los cuadernos de viajeumbilical que le alimentara. y ahora sólo le quedaba la tecnología. ahora...

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Los Cuadernos de Viaje ...ESCRIBIENDO Concha Baal E 1 Escritor caminaba aún aturdido por el verde fluorescente de las pantallas que acababa de abandonar en el Centro Rei- na Soa. Andaba más despacio de lo que era su costumbre. Cada domingo, a eso de las cuatro, llegaba al cine donde el último estre- no de películas de terror se proyectaba para los habituales del género. Se había hecho casi un rito y todos los domingos reconocía entre los pocos espectadores de esa sesión casi rtiva a otros aficionados. Otros «sin milia» que devoraban la cartelera en busca de lo último, sólo porque lo penúltimo ya había sido visto la semana anterior. Se sentó como siempre en una butaca de las primeras filas. Seguía aturdido, le rondaba un tenue dolor de cabeza. Se levantó de su ya adaptada goma espuma y skay y buscó otro lugar más lejano de la pantalla. «Los cines tienen cada vez las panta- llas más pequeñas», se dijo o simplemente creyó que lo pensaba para justificar su traslado. El mundo se había hecho de repente muy peque- ño. Agobiante. Entre las imágenes que apare- cían se mezclaban jóvenes de imposible barba de tres días con extraños animales de ojos bri- llantes y aliento caliente. «Tengo que hacer algo sobre los nuevos actores americanos. lDónde habré guardado el «Fotogramas» con los da- tos?», estaba orgulloso por seguir confiando en que el escritor es el que de todo lo que ve o ape- nas le roza, es capaz de construir una teoría es- crita. Eran muchos años de densa en tertulias y entrevistas de la capacidad de absorción de sú entorno del «escritor». Quizá su mejor ase e aquella ... «El escritor ve más que todo el mun- do». El verbo VER tomaba entonces su papel real. VER era casi el compendio de unas siglas. Se había distraído y el dolor de cabeza le de- volvía a la realidad. Su realidad era aquella película que intentaba contar cómo la neurosis en los EE UU había llegado a todos los estratos. «Los directores de hoy relatan por medio de la luz. No hay palabras que definan. Es la luz el verdadero soporte del argumento», al «Escritor» se le empezaba a notar el velo de lo que él lla- maba depresión. Estaba deprimido cuando no estaba satischo y sólo se sentía satischo cuando conseguía salir de una depresión. Tenía que tomar. rápidamente una decisión. El Escritor había salido esa mañana con áni- mo· de encontrar múltiples dectos a todo éf «tinglado» que habían armado con el Centro Reina Soa. Quería estar solo y el domingo le alejaba de los curiosos que aceptaban las nuevas tecnologías con pasión. Los tecnológicos se van 73 al campo los domingos para justificar su tecno- ecología activa y los adolescentes duermen has- ta mediodía. En la puerta del centro colgaban unos retales de lo que e una pancarta de los obreros despedidos. La maltrecha conciencia de intelectual de izquierdas del Escritor pudo en- cenderse durante unos segundos. Como un re- flejo condicionado recordó a los obreros ingle- ses ente a la primera tecnología: unos telares automatizados. Una cierta prisa en los remates acompañaba a la decoración y una sensación de vacío llenaba los huecos de las salas amarmoladas. «El blanco es el color del orden establecido», se dijo citán- dose a sí mismo. Pasó deprisa por los «blancos» para detenerse ante las pantallas de los ordena- dores. Manolo Gutiérrez Aragón le había conta- do que tenía en ncionamiento el programa que dejaba analizar las mejores secuencias de la historia del cine. Allí estaba la bañera ensan- grentada de «Psicosis» enmarcada en una panta- lla y cercada por un teclado donde se apoyaba una joven. La joven tenía una mirada ausente de contra- to temporal. El Escritor no había tocado nunca un ordenador. Durante mucho tiempo había rondado la planta de La Feria de la Electrónica de unos grandes almacenes repleta de bárbaros de EGB y BUP, siempre bo el pretexto de que la librería de El Corte Inglés recibe las noveda- des antes que nadie y ocultándose tras alguna columna de «alta fidelidad» para ojear los signos incomprensibles de uno de esos tratados de Basic. Pero hoy podía sentir el cálido plástico de unas teclas diseño japonés sin miedo a la conta- minación. El Centro Reina Soa es cultura. Cul- tura oficial, lo que obliga a sentir un regusto áci- do, pero permite la resignación. La joven movía con soltura sus dedos y con voz monótona ex- plicaba lo cil que _era enmendarle la plana a Hitchcock abriendo y cerrándo la cortinilla· del baño. «Perdone, lpuede pasarme la secuencia com- pleta?» dijo el Escritor ya animado por la expe- riencia y ustrado casi al mismo tiempo al reci- bir con otro tono de voz distinto: «Yo no sé más que dar a estas teclas que es lo que me han en- señado. De secuencias no sé nada». El Escritor continuó su paseo con un cierto remordimiento por haber conndido un museo con un mercado. «Donde saben de estas cosas es en las tiendas, que por conseguir venderte algo son capaces de rodar de nuevo «Psicosis» sólo por convencerte de la utilidad de la máqui- na». La máquina. Le gustaba el sonido que esa palabra producía dentro de su cabeza, sonaba a .siglo XIX y a Leonardo. Sonaba a dignidad. Un poco más allá otro recicla intentaba· hacer Las Meninas e blan90 y negro con pe- queños trazos rojos rebordeantes y un chico serio del Real Conservatorio de Música tecleaba incesantemente un pequeño pianito inntil co- nectado a un oscilógra. O por lo menos eso es

