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Los Cuadernos Inéditos CARMEN GOMEZ OJEA Y LA INTRASCENDENTE SERIEDAD Vidal ña E scribo estas líneas de urgencia porque parece que, de entre las gentes alle- gad a Los Cuadernos del Norte, soy el que más conoce a Carmen Gómez Ojea. Claro que decir «el que más la conoce» me suena absolutamente gélido: expresión inadecua para aludir a una antigua amistad. Pero insistir en esa amistad y en su significado para mí sería una de las cosas que Carmen consideraría impublicables y por las que me echaría, a buen seguro, una bronca (y con razón: el impudor exhibicionista en torno a los sentimientos nos parecería a ambos, y a unos cuantos amigos más, feo vicio). No voy a negar que, de todas formas, escribo esto con al- guna emoción, y que el reconocimiento público de unos méritos literarios que me son, privadamente, conocidos desde hace mucho tiempo «no ha de- jado de producirme cierta alegría», por decirlo de un modo que quizá Carmen encuentre tolerable. Contando con esa amistad, escribir algo acerca de Carmen resulta difícil. Me dan ganas de mati- zar ciertas impresiones que acaso hayan podido suscitse a partir de la oleada de entrevistas -te- levisivas, radiofónicas, periodísticas- que su salto a la fama le ha infligido. Ella insiste en que hacer novelas o cuentos es como cocinar besugos y/o vender barquillos; dice que complicar un relato a partir de una idea inicial es como sacarle el jaretón a una lda, y cosas así. Subraya, al parecer con especial complacencia, el carácter ndamental de su dedicación a las labores domésticas; asevera que los embarazos son períodos especialmente fa- vorables para la creación literaria. Procura, en suma, por todos los medios, hacerse la tonta, y hasta consigue a veces que algún entrevistador crea que sus declaraciones no parecen normales en una persona de formación intelectual universi- taria (imagino el íntimo regocijo que ella experi- mentará al haber conseguido eso, efectivamente). Como, pese a todo, no lta gente que, a su vez, es tan poco tonta como pueda seo Carmen,! tam- poco ftará quien sospeche que está tomándonos un poco el pelo a todos. Y cuando digo qu ' e me gustaría matizar la imen que Carmen oece, sólo quiero insistir en lo que los más avisados no habrán dejado ya de percibir, a saber, que¡ está -en efecto- tomándonos un poco el pelo. A mí eso me parece buena señal, porque como lleva tomán- donoslo a los amigos toda la vida, el hecho de que esa actitud no varíe ante el público indicaría que, como era de esperar, no propende -llegada la 68 Carmen Gómez Ojea. fama- al engolamiento, ni desea pontific sobre la creación literaria: como ella diría, los únicos escri- tores que legítimamente han de pontificar sqn los redactores de encíclicas. Aparte de que eso ¡de la «fama»... en fin, dejémoslo, no vaya a dar l�ar a otra bronca. Con todo, yo desearía aclarar (aun- que quizá para hacerlo bien habría que recurrir a datos provinientes de esa amistad ya declarada al principio impublicable) que esa tomadura de pelo, esa permanente actitud irónica (que la ironía sea defensiva es ya tópico), encubren un entendi- miento muy serio del oficio de escritor, por parte de Carmen Gómez Ojea. «Serio», no por preten- der transmitir mensajes trascendentes, ni «modifi- car la realidad» a través de lo escrito, ni cosas similares; «serio» con aquella seriedad a que cier- tos escritores -y no de los menores- han aludido a veces también frívolamente: la seried envuelta, por ejemplo, en aquella declaración de Faulkner según la cual lo que realmente necesita un escritor es «whisky, cuartillas y lápiz», es decir (aunque no lo parezca), el amarre al banco artesanal con esa mezcla de laboriosidad y embriaguez que ca- racterizan al naador auténtico (o al escritor au- téntico, en general). Y resta que Cmen Gómez

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Los Cuadernos Inéditos

CARMEN GOMEZ OJEA Y LA INTRASCENDENTE SERIEDAD

Vidal Peña

Escribo estas líneas de urgencia porque parece que, de entre las gentes alle­gadas a Los Cuadernos del Norte, soy el que más conoce a Carmen Gómez Ojea.

