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Los Cuadernos del Pensamiento RETORICA, NACION, INTERPRETACION Enque Lynch L a interpretación, el :instrumento básico y ndamental de q ualquier tarea her- menéutica, es un campo problemático. Y, por otra parte, los problemas que suscita caen de lleno en el terreno del uso retó- rico del lenguaje, en ese terdtorio a veces resba- ladizo en que la epistemol 9 gía topa con la di- mensión paradiscursiva de los enunciados, don- de a menudo se juega una: estrategia que no siempre es únicamente counicativa sino que además implica poder y pe suasión. Presento aquí un problema de interpretación, o si se prefiere, un problema hermenéutico. Y aunque me reriré específicamente a la inter- pretación en cuanto dispositivo narrativo, o a la interpretación de las narraciones, mis observa- ciones y las de los autores que citaré a continua- ción tienen que ver con cuestiones generales de la hermenéutica, actividad qu' e, mal que nos pe- se, estamos determinados a practicar mientras nos mantengamos dentro del vasto continente de las ciencias humanas. Mi intención es demostrar, a través de la pre- sentación de algunos trabajos brillantes de teóri- cos contemporáneos de la literatura, hasta qué punto una lectura retórica, narrativista, produce ectos insospechados en la comprensión de textos canónicos, como una prueba más de que la teoría de la narración puede ser un arma r- midable de la crítica. La retórica nació, como muchas otras discipli- nas legadas por la Antigüedad clásica, directa- mente en relación con una actividad, con una práctica. En su origen enseñaba los recursos ne- cesarios para lograr un buen desempeño en una contienda judicial, para dender una causa o para derrotar un argumento contrario. Surgió en Grecia, pues, como saber tecnológico, como téc- nica subsidiaria de la lid jurídica y estaba, por lo tanto, directamente implicada en la producción de verdad y en la instrumentación de las fic- ciones. Desde un comienzo, la retórica se presentó en dos variantes o modalidades generales que apa- recen conjunta o separadamente en la historia de la cultura occidental: por un lado, era un re- pertorio de tropos, una colección de figuras dis- cursivas que el hablante podía emplear en el contexto de una argumentación, en una diserta- ción o en la escritura de un texto cualquiera; pe- ro por otro lado, era un saber más prondo, más mágico quizás, interesado en el principio 14 operativo de esos tropos, en el modo en que una figura del discurso se convierte en una herra- mienta para convencer. En esa segunda modali- dad la retórica ya no era sólo un repertorio de fi- guras sino que se convertía en un arte de la per- suasión. Estos dos paradigmas de la retórica tu- vieron en Grecia sus cultores característicos. Simplificando, la retórica de tropos era lo que enseñaban los rétores, los maestros de la orato- ria y de la densa en juicio. La retórica de per- suasión, en la que descollaron Gorgias e Isócra- tes, e la variante perversa de aquella y la pre- rida de los sofistas. Para los sofistas la retórica no se limitaba a analizar y sintetizar las direntes modalidades rmales del discurso sino que permitía apren- der el secreto de la creencia, en particular cuan- do se trata de dominar la voluntad del otro, por el hechizo y la seducción, que son, en definitiva, las cualidades más scinantes del lenguaje. Por razones que no viene al caso dilucidar aquí pero que bien merecerían ser estudiadas con detenimiento, a partir de esta espectacular entrada en escena de la retórica en la Atenas del siglo V antes de Cristo, cada tanto la cultura de occidente vuelve a sentir el interés por los tro- pos. Igual que lo hizo en la Grecia clásica, la re- tórica renace de sus cenizas cada vez que el es- píritu europeo -por llamarlo así- se encuentra en una encrucijada o en la antesala de un salto · cualitativo que lo hará transrmarse en otra co- sa. Así sucedió en Grecia, donde la reflexión en tomo al discurso, el arte, como diría George Steiner, «de poner palabra contra palabra», dis- puso las condiciones para superar la transición de la sica de los milesios a los grandes sistemas filosóficos de Platón y Aristóteles. Así ocurrió más tarde en la Edad Media tardía con las inves- tigaciones retorizantes de los nominalistas, que son vitales para la constitución de la idea del su- jeto moderno; y así sucedió en la que los ance- ses llaman Epoca Clásica. El programa de la Ilustración coexiste con una pronda revisión de las condiciones y rmas de la enunciación (la tradición literaria de los Grands Rhétoriqueurs y la gramática de Port Royal) como requisitos para la regulación de esa razón iluminista de la que, en definitiva, aún nos sentimos tributarios. El proceso se repite. La retórica aparece como el repertorio razonado de los tropos, de las figu- ras del lenguaje, evoluciona hacia la investiga- ción en tomo al origen de esas figuras y al poder de encantamiento que poseen, y deviene retóri- ca de persuasión, lo cual provoca en su desarro- llo una reacción filosófica que acaba reprimién- dola, condenándola al silencio o a la categoría menor de saber técnico, auxiliar de la elo- cuencia. Actualmente, por ecto del derrumbe de los grandes escos de ideas, esas poderosas totali- zaciones que orientaron el pensamiento euro- peo hasta la década pasada, asistimos a un rena- cimiento de la retórica, por lo que cabe pensar

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Los Cuadernos del Pensamiento

RETORICA, NARRACION, INTERPRETACION

Enrique Lynch

La interpretación, el :instrumento básico y fundamental de qualquier tarea her­menéutica, es un campo problemático. Y, por otra parte, los problemas que

suscita caen de lleno en el terreno del uso retó­rico del lenguaje, en ese terdtorio a veces resba­ladizo en que la epistemol9gía topa con la di­mensión paradiscursiva de los enunciados, don­de a menudo se juega una: estrategia que no siempre es únicamente comlunicativa sino que además implica poder y pe�suasión.

