los actores de la justicia latinoamericana

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Los actores de la justicia latinoamericana (Salamanca: Ediciones de la Universidad de Salamanca, 2007) LUIS PÁSARA INTRODUCCIÓN Durante los años iniciales de la reforma de la justicia en América Latina, un debate importante acerca de sus causas giró en torno a si se trataba de un asunto de leyes o de personas. Esto es, si actuar sobre el problema conllevaba la necesidad de un cambio de normas legales –como, en general, han insistido quienes se desempeñan en el aparato de justicia– o, más bien, exigía la necesidad de contar con otro tipo de operadores, capacitando a quienes ejercían la función o, en las versiones más radicales, sustituyéndolos por otros, mejor preparados para ella. El desenvolvimiento de las acciones de reforma durante la década de los años ochenta puso gran énfasis en los cambios legales y se obtuvo pocos resultados. Pese a que aún ahora subsiste esta postura de “primero, cambiar la ley”, cada vez tiene menos adeptos, en vista de la ostensible falta de frutos del haber consumido recursos y energías en producir nuevas constituciones, reformar códigos sustantivos y procesales, y diseñar novísimas leyes orgánicas. Sin negar que determinadas reformas legales en ocasiones resultan imprescindibles para desbloquear ciertos procesos de cambio, existe un consenso creciente en torno a que el eje de la transformación de la justicia no reposa en la introducción de nuevas instituciones legales. La mirada se ha vuelto, pues, a las personas y este volumen, precisamente, centra la atención en los actores del sistema de justicia para preguntarse, primero, por algunos de sus rasgos y las consecuencias que de ellos se derivan para el funcionamiento del sistema y, segundo, para explorar las posibilidades –así como los límites –de las acciones de reforma frente a tales características.

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Page 1: Los Actores de La Justicia Latinoamericana

Los actores de la justicia latinoamericana(Salamanca: Ediciones de la Universidad de Salamanca, 2007)

LUIS PÁSARA

INTRODUCCIÓN

Durante los años iniciales de la reforma de la justicia en América Latina, un debate importante acerca de sus causas giró en torno a si se trataba de un asunto de leyes o de personas. Esto es, si actuar sobre el problema conllevaba la necesidad de un cambio de normas legales –como, en general, han insistido quienes se desempeñan en el aparato de justicia– o, más bien, exigía la necesidad de contar con otro tipo de operadores, capacitando a quienes ejercían la función o, en las versiones más radicales, sustituyéndolos por otros, mejor preparados para ella.

El desenvolvimiento de las acciones de reforma durante la década de los años ochenta puso gran énfasis en los cambios legales y se obtuvo pocos resultados. Pese a que aún ahora subsiste esta postura de “primero, cambiar la ley”, cada vez tiene menos adeptos, en vista de la ostensible falta de frutos del haber consumido recursos y energías en producir nuevas constituciones, reformar códigos sustantivos y procesales, y diseñar novísimas leyes orgánicas. Sin negar que determinadas reformas legales en ocasiones resultan imprescindibles para desbloquear ciertos procesos de cambio, existe un consenso creciente en torno a que el eje de la transformación de la justicia no reposa en la introducción de nuevas instituciones legales.

La mirada se ha vuelto, pues, a las personas y este volumen, precisamente, centra la atención en los actores del sistema de justicia para preguntarse, primero, por algunos de sus rasgos y las consecuencias que de ellos se derivan para el funcionamiento del sistema y, segundo, para explorar las posibilidades –así como los límites –de las acciones de reforma frente a tales características.

El volumen está organizado en torno a esos dos golpes de vista. El primero, más general, es el que atiende a los profesionales del derecho, en los tres primeros trabajos que componen el libro. Alberto Binder examina la cultura jurídica latinoamericana de los profesionales del derecho que, atenazada por la tradición, acaso empieza a ser resquebrajada por la innovación. Rogelio Pérez Perdomo examina, desde una perspectiva histórica, cuáles son los riesgos y desafíos de la formación de los operadores del derecho.

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María Inés Bergoglio traza el perfil –o los perfiles, sería mejor decir– del abogado en ejercicio, operador clave en el sistema de justicia.