Claro que decir «el que más la conoce» me suena absolutamente gélido: expresión inadecuada para aludir a una antigua amistad. Pero insistir en esa amistad y en su significado para mí sería una de las cosas que Carmen consideraría impublicables y por las que me echaría, a buen seguro, una bronca (y con razón: el impudor exhibicionista en torno a los sentimientos nos parecería a ambos, y a unos cuantos amigos más, feo vicio). No voy a negar que, de todas formas, escribo esto con al­guna emoción, y que el reconocimiento público de unos méritos literarios que me son, privadamente, conocidos desde hace mucho tiempo «no ha de­jado de producirme cierta alegría», por decirlo de un modo que quizá Carmen encuentre tolerable.

Contando con esa amistad, escribir algo acerca de Carmen resulta difícil. Me dan ganas de mati­zar ciertas impresiones que acaso hayan podido suscitarse a partir de la oleada de entrevistas -te­levisivas, radiofónicas, periodísticas- que su salto a la fama le ha infligido. Ella insiste en que hacer novelas o cuentos es como cocinar besugos y/o vender barquillos; dice que complicar un relato a partir de una idea inicial es como sacarle el jaretón a una falda, y cosas así. Subraya, al parecer con especial complacencia, el carácter fundamental de su dedicación a las labores domésticas; asevera que los embarazos son períodos especialmente fa­vorables para la creación literaria. Procura, en suma, por todos los medios, hacerse la tonta, y hasta consigue a veces que algún entrevistador crea que sus declaraciones no parecen normales en una persona de formación intelectual universi­taria (imagino el íntimo regocijo que ella experi­mentará al haber conseguido eso, efectivamente). Como, pese a todo, no falta gente que, a su vez, es tan poco tonta como pueda serlo Carmen,! tam­poco faltará quien sospeche que está tomándonos un poco el pelo a todos. Y cuando digo qu'e me gustaría matizar la imagen que Carmen o(rece, sólo quiero insistir en lo que los más avisados no habrán dejado ya de percibir, a saber, que¡ está -en efecto- tomándonos un poco el pelo. A mí esome parece buena señal, porque como lleva tomán­donoslo a los amigos toda la vida, el hecho de queesa actitud no varíe ante el público indicaría que,como era de esperar, no propende -llegada la

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Carmen Gómez Ojea.

fama- al engolamiento, ni desea pontificar sobre la creación literaria: como ella diría, los únicos escri­tores que legítimamente han de pontificar sqn los redactores de encíclicas. Aparte de que eso ¡de la «fama» ... en fin, dejémoslo, no vaya a dar l�ar a otra bronca. Con todo, yo desearía aclarar (aun­que quizá para hacerlo bien habría que recurrir a datos provinientes de esa amistad ya declarada al principio impublicable) que esa tomadura de pelo, esa permanente actitud irónica ( que la ironía sea defensiva es ya tópico), encubren un entendi­miento muy serio del oficio de escritor, por parte de Carmen Gómez Ojea. «Serio», no por preten­der transmitir mensajes trascendentes, ni «modifi­car la realidad» a través de lo escrito, ni cosas similares; «serio» con aquella seriedad a que cier­tos escritores -y no de los menores- han aludido a veces también frívolamente: la seriedad envuelta, por ejemplo, en aquella declaración de Faulkner según la cual lo que realmente necesita un escritor es «whisky, cuartillas y lápiz», es decir (aunque no lo parezca), el amarre al banco artesanal con esa mezcla de laboriosidad y embriaguez que ca­racterizan al narrador auténtico ( o al escritor au­téntico, en general). Y resulta que Carmen Gómez