Presento aquí un problema de interpretación, o si se prefiere, un problema hermenéutico. Yaunque me referiré específicamente a la inter­pretación en cuanto dispositivo narrativo, o a lainterpretación de las narraciones, mis observa­ciones y las de los autores que citaré a continua­ción tienen que ver con cuestiones generales dela hermenéutica, actividad qu'e, mal que nos pe­se, estamos determinados a practicar mientrasnos mantengamos dentro del vasto continentede las ciencias humanas.

Mi intención es demostrar, a través de la pre­sentación de algunos trabajos brillantes de teóri­cos contemporáneos de la literatura, hasta qué punto una lectura retórica, narrativista, produce efectos insospechados en la comprensión de textos canónicos, como una prueba más de que la teoría de la narración puede ser un arma for­midable de la crítica.

La retórica nació, como muchas otras discipli­nas legadas por la Antigüedad clásica, directa­mente en relación con una actividad, con una práctica. En su origen enseñaba los recursos ne­cesarios para lograr un buen desempeño en una contienda judicial, para defender una causa o para derrotar un argumento contrario. Surgió en Grecia, pues, como saber tecnológico, como téc­nica subsidiaria de la lid jurídica y estaba, por lo tanto, directamente implicada en la producción de verdad y en la instrumentación de las fic­ciones.

Desde un comienzo, la retórica se presentó en dos variantes o modalidades generales que apa­recen conjunta o separadamente en la historia de la cultura occidental: por un lado, era un re­pertorio de tropos, una colección de figuras dis­cursivas que el hablante podía emplear en el contexto de una argumentación, en una diserta­ción o en la escritura de un texto cualquiera; pe­ro por otro lado, era un saber más profundo, más mágico quizás, interesado en el principio

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operativo de esos tropos, en el modo en que una figura del discurso se convierte en una herra­mienta para convencer. En esa segunda modali­dad la retórica ya no era sólo un repertorio de fi­guras sino que se convertía en un arte de la per­suasión. Estos dos paradigmas de la retórica tu­vieron en Grecia sus cultores característicos. Simplificando, la retórica de tropos era lo que enseñaban los rétores, los maestros de la orato­ria y de la defensa en juicio. La retórica de per­suasión, en la que descollaron Gorgias e Isócra­tes, fue la variante perversa de aquella y la pre­ferida de los sofistas.

Para los sofistas la retórica no se limitaba a analizar y sintetizar las diferentes modalidades formales del discurso sino que permitía apren­der el secreto de la creencia, en particular cuan­do se trata de dominar la voluntad del otro, por el hechizo y la seducción, que son, en definitiva, las cualidades más fascinantes del lenguaje.

Por razones que no viene al caso dilucidar aquí pero que bien merecerían ser estudiadas con detenimiento, a partir de esta espectacular entrada en escena de la retórica en la Atenas del siglo V antes de Cristo, cada tanto la cultura de occidente vuelve a sentir el interés por los tro­pos. Igual que lo hizo en la Grecia clásica, la re­tórica renace de sus cenizas cada vez que el es­píritu europeo -por llamarlo así- se encuentra en una encrucijada o en la antesala de un salto

· cualitativo que lo hará transformarse en otra co­sa. Así sucedió en Grecia, donde la reflexión entomo al discurso, el arte, como diría GeorgeSteiner, «de poner palabra contra palabra», dis­puso las condiciones para superar la transiciónde la física de los milesios a los grandes sistemasfilosóficos de Platón y Aristóteles. Así ocurriómás tarde en la Edad Media tardía con las inves­tigaciones retorizantes de los nominalistas, queson vitales para la constitución de la idea del su­jeto moderno; y así sucedió en la que los france­ses llaman Epoca Clásica. El programa de laIlustración coexiste con una profunda revisiónde las condiciones y formas de la enunciación(la tradición literaria de los Grands Rhétoriqueursy la gramática de Port Royal) como requisitospara la regulación de esa razón iluminista de laque, en definitiva, aún nos sentimos tributarios.

El proceso se repite. La retórica aparece comoel repertorio razonado de los tropos, de las figu­ras del lenguaje, evoluciona hacia la investiga­ción en tomo al origen de esas figuras y al poderde encantamiento que poseen, y deviene retóri­ca de persuasión, lo cual provoca en su desarro­llo una reacción filosófica que acaba reprimién­dola, condenándola al silencio o a la categoríamenor de saber técnico, auxiliar de la elo­cuencia.

Actualmente, por efecto del derrumbe de losgrandes frescos de ideas, esas poderosas totali­zaciones que orientaron el pensamiento euro­peo hasta la década pasada, asistimos a un rena­cimiento de la retórica, por lo que cabe pensar

que se avecina también una nueva manera de hacer filosofía.

Sobre este panorama se inscribe la nueva re­tórica que actualmente producen los teóricos posestructuralistas, especialmente del mundo anglosajón, cuyos trabajos demuestran en la práctica cómo la investigación en torno a las propiedades configurativas de la enunciación despierta el interés sobre las estrategias discursi­vas, sobre esa facultad denegada que ejercemos al argumentar y que hoy, con el naufragio del ra­cionalismo, aflora a la superficie después de si­glos, en gran medida estimulada por la aporta­ción del psicoanálisis, por la filosofía del lengua­je y por la crítica nietzscheana de la metafísica.

Por otro lado, en este tiempo es frecuente que se formule la cuestión del status epistemológico de las narraciones, cuestión que se encuentra entre las más tratadas por la retórica y la poética contemporáneas y que es inducida por el «rena­cimiento» de una autoconsciencia narrativa en las teorías. Me refiero concretamente a la doble implicación que conlleva esa autoconciencia: el reconocimiento de que es posible constituir una verdad por medio de una narración y viceversa, la posibilidad de cuestionar la verdad de un enunciado que, en su desarrollo, se vale de tro­pos narrativos.