La segunda parte del libro ofrece una mirada más directamente vinculada a los procesos de reforma. Linn Hammegren se pregunta por el papel que cabe a la capacitación de los actores, esa vieja propuesta que parece reproducirse sin visos de agotamiento. Juan Enrique Vargas fija la vista en las cortes supremas, actores fundamentales del sistema, y sus posibilidades de reforma. Pilar Domingo plantea reconocer a nuevos actores que, dentro de las instituciones o fuera de ellas, perciben a la justicia de otra manera y actúan en consecuencia. Julio Faundez y Luis Pásara proponen prestar atención a otros protagonistas, que pese a su centralidad son menos percibidos: los actores internacionales.

En todos los trabajos existe una perspectiva que es resultado del que, a lo largo de estas décadas de experiencia –e involuntaria experimentación– con las reformas, se haya ido sofisticando la elaboración acerca de cuál es el problema con los operadores del sistema. Acaso a partir de lo aprendido con las resistencias al cambio, exhibidas por todo proceso de reforma, un aspecto que ha ganado creciente relevancia es el cultural, aludiéndose como tal a la mentalidad de jueces, fiscales, abogados y personal auxiliar. Mentalidad, no en el sentido de ideas abstractas sino como nociones y creencias que efectivamente respaldan actitudes, sostienen hábitos y guían comportamientos, justificándolos interiormente como aquello que debe ser porque o no hay otra manera sensata de hacer las cosas o no existe una mejor que ésta. Los siete trabajos incluidos en el volumen miran con especial interés este asunto, tanto para explicarlo como para preguntarse acerca de las posibilidades de una transformación.

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La primera contribución, de Alberto Binder, precisamente ofrece una propuesta para definir y comprender la cultura jurídica latinoamericana, que el autor circunscribe, a los efectos de su trabajo, a “la cultura de los abogados: opiniones, creencias, rutinas, hábitos de trabajo, ideas y valoraciones presentes en el conjunto de actividades que llevan adelante los abogados en tanto tales”. Se trata, según sostiene, de “un agregado aluvional de tipo histórico que ha sido producido por la abogacía y, al mismo tiempo, moldea a los abogados”. El producto es una cultura jurídica caracterizada por la debilidad de la ley, que se explica históricamente en la tradición indiana debido a la conjunción de un Estado autoritario que pretende “regular todos los aspectos de la vida social” con la imposibilidad de poner en vigencia la normativa formalmente establecida; el resultado es el acatamiento formal y, al mismo tiempo, la preservación en los hechos de los privilegios que la ley proscribe. Subraya Binder que “el doble juego constitutivo de la cultura jurídica indiana” aún pervive,

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como parte de las necesidades del autoritarismo y la arbitrariedad prevalecientes, revestidos de legalismo que, como Pérez Perdomo advierte, “es una forma de justificar decisiones, no la motivación real de éstas”.

Siguiendo a Bordieu, Binder sitúa “a la cultura jurídica en ese plano tan básico de acuerdos no expresos, que marca las aceptaciones (colusiones, consensos) del conjunto de abogados para sostener el campo de lo jurídico como tal, independientemente de las posiciones que ocupen en él, del mayor o menor capital que posean, y que los sitúen como dominadores dentro de ese campo o como quienes aspiran a dominarlo o modificarlo”. En ese plano quedan definidos cuáles son los “problemas del derecho” y, sobre todo, las valoraciones que se transmiten a través de la enseñanza y la práctica jurídicas. Lo peculiar de la cultura jurídica latinoamericana es haber construido “un saber escolástico desligado de su efectividad social”. De ese modo, al lado del valor de la generalidad de la ley y de la lucha por la autoridad para otorgarle sentido a la norma, en el caso de la región, se ubica “el presupuesto de la debilidad selectiva de la ley, manifestado en su aplicación irregular y arbitraria, que contradice el principio de generalidad”. La debilidad selectiva se mantiene a través del conceptualismo, la neutralidad, el formalismo y el ritualismo, en el análisis de Binder, que –con la mirada puesta en la reforma– advierte que, dado que no es posible separar la dimensión objetiva del funcionamiento de las reglas de la dimensión subjetiva presente en los actores, no puede prescindirse, llanamente, de la cultura jurídica existente. Sólo se puede intentar crear focos de contracultura para combatirla. A su turno, Pilar Domingo sostiene que, en terrenos muy delimitados, el activismo judicial ha aparecido en América Latina precisamente como uno de esos posibles focos de contracultura.

