupone” la presencia creadora que le aporta la presencia real, substancial, de toda la Trinidad, en el trasfondo de su alma, en la fuente misma de su ser. Siguiendo a San Agustín y a otros maestros medievales, Santo Tomás ha insistido en esta presencia ya realizada en el alma por modo de

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eficiencia, en el que la gracia hace aparecer a Dios bajo un nuevo aspecto, específicamente distinto, no ya como Agente creador, sino como Persona viva y amiga, objeto deleitable de su mirada amorosa. Es toda la Trinidad, que viene a establecer en el alma su mansión.

El modo propio, específico, que precisa el medio formal de esta nueva presencia especial de Dios que se sobreañade a la presencia creadora, lo había anuncia­do Santo Tomás, desde sus primeras enseñanzas pari­sienses, en una fórmula que se haría clásica y que el magisterio eclesiástico adoptaría como expresión de su pensamiento: Dios está presente “a modo de objeto". Hay que leer con gran atención este texto de juventud, extra­ordinariamente preciso: “Dicendum quod aliae creaturae, quamvis consequantur divinam similitudinem per opera- tionem ipsius Dei, non tamen attingunt ad ipsum Deum secundum suppositum; et ideo, quamvis Deus in eis sit, non tamen ipsae cum Deo sunt. Sed creatura rationalis amat et cognoscit; et ideo cum Eo esse dicitur. Et eadem ratione dicitur capax Dei, sicut suae perfectionis, per modum obiecti; et propter hoc etiam dicitur templum Dei et inhabitari a Deo".í5

El problema de la diferencia entre la presencia uni­versal de Dios en todas las creaturas y su especial pre­sencia en los santos es tratado aquí "ex professo”. En el primer caso, las creaturas reciben de la acción divina una cierta similitud con El, pero que no les otorga el alcanzar a Dios en Sí mismo, en su Realidad personal. Dios está en todos los seres, pero todos no están “con" Él. Por la gracia, al contrario, la creatura racional alcan­za a Dios en Sí mismo. A Él es verdaderamente a quien conoce y ama. Vive con Él. Se hace así "capaz de Dios”, en quien halla su perfección a modo de objeto de con­templación y de amor. El alma es templo de Dios. Él habita en ella. El Santo Doctor se mantendrá en esta línea de pensamiento hasta el final de su vida, y la Escuela tomista será inviolablemente fiel a esta ense­ñanza. Si algunos teólogos modernos han creído deber apartarse de ella, es porque no han comprendido todo el

25. / Sent., d. 37. Expositio primae partís textus. Cf. también el articulo clásico, I Sent., d. 37, 1, 2.

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realismo de esta posición. La historia de las variaciones de las opiniones contrarias demuestra que es imposible alejarse de ella sin correr el riesgo de meterse por un callejón sin salida.

Más allá de los dones creados, el alma divinizada al­canza a Dios mismo por un contacto personal con Él. No se detiene en la gracia, ni en los dones recibidos, sino que los supera en una nueva relación: no ya de efecto a causa, sino de unión por la fe y el amor. Y esta relación nueva la pone en posesión objetiva y fruitiva de su Dios. El Espíritu Santo se le da en Persona, a tra­vés de sus dones, y, con Él, el Padre y el Hijo. Cuando se ha llegado a esto se esclarecen los dones de la expe­riencia mística. El alma deificada puede gozar con entera libertad de la posesión de las Tres Personas divinas. El alma está dispuesta, habilitada por la gracia de la adop­ción, para entrar como en la suya en la Familia divina y gozar de toda la Trinidad. Se sirve del don creado para unirse a la Persona divina. El Dios Trino se le da en gozo, a su gusto, como dos seres que se aman se dan mutuamente el uno al otro. Dios, sin disminución nin­guna de su dignidad, se hace nuestro Amigo, sin dejar de ser, en su Bondad soberana, nuestro Fin supremo y bea­tificante.

Dentro de este mundo nuevo cabe distinguir varios grados de presencia e inhabitación divina:

— una presencia denominada sencillamente "habitual", a título de simple disposición latente, como la que se da en el niño recién bautizado, en el adulto distraído, en el santo mientras duerme;

— una presencia actualizada, cuando el alma cristiana se lanza hacia Dios por la fe y el amor. Alcánzalo "tal cual es Él”, en Sí mismo, con todo el realismo de su fe. Dios está presente en ella como Padre y como Amigo. Y no se le pide más al alma: la inhabitación de ía Tri­nidad en el alma no exige que se tenga conciencia refleja de que Dios está dentro; hay santos que gustan de hallar a Dios en el espectáculo que les ofrece el universo, otros en la contemplación intensa y penetrante de su Vida íntima en el misterio de la generación del Verbo

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y de la espiración del Amor Eternal. ¿Habrá que excluir de la experiencia mística a quienes saborean así la infi­nita grandeza del Dios Trino? Parece que no. Hay mil formas de experiencia mística y de unción transformante. Cada santo posee su fórmula personal de unión con Dios. Al lado de las grandes formas benedictinas, domi­nicanas, franciscanas, sanjuanistas, teresianas, ignacianas, salesianas... existen en la Iglesia innumerables tipos de santidad y de unión amorosa con Dios.

Semejantemente, tampoco hay que reservar a algunas almas místicas el beneficio de la inhabitación íntima de la Trinidad, que las palabras de Jesús y las enseñanzas de las Escrituras reconocen en todos los amigos y ser­vidores de Dios. Esta inhabitación de Dios en su pueblo es uno de los grandes temas bíblicos. Tal vez los estudios contemporáneos, con su atención casi exclusiva a los estados superiores de la vida espiritual bajo el régimen de los carismas y de los dones del Espíritu Santo, hayan desviado la reflexión teológica apartándola de un punto esencial que es el fundamento de toda la vida de unión con Dios entre los fieles. Los textos evangélicos no jus­tifican semejante ostracismo. Por el contrario, adjudican a todos los hombres que se hallen en estado de gracia, tanto a los del Antiguo Testamento como a los del Nuevo, el beneficio de esta inhabitación de la Trinidad en las almas de los justos. Allí donde haya gracia santificante, allí está Dios presente como Amigo, y se hace posible con esto, en su más profunda raíz, la experiencia mística, bajo la personal intervención del Espíritu de Dios, que sopla cuando y como le place.

La vida mística comienza con el régimen de los dones, y la experiencia mística, en su sentido más propio, es, en los santos, coronamiento de la vida de la gracia. Todo el mundo es llamado a experimentar a Dios, pero, por falta de correspondencia a la gracia y de docilidad cons­tante a las inspiraciones del Espíritu Santo, de hecho, la experiencia mística es muy rara en sus grados más altos. Se dan, no obstante, preparaciones y anticipaciones de ella.

El alma experimenta a Dios a través de sus efectos,

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cuando, bajo el impulso actual del Espíritu Santo, su fe se hace translúcida, sin llegar a suprimir totalmente sus oscuridades, y los ardores de la caridad aseguran el triunfo, en su vida, de la gracia y de la voluntad de Dios. Esta experiencia mística presenta diversas formas, según el temperamento, el ambiente, la época y el coefi­ciente personal. En esencia, la experiencia mística depen­de principalmente de la caridad y del don de sabiduría, pero supone también el concurso de todas las virtudes y de todos los dones. En unos casos, la sabiduría aparece penetrada toda de la virtud de religión y del don de piedad; en otros, más bien de los dones de consejo, fortaleza o temor. "Dios es admirable en sus santos.” Unos experimentan la infinita trascendencia de Dios so­bre la creación; otros la descubren en el fondo de sí mismos, en el retiro de su alma, en el silencio del amor. Los privilegiados saborean la interior Presencia de un Ser de Luz y de Amor, cuyas gracias de iluminación, de fuerza, pureza y paz experimentan en sus facultades.

Si Dios imprime su semejanza en las almas, si las col­ma con sus gracias de luz y sus inspiraciones de amor, es para concederles que puedan gozar de Él, de una ma­nera imperfecta y siempre progresiva bajo el régimen de la fe, en espera del perfecto goce de la visión del Verbo.

¿Cómo explicar este modo oscuro de la experiencia mística en la tierra?

Algunos teólogos han pensado que la unión mística se realiza a base de ideas esencialmente infusas, comunica­das directamente por Dios al hombre sin pasar por los sentidos y sin concomitancia de imágenes sensibles, como en el mundo de los espíritus puros. Mas esto sería cam­biar la naturaleza y el modo de obrar propios del hombre, que es espíritu encarnado. Otros suprimen el concepto, en un uso supraintencional reservado al don de sabiduría; hay quienes reducen su función a un simple papel de acompañamiento material: el amor proporcionaría el elemento dominante y el medio formal de este conoci­miento místico. Parece ser, más bien, que, lejos de dor­mir o de dormitar como los Apóstoles en Getsemaní, los conceptos mantienen los ojos de los místicos tan abiertos

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como los de los Apóstoles sobre el monte Tabor. En la experiencia mística es donde los conceptos logran su máxima actualización e iluminación, pero de un modo negativo, congènito al hombre en su toma de conciencia de las realidades espirituales. De las tres vías de acceso a Dios: causalidad, eminencia, negación, esta última, la de la negación, es el método privilegiado. Versa, no sobre las realidades expresadas, sino sobre la manera superemi­nente como posee Dios todas esas perfecciones, sin las limitaciones que llevan consigo a todos los modos crea­dos. Por negaciones sucesivas es como los místicos, y los mismos teólogos, se van acercando más y más a la divina trascendencia. Sabiduría teológica y sabiduría mística están ambas ligadas a este modo negativo, sujetas al régi­men tenebroso de la fe. Todos nuestros conocimientos, científicos o supracientíficos por inspiración divina, se elevan hacia Dios por las iluminaciones suprasensibles y suprarracionales, dejando inevitablemente al espíritu en un conocimiento confuso e indistinto, como lo ha des­crito magistralmente San Juan de la Cruz. La última intuición negadora, la que versa sobre cómo en todo ser creado se componen realmente la esencia y la existencia, nos hace llegar al supremo conocimiento de Dios que aquí abajo podemos conseguir. Por algo todos los mís­ticos, siguiendo el Pseudo-Dionisio, encarecen lo más posible este asimiento de Dios, comprensión oscura y translúcida a la vez, dándole el nombre de "divina tinie- bla”, conscientes de que, aquí abajo, la unión con Dios tiene lugar, para todos los hombres, en la noche.

Dios se halla más ausente que presente sobre la tie­rra.“ Santo Tomás rechaza con energía, incluso del conocimiento místico, una aprehensión inmediata de Dios por el don de sabiduría. Bajo el régimen de la fe, ni los mayores místicos pueden alcanzar a Dios como no sea a través de los efectos de su Presencia. "Sapientia, qua nunc contemplamur Deum, non im m e d ia t e respicit Ipsum Deum, sed effectus ex quibus Ipsum in praesenti contemplamur”.27 Es la explicación decisiva. Dios produce en nuestras diversas facultades efectos reveladores de su

26. //-//, 28, 1.27. De virtutibus in communi, a. 12, ad 11.

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Presencia: gracias de iluminación en la inteligencia, en la imaginación, en la memoria y en todos los sentidos interiores y exteriores; gracias de inspiración y de im­pulsos en la voluntad; gracias de fortaleza, de paz, de alegría en nuestra sensibilidad y en todo el ser humano. El alma es advertida de la Presencia de Dios lo mismo que de su propia existencia: no por reflexión abstracta, razonada, sino por conciencia psicológica, empírica, por aprehensión experimental a través de sus actos. Ella descubre con certidumbre que es ella misma la que ve, entiende, piensa, quiere, sufre y goza. La percepción de todo este mundo interior, por introspección concreta, depende de un registro epistemológico diverso de un conocimiento puramente dialéctico y razonador. Nuestra alma espiritual, fuente de todas sus actividades, es per­cibida no directamente, sino a través de sus actos, en una simultánea toma de conciencia de estos actos y del alma misma de la que dimanan. Sólo a través de los efectos de su presencia, por lo demás sin inferencias dialécticas, sino percibiendo meramente síntomas sensibles y espi­rituales, tomamos conciencia de nuestra alma como raíz viviente, como forma constitutiva y fuente vivificadora de todos nuestros actos.

Lo mismo ocurre con nuestra aprehensión experimen­tal del Dios presente aunque oculto. Dios está más pre­sente en nosotros que nosotros mismos y que nuestra alma, no como forma constitutiva de nuestro ser, sino como Causa eficiente, creadora y conservadora, como Fuente vivificadora de todas nuestras actividades, las del cuerpo y las del espíritu, iluminadora de nuestros pensamientos, inspiradora de nuestros quereres, purifi- cadora de nuestra sensibilidad, motora de todos nuestros actos. Pero la Esencia divina, presente ontológicamente como Causa creadora y conservadora, no está inmediata­mente presente como objeto de conocimiento a nuestra inteligencia de espíritus encarnados, ligados inevitable­mente a lo sensible en todos los escalones del saber. Y, por lo demás, tal es el caso de nuestra alma. "Quamvis Deus sit in anima per essentiam, praesentiam et poten- tiam, non tamen est in ea s ic u t obiectum in te lle ctu s ; et hoc requiritur ad cognitionem. Unde etiam anima sibi

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ipsi praesens est, tamen maxima difficultas est in cogni- tione animae, nec devenitur in ipsam nisi ratiocinando ex obiectis in actus et ex actibus in potentiam." (/ Sent.,d. 3, q. 1, a. 2, ad 3.) — "Unde mens nostra NO N potest seipsam intelligere ita quod seipsam im m e d ía t e apprehen- dat; sed ex hoc quod apprehendit alia, devenit in suam cognitionem.” (De Veritate, q. 10, a. 8.) — "Ad talem enim cognitionem non sufficit praesentia rei quolibet modo, sed oportet ut sit ibi in ratione obiecti." (/ Sent., d. 3, q. 4, a. 5.)

Podrían acumularse los textos de Santo Tomás que notifican cómo nuestra cuasiexperiencia de Dios aquí abajo se opera siempre a través de los efectos de su acción: "Per effectum amoris filialis quem in nobis facit" (Ep. ad Rom., V III, 16). — "Dúplex cognitio divinae bonitatis... Una speculativa... Alia... affectiva sive expe- rimentalis, dum quis experitur in seipso gustum divinae dulcedinis...” (//-//, q. 97, a. 2, ad 2.) — "Per quamdam experientiam dulcedinis novit." (/-//, q. 112, a. 5.)

Sin embargo, esta toma de conciencia psicológica, ex­perimental, no se detiene en los meros efectos: atáñenle directamente, pero, a través de ellos, por ellos y en ellos, como en signos evocadores de sus causas, percibe oscu­ramente la Realidad divina de la que esos efectos proce­den. Así, Dios viene a ser cuasiexperimentalmente cognos­cible por nosotros, a través de los efectos de su Amor, de su Poder, de su Sabiduría, de su Misericordia y de su Acción sobre las creaturas. Nosotros experimentamos en lo más íntimo de nuestro ser y de nuestras facultades esta Acción divina. No se trata del conocimiento de un ser lejano, como podría serlo un chino o un japonés, sino de la percepción de un Ser que está presente en nosotros como Fuente vivificadora cuyo luminoso y cá­lido fluir experimenta nuestra alma sin ver el manantial mismo, lo mismo que en una habitación oscura percibi­mos, por su respiración, la presencia de un ser conocido y amado. Se encuentra allí, muy junto a nosotros, y, aunque no le veamos, le adivinamos, le sentimos. Esta presencia real, sustancial, personal de un ser querido, aunque esté envuelto en la oscuridad, no es fruto subje­tivo de nuestros actos, sino que son nuestros actos dé

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percepción los que nos aseguran de su presencia objetiva a través de indicios reveladores ciertos.

Si llamamos a esta experiencia de Dios aquí abajo una cziasz-experiencia, no es para negarle su carácter empírico, sino simplemente el de conocimiento directo, de visión inmediata, evidente. Trátase de una captación de Dios, pero a través de los efectos de su Presencia y en la noche.

La única verdadera experiencia directa de Dios es la visión beatífica.

V II

SABIDURÍA Y LOCURA

Juzgar de todas las cosas a la luz de Dios es la supre­ma sabiduría. Rechazar a Dios, la mayor locura. Nuestros Libros sagrados insisten en que es locura una existencia humana sin Dios. Los escritos sapienciales oponen a menudo la sabiduría a la locura. Los elogios de la sabi­duría llevan frecuentemente, por contraste, a la des­cripción de la locura y de sus disparates. Sin Dios, nada tiene sentido, el hombre avanza por la vida sin finalidad y sin control.

“Dirige el sabio su mente a la derecha, y a la izquierda el necio.” 2'

La Sabiduría hecha carne y descendida entre los hom­bres para revelarles a Dios nos dirá que los verdaderos sabios no son los más ricos, ni los más inteligentes, sino los pobres de espíritu y los humildes de corazón. "Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque ocultaste estas cosas", es decir, todos estos misterios del reino de Dios, "a loá sabios y discretos y las reve­laste a los pequeñuelos”.28 29

A su vez, San Pablo opondrá la falsa sabiduría de

28. Eccl 10, 2.29. Mt 11. 25.

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este mundo, que es “locura a los ojos de Dios”, al escán­dalo de la Cruz, que es la verdadera sabiduría divina.

La civilización moderna, penetrada toda de ateísmo, hundida en el materialismo y amenazada de autodes- trucción por la gigantesca potencia de su propia técnica, nos ofrece el espectáculo dramático de “un mundo sin Dios y sin Cristo".30

Uno no puede menos de angustiarse cuando se pre­gunta que ocurrirá mañana: Dios o la bomba atómica, el dilema es insoslayable.

¿Cómo medir el cometido y la influencia de un don que mantiene al alma siempre de cara a Dios en el ejercicio del amor? Si la caridad es la reina de las virtu­des, el don de sabiduría es el regio don de la contem­plación y la acción. Su afinidad con el amor, su perpetuo contacto con el pensamiento mismo de Dios, confiérenle la primacía sobre todos los restantes dones y sobre todas las virtudes, exceptuadas las teologales, con las que, por lo demás, se halla en estrecha conexión. Para desenvolverse y expandirse, el don de sabiduría necesita este clima teologal, enteramente divino, que conserve su mirada contemplativa fija sobre su Dios. Todo el resto le parece vano. "Todo y nada.” El "Todo” de Dios y la "Nada” de la creatura: tales son los dos polos en que se apoya el don de sabiduría. Jamás se demora en las creaturas por sí mismas. Lo ve todo a la luz de Dios. No se detiene en las contingencias; juzga todas las cosas bajo su aspecto de eternidad. Contempla a Dios en todas partes, en el bien y hasta en el mal.

Cuando se ha comprendido a Dios, no hay ya más problemas: es el descanso de la inteligencia y, para el alma, una paz inmutable. Es "la bienaventuranza de los pacíficos” realizada en esta tierra, la alegría de los hijos adoptivos que se saben amados por un Padre Omnipo­tente y Misericordioso cuyo solo deseo es colmarles de felicidad. El mal sigue siendo el mal, el pecado sigue siendo el mayor enemigo de Dios, el único en definitiva, pero aun el mismo mal, tanto en su culpa como en su pena, aparece formando parte del orden de los designios

30. Eph 2. 12.

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divinos. El infierno es la creación vengadora del Primer Amor.

Mas es sobre todo el cielo lo que atrae al alma; el cielo: para proclamar allí la gloria de Dios y participar con todos los ángeles y todos los santos en el cántico de las divinas misericordias, en el himno del amor eternal. Este mundo es efímero, pasará. El alma, ilumi­nada por el don de sabiduría, no detiene ya su vista sobre este mundo creado, sino que lo descubre todo a la luz del Verbo, y, dirigida por el Espíritu, lo mide todo por su valía de amor. Nada de la tierra la retiene ya. Con espíritu de eternidad, saborea aquí de antemano, en la delectación del Amor, el todo de d io s .

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Capitulo V IEL DON DE CONSEJO

(R esum en )

I. Su revelación

II. Su naturaleza

III. Su campo de acción.

IV. Su medida divina y su modo deiforme.

V. Su lugar en el organismo sobrenatural.

VI. Vicios opuestos.

VII. La bienaventuranza correspondiente.

VIII. Su función en la vida espiritual.

El Espíritu, de consejo nos descubre las sendas de Dios.

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C a p í t u l o s e x t o

EL DON DE CONSEJO

La acción del Espíritu Santo en las almas es preciso verla, en lo posible, desde los horizontes de Dios. Dema­siado numerosos son los estudios sobre los dones del Espíritu Santo que se dejan encerrar en una problemá­tica puramente escolar, siendo así que es éste un dominio que requiere gran experiencia de almas y en el que la consideración debería descender a las mil contingencias de la acción humana y tener la amplitud de visión necesaria para abarcar todo el universo. La Providencia vela por cada uno de los elegidos, y, a través de todos los acontecimientos de la historia del mundo, el Espíritu Santo endereza a los predestinados hacia la Ciudad de Dios. La Trinidad interviene en nuestras más insigni­ficantes acciones cotidianas. Dios guía hacia Dios.

El don de consejo tiene precisamente por fin dirigir nuestros actos conforme al plan eterno con que Dios gobierna el mundo. Nos permite entrar a formar parte de los designios de la Providencia, todavía entre las obscuridades de la fe, pero con todo el impulso de nuestro amor y con total libertad. Siendo fieles a las inspiraciones del Espíritu de consejo, nos identificamos en cada uno de nuestros actos con la voluntad de Dios, Regla suprema de toda santidad.

Al estudiar este don, analizaremos sucesivamente:

— su revelación,— su naturaleza,— su campo de acción,

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— su medida divina y su modo deiforme,— su lugar en el organismo sobrenatural,— los vicios opuestos,— la bienaventuranza correspondiente,— su función en la vida espiritual.

I

SU REVELACIÓN

Hay un hecho histórico dominante, que debe retener toda nuestra atención, antes de dedicarnos a buscar los textos de la Biblia concernientes a la revelación del don de consejo: todos los grandes personajes del Antiguo y del Nuevo Testamento aparecen, en su comportamiento al servicio del pueblo de Israel y de la Iglesia de Cristo, como "hombres de Dios” movidos por su Espíritu. Así, Abraham, Moisés, los Profetas, los Jueces y los Reyes, los testigos evangélicos de la infancia del Salvador, y, más que ningún otro. Cristo mismo en quien reposaba la plenitud del Espíritu, los Apóstoles, en fin, y los pri­meros discípulos de Jesús en los esplendores del día de Pentecostés. Los Hechos de los Apóstoles no son otra cosa que el relato de las maravillas operadas por el Espí­ritu Santo en la Iglesia primitiva.

El teólogo encuentra aquí numerosos tipos concretos del don de consejo, de hombres guiados por el Espíritu. Nada iguala en valor demostrativo a estos ejemplos vivientes, que dan a la acción directa y personal de Dios el máximo relieve.

Por añadidura, las declaraciones explícitas abundan sobre todo en los libros sapienciales y en las máximas espirituales diseminadas por los escritos del Nuevo Tes­tamento, en las que se pueden ver formas características del don de consejo.

"Muéstrame, ¡oh Yavé!, tus caminos, guíame por la senda recta.” 1

t. Ps 27, II.

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Y la magnífica respuesta de Dios a la súplica del salmista:

"Yo te haré saber y te enseñaré el camino que debes seguir; seré tu consejero, y estarán mis ojos sobre ti.” 2

¡Cuántos otros textos del Antiguo Testamento evocan la acción conductora de Dios hasta en los más mínimos detalles de la vida de los hombres o en los mayores acon­tecimientos de la historia de Israel! Todos "los designios de los pueblos” se esfumarán, Dios les "obstaculizará todos sus proyectos”, mientras que "su propio plan per­durará para siempre”.

“Mira Yavé desde los cielos, y ve a todos los hijos de los hombres. Desde la morada en que se asienta ve a todos los habitantes de la tierra. Él es quien ha hecho todos los corazones y conoce a fondo todas sus obras."3

Él encamina a los justos "por sendas derechas” y deja que los malvados corran por sus "tenebrosos ca­minos”. Asiste a sus fieles servidores con sus luces divi­nas, guiándoles como el pastor lleva su ganado hacia los pastos de vida.

Él derramará sobre su Servidor, Jesús, la plenitud de su Espíritu de consejo, y, en los tiempos mesiánicos, penetrará toda carne y llenará de su Espíritu a todos los hijos de los hombres, sean jóvenes o viejos. Pentecostés fue la deslumbrante realización de esta eflorescencia del Espíritu de Dios sobre sus hijos adoptivos profetizada por Joel. En continuidad con los Hechos de los Apósto­les, la historia de la Iglesia atestigua diariamente esta asistencia divina tanto en el trasfondo de las almas como en el engranaje de las instituciones: el Espíritu de Jesús va conduciendo a su Iglesia, paso a paso, hacia la Ciudad de Dios.

2. Ps 32, 8.3. Ps 33, 10-15.

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II

SU NATURALEZA

Para comprender la naturaleza del don de consejo es preciso parangonarla con la virtud de la prudencia, su correspondiente en el plano de la actividad de los dones del Espíritu Santo.

La virtud de la prudencia, proporcionándose al fin supremo de toda vida humana —la posesión beatificante de Dios—, elige los medios de alcanzarlo. Ella observa la inmediata finalidad de las virtudes inferiores, a las que debe dirigir y promover, asignándole a cada una su "justo medio” por conformidad con la razón, que es la regla próxima de la moralidad. La prudencia es la recta razón aplicada a todo obrar humano: "recta ratio agi- bilium".

La prudencia se mueve en el orden de los medios. Implica, esencialmente, el consejo y el juicio sobre una situación concreta, pero su acto principal es el imperio con que hace pasarlo todo al dominio concreto de las realizaciones prácticas. La prudencia no consiste en sopesar indefinidamente los pros y los contras, sino en obrar con resolución una vez que la conciencia ha que­dado suficientemente esclarecida. La verdadera prudencia se identifica con el espíritu de decisión. Es práctica y realizadora. Mueve todas las. potencias del hombre y to­das sus virtudes al servicio de la acción. El contempori­zador es todo lo contrario del hombre prudente, que debe saber ser audaz cuando hace falta, actuar con rapidez desde el momento en que posee luz sobre los móviles de la acción y los procedimientos eficaces de realización. Muchas veces, la ocasión perdida no vuelve.

Para ser perfecta, la prudencia exige, a título de partes integrantes, el concurso de múltiples elementos constitutivos: la experiencia y la memoria del pasado, una razón juiciosa, equilibrada, un agudo sentido de la situación, la docilidad, la flexibilidad, el sentido de la adaptación a cada coyuntura circunstancial, la sagacidad para percibir lo complejo del acto humano, la previsión

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de sus consecuencias para el porvenir, mucha circuns­pección, sin excesiva lentitud en el decidirse, una puesta en guardia llena de precauciones y que tiene en cuenta todas las contingencias.

El dominio de la prudencia abarca todo el terreno de nuestro obrar: prudencia individual para el gobierno de uno mismo, pero más aún para la dirección de los de­más: prudencia familiar y profesional, prudencia política, social, internacional. Prudencia en el gobierno de la Igle­sia entera. La prudencia es, por antonomasia, la virtud del jefe.

Va acompañada de virtudes complementarias, que la ayudan, según las circunstancias, a realizar su acción principal: la habilidad en el consejo cuando se trata de cuestiones corrientes, el sentido práctico de los hom­bres y de las cosas, y, en los casos más raros y difíciles, un sentido perspicaz de las medidas excepcionales que exige aquella situación determinada. Todos estos actos, elementos integrantes de la prudencia perfecta, se des­arrollan a la luz de la razón y, para un cristiano, a la claridad superior de las directrices de su fe, siguiendo el ritmo de un caminar discursivo, humano.

Con el don de consejo, todo se simplifica y se ilumina bajo la acción directa, especial, del Espíritu de Dios, Presente en nosotros y que se hace, en Persona, el Guía de nuestro actuar. Todas las iniciativas de nuestras ac­ciones proceden entonces de Dios. El alma, d iv inizada por la gracia, se mantiene dócil a las inspiraciones e im­pulsiones del Espíritu Santo, que se convierte en su Luz, su Fuerza, y el Principio permanente de sus más mínimas acciones. En lugar de referirse a las normas de la morali­dad mediante una lenta reflexión discursiva y con la ayuda de largas deliberaciones, el alma es esclarecida directamente por Dios, que le inspira la elección de los medios y le va indicando, gradualmente, ios caminos que le conviene seguir, hasta cuando el alma no los entiende; con lo cual puede avanzar segura, apoyada en Dios, a través de las oscuridades de la fe y en medio de la noche.

¡Qué gran necesidad tiene el hombre, el último de los espíritus y viviendo como vive entre las sombras de

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este mundo sensible, de que le ilumine Dios en Persona! Dadas la inextricable complicación de nuestros caminos personales y las dimensiones internacionales que adquie­re en seguida cualquier problema en el mundo moderno, no podremos ya confiar en la previsión humana. Hay que abandonarse a la Providencia y pedirle, en la oración, las luces directrices de nuestras acciones. ¡Se les escapan tantos aspectos y tantas circunstancias concretas aun a los más avisados diplomáticos y a los hombres de Estado que disponen de la mejor información! Un nuevo des­cubrimiento científico puede cambiar en un instante la faz de las cosas. Sólo Dios conoce el plan del mundo, decretado por su Providencia y que se desarrolla según una impecable armonía preestablecida, a través del libre ejercicio de las voluntades humanas guiadas infalible­mente por Dios. El hombre se agita, Dios le conduce.

La Providencia, a la que nada se le escapa, puede ella sola suplir, mediante aditamentos de iluminación, por los errores inevitables y las dudas inherentes a todo pensar humano, inadecuado para concebir el plan uni­versal en que se inserta cada una de nuestras acciones individuales, plan que rebasa hasta el infinito a la huma­na mente. Siempre que nuestra razón se halla a punto de desfallecer, el Espíritu de Dios se cuida de intervenir, en Persona, para asegurar la salvación de los hijos de Dios amenazados por circunstancias que les desbordan. Dios jamás se desentiende de prestar este auxilio.

Tal es la naturaleza del don de consejo, que conserva a la inteligencia humana dócil a las iluminaciones divinas, de las cuales necesita el hombre en el dominio prác­tico de sus acciones cotidianas, con vistas a alcanzar el grado de perfección divina al que cada uno de los elegidos está predestinado.

I I I

SU CAMPO DE ACCIÓN

Dos líneas de fuerza determinan el campo de acción del don de consejo: el gobierno de sí mismo y la direc­ción de otros.

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El cristiano debería caminar por este mundo con la mirada fija en el sublime destino que le espera: la con­sumación de su vida en la unidad de la Trinidad, en sociedad con el Padre, el H ijo y el Espíritu Santo, con los demás hombres sus hermanos y con los ángeles, lla­mados ellos también a habitar con nosotros la misma Ciudad de Dios, formando todos juntos una sola familia divina: la Iglesia del Verbo Encarnado, el Cristo total.

¿Por qué toda nuestra actividad moral no brota en nosotros de esta suprema orientación de nuestra existen­cia hacia la beatificante visión de la Trinidad? Nos arras­tramos en una atmósfera de vanidades, de horizontes meramente terrestres. Y, con todo, la gracia de Dios nos asiste para divinizar nuestros actos y valorizarlos hasta en sus menores detalles, sobreelevándolos hasta ponerlos al nivel de las intenciones de Cristo, nivel en el que nos deberíamos mantener sin descaecimientos, conscientes de nuestra divina filiación.

Nuestras vidas deberían desarrollarse, en todos sus instantes, al soplo del Espíritu del Padre y del Hijo, sin desviarse nunca hacia el mal, sin retardár jamás su im­pulso hacia Dios. El Espíritu Santo se halla no sólo muy cerca de nosotros, sino dentro de nosotros, en lo más hondo de nuestras almas, para iluminarnos con las cla­ridades de Dios, para inspirarnos la realización de accio­nes enteramente divinas y facilitarnos su cumplimiento. Cuanto más se entrega un alma al Espíritu Santo, más se diviniza. La santidad perfecta consiste en no rehusarle nada al Amor.

La manera más perfecta de gobernarse a sí mismo no consiste en razonar sobre cada caso propio y tomar sus propias decisiones a la luz de una. reflexión personal. Para las almas fieles, el mejor método es el de mante­nerse atentas a las luces del Espíritu Santo, siéndole enteramente dóciles, viendo en Él al infalible Inspirador de todos sus actos y al auténtico Maestro interior de santidad. Este régimen de total disponibilidad a las inspiraciones directas y personales del Espíritu Santo no excluye el que se consulte a los demás ni el que se escuchen humildemente las directrices de la Iglesia. Al contrario, los santos se han mostrado siempre presurosos

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a someterse al control de sus superiores, con el conven­cimiento de que la obediciencia es el camino real, el más rápido y seguro, hacia la santidad más alta. El Espíritu Santo inspira El mismo esta filial sumisión a los legíti­mos representantes de la Iglesia de Cristo: "Quien a vos­otros oye, a mí me oye, y el que a vosotros desecha, a mí me desecha”.4

El hombre no es un ser aislado. Nadie puede apartar­se por completo de sus semejantes. La misma vida ere­mítica supone, por lo menos a título de preparación, largos años de vivir en sociedad. Sólo Dios se basta a Sí mismo, pero no se le puede llamar "Solitario", puesto que goza de la Compañía de las Tres Personas divinas: Padre, Verbo y Amor, en indivisible gozo.