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Page 1: Los Cuadernos de Viajeumbilical que le alimentara. Y ahora sólo le quedaba la tecnología. Ahora que ya sabe que las ideologías no sirven. Quizá todo empezó en casa de Paco Nieva

Los Cuadernos de Viaje

... ESCRIBIENDO

Concha Barral

E1 Escritor caminaba aún aturdido por el verde fluorescente de las pantallas que acababa de abandonar en el Centro Rei­na Sofía. Andaba más despacio de lo

que era su costumbre. Cada domingo, a eso de las cuatro, llegaba al cine donde el último estre­no de películas de terror se proyectaba para los habituales del género. Se había hecho casi un rito y todos los domingos reconocía entre los pocos espectadores de esa sesión casi furtiva a otros aficionados.

Otros «sin familia» que devoraban la cartelera en busca de lo último, sólo porque lo penúltimo ya había sido visto la semana anterior. Se sentó como siempre en una butaca de las primeras filas. Seguía aturdido, le rondaba un tenue dolor de cabeza. Se levantó de su ya adaptada goma espuma y skay y buscó otro lugar más lejano de la pantalla. «Los cines tienen cada vez las panta­llas más pequeñas», se dijo o simplemente creyó que lo pensaba para justificar su traslado. El mundo se había hecho de repente muy peque­ño. Agobiante. Entre las imágenes que apare­cían se mezclaban jóvenes de imposible barba de tres días con extraños animales de ojos bri­llantes y aliento caliente. «Tengo que hacer algo sobre los nuevos actores americanos. lDónde habré guardado el «Fotogramas» con los da­tos?», estaba orgulloso por seguir confiando en que el escritor es el que de todo lo que ve o ape­nas le roza, es capaz de construir una teoría es­crita. Eran muchos años de defensa en tertulias y entrevistas de la capacidad de absorción de sú entorno del «escritor». Quizá su mejor frase fue aquella ... «El escritor ve más que todo el mun­do». El verbo VER tomaba entonces su papel real. VER era casi el compendio de unas siglas.

Se había distraído y el dolor de cabeza le de­volvía a la realidad. Su realidad era aquella película que intentaba contar cómo la neurosis en los EE UU había llegado a todos los estratos. «Los directores de hoy relatan por medio de la luz. No hay palabras que definan. Es la luz el verdadero soporte del argumento», al «Escritor» se le empezaba a notar el velo de lo que él lla­maba depresión. Estaba deprimido cuando no estaba satisfecho y sólo se sentía satisfecho cuando conseguía salir de una depresión. Tenía que tomar. rápidamente una decisión.

El Escritor había salido esa mañana con áni­mo· de encontrar múltiples defectos a todo éf «tinglado» que habían armado con el Centro Reina Sofía. Quería estar solo y el domingo le alejaba de los curiosos que aceptaban las nuevas tecnologías con pasión. Los tecnológicos se van

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al campo los domingos para justificar su tecno­ecología activa y los adolescentes duermen has­ta mediodía. En la puerta del centro colgaban unos retales de lo que fue una pancarta de los obreros despedidos. La maltrecha conciencia de intelectual de izquierdas del Escritor pudo en­cenderse durante unos segundos. Como un re­flejo condicionado recordó a los obreros ingle­ses frente a la primera tecnología: unos telares automatizados.

Una cierta prisa en los remates acompañaba a la decoración y una sensación de vacío llenaba los huecos de las salas amarmoladas. «El blanco es el color del orden establecido», se dijo citán­dose a sí mismo. Pasó deprisa por los «blancos» para detenerse ante las pantallas de los ordena­dores. Manolo Gutiérrez Aragón le había conta­do que tenía en funcionamiento el programa que dejaba analizar las mejores secuencias de la historia del cine. Allí estaba la bañera ensan­grentada de «Psicosis» enmarcada en una panta­lla y cercada por un teclado donde se apoyaba una joven.