Tratándose de los abogados, los aportes de Rogelio Pérez Perdomo y María Inés Bergoglio se complementan para notar la expansión y estratificación profesional de los abogados como asunto revelador de que las dinámicas que atraviesan tanto la formación como el ejercicio profesionales se hallan profundamente marcadas por la lógica del mercado. En el caso de las facultades de derecho, el aumento de una oferta diversificada para atender a distintos niveles de capacidad económica conduce a la constatación de que “es un hecho que llega más gente a la universidad para recibir una educación de peor calidad”, según apunta Bergoglio. Para Alberto Binder, “La masificación de las escuelas de leyes renueva y ensancha este ejército de leguleyos” que, al ser iniciados en ellas en el conocimiento y manejo de ciertas prácticas litúrgicas, pueden desempeñarse como abogados litigantes, lo que “da a la gran mayoría de ellos apenas un medio modesto de vida”. Junto a esa situación mayoritaria, recuerda Pérez Perdomo, en unos cuantos lugares académicos se ofrece una educación de calidad que algunos jóvenes profesionales completan con post grados en Estados Unidos,

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principalmente. Esto significa que, si bien el gran incremento en el número de estudiantes de derecho y de abogados ha permitido, en las últimas décadas, el acceso de la mujer a la profesión y ha ampliado el origen social de quienes la integran –conforme nota Bergoglio–, también se ha diversificado la calidad de los estudios hasta el punto en que los críticos señalan la existencia de “una educación jurídica que no está cumpliendo ni siquiera con los modestos propósitos de la tradicional”, en denuncia que recoge Pérez Perdomo.

Pese a todo aquello que comparten los abogados de la región y que como “cultura jurídica interna” es detectado por Binder, la diversificación es un rasgo que caracteriza a la profesión, en parte como consecuencia de lo que ocurre en las escuelas de derecho; según hipótesis de Bergoglio, “los abogados serían más desiguales hoy, porque ahora lo son los estudiantes en la facultad”. La autora aporta también un análisis detallado acerca de cómo “nuevas formas de organización del trabajo jurídico profundizan la estratificación interna de la profesión” dentro de un proceso inducido por la demanda y se detiene, con buena base empírica, en el contraste entre el abogado que ejerce individualmente para un cliente particular o un pequeño negocio, y la gran empresa de servicios jurídicos que atiende a clientes transnacionales. Quedamos situados ante una marcada estratificación profesional que corresponde a niveles diferenciados de calidad, ofrecidos a sectores de clientes jerarquizados según su capacidad económica. En palabras de Pérez Perdomo, de una parte, “son los pobres quienes contratarán los peores servicios porque buscan servicios de muy bajo precio”; de otra, “la baja calificación de los profesionales que atienden a personas socialmente desfavorecidas, agrava la situación de desigualdad social”, en una región cuyos crecientes niveles de disparidad aceleran un proceso de polarización social.

Al enfocar esta temática desde la perspectiva de una reforma del sistema de justicia, se plantea, con cierta facilidad, el instrumento de la capacitación de los actores, que ha sido extensamente usado en los procesos de reforma latinoamericanos. Binder previene respecto a ella que no otorga un atajo para cambiar la cultura jurídica: “Como la cultura jurídica no está solamente en la mentalidad de los operadores jurídicos, no basta con buscar procesos de conversión o cambio personal –como ha pretendido muchas veces la capacitación judicial o la prédica de las reformas procesales”. La respuesta que da Linn Hammergren a la provocadora pregunta que titula su capítulo es menos escéptica, pese a la descarnada descripción de realidades que ofrece.

