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LOS AMANTES DE LA CABAÑA 162 Martina y a Andrés en la cabaña. Aunque estuvieran des- nudos, los iba a abrazar antes de morir. Y antes de morir les iba a contar todo lo de Marta y él. Y antes de morir iba a pedirles perdón. Y antes de morir los iba a bendecir, para que fueran eternamente felices. Ya no podía con él, ya no podía con la vida. El bosque dejó de bailar la melodía del viento. Las hojas lloraban, derramando gota a gota su verde savia. El viento detuvo su marcha. Las aves pararon su canto. El crepúsculo se detuvo en el horizonte. La luna asomó su cara pálida en la distancia. Un silencio sepulcral reinó en el bos- que. Sólo se oían los pasos de Margot y Marcio arrastrando a Tomás, con la última gota de vida en sus labios para bendecir a sus hijos, como lo mandó Marta. Llegando a la cabaña sintió que la vida se le esfumaba. El viento volvió a soplar. Percibía un torbellino huracanado queriendo arrancar de raíz la vegetación. Ya no podía conti- nuar. La brisa, helada, penetraba hasta sus huesos. Sintió que iba a caer y sólo pudo levantar su brazo izquierdo en direc- ción a los amantes. Se desplomó justamente en la ventanita adonde contemplara el romance de los amantes de la cabaña. No sintió su caída al suelo, Marta abrazó su espíritu y se fundieron en un abrazo. Su cuerpo, inerte, quedó tendido en el bosque. Él penetró en el misterio de la muerte junto con la mujer que más amó, Marta. Margot levantó la vista al cielo como si los viera en su asunción. Luego miró a través de la ventana y vio a Martina y a Andrés desnudos, acostados en la misma sábana que ella le regaló al cumplir sus quince años y que sucientes ve- ces la vio bordando dos corazones sangrando entrecruzados, cada tarde, sentada, próximo a su máquina de coser, mien-

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Martina y a Andrés en la cabaña. Aunque estuvieran des-nudos, los iba a abrazar antes de morir. Y antes de morir les iba a contar todo lo de Marta y él. Y antes de morir iba a pedirles perdón. Y antes de morir los iba a bendecir, para que fueran eternamente felices. Ya no podía con él, ya no podía con la vida. El bosque dejó de bailar la melodía del viento. Las hojas lloraban, derramando gota a gota su verde savia. El viento detuvo su marcha. Las aves pararon su canto. El crepúsculo se detuvo en el horizonte. La luna asomó su cara pálida en la distancia. Un silencio sepulcral reinó en el bos-que. Sólo se oían los pasos de Margot y Marcio arrastrando a Tomás, con la última gota de vida en sus labios para bendecir a sus hijos, como lo mandó Marta.

Llegando a la cabaña sintió que la vida se le esfumaba. El viento volvió a soplar. Percibía un torbellino huracanado queriendo arrancar de raíz la vegetación. Ya no podía conti-nuar. La brisa, helada, penetraba hasta sus huesos. Sintió que iba a caer y sólo pudo levantar su brazo izquierdo en direc-ción a los amantes. Se desplomó justamente en la ventanita adonde contemplara el romance de los amantes de la cabaña. No sintió su caída al suelo, Marta abrazó su espíritu y se fundieron en un abrazo. Su cuerpo, inerte, quedó tendido en el bosque. Él penetró en el misterio de la muerte junto con la mujer que más amó, Marta.

Margot levantó la vista al cielo como si los viera en su asunción. Luego miró a través de la ventana y vio a Martina y a Andrés desnudos, acostados en la misma sábana que ella le regaló al cumplir sus quince años y que sufi cientes ve-ces la vio bordando dos corazones sangrando entrecruzados, cada tarde, sentada, próximo a su máquina de coser, mien-

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tras ella le contaba todas las calamidades que había padecido en la cárcel.