EL HOMBRE DE LOS LOBOS

Me referiré, pues, a una convergencia -retóri­ca, narración e interpretación- en el examen de un caso famoso de Sigmund Freud, quizá el más célebre de sus casos clínicos: la historia de una neurosis infantil narrada como la descripción del tratamiento del llamado Hombre de los Lo­bos. Este es un caso de enorme valor para la teo­ría psicoanalítica y está considerado como una verdadera cantera de sugerencias en materia de procedimientos terapéuticos, de cambios de en­foque y de interpretación, un laboratorio donde se ensayan todos los recursos del escenario del análisis y, por añadidura, un terreno especi,al­mente importante para dilucidar algunos de los supuestos básicos del freudismo: el problema de la sexualidad infantil, centro de la disputa con Jung y Adler, y el papel de lo que se conoce con el estrafalario nombre de «construcciones en análisis».

Pondré a un lado este perfil particular que tie­ne el caso freudiano y que es una cuestión es­pecífica del psicoanálisis, para atender a la ma­nera en que Freud argumenta más que al trata­miento en sí. Y, en este sentido, la cualidad más manifiesta del Hombre de los Lobos es que está estructurado como una narración. Más precisa­mente, como un conjunto articulado de narra­ciones que sirven a diversos propósitos.

En primer lugar, el texto narra una historia de vida, la de Sergei Petrov, un joven paciente aquejado de neurosis obsesiva, y también narra historias paralelas sobre sus familiares y allega-

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dos. En segundo lugar, el trabajo de Freud pauta narrativamente los pasos del tratamiento: el tex­to no sólo presenta en forma de relato la biogra­fía del paciente sino que avanza en la descrip­ción temporalizada de la evolución del trata­miento hasta su definitiva curación (1). En ter­cer lugar, es el relato de una investigación casi detectivesca, un cuento que narra el proceso de interpretación ejecutado por Freud durante el tratamiento. Y, en cuarto lugar, es el relato de una explicación, es decir, es la combinación sig­nificativa de todos los relatos anteriores para conformar un material que se dirige al lector so­bre el fondo de una polémica que agita a todo el campo del psicoanálisis.

Esta especie de «festival» de la narratividad no es común y, como veremos, ha dado lugar a reflexiones retóricas y poéticas que merece la pena ser examinadas.

Si consideramos el caso desinteresadamente, observamos que el estudio sobre el Hombre de los Lobos tiene dos cualidades especiales, ade­más de sus evidentes contribuciones al desarro­llo de la técnica psicoanalítica.

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a) Por un lado presenta una forma expositi­va explícitamente narrativa. Para un lector avisa­do esto implica que el autor no ha podido -o no ha querido- escapar a la lógica propia de los tro­pos literarios.

b) Y, por otro lado, el texto del Hombre delos Lobos es narrativamente autoconsciente, es decir, es consciente de su estilo y de su manera. No sólo se vale del esquema de la narración para la exposición del caso sino que es consciente del procedimiento que emplea para ello.

Lo primero es particularmente notable para nosotros, que ocupamos el lugar del lector. Lo segundo, en cambio, es importante para el au­tor, concretamente para Freud; y cuando digo importante quiero decir útil. La autoconsciencia narrativa de Freud demuestra que la forma de la exposición hubo de haber sido elegida por algu-na razón. La narratividad del Hombre de los Lo­bos, por decirlo así, es significativa. Y estas dos diferentes dimensiones de lo narrativo que apa­recen en el mismo texto, nos autorizan a aplicar­le, de acuerdo con nuestro papel de lectores, la crítica según la teoría de la narración, a sabien­das de que para Freud, en cambio, la elección del modo narrativo responde a otras motivacio­nes, sin duda como ocasión para valerse de re­cursos que no son habituales en el género.

Se trata de señalar en qué complicidad entra­mos nosotros al dejarnos llevar por la fuerza de las ligazones diegéticas del caso y, por otra par­te, se trata de interpretar, o de conocer, las razo­nes por las que Freud empleó este esquema y no otro para exponer los distintos pasos que lle­van a la solución del enigma traído por el pa­ciente. La primera cuestión es de índole herme­néutica, o sea, importa para la lectura o la inter­pretación del texto freudiano. La segunda cues­tión, en cambio, es de índole poética y, más aún, retórica, en la medida en que la decisión de em­plear los tropos narrativos muestra la intención de Freud de construir una historia y, por ello, de instrumentar esos tropos con el fin de persuadir al paciente o al lector, o a ambos indistinta­mente.

Supongamos que Freud supiera que la histo­ria había de ser leída como tal, como relato. Desde una pragmática simple del discurso no es lo mismo relatar un cuento que valerse del rela­to para obtener un resultado determinado. La decisión de Freud de dar forma narrativa al caso presupone la intención de apoyarse en el pode­roso encanto que, como advertía el ingenioso Gorgias, posee el discurso.

La diferencia entre la inmediatez (elijo una forma de exposición por la naturaleza del mate-

ramente estéticos. Narrar retóricamente, en cambio, implica apoyarse en esas figuras para convencer al lector acerca de algo (2).