El don de consejo se ajusta a esta naturaleza social del hombre; el Espíritu Santo no tiene a las almas yux­tapuestas, Él que es el Principio de unidad de la Iglesia de Cristo. Un cristiano no avanza nunca solo hacia Dios, sino unido a todos sus hermanos, llevando consigo los horizontes todos de la Redención. Hasta la oración con­templativa, en apariencia oculta e individual, versa sobre la Iglesia entera. En tanto, la acción directa, con res­ponsabilidades variables, es tarea de la mayoría de los hombres, racimos de vidas humanas cuelgan de la nues­tra, y la acción apostólica de ciertas almas se extiende sobre pueblos y sobre continentes enteros. El Espíritu de Dios se cuida de asistirlas de un modo especial. El don de consejo actúa diferentemente en el niño y en el hombre público. Pero, mientras que la actividad de la prudencia se diversifica en virtudes específicamente dis­tintas dentro de una misma virtud cardinal, en cambio, con el Espíritu de consejo, se trata sólo de aplicaciones multiformes de un mismo don cuya amplitud es tan infinita como los planes de Dios.

4. Le 10, 16.

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IV

SU MEDIDA DIVINA Y SU MODO DEIFORME

Igual que todos los dones del Espíritu Santo, el de consejo, efecto en las almas de un instinto divino bajo una inspiración amorosa, tiene medida divina y modo deiforme. Es nuestra gracia de filiación la que nos vale el ser conducidos directa y personalmente por el Espí­ritu del Hijo.

El don de sabiduría no es el único que actúa así, por "pasividad" y "pasión” de amor de las cosas divinas. Sin duda, es en él donde se realiza, al máximo, este "co­nocimiento por connaturalidad” ; en realidad, todos los dones benefician con iluminaciones místicas. Los santos, inspirados por el Espíritu, parecen actuar al dictado de Dios. Sus actos proceden de sus propias facultades, pero por iniciativa divina y a la medida de Dios. Así, las direc­trices del don de consejo no se miden por la sagacidad de juicio del hombre, sino por la infinita amplitud y la universalidad, ilimitada en el espacio y en el tiempo, de las miras de la Providencia, que inspiran hasta los meno­res pasos de un alma con iluminaciones especiales, ha­ciéndola participar en los consejos de la Trinidad.

Correlativamente, estos actos presentan una modali­dad sobrehumana, deiforme, que asemeja la actividad del alma a la manera de actuar propia de Dios mismo. El entendimiento ya no razona, sino que ve; no duda, sino que descubre la verdad con infalible certeza; no se arrastra más ni da pasos precavidos, sino que vuela como en alas de un Águila poderosa que la arrebata con­sigo y la levanta por encima de las mezquindades de la tierra, asociándola a sus vastos horizontes.

No se ha de imaginar que la actividad del don de consejo presenta este modo deiforme como mera copia de la acción divina. Dios se adapta al sujeto receptor. Nunca, ni siquiera bajo la moción personal y especial del Espíritu Santo, igualará la actividad de una simple creatura el carácter intuitivo, la facilidad soberana y el

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inmenso dominio de la Acción de Dios mismo. Los dones del Espíritu Santo nos hacen participar, simplemente, con diversidad de grados, en esta Perfección divina; y, en la comunicación de este modo divino, el Espíritu Santo atiende a las condiciones de las almas, a sus di­versas circunstancias, a la infinita variedad de las apti­tudes intelectuales, de los temperamentos, de la voca­ción respectiva y de la misión providencial de cada una. Si Dios no suprime siempre el caminar discursivo del pensamiento humano en la superior actividad de los dones de inteligencia, ciencia y sabiduría, ¡cuánto menos en el ejercicio del don de consejo, que se mueve en el plano de lo contingente! Dios no procede siempre por iluminaciones fulgurantes y definitivas, cual si con una varita mágica hiciese aparecer en plena claridad la solución divina. No. Dios tiene en cuenta nuestro estado de viandantes que caminan hacia El paso a paso, por entre las obscuridades de la fe y, a menudo, por en medio de la noche. Su luz sabe ser discreta, apenas per­ceptible, pero lo bastante guiadora para que el hombre pueda avanzar, sin desviarse nunca, por las sendas de Dios.

La Providencia dispone de infinitas posibilidades para iluminar las almas, lo mismo que el Artista Creador po­see en su Arte ilimitados recursos. Unas veces revela su voluntad por un súbito claror, otras nos deja discurrir lentamente, asistiéndonos con su Espíritu, igual que una ligera brisa acompaña y facilita el movimiento de los remos, sin que los remeros la perciban apenas. Esta manera, difusa y latente,- trasciende en realidad las fuer­zas connaturales del hombre, aun las del divinizado por la gracia. El Espíritu de Dios sopla cuando y como quie­re. El hombre, movido por el Espíritu, se reviste enton­ces, más o menos, según el grado de inspiración divina, del modo de obrar deiforme que le asemeja, tanto cuanto es posible aquí abajo, sin igualarle jamás, al modo mismo del Obrar divino.

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V

SU LUGAR EN EL ORGANISMO SOBRENATURAL

El don de consejo se sitúa en el centro de nuestra psicología sobrenatural:

— en dependencia de las virtudes teologales y de los dones contemplativos superiores de inteligencia, ciencia y sabiduría,

— desempeñando, a su vez, una función directiva con respecto a las virtudes morales y a los dones afectivos de piedad, de fortaleza y de temor.

Se halla en la encrucijada de todas nuestras activida­des mentales orientadas a la acción.

El Espíritu de consejo participa de las luces de la fe en su función práctica, directiva de la acción. La fe no es solamente contemplativa de los misterios de Dios. En conformidad con los dogmas entrevistos, nos dirige en nuestros actos más secretos de cada día. Quien con­templa a Cristo quiere parecerse a £1. “Contemplar para reproducir", es una ley espontánea de nuestra naturaleza: todo modelo provoca a la imitación. Así es como el dog­ma sirve de fundamento a la moral y a la mística.

El espíritu de consejo hace pasar al orden de las realizaciones, en la vida concreta, las más altas luces contemplativas de la fe iluminada por los dones. Saca de las profundidades de la Divinidad las decisiones de sus menores pasos cotidianos, transformando las acciones más vanas en actos enteramente divinos. Cuanto más contempla un alma deificada los insondables abismos de la Trinidad o del misterio de Cristo, más impulsada se siente a orientar toda su existencia hacia las más altas cumbres de la vida divina. Cuanto más le insufla el Espíritu Santo los ardores de la caridad, mejor quiere responder ella al Amor con amor, lo cual cambia total­mente su comportamiento en medio de las dificultades

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de la vida. Todo le sirve de medio para demostrar su amor: elévase sin gran esfuerzo al heroísmo del exacto cumplimiento del deber cotidiano. El amor es la mayor fuerza de una vida. La caridad, al ir aumentando, sublima consigo todas nuestras potencias activas, eleva la calidad del ejercicio de todas las demás virtudes; pero no realiza toda esta orquestación de nuestro dinamismo interior, sino gracias al intermedio de la prudencia y del don de consejo.

Lo mismo sucede con la esperanza. Cierto que la confianza en Dios influye en las decisiones de la virtud de la prudencia y orienta los impulsos del don de consejo. La esperanza teologal cuenta entre los estimulantes más eñcaces de la acción. Cuanto más ayudadas son estas tres virtudes teologales por los dones del Espíritu Santo correspondientes, más nuestra alma, iluminada por las inspiraciones del don de consejo, transforma el régimen de nuestro obrar virtuoso, dirigiéndolo hacia una par­ticipación más alta de la Luz del Verbo, hacia el Amor Subsistente y hacia la Omnipotencia del Padre. Supe­rándose a sí mismo, bajo la acción transformante del Espíritu de Dios, el hombre alcanza en su vida espiritual el logro de un modo deiforme no turbado ya por nada efímero, a imitación de la uniforme Existencia del Ser inmutable.

Lejos de desinteresarse por la acción o de apartarse de ella por un repliegue egoísta y una búsqueda desorde­nada de las dulzuras del amor, como ocurre en los falsos iluminados, el alma cristiana despliega valientemente toda su actividad al servicio de la Iglesia y del reino de Dios. El don de consejo Je inspira, proporcionada­mente a su amor de caridad, el organizar su propia vida y su dedicación a los demás, con miras a contribuir por su parte con un máximo de colaboración al misterio de la Redención. Lo mismo que la prudencia pone en movi­miento las virtudes cardinales de justicia, fortaleza y templanza, así también, bajo la moción especial, personal del Espíritu Santo, el don de consejo provoca de una manera constante la actividad de todas las virtudes y de todos los dones. Directa o indirectamente, si se trata de las virtudes y de los dones superiores, todo el fun­

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cionamiento de nuestro organismo sobrenatural es diri­gido por el don de consejo, que mantiene al hombre en­teramente dócil al Espíritu de Dios, como una lira pul­sada por el Artista creador. Iluminada toda ella por las claridades de una fe hecha refulgente por los dones de inteligencia, ciencia y sabiduría, la prudencia cristiana que inspira, en Persona, el Espíritu Santo, Presente en el fondo del alma, actúa en orden a cumplir, con todas sus potencias, la tarea providencial que espera Dios de cada uno de nosotros. Esta tarea no podrá realizarse a la perfección más que por la síntesis viva y orgánica de todas las virtudes y todos los dones en juego. Pero no es ya el hombre quien tiene la iniciativa y el gobierno de su propia vida, sino el Espíritu del Padre y del Hijo, que viene a animar todas las facultades de los hijos adoptivos para hacerles obrar al soplo de un mismo Espíritu de Amor.

VIVICIOS OPUESTOS

Junto a las virtudes existen los vicios, que forman con aquéllas claroscuros como los de Rembrandt. Nada manifiesta tanto el sentido de una virtud, como, por contraste, el vicio opuesto. El orgullo hace comprender y apreciar la humildad. El vanidoso, hinchado y engreído de sí mismo, aparece como un estúpido al que la incesante exaltación de su propio “yo" hace ridículo y cargante. Al verle, deseamos ser mansos y humildes de corazón, ansiamos pasar desapercibidos.

El mismo procedimiento puede aplicarse al estudio de los dones del Espíritu Santo. El embotamiento de la inteligencia y la ceguera del espíritu hacen apreciar me­jor las gracias de luz propias de los dones de inteligencia y de ciencia, mientras que la locura y la inanidad de las existencias vueltas de espaldas a Dios revelan mejor la riqueza y la sublimidad de una vida llena, por el don de sabiduría, de la presencia y la experiencia de Dios.

Lo mismo ocurre si bajamos del orden de los fines

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al de los medios. El patente desorden y el desconcierto interior de los hombres que no han sabido encontrar a Dios en sus vidas, fallos manifiestos en su conducta diaria, dan un valor infinito a las iluminaciones que el Espíritu Santo no cesa de enviar a los hijos de Dios para la conducción personal de su vida hasta en sus menores detalles.

Todos los vicios que se oponen a la virtud de la pru­dencia se oponen al don de consejo. No se presta sufi­ciente atención a esos desfallecimientos de la inteligencia que vician tantas vidas humanas en el plano moral. Solemos indignamos contra los pecados de la carne, contra las oposiciones, las durezas, las repugnancias de la voluntad, y con razón. Pero ni siquiera paramos mien­tes en la importancia que tiene para nuestra vida moral la más excelsa de nuestras facultades, la inteligencia. El genio espiritual de Santo Tomás de Aquino acertó a com­prender, por el contrario, todo su alcance en la existencia diaria de un ser racional, que debe dirigirse por el pensa­miento. En la parte de su Suma teológica dedicada a la moral, ha multiplicado los análisis relativos al papel que desempeña la inteligencia en la moralidad. En el plano místico, con los dones de inteligencia, ciencia, sabiduría y consejo, nuestra inteligencia posee un organismo espi­ritual merced al cual es servida a la perfección por todo un conjunto de virtudes y dones, acompañados a veces de carismas intelectuales, para descubrir, penetrar y di­fundir la verdad.

El don de consejo, bajo la dirección superior de las virtudes teologales y de los dones contemplativos de inteligencia, ciencia y sabiduría, hace descender al detalle de nuestra vida diaria las más altas luces del Espíritu de Dios. Pero, para poder desplegarse en todas sus vir­tualidades, necesita que la inteligencia no ofrezca resis­tencia alguna a la luz. En sus facultades de conocimiento y en sus actos debe hallarse toda ella disponible para recibir las claridades divinas: utilización del pasado, com­prensión del presente, previsión del porvenir. Todas las partes integrantes, subjetivas y potenciales de la virtud de la prudencia deben poderse mover aun a las más leves directrices del Espíritu de Amor. La menor resistencia

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a uno cualquiera de los múltiples actos de la serie re­querida para que se dé la virtud de la prudencia echaría a perder todo su funcionamiento.

El mostrarse indóciles a las inspiraciones actuales del Espíritu Santo es un obstáculo a la luz. El no prestar atención a las lecciones del pasado, el no querer com­prender el presente y no mirar las consecuencias de una acción para el porvenir, constituyen otras tantas formas de imprudencia, otros tantos pecados contra el Espíritu de consejo. En todas estas faltas, peca el hombre contra la luz que le es necesaria para dirigir rectamente su vida.

Cabe referir asimismo, aunque de manera más lejana e indirecta, a los pecados contra el don de consejo, todas nuestras imprudencias culpables, todas las desviaciones de la conciencia que tienen por origen un rechazo de la inteligencia de los misterios de Dios y de sus vías.

Sin hablar de las falsas prudencias, es decir, de las prudencias carnales, ambiciosas, egoístas, organizadoras de una vida de pecado. Todo lo que contribuye a mul­tiplicar las desviaciones o los atrasos en la subida de las almas hacia Dios, por falta de rectitud en la elección de los medios, supone pecados contra la prudencia y contra el don de consejo.

V II

LA BIENAVENTURANZA CORRESPONDIENTE

El régimen de los dones del Espíritu Santo, que nos hace realizar los actos más sencillos, al mismo tiempo que los más sublimes de la vida espiritual, nos da a gustar, anticipadamente, un poquito de la eterna bien­aventuranza, sobre todo gracias a los dones de inteligen­cia, ciencia y sabiduría.

El don de consejo, ayudándonos a caminar hacia Dios por en medio de los grandes males de esta vida, en coexis­tencia con tantas fragilidades y malicias de los demás hombres y de nosotros mismos, nos inclina a la miseri­cordia.

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A medida que uno va avanzando más en la vida, se va haciendo más tolerante, más comprensivo y misericordio­so, sin debilidad, pero con evidencia, renovada diariamen­te, de la fragilidad humana. La misericordia es la virtud de los perfectos, de los seres que más se parecen a Dios, cuya bondad sin límites hace salir el sol sobre los buenos y los malos, envolviéndolos, a todos, en un mismo Amor salvífico. No sin motivo, desde San Agustín, la tradición cristiana ha relacionado con la bienaventuranza de la misericordia el don de consejo. Éste no efectúa de por sí los actos de misericordia, pero los inspira. Nadie es tan bueno como Dios, y quienes más llevan en sí mismos la impronta de la semejanza divina se inclinan hacia sus hermanos con el máximo de comprensiva bondad. La experiencia de nuestra propia debilidad debería incli­narnos más y más a la misericordia. Todos hemos peca­do, todos tenemos necesidad de perdón. “Bienaventura­dos los misericordiosos, porque ellos alcanzarán mise­ricordia."

V III

SU FUNCION EN LA VIDA ESPIRITUAL

Vitalmente ligado con los dones de inteligencia, ciencia y sabiduría, cuya mirada se extiende a Dios y a todo el universo con tres modalidades complementarias, el don de consejo dirige todo el dominio de nuestro actuar. Su campo de acción no es tan vasto como el de los tres dones contemplativos superiores, pues él, por sí mismo, no llega a penetrar el misterio de Dios; pero, en el plano del obrar, su influencia es ilimitada. Nada escapa a su impulso directo y organizador. Gracias a él, el Espíritu Santo puede ser, hasta en nuestros actos más minúsculos, el Maestro interior de nuestra vida. El don de consejo viene a ser así como el instrumento realizador de todas las maravillas de Dios, que, por medio de él, modela las alas a su imagen y a la de Cristo.

Cuanto más dócil es un alma a este Espíritu de Amor, más obra Dios en ella esta transformación divina, ha-

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cíendo que cumpla con facilidad, prontitud y una alegría enteramente divina, los actos más heroicos. Las acciones más ordinarias, realizadas al soplo del Espíritu, se revis­ten así de perfección divina.

La función del don de consejo en nuestra vida espiri­tual debe considerarse en relación con el de los otros dones y con el de todas las virtudes. En efecto, el don de consejo es como el director de un coro o de una orquesta, ya que armoniza todos los actos de nuestra vida:

— actos superiores de las virtudes teologales y de los dones de inteligencia, ciencia y sabiduría, los cuales no elicita él, pero cuyo uso y cuyas manifestaciones externas rige;

— actos de las virtudes morales y de los dones afec­tivos, a los que él da salida, impera y dirige, orientando todo el juego de nuestras facultades y de nuestros actos hacia el fin supremo del hombre: la posesión y la glo­rificación de Dios.

El don de consejo lo controla y lo dirige todo. Él nos hace caminar por las sendas de Dios. Gracias a él, secun­da el hombre los designios de la Providencia. Al soplo del Espíritu en cada uno de sus actos, va realizando el plan eterno de Dios en el gobierno del mundo.

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C a p ít u l o VII EL DON DE PIEDAD

(Resumen)

I. Su lugar en el organismo sobrenatural.

II. Formas bíblicas del don de piedad.

III. Naturaleza del don de piedad

IV. Ejemplaridad divina y modo deiforme

V. Estudio comparado1. Don de piedad y virtudes teologales2. Don de piedad y vida de oración.3. Don de piedad y virtudes morales.4. El don de piedad y los demás dones.

VI. Vicios opuestos1. Una actitud demasiado familiar.2. Una rigidez excesiva.

VII. Su función en la vida espiritualDon de piedad y espíritu de adopción.

El don de piedad nos hace exclamar con el H ijo:

« Abba!, ¡Padre!»

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C a p í t u l o s é p t i m o

EL DON DE PIEDAD

I

SU LUGAR EN EL ORGANISMO SOBRENATURAL

Dios ha dotado al ser humano de un organismo sobre­natural que le permite vivir "en comunión” con Él. Nuestras dos facultades espirituales son especialmente ricas en virtudes y en dones: la inteligencia, sujeto de la fe contemplativa y de la prudencia, organizadora de nues­tra vida práctica, y la voluntad, principio de la caridad y sede de la justicia, que rige todas nuestras relaciones con los demás, mientras que la fortaleza y la templanza mantienen en orden nuestras pasiones y en equilibrio nuestra sensibilidad.

Dos grupos de dones del Espíritu Santo nos conser­van dóciles a la acción directa, personal del Espíritu de Dios:

— los dones intelectuales de inteligencia, ciencia, sa­biduría y consejo, los cuatro al servicio de la inteligencia en la doble función de ésta, especulativa y práctica,

— los dones afectivos de piedad, fortaleza y temor, los tres auxiliares de la voluntad para asegurar el ejer­cicio perfecto de nuestras tendencias y de nuestros ape­titos, bajo el impulso regulador del Espíritu del Padre y del Hijo, otorgándonos el vivir "en comunión” con los Tres.

El Espíritu de piedad, que se extiende a todas las formas de la virtud de la justicia, nos impele a imprimir a todas nuestras relaciones con Dios y con el prójimo

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ese sentido filial y fraterno que debe regular las relacio­nes de los hijos de una misma familia. El don de piedad, nos comunica el Espíritu de la Familia de Dios.

I I

FORMAS BÍBLICAS DEL DON DE PIEDAD

Puede que no haya ningún otro don tan claramente manifestado por la Biblia como el don de piedad. Las formas bíblicas del don de piedad son innumerables: se perciben, como una lección elemental, en muchos perso­najes del Antiguo y del Nuevo Testamento, familiares a Dios, y, más particularmente, en su vida de oración, tan rica y tan expresiva de la personalidad de cada uno. Allí se muestra el don de piedad en todos sus aspectos: ora­ción de alabanza y de petición; sentimientos admirativos y de adoración en presencia de la infinita grandeza de Dios y de su Omnipotencia; conñdencias íntimas, en las que exponen con suma sencillez a su Padre celestial sus alegrías, sus dificultades, sus angustias, sus tris­tezas, sus disgustos, sus miserias, sus esperanzas... El secreto movimiento de un alma mientras hace oración varía hasta lo infinito.

Nunca acabaríamos si quisiéramos analizar con deten­ción las formas bíblicas del don de piedad. El Sagrado Libro nos las presenta no de una manera sistemática y didáctica, sino según las diversas circunstancias, con resonancias concretas difícilmente reducibles a una cla­sificación demasiado rigurosa, puesto que las formas de la plegaria son tan libres como el soplo del amor que las anima.

¡Qué diferencia de tono entre la humilde intercesión de Abraham en favor de los habitantes de Sodoma y Gomorra1 y el cántico triunfal de Moisés una vez pasado el Mar Rojo por el pueblo de Dios!:

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"Cantaré a Yavé, que se ha mostrado sobremanera glo- É1 arrojó al mar al caballo y al caballero, [rioso;

Yavé es mi fortaleza y el objeto de mi canto;£1 fue mi salvador,Él es mi Dios, yo le alabaré;

Es el Dios de mi padre, yo le exaltaré.Yavé es un fuerte guerrero;Yavé es su nombre."2 3

Aliento más grandioso aún anima el relato de los prodigios realizados por Dios a favor de Israel, en el postrer cántico de Moisés antes de morir:

"Escuchad, cielos, y hablaré.Y oiga la tierra las palabras de mi boca......¡Yavé es la Roca! Sus obras son perfectas,

todos sus caminos son rectísimos.Es fidelísimo, y no hay en Él iniquidad;

es justo, es recto.Indignamente se portaron con Él sus hijos,

generación prevaricadora y perversa.¿Así le pagas a Yavé,

pueblo insensato y necio?¿No es Él el Padre que te crió,

el que por Sí mismo te hizo y te form ó?"1“ ¡Exultad, cielos, con Él,

y que los hijos de Dios le adoren!"4

Lo que importa notar, en esta antología de textos de piedad bíblica, es la extrema variedad de acentos con que oran las almas al soplo del Espíritu. Oigamos, por ejemplo, la plegaria de los levitas delante del Arca, con­fiada por David a Asaf y a sus hermanos:

"Alabad a Yavé, invocad su nombre; pregonad a los pueblos sus hazañas.

Cantadle, cantad salmos en su honor.Referid todos sus portentos.

2. Ex 15. 2-3.3. Deut 32, 1-6.4. Deut 32. 43.

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Gloriaos en su santo nombre;alégrese el corazón de los que buscan a Yavé.

...Fielmente se ha acordado siempre de su alianza, de sus promesas para mil generaciones, de lo que pactó con Abraham, de lo que juró a Isaac.

...Cantad a Yavé, habitantes todos de la tierra; pregonad uno y otro día su salvación, contad a los pueblos su gloria, sus maravillas a los pueblos todos.

Porque Yavé es grande, digno de la mayor alabanza, temible sobre todos los dioses.

Porque los dioses de las gentes son ídolos, pero Yavé es el hacedor de los cielos".5 6

¡Qué confianza tan grande supone el grito angustioso de Susana, condenada a muerte por las instigaciones y calumnias de los dos viejos depravados!:

"¡Dios eterno, conocedor de todo lo oculto.que ves todas las cosas antes de que sucedan!

Tú sabes que han declarado falsamente contra mí.Tú sabes que muero sin haber hecho nada de cuanto

en su malicia, han inventado contra m í!” ‘ [éstos,

Dios la libró milagrosamente, valiéndose de la sabi­duría de Daniel. Y "entonces toda la asamblea levantó la voz, bendiciendo a Dios, que salva a los que en £1 esperan".7

Considérese ahora la emocionante plegaria de Tobías, cuando, en la noche de sus bodas, levantándose del es­trado, dijo a su mujer: "¡Levántate, hermana; vamos a orar para que el Señor tenga misericordia de nosotros!”

Sara se levantó, y se pusieron a orar para obtener la protección divina. Tobías comenzó diciendo:

"¡Bendito eres, Dios de nuestros padres,y bendito por los siglos tu nombre santo y glorioso!

¡Bendígante los cielos y todas las creaturas!

5. 1 Par 16, 8-10, 15-16, 23-26.6. Dan 13, 41-43.7. Dan 13, 60.

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Tú hiciste a Adán y le distepor ayuda y auxilio a Eva, su mujer; de ellos nació todo el linaje humano.

Tú dijiste: "No es bueno que el hombre esté solo: hagámosle una ayuda semejante a él”.

Ahora, pues, Señor, no llevado de la pasión sexual, sino del amor de tu ley, recibo a esta mi hermana por mujer.

Ten misericordia de mí y de ella, y concédenos a ambos larga vida."

Ella respondió: "Amén”. Y pasaron ambos dormidos aquella noche.8

Como se ve por estos ejemplos tan conocidos, la oración bíblica es sencillísima. Brota del corazón de los hijos de adopción y se adapta a todas las situaciones de sus vidas.

¿Hay en el mundo algún libro de oraciones que pueda compararse al Salterio? Todos los sentimientos del alma religiosa afluyen allí: salmos de alabanza y de adoración, salmos de petición y súplica... todos los matices de la vida de oración. A lo largo de los siglos, van repitiéndolos las almas, y los repetirán sin cansarse nunca.

Si abrimos ahora el Evangelio, descubriremos en él un modo de orar todavía más sublime: el “ Padrenuestro”, que el mismo Señor nos enseñó y que no ha podido ser superado más que por su propio orar de Verbo hecho carne, pues la plegaria sacerdotal es la suprema súplica de su Corazón de Cristo por la unidad de su Iglesia.

Los Evangelios, los Hechos y las Epístolas de los Após­tales nos dan a oír los nuevos acentos de la alegría cris­tiana, y el Apocalipsis nos hace asistir a la liturgia de la eternidad. El vidente de Patmos evoca, con una rique­za de imaginación muy oriental, las actitudes y los ges­tos de adoración y de acción de gracias que adoptan los predestinados al cantar en la Jerusalén celeste la victoria definitiva de Dios.

La Biblia entera, del Génesis al Apocalipsis, canta, al soplo multiforme de un mismo Espíritu de Amor, las maravillas de Dios.

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I I I

NATURALEZA DEL DON DE PIEDAD

El don de piedad se distingue de la religión natural, que rinde a Dios el culto debido al Primer Principio, a la Causa Primera, conservadora y gobernadora del mun­do. Todas las relaciones de creatura a Creador provienen de esta dependencia fundamental, siempre actual, de los seres de nada que somos con respecto a “Aquél que Es".

El Espíritu de piedad se mueve en el plano sobrena­tural de la fe, pero hace suyo este sentimiento de total sujeción y de perpetua gratitud propia de toda creatura con respecto a Aquél “en quien vivimos, nos movemos y somos”.*

El punto difícil consiste en acertar a distinguir el don de piedad de la virtud sobrenatural, infusa, de la religión, que considera a Dios no sólo como Principio y Causa Primera del universo, sino como Padre. ¿No nos ha adoptado Dios como hijos por una comunicación real de su propia naturaleza divina, según la enseñanza de Jesús y de los Apóstoles? Pues, ¿qué puede añadir el don de piedad a esta dignidad sublime de hijos de Dios que nos hace venerar al Hacedor como a un Padre y tratar con todos los hombres como con hermanos eil Cristo?

La verdadera respuesta se les ha escapado a muchos teólogos y maestros espirituales. Y, sin embargo, es de capital importancia, pues determina la actitud más hon­da de las almas en presencia de Dios.

Hay que conceder que nada podría igualar los senti­mientos de filial ternura que origina en nosotros la gracia de la adopción, y que los dones mismos del Espí­ritu Santo nada sustancial pueden añadir a nuestra suprema dignidad de hijos e hijas de Dios, introducidos a la intimidad de la Familia divina. No es, por consiguien­te, en la línea de lo esencial de nuestros actos sobrenatu-

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rales, sino tan sólo en el modo de obrar, donde pueden diferenciarse las virtudes y los dones. La distinción es­pecífica entre la virtud infusa de religión y el don de piedad no constituirá sino un caso de aplicación de una doctrina general que se ha hecho clásica. El maestro de la teología de los dones, Juan de Santo Tomás, poco cui­dadoso del método histórico y apenas atento a la evo­lución del pensamiento de Santo Tomás, no supo ver esto. Para resolver el problema de la diferenciación espe­cífica entre la virtud sobrenatural de religión y el don de piedad, se contentó con recurrir a la modalidad sobre­humana, deiforme, apoyándose en un texto perteneciente a la primera fase de la enseñanza del Aquinate en París, época en que todavía no había discernido con exactitud el joven maestro la causa explicativa, la razón, a priori, de esta distinción. Efectivamente, en las "Sentencias”, indicaba como característico del don de piedad el modo deiforme, que nos capacita para rivalizar, por así de­cirlo, con la manera como el Espíritu Increado es, para Sí mismo, su propia gloria. Tal era el modelo que asig­naba al don de piedad en su manera propia de glorificar a Dios: a imitación de Dios mismo. Pero esto equivalía a detenerse aún, en el dominio de la explicación cien­tífica, en una explicación a posteriori, por los efectos, es decir, por el modo deiforme, que se mide con la regla divina en cuanto entrevista como modelo supremo: el modo trascendente como expresa Dios en Sí mismo sü propia glorificación.

En la Suma Teológica, ya en plena posesión de su doctrina, el santo Doctor nos ha dejado una distinción más simple y más profunda, perfectamente conforme con su concepción definitiva acerca de los dones del Espíritu Santo: “hábitos", cualidades sobrenaturales que mantie­nen a nuestras almas en actitud de permanente docilidad a las mociones reguladoras y especificadoras del Espí­ritu Santo. Para distinguir el espíritu de piedad de la virtud infusa de la religión, conténtase entonces con apli­car su nueva concepción acerca de la naturaleza de los dones. Lo dice textualmente en la razón fundamental del único artículo que a esta cuestión consagra, reenviándo­nos allí mismo a su doctrina general sobre los dones;

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"Como queda dicho más arriba, los dones del Espíritu Santo son disposiciones habituales que hacen al alma pronta a recibir la moción del Espíritu. Ahora bien, entre otras muchas aspiraciones, el Espíritu Santo nos mueve a sentir un efecto enteramente filial para con Dios, según la palabra de San Pablo en su epístola a los Romanos (8, 15): "Habéis recibido el Espíritu de adopción, por el que clamamos: ¡Abba!, ¡Padre! Mas pertenece propia­mente a la piedad el cumplir con un padre los deberes y tributarle la veneración que de derecho le corresponde. De donde se sigue que la piedad, por la que rendimos a Dios nuestro culto y cumplimos nuestros deberes para con Él, por instinto filial, puesto en nosotros por el Espíritu Santo, es un don de este Santo Espíritu".

La diferencia irreductible entre la virtud infusa de religión y el don del Espíritu Santo, lo mismo que la distinción específica entre los dones y las virtudes, es­triba, pues, sobre todo, en el divino instinto que los anima. Así, la virtud infusa de religión, que nos hace considerar ya a Dios como a un Padre, por la gracia de la adopción, nos hace realizar actos bajo la dirección de la virtud de la prudencia, esclarecida ella misma por la fe, pero según un juicio prudencial reflexivo, al modo humano. El Espíritu de piedad, iluminado por las supe­riores inspiraciones de los dones de inteligencia, ciencia, sabiduría y consejo, nos empuja a adorar, agradecer y suplicar a Dios, con la moción personal, inmediata, del Espíritu del Padre y del Hijo; es el amor filial sito en la raíz de este instinto interior que nos hace musitar con el H ijo y como Él: "¡Abba, Padre!” No nos pertenece la iniciativa de tales actos; es el Espíritu de Dios el que nos los inspira, y el que les da su Regla y su medida divina.

IV

EJEMPLARIDAD DIVINA Y MODO DEIFORME

Este modo deiforme,, trascendente, constituye preci­samente, no la -esencia, sino la propiedad del don de piedad, lo mismo que de los otros dones del Espíritu

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Santo. Todos los actos de los dones proceden, en sustan­cia, de las facultades humanas y de las virtudes sobre­naturales, pero sobreelevadas en su modo de obrar por el Agente Increado, que tiene la iniciativa de ellos y asegura su realización. La función de la causa segunda consiste toda en dar aquiescencia libremente a la mo­ción sobreelevante y transfiguradora del Espíritu mismo de Dios.

Esta medida divina asemeja la actividad de los dones intelectuales a la Inteligencia, a la Ciencia, a la Sabiduría y al Consejo mismo de Dios, Perfecciones divinas que son los prototipos según los cuales se modela el modo deiforme. En el plano de la efectividad, la ejemplaridad divina es menos aparente pero no menos real. De un aletazo, el genio de Santo Tomás se remonta hasta des­cubrir el modelo, para el don de piedad, en la manera infinita como Dios es, respecto a Sí mismo, su propia gloria en el seno de la Trinidad: El Padre es la gloria suprema del Hijo y del Espíritu, la más excelsa loa de la Trinidad, de la que es Él la fuente increada y el prin­cipio infinitamente fecundo. Parecidamente, el Verbo es la suprema gloria del Padre, "la impronta de su substan­cia y el esplendor de su gloria”, la suprema alabanza también del Espíritu Santo, siendo con el Padre su indivisible Principio de amor, y, en este plano, de una fecundidad infinita. En cuanto al Espíritu Santo, Espíritu del Padre y del Hijo, Término viviente e increado del amor de ambos, su Igual en todas las cosas, poseedor con Ellos de una misma Divinidad en una identidad ab­soluta, Él es Aquél en quien se consuma la Trinidad en la Unidad.

El alma, animada de un mismo Espíritu de alabanza y de amor, trata de emular esta manera divina como cada una de las Tres Personas divinas es la infinita ala­banza de la Trinidad indivisible. Esta alma, movida por el Espíritu Santo, no mide su alabanza por los be­neficios recibidos sino por la infinita trascendencia del Ser divino. Una alabanza que sólo considerara los dones creados, si tal fuese el don de Cristo y de la Iglesia, reduciría la alabanza a unos límites inaceptables para su amor al Ser infinito. Entonces, arrebatada por el soplo

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del Espíritu de Dios hacia los abismos de la Trinidad, el alma contempla, adora y se embebe en la alabanza in­creada que el Verbo hace a su Padre al impulso del Eterno Amor.

