los cuentos del abuelo florian - norma huidrobo

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Cuentos Infantiles

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Lila tiene un abuelo que vive enuna casa pintada de amarillo. El

abuelo se llama Florián y es bajitoy pelado, aunque alrededor de lacabeza, de oreja a oreja, le creceuna media corona de pelo blancoy finito, vaporoso como una nube,que le resalta aún más la calvaredonda y lustrosa.

La casa pintada de amarillo delabuelo Florián tiene un patio debaldosas rojas, salpicado demacetas cargadas de helechos,geranios y jazmines. Un patio queen verano se oscurece bajo lasombra de una parra de uvachinche. Tal vez sea por eso que a

Lila le gusta tanto el verano: por lafrescura de la parra, por las uvas,por las hojas dibujadas en sombrasobre las baldosas del patio a lahora de la siesta, cuando el solrecalienta el aire y las chapas deltecho de la casa amarilla delabuelo Florián.

Lila espera el verano paraquedarse a dormir en la casa de suabuelo. Entonces los días sonlargos y alegres porque puedehacer las cosas que más le gustan,como regar las plantas con lamanguera, baldear el patio

descalza, oler los jazmines, comeruva chinche, bañarse en la piletade lavar la ropa y escuchar loscuentos que le cuenta el abuelo.Porque el abuelo Florián sabecontar cuentos. Y también sabehacer dulce de higos y remendarprolijamente su viejo mamelucoazul. Lila cree que esos cuentos noestán escritos en ningún libro; ellapiensa que son historias que a suabuelo le salen de la cabeza, cosasque tiene guardadas desde que eraun niño y vivía en un pueblorodeado de cerros, con ríos

rumorosos y sauces llorones queacarician las aguas con sus largasramas.

Una noche muy calurosa, Lila yel abuelo se sentaron en lasreposeras del patio a mirar lasestrellas por entre los huecos de laparra. El abuelo había puestoespirales en el piso para ahuyentara los mosquitos, y era lindo versubir la columna de humo larga yfinita, que de pronto se enroscabacomo un caracol –un caracol dehumo– y después se diluía en lanoche desapareciendo por

completo.El cielo era una sopa de estrellas.

El abuelo prepara ricas sopas, quesirve en tazones de loza azul.Cuando Lila mira su tazón desopa, ve un cielo de estrellas queflotan en el caldo. Lila mete lacuchara y las estrellastemblequean. Lila toma la sopa yla boca se le llena de estrellitascalientes y húmedas. Ahora lasestrellas están en el cielo y elabuelo también las mira. Serio ypensativo las mira.

Estuvieron los dos un rato

callados, hasta que por fin elabuelo Florián pronunció laspalabras que Lila estabaesperando:

—Te voy a contar un cuento,una historia que conozco desdehace mucho, mucho tiempo. Setrata de un caballero joven yvaliente, caminante de todos loscaminos. Un caballero de verdad,con espada defensora de causasjustas…

—¿Y cómo se llamaba esecaballero? —quiso saber Lila.

—Se llamaba, se llamaba… —trató de recordar el abuelo—, ¡se

llamaba Florianís! Ni más nimenos: Florianís.

Fue así como el abuelo Floriáncomenzó a contar las insólitasaventuras del simpático caballero.Y aquí van algunas, escritas más omenos como el abuelo las contó.

Primeraaventura

Donde se relata el

particular encuentrodel caballero

Florianís con laslaboriosas hormigas y

la lírica cigarra.

Una fría mañana de un fríoinvierno, después de haber

pasado una noche bastanteabrigada en la cueva de un cerro,decidió el caballero Florianís bajaral valle en busca de algunas frutaspara el desayuno. Iba contento,caminando a grandes pasos consus largas piernas y sus largospies, cuando un rumor intensohizo que se detuviera. El caballerose sorprendió muchísimo porqueel rumor venía de abajo… parecíasalir de las piedras y los yuyos…No dudó. Florianís no dudó ni un

instante. Se agachó y empezó aobservar detenidamente el suelo.Qué sorpresa se llevó al descubrirjunto a una roca, medio ocultasentre los yuyos y el trébol, a másde cincuenta hormigas gritonasque rodeaban a una cigarra. Elcaballero Florianís, arrodilladojunto a la roca, miraba a lashormigas, admirado de que siendotan pequeñitas gritaran y pelearancon tanta energía.

—¡No es justo! —vociferó unahormiga gorda que parecía ser lacapitana—. No es jus-to quenosotras trabajemos todo el añopara que después aparezca estavagabunda pretendiendo que laayudemos. ¡No, señor!

—¡Por supuesto que no! —gritóotra hormiga menos gorda, perotan furiosa como la anterior—. ¡Si

quiere comer, que trabaje!¡Faltaba más!

La pobre cigarra, arrinconadacontra la roca, intentó abrir laboca para decir algo, peroinmediatamente saltó otrahormiga; ésta era alta, flaca y teníacara de vinagre.

—Nuestra comida es nuestra.¡Nuestra! —gritaba—. ¡Denosotras! —aclaró, por si alguienno había entendido.