Ahora bien, el texto de Freud hace proliferar las narraciones. Es decir, entrelaza distintas fá­bulas o historias con diferentes tramas, szujets o dispositivos temáticos que orientan narrativa­mente la lectura. La distinción entre una fábula y una trama, entre un qué, un contenido de la narración, y un cómo, una forma o trama de ese contenido, es una de las distinciones básicas de la narratología. Pero en lo inmediato, esa distin­ción no nos dice nada profundo. Afirma que en una narración hay una materia y una forma, un hardware y un software, una historia pautada se­gún la dimensión temporal y un esquema orga-

rial que debo exponer) y la mediatez intenciona-' da (la forma ,de la exposición me sirve para dar /

cia que separa a la retórica de tropos de la retóri- / _. '-ca de persuasión. Narrar puede ser adoptar, / • °'consciente o inconscientemente, el uso de cier- r,") tas figuras discursivas, por ejemplo con fines pu-

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nizativo de los acontecimientos hilados según el eje del tiempo, esquema que goza de cierta con­sistencia semántica. En el caso del Hombre de los Lobos, el binomio historia/trama aparece enormemente complicado por la cantidad de re­latos menores y de catálisis que forman el texto y por la trama principal que anuda todas las tra­mas, la trama que pasa por la determinación de un origen para la neurosis, un hecho desencade­nante que Freud decide colocar en la primera infancia del paciente.

Aceptar la diferencia entre fábula y trama, pues, no parece suficiente. Cuando leemos la deducción de la escena primaria podemos pre­guntarnos a cuál de las dos dimensiones del re­lato pertenece este hecho. lEs un hecho de la historia? O sea, les el primer acontecimiento del caso, aquel hecho que determina por su grave­dad o su trascendencia, a todos los demás? O, por el contrario, lserá este hecho originario un subproducto de operaciones o de necesidades textuales y argumentales? Esta doble posibilidad de la interpretación es una de las notas más atractivas del Hombre de los Lobos y se refiere a una disyuntiva que se presenta en todos los rela­tos anamnésicos, por llamarlos así, los relatos que refieren la reconstrucción de episodios pa­sados a la vez que describen o narran su propia constitución como tales, su propia metodología, rasgo éste muy característico de la narrativa mo­derna, desde Lawrence Sterne hasta la fecha.

UN ABORDAJE TEXTUALISTA

La crítica ha producido en los últimos años análisis muy interesantes acerca del problema de la relación entre la fábula y la trama, en los que se subvierte la jerarquía de significado de la tradicional distinción entre la materia y la forma.

Uno de estos estudios se apoya en una lectura metódica de una historia célebre y particular­mente importante para el fundador del psi­coanálisis. Me refiero a Edipo Rey de Sófocles. Este texto, así como la lectura de Freud, han si­do estudiados por Cynthia Chase (3) y comenta­dos por Jonathan Culler (4). Culler parte de la clásica distinción entre la forma de la enuncia­ción narrativa y el contenido de la narración y advierte que recientes desarrollos modernos en la teoría crítica tienden a cuestionarla por la ba­se. La tesis central de estos críticos, conocidos como «deconstructores» o «deconstructivistas», inspirados en la obra de Jacques Derrida y su al­ter ego en Y ale, Paul de Man, es que la lógica que guía el orden del relato no necesariamente se orienta por la secuencia de los acontecimien­tos, como propone la narratología estructuralista y como el propio Freud supone en su lectura del drama de Edipo en La interpretación de los sue­ños. Allí Freud sostiene que el significado de la pieza trágica está determinado por el orden de los acontecimientos, que la culpa de Edipo está

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decidida por un acto horrible (haber matado a su padre) cuya verdad se va desentrañando poco a poco.

lCuál es la razón avanzada por los derridea­nos? Consideremos el relato de Sófocles. Como es sabido, la historia de Edipo está compuesta por los siguientes acontecimientos:

1) Edipo es abandonado en el monte Ci-terón.

2) Es rescatado por un pastor.3) Se educa y crece en Corinto.4) Mata a Layo en la encrucijada de los

caminos. 5) Resuelve el enigma de la Esfinge.6) Se casa con Yocasta.7) Busca al asesino de Layo.8) Descubre su propia culpa.9) Se ciega a sí mismo y abandona

el país.

De acuerdo con esta secuencia, el lector tien­de a localizar en ella un acontecimiento central que determina el sentido del conjunto de la his­toria: alguien ha dado muerte a Layo y el pro­blema consiste en saber qué ocurrió en ese mo­mento fatal del pasado (5). Freud comenta que el sentido de la pieza pasa por observar, por atender al proceso a través del cual Edipo va descubriendo paulatinamente su propia culpabi­lidad. Y, en cierto modo, así es. Pero Freud omi­te una circunstancia curiosa. En el momento del crimen hay un testigo que menciona que el ase­sinato fue cometido por un grupo de ladrones. No dice que el asesino haya actuado solo. Edipo lo sabe, pero la posibilidad de que sea inocente no se le plantea en ningún momento: cuando fi­nalmente el testigo es convocado y aparece en escena, no se le pregunta cuántos fueron los asaltantes de Layo. Su testimonio no es traído para sufragar la inocencia de Edipo sino todo lo contrario. Para Cynthia Chase, la culpa de Edipo (el sentido) no deviene, como piensa Freud, del acto de haber matado a Layo, sino que es al re­vés: el sentido nos hace pensar (lo mismo que induce al protagonista) que Edipo es el autor de la muerte de Layo.

La idea de que es el sentido de la narración lo que determina la sustanciación de la culpabili­dad en el asesinato de Layo por su propio hijo, es lo que aparece, metafóricamente, en el vatici­nio. La profecía dice que Edipo matará a su pa­dre y que Layo será muerto por su hijo. Cuando el pastor le dice a Edipo que él es en realidad el hijo de Layo, Edipo cae en la cuenta (y con él nosotros) de que él es también su asesino. Cu­ller concluye, basándose en el trabajo de Chase, que esta determinación vital no está apoyada en nuevas pruebas sino en la fuerza del sentido.

Chase sostiene que, en determinadas narra­ciones, hay fuerzas discursivas que imponen la aparición de un hecho que da forma y cierre, consistencia y completitud, al relato.