Únicamente en la visión beatífica, cuando el Verbo de Dios sea ya el propio Pensamiento y la Palabra infinita del alma divinizada, podrá ejercitar ésta, en la medida de su deseo, su oficio laudatorio. Entre tanto, elevándose sobre la consideración de todos los beneficios divinos, sin connotación con lo creado, adora a Dios por Sí mis­mo, canta a Dios "a causa de su gran gloria”, "propter magnem gloriam tuam”, logrando así la única medida digna de Dios y de su Naturaleza increada. "Señor Dios, digno eres de recibir la gloria, el honor y el poder, porque Tú creaste el universo entero." 10 11 Pero eres infi­nitamente más digno de loa porque Tú eres en Tí mismo en la infinitud de tu Ser y de tu grandeza. Gloria a tí, Señor. Sólo Tú eres, eras y serás por siempre. "Al que está sentado en el trono, y al Cordero, la bendición, la gloria y el imperio por los siglos de los siglos.” 11

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ESTUDIO COMPARADO

El método comparado.es especialmente esclarecedor en un estudio de los dones del Espíritu Santo, ya que éstos actúan siempre en colaboración con las virtudes y en mutua sinergia entre ellos. No se puede comprender del todo la naturaleza de un don sin tratar de descubrir sus múltiples ramificaciones y relaciones con las virtudes y los dones que operan sincrónicamente con él, al soplo de un mismo Espíritu de Amor. El don de piedad sola­mente revela todas sus riquezas psicológicas bajo el mo­vimiento de las virtudes teologales y en su propia acción directriz de nuestra vida de oración, con el concurso de

10. Apoc 4, 11.11. Apoc 5, 13.

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las virtudes morales y de los demás dones del Espíritu Santo, que vienen a hacer converger sus actividades res­pectivas hacia un mismo fin de "alabanza de gloria" al servicio de Dios.

De aquí el que nuestro estudio comparado verse sobre:

— El don de piedad y las virtudes teologales.— El don de piedad y la vida de oración.— El don de piedad y las virtudes morales.— El don de piedad y los demás dones.

1. Don de piedad y virtudes teologales

Una afinidad especial vincula la virtud de religión con las virtudes teologales. Una y otras tienen a Dios por objeto:

— las virtudes teologales, comò objeto especificador y fin inmediato,

— la virtud de religión y el don de piedad, como ob­jeto terminal; pero su propio objeto especificador sigue siendo un bien creado, un acto que recae no sobre el fin último, sino sobre los medios de alcanzarlo: el ser­vicio de Dios. Se rinde a Dios un culto.

Una perpetua corriente de influjos desciende desde las virtudes teologales sobre todas las virtudes y sobre todos los dones del Espíritu Santo. La virtud de religión y el don de piedad son sus beneficiarios privilegiados.

Nuestra concepción de Dios rige nuestra actitud para con Él. Las almas cristianas son puestas por la fe en presencia del Dios Trino. Espontáneamente se hacen adoradoras del Padre, del Verbo y del Amor. La oración, el culto, todas las expresiones de la vida de piedad tienen en el cristianismo un acento trinitario. Cristo, Mediador Ünico de la alabanza entre el universo y Dios, asocia a los ángeles y a los hombres a su obra glorificadora del Padre, a impulsos de un mismo Espíritu de Amor.

La fe, la esperanza y la caridad mantienen al alma

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cristiana en continuo contacto con Dios Padre, con Dios Hijo y con Dios Espíritu Santo. La fe le revela a Dios, la esperanza la conduce hacia Él como a su supremo fin beatificante, la caridad la fija en Él con el "vivir juntos" de la amistad. ¿Cómo estas perspectivas trinitarias de nuestra fe, que dirigen nuestra confianza y nuestro amor e inspiran todas las decisiones del don de consejo, po­drían dejar de influir sobre la virtud de religión y el don de piedad?

El apóstol San Pablo ha notado repetidas veces la influencia secreta del Espíritu del Padre y del Hijo en las almas de los hijos adoptivos. Es Él quien les hace musitar con un sentimiento de adoración, de súplica o de acción de gracias: "¡Abba, Padre!" Todas las formas de la oración de alabanza o de petición, las mil varieda­des de la devoción interior y los muchísimos matices del culto público brotan en la Iglesia al soplo del Espíritu Santo. Un mismo Espíritu de piedad alimenta, en el si­lencio y en el recogimiento, al alma de cada fiel, y pre­side las manifestaciones externas de la fe católica, reu­niendo a todos los miembros del cuerpo místico de Cristo, a los de la tierra y a los del cielo, en torno a Cristo, en una misma alabanza de amor. Todo honor y toda gloria se elevan hacia el Padre, por el Verbo, en un mismo Espíritu de Amor. El culto de la Iglesia militante culmina en la ofrenda del sacrificio eucarístico, en un clima trinitario y teologal, al soplo de un Espíritu de piedad, que es alabanza y amor.

2. Don de piedad y vida de oración

¿Será necesario que insistamos en el puesto de pri- merísima línea que le corresponde a la oración en la vida cristiana? Dócil a las enseñanzas de su Maestro y de los Apóstoles, la Iglesia les repite a todas las almas: "Es preciso orar en todo tiempo”.11 Sin la oración, el alma se asfixia. A su falta se debe que haya tantas vidas anémicas, que necesitarían elevarse por encima de las 12

12. Le 18, i .

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vicisitudes terrenales para respirar en Dios. No saben orar. La oración es todo un secreto de santidad que Dios revela sólo a los humildes y pequeños. A imitación de los ascetas de la Iglesia primitiva y de los Padres anacoretas del desierto, todos los fundadores de órdenes han consignado en sus reglas y constituciones esta pri­macía de la vida de oración, es decir, de la vida de unión a Dios, sobre las obras externas de apostolado. Cada familia religiosa, cada comunidad cristiana tiene su propia forma de vida de oración, expresión de su espíritu. La vida de oración es la síntesis de toda una vida. Para conocer a un alma basta con ver cómo ora.

Pero es preciso, además, que nos entendamos acerca del significado de esta fórmula: "vida de oración”. A menudo se le da el sentido general de una profunda unión divina continuada fielmente en el silencio interior a través de todos los actos de la existencia cotidiana —que bien puede ser activísima— vivida toda ella bajo la mirada de Dios. Las virtudes teologales dominan aquí necesariamente. Así, el ideal del Carmelo se define: vida de continua oración en intimidad con Dios.

La palabra “oración" puede significar, en un sentido más restringido, la oración de petición. Se habla así de la “oración dominical", refiriéndose a las siete peticiones del Padrenuestro. Pero las tres primeras peticiones rozan ya los más altos caminos de la oración, puesto que se pide a Dios mismo su propia mayor gloria, la extensión de su reino y el cumplimiento perfecto de su santa vo­luntad. Las otras cuatro peticiones descienden al detalle de nuestras necesidades espirituales y materiales, de nuestras dificultades diarias, de nuestra continua debili­dad, de nuestra inclinación al pecado, de los peligros que nos amenazan a todos. El Espíritu de piedad anima estas múltiples formas de la vida de oración, manteniendo a las almas cristianas con la mirada fija en Dios y en el deseo de servirle en una donación total. ¿Qué importa entonces que el amor se exprese por la plegaria de ala­banza o de petición, por la adoración, la angustia, la súplica o el agradecimiento? Todos los actos de la virtud de religión: devoción interior u oración silenciosa, adora­ción, ofrecimiento del sacrificio, votos, promesas, todos

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los actos del culto a Dios pueden brotar del alma bajo la moción de un mismo Espíritu glorificador de la Divini­dad. Dejada a sí misma, al ritmo tan lento de sus refle­xiones y de su meditación personal, el alma avanza arrastrándose. Todo cambia cuando el Espíritu de Dios la invade, iluminándola con las claridades del Verbo, en­cendiéndola en el amor divino, haciendo que surjan en ella sentimientos de devoción, de adoración, de plegaria, análogos a los que procedían del alma del Hijo, del per­fecto glorificador del Padre.

El mejor método de oración es el que nos entrega sin reservas a las menores inspiraciones del Espíritu de Amor.

3. Don de piedad y virtudes morales

El don de piedad se extiende y llega más allá que los actos, con todo y ser éstos tan numerosos, de la virtud de religión. Él anima con su soplo, inspirado por Dios, todas las virtudes vinculadas de un modo u otro a la virtud de la justicia. Su campo de acción abarca todo el dominio de nuestras relaciones con Dios, con los án­geles y con los hombres, llegando inclusive a todas las riquezas del universo, consideradas como bienes familia­res de la Casa de Dios. Nos inspira una actitud de hijos de Dios en todos nuestros pasos con respecto a nuestro Padre del cielo y a los hombres, nuestros her­manos en Cristo. Regula todas nuestras relaciones con nuestros superiores y nuestros inferiores, sin rigidez ni debilidad, sin excesivas familiaridades, con una soltura fraternal y gozosa que nos permite pasar por entre los hombres con la sonrisa de Dios. Las demás virtudes ane­jas de la justicia: obediencia, respeto, veneración, afabili­dad y amistad, que tan agradable hacen la vida social, están penetradas todas, en los santos, por la bondad divina, que resplandece a través de ellos como signo au­téntico de que son los verdaderos discípulos de Cristo, habitados por el Espíritu de Dios.

El Espíritu de piedad influye aun en las virtudes de fortaleza y de templanza, provocando de parte de ellas las cualidades de audacia, magnanimidad, espíritu de

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sacrificio y perseverancia, así como también de humildad, discreción y pureza, que permiten> sin peligros, el desarro­llo de las relaciones fraternales que animan a los hijos de una misma Familia divina, al servicio de todo el cuerpo místico de Cristo.

4. El don de piedad y los demás dones

Hay que saber reagrupar, mediante la síntesis, los múltiples elementos que el análisis nos descubre y que importa considerar no por aislado. No debe olvidarse que forman parte integrante de la trama viva de una exis­tencia concreta. Más aún que las células de nuestro cuerpo, nestras facultades anímicas, revestidas de todas sus energías naturales y sobrenaturales, de todos sus "há­bitos”, actúan concertadamente según el dinamismo in- disociable de una misma personalidad. El mismo acto procede simultáneamente de la actividad convergente de varias virtudes y de varios dones.

El don de piedad se beneficia así de.todas las luces de la fe esclarecida por los dones y por los ardores de una caridad que se esfuerza por conseguir la consuma­ción de todas nuestras potencias en la unidad de un mismo Espíritu con Dios. ¿Quién sería capaz de medir la influencia de las luces que proporcionan los dones de inteligencia, ciencia y sabiduría a una vida consagrada a la oración y toda ella alabanza y plegaria entre las esplén­didas claridades de su fe? Cualquier penetración más profunda de los misterios de Dios por el don de inte­ligencia alimenta nuestra vida de oración. Cualquier co­nocimiento más perfecto de la miseria de las creaturas por el don de ciencia nos saca de lo efímero y provoca en nuestra alma, al orar, una más ferviente súplica reden­tora. Cualquier sabrosa experiencia de Dios por el don de sabiduría favorece el recogimiento de todas las poten­cias del alma en el silencio del amor. El Espíritu de piedad se vale de todas estas luces para conducir al alma hacia estados superiores de oración.

Dependientemente de los dones contemplativos, el don de consejo enriquece, en su línea, nuestra vida de oración

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por un sistema de métodos liberadores, que conservan al alma entera para Dios con la espontánea libertad de sus hijos. El don de fortaleza asegura la perseverancia en la oración y el don de temor la facilita mediante la convicción de nuestras deficiencias y debilidades para realizar cualquier bien.

A su vez, el don de piedad, por su clima de oración, ayuda al despliegue de los dones contemplativos y sos­tiene, mediante una vida de oración siempre en contacto con Dios, la voluntad humana, de suerte que no quiera flaquear más, revistiéndola como de la fortaleza misma de Dios, consciente de su nada, pero confiada filialmente en la bondad todopoderosa de su Padre del cielo.

Todas las virtudes y todos los dones del Espíritu Santo crecen a la par y se ayudan entre sí como los dedos de la mano.

VI

VICIOS OPUESTOS

La universal amplitud del don de piedad, que abarca todas nuestras relaciones con Dios y con todos los miem­bros del cuerpo místico de Cristo, nos permite entrever las múltiples formas de desfallecimientos que pueden oponerle las fragilidades o la malicia humana. Todas las faltas contra la virtud de la justicia y sus anejas son sus­ceptibles de incidir contra el don de piedad.

En nuestras relaciones con Dios, debemos evitar sobre todo dos cosas:

— una actitud demasiado familiar,— una excesiva rigidez. 1

1. Una actitud demasiado familiar

A Dios no se le ha de tratar bruscamente. Él es Dios, Señor Soberano, Dueño del mundo, mientras que nos­otros nada somos. Él ha de ser para nosotros Dios.

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La Biblia nos pone constantemente en guardia contra las desviaciones del sentimiento religioso de quienes in­tentan minimizar al verdadero Dios de Israel; no tolera que una creatura cualquiera pretenda arrebatar a su Creador la menor partícula de gloria. "No hay más Dios que Yo entre las gentes." 1J

El Espíritu Santo vela por salvaguardar y desarrollar en las almas esta conciencia del trascender divino. Los verdaderos servidores de Dios lo han comprendido siem­pre perfectamente. ¡Qué respeto a la divinidad muestran todos los grandes personajes del Antiguo Testamento! La intimidad filial y la confiada familiaridad recomenda­das por Jesús en el Evangelio no derogan esta ley pri­mordial de la absoluta sumisión de todas las potencias de este mundo a "Aquél que Es”. Dios es Dios: "A Él solo adorarás".13 14 "Dios es Espíritu. Quiere, adoradores en espíritu y en verdad." 15

La liturgia de la Iglesia está toda penetrada del sen­tido de la infinita grandeza de Dios, y todas las ceremo­nias del culto cristiano terminan por una doxologia a la adorable e indivisible Trinidad: "Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, como era en el principio, ahora y siempre”. Idéntico sentido de la reverencia debida a Dios domina la espiritualidad de los benedictinos. San Benito prescribe al monje perfecto, llegado a las más altas cimas de la unión divina, que se mantenga ante Dios en actitud humilde, como el publicano, con los ojos bajos, convencido de no ser más que un pobre pecador (12° grado de humildad).

2. Una excesiva rigidez

Sería caer en el vicio opuesto querer conservar en presencia de Dios una actitud obstinadamente humillada y afectada, de rigidez excesiva, al modo de los jansenis­tas. Ciertamente, Dios*es el Amo y Señor del mundo, pero no un Amo duro" inmisericorde e inexorable juez.’ El Evangelio nos recuerda que Dios- es, ante todo, Padre.

13. Is 45, 22.14. M t 4, 10.15. l o 4, 23-24.

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Según las enseñanzas de Jesús, la verdadera actitud que debemos adoptar al acercarnos a Dios es la del hijo, consciente de su miseria y de su fragilidad personal, pero confiado hasta la audacia en la bondad de su Padre.

V II

SU FUNCIÓN EN LA VIDA ESPIRITUAL

El don de piedad sólo puede entenderse en correla­ción con la gracia de nuestra filiación adoptiva, quinta­esencia del Evangelio. Dios es nuestro Padre, nosotros somos sus hijos; toda nuestra vida espiritual halla en esta doble verdad como los dos polos en que concluye su eje insustituible. Cuanto más dejamos que Dios sea Dios en nosotros, es decir. Padre, más nos ponemos en la verdad de nuestra vocación divina. El Espíritu de piedad no es otra cosa que este Espíritu de Amor que procede del Hijo y anima a todos los hijos adoptivos, a los que hace musitar con Él: " ¡Abba, Padre! ”

El análisis teológico tiene por cometido discernir mi­nuciosamente el objeto propio de las virtudes teologales o morales y el de los dones del Espíritu Santo. Es preciso distinguir, para percibirla mejor, la función respectiva de cada virtud y de cada don dentro de la viva síntesis de nuestra existencia de hijos de Dios. En un concierto, conserva cada nota un sonido particular, y, sin embargo, lo que importa sobre todo es la orquestación, la armonía de todas las notas en un movimiento de conjunto que se funde en la unidad. Lo mismo sucede en nuestra vida espiritual, que está dominada por la ley de síntesis. La función del don de piedad consiste precisamente en juntar en la unidad los diversos sentimientos de un alma cristiana, comunicándole ese sentido filial que brota en ella, como en el Hijo, de un mismo Espíritu de Amor.

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Capítulo VIIIEL DON DE FORTALEZA

(Resumen)

Una virtud cristiana desconocida

I. Datos bíblicos sobre el don de fortaleza

II. Naturaleza del don de fortaleza

III. Extensión del don de fortaleza

IV. Su modo deiforme

V. Estudio comparado1. El don de fortaleza y las virtudes.2. El don de fortaleza y los demás dones.

VI. Vicios opuestos

VII. Su función en la vida espiritual.

El Espíritu de fortaleza nos afirma en la serenidad del Inmutable

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C a p í t u l o o c t a v o

EL DON DE FORTALEZA

Una virtud cristiana desconocida

La fortaleza es una virtud cristiana desconocida. Se exalta con gusto la humildad, la virginidad, la fe, la espe­ranza, la caridad, como virtudes típicas del cristianismo. ¿Por qué no ha de revindicarse a la fortaleza como expresiva también del Evangelio, en una religión fundada por un Crucificado y que comenzó a implantarse a través de tres siglos de persecuciones y de martirios, y cuyo arrojo misionero nunca se ha debilitado? En todo cris­tiano debería darse un alma de apóstol y de mártir. En la conducta diaria de demasiados católicos brillan por su ausencia la audacia y la magnanimidad necesarias para las grandes empresas. Debido a esto, aparece a menudo el cristianismo como una religión falta de virili­dad. Y, con todo, ¿no es el Espíritu de fortaleza y de conquista el verdadero espíritu que debe animar a todos los “ testigos de Cristo"?

I

DATOS BIBLICOS SOBRE EL DON DE FORTALEZA

Desde la primera profecía mesiánica. Dios mismo nos anuncia el sentido dramático de la historia del mundo, en la que se asiste a un gigantesco duelo a muerte entre

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las fuerzas del bien y las potencias del mal. Nada ni nadie pueden escapar de esta lucha. "Milicia es la vida del hombre sobre la tierra", afirmará el Libro de Job.1 Toda existencia humana se encuentra, a ciertas horas, frente a dificultades insuperables. No hay más que una solución: recurrir a la Fuerza de Dios.

Los anales del pueblo de Dios se presentan como un largo relato atravesado por continuas intervenciones di­vinas. Esta promesa de protección hecha por Dios mismo es patente desde la vocación de Moisés, a quien Yavé envía al Faraón para hacer salir de Egipto a su pueblo, a los hijos de Israel. El cometido supera sus posibilida­des personales. Dios le responde: “Yo estaré contigo".1 2 Es asegurarle la ayuda de la Fuerza divina. El mismo auxilio de la Omnipotencia garantízaseles a los profetas y a los demás servidores de Dios del Antiguo Testamento, para el cumplimiento de sus misiones. Sus cánticos de acción de gracias reconocen siempre que sólo gracias a la fortaleza que les ha prestado Yavé han podido llevar a cabo su tarea. Los salmos no cesan de exaltar esta Fuerza protectora de Dios. Yavé es la "Roca" de Israel.

La Santísima Virgen lo proclamará a su vez en el Magníficat: "Grandes cosas ha hecho en mí el Omnipo­tente". Su maternidad divina es, ante todo, obra de Dios. El Espíritu de Dios, anunciado por Jesús, "revestirá" a los Apóstoles "de la fuerza de lo alto”.3 El Paráclito mismo asistirá y sostendrá a la Iglesia militante en sus combates diarios hasta el fin de los siglos. Éste será el milagro perpetuo de la Iglesia de Cristo, siempre en pie en medio de las naciones, señal indubitable de la asistencia del Espíritu de Dios, y el Apocalipsis considera con razón el triunfo de los elegidos como la victoria de Dios.

1. Iob 7, 1.2. Gen 3, 12.3. Le. 24, 49.

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I I

NATURALEZA DEL DON DE FORTALEZA

La esencia del don de fortaleza consiste, precisamente, en revestir al hombre de la Fuerza misma de Dios.

Cabe distinguir un triple aspecto en la virtud de fortaleza:

— una fuerza moral de orden natural, en la línea de todos nuestros recursos connaturales, que se desarrolla según las leyes del progreso de todas las virtudes adqui­ridas;

— una virtud sobrenatural de fortaleza, conexa, como las demás virtudes cristianas, con la gracia santificante infusa en el alma por Dios en el bautismo, y que realiza sus actos bajo la dirección, al modo humano, de la pru­dencia cristiana;

— en fin, una forma superior de la virtud sobrenatural de fortaleza, de modalidad sobrehumana, deiforme: los dones del Espíritu Santo, bajo la inspiración directa y personal del Espíritu de Dios.

Tres motores diferentes, tres medidas específicamente distintas del acto humano:

— la razón sola, directriz y motora de la fuerza mo­ral adquirida mediante el trabajo de la reflexión;

— la razón esclarecida por la fe y decidiendo de todas las aplicaciones prácticas de la virtud sobrenatural de fortaleza según los procedimientos deliberativos de la prudencia;

— la razón esclarecida por la fe, pero iluminada, es­pecial, personal y directamente por las inspiraciones del Espíritu Santo, a la medida de la Omnipotencia y de la Fuerza misma de Dios.

En la virtud de fortaleza se manifiesta particularmen­te un triple plan superpuesto y subordinado de la acti­vidad de nuestra razón.

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Los paganos nos ofrecen el caso típico de la fortaleza natural, adquirida, que puede elevarse en sus realizacio­nes supremas hasta las cimas del heroísmo humano. La fortaleza cristiana afronta los peligros de muerte sin doblegarse en el cumplimiento del deber que a cada uno le trazan las normas de la fe. Su campo de acción se extiende, con el concurso de las virtudes anejas —de longanimidad, magnificencia, paciencia y perseverancia— a todos los géneros de resistencia que en ejercicio de la virtud puede encontrar en el ordinario curso de la vida y en las circunstancias extremas en que el heroísmo cris­tiano alcanza su más elevada perfección, como es en el martirio. La fortaleza cristiana arma al hombre para todos los combates de la vida, pero le deja, por lo común, dentro de los límites de la naturaleza humana, aseguran­do la fidelidad a Dios sin suprimir las zozobras de su espíritu, las angustias del alma y el miedo a la muerte. La fe domina, pero el ser humano tiembla: no se libra de las fluctuaciones de la sensibilidad, de la repugnancia al sufrimiento, de los inevitables desfallecimientos de toda naturaleza creada. La grandeza del hombre está en vencer y sujetar a la carne con el dominio del espíritu; tal es la fortaleza del cristiano: pese a las repugnancias de su naturaleza frente al peligro, imitar a Cristo "obe­diente” a su Padre "hasta la muerte".4

Hay una manera incomparablemente superior de triunfar de todo miedo y de moderar toda audacia, en presencia de todas las dificultades, aun de las más im­previstas, frente a los más temibles peligros de muerte, sin doblegarse lo más mínimo: cuando Dios en Persona suple las limitaciones de la naturaleza humana, convir­tiéndose en sostén de sus hijos. Entonces, la fortaleza sobrehumana y sonriente de los siervos de Dios y de los mártires carece de límites. Dios es su invencible Fuerza. Él les conserva en medio de las mayores torturas en su inmutable paz.

Nada tan esclarecedor, para determinar la naturaleza del don de fortaleza, como la respuesta de Santa Felicitas al guardián de la prisión en que ella se preparaba para

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el martirio. Al oírla él gemir entre los dolores del parto, le dijo: “Pues, ¿qué será de ti cuando te rodeen las fieras?” La joven madre replicó con denuedo: "Hoy soy yo quien sufre; mañana, Otro sufrirá en mí". Tal es el motivo formal del don de fortaleza, como de todos los dones del Espíritu Santo. El hombre actúa directamente inspirado y personalmente impulsado por la Inteligencia, la Ciencia, la Sabiduría, el Consejo y la Fuerza de Dios.

I I I

EXTENSIÓN DEL DON DE FORTALEZA

La extensión del don de fortaleza es ilimitada, como la Omnipotencia de Dios. Así como los dones intelectuales participan de la amplitud universal de la ciencia de Dios, así también el don de fortaleza se extiende hasta eliminar todos los obstáculos y superar victorioso todas las dificultades de la Iglesia militante, llegando a todas las realizaciones en el dominio de la acción. Nada podría oponerse a la irresistible voluntad divina. Por el don de fortaleza participa el hombre de las propiedades y privi­legios de la Fuerza de Dios.

Este espíritu de fortaleza presenta dos tipos diferen­tes: el heroísmo de lo pequeño y el de lo grande.

El heroísmo de lo pequeño despliega su fuerza en la fidelidad absoluta a las más humildes tareas cotidianas, a los más minúsculos deberes, sin preocuparse por fari­saicas literalidades, lejos de todo raquitismo espiritual, con la regia libertad del amor. Teresita de Lisieux y, sobre todo, la Virgen de Nazaret, encarnan en la Iglesia la sen­cillez eminente de esta primera forma de heroísmo, sin brillo externo, pero admirablemente fiel, a imitación de la vida oculta del Verbo hecho carne, que pasó por entre nos­otros como uno más, sin que se pudiese no obstante sor­prender en Él ni la menor falta: “Todo lo ha hecho bien".5

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Esta indefectible fortaleza, que se manifiesta por la "fidelidad en los detalles",6 es una de las formas más auténticas de la santidad evangélica. Accesible a todo el mundo, no por eso es menos glorificadora de Dios: sin tentación alguna de sustraerle la menor partícula de glo­ria, y a causa de la pureza de su amor, resulta tan eficaz como cualquier otra para el bien espiritual de la Iglesia entera.

El heroísmo de lo pequeño lleva al heroísmo en lo grande. Esta segunda forma, deslumbradora, del don de fortaleza resplandece en las grandes hazañas que realizan los santos en servicio del reino de Dios. Este espíritu de conquista y de resistencia sostiene a la Iglesia de Cristo en su impulso misionero y en las tentativas perpetuamen­te renovadas de su apostolado a trávés de los siglos. En nuestros días también lo sella la sangre de los mártires.

IV

SU MODO DEIFORME

La modalidad de un acto humano es a la medida de la causa que la mueve y regula inmediatamente. Basta con aplicar este principio a la actividad de los dones del Espíritu Santo para concluir que su modo ha de ser esencialmente deiforme, por imitación de la ejempla- ridad-divina. Sin duda, los actos de los dones se efectúan con el concurso de las virtudes y de nuestras facultades humanas, pero bajo la Acción infinitamente superior y sobreelevante del Espíritu de Dios. Sin ser, en sentido estricto, mero instrumento entre las manos de Dios, como sucede en los ministros de los sacramentos cuando produ­cen la gracia, o en un taumaturgo cuando realiza un mi­lagro de Dios, el hombre divinizado es movido por la ini­ciativa y la soberana fuerza del Espíritu Santo, que le reviste de su propio modo de obrar, haciéndole partícipe

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de su infinita Potencia. El modo de obrar del hombre, puesto así bajo las inspiraciones y los impulsos directos del Espíritu Santo, hácese más o rrienos divino, según el grado de participación en la Perfección divina. Al ejercitar los dones del Espíritu Santo, actúa el hombre a la medida de Dios, es decir, de un modo deiforme y, por consi­guiente, sobrehumano. El modo deiforme es una propie­dad esencial, inalienable, de la actividad virtuosa de los dones del Espíritu Santo. Querer introducir en el ré­gimen de los dones un doble modo, de una parte humano y ordinario y de otra deiforme y extraordinario, equi­valdría a tratar de unir los contrarios. Desde el momento en que el Espíritu Santo toma, en Persona, la iniciativa de nuestros actos y nos los hace poner por obra bajo la moción sobreelevante de su gracia activa, soberanamente eficaz por sí misma, el hombre, que consiente de una manera libre esta moción reguladora proveniente de toda la Trinidad, se acompasa a su ritmo deiforme, partici­pando de la soberana perfección del Obrar divino. Estos actos de los dones, que son verdaderamente "nuestros", procedentes de nuestra propia libertad, son a la vez humanos, puesto que dimanan de nuestras facultades activas, pero son también divinos por su modalidad, ya que se ponen por obra bajo la influencia directa, espe­cial y personal del Espíritu del Padre y del Hijo. El hombre se apropia de esta suerte la Inteligencia, la Cien­cia, la Sabiduría, el Consejo y aun la invencible Fuerza de Dios hecha “suya". Esta identificación no es absoluta, lo que abocaría al panteísmo y al absurdo; no nos eleva en nuestra esencia al orden increado del Ser subsistente ni al de su Obrar infinitamente trascendente. Sino que la acción personal del Espíritu nos asocia, según nuestro grado actual de amor, a su propio modo de obrar, con­forme a una identificación proporcional, analógica: por los dones intelectuales, a su Ciencia infinita; por el don de fortaleza, a su Voluntad soberanamente eficaz. El hombre actúa entonces con la Fuerza misma de Dios y a su Medida divina.

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V

ESTUDIO COMPARADO

La conexión psicológica de todas las virtudes y todos los dones de nuestro organismo sobrenatural nos descu­bre, en el ejercicio concreto de nuestra vida espiritual, un juego extremadamente variado: según sean las dis­posiciones y las gracias de cada uno. Cada santo consti­tuye una síntesis viviente, irreductible. Dominan en unos la fe y los dones de inteligencia, de ciencia o de consejo; en otros, la acción primordial de la caridad y del don de sabiduría. Así, cada vida cristiana tiene su propio centro de interés y de unidad, en torno al cual se polariza y armoniza todo el juego psicológico de una persona­lidad.

1. E l don de fortaleza y las virtudes

La actividad del don de fortaleza depende, ante todo, en cada uno de nosotros, de las cualidades de nuestra fe y de nuestra caridad. Las virtudes teologales y los dones contemplativos de inteligencia, ciencia y sabiduría diri­gen, por intermedio del don de consejo, la actividad de nuestras virtudes morales y de los dones afectivos. El don de fortaleza se despliega, en vital conexión armónica con todo el juego de las virtudes y de los dones, en una continua interpenetración y sinergia. A su vez, influye sobre todas las demás virtudes, las teologales inclusive, y sobre los demás dones, marcándoles con su nota propia, de una indefectible firmeza.

La fortaleza asegura de suyo al mártir, por fidelidad a la fe; atestigua un amor de predilección a Cristo, bajo el influjo de la caridad; se afirma en una profesión de fe externa o, en un acto público de consagración a Dios, en conexión con la virtud de religión, testifica en cual­quier circunstancia y en la práctica de todas las virtudes la docilidad constante, heroica, de un alma al Espíritu de Amor.

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2. E l don de fortaleza y los demás dones

Sería interminable evocar y analizar las infinitas aplicaciones posibles de esta ley fundamental de la co­nexión interna que vincula en cada uno de nosotros, según nuestro coeficiente personal, la actividad concreta de las virtudes y de los dones. ¿Cómo— por ejemplo— las sublimes visiones contemplativas propias del don de sabiduría no van a ayudar poderosamente al alma cris­tiana a echar raíces por el amor en la inmutable Fuerza divina? Los dones de inteligencia y de consejo nos sos­tienen en los combates diarios al servicio de la Iglesia de Cristo, descubriéndonos que por este camino realiza­mos con nuestros más mínimos actos el plan eterno de Dios. Y así sucede con todos los demás dones. El don de fortaleza, a su vez, conserva las almas de los apóstoles simultáneamente apacibles y prestas a combatir, superan­do todas las agitaciones humanas. La multiforme activi­dad de los dones del Espíritu Santo es tan móvil y variada, en cada uno de nosotros, como nuestra fiso­nomía.

V I

VICIOS OPUESTOS

El retrato del hombre esforzado y magnánimo ad­quiere sólo todo su relieve por contraste con la flojedad del hombre débil, pusilánime, que se detiene al tropezar con las dificultades de la vida, vencido ya antes de empeñar combate.

La virtud y el don de fortaleza se despliegan sincró­nicamente, siguiendo dos líneas estructurales trazadas por las dos pasiones que amenazan con desviar al hom­bre de su deber: el temor y la audacia.

Dos virtudes regulan su audacia frente al peligro: la longanimidad y la magnificencia. Otras dos le aseguran su tenacidad en el cumplimiento del bien, a pesar de

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todos los males de la vida presente, incluida la muerte: la paciencia y la perseverancia.

Cuatro vicios se oponen a la longanimidad; tres por exceso: la presunción, la ambición y la vanagloria; uno por defecto: la pusilanimidad.

Se puede descaecer también en el acto principal del don de fortaleza, que es resistir hasta la muerte, por falta de paciencia y de perseverancia, por temeridad y por obstinación.

El Espíritu de fortaleza nos hace firmes contra todas las tendencias malas y contra las amenazas de males que podrían desviarnos de Dios. Nos alienta hasta el heroísmo en los peligros de muerte. Su culminación está en el martirio, y sus vicios opuestos son la flojedad ante el deber, y la traición. Hay horas en que el cristiano, para su salvación, ha de escoger entre el heroísmo o la apostasía. Entre estos dos extremos se extiende la indefi­nida gama de todas las formas de resistencia a la gracia y de fidelidad a Dios.

V II

SU FUNCIÓN EN LA VIDA ESPIRITUAL

El Espíritu Santo es un Espíritu de fortaleza y de santidad, que encamina a los hombres hacia la más alta perfección capacitándoles para superar todas las dificul­tades de la vida, conducido personal e inmediatamente por Dios. Dos tendencias caracterizan tanto al don como a la virtud de fortaleza: el ataque y la defensa, el espíritu de empresa y el de resistencia, el impulso conquistador y el ansia de sacrificio que nunca flaquea.