De nuevo quiso la cigarra deciralgo en su defensa, peronuevamente se lo impidió una

hormiga, y luego volvió arepetirse la misma situación una yotra vez hasta que, finalmente, elcaballero Florianís decidió que yaera momento de intervenir en elconflicto. Arrodillado como estabaen el suelo, con los brazosapoyados firmemente en la tierra ycon la cara a ras de los yuyos,emitió un suave pero agudosilbido, sorprendiendo tanto a lashormigas como a la cigarra.

—¡Hola! —saludó—. Megustaría saber cuál es el motivo detanto enojo, señoras hormigas.

—¿Por qué no? —contestó lagorda, que de verdad era lacapitana—. Sucede simplementeque esta cigarra haragana pretendeque nosotras, incansables yhonestas trabajadoras, le demosnuestra comida y un lugar ennuestra cueva —dijo, remarcandoella también la palabra“nuestra”—, porque, ¡claro! —siguió— ha llegado el invierno yla señora no tiene qué comer nidónde dormir. ¡Habráse vistosemejante desfachatez!

—¡Habráse visto! —repitieron

las demás hormigas.—¿Es cierto todo eso? —le

preguntó el caballero Florianís a lacigarra.

—Sí, señor —respondió ella convoz de susto.

—¿Vio? ¿Vio que teníamosrazón? —gritaban las hormigas—.

Y la muy desvergonzada loconfiesa. ¡Tendría que caérsele lacara de vergüenza!

—¡Un momentito! —pidió elcaballero—. Quisiera que lacigarra hable un poco más. A ver,señora, ¿cómo es que la sorprendeel invierno sin casa y sin comida?

—¡Ay, señor! —comenzó lacigarra—. Es que yo canto duranteel verano y no tengo tiempo dealmacenar alimentos como hacenlas hormigas.

—¡Lo confiesa, la muydescarada! —chilló una hormiga

del montón.—¡Silencio! —exigió el

caballero—. Continúe, señoracigarra.

—Pues ésa es mi situación,señor. Si yo me pasara todo elverano almacenando alimentos, nopodría cantar. ¿Y qué sería unacigarra sin su canto? Nada. Nadade nada. ¿Y que sería del veranosin el canto de la cigarra? ¡Nada,nada de nada!

—¡Ah, el verano! —suspiró elcaballero—. ¡Ah, las noches deverano! Esas noches estrelladas,

con la luna redonda y brillante.¡Ah, las noches de verano y elcanto de las cigarras!

—¿Y a éste qué le pasa? —preguntó la de la cara de vinagre.

—Pasa que se puso romántico—explicó la capitana, que siempretenía una respuesta para todo—.¡Eh, señor! —gritó—. ¿Quieresaber algo más?

—Ah, sí —respondió elcaballero—. Me distraje unmomento recordando el verano.¡Es que me gusta tanto! ¿Y sabenuna cosa? La cigarra tiene razón, si

se dedicara a almacenar alimentosdurante el verano, no podríacantar. ¿Y qué sería del verano sinel canto de la cigarra? —preguntó,empezando a suspirar otra vez.

—¡¿Y a nosotras qué nosimporta?! —respondieron furiosaslas hormigas.

—Nosotras, caballero suspirador—dijo con voz potente la gordamandona, que no por casualidadera capitana—, nos pasamos todoel verano trabajando, yendo yviniendo de un lado a otro,acarreando nuestro alimento para

tener qué comer durante elinvierno. ¡Qué nos importa elcanto de la cigarra!

—¡Ah! —creyó comprender elcaballero—. Entonces, ustedes, envez de cantar en verano, cantan eninvierno, ¿no es cierto?

—¿Cantar, nosotras? —sehorrorizaron las hormigas—.¡¿Nooosotraaas…?!

—¿Acaso no cantan? —preguntó el caballero, abriendobien los ojos, pero uno más que elotro.

—¡Jamás! —respondieron

todas, con aire digno y la cabezaen alto.

—¿Tal vez bailan? —siguiópreguntando Florianís.

—¿Bailar, nosotras? —seofendieron las hormigas—.¡¿Nooosotraaas…?!

—Pero, entonces… ¿qué hacenen sus ratos de ocio? —interrogóconfundido el caballero.

—¡¿En los ratos de qué…?! —preguntaron todas las hormigas ala vez.

—Quiero decir cuando tienentiempo libre, cuando terminan de

trabajar…—¿Terminar de trabajar,

nosotras? ¡¿Nooosotraaas…?! —repetían indignadas, señalándose así mismas con una patita.

—¡Sí! ¡Ustedes, ustedes! —gritóel caballero Florianís, bastantemolesto, porque le disgustabamuchísimo que no lo entendieran.

—¡Pues sepa, caballeritoinsolente, que nosotras, lashormigas, jamás dejamos detrabajar! —atacó la capitana,gorda y ofendida.

—Entonces dígame, señora,

además de almacenar alimentos,¿qué otro trabajo hacen ustedes?

—Entonces dígame, señorMeterete —se burló la gorda—,¿le parece poco trabajo almacenaralimentos?