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«En lugar de decir( ... ) que hay una secuen­cia de hechos pasados que ha sido dada y que la pieza va desplegando a medida que va cumpliendo ciertos rodeos, se puede de­cir que el acontecimiento crucial es el pro­ducto de ciertos requisitos de significación»

(6).

El sentido, que en la profecía aparecía inscrito en una figura característica, la metáfora, aparece realizado por otra, la metonimia, en un caso típi­co de lo que Todorov llama «transformaciones narrativas» (7). La narración obtiene el sentido (la culpa de Edipo) invirtiendo el efecto por la causa.

«El sentido no es el efecto de un aconteci­miento anterior sino su causa. Edipo se convierte en el asesino de su propio padre no por un acto violento que es traído a la luz, sino por la tensión que imponen las de­mandas de coherencia narrativa y porque se asume que el acto ha tenido lugar» (8).

Si Edipo se resistiera, afirmando que Layo no es su padre, por ejemplo, o que en el testimonio del testigo hay contradicciones, esto lo empe­queñecería, quedaría reducida la necesaria esta­tura trágica que le impone la obra como tal.

Curiosamente, es esta lógic� y no la que hacía determinar la narración ( el sentido) por la se­cuencia de los hechos, la que permite a Freud su lectura de la tragedia. Si Edipo hubiese co­metido el crimen sin saber, en el fondo, que se trataba de su padre, no habría sido «Edipo» el héroe de la tragedia. Para que la pieza cobre sen­tido es preciso que Edipo sea no sólo el persona­je trágico sino además el sujeto del complejo de Edipo, o sea, el tema de una «estructura de sig­nificación»: el sujeto del deseo de matar al padre y de la culpa que genera ese deseo, que no es posterior al acto sino que es la condición de és­te, el requisito previo. Cuando Edipo se autoca­lifica de asesino de su padre expresa la realidad, no de la serie de secuencias que conducen a este descubrimiento, sino del complejo de Edipo.

Estas dos lógicas ( el orden de los hechos y el orden de la significación o de la narración) son necesarias para la fuerza trágica de la pieza pero son incompatibles. Una requiere que la verdad

(la culpa de Edipo) se haga manifiesta lentamen­te a través de ciertos hitos de la tragedia. La otra requiere que el personaje de Edipo asuma su culpabilidad cuando aún no está del todo proba­do que no es inocente. Una excluye a la otra. Para Culler, la incompatibilidad es la misma que existe, en el nivel de la metodología, entre una semiótica que procura alcanzar una gramática fundacional del sentido en la narración y otra semiótica deconstructiva que intenta probar, de­sentrañando las figuras del texto, que es imposi­ble sintetizar esa gramática, toda vez que Edipo, para que los elementos de su vida encajen con

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sentido, ha de interpretar la metáfora del vatici­nio como metonimia, es decir, la de trasgredir la norma de la gramática de la narración.

La historia y la interpretación de Edipo Rey tienen muchos puntos de contacto con el caso del Hombre de los Lobos. También en este rela­to hay una doble lógica narrativa que opera so­bre todos los niveles del discurso: sobre la se­cuencialización del proceso de la neurosis, sobre la descripción del tratamiento y ante todo sobre el texto en sí, toda vez que estos planos son otros tantos relatos combinados entre sí. Es plausible pensar entonces que la versión freu­diana del tratamiento del Hombre de los Lobos es otro caso evidente de doble lógica narrativa.

Por un lado está la manera en que Freud in­troduce la escena primaria, cómo la va cons­truyendo a partir del material traído por el pa­ciente. La escena primaria, pese a que está antes en la historia -como el asesinato de Layo- apa­rece en el texto hacia la mitad. Pese a que es la clave de la interpretación, nos es revelada tardía­mente, por así decirlo.

Y por otro lado está la conclusión de Freud: la tesis de que la escena con su espectador, el pe­queño Sergei de año y medio asistiendo a un coitus a tergo de sus padres, efectivamente han te­nido lugar.

Ambos elementos están de hecho conectados. Aquello de lo que depende la coherencia y con­sistencia de todo el edificio de la interpretación freudiana, es presentado dilatadamente, y, por añadidura, su realidad -que efectivamente haya tenido lugar- nunca es reconocida del todo. Se plantea así una clara ambigüedad que Freud no acierta o no desea resolver y que ha suscitado muchas controversias. El hecho determinante de la historia puede no haber sucedido, de modo que ambas alternativas están en situación de ex­clusión mutua: o una o la otra, se ha de aceptar la realidad de la escena primaria o bien el análi­sis, la interpretación, carece de sentido. Esta se­ría la primera posición adoptada por Freud.

La segunda posición de Freud, según Culler, consiste en introducir la alternativa de la fanta­sía: la escena de los padres puede haber sido co­locada metonímicamente en sustitución de una escena real en la que dos animales copulan. O sea, el sujeto observa cómo copulan dos anima­les y esta observación es desplazada sobre la fi­gura sexualizada de sus padres copulando, repri­mida y proyectada más tarde por el paciente al sueño de los lobos. El sueño es la marca, el sig­no, del desplazamiento y de la fijación del sín­toma.

Freud tampoco resuelve esta ambivalencia. Deja pendiente la definición de si la escena es real o imaginaria, afirmando que es irrelevante para el análisis. Sin embargo, al mismo tiempo, comprende la importancia de establecer si la es­cena primaria es una construcción interpretativa o si, por el contrario, es un efecto de los troposde la fantasía que se desplazan hacia lo que re-

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querían las fuerzas de la narración para obtener sentido. Para Culler, asumiendo sin matices una tesis habitual entre los derrideanos, la diferencia entre la escena primaria como dato de la reali­dad y como producto de los requisitos del senti­do sólo demuestra la irreductibilidad de las dos lógicas en la interpretación, que está organizada como narración. La ambivalencia freudiana res­ponde en definitiva a una ambivalencia propia de la estructura de todos los relatos.