La joven tenía una mirada ausente de contra­to temporal. El Escritor no había tocado nunca un ordenador. Durante mucho tiempo había rondado la planta de La Feria de la Electrónica de unos grandes almacenes repleta de bárbaros de EGB y BUP, siempre bajo el pretexto de que la librería de El Corte Inglés recibe las noveda­des antes que nadie y ocultándose tras alguna columna de «alta fidelidad» para ojear los signos incomprensibles de uno de esos tratados de Basic. Pero hoy podía sentir el cálido plástico de unas teclas diseño japonés sin miedo a la conta­minación. El Centro Reina Sofía es cultura. Cul­tura oficial, lo que obliga a sentir un regusto áci­do, pero permite la resignación. La joven movía con soltura sus dedos y con voz monótona ex­plicaba lo fácil que _era enmendarle la plana a Hitchcock abriendo y cerrándo la cortinilla· del baño.

«Perdone, lpuede pasarme la secuencia com­pleta?» dijo el Escritor ya animado por la expe­riencia y frustrado casi al mismo tiempo al reci­bir con otro tono de voz distinto: «Yo no sé más que dar a estas teclas que es lo que me han en­señado. De secuencias no sé nada».

El Escritor continuó su paseo con un cierto remordimiento por haber confundido un museo con un mercado. «Donde saben de estas cosas es en las tiendas, que por conseguir venderte algo son capaces de rodar de nuevo «Psicosis» sólo por convencerte de la utilidad de la máqui­na». La máquina. Le gustaba el sonido que esa palabra producía dentro de su cabeza, sonaba a .siglo XIX y a Leonardo. Sonaba a dignidad.

Un poco más allá otro reciclado intentaba· hacer Las Meninas eri blan90 y negro con pe­queños trazos rojos rebordeantes y un chico serio del Real Conservatorio de Música tecleaba incesantemente un pequeño pianito infantil co­nectado a un oscilógrafo. O por lo menos eso es

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Los Cuadernos de Viaje

lo que parecía: pinturas destelleantes y amorfas y sonidos infantiles golpeados sobre «chips». «No me puedo quedar atrás, tengo que entrar en este mundo. En poco tiempo ya no sabré nada de mi entorno. iEsto tiene que gustarme!»; al Escritor le martirizaba su sentimiento de culpa ... necesitaba ligarse a algo. Unirse a un cordón umbilical que le alimentara. Y ahora sólo le quedaba la tecnología. Ahora que ya sabe que las ideologías no sirven.

Quizá todo empezó en casa de Paco Nieva. Paco es el último romántico, acababa de ser ad­mitido en la Academia, su casa -ese «útero de terciopelo» que definió Rosa Montero- puede seguir soportando que Nieva escriba en «libros de caja» -con su «debe» y «haber»- metido en la cama. Pero allí apareció, casi entronizada, una gran máquina rotulada con el definitivo nombre de Xerox. El Escritor se sorprendió pero lo acep­tó como una de las extravagancias de Nieva.

Siguió bebiendo su anís dulzón, acariciando pausadamente al gato, hablando de pintura pre­rafaelista ... pero el armazón blanco y prepotente de esa máquina lo llenaba todo. A ese shock le siguieron otros: unas veces fue simplemente un retazo de conversación entre dos habituales de la tertulia: «No, yo tengo el ordenador antes que Rafael Azcona ... pero el que sabe mucho es Sau­ra que es aficionado de siempre». Sobre la mis­ma mesa en que Jardiel Poncela pegaba con «sindetikón» pequeños trocitos de papel en las cuartillas corregidas, ahora se discutía sobre la capacidad de memoria interna de un procesador de textos. El «Escritor» se sintió como esos en­trevistados de programa regional: el más viejo de la localidad, el que recordaba aquella ne­vada ...

Manuel Gutiérrez Aragón le aseguró que en su vida había dos hechos memorables: dejar de fumar y el primer display. El Escritor no supo qué cara poner frente a Manuel Azcárate y el cura Martín Patino que se disputaba la razón so­bre si la Brother es más ágil que la Canon 6. «Torrente Ballester escribe en la Canon» ratificó un tercero que quería entrar en la disputa. Juan Cueto asomaba de vez en cuando por televisión para explicar lo que significaba tener inter-rela­cionados varios bancos de datos. En los periódi­cos se hablaba de las novelas interactivas y foto­grafiaban unos rectángulos de plástico donde esas maravillas de la literatura contemporánea se encerraban ocultas para siempre a la mirada del Escritor.