—No es que me parezca poco,señora, simplemente me imaginoque en algún momento tendránque terminar. Y como ustedesdicen que ni cantan, ni bailan, sinoque trabajan y nada más, yo mepregunto qué otra cosa hacencuando terminan de guardar lacomida.

—Es que nunca terminamos,señor don Curioso —replicó lavinagre.

—¿Y comen todo lo queguardan?

—Es que no guardamos sólopara comer, sino para saber quetenemos —explicó la gorda.

—¿Que tienen qué?—Que tenemos para comer —

respondieron todas.—¡Me están volviendo loco! —

gritó Florianís, que a esta altura yatenía la nariz llena de puntoscolorados, a causa de una alergiaque le agarraba cuando se poníanervioso—. ¿Es que comen menosde lo que guardan? ¿Para quéguardan tanto, entonces? —preguntó, tratando de calmarse.

—Para tener —dijeron lashormigas, como quien dice unagran verdad.

—Pero si no comen todo,siempre les sobra, es decir, que

trabajan de más. Ahora bien,trabajar de más significa queemplean en la tarea de guardaralimentos más tiempo delnecesario. Por lo tanto, siemplearan únicamente el tiempojusto para almacenar lo necesario,les quedaría tiempo libre parahacer alguna otra tarea másdivertida —razonó largamente elcaballero Florianís y, porsupuesto, nadie entendió nada.

Pero por primera vez desde queempezó la discusión, las hormigasse quedaron con la boca cerrada.No sabían qué decir. La cigarra, encambio, aprovechó el silencio parahacer una reflexión.

—Lo que pasa, señor, es que lashormigas no saben hacer otra cosamás que acarrear alimento hasta lacueva y después guardarlo. Y nadamás. En eso se les va la vida.

—¡¿En eso se nos va la vida…?!—reaccionaron todas,ofendidísimas—. ¡¿Anooosotraaas…?!

—¡Sí, a ustedes! —lesrespondió satisfecha la cigarra—.¡A ustedes que lo único que hacenes trabajar como esclavas!

—¡¿Esclavas, nosotras?! —seindignaron las hormigas, a puntode masacrar a la cigarra—.¡¿Nooosotraaas?!

—Digo yo una cosa —intervinoa tiempo el caballero Florianís—.¿Por qué no tratan de empezaralguna actividad entretenida,divertida, agradable…? Porejemplo… a ver, a ver… ¡Ya sé!Cantar. Eso es. Cantar. ¿Por qué

no cantan, chicas?—Ya le dijimos, señor

Olvidadizo, que nosotras jamáshemos cantado —le recordó lacapitana.

—Nunca es tarde para empezar,señora —respondió el caballero.

—¿Pero cómo vamos a empezarsi no tenemos la menor idea decómo se canta…?

—Yo diría, señoras mías —comenzó pausadamente Florianís—, que lo que ustedes necesitan esalguien que les enseñe a cantar.

—¡Y a bailar! —sugirió

entusiasmada una hormiguita, quehasta ahora sólo había abierto laboca para repetir lo que decían lasdemás.

—¿Por qué no? ¡A bailartambién! —estuvo de acuerdo elcaballero.

—¿Y se puede saber quién nosva a enseñar? A ver, ¿quién,quién? —preguntó la vinagre.

—Pues yo conozco a unaprofesora… —empezó Florianís—…que podría enseñarles a cantar ybailar a cambio de casa y comida.

En ese momento, todos miraron

a la cigarra que, muy tranquila, sehabía recostado contra la roca yescuchaba atentamente laconversación.

—¿Usted qué opina, señoracigarra? —le preguntó Florianís.

—Bueeeno… podría ser… no esmala idea —contestó, haciéndosela interesante—. ¡Acepto! —gritóa continuación, antes de que aalguien se le ocurriera cambiar deidea.

Así fue como a partir de aqueldía, y gracias a la oportunaintervención del caballero

Florianís, las hormigas y la cigarracompartieron música, canto, casay comida… trabajo, en fin, cadauna aportó lo suyo y entre todasvivieron un poco mejor.

Segundaaventura

Donde se narra el

singular episodio deejemplar desenlace

protagonizado por elcaballero Florianís,la vaca, la cabra, la

oveja y el majestuosoleón.

C ierto día en que andaba elcaballero Florianís buscando

algo para comer, se topósorpresivamente con una vacaocupada en la misma tarea.

—¡Ay de mí! —se quejaba lapobre vaca—. Tengo hambre y noencuentro nada para comer.

—Buenos días, vaca —saludó elcaballero, no porque anduvierapor el mundo saludando acualquiera, sino porque era unamanera de empezar a charlar; nadamás.

—Buenos días —respondió la

vaca, que era muy atenta, aunquebastante desconfiada—. ¿Conquién tengo el gusto de hablar? —preguntó, porque no era cosa deandar hablando con cualquiera.

—Soy el caballero Florianís,para servirla, señora. Escuché suslamentos, y le diré que misituación es semejante a la suya:tengo hambre y no encuentro nadapara comer. Sólo me quedan doszanahorias y una cebolla, pero nopier-do la esperanza de encontraralgunas verduritas más parahacerme una rica sopa.