Hammergren no pone en duda que la capacitación es necesaria en el proceso de transformación de los sistemas de justicia; más aún, sostiene que, bajo ciertas condiciones, puede ser eficaz. A partir de esa ratificación de principio, sin embargo, la autora encuentra que

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en la región no se ha avanzado mucho en el tema durante los últimos diez años: “la capacitación ha quedado sin un rumbo bien definido ni un propósito más allá de responder a necesidades puntuales o a intereses corporativos”. El problema central parece encontrarlo en la falta de definición de propósitos, impactos buscados y contenidos necesarios. Observa vacíos en los dos primeros aspectos, al lado de una definición de contenidos que se ha movido al vaivén de la demanda de los beneficiarios y la oferta de los responsables de organizar la capacitación, con poca o ninguna atención a las necesidades institucionales de capacitar a jueces y demás funcionarios del sistema. De allí que las pocas evaluaciones de la capacitación en las reformas judiciales “en raras ocasiones arrojan resultados positivos”, en términos de resultados concretos en la tarea diaria de quienes han pasado por algunas de las muchísimas actividades de este tipo realizadas en la región.

Hammergren observa con preocupación las consecuencias de la alta dependencia de la capacitación respecto de la cooperación externa, que introduce distorsiones en ella, según se ve de los ejemplos con los que ilustra su examen de situación. En definitiva, la autora, poniendo énfasis en algunas experiencias innovadoras surgidas en la región, cree que podría lograrse mucho más de la capacitación si se adoptara respecto de ella un enfoque diferente. El primer paso consiste en establecer necesidades diferenciadas en el caso de países como Argentina, Costa Rica, Chile o Brasil, de las del resto. Mientras que en aquellos casos los problemas de formación básica del operador de la justicia aparecen resueltos, en la mayoría de países la capacitación tiene que encarar el problema de los vacíos formativos que el juez o el fiscal arrastran desde su etapa universitaria. Si, en materia de capacitación, se busca ser más eficaz –reza la conclusión práctica–, la identificación de las necesidades es el eje a partir del cual debe pensarse y organizarse todo. Pero la realidad que se muestra en el capítulo parece aún distante de alcanzar ese criterio.

Juan Enrique Vargas concentra su atención en lo ocurrido en las cúpulas judiciales con ocasión de las reformas. Encuentra un resultado paradójico: mientras las cortes supremas han tenido escasa participación en el proceso de reformas del sistema, éstas han aumentado el poder y la competencia de las cortes y, además, han incrementado el nivel y la independencia de los integrantes de estas altas instancias.

La mayoría de las cortes supremas de la región, que “eran instituciones relativamente marginales dentro del juego político” exhiben ahora una posición más importante, en razón de las competencias que han ganado en asuntos de relevancia pública, “las dimensiones que han adquirido las instituciones judiciales y, por ende, la cantidad de recursos públicos de que disponen” y, por consiguiente, el mayor poder concentrado en sus cúpulas. El esfuerzo de lobby que las cortes realizaron a lo largo del proceso de

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reformas se centró en aquéllas que, como las referidas a asuntos presupuestarios, guardaban relación directa con esa preeminencia ahora alcanzada por las cúpulas. El interés de éstas ha sido menor respecto de algunas reformas que Vargas estima centrales, como las referidas a selección y designación de jueces y magistrados, y la reforma procesal penal, que forman parte de una “agenda externa” a los poderes judiciales, salvo el caso excepcional de Costa Rica.

La contraposición entre una agenda “interna” y otra “externa”, según el autor, no sólo manifiesta diagnósticos diferentes del problema sino que corresponde a una competición entre una y otra que constituye un obstáculo en el proceso de reformas. Las cortes supremas expresan, en su comportamiento, que mantienen una percepción del cambio como asunto de más recursos. Pervive entonces el conflicto con quienes, desde fuera de las instituciones del sistema, creen que la transformación requiere actuar sobre aspectos más complejos. No obstante esta constatación, Vargas sostiene que entre los cambios más importantes ocurridos en los aparatos de justicia se halla la mejora del personal que sirve en la magistratura, dados factores como el incremento de remuneraciones, el papel más activo y decisorio otorgado al juez por las reformas y los mejores sistemas de reclutamiento. Tratándose de las cortes supremas, esta mejora es clara en casos como los de República Dominicana, Argentina, Honduras y Ecuador, donde la intervención de organizaciones de la sociedad civil ha logrado que la selección de los jueces supremos haya sido más transparente y haya puesto énfasis en los méritos de los candidatos.