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Ojea es escritora, escritora, por más que también sea ama de casa (y, por cierto, conforme a un patrón de «ama-de-casa-ligeramente-surrealista» que sería difícil calificar de convencional, un pa­trón de «inconvencional convencionalidad» que hubiera encantado, digamos, a un Chesterton). Carmen lleva emborronando cuartillas desde hace muchos años (lápiz no usa, que yo sepa, pero sí es también el whisky su estímulo predilecto): ininte­rrumpida y apasionadamente, artesanalmente. Y ese tono irónico con que ella pretende en las en­trevistas hacerse la tonta (yo creo que infructuo­samente, a fin de cuentas), también revela, entre otras cosas, la ordinaria modestia del creador que sabe que, en realidad, no es él quién para opinar acerca de lo que crea (a él le basta con el placer y el amor de crearlo), y que no es preciso exhibir sabidurías semiológicas o de otro tipo (en las que Carmen, llegado el caso, no sería precisamente ignara) para justificar trascendentalmente una creación literaria; el narrador no tiene por qué teorizar sobre el lenguaje antes de ponerse a es­cribir una línea (si lo hace, incluso puede pasar que no escriba demasiadas): lo suyo es trabajar con el lenguaje dado.

Este es un escrito de urgencia y yo no soy crítico; me gustaría decir, pese a todo, que Car­men ha ensayado diversas maneras de prosa; que en las (para mí) mejores ha patentizado un gusto por el barroquismo (colindante a ratos con cierto surrealismo), que, acaso más allá de los latinoa­mericanos de que algunos hablan por respecto a su obra, hunda su raíz en estilizaciones medievali­zantes y en un Valle-Inclán objeto de sus (de nuestras) admiraciones juveniles; que la ironía (a la que es lástima que, en la escritura, falte necesa­riamente ese tono de voz y curvas de entonación que convierten a Carmen en una narradora oral impagable) está siempre presente en lo que hace, sin impedir la emoción directa de lo narrado ... Me gustaría decir muchas cosas, pero no puedo aquí. Sólo concluir con una observación, desgraciada­mente personal (qué le vamos a hacer): parece claro, y más según pasa el tiempo, que en el balance de la vida cuenta haber tenido algún amigo como lo más positivo del haber; pues bien, uno tiene la suerte de contar con algunos amigos y, parándose a pensarlo, advierte entre ellos una nota común al menos: esos profesores de litera­tura o historia, esos pintores o matemáticos o lógicos o abogados o periodistas que, según todas las trazas, lo hacen bien, se caracterizan -qué curioso- por no tomarse en serio a sí mismos, por no dar mucha importancia a lo que hacen. ¿Si será un «rasgo generacional»? En todo caso, sí es un rasgo de esta otra amiga que no necesitaba del «Tigre Juan» ni del «Nadal» para serlo ni para que supiéramos que «lo hacía bien», pero que, mira por dónde, así como quien no quiere la cosa, los ha sacado. Esta Carmen Gómez Ojea que, por otra parte (¿o será la misma parte?) tan asturiana resulta, ella.

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EL RELATO

Carmen Gómez Ojea Premio Nada! 1982

El tío-abuelo Jorge Guillermo, con su acento de arzobispo gallego y su pom­poso nombre de landgrave de la baja Sa­jonia, espumeante como una jarra de

cerveza, acaba hace apenas dos horas de encender malévolamente la llama de la codicia en sus once sobrinos, que escuchamos sus palabras un poco estupefactos, también algo -al menos por mi parte- deseosos de que al final de su perorata estúpida fuera fulminado por el rayo, pero a fin de cuentas todos igual de inquietos y desazonados.

-Quiero, queridos míos -las inflexiones de suvocecilla de prostático resultaron demasiado fal­samente histriónicas-, que con motivo de mi onomástica me obsequiéis con un relato acerca de lo que -subrayó con parsimonia- gustéis. El tema, así pues, es libre y yo, jie, jie -su risa boba e incongruente me sonó exactamente igual que, cuando en mitad del dies irae de un funeral muy solemne, doce hermosos huevos de aldea, plaf, plaf, plaf, se me cayeron al suelo uno tras otro sin que, adiós, tortilla a las finas hierbas, ay, quedara uno solo en el cartucho- a cambio, le premiaré -prosiguió- pongamos, pongamos por caso, conmedio millón de pesetas contantes y sonantes.

-Oh -nos vimos obligados irremediablemente aexclamar los once al unísono.