El primer movimiento despierta en el hombre la firme voluntad de conquistar a Dios para sí, de trabajar, según todas las posibilidades personales, por el estable­cimiento de su reino, por la mayor gloria de la Trinidad, por el bien espiritual de la Iglesia y de todos los hom­bres, sus hermanos. Para realizar este programa de con­quista, el espíritu de fortaleza provoca a la práctica de

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todas las virtudes con una magnanimidad y una magni­ficencia que no sabe de cálculos. Tratándose del reino de Dios, el longánime ve mucho, se anticipa, poniendo en juego, con prudencia pero sin parsimonia y sin reti­cencias, todas sus disponibilidades financieras y todos sus recursos de acción.

Los proyectos más vastos animan así una vida, ins­pirados por la fe, dirigidos y controlados por el don de consejo, cumplidos sin desfallecer, con una audacia em­prendedora pero siempre segura de sí misma y medida por la razón, no una razón razonante, siempre replegada sobre sí misma, sino abierta a las ilimitadas posibilidades de realización que le garantiza la Omnipotencia divina, la Fuerza misma de Dios.

Sería ilusorio creer que cualquier obra apostólica po­dría llevarse a cabo fuera del misterio de la Cruz. A imitación de Cristo, sólo se salva a las almas por el don de sí, por el espíritu de sacrificio llevado hasta el heroís­mo, aceptando todas las dificultades y todos los fraca­sos aparentes.

El espíritu de fortaleza obra así, en nuestra propia vida espiritual, aquella suprema conformidad con el Crucificado, que nos transforma en Él, asegurando a nuestras existencias humanas la máxima fecundidad, por una colaboración personal con la Acción Redentora de Cristo, según las dimensiones mismas de la Iglesia de Dios.

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C a p it u l o IX EL DON DE TEMOR

(Resumen)

U n a a c t it u d r elig io sa f u n d a m e n t a l

I. El espíritu de temor (Su existencia)

II. Naturaleza del don de temor1. El temor mundano.2. El temor servil.3. El temor inicial.4. El temor filial.5. Esencia del don de temor

III. Su amplitud universal

IV. Su modo deiforme

V. Estudio comparado1. Don de temor y virtudes cristianas.2. El don de temor y los demás dones.

VI. Vicios opuestos1. Presunción.2. Descorazonamiento.3. Obliteración del sentido del pecado.

VII. Su papel de fundamento de la vida espiritual.

E¡ Espíritu de temor nos mantiene, ante Dios,

en la conciencia de nuestra nada.

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C a p í t u l o n o v e n o

EL DON DE TEMOR

Una actitud religiosa fundamental

El temor de Dios no es un sentimiento adventicio y restringido, sino que constituye un estado de ánimo fun­damental que mantiene al hombre en la conciencia de su miseria y de su nada ante "Aquél que Es". Sin iden­tificarse con la virtud de religión, el espíritu de temor comunica al ser humano la convicción de que Dios es infinitamente grande y el sentido de lo sagrado. Es en este clima espiritual y en las más vastas perspectivas de la dependencia de toda creatura con respecto al Ser In­finito donde hay que situarse para estudiar el don de temor.

Después de descubrir su revelación en el Antiguo Tes­tamento y su expresión ideal en el Evangelio, analizare­mos: su naturaleza, su amplitud universal, su modalidad; a continuación, lo compararemos con las virtudes cris­tianas, con los demás dones y con los vicios opuestos, para señalar, finalmente, su papel dé fundamento de la vida espiritual por la actitud de pobreza de espíritu y de humildad que inspira a toda creatura ante la faz de Dios. I

I

EL ESPIRITU DE TEMOR

Su existencia

El espíritu de temor anima todo el Antiguo Testamen­to. "E l temor y el amor: he aquí, en breve, la gran di­ferencia entre los dos Testamentos", escribe San Agustín.

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"Nam haec est brevissima et apertissima differentia duo- rum Testamentorum: timor et amor." 1

Guardémonos, no obstante, de acentuar demasiado la oposición entre la "ley del temor" y la “ ley del amor”. Ya la legislación del Antiguo Testamento se hallaba bajo la influencia del precepto primordial del amor. Diaria­mente el buen israelita repetía, en su oración, el versí­culo sagrado: "Amarás a Yavé, Dios tuyo, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas”.1 2 Pero la antigua Ley no era sino un encaminamiento de lo imperfecto hacia lo perfecto; en ella se habla más de temor que de amor. La expresión "temor de Dios" se repite sin cesar en la Biblia, evocando sentimientos de respeto, de obediencia, de fidelidad, de culto debido a Yavé. Todavía el Espíritu de Amor no lo anima todo des­de dentro. Sin embargo, ¡qué sentido se percibe ya en sus páginas de su infinita Majestad! La tarde del día de la caída, Adán y Eva, culpables, tiemblan de temor al oír la voz de Yavé.3 Abraham, intercediendo por Sodo­ma, es sobrecogido de súbito temor: "Mira, te ruego, ya que he comenzado a hablar a mi Señor, aunque soy polvo y ceniza".4 Jacob exclama al despertar de su sueño visionario: "¡Verdaderamente, Yavé se halla en este sitio, y yo no lo sabía!” Y añade temeroso: "¡Qué terri­ble es este lugar! No es sino la Casa de Dios y la puerta de los cielos”.5 En el monte Horeb, al aparecerse Dios a Moisés sobre la zarza ardiente, le llamó, pero haciéndole esta advertencia: "No te acerques. Quítate las sandalias, pues el lugar en que estás es tierra santa". Y Moisés se cubrió el rostro, porque "temía mirar a Dios”.6 La Ley del Sinaí fue dada entre relámpagos y truenos: era la Ley del temor, que regiría al pueblo de Dios durante todo el Antiguo Testamento. La manifestación del arcán­gel Rafael deja atemorizados a Tobías y a su padre: "Yo soy Rafael, uno de los siete santos ángeles que

1. Contra Adimantum, Manichaei discipulum, 17, 2; PL, 42, 159.2. Deut 3, 5.3. Gen 3, 10.4. Gen 18, 27.5. Gen 28, 16-17.6. Ex 3, 1-7.

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presentamos las oraciones de los justos y tenemos entra­da ante la majestad del Santo". Entonces los dos se quedaron turbados, y cayeron sobre su rostro, llenos de temor. El ángel les dijo: "No temáis; la paz sea con vos­otros. Bendecid a Dios siempre..."7

Este mismo sentimiento se encuentra en los salmos:

"Mas yo, fiado en tu inmensa bondad, entraré en tu morada y me prosternaré ante tu santo templo en tu temor, ¡oh Y avé!"8 9

Los salmos penitenciales abundan en estos temores del pecador arrepentido:

"Apiádate de mí, ¡oh Dios!, según tus piedades;según la muchedumbre de tus misericordias, borra

Lávame más y más de mi pecado, [mi iniquidad, purifícame de mis faltas.’”

La visión inaugural de Isaías en el templo manifiesta a las claras los dos aspectos del temor a Yavé que recorre todo el Antiguo Testamento: el sentido de la trascenden­cia divina y la conciencia de la propia indignidad del pecador. Dios solo es el Santo, el Fuerte, el Todopode­roso, el Soberano Rey. Isaías entrevé al Señor sentado en alto trono y llenando con su presencia el templo, mientras que, en derredor de Él, seis serafines, cubrién­dose el rostro con las alas, proclamaban:

"¡Santo, Santo, Santo, Yavé Sebaot!¡Toda la tierra está llena de su gloria!”

Y he aquí que inmediatamente el profeta se recoge sobre sí mismo, anonadado dentro de sí por su propia indignidad:

7. Tob 12, 15-16.8. Ps 5, 8.9. Ps 51, 3-4.

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"¡Ay de mí, perdido soy!,pues siendo un hombre de impuros labios,que habita en medio de un pueblo de labios impu-he visto con mis ojos al Rey, Yavé Sebaot." 10 11 [ros,

La santidad de Dios puesta en oposición con nuestra miseria de pecadores fue uno de los temas centrales de la predicación de-los profetas.

El mismo Espíritu de temor pasará al Evangelio, pero transfigurado y encontrando su expresión ideal en el alma del Hijo Ünico del Padre. En Él presentará un acento excepcional de familiar confianza, rasgo que vendrá a hacerse característico del temor, enteramente filial, de los hijos adoptivos en sus relaciones con Dios, considerado ante todo como Padre.- Aun sobre el Tabor prosternáronse los Apóstoles sobrecogidos de temor al contemplar los resplandores de la gloria divina. Los "temerosos de Dios” del Nuevo Testamento tienen siem­pre en sus corazones filiales un sentimiento de profunda reverencia con respecto a Dios. La historia de la Iglesia naciente nos muestra a los Apóstoles “edificándose y progresando en el temor de Dios”, al mismo tiempo que "llenos de la consolación del Espíritu”." Y el Apoca­lipsis nos descubre la continuidad de esta actitud reve­rente en todos los elegidos de la corte celestial.

I I

NATURALEZA DEL DON DE TEMOR

Toda nuestra vida moral, desde sus primeros actos conscientes hasta los más elevados estados místicos, se desarrolla como una prosecución del bien y una huida del mal. El hombre debe estar armado para los dos. Pero el bien y el mal le solicitan diversamente en las distintas etapas de su vida espiritual. Existe toda una gama de sentimientos de temor: el temor mundano, el

10. Is 6, 3-5.11. Act 9, 31.

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temor servil, el temor inicial, el temor filial, el don de temor, en fin, que proviene directamente de una inspira­ción especial del Espíritu Santo y se mide por los grados de nuestro amor.

1. E l temor mundano

Los pecadores temen sobre todo el mal físico o el mal moral que puedan afectarles en esta vida. Sólo les preocupa lo efímero y lo inmediato. Huyen de los males y de las incomodidades de aquí abajo, mostrándose dis­puestos a abandonar a Dios y a su Iglesia por temor a los juicios del mundo, a las críticas, al qué dirán, a las apreciaciones mundanas, pues no quieren privarse de las ventajas y alegrías del mundo. Este temor mundano es siempre culpable y fuente de incontables capitulacio­nes en las cuestiones pequeñas, por respeto humano, am­bición y sensualidad.

2. E l temor servil

Por temor servil, huye el hombre del "mal de pena", considerado como la privación de un bien propio, per­sonal. Este temor puede ser bueno o malo, según los casos: bueno, cuando se subordina al temor filial, que juzga el mal de la culpa como el principal mal; malo, cuando considera el “mal de pena” como el mal supremo: el hombre pecaría con gusto si no existiese el infierno. Aquí hay un desorden en la jerarquía de valores. El hombre no ve en tal caso en el pecado, ante todo, la ofensa a Dios como una falta y un "mal de culpa”, sino única o principalmente el aspecto que le atañe a él mismo y le priva de un bien creado, personal.

El temor servil es malo cuando prefiere al bien de Dios el bien del hombre, convirtiendo a éste en centro y medida del universo.

Este temor servil, es bueno, aun en el pecador, cuando viene a ayudar para salir del pecado mediante el deseo de evitar el infierno, o por cualquier otro motivo inte­resado pero- de orden sobrenatural. Este sentimiento de atrición es suficiente, con el concurso de la absolución

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sacramental, para devolverle al hombre la gracia san­tificante. Procede del Espíritu Santo, que nos mueve a la conversión y la justificación, aunque sin habitar toda­vía en nosotros como un Amigo con quien se vive ya en la intimidad por el conocimiento y el amor.

En fin, este temor servil es meritorio en el alma del justo, que se espanta con razón de las penas del pecado, por las que se vería privado de Dios o retrasado en su ímpetu hacia Él. La pena, el castigo, hace temer la culpa. No es éste el móvil más elevado de nuestros actos, pero sí un motivo legítimo que salvaguarda el primado del amor de Dios y el del mal de culpa sobre el mal de pena. El mal de culpa, de suyo, objetivamente, en su esencia, se opone a Dios por una negación práctica de su valor como Fin supremo, soberanamente beatificante. Se le designa a veces con el nombre de “mal de Dios” para distinguirlo del mal de pena o “mal de la creatura”, que priva a ésta de su propio bien. El temor servil, des­pojado de su "servilismo”, podrá ser utilizado por el Espíritu Santo entre sus dones.

3. E l temor inicial

El temor inicial no constituye una especie nueva de temor. Es reducible, en esencia, al temor filial, en lo que éste tiene principalmente de huida del pecado, pero se distingue de él por su estado de imperfección. Acompaña a los incipientes, a los que dan sus primeros pasos por los caminos de la vida espiritual, y va mezclado todavía de temor servil, el cual disminuye, a medida que va au­mentando la caridad, hasta desaparecer del todo en los perfectos.

4. E l temor filial

Con el temor filial cambian las perspectivas. El hom­bre no se detiene ya a considerar el mal que le atañe personalmente; piensa, ante todo, en Dios, en lo que podría ser un mal para Dios: la negación de su infinita grandeza, de su bondad, de su acción salvadora. El mal de pena es un castigo de la creatura culpable; el mal

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de culpa es una injuria inferida a Dios. Por nada del mundo querría el alma fiel ofender a Dios: ¡sucumba todo el universo antes que cometer la menor falta volun­taria! Nuestra amistad con Dios exige este temor a dis­gustarle aun con el menor pecado venial. Es el temor del hijo que no quiere contristar a su padre; de ahí su nom­bre tan expresivo de "temor filial".

El temor mundano no da marcha atrás ante el pecado, pues prefiere su propia satisfacción a la gloria y al bien de Dios. El temor servil teme el castigo, pero no se detiene ahí: cuando es bueno, para escapar del castigo evita la culpa, el pecado, la causa de aquél. El temor filial, de suyo, rehuye el mal del pecado, no por razón del castigo, sino por la ofensa que supone a Dios, a quien ama sobre todas las cosas. Es un temor de una especie totalmente distinta: el temor filial de los santos y de los amigos de Dios.

5. Esencia del don de temor

El Espíritu de temor nos eleva a alturas infinitamente mayores. Su motivo formal, inmediato, especificador, no es el pecado, ni el castigo, ni la culpa, sino Dios mismo, como Causa vengadora del mal. Todo temor implica un mal. El don mismo de temor no puede definirse en su orientación primordial a Dios sin cierta referencia al mal. Este punto de la doctrina tiene capital importancia para una inteligencia auténtica del Espíritu de temor, sin desviarlo hacia un simple movimiento de adoración reverencial dictada por la virtud de la religión.

Las formas inferiores del temor se especifican por la huida del mal; el don de temor, a causa de su infinita trascendencia, nos orienta hacia Dios, hacia el Bien sin límites, no para hacernos reposar en su Bondad soberana, como la caridad, ni para mirarle en cuanto fuente de dicha, como la esperanza, sino para considerarle como Causa vengadora del desorden del pecado mediante el mal de pena o como término del mal de culpa que ofende a su infinita Majestad. Su acto principal se dirige hacia Dios, infinitamente temible para los pecadores y capaz de aniquilar el universo. Este sentimiento de reve­

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rencial temor se desarrolla en las almas, aun entre los bienaventurados, resaltando estos dos infinitos como extremos opuestos: la Omnipotencia divina y nuestra nada, esta última, raíz y base de todos nuestros desfa­llecimientos, de todas las posibles faltas de las creaturas.

Se trata de un sentimiento muy fuerte y muy elevado, que brota en nosotros no de una meditación discursiva regida simplemente por la fe y la prudencia, sino gracias a una inspiración divina especialísima, bajo la Acción personal y directa del Espíritu de Dios. Cuanto más divi­nizada está un alma y más animada actualmente por los ardores de la caridad divina, más se asemeja a Dios y más participa de ese movimiento, que se da en Dios mis­mo, de detestación del mal. Este sentimiento divino de odio al pecado vibra en los hondones de su ser y partici­pa, proporcionalmente, de esta ineluctable oposición de Dios contra el pecado.

En vez de juzgar acerca del misterio del mal desde abajo, el alma endiosada lo contempla desde arriba, a la luz del Verbo; y, en su voluntad, el Espíritu de Amor da suelta a la decisión de combatir el mal con todas sus fuerzas, en una guerra sin cuartel, abrasándola en deseos de hacer desaparecer el pecado de todas las almas res­catadas por Cristo. Este sentimiento de temor filial llegó al paroxismo en la noche de Getsemaní, provocando en el Corazón de Cristo los síntomas psicológicos del terror y del anonadamiento hasta el punto de sudar sangre.

I I I

SU AMPLITUD UNIVERSAL

Sería restringir singularmente el campo de acción del don de temor el limitarlo al servicio de la esperanza y de la templanza. En realidad, libera a las almas de todas las formas del mal, por lo que viene a ser el au­xiliar de todas las virtudes.

Su acción principal no consiste en la huida del mal, sino en una actitud de profunda reverencia ante la Ma­

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jestad de Dios, infinitamente temible para los pecadores. Sus efectos secundarios y derivados alejan al hombre de todo mal. No tiene a Dios por su objeto inmediata­mente especificador, a la manera de las virtudes teolo­gales, sino que se refiere a Él, por así decirlo, al sesgo, por referencia al misterio del mal. Adquiere la amplitud universal del misterio del pecado.

IV

SU MODO DEIFORME

La ejemplaridad divina, que salta a la vista en todos los demás dones del Espíritu Santo, es difícil de percibir en el don de temor.

Compréndese sin esfuerzo que los dones intelectuales tengan por prototipo la inteligencia, la ciencia, la sabi­duría y el consejo de Dios. El don de piedad hemos visto que era como una imitación de la glorificación que Dios halla en Sí mismo, en su Verbo, y el don de fortaleza como un reflejo de la Omnipotencia y la Inmutabilidad divinas. Pero, ¿cómo descubrir en Dios un modelo del don de temor?

Sí que lo hay: su alejamiento de todo mal, es decir, en su santidad infinita, que comunica a los hombres y a los ángeles, que "tiemblan" ante Él, algo de su Pureza divina, inaccesible al más mínimo mancillamiento y dota­da de un poder soberanamente eficaz contra todas las formas del mal. El Espíritu de Dios es un Espíritu de temor, lo mismo que lo es de amor, de inteligencia, de ciencia, de sabiduría, de consejo, de fortaleza y de piedad. En su acción personal en lo más íntimo del alma, el Espíritu del Padre y del Hijo transmite algo de la infinita detestación del pecado que existe en Dios mismo, y de su voluntad de oponerse al “mal de culpa", y de su ordenación del "mal de pena" por su vengadora justicia para su mayor gloria y para restituir el orden en el universo.

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Un sentimiento análogo es participado, en el fondo de las almas, bajo la influencia directa del Espíritu de temor: ante todo, una detestación enérgica del pecado dictada por la caridad; además, un sentimiento de re­verencia para con la infinita grandeza de Aquél cuya so­berana Bondad merece ser el Fin supremo de cada uno de nuestros actos, sin la menor desviación egoísta hacia el pecado.

El modo deiforme del Espíritu de temor se mide por la Santidad de Dios.

V

ESTUDIO COMPARADO

Todo se sostiene mutuamente en el organismo sobre­natural de las virtudes y de los dones, donde unas y otros están en conexión y se apoyan entre sí. El funcio­namiento de esta interacción varía según el temperamen­to y el esfuerzo de cada cual, conforme al plan de nues­tra predestinación en Cristo. Las dominantes personales crean de continuo nuevas maneras de organización. Es la admirable galería de los santos. 1

1. E l don de temor y las virtudes cristianas

Cada don tiene sus particulares afinidades: los dones de inteligencia y de ciencia con la fe, el don de sabiduría con la caridad, el don de consejo con la prudencia, el don de fortaleza con la virtud de la fortaleza, el don de piedad con la virtud de religión y con las demás virtudes anejas a la de la justicia y que nos vinculan con nuestros prójimos. El don de temor, bajo el impulso motor y regulador del amor, manifiesta afinidades especiales con la esperanza, la templanza, la religión y la humildad.

En la base de todas las virtudes y de todos los dones se halla la fe. Ella proporciona al don de temor, bajo las iluminaciones complementarias del Espíritu Santo, las más altas luces sobre la trascendencia de Dios, funda-

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mentó supremo de la actividad de honda reverencia de toda creatura defectible en la presencia de Dios. La caridad le hace gustar, bajo la acción del don de sabi­duría, el Todo de Dios y la nada del pecado. La esperanza induce al alma humana, consciente de su fragilidad y de su miseria, a refugiarse en Dios, cuya Omnipotencia mi­sericordiosa es la única que puede librarla de todo mal. Así el espíritu de temor y la esperanza teologal, el sentido de nuestra debilidad y el de la Omnipotencia de Dios, se prestan en nosotros mutuo apoyo. El don de temor se convierte así en uno de los más preciosos auxiliares de la esperanza cristiana. Cuanto más débil y miserable se siente uno, cuanto más capaz de todas las caídas, más se acoge a Dios, como se cuelga el niño de los brazos de su padre.

La prudencia, ilustrada por las inspiraciones del don de consejo, sugiere al alma cristiana los pasos saludables y las decisiones rápidas que la harán caminar, sin temor servil ni espíritu mercenario, con el máximo de seguridad y de confianza en Dios, enteramente filial, por entre la inextricable complicación de la vida. El espíritu de temor, a su vez, conservando al alma fiel en la convicción de su nada y de sus posibilidades de pecar, es la fuente de múltiples otras virtudes llamadas a regular nuestras re­laciones de referencia, de sumisión, de obediencia y de servicio para con Dios y para con cuantos tengan auto­ridad recibida de Él. De esta manera, el don de temor se halla en la raíz de las virtudes de religión y de la hu­mildad. Distínguese específicamente de ellas, pero las inspira como un principio superior dirige y manda a otras actividades inferiores. Una honda afinidad une al don de temor, a la virtud de religión y a la humildad en una misma actitud de deferencia para con Dios: el espíritu de temor dándonos conciencia de nuestra fragilidad de pecadores y una voluntad de total sumisión ante la infi­nita Majestad de Dios; la-religión inclinándonos a proster­narnos en su Presencia con silencio admirativo y adora­ción sin fin; la humildad poniendo en nosotros la firme resolución de mantenernos siempre en nuestro puesto de la nada que somos, sin exaltamos jamás a nosotros mis­mos delante de Dios.

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Atribúyesele con razón al don de temor una afinidad especial con la templanza, que libra al hombre de todo contacto camal impuro que viniese a manchar su alma espiritual, llamada a vivir en intimidad con Dios. Más profundamente que la castidad, el don de temor filial purifica al hombre de toda mácula envilecedora que le haría descender al nivel de las bestias. Más umversal­mente, el Espíritu de temor conserva al alma virgen de todo lo que no es Dios. Él la aleja de todo pecado, de la menor falta que, en ella, pudiese "contristar al Espíritu Santo".'2

2. El don de temor y los demás dones

El don de temor tiene rango aparte entre los dones del Espíritu Santo. Su función específica hace de él el don por excelencia de la lucha contra el pecado por reverencia a Dios. Todos los demás dones le ayudan en esta función primordial: las luces de los dones contem­plativos le descubren la grandeza de Dios y la significa­ción del pecado; las directrices prácticas del don de con­sejo le formulan las consignas para la acción; el don de piedad le mantiene en la admiración de Dios; el don de fuerza le sostiene en una lucha sin desfallecimientos con­tra el mal.

El don de temor, a su vez, les recuerda sin cesar a los demás dones nuestra condición de pecadores, los estragos del pecado mortal o venial en la vida del espíritu, los retardamientos que producen todas nuestras imperfeccio­nes. Él asegura nuestra sumisión total entre las manos de Dios.

V I

VICIOS OPUESTOS

Se puede pecar contra los dones del Espíritu Santo por resistencia directa a las divinas inspiraciones, o tam­bién, indirectamente, por falta de fidelidad a la gracia de

12. Eph 4, 10.

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las virtudes, falta que implica el no ser dóciles al Espíritu de Dios. Además, toda falta contra una virtud puede opo­nerse al don correspondiente. Así, un pecado contra la fe puede, inmediatamente o por sus consecuencias, dismi­nuir en el alma las luces de los dones de inteligencia y de ciencia; un golpe a la caridad embota el gusto de Dios y de sus cosas, fruto del don de sabiduría; una in­justicia contra Dios, nuestro Padre, o contra los hombres, nuestros hermanos, repercute contra el don de piedad.

Tres vicios parecen oponerse más en particular al espíritu de temor: la presunción, el descorazonamiento y la obliteración del sentido del pecado.

La presunción y el descorazonamiento o desánimo se oponen a los dos movimientos fundamentales del don de temor: reverencia a Dios y huida del mal.

1. La presunción

El presuntuoso nunca tiene bastante en cuenta la tras­cendencia de Dios, cuyos derechos soberanos merecen ser proclamados por toda creatura conciente de su total dependencia de Dios. El orgullo, que está en la raíz de todos los pecados, le arrebata al hombre, desatento a esta sumisión perfecta que debe a su Creador, arrastrándole a sentimientos de confianza excesiva en sí mismo y de in­debida exageración de sus propias fuerzas. Es todo lo opuesto al espíritu de humildad y de reverencia a Dios que caracteriza al don de temor. 2

2. Descorazonamiento

En sentido inverso, el hombre se desanima porque vuelve demasiado sus ojos sobre sí, dejando de considerar lo bastante su connatural miseria en correlación con la infinitud de Dios. Es desconocer prácticamente la miseri­cordiosa bondad de Dios, nuestro Padre, y la ilimitada po­tencia de sus auxilios. Ahora, bien, en realidad el hom­bre jamás está solo en la vida. Dios, que le ha creado, está siempre con él, pronto a ayudarle en su retorno

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hacia £1. La vida espiritual consiste ante todo en este continuo mirar hacia Dios para descubrir en Él la razón de ser y la medida de todos nuestros deberes. Dejar de mirar a Dios para fijarse en sí mismo, es querer apoyarse en un ser de nada. Este excesivo replegarse sobre sí lleva infaliblemente al hastío y al abatimiento. Cuando la esperanza ha cesado de habitar en la vida de un hom­bre, todas las caídas son posibles. La desesperación rom­pe todos los resortes de un alma. A un ser descorazonado hay que tomarle siempre en serio. Si las horas de gran desesperación son raras en una vida, en cambio, las ten­taciones de desánimo nos acechan a cada instante, con ocasión de las incomprensiones, de las múltiples resis­tencias y de los inevitables fracasos. Ninguna existencia humana puede librarse totalmente de algún fracaso. Es­tas impotencias y estas decepciones deben impulsarnos, por el contrario, a buscar refugio en Dios. Él no nos faltará jamás.

El verdadero espíritu de temor, que nos mantiene con­vencidos de nuestra fragilidad personal, provoca en nos­otros las reacciones del amor consciente de su debilidad y que se abandona sin reservas a aquél a quien ama, esperándolo todo de él. En la tierra, los más bellos actos del don de temor brotan en nosotros, bajo la ac­ción del Espíritu de Amor, entre los esplendores de la virtud de la esperanza.

3. Obliteración del sentido del pecado

El don de temor, bajo las iluminaciones superiores del don de ciencia, sostiene una eficaz lucha contra todas las formas del mal. El pecado nos aparece entonces como el mal supremo del universo y por nada del mundo, ni siquiera para obtener la supresión del infierno y la aniquilación de todo el cosmos, deberíamos consentir en desagradar a Dios con el más mínimo pecado venial.

El mundo moderno ha perdido el sentido del pecado a la vez que el sentido de Dios. De ahí tantas existencias cristianas anémicas, sin impulso y sin fuerza en los combates de la Iglesia para la extensión del reino de

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Dios. El odio al mal es la otra cara del amor; la lucha contra el pecado va medida en un alma por su grado de amor a Dios. Los movimientos reformadores dentro de la Iglesia han sido inspirados por el heroísmo de los santos.

En sentido inverso, la disminución del espíritu de temor de Dios introduce en los pueblos el laxismo y la obliteración del pecado. Es éste uno de los resultados más palmarios del ateísmo de hoy.

El espíritu de temor aumenta en las almas o desapa­rece en ellas con el Espíritu de Amor.

V II

SU PAPEL DE FUNDAMENTO EN LA VIDA ESPIRITUAL

La actitud más fundamental de toda creatura que se acerca a Dios es la conciencia de su nada en presencia de "Aquél que Es". — "Yo Soy El que Soy. Tú eres lo que no es", decía Dios a Santa Catalina de Siena. Todas nuestras relaciones con Dios son regidas por esta verdad básica que nos sitúa en nuestro lugar dentro del universo. "Ante Dios, todos los pueblos son como si no fueran.” u

La humildad le afirma al hombre en esta voluntad de dependencia y sumisión totales con respecto al Ser infi­nito. Por eso, es la humildad la primera de todas las virtudes, no según la jerarquía de valores, en la cual conservan su primado las virtudes teologales, sino en el orden genético y por vía de dispoción. La humildad atrae la gracia. Dios colma de sus beneficios a quienes sabe Él que no quieren robarle ni la más pequeña porción de su gloria. En cambio, Dios no puede soportar a los orgu­llosos. Les quebranta, les devuelve a su nada.

Todo el edificio de nuestra perfección se asienta sobre la humildad. Es éste un axioma corriente en la tradición cristiana, formulado ya por San Jerónimo: la humildad 13

13. Is 40, 17.

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es el fundamento y la guardiana de las virtudes”. "Hu- militas est fundamentum, custosque virtutum." 14

De igual manera, pero todavía con mayor profundidad, el Espíritu de temor afirma al hombre, mediante una inspiración divina, en la convicción, ya percibida, de su propia nada y de su radical impotencia para todo bien. Ante la eminente grandeza de Dios, el hombre no tiene más que un refugio: Una sumisión sin reservas de todo su ser a Dios, en una reverencia que le mantiene en la actitud de simple creatura, es decir, de ser hecho de la nada y pecador. El soplo purificador del Espíritu de temor libra al hombre de toda exaltación de sí mismo. Ante "Aquél que Es”, el hombre no puede atribuirse nada a sí mismo: ni su ser, ni sus facultades, ni sus actos, nada, nada en absoluto. Se siente nada. Es la "pobreza de espíritu" absoluta, descrita por los místicos como la condición liberadora del "yo”, que pone a la creatura toda entera a disposición de Dios, sin replegarse sobre sí misma, con una docilidad sin reservas a las transfor­mantes operaciones del Espíritu de Amor. Dios hace ma­ravillas en el alma que se olvida de sí. San Juan de la Cruz ha cantado con incomparable lirismo esta libertad suprema del alma que se consuma en Dios mediante la unión amorosa. Las purificaciones activas y pasivas de la noche de los sentidos y de la noche del espíritu, no tienen otro fin que el de desbrozar al hombre de sí mismo para dejar todo el sitio a Dios. El Espíritu de temor es inseparable del Espíritu de Amor. Él convierte al hombre en dócil instrumento de todas las obras de Dios.

14. Epístola ad Eustochium.

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T ercera par te

LA FE EN SUS APLICACIO NES CONCRETAS «F id es quaerens exemplum »

C a p ít u l o XLOS DONES DEL ESPIRITU SANTO

EN CRISTO, EN LA VIRGEN Y EN LOS SANTOS (Resumen)

I. El juego de los dones en CristoEspíritu de sabiduría.Espíritu de inteligencia.Espíritu de ciencia.Espíritu de consejo.Espíritu de piedad.Espíritu de fortaleza.Espíritu de temor.

II. El juego de los dones en la madre de CristoEspíritu de inteligencia.Espíritu de sabiduría.Espíritu de ciencia.Espíritu de consejo.Espíritu de piedad.Espíritu de fortaleza.Espíritu de temor. III.

III. El juego de los dones en los Santos.Espíritu de inteligencia.Espíritu de ciencia.Espíritu de sabiduría.Espíritu de consejo.Espíritu de piedad.Espíritu de fortaleza.Espíritu de temor.

« Admirable es Dios en sus santos».

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T e r c e r a p a r t e

LA FE EN SUS APLICACIONES CONCRETAS

C a p í t u l o d é c i m o

LOS DONES DEL ESPÍRITU SANTO EN CRISTO, EN LA VIRGEN Y EN LOS SANTOS

Nada hay tan variado como la acción del Espíritu Santo en la Iglesia. Una teología de los dones meramente escolar y abstracta, peligraría de incurrir en un esque­matismo deformante. El análisis científico ha de comple­tarse con la síntesis viva de la realidad concreta. Al modo de las demás ciencias, para ser fiel a su método integral, la teología, tras las dos primeras fases de cons­tatación y de explicación, debe pasar a la de las aplicacio­nes: entrar en el dominio de los caminos de Dios y de la guía providencial de las almas. Participando en la trascendencia del conocimiento divino, a la vez especula­tivo y práctico, la misma ciencia teológica está llamada a extenderse desde la contemplación de los más sublimes misterios hasta la consideración minuciosa de los casos individuales. Nada se le escapa a la infalible ciencia de Dios y, por lo mismo, nada tampoco debe quedar fuera de la mirada del teólogo.

El Espíritu Santo aparece así, a la luz proviniente de lo alto, como el Realizador, a través de las contingencias históricas, de los designios eternos de Dios. El Espíritu Santo, el Espíritu del Padre y del Hijo es quien ha dis­tribuido la gracia y la gloria al mundo de los espíritus puros, a todo el cielo de los elegidos, y quien se inclina aún a cada instante sobre nuestras almas para imprimir en ellas la semejanza divina. El Espíritu Santo ha mode­lado a Cristo y a su Madre. Él “ forma a Cristo" en las almas de todos los santos. Él hace la Iglesia.

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I

EL JUEGO DE LOS DONES EN CRISTO

En el "libro de Emanuel”, de Isaías, se lee la célebre profecía sobre la plenitud de los dones que el Espíritu de Yavé derramará sobre el futuro Mesías. La "vara brotada del tronco de Jesé"1 poseerá las cualidades, las virtudes y los carismas necesarios para su misión me- siánica. Resumirá en sí, en un grado eminente: la inte­ligencia, la ciencia y la sabiduría de Salomón, la pruden­cia real de David, la fuerza de Sansón, la conciencia de su debilidad y de su nada en presencia de la santidad infinita de Dios que tuvieron los grandes profetas, la confianza en Dios y la fidelidad heroica de Abraham, de Isaac y de Jacob, el sentido de la Ley que hará del Mesías, más aun que de Moisés, el conductor por exce­lencia del pueblo de Dios. Su espíritu de justicia y de equidad pondrá en él como un reflejo de la santidad de Dios.