Pilar Domingo aporta el interés de la aparición de nuevos actores en el ámbito de la justicia, para ver en ellos la innovación enunciada por Alberto Binder. Algunos de esos actores operan como demandantes y llevan al terreno judicial nuevos conflictos; otros, situados en las instituciones del sistema, han desarrollado una sensibilidad que los hace receptivos a las nuevas demandas. Los primeros ven en el ámbito de la justicia un terreno en el que, incluso cuando los resultados les son desfavorables, tiene sentido desarrollar una estrategia reivindicativa de objetivos que, desde hace no mucho tiempo, han adquirido el lenguaje jurídico de los derechos ciudadanos. Los segundos han empezado a elaborar respuestas, en parte mediante el activismo judicial –especialmente visible en casos como el costarricense y el colombiano– que introduce una ruptura en la cultura jurídica tradicional. Unos y otros actores operan en el marco de ciertas reformas introducidas en los sistemas de justicia que, como el control de legalidad y de constitucionalidad o los mecanismos de selección de jueces, tienen un impacto sobre el papel del juzgador y, al ocasionar ciertos resultados en la producción jurisprudencial, alteran la imagen tradicional de la justicia en la percepción ciudadana, lo que aconseja la “judicialización” de conflictos políticos o económico-sociales que no se solía llevar a este terreno.

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El marco en el que operan los nuevos actores no está dado sólo por los efectos de las reformas judiciales –que, aunque limitados, “han dejado huella en el papel político y en la imagen pública del poder judicial”, como observa Domingo– sino por cierta apropiación social del discurso jurídico de los derechos, que ha tenido lugar en las últimas décadas en América Latina. Esa apropiación está anclada en la búsqueda de legitimación del Estado democrático en torno a la legalidad y el reconocimiento de derechos como forma de constitución de la ciudadanía. La llamada “judicialización de la política” –para atender en sede judicial nuevas reivindicaciones pero también viejos conflictos que solían resolverse por medios no democráticos– es una de las expresiones del desempeño de los nuevos actores.

Las bases teóricas de esa actuación son rastreadas por la autora en Michel Foucault y Boaventura de Sousa Santos para, primero, reconocer que “el derecho y lo jurídico pueden contener la semilla de emancipación y de reformulación de las relaciones de dominación en la sociedad, tanto desde los límites a los que sujeta al poder mediante el establecimiento de derechos, como –y, tal vez, sobre todo– desde la movilización política en torno a los derechos humanos” y, segundo, advertir acerca “del potencial ‘emancipador’ del derecho y del uso político y social del derecho”. Con base en estas nociones, que trastocan la cultura jurídica tradicionalmente vigente en la región, los nuevos actores –sugiere Domingo– están generando incipientemente nuevas “verdades jurídicas”, conforme demuestran en vía institucional algunas de las altas instancias introducidas, en años recientes, como tribunales constitucionales o salas especializadas en materia constitucional en las cortes supremas. La magnitud del fenómeno aparejado por nuevos actores y nuevos escenarios en conjunto es difícil de precisar y, peor aún, de evaluar, según reconoce Domingo. Acaso sea prematuro asir su significado pero, si se incluye en él a los actores de la llamada justicia comunitaria, probablemente se asiste a una alteración de los contornos de aquello que durante mucho tiempo se entendió como la esfera de la justicia.

Finalmente, Faundez y Pásara traen a la vista a un actor usualmente poco reconocido como tal, en los procesos de reforma: el actor internacional, correspondiente al funcionario o al experto perteneciente a una entidad de cooperación. Los autores sostienen que este actor ha cobrado un peso importante en tales procesos, como sugieren, por ejemplo, las cifras del financiamiento prestado a ellos en América Latina por las entidades multinacionales de cooperación. Las bases conceptuales de tal intervención tienen un antecedente en los derechos humanos y el retorno a la democracia pero las nociones clave se encuentran en torno a la globalización y las exigencias de la generalización del sistema de mercado, que requieren un juez capaz de garantizar el cumplimiento de los

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contratos y contribuir así al establecimiento de condiciones apropiadas para la inversión exterior. Desde esta perspectiva, el actor internacional suele promover transplantes institucionales como fórmulas estándar que, en la experiencia disponible, no han sido exitosos debido a no haberse tomado en cuenta las condiciones del país receptor.