-Oh -exclamó él, melévolo y burlón, con suvocecilla hiriente de eunuco sádico-.

-Oh -exclamó en un solitario gorgorito a conti­nuación, encantada, la prima Oiga que no sé por qué se cree bayadera de pómulo eslavo y cintura aleve cuando, en realidad, no es más que una agradable jamona que nada en absoluto, por más que se empeñe, tiene que ver con Ana de Noai­lles-.

-Pero en modo alguno -la voz del tío-abueloJorge Guillermo sonó entonces, al fin, prusiana y severa, como si las dulzuras galaicas de su acento se hubieran desvanecido repentinamente heladas y una mano brutal y despiadada se dedicara a des­trozar la tierna lluvia del tono de sus palabras, congelándolas a traición y de pronto contra el cristal de una ventana, por la que de puntillas nos estábamos asomando en aquel instante sus once bobos sobrinos carnales, un poco asustados de su ceño-, en modo alguno, repito para que no haya posibles equívocos, quiero historietas lacrimosas acerca de ejemplares trabajadores tísicos y ven­trudos patronos cuellicortos, sanguíneos y crue­les, ni cuentos -sus gordas manos salpicadas de manchas semejantes a oscuras mariposas diseca­das en pleno vuelo sobre la piel blanca y rugosa, se abrieron y cerraron como libros, donde las gi­tanas podrían leerle de par en par la vida y la muerte-, ni cuentecitos, vamos, cuentecitos va-

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cuas de ésos que hacen pof a la primera ojeada. Y nada tampoco, por supuesto, de que «la noche era tanta como una herida honda y larga, insondable­mente oscura por donde, de un momento a otro, iba a salirle la negra y mala sangre del antiguo maleficio» -y lo dijo sin respirar, como un niño de los años cuarenta recitando el catecismo del Rvdo. P. Astete, y con rabia, igual que si guardara un especial rencor contra quien hubiera escrito aquello, porque era evidente que aquella retahíla no había salido de su enorme cabeza-, y nada tampoco en consecuencia -rugió algo congestio­nado- de tratar de hacer méritos a costa de mi nombre -sentí que iba a enrojecer, pero mi sangre fría y aplomo están, por suerte, a prueba de tran­ces peores- sobre si debo ser comparado con todo merecimiento con príncipes bávaros que ejercie­ron con esplendidez fructíferos mecenazgos, y pa­tatín, patatán, trayendo por los pelos, casi arras­tras y desafortunadamente, evocaciones wagne­rianas de dudoso gusto; bien, no quiero tampoco jugar sucio. Por eso, por si alguno tuviera el desa­cierto de dar el resbalón confundiéndose de pel­daño, confesaré que siento una viva e irrefrenable repulsión por los antisemitas, sean éstos músicos, filósofos, puérparas febriles, cobradores del re­cibo del gas, vivos o muertos. Bien. Resumiendo: quiero que quede claro que será premiado el re­lato que yo considere verdaderamente original. Quiero decir con ello: libre, limpio, fuerte, que en medio de los otros diez brille con una luz de relámpago especial, más intensa o más opaca, eso no importa, pero propia. Así que, fuera vulgarida­des. Quiero singularidades -deletreó regodeán­dose, enseñándonos su bella prótesis dental, como si se recreara en mostrarnos el teclado de marfil del más hermoso de los pianos-.

Salimos con las orejas gachas. Los callos de los pies se me habían enardecido, hasta casi hacer reventar el fino y carísimo tafilete de mis zapatos más nuevos. Muy bien. El asunto empezaba bien para mí con unos zapatos echados a perder y un sentimiento muy desagradable de malestar, que era disgusto, migraña, calor sofocante y deseos de abofetear a todo el mundo.