"Sobre el que reposará el Espíritu de Yavé:Espíritu de sabiduría y de inteligencia,Espíritu de consejo y de fortaleza,Espíritu de ciencia y de temor de Yavé.” 1 2

El Espíritu de Dios "reposará” sobre Él, en plenitud y permanentemente.

El Nuevo Testamento nos muestra al "Espíritu Santo descendiendo sobre Él, en forma corpórea, de paloma”, viniendo a cubrirle con sus alas.3 "Jesús estaba lleno del Espíritu Santo”,4 Dios "le dio sin medida su Espíritu” 5 como a su “Hijo bien amado, en quien halla todas sus

1. Is 11, i2 . Is 11, 23 . Le 3, 22.4 . Le 4, 1.5. lo 3, 34.

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complacencias”.6 El Verbo Encarnado tiene una posición única con respecto al Espíritu Santo.

Como Verbo Eterno, es, con el Padre, Principio y Fuente del Espíritu Santo, que todo lo recibe de Él en su Divinidad: su Naturaleza, su Ser, sus Perfecciones infinitas.

El Verbo da al Espíritu Santo el ser Dios. El Espíritu Santo "procede del Padre y del Hijo" por vía de amor, como tercera Persona de la Santísima Trinidad.

En su humanidad, es Cristo, por el contrario, quien lo recibe todo del Espíritu Santo: su cuerpo, su alma, su unión hipostática, su santidad substancial, su sacer­docio, su realeza, todos los atributos de su gracia capital, todos sus actos de Hijo Ünico del Padre y de Jefe supre­mo de la Iglesia. Las acciones todas del Verbo hecho carne provenían en Él del impulso constante y personal del Espíritu de Amor, revestido de una plenitud de gracia y de verdad, digna de un Dios que caminaba entre nos­otros por la tierra, y haciendo subir en cada uno de sus actos una glorificación infinita hacia la Trinidad.

1. Espíritu de sabiduría

La actividad de los dones del Espíritu Santo en el alma de Cristo se desarrolló, desde el primer instante de la Encarnación, entre los fulgores de su visión beatífica. Jesús contemplaba a su Padre y todas las obras de Dios en la claridad de la visión cara a cara.

Hay que tener en cuenta esta verdad fundamental en­señada por el magisterio eclesiástico, si se quiere profun­dizar en la vida espiritual del Verbo Encarnado.

La visión beatífica constituía permanentemente, para el alma de Cristo, el principio de una visión inmediata de Dios, la fuente de una fruición de toda la Trinidad que le colmaba de infinita dicha, el verdadero centro de pers­pectivas de un Dios que habitaba entre nosotros en la tierra con una psicología ya de eternidad. Caso único, de una misma personalidad divina gozando simultánea­

6. hit 3, 17.

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mente, como Verbo, de la Beatitud increada de Dios, y, en su naturaleza humana, por la luz de gloria, de la contemplación beatificante de su propia Divinidad.

¿Cómo atreverse a penetrar en tales abismos de una sabiduría contemplativa de la Esencia y de todos los atributos de Dios en la unidad de la Trinidad, y de una sabiduría práctica que le descubría a Él, el Artista Creador, todos los esplendores del universo y toda la historia del mundo? Esta visión beatífica se desplegaba "extra Verbum" en una Sabiduría amorosa de orden místico, que, bajo las continuas mociones del Espíritu Santo, le hacía saborear en su alma de Verbo Encarnado la inamisible posesión de Dios y le permitía juzgar todas las cosas, por connaturalidad, a la ardiente y experimen­tal luz de Dios. Cristo vivía así, día y noche, con su alma radiante de la claridad del Verbo, contemplando a Dios y el universo todo en su propia Divinidad, y saboreando "por fuera”, pero entre los fulgores de esta contempla­ción cara a cara, las dulzuras creadas de la unión divina; juzgando, por una afinidad única y por vía de amor, acerca de todos los misterios divinos.

Tal era el clima del funcionamiento de los dones del Espíritu Santo en el alma de Cristo.

El don de sabiduría presentaba, en el alma de Cristo igual que en las de los santos, una doble forma: contem­plativa y activa o práctica.

En lo más elevado de su alma humana, Cristo gozaba de la visión beatífica, pero, como prolongación de la intuición facial de Dios "en” el Verbo, "intra Verbum", dábase en Él, por intermedio de su caridad, un sabroso conocimiento de Dios. El don de sabiduría, que es por excelencia el don de la experiencia mística, le permitía saborear así, por los efectos de una visión beatificante: la infinita grandeza, la riqueza sin límites, las perfeccio­nes sin número, la eminente simplicidad del Acto Puro, la Esencia increada de "Aquél que Es", Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo en la indivisible unidad de la Trinidad.

Mientras que en los demás santos la experiencia mís­tica se desenvuelve en una irreductible distinción de persona con Dios, en Cristo, la misma Personalidad divina gozaba simultáneamente, como Dios, igual que el Padre,

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de las luces de la Sabiduría increada, y, como hombre, en su inteligencia beatificada, de una doble sabiduría creada, la una "dentro" de la visión beatífica, la otra en su irra­diar, por vía de amor y a la medida de su caridad- Gozaba de Dios de tres maneras diferentes, subordinadas: por "circuminsesión" trinitaria, por la intuición facial beatífica, y, en fin, por experiencia mística de las dulce­dumbres y de los gozos producidos en Él por los efectos de la Bondad divina.

Psicología única, dependiente en Él de la dualidad de naturalezas en la unidad de la Persona, y que mantiene al alma de Cristo en una continua experiencia de Dios y de las cosas divinas, que no puede ni compararse con la modalidad ordinaria de la gracia en los hijos adopti­vos. "Yo no estoy nunca solo. El Padre está siempre conmigo."7 "¿No sabéis que Yo estoy en mi Padre y que el Padre está en M í?"8 No es fácil distinguir, al leer el Evangelio, lo que ha de atribuirse al Hijo, oculto "en el seno del Padre"9 o al Verbo Encarnado viviente entre los hombres. San Juan y, después de él, San Cirilo de Ale­jandría, han hecho resaltar mucho la indivisible unidad del Verbo eterno y del Verbo hecho carne. Perspectivas éstas capitales para no dividir a Cristo y para compren­der el funcionamiento de las virtudes y de los dones del Espíritu Santo en "el Hijo Ünico del Padre".10

A esta luz se origina el aspecto práctico del don de sabiduría. Cristo descubría en la imitación del Padre el supremo ideal de toda santidad para los hijos adoptivo's. Día y noche, bajo su mirada, se iba desarrollando todo el plan de Dios, su primacía como Cristo, la predestina­ción de todos los elegidos según el modelo de su propia Filiación divina. Jesús veía mejor que San Pablo el sen­tido de la historia del mundo como, un drama de reden­ción y una configuración progresiva de los hombres a su imagen de "H ijo Ünico del Padre”. Todo, así los grandes acaecimientos providenciales como los más mi­núsculos detalles de cada una de nuestras vidas, era juz­

7. lo 16, 32.8. l o 14, 10.9. lo 1, 18.10. lo 1, 14.

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gado por Él según esta finalidad suprema del universo: la consumación de todos los elegidos en la unidad de la Trinidad.

Esta sabiduría del plan eterno de Dios se había hecho la norma inspiradora de todas sus acciones, de las más sublimes y de las más mínimas, "hasta la última iota". El alma de Cristo jamás descendía de estas cum­bres: "Yo hago siempre lo que es del agrado de mi Padre".“

La gloria del Padre era la Ley suprema de su ser y de todas sus acciones. En el ocaso de su vida, Él podrá, y sólo Él, dar de sí este testimonio: "Padre, Yo te he glorificado”.11 12 Dirigido por el Espíritu de Sabiduría, Cris­to ha "pasado" por la tierra "haciendo el bien",13 “reali­zándolo todo perfectamente" 14 con la sencillez y la so­berana soltura de un Dios hecho carne, que habitaba entre los hombres y permanecía a la vez "junto" al Padre, fiel a su misión de guiar a los hombres hacia su Padre, para "consumarles” allí por la gracia, con el Espíritu, "en la unidad" de la Trinidad.

2. Espíritu de inteligencia

Mientras que bajo el régimen de la fe, aun en los mayores santos, la actividad de los dones del Espíritu Santo se eleva de lo visible hacia lo invisible, de lo tem­poral hacia lo eterno, en cambio, en el alma de Cristo, su ejercicio se desarrollaba como prolongación de la visión beatífica en los fulgores del Verbo. El "H ijo Ünico del Padre", habitando entre nosotros, contemplaba todas las cosas a la luz de Dios: “sub specie aetemita- tis".

El Espíritu Santo utilizaba el inmenso amor de Cristo a su Padre para hacerle saborear las infinitas perfeccio­nes de Dios; y, a la luz de esta experiencia mística la inteligencia humana pero beatificada del Verbo Encar­

11. lo 8, 29.12. lo 17, 4.13. Aet 10, 38.14. Me 7 , 37.

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nado penetraba los abismos de la Trinidad y todas las obras externas de Dios. Los dones intelectuales de inte­ligencia, ciencia, sabiduría y consejo se ejercitaban en Él por connaturalidad con las cosas divinas, como una "ciencia de amor”. Bajo las iluminaciones del Espíritu de inteligencia, la mirada de Cristo escrutaba amorosa­mente la Esencia divina y la infinitud de los divinos atri­butos. Las creaturas se le revelaban como obra del amor. Él las contemplaba primeramente en el acto crea­dor como una imitación del Verbo; después, se inclinaba sobre ellas con la inconmensurable caridad de su Cora­zón de Cristo. Conocíalas así de una manera nueva, por intuición amorosa.

No necesitaba preguntar para saber lo que había en los hombres. Leía en las profundidades de las almas sin que sé le escapara secreto alguno. Conocía las dimensio­nes y la situación exacta del más diminuto grano de arena en el universo. Se estremecía de gozo o de tristeza por los progresos en la santidad o por la condenación del "más pequeño de los suyos".15 "El Buen Pastor conoce a sus ovejas y a cada una la llama por su nombre."16 Cristo nos conocía de este modo. Tenía para cada uno de nosotros una mirada de amor. Esta misma mirada abar­caba todo el universo visible e invisible. Al considerar el Templo de Jerusalén, veía en él la "casa de su Padre" y no quería verlo transformado en un "mercado".17 Cuan­do se paseaba por los atrios del Templo o asistía a los simbólicos ritos del Antiguo Testamento, estaba con­templando al descubierto el Sacrificio único que prefi­guraban; cuando leía las Escrituras, su alma de Cristo, iluminada toda por la claridad del Verbo, comprendía merced a las continuas luces del Espíritu Santo, cómo, en definitiva, todos los Libros Sagrados no hablaban más que de Él.

El Espíritu de Yavé, su Espíritu de Inteligencia y de Verdad, "reposaba" en Él para comunicarle plenamente, conforme a las exigencias de su Misión como Mesías y “Salvador del mundo”, todas las luces de Dios.

15. M t 10, 42.16. l o 10, 3.17. l o 2, 16.

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3. Espíritu de ciencia

No es lo mismo entrever a las creaturas desde abajo, mezclado con ellas, presenciar su belleza efímera pero peligrosa para un ser pecador, que contemplarlas desde arriba, entre los esplendores de la Luz del Verbo, con la pureza de Cristo.

El Verbo poseía un conocimiento exhaustivo del uni­verso, a título de Artista creador. En su inteligencia de hombre, Cristo —según nos enseña la teología clásica— estaba dotado de una cuádruple ciencia: la visión bea­tífica con una modalidad inmutable y eterna; una ciencia angélica, sucesiva pero adecuada a la realidad; en tercer lugar, una ciencia discursiva, al modo humano y siempre en progreso, como nos lo manifiesta bien el Evangelio; y, finalmente, un conocimiento de otro orden, experi­mental y místico, prolongación inmediata de su visión bienaventurada, a la luz de los dones del Espíritu Santo, la "ciencia de los santos”, "una ciencia de amor” que valora a las creaturas con el sentido de Dios, que pone en nosotros la gracia santificante por afinidad con Él. El bautizado juzga de las creaturas con el instinto filial de los verdaderos hijos de Dios, movido por su Espíritu.

Así es como Jesús paseaba por todas las creaturas su mirada de Hijo de Dios, de heredero del universo. Jamás rozará su alma inmaculada la sombra del mal. Su cuerpo virginal fue siempre Templo vivo de la Trinidad Santí­sima. Nunca experimentó la fascinación seductora de las creaturas. Todas ellas aparecían a sus ojos como trans­parencias de Dios. Ante el espectáculo de la naturaleza y de las maravillas del mundo de la gracia, entonaba, en su alma de Cristo el cántico de la creación, llamando a todos los seres del universo a magnificar con Él al Señor. El Espíritu de ciencia reposaba plenamente en Él: la más diminuta florecilla del campo, los pájaros del cielo, el esplendor de los espíritus puros y de las almas rescata­das, todo, en Él, ascendía hacia Dios proclamando su gloria.

Nadie sufrió como Él por causa de las creaturas. Él padeció más que otra persona alguna la debilidad y el

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egoísmo que se ocultan en cada uno de nosotros, la tibieza de los buenos, los decaimientos de los mejores, la perversidad humana, la malicia y el odio de los enemigos de Dios. Esta visión redentora le arrancó lágrimas, gritos de dolor, ardientes súplicas y hasta un sudor de sangre. ¡Él sabía muy bien el valor de un alma! El Espíritu de ciencia le hacía apreciar todas las creaturas con la apreciación de Dios.

4. Espíritu de consejo

Bajo la mirada de Cristo se desplegaba sin cesar, en su extensión infinita y en sus más secretas profundidades, todo el plan de Dios y su progresiva realización a través de la historia de la salvación del género humano. El Cru­cificado del Gólgota se veía en el centro del mundo como "signo de contradicción”,18 iluminando y dividiendo a los hombres.

Nos cuesta trabajo adaptarnos a las vastas perspecti­vas de redención que mantenían de continuo el alma de Cristo, a plena luz, de cara a Dios y a todo el universo.

Su soberana prudencia era la del Dueño del mundo, que disponía de todo para la glorificación del Padre y el eterno bien de los elegidos. Los menores detalles de nuestras existencias humanas, los movimientos más im­perceptibles de cada átomo aparecían a sus ojos en orgánica conexión con toda la historia del universo.

En el plan de Dios todo está ligado, todo se encadena en el juego de las causas segundas, todo conduce hacia la Jerusalén celestial, hacia la Ciudad de Dios. El Verbo Encarnado sabía que Él era el Artífice principal, manda­tario del Padre, para conducir a los hombres hacia Dios, con la asistecia y bajo la guía personal del Espíritu. Conocía el valor de adoración y redención de cada uno de sus actos, su universal alcance en la economía de la salvación. Con la mirada fija en el fin último del univer­so, la glorificación y la posesión de la Trinidad, caminó entre nosotros cumpliendo las Escrituras hasta la menor tilde, llevando a cabo la obra iniciada por los siervos

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fieles de Yavé en el Antiguo Testamento, inaugurando una nueva era, en primer lugar por una preparación si­lenciosa y dolorosa, y, después, por la deslumbrante fun­dación de la Iglesia el día de Pentecostés, bajo la acción del Espíritu.

En £1, el don de consejo tenía la simplicidad, pero también la complejidad y la infinita amplitud de los móviles de acción del Dios del universo, encarnado para encaminar a los hombres, mediante sus méritos, su ejem­plo, su actividad omnipotente y milagrosa, su acción íntima en cada uno de nosotros, hacia la consumación en la unidad de la Trinidad. El Espíritu de consejo le movía en todos sus actos como Mediador Ünico entre el uni­verso y Dios. Su vida en la tierra se desarrollará sin brillo aparente, casi siempre oculta, suscitando en su fase de actividad pública el entusiasmo de unos, la incom­prensión y la oposición de otros.

Jamás se pudo sorprender en Él la menor falta mo­ral: “¿Quién de vosotros me argüirá de pecado?" 19 En las situaciones más críticas, sus respuestas superan en sa­biduría a las de Salomón: "Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”.20 "El que de vosotros esté sin pecado, tire la primera piedra.” 21 Su impecable conducta se ha convertido para todos los hombres en infalible norma de perfección.

El Espíritu de consejo le sugirió multitud de máximas espirituales que hacen del Evangelio un código perfecto de santidad en el que se halla en lapidarias fórmulas el ideal cristiano: Vivir a imitación de nuestro Padre celes­tial; primacía del amor; adoración a Dios en espíritu y en verdad; caridad fraterna y universal; dignidad infi­nita del alma humana; desprendimiento de sí mismo y abnegación total en el seguimiento de Cristo.

Basta con abrir al azar el Evangelio, y en el sermón de la montaña, en sus parábolas a las muchedumbres, en sus conversaciones íntimas con los discípulos, en cada página, se encontrarán máximas espirituales que con­tienen las más eficaces consignas de santidad: "Bien­ io

io lo 8, 46.20. Mt 22, 21.21. lo 8, 7.

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aventurados los pobres de espíritu, pues de ellos es el Reino de los cielos... Bienaventurados los puros de co­razón, pues ellos verán a Dios”.“ "Entrad por la puerta estrecha, porque ancha es la puerta y espaciosa la senda que lleva a la perdición.” “ “Amad a vuestros enemigos, y orad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre, que está en los cielos, el cual hace salir el sol sobre malos y buenos y llueve sobre justos e injus­tos.” 23' "Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto.” 24 "Nadie puede servir a la vez a dos señores... a Dios y al dinero.” 25 "Quién quiera ser el primero hágase el último y el servidor de todos.” 26 “En verdad, en verdad os digo: Lo que hiciereis al más pequeño de los míos, a Mí me lo habréis hecho."27 "Por esta señal se os reco­nocerá como discípulos míos: si os amáis los unos a los otros.” 2* "Permaneced en mi amor."29 "Aquél que per­manece en Mí y en quien Yo permanezco da muchos frutos.” 14 “En esto será glorificado mi Padre, en que deis mucho fruto."31

No es solamente un maestro espiritual el que habla así, sino un Dios, Hijo Ünico, oculto en el seno del Padre, "venido" para "revelamos" los secretos de la vida íntima de las Tres Personas divinas y enseñamos a los hombres los caminos de Dios.

5. Espíritu de piedad

El Verbo eterno es la alabanza substancial del Padre, "el resplandor de su gloria",32 la expresión viva y ade­cuada de los esplendores de la Trinidad. Su sacerdocio tiene en su Filiación divina su profunda raíz, el Principio

22. M t 5, 3-8.23. M t 7, 13.23. M t 5 , 44-45.24. M t 5, 48.25. M t 6, 24.26. Me 9, 35.27. M t 25 , 45.28. l o 13, 35.29. lo 15, 9.30. l o 15, 5.31. l o 15, 8.32. Hebr 1, 3.

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de una infinita grandeza. "No se exaltó Cristo a sí mismo haciéndose Pontífice, sino Aquél que le dijo: "H ijo mío eres tú, hoy te engendré". Y conforme a esto dice en otra parte: “Tú eres sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec"33." En verdad "tenemos por Pon­tífice al Hijo de Dios”,34 un Dios Sacerdote, un Dios Hostia, un Dios que glorifica a Dios en nuestra humani­dad pecadora, asumida por Él en la Unidad de persona y que une a su oblación de amor la ofrenda de toda la Iglesia en el sacrificio único de un mismo Cristo total.

Cristo es un Dios Sacerdote, y ello no por su Divini­dad, ni siquiera directamente por su unión hipostática, sino por su gracia capital y en su humanidad: “Pues todo Pontífice tomado de entre los hombres, en favor de los hombres es instituido para las cosas que miran a Dios, para ofrecer ofrendas y sacrificios por los pecados".35 36

"Uno de los Tres se encarnó, sufrió y murió por nos­otros." “Unus de Trinitate passus est." Este “Uno de los Tres" es nuestro Sacerdote, que reúne en torno de Él y en Él, en la unidad de una misma persona, a todos los miembros de su cuerpo místico en una misma obra de alabanza, tributando a la Santísima Trinidad infinita glo­rificación. Todo el movimiento litúrgico de la Iglesia, todo el oficio de oración de los ángeles y de los hombres pasa por el alma sacerdotal de Cristo, nuestro único Mediador ante el Padre, es decir, que por Cristo pasan nuestra adoración, nuestra acción de gracias, nuestra súplica, nuestra expiación y nuestra redención: Los Santos Padres gustaban de designar a Cristo como al Director de coro del universo entero: "Christus musicus”. “Por Él, con Él y en Él se eleva continuamente hacia el Padre todo honor y toda gloria en la unidad de un mismo Espíritu de Amor.”

Estos enfoques dogmáticos nos permitirán compren­der la verdadera naturaleza del don de piedad en el alma de Cristo. Jesús es el H ijo Unico del Padre. Él "se ocupa por entero en las cosas de su Padre",34 solícito

33. H ebr 5, 5-6.34. Hebr 4, 14.35. Hebr 5, 1.36. Le 2, 49.

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únicamente de su gloria. Habría que citar aquí todo el Evangelio de San Juan para ir descubriendo en él el sentido de este Espíritu de piedad que mantenía perpe­tuamente al Verbo Encarnado en la presencia de su Padre y con una actitud de Hijo. Al soplo del Espíritu brotaban en Cristo, de las profundidades de su alma, los sentimientos de las relaciones filiales, que le hacían decir con un acento inigualado: “ ¡Abba, Padre!” Toda la religión de Jesús estaba contenida en esta exclamación filial que, en recuerdo suyo, con Él y en Él, repetirá la Iglesia hasta el fin de los siglos. El mismo Espíritu de Amor nos hace musitar a nosotros también con filial ternura: "¡Abba!", a título de hijos adoptivos. El Verbo hecho carne era Hijo por naturaleza y siempre se volvía hacia su Padre, en todos los acontecimientos de su exis­tencia, desde su "Ecce venio” hasta su "Consummatum est", y, en la gloria del más allá, donde sigue “viviendo” ante la faz de su Padre, "intercediendo en favor nues­tro”.37

La oración de Jesús tuvo de manera eminente todas las formas de la oración cristiana. Se dirigía a su Padre en todas sus necesidades, consciente de que, aunque igual a Él en la Divinidad, dependía por completo de Él en su humanidad. Se le mostraba agradecido por todas las gracias recibidas. Rogó a su Padre antes de escoger a los Apóstoles; le rogó con un estremecimiento de emoción al ir a resucitar a Lázaro.

Una vez se han retirado las multitudes de Galilea, des­pués de su predicación y sus milagros, se refugia solo en la soledad de la montaña para allí "pasar la noche haciendo oración a Dios”.38 Noches de Galilea y de Judea, noches de adoración, noches de ardiente súplica por el mundo entero, "con lágrimas” y sintiendo angustia por nuestra salvación, entre "poderosos clamores"39 reden­tores, acompañados en Getsemaní de un "sudor de san­gre”.40

El punto culminante de esta oración y de este Espíritu

37. Hebr 7, 25.38. Le 6, 12.39. Hebr 5, 7.40. Le 22, 44.

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de piedad aparece en la plática de Jesús después de la Cena, sobre todo en su sublime oración sacerdotal:

"Padre, llegó la hora: glorifica a tu Hijo, para que el H ijo te glorifique..."

“Padre, glorifícame cerca de ti mismo con la gloria que tuve cerca de ti antes que el mundo existiese..."

“Padre Santo,guarda en tu nombre a estos que me has dado, para que sean uno como nosotros..."

"Quiero que donde esté Yo estén ellos también conmigo, para que vean mi gloria, que Tú me has dado, porque me amaste antes de la creación del mun-

[do".4'

La Iglesia hallará en ésta suprema plegaria de Jesús alimento para su vida contemplativa hasta el final de los siglos. Estas palabras del Verbo han de entenderse con el mismo Espíritu que las había inspirado, y como María, la Madre de Jesús, debemos "recogerlas en el corazón”, meditarlas en el silencio del amor.

6. Espíritu de fortaleza

El Verbo Encamado, con la mirada inmutablemente fija en su tarea redentora, a la claridad de la visión, caminó hacia su Pasión y Muerte con un Corazón mag­nánimo, que en la inmensidad de su amor salvador en­volvía a los hombres de todas las razas y de todos los tiempos.

Su misión salvadora rebasaba infinitamente los más amplios cometidos que Dios haya confiado nunca a los personajes más famosos de la historia. El plan divino de la salvación poner a Cristo en la cima de la creación,

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realizando una obra de universal reconciliación median­te su Encarnación redentora. En estas perspectivas gran­diosas de la restauración del universo por el Hijo En­carnado es donde se ha de considerar y medir la am­plitud con que se desplegó en Él el ejercicio del don de fortaleza.

San Pablo ha hecho resaltar mucho las dimensiones cósmicas de la obra redentora de Cristo, en su Epístola a los Efesios, dictada ya hacia el fin de su vida, cuando su concepción del mundo y su inteligencia del misterio de Cristo habían llegado a su suprema evolución. La eco­nomía de la salvación y toda la historia del mundo veía­las el Apóstol dominadas por el Cristo Salvador, “en quien Dios Padre nos colmó de toda suerte de beneficios celestiales, habiéndonos elegido en Él antes de la consti­tución del mundo para que fuésemos santos e inmacula­dos ante Él, y nos predestinó en caridad a la adopción de hijos suyos por Jesucristo, a imagen del Hijo Único, de este Hijo bienamado, en quien el Padre había resuelto reunirlo todo bajo un solo Jefe: a los ángeles y a los hombres, para alabanza de su gloria, bajo el sello del Espíritu Santo".

¿Qué significan las proezas de los más grandes con­quistadores, la influencia de los genios más poderosos y de los mayores caudillos de pueblos, si se las compara con la misión de Jesús como "Salvador del mundo"?42

Gristo tenía plena conciencia de su papel de Mediador entre los hombres. En todo instante, sacaba de su visión beatífica la fuerza necesaria para cumplir perfectamente el encargo recibido de su Padre. Consagró su vida al Reino de Dios, conquistó el universo con su sangre.

El Espíritu de fortaleza se manifestó en Él de dos ma­neras: una audaz confianza para emprender la restau­ración universal del Reino de Dios, y, con este mismo fin, una heroica aceptación de todos los sufrimientos físi­cos y morales que padeció a lo largo de toda su vida, pero sobre todo a la hora de su Pasión y Muerte.

Con clarísima visión de las innumerables muchedum­bres de hombres de todas las razas y naciones, llamados a

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glorificar al Padre en el cielo de los elegidos. Cristo trabó resueltamente el combate por Dios contra todas las fuer­zas del mal. Luchó mediante su oración, su predicación, sus milagros, mediante la fundación de su Iglesia, me­diante una acción sacerdotal y regia que atañe uno a imo, en sus actos más secretos, a los hombres de todas las épocas. Jamás el don de fuerza y, bajo su impulso, las virtudes de magnanimidad, valentía y grandeza de ánimo se desarrollaron en un ser humano con tan vasto campo de acción. Era lo infinito de la redención lo que se desplegaba así, en cada imo de sus actos, bajo la mirada de Cristo. La inmensidad de su amor al Padre y a los hombres, sus hermanos, requería en Él el ejercicio de todas las virtudes y de todos los dones. Jamás rehusó Él el menor sacrifìcio que pudiese ser útil para nuestra salvación. San Pablo tenía presente esta caridad universal y redentora del Corazón de Cristo al escribir: “Vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí".43 Y exhortaba a los primeros cristianos a que si­guiesen animosos a Cristo en su Espíritu de sacrificio: “Sed imitadores de Dios como hijos amados. Vivid en caridad, como Cristo nos amó y se entregó por nosotros en colaboración y sacrificio a Dios".44

El Evangelio nos ha conservado la relación de esta incesante actividad de Cristo al servicio del Reino de Dios, luchando contra el pecado y contra todas las fuerzas del mal, ayudando a todas las almas a encontrar el ca­mino de la santidad y alcanzar a Dios.

El Espíritu de fortaleza se manifestó aún con mayor potencia en la fidelidad sin desfallecimientos de que dio pruebas Cristo en medio de las oposiciones y de las incomprensiones de los hombres, de la debilidad y del abandono de los suyos, en el abatimiento de Getsemani, en el trágico desarrollo de su Pasión y Muerte. La fuerza invencible del Espíritu de Dios ha resplandecido supremamente en el Crucificado del Gòlgota. Pero nunca se tiene bastante en cuenta que es en el secreto y conti­nuo dolor oculto en su alma donde se desarrolla el ver­

43. Gal 2, 20.44. Eph 5, 1.

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dadero drama de nuestra Redención. Para comprender esto tendríamos que poder medir lo infinito de la ofensa, a los ojos de su Padre, de un solo pecado mortal y la dolorosa repercusión que produce en su alma de Hijo. La percepción de todos los pecados del mundo, cuyo peso Él soportaba, la universal visión de todas las caídas de los hombres, de todas las faltas morales de los cristia­nos, las de todas las almas religiosas o consagradas, las de sus sacerdotes, las de sus obispos, las de todos los miembros de la jerarquía eclesiástica, la traición de Judas, las negaciones de Pedro, la cobardía de todos sus Apóstoles durante la Pasión, pecados todos estos perpe­tuamente renovados a lo largo de la historia de su Iglesia, sumían a su alma de Cristo en una tristeza in­conmensurable que le arrancaba un "sudor de sangre’’.45 "Mi alma está triste hasta la muerte.” 46 No obstante, su voluntad humana no flaqueó jamás: “ ¡Padre, hágase tu voluntad y no la mía’’.47 48

Jesús murió en la Cruz, no sólo con la serenidad de un Sabio, sino con la Fortaleza de un Dios. "Por el Espíritu Santo, se ofreció como Hostia inmaculada.” 41 ¿Es de extrañar que sea el Calvario el símbolo más ge­nuino del Amor y de la Fortaleza de Dios? El Espíritu Santo, el Amor en Persona, asistía a este Dios en su muerte por amor.

7. Espíritu de temor

"Sobre Él reposará el temor de Yavé”, había anun­ciado Isaías hablando del Mesías. Parece imposible, a pri­mera vista, reconocer ni el menor movimiento de temor de Dios en el alma del "H ijo Ünico Bienamado”. ¿Qué podía temer Él de parte de Dios, Él, que es “Uno con su Padre” 49 y con el Espíritu Santo? Y, no obstante, el "temor de Yavé" es un rasgo característico de todos los

45. Le 22, 24.46. Me 14, 34.47. Le 22, 42.48. Hebr 9, 14.49. lo 10, 30.

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siervos de Dios en el Antiguo Testamento y uno de los principales temas de la Biblia.

En realidad, el temor es un sentimiento complejo, de manifestaciones extremadamente variadas, que el aná­lisis teológico precisará más tarde: temor mundano y culpable; temor servil, bueno o malo; temor inicial e imperfecto; temor filial, rebosante de amor y de ternura, el único que podía darse en la sagrada humanidad de Jesús. El Verbo hecho carne, a causa de su Personalidad divina, gozaba de absoluta impecabilidad. Dios no puede negarse a Sí mismo. Por consiguiente, en el alma del Hijo de Dios no había ningún temor a separarse de Dios por el pecado, ni tampoco al castigo, sino una posesión inamisible de la beatitud divina, en un grado de felicidad superior a todos los goces de los elegidos. Los más míni­mos movimientos de su alma de Cristo, inspirados por el Espíritu Santo, procedían con tal ímpetu de amor y perfección que todo progreso se hacía imposible a causa de su consumada virtud. Era, por así decirlo, la santidad divina descendida a un hombre, la plenitud de Dios habi­tando en el Hijo que caminaba por la tierra.

Pero su humanidad, sacada de la nada igual que la nuestra, bajo la acción todo poderosa y creadora de la indivisible Trinidad, conservaba de su origen la convic­ción de su propia impotencia y de la infinita trascenden­cia de Dios. Verdadero Dios y verdadero hombre, su inte­ligencia humana adoraba en Sí mismo al Verbo: ¡mis­terio insondable del Verbo Encarnado! Nadie como Cris­to ha sondeado el infranqueable abismo que separa a la creatura del Creador. Esta toma de conciencia de que Dios es Todo y lo demás nada, constituía precisamente, bajo la inspiración del Espíritu Santo, el sentimiento de temor filial que le mantenía de continuo en una actitud de suprema deferencia ante la infinitud de Dios. Nadie, entre los santos, ha poseído tanto como el alma de Cristo este sentido de Dios. El Espíritu Santo le comunicó a Él el don de temor con una plenitud insuperable.

En efecto, el temor puede versar ya sobre un mal que se teme, ya sobre un bien, es decir, sobre la persona cuya superior potencia podría volverse contra nosotros. El don de temor no puede referirse al mal sino a modo

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de consecuencia y de manera secundaria. Ante todo, con­sidera el bien, ese Bien infinito que es Dios mismo: "Aquél que Es", el Ser terrible cuya Omnipotencia y cuya Justicia vengadora son tan espantables para los pecadores. "Es horrible caer en las manos de Dios Vivo".50

La constante visión del infierno y de cada uno de los condenados, la perfecta comprensión de lo contingente del universo, el sentido de Dios y de su Ser infinito man­tenían a la humanidad de Cristo en la conciencia de su propia nada y en una reverencia filial que le inspiraban los sentimientos más profundos en la presencia de Dios: humildad y adoración, sumisión total a su Padre, temor reverencial ante la faz de "Aquél Solo que Es” y a quien todas las riquezas del universo nada añaden. Este sen­timiento de temor filial es tan divinamente puro que se sigue dando en el cielo, donde los ángeles y los santos no cesan de repetir día y noche: "¡Santo, Santo, Santo es el Señor, Dios, Dueño del universo! Él era, es y será”.51

La voz de Cristo domina en medio de esta eterna pro­clamación de los derechos de Dios. ¿No es Él el Verbo, el Hijo Ünico del Padre, el Mesías Salvador del mundo, en quien reposa plenamente el Espíritu de Yavé: Espí­ritu de sabiduría, Espíritu de inteligencia, de ciencia y de consejo, Espíritu de piedad, Espíritu de fortaleza. Espíritu de temor de Dios?