—A mí me quedan una papa ydos dientes de ajo —dijo la vaca—. ¿Qué le parece si entre los dosbuscamos algo más y después nosponemos a preparar la sopa? —sugirió, porque si una cualidadtenía esta vaca, era precisamente lade ser muy práctica.

—Cómo no —aceptó encantadoel caballero—. Vayamos por aquelcamino, tal vez encontremos algo.

Juntos y hambrientos se fueronlos dos, mirando a un lado y aotro, recogiendo algunos hongosal pie de los árboles y unas pocashierbas para agregar a la olla. Eneso estaban cuando vieron pasarpor allí a una cabra y una ovejallevando una canasta.

—Buenos días, señoras —saludó el caballero Florianís—.¿Andan de paseo? —preguntó,por preguntar.

Muy apenadas, la oveja y lacabra se pusieron a contar su

difícil situación, ya que hacía dosdías que no comían y por esemotivo andaban buscando algunasverduritas, con la ilusión de poderprepararse algún plato de comida.

—¡Igual que nosotros! —exclamó Florianís—. ¿Qué lesparece si juntamos todo lo quetenemos y preparamos una sopapara los cuatro?

Por supuesto que les parecióbien. Sin perder tiempo, juntaronunas ramas secas, encendieron elfuego y alistaron la olla para elpuchero. Ya estaba el agua a punto

de hervir, y muy atareados loscuatro limpiando las verduras ytambién saboreando de antemanola comida que habrían decompartir, cuando los sorprendióuna voz desconocida.

—¿Hay un lugarcito para mí?La voz era alta y grave; era una

voz majestuosa. Todos se dieronvuelta de inmediato y, ¡cómo nosorprenderse!, detrás de un árbol,asomando su monárquica cabeza,un león sonreía bonachonamente.

—No se asusten, amigos —intentó tranquilizarlos el recién

llegado—. Soy un pacífico leónmuerto de hambre, y como veoque están cocinando, les propongocolaborar con algunosingredientes, así luego podréparticipar de la comida.

—Cómo no… señor… león…—dijo tímidamente la cabra—.Bienvenido a… nuestro almuerzo.

El león abrió su mochila y sacóun chorizo, un ramo de perejil yun puñado de porotos. Echó todoen la olla y se sentó, dispuesto aesperar su porción de puchero.

Mientras tanto se pusieron a

charlar, sorprendidos los cuatroamigos al ver a un león tan cortésy tan humilde. Pero ya llevaba lacharla bastante tiempo, cuando elcaballero Florianís decidióinterrumpirla para inspeccionar laolla.

—Señores, el almuerzo está listo—anunció—. Por favor, si cadauno me alcanza su plato,procederé a servir.

—¡Ajá! —dijo el león,acercándose a la olla—. Veo que elpuchero es abundante. ¿Se puedesaber cómo va a repartirlo,

estimado caballero?—Pues en partes iguales —

respondió Florianís—. Somoscinco, así que serviré cinco platosbien llenos. Uno para cada uno.

Ya estaban la cabra, la vaca y laoveja esperando que les llenaranel plato, cuando imprevistamentese adelantó el león.

—Un momento, caballerococinante, detenga el cucharón —gritó con gesto amenazador,olvidándose de la humildad y lacortesía que hasta ahora habíatenido—. Ninguno tocará esta olla

—prosiguió—. Yo haré el reparto.

—¿Ah, sí? ¿Y se puede sabercómo piensa repartir? —quisosaber Florianís.

—Como corresponde, ni más nimenos. La primera parte será paramí —continuó—, y eso no sediscute porque soy el león. Lasegunda me la merezco porque noexiste nadie tan valiente como yo.La tercera también es para míporque soy el más audaz. Lacuarta me la he ganado porderecho natural. Y si algunointenta tocar la quinta —concluyó

—, tendrá que rendirme cuentasde semejante osadía.

Así diciendo y amenazando atodos con sus garras y ferocesrugidos, los echó del lugar parapoder comer tranquilo el sabrosopuchero.

La oveja, la cabra y la vaca,temblando de miedo, seescondieron detrás de unosárboles. El caballero, en cambio,quiso hacer frente a la situación,pero se dio cuenta de que él solono podía, ni siquiera usando suespada. Entonces corrió hasta los

árboles donde estaban refugiadassus amigas, para tratar deconvencerlas de que se unieran aél y lucharan contra el león.

—Es muy fuerte —dijo la oveja—. Nos devorará a los cuatro.

—¡Es feroz! —exclamó la vaca—. Nadie puede contra él.

—Es muy valiente —aseguró la

cabra—. No le teme a nada.—Pero es uno solo —razonó el

caballero Florianís— y nosotrossomos más.

—¿Y qué podemos hacer? —preguntaron las temerosas.

—Defender nuestra olla ynuestros estómagos —contestóFlorianís—. Cada una de ustedescon un palo y yo con mi espada—prosiguió— atacaremos al león.¡Veremos quién es más fuerte!