Pero, como veremos, el asunto tiene implica­ciones más serias.

El caso de Hombre de los Lobos es un mode­lo de lo que habitualmente sucede en análisis. Cada vez que produce una característica «cons­trucción analítica» con el material aportado por el paciente, el terapeuta se compromete en dos diferentes operaciones discursivas. Por un lado, necesita reconstruir la secuencia de los hechos para dar un sentido causal a su intervención y producir así un efecto de coherencia. Pero, por otro lado, tiene necesidad de alterar esa secuen­cia construida con otra, también construida, que depende del esquemi;t de la significación y que no respeta la secuencia temporal ordinaria. Lo quiera o no, el analista, para «construir», ha de valerse de recursos retóricos en tres niveles: pa­ra recrear la secuencia de los hechos que condu­cen a los síntomas (las causas del análisis), para

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establecer grados de importancia en la significa­ción (hacer que un hecho desplace a otro en im­portancia: ver a los padres, o imaginarlos, copu­lando, es más trascendente que ver dos anima­les copulando en una granja) y, finalmente, para hacer que estas dos lógicas converjan y se ade­cúen una respecto de la otra. Una incompatibili­dad radical entre ambas implicaría la ausencia del sentido. La intervención analítica sería un dislate, impresión que, por otra parte, es bastan­te habitual.

El informe de Freud en este caso clínico céle­bre es un ejemplo del esfuerzo del analista por integrar la acción de la lógica de la historia y la lógica de la trama, esfuerzo que los derrideanos consideran inútil.

UN FREUD HEROICO

Hasta aquí una valoración textualista del caso. Pero el interés de la narratividad del caso del Hombre de los Lobos ha dado lugar a otros co­mentarios. En un libro reciente, Peter Brooks relaciona el relato freudiano con un cambio en los paradigmas (9). Brooks vincula directamente la forma de la exposición del caso del Hombre de los Lobos con cierta autorrepresentación mo­derna, actual, de la explicación en las ciencias humanas. Dice:

«El relato del caso del Hombre de los Lo­bos, tal como se presenta, inmerso en la his­toria moderna, sugiere un nuevo paradigma para determinar el status de la explicación moderna. Según este nuevo paradigma, por una parte, la historia ha de verse a sí misma como un conjunto de relatos y de mediacio­nes entre esos relatos, y por otra parte, los supuestos tradicionales y la autoridad mis­ma de la narración han sido subvertidos, las bases de la explicación han sido radicalmen­te problematizadas (1 O).

Quiere decir que en las ciencias humanas hay un momento en que se rompe la trama mayor, la trama de una historia revelada, uniforme, completa y global. En sustitución de ese relato casi sagrado irrumpen en el campo del saber los conjuntos de historias articulables, indefinidos e incompletos, conjuntos de relatos parciales que siempre se pueden reajustar, acomodar según las exigencias del sentido. El eje en torno al cual estos relatos menores se ordenan, sostiene Brooks, es la biografía de un hombre, la historia de una existencia individual. Ya no se relatan las incidencias de la vida de Dios o del mundo, sino que la biografía de la personalidad indivi­dual «anuncia el característico foco e interés de la narración moderna» (11). El modelo de esta transformación está dado por los escritos auto­biográficos de Rousseau.

Brooks pone a Rousseau corno modelo del es­quema freudiano: explicar, para Freud, equivale a proyectar las tramas de historias individuales

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como estructuras explicativas generalizables a la historia humana.

Conjuntamente con esta ruptura del paradig­ma de las ciencias humanas aparece la figura del detective. Freud advierte que la labor del analis­ta se asemeja a la del detective y, como la de és­te, se concentra en hurgar en rastros dejados por el pasado, vestigios de acontecimientos muertos que es preciso reordenar, reconfigurar y exponer significativamente. Pero también advierte que el problema del caso del Hombre de los Lobos no es solamente el de la reconstrucción del proceso de la neurosis sino también el de la exposición, de la escritura. En esa exposición Brooks en­cuentra cuatro órdenes, que ya hemos mencio­nado:

1) La estructura de la neurosis infantil.2) El orden de los acontecimientos que

desencadenan la neurosis (la etiología de la neurosis).

3) El orden de la emergencia de losacontecimientos pasados durante el análisis (la historia del tratamiento).

4) El orden del informe en la exposicióndel caso médico.

La distinción clásica historia/trama atribuye diferentes roles a estos órdenes. El sentido o significado del caso es el producto de la comple­ja interrelación entre ellos.

Henos aquí, entonces, con una explicación del esquema narrativo del caso del Hombre de los Lobos. lQué dice Brooks acerca de la ambi­valencia de Freud en torno a la realidad o ficcio­nalidad de la escena primaria? Freud primero se remonta al origen de la neurosis dirigiéndose al sueño de los lobos y de allí se concentra en la escena primaria (responde así a lo que manda el postulado decimonónico que determina que una historia se construye remontándose a los oríge­nes). En versiones posteriores del caso, Freud borra este origen (la realidad de la escena prima­ria) y se plantea la posibilidad de que esta esce­na sea fantástica, remitiendo al lector a una hi­pótesis enunciada en las Lecciones de introduc­ción al psicoanálisis. Igual que Chase y Culler, Brooks subraya el punto de inflexión en el que Freud afirma explícitamente que esta indecidi­bilidad -o sea, la imposibilidad de determinar si la escena es real o fantasmática- carece de im­portancia.