IIEL JUEGO DE LOS DONES EN LA MADRE DE CRISTO

Después de Cristo, la Madre de Jesús, Madre de Dios y de los hombres. Madre del Cristo total, fue el alma más dócil al Espíritu Santo. San Juan de la Cruz nos asegura que la Madre de Dios vivía bajo la moción con­tinua del Espíritu de Dios, en la cima de la unión trans­

so. Hebr 10, 31.51. Apoc 4 , 8.

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formante: "Tales eran las [acciones] de la gloriosísima Virgen nuestra Señora, la cual, estando desde el principio levantada a este [tan] alto estado, nunca tuvo en su alma impresa forma de alguna criatura, ni por ella se movió, sino siempre su moción fue por el Espíritu San­to" (Subida, libro 3, cap. 2, 10). Cada uno de sus actos conscientes procedía de ella y del Espíritu Santo, y presentaba la modalidad deiforme de las virtudes perfec­tas bajo el régimen de los dones. Mientras que el Verbo Encarnado, a causa de su Personalidad divina, no podía aumentar en santidad, la Madre de Cristo aparece en la Iglesia como el prototipo del progreso espiritual, el ideal de toda alma cristiana en su ascensión hacia Dios.

Desde el primer instante de su concepción inmacu­lada, su plenitud de gracia, ordenada ya a la divina mater­nidad, la aventajaba sobre todo el mundo de la gracia y de la gloria de los ángeles y de los santos juntos, según la común doctrina de los teólogos. Con Ella, nos hallamos en presencia de un ser excepcional, que sigue siendo sim­ple creatura, pero predestinada a ser la Madre del Verbo Encamado, y, además, debido a la unidad del cuerpo místico, la Madre del Cristo total. Ella no es Dios. Su Hijo la superará siempre hasta el infinito por su trascen­dencia divina y en todos los dominios, tanto en el de la naturaleza como en el de la gracia y en el de la gloria. Dentro del orden de su santidad personal y de su misión de Mediadora, María seguirá dependiendo totalmente de Él, con absoluta subordinación, en su rango de creatura, pero como una madre íntimamente asociada a la obra Redentora de su Hijo, como la primera de los redimidos, salvadora con Él del mundo, nueva Eva junto al nuevo Adán, uno y otra indivisiblemente unidos en una misma tarea común: regenerar a todos los hombres, conseguirles y comunicarles la vida divina, la Vida misma de la Trinidad, fundar juntos la Iglesia, la Ciudad de Dios.

Ante el misterio de María, guardémonos de toda exa­geración y también de .toda minimización. Según el con­sejo de San Buenaventura, la Virgen verdadera no nece­sita el elogio de la mentira. Para entrar en el misterio marial, debe hojearse con inteligencia el Libro de Dios, donde el Verbo nos habla de su Madre, pero hay que

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leer la Biblia con la mirada de la Iglesia, lo mismo que el niño aprende a leer sobre las rodillas de su madre. La teología marial, más que otra ninguna, necesita con­servar la nota discreta pero segura de la ciencia.

El juego de los dones del Espíritu Santo en la exis­tencia de María debe situarse nuevamente en el clima de su incomparable plenitud de gracia siempre en progreso.

Hay que recordar también la ley de conexión y de síntesis puesta muy de relieve por las experiencias de la psicología contemporánea y que ha descubierto, en las actividades aparentemente más simples, el juego simul­táneo de varias facultades, de múltiples disposiciones internas, pasajeras o permanentes, una pluralidad de "disposiciones interiores”, de "hábitos”, que actúan a menudo de manera sincrónica, en virtud de una indiso- ciable sinergia de nuestras potencias activas y reactivas, cuyo origen profundo tiene su raíz en la unidad substan­cial del compuesto humano y en la íntima compenetra­ción de la gracia, que viene, desde fuera de nosotros, a divinizar nuestra naturaleza. Un acto humano es el re­flejo de una personalidad, reúne todas sus riquezas y virtualidades. Piénsese en el "fia t” de la Virgen cuando la Encarnación, en sus incalculables repercusiones sobre toda la economía de la salvación. Semejante acto fue el punto de convergencia de la santidad de la futura Madre del Mesías, de todas sus virtudes y todos sus dones.

Por tanto, en un estudio concreto de los dones del Espíritu Santo, no hay que dedicarse a descomponer ar­tificialmente la actividad humana dividiéndola en tramos sucesivos y yuxtapuestos. Al contrario, el esfuerzo de la ciencia teológica en esta fase de aplicación debe tender a reencontrar y a recomponer los múltiples elementos conexos de un acto humano que la sabiduría de Dios contempla desde lo alto en imitaría síntesis. Hay en él, sin embargo, líneas estructurales distintas y convergen­tes, y una teología de las virtudes y de los dones ayuda mucho a leer en las profundidades de un alma, a discer­nir en ella los movimientos de la naturaleza y de la gracia, los efectos ordinarios de las virtudes y las mo­ciones especiales, personales del Espíritu Santo.

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1. Espíritu de inteligencia

Mientras que el Verbo Encarnado gozaba ya en la tierra de la visión beatífica, la Madre de Cristo vivió aquí abajo las obscuridades de la fe, obscuridades translúci­das, iluminadas todas por los dones del Espíritu Santo y los carismas proféticos necesarios para su misión de Madre de Dios y de los hombres, pero sin la visión beatí­fica, sin ninguna ciencia angélica que viniese a elevar su ser humano por encima de sus condiciones naturales, a un régimen de pensamiento sin imágenes tal cual les está reservado a los puros espíritus. Ningún documento del magisterio eclesiástico habla de ello. El Evangelio nos muestra a la Madre de Jesús escuchando las palabras divinas, observando con atención todas las cosas, "no comprendiendo" siempre el alcance de los sucesos que se verificaban en torno a ella. Nunca estuvo privada de lo que debía conocer, pero no lo sabía todo: "nesciencia”, no ignorancia, precisa la teología marial.

El juego de los dones intelectuales del Espíritu Santo se desarrolló en ella en la más pura línea de la fe.

El Espíritu de inteligencia le hacía penetrar, hasta un grado único, el profundo sentido de todos los misterios de Dios. Ella leía las Sagradas Escrituras con el alma llena de luces mayores que las de Isaías y las de los demás profetas. Comprendía más que todos los justos del Antiguo Testamento el simbolismo de los ritos sagrados a los que asistía en el Templo. Su inteligencia, superior a la de los más grandes genios, pero sobre todo, ilumina­da directamente por el Espíritu Santo, elevábase sin es­fuerzo de lo visible a lo invisible, donde se fijaba la mirada de su fe. ¡Qué de luces interiores iluminaban el alma de la Inmaculada! Dios preparaba en ella a la Madre de un Dios Salvador.

Cuando llegó la "plenitud de los tiempos", un ángel fue enviado de parte de Dios a una aldehuela llamada Nazaret, a una Virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David. Y el nombre de la Virgen era María. El mensajero de la Trinidad la saludó diciendo:

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"¡Regocíjate tú, llena toda de gracia: el Señor está contigo!"

La alusión Mesiánica es manifiesta. La Virgen se turba sorprendida. A estas palabras, se sintió confusa; pregun­tábase qué significaba tal saludo. La luz divina se irá haciendo progresivamente en su alma. La acción divina no suprime el funcionamiento de las facultades humanas. Las inspiraciones del Espíritu Santo no eliminan en nosotros los vaivenes de la reflexión y de la interrogación. Dícele el ángel: "No temas, María, pues has hallado gracia delante de Dios. He aquí que concebirás y parirás un hijo. Le pondrás por nombre Jesús. Será Grande, se le llamará Hijo del Altísimo y el Señor Dios le dará el trono de David su padre. Él reinará en la casa de Jacob y su reino no tendrá fin”.

Las palabras divinas se suceden, iluminadoras. El Espíritu Santo le hace comprender el sentido del miste­rio que le anuncia: el Dios de Israel la ha escogido para Madre del Mesías. María comprende. El Espíritu de inte­ligencia le hace entrever una maternidad mesiánica que la vinculará para siempre a los gloriosos destinos de su pueblo y al reinado eterno de su Hijo.

Maravilla el ver qué rápidamente y con qué sencillez entra María en la inteligencia del mensaje divino. Su fe es absoluta, su confianza en Dios, indubitable. Pero "¿cómo se hará ésto, pues yo no conozco varón?" Un complemento de luz es indispensable para la plena inte­ligencia de su misión. Dios no se lo rehusará. Él le reve­lará el carácter virginal de esta maternidad mesiánica recordándole la profecía de Isaías, que orientará defi­nitivamente a su alma hacia una maternidad divina. Ella es la “almah", la virgen purísima escogida para ser la Madre de Emanuel, de el "Dios-con-nosotros".

El ángel le responde: "El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra, y por esto el Hijo engendrado será santo, será llamado Hijo de Dios".

El mensaje va siendo cada vez más iluminador, va anunciando sucesivamente una maternidad mesiánica, virginal, divina, de inmensas consecuencias en la eco­nomía de la salvación y en el eterno Reinado del Mesías.

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La alusión del ángel al texto de Isaías, a la nube lumi­nosa, señal de la Presencia personal de Dios que viene a descansar en ella, el dar a su Hijo el título de “Hijo de Dios” en todo su sentido, y, principalmente, una luz divina que viene a esclarecer el interior de su alma, todas estas cosas le revelan a la Virgen el significado íntegro del mensaje de Dios. Entre todas las hijas de Israel, Dios la ha escogido para Madre del Mesías, para Madre de Dios. Los textos mesiánicos convergen en su espíritu y se iluminan, adquiriendo un sentido nuevo que le descubre el Espíritu Santo. “Nada es imposible para Dios.”

La Virgen de Nazaret se inclina acatando la voluntad del Altísimo: "He aquí la esclava del Señor. Hágase en mi según tu palabra”. Y "el Verbo se hizo carne y vino a habitar entre nosotros”. María era ya Madre de Dios.

Más que cualquier sabia disertación, el relato evan­gélico nos muestra cómo María ha entrado, plenamente consciente, en la realización de su maternidad divina. Otras luces vendrán a añadírsele, pero, en lo esencial, todo está ya claro, como en el día de su ordenación capta inicialmente el nuevo sacerdote lo que significa su sacer­docio, cuyo insondable misterio irá luego penetrando más y más cada día.

También María penetrará cada día más hondo en el misterio de su Hijo y de su propia maternidad divina. Los hechos y los gestos diarios de Jesús, sus confidencias personales durante los treinta años de su intimidad en Nazaret, sus enseñanzas a las multitudes a lo largo de su vida pública, las palabras que de El escuchó al pie de la Cruz. Los signos deslumbrantes de Pentecostés, harán de María, pese a las obscuridades de su fe, el alma más luminosa, después de la de Cristo, de cuantas han pasado por la tierra. Dócil al Espíritu Santo, todo lo veía iluminado por la claridad de Dios.

2. Espíritu de sabiduría

El mensaje de la Encarnación del Verbo había ilumi­nado el alma de María. Los designios de Dios se reali­zaban ahora a sus ojos en una altísima visión de sabidu­

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ría, en la que su Hijo ocupaba el primer puesto, pero ella se veía a sí misma asociada, junto a Él, a toda la economía de la salvación.

Exteriormente, nada había cambiado en su vida, pero, mientras se dirigía de Nazaret, en la Judea, a casa de su prima Isabel, todos los caminos, a cada uno de sus pasos, se iban iluminando. Ella era la Madre del Mesías. Dios había amado a su pueblo elegido hasta tal punto que le había enviado a su propio Hijo, hecho hijo de una mujer. La tierra de los Patriarcas y de los Profetas era ahora, para ella, la tierra de la Encarnación del Verbo. Todo, en ella, cantaba a Dios. Mientras Myriam caminaba así hacia Ain-Karim, su alma iba siendo cada vez más iluminada por el Espíritu de Yavé: Espíritu de inteli­gencia y de ciencia, Espíritu sobre todo de sabiduría que venía a esclarecer su mirada y sus reflexiones de Madre del Mesías. Todo, en ella, estaba transfigurado. No era ya una hija de Israel como tantas otras, sino la Virgen elegida entre millares, entre todas las doncellas israelitas, para ser la Madre de Emanuel, del Dios que habitaba ya entre nosotros oculto en su seno. Todos los horizontes del alma de María se habían ampliado de repente según los horizontes de Dios. Así, cuando su anciana prima Isabel, inspirada por el Espíritu Santo, le manifiesta que sabía el misterio de amor que había realizado Dios en ella, el alma de María exulta de gozo y de agradecimiento en su "Magnificat", brotado espontáneamente de lo más hondo de su ser, himno en el que se perciben aún remi­niscencias de los cánticos del Antiguo Testamento y en el que resplandece la gratitud de todo su pueblo, Israel, pero cargadas ahora del acento personal, único, de la Madre del Mesías, de la Madre de Emanuel, del Dios Salvador que se halla ya entre nosotros:

"Mi alma magnifica al Señory exulta de júbilo-mi espíritu en Dios, mi Salvador; porque ha mirado la humildad de su sierva".

Desde el día de la Encarnación del Verbo, el plan de Dios ha adquirido a los ojos de la Virgen una amplitud extraordinaria. Ella entrevé proféticamente que todos los

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pueblos la alabarán: "Por eso, todas las generaciones me llamarán bienaventurada". Pero no se detiene en sí misma, sino que lo refiere todo a Dios, a su Sabiduría, a su Poder, a su Fidelidad, a la Santidad de su Nombre. El incomparable ímpetu laudatorio de su “Magnificat" es especialmente revelador de la inspiración del Espíritu de sabiduría: en este cántico todo está referido a Dios:

“Porque ha hecho en mí maravillas el Poderoso, cuyo Nombre es Santo.

Su misericordia se derrama de generación en generación sobre los que le temen.

Desplegó el poder de su brazo y dispersó a los que se engríen con los pensamientos de su corazón.

Derribó a los potentados de sus tronos y ensalzó a los humildes.

A los hambrientos los llenó de bienes, y a los ricos los despidió vacíos.

Acogió a Israel, su siervo,acordándose de su Misericordia,según lo que había prometido a nuestros padres,a Abraham y a su descendencia para siempre”.

María contempla los designios de Dios a la luz de una altísima sabiduría. Después de la plegaria sacerdotal de Jesús, el "Magnificat” es la expresión más elevada del Espíritu de sabiduría en la Revelación de Dios.

3. Espíritu de ciencia

La Encamación del Verbo en su seno no apartó a la Madre de Dios de su medio ambiente de vida. La Madre de Jesús pasó por esta tierra como una mujercita co­rriente, participante de las mismas condiciones de toda existencia humana, de nuestras mismas dificultades de cada día, enriqueciéndose cotidianamente con una mayor experiencia de las creaturas, juzgadas siempre por ella a la luz de Dios.

La Madre de Jesús poseía en un grado eminente el

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Espíritu de ciencia, que la ayudaba a distinguir el bien del mal en las creaturas que había de tratar a diario. Dios la había conservado virgen, inmaculada. Jamás había experimentado ella el mal. Pasó por la tierra como purísimo reflejo de Dios.

Y, sin embargo, ninguna otra creatura ha juzgado con tanta seguridad acerca del pecado. Ella percibía el mal con infalible instinto divino. El Espíritu Santo la escla­recía e ilustraba respecto a todo.

Madre de un Dios Salvador, su amor le daba a sentir la bondad y la malicia de todos los hombres, sus hijos. El Evangelio nos la presenta rodeada de buenos y de ma­los. Acoge en Belén a los pastores y a los magos, pero ha de huir, en plena noche, precipitadamente, hacia Egipto, para evitar la cólera de Herodes. Tiembla por su Hijo. Ella ha conocido todos nuestros sentimientos humanos, sublimados por el amor divino. Su corazón maternal en­volvía en una misma ternura de Madre a su Hijo Jesús y a la muchedumbre de sus hijos adoptivos.

Paseó en medio de la creación maravillándose al des­cubrir en ella a cada paso un reflejo de los esplendores del Verbo. Admiró las flores, los valles, las montañas, las fuentes cristalinas, los pájaros del cielo, la belleza de las almas, todos los beneficios que Dios ha derramado en el mundo de la naturaleza y en el de la gracia. Como en los seres puros, todo lo que veía en las creaturas la elevaba hacia Dios, hasta el mal, que ella lo juzgaba, mediante el don de ciencia, a la medida de sus causas humanas, y, mediante el don de ciencia, a la luz del Amor infinito y de la Misericordia sin límites de su Hijo Cru­cificado.

Hombres y cosas aparecían a sus ojos iluminados por la claridad de Dios y, por contraste, distinguía también perfectamente la sombra del mal. Más que nadie, la Ma­dre de Dios discernía la perfidia que implicaban las pre­guntas de los fariseos, de los saduceos, de los doctores de la Ley que se proponían perder a su Hijo. Ella com­prendió las flaquezas de la pecadora de Magdala, “de la que" su Hijo "había expulsado a siete demonios” 52 y de

52. Me 16, 9.

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la que hizo fiel compañera suya al pie de la Cruz. Ella sufrió la traición de Judas, así como las negaciones de San Pedro, el abandono de todos los discípulos, y todas las caídas de los hombres y de las mujeres hasta el fin de los siglos: todos y cada uno de nuestros pecados. Ella lloró a causa de todo esto.

Ninguna creatura poseyó como ella la "ciencia de los santos”, el conocimiento del bien y del mal, las posibi­lidades de caída y de resurgimiento que se contienen en nuestra libertad. Con su transluminosa fe, juzgaba de todo el encadenamiento de las causas segundas en el universo a la luz de la ciencia de Dios.

4. Espíritu de consejo

Las virtudes cristianas y los dones del Espíritu Santo resplandecían en la Madre de Dios y de los hombres al compás de las circunstancias, es decir, según la trama providencial de su vida. En sus palabras y en sus actos nunca hubo la menor falta. Lo msimo que Jesús, era "perfecta en todas las cosas".

El Espíritu de consejo dirigía hasta sus más insigni­ficantes acciones. Ella hacía pasar sin esfuerzo las más sublimes luces de la contemplación a los detalles más minúsculos de su vida práctica. La Virgen de la Encar­nación, la Madre del Verbo, la Virgen del “Magnificat” exaltando las misericordias del Dios de Israel, es la misma que descubre humildemente la falta de vino en las bodas de Caná. Es la misma mujer modesta, oscura y valerosa que hallaremos al pie de la Cruz, como Corre- dentora del mundo, o en oración en el Cenáculo, en medio de los Apóstoles, obteniendo para la Iglesia entera la efusión del Espíritu de Dios que habría de “cambiar la faz del mundo”. El final de su vida, lo pasa desaperci­bida, ni siquiera sabemos dónde, sosteniendo a la Iglesia militante con sus súplicas y su espíritu de sacrifìcio, en el silencio del amor.

El Espíritu de Dios la mantiene, dentro de su alma, en el equilibrio y la ponderación, en una suprema adap­tación a las circunstancias de su ambiente social. Ella

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ha ido realizando, día tras día, plenamente y en la fe, todos los designios de Dios relativos a ella. Bajo la direc­ción personal y constante del Espíritu Santo, la Madre de Jesús pasó por esta tierra como una mujer corriente llevando, tras las apariencias más ordinarias, la vida más divina, sin haberle rehusado nunca nada al Amor.

5. Espíritu de piedad

El Espíritu Santo, con sus toques multiformes, escla­recía la inteligencia de la Madre del Verbo mediante sus dones de inteligencia, de ciencia, de sabiduría y de con­sejo. Inspiraba su vida de oración y sus sentimientos religiosos mediante el don de piedad. La sostenía en su misión de Corredentora del mundo mediante el don de fortaleza; conservaba su alma con una santidad sin tacha mediante el don de temor; actuaba en ella de una manera especialísima para ayudarla en su vocación única de Madre de Dios y del Cristo total.

Se ha de tener presente al máximo el coeficiente indi­vidual del sujeto cuando se estudian las virtudes o los dones del Espíritu Santo en un alma. Cada una tiene su régimen particular. El Espíritu Santo no actúa del mismo modo en el alma de Cristo que en la de la Virgen o en las de los santos.

El Espíritu de piedad se desarrollaba en María, como los demás dones, bajo la dominante de su cualidad de Madre. Tal es el puesto que le tocó en el plan de Dios: Madre de Jesús y Madre del Cristo total. Ella es toda madre: "tota mater”. Todo en ella converge hacia su maternidad divina y espiritual.

Simple creatura, revestida de la gracia divina, perte­necía por este solo título a la familia de Dios como hija adoptiva. Bajo este aspecto, se mantuvo siempre con relación al Altísimo en actitud de sierva, la más humilde al propio tiempo que la más filial y la más amante sierva que hubo nunca: "He aquí la esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra”. Desde este punto de vista, sigue siendo ante todo la Virgen del "fíat”, la que se adhiere sin reservas a todo indicio de la voluntad divina.

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Entre las hijas de Israel, fue la que con más fidelidad ob­servó los preceptos legales y todos los ritos sagrados del culto religioso, sin ostentación ni farisaísmo, con el amor más puro, realizando así, en el sumo grado de la perfección, el primero de los mandamientos: el del amor.

En el alma de la Inmaculada, todo cantaba a Dios sin resistencia alguna, en una perfecta armonía de sus potencias y de todos sus actos, al soplo del Espíritu San­to. Su plenitud de gracia y de santidad, su total corres­pondencia a las más leves inspiraciones divinas, su deseo único de glorificar a Dios, hicieron de la Virgen María el más bello Templo vivo de la Santísima Trinidad. María es la creatura que más gloria ha dado a Dios.

Es fácil espigar en el Evangelio indicaciones de las múltiples formas de su oración: la alabanza adoradora y agradecida del "Magnificat”, la intercesión discreta pero decisiva de Caná, la trágica súplica del Calvario, que aseguró, mediante la ofrenda de su Hijo y de su propia vida, la salvación del mundo. El Cenáculo fue el lugar privilegiado en el que su perseverante plegaria con­siguió para los Apóstoles y para la Iglesia naciente la efusión total del Espíritu Santo. La Iglesia de Cristo tiene tal conciencia de la eficacia de la intercesión de la Madre de Dios en el cielo que, sin detallar sus necesida­des, como un niño que grita a su madre en demanda de auxilio, no cesa de dirigirse a la Madre de Dios, repitién­dole con confianza: "Ruega, pide por nosotros, ahora —en todas las necesidades de la Iglesia militante— y cuando a cada uno de nosotros nos llegue la hora su­prema de la muerte".

Es sobre todo el carácter maternal del don de piedad en María, y no sólo para con los hombres sino también con respecto a Dios, lo que debe retener toda nuestra atención. Sin olvidar que ella es hija de Dios y de la Tri­nidad por la gracia de la adopción, María contempla en Dios a su propio Hijo. Por esto, entra en relaciones únicas con cada una de las Tres Personas de la Trinidad. Con el Padre, puede decir, volviéndose hacia el Verbo eterno: "¡He aquí a nuestro Hijo!". El Hijo Único del Padre la llama Madre. El Espíritu Santo ve en ella a la Madre de quien Él procede eternamente. Él la inspira, con res­

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pecto a su propio Hijo, que es también su Dios, senti­mientos maternales de una hondura insospechada. Al soplo del Espíritu, adora María en Dios a su propio Hijo; ama a todos sus demás hijos con un mismo corazón maternal, como a miembros vivos de su Hijo Bienamado. Desde la Cruz, Jesús quiso designarla como Madre nues­tra, indicándonos cuál debía ser nuestra actitud para con ella: amarla corno a Él mismo, con corazón de hijos.

En aquella escena del Gólgota resplandecieron al máximo los destellos del Espíritu de piedad. Más que ningunas otras, aquellas últimas palabras de Jesús ago­nizante quedaron grabadas en el Corazón de María: “He ahí a tu hijo. He ahí a tu Madre”. Ahora, en su misterio eterno, con el alma invadida enteramente por la claridad del Verbo, asegura ella su realización en cada uno de nosotros, más Madre que nunca.

6. Espíritu de fortaleza

Los dos tipos fundamentales del don de fortaleza apa­recen en María: el heroísmo de la fidelidad absoluta a los más humlides deberes cotidianos y el heroísmo de las grandes acciones.

La "Virgen fiel” no dejó de cumplir nunca ni el más mínimo deber inherente a su estado. Jamás cometió la menor falta moral la Madre de Dios. La trama de su existencia en Nazaret se fue tejiendo a base de la monó­tona pero heroica continuidad en el cumplimiento de sus funciones de esposa y de Madre, junto a José y a su Hijo Jesús, dentro del ambiente de un pobre hogar de artesanos. Cuando iba a la fuente a por agua, mezclada al grupo de las demás aldeanas, ¿quién hubiese podido suponer que era ella la Madre de Dios y de los hombres, la Corredentora del mundo, la que ayudaba a soportar la carga de todos nuestros pecados y a conseguir la sal­vación del universo? En ella, todo ocurría por dentro, en las honduras de su unión con todo el misterio de Cristo. El Espíritu Santo, que velaba a los demás mortales su santidad, movíale de continuo el alma abriéndosela a los vastos horizontes de la Redención.

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Las pruebas exteriores que padeció en su vida, apa­rentemente igual que la de cualquier otra mujer, no son sino débiles indicios, sin proporción con el drama espiri­tual que se desarrollaba incesantemente en su corazón. El viaje a Ain-Karim, el penoso traslado a Jerusalén y el no hallar sitio en las posadas cuando estaba a punto de dar a luz, la precipitada huida a Egipto en plena noche, con la angustia del peligro de muerte que amenazaba a su Hijo, la permanencia en el destierro, el retorno a Nazaret y la vida oculta, laboriosa, sin relumbrón, en la pobreza, la vecindad y lo superficial de las gentes de la calle, en medio de una parentela que no conocía ni su verdadera grandeza ni la de su Hijo: éste fue el cuadro de la vida que llevó en este mundo la Madre de Dios. La Sagrada Familia, objeto de predilección de la Trinidad sobre la tierra, pasó desapercibida a los ojos de los hombres.

Jamás murmuró María, ni se mostró indecisa y per­pleja: la Virgen del "hágase” estaba siempre dispuesta a cumplir la voluntad de Dios, sin rehusarle nada. Fiel en todo, hasta la menor tilde, se adhería con invencible fir­meza al querer divino, vislumbrándolo en la fe: admi­rable tipo de la fortaleza cristiana, que no se puede explicar hasta tal grado más que por la continua asisten­cia, en cada uno de sus actos, de la plenitud del Espíritu de Dios.

A la hora de los milagros, la Madre de Jesús se oculta; pero cuando llega el trágico momento de los acechos organizados contra su Hijo, a la hora de su brutal prendi­miento por la traición de uno de los Doce, en las esce­nas de aprobio y escarnio, en la dolorosa subida hacia el lugar del suplicio, María reaparece, se mantiene vale­rosa al pie de la Cruz, con una inmensidad de pena más vasta que el mar, como la más afligida de las madres que hayan padecido: allí, cerca de su Hijo, transformado en “varón de dolores", en tiesto aplastado por la rueda del carro, traicionado y abandonado por sus amigos, re­chazado y maldecido por los hombres, £1, el H ijo de Dios e Hijo suyo...

El Calvario fue la respuesta más heroica de su cora­zón de Madre, en la ofrenda total, sin reservas, de su

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Hijo amadísimo, como rescate por todos los pecados de los hombres, sin aspavientos de dolor, sin debilidades, con la valentía y el gozo de un sacrificio salvador, sín­tesis sublime de la fortaleza cristiana, que hizo de ella, bajo la acción del Espíritu Santo, la "Reina de lós már­tires”.

El Gólgota ha quedado, en la historia de los hombres, como la manifestación suprema del Espíritu de fortaleza que animaba a Cristo y a su Madre, como el signo de un inmenso amor redentor que se alberga también, a imitación suya, en las almas de los santos.

7. Espíritu de temor

Nada pudo desviar nunca de Dios a la Madre de Cristo, ni siquiera frenar su impulso hacia Él. Estaba llena de tal gracia y, además, velaba sobre ella la Pro­videncia con tanto amor, que no podía deslizarse en sus actos ni el más mínimo defecto. Jamás se resistió al Espíritu Santo.

El funcionamiento del don de temor en la Inmaculada, Madre de Dios, no puede parangonarse con el de los demás santos. En el orden de la gracia, María ocupa siempre un rango privilegiado. No se dio en ella el temor al pecado o al castigo por sí mismos, sino una reverencia a Dios enteramente filial, que aumentaba cada día bajo la influencia más y más dominante del Espíritu de Amor.

Veía ella en Dios la Bondad del Padre, que le había dado por hijo a su propio Hijo. La conciencia de su nada la mantenía en la presencia de Dios como la más humilde de sus siervas, en la adoración y el reconocimiento agra­decido de las maravillas que el Todopoderoso había realizado en ella. El "Magnificat”, viva síntesis de su alma, nos muestra a la Madre de Dios gozándose en su propia pequeñez que le permite cantar la magnificencia de Dios. ¡A Él toda la gloria!

María fue la creatura más dócil al Espíritu de Dios. En ella: todas las luces de la fe iluminada por el Espí­ritu de inteligencia, de ciencia, de sabiduría y de consejo;

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ella es la Reina de los Profetas y de los Doctores. Supera en piedad a todas las hijas de Israel, a todas las figuras femeninas que descuellan en el Antiguo Testamento: es la Reina de los Patriarcas y de todas las almas justas de Israel. El Evangelio nos lo dice: meditaba continuamente en su corazón las Palabras divinas, escuchaba al Verbo: es la Reina de las almas contemplativas y de todas las almas que oran. Su magnanimidad y su fortaleza de ánimo la ponen por delante de todos los hombres de ac­ción y de todos los servidores de Dios: ella es la Reina de los Apóstoles, de los misioneros, de todos cuantos en la Iglesia militante dan su sangre y sus vidas por el jleino de Dios. Es la Reina de los mártires. Su pureza virginal y su delicadeza de alma, aun cuando pertenece a nuestra raza pecadora, hacen de ella el ser más puro que ha pasado por esta nuestra tierra de pecado. Ella es la Inmaculada, la Reina de los ángeles y de las vírge­nes, la Reina de todos los santos.

La “Virgen .fiel", Madre del Verbo y del Cristo total, dócil siempre al más leve soplo del Espíritu, es, junto con su Hijo, la obra maestra de la Trinidad.

I I I

EL JUEGO DE LOS DONES EN LOS SANTOS

La santidad es: el Espíritu Santo en un alma.En Roma, en la basílica de San Pedro, cuando se va a

proceder a una beatificación solemne, se coloca en la gloria de Bernini la imagen del nuevo bienaventurado, pintada en un gran estandarte. Por allí desfilan, unas tras otras, las diversas efigies, evocadoras del heroísmo de las virtudes que ejercitaron los siervos de Dios. Desapa­recida la pintura, aparece inmediatamente, en la vidriera central, situada encima del trono pontificio, una paloma de deslumbrante blancor, con las alas desplegadas, como para significar que el Espíritu Santo es el Alma de la Iglesia, que sin Él nada puede hacer la jerarquía y que

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este Espíritu de Amor es el principal Artífice de la san­tidad en la Iglesia de Cristo.

Todos los santos son formados por el Espíritu de Dios. Él es quien imprime en cada uno de ellos un reflejo especial de la santidad de Cristo. Una gran “diversidad de gracias” y de carismas dimana de la multiforme actividad de un "mismo Espíritu" de Amor.53 El mundo de las almas y de los espíritus ofrece una riqueza de tipos diver­sificados más pasmosa que la del universo material. Cada alma humana constituye un universo autónomo. La armonía interna de sus facultades y de sus actos la diferencia de todas las demás. El juego de las virtudes y de los dones del Espíritu Santo varía en cada uno de nosotros como los rasgos personales de nuestra fiso­nomía.

1. Espíritu de inteligencia

Desde el primer contacto con el mundo sobrenatural se manifiestan diversos tipos de creyentes, según el tem­peramento personal, la cultura intelectual o artística, la educación moral y religiosa, el medio social. Todos los bautizados reciben los siete dones del Espíritu Santo, los cuales evolucionan según la gracia de cada uno. Guardémonos de considerar los dones del Espíritu Santo como perfecciones de supererogación reservadas a algu­nos místicos. Son una necesidad para la salvación de Ja generalidad de los hombres, amenazados de perder su título de hijos de Dios, a menos que se dé una interven­ción especial, personal, del Espíritu Santo. Cada vez que el destino eterno de un alma se halla en juego por haber de afrontar ella una dificultad que por sí sola no podría superar, él Espíritu Santo la asiste.

Es decir, que el Espíritu Santo se adapta a cada caso individual. Hay la fe del carbonero, la fe de los intelec­tuales, la fe de los doctores, la de los hombres de acción y la de los mártires. Lo que importa advertir sobre todo es la extrema variedad de las mociones personales del Espíritu Santo en su misión de iluminar a los hijos de

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Dios. Hay tantos regímenes de los dones, tantas formas distintas del don de inteligencia, como variedades de almas. La teología especializada ha clasificado los grados del don de inteligencia en seis categorías diferentes: pe­netración de las verdades primordiales de la fe; descu­brimiento de las realidades substanciales bajo la apa­riencia de los fenómenos; inteligencia de las Palabras divinas, de las Sagradas Escrituras y de los símbolos; percepción de los efectos en sus causas o percepción de las causas a través de sus efectos, y, en general, a partir de lo externo, de lo sensible, de lo temporal, ascenso del alma hacia lo invisible, lo eterno y divino.