De este modo marchó elpequeño ejército con el caballeroFlorianís a la cabeza. Y espada va

y espada viene, y palazos por aquíy por allá, lograron entre todosahuyentar al león, que escapómuerto de miedo, sin haberprobado ni siquiera la parte delpuchero que con justicia lehubiera correspondido y que porprepotente perdió.

Terceraaventura

Donde se narra el

casual encuentro delcaballero Florianís

con la soñadoralechera, la

conversación queambos mantuvieron yla feliz idea que pusofin a las desdichas de

aquélla.

Una apacible tarde de primavera,caminaba distraído el joven

Florianís por la orilla de unarroyo, cuando un estruendo deplatos rotos lo sacó de su divagar.Miró a un lado y a otro hasta quedescubrió, no muy lejos de dondeestaba, a una joven sentada en elsuelo, junto a un charco de leche yun cántaro hecho añicos.Rápidamente fue el caballero a suencuentro, pensando que la chicapodría necesitar ayuda.

—¡Ay, qué mala suerte tengo! —se lamentaba la pobre, sin

levantarse del piso.—¿Por qué se queja de su

suerte, señora? —le preguntóFlorianís mientras se sentaba a sulado.

—¿Cómo no voy a quejarme?Mire este charco de leche. Iba almercado a venderla y se merompió el cántaro… y…¡buaaa…! —se largó a llorar ladesdichada.

—Eso no es nada grave —dijoFlorianís, intentando consolarla—.Compre otro cántaro y la próximavez que vaya al mercado tenga

más cuidado.

—Sí… pe… pero… no… es lapri… primera vez que… que…me pa… pasa… —tartamudeó lalechera con la voz tembleque,porque no es fácil hablar y lloraral mismo tiempo.

—Así que no es la primera vezque le pasa… —repitió Florianíslas palabras de la lechera, lo cualsignificaba, simplemente, que nosabía qué decir.

La lechera dio un suspiro largo,se sonó la nariz con un pañuelitoque sacó del bolsillo de su delantal

y se secó las lágrimas con lasmangas del vestido, una mangapara cada ojo.

—¡Ayy…! —volvió a suspirar—. En el pueblo me llaman la locadel cántaro y… ¡tienen razón…!

Y ya empezaba a llorar otra vezcuando Florianís recordó quetodavía le quedaban en losbolsillos algunos caramelos de losque hacía su madre para que él sellevara en sus viajes. Al ver elcaramelo que Florianís le ofrecía,la lechera suspendió el llanto paraotra ocasión y volvió a sonarse la

nariz, esta vez con tanto ruido queespantó a todas las moscas querevoloteaban sobre la leche.

—Mmm… rch… rch… rich…quí… shimo… mmm… —balbuceó la chica mientrassaboreaba el caramelo; y al igual

que cuando se sonó la nariz, hacíatanto ruido que las moscas todavíano se animaban a volver a laleche.

—Bueeenoo… si quierecontarme algo más… yo laescucho… —siguió Florianís, quese moría de ganas, curioso comoera, de saber por qué en el pueblola llamaban la loca del cántaro.

—Ahh… —suspiró la lechera,como era de esperar, aunqueafortunadamente, esta vez, sinlágrimas—. Como le decía, señor,no es la primera vez que rompo

un cántaro y me quedo sin venderla leche. Y no es que sea torpe —aclaró la chica, llevándose unamano al pecho para dar fieltestimonio de lo que decía—, loque pasa es que me gusta soñarpor el camino.

Y entre suspiros y caramelos queFlorianís le daba, ya no para quedejara de llorar, sino nada más queporque ella se los pedía, la lecherale contó sus andanzas por la vidacomo simple soñadora. Eso, nadamás. La lechera vivía soñando,imaginando su futuro, haciendo

planes, logrando con laimaginación todo lo que queríalograr en la realidad. Entonces,mientras iba camino al mercado avender la leche, su imaginación sele adelantaba y llegaba antes a unmercado de ensueño donde muyrápido vendía la leche y con eldinero que le daban compraba unacanasta llena de pollitos y, siemprecon la imaginación, volaba a sucasa a criar los pollitos queenseguida se convertían enhermosos pollos de rojas plumasy, en un suspiro, otra vez aparecía

en el mercado con todos los pollosen una gran jaula, y enseguida losvendía por buen dinero, tan buenoque le alcanzaba para comprar unpequeño cerdo, que al igual quelos pollitos, ella se encargaba decriar y engordar para luegovenderlo en el mercado, y lovendería a tan excelente precioque podría comprar un ternero…

Y qué alegría con tantos sueñosrealizados en la cabeza, y quéfelicidad, y qué ganas de saltar ybailar, y también, ¿por qué no?,tararear alguna canción para

acompañar los pasos de baile…Claro que todo esto, o sea, lossaltos, el baile, el tarareo, no losdaba la lechera en su mundo defantasía, sino en el otro, en el real,en el de todos los días…Entonces… si se ponía a saltar ycantar y bailar mientras llevaba elcántaro de leche apenas apoyadoen la cadera y sostenido con unasola mano, ¿cómo no se le iba acaer?