Situado el marco conceptual del actor internacional bajo la noción de “gobernabilidad”, las propuestas concretas de reforma que aporta tienen un carácter generalmente tecnocrático, que tácitamente asume, según Faundez y Pásara, que la prescripción que funciona bien en un país funcionará también en otro. De allí la poca atención prestada por este actor a las relaciones entre el funcionamiento de la justicia y las características sociales y culturales del país del que se trate. Los pocos estudios de caso disponibles muestran una constante: diagnósticos y evaluaciones reciben poco interés de parte del actor internacional. Esta desatención no obsta para que una serie de mecanismos favorezcan un papel destacado de este actor: la búsqueda de legitimidad de algunos actores nacionales que la encuentran en el interlocutor externo; el condicionamiento de donaciones y préstamos a la inclusión del tema, de un determinado modo, en la agenda gubernamental; y el establecimiento de alianzas con aquellos funcionarios nacionales que, actuando como contrapartes, abren paso a las propuestas del actor internacional.

Los autores observan que, necesitados de “colocar” préstamos y donaciones, los actores internacionales frecuentemente se hallan dispuestos a justificar tanto los proyectos como los logros que se alcance o las explicaciones de su fracaso. La presencia de actores nacionales fuertes impide un tipo de intervención que sí se produce cuando el actor internacional no encuentra contrapartes sólidas en el país y tiende a imponer temas, prioridades y modelos, a partir de los recursos financieros y técnicos con los que cuenta. Pese a este exceso en su presencia –o quizá debido a él–, en varios casos ha sido la actuación del actor internacional el factor clave para colocar el tema de la reforma de la justicia en la agenda pública.

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Varios actores quedan sin incluir, por ahora, en el cuadro; entre ellos, profesores de derecho, jueces y, por supuesto, los ciudadanos. En los dos primeros casos, se trata de operadores jurídicos de extrema importancia debido a que reproducen –mediante la enseñanza, los primeros y la concreción de las normas en decisiones obligatorias, los segundos– el derecho efectivamente vigente, que guarda cierta distancia con el derecho consagrado en códigos y leyes. Examinar en detalle la operación de estos actores es un importante paso, que este libro deja pendiente para ser dado por otros estudiosos del tema.

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También de extraordinaria importancia es la cultura jurídica del justiciable, de la cual se sabe apenas lo que telegráficamente arrojan algunas encuestas o lo que creen saber unos pocos ensayistas que usualmente no cuentan con datos duros para formular sus tesis. Sabemos que se trata de una cultura jurídica poco formada, debido a la ausencia de la temática de derechos, deberes y sistema de justicia en los planes de estudio de la educación formal. De una parte, en las elites no parece estar enraizado el respeto a principios fundamentales del estado de derecho como, por ejemplo, la presunción de inocencia. Y, de otra, en amplios sectores populares, parece tratarse de una cultura jurídica cercana a la justicia por mano propia en la versión de Talión, que no corresponde como concepto a la etapa de evolución a la que formalmente pertenece la legislación adoptada por los países de la región. Es en ese paisaje que resulta explicable que los linchamientos se hayan instalado, a lo largo de los últimos años, como recurso social vigente en varios países de la región.

El estudio de esa cultura jurídica ciudadana también está pendiente. La importancia de acometerlo guarda relación directa con una de las preocupaciones a las que corresponde este libro: cuáles son las posibilidades de reformar la justicia. De una parte, la cultura jurídica impone ciertos límites a la transformación que se intenta. De otra, esta transformación probablemente requiere incluir a la cultura jurídica ciudadana entre sus objetivos de cambio y acaso, como sugiere el capítulo de Pilar Domingo, tenemos ya algunas evidencias de que el cambio ha empezado. Si lo primero llama al realismo, lo segundo sugiere ampliar el ámbito de las acciones de reforma bastante más allá de las instituciones del sistema.