Pero ¡qué variedad se da entre las almas en el ejerci­cio de un mismo don! ¡Qué diferencia entre la lectura de la Biblia por un militante jocista, que saca apresura­damente de las Palabras divinas consignas para la acción, por un contemplativo ávido de escuchar al Verbo en el recogimiento del alma y el silencio del amor, o por el exégeta preocupado por descubrir y fijar con realismo el sentido auténtico de la Revelación divina! El Espíritu Santo les ayuda a todos con sus inspiraciones a penetrar en el texto sagrado, como Cristo resucitado abrió las mentes de los Apóstoles a la inteligencia de las Escritu­ras, sin suprimir las profundas diferencias que distinguen el Evangelio de San Mateo del Evangelio de San Juan.

A Santa Bernardita le bastaba con recitar su rosario para poner su alma en contacto íntimo con Dios, mien­tras que un San Jerónimo consumía su vista en buscar el sentido verdadero de las Escrituras. Santo Domingo cogía el Evangelio con infinito respeto, besaba el Libro divino con amor, dialogaba con él como con una persona viva. Veíase entonces su rostro ya bañado en lágrimas, ya transfigurado de gozo, en la iluminación del Verbo. Los santos y santas de la familia benedictina descubren a Dios por medio de la Liturgia con increíble facilidad, siendo ésta una gracia de su vocación. A Teresa de Ávila veníanle las luces de su interior, dentro de su alma musitábale Dios estas palabras: "Búscame en ti".

Basta con hojear los anales de la hagiografía cristia­na para ver cómo el Espíritu de Dios ilumina a los santos de múltiples maneras.

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2. Espíritu de ciencia

El arte divino es esencialmente creador. Con el Espí­ritu Santo se está siempre en presencia de nuevas fórmu­las. Todos los dones patentizan esta potencia innovadora del Espíritu de Dios.

Habitualmente, el Espíritu Santo, con su gracia previ- niente, hace sentir al alma pecadora la nada de las creaturas. Tras la conversión, prosigue su obra santifi- cadora. El don de ciencia desempeña entonces un papel preponderante en las primeras purificaciones pasivas que Dios hace experimentar al alma de los santos para acer­carles a Sí. De aquí las lágrimas de los convertidos y también las de los grandes convertidores, las de los apóstoles que hallan a tantos pobres seres humanos apri­sionados por el pecado, por la fascinación de las vani­dades. Los Libros Sapienciales y los Salmos, y sobre todo el Eclesiastés, nó cesan de recordar el peligro y la malicia de las creaturas: "Emprendí grandes obras, me construí palacios, me planté viñas, me hice huertos y jardines y planté en ellos toda suerte de árboles frutales. Me hice estanques para regar de ellos el bosque donde los árboles crecían. Compré siervos y siervas y tuve muchos nacidos en mi casa; poseí mucho ganado, vacas y ovejas, más que cuantos antes de mí hubo en Jerusalén. Amontoné plata y oro, tesoros de reyes y provincias. Híceme con cantores y cantoras y con cuanto es deleite del hombre... De cuanto mis ojos me pedían, nada les negué... Mas todo es vanidad y apacentarse de viento y no hay provecho alguno bajo el sol”.54

Las Confesiones de San Agustín están llenas de estos gritos del alma gemebunda, que se siente aún demasiado sensible a las bellezas efímeras.

El Espíritu de ciencia presenta aspectos infinitamente variados según surja de almas vírgenes o de convertidos señalados por el pecado. Inspira a los solitarios y a los contemplativos, pero acompaña también a los hombres y mujeres de acción que militan por Cristo. Comunícales a todos el instinto sobrenatural del bien y del mal.

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¡Cuántos muchachos y muchachas, cuántas madres de familia cristianas presienten, bajo el dictado de su espí­ritu cristiano y bajo el impulso del Espíritu Santo, los peligros de tal o cual frecuentación! El Espíritu de Dios, vigilando en todas las épocas, nos advierte así perpetua­mente de los peligros que amenazan a nuestras existen­cias de bautizados en el mundo moderno. La función del Espíritu Santo es inmensa. El hace posible que la Iglesia siga su camino entre naciones perversas y descristianiza­das, poniendo sobre todos los valores culturales y socia­les, la mirada de los santos, la mirada de Dios.

Hay otro aspecto del Espíritu de ciencia que la reno­vación cristiana ha hecho resaltar mucho: el sentido po­sitivo de la bondad de las creaturas de Dios. La moral cristiana no consta solo de defensas negativas que nos pongan en guardia contra el mal. El Evangelio no es un código de policía que comience siempre por las mismas palabras: "está prohibido...” La Buena Nueva quedó ex­presada sobre todo en el Sermón del Monte por la pro­clamación de las bienaventuranzas.

El Espíritu de ciencia no se detiene y acaba en el sentido del pecado, sino que nos descubre el valor divino de las creaturas y su básica función de reveladoras de Dios. La Biblia está llena de estos himnos al Creador. Poniéndose a tono con el Cántico al Sol de San Fran­cisco de Asís, la espiritualidad moderna ha sabido reen­contrar el entusiasmo y el ímpetu de la fe cristiana ante las maravillas de la creación y los esplendores del mundo de la gracia. Los coros hablados de la J. O. C. y de los demás movimientos especializados de la Acción Católica han hecho brillar de nuevo el optimismo de los verdaderos hijos de Dios frente a la vida, sin desconocer las dificultades, pero con el corazón henchido de espe­ranza. Guardémonos de estilizar la acción del Espíritu Santo. Junto a las formas del pasado, hay actitudes nue­vas, auténticamente cristianas. El Espíritu de Dios habla todas las lenguas y utiliza todos los inventos del genio humano. El salmista decía al contemplar el espectáculo de la naturaleza: "Los cielos narran su gloria". Bajo la inspiración del mismo Espíritu de ciencia, el átomo y la técnica cantan a Dios en lenguaje moderno.

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3. Espíritu de sabiduría

La observación de las almas revela en ellas dos ten­dencias características: unas son atraídas por la contem­plación, otras por la acción. Esto ha creado en el cris­tianismo como dos tipos de santidad: la de los contem­plativos y la de los hombres de acción. Todos ellos trabajan al servicio de la misma Iglesia, influidos por una misma caridad divina, que inspira y supera en excelencia a todas las demás virtudes cristianas y a todos los dones del Espíritu Santo. Oración silenciosa y acción desbordante, todo lo inspira el Espíritu Santo según los designios de la Sabiduría de Dios que conduce el uni­verso para su mayor gloria.

Las almas contemplativas constituyen una selección, pero las verdaderamente contemplativas son raras, y las vocaciones fracasadas se acumulan dentro y fuera de los claustros. La vida contemplativa exige el ascenso vertical hacia Dios, lo más derecho, lo más rápido y a lo más alto, sin mirada alguna —y a menudo sin ningún apoyo— fuera de Él. ¿Quién osaría emprender por sí solo tal sublimidad de vida?

Tanto en el Antiguo Testamento como en el Nuevo destacan figuras de contemplativos puros: Moisés, Elias, María de Betania, San Juan Evangelista, y, por encima de todos, la Virgen María, la Madre de Jesús, de quien el Evangelio nos dice que meditaba en su corazón las Palabras divinas y todos los misterios de Dios. Junto a ellos, los Apóstoles, los Padres anacoretas del desierto, las multitudes de vírgenes y de monjes que seguirán desconocidos hasta el día del juicio final, los grandes doctores: un San Agustín, un San Atanasio, un San Gre­gorio Nacianzeno, un San Buenaventura, un Santo Tomás de Aquino, y después la pléyade de los santos y santas del Carmelo, a los que el espíritu eremítico mantuvo en el roquedo de Carith, lejos de los hombres, sumidos en "solo Dios”. Una Teresa de Lisieux, una Isabel de la Trinidad encarnan en la Iglesia este puro ideal contem­plativo, con la mirada inmutablemente fija en Dios: "Mi vocación es el amor”. — “Ser alabanza de gloria a

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la Trinidad.” — Por añadidura, estas almas contemplati­vas, con su vida de oración y de sacrificio, elevan a todo el cuerpo místico hasta Dios. Éste tipo contemplativo ha venido a ser clásico: de él encontramos numerosos ejem­plos entre los santos canonizados.

Hay otra forma del Espíritu de sabiduría, menos ana­lizada por los autores espirituales y que merece nuestra atención porque es la más común a la generalidad de los hombres, obligados a trabajar para vivir y a llevar una vida cristiana en ambientes peligrosos y descristiani­zados. Podemos ver ya ejemplos de ella en la Biblia y en la historia de la Iglesia, pero la rápida evolución y el ascenso espiritual del laicado ha planteado el problema con mayor agudeza y claridad.

¿Quién se atrevería a reservar el Espíritu de sabiduría a los contemplativos puros? La hagiografía cristiana nos ofrece innumerables tipos de una santidad de forma acti­va, y los siete dones del Espíritu Santo, en conexión con la gracia santificante, no se quedan inactivos en las almas. Existe, pues, una forma práctica del don de sabiduría que se orienta hacia la acción, sin dejar de te­ner por eso la mirada fija de continuo en Dios. Un San Ignacio de Loyola, un San Francisco de Sales, un San Vicente de Paúl, estaban animados de este afán primor­dial por extender el reino de Dios, por la salvación de las almas: "contemplativos en la acción”, obtienen de Dios la inspiración de sus numerosas obras, aceptando todos los trabajos, todas las tareas apostólicas al servicio de la Iglesia para la mayor gloria de Dios.

Hay una forma eminente del don de sabiduría: la predicación directa del Reino de Dios, la evangelización de las almas y la enseñanza de las verdades divinas, que presuponen una contemplación superabundante — "con- templata aliis tradere"— y que se perpetúa en la Iglesia, como continuidad de la misión del Verbo Encamado y de los Apóstoles, en la función de los obispos, de los predicadores del Evangelio, de los doctores y de los teólogos.

¡Qué diferentemente se manifiesta el don de sabiduría en un San Pablo, un San Ambrosio, un San Agustín, un San Juan Damasceno, un Santo Tomás de Aquino, una

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Santa Catalina de Siena, un San Juan Bosco, un Padre de Foucauld! Y ello por no hablar de la muchedumbre inmensa de los santos desconocidos. En derredor nuestro, en pleno mundo moderno, se ocultan numerosísimas al­mas adoradoras y contempladoras, no sólo en los claus­tros y en las casas de ejercicios y retiros espirituales, sino en los ambientes de trabajo más agotador, en las fábricas, en las oficinas, en los hogares, en las salas de los hospitales y de los sanatorios. ¿Quién no conoce a algunas de estas almas humildes, ardientes y silenciosas, que en medio de la inextricable complicación de nuestra trepidante existencia viven sólo para Dios y para su Iglesia, a imitación de Jesucristo, oprimido por las masas de los galileos y, sin embargo, siempre, en las profundi­dades de su alma, en soledad con el Padre?

El Espíritu de sabiduría es multiforme. Por encima de las agitaciones humanas, Él conserva las almas de los santos en la inmutable paz de Dios.

4. Espíritu de consejo

El Espíritu Santo es el Realizador en nosotros de los eternos designios de Dios. Su Espíritu de consejo inspira a los hombres que se conformen al plan divino en los detalles de sus vidas. No es suficiente con tener el alma llena de luz, es preciso pasar a la acción: “Si me amáis, guardad mis mandamientos".55 Henos aquí tra­bados en una complicada malla en la que se entremezclan personas y sucesos, miras espirituales e intereses ma­teriales, nuestra propia vida y la de los demás, y ello en todos los planos: individual, familiar, nacional e inter­nacional, con perpetua interferencia de acciones y reac­ciones. En nuestros días se vive cada vez más a dimen­siones planetarias, abiertos a las necesidades de la Iglesia toda, sin mirar ya fronteras, con un espíritu de catolici­dad y de unidad del cuerpo místico de Cristo. Ciertamen­te, el patriotismo es una virtud cristiana, pero la Iglesia

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sufre también, aun de parte del sacerdocio, nacionalismos estrechos, que paralizan la mutua comprensión, la equi­dad entre los pueblos y el empuje misionero de la Iglesia de Dios. No obstante, se van perfilando más y más una renovación y una mayor abertura de los espíri­tus; el Espíritu Santo por la tierra entera, recorriéndola con el soplo de un nuevo Pentecostés: los santos de hoy quieren ser de la Iglesia y nada más.

Hay que procurar situarse siempre en estas perspecti­vas de Iglesia para juzgar acerca de la acción del Espíritu Santo en las almas.

Con el Espíritu de consejo asistimos a una variedad extraordinaria de gracias y de carismas, que se adaptan a la situación concreta y personal de cada uno de los hijos de Dios. Los libros del Antiguo Testamento, y tam­bién los del Nuevo, nos presentan, en una serie de figuras bíblicas, los múltiples modos como actúa la Providencia en las almas de los santos. Casi en cada página, la Biblia nos pone delante a un personaje nuevo, revelándonos así los inagotables recursos de un Dios Creador y Salva­dor en el guiar a los hombres. Cada traza de vida es un camino de Dios. El Espíritu de Yavé trata de dis­tintos modos a los profetas, a los jueces, a los reyes, a la multitud de sus demás hijos de Israel. Idéntica faci­lidad de adaptación del Espíritu de Dios aparece en los misterios de la infancia de Jesús y de las restantes cir­cunstancias de su vida, de su Pasión y de su Muerte.

El Espíritu Santo es quien domina en la narración de los Hechos de los Apóstoles. A seguida de Pentecostés, toda la historia de la Iglesia se desarrolla bajo el signo del Espíritu. Él, el Espíritu Santo, asiste manifiestamente a los confesores y a los mártires, testigos de Cristo. La promesa del Evangelio se realiza a la letra: "Seréis lle­vados a los gobernadores y reyes por amor de mí, para dar testimonio ante ellos y los gentiles. Cuando os entre­guen no os preocupe cómo o qué hablaréis, porque se os dará en aquella hora lo que debéis decir. No seréis vosotros los que habléis, sino el Espíritu de vuestro Pa­dre el que hablará en vosotros”.56 Y así sucederá hasta

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el fin del mundo. Impulsada por este mismo Espíritu, Juana de Arco replicaba victoriosamente a sus jueces; como a aquel importante teólogo auvernés de acento sibilante, que la preguntaba con ironía: "¿En qué lengua te hablan tus voces?": "¡Mejor que la tuya!", repuso Juana promoviendo la hilaridad general. Y esta otra res­puesta sublime a otro juez que le preguntaba: "¿Estáis en estado de gracia?" — "Si estoy en gracia, ¡Dios me conserve en ella! Y si no lo estoy, ¡Dios me ponga!" Con idéntica oportunidad, inspirados por el mismo Espíritu de sabiduría y de consejo, se expresan hoy día también con coraje nuestros cristianos de la Rusia soviética y de la China comunista y nuestros jóvenes jocistas europeos, en sus ambientes de trabajo, hostiles tantas veces a la Iglesia y a Cristo.

El Espíritu de consejo no se manifiesta de igual modo en un San Benito, organizador del monacato occi­dental, en los fundadores y fundadoras de familias reli­giosas, en los iniciadores de nuevas fórmulas de estados de perfección mejor adaptadas a las exigencias de nues­tros tiempos, que en un solitario o en una religiosa de clausura. "Dios es siempre admirable en sus santos."57 58 No hay dos santos que sean iguales en todo. El universo de la gloria hará resplandecer la infinita potencia de crea­ción y renovación que tiene el Arte divino. "Uno es el fulgor del sol, otro el de la luna y otro el de las estrellas, y una estrella se diferencia de la otra en el brillo." H

El don de consejo, que desciende hasta las mil con­tingencias y vicisitudes de la vida diaria, es especialmente revelador de la inagotable riqueza de invención que tiene nuestro Dios. El Espíritu Santo enseñaba a Juana de Arco a guerrear, y los jóvenes cadetes de Saint-Cyr estu­dian marávillados su estrategia, coirio estudian la de un Napoleón; pero vale la pena pensar que mientras en el Emperador era el genio de la guerra quien dictaba sus planes de batalla, Juana de Arco era movida directamente por el Espíritu del Dios de los ejércitos. A sus oficiales decíales sonriendo: "¡Id a vuestro consejo, que yo iré

57. Ps 67, 36.58. / Cor 15, 41.

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al mío!". Y el Espíritu Santo la llevó, de victoria en victoria, hasta dar acabamiento, en Reims, a su misión libertadora. El mismo Espíritu de hallazgo, de discreción y de consejo inspiró a San Ignacio de Loyola sus Ejer­cicios espirituales, a Santa Teresa de Ávila su Castillo interior, a Santa Teresa de Lisieux su "caminito”, "todo nuevo”, del abandono al amor.

No pensemos que el Espíritu Santo solamente acom­paña con sus divinas inspiraciones a los santos canoni­zados. Asiste también a todos los cristianos, a todos los hombres de buena voluntad que estén en gracia, y los guía a todos en la realización de los más humildes debe­res cotidianos. ¿Cómo no había de auxiliar con sus luces y mociones a todos los que tienen cargos de responsabi­lidad en la Iglesia o trabajan por ella? Ilumina y sostie­ne, sobre todo a cuantos han recibido de Dios autoridad, en el grado que sea: superiores y superioras de comuni­dades religiosas, sacerdotes y dirigentes de la Acción católica, obispos, todos los miembros de la jerarquía eclesiástica... y más que a ninguno, hasta otorgarle la infalibilidad, al Papa, representante de Dios, Vicario de Cristo en la tierra. A través del flujo y reflujo de las cau­sas humanas, son Cristo y el Espíritu Santo los que dirigen a la Iglesia de Dios.

No acabaríamos de multiplicar los ejemplos y las aplicaciones. Los padres y madres de familia son a me­nudo más inspirados que otros en la educación de sus propios hijos.

Citaré un hecho sencillo presenciado por mí: Una mamá reprendía a uno de sus hijos que, por su pereza en los estudios, se veía expuesto a tener que repetir curso, aunque, por lo demás, era buen chico y soñaba con ser misionero. Otros parientes habrían probado, tal vez, a argüirle haciéndole caer en la cuenta de los sacrificios que representaban, en el presupuesto familiar, los gastos de su enseñanza. Aquella madre, hondamente cristiana, se acercó a él con dulzura y le dijo: "Estoy segura de que te vas a dedicar con toda generosidad al estudio. Si trabajas bien, podrás ser sacerdote un año antes, y, así, ¡se salvarán muchas más almas!” Esto, sin duda, se lo inspiró el Espíritu Santo.

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La acción, pues, del Espíritu Santo en las almas es tan infinitamente variada como lo son los caminos de Dios.

5. Espíritu de piedad

La oración es la síntesis viviente de un alma. En el momento de orar, todas las riquezas de una personalidad se armonizan en presencia de Dios. La experiencia coti­diana lo atestigua: cada cual ora a su manera. El Espí­ritu Santo se adapta a todos los temperamentos, a todas las culturas, a todas las civilizaciones y a todas las for­mas de vida.

La Biblia es por excelencia el Libro de oraciones de la humanidad. ¡Y qué incomparable galería de almas orantes! Pero, ¡cuán diferentes! La intercesión de Abra- ham para salvar Sodoma y Gomorra, no se parece en nada a los acentos de triunfo del Cántico de Moisés exaltando los beneficios y los milagros de Dios en favor de su pueblo elegido. Las bendiciones de los Patriarcas revisten la forma de una súplica a Dios. Así la bendición de Isaac a Jacob:

"Déte Diosel rocío del cielo, y la grosura de la tierra.

Y abundancia de trigo y mosto.Sírvante pueblos.Y prostérnense ante ti las naciones".59

Jacob bendecirá de una manera parecida a José y a sus dos hijos:

"Que el Dios en cuya presencia anduvieron mis padres, Abraham e Isaac,

el Dios que me ha sustentado desde que existo hasta hoy;

que el ángel que me ha librado de todo mal, bendiga a estos niños;

que se llamen con mi nombre y con el nombre de mi padre Abraham e Isaac,

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y se multipliquen grandemente en medio de la tierra".6“

Isaías queda mudo de admiración en presencia de la Santidad de Dios proclamada por los Serafines:

"¡Santo, Santo, Santo, Yavé Sebaot!¡Está la tierra toda llena de su gloria!”.60 61

El "Libro de la consolación de Israel" empieza con un himno ardiente a la trascendencia divina:

"Yavé es Dios eterno,que creó los confines de la tierra, que ni se fatiga ni se cansa, y cuya sabiduría no hay quien la alcance.

Él da vigor al fatigado,y multiplica las fuerzas del débil".62

Y, ¿qué decir de los Salmos, el Libro de la eterna plegaria de los hombres? Con el Evangelio y los acentos personales de Jesús, la oración llega a su cumbre. La Iglesia de la tierra y del cielo no hace otra cosa que prolongar la oración de Cristo, animada por un mismo Espíritu de piedad. Su oración litúrgica presenta todas las formas de la vida de oración: de adoración y de alabanza, de petición, de súplica y de reparación. La oración privada es la expresión más perfecta, en todas las lenguas, en todos los dialectos, y más aún en las si­lenciosas profundidades de las almas, de la filial piedad de los santos. En las fórmulas con que éstos oraban se refleja de la manera más fiel la vida de cada uno. Santa Teresa de Lisieux componía su ofrenda al Amor, quin­taesencia de la espiritualidad teresiana que ha elevado a millones de almas al puro amor de Dios, mientras que una Isabel de Dijón dejaba a su alma recogerse en su sublime elevación a la Trinidad:

"¡Oh Dios mío, adorable Trinidad, ayúdame a olvidar­me enteramente de mí para fundarme en Ti, inmóvil y apacible como si mi alma estuviese ya en la eternidad!

60. Gen 48, 15-16.61. Is 6, 3.62. Is 40, 28-29.

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¡Que nada pueda turbar mi paz ni hacerme salir de Ti, oh mi Inmutable, sino que cada instante me sumerja más en la hondura de Tu Misterio!

"Pacifica mi alma, haz de ella tu cielo, tu mansión amada y el lugar de tu reposo; que yo no te deje allí nunca solo, sino que esté contigo toda entera, despierta por completo en mi fe, toda adoración, entregada toda a tu acción creadora.

"¡Oh Cristo mío amado, crucificado por amor, yo querría ser para tu corazón una esposa, querría cubrirte de gloria, querría amarte... hasta morir de amor! Pero me siento impotente y te suplico que me revistas de Ti mis­mo, que identifiques mi alma con todos los movimientos de la tuya, que me sumerjas, me invadas, te sustituyas por mí, a fin de que mi vida no sea sino un resplandor de la tuya. Ven a mí como Adorador, como Reparador y como Salvador.

"¡Oh Verbo eterno, Palabra de mi Dios, deseo pasar mi vida escuchándote, quiero hacerme del todo tu dis- cípula, a fin de aprenderlo todo de Ti, después, a través de todas las noches, de todos los vacíos, de todas las impotencias, quiero mirarte siempre fijo y permanecer bajo tu gran luz! ¡Oh mi Astro amado, fascíname para que nunca pueda salir de tu irradiación!

"¡Oh Fuego consumidor, Amante Espíritu, ven sobre mí para que se haga en mi alma una encarnación del Verbo; que yo sea para El una humanidad más, en la que renueve todo su Misterio!

"¡Y Tú, oh Padre, inclínate hacia tu pobre creaturilla, no veas en ella más que al Bien Amado en quien has puesto todas tus complacencias!

"¡Oh mis Tres, mi Todo, mi Felicidad, Soledad infini­ta, Inmensidad en que yo me abismo, yo me entrego a vosotros como presa: sumios en mí, para que yo me suma en Vosotros, a la espera de ir a contemplar a vuestra luz el abismo de vuestras grandezas!”.

Las almas, cada una según sus aspiraciones, encuen­tran en la piedad benedictina, cisterciense, franciscana, dominicana, ignaciana, o en otras, las formas sin cesar renovadas de la piedad cristiana. Las mejores oraciones

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son las que brotan espontáneamente del corazón al soplo del Amor. El genio de Pascal exclamaba sencillamente: “ ¡Dios mío! ¡Os lo doy todo!" Con esta fulgurante breve­dad basta.

Otras almas necesitan sentirse largo tiempo en silen­cio, de día y de noche, en unión con Cristo, oculto en la Hostia, presente entre nosotros, Adorador del Padre.

Las preferencias por tal o cual método de oración son legítimas, a condición de que no sean exclusivas ni para­lizadoras. Hay quienes se contentan con abrir el Evan­gelio al azar para “beber a Cristo” en la fuente misma y oír al Padre hablamos a través de su Hijo. ¿Por qué no? Cada uno es libre para hacerlo como prefiera, según le impulse su gracia personal. Lo esencial está en ser siempre dóciles al Espíritu de Dios. Él sopla como quiere. No se sabe ni de dónde viene ni a dónde va, sino sólo que procede del Padre y del Hijo y que nos guía a nos­otros también, con el Hijo, hacia el Padre, para ser con­sumados, por el Amor, en la unidad de los Tres.

6. Espíritu de fortaleza

Según la promesa de Jesús, el Espíritu Santo es un Espíritu que fortalece. El divino Maestro insistió mucho sobre este particular. Después de su Resurrección, sus discípulos, reunidos en torno suyo, le preguntaban: "Se­ñor, ¿es ahora cuando vas a restablecer el reino de Israel?” Jesús respondió: "No os toca a vosotros conocer los tiempos ni los momentos que el Padre ha fijado en virtud de su poder soberano; pero recibiréis la virtud del Espíritu Santo, que descenderá sobre vosotros, y se­réis mis testigos en Jerusalén, en toda la Judea, en Samaría y hasta los extremos de la tierra".65 — “Yo os envío Aquél que mi Padre os prometió; pero habéis de permanecer en la ciudad hasta que seáis revestidos de la fortaleza de lo alto.” 63 64

En los santos se encuentran las dos formas clásicas

63. Act 1, 6-8.64. Le 24, 49.

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del don de fuerza: el espíritu de conquista al servicio del Reino de Dios y el espíritu de sacrificio hasta la muerte.

El espíritu de conquista resplandece en los grandes apóstoles, pero no está reservado a la sola acción externa. Un enfermo crucificado en su lecho puede tener, por el Reino de Cristo, deseos más vastos que el mundo. La grandeza de alma adquiere las dimensiones del amor. Con razón ha declarado la Iglesia a una Teresita de Li- sieux patrona de todas las misiones, igual que a San Francisco Javier. Ella encarna en la Iglesia el espíritu de valentía, que no acepta limitación alguna al Reino de Dios y que se entrega sin cálculos a la salvación de las almas, apoyándose en la Fuerza misma de Dios.

Después de San Pablo, es, quizás, el testimonio más bello de la fortaleza cristiana: "Mis esperanzas frisan en el infinito... Ser tu esposa, Jesús, ser carmelita, ser, por mi unión contigo, la madre de las almas, debería bastar­me... Pero no es así... Siento en mí otras llamadas: me siento con vocación de guerrero, de sacerdote, de após­tol, de doctor, de mártir; siento, en fin, el deseo de cumplir por Ti, Jesús, todas las acciones más heroicas... Quisiera morir en un campo de batalla defendiendo a la Iglesia...

"¡Siento en mí la vocación del sacerdote! ¡Con qué amor, Jesús, te tomaría en mis manos cuando, a mi voz, descendieses Tú del cielo!... ¡Con qué amor te daría a las almas! Pero ¡ay!, con todo y desear ser sacerdote, admiro y envidio la humildad de San Francisco de Asís y me siento llamada a imitarle rehusando la sublime dignidad del sacerdocio...

"¡Oh Jesús, mi amor, mi vida!... ¿cómo aliar estos con­trastes? ¿Cómo realizar los deseos de mi pobre almilla?...

” ¡Ah!, pese a mi debilidad, quisiera iluminar a las almas como los profetas, como los doctores. Tengo vo­cación para el apostolado... Quisiera recorrer la tierra predicando tu Nombre, e hincar en suelo infiel tu Cruz gloriosa. Pero, oh mi Bien Amado, una sola misión no me bastaría: querría, al mismo tiempo, anunciar el Evangelio por las cinco partes del mundo y hasta en las islas más remotas...

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"Querría, sí, ser misionera no sólo durante algunos años, sino que desearía haberlo sido desde la creación del mundo y seguir siéndolo hasta la consumación de los siglos... Mas, por encima de todo, querría, oh mi Salvador amadísimo, derramar mi sangre por Ti hasta la última gota...

"El martirio: he aquí el sueño de mi juventud. Este sueño ha crecido conmigo en el claustro del Carmelo... Pero, en esto también conozco que mi sueño es una lo­cura, en que no podría limitarme a desear una sola clase de martirio... Para satisfacerme serían necesarias todas... Como Tú, mi Esposo adorado, querría ser fla­gelada, crucificada... Desearía morir despellejada como San Bartolomé. Como San Juan querría que me echasen en aceite hirviendo. Desearía padecer todos los suplicios infligidos a los mártires. Con Santa Inés y Santa Cecilia, ansiaría presentar mi cuello a la espada, y como Juana de Arco, mi hermana querida, querría musitar sobre la hoguera tu Nombre, oh Jesús...

"Pensando en los tormentos que les tocará padecer a los cristianos en tiempos del Anticristo, siento que mi corazón se estremece y desearía que estos tormentos se me reservaran a mí... ¡Jesús, Jesús, Jesús, si hubiese de escribir todos mis deseos, tendría que coger el libro de tu vida! Allí se refieren las acciones de todos los San­tos; y estas acciones querría yo haberlas realizado por Ti...

"¡Oh Jesús mío! ¿Qué responderás a todas mis locu­ras?... ¿Existe algún alma más pequeña, más impotente que la mía? Sin embargo, por mi flaqueza misma, Tú, Señor, te has complacido en dar cumplimiento a mis pequeños deseos infantiles y quieres hoy colmar otros deseos mayores que el universo...

"En la oración, mis ansias me hacían padecer un verdadero martirio. Abrí las Epístolas de San Pablo en busca de alguna respuesta. Los capítulos X II y X II I de la 1.* Epístola a los Corintios cayeron bajo mis ojos... Leí en el primero que todos no pueden ser apóstoles, profetas, doctores, etc., que la Iglesia se compone de diferentes miembros y que el ojo no puede ser a la vez mano... La respuesta era clara, pero no satisfacía mis

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deseos, no me daba la paz... Así como la Magdalena, postrándose de continuo junto al sepulcro vacío acabó por hallar lo que buscaba, así también, abajándome yo hasta el fondo de mi nada, me elevé tan alto que pude alcanzar mi fin...

"Sin desanimarme, proseguí la lectura y hallé esta frase que me consoló: "Buscad con denuedo los dones más perfectos, pero yo voy a mostraros aún una vía más excelente”. Y el Apóstol explica cómo todos los do­nes más perfectos no son nada sin el Amor... Que la caridad es la vía excelente que lleva con certeza a Dios. Por fin, había dado con la paz. Considerándolo el cuerpo místico de la Iglesia, no me había yo reconocido en nin­guno de los miembros descritos por San Pablo, o, por mejor decir, quería reconocerme en todos. La caridad me dió la clave de mi vocación. Comprendí que si la Iglesia tenía un cuerpo compuesto de diferentes miembros, no podía faltarle el más necesario, el más noble de todos. Comprendí que la Iglesia tenía un corazón y que este corazón estaba inflamado en amor. Comprendí que sólo el amor hacía obrar a los miembros de la Iglesia, que si el amor se extinguiese, los Apóstoles no anunciarían ya el Evangelio, los mártires rehusarían derramar su san­gre... Comprendí que el am o r era el resumen de todas las vocaciones, que el Amor lo era todo, que él abarcaba todos los tiempos y todos los lugares, en una palabra, que Él es Eterno... Entonces, en el exceso de mi júbilo liberador, exclamé: ¡Oh Jesús, mi Amor... mi vocación, por fin, la he encontrado: es el amor!...

"Sí, he encontrado mi puesto en la Iglesia, y este puesto, oh Dios mío, eres Tú quien me lo has seña­lado... En el Corazón de la Iglesia, mi Madre, yo seré el amor... Y así lo seré todo... ¡Así mi sueño se habrá reali­zado!”

Tales acentos son únicos. Han brotado al soplo del Espíritu de Amor. Es el estilo inconfundible del Espíritu Santo. No es raro, sin embargo, hallar un eco de estos mismos sentimientos en las almas de nuestros militantes, de nuestros sacerdotes, de contemplativos enclaustrados pero de vastos horizontes internos, de miembros de Ins­

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titutos seculares, cuya vida oscura y humilde, consagrada toda ella a Dios, se gasta en medio del mundo, al servicio de Cristo y de su Iglesia.

El don de fortaleza se manifiesta también en la vida de los santos bajo otro aspecto aún más fundamental: el espíritu de sacrificio llevado hasta el heroísmo. Este heroísmo, a su vez, puede presentar una doble forma: el heroísmo de lo pequeño y el heroísmo de lo grande.

No es necesario que el Espíritu de fortaleza aparezca con exterioridades deslumbrantes. Almas santísimas pue­den pasar desapercibidas en su propio medio de existen­cia. Tal fue el caso de la Sagrada Familia en Nazaret y de una muchedumbre de santos cuyas heroicas virtudes permanecerán ignoradas hasta el día del juicio: "Vuestra vida está toda escondida con Cristo en Dios. Cuando se manifieste Cristo, vuestra vida, entonces también os manifestaréis gloriosos con Él”.65 Hasta los santos más carismáticos caminan habitualmente en medio de los demás hombres, mezclados sin distinción a sus alegrías y sufrimientos, envueltos en sus flaquezas y vanidades, sin otro testimonio de su secreta grandeza que el Espíritu de Dios.

Esta fidelidad en las cosas más pequeñas y hasta la menor tilde, sin espíritu cicatero pero sin descaecer, con el máximo amor, no se explica sino por la presencia de la Fuerza misma de Dios. Cumplir perfectamente todos sus deberes cotidianos y siempre, aumentando de continuo en santidad, es superior a las fuerzas humanas; esta for­ma de heroísmo del Espíritu de fortaleza es sólo a la medida de Dios. Una Teresita de Lisieux pudo afirmar de sí: "Desde la edad de tres años, nunca le he rehusado nada al Buen Dios”. ¿Es de extrañar que la Iglesia la haya canonizado?