Parece como si el propio Freud, en su revisión del caso, hubiera descubierto que el origen de la neurosis no está en el pasado del paciente sino en su propio relato del mismo. El status ontoló­gico de la escena parece, pues, indecible. Brooks considera que el gesto de sostener la indecidibi­lidad señalada es «heroico», ya que deja abierta la posibilidad de que otras sucesivas narraciones del mismo caso reemplacen a la freudiana, como otros tantos niveles o estratos de sentido. Freud autoriza explícitamente a que puedan proponer­se interpretaciones alternativ'as a la suya propia. Vemos así que queda destruido el paradigma decimonónico al que respondía: el analista se destaca de su modelo original, el detective. In­terpretar ya no es reordenar ingeniosamente cla­ves que uno mismo ha dispuesto, sino que tiene algo de productivo.

Si Freud deja abierta la posibilidad de interca­lar entre la versión del paciente y la suya, entre la realidad y la ficción, un número impreciso de posibles historias, tantas como relatos puedan construirse a partir de ellas: la verdad (ltuvo o no lugar la escena primaria?) se convierte en un efecto del juego que se llevan entre los dos na­rradores, el paciente y el analista, y del deseo que anuda los hechos de las dos narraciones en­trelazadas. Paciente y analista son cómplices o víctimas de la misma retórica.

EL ESTAFADOR

Recapitulando: hasta aquí, dos lecturas retóri­cas del texto freudiano que nos revelan aspectos inéditos de su forma narrativa: una curiosa cau-

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salidad en la secuencia de los hechos narrados (un hecho decisivo en la historia cuya realidad es indecible), y por otro lado, la «heroicidad» de Freud como intérprete y como narrador. Como se ve, la una y a la otra son edificantes y respe­tuosas de la autoridad de Freud.

Cabe comentar una tercera, que también es retórica pero mucho más radical e irreverente y desde luego, mucho más trascedente por sus consecuencias, cuyo autor es un teórico de la lectura, Stanley Fish (12).

Fish está colocado entre quienes afirman que el sentido se resuelve en la operación de la lec­tura. Su posición en materia de retórica se basa en una poética de la recepción, lo cual lo distin­gue radicalmente de otros enfoques narratológi­cos, de raíz aristotélica y principalmente textua­listas. Su trabajo empieza con una primera ad­vertencia decisiva. A modo de epígrafe cita al propio Hombre de los Lobos quien, al describir en su autobiografía el primer encuentro con Freud, afirma: «Este es un judío estafador que quiere darme por el culo y cagarme en la cabe­za». La lectura de Fish pretende demostrar que eso fue exactamente lo que ocurrió.

Al comienzo de su informe Freud advierte que contará dos historias encabalgadas: la histo­ria del tratamiento y la historia de la enferme­dad. Dice que se siente «obligado» a hacerlo y Fish interpreta la obligación de Freud como una argucia. Lo que en realidad se propone es llegar a convencer al lector tanto como hubo de con­vencer al paciente. Freud quiere lograr en el lec­tor la misma convicción que obró oportunamen­te en el Hombre de los Lobos.

En efecto, cuando en el momento de recordar el sueño de los lobos Petrov dice: «me desperté y vi el árbol con los lobos; eso debe querer de­cir ... », a lo que sigue una larga asociación condi­cionada. Fish. observa que el paciente no dice «puede» sino «debe», y piensa por ello que el «debe» demuestra que éste no es un acto recor­datorio sino una construcción, una interpreta­ción inducida o instigada por la situación analíti­ca. Toda la arquitectura de la exposición freu­diana está diseñada, piensa Fish, para contra­rrestar la principal crítica que esgrimen los de­tractores del análisis: que los resultados de la in­terpretación son ideaciones producidas (o indu­cidas) por el terapeuta, ya sea por coacción o por persuasión, por sugestión o cualquier otra mala arte.

El análisis de Fish intentará demostrar que la narración sirve no sólo para liberar a Freud del cargo de haber inducido al paciente a aceptar una interpretación a todas luces veleidosa sino además para convencer al lector de que el ana­lista es inocente. El dispositivo narrativo del ca­so sirve, en primer lugar, so pretexto de ordenar el proceso de un tratamiento, para ganarse la complicidad y la confianza del lector y con ello para restablecer el buen nombre de una institu­ción de la que el propio Freud es padre y funda-

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dor. Todo el mecanismo de esta estrategia dis­cursiva, según Fish, aparece expuesto en el tex­to freudiano en el primer capítulo y en el primer párrafo del segundo. La «obligación» que siente Freud de presentarse como narrador de historias que nunca parecen integrarse en una única y de­finitiva interpretación, persigue la doble inten­ción de que se acepten las condiciones sobre las que él mismo hubo de actuar e imponer al lector esas mismas condiciones en su tarea de cons­truir el sentido. Fish afirma que esta estrategia presupone una retórica manipulativa:

«El inconsciente no es un concepto, sino un dispositivo retórico, un continente al que se puede dar cualquier forma según lo requie­ra el momento de la polémica. Si a alguien se le ocurriera objetar un detalle de su inter­pretación, Freud se referirá a la naturaleza del inconsciente; y si a alguien se le ocurrie­ra discutir la naturaleza del inconsciente, él se apoyaría en las pruebas de sus interpreta­ciones. ( ... ) La situación retórica no puede ser más favorable. Freud puede presentarse a sí mismo como el investigador desintere­sado y al mismo tiempo, actuar hasta exten­der su control sobre todo: los detalles del análisis, la conducta del paciente, y el de­sempeño del lector, y todo esto incluso an­tes de empezar a exponer la historia del Hombre de los Lobos» (13).

Fish sostiene exactamente lo opuesto de Brooks. Mientras que este invocaba la «heroici­dad» de Freud en su gesto de dejar deliberada­mente cabos sueltos en la interpretación, Fish afirma que el esquema de la narración está dis­puesto precisamente para tenerlo todo atado y bien atado, tal como proceden, no los detectives sino los autores de novelas de crimen y miste­rio. O sea, atar a un tiempo la estructura de la narración y la comprensión de esa estructura. Por esta razón, la historia del tratamiento dobla, refleja especularmente la historia del paciente. O mejor, el relato freudiano actúa (en sentido kleiniano) los contenidos del análisis, no los describe ni los reproduce.