Nos despedimos taciturnos y casi todos desin­flados, a excepción naturalmente de la prima Oiga y del primo Luis-Gautama que todos los años gana un par de flores por lo menos en justas poéticas y escribe en el suplemento del domingo del diario local una especie de, de, puf, reflexiones acerca del cántabro mar, las verdes montañas, los caba­llos asturcones, Munuza y don Pelayo. Santo Dios, no era justo que aquel chivo de mal aliento se llevara así como así el medio millón. Debía ser mío a cualquier precio. Yo era quien en verdad lo necesitaba, porque la falsa Ana-Isabel de Noailles tenía un marido muy enamorado de su recia cons­titución, capaz de adquirir un picasso o un relica­rio mozárabe por suprimir las estrías de un solo vientre o levantar un par de senos avejentados; y la prima Carola, a su vez, no estaba casada con un

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médico afamado, sino con un pobre, cierto, muy cierto, pero disponía de un amante inmensamente rico y generoso que era, además, su suegro; y los otros, incluido el chivo poeta, tenían más que suficiente para caerse muertos y bien muertos un par de veces por lo menos.

En cambio yo ... Mientras me dirigía hacia casa, las lágrimas de

rabia me cegaron. Ultimamente todo me había salido rematadamente mal. ¿Mal? Merecía que una espesa lluvia de bofetones cayera desde lo alto dejándome rotas las mejillas. Horribles, ago­biantes, de pesadilla en suma, me habían ido y venido los asuntos desde hacía más de un año. ¿O era acaso tener suerte y buena estrella que una mañana, muy de mañana, el marido le diga a una: no, señor, no, se acabó? Y después, acto seguido, se tumbó otra vez en la cama y, tras repantigarse bien cómodo, me aseguró con toda frialdad que no pensaba moverse de allí nunca más, salvo para ir -la carne es débil, ay, creo que farfulló a conti­nuación- al excusado. Y así fue, en efecto, así, ni más ni menos. Al principio adoptó una actitud ascética negándose casi a probar bocado, pero al cabo de unos días ... Al cabo de unos días nada saciaba su hambre de lobo. Bueno, igual que ahora. Y además no cesa de lamentarse por no poder comer hasta reventar tal o cual gollería, y de nada en absoluto me está sirviendo el haber ocultado en mi casi inútil, pero en verdad hermoso costurero de palo de rosa, el libro de cocina de Ruperto de N ola, a quien Dios confunda.

Refunfuña, pero acaba por engullirse lo que le sirvo, acompañado de una hogaza tan grande como la luna llena. Y, al final, mientras se limpia la boca, suspira y suspira lastimero por lo mucho que le hubiera agradado regalarse el paladar con una torta a la genovesa o una empanada de azúcar fino o cualquier otra fruta de sartén y no con semejante porquería, pero que, en fin, después de todo él es un ser paciente y comprensivo y un caballero ante todo y, en consecuencia, jamás en la vida cometerá la insania de exigirle exquisiteces a su torpe y necia esposa. A mí, tras esta perorata cotidiana, machacona y nunca variada, sólo me queda sonreírle, mientras le digo que sí, que sí, que bueno. Y a continuación salgo del dormitorio sonriendo todavía, pero nada más poner un pie en el pasillo comienzo a llorar de impotencia, echando así a perder tontamente mi maquillaje; claro que, a decir verdad, no es un madame Ro­chas lo que llevo sobre el rostro, sino un anónimo de lo más común y corriente. Lloriqueo y entro en la cocina. Estoy en la cocina pelando bobas pata­tas de tercera clase con sus ojos negros y muertos, despellejándolas, dejándolas blancas y desnudas, redondas, ovaladas, flotando en el agua por unos brevísimos instantes, pensando brutalmente en lo mucho que me gustaría ver a punto de ahogarse de ese modo a aquél que se las va a zampar fritas. Y, mientras las corto a lo largo -tras, tras-, me digo que ese medio millón lo merezco sobradamente