No obstante esas tareas pendientes, este volumen ofrece algunos elementos útiles para componer un cuadro de situación que ha permanecido, en varios sentidos, incompleto. La cultura jurídica de los actores del sistema, caracterizada por Binder, es en ellos una herencia pesada que se erige como obstáculo del cambio en la justicia. Más aún, la “debilidad selectiva de la ley” no sólo es una valla para el funcionamiento adecuado de la justicia sino que resulta contrapuesta con el estado de derecho mismo. De allí la importancia de notar, en la propuesta de este autor, la necesidad de crear núcleos o focos de una estrategia contracultural. Sin ésta, las acciones de reforma corren el riesgo de permanecer aisladas hasta extinguirse.

Igualmente serio es el panorama que surge, de los trabajos de Bergoglio y Pérez Perdomo, acerca de un proceso en el que masificación y estratificación de la profesión jurídica tienden a desembocar en la creación de clases o niveles diferenciados de justicia. El contraste entre estratos de población diversos, según capacidad económica, resulta reforzado desde el funcionamiento de la justicia por la provisión de servicios legales marcadamente

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distintos. Una “justicia para pobres” sería la que, en grados decrecientes de calidad, pondrían los abogados a disposición de la mayoría de la población en muchos países de la región. Preparados ya en las facultades de derecho para proveer sólo ese tipo de servicio, una buena parte de los abogados –retóricamente considerados “auxiliares de la justicia”– desempeñarían un papel ritual que atiende fundamentalmente a su propia supervivencia y no a la prestación de justicia. Si se nota que no sólo los abogados litigantes sino incluso los jueces pueden estar siendo reclutados de entre estos sectores profesionales, debe concluirse en que ésta es una barrera gravísima que se erige a la mejora cualitativa del sistema de justicia.

Frente a este panorama, aparecen como respuesta las acciones de reforma. Entre las que se dirigen a los actores, una de las más usuales es la capacitación, que difícilmente puede contestar aquellas características del marco de operación de la justicia que tienen un carácter estructural, como son los rasgos esenciales de la cultura jurídica y la dinámica de mercado que preside tanto la educación jurídica como el ejercicio profesional. Pero en su terreno, que Hammergren delimita con precisión, la capacitación tampoco ha dado la respuesta que podría haber ofrecido. Presa –ella misma como acción de reforma– de los males del sistema a los que intenta responder, la capacitación requiere una transformación –para la que, en su capítulo, la autora propone líneas de acción específicas– si se quiere hacer de ella un instrumento eficaz en el cambio de la justicia.

La búsqueda de una justicia distinta también parecería requerir cambios fundamentales en otros dos actores a los que este libro dedica atención más en detalle. De una parte, las cortes supremas, hasta ahora más interesadas en su propia agenda de reforma –presidida por el objetivo de obtener más recursos, casi ausente de ella el cuestionamiento de la tarea realizada–, necesitarían de una visión de mayor alcance del problema, que les permita entenderlo a cabalidad para dotarlo de una envergadura que va muchísimo más allá de los intereses corporativos. De otra parte, los actores internacionales, que desempeñan un rol ambivalente, tendrían que ajustar su desempeño a las necesidades del cambio, con mayor atención a las características de la sociedad en la que se trata de producir una reforma y menos maniobras tácticas destinadas a que la acción de la cooperación luzca exitosa. Al lado de ellos, los nuevos actores a quienes Pilar Domingo presta atención lucen prometedores en su actuación pero, al mismo tiempo, representan posiciones claramente minoritarias, cuando no marginales. Son inciertas las condiciones bajo las cuales estos nuevos desempeños podrían ampliarse y robustecerse para desafiar los moldes tradicionales de la justicia.

Son muchas las exigencias pendientes de resolver y cada una de ellas es muy grande. Desde luego, este libro no tiene propósitos

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tranquilizadores. Todo lo contrario, su propósito explícito es cuestionar aquello que se ha hecho, desde el reconocimiento de que, por más esfuerzo e inversión puestos en el cambio de la justicia latinoamericana, una justicia sustancialmente distinta a la tradicional se halla aún bastante lejos, tal como lo advierte la opinión pública en la región al declararse mayoritariamente insatisfecha con el servicio de justicia existente. Acercarnos a esa otra justicia requiere, precisamente, poner en cuestión no sólo aquélla que heredamos sino también nuestra propia actividad en cuanto intenta transformar esa herencia.

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