En ese preciso momento se acercaba Manolo a la caba-ña, quien era el único que sabía del encuentro de los amantes en el bosque y por temor a lo que pudiera pasar siguió a su amigo sin que él se percatara. Se quedó a esperarlo en la espesura del monte. Al escuchar el tumulto corrió para en-contrarse con la desgracia, entonces recordó el presagio de Andrés: Vida, amor, pasión y muerte.

Margot entró, desesperada, a la cabaña, sin tomar en cuenta a Manolo, a quien conocía por Andrés y por los co-mentarios que hacían sobre él. Contempló a los amantes, con las copas en las manos entrecruzadas, formando un corazón, como si quisieran decirle: “unidos para siempre”. Martina y Andrés la miraron con cierto jadeo que evidenciaba su últi-mo halo de vida. Ella recordaba el sueño con el anciano de ojos profundos. Una leve sonrisa fue su despedida. En ese preciso instante cerraron sus ojos.

Margot vio el frasco encima de los cuerpos de los aman-tes. Lo conocía porque ella misma lo había preparado para arrancarse la vida, asediada por el dedo acusador de la gente del pueblo. Para evitar que la depresión la empujara a beber-lo, decidió esconderlo en casa de su hermano y así evitar la desgracia.

Cuatro palabras hacían un intermitente eco en la cabeza de Manolo: vida, amor, pasión y muerte, mientras lloraba descontrolado abrazado al tronco de un robusto árbol, enton-ces recordó lo que le dijo Andrés el día de las patronales des-pués del encuentro de los amantes y comprendió el último elemento del rompecabezas y reprimió el llanto.

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Marcio se quedó inmóvil contemplando a los amantes. Se acercó a Margot y entre sollozos le preguntó:

─ ¿Margarita ─ único nombre que conocía de ella ─ cómo se llamaba el muchacho?

─ Andrés, hijo de Marcia ─ dijo Margot sin poder con-trolar su llanto.

Marcio sacó la carta que le dejó el alcaide, su padre, y sin contener los temblores de sus manos intentaba leer. No podía ser cierto. Con un grito desesperado le dijo:

─ ¡Ay Margarita ese muchacho era hijo del alcaide, tam-bién. Él era el hermano que me encomendó buscar. Mira la marca en su mejilla izquierda y son los nombres que hay en la carta que me entregaste!

Margot y Marcio se lanzaron llorando, encima de los cuerpos de los amantes. Ella, sobre Martina y él, sobre An-drés, su hermano. Estaban fríos. Margot observó las copas y percibió las últimas gotitas del líquido en el fondo. Con esas copas brindaron Tomás y Marta por el amor cuando se casaron, brindaron por la pasión cuando Enedina les dijo que estaba embarazada, iban a brindar por la vida cuando naciera Martina. Ahora Martina y Andrés brindaban, un brindis de amor eterno.

Observando las copas Margot recordó la historia de Elea-nor Marx y Edward. La misma que le contó Marcio en el pe-nitenciario y que ella le contara a Martina dos meses atrás cuando caminaban a las patronales del pueblo de Las Gordas, donde los amantes iban a citarse. Lloró desesperadamente al ver el frasco y percibir su ligero olor a almendra amarga. Mo-vida por el desgarrante dolor, miró a Marcio y gritó:

─ Es cianuro, Marcio, es cianuro, el mismo que compré

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cuando te perdí. No tuve el coraje que tuvieron ellos, no tuve coraje para tomarlo y arrancarme la vida, ¡maldito cianuro!

Manolo, sin conocer a Marcio, se acercó a los cuerpos sin vida de los amantes y con sus ojos naufragando en lágri-mas, les decía:

─ Un amor así no cabe en este mundo. Ellos seguirán eternamente aquí, en la cabaña y en cada cabaña se tejerá una historia de vida o de amor o de pasión o de muerte.

Fin

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LOS AMANTES DE LA CABAÑA, una historia de vida, amor, pasión y muerte se imprimió

en septiembre de 2010, en los talleres gráfi cos de la Editora Búho, Santo Domingo,

República Dominicana.