Pero el Espíritu de fortaleza no despliega toda su grandiosa virtud más que en los indescriptibles sufri­mientos físicos y morales, a imitación de Cristo: "Si alguien quiere venir en pos de Mí, tome a diario su cruz y sígame”.66 Y esto es lo que hacen esos seres

65. Col 3, 3-4.66. Me 8, 34.

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privilegiados, llamados a participar más íntimamente en la misión redentora de Cristo y a ser crucificados con Él para los mismos fines de la salvación de las almas y de glorificación del Padre. La hagiografía cristiana acu­mula aquí los testimonios y los ejemplos. Las Actas de los mártires siguen a las de los Apóstoles. La historia de la Iglesia es una historia de persecuciones. Todavía hoy, tras las de Méjico y España, vienen las del régimen de la Rusia soviética, las' de la China comunista, las de los países totalitarios de los "sin Dios", y, por lo demás, las provocaciones, las injusticias, las oposiciones de todas las potencias del mal. La Iglesia es crucificada por doquier. "No ha de ser más el discípulo que su Maes­tro.” 67 — "Como me han perseguido a Mí, os perseguirán a vosotros."“ Pero "tened confianza, que Yo he vencido al mundo".49 69

La Iglesia lo sabe: para ser glorificada con Cristo, ha de ser primero crucificada con Él. Avanza, pues, crucifi­cada, en medio de las naciones, animada de la infatigable caridad de Cristo, prosiguiendo sin doblegarse su misión iluminadora y salvadora, Apoyada en la misma Fuerza invencible de Dios.

7. Espíritu de temor

Los santos han pasado igual que nosotros por la tierra: entre las obscuridades de la fe, en medio de las dificultades diarias, pero con inquebrantable confianza en Dios: "Me glorío en mis debilidades para que resplan­dezca en mí la fuerza de Cristo”.70 Ellos estaban per­suadidos como San Pablo, de que "ni la vida, ni la muerte”, ni las seducciones de los pláceres, ni las perse­cuciones de los hombres, ni las fuerzas invisibles del mal, "ni creatura alguna”, "nada” podría separarles de Dios. El amor de Cristo les ha hecho triunfar de todo.71

67. Le 6, 40.68. l o 15, 20.69. lo 16, 33.70. 2 Cor 12, 9.71. Rom 8, 35-39.

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Esta paradoja de una santidad heroica en seres frá­giles prueba la omnipotencia del Espíritu de Dios. "El Espíritu Santo permanece con vosotros y está en vos­otros.” 71 Su actividad multiforme se extiende a todo el actuar humano. Él esclarece nuestro entendimiento me­diante sus dones intelectuales de inteligencia, ciencia, sabiduría y consejo. Él sostiene la voluntad mediante sus dones afectivos de piedad, fortaleza y temor. Él prolonga su acción purificadora y divinizante hasta las más ínti­mas profundidades de nuestra alma y de nuestro ser carnal. Él inspira todos nuestros pensamientos, todas las decisiones de nuestra voluntad. Él dirige, con sus ilumina­ciones y sus gracias, todas nuestras relaciones con Dios y con todas las creaturas del universo. Él pone en nues­tras facultades espirituales y en nuestras potencias sen­sitivas el orden de la caridad y asegura en nuestros actos el triunfo de la gracia de Dios. El Espíritu Santo lleva a cabo esta obra concertadamente con el Padre y el Hijo.

El Espíritu de temor filial nos preserva de todo mal. Cristo y la Virgen eran seres inmaculados. Nosotros so­mos creaturas pecadoras. Los santos sabían por experien­cia su debilidad personal, sus posibilidades de caer.

Este Espíritu de temor adopta diferentes formas según el temperamento de cada cual. David, adúltero y homicida, nos ha dejado en sus salmos penitenciales acen­tos de arrepentimiento que podrán apropiarse también muchísimos santos, pecadores convertidos:

"Apiádate de mí, ¡oh Dios!, según tu misericordia, según la muchedumbre de tus piedades, borra mi iniquidad.

Lávame más y más de mi malicia y limpíame de mi pecado, pues reconozco mis culpas, y mi falta está siempre ante mí.

Contra Ti, sólo contra Ti he pecado, he hecho lo malo a tus ojos...

Aspérgeme con hisopo, y seré puro; 72

72. lo 14, 17.

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lávame, y emblanqueceré más que la nieve...Crea en mí, ¡oh Dios!, un corazón puro...No me arrojes de tu Presencia.No quites de mí tu Santo Espíritu".73

Las Confesiones de San Agustín abundan en estas mis­mas lamentaciones nacidas del arrepentimiento y del santo temor de Dios.

La Regla de San Benito nos ha dejado, en el duo­décimo grado de humildad, la semblanza del monje per­fecto que ha alcanzado la cima de la santidad evangélica, en una caridad consumada, pero que se mantiene siempre humilde ante Dios como el publicano. El Espíritu de temor está en la base de la espiritualidad monástica lo mismo que constituye el fondo del Evangelio: "Si no hiciereis penitencia, pereceréis todos".74

Este temor filial no presenta la misma forma en un alma virgen que en un pecador convertido, pero su huella se encuentra en las almas de todos los santos. Hasta los ángeles "tiemblan” delante de Dios.

Así, el último de los dones del Espíritu Santo pone a toda creatura en la disposición más fundamental para elevar el edificio de la santidad: el convencimiento de nuestra nada en la presencia de Dios.

73. Ps SO.74. Le 13, 3.

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E p íl o g o

AL SOPLO DEL ESPIRITU

El Espíritu Santo es

el Soplo eterno de Dios.

En Dios: todo es Luz, Amor y Gozo. La infinitud de su Ser encierra todas las perfecciones. "Yo Soy Aquél que Es." “No hay más Dios que Yo.” Él tiene por medida la inmensidad y la eternidad. Su Ser uniforme no conoce ni "antes" ni "después". Él es. — Pasado, presente efí­mero, futuro no existe para Él. Él es un eterno Presente, siempre idéntico a Sí mismo, sin disminución ni aumento de substancia, en la posesión total y simultánea de su Vida inmutable. "Yo soy el Existente eterno. Yo Soy Yavé.”

Soplo de Amor de la Santísima Trinidad

El Dios de la Alianza del Sinaí Se reveló en el Evan­gelio: Padre, Hijo y Espíritu Santo, Padre, Verbo y Amor, un solo Dios en Tres Personas, Dios único, no Solitario sino Sociedad viva con un Hijo en un mismo Espíritu de Amor, llamando a entrar en la intimidad de su Familia divina a la muchedumbre de los ángeles y de los santos.

Unidad fecunda que ve brotar del seno del Padre un Dios, Hijo Ünico, Igual a Él, Consubstancial, no haciendo con Él sino "Uno” en la posesión de una misma Divini­dad: “Mi Padre y Yo, somos Uno". El Verbo no viene de la nada. Emana del Padre, de su Naturaleza divina, "Luz de Luz, Engendrado, no creado, verdadero Dios procedente del Dios verdadero". Todo es luz en su Ge­

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neración eterna por vía de inteligencia, de perfecto pa­recido con su Padre, "E figie de su substancia y Esplendor de su gloria, sostiene el universo por su poderosa Pala­bra, que ha efectuado la purificación de todos los pe­cados; y, ahora, está sentado a la diestra de la divina Majestad, tan elevado por encima de los ángeles que £1 ha recibido en herencia un nombre incomparablemente más grande", el de H ijo. ¿A cuál de entre los ángeles, en efecto, ha dicho Dios jamás: "Tú eres mi Hijo; hoy te he engendrado..."? — "Tu trono, oh Dios, subsiste por los siglos de los siglos..." — "Tú eres quien fundó en el principio la tierra, y los cielos son obra de tus manos. Ellos perecerán, pero Tú permaneces; ellos envejecerán como un vestido. Tú los plegarás como un manto, y cam­biarán. Mientras que Tú eres siempre El mismo y tus años nunca declinan.”

Con más vigor aún señala San Juan que este "H ijo Ünico del Padre" es su Verbo, su Pensamiento, su Pala­bra, su "Logos”. "En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios y el Verbo era Dios.” En el seno de la Santísima Trinidad, el Verbo es la Luz.

De esta Luz infinita brota en Dios un Amor infinito, no otro Dios, sino Otra Persona divina, distinta del Padre y del Hijo, procedente del Uno y del Otro como de un mismo Principio indivisible: un Dios no engendra­do, sino "un Dios espirado", si se nos permite decirlo así, dimanante del Padre y del Hijo como su Espíritu de Amor. El Espíritu Santo procede Él también de la substancia viviente del Padre, no por vía de inteligencia, sino por vía de amor, de inclinación, de impulso afectivo. Él no es el Verbo, el Pensamiento, sino el Amor en Per­sona, el Don etemal del Padre y del Hijo. El Padre y el H ijo se aman en el Espíritu, Término viviente y sub­sistente de su eterno Amor, Viva Llama que les une en un Fuego incandescente. ¡Misterio inescrutable éste de la doble fecundidad de la vida divina, que engendra un Verbo en la Luz y espira un Espíritu de Amor en quien se consuma la infinita comunicación de una misma Natu­raleza divina en la Unidad de la Trinidad! El Espíritu Santo es este Amor personal del Padre y del Hijo, en

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£1 tienen su prototipo eterno todas las leyes y todas las formas del amor, todos sus recursos y todos sus goces: amor de complacencia del Padre en el Hijo y del Hijo en el Padre, amistad ideal en la que el Padre le da a su Hijo todo cuanto tiene y todo cuanto Él Es, y el Hijo, a su vez, refluye hacia Él en esplendor, como su Imagen viviente, comunicación total a su Espíritu de las infinitas riquezas de la Esencia divina, realización suprema del "vivir juntos” de la amistad hasta la Unidad. El Verbo es la única Luz de los Tres, así como el Espíritu su único Amor. El Espíritu Santo es el Soplo de Amor de la Santísima Trinidad.

Soplo creador

En comparación con la .emanación eterna de un Dios Verbo "en el seno del Padre” y de un Dios-Amor procedente de la substancia viva del Padre y del Hijo, todo el surgir de las creaturas y la historia toda del universo no es más que juego de niños, pura nada ante Dios. Sin embargo, la creación del mundo es una prolon­gación, en el tiempo, de esta doble emanación eterna. Dios no se conoce a Sí mismo ni nos conoce a nosotros sino en su Verbo; Dios no se ama ni nos ama más que en el Espíritu Santo. El mismo Soplo de dilección infi­nita, que anima ad intra a las Tres divinas Personas, se extiende también sobre la inmensidad del cosmos y sobre el átomo más diminuto. La Santísima Trinidad se ama a Sí y nos ama a nosotros en un mismo Espíritu de Amor.

Este Amor explica toda la acción de Dios ad extra. Dios crea por amor. Redime y salva por amor. Glorifica por amor. Ningún ser es rico más que en la medida en que Dios se inclina sobre él con amor. Todas las reali­dades visibles e invisibles se sitúan en la jerarquía de los valores según el grado de complacencia que les testimonia el Dios de Amor. Los seres más ricos, los más santos, los más perfectos, son los más amados. El amor de Dios es esencialmente creador. "Dios no conoce las cosas porque éstas son, sino que son porque Dios las conoce”, observaba San Agustín. Dios no ama a los seres

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porque existen, sino que existen porque Dios les ama y en la medida en que los ama. El Padre, el Verbo y el Espíritu se inclinan sobre cada uno de nosotros al Soplo de un mismo Amor creador y divinizador. La Biblia está llena de las maravillas operadas por Dios, desde el origen, con un Soplo amoroso. El Espíritu de Dios, que “se cernía sobre las aguas" al comienzo del mundo, sigue realizando aún todas las obras de Dios en el uni­verso de la creación, de la gracia y de la gloria. Dios mantiene el mundo fuera de la nada mediante el Espíritu Santo, por su Soplo creador.

Soplo de santidad

El universo de la creación es superado infinitamente por el universo de la gracia. El hombre no es ya una simple creatura, sino que se convierte en hijo de Dios, a semejanza del Hijo Unigénito del Padre: "Ved qué amor nos ha mostrado el Padre: hasta querer que sea­mos, no sólo de nombre sino realmente, hijos suyos".' "Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley, para redimir a los que estaban sometidos a la Ley, de suerte que reci­biésemos la adopción. Y por ser hijos envió Dios a nues­tros corazones el Espíritu de su Hijo, que nos permite decir: ¡Abba, Padre!” 1 2 3 Tal es el plan eterno de Dios: "E l nos predestinó a ser conformes con la imagen de su Hijo, para que Este sea el Primogénito entre muchos hermanos".*

Esta obra de divinización y de salvación la realiza en nosotros el Espíritu Santo: "Los que son movidos por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios. ...El Espíritu en Persona da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios".4 Así, Dios nos "ha hecho partícipes de la divina naturaleza”.5 Para nosotros, ya, no ser más que hombres es decaer. Estamos llamados a vivir "en

1. t lo 3, l .2 . Gal 4 , 4 « .3 . Rom 8, 29.4 . Rom 8, 14-16.5 . 2 Petr 1, 4 .

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comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo”,* impul­sados por el Soplo mismo de la santidad de Dios. Debe­remos vivir en la tierra a imitación del Hijo, en la intimidad del Padre, bajo los impulsos de un mismo Espíritu. Para realizar este programa, Dios Padre envía continuamente a su Hijo a nuestras almas para comu­nicarnos su Luz, y a su Espíritu para hacemos comunicar con su vida de Amor. Las invisibles misiones del Verbo y del Espíritu Santo nos introducen y nos conservan dentro del ciclo de la Vida trinitaria, para allí "consu­mamos” más y más, por la gracia, "en la unidad".

Toda la función que el Espíritu Santo desempeña en cada uno de nosotros consiste en "formar a Cristo en nuestras almas", desde la primera gracia divinizadora, la del bautismo, hasta las más elevadas alturas de la unión transformante, pasando por todas las crucifixio­nes de la vida. “El H ijo” sigue siendo él Modelo único. Los justos del Antiguo Testamento y los santos del Evan­gelio están llamados a reproducir los rasgos de su Salvador, a convertirse, a los ojos del Padre, en imágenes de Cristo. Tal es la misión del Espíritu Santo en la Iglesia: modelamos a imagen del Hijo para ser como Él y en Él la alabanza de gloria al Padre. La multitud de los ángeles y de los santos se jerarquiza en tomo a Cristo para entrar con Él, al Soplo de un mismo Espíritu, en el movimiento de gracia de su divina Filiación, dentro de la Trinidad.

Soplo eterno de Dios

La historia del mundo culminará en la visión del Verbo, en Aquél que es la Luz eterna, el Pensamiento Ünico del Padre, su Palabra substancial, su Arte Creador y Recreador del universo por vía de Redención, su Hijo Amadísimo en quien encuentra Él una felicidad infinita. Llegará un día en el que este Verbo se nos aparecerá Cara a cara, como la Claridad iluminadora de nuestra vida eterna, cuando, en la luz de gloria, nosotros nos convertiremos también en Dios por el Pensamiento. Tam-

6. i lo i , 3.

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bién nosotros, como el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, lo veremos todo en el Verbo y en la irradiación de su gloria. ¿No nos dejó Jesús mismo esta suprema esperan­za? “Padre, que allí donde Yo esté estén ellos conmigo, para que contemplen la gloria que Tú me has dado, por­que Tú me amaste desde antes de la creación del mun­do." 7 Cuando este mundo se termine, todo se consumará en el Verbo, a quien contemplaremos sin velos, sin inter­mediarios, sin imágenes creadas, en el Pensamiento mis­mo del Padre, numéricamente el mismo, en su Hijo que es su Pensamiento Increado, en este Verbo que es­taba en el principio junto al Padre, por quien Dios lo creó todo y sin el cual nada existe. En nuestra visión de Dios no habrá ya ni "antes" ni "después”, sino una con­templación deiforme y eterna en la beatífica “visión de paz" de la Trinidad inmutable. Seremos Dios como Dios, no por identidad de substancia ni en la igualdad de las Personas, sino en la participación de una misma natura­leza divina, por la gracia, según nuestro grado de amor aquí abajo. Las sombras de la tierra habrán cesado para siempre. Veremos a Dios en su propia Luz. “Lo que somos no aparece todavía; pero sabemos que cuando se manifieste”, comprenderemos hasta qué punto "se­remos semejantes a El”, como los hijos a su Padre, "cuando le veamos tal como El es”.8 9

Le contemplaremos en este Verbo que emana del Padre por Generación eterna y que es, con Él, el Prin­cipio indisociable del Espíritu, de este Espíritu Santo que procede de la Substancia Viva del Padre, pero tam­bién de su propia Substancia de "Verbo que espira el Amor”. Allí terminará la historia del mundo, cuando el último de los elegidos entre por la visión en la posesión definitiva de Dios. “Entonces Dios será Todo en todos.” * En cada uno de nosotros, "el Verbo espirará el Amor”, y todos los elegidos, “consumados en la unidad” de la Trinidad, verán a Dios Cara a cara en el Verbo, amarán a Dios en el Espíritu Santo y cantarán a Dios en el Hijo, al Soplo del Etemal Amor,

7. lo 17, 24.8. 1 lo 3, 2.9. 1 Cor 15. 29.

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INDICEPRESENTACION .................................................................................. 7

INTRODUCCION ............................................................. 9

El tratado de los dones del Espíritu S a n to .......................................... 9Nuestro guía: Santo Tomás de A quino................................................. 11Plan y m étod o ........................................................................................... 18

Prim era ParteLA FE EN BUSCA DE DOCUMENTOS

«Fides quaerens documentum»

Capítulo primero:EL ESPIRITU SANTO EN LA VIDA E SP IR IT U A L ..................... 27

I. Datos bíblicos .......................................................................... 271. El soplo de Y a v é ...................................................................... 272. El anuncio del E sp íritu ........................................................... 293. Pentecostés................................................................................ 334. El Espíritu Santo en la Iglesia prim itiva.............................. 36

II. LA TRADICIÓN PATRÍSTICA......................................................... 41San Ignacio de Antioquía — San Ireneo — San Cirilo de Je- rusalén — San Atanasio — San Cirilo de Alejandría — SanAmbrosio — San A gustín ........................................................... 42-47

III. La teología medieval: Santo Tomás de Aq u in o ........... 471. La A cción del Espíritu Santo en el u n ive rso ....................... 47

1. Creación del m undo........................................................... 482. Ordenación del universo................................................... 483. Conducción del m u n do ..................................................... 484. Gobierno del universo....................................................... 495. Principio de v id a ............................................................... 49

2. A cción del Espíritu Santo en las a lm a s ................................ 49A . L o s DONES DE DIOS AL ALMA................................................ 50

1. El don del Espíritu Santo en su similitud creada: la ca­ridad .................................................................................... 50

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2. La Presencia personal, inmediata, substancial del Es­píritu Santo mismo en el alma. Consecuencias:........... 51

3. Inhabitación de toda la Trinidad en el a lm a ................. 524. Mutuo descanso de Dios en nosotros y de nosotros en

Dios ....................... ............ .................................................. 525. Revelación de los secretos d iv in os.................................. 536. Comunicación de todas las riquezas de D io s ............... 547. La transformación del alma en Dios y de su fruición de

la beatitud d iv in a ............................................................... 548. La adopción filial : ........................................ ........ ............ 559. La obra de purificación del Espíritu S a n to ................... 56

B. L a s r e a c c io n e s d e l a l m a e n s u a s c e n s o h a c ia D io s . . 571. Contemplación de D io s ..................................................... 582. Amor y alegría en D io s ..................... ............................ 593. Cumplimiento de todos los preceptos............................ 594. Libertad del am or............................................................... 60

IV. E l testimonio de los m ísticos: San J uan de la Cr u z ___ 61La Subida al Monte Carmelo — La Noche oscura — El Cán­tico espiritual — La Llama Viva de a m o r ................................ 62-68

V. E l magisterio e c le siá st ic o ..................................................... 68Un documento capital: la encíclica D ivinum ¡Uud munus, so­bre el Espíritu Santo: el Espíritu Santo continuador de la obra de Cristo — El Espíritu Santo en la Trinidad — Apro­piaciones trinitarias — El Espíritu Santo y la humanidad de Cristo — El Espíritu Santo y el cuerpo místico — El culto al Espíritu Santo: Conocerle, Amarle, Invocarle, Obedienciaal Espíritu S a n to ................. ‘ ......................................................... 69-80

VI. E l Espíritu Santo y la unidad de la Ig l e s ia ..................... 801. E l Espíritu Santo: alma de ¡a Ig le s ia .................................... 812. Unidad de P e rs o n a .................................................................. 863. Unidad de P en sa m ien to .......................................................... 934. Unidad de A m o r ...................................................................... 965. Unidad de A c c i ó n .................................................................... 98

1. La acción primordial de la T rin idad .............................. 992. La mediación universal de C risto .................................... 1013. La acción maternal de M a ría .......................................... 1064. La función de la jerarq u ía ................................................ 1075. La colaboración de los fie le s............................................ 1096. El construir juntos la Ciudad de D io s ........................... 109

6. Unidad de s a ce rd oc io ............................................................. 1107. Unidad de la fam ilia de D io s ................................................. 1138. En la unidad de la T r in id a d .................................................. 113

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Segunda ParteLA FE EN BUSCA DE ENTENDER

«Fides quaerens intellectum»

Sección 1.a: LOS DONES EN GENERAL

Capítulo ilLOS DONES EN G E N E R A L ............................................................... 117

1. El espíritu S anto y su s d o n e s .............................................. 118II. Naturaleza de los dones del Espíritu Sa n t o ................... 121

1. Del lado de D io s ........................................................................ 1212. Del lado del hom bre............................................................... 130

III. El «S acro septenario» ............................................................. 137IV. Propiedades de los dones ....................................................... 145

1. Propiedad fundamental: el modo deiform e....................... 1452. Las otras propiedades:........................................................... 148

a. Nada de « ju s to m e d io » ..................................................... 148b. Conexión y s in erg ia ........................................................... 149c. Ayuda mutua y a rm o n ía ................................................... 151

V. Estu d io c o m p a r a d o ................................................................ 154Los dones y las virtudes............................................................... 154

VI. Los dones y las etapas de la vida esp ir it u a l ................... 158

Sección 2.a: LOS SIETE DONES

Capítulo ni:EL DON DE LA IN T E LIG E N C IA ..................................................... 167Introducción a los dones intelectuales.................................................. 167

I. E xistencia del don de in telig en c ia .................................... 170II. Naturaleza del don de in telig en c ia .................................. 171

El don del descubrimiento y de la intuición de las verdades primordiales.

Dos fases, seis pasos del espíritu, un acto supremo:A. DOS FASES:

1. Fase primera, de actividad preliminar: la aprenhensión de las esencias y de las nociones (análoga a la primera opera-ción de la m ente).......................................................................... 173

2. Fase segunda, de actividad esencial: la intuición de los prin­cipios del orden sobrenatural (análoga a la segunda opera­ción de la m ente).......................................................................... 175

B. SEIS PASOS DEL ESPÍRITU PARA LLEGAR A LA ESENCIA DE LASCOSAS............................................................................................... 177

1. Primer paso: a través de los accidentes aprehender las subs­tancias ............................................................................................. 177

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2. Segundo paso: bajo las palabras, las realidades que expre­san .............................................................................................. 178

3. Tercer paso: el sentido de las figuras y de los s ím bolos........ 1804. Cuarto paso: el descubrimiento del mundo invis ib le ............ 1805. Quinto paso: a través de los efectos, percibir las causas . . . . 1816. Sexto paso: en las causas, entrever los e fe c to s ...................... 182

C. SU ACTO SUPREMO: LA INTUICIÓN NEGATIVA Y OBSCURA DE DIOS 183III. Sus DOS FUNCIONES.................................................................... 184

Contemplación y acción .......................................................... 184IV. Sus DOS FUENTES DE INSPIRACIÓN............................................ 185

Dios y nuestro a m o r .................................................................. 185V. Su PROPIEDAD BÁSICA.............................................................. 187

Su modo d e ifo rm e .................................................................... 187V I. Estudio c o m p a r a d o ................................................................ 187

1. Con la virtud de la f e ............................................................ 1882. Con los otros d on es ........................................ .................. 1893. Con las bienaventuranzas evangélicas................................ 1904. Con los frutos del Espíritu S a n to ........................................ 191

V il. Los PECADOS CONTRA LA L U Z .................................................. 1911. El enturbiamiento de la in teligencia.................................. 1922. La ceguera del esp ír itu ........................................................ 192

V III. LA FUNCIÓN DE LA INTELIGENCIA EN LA VIDA ESPIRITUAL . . . 193El sentido de lo d iv in o .............................................................. 193

C a p ít u l o IV :E L D O N DE C IE N C IA ...................................................................... 197

I. L a « C ie n c ia de los Sa n t o s » (E x istencia ).......................... 197II. El doble aspec to d el don de c ie n c ia (N a tu ra leza ).......... 199

1. Su aspecto principal: las creaturas, reveladoras de Dios . . 1992. Aspecto secundario: las creaturas, ocasión de pecado . . . 203

III . Sus dos funcio nes (D iv is ió n ).................................................. 2051. Función principal: la contemplación de las obras de

D io s ......................................................................................... 2052. Función secundaria: la dirección eminente de la acción .. 206

IV . Sus dos fuentes (Causa e fic ien te ).......................................... 2071. Fuente principal: la inspiración d iv in a .............................. 2072. Fuente secundaria: los instintos de la ca r ida d .................. 207

V. Su m o d o d e if o r m e ................................................................ 208V I. Estu d io c o m p a r a d o ................................................................ 209

1. Don de ciencia y virtud de f e ............................................. 2092. Don de ciencia y los demás d o n es ...................................... 2093. Don de ciencia y la beatitud de las lágrim as...................... 211

V II. U n pe c ad o c o n t r a l a l u z ...................................................... 212

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La ignorancia de las cosas d iv in as ............................................ 212V III . L a fu n c ió n del don de c ie n c ia en l a v id a e s p ir itu a l . . . 214

El sentido de las creaturas........................................................ 214

C a p it u l o V:E L D O N DE S A B ID U R IA ................................................................ 217

I. L a SABIDURÍA CRISTIANA.......................................................... 217Las tres sabidurías.................................................................... 222

II. Ese n c ia in t e le c t u a l d el don de s a b id u r ía ...................... 224Una sabiduría intelectual........................ 224

I II. Fu n c ió n p r im o r d ia l y e spe c ific ad o ra del a m o r ............ 226Una sabiduría a m o ro sa ............................................................ 226

IV . Dos FORMAS DEL DON DE SABIDURÍA........................................ 234Sabiduría contemplativa y sabiduría de a cc ión ...................... 234

V. Su m odo d iv in o ........................................................................ 235Una sabiduría d e ifo rm e ............................................................ 235

V I. Estu d io c o m p a r a d o ................................................................ 2371. El don de Sabiduría y la virtud de la f e .............................. 2382. Función arquitectónica del don de sabiduría.................... 2393. Don de Sabiduría y experiencia m ística ............................ 240

Un problem a cru c ia l............................................................. 240Las verdaderas perspectivas del prob lem a ........................ 242E l m ejor m étod o ................................................................... 244Dos aspectos fundam entales de la experiencia mística . . . 248A . La acción primordial de D io s ...................................... 248B. Las reacciones del a lm a ................................................ 251

V II. Sa b id u r ía y l o c u r a ................................................................. 261

C a p ít u l o V I:E L D O N DE C O N S E J O ..................................................................... 267

I. Su r e v e l a c ió n ........................................................................... 268II. Su NATURALEZA......................................................................... 270

III . Su c a m p o de a c c ió n ................................................................. 272IV . Su m e d id a d iv in a y su m o d o d e if o r m e ................................ 275V. Su LUGAR EN EL ORGANISMO SOBRENATURAL...................... 277

V I. V ic ios o p u e s t o s ........................................................................ 279V II. L a b ie n a v e n t u r a n z a c o r r e s p o n d ie n t e ............................ 281

V III . Su fu n c ió n en l a v id a e s p ir it u a l ........................................ 282

C a p ít u l o V II:E L D O N DE P IE D A D .................................................................... 287

I. SU LUGAR EN EL ORGANISMO SOBRENATURAL.................... 287II. FORMAS BÍBLICAS DEL DON DE PIEDAD.................................... 288

I II . N a t u r a l e z a del don de p ie d a d ............................................ 292IV . Eje m pl a r id a d d iv in a y m o d o d e if o r m e .............................. 294

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V. Estudio comparado....................................................... 2961. Don de Piedad y virtudes teologales.................................... 2972. Don de Piedad y vida de oración.......................................... 2983. Don de Piedad y virtudes morales...................................... 3004. El don de Piedad y los demás d o n es .................................. 301

V I. V ic ios o pu e s to s ........................................................................ 3021. Una actitud demasiado fam iliar.......................................... 3022. Una excesiva rigidez................ 303

V il. Su FUNCIÓN EN LA VIDA ESPIRITUAL........................................ 304Don de Piedad y espíritu de adopción.

C a p ít u l o v iil

E L D O N DE F O R T A L E Z A .............................................................. 307Una virtud cristiana desconocida............................................ 307

I. D ato s bíblicos sobre el don de f o r t a l e z a ........................ 307II. N a t u r a l e z a del don de f o r t a l e z a .................................... 309

III. Ex te n sió n del don de f o r t a l e z a ........................................ 311IV . Su modo d e if o r m e .................................................................... 312V. Estu dio c o m p a r a d o ................................................................ 314

1. El don de fortaleza y las demás virtudes............................ 3142. El don de fortaleza y los demás dones................................ 315

V I. V icios o pu e s to s ........................................................................ 315V II. Su FUNCIÓN EN LA VIDA ESPIRITUAL........................................ 316

C a p ít u l o ix :E L D O N DE T E M O R ........................................................................ 321

Una actitud religiosa fundamental.......................................... 321I. El ESPÍRITU de te m o r (S u existencia).................................... 321

II. N a t u r a l e z a d el don de t e m o r .......................................... 3241. El temor mundano................................................................ 3252. El temor servil...................................................................... 3253. El temor inicial...................................................................... 3264. El temor filia l........................................................................ 3265. Esencia del don de tem or.................................................... 327

III. Su AMPLITUD UNIVERSAL.......................................................... 328IV . Su m odo d e if o r m e .................................................................... 329V. Estu dio c o m p a r a d o .............................................................. 330

1. El don de temor y las virtudes cristianas............................ 3302. El don de temor y los demás dones.................................... 332

V I. V icios o pu e s to s ...................................................................... 3321. La presunción........................................................................ 3332. Descorazonamiento.............................................................. 3333. Obliteración del sentido del pecado.................................... 334

V II. Su pa pe l de fu n d a m e n to de l a v id a e s p ir it u a l .............. 335

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Tercera ParteLA FE EN SUS APLICACIO NES CONCRETAS

«Fides quaerens exemplum»

Capítulo x :LOS DONES DEL ESPIRITU SANTO EN CRISTO, EN LA VIRGEN Y EN LOS S A N T O S ............................................................. 339

I. El juego de los dones en cristo ............................................ 3401. Espíritu de sabiduría.............................................................. 3412. Espíritu de inteligencia.......................................................... 3423. Espíritu de ciencia................................................................... 3464. Espíritu de consejo................................................................. 3473. Espíritu de piedad................................................................... 3486. Espíritu de fortaleza............................................................... 3327. Espíritu de temor..................................................................... 355

II. EL JUEGO DE LOS DONES EN LA MADRE DE CRISTO..................... 3571. Espíritu de inteligencia.......................................................... 3602. Espíritu de sabiduría.............................................................. 3623. Espíritu de ciencia................................................................... 3644. Espíritu de consejo................................................................. 3665. Espíritu de piedad................................................................... 3676. Espíritu de fortaleza............................................................... 3697. Espíritu de temor..................................................................... 371

III. El JUEGO DE LOS DONES EN LOS SANTOS................................ 3721. Espíritu de inteligencia.......................................................... 3732. Espíritu de ciencia................................................................... 3753. Espíritu de sabiduría............................................................... 3774. Espíritu de consejo....................... 3795. Espíritu de piedad................................................................... 3836. Espíritu de fortaleza............................................................... 3867. Espíritu de temor..................................................................... 391

EPÍLOGO

A l soplo del espír itu ............................................................................ 395Soplo de Amor de la Santísima Trinidad.................................. 395Soplo creador.................................................................................. 397Soplo de santidad.......................................................................... 398Soplo eterno de D ios...................................................................... 399

IN D IC E........................................................................................................ 401

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COLECCIÓN PELÍCANOOtros títulos publicados

FILOSOFÍA CRISTIANA (4 a e d ic ió n )Jo sé M a ría de T o rre

INICIACIÓN A LA LITURGIA DE LA IGLESIA(2 a e d ic ió n re v isa d a )Jo sé A . A b a d y M . G a rrid o

ANTOLOGÍA DE TEXTOS (1 I a e d ic ió n )F ra n c is c o F e rn á n d e z -C a rv a ja l

COMPENDIO DE TEOLOGÍA ASCÉTICA Y MÍSTICA (2 a e d ic ió n )A d o lp h e T a n q u e re y

LOS PADRES DE LA IGLESIA (3 a e d ic ió n )E n riq u e M o lin é

LAS TRES EDADES DE LA VIDA INTERIORTOMOS I YII (8 a e d ic ió n )R é g in a ld G a rrig o u -L a g ra n g e

COMPENDIO DE TEOLOGÍA MORAL A u re lio Fern án d ez

ANTROPOLOGÍA Y MORAL Jo sé A n to n io Sayés

EL MATRIMONIO. TEOLOGÍA Y VIDA A n to n io M ira lle s