—Bueno, bueno… Ahora loentiendo… —murmuró Florianís—. ¡Y pensar que la gente diceque soñar no cuesta nada!

—Eso será para otros, porque loque es a mí, soñar me cuestacántaros y más cántaros y la lecheque no puedo vender —concluyóla lechera.

Florianís le preguntó entonces si

no sería más barato imaginar sufuturo en otro momento, cuandono tuviera nada que hacer o antesde dormir. La lechera le contó queya lo había intentado, pero que nodaba resultado porque nuncalograba dejar de soñar camino almercado.

—Entiendo perfectamente. A míme pasa lo mismo —confesóFlorianís—. Soy un soñadorincurable, claro que yo no tengocántaros para romper, que si no…

—¡Me alegro de que meentienda, señor! —exclamó

contenta la joven—. En el pueblose burlan todos y me dicen que sino dejo de soñar, mis sueñosjamás se harán realidad. ¡Y eso nolo puedo entender! —se enojó—,porque yo me pregunto: ¿quésueños podré realizar si dejo desoñar?

—Así es la gente que no ve másallá de su nariz —afirmó elcaballero que, a pesar de tener lanariz muy larga, siempre veíamucho más allá de ella.

Por unos segundos se quedaronlos dos en silencio, pensativos,

hasta que a la lechera se le ocurriópedir otro caramelo. Florianísbuscó y rebuscó en todos losbolsillos y en la mochila quecargaba a la espalda, pero noencontró ninguno.

—¡Qué lástima! —se quejó lachica—. Nunca en mi vida habíaprobado unos caramelos tandeliciosos.

—Los hace mi madre —le contóorgulloso Florianís.

—¿Ah, sí? ¿Y cómo? —preguntó la lechera, abriendograndes los ojos y dispuesta a

escribir en la memoria la receta delos caramelos.

—Es muy fácil. Los hace condulce de leche.

—¿Y eso qué es? —preguntóahora, absolutamente ignorante dela existencia del dulce de leche.

—Es un dulce muy fácil dehacer —explicó el caballero que,aunque jamás lo había hecho,estaba acostumbrado a ver cómolo hacía su madre—. Hay quehervir la leche con azúcar yvainilla un rato laaargo, laaargo,revolver un poco y… ¡listo! La

leche se convierte en dulce deleche. ¡Delicioso! Y una vez que eldulce está preparado, se dejaenfriar y se hacen los caramelos.

Tal vez la explicación deFlorianís no le hubiera resultadodemasiado clara a una personacomún y corriente, pero la lechera,fantasiosa como era, la entendió a

las mil maravi-llas. Porque si algose necesita para cocinar, esimaginación. Y precisamente,imaginación es lo que le sobraba aesta chica. Así que, ni bienFlorianís terminó de contar lareceta, ya había ella llegado a sucasa, corriendo con los pies de lafantasía, desde luego, y se habíapuesto a ordeñar la vaca, y yaestaba encendiendo el fuego parahervir la leche, y ya corría a laalacena para buscar el azúcar yuna chaucha de vainilla, cuandofue a interrumpirla el caballero.

—¿En qué piensa, señora?—En la solución de mis

problemas. Ya no volveré aromper cántaros.

—¡No sabe cuánto me alegro!Pero… ¿cómo va a hacer?

—Muy fácil. Usted me dio lasolución. Nunca más iré almercado a vender la leche en el

cántaro. A partir de hoy, la lecheraserá la caramelera. Fabricaré loscaramelos en mi casa, los pondréen una canasta y los venderé en elmercado. ¿Qué le parece?

—¡Excelente! —exclamóFlorianís, maravillado él mismopor haber tenido, sin saberlo, unaidea tan brillante—. Y si en una deésas —prosiguió—, soñando porel camino se le cae la canasta… ¡loúnico que tendrá que hacer serájuntar los caramelos!

—¡Así es! Ni cántaro roto, nileche derramada.

Y los dos se dieron la manocomo si acabaran de concretar ungran negocio. De este modo, y porsimple casualidad, intervino elcaballero en la solución de losproblemas de la lechera (de aquíen más, caramelera), que en elfuturo pudo vender la leche en elmercado, convertida en caramelos,sin dejar de soñar por el camino.

Cuarta aventura

Donde se relata elepisodio de las ranas

que pedían rey y laoportuna

intervención delcaballero Florianís

con su espadasalvadora.

Ya llevaba el caballero Florianísbastante tiempo de andar de

un lado a otro, recorriendodiferentes caminos, subiendo ybajando cerros o cruzando ríos yarroyos, cuando le dio por pensarque le haría muy bien pasar unatemporada en su casa con sufamilia, descansar un buen tiempopara luego volver a salir en buscade nuevas aventuras.