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para poder escapar de una vez y para siempre de las patatas que estropean mis manos, de la sartén que me produce sofocos, de la sordidez de las paredes blancas; huir, huir lejos, marcharme a una isla flotante que de pronto también tuviera alas y que, ah, acabo de cortarme. No me chupo el dedo herido, no, señor, como hacía la cocinera de mi casa, ni tampoco miro por la ventana para ver a la holgazana de enfrente contemplando el cielo con su cara de boba y su rojísimo pelo. No hago nada de eso, porque sólo puedo pensar en que ese di­nero me pertenece. Ese dinero me está diciendo: cógeme, vamos, cógeme. Y sé que tengo alguna probabilidad más, no muchas, desde luego, de conseguirlo rellenando ocho folios a máquina y a dos espacios que comprando a un ciego un capi­cúa o un hermoso múltiplo de siete. Pero, ay, ay, ay que no se me ocurre nada, sólo, eso sí, garra­patear con toda la irritación del mundo, en ma­yúsculas rojas, de un rojo vivo: POR FAVOR, POR FAVOR, TIO JORGE, DAME A MI EL DINERO. TE LO SUPLICO. NO ME OBLI­GUES A HACERTE UNA SUCIA RELACION DE MIS DESDICHAS. DE LO CONTRARIO, QUE DIOS TE MALDIGA Y QUE LOS CER­DOS HOCEN TU SEPULTURA.

El tío es ateo, pero expresiones de este tipo parece ser que impresionan vivamente a los an­cianos de la familia, como pude ir comprobando a lo largo de distintas ocasiones. Cuando, por ejem­plo, maldije a la tía Carla se desplomó dejando al aire del todo visibles sus culottes, no demasiado blancos por cierto; y al abuelo Ginés se le saltó de golpe el ojo de cristal del susto y me llamó ramera de los infiernos y pocos minutos después el po­brecillo expiraba a mis pies crispado de terror. «Para que uno se fíe de los volterianos» -recuerdo que pensé irrespetuosa. Pero sólo tenía siete años y los niños, ya se sabe-. Y todo ello creo que se debe a que soy la muerte para los viejos. Lo advierto en la manera furtiva y asustadiza con que me miran, siempre de soslayo, sin atreverse a enfrentarse con mi rostro, huyendo de mis ojos. Lo supe por primera vez muy niña, cuando me hicieron entrar en la alcoba, donde agonizaba la madrina de mi madre.

Al entrar yo, la moribunda abrió sus blancos ojos, agitando al mismo tiempo las manos como para espantar un enjambre de avispas que se le hubiera posado sobre la punta de las narices. Des­pués volvió la cara hacia la pared y alguien dijo: todo ha terminado. Sin duda, aquellas palabras salieron de la boca de mi madre en un tono apesa­dumbrado muy poco convincente, porque a la le­gua se advertía que estaba muy ufana con el ade­rezo de granates que la opulenta anciana le había dado pocos días antes, y por ello no podía evitar, por más que intentara compungirse, que su bello semblante resplandeciese de un modo en verdad, en verdad, escandaloso y nada fúnebre. Pero mi madre era igual de atolondrada que una chiquilla.

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Bueno, el caso es que lo mismo me sucedió en múltiples situaciones similares. Así que, bien mi­rado, quizá podría amasar una fortunilla asustando a viejos adinerados. Podría, por ejemplo, presen­tarme esta misma noche en el dormitorio del tío Jorge Guillermo y susurrarle al oído procurando que la voz me subiera de lo más profundo del estómago: vamos, entrégame ahora mismo todo tu dinero o, de lo contrario, te arrastraré por los pelos al interior de la más helada de las tumbas. Bah. Seguro que no resultaría. Además es calvo como un melón. Bien, las patatas ya están fritas. Ahora le prepararé una docena y media de filetes rusos con carne del magdaleniense, que me re­sultó una ganga; claro que la viuda del antropó­logo me obligó a comprarle también sus dos pelu­cas viejas, pero qué se le va a hacer.

Y luego, en tanto se traga la pitanza mi pobre gourmet sin futuro, en una cuartilla escribiré en francés para que no resulte tan rudo: tiíto, métete en el ano todo el dinero que te quepa. El resto déjamelo a mí, por favor, tiíto.

Dos horas más tarde, mientras ponía la direc­ción en el sobre, musité a media voz con todo fervor y piedad:

«Dios del cielo, haz que se cumplan mis de­seos».

Y ahora que estoy metida en la cama, a punto ya de dormirme, dulcemente, con la misma fe susurro: «Que el tío Jorge, oh, � Dios Todopoderoso, no sea un bujarrón �� de mierda. Amén». �