Buscó lo que él creía que iban a ser los últi­mos reductos, pero su mundo estaba cambiando rápidamente: Fernando Fernán Gómez podía pasar una noche entera discutiendo sobre leís­mo y laísmo, toda su casa se había convertido en un lugar para escribir. Lo que debían ser salones y comedores estaban repletos de papeles arruga­dos y libros recién leídos abandonados por el suelo. el Escritor se encontró de repente entre una fotocopiadora donde Emma Cohen ultima-

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ba sus collages y a Fernando en violenta batalla con un libro de instrucciones donde se suponía que estaba claramente explicado cómo se reali­zaba la operación de ampliación de memoria de su Olivetti. «Emma, hay que llamar a un niño de unos doce años. Los niños nacen sabiendo en­tender estos libros. iLlama al vecino!», decía Fernán Gómez en una de las mejores interpre­taciones que el Escritor recordaba. Y allí apare­ció el infantil vecino que en un par de minutos dejó funcionando ese monstruo de la electró­nica.

El Escritor estaba asustado. Y a había tomado la costumbre de mirar por todos los rincones en busca de «la máquina». Algunas casas parecían «limpias» de técnica, pero ante la duda siempre suscitaba la conversación. Un día encontró lo

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Los Cuadernos de Viaje

que él podía llamar El Edén: Carlos Luis Alva­rez «Cándido» sólo utilizaba una máquina de es­cribir manual y aún añoraba su vieja Underwood que ahora sólo sirve como objeto de adorno. Su mujer no ahorró detalles sobre lo difícil que ha­bía sido encontrar una máquina de escribir co­rriente como regalo de cumpleaños: «Ya casi no las venden y la verdad es que no son muy boni­tas». «Pero ¿Dónde está?» insistió el Escritor ca­si con ánimo de hacer una ofrenda. «Ya te he di­cho que no es muy bonita ... la guardo debajo de la cama». En ferviente defensa de la vieja má­quina tomaron la palabra Francisco Umbral y Adolfo Marsillach. Marsillach llevó las cosas más lejos, confesando que sólo escribe a mano. Fue el momento en que se recordó que Antonio Gala utiliza exclusivamente papel de ordenádor

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ya impreso por una cara para escribir a mano sentado sobre la tarima que rodea su cama y que Andrés Amarás llena las páginas de los cuader­nos de dibujo con lo que serán sus libros. El mismo Juan Luis Cebrián, rodeado de la más puntera de las tecnologías, enrojeció levemente para asumir su total incapacidad frente a un te­clado electrónico. Y, como siempre en estas conversaciones, que Manolo Vázquez Montal­bán cocina mientras escribe.

El Escritor tomó la decisión de ir a una tienda especializada pocos minutos después de una lla­mada telefónica de Manuel Campo Vidal: «¿No te importa contarme algo sobre tu trabajo y el ordenador que utilizas? Es que estoy escribien­do un libro sobre nuevas tecnologías ... y he pen­sado que tú debes usar algo estupendo ... » Esto fue un duro golpe para el Escritor. Había conse­guido ser un ferviente espectador de televisión, conocía los nombres de la «nueva radio», tenía un par de chaquetas firmadas por «nuevos crea­dores», estuvo una semana en Vigo y había no­tado antes que nadie que El Sur era distinto ... Pero no podía aparecer en el índice de ese libro.

La tienda tenía un nombre difícil de recordar. El Escritor llevaba un papelito escrito por Eduardo Haro Tecglen con todos los datos. Eduardo sabe mucho de ordenadores y además domina absolutamente el tema del IV A; le ha­bía prometido que si se animaba por uno de esos aparatos le programaría un disquette que le daría resuelto todo eso de Hacienda. El Escritor estaba nervioso pero no quería aparentarlo y es­cuchó atentamente todo lo que le dijeron: «Para manejar estas máquinas no hace falta nada de eso del Basic. Si hubiera venido unos minutos antes se hubiera encontrado con Soledad Puér­tolas y ella le hubiera contado que esto es facilí­simo. El precio es de unas 500.000 pesetas y no me diga que hay cosas más baratas. Sí, sí... pero usted qué quiere ¿un elemento de trabajo o una máquina de matar marcianos?» Estaba atrapado.

El Escritor volvió al Centro Reina Sofía. Las paredes le parecieron menos blancas que la pri­mera vez. Se acercó hasta la mesa donde la jo­ven miraba aburrida «El puente sobre el río Kwai» y con voz firme le susurró: «Input, seño­rita. Para ver la secuencia sólo hay que dar al IN­PUT». A las cuatro de la tarde paseaba ante la taquilla del cine Alvaro Pombo. Se sentaron juntos. Empezaron a hablar de lo difícil que re­sulta enfrentarse a un papel en blanco.

Alvaro derramaba sobre «Escritor» la ansie­dad de los que como él saben que están más allá de los límites.

Ahora el Escritor sabe que es la misma sensa­ción que se siente frente a una pantalla donde tintinea un cursor. (Pero los datos sobre los nuevos actores americanos se guardan �en un sencillo Data Base por orden al- • � fabético de apellidos. Claro). �