En esos pensamientos andaba,cuando repentinamente advirtióque ya era noche cerrada, así quedecidió echarse para poder

dormir. Y aunque ésa era suintención, no lo consiguió porqueun murmullo insistente, semejantea una conversación acalorada, losobresaltó. Florianís no tardó enaveriguar que el encendidoparloteo provenía de una lagunacercana. Tratando de no hacerruido para no llamar la atención,hacia allí se encaminó. Quésorpresa habría de llevarse alcomprobar que la discusión teníalugar entre un considerablenúmero de ranas que, al parecer,trataban algún asunto de suma

importancia.

—Así es —afirmó rotundamenteuna de las ranas—, eso es lo quenecesitamos. ¡Y con urgencia, consuma urgencia!

—¡Sí, sí, sí! —apoyaban lasdemás.

—Tiene que ser muy pronto, ¡yamismo!, así podremos organizarnuestra vida con provecho —

siguió entusiasmada la primerarana.

—¡Sí! ¡Pronto, pronto! —volvieron a corear las demás.

—¿Se puede saber a quiénvamos a elegir? —preguntó unarana a gritos.

—Todavía no lo sabemos —contestó enojada la que llevaba lavoz cantante.

Mientras tanto, escondido entrelos altos pastizales, Florianísescuchaba con las orejas bienabiertas y con una curiosidad quele hacía picar su larga nariz; y fue

por este motivo que decidióintervenir en la conversacióncomo si él mismo fuera una ranamás.

—Me van a disculpar lainterrupción, señoras —empezómuy educadamente, aunque iguallas ranas se asustaron y saltaron delas piedras en las que estabansentadas para zambullirse en lalaguna—. ¡Por favor, no seasusten! Sin querer escuché suconversación y pensé que tal vezpodría ayudarlas…

Las ranas dudaron un poco de

las buenas intenciones deFlorianís, pero como él insistió eneso de la ayuda, decidieron creerley contarle sus pesares. Así lascosas, le explicaron su necesidadde llevar una vida más metódica yorganizada, donde cada unacumpliera una función, porque yaestaban hartas del desorden en quevivían y se daban cuenta de queera hora de que alguien lasgobernara.

—¿Pero no pueden gobernarseustedes mismas? —quiso saberFlorianís.

—Imposible —respondió una delas ranas—. Ya lo intentamos ynos salió mal. Nos pasábamostodo el día peleando.

—Lo que nosotras queremos —dijo la más habladora— es que seaotro el que nos organice la vida,porque así le haríamos caso yviviríamos tranquilas.

—¡Eso, eso! —apoyó una ranita—. ¡Lo que nosotras necesitamoses un rey!

—¡Un rey! ¡Un rey! ¡Queremosun rey! —gritaron todas juntas.

Florianís no entendía muy bienpor qué las ranas, siendo tan librescomo eran, pedían un rey. Pero yaque estaban tan decididas y no

tenían ni la menor idea de quiénpodría desempeñar tal función, sele ocurrió que tal vez él podríaencontrar alguno. Fue así como ala mañana siguiente se puso arecorrer los alrededores en buscade un candidato a rey.

Ya cerca del mediodía, y nohabiendo encontrado ninguno, sesentó a descansar en una granpiedra con la cabeza entre lasmanos, dando largos suspiros.

—¿Qué te pasa, cansadocaballero? —se oyó una vocecitadesde lo alto de un árbol.

El caballero miró hacia arriba yse quedó con la boca abierta:enroscada en el árbol, una víboralarga y gorda, de vivos colores yprominentes colmillos, lo mirabasonriéndole amistosamente. Habíatanta dulzura en su expre-sión,que Florianís, en vez de tenerlemiedo, se sintió confiado y lecontó todo acerca de las ranas, labúsqueda del rey y lo difícil queresultaba encontrar uno.

La víbora lo escuchóatentamente y, sin dejar de sonreír,le dijo con humildad que tal vezella tenía la solución del problema.

—Sólo hay un inconveniente —agregó la víbora—, en vez deconseguir un rey, te conseguiréuna reina.

—No creo que eso sea uninconveniente —dijo Florianís—.Supongo que rey o reina, al fin yal cabo será lo mismo.

—Pues bien —afirmó la víbora,mientras se deslizaba por el tronco

del árbol—, aquí está la reina, omejor dicho aquí estoy yo, lafutura reina.

Florianís la miró sorprendido,abriendo un ojo más que el otro,según era su costumbre. Es que…¡como para no sorprenderse! Elcaballero tenía sus dudas acerca delas bondades de la víbora; pero sela veía tan dulce y tenía unavocecita tan suave y había tantaserenidad en su mirada, que notuvo más remedio que considerarla propuesta seriamente.

—Acepto —dijo al fin—. Ahora

veremos si las ranas están deacuerdo.

Charlando amigablementellegaron los dos hasta la laguna,donde las ranas dormían al sol,recostadas en las piedras. Muygrande fue su sorpresa al despertary ver a la víbora en compañía delcaballero, pero más grande aún alescuchar de boca del mismoFlorianís la propuesta de convertira la víbora en futura majestad detodo el ranerío.

Florianís trató de explicar lasituación, pero la víbora se le

adelantó derramando cordialidad ybellas palabras por entre loscolmillos. Y fue tan buena laimpresión que recibieron que a lasranas jamás se les hubieraocurrido rechazar a una reina tanamable y bondadosa.