El trabajo de Fish, de una extraordinaria ri­queza hermenéutica y de un gran rigor de lectu­ra, avanza a partir de esta posición de fuerza hasta desmontar todo el aparato retórico desple­gado en el caso del Hombre de los Lobos, que culmina con el gesto final, en el capítulo 8, con el que Freud simula adelantarse, como en los ejercicios de retórica de Séneca, a las opiniones de sus detractores Adler y Jung (14).

Fish equipara la escena de la seducción temi­da por el paciente (ser poseído por el padre) con el erotismo anal y al mismo tiempo, presenta el erotismo anal como la verdad de la relación de persuasión. En la medida en que el erotismo anal no descansa en las distinciones clásicas en­tre masculino y femenino sino entre lo activo y

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lo pasivo, es un erotismo pregenital que oculta una relación de poder cuya finalidad es experi­mentar placer por la vía de movilizar y desmovi­lizar el placer del otro, tal como se hace con las propias heces. Las heces de Freud, retenidas por Freud, evacuadas hacia la mitad del relato y fi­nalmente aceptadas por el lector, son la recom­pensa que se le depara por la revelación del sen­tido.

Pero esta figura del erotismo anal, que en el escrito de Freud aparece cuando ya está muy avanzado el examen del caso, es la representa­ción misma de la persuasión. La forma diferida en que Freud va proporcionando al lector las piezas que faltan para completar el rompecabe­zas persigue la secreta intención de dominar al lector administrando su placer. La escena prima­ria, sin la cual toda la interpretación carecería de sentido, es la gran metáfora de la persuasión, precisamente lo que Freud practica con su pa­ciente y pretende practicar también con el lec­tor. La escena primaria es el final de la historia así como es el necesario comienzo del relato, lo cual se muestra como una alegoría de la posi­ción que ocupa la retórica en la argumentación.

Parece como si el sentido (la causa de los sín­tomas en el paciente) y la comprensión del pro­ceso de su desvelamiento por el lector fueran el producto de dos meditados actos de sodomía.

* * *

Poniendo a un lado las disonancias que guar­dan entre sí, la cuestión que plantean estas lec­turas retóricas de Freud tiene implicaciones de mayor alcance. lHasta qué punto estas argucias paradiscursivas que hoy vemos en el fundador del psicoanálisis no pueden descubrirse en cual­quier autor, en especial si la tarea de la interpre­tación tiene en cuenta el modo narrativo em­pleado? En cualquier caso, a estos críticos les cuesta establecer si son o no deliberadas. Y to­dos, los deconstructores tanto como los herme­neutas o los teóricos de la lectura, tienden a adoptar una postura exculpatoria.

Los deconstructores responden que la incom­patibilidad de las estructuras de la significación en las narraciones no depende del autor y aun­que puede ocultarse, fatalmente el texto se en­carga de hacerla evidente. Responden con esa frase que se repite en sus trabajos casi ritual­mente: «el texto se deconstruye a sí mismo», lo cual viene a ser una velada presunción de la ino­cencia de sus autores. Los hermeneutas resuel­ven los cul-de-sac y los círculos de la interpreta­ción con la celebración de la pluralidad de las in­terpretaciones, la complacencia en la semiosis infinita. Y los más críticos, como Fish, pese a su virulencia, también acaban perdonando las felo­nías. El propio Fish finaliza su trabajo afirman­do que «quien ha aprendido la lección de la re­toricidad no por ello escapa a la condición que ésta nombra», añadiendo una frase de consuelo

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para los psicoanalistas: tanto el inconsciente co­mo la retórica son inevitables.

Por mi parte, pienso que estas maniobras es­camotean el problema más importante que pone sobre el tapete el análisis del discurso narrativo: la cuestión de cómo se constituye y se desempe­ña ese vértice desde el cual se administran las operaciones del sentido, poéticas, retóricas, in­terpretativas, ese yo insondable, nunca inocente, que, tal como observaba Wittgenstein, esigue siendo lo más profundamente misterioso.

NOTAS

1 Una curación que, como sabemos, no fue tal puestoque el sujeto hubo de reincidir dos veces en el análisis y, se­gún él mismo reconoció en un escrito autobiográfico, no consiguió superar ninguno de sus síntomas.

2 Desde luego, esta distinción es puramente operativa, omejor, típicamente retórica. Los tropos sólo son eficaces cuando convencen, es decir, cuando operan como tales.

3 «Oedipal Textuality: Reading Freud's Reading ofOedipus», en Diacritics, 9: 1, Spring 1979.

4 Cfr. Culler, Jonathan, The Pursuit of Signs, Londres: Routledge & Kegan Paul, 1983, cap. 9.

5 Culler, J., op. cit., pp. 172-173.6 Culler, J., op. cit., p. 174. 7 Véase Todorov, Tzvetan, Poétique de la prose, París:

Seuil, 1978. 8 Culler, J., op. cit., p. 174. 9 Véase Brooks, Peter, Readingfor the Plot, Nueva York:

Knopf, 1984. 10 Brooks, P., op. cit., p. 268. 11 Ibídem. 12 Fish la expuso como ponencia en el coloquio sobre

Lingüística de la escritura, celebrado en la Universidad de Strathclyde en julio de 1986. Véase Fish, Stanley, «Withhol­ding the Missing Portian: Power, meaning and persuasion in Freud's «The Wolf-Man», en The Linguistics of Writing, Manchester: Manchester University Press, 1987».

13 Fish, S., op. cit. 14 Ibídem.