De este modo, satisfechas lasranas por tener quien lasgobernara, orgullosa la reina porcontar con súbditos a quienesgobernar y contento Florianís porhaber contribuido a tal armonía,decidió el caballero que ya eratiempo de emprender la retirada. Y

después de despedirse, inició lamarcha silbando según hacíasiempre. Pero tras haber caminadoun día entero, se dio cuenta de queno tenía la espada. Qué disgustotan grande al comprender quedebía volver a la laguna de lasranas, donde seguramente la habíaolvidado.

Luego de otro día de caminata,llegó nuevamente a la orilla de lalaguna, donde, por suerte,encontró su espada. Como estabamuy cansado, se sentó pensandodormir un rato, cuando de

repente, una tímida voz losorprendió desde el agua.

—¡Ay, caballero! ¡Por finllegaste!

—¡Hola! —saludó Florianís—.¿Qué tal andan las cosas por acá?

—¡Chist! ¡No grites! —pidió laranita—. ¡Que no te oiga! ¡Que nose enoje!

—¿Qué pasa? —preguntó elcaballero.

—¡Chist! ¡No grites! —insistióla rana—. Si te oye, se enojará ynos matará a todas.

De un salto, la rana salió delagua y, parándose en las rodillasde Florianís, le contó el drama queestaban viviendo desde que él semarchó. La víbora, lejos de

cumplir con lo prometido, nohabía hecho más que demostrar suverdadera condición: era mala,malísima; se pasaba todo el tiempoclavándoles a las ranas sus filososcolmillos para obligarlas a trabajarsin descanso, desde la salida delsol hasta muy entrada la noche.

Hablando y llorando a la vez, larana dijo que en ese momento suscompañeras estaban en el fondode la laguna cavando unas cuevasprofundas por orden de lamalvada, y que ella se habíaescapado, pero que seguramente la

reina ya la estaría buscando. Dichoy hecho, en ese momento sacó lavíbora medio cuerpo del agua yabriendo su feroz bocaza, que yano sonreía, le ordenó furiosa a larana que volviera a trabajar,amenazándola de muerte. La ranitase zambulló en el acto y la víborahizo lo mismo, mientras Florianísse quedó sentado en la orilla,mudo de asombro y sin saber quéhacer. En ese mismo instante, otrarana asomó la cabeza por entre losyuyos de la orilla.

—¡Auxilio, por favor, Florianís!—rogaba llorando—. ¿Quépodemos hacer?

—Pues tendrán que derrocar a latirana —contestó el caballero,como quien dice dos más dos soncuatro.

—Pero eso es imposible… —murmuró la ranita, más asustadaque antes.

—No es imposible —aseguró elcaballero—. Hay que avisar a lasdemás ranas que se preparen parala gran batalla.

De un salto la rana volvió alagua y alertó a las otras, mientrasel caballero, espada en mano, sequedó de pie junto a la laguna. Alcabo de un rato aparecieron todaslas ranas, contentas de vernuevamente a Florianís, y entretodos se pusieron a planear la

manera de derrocar a la reina.Precisamente en eso estaban

cuando la víbora se asomó através del agua, con la enormebocaza abierta y mostrando suspoderosos colmillos. Furiosa antela desobediencia de sus esclavas,comenzó a perseguirlas tratandode comérselas. Las ranas, deacuerdo al plan que habían trazadocon el caballero, en vez de huir,saltaron encima de la víbora,hundiéndole en la piel sus finas ypuntiagudas patas. A pesar de lasorpresa, la malvada abrió más la

boca y giró la cabeza a un lado y aotro, intentando capturar a lasrevoltosas para devorarlas de unavez. Pero ellas seguíanaferrándose al lomo de la tiranaque se retorcía rabiosa, sin poderatrapar ni siquiera a una sola delas insubordinadas.

Mientras tanto, inmóvil en laorilla y con la espada en alto,Florianís aguardaba el momentode intervenir. Al cabo de unossegundos, y a causa de tantoretorcerse, estuvo la víbora por finbien a su alcance; entonces

Florianís pegó un grito para quelas ranas saltaran al agua, y de unespadazo certero cortó el caballeroaudaz la cabeza de la odiosamonarca.

Las ranas salieron del aguafelices por haber recuperado sulibertad y prometiéndose a símismas olvidarse para siempre dereyes y reinas, y vivir tranquilasbajo su propio gobierno. Porqueal fin y al cabo, quién mejor queellas para solucionar susproblemas y atender sus propiosintereses.

Después de un largo festejo queduró un día entero, Florianís sepuso en marcha una vez más. Peroahora se iba a su casa, queríadescansar una larga temporadaantes de volver a partir en buscade nuevas aventuras.

Dirección Editorial: Raquel López VarelaCoordinación Editorial: Ana María García AlonsoDiseño de cubierta: Francisco A. MoraisAdaptación digital: Javier Robles

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© Norma Huidobro© EDITORIAL EVEREST, S. A.Carretera León-La Coruña, km 5–LEÓN

ISBN: 978-84-441-4861-8